Cuaderno de Musica Lavista

CONTENIDO Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . xi I Mozart se va de gira

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CONTENIDO Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . xi

I Mozart se va de gira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 El mar cumple cien años . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Versiones del Stabat Mater . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Nohgaku: música del teatro Noh . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

II Guido y sor Juana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Bach-Kodály . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Chopin, nuestro contemporáneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 Pierrot Lunaire . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 La música y la vida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Conlon Nancarrow . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 John Cage (1912-1992) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

III El sonido y lo visible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 El lenguaje del músico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 [vii]

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CONTENIDO

IV Los tres tenores y medio, rebajados a dos y medio . . . . . . . . . . . 121 La cueva de Alí Babá. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Anexo: Muerte de un líder Sic transit gloria mundi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Mi copete no es así. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Notas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

A Sandra

NOTA PRELIMINAR He reunido en este libro algunos textos —excepto Nohgaku: música del teatro Noh— que se han publicado en las ediciones de El Colegio Nacional, en las revistas Pauta y Letras Libres y en las publicaciones de la Academia de Artes. Los artículos aparecidos en Letras Libres y en la Academia fueron escritos especialmente para esa ocasión, mientras que los publicados por Pauta y El Colegio Nacional, para ser leídos antes de los conciertos de cámara que presento cada año en el Aula Mayor de El Colegio Nacional como parte de mis actividades académicas en dicha institución. No son, pues, ensayos de orden técnico (salvo, acaso, Guido y sor Juana), son, más bien, textos de divulgación musical dirigidos a todos aquellos que aman la música. Hay, es verdad, grandes ausencias: Wagner, Verdi, Revueltas, Chávez, Ligeti… Pero es, sin duda, inevitable que eso suceda en un libro como este, ajeno a consideraciones musicológicas o antológicas, o ambas. Los temas y autores abordados responden, en gran medida, a cuestiones circunstanciales y a mis gustos y fobias en mi condición de oyente.

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I

MOZART SE VA DE GIRA Sóplame el culo, eso es muy bueno, se siente tan rico. MOZART A SU PRIMA, 1779

En la tarde del primero de octubre de 1777, Mozart y su madre, Anna Maria Pertl, llegan a Augsburgo, la ciudad natal de Leopoldo, su padre. (Tiene veintiún años. Acaba de emprender una larga gira de conciertos cuyo itinerario ha sido trazado por su padre: Munich, Augsburgo, Mannheim y París serán las principales ciudades a visitar. Ha presentado su renuncia como Konzertmeister, en la corte de Salzburgo, a su Alteza Serenísima, el arzobispo Hieronymus Colloredo, a quien Mozart aborrece tanto como éste lo desprecia. El viaje durará cerca de quince meses. Desea obtener encargos importantes y, de ser posible, un trabajo estable en alguna destacada corte. Posee ya un completo dominio del oficio y una clara conciencia de lo que él llama su “talento superior”.) Se instalan en la Posada del Cordero y se disponen a visitar la casa de la familia de su tío paterno Franz Aloys. (Pero antes desea ir al encuentro de Johann Andreas Stein, el célebre constructor de pianofortes, a quien había conocido en 1763 cuando contaba apenas con siete años de edad. Se presenta de incógnito con el nombre de Trazom, pero Stein lo reconoce de inmediato. Se alegra de volver a verlo y enseguida le muestra, orgulloso, sus últimos pianofortes. Le pide que los pruebe. Mozart toca cada uno de ellos; le asombra la calidad de su factura y las amplias posibilidades técnicas que ofrecen. Admira la dulzura y suavidad del sonido, la rápida respuesta en el ataque, el terso equilibrio entre [1]

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los diferentes registros y las dinámicas extremas que son capaces de producir —de aquí, está de más decirlo, el nombre de fortepiano—. Le comunica a su padre su entusiasmo por los nuevos instrumentos de Stein y comienza entonces a concebir y escribir sus obras para teclado para este relativamente nuevo medio sonoro, convirtiéndose él mismo en uno de los primeros grandes pianistas. Escribirá al poco tiempo las espléndidas Sonatas para piano en do mayor y en re mayor, K. 309 y 311, que muestran un amplio abanico de texturas y sonoridades, y un nuevo estilo en la escritura para teclado. Es así que en la vasta producción mozartiana se desarrolla y consolida la moderna técnica pianística: su obra para teclado une la época del clavecín con la del piano.) A los pocos días, Mozart y su madre comparten la mesa en casa de la familia del hermano de su padre. El encuentro con su tío, su tía Maria Victoria y, sobre todo, su prima hermana Maria Anna Thekla, le depara los momentos más felices de su estancia en Augsburgo. Maria Anna tiene diecinueve años, dos menos que su famoso primo, es simpática, desenvuelta, atractiva y no conoce la timidez. Los dos se llevan estupendamente bien y comparten una marcada predilección por la escatología, la cual raya, no pocas veces, en la frivolidad y vulgaridad. (Afición, hay que decirlo, bastante extendida en la sociedad del siglo de la Ilustración y, sin duda alguna, harto frecuentada por la familia Mozart. En una carta dirigida a su marido, la venerable madre de Mozart le escribe desde Munich: “Adiós mi bien, ponte el culo en la boca, caga en la cama hasta quebrarla, es ya pasada la una”, y a su paso por Mannheim, Mozart le anuncia a su padre: “Ahora llega el oráculo; creo que será el medio o el fin. Para mí es lo mismo pues la cuestión es simplemente saber si soy yo el que traga caca o papá el que la degusta. En fin, no trato el tema con exactitud. ¡Quería decir que habría que saber si papá degusta la caca o si yo la trago! Ahora es mejor que pare —lo reconozco—, ¡es inútil!”) Los primos pasan todos los días juntos, van a uno que otro concierto y asisten a unas cuantas cenas formales. “Mi primita, le comunica a su padre, es bella, inteligente, amable, razonable y alegre.

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La pasamos muy bien juntos ya que también tiene una lengua un poco viperina… Juntos nos burlamos de la gente. ¡Qué placer”. Y, más adelante, añade que “en el concierto había una gran cantidad de nobles: la duquesa de Culo Estrecho, la condesa de Culo Fácil, y también la princesa de Huele Mierda, con sus dos hijas casadas con los príncipes de Rabo de Cerdo”. (Al cabo de dos semanas, Mozart tiene que dejar Augsburgo; no ha logrado obtener ni encargos ni un puesto estable. Se despide de su “querida primita” y a finales de octubre se dirige en compañía de su madre a la ciudad de Mannheim, sede del mejor y más completo conjunto instrumental de Europa. La sección de alientos incluye clarinetes, instrumento recién inventado y para el cual Mozart escribirá algunas de sus más bellas páginas; los cuerdistas son excelentes: dominan la técnica del vibrato y su arco es parejo; la afinación del grupo es justa; sus diminuendos y crescendos, así como la producción súbita de dinámicas extremas deleitan y maravillan a Mozart. Su relación con esta notable orquesta —la cual le profesa un profundo respeto— influirá de manera definitiva en su escritura orquestal. Al poco tiempo compondrá la Sinfonía concertante para flauta (o clarinete), oboe, corno y fagot en mi bemol mayor, K. 297b, y la Sinfonía no. 31 en re mayor, llamada París, K. 297, en la que emplea por primera vez clarinetes en la sección de alientos-madera. Estas obras manifiestan un manejo más dúctil y virtuoso en el arte de la orquestación.) El trabajo en Mannheim es gratificante y muy intenso, pero se da tiempo para escribirle a su amada prima una larga carta: Querida primita, pequeña liebre [Bäsle-Hasle]: He recibido puntualmente tu digna carta, y he visto que mi tío salvador [Vetter-Retter], mi tía liebre [Bass-Hass], y tú, todos están bien; nosotros también, a Dios gracias, tenemos buena salud-perro [Gesund-Hund]. Hoy recibí la carta oblicua de mi papá-agujero; la tengo en mis garras. Espero que hayas recibido la carta que te escribí. ¡Tanto mejor, entonces, tanto mejor! Ahora, algo razonable… Me escribes también, sí, declaras, descubres, significas, me haces saber, testimonias, sacas a luz, deseas, codicias, quieres, me encargas, me insinúas, me adviertes o me notificas que tengo, yo

Mozart a los 24 años (1780), retrato póstumo de Barbara Krafft, Salzburgo, 1819.

Maria Anna Thekla Mozart (la Bäsle), autorretrato, 1777.

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también, a mi vez, que enviarte mi portrait. ¡Eh bien! Seguramente te lo voy a enviar ¡Oui, par ma foi! Me cago en tu nariz, así caerá sobre el “Koi” [?]. ¿Has hecho también el “spuni cuni”? ¿Qué? Si todavía sientes algún amor por mí —lo que creo—… ¡Tanto mejor, entonces, tanto mejor! Sí, así es en este mundo, unos al bolsillo, otros al dinero: ¿A cuál le vas? A mí, ¿no es cierto? Lo creo; ahora un poco de cólera… ¡Vivan todos los-los-los-los ¿Cómo se llaman?! Te deseo buenas noches, caga a gusto en tu cama hasta hacerla pedazos… duerme tranquila, extiende tu culo hasta tu boca… Mañana hablaremos más tiempo. Tengo muchas cosas que decirte. No puedo creerlo, pero mañana te lo contaré. Mientras tanto ¡pórtate bien! ¡Ah, mi culo me quema como fuego! ¿Qué querrá decir esto? ¿Tal vez una caca quiere salir? Sí, sí, caca, te reconozco, te veo y te huelo. ¿Qué es esto? ¿Será posible? Oídos, ¿No me engañan? No, esto es verdad. ¡Qué largo y triste sonido!... Ahora, cosas serias… Te van a llegar una o varias cartas, te ruego… ¿Qué? sí, el zorro no es nunca una liebre, ¿sí, qué? Bueno, ¿dónde me quedé? Ah si, llegará hasta ti, sí, sí, llegará, sí, ¿quién llegará? Ah, ya caigo: ¡cartas!, llegarán cartas. Pero ¿qué tipo de cartas? Cartas que son para mí, ¡claro!... Lamentablemente debo terminar ahora. Pero antes te voy a contar una triste historia que acaba de pasar en este preciso instante, mientras te escribía. Oigo un ruido en la calle. Dejo de escribir, me levanto, voy a la ventana y no oigo nada. Me vuelvo a sentar, sigo escribiendo y de nuevo escucho algo. Me levanto otra vez y sólo oigo un débil ruido. Siento entonces un fuerte olor a quemado, por donde voy, apesta; si me acerco a la ventana el olor se va; si entro a mi cuarto, el olor vuelve. Al final mamá me dice: —¿Qué es esto, hijo? ¿Has dejado escapar un…? —“No lo creo mamá.” —Sí, sí, claro que sí. Quiero tener la conciencia tranquila, me meto un dedo en el culo, lo llevo a mi nariz y… ecce probatum est: mamá tenía razón. Ahora, pórtate bien. Te beso diez mil veces y quedo como siempre tu viejo Sauschwanz [rabo de cerdo] Wolfgang Amadé Rosenkranz [rosario]. Mil recuerdos de parte de nosotros dos, que viajamos, a mi señor tío y a mi señora tía. A todos mis buenos amigos salud-pie [Gruss-Fuss]. Addio, cretina bruja.

Al día siguiente recibe un paquete que no contenía el retrato que le había prometido su prima. (Para desgracia nuestra, las cartas de Maria Anna Thekla no sobrevivieron a la censura de Constanza, la mujer de Mozart.) A vuelta de correo le responde: Por esta única vez te voy a escribir una carta inteligible. Encontrarás, no obstante, algunas bromas. Lo principal es saber que has recibido todas mis cartas; por lo tanto, ya no me inquieto.

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¡Mi querida sobrina! ¡Prima! ¡Hija! ¡Madre! ¡Hermana y esposa! ¡Rayos y centellas! ¡Mil veces carajo! ¡Diablos! ¡Brujas y brujos! ¡Batallones sin fin! ¡Elementos! ¡Aire! ¡Agua! ¡Tierra y fuego! ¡Europa! ¡Asia! ¡África o América! ¡Jesuitas! ¡Agustinos! ¡Benedictinos! ¡Capuchinos! ¡Franciscanos! ¡Dominicos! ¡Cartujos y padres de la Santa Cruz! ¡Canónigos regulares e irregulares y bribones, piel de oso, alimento de perros, culos y huevos unos encima de otros! ¡Asnos! ¡Búfalos! ¡Cerdos! ¡Bufones! ¡Estúpidos cretinos! ¿Qué es esto?... ¿Un paquete y no hay retrato? Ya estaba yo todo entusiasmado. Me creía seguro porque me habías escrito que iba a recibirlo pronto, pero muy pronto. ¿Acaso dudas de que yo pueda cumplir mi palabra? No lo creo, realmente. Ahora, te lo ruego, envíamelo lo antes posible; y espero que sea como lo he pedido. Y sobre todo a la manera francesa [“vestirse a la francesa” consiste para Mozart en pedir a su prima que muestre un poco más sus pechos y sus hombros]. ¿Qué si me gusta Mannheim? Todo lo que puede gustarme un lugar en el que no se encuentra mi prima. Perdona mi mala escritura, la pluma ya está vieja; desde hace casi veintidós años cago por el agujero que ya conoces y sin embargo todavía no se ha roto, a pesar de que he cagado muchísimo y he arrancado la caca con mis dientes… Ahora tengo que terminar, así es, porque todavía no me visto y tenemos que ir a comer para ir después otra vez a cagar, así es. Si sientes todavía amor por mí, como yo por ti, entonces nunca dejaremos de amarnos… Beso tus manos, tu cara, tus rodillas y tu… en fin, todo lo que me permitas besar. Soy con todo mi corazón. Vuestro afectísimo sobrino y primo WOLF AMADÉ MOZART.1

(Mozart ofrece en Mannheim varios conciertos con enorme éxito. Es admirado y respetado por los músicos y los amantes de la música. No obstante, es incapaz de conseguir un trabajo estable en la corte. Se dispone, pues, a partir hacia París. Desea demostrar su talento ante la realeza y la sociedad francesas. Está seguro de obtener encargos importantes, sobre todo de una ópera, y de poder ofrecer conciertos en las casas de los aristócratas y en la corte de Versalles. En Mannheim ha escrito las ya mencionadas Sonatas para piano en do mayor y re mayor, las Sonatas para violín y piano 1

Las cartas de Mozart a su prima se encuentran en la espléndida biografía de Mozart escrita por Jean y Brigitte Massin, Ediciones Fayard, París, 1970.

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—que él llama duettos— en do mayor y la mayor, K. 303 y 305, algunas de sus mejores arias de concierto, como el Aria en mi bemol mayor Non s’o donde viene para soprano, K. 294 y el Aria en sol menor II cor dolente para tenor, K. 295, el Kyrie en mi bemol mayor, K. 322 y el Concierto para flauta en sol mayor, K. 313 —“es un instrumento que no soporto”—, entre varias obras.) Pero antes de dejar Mannheim, vuelve la mirada, una vez más, hacia su “querida primita”: ¡Mi muy querida señorita Prima! ¿Crees o pensabas que tal vez había muerto?... ¿Que había reventado?... Sí, ¡reventado! Pues bien, ¡no!, no lo creas, te lo ruego. ¿Cómo podría escribir tan lindamente si estuviera difunto? ¿Cómo sería posible? No quiero buscar ninguna excusa por mi largo silencio, no ibas a creer ni una sola palabra. Y, sin embargo, ¡lo que es cierto, es cierto! He tenido tanto trabajo que podía pensar en mi prima, pero no he tenido tiempo de escribirle… Ahora tengo el honor de preguntarte cómo te encuentras y comportas. Si tu vientre está suelto, si no tienes la tiña, si puedes todavía soportarme un poco, si escribes con frecuencia con lápiz, si piensas en mí de vez en cuando, si sientes a veces deseos de colgarte; si por casualidad no estás enojada conmigo, pobre infeliz, si no quieres hacer las paces conmigo de buena gana, por mi honor que voy a explotar. ¡Pero ríes! ¡Victoria! Nuestros culos deben ser el emblema de la paz. Bien sabía yo que no podrías resistirte a mí por más tiempo; sí, sí, estoy seguro de lo que digo y debo todavía cagar una vez más el día de hoy, a pesar de que debo salir para París dentro de quince días. Si quieres respóndeme desde Augsburgo, hazlo rápido para que pueda recibir tu carta; si no, si ya he partido, en lugar de carta no tendré mas que caca. Ah, caca, ¡deliciosa palabra! Caca trote, eso también es bello. Caca trote; caca frote. ¡Oh, es encantador! Caca frote: eso es lo que me gusta. Caca, trote y frote, caca trote y frote caca. Pero pasemos a otro tema… dime, ¿Has practicado el “spuni cuni”? Es necesario antes de terminar, porque tendré que terminar pronto, tengo prisa, ¡porque precisamente no tengo nada que hacer! Además, ya no hay lugar como ves, el papel está casi cubierto…, sin contar que estoy cansado; los dedos me arden de tanto escribir… Ahora tengo que acabar, aunque me enoje: todo lo que empieza debe terminar; si no, la gente se molesta. Recuerdos a todos mis amigos; el que no lo crea deberá lamerme el culo indefinidamente hasta la eternidad, hasta que me vuelva razonable. ¡Ah!, ¡tendrá para rato! Yo mismo estoy angustiado… porque temo que mi caca no esté seca a tiempo y no vaya a haber la suficiente si desea comerla.

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Adiós, primita; soy, era, seré, he sido, había sido, habría sido, ¡oh!, si yo fuera, si yo hubiera sido, quiera Dios que yo fuese, hubiese sido, sería, ¡oh!, que fuere, hubiere sido ¿Qué?, un ignorante. Adiós, querida prima. ¿Por dónde? Soy en persona tu verdadero primo. WOLFGANG AMADÉ MOZART

(Mozart y su madre llegan a París el 23 de marzo de 1778. Hace ya siete meses que dejaron Salzburgo. Se instalan en el Hotel Quatre fils Aymon, calle de Gros-Chenet, la actual calle Croissant. La actividad de Mozart en la capital francesa es intensa: da clases particulares, ofrece algunos conciertos, compone y estrena varias obras. Además visita regularmente la casa de los aristócratas amantes de la música y asiste con frecuencia a los estrenos y reposiciones de óperas de reputados compositores, entre ellos, Gluck, Pergolesi, Philidor, Paisiello, Grétry y Piccini. Su mayor deseo sigue siendo componer una ópera. “Tengo un deseo inexplicable de escribir de nuevo una ópera… Soy más feliz cuando tengo algo que componer. Es mi única alegría y mi passion… ¡Que pueda tan sólo oír hablar de una ópera, que pueda estar en el teatro y escuchar cantar…! ¡Sólo con pensarlo estoy fuera de mí!”. Pero el encargo no llega nunca. Se queja de que lo traten como a un principiante, “excepto los músicos que piensan de otra manera”. Johann Christian Bach —el “Bach inglés”— llega por unos días a la ciudad y Mozart se reencuentra con él. Los une una sincera y alta estima musical y personal. No se han vuelto a ver desde 1764, en Londres —Mozart tenía entonces ocho años—. Le escribe a su padre: “Los dos hemos sentido alegría al volvernos a ver… Lo quiero, lo sabes bien, con todo mi corazón y siento mucha estima por él, y él es cierto que ha hablado elogiosamente de mí, sin la exageración de otros, sino con seriedad y sinceridad”. Pero a pesar de sus esfuerzos, la larga estancia en París será un fracaso en muchos sentidos: su música no obtiene la aceptación que él hubiera esperado, no hay tampoco ofrecimiento alguno de un trabajo estable o de un encargo importante, y el dinero escasea. Por si fuera poco, su madre enferma gravemente y muere el dos de julio, a los 57 años de edad. Comparte con su padre el triste suceso: “Tú,

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Fragmento de la última carta de Mozart a su prima, 10 de mayo de 1779.

el más querido de mis amigos, llora conmigo. Hoy ha sido el día más triste de mi vida… Mi madre, mi querida madre, se ha ido. Dios la ha llamado… Murió sin tener conciencia, como una luz que se extingue”. Tras varias semanas, deja París para siempre, cargando una enorme pena y un hondo resentimiento y desprecio por los franceses. A instancias de su padre se dispone a regresar a Salzburgo. En París ha compuesto las que son, sin duda, las primeras obras maestras escritas para piano: las Sonatas en la menor K. 310, en la mayor, K. 331 (cuyo tercer movimiento es la célebre Marcha turca) y en fa mayor, K. 332, además de las conocidas y galantes Doce variaciones en do mayor, sobre la canción popular francesa Ah, vous dirai-je maman, K. 265, sin olvidar las ya mencionadas Sinfonía Paris y la Sinfonía concertante, así como el Concierto para flauta y arpa, K. 299, la música orquestal para el ballet Les petits riens, K. 299b, la trágica Sonata para violín

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y piano en mi menor, K. 304 y el soberbio Recitativo y aria de concierto en do mayor Io non chiedo para soprano, K. 316, de entre una veintena de obras.) De regreso a Salzburgo, hace un alto en Munich. Va a pedirle a la joven, bella y talentosa cantante Aloysia Weber —hermana de Constanza, su futura esposa— que se case con él. La conoció un año antes, al comienzo de su gira, y está enamorado de ella. Pero Aloysia lo rechaza. Humillado y lleno de cólera, se sienta al piano y le canta un antiguo y tradicional texto que comienza así: “Aquellas que no me quieren, pueden lamerme el culo”. Permanece unos días más en la ciudad a la espera de su prima. A su paso por Mannheim le había escrito; quiere verla: Mi muy querida prima: Con una gran prisa y con el mayor arrepentimiento y dolor, al mismo tiempo que con una fuerte determinación, te escribo para darte la noticia de que parto mañana para Munich. ¡Querida prima, no gruñas! Con mucho gusto habría pasado por Augsburgo, te lo aseguro. Pero el prelado imperial no me ha dejado ir, y no puedo guardarle rencor por ello porque sería ir contra la ley de Dios y de la naturaleza, y la que no lo crea es una puta. En fin, así es: no hay nada que hacer. Quizá desde Munich podré dar un salto hasta Augsburgo, pero no es seguro. Si tienes tantas ganas de verme como yo las tengo de verte, entonces ve a Munich, a esa respetable ciudad. Trata de estar ahí antes del nuevo año para que pueda contemplarte bajo todos los ángulos posibles, llevarte a todas partes y también, si es necesario, fastidiarte un poco. Pero hay una cosa que me entristece profundamente, no podrás hospedarte conmigo porque no voy a quedarme en una posada, sino en casa de ¿quién, dónde? ¡Me gustaría saberlo! Ahora, bromas aparte, justo por eso es necesario que vengas, porque tendrías un importante papel que jugar. Entonces, con seguridad vendrás, si no ¡qué amolada! Podré entonces agasajarme en tu noble persona, cachetearte personalmente el culo, besarte las manos, disparar el cañón posterior, abrazarte, hacerte cosquillas en todas partes, pagarte hasta el menor detalle todo lo que te debo, dejar escapar un pedo famoso y tal vez también dejar salir otra cosa. Adiós, ángel mío, corazón mío, te espero lleno de ansiedad. Tu sincero primo W. A. MOZART

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Maria Anna Thekla llega a Munich a los pocos días y juntos emprenden el regreso a Salzburgo. Finalmente, el 15 de enero de 1779, Mozart, abatido, frustrado y vencido, pero en compañía de su prima, está de nuevo en su ciudad natal. Lleva bajo el brazo poco más de cuarenta obras (pero ninguna ópera) escritas durante los quince meses que duró su malograda gira. A las dos o tres semanas, su “querida primita” —la “Bäsle”— regresa a casa, no volverán a verse, y Mozart entra de nuevo al servicio del arzobispo Colloredo —“odio al Arzobispo hasta el frenesí”—. Está por cumplir veintitrés años. Cuatro meses después, el 10 de mayo, Maria Anna recibe una última carta de su primo, se trata de un poema: Muy querida, muy buena, Muy bella, muy amable, Muy seductora, Por un indigno primo acorralada. Pequeño contrabajo2 O pequeño violonchelo Sóplame el culo Eso es muy bueno Se siente tan rico. Finis coronat opus S.V. P.T. Señor del Rabo de la Cerda

(Mozart acaba de componer una docena de obras más, entre ellas, la Sonata para violín y piano en si bemol mayor, K. 378, el Concierto para dos pianos en mi bemol mayor, K. 365 —escrito para él y su hermana Nannerl—, el Regina coeli en do mayor, K. 276, y la Misa solemne en do mayor, llamada de la Coronación, K. 317.)

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Juego de palabras entre bäschen (primita) y bässchen (contrabajo).

EL MAR CUMPLE CIEN AÑOS a Jorge Torres La musique souvent me prend comme une mer. BAUDELAIRE

En el verano de 1903, Debussy le escribe a su amigo, el director de orquesta, André Messager: “He comenzado a trabajar en tres bocetos sinfónicos intitulados: 1.- Bello mar de las Islas Sanguinarias, 2.- Juego de olas y 3.- El viento hace danzar al mar. La obra se llama El mar… Usted bien sabe que yo estaba destinado a la hermosa carrera de marinero y que sólo los azares de la existencia me obligaron a ir por caminos diferentes. He conservado, sin embargo, una sincera pasión por Él.” Habrían de pasar poco más de dos años para el estreno de la obra. En esa época, Claude Debussy es aún el exitoso compositor de la ópera Pelléas y Mélisande —basada en la obra de teatro de Maeterlinck—, y se espera de él una música que continúe el lenguaje de Pelléas. Mas se sabe de su marcada animadversión a repetirse a sí mismo de obra a obra. “Si eso sucediera, decía, me dedicaría inmediatamente a cultivar piñas en mi cuarto”. Nunca lo tuvo que hacer: con la música de El mar, el compositor renovó su lenguaje musical una vez más y se alejó para siempre de la sombra de Mélisande. Conocemos por la correspondencia con su editor Jacques Durand, las numerosas rectificaciones y no pocos cambios que sufrió la obra durante el proceso compositivo. Es así, que rehace completamente el final de “Juego de olas”, pues, según él, “la primera versión no se sostiene ni de pie ni de ninguna otra forma”; dedica [13]

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Debussy en el Grand Hotel, Eastbourne, 1905.

los últimos meses de 1904 a perfeccionar la orquestación, la cual es “tumultuosa y variada como el… ¡mar! (con mis disculpas para éste último)”; el tercer movimiento se convierte en “Diálogo del viento y del mar”, el primero en “Del alba al mediodía en el mar”, título que haría decir a Erik Satie, con su habitual ironía, buen humor y mala leche, que a él le gustaba sobre todo lo que sucedía al cuarto para las once. Por fin, en la primavera de 1905, le escribe a Durand: “Puede usted estar tranquilo, querido amigo, he terminado El mar”. Debussy le envía el manuscrito y le pide que el grabado de Hokusai, La ola, sea la portada de la primera edición de la partitura. El estreno tiene lugar en París, el 15 de octubre de ese año, bajo la dirección de Camille Chevillard, en la temporada de los Conciertos Lamoureux.

EL MAR CUMPLE CIEN AÑOS

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A primera vista, El mar no podría ser considerado como una obra revolucionaria, esto es, como una obra profundamente radical en sus fundamentos estructurales. Su lenguaje es, en más de un sentido, ajeno al radicalismo sintáctico y gramatical de una obra como las Cinco piezas para cuarteto de cuerdas, op. 5, de Anton Webern, o de las Seis piezas para orquesta, op. 16, de Arnold Schoenberg, ambas escritas, al igual que El mar, en la primera década del siglo pasado. Los títulos mismos de cada uno de sus movimientos evocan en el oyente un mundo, un discurso musical, susceptible de ser descrito, escuchado, en términos figurativos y realistas. No obstante, más allá de consideraciones descriptivas, por otra parte perfectamente válidas para poder tener una audición intensa y gozosa de la música, El mar, en su dilatada “geografía”, encierra un elemento único y esencial, propio de su naturaleza. Me refiero a la presencia de un diálogo, de un incesante ir y venir entre el presente y el pasado.1 La obra oscila constantemente entre el ayer y el hoy, dando lugar a una narrativa musical que tiene que ver más con el paso del tiempo que con asuntos meramente anecdóticos. En efecto, en el personalísimo lenguaje de El mar, hay siempre fragmentos del pasado: cada elemento o “parámetro” musical cumple puntualmente con esta suerte de peregrinaje en el tiempo. Lo atestiguan ciertas técnicas o gestos tradicionales que trazan, junto con otros elementos innovadores, la singular geometría sonora de la pieza. Mencionemos las frecuentes repeticiones y recapitulaciones en un contexto donde la invención se renueva constantemente; los pasajes con una estructura rítmica regular al lado de sorprendentes y complejas texturas polimétricas; la presencia de temas, quiero decir, de contornos melódicos y rítmicos delineados a la perfección, que conviven con grupos o células de sonidos, verdaderos arabescos sonoros cuya fugaz aparición se asemeja a un reflejo de luz; sin olvidar el empleo constante de acordes por terceras que no es otra cosa que un tipo de estructura interválica que, como se sabe, define el marco teórico de buena parte de la música 1

Ver: Simon Trezise, Debussy: La mer. Cambridge Music Handbooks, Cambridge University Press, 1994.

Portada de la partitura de El mar, con el grabado de Katsushika Hokusai La ola.

Comienzo de “Juego de olas”, segundo movimiento de El mar, transcripción para piano de Lucien Garban.

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occidental, en particular aquella cuyo lenguaje conocemos con los nombres de modal y tonal. Pero en Debussy los acordes casi nunca se encadenan obedeciendo a la retórica tradicional, los suyos son acordes ingrávidos, acordes que, valga la expresión, “flotan sobre las aguas” sin que ninguna necesidad de causa y efecto los obligue a ir a un determinado lugar: son acordes que vagan con libertad. En cuanto a los procedimientos tradicionales de orden temático y repetitivo, señalemos algunos pasajes: la majestuosa conclusión a la que llega la obra por medio de la reexposición del coral con el que termina el primer movimiento y de la repetición del llamado tema cíclico que recorre los tres movimientos —tema que escuchamos por primera vez, con un corno inglés y una trompeta, al inicio de la pieza—. Habría que mencionar, asimismo, el tema de los cornos en el primer movimiento, el cual se presenta tres veces, sin variación alguna y siempre en los cornos. La manera como Debussy maneja éste (y todos sus temas), lo acerca al modo de operar de Claude Monet cuando pinta, a través de varios cuadros, la cambiante luz que incide sobre una catedral a diferentes horas del día. En “Del alba al mediodía en el mar” los cornos enuncian el mismo tema, el mismo objeto sonoro, sin cambio alguno en su fisonomía. Lo que varía en cada una de sus apariciones es la orquestación, es decir, las sutiles gradaciones del color y de la luz que lo rodean e iluminan. En su invariabilidad y unicidad, el tema cantado por los cornos cambia de rostro gracias a las diferentes e inusuales combinaciones orquestales de luz y sombra que inciden sobre él: es el color el que modifica su apariencia. El propio Debussy comparaba su trabajo con el de los pintores y, según algunos biógrafos, consideraba El mar como una obra que reflejaba y expresaba las teorías impresionistas de manera más completa que los pintores. “Esto puede ser posible, le escribe a su hijastro Raoul Bardac, gracias a la ventaja que tiene la música sobre la pintura, en el sentido en que puede mostrar a la vez todos los cambios de luz y color.” De ahí que la música del primer movimiento transite, a través de evanescencias y luminosidades, de una casi imperceptible bruma sonora al metálico estallido del sol, o que

EL MAR CUMPLE CIEN AÑOS

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en “Juego de olas” escuchemos las más delicadas y exactas progresiones de color, brillos y reflejos, de una ola en movimiento. Debussy capta, por medio de finas e infalibles pinceladas, el chiaroscuro de este mar siempre cambiante. “Juego de olas” es una perpetua danza del color donde nada permanece inmóvil, la música transcurre en medio de tenues, y también violentas, coloraciones de las aguas. Aquí el sonido, diría Neruda: “no puede estarse quieto / me llamo mar”. De esta manera, la imaginación, la fantasía, la inspiración pues, de Debussy, aunada a un perfecto dominio del oficio, renuevan el arte de la orquestación, convirtiendo al grupo de instrumentos en un cuerpo de luz y sonido de una sorprendente ductilidad y maleabilidad, y con una asombrosa capacidad para producir atmósferas, texturas, sonoridades, matices, colores nunca antes escuchados. En una carta a su editor, le escribe: “El mar ha sido generoso conmigo, me ha mostrado todos sus ropajes”. Es así que la técnica contrapuntística —la simultaneidad de líneas melódicas— se transforma en manos de Debussy, en una certera polifonía de colores. Dejemos por un momento a la orquesta y pensemos en una pieza como Campanas a través de las hojas para piano. Hay aquí un entrecruzamiento de timbres diferentes en el que cada registro o región del instrumento genera su propia luz, su personal atmósfera. Lo que escuchamos no es únicamente la red de melodías superpuestas, sino más bien un hermoso tapiz entretejido por finas y seductoras combinaciones de color. El mundo de brillos y reflejos, de brumas y sombras, que recorre a El mar, nos pide escuchar la música de manera diferente: nuestra atención debe concentrarse en el tejido polifónico de colores. Además, en el nuevo entramado musical, el timbre alcanza la misma jerarquía que los otros parámetros musicales —tales como el ritmo y la armonía—, actuando también como un elemento vital e imprescindible en la articulación de la forma. Más aún, el desplazamiento a diferentes velocidades de los efectos orquestales, y los incesantes e imprevisibles movimientos de luz y sombra, dan lugar, sobre todo en “Juego de olas”, a un discurso cuya forma misma parece ser engendrada a medida que transcurre la música.

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Debussy concibe la forma musical, no ya como un arquetipo o modelo preexistente, sino como un constante devenir que se confunde con el proceso mismo de la composición. Esta innovadora concepción de orden formal será determinante en la definición de numerosas técnicas, escuelas y tendencias que darían a la música moderna del siglo XX su rostro múltiple y plural. Para concluir, observemos, escuchemos, cómo las cambiantes y elusivas coloraciones de El mar inciden en el amplio abanico de técnicas y procedimientos tradicionales que hemos mencionado. La singularidad de su luz ilumina por igual los fragmentos del pasado y la invención del presente, creando un diálogo tenso, inteligente, entre el antes y el ahora, entre lo figurativo y lo no-figurativo. En este sentido, la obra es, en verdad, una fascinante narración del tiempo —de la que está ausente el hombre: en El mar no hay seres humanos—: anclada en el presente, vuelve la mirada, a veces furtivamente, al pasado. Pero en última instancia, quizá su grandeza y su profunda originalidad y belleza pertenecen a eso que llamamos, me parece que con acierto, el misterio del arte. Acaso, El mar encarna el anhelo de Debussy a representar, por medio de un arte hecho de sonidos y de tiempo, la inmóvil eternidad: “mar sonoro” (José Gorostiza) que nos envuelve con sus seductores y húmedos sonidos. Celebremos, pues, los primeros cien años de ese mar imaginado por Debussy.

VERSIONES DEL STABAT MATER al doctor Ruy Pérez Tamayo

En el mundo de la cristiandad, la presencia de la mujer, quiero decir, de la Virgen, se puede encontrar principalmente en dos textos religiosos: el Magnificat y el Stabat Mater. El primero es un texto bíblico que narra la anunciación del nacimiento de Cristo; el Stabat nos presenta la imagen de María al pie de la cruz de la que pende su hijo. Desde el final de la Edad Media hasta nuestros días, ambos textos han despertado y estimulado la imaginación, la fantasía, de compositores de las más diversas y, en no pocas ocasiones, opuestas tendencias y estéticas. Mencionemos los Magnificat del canto gregoriano y de Monteverdi, de Guillaume Dufay y Bach, de Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria, de Cristóbal de Morales y Pachelbel; y los Stabat Mater de John Browne (autor del primer Stabat Mater polifónico en la segunda mitad del siglo XV) y Poulenc, de Palestrina y Haydn, de Vivaldi y Dvorák, de Schubert y Szymanowski, de Josquin Desprez y Penderecki, de Pergolesi y Rossini, y de Boccherini, Verdi y Arvo Pärt, para darnos cuenta de la asombrosa pluralidad y multiplicidad de voces que ha cantado y glorificado estos dos géneros musicales de la liturgia católica. El Stabat Mater forma parte de las Estaciones de la Cruz, la doceava muestra a Jesús en la cruz con María y Juan a sus pies. La escena ha sido representada de manera continua a lo largo de la historia de la Iglesia, esto es, a lo largo de la historia de Occidente, por eminentes (y, a veces, no tan eminentes) artistas. Algunos estudiosos señalan a Jacopone da Todi (siglo XIII) como el autor del texto, otros lo atribuyen al papa Inocencio III (siglo XIII). [21]

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Recientes investigaciones se inclinan por este último. El texto completo consta de veinte tercetos, agrupados en diez sextillas. Los dos primeros versos de cada terceto son octosílabos, y el tercero es heptasílabo. Las rimas, siempre consonantes, de cada sextilla se presentan así: a-a-b-c-c-b. Hay una traducción rimada de Lope de Vega de los diez primeros tercetos, en versos octosílabos y rimas consonantes, recogida en sus Rimas sacras. He aquí el texto original y la versión de Lope de Vega de los dos primeros tercetos: Stabat Mater dolorosa, Juxta crucem lacrimosa, dum pendebat Filius.

La Madre piadosa estaba junto a la cruz y lloraba mientras el hijo pendía.

Cujus animan gementem, contristatam et dolentem, pertransivit gladius.

Cuya alma triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía.

Desde el punto de vista compositivo, el Stabat es un claro ejemplo de la fina y aguda tensión que hay en la música religiosa entre el mensaje propiamente religioso y la expresión artística. El mismísimo san Agustín no está del todo seguro de que el alma, al oír un coral, sea confortada por la fe o por la belleza del sonido. En ocasiones, la tensión resuelve por la primacía del texto, en otras, por la música. Pero pisamos aquí un terreno poco firme: el de la relación entre la palabra y el sonido, entre el texto y la música. Me parece que esta relación no se establece por medio de “reglas” o “normas” previamente establecidas y acordadas, sino a través de un diálogo inteligente e imaginativo entre estas dos disciplinas, diálogo que ha sido “resuelto” de las más diversas maneras. La variedad de “soluciones” nos lleva a concluir que esta relación pertenece más al mundo de los sueños y de la fantasía, y que se trata, en última instancia, de un diálogo en el que la poesía y la música, la palabra y el sonido, exploran sus mutuos misterios. Su encuentro configura, además, un nuevo espacio musical, traza un territorio hasta ese momento no escuchado, cuya exacta localización y definición

Crucifixión, grabado de Alberto Durero, ca. 1500.

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precisa el auxilio de los versos de José Gorostiza: no es agua ni arena / la orilla del mar. El Stabat Mater es una de las cinco secuencias aceptadas por la liturgia católica (las otras cuatro son: Victimae paschalis laudes, Veni sancte spiritus, Lauda sion y Dies irae). Sin embargo, no siempre fue así. El Concilio de Trento (1545-1563) prohibió su uso, básicamente, por dos razones: en primer lugar el texto no estaba tomado de la Biblia y, por otra parte, las obras de los compositores del Renacimiento mostraban una polifonía compleja e intrincada, la cual ciertamente dificultaba la inteligibilidad y comprensión del texto, algo que la Iglesia en ese momento no estaba dispuesta a tolerar. Cerca de 150 años después, en 1727, gracias a la iniciativa del papa Benedicto XIII, el Stabat Mater volvió a formar parte de la liturgia como la quinta secuencia del Misal. Se canta cada 15 de septiembre, de acuerdo al Calendario Dominicano, como parte de los Siete Dolores de la Santísima Virgen. He dicho que se canta, pero esto es sólo un decir en una época como la nuestra en la que impera un gusto musical chabacano y superficial, del que la Iglesia hace gala. Dígalo si no la presencia en un recinto, en un espacio sagrado (el templo), de las insoportables estudiantinas y de los escandalosos mariachis, para no hablar de los “espontáneos” que a la menor provocación tañen una guitarra para cantar (es un decir) un alegre y movido Aleluya, un sentido Offertorium, un pudoroso Introitus o un bullanguero Sanctus, las cuatro “piezas” con bonitas melodías de su propia inspiración. Con música como ésta hasta el más pintado pierde su religiosidad (y su dignidad). A mí no me cabe la menor duda de que durante el tiempo que suena esta música, Dios, con todo y su séquito, salen de ahí. Pero a pesar de esta suerte de “oscurantismo auditivo” perpretado por una institución sorda (a ver si el otro Benedicto, el XVI, nos hace el milagrito de curar su sordera), ha habido y sigue habiendo, para fortuna nuestra (eso quiero pensar), una minoría de compositores y de intérpretes que honra y frecuenta tanto el Stabat Mater como las grandes formas musicales de la liturgia católica.

NOHGAKU: MÚSICA DEL TEATRO NOH a mi hija

En la Edad de los Dioses, Amaterasu-O-Mikami, diosa del Sol y deidad del panteón sintoísta, ofendida por la indecorosa conducta de su hermano Susano-o-no-Mikoto, se refugió en la cueva Ama-no-Iwato. El cielo y la tierra se oscurecieron. Los dioses se reunieron y danzaron para consolar su mente. La diosa Ame-noUzume-no-Mikoto danzó y cantó para atraerla fuera de su refugio. Al oír esta música la diosa del Sol salió de la cueva y el cielo y la tierra brillaron de nuevo. La música y la danza ejecutadas por los dioses constituye el comienzo del Sarugaku, base histórica del Noh. En Japón, durante el reinado del emperador Kimmei (509-571 d.C.), el río Matsuse inundó la provincia de Yamato. Cerca del altar sintoísta Miwa, un cortesano encontró una canasta que flotaba a la deriva. Dentro de ella estaba un niño. El cortesano pensó que venía del cielo y reportó su hallazgo a la corte imperial. Esa noche, el niño se le apareció al Emperador en un sueño y dijo: “Soy la reencarnación de Shih-Huang-Ti del país de Shin, el gran imperio chino, y ahora estoy aquí”.1 El Emperador ordenó que el niño fuese educado en la corte. A los quince años fue nombrado ministro de la emperatriz Suike (554-628 d.C.). Cuando la paz del reino se vio amenazada, el príncipe regente Shotoka Taishi esculpió 66 1 Shih-Huang-Ti, primer emperador y fundador de la dinastía china (221-206 a.C.), ordenó la edificación de la muralla china y mandó quemar todos los libros anteriores a él.

[25]

HAYASHI:

noh-kan

ko-tzusumi

o-tzusumi

taiko

NOHGAKU: MÚSICA DE TEATRO NOH

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máscaras y se las dio a Shih-Huang-Ti, ordenándole representar 66 2 monomane según el ejemplo de la Edad de los Dioses. Después de la representación, el reino conoció la paz. El príncipe suprimió el radical del carácter Kami (Dios) y usó el resto, que significa Saru (mono) en el calendario tradicional, para llamar a este tipo de representación Sarugaku (gaku: música). Este mismo caracter también significa “para gustar a los dioses y a los hombres”. Durante el periodo Muromachi (1333-1615 d.C.), Kanami Kiyotsugu (1333-1384 d.C.) y su hijo Zeami Motokiyo (1363-1443 d.C.) modificaron radicalmente esta forma de representación y establecieron los rasgos estilísticos del Noh. Sin embargo, el Sarugaku en su forma original, continuó existiendo hasta el advenimiento del teatro Kabuki en el siglo XVI. La base estética del Noh es el concepto del jo-na-kyu (introducción, exposición y resolución) que se organiza en cinco dan o unidades principales, colocadas en dos actos, cuatro en el primero y una en el segundo. Jo, la introducción, es el primer dan; ha, la exposición, posee tres dan; kyu, la resolución, es el dan final. Las unidades dramáticas y musicales en que se divide cada dan constituyen en sí mismas microcosmos que responden a las exigencias 3 de su propio universo. Aunque el Noh es esencialmente un arte teatral, su música, el Nohgaku, es uno de los más importantes géneros de la música tradicional japonesa. Consiste en un “solo” al unísono, cantado por los actores y el coro, y un conjunto (Hayashi) de cuatro instrumentos, flauta (noh-kan) y tres tambores (ko-tzusumi, o-tzusumi y taiko). La música es producto de varias mentes. El poema, una vez escrito, se entrega a los músicos y los actores, quienes componen 2 Monomane significa literalmente imitar. En la tesis de Zeami, fundador del Noh, monomane significa acción realista. Sin embargo, no es sinónimo del realismo tal y como lo entendemos en el arte occidental. Monomane es imitar la esencia, no los particulares, y representar lo individual bajo sus aspectos generales. 3 Ver: William P. Malm, Japanese Music and Musical Instruments, Charles E. Tuttle Company, Tokyo, 1970.

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su propia parte. Este acto de creación colectiva sólo es posible en una música altamente sistematizada. Existen patrones rítmicos y melódicos cuyo ordenamiento depende de la obra que se va a representar. Este concepto de forma, como una sucesión de unidades o secciones que pueden permutarse, se introdujo en la música occidental a mediados de este siglo, presentido, quizá, por Mozart. En la música Noh, la misma forma puede aceptar un ordenamiento diferente de las secciones que la componen sin ser destruida como tal. Un aspecto importante en este tipo de música es su concepción “horizontal”. En la música occidental la dimensión horizontal es inseparable de la dimensión vertical. La obra puede ser analizada (escuchada) en términos de melodía y de armonía. En la música Noh, el análisis vertical revela un caos. La flauta y los coros están involucrados en dos líneas melódicas completamente diferentes, mientras que los tambores pueden estar tocando patrones rítmicos de longitudes disímiles. Sin embargo, en su aspecto horizontal, cada voz, cada “protagonista”, se desenvuelve de acuerdo con los requerimientos básicos del texto. Esta íntima concepción es uno de los mejores ejemplos de la orientación literaria inherente a gran parte de la música japonesa. Noh es una síntesis perfecta de literatura, teatro, danza y música, donde se logra la máxima expresión con la máxima economía de medios. Zeami, su fundador, lo definió con dos palabras: yugen (belleza, elegancia y nobleza) y hana (flor, encanto).

II

GUIDO Y SOR JUANA a Aurelio Tello

En la Edad Media, la teoría y práctica musical ocupó un lugar prominente en todos los órdenes de la vida cotidiana y espiritual, espacio que nunca más volvería a habitar. Su presencia se manifestaba en aspectos relacionados con la actividad diaria, y en asuntos que abarcaban las más inteligentes y elaboradas reflexiones filosóficas y teológicas. La música secular cumplía su función: entretenía, contaba historias de amor (Tristán e Isolda), relataba aventuras, informaba de sucesos lejanos, servía para bailar, para sembrar, para amar. Su lenguaje era accesible y, por lo general, sencillo, poco trabajado. En cambio, en la música religiosa las formas revelaban una construcción compleja, sumamente cuidadosa y pulida. Aquí, la música aspiraba a la perfección, a lo infalible: pretendía ser, en su esencia y estructura mismas, un reflejo de Dios y sus obras. Formaba parte del quadrivium o artes reales —una de las dos ramas del saber medieval—, que reunía a la aritmética, geometría, música y astronomía (la otra rama, el trivium o artes triviales, comprendía la gramática, la retórica y la dialéctica). Era la musica speculativa, la cual se comportaba como un speculum o “espejo” del orden del universo. Pertenecía al dominio del “especulador”, del musicus-compositor o musicus-filósofo, no al del cantor-intérprete. No era tan sólo una disciplina formada de sonidos, era también, y sobre todo, el conocimiento de los números relacionados con el sonido: derivaba su intrínseca belleza de ese mundo, y sus sonidos evidenciaban la pureza del universo de los números. Como ciencia teórica, la música, en sus manifestaciones físicas, debía tomar en cuenta sus connotaciones matemáticas y [31]

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posibilidades metafísicas. Por esta razón, constituía un cuerpo de conocimiento fundamental para el filósofo y el teólogo. Sin la música la comprensión de Dios y del mundo no podía alcanzarse. El conocimiento de la teoría musical del medievo, ha llegado hasta nosotros a través de importantes tratados, entre los cuales destacan los de Boecio, Casiodoro, Odo de Cluny, Guido d’Arezzo y Franco de Colonia. De Guido (ca. 995-1050), monje benedictino y reputado teórico, habría que mencionar su Prologus in antiphonarium, uno de los escritos de música más influyentes en su tiempo y en épocas posteriores. La música le debe a Guido cosas importantísimas y definitivas. Señalemos dos: de él fue la asombrosa idea de ampliar y perfeccionar el sistema de notación basado en el empleo de líneas horizontales que permitió fijar de manera precisa la posición o altura de los sonidos en el espacio musical. Antes, sin el empleo de las líneas, la altura de los sonidos era tan sólo aproximada, y, por tanto, sólo podían ser entonados correctamente echando mano de la tradición oral. Con Guido, partiendo de una sola línea (el unigrama), se fueron añadiendo más líneas hasta llegar a cuatro (el tetragrama, el cual se emplea todavía en la notación y lectura del canto gregoriano). Al promediar el medievo, el número se amplió a cinco, nuestro actual pentagrama, que continuamos empleando hoy para leer, escribir e interpretar música. Esta contribución fundamental permitió, de una vez por todas, definir con exactitud la altura de los sonidos, y, por consiguiente se logró, por primera vez, preservar y almacenar la música de manera fiel y puntual. Se creó, así, una memoria escrita de los sonidos, y dio inicio una notación, una tradición de música escrita, susceptible de ser reproducida cuantas veces fuese necesario. La otra notable innovación del monje benedictino se refiere al nombre de las notas. Hasta ese momento, las siete notas musicales se designaban con las siete primeras letras del abecedario latino —“notación de Boecio”—. Así, a partir del sonido la, las notas se llamaban: A-B-C-D-E-F y G (que corresponden a nuestras notas actuales: la, si, do, re, mi, fa y sol), nomenclatura que se sigue empleando hoy en día en los países sajones. Para facilitar la lectura musical y la solmización, o “solfeo medieval”, Guido, en su célebre

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GUIDO Y SOR JUANA

(por lo menos para los músicos) Epistola de Ignoto Cantu, propone eliminar las letras latinas y darle nombres a los seis primeros sonidos o notas de la escala usada en su tiempo: la “escala aretina” (C-D-E-F-G y A). Adoptó la primera sílaba de cada hemistiquio de la estrofa inicial de un himno litúrgico a san Juan Bautista; he aquí la estrofa: Ut queant laxis / resonare fibris Mira gestorum / famuli tuorum, Solve polluti / labii reatum. (Para que tus siervos puedan cantar libremente las maravillas de tus actos, elimina toda mancha de culpa de sus sucios labios).

Como puede verse, la primera sílaba de cada verso corresponde a las notas de la “escala aretina”: ut-re-mi-fa-sol y la (antes, repito: C-D-E-F-G y A). Por razones fonéticas, en el siglo XVII el florentino Juan Bautista Doni cambió el nombre ut por do, que es la primera sílaba de su apellido (en Francia se emplea, todavía, ut). En esa misma época, a la nota innominada se le llamó si, nombre formado por las iniciales de sancte Ioannes. Es dable afirmar que si hoy podemos leer, reproducir y escuchar un madrigal de Monteverdi, un aria de Mozart, una melodía de Chopin, una ópera de Puccini o Verdi, un preludio de Debussy, La consagración de la primavera de Stravinski o Planos de Revueltas, es debido a la presencia de una tradición musical escrita, y Guido es, en gran medida, responsable de ello. El conocimiento musical de sor Juana abreva de este corpus teórico. La monja se vale de alegorías y metáforas musicales para construir un sistema de equivalencias entre las artes y las ciencias, similar al expuesto por los teóricos medievales. En su biblioteca estaba El melopeo y maestro (1613), del napolitano Pietro Cerone, libro que recoge las enseñanzas de los tratados de música de esa época. A sor Juana le era familiar la “escala aretina”; en la “Loa 384” (a la cual me referiré en adelante), identifica el nombre de cada nota

Estatua de Guido, en Arezzo, Italia.

Retrato de sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Cabrera, ca. 1750.

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con una palabra; hay, asimismo, una clara mención a la escala de Guido d’Arezzo. Dice la Música: De modo que Virtud y Regocijo el Ut, Re son, según vuestra voz dijo; y Miramiento y Fama es el Mi, Fa, quien dulcemente clama; y en la Solicitud, que se ve unida con Latitud, Sol, La va contenida; que las Seis Voces son, que tan usadas, Escala de Aretino son llamadas.

Una vez más habla la Música, ahora como parte del quadrivium: Facultad subalternada a la Aritmética, gozo sus números; pero uniendo lo discreto y lo sonoro, mido el tiempo y la voz mido...

La teoría, contemplaba, igualmente, el estudio de las relaciones entre los sonidos. Algunas eran consideradas como consonancias perfectas, las cuales, en sus proporciones numéricas, definían también la distancia que separa a la tierra —centro del universo— de los cuerpos celestes. Habla de nuevo la música: En una línea se asientan la mitad, la tercia parte, la cuarta, la quinta y sexta, de que usa la Geometría.

Clara alusión al monocordio, instrumento musical (de una sola cuerda, se entiende) que la mano de Dios afina, al establecer y medir las distancias entre los cuerpos celestes, a partir de la división de la cuerda en proporciones numéricas, es decir, musicales. La mitad es la proporción 2/1 u octava, intervalo que abarca de la tierra al sol, la tercia parte define la relación del intervalo de quinta o proporción 3/2, que separa a la luna del sol, etcétera.

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Otras relaciones, las imperfectas, desempeñaban un papel secundario en el funcionamiento de la estructura musical y de la maquinaria celeste. Una más, tenía que evitarse a toda costa, so pena de fracasar en la aspiración a reflejar el orden divino del universo: a esta relación se le llamaba el diabolus in musica, el diablo en la música; era el intervalo musical de cuarta aumentada o tritono. Por esta razón, una vez que se han presentado el ut, re y mi, el fa aparece de este modo: Y así, salgo; pues tonos tres han salido; que evitar el tritono siempre es mi oficio.

Sor Juana emplea nada más las seis notas no por desconocer la séptima (el si), sino porque su información teórico-musical está basada en el sistema de los hexacordes, escalas de seis notas que responden a un concepto de simetría: siempre un semitono entre el 3o. y 4o. grado (entre mi y fa). En el sistema de los hexacordes la nota más aguda siempre se denomina 1a. Por ello en dicha loa el la se presenta diciendo. Y así, después de todas salgo al Teatro, pues ninguna de todas pica más alto.

La falta de nombre para la séptima nota hacía imposible la solmización (solfeo medieval) y por ello se ideó el sistema de las mutaciones (mutatio) o cambio de hexacordes al que alude sor Juana en los siguientes versos de la misma loa: Es verdad, que aunque suban con mil mutanzas, el La siempre se pone por la más alta.

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El objeto de estas mutaciones era dar nombre a la nota innominada. Según esta teoría tres eran los hexacordes: el duro, el natural y el blando (mollis) a distancia de quintas (es decir: consonancia perfecta):

El cambio de un hexacorde a otro permitía dar nombre al si. Por ejemplo:

Así se pasaba del hexacorde natural al duro. El si recibía el nombre de mi. Otro ejemplo:

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Aquí se pasaba del hexacorde natural al blando. El si en este hexacorde se llamaba fa. En este hexacorde se bajaba el si con el bemol para evitar el tritono (diabolus) y convertirlo en 4a. justa. Para designar aisladamente al si se le denominaba B, de acuerdo con la letra que lo representaba anteriormente. Por lo tanto el B en el hexacorde blando era B mollis, de donde proviene nuestro bemol. En el hexacorde duro fue representado por el cuadrado ( ), símbolo de rigidez y dureza. Así, el B fue quadratum, de donde se deriva nuestro becuadro. Según el hexacorde empleado, se cantaba per natura, per be mollis o per be quadratum. Todo este sistema teórico está presente de igual modo en los Villancicos de la Asunción (220) de sor Juana. Comienza María a cantar per natura, o sea en el hexacorde natural: Desde el ut del Ecce Ancilla, por ser el más bajo empieza, y subiendo más que sol al la de Exaltata llega.

A partir de este hexacorde se establece el sistema de mutaciones: Propiedad es de natura que entre Dios y el hombre media, y del cielo el be cuadrado junta al be mol de la tierra.

Y al igual que en los hexacordes, la tierra (hexacorde blando o mollis), la naturaleza (hexacorde natural) y el cielo (hexacorde duro) se encuentran a distancia de quintas (consonancia perfecta), graciosa y clara alusión a la escala pitagórica y a su “armonía de las esferas celestes”.

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En la cuarta estrofa de este villancico se lee: Be-fa-be-mi, que juntando diversas naturalezas, unió el mi de la Divina al bajo fa de la nuestra.

La nota si (Be) como bemol (fa en el hexacorde blando) y como quadratum (mi en el duro) regida por un mismo orden. Se trata de un “solfeo cósmico” que incluye al hombre, a la naturaleza y a la divinidad. En el aspecto métrico, el ritmo binario (“compasillo”) era considerado imperfecto, perteneciente al hombre y sus debilidades, mientras que el ternario constituía la proporción perfecta, la de la Santísima Trinidad. Bien sabía todo esto sor Juana cuando, en los Villancicos de la Asunción (220), escribe: No al compasillo del mundo errado, la voz sujeta, sino a la proporción alta del compás Ternario atenta.

Estos cuantos ejemplos nos permiten, creo yo, considerar a sor Juana como un ilustre miembro del honroso linaje de músicos que en la Edad Media, ya lo hemos mencionado, eran llamados musicus o músicos-filósofos, para distinguirlos del cantor o músico-intérprete. Para ella, la música es aún una de las disciplinas que conforman el quadrivium, y, por esa razón, capaz de contener toda una serie de implicaciones y posibilidades metafísicas: sólo así puede anhelar a ser la representación del universo y reflejo de la voluntad divina.

BACH-KODÁLY a Carlos Prieto

A finales de 1717, Bach llega a la pequeña ciudad de Cöthen, en donde habría de vivir y trabajar durante los siguientes seis años. El príncipe Leopoldo lo acaba de nombrar Director de música de cámara y Kappelmeister. Tiene 32 años, ha vivido los últimos nueve en Weimar como organista de la corte y músico de cámara, al servicio del duque Wilhelm Ernst de Sajonia. Ha presentado su renuncia, pero poco antes de emprender el viaje a Cöthen, es hecho prisionero y pasa un mes en la cárcel por —y cito—: “Presionar obstinadamente al Duque para que acepte su renuncia como músico de la corte”. Finalmente, su petición es aceptada, es puesto en libertad y puede viajar a Cöthen en compañía de sus hijos y de María Bárbara, su primera esposa. En Weimar ha compuesto, sobre todo, música religiosa, destaquemos una treintena de cantatas eclesiásticas y música para órgano, la cual incluye el Libro de órgano (Orgel büchlein), así como las toccatas, los preludios y las fugas, y la formidable y célebre Passacaglia en do menor. En Cöthen, por lo contrario —y dada la marcada predilección del príncipe por la música secular—, la composición de obras instrumentales de cámara habrá de ocupar un lugar privilegiado en la producción de Bach. Al lado de un puñado de cantatas —todas, excepto una, seculares—, encontramos una serie de obras maestras instrumentales, obras que hoy forman parte del repertorio estándar de todo intérprete. Más aún, la mayoría de ellas son piezas fundamentales en el aprendizaje musical, y es por ello que aparecen en los programas y planes de estudio de la inmensa mayoría, si no es que en todas las escuelas y conservatorios de música del mundo. [41]

Bach, página manuscrita del preludio de la Suite no. 3 para violonchelo solo.

BACH-KODÁLY

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Cualquiera que haya estudiado algún instrumento de teclado, sea piano o clavecín, en alguna escuela de música o con algún buen maestro particular, recuerda, sin duda alguna, haber aprendido a tocar su instrumento y a desarrollar su talento musical a través de las Invenciones a dos y tres voces, los Pequeños preludios, las Suites inglesas y francesas, el primer volumen de El clavecín bien temperado y la Fantasía cromática y fuga. Si se trata de cuerdistas, seguramente estudiaron las Sonatas o Suites para violín y para viola da gamba, los Conciertos para violín y orquesta, las seis Sonatas y Partitas para violín solo, y las seis Suites para violonchelo. Habría que añadir a esta honrosa lista de obras, los seis Conciertos de Brandemburgo para diferentes dotaciones instrumentales. Como bien puede observarse, las obras escritas por Bach durante su estancia en Cöthen, recorren una sorprendente y amplia gama de estilos y de formas, y en todas ellas está presente la mano maestra del compositor en el manejo de la armonía, el ritmo, las texturas, la melodía y la forma. El desarrollo y las transformaciones que sufren estos elementos musicales revelan, además, una imaginación y una fantasía que parecen no tener límites. No deja nunca de asombrar el dominio técnico y la inventiva de Bach. Al escuchar estas obras —y, de hecho, toda su música—, sabemos o intuimos que la suya es una música que cumple puntualmente con la definición que formuló Kepler un siglo antes: “la música, afirmaba, es un reflejo de la armonía del universo”. Esta noche escucharemos dos de las seis Suites para violonchelo solo, escritas alrededor de 1720. No se sabe para quién o para quiénes fueron compuestas, pero sí sabemos que Bach tenía a su disposición una veintena de estupendos músicos, y podemos suponer que escribió estas obras para algunos de los chelistas de su orquesta. Una de ellas, la sexta, fue escrita para el violonchelo piccolo de cinco cuerdas, llamado también “viola pomposa”, instrumento inventado, según algunos historiadores, por el mismo Bach. Como sucedió con el resto de su música, las Suites cayeron en el olvido durante poco más de un siglo. No es sino hasta 1825 que aparecieron de nuevo publicadas en Leipzig con el título de “Seis

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sonatas o estudios para violonchelo solo, compuestas por J. S. Bach. Obra póstuma”. Esta primera edición no es muy fiel al original y, además, el título difiere del que aparece en el manuscrito, el cual dice a la letra: “Seis suites para violonchelo solo sin acompañamiento de bajo, de J. S. Bach, maestro de capilla”. A partir de ese año las ediciones se multiplicaron, y hoy contamos con varias ediciones basadas en la única copia manuscrita existente, la cual se encuentra en la Biblioteca Estatal Alemana, en Berlín. Las Suites se cuentan entre las obras más importantes escritas para un instrumento solo. Son una referencia obligada para cualquier chelista en cualquier parte del mundo. Constituyen, además, un ejemplo insuperable de polifonía monoinstrumental. Al escucharlas, tenemos la impresión de que en estas obras el pensamiento musical se confunde con el instrumento mismo; hay en ellas, como en todo Bach, una profunda interioridad, es una música que encierra las meditaciones más intensas y lúcidas sobre Dios, el hombre y el mundo.

• En la segunda parte del recital que ofrece esta noche Carlos Prieto, escucharemos la Sonata para violonchelo solo, de 1915, del compositor húngaro Zoltán Kodály, cuyo nombre está íntimamente asociado al de Béla Bartók. Además de una sincera y continua amistad, y de su amor y fascinación por la música francesa, en particular la de Claude Debussy, estos dos espléndidos músicos participaron activamente en la creación de una escuela nacional húngara. Compartieron una misma aventura y colaboraron en la búsqueda de las fuentes folklóricas de su país, actividad que trajo consigo la transcripción de, literalmente, miles de canciones y danzas populares, pertenecientes a la tradición oral campesina. El interés por la música folklórica se reflejó en el proceso compositivo de ambos compositores y determinó el estilo musical de cada uno de ellos. Tanto en Bartók como en Kodály, hay una clara voluntad por integrar elementos musicales típicamente húngaros a un lenguaje personal.

Kodály, comienzo de la Sonata op. 8 para violonchelo solo.

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A diferencia de la de Bartók, la música de Kodály es poco conocida por el gran público. Solamente se tocan unas cuantas obras como las Danzas de Galanta y la Suite Hary Janos, ambas para orquesta, o algunas de sus magníficas obras corales como los Psalmos Hungaricus y el Te Deum. En el ámbito de la música de cámara se tocan sus obras para piano y, sobre todo, su Sonata para violonchelo. Esta extraordinaria Sonata es la primera gran obra escrita para violonchelo solo desde la aparición de las seis Suites de Bach. En un artículo titulado “La nueva música en Hungría”, publicado seis años después de la composición de la obra, Bartók subraya su profunda originalidad. Escribe Bartók: “La Sonata para violonchelo solo no muestra parentesco o afinidad alguna con otras obras del género y menos todavía con las pálidas imitaciones bachianas de Max Reger. El mundo de esta obra es absolutamente insólito, mientras sus medios expresivos son los más simples. Justamente los problemas a que ha sido enfrentado por esta Sonata, le permitieron a Kodály crear un estilo totalmente original que alcanza resultados sorprendentes, casi de canto vocal. Pero, aparte de dichos resultados, siempre rige el gran valor musical de esta composición”. En un orden técnico y expresivo la Sonata inaugura una manera diferente de pensar y concebir el violonchelo. Hay en esta obra una búsqueda, una exploración y un estudio profundo de nuevas e insólitas técnicas en un instrumento de cuerda. Es, en verdad, inusitada la amplia gama de colores que recorre la pieza, sorprende también la invención de diversas y contrastantes texturas —desde la monofónica hasta la más intrincada polifonía—, y el empleo de todo el registro del instrumento y de un amplio abanico de dinámicas. Huelga decir que las exigencias técnicas son tremendas y constituyen un verdadero desafío para cualquier chelista: la obra demanda un alto grado de virtuosismo. Antes de dar paso a la música, quiero señalar un dato, digamos, curioso: en 1950, la Sonata de Kodály fue incluida por primera vez como obra obligatoria en un certamen internacional, me refiero al Concurso Pablo Casals, celebrado ese año en la ciudad de México. A partir de entonces, esta obra maestra es parte indispensable del repertorio para violonchelo.

CHOPIN, NUESTRO CONTEMPORÁNEO a Jorge Federico Osorio al doctor Adolfo Martínez Palomo

La obra de Chopin ha ocupado siempre un lugar privilegiado en el gusto y en la memoria de los amantes de la música y de los propios músicos. No creo que haya alguien que no conozca y ame su música, del mismo modo que no puede haber tal cosa como un pianista ajeno a su obra (aunque Glenn Gould nos desmienta). Si alguien nos dijera que nunca ha oído una obra de Chopin, habría que preguntarle que cómo le ha hecho. Es prácticamente imposible no escucharla. La música de Chopin no sólo existe en las salas de concierto; ha invadido ya otros ámbitos, tales como el cine, la radio, los discos, las telenovelas, los comerciales, las caricaturas y la intimidad de la casa. Podemos incluso oírla de vez en cuando en su modalidad de bolero romántico. ¿Quién no recuerda al Trío Los Diamantes y su versión, con letra y todo, del Estudio en mi mayor, opus 10 número 3? El bolero, como sabemos, se llama “Divina ilusión” y en su tiempo fue un hit. A ese mismo Estudio ya lo había hecho famoso años antes, en Francia, el cantante Tino Rossi. Allá, en su versión de Chanson française, llevó por título “Tristesse”. Y por si todo esto no fuera suficiente, el tercer movimiento de su segunda Sonata ha llegado a ser en el imaginario colectivo el modelo incuestionable de lo que debe ser una marcha fúnebre o de la idea que tenemos de ella. Se trata de una música tan conocida y tan cercana a nuestras vidas y costumbres, que incluso el nombre de su autor ha pasado ya a un segundo plano. Podríamos aventurarnos a declarar que la Marcha fúnebre de Chopin habita [47]

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ya en los extensos dominios del anonimato. Un honroso destino, a decir de Jorge Luis Borges, que pocas obran logran. Y añade que el poeta, el artista, aspira a que su obra, así sea una sola página, se lea, se escuche y habite en la memoria de los hombres sin que a nadie le preocupe saber o se pregunte por el nombre del autor. Allí, en ese territorio, Chopin es de todos y de nadie. Tal atributo o condición de anonimato lo comparten unas cuantas obras más. Menciono otra marcha, ahora nupcial, la de la ópera Lohengrin de Wagner. Todos somos testigos de que esa música no puede ni debe faltar en una boda. Su presencia es imprescindible y resulta poco probable que se ausente en tales ocasiones. Y no es, o no es solamente, la música que acompaña la ceremonia nupcial de Lohengrin y Elsa: es, junto con la de Mendelssohn, el prototipo de la Marcha nupcial. Ahora bien, a diferencia de Wagner, cuyo mundo musical transita por la ópera y la orquesta, la imaginación de Chopin encontró en el piano su aliado más perfecto, el depositario fiel de sus ideas y fantasías musicales. Algunos historiadores y comentaristas han criticado con dureza el hecho de que Chopin haya sido, antes que otra cosa, un compositor de música para piano. El teórico polaco-francés René Leibowitz afirma, en su libro La evolución de la música de Bach a Schoenberg, que Chopin, en razón de haber escrito fundamentalmente para el piano, fue un compositor amateur, “pero de genio”, se apresura a decir. En suma, un amateur genial. Yo no comparto ese dictamen. La predilección de Chopin por el piano es algo que no tiene que ver con esa suerte de incompetencia artística y artesanal, que es a lo que alude Leibowitz. Se trata, más bien, de un asunto que atañe exclusivamente a cuestiones relacionadas con la creatividad y la imaginación. Chopin supo desde muy joven que su voz hablaba con asombrosa precisión y claridad a través del piano, y que su pensamiento musical estaba profundamente vinculado a la naturaleza del instrumento. Por esa razón, sus ideas y fantasías musicales se funden y se confunden con el piano. Todos los aspectos de índole técnico y formal que delinean y otorgan un inconfundible rostro a su música, nacen

Chopin, daguerrotipo de Louis-Auguste Bisson, 1849.

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arropados y unidos íntimamente al instrumento y a sus exigencias idiomáticas. En este sentido, no deja de ser asombrosa y admirable en su música esa capacidad, que la distingue de otras, de configurar un espacio, de enorme belleza, dentro del cual se desarrolla un entrañable coloquio entre el pianista y su instrumento. Aquí Chopin alcanza con insuperable maestría la mayor intimidad y cercanía. Es incuestionable que su música —sin duda, una de las más seductoras— se comporta a la vez como un puente, como un sendero que nos conduce y nos acerca al instrumento mismo. Tocar y escuchar la música de Chopin es también entablar una relación directa y profunda con el piano. A través de su obra Chopin nos enseña a querer el instrumento, a amarlo fielmente y no abandonarlo jamás. (Algo parecido le sucede al violonchelo con las Suites para chelo solo de Bach: después de oírlas es imposible no amar ese instrumento. Bach, dicho sea de paso, fue uno de los compositores más próximos a Chopin, si no es que su predilecto. Chopin estudió y tocó siempre El clavecín bien temperado.) Con la música de Federico Chopin da inicio un nuevo pianismo, una manera diferente de escuchar y concebir el piano. Él inventa sonoridades y texturas desconocidas hasta ese momento. En sus manos, el piano se convirtió en el vehículo ideal para contar y cantar los sueños del Romanticismo. A través del piano, su gran aliado, el espíritu romántico explora las profundidades de las emociones humanas y penetra en la insondable región de los sueños. Nadie duda de que las innovaciones de Chopin, en el ámbito de la técnica pianística y de su expresión, abrieron puertas y ventanas a caminos que aún hoy continuamos recorriendo. Sirvan de ilustración sus extraordinarios veinticuatro Estudios para piano, que Chopin comenzó a escribir a los veinte años de edad. Su aparición constituye un verdadero parteaguas en la historia de la técnica pianística. Pero su grandeza radica en que además de ser instrumentos pedagógicos de la más alta excelencia, cada uno de ellos es, a la vez, una obra maestra del arte musical en el ámbito de las formas breves.

CHOPIN, NUESTRO CONTEMPORÁNEO

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Chopin, fragmento del manuscrito de la Polonesa en la bemol mayor, 1840.

Estos Estudios son para el siglo XIX lo que los Estudios de Debussy para el XX y los de Ligeti para la música actual: obras indiscutibles. Y no se podrían comprender cabalmente las audacias técnicas y expresivas de estos dos notables artistas sin la presencia y resonancia de los Estudios del primero. Así como es casi impensable imaginar a un pianista que no los haya estudiado y frecuentado constantemente, así también es imposible entender el pianismo moderno sin la participación de ese Opus Magnum de Chopin. Faltaría hablar de sus formidables nocturnos, baladas y sonatas, además de sus preludios, valses y mazurcas; señalar su original y novedosa armonía sustentada por los sueños de un romántico, no por las certezas de la Ilustración racionalista, una armonía cuyo cromatismo anuncia el enrarecido lenguaje musical de Wagner. Mencionar, asimismo, su frecuente interés y su destreza en la invención de texturas contrapuntísticas en una música en la que domina la melodía, y hacer notar, finalmente, su marcada predilección por construir frases melódicas asimétricas dentro de una estructura formal simétrica. Pero dejemos estos asuntos para otra ocasión y escuchemos la música de Chopin, “una de las más bellas jamás escritas”, a decir de Claude Debussy, el otro portentoso autor de música para piano.

PIERROT LUNAIRE a Teodoro González de León

Durante las primeras décadas del siglo pasado, la música se vio invadida por un espíritu de renovación. Los límites que había trazado el Romanticismo decimonónico, con su formidable riqueza armónica, comenzaron a volverse poco claros y precisos. En consecuencia, se ensayaron caminos poco o nada explorados hasta ese momento. Algunos, como el recorrido por Arnold Schoenberg, radicales en sus planteamientos armónicos y melódicos; otros, más apegados a la tradición pero igualmente novedosos en cuanto a la forma de construir y pensar esa tradición, como sucede con Ravel y Stravinski. Pero en cualquier caso, los múltiples caminos que emprendió simultáneamente la música moderna, representan diversas y, no pocas veces, asombrosas respuestas a esa suerte de encrucijada en la que se encontraba el sistema musical armónico, heredado del Clasicismo del siglo XVIII, y que continuó brillantemente durante el siglo romántico. En esos años, Scriabin y Mahler, Debussy y Ravel, Richard Strauss y los tres vieneses: Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern, Stravinski, Bartók y Varèse, componen una música plena de imaginación y fantasía en la que se muestran con claridad los aires de renovación que en ese tiempo soplaban por toda Europa. La música de estos autores revela una firme voluntad por ensayar diversos procesos, o maneras nuevas de hacer música. En consecuencia, el material musical comienza a ordenarse de acuerdo a principios compositivos que ponen en tela de juicio los presupuestos de la retórica tradicional. [53]

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Arnold Schoenberg.

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Maurice Ravel.

Las respuestas son muchas, tantas como compositores y escuelas, y abarcan una amplísima gama de sensibilidades y técnicas. Algunos estilos y obras nos parecen más familiares, sin duda porque conservan en su vocabulario ciertos elementos que acusan rasgos convencionales. Tal el caso, por ejemplo, de la Novena sinfonía de Mahler, de 1910, o de la ópera Salomé de Strauss, de 1906. En cambio obras como las inusitadas Cinco piezas para cuarteto de cuerdas de Anton Webern, o las Cinco piezas para orquesta y el Pierrot Lunaire, de Schoenberg, escritas en esos mismos años, nos pueden parecer incomprensibles a la primera audición. Es así que en la música moderna de principios del siglo XX, conviven diferentes y, a veces, opuestas concepciones que atañen al lenguaje armónico y a cuestiones de índole formal. Ravel y Stravinski, sin dejar de poseer una voz propia y un rostro inconfundible, emplean en su música ordenamientos de sonidos, o acordes, sumamente personales, es cierto, los cuales, sin embargo, tendemos a reconocer y recordar, aunque sea lejanamente, ya que encuentran su origen en el vocabulario de la música

PIERROT LUNAIRE

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tradicional. Por su parte, Schoenberg —y con él, sus dos notables discípulos, Alban Berg y Anton Webern— concibe una clase de música —que llamamos con el nombre genérico de “atonal”— en la cual la imagen sonora, y con ella las múltiples formaciones y ordenamientos de los sonidos, se nos presenta como algo nunca antes escuchado; una música radical en sus planteamientos tanto de orden teórico como interpretativo, y regida únicamente por sus propias reglas o principios compositivos. Pierrot Lunaire —cuyo título original es: “Tres veces siete poemas de Pierrot Lunaire de Albert Giraud”— se estrenó en Berlín en octubre de 1912, con Albertine Sehme como solista, y, según crónicas de la época, vestida de colombina. Se trata de un ciclo de canciones dividido en tres grupos, cada grupo formado de siete poemas. La obra está basada en una serie de dos poemas del escritor belga Albert Giraud, publicados en 1884, que Schoenberg puso en música en la traducción al alemán de Otto Erich Hartleben. Los poemas narran las peripecias de Pierrot y el regreso a Bérgamo, su ciudad natal. Son también, una reflexión sobre la religión, el crimen y el amor. El ambiente sonoro, tenso y de naturaleza expresionista, no es ajeno al estilo del cabaret vienés, muy en boga en esos tiempos, ni tampoco a una suerte de apretado tejido polifónico basado en parodias musicales. Es así que, en el transcurso de la obra, además de estos gestos propios de la música de cabaret, escuchamos ecos deformados de un vals, de una serenata, de una barcarola, y también un poco más ocultas, de formas antiguas como el rondó, la passacaglia, el canon y la fuga. Por otra parte, sabemos que Schoenberg —al igual que Alban Berg— era mucho más que un simple aficionado a la numerología, de ahí que el número siete determine la estructura de la pieza en varios niveles: está, repito, la división de veintiún poemas o canciones en tres grupos de siete canciones cada uno; asimismo, encontramos aquí y allá motivos melódicos y rítmicos formados de siete notas, y por si fuera poco, la dotación instrumental está compuesta de siete músicos: un flautista, un clarinetista, un violinista, un chelista, un piano, una voz y el director del ensamble.

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Sin duda, una de las renovaciones más sorprendentes tiene que ver con la parte vocal: se trata de un estilo de canto, llamado en alemán Sprechstimme, que consiste, literalmente, en “hablar cantando” o “cantar hablando”; un estilo vocal que está a medio camino entre el recitativo y el canto propiamente dicho, lo que resulta en una forma de declamación altamente artificial (nadie en su sano juicio habla o canta de esa manera en la vida real). En la partitura, Schoenberg indica las alturas de la cantante o recitante de manera tal que su entonación es aproximada. Importa más la fidelidad al diseño general de la melodía que la entonación o afinación precisa de cada uno de los sonidos que la delinean. Desde su estreno en Berlín, en 1912, Pierrot Lunaire ha ejercido una indudable y poderosa influencia en los caminos de la música moderna. Baste mencionar que debido a esta obra se consolidó un nuevo ensamble instrumental de música de cámara formado de flauta, clarinete, violín, chelo y piano, además de una voz como elemento optativo, instrumental que, repito, tiene su origen en la dotación del Pierrot Lunaire. Previsiblemente, a este nuevo grupo de cámara se le conoce como el ensamble Pierrot, no hace falta ya especificar qué instrumentos lo forman (así sucede con el tradicional cuarteto de cuerdas: no es necesario aclarar que está formado de dos violines, una viola y un chelo, ya que la dotación instrumental es siempre la misma). A finales de ese año de 1912, Igor Stravinski visita a Schoenberg en Berlín, y escucha con asombro y admiración el Pierrot Lunaire. A pesar de la infranqueable barrera de estilo que lo separa del compositor vienés, le fascina la sutileza y precisión del arte musical de Schoenberg. Le atrae, asimismo, la inusual dotación instrumental, y, bajo el influjo del Pierrot, decide escribir una obra para una agrupación similar. De esta manera nacen sus brevísimas Tres canciones de la lírica japonesa, basadas en textos de tres poetas japoneses, cuyos nombres sirven de título a cada una de las canciones. Akahito, poeta del siglo VIII, Mazatsumi, que vivió en el XII, y Tsaraiuki, activo a finales del siglo IX y principios del X, son los poetas elegidos por Stravinski. Tanto los poemas como la música hacen alusión a la

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Luciano Berio.

Igor Stravinski.

aparición de la primavera, lo cual no es de extrañar si recordamos que Stravinski, al momento de escribir sus Líricas japonesas, está a punto de terminar una de sus obras maestras: el ballet La consagración de la primavera, cuyo tema principal es, precisamente, el nacimiento de la primavera. El estreno de su nuevo ballet está previsto para el mes de mayo de 1913, en París, pero antes de viajar a la capital francesa, se dirige, con el manuscrito inacabado de sus canciones bajo el brazo, a Clarens, a orillas del lago de Ginebra. Va a reunirse con su amigo y colaborador Maurice Ravel, con quien pasará los meses de marzo y abril de 1913. Serge Diaghilev, el empresario y director de los célebres Ballets rusos, les ha encargado a estos dos grandes músicos, la reorquestación de varios pasajes de Kovanchina, la ópera inconclusa de Modesto Mussorgski. Es durante ese periodo de trabajo que Ravel conoce la partitura de las Tres canciones de la lírica japonesa. Stravinski le cuenta acerca de la génesis de la obra y comparte con él su entusiasmo por el Pierrot Lunaire de Schoenberg que acaba de escuchar en

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Berlín, y cuya audición suscitó en él el deseo de escribir sus tres líricas japonesas. Fascinado por la descripción que hace Stravinski de la música del Pierrot y estimulado por las canciones de su admirado amigo, Ravel decide componer una obra vocal para un grupo instrumental parecido. En abril, Ravel le escribe a su amigo y biógrafo Roland Manuel: “No sólo termino la Kovanchina sino que compongo también unas melodías para canto, cuarteto de cuerdas, dos flautas y dos clarinetes sobre textos de Mallarmé… He querido trasladar a la música la poesía mallarmeana y, particularmente, ese preciosismo, lleno de profundidad, tan especial de Mallarmé”. No deja de ser una extraña coincidencia, por decir lo menos, que ese mismo año Debussy escriba, también, tres canciones —para voz y piano— con textos de Mallarmé, y que, además, las dos primeras estén basadas en los mismos poemas que los empleados por Ravel. Por si fuera poco, las dos obras llevan el mismo título: Tres poemas de Stephan Mallarmé. Una vez terminadas sus obras, Ravel y Stravinski planearon durante meses un concierto que incluiría el estreno de sus canciones y el Pierrot Lunaire de Schoenberg. Este concierto nunca se llevó a cabo, no obstante tanto la obra de Ravel como la de Stravinski se estrenaron en París, en el mismo concierto, en enero de 1914. La solista fue la cantante Jane Bathori y un conjunto instrumental bajo la dirección de Desiré Inghelbrecht. Medio siglo después, el notable compositor italiano Luciano Berio, heredero directo de las propuestas renovadoras de esa brillante generación de músicos de principios del siglo XX, escribe para la dotación instrumental del Pierrot Lunaire, o ensamble Pierrot, una de sus obras más íntimas y bellas: O King. Existen dos versiones de la obra: una para voz y conjunto instrumental de cámara, de 1968, y la otra, para ocho voces y orquesta que Berio integró como parte de su célebre Sinfonía en cinco movimientos, estrenada al año siguiente. A lo largo de su vida, Berio abordó prácticamente todos los géneros vocales e instrumentales, y en cada uno de ellos llevó a cabo una serie de renovaciones que dieron un nuevo rostro a la

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música de la segunda mitad del siglo pasado. Destaquemos las que realizó en el ámbito de la música vocal. En sus manos, el canto se abre a novedosas e imaginativas posibilidades de orden técnico y expresivo. Su Secuencia núm. 3, para voz femenina, escrita en 1966, representa, a mi juicio, un parteaguas en la Alejandro Romero. evolución del arte vocal. En ella, Berio recorre un amplísimo abanico de registros tímbricos y emotivos del canto. Esto incluye el bel canto, el grito, el habla, el murmullo, el sonido de la respiración y el ruido de las consonantes, modificando, de esta manera, las tradiciones vocales existentes. En O King, Berio recurre a una gama de colores obtenida a través del empleo de ciertas vocales, y de unas cuantas consonantes, tomadas del alfabeto fonético internacional. La voz primero entona sólo las vocales y después ciertas consonantes que poco a poco van formando el nombre de Martin Luther King, hasta que aparece completo hacia el final de la obra, acompañado de las vocales, pero ya no cantadas sino habladas por los propios instrumentistas. O King es una especie de lamento o deploración a la memoria del reverendo Martin Luther King, asesinado en Memphis, en 1968. En cuanto a la obra de estreno, Hor… del compositor mexicano Alejandro Romero, poco podría decir puesto que, obviamente, al igual que ustedes, aún no la escucho. Lo que no impide que pueda hacer un breve comentario acerca de la obra y la labor de este talentoso y fino músico. Alejandro Romero es el más joven de una brillante generación de compositores que comprende nombres como Georgina Derbez, Jorge Torres, Hebert Vázquez y Armando Luna. Entre sus maestros se encuentran Arturo Márquez, en primer lugar, y también Ana Lara y Hebert Vázquez. Fuera de México estudió

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Schoenberg, comienzo de Pierrot Lunaire.

con Franco Donatoni y Roberto Sierra, y semiología musical con Jean-Jacques Nattiez. Ha sido distinguido en varias ocasiones por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, y actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Fue, asimismo, compositor residente en el prestigiado Banff Centre de Canadá. Sus obras, de impecable factura y de una imaginación y sensibilidad musical sumamente refinadas, comprenden los géneros de cámara y orquesta, y se tocan cada vez más, aquí y fuera del país, lo que habla de un marcado interés en su música por parte de los intérpretes. Actualmente es profesor de composición en la Escuela Superior de Música y compositor residente del ensamble Tempus fugit, que él ayudó a fundar. Agradezco su presencia en el concierto de hoy, y aprovecho la ocasión para darle a él y al ensamble Tempus fugit la más cordial bienvenida a El Colegio Nacional.

LA MÚSICA Y LA VIDA al doctor José Sarukhán

El 29 de mayo de 1913, en París, en el Teatro de los Campos Elíseos, se estrena el ballet en dos partes La consagración de la primavera, con música de Stravinski, coreografía de Nijinski y vestuario y decorados de Nicolas Roerich. Stravinski tiene 31 años, es la tercera obra que escribe para los célebres Ballets rusos de Serge Diaghilev, compañía que, junto con Debussy, Ravel, el propio Stravinski, Manuel de Falla y algunos músicos más, renovó los fundamentos del arte del ballet clásico en las primeras dos décadas del siglo pasado. Los dos ballets que anteceden a La consagración —El pájaro de fuego, de 1910, y Petrushka, de 1911— se habían presentado con gran éxito en la capital francesa, colocando a Stravinski en el centro de la renovación musical del arte moderno. La idea del nuevo ballet surgió por vez primera, en 1910, de una visión repentina: Un día —escribe el compositor— de forma absolutamente inesperada, ya que mi mente estaba ocupada en cosas completamente diferentes, entreví en mi imaginación un rito pagano solemne: los viejos sabios sentados en círculos y observando la danza de la muerte de una doncella que va a ser sacrificada para hacer propicio al dios de la primavera.

Un año después, a mediados de 1911, el compositor recurre a su amigo el pintor Nicolas Roerich para elaborar el argumento. Roerich era considerado como la autoridad incuestionable en lo referente a los ritos de las antiguas tribus eslavas. En poco tiempo el [61]

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libreto está listo y Stravinski comienza a escribir los primeros esbozos musicales. Tiempo después, en noviembre de 1912, en Clarens, Suiza, termina la Danza sagrada. “Recuerdo bien ese día”, escribe el músico en sus memorias, “porque sufría de un fuerte dolor de muelas”. La partitura orquestal está fechada el 8 de marzo de 1913. Al mismo tiempo pone punto final a la reducción para piano a cuatro manos destinada a los ensayos con los bailarines. La obra es de tal complejidad, sobre todo, en el aspecto rítmico, que Stravinski se ve obligado a trabajar estrechamente con Nijinski en la coreografía y con el eminente director de orquesta Pierre Monteux, quien tiene a su cargo la parte musical. El día del estreno, en el programa de mano, aparece, sin firma, el argumento del ballet. He aquí el texto: Primer cuadro: La adoración de la Tierra Primavera, la tierra está cubierta de flores. La tierra está cubierta de hierba. Una gran alegría reina sobre la Tierra. Los hombres se entregan a la danza e interrogan al porvenir según los ritos. El patriarca de todos los sabios toma parte en la glorificación de la primavera. Se lo trae para unirlo a la Tierra abundante y magnífica. Todos pisan la tierra con éxtasis. Segundo cuadro: El sacrificio Después del día, después de medianoche. En las colinas están las piedras consagradas. Las adolescentes guían los juegos míticos y buscan el gran camino. Se glorifica, se aclama a la que fue designada para ser entregada a los dioses. Se invoca a los antepasados, testigos venerados. Y los sabios antepasados de los hombres contemplan el sacrificio. Así se sacrifica en honor al dios Yarilo, el magnífico, el resplandeciente.

Habría, sin embargo, que señalar que Stravinski siempre insistió en la ausencia de una historia o “intriga” en La consagración. “Mi nuevo ballet —nos dice el músico— no tiene intriga… Es una serie de ceremonias de la antigua Rusia… Son imágenes de la Rusia pagana unificadas por una sola idea fundamental: el misterio del surgimiento del poder creador de la primavera…” Y sin duda tiene razón el compositor, lo que hay en La consagración es más un argumento coreográfico que un programa o historia que requiere de una representación escénica, tal y como

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Igor Stravinski, dibujo de Jean Cocteau, 1913.

sucede, por ejemplo, en Petrushka, en donde sí hay una clara trama argumental. Es célebre la noche del estreno de La consagración, no sólo por el fracaso de la música y de la coreografía, sino sobre todo por el escándalo que suscitó en el teatro el nuevo ballet. En su autobiografía, Stravinski narra lo sucedido esa noche: La complejidad de mi partitura había exigido un gran número de ensayos que Monteux dirigió con el esmero y el cuidado que le son habituales. En cuanto a lo que fue la interpretación, es imposible para mí juzgarla, habiendo abandonado la sala desde los primeros compases de la introducción, que en seguida provocaron risas y burlas. Yo estaba indignado. Estas manifestaciones, primero aisladas, se volvieron pronto generales, provocando por otro lado algunas contramanifestaciones, y se transformaron rápidamente en un estrépito insoportable. Durante toda la representación me quedé tras bambalinas al lado de Nijinski. Éste estaba de pie sobre una silla, gritando como un loco a los bailarines: Dieciséis, diecisiete, dieciocho… Naturalmente, los pobres bailarines no escuchaban nada debido al tumulto en la sala y por el

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sonido de sus propios pasos de baile. Yo tenía que sujetar a Nijinski de la ropa porque estaba furioso, dispuesto en todo momento a entrar al escenario para hacer un escándalo. Diaghilev, con la intención de hacer cesar este escándalo, daba a los electricistas orden tanto de iluminar como de apagar la luz en la sala. Esto es todo lo que he retenido de este estreno… yo estaba muy lejos de prever que el espectáculo pudiera provocar tal desenfreno.

No obstante lo ocurrido esa noche, La consagración sería muy pronto apreciada por el gran público y considerada como una de las obras maestras de la música de todos los tiempos. En efecto, al año siguiente de su estreno como ballet, en abril de 1914, en el Casino de París, la obra es repuesta como una pieza de concierto. El triunfo en esa ocasión es total y, de acuerdo a las notas periodísticas de la época, Stravinski es llevado en hombros por sus admiradores hasta la plaza de la Trinidad. A partir de entonces, la vida digamos pública de la obra se ha desarrollado más en las salas de concierto que en los teatros. Tal vez esto se deba a que la obra se comporta y funciona fundamentalmente como una estructura sinfónica autosuficiente, y no como una mera historia de ballet con sus personajes y sus aventuras. Hasta el final de su vida, el compositor continuó afirmando que había escrito una obra arquitectónica, no anecdótica, y añadía: “sólo tuve mis oídos para ayudarme. Escuché y escribí lo que escuché. Soy sólo la nave a través de la cual pasó La consagración de la primavera”. Sin embargo, esto no quiere decir que los elementos argumentales y dramáticos sean, en verdad, secundarios. Después de todo, La consagración tuvo su origen en una visión, y tal vez el mismo Stravinski quiso preservar esta asociación dándole a la obra el subtítulo de Imágenes de la Rusia pagana. Y para darle vida a estas imágenes, a estas construcciones sonoras, Stravinski compuso una música en la que predomina un discurso asimétrico de orden fundamentalmente rítmico. El compositor coloca este elemento musical en un primer plano, y le da la responsabilidad de articular y definir la estructura general de la obra. A la simetría rítmica de la música romántica del siglo XIX, Stravinski responde con una auténtica liberación del ritmo de las ataduras

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Igor Stravinski, comienzo de la Danza Sagrada de La consagración de la primavera.

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decimonónicas. En este terreno, Stravinski es insuperable: su imaginación rítmica es asombrosa y su inventiva se renueva constantemente. Llega incluso a crear verdaderos temas rítmicos desligados por completo de una melodía cualquiera. Esto se percibe claramente en la Danza de las adolescentes, en la cual el tema consiste en la repetición de un acorde único e inmóvil que se desarrolla por medio de acentuaciones rítmicas irregulares. El gran Vaslav Nijinski escribió en algún lado lo siguiente: “La consagración de la primavera es realmente el alma de la naturaleza expresada por medio del movimiento de la música… Es la vida de las piedras y de los árboles… Es la encarnación de la naturaleza…” Y para Stravinski, repito, el vehículo principal, a través del cual se realiza este movimiento y esta suerte de transfiguración sonora, es el ritmo. Unos meses antes del estreno del ballet, el compositor se expresa así: “Quiero que la obra en su conjunto dé una sensación de cercanía entre el hombre y la tierra… Y esto lo quiero lograr en términos eminentemente rítmicos”. Faltaría hablar de las melodías, casi siempre tomadas del folklor ruso, que Stravinski emplea en su obra a manera de citas —como el canto de origen lituano que abre la obra—, y de sus sorprendentes y novedosas combinaciones orquestales, el otro dominio en el que Stravinski es imbatible. Pero esto habrá que dejarlo para otra ocasión. Esta noche escucharemos la versión que escribió el compositor para piano a cuatro manos, la cual por razones técnicas se toca casi siempre en dos pianos. Se trata, pues, de una consagración en blanco y negro que acentúa aún más las ásperas disonancias de la obra. Pero no es solamente una transcripción para piano de la partitura orquestal, es más que eso: es La consagración de la primavera concebida y escrita idiomáticamente para el piano. A esta versión, el grupo Tambuco ha agregado parte de las percusiones de la partitura de orquesta, lo cual le añade a la versión de Stravinski una cualidad tímbrica y colorística que resalta sobre el fondo en blanco y negro del piano. Acaso la mejor descripción de La consagración de la primavera es la que nos dejó el autor, muchos años después de su estreno,

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cuando ya residía en Estados Unidos. A la pregunta de qué era lo que más amaba y extrañaba de Rusia, el compositor respondió que lo que más amaba y añoraba era “la violenta primavera rusa que parece surgir en una hora, y es como si la tierra se despedazara”.

• A diferencia de La consagración de la primavera, cuyo tema central es la invocación y celebración de la vida bajo una óptica pagana, en los dos cuartetos de cuerda que escucharemos en la primera mitad del concierto, hay una narración sonora inserta en un ámbito religioso que hunde sus raíces en la gran tradición occidental de música polifónica, hoy por desgracia no lo suficientemente frecuentada. En consecuencia, las anima una suerte de fe y de creencia en una vida, después de la muerte, de orden estrictamente espiritual. Es música litúrgica en la que el alma, ya no la tierra o la carne, es la protagonista de una trama musical de un contenido altamente simbólico. Se trata de una práctica que considera, o solía considerar a la música como una de las disciplinas del quadrivium, una de las dos ramas del saber medieval que reunía a la aritmética, geometría, música y astronomía. Como ciencia teórica, debía tomar en cuenta sus connotaciones matemáticas y sus posibilidades metafísicas. No era tan sólo una disciplina formada de sonidos, era también el conocimiento de los números relacionados con el sonido. Constituía un cuerpo de conocimiento fundamental para el filósofo y el teólogo: sin la música la comprensión de Dios y del alma humana no podía alcanzarse. Es de esta tradición de música religiosa que abrevan la obra de George Crumb y la mía. En Black Angels hay un claro simbolismo numerológico, basado en las cifras 7 y 13, las cuales no sólo definen la estructura global de la obra, rigen, asimismo, otros aspectos de orden formal. Por ejemplo, esta proporción numérica puede determinar la cantidad de notas que intervienen en un grupo melódico, o definir la duración de algunas frases o partes de la pieza, tal como sucede en el primer movimiento, el cual dura, o debería durar, exactamente 91 segundos, cantidad que resulta de la multi-

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George Crumb: Black Angels (1970)—“Threnody II”

plicación de 7 x 13. Tal proporción define también ciertos patrones de repetición de un motivo o de un arabesco. Sirva de ejemplo el segundo movimiento compuesto de 7 compases, cada uno de los cuales contiene 7 unidades; en consecuencia el movimiento tiene un total de 49 unidades, y a su vez 4 + 9 dan 13, operación sumatoria muy frecuentada por Bach en sus estructuras musicales. En lo que se refiere a la estructura general, podemos ver que la pieza consta de trece movimientos o “mosaicos”, como los llama el autor, cuyo ordenamiento está basado en una perfecta simetría en espejo: el primer movimiento se corresponde con el último, el segundo con el doceavo, el movimiento tres con el onceavo, el cuarto, llamado “música del diablo”, con el décimo, la “música de Dios”, y así hasta llegar al movimiento central de la obra, el Lamento o Treno número II, que lleva como título precisamente Black

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Angels. Además la separación entre cada una de las tres grandes partes en que se divide la pieza es de 13 segundos, según se indica en la partitura. Desde el punto de vista armónico la obra se construye alrededor de un acorde de tres sonidos formado de un intervalo de quinta justa, una de las consonancias perfectas, identificada con Dios y su maquinaria celeste, y por una cuarta aumentada o tritono —el célebre intervalo conocido como el diabolus in musica por su carácter disonante, inestable, vacilante, previsiblemente asociado en Black Angels a la música del Diablo. De esta manera, conviven en este acorde de tres sonidos, dos relaciones interválicas de naturaleza opuesta que reflejan la polaridad esencial de la obra: me refiero a la eterna lucha entre Dios y el Diablo. Dejando a un lado las proporciones numéricas, habría que señalar la formidable exploración tímbrica que lleva a cabo George Crumb en esta obra, y en toda su música. Las sonoridades resultantes abarcan una amplísima gama de colores gracias al empleo de novedosas técnicas interpretativas de una cualidad expresiva y acústica en verdad sorprendente. A estas originales sonoridades de las cuerdas, las cuales son amplificadas por medio de micrófonos de contacto, el autor añade otros inesperados colores producidos por la voz de los mismos intérpretes —a veces es un mero murmullo, en ocasiones es un grito—, y por un pequeño grupo de percusiones, tocado por los propios cuerdistas, que incluye maracas, tam-tam y tres juegos de copas de cristal afinadas. Finalmente, está la presencia de citas o acotaciones musicales, casi programáticas, que cargan, al igual que las proporciones numéricas, un profundo sentido simbólico. Así, hay en la obra una clara referencia a la conocida secuencia latina del siglo XIII, el Dies Irae —Días de ira—. Esta melodía se canta en la Misa de muertos de la liturgia católica, y ha suscitado siempre una gran fascinación en numerosos compositores que la han empleado en su música. Pienso, entre otros, en Berlioz y Liszt, en Rachmaninov y Stravinski, y en Erik Satie y Lutoslawski. Hay asimismo, en la Pavana del sexto movimiento, una cita del tiempo lento de uno de los más bellos cuartetos de cuerda de Schubert, el llamado La muerte y la

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doncella; y en otro momento se escucha una alusión a la célebre obra de Giuseppe Tartini, que lleva el inolvidable título de El trino del diablo. En palabras del propio compositor, Black Angels fue concebida como una suerte de parábola de nuestro conflictivo mundo contemporáneo. Escrita “in tempore belli” —en tiempos de guerra— según consigna el manuscrito —se refiere, claro está, a la guerra de Vietnam—, la obra recurre a la imagen del “ángel negro”, un elemento convencional empleado por los pintores del pasado para simbolizar el ángel caído. La música, que lleva como subtítulo Trece imágenes de la tierra oscura, describe el viaje del alma humana a través de tres movimientos o situaciones diferentes: La partida o caída, la ausencia o aniquilación espiritual y el regreso o la redención. La obra, creo yo, cumple puntualmente con la definición de George Crumb, para quien la música es un sistema de proporciones al servicio de un impulso expresivo. En cuanto a Sinfonías, comenzaré diciendo que la obra es el resultado de un singular encargo que me hizo una gentil y amable dama estadounidense que reside en la pequeña ciudad de Ithaca, en el estado de Nueva York. La Sra. Joan Niles Sears, ése es su nombre, me pidió un día, en 1995, que compusiera un cuarteto de cuerdas que pudiera acompañar a su alma después de la muerte de su cuerpo. Me dijo que la obra debería ser escuchada por ella el día de su muerte, y tocada por el Cuarteto latinoamericano (ese momento, por fortuna aún no llega).1 Claro que acepté de inmediato esta inusual petición. La idea de componer una pieza de música que pudiera eventualmente acompañar al alma de una persona en el tránsito de la muerte, me pareció realmente fascinante, por decir lo menos. Yo creo que la función de la música durante ese proceso es la de ayudar a que el alma humana se separe del cuerpo. Cuando el cuerpo muere, el alma debe encontrar un camino para salir de él, y la música participa en la búsqueda de ese trayecto, o más aún, traza y delinea una suerte de geografía sonora de ese camino. 1

La señora Joan Niles Sears falleció en 2010. Su familia ofreció un concierto en su honor, el 11 de octubre del mismo año, en Ithaca, Nueva York, en el que el Cuarteto latinoamericano tocó Sinfonías.

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Con la convicción de que hay un tipo de música que el alma es capaz de escuchar, emprendí la composición de una obra destinada a ser parte de una ceremonia luctuosa. No obstante, nunca pretendí escribir música de carácter fúnebre, únicamente intenté construir a través de los sonidos, o por medio de ellos, un espacio acústico sagrado, que es a lo que aspira, o pretende aspirar, creo yo, toda música religiosa. La forma global de la pieza está concebida en un solo movimiento dividido en dieciséis partes o frases de duraciones diferentes que se suceden una después de la otra sin interrupción. Traté de enlazar estos fragmentos de música de manera tal que dieran la impresión de que transcurren como las imágenes del sueño, en el que uno no puede prever cuál será la siguiente imagen o escena. En consecuencia su aparición debería escucharse como algo

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inesperado e imprevisible, y sin embargo, paradójicamente, como algo necesario para la estructura musical. Éste fue el mayor reto de orden formal durante el proceso compositivo. Una de las imágenes sonoras que se escucha en la obra es una cita de una antigua melodía gregoriana que tomé prestada del primer tratado occidental de música polifónica que ha llegado hasta nosotros: el Scolica enchiriadis, del siglo IX, de autor anónimo. En este manual, dicha melodía aparece como ejemplo para ilustrar las llamadas sinfonias. Este término no debe confundirse con el de “sinfonía”, que se empleó posteriormente, en el siglo XVIII, para designar un tipo de forma o género instrumental. En la Edad Media, y también en el Renacimiento y parte del Barroco, el término “sinfonías” se aplicaba, como señala el mismo tratado musical, a “una combinación agradable de sonidos”, lo que en esos tiempos se refería a las relaciones entre dos o más líneas melódicas, a distancia de una octava, una quinta y una cuarta. A estos intervalos la teoría los clasificaba como consonancias perfectas, las únicas relaciones verdaderamente aptas para diseñar una forma o narración musical destinada a acompañar al alma humana en su vida después de la muerte. Son estos intervalos de consonancia perfecta los que articulan la trama sonora de mi obra. La otra cita musical que hay en la pieza la tomé de una de las partes del Sanctus-Benedictus de mi Missa Brevis para coro mixto a capella, transcrita, naturalmente, para cuarteto de cuerdas. La obra termina con esa frase. En lo que se refiere a ciertos aspectos de orden compositivo, un procedimiento rige casi siempre el devenir de la obra; me refiero a la técnica del canon, es decir, a las diferentes formas de imitación que puede haber entre dos o más líneas melódicas, sin excluir a la imitación rítmica. A través del empleo y manipulación de esta antiquísima técnica de composición he querido crear la ilusión de una forma musical que se comporta como un verdadero juego de espejos sonoro, como un organismo que es, a la vez, un reflejo o eco de sí mismo. Desde el punto de vista del color instrumental, quise explorar algunos de los nuevos recursos técnicos y expresivos que nos ofrecen

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los instrumentos de cuerda. De ahí el empleo de los llamados sonidos armónicos, sonidos muy agudos, de un timbre harto particular, que se producen al rozar la cuerda con los dedos de la mano izquierda en el lugar adecuado. En otro momento, los instrumentos deben imitar la sonoridad de la familia de las violas da gamba. Está también el empleo de pequeños portamentos o glissandos entre una nota y otra a la manera de la práctica musical barroca. Debo decir que todas estas “delicias sonoras”, como las llama el contrabajista estadounidense Bertram Turetzky, no tienen sentido ni interés alguno, a menos que se conviertan en parte esencial del vocabulario individual del compositor, y funcionen entonces como un elemento auténtico y significativo de su música.

CONLON NANCARROW a Yoko Nancarrow

Yo conocí personalmente a Nancarrow en 1974, gracias a los buenos oficios del compositor Lan Adomián quien me llevó a su casa en la colonia Las Águilas. Ya antes había escuchado algo de su música para pianolas, y me había hablado de él en términos elogiosos mi maestro de análisis Rodolfo Halffter. Por él me enteré de lo desastroso que habían sido algunas de las presentaciones de su música —imputable a fallas administrativas, pero sobre todo, interpretativas. Esto último era, tal vez, natural: aún no habían nacido intérpretes capaces de descifrar y tocar los intrincados laberintos rítmicos de su música. En consecuencia, Nancarrow dejó de escribir música para instrumentos acústicos y concentró su interés en la composición de obras para pianola, las cuales no necesitaban de un intérprete para poder ser reproducidas y escuchadas. Nancarrow vivía en una casa construida por su amigo el arquitecto Juan O’ Gorman. Se llegaba a ella a través de una larga y floreada vereda que desembocaba en un espeso jardín que casi invadía la casa. Al presentarme ante él me sedujo de inmediato su maravillosa e inolvidable sonrisa, una sonrisa que abría las puertas de su casa de par en par, una sonrisa amable y generosa que nunca lo abandonó. Su estudio era una especie de intrincado taller mecánico-musical: había, aquí y allá, toda suerte de objetos: escuadras, reglas y compases, lápices y plumas de varios tamaños; sobre una mesa inmensa descansaban los rollos que día a día Nancarrow transformaba en música por medio de extraños y exactos aparatos que perforaban el papel en los puntos asignados. Había además, claro está, varias pianolas, no recuerdo cuántas, en [75]

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Conlon Nancarrow, Estudio no. 21 para piano mecánico, partitura de perforado, pág. 1, manuscrito.

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Nancarrow perforando un rollo, principios de los años cincuenta, ciudad de México.

las que el compositor escuchaba y probaba sus rollos de música. Y en el centro de este inusual paisaje se encontraba Nancarrow como una suerte de Klingsor, de mago o hechicero barbado, un alquimista contemporáneo que transmutaba ese mundo mecánico en impresionantes estructuras musicales. Yo deseaba verle para pedirle que participara en un ciclo que, con el título de El compositor y su obra, estaba yo coordinando en la Universidad Nacional Autónoma de México. Pero debido, en buena parte, a sus malas experiencias, la idea no pareció atraerle; sin embargo, accedió a que Lan Adomián diera una charla sobre su obra y su música se escuchara en grabaciones. Fue imposible convencerlo de que lleváramos una de sus pianolas a la sala de conciertos. El ciclo se llevó a cabo, y una de las presentaciones estuvo dedicada a su música. Y, como era de esperarse, fue un desastre en cuanto a la asistencia de público. No creo que hayamos sido más de quince o veinte personas en la sala. Naturalmente, ningún

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Conlon y Yoko Nancarrow con György Ligeti, Colonia, Alemania, ca. 1988. Foto de J. Hocker.

medio se ocupó de este concierto, y todo pasó desapercibido. (Aún no habían aparecido los “nancarrownianos” mexicanos, algunos de los cuales muchos años después se desgarrarían las vestiduras por la falta de reconocimiento de que había sido objeto Nancarrow en su país adoptivo). No fue sino hasta los años ochenta que el pensamiento y la obra de Nancarrow comenzaron a ser ampliamente conocidas en México y en el mundo, gracias en buena medida a la admiración y apoyo de influyentes y notables músicos como John Cage y György Ligeti. Este último declaraba por esos años que la música para pianola de Conlon Nancarrow era el acontecimiento más importante que había ocurrido en la música de nuestro tiempo desde Anton Webern y Charles Ives, y reconocía su benéfica influencia en su propia obra. Hoy su música se escucha y se graba en todo el mundo, y Nancarrow se ha convertido en un compositor de culto, al lado de creadores como el italiano Giacinto Scelsi, otro solitario como él.

CONLON NANCARROW

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Destaco algunos datos biográficos. Conlon Nancarrow nació en 1912, en Texarkana, en el estado de Arkansas. En su juventud fue trompetista y músico de jazz. En los treinta se afilió al Partido Comunista Estadounidense y luchó contra el franquismo durante la Guerra Civil Española como miembro de la Brigada Abraham Lincoln. A su regreso a Estados Unidos comenzó a tener serios problemas, digamos “administrativos”, por su pasado comunista. Decidió entonces venir a vivir a México, adonde llegó en 1940. Quince años después, en 1955, se hizo ciudadano mexicano. Vivió siempre de forma modesta: sus magros ingresos los obtuvo durante muchos años como traductor y maestro de inglés. No fue sino hasta 1969 que apareció el primer disco con su música: un álbum editado por Columbia Records con una foto de él en la portada. Pocos años después el investigador Peter Garland comenzó a publicar algunas de sus partituras, y otro estudioso, de nombre Charles Amirkhanian, empezó a grabar comercialmente su música para pianola. En 1982, recibió el prestigiado Premio MacArthur, y por esos años comenzó de nuevo a escribir música para instrumentos acústicos convencionales. A mediados de los noventa el compositor y crítico Kyle Gann escribió un amplio y certero estudio analítico sobre sus obras, el cual fue publicado por Cambridge University Press con el título de La música de Conlon Nancarrow. Asimismo, la investigadora alemana Monika Fürst-Heidtmann ha escrito y publicado textos decisivos sobre el pensamiento musical de Nancarrow; en 1994 la revista Pauta dedicó un número monográfico a la vida y obra de este notable inventor de música. Recientemente, apareció bajo el sello alemán Wergo, la grabación de todas sus obras para pianola. Conlon Nancarrow murió en la ciudad de México el 10 de agosto de 1997. Todo su estudio, incluyendo las pianolas, los rollos de música, sus artefactos mecánicos, su biblioteca —la cual contenía la más completa colección privada de revistas musicales de todo el mundo— así como otros documentos y objetos, se encuentran hoy en Suiza, en la Fundación Paul Sacher. Esto es así porque a su

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Jonh Cage y Conlon Nancarrow, ca. 1985.

muerte no hubo ninguna institución mexicana, cultural o académica, que se interesara por conservar el estudio y el legado de Conlon Nancarrow. Permítanme, por último, decir unas cuantas palabras acerca de su música. Una constante o procedimiento compositivo rige, en términos generales, sus estructuras musicales: me refiero al canon, quiero decir, a la imitación rítmica y también melódica entre varias voces o líneas sonoras. Este principio compositivo lo coloca al lado de una brillante generación de compositores en cuya música las cuestiones rítmicas y métricas desempeñan un papel de primer orden. A lo largo de su vida Nancarrow reconoció su deuda con la música de Bach y sus asombrosas construcciones rítmicas. También habló siempre de su admiración por la obra de Igor Stravinski, el compositor que introdujo a principios del siglo XX una música orientada fundamentalmente a cuestiones de orden rítmico y métrico. Pero habría que remontarse aún más lejos en el tiempo y considerar entre sus ancestros a los músicos del Ars Nova francés e italiano del siglo XIV, cuyas obras plantean intrincadas estructuras métricas que no dejan de asombrarnos. Están también los músicos flamencos del Renacimiento con Josquin Desprez a la cabeza. En ellos es posible descubrir imitaciones canónicas de una gran complejidad, y cuyas relaciones proporcionales no son necesariamente simples y simétricas, quiero decir, que no sólo una voz imita a la otra al doble de lento o al

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doble de rápido, sino que en ocasiones una voz imita a la otra en una proporción de, por ejemplo tres a uno, mientras que otra voz lo hace en una proporción de dos a uno, creando un tejido musical complejo en el que están presentes de manera simultánea métricas diferentes, en este caso particular una métrica binaria y otra ternaria. A mi juicio, el pensamiento de Nancarrow se identifica más con este tipo de proporciones numéricas asimétricas, es decir, está en muchos sentidos más cerca de Ockehem y Josquin que de Bach. Liberado de las limitaciones físicas naturales del intérprete, dado que componía sus obras directamente en los rollos de pianola, Nancarrow pudo concebir una música de una sorprendente complejidad y originalidad. En sus estudios para piano mecánico o pianola, que constituyen su Opus Magnum, la fantasía e imaginación del compositor encuentran un campo propicio y concibe, inventa, una música guiada por proporciones numéricas difícilmente concebibles en la música instrumental. Estas proporciones asimétricas y complejas, aunadas a las rapidísimas velocidades que alcanza su música, modifican nuestra percepción musical creando en el oyente la ilusión de que las diferentes líneas sonoras se desplazan a velocidades diferentes. De ahí el concepto de “politempo” que ha sido reiteradamente señalado por los estudiosos de su obra, y que constituye una de las grandes aportaciones de Nancarrow a la música de nuestro tiempo. El recital de esta noche incluye obras de Nancarrow escritas originalmente para instrumentos acústicos, como el Tango y los Tres Cánones para Ursula, ambas para piano solo, y la Sonatina, también para piano pero transcrita para piano a cuatro manos. Están también varios estudios para pianola que escucharemos en transcripción para piano a cuatro manos. A estas obras se agrega la música de varios de los amigos personales y musicales de Nancarrow: Bach, en arreglo del compositor húngaro György Kurtág, Stravinski, Ligeti, Henry Cowell —cuyo libro New Musical Resources fue fundamental en la evolución musical de Nancarrow— y una obra de la eminente pianista y compositora Amy Williams. No me resta sino agradecer a Yoko Nancarrow, viuda del compositor, y a Mahko, su hijo, su presencia en este concierto.

JOHN CAGE (1912-1992) a Nicolás Echevarría

Al lado de los compositores Morton Feldman, Earl Brown y Christian Wolff, Cage es la cabeza visible de la llamada Escuela Estadounidense o Escuela de Nueva York. Estos cuatro compositores formaron parte de una notable generación de artistas estadounidenses que renovó el arte del siglo XX. Pintores como Robert Rauschenberg, Jasper Jones, Jackson Pollock y Mark Rothko, poetas como Frank O’Hara y Allen Ginsberg, y coreógrafos como Martha Graham y Merce Cunningham convivieron al lado de estos músicos y, juntos, crearon un movimiento artístico y cultural que transformó los fundamentos del arte de Estados Unidos, un arte que tuvo una enorme repercusión en el resto del mundo. John Cage nació el 5 de septiembre de 1912 en Los Ángeles y murió el 12 de agosto de 1992 en Nueva York. Admiró siempre a su padre, que fue inventor y, en palabras de Cage: Capaz de encontrar soluciones a problemas de varios tipos en el campo de la ingeniería eléctrica, medicina, viajes submarinos, visión a través de la niebla y viajes al espacio sin combustible. Mi padre solía decirme que cuando alguien dice “no puedo” señala lo que debes hacer. Me dijo también que mi madre siempre tenía razón, hasta cuando estaba equivocada.

De ella, decía Cage que era una mujer con un gran sentido social y que nunca fue feliz. Escribe Cage: Algún tiempo después de la muerte de mi padre, estaba hablando con mi mamá. Le sugería que hiciera un viaje al oeste a visitar a los parientes. Le dije: [83]

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Te divertirás. Me contestó rápidamente: Ay hijo, tú sabes perfectamente que nunca me ha gustado divertirme.

Alrededor de los dieciséis o diecisiete años, Cage abandonó sus estudios en el Pomona College y se embarcó para Europa en donde empezó a escribir sus primeras piezas de música, las cuales destruyó después de escucharlas. En 1931 regresa a California y comienza a estudiar composición con Henry Cowell, Adolf Weiss y, al poco tiempo, con Arnold Schoenberg. Comenta Cage: Cuando Schoenberg me preguntó si dedicaría mi vida a la música, le contesté: Por supuesto. Después de estudiar con él durante dos años, Schoenberg me dijo: Para escribir música debes tener el sentido de la armonía. Entonces le expliqué que yo no tenía ningún sentido de la armonía. Entonces él dijo que siempre encontraría un obstáculo y que sería como si llegara a una pared a través de la cual no podría pasar. Yo le dije: En ese caso, dedicaré mi vida a golpear mi cabeza contra esa pared.

En los años treinta comenzó a experimentar con los instrumentos de percusión, lo que lo llevó a estructurar su música sobre una base rítmica, ya no armónica, a la vez que integraba el ruido como un elemento musical más. A este respecto, Cage escribió: “Mientras que en el pasado el punto de desacuerdo estaba situado entre la consonancia y la disonancia, en el futuro estará entre el ruido y los llamados sonidos musicales”. Fue de los primeros músicos, si no es que el primero, en emplear sonidos electrónicos “en vivo” en su ya clásica pieza de 1939 Paisaje imaginario núm. 1, en la que, además de cimbales y de unos cuantos sonidos al interior del piano, utiliza como material musical una serie de discos RCA que contenían sonidos electrónicos de prueba. Tales discos se tocan en tornamesas a una velocidad variable (el intérprete como una especie de DJ avant la lettre). La concepción misma de la obra constituye un hecho de singular importancia, ya que de esa manera se introdujo el mundo de la electrónica en la música, ampliando en forma considerable el universo sonoro y permitiendo al compositor trabajar directamente con el sonido. A finales de esa década, la de los años treinta, Cage aceptó un trabajo como acompañante de danza en la Cornish School of Arts en Seattle, Washington. Y fue precisamente la danza la que dio

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John Cage preparando el piano, 1954.

origen a lo que después se llamaría “el piano preparado”, el cual consiste en modificar el timbre del instrumento, en crear sonidos extraordinarios, colocando entre las cuerdas de un piano de concierto común y corriente diferentes materiales, tales como tornillos,

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tuercas, taquetes, monedas, gomas, hule espuma y otros más. Para este piano preparado, Cage compuso las que son, a mi juicio, sus más bellas páginas. Varias de estas obras fueron escritas como música de danza para la compañía de Merce Cunningham, el gran coreógrafo estadounidense, colaborador y amigo personal de Cage durante más de cuarenta años. Cage mismo cuenta cómo inventó el piano preparado: En 1938, Syvilla Fort, una magnífica bailarina y coreógrafa negra de la compañía de Bonnie Bird en la Cornish School de Seattle, iba a dar una función de danza un viernes, y yo era el único compositor a mano. Me pidió componer una música de percusiones para su obra titulada Bacanal. Pero el espacio en el que iba a bailar era pequeño y sólo había lugar para un piano de cola, así que tenía que hacer algo adecuado para ella en ese piano. Me pidió la música un martes. Me puse a trabajar rápidamente y terminé para el jueves… Primero traté de encontrar una escala que sonara africana y fracasé. Entonces recordé cómo sonaba el piano cuando Henry Cowell arañaba las cuerdas o las pulsaba directamente. Fui a la cocina y tomé un molde de pastel, lo coloqué sobre las cuerdas, y vi que estaba en la dirección correcta. El único problema era que el molde rebotaba, así que tomé un clavo, lo coloqué entre las cuerdas y el problema entonces fue que resbalaba, hasta que me vino la idea de meter un tornillo entre las cuerdas, y eso fue perfecto. Luego usé cintas de hule espuma y pequeñas tuercas alrededor de los tornillos, en fin, todo tipo de cosas. Invité a mis amigos pintores Mark Tobey y Morris Graves para que escucharan lo que había hecho y quedaron fascinados, al igual que Syvilla, mi esposa Xenia y yo. Estábamos en verdad contentos. Cuando Lou Harrison vino y lo oyó, dijo: “Maldita sea, ojalá se me hubiera ocurrido a mí”.

John Cage escribió la mayor parte de sus obras para piano preparado y para conjuntos de percusión en la década de los cuarenta. Dichas piezas emplean sistemas estrictos de composición que hacen que el proceso compositivo aparezca como algo mecánico y, por ende, como algo hasta cierto punto independiente del gusto personal. En una entrevista concedida a David Sylvester en 1966, Cage se refiere a esos procesos. Distingue entre estructura y método: la primera es la división del todo en partes, mientras que el método alude al procedimiento de nota a nota. Señala, además, que sus estructuras rítmicas no se basan en la danza, ni en los sonidos, sino en el espacio cuando no hay nada en él, es decir, en el espacio del

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tiempo. Cage imaginó una forma, un tipo de estructura, que llamó “micromacrocósmica”. En tal estructura la división, o partición, de las grandes partes debe tener la misma proporción que la división al interior de las partes pequeñas. Por ejemplo, una estructura de cien compases se puede dividir, digamos, en diez secciones de diez compases cada una. Podríamos agrupar las diez secciones en grupos más grandes formados por dos, tres y cinco secciones cada grupo (es decir, en tres grupos formados de veinte, treinta y cincuenta compases respectivamente), en consecuencia cada una de las secciones de diez compases se tendría que agrupar a su vez en pequeños grupos de dos, tres y cinco compases. Es bien sabido que John Cage fue un asiduo estudioso de las filosofías orientales y que las doctrinas expuestas por ciertos maestros como el Dr. Suzuki y el libro chino de los oráculos, el I Ching, desempeñaron un papel decisivo en la concepción musical que guió su trabajo a partir de los años cincuenta. Escribe Cage: A fines de los años cincuenta descubrí gracias a un experimento [fue a la cámara anecoica de la Universidad de Harvard] que el silencio no es acústico [es decir, que el silencio no existe]. Fue un cambio de mentalidad, un vuelco decisivo… Mi trabajo se convirtió en una exploración de la no-intención. Para llevarlo a cabo con exactitud, desarrollé unos medios complejos de composición usando las operaciones del azar del I Ching, haciendo posible con ello que mi responsabilidad fuera plantear preguntas en lugar de hacer elecciones.

Es así que, a partir de los años cincuenta, Cage introduce en la música el indeterminismo y el azar tanto en el proceso compositivo como en el interpretativo. De esta manera, la estructura y el método, es decir, la división del todo en partes y el procedimiento de nota a nota, dejan de ser decisión del compositor puesto que los define o puede definir el resultado de los dados al consultar el oráculo chino, o bien las imperfecciones de una página en blanco, o el empleo de una notación gráfica en la que se deja al intérprete la elección de las alturas, de las dinámicas o de ambas. Es entonces que concibe su más célebre obra: 4' 33'' inspirada en una serie de pinturas blancas de su amigo, el pintor Robert Rauschenberg.1 En 1

Ver: “John Cage Biography” en biography base.com.

John Cage, partitura de 4’33”, 1952.

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estas telas la luz y las sombras venidas del exterior son parte inseparable de la pintura misma. En 4' 33'', Cage concibe, imagina una especie de “tela auditiva en blanco” que acepta, como parte de la música misma, cualquier tipo de sonidos ambientales. Todo, entonces, puede ser música: desde el sonido de una rama hasta el de un piano, desde el rechinido de las llantas de un coche hasta el grito de un niño. Lo único que se indica en la partitura es la duración de la pieza: cuatro minutos y treinta y tres segundos. Durante ese lapso, todo lo que se escuche es música o puede serlo. No hay ya diferencia alguna entre el sonido “musical” y el “no-musical”, entre los sonidos ambientales y el tono musical, entre el ruido y el sonido. En una de sus piezas, Child of Tree, de 1975, Cage nos hace escuchar los sonidos que producen diversas plantas, ramas y cactus, convertidos, transformados, en objetos sonoros, en productores de sonido, en hacedores de música. En consecuencia, las barreras entre el arte y la vida se diluyen y se confunden. En algún lado, Cage escribió lo siguiente: Durante muchos años he aceptado, y sigo aceptando, la doctrina artística expuesta por Ananda K. Coomaraswamy en su libro La transformación de la naturaleza en el arte, según la cual la función del arte es imitar a la naturaleza en cuanto a su manera de operar… La música como una actividad separada del resto de la vida no me entra en la cabeza. Las cuestiones estrictamente musicales ya no son cuestiones serias.

Un aspecto de la vida de Cage del que se habla poco se refiere a sus nexos con México, los cuales fueron siempre generosos y enriquecedores. Menciono algunos de ellos. Como crítico de la revista Modern Music escribió, alrededor de los años cuarenta, uno de los más bellos y certeros ensayos sobre la Sinfonía India de Carlos Chávez, de la que dijo que era “como la tierra sobre la que caminamos vuelta audible”. Poco tiempo después, le encargó a Chávez la Toccata para percusiones, una de las obras maestras del compositor mexicano, la cual no fue estrenada por Cage ya que, según sus propias palabras, “sobrepasaba la capacidad técnica” de los percusionistas de su grupo. En 1976, Cage vino a nuestro país en compañía de la pianista Grete Sultan a presentar sus últimas obras

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(los Études australes, entre otras) y a dictar una serie de memorables conferencias. Al poco tiempo comenzó a colaborar en la revista mexicana de música Pauta, enviando textos y poemas y permitiendo la traducción de varios de ellos. En esa misma época concedió una serie de espléndidas entrevistas a José Antonio Alcaraz, crítico y amigo de Cage. Su gran admiración por la obra del cineasta Nicolás Echevarría lo llevó a presentar en el Carnegie Cinema de Nueva York algunas de sus películas. Sin duda, Echevarría fue uno de sus más cercanos amigos. Señalemos también la admiración que manifestó siempre por la obra del poeta Octavio Paz, admiración que fue correspondida por el escritor mexicano como testimonian los siguientes versos tomados del poema que Paz dedicó a Cage: Entre el silencio y la música, el arte y la vida, la nieve y el sol hay un hombre. Ese hombre es John Cage (Committed to the nothing in between). Dice una palabra: No nieve no sol, una palabra Que no es silencio: A year from Monday you will hear it. La tarde se ha vuelto invisible.

Con estas palabras recordemos siempre a este notable y controvertido artista, amante de las plantas y de la cocina, inventor y micólogo, macrobiótico y ajedrecista, suerte de sabio zen budista neoyorkino para quien el arte, la vida y la amistad fueron siempre una sola y misma sustancia.

III

EL SONIDO Y LO VISIBLE a Arnaldo Coen

Siempre he sabido que la música representa para Arnaldo Coen algo más que un mero pretexto para llenar horas vacías. Para él, la música —como escribe Mario Vargas Llosa a propósito de la literatura— “es, ha sido y seguirá siendo, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan”. Arnaldo pertenece a esa tradición, mayoritaria tal vez, de pintores, y también de obras, que han tenido a la música como el centro de una reflexión acerca del hombre y del mundo. Tal rasgo o cualidad lo aleja, es verdad, de Leonardo —quien en su Tratado de pintura, declara, en contra de la opinión corriente, que la música viene después de la pintura— pero lo acerca, por afinidades de naturaleza acústica, a otros pintores y a otras obras. Una parte significativa de la obra pictórica de Arnaldo Coen se encuentra como invadida e inmersa en un cerrado diálogo con la música y los sonidos. Son trabajos que muestran, en más de un sentido, una estrecha cercanía con el arte musical y que aspiran a suscitar una relación de orden poético entre las dos disciplinas: un encuentro entre la mirada y la escucha, entre el sonido y lo visible. Pensemos en las batallas de Uccello que Arnaldo recreó o parafraseó, no sé cómo decirlo. Cuando observamos con atención estas telas se nos aparece de repente un elemento sorpresivo e inesperado, me refiero al sonido y al ruido que emanan de la tela, y que, claramente, escuchamos al mirarla. Ahí están, de forma ensordecedora, los ruidos de las armaduras y de las lanzas que chocan con violencia, el relinchar de los caballos y los gritos y quejas de los [93]

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Ronda Anular, óleo de Arnaldo Coen.

soldados. Por momentos se escuchan, a lo lejos, los instrumentos de metal que acompañan al ritual de la batalla. Es evidente que todo esto se encuentra también en las batallas de Uccello, no son pinturas silenciosas, y es, precisamente, esa cualidad pictórica de índole acústico la que está presente en las batallas que Arnaldo recreó, más allá de la mera representación visual del cuadro. Lo que a mí, como músico, nunca deja de asombrarme es el hecho de que tal variedad e intensidad de sonidos y de timbres, pueda hacerse audible y llegue hasta nosotros, empleando únicamente las herramientas propias de la pintura. Esto trae, como consecuencia inevitable, que el ensordecedor ruido de la batalla suceda sólo al interior del cuadro, en la pintura misma, en esa geometría privilegiada que vemos y escuchamos al mismo tiempo. También hay, claro está, pinturas que exhalan apenas un murmullo, un rumor apagado, como en las anunciaciones de fra Angelico, las cuales se encuentran habitadas o envueltas en un tenue velo, o malla, moldeado con sonidos que hablan en secreto. Lo que le revela, en ese recinto silencioso, el ángel a María, es algo tan tremendo y extraordinario que hay que decirlo en voz baja, en compañía, si acaso, del tenue sonido del aleteo de una

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La anunciación, retablo de Fra Angelico.

paloma o el débil crujir de una rama de lirio blanco. Son pinturas y frescos religiosos que tienden a la discreción y al silencio: lo que oímos en ellas está dicho al oído. Recuerdo un cuadro de Arnaldo, nada que ver con anunciaciones, de dimensiones pequeñas, que representa a una clavecinista o pianista tocando su instrumento en una habitación iluminada por una débil luz. Aquí escuchamos con claridad, pero a bajo volumen, la música que toca la pianista. Es música nocturna, y por ende, también música discreta, de penumbra. Todo en el cuadro está como “en sordina”, para decirlo en términos musicales. Si en las batallas los sonidos estallan, en este cuarto cerrado la superficie sonora es prudente y recatada y no está lejos, creo yo, de la música y la poética de Anton Webern, quien conocía perfectamente los sutiles matices que encierra esa diminuta franja de volumen que separa al sonido del silencio.

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Rufino Tamayo, Músicas dormidas.

En este contexto no se puede dejar de mencionar Las músicas dormidas de Rufino Tamayo, cuadro que cuelga a la entrada de una de las salas del Museo de Arte Moderno. Es de los pocos cuadros, que yo conozco al menos, en el cual los personajes —las músicas, en esta pintura— están dormidos y, muy previsiblemente, soñando. Sabemos lo que son al ver sus instrumentos descansando en el suelo. Por esa razón, creo que se trata de un sueño musical: ellas sueñan con sonidos. Sus sueños narran historias dichas con sonidos, con los sonidos que sueñan las músicas dormidas. Lo que a mí, repito, no deja de asombrarme, es que la impecable “cualidad acústica” del cuadro se logra gracias a la sensibilidad del artista y a la eficacia de sus herramientas pictóricas, las mismas, básicamente, que las de Uccello o fra Angelico. He querido mencionar a Tamayo no sólo por su espléndido cuadro sino porque sé que es uno de los artistas predilectos de Arnaldo, y que, por consiguiente, hay en su obra huellas de tal admiración. Nunca olvidaré las incontables tardes y noches, en su

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antigua casa de Mixcoac, en las que Arnaldo me hablaba con entusiasmo de la obra de Tamayo, explicándome con mucha paciencia las técnicas que frecuentaba el pintor, o bien esas otras cosas que pasan desapercibidas para un ojo poco adiestrado. Hay un dibujo de Arnaldo, colgado en mi estudio, que representa a una flautista tocando dentro de un cubo que funciona a la manera de un espacio resonante. El dibujo me hace pensar en Manet y su cuadro Le fifre, en el cual se ve a un joven, de frente, con uniforme de gala, tocando un pífano o piccolo. En este dibujo, Arnaldo está cerca de los Édouard Manet, Le fifre. artistas que en todas las épocas han pintado músicos tocando sus instrumentos. Una vez más el encuentro de lo visible y lo sonoro. ¿Qué tocan esos músicos que veo? Está en nosotros imaginar y escuchar lo que está tocando esa flautista dentro del cubo o ese joven francés con su pífano. La cualidad acústica que hay en las pinturas de Arnaldo se pone en evidencia, de manera más marcada y directa, en algunas obras que hemos realizado conjuntamente, y en las que hemos intentado articular lo visible y lo sonoro. Una de nuestras primeras colaboraciones tiene que ver con las partituras, o más bien, con las grafías musicales que Arnaldo concibió y pintó en los cuerpos de varias bailarinas que danzaban alrededor de un pequeño ensamble de músicos: el grupo de improvisación musical Quanta, del cual yo era parte. La obra era un capítulo de un espectáculo que se presentó en Bellas Artes en 1970 o 71. En ella, los sonidos

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surgían a medida que los intérpretes leían esas partituras móviles hechas de signos y elementos de naturaleza eminentemente pictórica. Era como si una textura visual, trazada en unos cuerpos que se desplazan constantemente, se convirtiera en una textura sonora. Los objetos visuales concebidos por Arnaldo aceptaban una lectura en la que participaban, en plena igualdad y libertad, la mirada y la escucha: lo pictórico se convertía, en manos de los ejecutantes, en la representación visual de un acontecer musical. Un año después, concebimos una obra para cualquier número de pianos y pianistas formada de un sólo elemento: un cluster, término musical que se refiere a un grupo o racimo de notas. Al pianista se le pide tocar, en fortissimo y simultáneamente, el mayor número posible de notas del teclado, empleando las manos y los antebrazos, de manera tal que se pueda abarcar un amplio registro del instrumento. El pedal de resonancia permite captar los

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armónicos y, por consiguiente, hace posible que el sonido inicial, el único de la obra, se sostenga durante un tiempo más o menos largo para después extinguirse poco a poco; la obra termina cuando ese único sonido cesa. Entre los dos escribimos la partitura, cuya notación está más cerca de la simbología musical que de la grafía abstracta, por lo que, en este caso, Arnaldo asumió más el papel de compositor, o mejor, el de inventor. Los dos somos los autores de esa pieza de música. En otra ocasión, me pidió que escribiera la presentación para el catálogo de una exposición suya titulada Mutaciones. Lo que él quería era una partitura gráfica que funcionara como presentación, en lugar de tener un texto, como es lo usual. Así que realicé una partitura gráfica que se publicó a lo largo del catálogo para que el público, digamos, la “leyera” mientras veía los cuadros de Arnaldo impresos en la parte superior. Aquí, una vez más, la intención de Arnaldo era crear o trazar un punto de intersección entre lo visual y lo acústico, entre lo pictórico y lo musical. Tratar de responder, aunque sea transitoriamente, a la pregunta: ¿qué es lo que oye el que mira, qué es lo que ve el que escucha? Tiempo después, en 1976, el compositor estadounidense John Cage cumplía 64 años, número mágico o cabalístico para él, puesto que son 64 los hexagramas que componen el I Ching, el libro chino de las mutaciones, del que se sirvió Cage en varias ocasiones para componer su música y consultar el oráculo. Dado que Arnaldo y yo compartíamos un claro interés y admiración por la obra y el pensamiento de Cage, comenzamos a concebir una pieza que celebrara su cumpleaños número 64. Arnaldo diseñó una serie de ocho cubos concéntricos, de diversos tamaños, compuesta de dieciséis hojas blancas suajeadas. Yo añadí, aquí y allá, series de pequeños puntos que representan ciertas propiedades del sonido. Los puntos están escritos en los bordes de cada uno de los ocho cubos de forma tal que el objeto visual, inventado por Arnaldo, pudiera funcionar también como una partitura gráfica susceptible de ser interpretada y escuchada naturalmente. La obra está escrita para cualquier número de pianos preparados, uno de los inventos de Cage, y su exacta definición

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Mario Lavista/Arnaldo Coen, partitura de Jaula.

siempre es cambiante e indeterminada. Se trata de una pieza abierta a múltiples caminos cuyo recorrido lo decide el intérprete. Es una obra cuyo mecanismo acepta y permite una lectura no sólo musical, sino también una mirada que se dirige al objeto mismo, esto es, a la partitura y su abstracta notación, para verlo como algo que pertenece, por igual, al mundo de las artes plásticas y al ámbito musical. El título de Jaula, además de ser la traducción al español del apellido de John Cage, alude a un espacio cerrado al exterior, como los cubos ideados por Arnaldo. Por otra parte, hay un elemento irónico en el título, ya que se trata de una música totalmente

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Philipe Guston, retrato de Morton Feldman.

Philipe Guston

indeterminada y abierta en sus procesos compositivo e interpretativo, pero, no obstante, inserta en el sobrio y exacto andamiaje geométrico inventado por Arnaldo. Los afanes artísticos que me han acercado a Arnaldo Coen en varias ocasiones se identifican con una práctica que en el siglo pasado adquirió una gran relevancia. Me refiero, específicamente, a la colaboración y al diálogo entre un pintor y un músico que, juntos, intentan encontrar zonas de intersección, correspondencias las llamaba Baudelaire, entre lo visible y lo invisible, y tratan de acercar lo más posible las cualidades y estructuras de ambas disciplinas: el tiempo de una y el espacio de la otra. El sueño, acaso utópico, de poner el sonido y lo visible en una relación tan estrecha que, por momentos, se confundan y diluyan las fronteras y propiedades que separan un arte del otro. Por esta razón, por ejemplo, la notación musical de tipo tradicional, con su simbología bien definida y codificada, da paso a otra clase de escritura altamente ambigua, susceptible de ser vista y observada por sus cualidades plásticas, y no, necesariamente, leída como música, algo que es, creo yo, inevitable cuando se mira una partitura convencional. Dada, la Bauhaus, y el Futurismo fueron, sin duda, los detonadores de tal fenómeno o práctica artística. Le siguieron, años después, el grupo Fluxus y el Expresionismo abstracto estadounidense, los cuales fueron particularmente fértiles en esa práctica. Menciono

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algunos nombres: el violinista Paul Klee descubriendo estructuras afines a las dos artes; Duchamp componiendo su Erratum musical para tres voces; John Cage y Robert Rauschenberg compartiendo el mismo credo estético; las superficies de Philip Guston y Mark Rothko tapizando la música de Morton Feldman; Calder mostrándole a Earl Brown las formas móviles; Francis Miroglio dejándose invadir por las telas de Joan Miró; Schoenberg, el atonal, y Kandinski, el abstracto, compartiendo e intercambiando sus hallazgos; los colores de Robert Delaunay trazando un contrapunto con los timbres de Olivier Messiaen, y el mexicano Manuel Rocha, ordenando sus sonidos en compañía de Gabriel Orozco. Pero en cualquier caso, los nexos entre una disciplina y otra son indecibles e irreductibles al lenguaje: se trata, me parece, de emociones y pensamientos que no pasan por el tamiz del lenguaje. Sin duda, hay en esa relación zonas de afinidades que pertenecen más a eso que llamamos, creo que con acierto, el misterio del arte. Y es ese ámbito, ese espacio, el que he tenido el privilegio de compartir con Arnaldo Coen. Yo hubiera querido responderle con los tecnicismos que él y su obra merecen, pero mis herramientas en tal dominio son harto débiles, por no decir, inexistentes. Lo cual, sin embargo, no me ha impedido comentar algunos aspectos de su trabajo y su relación con la música. La Academia de Artes recibe esta noche a un importante pintor, a un artista ya fijo en la historia del arte moderno de nuestro país. En nombre de la Academia y su cuerpo colegiado, me honro en darle a Arnaldo Coen la más cálida y cordial bienvenida a esta, su nueva casa.

EL LENGUAJE DEL MÚSICO Agradezco muy cumplidamente al distinguido grupo de científicos, intelectuales y artistas de El Colegio Nacional su invitación a formar parte de esta ilustre casa. Es un honor y un privilegio ser miembro de tan eminente y selecto cuerpo colegiado. Mi gratitud especial a quienes generosamente presentaron mi candidatura para llenar una de las vacantes. En esta que es mi lección inaugural deseo examinar algunos aspectos de orden técnico y estético que han configurado el quehacer musical de nuestro siglo, y han guiado en gran medida mi trabajo como compositor. Uno de los más relevantes y significativos es el que se refiere a la diversidad de voces y de tendencias, a los formidables hallazgos y cambiantes rostros que dibujan la imagen múltiple y plural de la música moderna. Son el asombro y no pocas veces la perplejidad, los sentimientos, si como tal pueden definirse, que determinan nuestra actitud ante las maneras tan diferentes de hacer y concebir la música de nuestro tiempo. Se trata de una auténtica Torre de Babel en la que las lenguas son muchas y en cuyo ámbito conviven los compositores progresistas con los conservadores. Recordemos que el delicioso cuento musical Pedro y el lobo de Prokofiev, música neoclásica por excelencia, es contemporáneo de Lulu de Alban Berg, obra maestra del arte lírico, cuya estética se identifica con el Expresionismo, uno de los movimientos renovadores del siglo XX; al tiempo que Béla Bartók y Silvestre Revueltas conciben sus extraordinarios y novedosos cuartetos de cuerda, Gershwin y Kurt Weill estrenan comedias musicales en Broadway; mientras Moncayo escribe su Huapango, John Cage trabaja en el piano preparado y presenta su famosa y radical 4’33” en la que el único elemento que se indica en la partitura [103]

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es la duración; el mismo año en que Stravinski sorprende al mundo con La consagración de la primavera, otro ruso, Rachmaninov, redacta una música deudora del lenguaje del siglo XIX; en 1949, año en el que muere Richard Strauss poco después de haber escrito sus espléndidas y decimonónicas Cuatro últimas canciones, Olivier Messiaen compone Modo de valores e intensidades, la primera obra en la que se serializan los llamados parámetros musicales; Turandot, última e inconclusa ópera de Puccini, se estrena al mismo tiempo que Arnold Schoenberg presenta sus primeras obras dodecafónicas, técnica que representa una de las tentativas más importantes para llegar a un nuevo ordenamiento del material sonoro; a principios de los años sesenta, Carlos Chávez introduce en su música el novedoso principio de la no-repetición, mientras que en Estados Unidos Terry Riley y Steve Reich escriben obras minimalistas, cuyo principio estructural se basa en la repetición y transformación constante de unos cuantos elementos; en esos años no pocos compositores mexicanos siguen obedeciendo estérilmente la ideología de la escuela nacionalista, al tiempo que Manuel Enríquez lleva a cabo una renovación en el lenguaje a través de procedimientos aleatorios y el empleo de una novedosa grafía musical. Estos ejemplos ilustran en forma harto evidente las enormes distancias que separan, tanto en el orden técnico como estilístico, a un compositor de otro. Podría señalarse con justa razón que en otras épocas han existido también diferencias notables de estilo entre compositores de un mismo periodo, tal el caso de Chopin y Berlioz o de Verdi y Brahms. Pero no obstante los rasgos tan personales e inequívocos que encontramos en su música, estos compositores hablaron una sola lengua, un mismo lenguaje: el lenguaje de la tonalidad. Este sistema teórico delimitaba territorios precisos haciendo posible, por ello mismo, que la música y los músicos occidentales hablaran la misma lengua durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Había no sólo una confianza sino una certidumbre en el lenguaje. Autores tan diferentes como Pergolesi, Rameau, Purcell, Bach, Manuel de Sumaya, Mozart, Rossini, Schumann, Liszt, Ricardo Castro y Saint-Saëns, por no citar sino a unos cuantos, se sirvieron de este sistema musical para “hacer audible” todo lo que tenían que decir, todo lo que tenían que cantar.

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Por el contrario, en la música de nuestro siglo hay una voluntad no tanto por definir y trazar los límites que separan lo que es música de lo que no lo es, sino por ampliar sus fronteras colocándolas en lugares hasta hoy insospechados. En nuestros días, los territorios son extremadamente vastos, flotantes y de naturaleza diversa. El sistema musical que había unificado a Occidente se pone en tela de juicio y surge de inmediato la incertidumbre en el lenguaje. Deja entonces de tener vigencia esa especie de contrato social unánime y homogéneo que rigió Final de La Messe de Nostre Dame, ca.1360, la actividad musical en épocas de Guillaume de Machaut. pasadas, y cuyos signatarios, es decir, los compositores, los intérpretes y los oyentes, hablaban y se comunicaban a través de un mismo idioma. Hoy, la situación es radicalmente distinta: la música de nuestro siglo, como dije antes, señala sin cesar nuevas fronteras —todas ellas, paradójicamente, definitivas, pero al mismo tiempo siempre cambiantes— e inaugura insólitas e inesperadas maneras de hacer música. La historia de Occidente registra ciertos periodos durante los cuales el arte de la música se cuestiona y los planteamientos que surgen intentan no solamente definir las características de las nuevas corrientes sino la función, el significado y la naturaleza misma de la música. Se trata de épocas en las que se ponen en entredicho valores largamente establecidos: estética, teoría y sintaxis musicales pierden la vitalidad que alguna vez poseyeron. Es posible observar este tipo de situaciones y comportamientos en los inicios del siglo XIV, cuando las estructuras rítmicas y la notación

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musical experimentaron alteraciones radicales suscitándose la famosa querella entre los defensores del recién creado Ars nova, con Philippe de Vitry y Jean de Muris a la cabeza, y sus impugnadores —como Jacobo de Liège— que abrazaban las prácticas musicales del Ars antiqua. Dos siglos después, en las postrimerías del Renacimiento, Claudio Monteverdi define la música nueva como la Seconda practica, la cual contempla el empleo cada vez más frecuente de un sistema armónico conocido con el nombre de tonalidad —que, como ya he dicho, regiría la música durante los siguientes trescientos años— y la invención del stile recitativo que daría nacimiento a una nueva y fascinante forma artística, a un género teatral-musical llamado ópera. Estas dos portentosas creaciones —la Tonalidad y la Ópera— marcan el comienzo del arte musical barroco y el ocaso del mundo modal y polifónico del Renacimiento. El último periodo lo estamos viviendo y pienso que está precedido por dos acontecimientos fundamentales. En primer lugar, hay que referirse a las formidables e inusitadas construcciones armónicas del Tristán e Isolda. A partir de 1859, año en el que Wagner termina de escribir su ópera, el lenguaje clásico comienza a sufrir una serie de transformaciones que minarán este sistema de manera irremediable. La lógica que gobierna la sintaxis armónica de esta obra no puede ser ya explicada y analizada en base a criterios tradicionales: el tipo de organización instituido por la gramática clásica se ve secretamente amenazado por las nuevas relaciones formales que se establecen durante el devenir del discurso musical. Las estructuras armónicas de índole cromática del Tristán dan origen a

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Comienzo de Tristán e Isolda de Richard Wagner.

un universo en perpetua transición en el que nada se detiene o parece detenerse. Debido a este cambio tan drástico en la articulación de las formas musicales nuestra situación como oyentes es fundamentalmente distinta a la de cualquier melómano anterior a Wagner. Su música nos mantiene inmersos en un mundo sonoro poseedor de una tremenda carga y concentración emotivas, en el que se ha derrumbado el orden jerárquico aceptado hasta entonces.

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Muchos años después, en 1894, se escucha en París el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy. Esta obra constituye uno de los encuentros más afortunados entre la poesía y la música. En ella, al igual que en la égloga de Mallarmé, aspiramos un nuevo perfume, una fragancia desconocida. La flauta del fauno, al querer perpetuar estas ninfas, instaura una respiración ausente hasta ese momento en la música. El soplo de Debussy, escribiría Mallarmé poco tiempo después del estreno, nos hace escuchar una luz diferente. Por su novedosa construcción formal, la sorprendente combinación de colores y de resonancias inusitadas, y la nueva y deslumbrante luminosidad que emana de esta partitura, bien puede afirmarse que la música moderna, la de nuestro siglo, despierta con el Preludio a la siesta de un fauno. Occidente deja entonces de hablar una sola lengua; se inventan otros sistemas, otros mecanismos y técnicas musicales, tantos como escuelas, tendencias o compositores. La atonalidad, el dodecafonismo y el serialismo, la bitonalidad y la bimodalidad, el minimalismo y la nueva complejidad, la técnica de grupos y la música aleatoria son algunos de los nombres que designan las diversas maneras de pensar y hacer música en nuestro tiempo. A esta constelación de técnicas y procedimientos se sumarían poco después de la segunda Guerra Mundial el inusitado mundo de la electrónica y el de la música concreta. Esto constituye un hecho de enorme importancia ya que amplía de forma considerable el universo sonoro y permite al compositor trabajar directamente con el sonido. Así, el proceso musical se invierte. En la música escrita para instrumentos el compositor parte de una idea abstracta que expresa por medio de una notación convencional, la partitura, la cual será descifrada por el ejecutante para traducirla en sonidos. En el mundo de la electroacústica, en el mundo de la informática, la obra se compone directamente en un disquete o en una cinta digital sin necesidad de emplear una partitura. El compositor es aquí el único intérprete de su obra ya que el proceso creativo y el proceso interpretativo los realiza simultáneamente una sola persona. Pero ya sea que el compositor escriba una pieza instrumental en la que debe contar con el auxilio de una partitura, o que decida

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Comienzo del Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy.

hacer una obra electroacústica sin tener que recurrir a la notación convencional, resulta claro que en cualquier caso, y dada la ausencia de un lenguaje único y omnipotente, la organización del material musical, si bien debe responder a un preciso plan de creación, se rige por leyes y relaciones formales válidas únicamente en el ámbito de una determinada obra. Aquí, habría que señalar que la no-dirección y la no-significación del objeto sonoro en su estado

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elemental hacen posible el uso de una técnica combinatoria en organismos articulados de acuerdo a principios de orden formal, que están mucho menos restringidos que los que rigen a las palabras. En efecto, la lógica que gobierna las asociaciones gramaticales impide que las palabras puedan ser fácilmente permutadas sin causar una pérdida total o parcial del sentido de la frase. Pero en la música, la lógica que determina una asociación cualquiera se efectúa dentro de límites menos rigurosamente definidos, ya que un sonido en sí mismo no remite a nada, no designa nada. En el dominio del lenguaje el fonema podría equipararse con el sonido ya que, al igual que éste, no encierra en sí mismo ninguna significación. Sólo una combinación dada de fonemas posee un sentido. Pero en el ámbito de la música, si una combinación de sonidos dijese algo, sería palabra. Un sonido podrá articularse con otro, pero nunca significará. Lo musical pasa directamente del fonema a la sintaxis ignorando la etapa del léxico. En esto reside la libertad de su sintaxis. El mundo de la electroacústica nos ha permitido también conocer la existencia al interior del sonido de una gran proporción de ruido. Esta evidencia puede, a primera vista, parecer simple y superficial; sin embargo, ha enriquecido sensiblemente el universo de la música dando origen a una nueva problemática que la tradición definía en términos de consonancia-disonancia, y que en la actualidad se podría formular en términos de sonido-ruido. Ya a principios de este siglo el movimiento futurista, animado por Luigi Russolo, preconizaba su empleo como elemento musical y proponía incluso una clasificación de acuerdo a sus cualidades tímbricas y dinámicas. Son notables a este respecto los intonarumori, instrumentos productores de ruido inventados por este grupo de compositores italianos. La pregunta que surge es: ¿cómo puede el ruido ser musical? Esta interrogante reclama otra más: ¿cómo puede el sonido ser musical? Me parece que el sonido y el ruido son en esencia sonoros, valga la expresión, antes de ser musicales. Sonoro es todo aquello que percibimos auditivamente, musical es ya un juicio de valor. Es el contexto cultural del oyente y su intención al escuchar

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lo que permitirá calificar estos elementos como musicales. John Cage escribió en su libro Silence: “Donde quiera que estemos lo que más oímos es ruido. Cuando lo ignoramos nos molesta. Cuando lo escuchamos nos parece fascinante”. No es producto de la casualidad que nuestro siglo sea testigo de la aparición en Occidente de un nuevo género en el campo de la música de cámara: los conjuntos de percusión, y de la consecuente creación de un amplísimo e importante repertorio para estos instrumentos “hacedores de ruido”, repertorio que, como se sabe, tuvo su origen en 1930 con las sorprendentes Rítmicas 5 y 6 del cubano Amadeo Roldán y con Ionización de Edgar Varèse, escrita al año siguiente. El último tema que quisiera examinar ya que incide de manera directa en mi trabajo de música de cámara, se refiere a la exploración y al estudio de las nuevas técnicas en los instrumentos tradicionales. Esta búsqueda ha dado origen a un nuevo virtuosismo, a una práctica instrumental que hace suya toda una serie de hallazgos técnicos y expresivos, a la vez que continúa y renueva una noble tradición tan antigua como la música misma. En un certero ensayo sobre Franz Liszt,1 el filósofo ruso-francés Vladimir Jankélévitch apunta que el virtuosismo instrumental —así como las obras que lo hacen posible—, ha sido siempre alabado y glorificado: desde las citaristas de la antigua Grecia y los timbalistas de la Roma pagana, pasando por las Toccatas para órgano de Frescobaldi, la música para viola da gamba de Marin Marais, las piezas para clavecín de Couperin y Scarlatti y las partitas de Bach para violín solo, hasta los endiablados Caprichos de Paganini, los no menos prodigiosos Estudios para piano de Chopin, Liszt, Scriabin, Debussy y, recientemente, de Ligeti, los Estudios para guitarra de Villa-Lobos o las asombrosas partituras para contrabajo de nuestro contemporáneo, el italiano Scodanibbio. Estos pocos ejemplos nos muestran que el virtuosismo no es un monopolio exclusivo de una época precisa y que tampoco se aplica a un género determinado ni a la estructura y forma de la obra: designa más bien una manera de tocar que tiene como fundamento una aptitud técnica excepcional por parte del intérprete. 1

Ver: Vladimir Jankélévitch, Liszt et la rhapsodie: essai sur la virtuosité. Ediciones Plon, París, 1989.

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Miles Davis

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Sidney Bechet

Pero el virtuosismo no sólo contempla la mano que toca sino el soplo humano también. En este mundo de aire habitan por igual los formidables cantantes gidayu del teatro de marionetas japonés, que las milagrosas voces de los castratti y de las grandes divas de nuestro tiempo, los carrizos entrelazados de Pan, el aulós del sátiro Marsias, y los virtuosos contemporáneos en sus instrumentos de aliento. Naturalmente que la mecánica digital o vocal y la ejecución técnica no son los únicos aspectos relevantes. Hay también un virtuosismo poético que se manifiesta con diferentes grados y matices según el autor y su obra, y cuya práctica no implica necesariamente el exhibicionismo. Así, podríamos hablar de un virtuosismo húmedo y nebuloso en no pocas obras de Debussy, de uno evocativo en el Albéniz de Iberia o en el Manuel de Falla de Noches en los jardines de España; de uno más, íntimo y secreto, en las Variaciones Goldberg de Bach, o ágil y alado en la música de Messiaen; de otro extrovertido y luminoso en el Concierto en sol de Ravel y en las piezas para piano de Gerhart Muench, y de uno material y terrestre en los Preludios de Carlos Chávez y en los Estudios para pianola de Conlon Nancarrow. Existe, finalmente, un rasgo único e inconfundible que abarca todas las posibles clasificaciones de este valor o grado de excelencia que llamamos virtuosismo: me refiero a la ausencia de un carácter especulativo; es más un hacer que un saber, ya que se

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trata fundamentalmente de una práctica interpretativa. En este sentido, y dada su vitalidad y su carácter abierta y manifiestamente afirmativo, el virtuosismo, la práctica virtuosa, representa la actividad triunfante del hombre libre. El virtuoso muestra al mundo todo lo que el hombre es capaz de hacer. Recuerdo ahora las palabras con las que el poeta inglés Wystan Hugh Auden termina su ensayo sobre la ópera. Escribe Auden: “Cada do de pecho que resuena con precisión acaba con la teoría de que somos títeres irresponsables en manos del destino y el azar”. Hablé antes de un nuevo virtuosismo. Intentaré precisar ahora lo que se entiende por esta definición. En primer lugar, debo reiterar que el virtuosismo actual, el virtuosismo de la segunda mitad de nuestro siglo, prolonga y reaviva la antigua y honrosa tradición a la que me he referido antes, a la vez que hace suyas las innovaciones de otras prácticas interpretativas, de otras músicas ajenas a la tradición clásica. ¿Cómo olvidar a los trompetistas Louis Armstrong, Miles Davis y Dizzy Gillespie, a los guitarristas Jimi Hendrix y Eric Clapton, a Tommy Dorsey y su trombón, a Watazumi Do Shuso y la flauta de bambú, a los clarinetistas Sidney Bechet y Benny Goodman, al saxofón de Charlie Parker y el vibráfono de Lionel Hampton, a los músicos sufíes de India y Pakistán o al coro de las voces búlgaras, a Ram Narayan y el sarangi, a los arpistas veracruzanos y el contrabajo de Ray Brown, a las fabulosas orquestas de Duke Ellington y Pérez Prado o a los monjes budistas tibetanos, y a tantos otros músicos que pertenecen a otras tantas tradiciones musicales? ¿Cómo olvidarlos, cómo ignorarlos cuando se habla de un nuevo virtuosismo? La deuda con estos asombrosos intérpretes es inmensa y su influencia en la música clásica ameritaría un estudio que sobrepasa los límites de este trabajo. Por otro lado, el nuevo virtuosismo es aquel que contempla toda una serie de estudios y búsquedas de recursos y posibilidades de orden técnico y expresivo ausentes de la tradición clásica instrumental. No se trata, de ninguna manera, de cambiar la naturaleza de los instrumentos o de destruirlos; simplemente hay que escucharlos con atención para descubrir en ellos una sorprendente diversidad de voces e inusitados mundos sonoros. De esta forma,

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participamos y contribuimos a esa lenta y digna transformación que los instrumentos y su técnica han experimentado a través de los siglos. Y son el compositor y el intérprete los que contribuyen a ella tratando de comprender la naturaleza compleja de esas alteraciones, de esas innovaciones cuya razón de ser reside, en gran medida, en el conflicto que surge entre la idea musical y la técnica de ejecución.2 En nuestros días, los profundos cambios en la técnica de los instrumentos tradicionales los ha convertido en una fuente sonora de recursos inimaginables hasta hace relativamente poco tiempo, dando origen a un prodigioso renacimiento instrumental. Pensemos en la familia de alientos-madera: la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot. Los manuales de orquestación los clasifican como

Duke Ellington, al piano, y su orquesta. 2

Ver: Luciano Berio, entretiens avec Rossana Dalmonte. Ediciones J. C. Lattès, París, 1983.

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monofónicos, es decir, instrumentos que producen un solo sonido a la vez; pero hoy sabemos que por medio de digitaciones no-tradicionales y de una adecuada embocadura pueden emitir dos o más sonidos simultáneamente. Esta peculiaridad técnica los coloca ya dentro del género de instrumentos polifónicos capaces de producir varios sonidos al mismo tiempo. En el caso de las cuerdas, el empleo, por ejemplo, cada vez más abundante de los llamados sonidos armónicos ha permitido a los ejecutantes desarrollar una técnica sumamente refinada en cuanto a la producción sonora, ya que estos sonidos exigen un cuidadoso movimiento del arco y una delicadísima presión de los dedos de la mano izquierda sobre las cuerdas; en realidad, para lograr este tipo de sonoridad las cuerdas no se presionan, solamente se rozan. Finalmente, debo subrayar que todas estas “delicias sonoras”, como las llama el contrabajista estadounidense Bertram Turetzky, no tienen sentido ni interés alguno, a menos que se conviertan en parte esencial del vocabulario individual del compositor y funcionen entonces como un elemento auténtico y significativo de su música. Y puesto que es mi música la que me ha traído aquí, he creído pertinente, y necesario también, que se escuchen algunas obras mías. Ellas representan una parte imprescindible de esta lección ya que son un espejo mucho más fiel que las palabras de mi pensamiento musical. Se diría que la música es una sustancia, compuesta de tiempo y de sonidos, que encierra una verdad que no puede ser dicha: sólo puede ser escuchada. En este sentido, cada obra es la página de un diario íntimo en el que el músico narra, sobre un fondo de silencios, la historia de los sonidos, un diario cuya escritura vuelve innecesarias las palabras. La primera pieza es un cuarteto de cuerdas que escribí en colaboración con el Cuarteto latinoamericano. Su título es Reflejos de la noche. En esta obra me propuse eliminar cualquier sonido real y utilizar únicamente sonidos armónicos; esos “polvos mágicos”, reflejos audibles de cada uno de los generadores, que sólo de manera esporádica han aparecido en la música. El título de la pieza alude a uno de los ocho breves poemas que forman la Suite del insomnio de Xavier Villaurrutia. El poema se llama “Eco”, y dice así:

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EL LENGUAJE DEL MÚSICO

La noche juega con los ruidos copiándolos en sus espejos de sonidos.

Intenté en esta obra capturar la atmósfera nocturna y la idea de reflejo que el poema sugiere. Usar armónicos es, en un cierto sentido, trabajar con sonidos reflejados, ya que cada uno es producido por un generador o sonido fundamental, que nunca escuchamos: sólo percibimos sus armónicos, sus sonidos-reflejo. Asimismo, la forma general está concebida como un espejo. Consta de un solo movimiento dividido en tres grandes partes, la tercera es un reflejo de la primera. Así, la obra termina como comenzó, creando la ilusión de una estructura temporal que retorna a su punto de partida. La segunda obra está escrita para cuatro percusionistas. Se trata de un canon a cuatro voces basado en un principio de orden formal característico de la música de los siglos XIV y XV: la isorritmia. Este procedimiento consiste en el empleo de un patrón rítmico, llamado talea, que se repite una y otra vez independientemente de los otros elementos musicales como la melodía o la armonía. En mi pieza, llamada Danza isorrítmica, la estructura general se sustenta en una frase rítmica de seis compases que se repite implacablemente alrededor de sesenta veces durante toda la obra, con variaciones y transformaciones constantes en la dinámica, en el color y en la velocidad. Está dedicada al grupo de percusiones Tambuco, cuya ayuda fue determinante durante la composición de la obra. Llego por hoy al final de la primera lección en la que he intentado delinear algunos de los temas que pienso desarrollar en mis cursos. Quiero terminar por rendir un tributo a mis ilustres antecesores: Carlos Chávez y Eduardo Mata. El talento y la lucidez, la inteligencia y el rigor crítico sustentaron siempre la actividad profesional de estas dos poderosas personalidades del arte mexicano. Gracias a ellos la música tiene un espacio en este recinto. Sus enseñanzas, qué duda cabe, servirán de guía firme para mi desempeño en estas aulas.

IV

LOS TRES TENORES Y MEDIO, REBAJADOS A DOS Y MEDIO a Guillermo Sheridan

El pasado cinco de junio se llevó a cabo en el Parque Fundidora de Monterrey el “esperado” concierto de los Tres Tenores, acompañados por Alejandro Fernández en calidad de cuarto mosquetero, suerte de D’Artagnan de la melopea. Il più grande spettacolo dei nostri tempi, como se le llamó a este ridículo y cursi show la primera vez que se presentó en Roma en 1990, estuvo organizado por la empresa Latin Event Promotions —cuyo presidente es el señor Vicente Gómez Escribano—, y marcó el inicio de algo llamado Forum Universal de las Culturas. El tres de junio los organizadores anunciaron la cancelación de Pavarotti: es que está muy enfermo, dijeron. Pero esto ya se sabía: meses atrás el tenor napolitano comenzó a cancelar todas sus presentaciones, incluida la regiomontana, debido a una operación del cuello que se le practicaría dos días antes de la fecha de “nuestro” concierto en Monterrey. Una de dos: o el affair Pavarotti fue una tranza bien planeada para vender todos los boletos y tener no sólo la sala llena sino los bolsillos también, o a los organizadores de plano se les olvidó este pequeño detalle. El presidente Fox y su esposa asistieron al concierto, supongo que para ser testigos, como todos nosotros, del momento histórico de la despedida, así se anunció, de los Tres Tenores (aunque hubiera sido sólo de dos); pero mucho me temo que esto de la despedida es también una tranza, y que seguiremos teniendo, para desgracia de la música, Tres Tenores pa’largo, o de perdida dos, dada la precaria salud del Aramis napolitano. [121]

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Antes del concierto.

En el concierto hubo de todo y para todos los gustos: Júrame de María Grever seguida de Bésame mucho de Consuelito Velásquez y el estrepitoso derrumbe por sobrepeso de una de las áreas asignadas al público; inspiradas melodías de zarzuelas y colas de dos horas para entrar; bonitas arias de ópera intercaladas con el Cielito lindo y México lindo y querido y la demanda de cerca de mil asistentes que reclamaban la devolución de su dinero por la ausencia de Pavarotti; algunos “gallos” de José Carreras (dos en italiano y en inglés, y uno en español) y el grito de ¡¡fraude!! de los que se quedaron sin asiento por el estrepitoso derrumbe ya consignado; el estreno del “Himno del Forum Universal de las Culturas” producto de la inspiración del hijo de Plácido Domingo y los juegos artificiales de “luces multicolores” que pusieron punto final a este memorable “evento”. Agreguemos las disculpas que ofreció Vicente Gómez Escribano (dijo estar “abochornadísimo”) por el desmadre

LOS TRES TENORES Y MEDIO, REBAJADOS A DOS Y MEDIO

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imperante y el maravilloso y apetitoso anuncio que de manera constante apareció en la pantalla del televisor durante la transmisión del concierto, decía: “Quesos Esmeralda”. Yo creo que cada quien es libre de organizar el concierto que le dé la gana y de asistir a él si le gusta y tiene con qué pagarlo. Sin embargo, en el caso de los Tres Tenores, no estamos ante un hecho musical, sino ante un fenómeno de mercado típico de la sociedad contemporánea en la que privan ciertos comportamientos y valores referidos casi exclusivamente al poder y al dinero. Y en este mundo de la transacción y de los negocios, el arte musical de nuestro tiempo se encuentra cada vez más arrinconado y olvidado, aislado por un mercado cuyos productos se rigen por la ley de la oferta y la demanda. Por si esto fuera poco, la llamada posmodernidad ha traído consigo un curioso y perverso fenómeno de orden estilístico: existe el convencimiento, sobre todo en el campo de la interpretación, de que las fronteras entre la música clásica y la popular, entre la clásica y la comercial, ya no existen, han sido borradas. De ahí que José Carreras cante (muy bien) el papel de Rodolfo en La Bohème de Puccini y, a la vez, maquine sin el menor pudor un disco titulado Passion en el que le pone letra, en inglés naturalmente, al movimiento lento de la tercera sinfonía de Brahms y, claro, al Concierto de Aranjuez; o que Plácido Domingo nos ofrezca una insuperable versión del Otelo de Verdi (y de tantas otras óperas del repertorio), al mismo tiempo que canta y graba tangos y canciones rancheras, haciéndole la competencia a Gardel y a Jorge Negrete, ellos sí grandes cantantes de tangos y canciones rancheras respectivamente. Y qué decir de las arias de ópera en el estilo del cursi de Andrea Bocelli y de la inenarrable italiana Filipa Giordano, quien, junto a las inglesas Charlotte Church y Sarah Brightman, forma el trío de “Las Tres Conchitas” de la música “clásica ligera” (a decir de Alberto Cruzprieto); o de una buena cantante de música popular, como digamos, Tania Libertad, que se lanza a cantar, muy mal por cierto, y a grabar sin el menor empacho arias de ópera en un disco que se titula ¿Y por qué no?, y que debería haberse llamado ¿Y por qué sí?

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Pero quienes se llevan la palma en estos asuntos interpretativos son los Tres Tenores. Su concierto ideal, el más atractivo, es, pongamos por caso, aquel en el que participan, además de ellos mismos, cantantes venidos de diferentes mundos musicales (como “el potrillo” en Monterrey), y en el que alternan La donna è mobile de Verdi, cantada entre dos de ellos, con Guadalajara, a cargo de uno solo, una selección en inglés, italiano y español de canciones de moda (cada uno canta una de ellas) con Che gelida manina de La Bohème, uno o varios fragmentos de algún “musical” con la Canción del toreador de la Carmen de Bizet (con los tres al unísono), y para cerrar con broche de oro, Granada del flaco también de oro Agustín Lara, alternándose uno de los españoles y el italiano, y de encore otra vez Granada pero ahora con los tres tenores juntos, pero no revueltos, y, además, con la participación en vivo y a viva voz del respetable. Esto último es muy importante ya que en ese preciso momento la melomanía se confunde con una suerte de armonía (tonal, naturalmente) espiritual, algo desafinada, es verdad, pero eso sí, muy profunda. Ante esta apoteosis artística y musical no nos queda otra que lanzar al cielo los fuegos artificiales que marcaron el final del esperado concierto de los Dos Tenores y medio en Monterrey, o, de plano, ponerse a llorar.

LA CUEVA DE ALÍ BABÁ a Luis Ignacio Helguera, in memoriam

En México nos pintamos solos para eso de inventar clubes, sindicatos, asociaciones, sociedades, instituciones y todo tipo de grupos y grupúsculos, con el fin de hacer el bien a la comunidad, lo malo es que casi siempre el beneficio recae en unos cuantos. Es el caso de la Sociedad de Autores y Compositores (SACM), fundada en 1948 y presidida hoy por “nuestro” líder Roberto Cantoral y “nuestro” sublíder (es el vicepresidente) Armando Manzanero, ambos prominentes funcionarios y cantautores. Algo que llama poderosamente la atención en esta sociedad es el singular proceso democrático que se lleva a cabo en las asambleas en las que se elige (o reelige) a la planilla (los que quieren ser dirigentes siempre se agrupan en planillas) que “guiará los destinos” de los compositores mexicanos. Es un modelo único en su género: gana la planilla que tenga más votos. Pero esto no quiere decir que gana así nomás. No, una de las innovaciones democráticas de la SACM hace posible que en una asamblea con un quorum de, pongamos por caso, quinientas personas, 460 voten en contra de la, llamémosla, planilla verde pardo, y, no obstante, triunfe con los votos de los restantes cuarenta miembros. ¿Cómo es esto posible? ¿En dónde fallaron las cuentas? Aquí interviene el ingenio nacional. Sabemos que las sociedades autorales del resto del mundo otorgan a sus afiliados un número determinado de votos de acuerdo a las percepciones que genera su música a través del derecho de autor. Es decir, si sus obras se tocan con frecuencia, producen más dinero, y por consiguiente, el compositor tendrá más votos en las asambleas, pero nunca arriba de diez (así sucede [125]

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con la Sociedad Autoral Española —SGAE—, a la cual pertenezco). Pero la SACM es generosa y ciertamente ingeniosa: otorga una mayor cantidad de votos, pero, eso sí, nunca más de mil. Así, un autor “de éxito” puede llegar a tener 75, 173, 400, 702 o 933 votos, dependiendo no sólo de lo exitoso que es, eso es lo de menos, sino de la magnanimidad de “nuestro” líder. Y sucede, es inevitable, que debido también al ingenio nacional, los miembros de la planilla verde pardo, una vez en el poder, se dan a sí mismos 999 votos cada uno, es decir, muchísimo dinero, y le den otro tanto a sus cuates. De esta manera, entre ellos y sus cuates (que suman cuarenta) podrán llegar a tener en las asambleas democráticas, algo así como 29,003 votos, lo que, evidentemente, los hace invencibles. La limpia y bien engrasada maquinaria democrática funciona requetebién, cómo no. Ha permitido, entre otros beneficios, que “nuestro” líder, Roberto Cantoral —el de la planilla verde pardo—, lleve ya cerca de 24 años enriqueciéndose de manera firme y disciplinada, y “sacrificándose”, como debe ser, por el bien de los autores nacionales. Además, está a punto de desbancar en cuanto a permanencia a “nuestro” anterior líder, Carlos Gómez Barrera, quien, durante la friolera de 27 años, “guió” nuestros destinos.

Entrada a la cueva, con la melodía de “El reloj” esculpida en la reja.

LA CUEVA DE ALÍ BABÁ

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Otra chulada de innovación, fraguada por “nuestro” líder, siempre pensando, claro está, en el bienestar de los compositores mexicanos, ostentaba, hasta hace poco, un nombre que suena a sistema de ventas “Avon”, le llamaban: “Sistema Piramidal” (hoy le llaman, con todo y fanfarrias militares: “Generales”). Es un sistema mediante el cual ciertas obras se clasifican dentro de un orden rigurosamente jerárquico que les otorga la categoría de súper éxitos, pasando por el éxito a secas, hasta llegar al casi éxito. Según el lugar que ocupe en la pirámide, a cada obra se le asigna el nombre de una joya: hay, así, obras diamantes, rubíes, perlas, zafiros, y piedras pómez también. Las afortunadas obras que integran la pirámide, les generan a sus autores mucho dinero, y no olvidemos que esto se traduce en una gran cantidad de votos en las asambleas democráticas. Además, y aquí viene lo bueno, las obras de la pirámide generan percepciones se toquen o no se toquen, innovación también única en la historia de las sociedades autorales, las cuales, como se sabe, le pagan al compositor cuando su música se toca. Pero la SACM y “nuestro” líder van a la vanguardia en los asuntos autorales. Para ella y para él, las obras de la pirámide merecen esto y más, ya que son “patrimonio de la nación”. Así se explica por qué se encuentran en ella unos 38 boleros de “nuestro” líder (incluyendo “El reloj”), 35 de “nuestro” sublíder, 20 o 25 de cada uno de los miembros de la planilla verde pardo, más 17 de cada uno de sus cuates. Y explica, asimismo, que sólo haya habido dos elecciones en los últimos 51 años de vida de la SACM: la de Cantoral, hace 24 años, y la de Gómez Barrera hace 51. En todas las demás asambleas sólo ha habido reelecciones. Si, qué duda cabe, la maquinaria democrática de la SACM es impecable e implacable: hace posible que cuarenta compositores “de éxito” derroten, con sus 19,334 votos, a 15,002 compositores de “no éxito”, algunos de los cuales no alcanzan a tener ni un méndigo voto. Con la SACM pasa lo que con los sindicatos: sus agremiados son pobres, pero sus líderes son riquísimos. Ahí está el Sindicato de Maestros, del cual formo parte como profesor del Conservatorio Nacional de Música. Los agremiados tenemos, por fuerza, que dar clases (o hacer lo que sea) en varias escuelas, dado los salarios

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tan ridículos de los profesores. Pero eso sí, los dirigentes continúan luchando año tras año por hacerse más ricos y mejorar nuestra precaria situación económica. Lo primero siempre lo logran, lo segundo, nunca. ¿Y qué decir del Sindicato de los Petroleros? ¿Quién no recuerda los reventones que se echaban nuestros líderes en los casinos de Las Vegas hace unos cuantos años? ¿O los 1,500 millones de pesos que el sindicato le endosó al PRI hace poco? Pero volvamos a la SACM. Resulta bastante claro que la permanencia de “nuestro” líder y la planilla verde pardo que lo acompaña, es posible gracias a una cadena de complicidades, corrupciones, ineficiencias y, faltaba más, impunidades. Hay una Secretaría de Hacienda que se encarga, eso quiero pensar, de auditar puntualmente a la SACM. Tenemos una Dirección General del Derecho de Autor que depende de la Secretaría de Educación Pública, y que controla los asuntos autorales. Seguro que existe en el Congreso de la Unión una especie de comisión que atiende este tipo de cuestiones. Estas instancias administrativas tienen que ver con la SACM, con su funcionamiento, su contabilidad, su administración, su rendición de cuentas, y con los sueldos que se asignan a sí mismos los miembros de la planilla verde pardo, sus cuates, “nuestro” líder Cantoral y su familia (dos de sus hijos trabajan con él, uno se encarga de cobrar y el otro de pagar. El círculo se cierra y el negocio es redondo). ¿De veras no les parece altamente sospechoso a las autoridades responsables que líderes como éstos se conviertan en hombres riquísimos sólo por “cuidar” los intereses de los compositores? ¿No es rarísimo, por decir lo menos, que ganen tanto dinero por sacrificarse durante años en aras de la “dignificación de la música mexicana? Pero no hay que hacerse ilusiones, las fortunas de “nuestros” líderes y sublíderes se han formado bajo el manto protector de la ley. Son ellos los que redactan y aprueban los estatutos y reglamentos internos de la SACM. Así que la ley los protege y, por tanto, no hay delito que perseguir. (En nuestro país, gente así no pisa la cárcel, y si la pisa, sale de ella, así pasen diez años.) Las innovaciones democráticas de la SACM, nos han obligado a no pocos compositores a afiliarnos a sociedades autorales extranjeras de España, Inglaterra, Francia, Holanda, Estados Unidos y

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otras más. Y mientras esto sucede, nuestros dirigentes, con todo y familia y cuates (que suman cuarenta), continúan velando por nosotros. Ni modo, a “nuestro” líder Cantoral, el Gobierno del cambio no nos lo cambió. Acaso su permanencia tenga algo que ver con esa “joya” de desplegado que publicó la SACM, en mayo de 2003, en varios diarios nacionales, y que a la letra dice así (se respetan la sintaxis y la puntuación): Exmo. Sr. Presidente de los Estados Unidos Mexicanos C. Lic. Vicente Fox Quesada, Cámara de Senadores y Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión Reciban el más profundo agradecimiento de la Sociedad de Música, S. de G.C. de I.P. (SACM), así como también de más de dos millones de autores y compositores internacionales, miembros activos de las sociedades hermanas de gestión colectiva, afiliadas en la Confederación Internacional de Autores y Compositores (CISAC), que orgullosamente representamos en nuestro país, a través de los convenios bilaterales de reciprocidad, porque estamos conscientes del arduo trabajo que desempeñaron para reformar la Ley del Derecho de Autor, que generosamente nos confieren y que tanto necesitamos para preservar la cultura milenaria que nos legaron nuestros antepasados y para apoyar las múltiples expresiones artísticas contemporáneas, inspiradas virtualmente por el sentimiento lírico de la creatividad innata del espíritu, esencia de nuestra raza.

Atentamente Maestro Roberto Cantoral García Presidente del Consejo Directivo de la SACM

Juro que eso dice. Qué le vamos a hacer: no tenemos remedio.

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DE UN LÍDER

El pasado fin de semana murió, en Toluca, Roberto Cantoral, “el” líder de la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM). Por el alboroto que se armó en los medios pareciera que no sólo había muerto “el” líder, sino algo más: una suerte de prócer, de hombre-guía, cuyo ejemplo tendría que ser imitado por las jóvenes generaciones ávidas de encontrar el camino de la luz y de la sabiduría (“Se va el gran héroe, el líder…”, declaró uno de sus hijos). Yo no comparto tal entusiasmo. Yo sigo pensando que la SACM es una de nuestras mayores vergüenzas nacionales (y, en el presente, ya hay muchas). Con esta Sociedad pasa lo que con los sindicatos: los agremiados son, en general, bastante pránganas, mientras que sus líderes son, siempre, bastante ricos. Tales corporativas ejercen, además, singulares procesos democráticos, los cuales se llevan a cabo en asambleas en las que siempre se reelige la planilla de “el” líder. Por ello, en los cincuenta y tantos años de vida de la SACM sólo ha habido dos elecciones: la de Carlos Gómez Barrera hace 55 años, y, 27 años después, la de Roberto Cantoral, quien, en cuanto a permanencia, logró desbancar a “el” líder anterior. En todas las demás asambleas únicamente ha habido reelecciones. Debo decir, sin embargo, que al leer el alud de declaraciones y obituarios alusivos a “el” líder, me asaltó la duda: tal vez yo estoy equivocado en mi apreciación. Por ello, me permito transcribir a continuación tres de estas perlas de sabiduría (que el lector saque sus propias conclusiones): “Lo que pasó es triste, hay que tomarlo en serio, se nos está yendo una persona que ha puesto la pista sonora a la película de nuestras vidas” (juro que eso dijo el musicólogo Jaime Almeida). Otra: un tal Rincón Musical S.A. de C.V. afirmó en su obituario: “El Maestro únicamente se nos adelantó para formar otra Sociedad Autoral con los ángeles y nos está esperando” (que un rayo me parta si miento). Otra más: en su obituario —de página entera y redactado a la manera de una carta— la SACM manifiesta lo siguiente: “Querido Roberto, seguramente tu barca está llevándote directo a Dios, y aunque nosotros, tus hermanos, nos sentimos infinitamente tristes, sabemos bien que un día

MUERTE DE UN LÍDER

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el divino reloj del tiempo nos marcará la hora de volver a estar cantando juntos…El ejemplo de tu liderazgo es ahora el palpitar del corazón de nuestra institución.” (Sí, eso dice: “el palpitar del corazón de nuestra institución”.) Un comentario final: en 1995 murió Eduardo Mata —músico de excelencia y figura alta de la música mexicana—, y el Instituto Nacional de Bellas Artes le rindió un homenaje de cuerpo presente en el vestíbulo del palacio. Quince años después, en el año del bicentenario, en el mismo vestíbulo, el Instituto Nacional de Bellas Artes le rinde un homenaje de cuerpo presente a “el” líder. Ni modo, qué le vamos a hacer, son otros tiempos y otros aires.

SIC TRANSIT GLORIA MUNDI Si ya lo venía diciendo desde hace tiempo la Musa Inepta: la música tiene poderes terapéuticos. Por ejemplo, y de acuerdo con las agudas observaciones del doctor Juan Vicente Melo (véase “Las virtudes terapéuticas de la música” en Pauta 8, octubre de 1983), si sufre usted de acné juvenil, la audición repetida de Madame Butterfly o de La Bohème de Puccini lo hará desaparecer (el acné) rápidamente; si presenta grados avanzados de sífilis, La Pasión según San Mateo le evitará mayores complicaciones; su fiebre reumática mejorará con las Sonatas de Scarlatti, y si sufre de todo, toda la obra de Mozart es curativa. A esta lista se agregan ahora “las mejores obras del Canto gregoriano”. Se trata de cantos que sirven para exorcizar el estrés. Y qué mejor que relajarse con un bonito Gradual o un elaborado y sentido Pater Noster. Si el estrés le ocasiona además inseguridad, le recomendamos un magnífico Credo en una estupenda y convincente versión del coro de monjes del monasterio de St. Pierre de Solesmes. Su interpretación del responsorio Libera me Domine es también insuperable y le ayudará a liberarse de sus preocupaciones, sobre todo de orden económico, las cuales se sabe que son también causantes del estrés. Pero si su estrés continúa y le ocasiona un estado depresivo, no hay nada mejor que un alegre y bullanguero Aleluya, siempre con los mismos intérpretes, aunque los de St. Gall no cantan mal las rancheras. Ahora que si llega usted a su casa cansado y harto de la oficina y de su jefe, nada le ayudará más que un buen rompope de la hermana Engracia mientras escucha al Hofburgkapelle de Viena cantando la inspirada melodía Communion. Esto le ayudará a sentirse una vez más parte del todo y de todo. Por último, si tiene usted [133]

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serios problemas sexuales con su pareja, ocasionados también por el estrés, deje a un lado el Bolero de Ravel, y ponga inmediatamente un Introitus (cualquiera sirve) en la versión de los monjes benedictinos. No hay pierde. En fin, éstos son algunos de los milagros que la mercadotecnia nos ha revelado. Para ella el Canto gregoriano no es solamente el Canto gregoriano. Qué va. Es más que eso: es el álbum, el antídoto. En otras palabras, primero compre, después cúrese. Ella (la mercadotecnia) debería hacernos otro milagrito: pedirle al papa Woytila que revoque el edicto de Juan XXIII, el cual hizo posible que en las iglesias cantaran las inefables estudiantinas que causan estrés agudo, además de urticaria en todo el cuerpo, y permita a los monjes cantar en su lugar “las mejores obras del Canto gregoriano” que lo quitan: el estrés y de paso la urticaria.

MI COPETE NO ES ASÍ

Quiero expresar mi más enérgica protesta en contra de la revista Casa del tiempo que edita la Dirección de Difusión Cultural de la Universidad Metropolitana. En el número de abril de este año [135]

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(Volumen VIII, número 84, página 7, 1989) sus diseñadores —o quien sabe quién— cambiaron mi apariencia física a tal grado que me es imposible reconocerme en ella. Juro que yo no soy como el de la foto. Es más, yo no quiero ser como soy yo en la foto. Mis parientes y mis amigos tampoco me reconocen: mi mamá está convencida de que su vida es un rotundo fracaso, y ni ella, ni mi hija, y ni mi abuelita, quieren verme porque creen que yo ya soy como el de la foto. A mis sobrinas, que me querían mucho, les aterra la idea de verme; es más, sus mamás se los han prohibido. Para colmo, los amigos que no he visto por algún tiempo se niegan a visitarme y no responden a mis llamadas. Hasta mi amigo Joaquín ha dejado de verme y ya no viene a casa los martes a tocar el piano a cuatro manos. Dice que ya no le inspira tocar el piano con alguien como yo. Y los responsables de todo esto son los diseñadores —o quien sabe quién— de la revista Casa del tiempo. Les estoy enviando la foto más reciente que me he tomado para que la publiquen en su próximo número. Sólo de esta manera mis parientes y mis amigos volverán a creer que de veras yo ya no soy como el de la foto. Aclaro que no tengo nada en contra del de la foto: él puede tener el copete que quiera, pero mi copete no es así.

NOTAS I Mozart se va de gira Publicado en la revista Letras Libres, número 87, marzo de 2006, con el título de: “Mozart: Cantata para prima y caca” (título de la redacción de la revista). El mar cumple cien años Publicado en la revista Letras Libres, número 83, noviembre de 2005. Versiones del Stabat Mater Publicado en la revista Letras Libres, número 81, septiembre de 2005. Nohgaku: música del teatro Noh Publicado en Documenta, suplemento número 13, año I, de El Heraldo de Saltillo, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, 29 de marzo de 1977. Publicado también en: Mario Lavista: Textos en torno a la música, edición preparada por Luis Jaime Cortez, CENIDIM-INBA, Colección Ensayos, México, 1988.

II Guido y sor Juana Publicado en la revista Letras Libres, número 85, enero de 2006. Publicado también en la revista Voxes, número 1, noviembre de 2008, Buenos Aires, Argentina. Para esta edición he añadido en el cuerpo del texto un largo fragmento tomado de mi artículo: “Sor Juana Musicus”, publicado en la revista Pauta, número 6, abril-junio de 1983, que trata de las llamadas “Mutaciones” y su presencia en varios poemas de sor Juana. Bach-Kodály Texto introductorio del recital ofrecido por el chelista Carlos Prieto, el 5 de [137]

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septiembre de 2006, en el Aula Mayor de El Colegio Nacional. Memoria de El Colegio Nacional, México, 2006. Chopin: nuestro contemporáneo Texto leído en el recital “Homenaje a Federico Chopin”, que ofreció el pianista Jorge Federico Osorio, el jueves 21 de octubre de 2010, en el Aula Mayor de El Colegio Nacional. Memoria de El Colegio Nacional, México, 2010. Publicado también en la revista Pauta, número doble 115/116, julio-diciembre de 2010, y en el periódico La Jornada, sección cultura, 29 de diciembre de 2010. Pierrot Lunaire Texto leído el 25 de febrero de 2010 en el Aula Mayor de El Colegio Nacional, como introducción al concierto que ofreció el ensamble Tempus fugit, con obras de Schoenberg, Stravinski, Ravel, Berio y Alejandro Romero. Memoria de El Colegio Nacional, México, 2011. La música y la vida Texto introductorio del concierto que, con obras de Stravinski, Crumb y Lavista, se llevó a cabo en el Aula Mayor de El Colegio Nacional, el 23 de agosto de 2007, como parte del simposio “Pensar la vida”, en el que participaron los miembros de la institución. Intérpretes: Cuarteto Latinoamericano, Dimitri Dudin y Duane Cochran, pianos, y Tambuco, Ensamble de Percusiones. Memoria de El Colegio Nacional, México, 2007. También se publicó en el libro Pensar la vida, coordinado por los doctores José Sarukhán y Miguel León-Portilla, coedición de El Colegio Nacional y Ediciones ERA, México, 2011. Conlon Nancarrow Texto introductorio del recital, dedicado a la memoria del compositor Conlon Nancarrow, que ofreció el dúo de piano Bugallo-Williams, el 2 de julio de 2008, en el Aula Mayor de El Colegio Nacional, Memoria de El Colegio Nacional, México, 2008. John Cage (1912-1992) Publicado en la revista Letras Libres, número 167, noviembre de 2012. El artículo incluye, en su parte final, un fragmento tomado de la nota preliminar que acompaña el texto “Una declaración autobiográfica” de John Cage, publicado en la revista Pauta, número 43, julio-septiembre de 1992.

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NOTAS

III El sonido y lo visible Respuesta al discurso de ingreso a la Academia de Artes de Arnaldo Coen, el 21 de septiembre de 2010. Publicado por la Academia de Artes en su colección Homenajes y discursos, en 2010. Se publicó también, ese mismo año, en uno de los folletos de El Colegio Nacional. El lenguaje del músico Discurso de ingreso a El Colegio Nacional (14 de octubre de 1998), publicado en 1999 en uno de los folletos de la institución. Se publicó también en la revista Pauta, número 69, enero-mayo de 1999, y en la revista Istor, número 34, otoño de 2008.

IV Los tres tenores y medio, rebajados a dos y medio Publicado en la revista Letras Libres, número 79, julio de 2005. La cueva de Alí Babá Publicado en la revista Letras Libres, número 82, octubre de 2005. Anexo: Muerte de un líder Publicado en el periódico La Jornada, sección cultura, 15 de agosto de 2010. Sic transit gloria mundi Publicado en la sección de “La musa inepta” de la revista Pauta, número doble 50/51, abril-septiembre de 1994. Mi copete no es así Publicado en la sección de “La musa inepta” de la revista Pauta, número triple 26/28, abril-diciembre de 1988.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Adomián, L.: 75, 77 Agustín, san: 22 Akahito: 56 Albéniz, I.: 112 Alcaraz, J. A.: 90 Almeida, J.: 130 Aloys, F.: 1 Ama-mo-Iwato.: 25 Amaterasu-O-Mikami: 25 Ame-no-Uzume-no-Mikoto: 25 Amirkhanian, Ch.: 79 Angelico, fra: 94-96 Armstrong, L.: 113 Auden, W. H.: 113

Boccherini, L.: 21 Bocelli, A.: 123 Boecio (Anicius, Manlius Severinus): 48 Borges, J. L.: 48 Brahms, J.: 104, 123 Brightman, S.: 123 Brown, E.: 83, 102 Brown, R.: 113 Browne, J.: 21

Bach, J. Ch.: 9 Bach, J. S.: 21, 41-44, 46, 50, 68, 80, 81, 104, 111, 112 Bach, Ma. B.: 41 Bardac, R.: 18 Bartók, B.: 44, 46, 53, 103 Bathori, J.: 58 Baudelaire, Ch. P.: 13, 101 Bechet, S.: 112, 113 Benedicto XIII: 24 Berg, A.: 53, 55, 103 Berio, L.: 57-59, 138 Berlioz, H.: 69, 104 Bird, B.: 86 Bisson, L-A: 49 Bizet, G.: 124

Cabrera, M.: 35 Cage, J.: 78, 80, 83-90, 99, 100, 102, 103, 111, 138 Cage, X.: 86 Calder, A.: 102 Cantoral, R.: 125-130 Carreras, J.: 122, 123 Casiodoro (Flavio Magno Aurelio): 32 Castro, R.: 104 Cerone, P.: 33 Chávez, C.: xi, 89, 104, 112, 117 Chevillard, C.: 14 Chopin, F.: 33, 47-51, 104, 111 Church, Ch.: 123 Clapton, E. 113 Cluny, O. de: 32 Cochran, D.: 138 Cocteau, J.: 63 Coen, A.: 93-102, 139 Colloredo, H.: 1, 12 Colonia, F. de: 32

[141]

142 Coomaraswamy, A. K.: 89 Cortez, L. J.: 137 Couperin, F.: 111 Cowell, H.: 81, 84, 86 Cristo, Jesús, Jesucristo: 21 Crumb, G.: 67, 69, 70, 138 Cruz, J. I. de la, sor: 31, 33, 35, 37, 39, 40 Cruzprieto, A.: 123 Cunningham, M.: 83

D’Arezzo, G.: 31-34, 36 Davis, M.: 112, 113 Debussy, C.: 13, 14, 18-20, 33, 44, 51, 53, 58, 61, 108, 109, 111, 112 Delaunay, R.: 102 Deprez, J.: 21, 80, 81 Derbez, G.: 59 Diaghilev, S.: 57, 61, 65 Domingo, Plácido: 122, 123 Donatoni, F.: 60 Doni, J. B. 33 Dorsey, T.: 113 Duchamp: 102 Dudin, D.: 138 Dufay, G.: 21 Durand, J.: 13, 14 Durero, A.: 23 Dvorák, A.: 21

Echevarría, N.: 83, 90 Ellington, D.: 113, 114 Elsa: 48 Enríquez, M.: 104

Falla, M. de: 61 Feldman, M.: 83, 101, 102 Fort, S.: 86 Fox Quesada, V.: 121, 129 Frescobaldi, C.: 111

MARIO LAVISTA

Fürst-Heidtman, M.: 79 Gann, K.: 79 Garban, L.: 17 Gardel, C.: 123 Garland, P.: 79 Gershwin, G.: 103 Gillespie, D.: 113 Ginsberg, A.: 83 Giordano, F.: 123 Giraud, A.: 55 Gluck, Ch. W.: 9 Gómez Barrera, C.: 126, 127, 130 Gómez Escribano, V.: 121, 122 González de León, T.: 53 Goodman, B.: 113 Gorostiza, J.: 20, 24 Gould, G.: 47 Graham, M.: 83 Graves, M.: 86 Grétry, A.: 9 Grever, Ma.: 122 Guston, Ph.: 101, 102

Halffter, R.: 75 Hampton, L.: 113 Harrison, L.: 86 Hartleben, O. E.: 55 Haydn, F. J.: 21 Helguera, L. I.: 125 Hendrix, J.: 113 Hocker, J. N.: 78 Hokusai, K.: 14, 16

Inghelbrecht, D.: 58 Inocencio III: 21 Ioannes, sancte (nota si): 33 Isolda: 31 Ives, Ch.: 78

Jankélévitch, V. 111

143

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Joaquín: 136 Jones, J.: 83 Juan XXIII: 134 Juan (Evangelista), san: 21 Juan (Bautista), san: 33

Kanami Kiyotsagu: 27 Kandinski, V.: 102 Kepler, J.: 43 Kimmei: 25 King, M. L.: 59 Klee, P.: 102 Klingsor: 77 Kodály, Z.: 41, 44-46 Krafft, B.: 4 Kurtág, G.: 81

Lara, A.: 59, 124 Lasso, O. di: 21 Lavista, M.: 98, 100, 116, 135, 138 Leibowitz, R.: 48 León-Portilla, M.: 138 Leopoldo, príncipe: 41 Libertad, T.: 123 Liège, J. de: 106 Ligeti, G.: xi, 51, 78, 81, 111 Liszt, F.: 104, 111 Lohengrin: 48 Luna, A.: 59 Lutoslawski: 69

Machaut, G. de: 105 Maeterlinck, M.: 13 Mahler, G.: 53, 54 Mallarmé, S.: 58, 108 Malm, W. P.: 27n Manet, E.: 97 Manuel R.: 58 Manzanero, A.: 125

Marais, M.: 111 María (Virgen): 21, 94 Márquez, A.: 59 Marsias: 112 Martínez Palomo, A.: 47 Massin, B.: 7n Massin, J.: 7n Mata, E.: 117, 131 Mazatsumi: 56 Melo, J. V.: 133 Mendelssohn, F.: 48 Messager, A.: 13 Messiaen, O.: 102, 104, 112 Miró, J.: 102 Miroglio, F.: 102 Moncayo, J. P.: 103 Monet, C.: 18 Monteux, P.: 62, 63 Monteverdi, C.: 21, 33, 106 Morales, C.: 21 Mozart, C.: 6, 11 Mozart, L.: 1 Mozart, Ma. A. Th.: 2, 5, 6, 12 Mozart, Ma. V.: 2 Mozart, N.: 12 Mozart, W. A.: 1-4, 6, 7, 9-12, 33, 104, 133 Muench, G.: 112 Muris, J. de: 106 Mussorgski, M.: 57

Nancarrow, C.: 75-81, 112, 138 Nancarrow, M.: 81 Nancarrow, Y.: 75, 78, 81 Narayan, R.: 113 Nattiez, J.-J.: 60 Negrete, J.: 123 Neruda, P.: 19 Nijinski, V.: 61-63, 65, 66

Ockehem: 81

144 O’Gorman, J.: 75 O’Hara, F.: 83 Orozco, G.: 102 Osorio, J. F.: 47, 138

Pachelbel, J.: 21 Paganini, N.: 111 Paisiello, G.: 9 Palestrina, G. P. de: 21 Pan: 112 Parker, Ch.: 113 Pärt, A.: 21 Pavarotti, L.: 121, 122 Paz, O.: 90 Penderecki, K.: 21 Pérez Prado, D.: 113 Pergolesi, G. B.: 9, 21, 104 Pertl, A. Ma.: 1 Philidor, F. A. D.: 9 Piccini, N.: 9 Pierrot: 55 Pollock, J.: 83 Poulenc, F.: 21 Prieto, C.: 44, 137 Prokofiev, S.: 103 Puccini, G.: 33, 104, 123, 133 Purcell, H.: 104

Rachmaninov, S.: 69, 104 Rameau, J.-Ph.: 104 Rauschenberg, R.: 83, 87, 102 Ravel, M.: 53, 54, 57, 58, 61, 112, 134, 138 Reger, M.: 46 Reich, S.: 104 Revueltas, S.: xi, 33, 103 Riley, T.: 104 Rocha, M. 102 Roerich, N.: 61 Roldán, A.: 111

MARIO LAVISTA

Romero, A.: 59, 138 Rossi, T.: 47 Rossini, G.: 21, 104 Rothko, M.: 83, 102 Russolo, L.: 110

Saint-Saëns, C.: 104 Sandra: ix Sarukhán, J.: 61, 138 Satie, E.: 69 Scarlatti, A.: 111, 133 Scelsi, G.: 78 Schoenberg, A.: 15, 53-58, 84, 102, 104, 138 Schubert, F.: 21, 69 Schumann, R.: 104 Scodanibbio: 111 Scriabin, A. N.: 53, 111 Sears, J. N.: 70 Seheme, A.: 55 Sheridan, G.: 121 Shih-Huang-Ti: 25, 27 Shotoka Taishi: 25 Sierra, R.: 60 Stein, J. A.: 1, 2 Strauss, R.: 53, 54, 104 Stravinski, I.: 33, 53, 54, 56, 57, 61-66, 69, 80, 81, 104, 138 Sultan, G.: 89 Sumaya, M. de: 104 Susano-o-no-Mikoto: 25 Suzuki, Dr. 86 Sylvester, D.: 86 Szymanowski, K.: 21

Tamayo, R.: 96, 97 Tartini, G.: 70 Tello, A.: 31 Tobey, M.: 86 Todi, J, da: 21

145

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Torres, J.: 13, 59 Trazom: 1 Trezise, S.: 15n Tristán: 31 Tsariuki: 56 Turetzky, B.: 73, 115

Uccelo, P.: 93, 96

Varèse, E.: 53, 111 Vargas Llosa, M.: 93 Vázquez, H.: 59 Vega, L. de: 22 Velázquez, C.: 122 Verdi, G.: xi, 21, 33, 104, 123, 124 Victoria, T. L. de: 21 Villa-Lobos, H.: 111 Villaurrutia, X.: 115

Vinci, L. da: 93 Vitry, Ph. de: 106 Vivaldi, A.: 21

Wagner, R.: xi, 48, 51, 106, 107 Watazumi Do Shuso: 113 Weber, A.: 11 Webern, A.: 15, 53-55, 78, 95 Weill, K.: 103 Weiss, A.: 84 Williams, A.: 81 Wolff, Ch.: 83 Woytila: 174

Yarilo: 62

Zeami Motokiyo: 27, 28

Este libro se terminó de imprimir y encuadernar el 28 de junio de 2013 en HEMES IMPRESORES, Cerrada de Tonantzin 6, Col. Tlaxpana, México, D. F. La edición consta de 1000 ejemplares. La composición estuvo a cargo de María Elena Ávila Urbina y Gerardo Márquez Lemus en el departamento de Diseño Editorial de El Colegio Nacional. Editor: Carlos Francisco Zúñiga.