Cristo Rey - El Rostro de Dios - Ratzinger, Joseph

Hace apenas 50 años que Robert Eisler provocó el estupor del mundo de los especialistas con un libro que situaba a Jesús

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Hace apenas 50 años que Robert Eisler provocó el estupor del mundo de los especialistas con un libro que situaba a Jesús entre aquellas figuras de la historia judía que pretendían hacer efectiva la esperanza de David mediante un reino político y que trataban de introducir por la fuerza el reino de Dios. Eisler se apoyaba, para su concepción, en dos importantes hechos de la historia de Jesús: en su entrada en Jerusalén y en la expulsión de los mercaderes del templo con la purificación del mismo. La entrada, según opinaba él, sólo podía tener el sentido de un golpe de estado: el de una maniobra para hacerse con el poder; en cambio, la purificación del templo, no podía realizarse sin recurrir a la fuerza entre los tratantes de animales del Oriente. Entonces, Eisler con su libro Jesús rey sólo consiguió movimientos de cabeza desaprobatorios; hoy, ha prendido la chispa: el Hijo del hombre que no cambió al mundo no dice nada a la juventud de la humanidad revolucionada por la miseria, pero Jesús, como símbolo de la lucha contra la opresión, como constante estímulo revolucionario en la carne del mundo, esto sí que convence. ¿Pero fue efectivamente la vida de Jesús un intento fracasado de ocupar el trono de David y nada más? ¿Fue la cristiandad eclesial una falsa interpretación de la idea revolucionaria de Jesús, una reconciliación con el poder y nada más? Jesús entró sobre un asnillo en la ciudad santa, y lo hizo incluso en uno que no le pertenecía: él no poseía tal animal. Y, de esa manera, hizo entender a todos los de su pueblo una profecía de Zacarías (9,9): el caballo, entonces símbolo del poder militar y algo que correspondía a lo que es hoy el carro blindado, no aparece; el verdadero rey de Israel no llegará sobre un caballo, no se mezclará en las disputas de los poderes del mundo y ni siquiera pretenderá gozar de un poder, sino que cabalgará sobre un asno, el símbolo de la paz, la bestia sin apenas valor de los pobres. Su entrada en Jerusalén sobre un asno, y además prestado, es símbolo de la impotencia terrena, el cumplimiento de la promesa profética. La purificación del templo, un golpe de fuerza había sido apagado en seguida; tal como la realiza Jesús, se convierte en una profecía de su muerte: «El celo de tu casa me consume». Jesús no utilizó la espada. No suministró ningún lema a los revolucionarios. Sus discípulos murieron como mártires de la paz y, en eso precisamente, son sus testigos, testigos de lo que él era y no era. ¿Pero cuál es, según eso, su reino? El asnillo prestado es expresión de su impotencia terrena, pero al mismo tiempo expresión de la plena confianza en el poder de Dios. Este se manifiesta en Jesús. Él no erigió ningún reino propio junto al reino de Dios, sino que sólo dio testimonio de éste. Su nada es su todo. Él no está por el poder terreno, sino por la verdad, la justicia y el amor hacia Dios. Este reino de Dios sigue siendo frágil en medio del mundo. Pero únicamente por él el mundo es digno de vivirse, es humano. No son los revolucionarios los que hacen al mundo humano, ni siquiera los que mejor piensan entre ellos; ellos dejan detrás de sí ruinas y sangre. Lo que nos permite vivir en el mundo es la bondad, la veracidad, la fidelidad y el conocimiento de que Dios es todo esto. Lo que nos permite vivir es la creencia de que Dios es como Jesucristo, de que Jesús es Dios: de que él, el hombre que camina sobre un asnillo prestado, es el verdadero rey, el

verdadero y último poder del mundo. El vivir en conformidad con ese poder -con él- ésta es la exigencia de este día: venga a nosotros tu reino. JOSEPH RATZINGER EL ROSTRO DE DIOS SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 110 s.

La fiesta de Cristo Rey es reciente, pero su contenido es tan viejo como la misma fe cristiana. Pues la palabra «Cristo» no es otra cosa que la traducción griega de la palabra mesías: el ungido, el rey. Jesús de Nazaret, el hijo crucificado de un carpintero, es hasta tal punto rey, que el título de «rey» se ha convertido en su nombre. Al denominarnos nosotros cristianos, nosotros mismos nos denominamos como la «gente del rey», como hombres que reconocemos en él al rey. Pero lo que significa el reino de Jesucristo sólo puede entenderse adecuadamente si se tiene en cuenta su origen en el antiguo testamento. Ahí se observa en primer lugar algo muy curioso. Un reino no estaba previsto, a todas luces, por parte de Dios para Israel. Surgió precisamente de una rebelión de Israel contra Dios y contra sus profetas, de un rechazo de la voluntad originaria de Dios. Después de la toma de posesión de la tierra prometida, este pueblo, que estaba constituido por muchas razas, se unió en una especie de confederación que no tenía ninguno que le mandara, sino sólo jueces. Y el juez ni siquiera tenía que hacer la ley como un jefe, sino que se tenía que contentar con aplicar la ley existente, la ley dada. Así, pues, el mando sobre Israel se hallaba sólo en la ley, en el derecho divino que se le había suministrado. La ley debía ser el rey de Israel y a través de la ley, inmediatamente, el mismo Dios. Todos eran iguales, todos libres, porque sólo había un Señor el cual en la ley imponía sus manos sobre Israel. Pero Israel sintió envidia de los pueblos que le rodeaban, los cuales tenían poderosos reyes. Y quiere ser como ellos. Inútilmente advierte Samuel al pueblo: si tienen un rey, llegarán a ser sus esclavos. Pero ellos no quieren la libertad, la igualdad, el derecho a la elección, el reino de Dios. Quieren ser como los demás; y se asocian así al gesto de Esaú: no cuenta la elección, sino la codicia y la vanidad. El rey es, en Israel, casi la expresión de una rebelión contra el mandato de Dios, una repulsa de la elección, para situarse al nivel de los demás pueblos. Pero ahora ocurre lo curioso. Dios se amolda al capricho de Israel y establece así una nueva posibilidad de su aplicarse o darse a ellos. El hijo de David, del rey, se llama Jesús: en él aflora Dios a la humanidad y se casa con ella. El que mira con profundidad descubre que ésta es la forma fundamental de actuar de Dios. Dios no posee un rígido esquema, que hace que se imponga, sino que sabe encontrar siempre de nuevo al hombre y convertir incluso sus descarríos en caminos: esto se manifiesta ya en Adán, cuya culpa se convierte en una feliz culpa, y eso se manifiesta asimismo en todas las vicisitudes de la historia.

Así, pues, esto es el reino de Dios: un amor que no tiene que desarmarse, cuya fantasía encuentra al hombre por caminos siempre nuevos y de formas siempre nuevas. Por eso el reino de Dios significa para nosotros una confianza inconmovible. Pues esto vale siempre y vale en cada una de las vidas. Nadie tiene motivos para la angustia o el miedo o para la capitulación. Dios siempre hace que se le encuentre. De ahí debiéramos tomar ejemplo en nuestra vida: no anular a nadie, intentar siempre de nuevo dejando que actúe la fantasía de un corazón abierto. No es el imponerse lo más grande, sino la disponibilidad para ponerse en camino hacia Dios y hacia los demás. Así Cristo rey no es la fiesta de aquellos que se hallan bajo un yugo, sino la de aquellos que se sienten agradecidos en manos de aquél que sabe escribir derecho con renglones torcidos. JOSEPH RATZINGER EL ROSTRO DE DIOS SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 112 s.

1. «Tuve hambre y me disteis de comer". El Año Litúrgico termina con la gran descripción del juicio final. Cristo aparece en el evangelio como «rey» de la humanidad, sentado en «el trono de su gloria». Dos motivos configuran este imponente cuadro: el primero y central es que todo lo que hacemos o no hacemos con el más humilde de nuestros hermanos, lo hacemos o lo dejamos de hacer con Cristo. Esto contiene ya el segundo motivo: si el primero vale como criterio absoluto, debe producirse también una separación absoluta de los que son juzgados, debe haber una derecha y una izquierda, una recompensa eterna y un castigo eterno. El segundo motivo depende, pues, del primero, que constituye la enseñanza decisiva de toda la escena dramática: el rey glorioso, que es el que juzga, se siente solidario de los más humildes (que no por ello son menos respetables): de los hambrientos, los sedientos, los forasteros y los sin techo, de los desnudos, los enfermos y los presos. El es rey sólo en esta solidaridad, como el que realmente ha descendido a las situaciones humanas más bajas y humillantes, y las conoce perfectamente. Al final de su vida todo hombre será examinado de esto y por este juez, por lo que cada uno de nosotros tendrá que meditar muy seriamente sobre esto: cuando se encuentra con los hombres más miserables, se está encontrando ya con el propio juez. Todos nosotros somos como hombres miembros de un mismo cuerpo, que son esencialmente solidarios, y por ello debemos serlo también consciente y moralmente. Tú debes «partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que va desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,7). 2. «Tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies». La imagen final de la segunda lectura no sólo muestra la soberanía universal que el Hijo ejerce a lo largo de la historia del mundo, sino que ofrece además la esperanza de que también se conseguirá el sometimiento de todos los enemigos, «de todo principado, poder y fuerza», por lo que cuando el Hijo devuelva al Padre la obra realizada por él, para que «Dios» pueda ser «todo para todos», no le llevará ningún enemigo que pueda rebelarse contra Dios. 3. Pero no podemos excluir alegremente el motivo de la separación. "Buscaré las ovejas perdidas", dice Dios como pastor de la humanidad en la primera lectura, y «vendará a las heridas, curará a las enfermas», las apacentará «debidamente» a todas. A pesar de ello el juicio divino no será una amnistía general, sino que Dios «juzgará entre oveja y oveja» o (como se dice poco después): «Yo mismo juzgaré el pleito de las reses gordas y las flacas. Porque embestís de soslayo, con la espaldilla, y acorneáis a las débiles» (Ez 34,20s). El amor con el que Dios apacienta a su rebaño no puede ser ajeno a la justicia, pero el Antiguo Testamento tampoco dice que Dios ejerza su justicia sin amor. HANS URS von BALTHASAR LUZ DE LA PALABRA Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 119 s.