Cosas que nunca debimos aprender

Cosas que nunca debimos aprender Entrevista a Steven Pinker REDES: (Programa 337 del 08-12-04) A menudo pensamos que la

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Cosas que nunca debimos aprender Entrevista a Steven Pinker

REDES: (Programa 337 del 08-12-04) A menudo pensamos que la mente más primitiva como la del hombre de la Edad de Piedra es primaria y simple; pero, en realidad, la mente humana de cualquier época y cultura es muy sofisticada. Está claro que hay diferencias entre las sociedades tecnológicamente avanzadas y la de los cazadores-recolectores, pero probablemente las habilidades mentales son las mismas en todas las culturas. También se cree que el instinto es algo que sólo tienen los animales y que el aprendizaje es cosa de los seres humanos. Es erróneo. Un gusano aprende de la misma manera que una persona tiene instintos. ¿Qué es más importante: el entorno o los genes? Lo que es evidente es que los genes nos proporcionan la capacidad de reaccionar de forma inteligente a nuestro entorno de manera particular e individual. Asimismo la cultura afecta a las personas y se aprende imitando a otras personas. Los últimos avances en neurociencia demuestran que no se trata de que tengamos un cerebro sino que nosotros somos nuestro cerebro. Que todos los fenómenos que correspondían al alma –emociones, moral,....- se basan en actividades fisiológicas de los tejidos cerebrales. Para hablar de estos apasionantes temas se entrevista a Steven Pinker, catedrático de psicología de la Universidad de Harvard. Pinker es un experto en lenguaje y gramática, y ha trabajado muchos años en el MIT. En el plató se debatirá sobre aprendizaje, cultura e instintos de la mano de Javier Sampedro, periodista y escritor científico, y Ramón Núñez, director de la Casa de las Ciencias de La Coruña.

La forma en que entendemos la Naturaleza Humana, tal vez sea ésta una de las primeras lecciones que debamos desaprender. Tres décadas de progreso en Neurociencia, Biología Evolutiva y Psicología Cognitiva nos dan las herramientas para hacerlo. La convergencia de estas tres disciplinas proporciona una nueva forma de entender la psicología. Una nueva forma de analizar el cerebro, la mente y el comportamiento que está cambiando la manera en la que los científicos abordan cuestiones de siempre y plantean nuevas preguntas. Hablamos de Psicología Evolucionista. Según este punto de vista, el cerebro es un conjunto de máquinas procesadoras de información que fueron diseñadas por selección natural para solucionar los problemas adaptativos a los que se enfrentaron nuestros ancestros cazadores-recolectores. Esta colección de maquinaria computacional es la base de nuestras aptitudes naturales: nuestra habilidad para ver, para hablar, para enamorarnos, para temer las enfermedades, para orientarnos… entre otros muchos instintos que solemos obviar o asociar a conceptos como la razón o la cultura. Pero este punto de vista evolucionista en el estudio de la mente humana está en conflicto con las ideas tradicionales. Antes y después de Darwin la corriente principal

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que domina las ciencias sociales es bien diferente. Todo el contenido de la mente humana proviene de fuera, del entorno, de la sociedad; nuestro cerebro simplemente nos permite aprender, imitar, adquirir cultura. Nuestra mente es una pizarra en blanco donde la experiencia va dibujando lentamente todo su significado. Steven Pinker, profesor de psicología en la Universidad de Harvard desarrolla en su libro “La Tabla Rasa”, todos estos conceptos evolucionistas para intentar encontrar el origen biológico de la naturaleza humana. Y no menos importante, para intentar saber por qué históricamente esta visión ha sido tildada de cínica y negada. A mucha gente le molesta la idea de que la mente humana sea un producto de la evolución, porque esta es una visión cínica que requiere que los humanos sean violentos y competitivos La mayoría de los biólogos evolucionistas creen que por ejemplo la capacidad de altruismo surgió por evolución en los seres humanos: porque si dos personas se hacen favores, entre ellos obtienen mejores resultados que si cada uno es egoísta. Por tanto, la evolución también puede verse como la fuente del sentido moral y de las tendencias más buenas: la capacidad de amar, las emociones de la simpatía, la gratitud, la lealtad. Y todas estas emociones positivas son productos de la evolución, junto con el lado negativo de nuestra naturaleza. Se trata de concebir nuestra mente, y no solo nuestro cuerpo, como producto de la evolución. Pero ¿qué es en realidad la evolución? El conjunto de cambios que se producen a consecuencia de la selección natural: la selección de aquellos genes que proporcionan un comportamiento más adecuado al entorno en el que se vive. La interacción genesentorno es, por tanto, la clave, y también el centro de un debate importante. Imaginemos un jugador ante un videojuego. El jugador responderá a las exigencias del juego, y depende de lo que éste requiera se convertirá en un jugador más táctico o más agresivo. Pero ¿hasta qué punto se “convertirá” o hasta qué punto echará mano de unas habilidades tácticas o agresivas que ya tenía? Este es el debate que surge: genes versus entorno ¿qué determina en mayor grado nuestra naturaleza? ¿Qué es más importante, los genes o el entorno? Esta no es una pregunta muy relevante, porque si no fuera porque los genes nos proporcionan un cierto tipo de cerebro, el entorno no tendría ningún efecto interesante. Un gato y un niño pueden crecer en el mismo entorno y sin embargo se desarrollan de forma diferente. ¿Por qué? Porque el gato tiene unos genes que le hacen responder a unas partes del entorno diferentes de aquellas a las que responde un niño. Los seres humanos no son como los juguetes mecánicos, que están en el mundo sin procesar ningún tipo de información. Lo que los genes nos proporcionan es la capacidad de reaccionar de forma inteligente a nuestro entorno en formas particulares. Cuando se completó el proyecto genoma humano hace 2 años, se descubrió que en el genoma humano había sólo unos 30.000 genes. Algunos pensaron que eso no era suficiente para construir un gran cerebro, y demostraba que debemos tener mucho espacio para el libre albedrío. Esta supuesta falta de material genético alimenta lo que se ha llamado el mito del fantasma en la máquina: la creencia que las personas estamos habitadas por un alma inmaterial, responsable del libre albedrío y que no puede reducirse al funcionamiento del cerebro. Es una idea muy antigua y enraizada, que está en el trasfondo, por ejemplo, de la polémica por el uso de células madre: ¿los embriones de los que proceden estas células, están ya provistos de alma y por tanto son ya una persona, o

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todavía no? Es la idea de que aparte de las moléculas que nos constituyen, hay algo más. Además, 30.000 genes es una cifra semejante a la de otras especies menos complejas. Parece una prueba de que el principal escultor de la naturaleza humana es el entorno porque, simplemente, no hay genes suficientes para construir algo tan complejo como nuestra mente. Creo que esta afirmación es una falacia. En primer lugar hay otros organismos... como el gusano de tierra que tiene 20.000 genes... y no nos gustaría pensar que este pequeño gusano tiene más libre albedrío que nosotros. Lo importante es cómo se expresan los genes, el algoritmo, la receta particular por la que los genes construyen estructuras biológicas de unas determinadas maneras en unos determinados momentos del desarrollo embrionario. Lo que ocurre es que a la gente le gusta pensar que todos nosotros tenemos un cuerpo –que incluye un cerebro – y también tenemos un mente o un alma, y que esa mente de alguna manera controla el cerebro. De la misma manera que un usuario controla un ordenador. Todos los fenómenos que siempre hemos pensado que correspondían al alma – las emociones, la moralidad, el razonamiento, la percepción, la experiencia – todos consisten en actividades fisiológica en los tejidos cerebrales. Pero la neurociencia demuestra que no se trata de que tengamos un cerebro, sino de que nosotros somos nuestro cerebro.

Y ¿desde cuando tenemos este magnífico cerebro? ¿Es comparable con el que teníamos en la edad de piedra? Hay argumentos para suponer que sí. Hemos andado por este planeta mil veces más tiempo como cazadores-recolectores que como miembros de civilizaciones avanzadas. El mundo actual es solo un parpadeo si lo comparamos con toda nuestra historia evolutiva. Los niños, por ejemplo, todavía tienen un miedo innato a las serpientes, una emoción muy útil si vives en contacto permanente con la naturaleza. Pero no tienen esta reacción ante los enchufes, que ahora representan un peligro mucho más cotidiano. Sin embargo, cuando miramos un documental sobre cazadores-recolectores, no nos identificamos con ellos. Persiste esa idea victoriana, de los primeros colonizadores, que nos encontramos frente a hombres y mujeres con una inteligencia más infantil, menos evolucionada. Y que la ciencia, la filosofía y el arte deben materializarse en habilidades mentales mucho más sofisticadas que las de las sociedades tribales. A menudo se piensa que la mente de la gente más primitiva tecnológicamente, como los cazadores-recolectores o la gente de la edad de piedra, es primaria y simple, como la de un niño, pero en realidad la mente humana de cualquier época y cultura es muy sofisticada. Es evidente que nosotros tenemos ordenadores, coches, lenguaje escrito y matemáticas. Pero personas de todas las culturas pueden leer las emociones de otras personas y los pensamientos, que es algo que los ordenadores todavía no pueden hacer, y también pueden reconocer caras; pueden extraer veneno de animales y de plantas. Está claro que hay diferencias entre las sociedades tecnológicamente avanzadas y la de los cazadores-recolectores, pero probablemente las habilidades mentales son las mismas en todas las culturas. La cultura popular muestra cómo los seres humanos se comportan de unas maneras determinadas. Y se tiende a creer que las personas adquieren el comportamiento de la cultura. Por ejemplo, en las películas y en la TV los hombres son más violentos que las mujeres, y a veces se cree que es por esos estereotipos culturales que los hombres y las mujeres tienen un comportamiento diferente. Pero por supuesto puede que suceda al revés: que para que una película o un programa de TV sean plausibles tienen que

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reflejar la forma en que las personas realmente se comportan, y la cultura refleja el comportamiento en lugar de causarlo. Un ejemplo de esto es que en la mayoría de programas culturales los pájaros vuelan y los cerdos no lo hacen. Pero esto no quiere decir que los pájaros aprenden a volar a través de la TV y que los cerdos no lo hagan; es decir, que la TV tiene que reflejar la forma en que funciona el mundo. Puesto que los humanos están profundamente influidos por la cultura, es muy tentador pensar que la cultura está situada en nuestro exterior y que absorbemos el contenido de la mente del exterior. Pero ¿de dónde procede la cultura? Es fácil caer en la trampa de pensar que si algo es producto de la evolución debe presentarse desde el momento del nacimiento. Y si no, es que es algo aprendido, algo externo a nuestra naturaleza. En realidad es absurdo: las niñas nacen sin pechos y los niños sin barba, pero eso no significa que “aprendamos” a tener pechos o barba. ¿Por qué iba a ser distinto con las conductas? Al fin y al cabo surgen de programas cerebrales que también pueden madurar en cualquier momento del desarrollo. ¿Es el estereotipo de hombre duro el que hace que los niños aprendan a no llorar, o por el contrario este estereotipo refleja el desarrollo normal de la conducta masculina? Existe la convicción generalizada de que adquirimos nuestro comportamiento imitando unas pautas que dicta nuestra cultura. Pero ¿de dónde procede esta cultura? La cultura no ha descendido del cielo con un paracaídas, y no ha venido de Marte. La cultura es el producto de la mente humana. Las personas tienen que inventar palabras y construcciones gramaticales para que existan las lenguas, hay que inventar formas artísticas, y para adquirir la cultura la gente – que no es como fotocopiadoras o grabadoras de vídeo – tiene que interpretar constantemente lo que otros hacen cuando están hablando, o creando arte, o cuando están dando ejemplo. Está claro que parte de la cultura que afecta a las personas, se aprende imitando a otras personas. A veces se cree que esto demuestra que la naturaleza humana no existe, que todo se obtiene de la cultura. Pero pensemos en cómo funciona la imitación: es un proceso muy sofisticado que requiere una gran cantidad de circuitos innatos en el cerebro para poder funcionar. Para poder imitar hacen falta muchas habilidades cognitivas que permitan leer la mente de otras personas. la imitación requiere la capacidad de imitar, que es algo muy complicado. De forma que la misma cultura requiere unas habilidades muy complejas dentro de la mente para crearla y transmitirla. ¿Cuantas veces habremos usado el concepto “instinto primitivo” de forma peyorativa? ¿Cuantas veces habremos asociado los instintos exclusivamente al sexo, la violencia, la alimentación…? Aunque a veces decimos que un músico compone una melodía de forma “instintiva”, y eso nos parece bonito, los instintos nos resultan primarios mientras el aprendizaje es superior. (20)Nos gusta pensar que nosotros, Homo sapiens, seres racionales, podemos obviar nuestros instintos. Lo hacemos gracias a la razón, a la cultura. Los animales sin embargo están atados a sus instintos, por eso somos más inteligentes. Creemos que ellos tienen más instintos mientras nosotros tenemos el aprendizaje. Eso nos diferencia y nos hace superiores. (20) ¿Que el instinto es algo que sólo se observa en los animales y el aprendizaje sólo en los seres humanos?. Estamos empezando a comprender que el aprendizaje se da en todos los animales, incluso en la mosca del vinagre y el gusano de tierra, de forma que el aprendizaje no es lo que hace especiales a los humanos. Y al revés: los seres humanos tienen probablemente más instintos que los animales, en vez de tener menos instintos. Tenemos un instinto para la probabilidad, un instinto para el lenguaje, otro para sexo… El lenguaje supone probablemente el mayor logro de la especie humana. La capacidad de transmitir pensamientos mediante la mera ordenación de ruidos caóticos ha permitido acelerar el avance intelectual del hombre, y ubicarlo en el privilegiado puesto que ocupa hoy en la escala evolutiva.Sin embargo, este tesoro de la humanidad también alza muros infranqueables entre países, entre comunidades vecinas. Desde sus

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inicios, el lenguaje ha progresado y se ha diversificado en una gran variedad de idiomas, siendo ya cerca de 60.000 las lenguas habladas en nuestro planeta.La lengua es concebida hoy como uno de los signos más distintivos de las muchas civilizaciones presentes. Una bandera emblemática que se custodia, mima y defiende a ultranza. Por ello, inculcamos a nuestros hijos un legado lingüístico con el fin de asegurar la perpetuación de un idioma amado. Y es que preservar una lengua tal vez sea una forma de conservar un modo distinto de pensar. A menudo se cree que las lenguas que existen en el mundo se aprenden porque el niño las va introduciendo en su cabeza. Y también que las lenguas se diferencian de forma arbitraria entre ellas, y hacen que la gente piense de formas fundamentalmente diferentes. De hecho yo creo que la lengua la crea el niño, ya que el niño no memoriza una serie de frases y las repite para el resto de vida, sino que tiene que componer nuevas frases, lo que quiere decir que tiene que pensar en la lógica del lenguaje. Cuando se piensa en la computación, que está en el trasfondo del lenguaje, en lugar del vocabulario, se puede ver como hay muchas lenguas diferentes que en realidad son muy similares ya que funcionan por la combinación de nombres, verbos, sujetos. Es decir que el lenguaje revela la unidad de las mentes humanas, en lugar de las diferencias. Lo mismo ocurre con los tabúes sexuales. La gente cree que son sólo el producto de la sociedad represiva, y que se pueden eliminar los tabúes cambiando las actitudes, y entonces se podrá vivir en una especia de utopía sexual como en Woodstock o las comunas de los hippies en los años 60 Hace unos 40 años surgió en Estados Unidos un movimiento antibelicista y antidogmático que pronto consiguió adeptos en muchos otros países desarrollados. Se trataba del “movimiento hippie”. Bajo el lema “haz el amor y no la guerra”, los hippies concibieron el sexo exento de tapujos. Lo liberaron del pudor al que la sociedad de entonces sometía. El amor libre no duró mucho y las restricciones sociales devolvieron de nuevo al sexo al terreno de la intimidad. ¿Pero es concebible un mundo desinhibido sexualmente? La mayoría de las utopías sexuales no duran mucho, y creo que es porque algunos conflictos sexuales y tabúes provienen de la naturaleza humana de las emociones sexuales, como los celos o la conexión entre el sexo y el compromiso. A menudo hay terceros que muestran interés en la sexualidad: a los padres les preocupa que sus hijos tengan relaciones sexuales, también están los rivales románticos a quienes les molesta que otras personas tengan relaciones sexuales. En la propia pareja –el hombre y la mujer- es posible que tengan unas ideas muy diferentes sobre la naturaleza de su relación Los hombres, en general están más interesados en la cantidad, en la relaciones sexuales por si mismas con un gran número de parejas; a las mujeres les interesa más la calidad, la naturaleza de la relación con su pareja sexual, por ejemplo. Como resultado de esto, creo que nunca podremos vivir en un marco de sexo libre para todos, sino que siempre habrá emociones muy complejas que rodearán al sexo; esto no representa ninguna sorpresa para un novelista o un filósofo pero es algo que los intelectuales modernos niegan. Muchas personas progresistas rechazan la idea de la naturaleza humana. Porque temen que si consideramos que las personas arrastran la carga del pecado, y fallos como el egoísmo, o la ambición, o el sexismo, o el prejuicio, esto los haría inalterables; cualquier esperanza de mejorar la sociedad representaría una pérdida de tiempo. ¿Por qué intentar hacer del mundo un lugar mejor si la gente está podrida hasta los huesos y hará trampas hagas lo que hagas? Pero esto es un non sequitur, porque la mente no tiene solamente una parte sino muchas, y unas pueden compensar a las otras. De manera que incluso si una parte de la mente es egoísta y estrecha de miras y corta de

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vista, hay otras partes de la mente que pueden aprender lecciones de la historia, que pueden simpatizar con otras personas, y darse cuenta de su dolor, y pueden controlar el comportamiento de tal manera que se maximice el bienestar humano, incluso a pesar de que podamos tener debilidades que lo hagan difícil. Darth Vader contra Luke Skywalker. Así es como la psicología evolucionista plasma la mente humana. Un combate incesante entre las debilidades del hombre y la capacidad altruista de éste. Sin embargo, un pequeño pero no insignificante matiz separa la mítica “Guerra de la Galaxias” de esta teoría evolucionista. Darth Vader, y por tanto el lado oscuro de nuestra mente, jamás desaparecerá por completo ya que es inherente a ella. La imperfección innata del hombre no es fácil de asimilar. Por lo general, tratamos de identificar conductas reprochables en individuos con pasados traumáticos. Hacemos uso frecuente de frases como: “la vida lo ha hecho así” y justo ASÍ otra teoría denominada la “Tabla Rasa” responde al enigma de la naturaleza humana. La “Tabla Rasa” defiende que nuestro cerebro no es más que un libro en blanco que escribimos con las experiencias vividas. De esta forma, un sentimiento como el egoísmo deja de considerarse patrimonio de la humanidad, para convertirse en una conducta aprendida que se adopta al convivir con ella. Que todos nacemos con capacidades idénticas es la base de esta teoría. Las diferencias entre comportamientos son entonces el simple resultado de las variantes que nos depara la vida. !Cualquier progresista firmaría por ello! Porque quizás, la única forma de erradicar la discriminación y los prejuicios sea desde la igualdad innata entre individuos. La gente a menudo cree que el ideal de la igualdad política exige que todas las personas sean idénticas, que tengan el mismo conjuntos de capacidades. Y si alguien descubriera que hay personas que son más inteligentes que otras, o más ambiciosas, o más violentas, esto representaría aceptar la discriminación y la opresión y la esclavitud. Pero no hay nada más alejado de la verdad. Y en la medida en que reconozcamos a los individuos como individuos, que poseen derechos, no tienen que preocuparnos los descubrimientos científicos que indican que las personas pueden ser diferentes las unas de las otras, porque esas diferencias no influirán sobre la manera en que los tratemos. Existe un temor generalizado de que a medida que vamos comprendiendo mejor las causas del comportamiento, se irá disolviendo toda noción de responsabilidad. Nunca podremos llevar a juicio a un criminal, porque siempre podrá alegar: son mis genes, es el cerebro defectuoso, o es mi formación, o es el proceso de la evolución. Creo que esto es ilógico. Porque si pensamos en lo que queremos decir cuando hablamos de hacer a alguien responsable, significa que nos reservamos el derecho de imponer consecuencias a su comportamiento; por ejemplo castigarlo si hace algo que pueda herir a otra persona. En la medida en que hay una parte del cerebro que puede prever el castigo e inhibir el comportamiento, podemos seguir haciendo responsables a las personas, incluso si en cierto sentido el cerebro constituye un sistema físico sujeto a las leyes de la causa y el efecto.

Steven Pinker Steven Pinker es profesor del departamento de ciencias cognitivas y del cerebro y director del Centro de Neurociencia Cognitiva Mc Donell-Pew en el Instituto de Tecnología de Massachussets. Realizó sus estudios en la Universidad McGill y en la Universidad de Harvard, donde obtuvo su doctorado. Recientemente ha sido elegido para ingresar en la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, y es miembro de la Asociación Psicológica Americana y de la Sociedad Psicológica Americana. Sus publicaciones en castellano incluyen:

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El instinto del lenguaje (1994), considerado uno de los mejores diez libros de 1994 por el New York Times, el London Times y el Boston Globe; Cómo funciona la mente (1997) ganador del Premio de Ensayo Científico de Los Ángeles Times y del Premio William James de la APA, y finalista del Premio Pulitzer y del Premio del Círculo Nacional de Críticos de Libros. La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana (2002) publicado por Paidós..

la tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma en la máquina.

Steven Arthur Pinker (nacido el 18 de septiembre de 1954, en Montreal, Canadá) es un prominente psicólogo experimental norteamericano, científico cognitivo y un popular escritor, conocido por su defensa enérgica y de gran alcance de la psicología evolucionista y de la teoría computacional de la mente. Sus especializaciones académicas son la percepción y el desarrollo del lenguaje en niños, es más conocido por argumentar que el lenguaje es un "instinto" o una adaptación biológica modelada por la selección natural. Sus cuatro libros dirigidos al publico en general —El instinto del lenguaje, Cómo funciona la mente, Palabras y reglas y La tabla rasa— han ganado numerosos premios y le han dotado de renombre.

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1 Biografía y carrera 2 Lenguaje como instinto 3 Teoría de la mente 4 Crítica 5 Premios y reconocimientos 6 Publicaciones o 6.1 Libros 7 Artículos y ensayos 8 Referencias 9 Enlaces externos

[editar] Biografía y carrera Nació en la comunidad judía de habla inglesa de Montreal, pero se declaró ateo a la edad de 13 años. Su padre, Harry, abogado, trabajó como vendedor mientras su madre, Roslyn, fue primero ama de casa para luego ser orientadora vocacional y vicerrectora en una secundaria. Su hermana, Susan, psicóloga infantil, es ahora periodista y columnista, y su hermano Robert es analista político para el gobierno de Canadá. Contrajo matrimonio con la psicóloga clínica Nancy Etcoff en 1980, pero se divorció de ella en 1992. En 1995 volvió a contraer nupcias con la psicóloga cognitiva nacida en Malasia Illavenin Subbiah, pero más tarde se divorciaron. Su actual novia es Rebbeca Goldstein, que es profesora de filosofía en el Trinity College en Hartford, Connecticut. No tiene hijos, hecho que a menudo causa perplejidad al tratarse de alguien que defiende la idea de que estamos programados para beneficiar a nuestros genes (pero suya es la frase: "Pero soy feliz de ser así. Si a mis genes no les gusta, que se tiren de un puente)." 7

Recibió su grado en psicología experimental en la universidad McGill en 1976, para luego dirigirse a Harvard a realizar su doctorado en la misma disciplina, el cual obtuvo en 1979. Es actualmente profesor de psicología en la universidad de Harvard habiendo sido previamente director del centro de neurociencia cognitiva en el Instituto Tecnológico de Massachussets. En enero del 2005 defendió a Lawrence Summers, presidente de la universidad de Harvard, a quien sus argumentos sobre las diferencias de sexo en matemáticas y ciencias le acarrearon una gran hostilidad por parte de los miembros de la facultad.

[editar] Lenguaje como instinto Es famoso principalmente por su trabajo, popularizado en “El instinto del lenguaje” (1994), sobre como los niños adquieren el lenguaje y por su popularización del trabajo que Noam Chomsky realizó sobre el lenguaje como una facultad innata de la mente. Ha sugerido la existencia de un módulo mental evolutivo para el lenguaje, aunque su idea es aún controvertida. Va más allá que Chomsky, argumentando que muchas otras facultades mentales humanas han evolucionado. Es aliado de Daniel Dennett y Richard Dawkins en muchas disputas evolucionistas.

[editar] Teoría de la mente Sus libros: Cómo funciona la mente y La tabla rasa son trabajos seminales de la moderna psicología evolucionista, la cual ve a la mente como un tipo de navaja suiza equipada por evolución con un conjunto de herramientas especializadas (o módulos) para lidiar con problemas que enfrentaron nuestros ancestros paleolíticos. Él y otros psicólogos evolucionistas creen que la mente humana evolucionó por selección natural justo como otras partes del cuerpo. Esta visión, de la cual fueron pioneros E. O. Wilson, Leda Cosmides y John Tooby, está basada en la psicología evolucionista y está creciendo rápidamente como paradigma de investigación, especialmente entre los psicólogos cognitivos.

[editar] Crítica Es autor de algunos de los escritos más vivaces sobre la ciencia moderna, sin embargo, sus críticos alegan que sus libros ignoran o descartan la evidencia en contra. En Palabras y reglas, por ejemplo, él describe como los científicos cognitivos han soltado el modelo competitivo "como papa caliente", después de su extensa crítica. Sin embargo, el conexionismo, permanece más popular que nunca y las disputas no parecen encaminarse a una pronta solución. Otras críticas (véase el enlace externo sobre Edgard Oakes) afirman que Pinker es quizá demasiado buen escritor, siendo capaz de combinar varias hipótesis débilmente sustentadas para que suenen plausibles como psicología evolucionista. Una crítica filosófica más profunda es que la idea de que en la persona humana la unión de espíritu y materia constituye una única naturaleza, es perfectamente compatible con los cambios en el cerebro que detecta, por ejemplo, la neuroimagen. Pero reducir todo el psiquismo a la actividad neuronal no se debe ya a una explicación científica, sino a una 8

opción filosófica previa, que descarta todo lo que no puede reducirse a estudio experimental.

[editar] Premios y reconocimientos Fue nombrado una de las 100 personas más influyentes del mundo en el 2004 por la revista Time y uno de los 100 intelectuales más destacados por Prostect y Foreign Policy en 2005. También ha recibido doctorados honorarios de las universidades de Newcastle, Surrey, Tel Aviv y McGill.

[editar] Publicaciones [editar] Libros • • • • • • • • • • • •

Language Learnability and Language Development (1984) Visual Cognition (1985) Connections and Symbols (1988) Learnability and Cognition: The Acquisition of Argument Structure (1989) Lexical and Conceptual Semantics (1992) The Language Instinct (1994). Trad. esp. El instinto del lenguaje: cómo crea el lenguaje la mente. Alianza How the Mind Works (1997). Trad. esp. Cómo funciona la mente. Destino (2001). Reedición en Destino (2007) Words and Rules: The Ingredients of Language (1999) The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature (2002). Trad. esp. La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Paidós Ibérica (2003) The Best American Science and Nature Writing (editor and introduction author, 2004) Hotheads (2005) The Stuff of Thought: Language as a window into human nature (2007). Trad. esp. "El mundo de las palabras". Paidos (2007)

Cómo Ediciones Col. 864 ISBN: 84-233-3269-1

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Descripción del libro: En Cómo funciona la mente (1997), Steven Pinker, uno de los especialistas más destacados en el panorama actual de las ciencias cognitivas, se propone un objetivo análogo al que desarrolló en su obra El instinto del lenguaje (1994), aclamada por la crítica y galardonada con numerosos premios científicos, en la cual mostraba cómo el «instinto» del lenguaje había sido incorporado a través de la evolución a nuestro cerebro, del mismo modo en que la capacidad de tejer sus telas lo fue en las arañas o el canto, en las aves. En esta nueva aventura intelectual, Pinker extiende a las funciones mentales el mismo objetivo: explicar cómo operan y cuál es la razón por la que funcionan del modo en que lo hacen, cómo han evolucionado y de qué modo nos permiten ver, pensar y sentir, reír e interactuar, disfrutar de las artes y ahondar en los misterios de la vida. Las primeras páginas del libro clarifican la metodología que se empleará. Como si tuviera ante sí un aparato de última tecnología, el autor expone en el prefacio y «En dotación de serie» la metodología de la «ingeniería inversa» que utilizará para adentrarse en el modo operativo de la mente y la función que ha venido cumpliendo en un entorno diseñado por selección natural en el cual evolucionaron nuestros antepasado. Para Pinker la mente es un sistema de «órganos de computación» que ha permitido a los miembros de nuestra especie comprender los objetos, cazar o escapar de los animales, conocer la diversidad de las plantas y aprender a

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reconocerse

y

diferenciarse

unos

de

otros.

El valor extraordinario del libro estriba en que consigue ilustrar el complejo funcionamiento de la mente humana a través de explicaciones de una extensa multiplicidad de temas enraizados en la vida cotidiana del lector: ¿cómo vemos lo que parece que vemos?; ¿cómo se construyen las imágenes de los objetos en nuestra mente o cómo funcionan los estereogramas en tres dimensiones del «magic eye»?; ¿qué es una experiencia psicodélica?; ¿cuál es la razón por la que un rostro maquillado nos aparezca más atractivo?; ¿qué nos induce a pensar que saldrá cruz después lanzar repetidamente una moneda y haber obtenido como resultado cara?; ¿a qué debemos atribuir el hecho de que nos repugne la idea de comer gusanos? o ¿qué función desempeñan las religiones y sus prescripciones dietéticas en la segregación étnica?; ¿por qué los hombre se retan en duelos y asesinan a sus ex-esposas?; ¿a qué debemos atribuir la escalada en la carrera de armamentos y la opción de la «destrucción mutua asegurada»?; ¿por qué los niños tienen rabietas?; ¿por qué nos enamoramos?; ¿por qué al escuchar música y contemplar arte nos tranquiliza?; ¿a qué debemos nuestro comportamiento egoísta y cuáles sus límites y virtudes?… Steven Pinker toma como punto de partida dos ideas que no están de moda: la metáfora computacional, que a diferencia de la antigua y reductora analogía entre mente y ordenador, nos habla de que la mente elabora representaciones que transforma de un modo algorítmico, en función de un conjunto determinado de reglas. La mente está formada por un conjunto de «módulos mentales» u «órganos mentales» especializados en distintas funciones, cada uno de los cuales obedece a sus propias reglas y mecanismos de aprendizaje; la segunda es que la naturaleza humana ha sido modelada por selección natural, es decir que la especificación para cada uno de estos órganos mentales es genética, y resultado de adaptaciones evolutivas modeladas a fin de ayudar a la propagación de los genes de nuestros antepasados. La mente humana es como una navaja multiuso suiza, equipada con todos los dispositivos –órganos o módulos– imprescindibles para vivir como cazadoresrecolectores paleolíticos, de ahí que ahora, en un entorno por completo transformado, se halle sujeta a una serie de usos que ya no son «naturales». A partir de estas ideas elabora una argumentación a través de la cual pone en tela de juicio ideas tan en boga como, por ejemplo, que las emociones relacionadas con las pasiones son irracionales, que los padres socializan a sus hijos, que la creatividad surge del inconsciente, que la naturaleza es buena y que las sociedad moderna la corrompe, que el arte y la religión expresan nuestros anhelos espirituales superiores o la índole generosa del altruismo. Cómo funciona la mente presenta, por añadidura, un panorama completo del estado actual de la neurociencia y de las ciencias cognitivas, de la comprensión del funcionamiento de la mente aportado por disciplinas que van desde la biología evolutiva hasta la neurociencia, la antropología, la economía y la psicología social. La posición que Pinker defiende es una síntesis entre la ciencia cognitiva estándar y la teoría evolutiva genética estándar neodarwinista, síntesis que se ha dado en llamar «psicología evolutiva» y dedica los capítulos «Máquinas pensantes» y «La venganza de los necios» a la exposición de estas teorías. En los siguientes capítulos –«Buenas ideas», «Exaltados compulsivos», «Valores de familia» y «El significado de la vida»–, Pinker pasa a exponer, desde el punto de vista de la biología evolucionista, la antropología y la psicología social, en abierta y vigorosa polémica contra el modelo estándar de las ciencias sociales, cuál es la funcionalidad de la mente y cuáles los mecanismos que nos permiten tener una cultura y recibir una formación. Cómo funciona la mente es una de las mejores obras que se han escrito sobre nuestra realidad humana e imprescindible para su conocimiento.

LA TABLA RASA La negación moderna de la naturaleza humana autor: Steven Pinker PAIDOS precio: 40 € (precio válido solo en España) fecha edición: 1/12/2003 páginas: 704 Contenido:

La concepción que podamos tener de la naturaleza humana afecta a todos los aspectos de nuestra vida, desde la forma en que educamos a nuestros hijos hasta las ideas políticas que defendemos. Sin embargo, en un momento en que la ciencia está avanzando espectacularmente en estos temas, muchas personas se muestran hostiles al respecto. Temen que los descubrimientos sobre los patrones innatos del pensar y el sentir se puedan emplear para justificar la desigualdad, subvertir el orden social, anular la responsabilidad personal y confundir el sentido y el propósito de la vida. En La tabla rasa, Steven Pinker explora la idea de la naturaleza humana y sus aspectos éticos, emocionales y políticos. Demuestra que muchos intelectuales han negado su existencia al defender tres dogmas entrelazados: la “tabla rasa” (la mente no tiene características

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innatas), el “buen salvaje” (la persona nace buena y la sociedad la corrompe) y el “fantasma en la máquina” (todos tenemos un alma que toma decisiones sin depender de la biología). Cada dogma sobrelleva una carga ética, y por eso sus defensores se obcecan en tácticas desesperadas para desacreditar a los científicos que los cuestionan. Pinker aporta calma y serenidad a estos debates al mostrar que la igualdad, el progreso, la responsabilidad y el propósito nada tienen que temer de los descubrimientos sobre la complejidad de la naturaleza humana. Con un razonamiento claro, sencillez en la exposición y ejemplos procedentes de la ciencia y la historia, el autor desmonta incluso las amenazas más inquietantes. Y demuestra que un reconocimiento de la naturaleza humana basado en la ciencia y el sentido común, lejos de ser peligroso, puede ser un complemento a las ideas sobre la condición humana que miles de miles de artistas y filósofos han generado. Todo ello aderezado con un estilo que, en sus obras anteriores, le sirvió para conseguir muchos premios y el aplauso internacional: ingenio, lucidez y agudeza en el análisis de todos los asuntos, sean grandes o pequeños.

En torno a The blank slate, de Steven Pinker1 José Adolfo de Azcárraga2 ¿Existe una naturaleza humana innata, de carácter biológico, o es adquirida? Con toda seguridad su opinión estará incluida en alguna de las siguientes cuatro posibilidades, no todas excluyentes entre sí. La primera supone que, al nacer, la mente de los seres humanos es una tabula rasa (expresión que da pie al título) sobre la que en los primeros años se puede escribir todo lo que determinará su vida adulta. Esta visión se remonta a los estoicos griegos y a S. Tomás de Aquino; John Locke la utilizó para criticar a la aristocracia, que no podría justificar privilegios innatos si las mentes de nobles y plebeyos comenzasen igualmente vacías. La segunda es la teoría rousseauniana del noble salvaje: los seres humanos somos naturalmente buenos (justos y benéficos, como obligaba a serlo el art. 6 de la constitución española de 1812, La Pepa) hasta que la sociedad nos corrompe. La tercera es la del espíritu que controla la máquina, según la cual somos portadores de un alma que gobierna nuestro cuerpo y que toma decisiones con independencia de los procesos biológicos que lo rigen. Finalmente, quizá piense que, biológicamente hablando, existe una naturaleza humana, en parte determinada genéticamente, y que –por mencionar sólo una consecuencia de este punto de vista- en un hipotético trasplante de cerebro sería mejor ser donante que receptor. La existencia de esa naturaleza humana biológica es la tesis de Steven Pinker, profesor de psicología del Instituto Tecnológico de Massachussets, el famoso MIT, autor de How the mind works (cómo funciona la mente), y miembro del foro de debate EDGE. The blank slate está repleto de sólidos argumentos que rebaten a quienes se resisten a aceptar esa existencia por razones diversas, pues el origen de la condición humana es una cuestión fundamental para múltiples aspectos de nuestra vida. Los padres que estén convencidos de que la mente del niño es una tabula rasa se culparán sin remedio si sus hijos no alcanzan las metas propuestas, pues ello probaría que han sido incapaces de educarlos debidamente (lo que también puede ser cierto). La hipótesis de la tabula rasa tiene también consecuencias políticas, y ha resultado muy útil a todos los regímenes totalitarios: no es casualidad que la genética evolutiva estuviera prohibida durante el estalinismo, y tanto el dicho de Mao “los 11

mejores poemas se escriben en un libro en blanco” como las alusiones al “hombre nuevo” del régimen hitleriano tienen todo tipo de connotaciones siniestras. Los partidarios del noble salvaje tenderán a culpar a la sociedad de toda conducta delictiva: “todos somos culpables” es la frase políticamente correcta de ese grupo. Acusando a la sociedad, que por no poseer personalidad jurídica no responde ante ningún tribunal, se elimina toda responsabilidad personal sin que nadie la adquiera en su lugar, lo que facilita que, a veces, los criminales parezcan tener más derechos que sus víctimas. Hasta la intencionalidad de las penas puede tener un carácter diferente según la visión que se tenga del propio delincuente. Así, el derecho anglosajón, quizá menos optimista, confiere a las penas un mayor carácter de escarmiento y castigo que el español. La tesis del noble salvaje tiene también importantes y nocivas consecuencias para la educación, al suponer que un niño progresará por sí mismo si no se le desvía de su curso. Así, en una escuela de tipo Summerhill no debe haber exámenes, notas ni programas de estudio; los niños deben ser libres de ir a clase o no. Tal punto de vista ignora una obviedad: que la educación tiene por objeto proporcionar al cerebro los conocimientos que necesita y que no posee inicialmente. La evolución ha grabado en nuestra mente recursos que nos indican, sin necesidad de estudio, cuándo debemos comer o protegernos del frío e, incluso, que nos permiten aprender a hablar con cierta facilidad. Pero sin aprendizaje previo no podemos escribir y, menos aún, llegar a ser abogadas o neurocirujanos. La educación está, precisamente, para compensar las carencias de nuestro cerebro ante situaciones para las que no estamos inicialmente preparados. Así pues, toda pedagogía debería estar destinada a resolver este problema de la forma más eficaz y equilibrada; ignorar esta realidad puede resultar popular (“los exámenes son traumas innecesarios”, etc), pero es perjudicial para el niño. A veces pienso que el Origen de las especies debería ser lectura obligada de toda autoridad educativa, como las matemáticas lo son para los ingenieros. El empirismo de la tabula rasa, el romanticismo del noble salvaje y el dualismo del espíritu que gobierna la máquina tienen, pues, serias implicaciones de todo tipo, por lo que muchos de sus defensores han sido críticos con los estudios científicos que contradicen esas creencias. Y es que es mucho lo que está en juego: sus actitudes, y en más de un caso sus excesos, dejarían de tener justificación posible, si es que alguna vez la tuvieron. Por eso los descubrimientos sobre la naturaleza humana son recibidos con recelo: a veces se piensa que atacan ideales de progreso (tal como lo entienden, claro está, sus defensores) o, en otras, que nos roban parte de nuestro ser más íntimo. No en vano Dostoyevski, en la que quizá es la mejor novela que se ha escrito desde El Quijote, hace afirmar a Dmitri Karamazov (¡en 1880!), cuando concluye que piensa como resultado de la actividad nerviosa de su cerebro, que “siente perder a Dios”. O, como afirmó Kasparov tras perder al ajedrez frente al ordenador Big Blue de IBM: “esto es el fin de la humanidad”. La negativa a reconocer la existencia de una naturaleza humana biológica, innata, me recuerda la oposición de algunos filósofos postmodernos a la ciencia. En ambos casos hay un intento de reservar parcelas protegidas, sobre las que la ciencia no debe investigar y, si lo hace, no debe extraer conclusiones. En el caso que nos ocupa ha habido también algún científico que ha adoptado una posición excesivamente doctrinaria. El recientemente fallecido S.J. Gould (mejor divulgador que paleontólogo) y el genetista R. Lewontin, por ejemplo, han sido extraordinariamente 12

críticos con R. Dawkins y con la Sociobiología de E. O. Wilson, un intento serio, aunque no definitivo, de estudiar las bases biológicas del comportamiento social. Lo sospechoso es el carácter personal y apriorístico de sus ataques, que trasluce motivos y lealtades ideológicas más que razones científicas. Pero como sostiene Wilson en Consilience, la unidad del conocimiento (a la que alude el antiguo vocablo inglés del título) no admite fronteras. La realidad, por su parte, es tozuda, y el libro de Pinker, que trata de reconducir el debate sobre la naturaleza humana al campo de la racionalidad y la moderación, lo ilustra sobradamente. Por ejemplo, los famosos estudios de la antropóloga Margaret Mead sobre los aborígenes de Nueva Guinea y Samoa, en su día pilares de la tesis del noble salvaje, han tenido que ser sustancialmente revisados; la mente no es el white paper de Locke, sino producto de la evolución, etc. Curiosamente, este hecho separó finalmente a Darwin y a Wallace, quien en sus últimos años se dedicó al espiritismo y a tratar de comunicarse con los difuntos. Triste final para un generoso y excepcional científico. La estructura de la mente es común a todos los seres humanos, con independencia de raza y cultura, como lo muestra la existencia de universales humanos como la gramática universal de Chomsky: todos somos lo que hablamos, y todos lo hacemos, esencialmente, de la misma manera. Pinker reconoce la influencia de Chomsky pero, contrariamente a éste y a Gould, considera que el lenguaje es un instinto, producto también- de la adaptación evolutiva. Por su parte, la psicología evolutiva es cada vez más importante: al contrario que el psicoanálisis freudiano, es refutable en el sentido Popper y, por tanto, contrastable científicamente. Y es que, por ejemplo, resulta difícil comprobar la validez del complejo de Edipo, pero es muy sencillo confirmar que los rostros simétricos resultan sexualmente más atractivos que los que no lo son. Una importante idea que subyace en el libro de Pinker es que la ciencia no puede proporcionar pautas éticas. La ética se basa en valores humanos y éstos no pueden ser dictados por la ciencia, aunque ésta puede contribuir a explicar su origen. Es cierto que los genes determinan la existencia del cerebro, que a su vez estimula el deseo sexual y, después, el amor a los hijos. Pero la propagación resultante del gen egoísta, por usar la terminología de Dawkins, es sólo una metáfora; los genes no poseen ningún impulso específico de supervivencia, lo que deja espacio libre para una moral no gobernada por ellos y compatible con el origen biológico de la naturaleza humana. No obstante, ignorar este origen es rechazar lo que somos y ponernos al alcance de cualquier ideología reconfortante. Conócete a ti mismo, decía el famoso mandato del templo de Apolo en Delfos. Para ello tendremos que aceptar que nuestro cerebro es un órgano biológico y no una aristotélica ventana abierta al mundo exterior y que, quizá, existen verdades literalmente inconcebibles y realidades que nunca podremos abarcar. Pero todo ser humano que se precie debería conocer sus propias limitaciones. En resumen, el ensayo de Pinker constituye un libro ameno, desapasionado y erudito (incluye unas mil referencias), en un campo donde escasea el pensamiento lúcido y sin prejucios. Un libro cuya lectura no dejará indiferente y que será una auténtica delicia para las mentes curiosas y, en particular, para las –por ahora– políticamente incorrectas.

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