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CARLOS MAZZANTI Falbo Librero Editor * “MEULEN MALAL” ANDACOLLO 2 CARLOS MAZZANTI Nació el 26 de agosto de 1926. Su

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CARLOS MAZZANTI

Falbo Librero Editor

* “MEULEN MALAL” ANDACOLLO

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CARLOS MAZZANTI Nació el 26 de agosto de 1926. Su niñez, adolescencia y parte de su juventud, transcurrieron en la Patagonia, recorriendo por cuestiones de trabajo la región cordillerana de Neuquén y Río Negro. Ha publicado cuentos en las revistas Ficción y Cuadernos Australes y “Bocetos Patagónicos” en el diario Clarín. Su primera novela El Sustituto fue publicado por “Botella al Mar”, en 1954 y la segunda edición por Instituto del Libro Argentino, en 1957. De este libro se ocuparon extensamente en EE.UU. el Dr. Claudet Hule de la Universidad de Berkeley (California), en la Revista Iberoamericana de Bibliografía, el diario Nueva Democracia, de Nueva York y la revista Atenea, artes, ciencias y letras de la Universidad de Concepción (Chile), y el Dr. Ulrich Leo de la Universidad de Toronto. LA CORDILLERA DEL VIENTO, su segunda novela, trae a la literatura argentina el tema: la Patagonia, su gente, el drama de la tierra olvidada y sin amor, escrita con desusado vigor y dolorida humanidad.

© 1966, by FALBO EDITOR Queda hecho el depósito que fija la ley 11.723 Buenos Aires, Argentina.

ADVERTENCIA Aunque sujeta a la exactitud geográfica e idiosincrasia de sus habitantes, esta es una obra imaginativa. Cualquier semejanza o identificación con personas vivas o muertas, es un producto de la casualidad. EL AUTOR

* * * * * Esta edición que circula en disquetes, copias de impresoras o fotocopias, fue escaneada, revisada y editada desde el Destacamento Forestal Andacollo sin fines comerciales ni beneficio económico particular y su venta está prohibida. Está destinada al uso de docentes, estudiantes, bibliotecas, instituciones culturales e interesados de la localidad que quieren conocer y divulgar esta preciosa y única novela del pasado de Andacollo, desconocida en la literatura provincial. Al no haber forma de comunicarse con el Autor o familiares directos, los derechos o reclamos de edición, están a disposición de quienes sean los herederos intelectuales de la obra. * * Destacamento Forestal Andacollo 8353 – ANDACOLLO - Neuquén.Te. (02948)494187 Fax: 294073 Isidro Belver Te: (02948) 499011 Andacollo, 30 de marzo de 2001

“.... Porque, si ven cómo los ríos corren limpios y frescos y brotan los árboles en sus orillas sin que nadie los haya plantado, llenos de vida y hermosura, y las hierbas nacen y crecen hasta en las grietas de las piedras, ¿qué no podrán hacer los hombres por los hombres ayudándose mutuamente, con su amor, su educación y su enorme ciencia?.....” 2

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I LA CORDILLERA DEL VIENTO

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n poco antes que el camino de Chos Malal a Andacollo alcance su máxima altura, al pie, o mejor dicho, en un portezuelo de la Cordillera del Viento, se encuentra La Primavera, hermoso rincón desde donde el camino continúa ascendiendo hasta el filo de la montaña precursora azotada sin pausa por el viento de las cumbres. En ninguna otra parte como allí se hace más patente la influencia de la grandiosidad de la cordillera sobre el espíritu de los hombres, y el clima. A lo largo de esa legua de camino, antes de avistar el pueblo e iniciar el largo descenso —Andacollo hállase situado en una meseta baja—, se encuentran diseminados enormes bloques de piedras, caídos quizás en esos desiertos decenas de miles de años atrás, en alguna erupción volcánica, y por toda vegetación amarillean las finas briznas del coirón, alimento de los ganados, y uno que otro maitén perdido en la lejanía, mas bien hacia el resguardo de los faldeos. Durante este trayecto, no se experimenta ningún deseo de comunicación; pesa el silencio de aquellos gigantes andinos y la soledad de los campos recorridos únicamente por el temblor amarillo de su mínima vegetación, de tal manera, que es lícito creer en la sujeción del alma al inconmovible poder de la naturaleza, y que ésta la obliga a callar y observar, ya que no puede escucharse más que el suave y peculiar silbido del aire cortado por las aristas de las piedras y las agudas briznas del sedoso coirón. Aun en pleno verano, los días en esas alturas son muy frescos y llueve frecuentemente, concentrándose las nubes en los picos de la cordillera y descendiendo desde allí velozmente hacia el bajo por donde corre la huella, de manera que en pocos minutos suele cerrarse el paisaje con la bruma pluvial de las tormentas transitorias. A la soledad del campo agregase entonces la subyugante monotonía del agua reluciendo levemente en la opacidad de la tarde o la mañana; el moho de las rocas inmóviles adquiere de pronto una tonalidad verde esmeralda, y cuando al poco rato vuelve a salir el sol, coronando la cordillera con un doble arco iris, el coirón, alcanzado súbitamente por el rayo de luz, parece llamear tras los ópalos temblorosos de las gotas de agua escurriéndose a lo largo de sus briznas, y desplegarse como una corola de oro. ientras tanto, la tormenta se desplaza hacia abajo, por los inmensos valles encajonados donde corren el Neuquén y sus tributarios; y las lejanías azuladas tórnanse ligeramente violadas, luego grisáceas, y, por último, cuando ha llegado la lluvia, de una neblinosa tonalidad mate, que no es precisamente blanca, ni azulina, sino de ese especial color de la lluvia cuando cierra una parte del paisaje montañoso bajo el intenso resplandor de un cielo medio abierto. Y sucédense así las zonas de luz y los pozos de sombras, y los rayos de sol que horadan la bruma encendiendo bellas perspectivas de añil pronto a transformarse en la verdeante profundidad de los valles recorridos por la línea plateada de los ríos afluentes, en cuanto el viento continúe desplazando la tormenta hacia otro punto del horizonte hasta dispersar la última voluta de neblina en la infinitud del espacio. Las tierras auríferas comienzan más o menos en La Primavera —allí sólo existe un almacén de ramos generales y una escuela, camino de por medio— y se extienden hasta las orillas del Neuquén, en cuyo lecho se dice que hay una inmensa fortuna en oro acumulado por las aguas, pero que es imposible extraer; habría que desviar el curso del río, dificultad casi insuperable, pues éste corre encajonado en esa parte de su trayecto, y remover la capa de arena superficial y grandes cantos rodados hasta llegar a la profundidad donde el oro, debido a su alto peso específico, debe encontrarse en mayor proporción por metro cúbico. Los principales lavaderos, en los que han trabajado dos generaciones de mineros durante cincuenta años, empleando los métodos más primitivos que pueda imaginarse — la pala, el pico, la barreta y el plato de madera—, se encuentran situados en el larguísimo faldeo que desciende hacia el río Neuquén desde las alturas dominantes, poco más allá de La Primavera. Surcado por arroyuelos temporarios, todos provenientes de los manantiales y las nieves de la Cordillera del Viento, y con un manto que suele aflorar espontáneamente en la superficie de la tierra, cuando no se encuentra a cincuenta o setenta centímetros de profundidad, aquel extenso faldeo es trabajado periódicamente durante los meses del verano, dependiendo la duración de los trabajos de la menor o mayor cantidad de agua proporcionada por la estación, y del rigor del clima. rascurre el mes de enero, es un día apacible y venturoso por el calor del sol y la brisa que refresca la tierra y los guijarros relucientes. No hay movimientos en la lejanía, fuera de la rebelión ocasional de algunos maitenes solitarios, y de los finos álamos cuyas copas parecen taladrar lenta y pacientemente la profundidad celeste del espacio-cielo, con una determinación inexplicable y un fin por el momento desconocido. La superficie de la corriente del Neuquén, cinco o seis kilómetros mas abajo, acusa la extraordinaria limpidez del día con transitorios relampagueos, y la persistencia de la brisa rozando su caudal, con prolongados estremecimientos, como si una mano invisible corriera una y otra vez por sobre las aguas cambiando sin cesar la tonalidad del río en un juego de luces y sombras. Pero mucho más lejos, el curso del Nahueve es una inmóvil y resplandeciente cinta de plata emergiendo de la humosa perspectiva del oeste, y del Lileo sólo se distingue la línea morada del profundo cajón por donde corre desde el límite con Chile. n una cañada trabajan dos hombres. Uno es pequeño, y se halla encogido junto a una hoya de agua trasparente, lavando unos puñados de tierra en el plato de madera. El otro, alto y vigoroso, con músculos que resaltan bajo la piel cobriza debido al esfuerzo, lucha con el pico y la barreta tratando de extraer un gran canto rodado enterrado a medias en el aluvión. Convencido de pronto quizás de la inutilidad de sus esfuerzos, arroja con violencia la barreta exclamando: —¡Ya estoy harto de esta porquería! ¡No se mueve ni a palos! Juan levantó la cabeza del plato y miró inquisitivamente a su hermano. —Bueno, por hoy hicimos bastante —dijo enderezándose también—. Mirá —añadió tendiéndole el plato—, hay unas cuantas chispas; el manto parece bueno. Ignacio tomó el plato, pero apenas si le echó una ojeada y gruñó algo ininteligible, secándose con el dorso de la mano el sudor que le empapaba la frente.

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4 —Por ahí encontramos una ollita —continuó Juan, pensativo, volviendo a su lugar con el plato otra vez en la mano— y entonces... —¡Soñá nomás con la ollita! —contestó su hermano—, lo que vas a encontrar va a ser una heladura de patas que te va a tumbar todo el invierno. Yo no pienso meterme en el agua ni por joda. —Peor sería no sacar ni para los vicios. Hay que trabajar, acordate que las cuentas se cierran de un año para el otro si no se paga lo que se debe. —Sí, estos gringos ladrones te pueden ver morir de hambre —respondió Ignacio con rabia—, pero viven del oro que sacamos nosotros. —¿Y vos qué harías si tuvieras un almacén? Ignacio pareció sentirse de pronto más dulcificado, y contestó, poniéndose la camisa: —Yo no podría tener un almacén, viejo, me chuparía todo el vino. Juan sonrió a medias, y colocando el plato de madera encima de una piedra, comenzó a puntar las herramientas. —Hablando de vino —comentó—, tenemos que ir al almacén, a comprar algunas cosas. —Ya no tenemos tabaco. —Un paquete de Caporal y un poco de arroz; todavía nos queda aceite y harina. —¿Y el vino, viejo? ¿Qué me decís del vino? Tomó la bota que estaba apoyada en la barranquita y bebió largamente, sin tocarla con los labios, cayendo el líquido oscuro en un chorro incesante directamente a su garganta desde cuatro dedos de altura. —Tenés que avisarme, hermano, porque cuando me junto a esta vieja comadrona, me duermo. Todavía queda un trago. Ignacio tendió la bota sonriendo a Juan, quien la tomó y bebió a su vez. —Vacía como cabeza de turco —dijo, sacudiéndola boca abajo, sin que cayera más que una gota roja como la sangre sobre un canto rodado, grisáceo en la sombra de la barranca. Cargaron las herramientas al hombro, Ignacio el pico y la barreta, y Juan la pala y la bota vacía. Este último llevaba también, horizontalmente bajo un brazo, el plato con el mineral negro, de hierro, y las chispas de oro donde el sol arrancaba ínfimos destellos de un blanco incandescente. scendieron trabajosamente por la barranca alta, haciendo equilibrios sobre los montones de cantos rodados, y sesgaron el faldeo hacia el pueblo caminando a buen paso. Era la media tarde pero la brisa transformábase poco a poco en ventarrón, y el aire se enfriaba rápidamente. Ya a la vista de Andacollo las sombras de las montañas cubrían el Neuquén. —A lo mejor hiela —comentó Juan, siempre detrás de su hermano. —No, hará frío nomás —respondió Ignacio. —Habrá muchas estrellas, el cielo está limpio. —Tomaremos una sopa y mate cocido, ¿eh? —Sí, sopa de arroz. legaron a la vista de la primera chacrita de las afueras de Andacollo; una modesta parcela rodeada de una frondosa arboleda, sauces y álamos, en cuyo interior se descubrían los altos tallos del maíz y algunos frutales. Desde una loma cercana bajaban dos criaturas arreando una veintena de pavos. Aunque llegaban de direcciones opuestas, se juntaron en una hondonada. Eran un varón y una mujercita; flacos, de piernas delgadas y largas, el varón llevaba un mísero pantalón lleno de remiendos y calzaba unas alpargatas deshilachadas. La niña en cambio iba descalza. No tendría más de cuatro años y sus pies se confundían con el color oscuro de la tierra. Ambos agitaban unas ramitas en el aire y arrojaban a los pavos que se abrían de la bandada, piedras y trozos de palo, mientras les gritaban en un idioma ininteligible. Quizás los animales habíanse acostumbrado a entenderlo; a pesar del aparente desbande, seguían una determinada dirección y no parecían dispuestos a rebelarse. —Estaría bueno un pavo asado —dijo Ignacio—, son jóvenes y parecen gordos. Se pasó inconscientemente la lengua por los labios resecos. —Preguntemos —respondió Juan. En la puerta del rancho de la chacrita apareció una mujer vieja. Gritó y le hizo señas a las dos criaturas para que se apuraran. Al cruzar frente a ella Ignacio se detuvo, apoyó las herramientas en el suelo y se quitó el sombrero. —Buenas tardes, señora —saludó—, ¿Qué tal los pichones? —Han engordao —dijo la mujer con aguda voz—. Son listos comiendo el máiz. —¿A cuánto los más gordos? —Y no sé ... —vaciló unos instantes—, por ser ustedes, a dos con cincuenta. Ignacio y Juan se miraron; este último hizo un gesto de duda, y acomodó otra vez la pala en el hombro. —Está bien, señora, vamos a Juntar las chauchas y volvemos otro día. Buenas tardes. —Cuando gusten ... Que les vaya lindo. Se pusieron otra vez en marcha, pero no entraron al pueblo, antes de llegar a él, doblaron a la derecha, subieron al terraplén del camino y descendieron a un bajo, una ancha y antigua cañada donde también habíase trabajado el manto. llí se levantaban, espaciadamente, las elementales cabañas de los mineros. La de los hermanos difería muy poco de las demás; constaba de un solo ambiente, una de presión circular excavada en la barranca, sobre la que se habían levantado unas paredes de ramas, de metro a metro y medio de altura. Hacía las veces de puerta una bolsa descosida, integralmente aprovechada, sujeta al techo con unos oxidados alambres de fardo. La arpillera caía hacia abajo cubriendo exactamente el estrecho agujero por el que se entraba a la cabaña. Juan echó la arpillera sobre el techo, quitando la piedra que la sujetaba contra el suelo en su borde inferior, y descendieron a la fosa. Allí dentro la oscuridad era casi profunda, y había un penetrante olor a humo y carne rancia. uego de dejar las herramientas en un rincón y depositar el plato en el suelo, cuidadosamente, Juan echó unas ramitas en el fogón y encendió un fósforo, comenzado entonces el sofocante trabajo de tratar que prendieran las llamas en la leña gruesa. Hincado de rodillas junto a las piedras ennegrecidas que servían de fogón, soplaba y soplaba llenándose los ojos y la cara de cenizas. En tanto Ignacio, sentado en su camastro, quitábase despaciosamente las ojotas, húmedas a pesar de la larga caminata y, secándose los pies con un trapo, se calzaba

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5 unas alpargatas. Por fin, aparecieron finas llamitas y poco a poco fueron aumentando de tamaño hasta iluminar medianamente el interior de la cabaña. Juan acomodó el resto de la leña y se puso de pie pasándose la mano por la cara. Tenía húmedas las ojotas, quizás más que las de su hermano, pues había trabajado al borde del agua, donde fatalmente los pies van hundiéndose en el barro de la orilla; es el inconveniente y el gran sacrificio que debe afrontar el buscador de oro en los lavaderos. Aún en verano, las aguas del deshielo o los manantiales son muy frías y comunican a las piernas una dolorosa insensibilidad. Juan arrimó los pies desnudos a las llamas antes de ponerse las alpargatas, y suspiró de satisfacción. Paseó la mirada por el interior de la cabaña. —Deberíamos hacer un rancho de adobes antes del próximo invierno. Ignacio no contestó. Había liado un cigarrillo y echado en su cama fumaba tranquilamente, indiferente al otro humo, áspero y picante, que ya llenaba el ambiente. l interior de la cabaña se distinguía por el color oscuro de los objetos que allí se encontraban. Los troncos secos y las ramas del techo y las paredes estaban ennegrecidos por el humo del fogón; la tierra y los pocos tachos que servían para preparar la comida y se alineaban sobre una tabla, también eran negros. Sólo los camastros, formados por un heterogéneo montón de cueros, matras y maderas, conservaban una cierta claridad, debido especialmente a los vellones de los cueros de ovejas, y al pelo de los chivos de angora. El resto de las pertenencias de los hermanos estaba compuesto por una viejísima montura chilena y sus gastados aperos y un baúl de hojalata abollada, amontonados ambos en un rincón. Los utensilios de cocina lo componían, además de los tachos, latas de aceite abiertas por un extremo, dos platos hondos enlozados y dos cucharas, los tenedores eran desconocidos y los cuchillos se llevaban encima, siendo el de cada uno exclusivamente particular. El de Juan, viejo y ordinario, estaba mellado y opaco, y tenía el mango de madera. El de Ignacio, en cambio, era largo, fino y reluciente, con un sinuoso mango de asta de huemul; el mayor tesoro que había poseído en su vida. Claro que nunca, mientras hubo que hachear los huesos de los costillares, o rajar una tabla, Ignacio utilizó su cuchillo; para esos menesteres se usaba el de Juan, siendo va un acuerdo tácito entre ellos que debía respetarse la belleza y el sereno resplandor de acero importado del cuchillo de asta de huemul, cuyo valor, cercano a los diez gramos de oro, volvía más que problemática la posibilidad de que alguna vez pudieran darse el lujo de adquirir algo semejante. Antes que en eso, y después de la comida, debía pensarse en la necesidad, cada día más apremiante, de comprar un grueso poncho que supliera la exigua cantidad de ropa que protegía sus cuerpos, en el invierno. Juan cruzó dos hierros entre las piedras del fogón, y colocó sobre ellos un tacho lleno de agua. —Podemos ir al boliche mientras el agua se calienta —dijo. Su hermano se levantó perezosamente y se acomodó la faja. Luego abrió el baúl y extrajo de su interior una pequeña cajita redonda, de hojalata. —Vamos —respondió—. Deben ser como unos tres gramos. Trae la damajuana y la bota. —¿Para qué tanto vino? —objetó Juan, acomodándose la boina con un movimiento involuntario—. Llevemos la damajuana, nomás. Ignacio hizo un gesto de indiferencia con los hombros, y salió del agujero tomándose de los dos palos que servían de sostén, para elevarse hasta la superficie de la tierra. Las paredes y el techo de la cabaña crujieron peligrosamente. Juan lo siguió llevando una maleta de lana y la vasija de cinco litros. Pero salvó el desnivel existente entre el exterior y el piso de la cabaña, con un ágil envión de las piernas. l almacén de ramos generales donde ellos siempre realizaban sus compras, tuvieran o no el dinero necesario, pues el comerciante interesado en prosperar rápidamente debía por fuerza conceder cierto crédito a sus clientes, de otra manera podía perderlos, estaba situado en la orilla del pueblo. En un edificio de tipo corriente, de paredes de adobes y techo de chapas de zinc, mucho más largo que ancho, con otras dependencias menores para vivienda. Lo más agradable de estos comercios, además de los comestibles exhibidos, desde la vulgar bolsa de harina hasta las fabulosas latas de dulce de membrillo de cinco kilos, y las tabletas de chocolate de una libra, era la suavidad de su penumbra, y el fuerte aroma a yerba y azúcar, que siempre parecía imponerse a los otros, excepción hecha del olor peculiarmente penetrante y dulzón del vino tinto. Cuando entraron, no había nadie haciendo sus compras o bebiendo en el extremo del mostrador especialmente reservado para ese deleite, que hacía olvidar las fatigas del viaje en busca del avituallamiento y permitía afrontar con renovado valor las leguas de regreso por las montanas y el viento. El ruido amortiguado de los pasos y el tenue silabeo de la conversación, atraco la atención de Alí Sarkín. inclinado sobre unas boletas. y dando vuelta un poco la cabeza, miró por encima de sus anteojos. Saludó con su medida amabilidad árabe, un poco despectiva, por tratarse sólo de dos mineros, y preguntó qué iban a servirse. —Llenemos primero la damajuana —dijo Ignacio, a tiempo que Juan la colocaba sobre el mostrador. —Tres litros solamente —se apresuró a decir éste, quitándole el corcho y observándolo con desmedida atención, para ignorar la rápida mirada de su hermano. El comerciante tomó la damajuana y desapareció en la trastienda. En ese momento surgió su hija desde el otro extremo del mostrador, con una pila de cajas en los brazos. Ambos hermanos dirigieron la vista hacia allá, pero mientras Juan se mantenía inmóvil en su sitio, con la cajita de hojalata donde guardaban el oro, entre los dedos, Ignacio caminó a lo largo del mostrador, examinando las diversas mercaderías que colgaban del techo; desde lámparas a kerosene, hasta bastos para recados. Alí Sarkín regresó con el vino. —Pesemos el oro —dijo Juan, adelantando cuidadosamente la cajita abierta. La balancita de precisión, acusó tres gramos y una décima. De acuerdo a los tres pesos con treinta centavos que se pagaba el gramo de oro, en mercaderías, Juan pudo comprar, además de los tres litros de vino, un paquete de tabaco, un librito de papel para liar los cigarros, varios kilos de arroz y fideos, grasa, ají molido, y por último, y luego de un minuto de vacilación, durante el cual libró una ruda lucha en su conciencia, una lata de dulce de batata, que costaba la exorbitancia de un peso treinta. A todo eso, Ignacio examinaba una mercadería atendido por Malvina, la hija de Alí Sarkín. Desde el momento que éste apareciera con la damajuana, habíase dirigido resueltamente hacia ella. alvina era una hermosa morocha, tenía sangre árabe por parte de su padre, y española por su madre, quien había muerto hacía ya varios anos, dejándola al frente de una tarea agobiadora: cuidar de su padre y atender la casa, además de ayudar en el almacén. El resultado de esa mezcla de sangres, afines e

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6 igualmente apasionadas, había sido un porte magnífico, embellecido por una naturaleza de líneas implacablemente equilibradas, contra la envidia y la maledicencia de las demás mujeres del pueblo, que ansiaban ver aparecer en ese hermoso rostro el vello fatal, al que, se dice, son propensas las mujeres árabes, y las exuberancias de las formas, que doblegaran su erguida altanería. Pero el rostro de Malvina era tan suave y puro como una fruta del valle, y su cuerpo conservábase esbelto y firme desde hacía diez o doce años, cuando saliera de la adolescencia, contra todos los cálculos y prevenciones de la sabiduría popular, que suele inventar para cualquier raza, determinadas anomalías físicas a partir de cierta edad, y otros misterios psicológicos y espirituales. Lo que quizás le granjeó a Malvina desde muy joven esa gratuita maledicencia, fue su mirada. De unos grandes ojos negros, con el iris casi azulado, brotaban a veces unos fulgores duros y fríos como la escarcha invernal, sobre todo cuando alguno de los oscuros lugareños tenía la valentía de dirigirle una velada galantería. Tal vez porque las dos sangres que corrían por su cuerpo delataban la morenía, ella sentía una cierta inclinación hacia las personas de ojos y cabellos claros. Por ello no le era indiferente Ignacio; a pesar de su ínfima condición social y de su pobreza, tenía el cabello trigueño y los ojos de un color verde castaño, clara señal de que uno de sus padres había sido de piel blanca, y el otro moreno, de acuerdo también a sus rasgos dominantes. Además, era un verdadero hombre, en el sentido que inevitablemente debía dársele a esa palabra en aquellas desoladas regiones; buen jinete, buen bebedor, pero sin llegar jamás a la borrachera y la ofensa, mujeriego y de mirada atrevida. Todo lo necesario para excitar la imaginación de las pocas mujeres que en edad de merecer languidecían entre la Cordillera del Viento y el río Neuquén, sin posibilidad legal de llegar a conocer jamás los umbrales del gran mundo (fuera de alguna maestra de escuela y la esposa de algún comerciante, con el carácter suficiente como para exigir la temporada invernal en contacto con la "civilización") ni siquiera en Zapala, cincuenta y siete leguas al sur, con llegada de trenes dos veces por semana, y cinematógrafo, donde se exhibían películas en diez o doce actos, porque había una sola máquina proyectora, ya que Chos Malal, a cinco horas de viaje en camión desde allí, estando el camino en muy buen estado, era un pueblo tan muerto como Andacollo. Malvina tenía veintiocho años. Hacía por lo menos diez que, luego de convertirse en mujer, aguardaba inútilmente al hombre que encendería en ella el amor y el deseo, y por el cual sería capaz de realizar cualquier acción. Pero transcurrían los años, y fuera de un viaje a la ciudad de Neuquén, que le pareció hermosa y digna de ser vivida hasta la muerte, a pesar de sus millones de moscas, cuando la enfermedad de su madre, y donde un hombre bastante aceptable para ella, tratara de demostrarle con mal disimulado cinismo, advertido por su ancestral instinto femenino no obstante haber vivido veinte años aislada en las montañas del viento, que antes de amarse con el espíritu el hombre y la mujer debían entregarse acostándose juntos; además de ese recuerdo, y de mirar hacia lo alto del camino a Chos Malal cada vez que divisábase allí una nube de polvo, con la esperanza nunca perdida de que un día cualquiera bajara por aquella serpenteante línea blanquecina, una reluciente rural último modelo, deteniéndose allí, en la puerta del almacén, y que de su interior descendiera un hombre joven y apuesto, ingeniero de minas, enviado de la gobernación, o simplemente, adinerado turista, que se interesara por ella; fuera de aquella única experiencia sin consecuencias de los veinte años, y de los sueños, no sucedía en Andacollo absolutamente nada que le anunciara la proximidad del hombre esperado. Solo estaba ese Ignacio, harapiento y perturbador minero de mirada insolente, cuya única cosa de valor era un largo y fino cuchillo de mango de asta de huemul, con su pequeño y miserable hermano, a quienes su padre debía fiar en el invierno para que no murieran de hambre. Y aunque representaba cabalmente al hombre viril y mujeriego, le faltaba el dinero y la posición social necesarios para que una mujer de su calidad y belleza pudiera rendirse a él, con ciertas condiciones, por supuesto. Y, sin embargo, cada vez que Malvina desnudábase en su habitación, de perfil, entre la luz del farol Petromax, y la cortina transparente de la ventana, con un perverso instinto de seducción, y veía en el espejo del ropero, uno de los pocos lujos que su vida, la línea erguida de sus senos, la suave convexidad de su vientre, la perfección de sus piernas; toda la ardiente belleza de su cuerpo, cuya virginidad se le hacía intolerable, y calculaba los pocos años de esplendor que restábanle, y que parecían condenados a apagarse allí. arrullados por el interminable aullido del viento, entre gentes toscas e ignorantes; cuando comprobaba mes tras mes que de los pocos automóviles extraños llegados a Andacollo, a veces uno por año, sólo descendían hombres viejos y cansados, con sus ropas arrugadas cubiertas del polvo blanquecino de los viajes, o estaban un día en el pueblo, sin que ella pudiera verles la cara, y enseguida se marchaban, entonces aparecía nítidamente en sus pensamientos la imagen de Ignacio, y creía percibir de nuevo el amargo olor a tabaco ordinario característico de su persona. Pero aquello no servía más que para exacerbarla; ¿era posible que el único hombre digno de mirarse en aquellas malditas soledades, fuera justamente uno de los más miserables y sin perspectivas? ¿No parecía una refinada hurla a su destino de soledad e incomprensión? Porque su padre, a pesar de ser lo que se daba en llamar un hombre honesto, caracterizábase por eso: la falta de comprensión. No estaba dispuesto, de ninguna manera, a marcharse de Andacollo. El clima le sentaba magníficamente, y no obstante sus sesenta años parecía encontrarse en la plenitud de su vida. Ella no podía esperar su muerte para liquidar el almacén y viajar a la meta dorada. Buenos Aires, ni era capaz de abandonarlo, pues no tenía parientes conocidos —había sido único inmigrante de una familia árabe— ni existía nada que pudiera asegurarle la subsistencia lejos de su protección. I Ignacio dio vuelta entre sus manos a un hermoso mate, trabajado en metal plateado. —¿Cuánto vale esto? —preguntó. Malvina movió los dedos con impaciencia sobre el mostrador; una mueca despectiva desfiguró su pequeña boca, durante un instante. —Cualquiera fuera su precio, usted no podría pagarlo —respondió con frialdad. Ignacio no se inmutó. Dejó el mate, y dijo tranquilamente: —¿Únicamente los bolicheros tienen dinero? La mujer lo miró con desafiante altivez. —Diga mas bien "comerciante". —No hay duda, comerciante es el que compra mercadería barata por ahí, por Zapala, o donde sea; la trae hasta Andacollo y la cambia por oro. Este oro que nosotros sacamos, se paga aquí veinte centavos menos, el gramo, que en Chos MalaI. Y todavía menos si el interesado en venderlo quiere su dinero en moneda contante y sonante. —Usted tiene libertad de ir a venderlo donde le plazca. Con estas palabras, Malvina pareció dispuesta a dar por terminada la conversación, y se volvió hacia uno

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7 de los estantes. Pero Ignacio no estaba vencido, y dijo, calmosamente: —Uno de estos días voy a empezar a trabajar mi pertenencia en Los Maitenes, que da más de cincuenta gramos por metro cúbico, y entonces convendrá viajar a Chos Malal para vender tanto oro. Ella, sin embargo, no pudo dejar de volverse y responder acremente: —Sí, como la ollita, que su hermano Juan y tantos otros esperan encontrar. Siempre soñando que les caiga algo del cielo para poder comprarse una bombacha y unas camisas decentes. ¡Van a ser toda la vida unos infelices! —añadió, dirigiéndose hacia el otro extremo del mostrador; la ira le coloreaba magníficamente el rostro. gnacio sonrió, y comenzó a liar un cigarro con las últimas hebras de tabaco. Observó que su hermano aún hacía cuentas con el almacenero. Esperaba que ella volviera, y así fue. Malvina se aproximó más tranquila, después de dar unas cuantas vueltas inútiles por ahí. — Bueno —dijo—, espero que ustedes no necesiten nada más. —Creo que Juan ha terminado ... Un día de estos hablaremos con tranquilidad; vamos a pagar toda la cuenta de un momento a otro, y ... —No me interesan esas cuentas —interrumpió Malvina con gesto despectivo—, son cosas de mi padre. En ese momento, Juan colocaba el último paquete en el interior de la maleta; había que irse. Ignacio tuvo un impulso de inspiración y audacia, y, convencido de que lo que esa mujer necesitaba para calmarse y saciarse, era un hombre, dijo rápidamente: —Es cierto, las cuentas son feas, y las deudas amargas, pero el amor en el corazón es como un mallín solitario en la cordillera; sólo necesita el buen tiempo para reverdecer y cubrirse de flores. Malvina bajó la cabeza, alterada, y se volvió otra vez hacia los estantes. Ambos hermanos saludaron con un monosílabo y desaparecieron en la penumbra del crepúsculo. La mujer quedó sola, con el corazón latiéndole ferozmente de odio y deseo. Una luz amarillenta comenzó a invadir el local del almacén desde el cuarto contiguo, donde se realizaba la pequeña contabilidad del negocio; el padre encendía los faroles. Sí, y había que vigilar la preparación de la cena y acostarse después, luego de desnudarse ante el espejo, esperando que alguien espiara su silueta y se mordiera de deseos en la oscuridad de la noche, y ella más tarde se removería en el lecho sin poder dormir, pensando en el pavor de su larga juventud únicamente llena de ansiedades; le palpitaría el corazón y por su mente pasarían interminables imágenes rechazadas y anheladas alternativamente, hasta que venciera el cansancio y se durmiera entre sus sábanas ardientes. sa noche, después de comer la espesa sopa preparada por Juan con arroz y un poco de grasa y ají molido, Ignacio salió a caminar por el bajo con tres cigarrillos ya armados. Detestaba hondamente esa vida de fríos y trabajos agobiadores, siempre con la incertidumbre del rendimiento del manto, y malas comidas, y aunque los recuerdos de otros años mejores estaban muy desdibujados en su memoria (cuando vivían en Chos Malal con sus padres, él los arropaba de noche, arrodillado junto a sus lechos, la madre les enseñaba a mantener limpios sus guardapolvos, pues durante esos años felices fueron a la escuela, por lo menos hasta cuarto o quinto grado, que él recordara, y había siempre una mesa puesta con suficiente comida caliente) sabía que no había nacido para soportar esas penurias, cada vez más abajo, hacia la anonadación absoluta. Y, aunque él aún no se emborrachaba, consideraba el vino casi como el supremo bien de la vida. Pero hacía tiempo que en su mente, sin que lo supiera Juan, trazaba cuidadosamente los detalles de un plan espléndido; para ponerlo en práctica sólo necesitaba un poco de suene y trabajar con paciencia esa maldita pertenencia hasta que rindiera por lo menos unos ochenta o cien gramos de oro. Encendió un cigarrillo. La luna resplandecía ya en los cantos rodados de la orilla del arroyuelo y en el agua gorgoteante. Algunas sombras, también con pequeños puntos incandescentes a la altura de la cabeza, pasaban junto a él; otros hombres fumando, unos rumbo a los boliches donde a esas lloras despachaban una copa, los demás, quizás sin saber qué hacer, hacia el límite del pueblo, a contemplar durante algunos minutos embobados la marcha incansable de la corriente del Neuquén recordando al paisano que allí se ahogó el pasado invierno, o al pastorcito que halló, semi enterrada en la arena de la orilla, mientras su puñado de ovejas bebía el agua, una enorme pepa de oro. Ignacio salió por fin de la hondonada, y subió hacia el pueblo. Lentamente se acercó a los edificios del almacén de Alí Sarkín. Dio un rodeo y se ubicó estratégicamente junto a unos árboles donde comenzaba una calle, tras los fondos de la casa, y en el punto único desde el cual veíase, a través del estrecho corredor que dejaba el edificio entre una de sus paredes y una amplia grieta en el portón del patio, la ventana de la habitación de Malvina. Al cabo de veinte minutos de espera se iluminó la cortina y ella comenzó a desnudarse lentamente y de perfil. Veíase nítidamente su sombra recortada por la luz del farol. Ignacio fumaba calmosamente con los ojos fijos en la ventana. Por fin fue extinguiéndose poco a poco la luz de la habitación, y antes de que se apagara del todo, desapareció la silueta de la mujer. Emprendió el regreso fumando el tercer cigarrillo, convencido de que ella estaba al alcance de sus manos y que sería suya si conseguía vencer con dinero su orgullo, puesto que su deseo parecía haber alcanzado un punto culminante. l día siguiente comenzó para ambos hermanos el trabajo en toda su magnitud. Juan había elegido el punto que parecía más conveniente, después de fructíferos ensayos, y allí comenzaron a despegar el aluvión para llegar al manto, en una extensión de varios metros cuadrados. El despeje se realizaba contra una alta barranca. Juan, con un especial instinto, esperaba encontrar en las grietas o en las arrugas del basamento rocoso una ollita o algo por el estilo. Aunque Ignacio no compartía esas esperanzas —él, particularmente, jamás había tenido suerte en los lavaderos —acataba las indicaciones de su hermano menor, porque Juan era uno de esos hombres con una extraña intuición para encontrarse con el oro granado—. Un día, incluso, había hallado una pepa de cincuenta gramos y otras más pequeñas, contra una roca, bajo un canto rodado; de esa época databa el cuchillo de mango de asta de huemul. Pero desde entonces habían tenido poca suerte, hasta el extremo de encontrarse en plena primavera endeudados con Alí Sarkín y sin mayores perspectivas de poder ponerse al día con la cuenta. La cancelación de esa deuda, casi un año atrasada, era imprescindible si querían contar con el fiado para el siguiente invierno. Meses atrás, al principio de la primavera, Juan en su eterno vagar, hizo unos agujeros en ese faldeo que nadie trabajaba por encontrarse el manto en gran parte sepultado bajo una espesa capa de aluvión, y halló todas las pruebas excepcionalmente rendidoras. Luego de una semana de largas discusiones acordaron solicitar la pertenencia, gastando para ello los pocos pesos que les quedaba. Así tenían la seguridad de un lugar para trabajar durante varios años sin que nadie los molestara ante las noticias del buen rendimiento del placer. Lo penoso residía en quitar los

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8 cantos rodados, amontonados como una pared inconmovible a los simples esfuerzos humanos; pequeños, enormes, diabólicamente bien encajados unos con oíros, unidos por la sólida argamasa de la arena y el tiempo, resistían largamente a los esfuerzos del pico y la barreta; una hora de trabajo intenso sobre ellos, significaba deshidratarse, a pesar de la fresca brisa o el viento de la cordillera, y tener que recurrir a la bota de vino, chorreando sudor como un caballo después de medio día de galope. Ignacio, muy fuerte y de contextura mucho más poderosa que su hermano, realizaba el trabajo más pesado. Lo hacía apretando los dientes; de naturaleza empecinada, a veces parecía que sus venas y cuerdas musculares iban a estallar cuando tropezaba con una piedra demasiado grande y muy bien encajada entre las otras que la apoyaban y fortalecían, hasta que vencía la inteligencia y el poder de la palanca sobre la materia inanimada; el canto rodado cedía y se inclinaba con un áspero chirrido, dejando al descubierto su pequeña cueva húmeda y negra, y era empujado hacia un costado donde iban amontonándose de mayor a menor, de acuerdo a la progresiva altura de la pared. Como no tenían víveres más que para unos pocos días y resultaba problemático conseguirlos todavía al fiado, resolvieron que el trabajo fuera moderado. espejados unos diez metros cuadrados y calculando la altura media del manto en unos cuarenta centímetros, realizaron el lavado de cuatro metros cúbicos; este trabajo, que requería mucha paciencia y resistencia al frío del agua, lo efectuó Juan en su mayor parte, protegiéndose los pies con ojotas de lana, y aunque no encontraron ninguna ollita, el oro salió bastante granado, sobre todo, como el ya lo había previsto, en la línea donde el manto se apoyaba en el basamento rocoso. Pasaron una tarde entera raspando cuidadosamente cada una de las grietas y hurgando todos los recovecos, y al final del decimoquinto día de trabajo, luego de amalgamar el oro con el mercurio, se hallaron ante una pequeña pelotita plateada que debía aproximarse a los cien gramos de peso. El rendimiento ni siquiera se acercaba a los cincuenta gramos por metro cúbico, según Ignacio se jactara ante Malvina, pero era mucho más de lo que ellos habían esperado, de acuerdo a la mala suerte de los últimos tiempos y tratándose de un lugar inexplorado, capaz de proporcionar desagradables sorpresas, pues el oro suele distribuirse caprichosamente, tanto en el manto como en el aluvión, que hace dos años un minero tropezó aquí con una ollita en un repliegue del basamento y lavó en pocas platadas cien resplandecientes trocitos de oro, lo suficiente para vivir sin ninguna preocupación todo el año, y poco más allá, en la misma cañada y entusiasmado por aquel glorioso descubrimiento otro hombre inclinó las espaldas durante dos meses, lidiando con gigantescos cantos rodados, sobre cada uno de los cuales parecía que iba a dejar la vida, y sumergido hasta las rodillas en el agua helada. Y no obtuvo más que unas pintas, unos miserables gramos de oro fino que no alcanzaron para pagar su avituallamiento de esos sesenta endiablados días, y mucho menos la deuda del invierno anterior. Esto suele suceder con frecuencia y hay gentes a quienes les es realmente imposible pagar, por diversas circunstancias, y otros desaparecen, sencillamente, dejando asentados en los libros sus nombres con un debe definitivo. Algunos mueren de hambre en el invierno, a veces con toda su familia, y, por supuesto, tampoco pagan sus cuentas. Pero los almaceneros cúbrense de estas muy previsibles acechanzas del destino con un adecuado porcentaje de recargo en las mercaderías; de manera que hasta allí, en el departamento de Minas, donde con seguridad no existe una sola Biblia ni hay alguien que sepa si Josué detuvo el movimiento del sol para terminar su batalla, o qué fue lo que sucedió aquel día del viejo testamento, los gustos también pagan por los pecadores. uan e Ignacio llegaron de vuelta a su cabaña, las herramientas al hombro y un pavo gordo y azorado, con los ojos desorbitados de inquietud, colgando desairadamente del extremo de la barreta. Esa noche había cazuela, lo que constituía una fiesta después de tantas pobrísimas comidas; tortas fritas y guisos aguachentos cocinados con los restos del ají y los fideos. Pero los pensamientos de Ignacio hallábanse ocupados en algo más importante; comenzaban a concretarse los primeros detalles del plan. La suerte, esa maldita suerte que durante dos años se complaciera en hacerlos dar vueltas como perros perdidos en cañadas engañosas, en cortarles el agua antes del levante, por súbitas e inexplicables sequías y agotamiento de los manantiales, en atormentarlos con fríos insoportables y grandes vientos en plena temporada de verano, cuando no unas lluvias repentinas desbordando los arroyos y desbarrancando el trabajo de varias semanas; esa maldita y putañera suerte terminaba de dárseles al fin, y allí estaba la dura pelotita de oro que significaba carne jugosa para el asado, dulces, vino y tabaco, y unos ciento cincuenta pesos libres de deuda. Y, sin embargo, existía una aguda piedra en el magnífico camino que comenzaba a recorrer: su hermano Juan. Sabía que él no iba a prestarse de ninguna manera a su juego, y también que debía aprovechar esa única oportunidad, costara lo que costase, para terminar de una vez por todas con aquella miserable vida de penurias e incertidumbres. Entre todos los pordioseros de Andacollo, ellos podían contarse entre los últimos, y de no ser por esos cien gramos de oro obtenidos ya al borde del abismo, hubieran tenido que optar entre morirse de hambre, convertirse en cuatreros, o desaparecer de una vez por todas, dejándole la cuenta colgada al turco Alí Sarkín. No poseían más que un par de bombachas cada uno, remendadas y zurcidas hasta la saciedad, dos camisas que databan por lo menos de cinco años atrás, desteñidas por el uso incesante, y algunas rotosas y deformadas prendas de abrigo. se último invierno habíanse cubierto solamente con cueros; y por turnos, con un poncho tan gastado que casi podía verse a través de su trama delgada como un papel. El necesitaba un poncho negro, de castilla, bombachas de gabardina, botas y una de esas finísimas fajas de guardas rojas y amarillas que tejían las indias en hilo macramé, y no las burdas fajas negras, de algodón, traídas de Buenos Aires por los bolicheros a millares. Hasta se daría el lujo de una tabaquera de terciopelo bordado ... Pero antes debería convencer a Juan de que en realidad habían obtenido trescientos cincuenta gramos de oro en el lavado final, más de ochenta por metro cúbico, y que convenía vender la pertenencia a la Gold Mines Co. recién instalada en Andacollo, previo arreglo para que las pruebas arrojaran como mínimo ese promedio de ochenta gramos por metro cúbico. Después llegaría lo otro, el doblegamiento de la mujer, la entrega de la hembra que desesperaba de hallar su hombre, y le ofrecía ciertas noches, cuando durante el día se habían cruzado sus miradas o sus palabras en ese juego de la humillación y el deseo, como en un acuerdo tácito, el espectáculo de la sombra de su cuerpo desnudo tras las cortinas de su ventana. ientras Juan desplumaba y limpiaba el pavo, Ignacio fue a el almacén a saldar la cuenta y a buscar algunas provisiones para esa noche. Alí Sarkín trabajaba en sus libros de contabilidad y atendía alternativamente a dos parroquianos ahítos de vino que apenas se mantenían en pie junto al mostrador. Ignacio fue recibido por Malvina. Parecía estar ese día particularmente ceñuda y desconforme con su suerte. Saludó y colocó la

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9 cajita de hojalata despreocupadamente sobre el mostrador. —Me lo pesa y me salda la cuenta —dijo. Con un poco de asombro Malvina hizo el calculo; noventa y ocho gramos, quedaban casi cincuenta a disposición de ellos. Hizo el pedido que le encargara Juan; y entregó la damajuana para los cinco litros de vino. —Parece que esta vez han tenido suerte —comentó la joven, haciendo el cálculo total y colocando el resto del oro en la cajita. —Y todavía nos queda otro tanto —respondió el minero—, Resultó un poco mejor de lo que esperábamos; más de ochenta gramos por metro cúbico. Pensamos vender la pertenencia —añadió con displicencia. o estuvo muy seguro, pero le pareció que Malvina erguía aún más los pechos, y lo miraba con un relampagueo en los ojos. Se acentuaba la penumbra, y Alí Sarkín recién se disponía a encender el Petromax. Cambiaron algunas palabras más, que el tiempo continuaba hermoso, que al día siguiente iría a elegirse algunas ropas. Sí, ella estaría a eso de las siete de la tarde, para atenderlo cómodamente, un poco antes de cerrar; la mejor hora, cuando ya habíanse marchado todos los clientes, excepción hecha de los borrachos, pero a esos, por supuesto, su padre los ponía en la calle en cuanto se le antojaba; inmundos piojosos que no pensaban más que en tomar, mientras en los ranchos sus hijos se morían de hambre. Cuando Ignacio se marchó, los dos bebedores, inmóviles en su lugar, respetuosos del corto trecho de mostrador reservado para el único deleite de sus vidas, trataban con poco éxito, debido a la parálisis de sus lenguas, de mantener una conversación monosilábica. Conseguían, empero, producir unos sonidos misteriosamente articulados, mientras por la comisura de los labios les corría una tenue baba rosada. "La animalidad total —pensó Ignacio al pasar junto a ellos—. El resultado de treinta o cuarenta años de miseria. Un peso es igual a media botella de vermut, un gramo de oro representa seis o siete litros de vino; la vida entera es una constante ansiedad entre los inviernos con muy pocas borracheras y las tibias primaveras rebosantes de sol y reuniones en los boliches a entablar conversaciones que no se entienden, obsesionados por la deliciosa vacilación entre la dulzura del vermut y la aspereza del vino tinto". Y si ellos continuaban comiendo bien una semana y pasando hambre otras dos, se decía Ignacio, a pesar de que no tenían a quien mantener, porque ella habíase marchado hacía tiempo; pagando la cuenta un año y otro mendigando el fiado para no cuerear las ovejas ajenas, iban a terminar así, babeándose sobre el mostrador de cualquiera de esos turcos enriquecidos gracias a la imbecilidad y las miserias de las gentes, porque el vino era el único consuelo y envenenaba hasta la médula de los huesos. Y un día podían amanecer muertos después de una borrachera a la intemperie, o ahogarse como unos pobres gatos al cruzar el río con la tranca. Y debía ser horroroso morir así, sabiendo en ese último instante que al día siguiente saldría el sol y correría el agua clara desde la cordillera, y los viejos hombres tomarían su mate y masticarían sus torcas antes de decidirse a cargar la pala y el pico, mientras el cuerpo hinchado, tirado en la orilla de cualquier recodo del río era picoteado por los comedores de cadáveres. gnacio escupió de asco al salir del almacén y llegó a la cabaña, de donde se elevaban negros hilos de humo por cada una de las grietas del techo. Entró preocupado por hallarle una rápida solución al problema; conseguir que Juan aceptara su plan, venciendo su estúpida honradez. Pero fue éste quién se la proporcionó sin que él dijera una sola palabra. Habían terminado de comerse la cazuela de pavo con arroz, y saboreaban lentamente el dulce de batata, antes de tomar el café, cuando Juan dijo de pronto: —Quisiera ir a Chos Malal para ver a la Silvita. Ignacio dejó de comer, entre molesto y sorprendido; el problema resolvíase casi en forma milagrosa. Era una clara señal de que todo terminaría bien. Sin embargo, respondió: —¿Todavía querés ver a esa yegua? —No hables así de tu hermana, Ignacio... —Juan lo miró un instante con tristeza, y prosiguió: —Ella no tuvo la culpa de nada, fuimos nosotros que la dejamos ir. —Sí, también nosotros le abrimos la puerta de su pieza al roñoso ese, y lo llevamos a su cama. —Vos sabes cómo son estas pobres muchachas solas; y no tenía más que diecisiete años. gnacio se movió con impaciencia en el tocón de madera donde estaba sentado. Aquel tema le desagradaba, y trataba siempre de rehuirlo, en parte porque consideraba lo sucedido como una vergüenza pública, y en parte también por remordimientos de conciencia. El era el hermano mayor, el jefe de la familia, desde la muerte de los padres, y éstos le habían encarecido especialmente, antes de morir, el cuidado de Silvia. Además, esa necesidad de protección a la hermana menor, estaba implícita en el ejemplo de la vida de ellos, los padres, que les habían dedicado todos los esfuerzos tratando de hacerles más llevadera la existencia, a pesar de la pobreza y la lucha despiadada para sobrevivir con alguna dignidad en el desastroso medio ambiente del rancherío de las afueras de Chos Malal, donde vivieran los años de la niñez y la juventud. Estaba perpetuamente fija en la memoria de Ignacio la imagen de su padre, encorvado por los años y la enfermedad, blanqueando con lentos movimientos las paredes del rancho, quitando el barro de la acequia, regando la huerta, descendiendo de su caballo, destrozado de cansancio, después de quince días de arreo. Y siempre reuniéndolos bondadosamente ^unto a la mesa a la hora de la comida, dándoles a ellos las mejores partes de la carne y reservándose los huesos y los pellejos, mojando apenas los labios en su única copa de vino, alentándolos con paciencia inquebrantable en el estudio, quizás porque él no sabía leer ni escribir. Y la madre de la misma manera, hasta el día en que murieron, como habían vivido, sin un gesto o una palabra grosera. Esa imagen de los viejos cariñosos y afables, grabada a fuego en su memoria, había impedido que en más de un momento de rebelión Ignacio hubiera robado o asesinado sin importarle un comino las consecuencias. Y sin embargo, no habían podido conservar a la Silvia con ellos, y ella se fue, a conchabarse a Chos Malal, y como era agraciada y estaba en la flor de sus años sucedió lo inevitable; que el hijo de "La Estrella", un joven estudiante que pasaba las vacaciones con su madre, la persiguiera hasta dejarla preñada. —No hay nada que hacerle —continúo Juan—. Nosotros tuvimos la culpa. Deberíamos haber construido un rancho de adobes, y trabajar de firme para que ella no pasara ni hambre ni frío. —Todas esas yeguas lo único que quieren es emplearse de sirvientas —murmuró Ignacio, sin saber qué responder. —Y claro, es la mejor manera de tener la comida y la casa segura. Pobre Silvita . . . y menos mal que "La Estrella" es buena y lo quiere al chico.

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10 Juan se imaginaba a la mujer pequeña, de piel muy blanca y cabellos renegridos, a quien llamaban "La Estrella" como su almacén de ramos generales, dándole la leche a la criatura, y experimentaba una intensa felicidad; a él, al contrario de Ignacio, no le indignaba en absoluto que la gente se hubiera enterado de la desgracia de la Silvia; lo importante era esa seguridad de casa y comida, y la bondad de "La Estrella" mientras viviera. —Bueno, si querés ir a verla, es cosa tuya —dijo Ignacio al fin, íntimamente avergonzado de que fuera esa la oportunidad tan esperada. Juan se hallaba en ese momento en cuclillas junto al fogón vigilando el agua para el café. Tenía un pucho casi apagado entre los labios. Se lo quitó y respondió, mirando fijamente la pared de enfrente, como si sus ojos pudieran atravesar la inmensidad del tiempo y el espacio, descubriendo anticipadamente la alegría del niño: —Quiero comprarle alguna cosa a la criatura; ya es grandecito y hasta ahora no le regalamos nada. Ignacio bajó la cabeza y chupó intensamente de su cigarrillo; aquello era más de lo que podía soportar sin sentirse un miserable. Pero era inútil tratar de ocultárselo; no tenía justificación m la tendría más tarde. Empero, cualquier cosa era preferible a terminar borracho perdido en los almacenes de los turcos, o ingresar por primera vez a la comisaría con el humillante título de ladrón de ovejas. ¿Y el mundo? —le decía una voz—. ¿No es muy grande el mundo? Si. pero en todas partes había que comer y vestirse decentemente, y en todas partes, también para eso, era necesario ir a rogar los empleos con la cabeza baja y el sombrero en la mano, humilde y rastrero, sin la menor señal que hiciera sospechar a los empleadores, a los poderosos, que existía allí una semilla de rebelión. Y el mundo, lo que quería era la sumisión total, absoluta, la humildad humillante; aquel doloroso modo de ser exigido a los paisanos en general, tanto por el agente de policía como por el bolichero y hasta por el empleado de correos que entregaba las canas, aunque ellos no recibieran jamás una carta y dicho pensamiento fuera el resultado de una experiencia indirecta, vivida en los umbrales del edificio de correos. —Y ¿cuándo te vas? —preguntó cautelosamente Ignacio. —Mañana. Sale un camión ames del mediodía. Me llevo unas pintas de oro. El agua ya hervía a borbotones. Juan echó una cucharada de café y revolvió el líquido pacientemente, retirándolo un poco del fuego. El hermano mayor, en tanto, preparaba los jarros. El delicioso olor del café llenó la choza. “Si, pensó Ignacio, sentándose otra vez en su tocón, no hay nada más delicioso que el café caliente. No volverá a faltarme en el invierno, ni tampoco la carne ni el tabaco. Y me compraré un grueso poncho negro, de castilla, allá, en Chile. Y que el bueno de Juan se quede con su humildad y su honradez cavando la tierra y desjarretándose sobre los cantos rodados, hasta que tenga la edad del viejo, y se muera de hambre o de frío y soledad un invierno, sobre un cuero de chivo, sin haber podido pagar su última cuenta, si es que para entonces alguien todavía le fía; generalmente los bolicheros no se sienten inclinados a dar crédito a los hombres demasiado viejos y cansados”. l día siguiente a eso de las diez de la mañana, Juan partió rumbo a Chos Malal, zarandeándose en lo alto de un camión cargado de cueros y fardos de lana. Al salir del pueblo, en el lugar donde el camino comenzaba el ascenso de la cordillera, saludó a Ignacio con una mano. Este se hallaba parado a la puerta de la choza, esperando, justamente, que apareciera el camión con Juan arriba. Aunque habíanse despedido media hora antes, allí estaba él, inmóvil, fumando ininterrumpidamente a la espera de la aparición de su hermano, último ser viviente que lo ligaba al pasado. “Adiós hermanito —murmuró apenas para sus adentros, agitando también una mano en el aire—. Es probable que no nos encontremos nunca más. Sos igual al viejo, hasta te pareces a él en cada una de las arrugas de la cara; naciste para ser bueno, lo que significa, por lo menos en esta parte del mundo, nacer para ser humillado y pisoteado. Y vas a morir también como el viejo, con la seguridad de no haber hecho nada malo en toda la vida. Pero no sé que se gana con eso. El murió con un grito de dolor en cada punto de su cuerpo, aunque jamás se hubiera quejado hasta entonces; vos a lo mejor no lo supiste nunca, yo sí, porque lo veía a veces llorar a solas, doblándose en el fondo de la quinta. Y ese último día, cuando sus fuerzas llegaban al límite, quién sabe si para evitarse lo que él consideraba la vergüenza y todavía un dolor mayor de tener que gritar ante sus hijos, me mando a Chos Malal, en busca del médico, creyendo que él podría aliviarlo. Yo fui en su caballo, y mientras galopaba hacia el pueblo, en el atardecer reseco, lleno de los aullidos de los perros esqueléticos de los ranchos vecinos, desde cuyos negros huecos la gente como fantasmas me miraba pasar yo me mordía los labios para no llorar, porque estaba seguro de que el viejo iba a morirse. Llegué al pueblo y golpeé la puerta de la casa del médico y salió a atenderme una mujer tan sucia y miserable como uno de los fantasmas del rancherío, y cuando le dije lo que buscaba porque nuestro viejo se moría, casi se rió a carcajadas en mi cara. Y ¿sabes porque se reía, Juan? Porque, sencillamente, el médico estaba tirado en un sofá con una borrachera horrorosa. Me hizo entrar y me dijo despreciativamente, ahí está, ahí esta ese sucio y podrido animal, lleno de ciencia y de vino. Y añadió, a lo mejor con buenas intenciones, creyendo que iba a calmar mi horror; de todas maneras esta noche no hubiera ido, porque ustedes viven demasiado lejos; tal vez mañana, si se levantaba fresco, y no tenía mucho trabajo, y yo conseguía convencerlo. ¿Te das cuenta Juan? El único médico con que contaba la gente en varios centenares de leguas, desde Zapala a Mendoza, borracho perdido. Pero yo volví, ya entrada la noche, y le dije, tratando de disimular mi espanto y mi desesperación, padre, el médico no puede venir porque dice su mujer que se fue para El Mayal a atender a una parturienta. El no contestó una sola palabra, y sólo movió afirmativamente la cabeza, y yo salí detrás del rancho a maldecir a todos los hombres y a toda la ciencia del mundo, y con el puño cerrado pegué en la dura tierra, de rodillas, hasta que se me abrió la piel, cuando el viento empezó a gemir largamente, porque no podía soportar más los dolores y juré que yo no iba a morir así, como un perro, que sólo sería honrado y decente hasta donde pudiera serlo”. Ya el camión era un punto oscuro, y aparecía y desaparecía alternativamente siguiendo las curvas del camino por el faldeo, casi invisible tras su pequeña nube de polvo blanco, pero Ignacio seguía pensando. Y estuvo allí parado junto a la puerta de su choza, hasta mucho después que el camión y su hermano y la minúscula nube de polvo hubieran desaparecido en el filo de la montaña. Luego entró, tomó el tabaco, el librito de papel y la carita de hojalata donde guardaban el oro; Comenzó a liar unos tras otros los cigarrillos, colocando en su interior algunos trocitos de ese oro ganado con tanto esfuerzo y que quizás iba a significarle salvarse definitivamente de la miseria. Cuando tuvo listos una docena de ellos, los colocó cuidadosamente en una carita de madera, dentro, del baúl. Y mientras hervía la marmita sobre el fuego, se dedicó a arreglar un poco el rancho, en previsión de lo que, según sus cálculos, debería ocurrir de un momento a otro.

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11 oco antes del crepúsculo se dirigió al almacén de Alí Sarkín. Como casi todos los días, había unos P paisanos tomando su vinito en uno de los extremos del mostrador atendidos por el propio dueño, quien repartía su tiempo entre vigilar los faroles, donde ya las llamas anaranjadas calentaban las mechas de seda, y llenar

el litro de metal cada vez que uno de los bebedores murmuraba con voz pastosa y vacilante: “A ver don Alí, otro medio litro del tinto”. . . Malvina lo recibió con el rostro coloreado, quizás porque terminaban de realizar una tarea que había agitado su sanare, o porque ese día sentíase dichosa. Ignacio adquirió una bombacha de gabardina oscura, un par de botas de fino cuero marrón, un pañuelo de seda, una camisa y una faja tejida en hilo macramé, por lo que debió entregar treinta gramos de oro, casi todo lo que le restaba en la cajita de hojalata. —Yo tendría que conversar con usté —dijo de pronto, mientras la joven pesaba el oro. Ella no pudo impedir un movimiento entre ansioso y despectivo. —¿Conversar conmigo? —respondió sin embargo—. Bueno, esta es una excelente ocasión. —No, mejor donde nadie pueda escucharnos. Repentinamente, el rostro de Malvina enrojeció y brillaron sus ojos. Quizás de placer o de ira; ni Ignacio ni nadie podría haberlo adivinado, de acuerdo al misterio insondable que es el corazón de una mujer, sobre todo cuando en él la humillación, el deseo, la soberbia y tantas otras pasiones son mezcladas y agitadas por la dolorosa soledad y el hastío de los veintiocho años. —Y ¿dónde se le ocurre que usted y yo podríamos conversar? —preguntó en tono desafiante. —En cualquier parte donde estuviéramos solos, por ejemplo, en mi cabaña. La gente aprovecha cualquier oportunidad para empezar a tejer las habladurías, y a lo mejor usté ... —¡No me interesa en absoluto lo que pueda decir la gente! —interrumpió Malvina cerrando el cajón del oro con violencia. —Por otra parte, no pienso ir a esa sucia cueva de ustedes, que no sé cómo se animan a llamar cabaña! —Si por mi fuera viviría en un palacio —respondió Ignacio, sin molestarse por el insulto—. Pero hasta ahora la suerte había sido mala, y nos conformamos viviendo en esa cueva, como usté la llama. Allí la espero, no creo que nadie la vea llegar, y aun así no la reconocerían en la obscuridá de la noche; no hay luces, nadie hace un fuego afuera, y la gente se acuesta temprano. Yo voy a esperarla toda la noche. Malvina empalidecía y enrojecía alternativamente mientras Ignacio hablaba; su pecho se levantaba y bajaba rápidamente, al compás de una respiración jadeante, y sus ojos despedían esos peculiares destellos sombríos que le enajenaran la antipatía de las demás mujeres del pueblo, y hasta de los hombres, desde la adolescencia, según cada uno la interpretara a su modo como desprecio, orgullo o maldad, sin pensar que podía ser, sencillamente, la defensa instintiva de un alma demasiado ardiente y tempestuosa, más tarde transformada por la soledad en desdén hacia todo ser viviente de Andacollo y sus alrededores. —Y créame, usté —finalizó Ignacio, mirándola rectamente a los ojos— que hace mucho tiempo espero esta conversación, y la deseo ahora más que nunca, porque cambió nuestra suerte y estoy por vender la pertenencia. Sin darle tiempo a responder, tomó su paquete y se marchó con paso rápido. Sabía que ella debería pensar en todo lo que terminaba de decirle, y trataba de evitar que su orgullo le impidiera ir después de una contestación demasiado terminante. Todo el resto del crepúsculo lo ocupó en afeitarse, ordenar el interior del rancho y cambiarse la ropa. Cenó temprano, y después de tomar el café, dejó que el fuego se convirtiera en brasas de manera que iluminara con suave resplandor rojizo. alvina, en tanto, luego de haber dado de comer a su padre, sin que su agitación le permitiera preocuparse por la comida, se dirigió a su cuarto, y como todos los días, y automáticamente, comenzó a desnudarse. Era la primera vez que un hombre de su gusto le daba una cita. Ahora descubría que Ignacio le había atraído mucho más de lo que ella supusiera. Era alto y de piel blanca, dorado por la intemperie, y tenía los cabellos y los ojos claros; debería poseer una fuerza muy grande, la suficiente como para que ella gimiera de dolor entre sus brazos. De pronto tuvo una idea, y abriendo completamente la llave de aire del farol se dirigió hacia la ventana y espió corriendo un poco la cortina, en el momento en que la luz moría en la habitación. Pero en el otro extremo de la calle, entre los árboles, no se distinguía el punto rojo incandescente del cigarrillo de Ignacio; no estaba allí, sufriendo y delirando ante el perfil de su cuerpo desnudo. La esperaba en la cabaña, sin duda consumiéndose de impaciencia, fumando uno tras otro sus cigarrillos de ordinario tabaco, cuya acre fragancia le repelía y subyugaba al mismo tiempo, porque era el olor del hombre, áspero y fuerte, entre cuyos brazos, a la postre todo orgullo y desdén se esfumaría como la helada tenaz de la madrugada a los primeros rayos del sol. Pero ella no iría. ¿Y por qué? ¿Esperaría un año más, cinco, siete, hasta que se diera cuenta de que su madurez iba transformándose lentamente en vejez, sin que hubiera aparecido su hombre? Entonces se entregaría a cualquiera o se convertiría definitivamente en una solterona, la hija del comerciante Alí Sarkín que se quedó para vestir santos, o que mostró la hilacha cuando ya no pudo seguir aguantando las noches frías sola en una cama ... Y si se entregaba a Ignacio no tenía la seguridad que al día siguiente no lo supiera todo el pueblo, aunque en la altiva y recta mirada de él había una especie de silenciosa garantía; jamás le había oído referirse ni risueñamente siquiera a ninguna mujer y no obstante sabía muy bien, por la sirvienta, que era responsable de muchas seducciones, lo que lo hacía aún más deseable. Y de todas maneras, como se lo había dicho a él mismo claramente, no le interesaba en absoluto la maledicencia de esa gente ignorante y mediocre, que no tenían otras inquietudes, para sobrellevar la desesperante monotonía de sus vidas, que, espiar por la orilla de las cortinas y transformar un cambio de palabras en la calle entre un hombre y una mujer, en la última y más apasionante aventura ocurrida en el pueblo. Y era seguro que ya le habían adosado una buena cantidad de adulterios y otras inmoralidades, de acuerdo a las miradas y semi sonrisas, no solamente deseosas que solían dirigirle algunos hombres. Se detuvo junto a su lecho y se apretó ambos senos hasta gemir casi de dolor. Hallábase en la más cruel disyuntiva de su vida; aunque muy bien podía esperar otra oportunidad, el más elemental razonamiento le decía que daba lo mismo que fuera ahora o dentro de dos meses. Y la noche estaba espléndidamente oscura y cálida; una maravillosa noche de enero, con sus diminutas y pálidas estrellas brillando apenas a través de una bruma precursora de tormenta en lo alto de la Cordillera del Viento. No movía las briznas de los pastos, en el patio, ni un soplo de aire, cosa terrible y conmovedoramente extraña; y había silencio en todo el pueblo, el inusitado silencio profundizado por unos árboles quietos, de ramajes inmóviles, de

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12 hojas apenas temblorosas, como si un gran manto de terciopelo negro hubiera caído sobre esa parte del mundo, hasta el extremo de poder escucharse, con la ventana abierta, el distante rumor de las aguas del Neuquén. Y durante un instante le pareció que aquel lejanísimo murmullo era el de las voces de millares de mujeres muertas y sepultadas en esa tierra dura y fría, jóvenes y viejas, todas repitiendo el sordo clamor de su desilusión por la falta de aclaración de los misterios después de la muerte y al cabo de una vida de privaciones y frustraciones sin nombre. Mientras tanto la gente dormía, liberada por unas horas de sus inquinas, mezquindades y maledicencias, a menos que éstas las poseyeran aún en sueños, y ella podría vestirse, abrir la puerta y escurrirse silenciosamente por el patio, cruzar la calle y descender hacia la cabaña de Ignacio; y allí amar y ser amada de cara a la feroz y embriagadora realidad de la vida, y permanecer unida a un hombre, por fin de carne y huesos, no un sueño o un espectro, hasta que el primer canto de un gallo o el ladrido de un perro despertara al pueblo y tuviera que regresar, no ya a la morada fría y monótona de una virgen, sólo carnal, pues espiritualmente habíase entregado a una caravana de hombres, sino a una casa desde entonces iluminada por la alegría de sentirse definitivamente libre de la opresión del sexo y el temor a la vejez sin haber realizado uno de los supremos bienes de la existencia. Y más tarde quizás el amor. Ahora movíase un poco la cortina de la ventana abierta; soplaba una leve racha de viento. Y como transformándose en un largo grito de arrepentimiento por la inútil soledad y la ardorosa vida agotada en la lucha cruel contra los sentidos y las ansias espirituales, le llegó traído por el viento, el levantado fragor de las aguas del Neuquén, (con qué amor al fin los sueños realizados) y entonces comenzó a vestirse frenéticamente, sin pensar en la ropa que se ponía. Salió por una puerta lateral del corredor, luego de proveerse de su linterna, cuidando de hacer el menor ruido posible, y se encaminó hacia la calle. El portón chirrió muy suavemente cuando lo empujó hasta dejar el espacio suficiente para su cuerpo, como previniéndole que, si bien las cosas inanimadas no participaban de las locuras de los seres humanos poseedores de ese extraño laberinto de infinito llamado alma, (al término de un tiempo sin comienzo) iba en pos de una aventura donde era fácil dejar, no solo la reputación, lo que tal vez tuviera poca o ninguna importancia, sino también la futura alegría de vivir y su pasión por el amor, pues desde esa noche su destino podía quedar sujeto a la voluntad del hombre. (No volver a los años de renunciar a la vida). Mientras caminaba hacia la depresión, la lóbrega cañada donde se hundían más que levantaban la enramada de él y las de los otros mineros, con el ánimo más firme y sereno bajo la apacible noche apagada y su frescura de desentumecimiento ya despierta la tierra desde las altas cumbres a los valles profundamente verdes (su infancia sólo tuvo un verde valle y un plateado río) ante la suavidad del verano cuyo ardor de otras latitudes atemperaban los vientos y las nieves perpetuas (y también unas amenazadoras montañas azules); mientras sus pies se asentaban con inseguridad entre las desigualdades de la pendiente invisible tratando de esquivar las matas espinosas y las piedras sueltas, no sólo para evitar una imprevista caída, (allí arriba el hambre y la muerte y aquí abajo la espera) sino también debido al inconsciente temor de producir un ruido que pudiera delatarla y alguien que transitara por las cercanías se acercara entonces movido por la curiosidad a ver quien descendía a la cañada de los mineros a tales horas de la noche (pero jamás había odiado la inmensa soledad de las montañas y los ríos, y sí únicamente la intolerable soledad de los hombres) y descubriera, encendiendo un cigarrillo al pasar junto a ella, que se trataba nada menos que de la hija de Alí Sarkín en una expedición nocturna; y en tanto dedicaba la mayor atención posible a los amortiguados sonidos de la noche, tratando de darse cuenta si se acercaba un caballo o una persona caminando en opuesta dirección, o si un perro la había olfateado y se agazapaba entre las pequeñas elevaciones y hondonadas del declive para saltar junto a ella un momento más tarde ladrándole furiosamente (y muchas veces habíase preguntado, desde los últimos anos de la niñez hasta el fin de la adolescencia, cuál era el motivo de que ellos vivieran allí, soportando a los borrachos y a esos otros terroríficos hombres del invierno, con partes del rostro ennegrecido por las quemaduras del frío, las orejas, los párpados, la nariz, enflaquecidos y angustiados como espectros, tímidos solicitantes de la prolongación de su cuenta para llevarse un poco de grasa y harina que su padre no concedía porque debían demasiado y no parecía existir posibilidades de que pudieran pagar algo en el próximo verano), y hasta volvía de tanto en tanto la cabeza a ver si se encendía alguna luz en los edificios del almacén, temor inútil, porque su padre poseía el sueño profundo y dilatado de los hombres llamados justos; dominando todas esas acciones, pensamientos y recuerdos, imponíase en su mente la imagen de Ignacio y su intensa mirada, mezclándose extrañamente el valor, la calma y una indefinible tristeza de la vida. Y quizás por eso, pocos minutos antes, ella había decidido por fin que él debería tomar su cuerpo con la oscura intuición de que algún día podía llegar a poseer su alma. Conocía donde se hallaba situada la enramada de los dos hermanos, porque muchas veces los había visto, desde la puerta del almacén, recorriendo el trayecto entre su primitiva vivienda y el ojo de agua donde una buena parte de la población proveíase de agua pura para beber y cocinar; los brazos tensos por el esfuerzo al transportar esos baldes de veinte litros, construidos de latas vacías, llenos hasta los bordes. Y se acercó a la cabaña, y durante un instante, inmóvil ante la puerta, le oprimió el corazón su aspecto lúgubre y el penetrante olor a humo y cueros que brotaba de su interior apenas iluminado por unas brasas agonizantes. (Y más tarde alguno de ellos o sus hijos morían de consunción y su padre bajaba la cabeza al enterarse de la noticia haciéndose el desentendido. Y ella en ese instante lo odiaba y odiaba también a esos inocentes muertos a causa de la culpa indirecta que les tocaba en la tragedia; y por extensión odiaba el invierno y su miserable vida, sobre todo cuando notaba que hasta el más infeliz y rotoso de los clientes esgrimía en ciertas ocasiones un perceptible desprecio por los "turcos" y los "gringos", como llamaban genéricamente a todos los comerciantes, sin distinción de razas). Pero se rehizo enseguida y levantó resueltamente la raída arpillera del hueco de entrada. Le pareció, al principio, que allí abajo no había nadie, y sin embargo, de un oscuro rincón surgió una forma humana murmurando "es usté por fin", y le tendió los brazos para ayudarla a descender al fondo. Volvió a dudar unos instantes, hasta que dos poderosas manos se posesionaron de su cintura, y la arrastraron irremisiblemente a aquel abismo de luces y sombras vacilantes. Molesta, casi oprimida, humillada en su lacerante orgullo iba a iniciar una explicación, cuando sintió que una boca ávida y caliente se apretaba en su garganta. Fue un momento de horror, repugnancia y desconcierto, sobre todo en el instante en que la boca tenaz se desprendió de su cuello para unirse a sus labios. Quiso alejarse con un esfuerzo de los brazos y un desesperado movimiento del cuerpo, pero ya estaba desatada la fuerza omnipresente del sexo y el hombre que la estrujaba contra su pecho era poderoso como el tronco de un árbol contra el viento, y el tiempo transformábase en un torbellino donde la razón y el dolor y el orgullo tenían muy poca consistencia, y sólo quedaba el miedo, por fin el miedo inenarrable ante la diabólica belleza y la exaltación del amor carnal. Pero más

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13 allá de ese miedo cerval, infiltrándose lentamente en sus venas como un veneno o una droga y negada la voluntad para rehacerse, quizás porque el ser en su más profunda y tergiversada realidad no deseaba rehacerse, y aun más allá del resplandor levemente rojizo de las brasas reflejándose en la techumbre carcomida por las lluvias y los vientos, transformada por último en una sutil niebla a través de los ojos entrecerrados (oh mi amor y mi dolor) abríase el infinito, pero todo el infinito del espacio-cielo, desplegándose por sobre los recuerdos de una niñez y una juventud absortas ante el desenvolvimiento unísono de la vida y de la muerte; del hombre espectral que había pedido para sus hijos y le fue negado, de la madre que agonizó entre las níveas sábanas del sanatorio, de la mujer que dio a luz una niña rozagante en el galpón agrietado en los fondos de la casa (su juventud sólo conoció la desvalida desdicha de las ovejas mal paridas y el entierro de los niños muertos al comienzo de la infancia). Y tirada sobre el lecho elemental de aquel hombre, cuyos músculos duros como la piedra, y sin embargo dúctiles y cálidos bajo sus manos, la aprisionaban hasta parecer que iban a negarle más tarde siquiera un asomo de su libertad física, sintió que el miedo, ese miedo animal que invalida durante un lapso inconmensurable las acciones de los seres humanos cuando se encuentran de pronto ante la revelación de alguno de los más importantes misterios de la vida, desaparecía de su sangre para ir dando lugar a una sensación; primero largamente amenazadora, como la lenta vibración de una cuerda grave sostenida y amplificada desde la más ignota profundidad de su cuerpo y sus sentimientos, hasta transformarse en la violencia de la carne y la exaltación del alma. (Pero jamás comprendió la profundidad de aquella desdicha y el alcance de aquel dolor, y no fue piedad sino repugnancia instintiva a la muerte y a la miseria lo que grabó a fuego en su memoria el balido agónico en la distancia y la lenta procesión de seres fantasmales tras el hombre que llevaba al hombro el pequeño cajón, y la mujer que lo seguía con la cabeza vencida sobre la tierra). Y le comunicó al hombre el frenético temblor de su pasión, y las paredes de ramajes oscuros y el techo de palos retorcidos parecieron temblar también, hasta que por la cañada silenciosa, donde sólo resplandecía vagamente un ínfimo pozo de agua y un canto rodado bajo el rayo de luz de una constelación empalideciendo hacia el naciente, se prolongó y murió el gemido estremecedor de una perra en celo brotando desde la profundidad de la tierra. na hora antes de la madrugada regresó Malvina a su casa temblando de frío; el rocío invisible y liviano caía en silencio sobre los campos desiertos y los largos valles encajonados; pronto comenzaría a helarse ligeramente y el amanecer sería una larga llanura blanca y resplandeciente; luego se levantaría de allí un vaho traslúcido, una niebla fría de donde emergerían como fantasmas las leves y resignadas figuras de los hombres y los animales. Mientras caminaba por la suave pendiente, trataba inútilmente de penetrar las tinieblas que la rodeaban; ansiaba ver el mundo en toda su imperturbable maravilla, ese mundo hasta pocas horas antes vulgar y monótono, que parecía de pronto haber adquirido una calidad sobrenatural. Pero la oscuridad era completa, y quizás más profunda que a la medianoche; las estrellas empalidecidas hasta semejar sólo un polvo escarchado inmovilizado en su viaje hacia la tierra, negábanle siquiera un tenue rayo de luz azul. Mañana mi corazón te despertará el canto de los pájaros y el melodioso viento bajara desde la cordillera como otro pájaro más antes blanco ahora invisible sacudiendo las alas entre los árboles y silbando a los hilos de telégrafo Malvina debés levantarte nada que sople el viento con mayor fuerza y consiga quebrar las trabas y se abran las ventanas haciendo volar las cortinas y todas las puertas golpeen y giren en sus bisagras sin cesar y corra la chica enloquecida gritando por la casa y arremolinados los libros de contabilidad se destrocen entre ellos sus páginas arrancadas por la gigantesca y helada mano del viento y se mezclen el debe y el haber de manera que en el futuro no pueda existir la palabra esto me pertenece y la vida dentro del bloque compacto de la nieve y el frió no dependa de un puñado de grasa y otro de harina ni de la larga cuenta ni del reseco cordón y sólo la aurora esplendorosa presidiendo la dicha unánime de las almas sin escucharse desde el río el enloquecido clamor de sus muertes sin pasión ni esperanza de supervivencia porque se resecaron como un trozo de rama desgajada y en cambio florezca por primera vez en los pedregales morados de la tarde de un copo de nieve, de una gota de lluvia, de un grano de polen llevado por el viento la flor purpúrea de nuestro amor triunfante hasta que la muerte nos separe y nos vuelva a unir, quien sabe.. alvina se acostó temblando, no sabía si de frío o de excitación, y se durmió de pronto, casi sin tiempo para detenerse a pensar en la más importante experiencia de su vida. Despertó cuando el sol ya estaba alto, sobresaltada por unos insistentes golpes en la puerta. Durante un instante no acertó a comprender lo que había sucedido; luego lo recordó y dio vueltas en el lecho poseída por una euforia indescriptible. Ya no importaba nada, ni el desayuno que debía servirle al padre, ni la atención de esa sombría cueva llena de yerba, harina y tabaco por los que la gente dejaba día tras día sus ínfimos trocitos de oro arrancados a la tierra luego de hundirse hasta las rodillas en el agua helada y de rascar las piedras con sus manos ásperas y retorcidas como garras. Por fin respondió a las voces de la sirvienta y comenzó a vestirse. Su padre ya estaba trabajando en el almacén. Cuando ella entró no le dijo nada; se limitó a mirarla por encima de los anteojos y la saludó con un gruñido de enojo. alvina examinó atentamente las estanterías, el techo y las paredes; la mercadería amontonada en el suelo y las oscuras manchas de vino del mostrador, encontrándolo todo odioso y execrable, aunque interiormente reconocía que aquello no era más que un simple almacén de campaña, como tantos otros, sin nada que pudiera diferenciarlo de los demás. Y sin embargo existía allí una atmósfera deprimente, una ausencia total de alegría y una frialdad tan grande como la helada humedad que en ciertos días lluviosos del otoño solían rezumar las paredes. Sería tal vez porque recordaba el rostro ennegrecido y macilento del hombre desconocido que un día de invierno había llegado a solicitar un pequeño fiado de harina, yerba y azúcar, con una dignidad extrañamente pavorosa en los ademanes y en las palabras de acuerdo a las circunstancias, y que su padre negó obstinadamente pese a la grave insistencia llena de dolorosas insinuaciones, alegando que sólo fiaba a cienos y determinados clientes, y no a cualquiera que se le presentara, sin haber adquirido antes ni una caja de fósforos en su almacén. Y el hombre entonces habíase retirado, excusándose con palabras ambiguas y quitándose un poco el sombrero, deformado por los agujeros y costurones. Ella lo vio marchar con paso lento y calmo por las calles intransitables de nieve barrosa. Y un mes más tarde se enteraron de que había muerto de hambre junto con su familia, aislados por una gran nevada de quince días que siguió a aquella tarde inolvidable. Y allí estaba el padre, inclinado sobre sus libros y sus bolsas de provisiones, ajeno e insensible al hambre y a la muerte, sin esperanzas de que enderezara un

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14 día las espaldas y mirándola francamente a los ojos, le dijera: "creo que no servimos para soportar estas calamidades, y ya que no podemos cambiar el orden del mundo nosotros solos, vendamos el almacén y vámonos a otro lado, donde nuestro trabajo y bienestar no contribuya a profundizar la miseria de los demás". Pero aquel hombre iba a morir allí entre sus bolsas y sus libros de contabilidad, quizás cuando ella fuera una vieja agria y dura, acostumbrada a su avaricia e insensibilidad como la cosa más sabia y natural del mundo. Y sin embargo, por una simple decisión tomada a medianoche no existían posibilidades de que aquello sucediera, porque ella se había entregado a Ignacio, con la furia y el deleite de doce años de espera, y esa noche sería la última que pasaría en la casa de su padre. gnacio, mientras tanto, vestido con su flamante ropa adquirida un día antes, luego de haber golpeado hasta el cansancio su sombrero para quitarle toda la tierra, única prenda vieja que llevaba puesta, se dirigía hacia los galpones de la Gold Mines Co. Aunque su aspecto iba a impresionar favorablemente, sabía que convenía mostrarse humilde y respetuoso para predisponer al administrador en su favor, y aparecer exento de malicia y libre de toda sospecha. El empleado del escritorio se mostró poco dispuesto a anunciarlo, pero cuando Ignacio dijo que se trataba del ofrecimiento de una pertenencia, pensó que valía la pena molestar al viejo cascarrabias. o hicieron pasar a una oficina grande y clara, perfectamente limpia y de sobrio moblaje; solo un escritorio de roble, una silla de la misma madera, una estantería con diversas muestras de minerales y una docena de biblioratos. Una gran ventana daba hacia la Cordillera del Viento. El inglés miraba en aquella dirección, cuando él entró, como diciéndose: "si yo pudiera descubrir allí el filón más rico, y volverme a mi viejo Sussex dentro de cuatro o cinco años..." —Entiendo que usted quería hablarme —dijo, mirándolo distraídamente. —Si señor —contestó Ignacio con el tono bajo y sin relieves, que a toda la gente de alguna importancia parecía gustarles—. Resulta que tengo una pertenencia muy rica y como no pienso matarme trabajándola pensé en venderla. —Pero usted debe saber que nosotros solo vamos a dedicarnos al mineral de cuarzo, y no a los lavaderos. —Sin embargo como es algo excepcional, creo que convendría tenerla en cuenta. El administrador, un poco más interesado, hizo girar la silla colocándose frente a Ignacio, examinándolo con ojos penetrantes. —¿Y a que qué llama usted "excepcional?". —A ochenta gramos por metro cúbico, señor. Mister Johnson se quitó los anteojos con un rápido ademán,,y exclamó: —¡Ochenta gramos por metro cúbico! ¿Sabe lo que está diciendo? —Nosotros trabajamos unos cuatro metros nomás y mal lavados sacamos como trescientos cincuenta gramos. —Puede haber sido una casualidad; una ollita como la llaman ustedes, o cosa parecida. —No, señor administrador —respondió Ignacio con decisión—. Hicimos muchas pruebas y en todas acusó ese porcentaje. El administrador gruñó algo ininteligible y volvió a mirar por la ventana hacia el inconmovible perfil de la Cordillera del Viento, luchando entre los melancólicos recuerdos de Sussex y aquella salvaje realidad de montañas y vetas de oro. Luego volvió otra vez la cabeza. —¿Y dónde queda esa pertenencia? —En los Maitenes, a una legua de aquí, señor. Hay para trabajar unos trescientos metros faldeo abajo. —¿Es ancho el manto? —Y . . . unos sesenta centímetros. "Humm . . . pensó el administrador —vaya a saber la cantidad de kilos de oro que puede haber allí. Estos ignorantes tal vez ni lo sepan, o lo sospechan y son capaces de pedir una fortuna, that is the Question, —No sé el interés que podría tener la compañía —dijo—. Pero se podría realizar algunas pruebas. ¿Está dispuesto? —Cuando guste, señor; cavamos donde usted quiera, hasta el manto, y luego calcula los resultados. —¿Hay agua? —En cantidad y todo el verano. El administrador lo despidió, diciéndole que mandaría más tarde a buscarlo si decidía realizar las pruebas ese mismo día. Debería darle las señas de su casa al empleado. Ignacio saludó, y salió convencido de haber ganado el primer encuentro; a pesar de su aparente tranquilidad el administrador no había podido dejar de traslucir su firme interés. l minero regresó a su cabaña a esperar pacientemente el llamado de la fortuna. No había transcurrido la mañana cuando llegó el empleado del escritorio a comunicarle que el señor administrador lo esperaba después del almuerzo para ir a realizar unas pruebas. Ignacio se preparó una comida ligera, pensando sin cesar en "esa hermosa yegua, la Malvina", y en el cambio fundamental de su vida si la compañía se decidía a comprarle la pertenencia. Después de tomar el café, con su plato de madera, el pico y la pala, se dirigió nuevamente a los galpones de la Gold Mines Co. El caballo del administrador esperaba ensillado a la puerta de la oficina. Mister Jhonson apareció vistiendo unos breech impecables, y botas de caña alta. Llevaba, además de la fusta de mango de plata, un pequeño estuche de cuero, del tamaño de una cámara fotográfica, donde seguramente recogería el mineral de hierro y las chispas de cada prueba para hacer más tarde sus cálculos. Ignacio rompió la marcha caminando a paso vivo. Mientras ascendían al sesgo el largo faldeo, bajo los rayos del implacable sol de enero, y sentía correrle lentamente por el rostro las gotitas de transpiración, pensaba que tal vez fuera aquel el último día que trepaba la montaña con las herramientas al hombro, adormecido bajo su peso. Cuando llegaron a la pertenencia, Ignacio le señaló su extensión: —Unos trescientos metros de largo —dijo— por sesenta o setenta de ancho. Mister Johnson le hizo cavar en varios lados; Ignacio llegaba al manto, echaba dos o tres paladas de éste en el plato de madera, y se corría hasta el arroyuelo; allí humedecía y desmenuzaba los apretujados terrones, eliminaba

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15 los guijarros, y por último, con acompasados movimientos circulares, iba desechando la tierra por uno de los bordes y reuniendo el mineral de hierro y las chispas de oro en el centro del plato. Cuando había desaparecido hasta la última molécula de tierra, tomaba unas pocas gotas de agua con la mano e inclinando el plato, las dejaba correr hacia abajo, desde el borde superior; de esta manera el agua arrastraba el polvo negro del hierro y aparecían en todo su esplendor los menudos trocitos de oro. Mister Johnson, en cada ocasión, tomaba todo el hierro y el oro del plato de madera, valiéndose de una pequeña espátula, y lo colocaba en un frasquito de vidrio. De esa manera podría calcular más tarde cuánto había producido cada platada, y sabiendo la cantidad de manto lavado conocería aproximadamente el porcentaje por metro cúbico. Ignacio trabajó hasta la puesta del sol, fumando sin cesar. Habían realizado casi una docena de pruebas, todas ellas con óptimos resultados a la vista. El administrador ocultaba su asombro cautelosamente. El manto era innegablemente riquísimo; cada lavado había producido algo así como medio gramo de oro, y calculando los miles de metros cúbicos susceptibles de ser trabajados, en aquella cañada existía una enorme fortuna que esperaba ser recogida. Ya de regreso, entre las frescas sombras del atardecer colmado por los ecos del río y los animales camino a los corrales, acomodando el tranco de su caballo al paso cansado de Ignacio, mister Johnson pensaba, por primera vez positivamente entusiasmado después de muchos años de recorrer la cordillera desde Jujuy a Tierra del Fuego, unas veces como administrador de compañías mineras, otras como dueño de ellas, pero sin haber dado nunca con la fortuna definitiva, que allí debería instalarse un monitor hidráulico aprovechando la caída del agua, cuya potencia centenares de veces aumentada por el entubamiento, barrería con todas aquellas barrancas en tres o cuatro veranos, socavándolas y haciendo correr el manto y el aluvión por un sistema de canaletas de madera forradas de gruesas lonas. Y después regresar definitivamente a Inglaterra, a pasar la vejez entre sus verdes campiñas y sus dorados bosques otoñales. A la entrada del pueblo, Ignacio y el administrador se despidieron con pocas palabras, dejando entrever el primero que deseaba una rápida decisión respecto a la compra de la pertenencia, pues si bien no tenía mayor interés en tratar con los turcos, ya uno de ellos le había hecho llegar una interesante oferta de sociedad al enterarse del rendimiento de ochenta gramos por metro cúbico. Mister Johnson contestó, con su habitual frialdad, que haría sus cálculos y al día siguiente por la mañana lo mandaría a buscar para conversar. Esa noche volvió a visitarlo Malvina, y a entregársele sin lucha. Las últimas brasas se apagaban con esporádicos tembló res. Ella, desnuda y temblorosa, apretábase contra su amante bajo el áspero poncho de lana que los cubría. Por primera vez en su vida experimentaba un hondo sentimiento de protección que daba paso poco a poco a la ternura. ¿Era la luz amortiguada hasta el extremo de las sombras, el largo y palpitante silencio de la noche imponente con sus estrellas y sus vientos infatigables, los fuertes brazos entre los que terminaban de agotarse definitivamente las últimas rebeliones de su orgullo, la mano poderosa a cuya caricia estremecíase de nuevo el cuerpo adormecido? Era su liberación, el despertar a una vida hasta entonces indirectamente negada por un padre implacable y una soledad de veinte años. Ignacio se levantó para atizar las brasas. Viéndolo así, erguido y desnudo, iluminado por los rojizos resplandores del fuego otra vez llameante, primitivo e inescrutable como un Dios contemplando los minúsculos universos, como un potro inmóvil en la salvaje libertad de las cumbres bajo un dorado amanecer, Malvina experimentó la deliciosa y lacerante seguridad de que existía en ella algo más que el deseo y la embriaguez de la realización. Y también, y sin poder explicarse por qué, la certeza de que jamás sería defraudada. ister Johnson vio corroboradas durante la noche sus presunciones mediante el cálculo exacto, y mandó buscar a Ignacio a las primeras horas de la mañana, solicitándole que llevara los papeles de la pertenencia. Este, aunque vigilaba ansiosamente la aparición del mensajero, —hacía dos días de la partida de Juan y esperaba su regreso de un momento a otro—, dejó transcurrir las horas, para no demostrar un exceso de impaciencia, y se presentó poco antes del mediodía. El administrador examinó atentamente el papelerío que lo acreditaba como gestionando la pertenencia, cuya demarcación constaba, y luego le preguntó sin rodeos cuanto quería por ella. El regateo fue largo y pesado; los cincuenta mil pesos solicitados por Ignacio se transformaron por último en treinta mil; diez mil en el momento, como seña, otra tanto al formalizarse el traspaso y comenzarse con la explotación, y el resto cuando el placer se hallara en pleno rendimiento. la tarde, en posesión ya de su dinero, exactamente la cantidad que él había esperado, Ignacio realizó varias compras importantes. Adquirió los dos mejores caballos que pudo hallar, recado completo, mandiles y cojinillos para la vieja montura chilena, ponchos y mantas de lana, y cierta cantidad de víveres. Sus preparativos terminaron al anochecer; los dos caballos, ensillados y cargados de mantas, con las maletas llenas de provisiones aguardaban en la chacrita de un conocido a media legua del pueblo, donde los había comprado. El acuerdo tácito de no hacer averiguaciones se formalizó entre el comprador y el vendedor cuando aquel se avino a pagar cada caballo veinte pesos más de lo que valían, sin regatear. os horas después que cerrara la noche, Ignacio montó uno de los animales y llevando el otro del cabestro se dirigió lentamente hacia el pueblo. Pero se detuvo en una pequeña hondonada desde donde podía dirigirse directamente hacia el vado del Neuquén, y continuó a pie hasta el comienzo de la calle arbolada frente a el almacén de Alí Sarkín. A todo eso, Malvina había preparado un atado con la ropa de abrigo más imprescindible. Largo tiempo después que todas las luces estuvieron apagadas, cuando ya su padre roncaba sonoramente en la pieza contigua, se dirigió al escritorio y tomó un frasco donde se guardaban tres kilos de oro, producto de una temporada de comercio. Se dijo que era lo menos que podía corresponderle después de tantos años de trabajar sin exigir más que la casa y la comida. Salió al corredor y cerró la puerta tras ella silenciosamente, sin el menor rastro de culpabilidad. La endeble hoja de madera pareció establecer así una infranqueable barrera entre el pasado y el futuro; todas sus frustraciones, desprecios y rencores, quedaban allí, entre esas paredes de adobes, flotando en el ambiente impregnado del perpetuo olor de las mercaderías. Afuera estaba la infinitud de la noche, y con ella, una inagotable perspectiva de perpetuación en el tiempo que solo podría destruir la fatalidad. Y en lo que Malvina menos pensaba en ese instante fundamental de su vida, era en la fatalidad, en esa fuerza omnipresente producto de determinados encadenamientos de circunstancias y de ciertos estados psicológicos que suelen establecer entre ella y la felicidad, a veces un simple acto de elección contraria, por una vacilación de una mínima fracción de tiempo. Salió a la calle y se dirigió a los árboles; Ignacio la recibió estrechándola simplemente con uno de sus brazos. Para Malvina aquello significaba la seguridad de su fuerza y de su amor, aunque él no le hubiera dicho hasta ese instante ni una palabra de ternura. Cuando llegaron a la hondonada, le dijo Ignacio:

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16 —Usté montará en éste, es el más manso y tiene montura chilena. Ella sabía andar a caballo tan bien como cualquier arriero de la región, y lo mismo le hubiera dado cabalgar sobre un duro recado en un potro receloso, pero apreció su delicadeza y montó sin decir palabra: —Déjele sueltas las riendas, que él va a seguir a su compañero —agregó Ignacio, adelantándose hacia el río Neuquén—. Y si nos topamos con alguno antes del amanecer, ni se moleste en saludar para que no le reconozcan la voz. —¿Quién podría salir a buscarnos en esta oscuridad, Ignacio? —Nadie más que el cabo Mistoy, pero no quisiera tenerlo detrás de mis talones antes de cruzar el límite con Chile. legaron al vado del Neuquén. La movediza superficie del río resplandecía muy suavemente bajo la luz de las constelaciones australes. El viento agregaba a su leve embriaguez la frescura de las aguas que agitaba en pequeñas ondas. Cuando el caballo entró cautelosamente en el torrente, Malvina embargada por una inexplicable alegría de vivir, palmoteo y acarició el hirsuto pelaje y las ásperas crines del animal que la conducía hacia la plenitud de su existencia. Poco después, va del otro lado del río, el viento prolongó hacia el sur los últimos ecos de las herraduras tintineando sobre los cantos rodados, y el hombre y la mujer desaparecieron en la aterciopelada oscuridad de la noche.

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l camión comenzó a descender hacia Andacollo prolongándose en el bajo el ronroneo potente de su motor puesto en segunda velocidad para frenar la rapidez de la pendiente. En un ángulo, junto a la cabina metálica, venía Juan sentado sobre un tanque para nafta; con la boina encasquetada hasta las orejas y el cigarrillo apagado y casi completamente consumido pendiendo de sus labios resecos de la tierra del viaje, pensaba profundamente. Aunque había tenido la alegría de encontrar a su sobrino limpio, sano y fornido como únicamente solían estarlo los hijos de los comerciantes y funcionarios, y aunque todavía le parecía sentir entre sus rudas manos callosas y ennegrecidas, las tibias y pequeñas del niño, depositadas allí por su madre en el momento de la despedida, no podía alejar de sus pensamientos las doloridas facciones y los profundos ojos de Silvia. No quiso indagar directamente por el motivo de su tristeza, ni ella se lo confió. No obstante, en cierto momento de la conversación, se animó a preguntar como al descuido, por qué el hijo de "La Estrella" no había regresado ese verano a Chos Malal. La Silvia respondió que no lo sabía, aunque podía adelantarle que tal vez no volviera jamás. Eso fue todo. Ahora pensaba con dolorosa inquietud si era posible que en la cabeza de su hermana existiera una idea tan descabellada como la sospecha que se apoderara de sus propios pensamientos luego de esas palabras murmuradas por Silvia con un tono descolorido y triste. ¿Cómo pudo imaginar alguna vez que ese hombre, estudiante en Buenos Aires, rico y elegante, iba a casarse con ella por haberle hecho un hijo? Debería considerarse feliz de poseer para ella y el niño una casa abrigada donde jamás le faltaría nada de acuerdo a la reconocida bondad de "La Estrella". Y en cambio, cuántas mujeres eran preñadas en Chos Malal y Andacollo, y ni qué hablar de Zapala, donde era más fácil conseguir ubicación. Y cuando el vientre comenzaba a hinchárseles la indignación de las señoras las arrojaba a la calle sin miramientos, debiendo enfrentarse con el hambre y el frío, si no tenían parientes que quisieran recogerlas, y muchas veces con la muerte del hijo, debido a todas esas privaciones, lo que solía constituir para algunas de ellas una verdadera liberación. Interrumpió las meditaciones de Juan la cercanía de la cañada donde vivía con su hermano. Golpeó con el puño en el techo de la cabina y cuando el camión se detuvo, saltó al suelo con su atado de ropa. Agradeció el viaje y se internó en la cañada. ra un apacible día de verano; Relucían los cantos rodados, la reseca tierra estaba tibia y desde las matas espinosas llegaban suaves chirridos de moscardones y el susurro de las carreras furtivas de las lagartijas. Tan limpio estaba el cielo y tan nítidamente se recortaba el perfil dorado y ferruginoso, a esa hora del día, de la Cordillera del Viento, que Juan logró olvidar sus inquietos pensamientos con respecto a la Silvia, y apresuró el paso acicateado por el hambre y el deseo de encontrarse nuevamente junto a su hermano. En alguna parte se asaba un cordero; el peculiar y sabroso olor de su carne estaba en el aire, Junto al otro más sutil de los pastos reverdecidos y los árboles cubiertos de nuevas hojas. ¿Sería Ignacio que lo esperaba con un costillar dorándose al fuego? Pero él no podía adivinar que llegaría justamente a esa hora, y además, no salía humo por el techo de la cabaña. Veinte pasos antes de llegar vio la señal indudable de que no había nadie en casa; la arpillera, que hacía las veces de puerta, sujeta por una piedra en su base. Era de imaginar que su hermano estaría tomando una copa o comiendo un asado en el rancho de un vecino. Levantó la rústica cortina y entró en la cabaña. Aunque penetraba por la abertura un denso rayo de luz, le costó unos segundos acostumbrarse a la penumbra reinante, pero en seguida presintió cosas extrañas. Mediante una mirada circular, descubrió un orden desconocido en sus humildes pertenencias; el piso de tierra estaba perfectamente limpio, y no se veían cenizas desparramadas. Pero había algo más, lo que en el momento de entrar le produjera sin duda esa sensación extraña, y era la presencia de unos bultos desconocidos en los rincones. Quitó las bolsas que los cubrían, y se halló ante una cantidad exagerada de provisiones, muchas de ellas de la mejor calidad; dulces, latas de arvejas, sardinas y carnes conservadas, además de todos los vicios conocidos, desde la yerba al café: una gran manta de lana y un poncho extraordinario. ¿Había enloquecido Ignacio? Qué bolichero se decidió a abrirle una cuenta tan fenomenal? ¿Cuántos años tardarían en pagar todo eso? ¿Y a qué el lujo desmedido de la profusión de conservas y dulces? Pero su asombro se transformó en temor cuando abrió el baúl y descubrió allí una carta que envolvía un rollo de billetes. Con dedos inseguros la tomó y la leyó: “Querido Juan, te dejo provisiones para un invierno y quinientos pesos. Vendí la pertenencia. Alguna vez mandaré a buscarte si te emperrás en seguir viviendo en Andacollo, pero lo más cuerdo sería que te fueras al valle de Río Negro. Ignacio”. Nada más, ni una sola explicación de la enorme locura. Dejó caer la carta y los billetes en el baúl y se sentó junto a él, a pensar. Primeramente no comprendía quién podía haberle comprado así de buenas a primeras una pertenencia de rendimiento solo un poco mejor que el de tantas otras como había por ahí. No le importaba que hubiera dispuesto de la pertenencia a su antojo; estaba a nombre de Ignacio, y de todas maneras, no sería difícil, sin la amenaza del invierno y del hambre, encontrar un placer de igual o mayor

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17 rendimiento, dedicando uno o dos meses del verano a un paciente trabajo de exploración. Pero no comprendía de ninguna manera la huida aprovechando su ausencia. Volvió a releer la carta y a contar los billetes, e investigó pacientemente el baúl para ver si encontraba en cualquiera de sus rincones algún otro papel explicativo. Luego se ocupó de revisar las provisiones y las mantas y calcular su costo. Llegó así a la extraordinaria conclusión de que debían haber pagado varios miles por esa pequeña pertenencia. Solo los turcos o los gringos de la Gold Mines Co podían disponer de tanto dinero. Y justamente no era gente de soltarlo si no estaban seguros de las ventajas de la operación. Por fin, cansado de esperar y especular, en la certeza de que esa tarde podría averiguar la verdad, se dedicó a encender el fuego y abrió una lata de sardinas. Comió los pequeños pescados, mojando un trozo de torta frita vieja en el aceite. Más tarde, cuando hirvió el agua, se preparó una taza de café. Mientras lo saboreaba a pequeños sorbos, pensaba que ya habíase quedado definitivamente solo, como parecía que el destino lo dispusiera así desde el día de su nacimiento; primero, la muerte de los padres, después, la Silvita, cansada de pasar hambre y frío, volviéndose a Chos Malal a emplearse de sirvienta. Y ahora Ignacio, abandonándolo sorpresivamente. De un modo u otro, por muertes o decisiones particulares, razonable en el caso de su hermana, o sumamente extraña, como en el de Ignacio, hallábase completamente solo. Pero él no se iría al valle de Río Negro, a vivir entre gente extraña lejos de las montañas y los paisajes familiares. Parecía que su hermano no lo hubiera conocido nunca. Claro que él jamás se mostró conforme con la vida y el trabajo de minero, y hasta varias veces insinuó la conveniencia de viajar a San Martín de los Andes, donde se decía que los inviernos eran suaves y existía leña de sobra en sus grandes bosques, o al valle de Río Negro. Allí se podía ganar mucho dinero en la recolección de la fruta y la construcción de cajones para la manzana; los veranos eran calurosos y los inviernos templados. Siempre había comida para todos; muchas frutas y verduras. La gente se bañaba en un río verde de aguas tibias, y cualquiera podía llegar a poseer, si era constante y trabajador, un pedazo de tierra con álamos y agua de sobra, un rancho de adobes, caballos y ovejas, lo que constituía el colmo de prosperidad y una riqueza como ellos conocieran años atrás, a orillas del Curí Leuvú. Podía ser que algún día Ignacio se arrepintiera, y viejo y desilusionado, cuando una tarde él estuviera a la puerta del rancho de adobes —porque era urgente comenzar a construirlo de una vez— tomando un jarro de mate, lo viera bajar lentamente por el largo camino del faldeo, y se dijera, al reconocer su familiar figura, ya desde una gran distancia: “Creo que es Ignacio.... Pero no, él era mas fuerte y estaba siempre fresco y ágil como si recién se levantara de dormir. Aunque pueden ser los años y el cansancio después del largo viaje a caballo. No hay duda, es él, si hasta parece que mirara en esta dirección. Sabía que yo jamás iba a irme de aquí. Pobre viejo, voy a prepararle un poco de. Sopa”. Pero si iba a ser feliz en otro lado, mejor para él; que se quedara para siempre allí, y se casara y tuviera hijos y los mandara a la escuela a estudiar y a comprender la ciencia, y cuales son las ventajas que podía brindarle al hombre, como decía su padre cuando ellos eran chicos y galopaban todos los días una legua hasta la escuela de Chos Malal. e pronto Juan fue bruscamente alejado de sus pensamientos por el sonido de los cascos de un caballo deteniéndose ante la cabaña, y una voz fuerte y viril que saludaba: —¡Buenas tardes, al que esté dentro! Juan se asomó presuroso al hueco de la puerta. Allí estaba el cabo Eleuterio Mistoy, montado en su formidable cebruno. Alto, huesudo, con su uniforme color pardo, sus anchos correajes, sus botas "Patria" y su .sable descomunal, era la encarnación misma de la autoridad-en todo el departamento de Minas. —Muy buenas, don Eleuterio —respondió Juan -respetuosamente— Bájese a tomar una taza de café. —¿Café, dice, don Juan? —tronó el cabo Mistoy descendiendo del caballo— Y bueno, vamos a desacostumbrar un poco la guata Autoridad y caballo, por separado, resultaron mucho más altos de lo que parecían uno encima del otro. El hombre tuvo que inclinarse hasta casi doblarse en dos, para entrar en la cabaña de Juan. Una vez a la sombra se quitó la gorra y se acomodó sobre el camastro de Ignacio. —Está fresquito aquí —dijo con tono placentero—. ¿Y cómo anda ese café? —No faltan más que unos borbotones. Juan atizó el fuego y preparó una cuchara y un jarro. Dispuso también la lata del azúcar y le tendió a su visitante el tabaco y el papel. —Consuélese mientras se lo preparo. El cabo Mistoy fumó en silencio. Por fin, cuando Juan revolvía el café con la cuchara, le preguntó: —Parece que usté anduvo de viaje. —Si, estuve unos tres días en Chos Malal; fui a ver a la Silvita. —¡Ah!, ¿y cómo está el mocoso? —Una flor, don Eleuterio; no le falta nada. El cabo Mistoy recordaba a la hermana de Juan, esa hermosa muchacha que había sido preñada por el hijo de "La Estrella". Movió la cabeza pensativamente. La gente se "desgraciaba" con mucha facilidad, y no servía más que para dar trabajo; comisiones, interminables batidas por la Cordillera, persecuciones hasta la frontera ... El último lío importante había ocurrido esa noche: Ignacio fugándose con la hi]a de Alí Sarkín, nada menos; lo mejor del hembraje quién sabe en cuantas leguas a la redonda. Y sin embargo Juan parecía fresco e inocente como una lechuga. A lo mejor el "comi" estaba equivocado y él no tenía nada que ver en el asunto. Terminó de tomar su café y se lió un segundo cigarrillo. —Bueno, don Juan —dijo parsimoniosamente, mientras lo encendía—. Hay algunas noticias regulares para usté. Juan se puso tenso de pronto. No podía tratarse más que de su hermano. —Diga nomás, don Eleuterio. —Resulta que el señor comisario quiere hablarlo y me ha comisionado para que usté me acompañe. —Cuando usté guste —respondió. l cabo Mistoy se caló la gorra, se acomodó el sable, y salieron al resplandeciente calor de la tarde. Ascendieron por la suave pendiente hacia el pueblo, y pasaron frente al almacén de Alí Sarkín; estaba cerrado. Una cuadra más allá, en la puerta del hotel "Argentino", un grupo de hombres conversaban animadamente. Al verlos llegar, cesaron los murmullos y todos los ojos se volvieron hacia ellos. El espectáculo debía parecerles muy interesante; en medio de la calle polvorienta, el cabo Mistoy erguíase sobre su gigantesco cebruno como un

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18 centauro de la conquista del desierto; a su lado marchaba Juan, pequeño y frágil, con el rostro sereno, sin un asomo de vergüenza, pues no tenía cuentas pendientes con la ley. Ya frente al grupo de la puerta del hotel, formado por empleados de comercio y pequeños funcionarios, muchos de los cuales habían amado apasionadamente a Malvina, y soñado con su ardiente belleza en las noches del largo invierno, hubo allí un instante de expectativa. Hacía una hora que comentaban el suceso, con todos los agravantes y deformaciones que sus mentes pueblerinas, ahora resentidas, podían adicionar a la fuga de Ignacio con la hija de Alí Sarkín la más bella y orgullosa de las mujeres de Andacollo. El empleado de correos, con una sonrisa torcida por el sarcasmo, preguntó dirigiéndose al policía: —¿De comisión, don Eleuterio? El cabo Mistoy lo miró fríamente, y respondió: —¿De comadreos, don Fernández? Se oyeron algunas risitas ahogadas y el empleado de correos enrojeció hasta las orejas. Una vez en la comisaría. Juan compareció ante el comisario. Pero éste, después de un largo interrogatorio, solo consiguió de él nada más que lo que podía decirle: la verdad. —El asunto, es, compañero, que tu hermano ha huido con la hija de Alí Sarkín y tres kilos de oro de su propiedad. En cuanto a la venta de la pertenencia, no hay nada que objetar; se ha realizado legalmente, y toda responsabilidad sobre el particular recae ahora en el administrador de la Gold Mines. Pero vos me estás mintiendo descaradamente; no es posible que él no te dijera nada de lo que pensaba hacer. Y ese viaje tuyo a Chos Malal no ha tenido más objeto que despistarnos. —Fui a ver a la Silvita, señor comisario.... —Sino, ¿como Justifica que siendo ustedes tan unidos, y tan honrados, según decía hasta ahora la gente, él se haya mandado a mudar sin dejarte más que quinientos pesos y un montón de provisiones, siendo que entre la venta de la pertenencia y los tres kilos de oro se llevó como veinte mil pesos? —El asunto de los tres kilos de oro creo que debe ser cosa de la Malvina, señor comisario. Y la verdad es que para mí la pertenencia no vale más de quinientos pesos, y además, como está a nombre de él y es el hermano mayor... —Sí, sí, estás tratando de defenderlo y defenderte —le interrumpió el comisario impaciente— pero lo que ustedes tramaron está bien claro; él se fue con todo el oro y la mayor parte del dinero, y dejó esas provisiones y los quinientos pesos para probar tu inocencia. Y entonces vos, a los dos o tres meses, cuando la gente se hubiese olvidado del asunto, ibas a reunirte con él, y a reclamar tu parte. —Pero señor comisario —respondió Juan con calmosa obstinación—. Hubiera resultado mucho más fácil para nosotros, de ser así, marcharnos juntos, o encontrarnos y... —Todos esos planes pueden fallar a último momento. Y en todo caso hay cosas muy raras. Por ejemplo: ¿cuántos metros de manto lavaron ustedes aproximadamente, en el último trabajo, y cuantos gramos de oro extrajeron? —Creo que lavamos como cuatro metros cúbicos, y habremos sacado como cien gramos de oro. —Volvés a mentir —dijo el comisario, triunfalmente— Ignacio aseguraba haber lavado más de trescientos gramos; y el promedio definitivo que dio las once pruebas realizadas por él, bajo la vigilancia de Mister Jhonson, fue de ochenta y ocho gramos por metro cúbico. Juan no podía responder y no lo hizo. Fue pasado sin más trámites a un calabozo, hasta tanto se aclarara un poco la situación. Allí en el cuarto desnudo, con todo el tiempo para pensar, se convenció de que efectivamente, la pertenencia debía ser muchísimo más productiva de lo que ellos supusieran al principio, habiéndolo descubierto Ignacio en su ausencia, y que él no tendría nada que ver con el robo de los tres kilos de oro. Mientras tanto, Alí Sarkín comparecía ante el comisario. —Espero, don Alí, que usted haya meditado serenamente sobre la situación —dijo el comisario. —Sí señor comisario. Quiero firmar la denuncia. El comisario tamborileó impaciente con sus dedos bien cuidados sobre el escritorio. —Vuelvo a manifestarle que usted no tiene necesariamente que denunciar la fuga de una hija mayor de edad. —¡Si se han llevado mi oro, señor comisario! —Pero dígame usted, don Alí —respondió éste en el tono más amistoso y convincente que pudo hallar—, ¿qué son tres kilos de oro para usted, un hombre rico con un próspero negocio en marcha? Solo unos meses de buena temporada. ¿Cómo va a denunciar a su hija y lanzar a la policía tras ella por unos pocos miles de pesos? Piense que puede volver arrepentida en cualquier momento. El árabe dio un puñetazo sobre el escritorio, trémulo de ira y de dolor. —Es el acto, el sucio acto de robarle al badre. ¡En la casa no le faltaba nada! ¿Bara qué robar, bara qué irse con un rotoso minero? —Está bien —dijo secamente el comisario, harto ya de aquella farsa—. Le haré preparar la denuncia por el oficial escribiente para que la firme. Minutos después, Alí Sarkín firmaba la denuncia del robo de tres kilos de oro por parte de su hija Malvina, con la complicidad de Ignacio, y se procedía al secuestro de los quinientos pesos, las mantas y las provisiones dejadas por éste en la cabaña que habitaba con su hermano. Así se encontró Juan detenido provisionalmente y despojado de todo lo que poseía para afrontar el próximo invierno, excepción hecha de medio pavo reseco, un poco de harina, arroz, y un puñado de tabaco. l día siguiente Juan fue conducido otra vez ante el comisario. El interrogatorio se sucedió exactamente igual que la tarde anterior, con la variante de profundizarse un poco en su viaje a Chos Malal. ¿Qué había ido a hacer allí? A ver a la Silvita. ¿Algo importante, una cuestión familiar? No, simplemente tenía deseos de verla. ¿Y para eso había hecho un viaje de quince leguas de ida y otras quince de vuelta? Si, porque hacía dos meses que no visitaba a su hermana, y quería comprarle un regalito al chico. Ese día el comisario estaba nervioso y gritó encolerizado, que si no decía la verdad de una vez por todas, "le apretaría los torniquetes". Como Juan no tenía nada que responder a ese exabrupto, y estaba en paz con su conciencia, se limito a bajar los ojos sin despegar

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19 los labios. Ese mismo mediodía comenzó la apretada de torniquetes ordenada por el comisario. Juan ya sabía de oídas lo que eso significaba y esperaba sin temor, confiando en su destino. Cuando llegó la hora de la comida, solo le sirvieron un plato de sardinas muy saladas, sin agua y sin galletas. No las tocó; estaba seguro de poder resistir muchos días sin comer. Pero se abstuvo de fumar, para mantener la boca lo más fresca posible. A la noche le presentaron el mismo plato, que volvieron a llevarse intacto por la mañana. Y así durante cuatro días consecutivos. A la mañana del quinto día, Juan se arrastró hasta el rincón más fresco del calabozo, porque ya comenzaban a caldear el edificio los fuertes rayos del sol de fines de enero. Sentíase mareado, pero lo más desagradable era aquella sed devoradora; la experimentaba por primera vez en su vida, y la sensación de hambre y debilidad no era nada comparada con ella. Tenía la boca pastosa y la lengua hinchada. Pensaba con deleite y desesperación en la frescura de los ríos. Repasaba mentalmente los nombres y las peculiaridades de todos los que conocía; el Neuquén, el más ancho y de mayor caudal, manso en el verano, con sus menudos rápidos encrespando los desniveles del cauce, y rugiente en la época de los deshielos, destrozando su volumen de agua oscura contra los riscos, en una tumultuosa y perpetua marejada de espuma y niebla blanquecina; el Nahueve, el más transparente, en cuyo vado divisábanse hasta las más pequeñas piedrecitas, y en cuyos hondos remansos desaparecían los patos protegidos por el verde impenetrable de las aguas; en el helado y angosto Lileo, quizás el que más pronto se embravecía por los innúmeros hilos de agua que desaguaban en él, descendiendo de las altas cumbres; hinchándose en los meses críticos del deshielo, entre septiembre y noviembre, de una fuerza terrorífica que socavaba las barrancas y arrastraba enormes cantos rodados. En el Curí Leuvú, el destructor de puentes, cuyo curso bordeaba el pueblo de Chos Malal. En sus orillas habían transcurrido los felices años de la niñez cuando vivían los padres, y ellos, los tres buenos hermanos, se ocupaban de la huerta y las acequias, bajo la mirada entre distraída y preocupada del padre. Juan lo recordaba quitándose el sombrero e inclinándose sobre los remansos del verde río para beber el agua fresca, mientras los mechones de sus cabellos casi completamente blancos rozaban la mínima corriente, donde conjugábanse las luces y las sombras del perfumado atardecer. "Las frutas han madurado temprano este año, Juan, nunca te inclines demasiado sobre los remansos ni entres en el agua cuando no veas el fondo porque los ríos son traicioneros.'' Y el agua se escurría de entre las ásperas manos del viejo, y menudas perlas, irisadas por un rayo de sol que se filtraba a través de los frutales sobrecargados, corrían por su barba rala. Esos frescos y deliciosos recuerdos, lo hundieron en un sopor del que lo despertó el ruido de la puerta al abrirse. Con los ojos entrecerrados vio al policía inclinarse y sacudirlo por un hombro. Lo llevaron otra vez en presencia del comisario. Estaba presente el cabo Mistoy. —Veo que sos duro de pelar —le dijo sin preámbulos—. Bueno, aunque no estoy seguro de tu inocencia, te dejo en libertad bajo la responsabilidad del cabo Mistoy. Pero mira lo que haces en el futuro. El cabo lo acompaño hasta la cocina y le tendió un jarro de vino. Juan bebió sin poder contener su avidez, y luego se sentó a descansar en un banco. —Gracias, don Eleuterio —dijo por fin—. Yo siempre confié en mi inocencia. —Mire don Juan —respondió el cabo—. Creo que entre todos los pillos del pueblo es usté el único hombre verdaderamente honrado, con perdón de los ausentes. Me costó trabajo convencerlo al "comi", así que cuídese mucho, no vaya a meter la pata cualquier día de éstos y nos embromamos los dos. Dicho lo cual le tendió su bolsa de tabaco. Juan se armó un cigarrillo con dedos todavía temblorosos; el cabo raspó el fósforo y le acercó la llama. —Pero lamento comunicarle que se ha procedido a secuestrar todo lo que había dejado su hermano en la cabaña —continuó—, los víveres, los ponchos y los quinientos pesos. . . —Que se los devuelvan a don Alí Sarkín —respondió— así el pobre se resarce un poco de su pérdida. El cabo sonrió. —¿Y quién lo resarce de la Malvina?. No había sido lerdo su hermano; unos cuantos se han quedado con la espina en la garganta. Juan regresó a su cabaña lentamente, experimentando a cada paso la alegría de la libertad. Ahora, el interior del rancho estaba como antes de su partida a Chos Malal; desordenado, las cenizas del fogón desparramadas por el suelo, y sin provisiones. El medio pavo se hallaba en tan mal estado, debido a los fuertes calores de esos últimos días, que a su pesar debió tirarlo. ncendió el fuego, comió una sopa y se acostó a dormir como si nada o muy poca cosa hubiera sucedido. “Pobres viejos, pensó casi dormido, ¿qué dirían en sus tumbas si se enteraran de las desgracias de Ignacio y la Silvita?". Pero para suerte de aquellos viejos enterrados en el cementerio de Chos Malal, en unas tumbas anónimas, —en el invierno solían caer las cruces de madera y pocos eran los deudos que se preocupaban o podían colocar una nueva en su lugar—, era probable que los muertos no se enteraran de nada, porque desaparecían en cuerpo y espíritu en una eterna e impenetrable oscuridad, o porque sus almas, liberadas al fin de la materia corruptora, se alejaban para siempre de las maldades y horrores humanos, hacia la perfección de otros mundos y otras dimensiones.

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os meses que siguieron fueron muy duros para Juan. Con su plato bajo el brazo y el pico y la pala al hombro, se dirigía al extenso faldeo de los lavaderos, y trabajaba en los lugares libres, donde el manto afloraba a la superficie y había agua para lavar la tierra. A veces tenía suerte y volvía al pueblo con tres décimas de oro, pero hubieron semanas durante las cuales no sacó más que para cocinarse las ciernas sopas de arroz o fideos, y debió medirse en los vicios de la yerba y el azúcar. Todos los que realizaban grandes trabajos los tenían ya muy adelantados próximos a efectuar el levante final, y no podían admitirlo ni como peón. Y para colmo de males el agua empezó a escasear, y un día desapareció en una buena parte del faldeo. Para el mes de marzo, a pesar del frío y de las fuertes heladas, Juan bajaba a las orillas del río Neuquén, y hurgando aquí y allá en algún punto donde se vislumbraba el manto, o en las profundas hoyas de los voluminosos cantos rodados, obtenía algunas pintas, suficientes para seguir comiendo. A pesar de las gruesas ojotas de lana y cueros con que

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20 protegíase los pies, le molestaba muchísimo la frialdad del agua; las piernas se le adormecían, los pies y las manos se le oscurecían con un subido color violáceo, y por las noches experimentaba molestos adormecimientos y dolorosos pinchazos. La policía no había vuelto a molestarlo y de su hermano nada sabía, desde que cruzara la frontera la noche aquella, por el paso de Buta Mallín. Infinidad de veces Juan meditó sobre la súbita y secreta pasión que obligara a Ignacio y Malvina a fugarse con el oro de Alí Sarkín, y se asombraba de que él jamás lo hubiera sospechado. Si bien sorprendió en más de una oportunidad las encendidas miradas que su hermano dirigía a la hija del comerciante, cuando iban a realizar sus compras, nunca lo tomó muy en serio. Gustándole tanto las mujeres a Ignacio, era natural que se fijara preferentemente en ella, la más hermosa y solicitada por los hombres del pueblo, aunque el no pensó que alguna vez pudiera corresponderle, debido a que Malvina podía elegir al que se le antojara, —era la única hija de uno de los comerciantes más ricos de la región—, y ellos no tenían ni donde caerse muertos. En cuanto al extraordinario rendimiento que acusara la pertenencia, de acuerdo a los cáteos realizados por Ignacio y Mister Jhonson, rendimiento que en pruebas posteriores, habiendo sido efectuados en los mismos lugares, se redujo a menos de la mitad, el cabo Mistoy creía haber encontrado la solución, y se la comunicó un día a Juan. "Este Ignacio debe habérselas arreglado de alguna manera para que pequeñas cantidades de oro granado fueran cayendo en el plato a medida que hacía el lavado. Como era un gran fumador, seguro que se lió unos cuantos cigarrillos con el oro escondido en el tabaco, y claro, a medida que fumaba, la ceniza y las pintas se mezclaban con la tierra; sé que ya hicieron algo así en un lavadero chileno; siempre hay un lelo que pisa el palito". se año los síntomas del invierno fueron sobrecogedores; nevó abundantemente en la cordillera y se cerró el camino que conducía a Chos Malal. Una de las mayores reocupaciones de Juan consistía en la imposibilidad de conseguir fiado en los almacenes de Andacollo. Con A1í Sarkín no había que contar. Y los otros comerciantes se mostrarían reacios a fiarle, pues jamás había sido cliente de ninguno de ellos. Además, estaba pendiente en el pueblo el bochornoso episodio de la huida de Malvina con su hermano, y todos sabían que él estuvo preso casi una semana. El día menos pensado podían meterlo adentro otra vez y enviarlo dos o tres años a la cárcel de Neuquén si conseguían probarle su participación en el hecho. Y entonces adiós esperanzas de cobrar la cuenta. Por otra parte, él no había nacido para ir a mendigar un poco de comida a los bolicheros y quedarse para siempre con la vergonzosa negativa. Prefería morirse de inanición. Y esto era sumamente difícil; en primer lugar, porque estaba acostumbrado a pasar hambre o a comer muy poca cosa, y también porque confiaba en su destino; siempre habría alguien que por un trabajito cualquiera le ofreciera unos bocados de comida. Aun cuando en el bajo cayeron las primeras nieves, Juan continuaba yendo a la orilla del Neuquén a buscar el afloramiento del manto y a hurgar entre los cantos rodados. Su sufrimiento había aumentado en proporción al recrudecimiento del frío, pero él, dotado por la naturaleza de una voluntad de hierro, no cejaba y se conformaba pensando que no siempre iba a ser otoño e invierno, y que la primavera, con sus ardientes soles, sus florecimientos en mallines y hondonadas y sus posibilidades de realizar grandes trabajos en el faldeo y reunir centenares de gramos de oro, iba a regresar muy pronto, llenando los corazones de alegría y los estómagos de deliciosos alimentos. n día gris y apagado, durante el cual nevaba suavemente, Juan llegó a la orilla del río, con su plato y su pico. No se sentía muy animado, pero, como siempre, venció su tenaz voluntad y comenzó a remover la tierra en busca del manto, en un lugar donde ya había trabajado con buen resultado. Aún tenía la esperanza de encontrar una ollita o una pepa de quince o veinte gramos, que le permitiera capear el invierno. Estaba inclinando sobre la pala, con la espalda humedecida por la nieve, cuando silenciosamente, montando un caballo oscuro y cubierto con un gran poncho de castilla, apareció un hombre ante él. Al levantar Juan la cabeza se encontró con un par de ojos grises examinándolo atentamente. Era el maestro. El minero saludó llevándose una mano a su agujereada boina vasca. —Buenos días —respondió el maestro, sin bajarse del caballo— ¿qué hace usted aquí, con esas herramientas y este tiempo? —preguntó. —Busco un poco de orito —respondió Juan, restregándose con una mano la cara, ardida por el esfuerzo, a pesar del frío. —Pero, ¿no ve que está por caer nieve en abundancia? ¿No tiene otro trabajo menos sacrificado al cual dedicarse? —No, señor. Vivo de esto; saco algunas pintas y las voy juntando. —¿Y este verano? ¿No ha trabajado usted en algún lavadero? Juan se rascó la cabeza, pensativamente, a través de los agujeros de la boina, antes de responder. Por fin, convencido de que no ganaba nada con ocultar la verdad, dijo: —Este verano han sucedido cosas raras, ¿sabe? Yo soy hermano de Ignacio, el que se fugó con la Malvina. El maestro lanzó un ¡ah! de asentimiento, y permaneció silencioso durante unos segundos. —Era una hermosa mujer —comentó luego—. Claro, ni los que la pretendieron ni la colectividad se lo perdonarán a usted nunca, ya que por el momento no pueden hacer nada contra su hermano. Entiendo que está en Chile, ¿verdad? —Así parece. Y será mucho mejor que se quede por allá. —Es de imaginar que usted no conseguirá que le fíe ningún almacén de Andacollo . . . Juan se encogió de hombros. —No pedí fiado a nadie, todavía, y es difícil que lo haga. —Sin embargo no va a poder seguir trabajando a partir de mañana; se nos echa encima una nevada fenomenal. Juan quedó mirando un rato la tierra que se cubría lentamente de un leve manto blanco. Volvió a encogerse de hombros y respondió como para sí: —El viejo decía que hay que aguantarse y saber mirar la muerte sin miedo; no puede ser peor que la vida. —¿Qué viejo? —Mi padre. Murió trabajando. Cayó Junto a la acequia, de cara al suelo; lo llevamos a la casa y se terminó esa misma noche. El maestro bajó los ojos, y por primera vez en muchos años, alentado por su aspecto serio y respetuoso, Juan sintió necesidad de decir algo más:

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21 —Mandaron a Ignacio a buscar al médico de Chos Malal —continuó—, pero volvió diciendo que había ido a atender a una parturienta, y el pobre viejo murió sin un alivio, gimiendo como un perro, cuando ya no pudo resistir más. .. Poco a poco aumentaba la intensidad de la nevada. Los copos, espectrales y helados se sucedían unos tras otros, tornando primero borroso y luego invisible el paisaje más allá de una veintena de pasos; sólo las aguas del río resaltaban oscuras y amenazadoras en esa monótona bruma blanca, absorbiendo los copos infinitos. —Así fue —continuó Juan, indiferente a la nieve y al frío—. Después me enteré que Ignacio había mentido, porque el médico estaba borracho cuando él fue a buscarlo. Pero mi hermano no quiso destruir la fe que el viejo siempre le tuvo a la ciencia. —Es cierto —respondió el maestro—. Hay que tener fe en la educación y la ciencia; son las que pueden salvar al mundo... Mire —añadió—. Dentro de dos o tres días, comienza a funcionar la cooperadora escolar y necesito una persona para preparar el mate cocido y servírselo a los chicos; ¿quiere ocuparse usted? Le daré la comida y unos pesos por mes. Juan tardó unos instantes en responder; ya tenía los hombros y la cabeza cubiertos de nieve. Se pasó la mano por los ojos, para quitarse los copos adheridos a las pestañas, y dijo: —Como no, señor maestro; es lo que estaba necesitando. —Bueno, entonces me ve mañana en la escuela. Y vuélvase a su casa, que está nevando muy fuerte. Buenos días. uan murmuró un saludo, llevándose como siempre una mano a la boina, y el maestro se perdió en la temblorosa bruma de la nevada. Recogió sus herramientas y el plato y se encaminó hacia su cabaña a mascar los últimos trozos de torta frita. El siempre confiaría en su destino. Poco después del amanecer, Juan se dirigió a la escuela. Había nevado toda la noche y la tierra estaba cubierta por medio metro de nieve blanda. Como no tenía botas ni nada que se le pareciera, prolongó hasta las rodillas los trapos de lana de las ojotas, y cubierto con su viejo poncho desteñido, salió a enfrentar el frío cortante del viento. Todo el horizonte era una sola e idéntica línea de hiriente monotonía; los rayos de sol fulguraban en la nieve como sobre una llanura de vidrio molido, obligando a entornar los ojos. En la escuela el maestro ya estaba levantado; se lo presentó al director como el hombre del que le había hablado. Enseguida comenzó la instrucción de Juan; debía cortar la leña, prender el fuego y poner a hervir una olla llena de agua donde más tarde echaría un kilo de yerba. El maestro creía conveniente darle a sus alumnos el mate cocido antes de iniciar las clases para lograr en ellos un mínimo de alegría y atención en el desarrollo del programa escolar. Mientras Juan luchaba con el fuego, comenzaron a llegar los primeros alumnos; raquíticos, con la piel de las manos y las piernas oscurecida por la suciedad acumulada durante años de intemperie, a veces sólo cubiertos con una tricota rotosa, sobre todo en los codos y las bocamangas, muchos de ellos calzando nada más que unas alpargatas destrozadas y unas lastimosas medias a través de cuyos agujeros ridículamente grandes asomaban todos los dedos de los pies; chorreándoles los mocos y escapándoseles los renegridos cabellos de sus boinas encasquetadas hasta las orejas, con las caritas trágicamente serias, entraban al galpón del fondo de la escuela en grupos de dos y de tres, a calentarse junto al fuego crepitante. Y recién entonces, ante la perspectiva del mate caliente y la galleta fresca, cambiaban algunos monosílabos, y los ojos oscuros brillábanles con un asomo de infantilidad, como si se dijeran: "Bueno, esta es la mayor alegría de nuestra niñez; el fuego y el mate caliente". Cuando el mate estuvo listo, humeante y azucarado, el maestro los reunió en fila, y cada uno con su jarro en la mano, fueron adelantándose hacia la olla; Juan llenaba el jarro enlozado y ponía en la otra mano del niño una galleta, y entonces tenían libertad para retirarse a cualquier rincón del galpón a tomar su desayuno. Juan se desayunó a su vez, y más tarde, cuando comenzaron las clases lavó los jarros y la olla acomodándolos en su estante. Luego barrió el piso de tierra, volvió a cortar leña y dejó todo preparado para hacerle el mate cocido al turno de la tarde. legó el mediodía y los niños se fueron a sus casas; a pie, los que vivían en el pueblo o sus alrededores, y a caballo, montando en pelo de a dos y hasta de a tres, aquellos cuyos ranchos se encontraban próximos unos de otros, pero a legua o legua y media de la escuela. El maestro comía con el director y su familia. Desde la cocina llamaron a Juan para que pasara a recoger su almuerzo. Le entregaron un plato hondo, lleno hasta el borde de sopa de fideos, y otro con puchero, además de un trozo de pan y un jarro de vino. Juan volvió a su galpón lleno de asombro; ¿quién era capaz de comerse todo eso? Hacía por lo menos dos meses y medio que no probaba nada semejante, desde su detención y la "apretada de torniquetes". Comenzó a tomar la sopa lentamente; era algo demasiado delicioso como para compararlo, hasta tenía gusto a verdura. Recordó que sólo su madre, quince años atrás, cuando ellos eran muy pequeños, hacía una sopa semejante. El gusto de la comida lo retrogradó a esos tiempos dichosos; comían todos en el patio bajo unos árboles frutales, sobre una mesa de madera suavizada por años de uso. El padre, en la cabecera, cortaba el pan casero con su largo cuchillo, y repartía las tajadas. La madre, en tanto, servía una espesa y humeante sopa de verduras, de esa verdura milagrosamente brotada de la huerta, al borde de los médanos de arena, estación tras estación modificados por las crecientes del Curí Leuvú, y que todos ellos vigilaban en su verdeante crecimiento con el mismo cariño y atención con que cuidaban la vaca overa y la majadita de ovejas. ¿Qué había sucedido con esa pequeña casa limpia y blanca, con esas camas mullidas de colchones, sábanas y mantas, con esa gran cocina de hierro, a cuyo alrededor reuníanse todos en invierno, a leer sus libros de la escuela, mientras la madre tejía y el padre, incapaz de estarse un instante sin nada que hacer, repasaba los tientos de la montura o trenzaba un par de riendas o un lazo? ¿Qué había sido de estos viejos, que se les imponían sólo con la sencilla seriedad de sus rostros? Todo estaba destruido por el tiempo; de la familia sólo quedaba un fugitivo, una mujer con un hijo natural apagándose de tristeza, y él. Y no parecía haber posibilidades de que volvieran a reunirse, por lo menos en muchos años. En medio de los recuerdos se sorprendió descubriendo que había limpiado los dos platos. uan trabajó desde ese día en la escuela de siete de la mañana a seis de la tarde. Al final del primer mes, recibió cinco pesos y unas ropas que el maestro ya no usaba. Como medía unos veinte centímetros más que él, fue todo un problema acortar las piernas de los pantalones y las mangas del saco. Y sin embargo aquellas prendas, aun usadas por el maestro hasta el desgaste y el remiendo, parecían nuevas al lado de los andrajos conque se cubría desde el año anterior.

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22 medida que aumentaba el frío, las heladas y las nieves, disminuía la asistencia de los chicos a clase. A Juan tenía cada vez menos trabajo en el galpón del fondo; pasaba mucho tiempo fumando y contemplando la Cordillera del Viento, cuyo colorido variaba desde el blanco incandescente hasta el violado rojizo,

según la hora del día y la intensidad del sol, a través de los vidrios escarchados. De tanto en tanto, cuando se despejaba el cielo y su profundidad celeste dilatábase hasta el infinito, la hija del director, la pequeña Lucía de cinco años de edad, iba al galpón a Jugar con él. Se entretenía en tirarle piedras o en golpear los jarros enlozados unos con otros hasta que el sonido ensordecedor le obligaba a sacárselos de las manos. Entonces ella le desarmaba la faja de un tirón o trataba de arrancarle la boina de la cabeza y escapaba afuera, y por entre los vidrios humedecidos por el calor del galpón le hacía muecas o se reía de él. Juan muchas veces simulaba enojarse y la amenazaba con contarle sus travesuras al padre, pero la realidad era que esperaba la aparición de Lucía, en las horas de la tarde, para jugar con la criatura y romper la monotonía de la inactividad. Una mañana, durante el primer recreo, el maestro se acercó a él con el rostro ensombrecido. —Juan —le dijo—, ha muerto uno de los alumnos. —¿Cuál de ellos, señor? —El más chico de los Hernández. Hacía tres días que faltaba a clase. Dicen que tuvo mucha fiebre y comenzó a hinchársele la garganta hasta que anoche murió asfixiado ... Juan bajó la cabeza sin nada que responder; su congoja se manifestaba en el silencio. Así también había muerto su padre, sin un médico ni un remedio. —Lo que más me alarma —continuó el maestro— son los síntomas epidémicos de la enfermedad. Ya hay otros alumnos atacados. Miró hacia la cordillera y movió la cabeza con escepticismo. Juan interpretando sus pensamientos, dijo: —Y quién sabe cuándo se abre el camino a Chos Malal... Deberían de mandar un médico por estos lados. —Juan, no van a ver ni usted ni sus hijos un médico establecido en Andacollo; ni siguiera un farmacéutico. Estamos ahora igual que hace veinte años, y continuaremos de la misma manera otros veinte o treinta. —Pero, ¿no hay tanta ciencia en el mundo? Un día el viejo nos mostró una revista donde se veían hombres de trajes blancos en unas salas llenas de aparatos extraños. Nos hizo leer lo que decía debajo, y resultaron ser doctores y químicos trabajando en sus laboratorios. Claro que eso sucedía en una gran ciudad, y a lo mejor no habría conque pagarle a uno de esos hombres si se molestara en venir hasta Andacollo. —Lo que sucede, Juan —respondió el maestro, pálido y en tono tajante—, es que hay en el mundo mucha indiferencia y demasiada maldad. Y no nos quejemos demasiado; por lo menos estamos en un pueblo con telégrafo y un camino que puede conducir a la salvación: piense en los otros, los que viven en Invernada Vieja o en la región del lago Varvarco, veinte o treinta leguas más arriba, sin caminos ni esperanzas de poder llegar a este pueblo en el invierno. l frío y la nieve recrudecieron; comenzaron a morir las ovejas, y el hambre y la muerte cundieron entre los mineros y los más pobres pobladores como no sucediera desde muchos años atrás. Murieron otros dos alumnos de la escuela, y un día amaneció enferma la hija del director. Desde ese momento cernióse sobre la escuela un clima de tragedia; a Lucía se le hinchaba la garganta y el director y su mujer amanecían con los ojos hundidos y enrojecidos, no se sabía si por el desvelo o las lágrimas. Habían terminado las clases, y el telégrafo no podía lanzar su pedido de auxilio porque las líneas estaban interrumpidas a causa de los temporales. Una tarde, días después del comienzo de la enfermedad de Lucía, Juan estaba sentado en el galpón, fumando, y manteniendo el fuego encendido para combatir el frío, cuando entró el maestro. —¿Cómo está la niña? —preguntó, levantando la cabeza del humoso hueco del fogón. —Peor que ayer. Es terrible no poder hacer nada. —Podría llegar el auxilio de Chos Malal. —Es muy problemático; muchas veces los pueblos quedan aislados unos de otros y nadie se preocupa por eso. —Allá hay médico y farmacia; se podría intentar. El maestro lo miró extrañado. —¿Qué se podría intentar? —Llegar a Chos Malal. —No hay hombre que pueda hacerlo con este frío y estas nevadas. Juan se quitó el pucho de la boca, y dijo sencillamente: —Yo me animaría. —¿Y cómo haría para llegar nada más que al cruce de la cordillera? —No es ese el camino —respondió, moviendo la cabeza—, hay que bajar por el Neuquén hasta el Guañacos, y allí cruzar el río y seguir por los bajos. El maestro comunicó al director la proposición de Juan, que fue inmediatamente aceptada. Se lo proveyó de una carta para el comisario de Chos Malal, quien solicitaría auxilio a la gobernación de alguna manera, y de otra carta que debería entregar indistintamente al médico o al farmacéutico. Para combatir el frío le dieron una botella de grapa, carne charqueada y chocolate. También quisieron que se calzara un par de botas, pero él no las aceptó, alegando que para el frío eran mucho más cómodas y calientes las ojotas de lana y cuero de oveja. Partió al día siguiente, antes del amanecer, caminando con relativa facilidad sobre la nieve helada por el frío. a primera etapa del viaje la cumplió llegando a un rancho, como lo había calculado, aguas abajo del Neuquén. Pero la segunda noche la debió pasar a la intemperie. Fueron inútiles sus tentativas de encender un fueguito, a causa de la humedad de la leña, y para no dormirse, de tanto en tanto tomaba un pequeño sorbo de grapa. Por fin, antes de que se le acabara el alcohol decidió seguir andando en la oscuridad de la noche. Nunca había tenido miedo a lo desconocido ni lo tuvo en esa ocasión, a pesar del aullido interminable del viento y de la impenetrable negrura en la que caminaba sin ver donde ponía los pies, pero asegurándose de la estabilidad del terreno, mediante un cauteloso tanteo, antes de dar otro paso. Anduvo toda la noche y todo el día siguiente, bajo un cielo oscuro y amenazador, hasta que llegó a otro rancho, ya al sur de Cañada Seca, y pudo quedarse allí un par de horas durmiendo y secando sus ropas al calor del fuego. Desde ese punto las penalidades del frío y la nieve fueron disminuyendo, y en la tarde del cuarto día llegó a Chos Malal. Se presentó al comisario, entregándole la carta, y sin

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23 pérdida de tiempo, luego de aceptar unas copas de caña y un jarro de mate cocido hirviendo, se dirigió a la casa del médico, según las instrucciones recibidas. Llamó a la misma puerta descascarada que golpeara Ignacio aquella noche de la muerte del viejo, tantos años atrás, y salió a recibirlo la misma mujer. Pero el doctor no podía atenderlo porque estaba borracho. Durante un par de segundos Juan tuvo la extraña idea de que hacía cerca de una docena de años que aquel hombre estaba tirado sobre el sofá, y que no despertaría jamás de su borrachera. La mujer, como adivinando sus pensamientos, le aseguró sin embargo que era solamente culpa del frío que lo obligaba a tomarse una botella de caña por día, pero que con seguridad al día siguiente estaría dispuesto a hablar con él, si se levantaba despejado y no tenía mucho trabado y ella lograba convencerlo que lo atendiera. Siguió hacia la farmacia. El farmacéutico leyó con atención la carta que se le enviaba, y sentándose ante su mesa escritorio, llenó tres carillas con menuda caligrafía, las colocó dentro de un sobre y se las entregó a Juan junto con unos frascos de suero, moviendo escépticamente la cabeza; para él sólo podría salvar la situación un médico competente, al tanto de los progresos de la medicina, y con una cantidad de suero que él no tenía en ese momento. Antes de partir de regreso, Juan se dirigió hacia "La Estrella” para visitar a su hermana. La entrevista duró pocos minutos; en el momento de irse la hermana lo retuvo, y quitándose una cadenita con una medalla, del cuello, se la entregó suplicándole que se la pusiera. —¿Para qué? —preguntó Juan—. Yo no aprendí a creer en nada de esto. —No interesa —respondió Silvia con vehemencia—. Yo creo, y es el único recuerdo que puedo dejarte. Había en la voz de la hermana tanta tristeza, que Juan se estremeció sin querer. Y para no contradecirla se la colocó siguiendo sus indicaciones. Luego recibió un beso en la mejilla, lo que aumentó su dolor y turbación, pues ella nunca lo había besado. —Siempre fuiste bueno conmigo como el papá y la mamá juntos. —No —respondió Juan avergonzado—. No debí permitirte que te vinieras a ChosMalal; yo tengo la culpa de lo que ha pasado. Silvia movió la cabeza negativamente. —Ahora ya no importa nada. Juan había dado unos pasos para marcharse, cuando obligado por un oscuro presentimiento, se volvió y le dijo: —Abrígate bien, Silvita, y acordate que las criaturas siempre necesitan una madre. Salió del pueblo con un abatimiento inexplicable, teniendo en cuenta lo bien que cumpliera con la primera parte de su viaje; abatimiento que días después casi iba a costarle la vida. A pesar de que el cielo continuaba ceniciento y opaco, prometiendo nuevas nevadas, por una de esas extrañas y fatales vacilaciones al cabo de las cuales los hombres inexplicablemente, suelen tomar resoluciones contrarias a la lógica y a los más elementales razonamientos, Juan se dirigió hacia Chacai Melehué, con la intención de continuar luego hasta La Primavera, en vez. de recorrer el mismo camino utilizado en el viaje de ida. Como en aquellos lugares bajos no se acentuaba la característica igualdad que la nieve impone en los terrenos quebrados, pudo avanzar sin muchos contratiempos; y le alcanzó el crepúsculo a poco más de mitad de camino entre Chos Malal y Los Alamitos. No teniendo donde pasar la noche, continuó andando tratando de no perder el camino, que era posible reconocer gracias al sinuoso y oscuro rastro barroso de la nieve derretida en las profundas huellas. oco antes del amanecer comenzó a nevar otra vez. Al principio, Juan, en el estado de automatismo en que indefectiblemente debía sumirlo la marcha lenta y sin descanso por las llanuras de nieve, no se dio cuenta de ello. Pero cuando la leve insistencia de los copos sobre el rostro a medias cubierto por uno de los extremos del poncho, se transformó en un cosquilleo helado agudizado por el viento, comprendió el desastre que aquello podía significar y apresuró un poco el paso, pensando en llegar a Los Alamitos antes de que la nieve cubriera por completo las huellas del camino. Amaneció parsimoniosamente, pasándose en una lenta transición de la oscuridad a la penumbra, y de esta a una claridad indecisa, señal evidente de que el sol encontrábase ya por encima del horizonte. La nevazón no era muy cerrada, pero borroneaba el paisaje más allá de algunos centenares de metros. Sin embargo, aun no existía un peligro inmediato; se notaba con claridad la leve, depresión por la que corría el camino, y el viento no poseía tanta fuerza como para levantar en fantásticas neblinas la nieve liviana recién caída. Sin detenerse un minuto, comió una barra de chocolate y bebió unos tragos de la botella vuelta a llenar en Chos Malal antes de la partida. Pero a medida que transcurrían las horas, fue aumentando casi imperceptiblemente la densidad de la nevada. Los seiscientos o setecientos metros de extensión abarcados circularmente por la vista al principio de la mañana, se transformaron en una cuadra y media o dos. Y mas tarde esta distancia redúcese a un centenar de metros. Ya no se distinguía ni el faldeo de las lomas cercanas, y la escasa hondonada del camino iba colmándose de nieve poco a poco hasta adquirir en algunos puntos una alarmante semejanza con el terreno circundante. Experimentó un profundo alivio cuando llegó al arroyo de Chacai Melehué; poco más allá había una pequeña chacra y un boliche donde lo recibieron con asombro e interés. Hacía más de un mes que no pasaba un viajero de Andacollo a Chos Malal, y las novedades aportadas por Juan dieron para hablar y pensar durante un buen cuarto de hora, hasta que se echó a dormir junto al fogón, luego de haberse quitado las ojotas llenas de barro y heladas de nieve, echándolas cerca del fuego, ante la ronda intermitente y gruñonamente desconfiada de los perros, que sus amos no lograban alejar más de dos o tres minutos a pesar de los insultos y los golpes, más bien rituales que dolorosamente efectivos. Juan durmió profundamente hasta la media tarde. Despertó con el olor del mate cocido recién hecho y las tortas fritas calientes en las narices. Y la taladrante mirada de los perros atenta a cada uno de sus movimientos. Hambriento y reanimado por el descanso, comió y bebió como pocas veces lo había hecho en su vida, ante el sonriente beneplácito de los dueños de casa, ricos en provisiones y aburrimiento, que lo contaban como huésped seguro para una larga semana de aquel monótono y crudísimo invierno, durante el cual, y mediante el empleo de una adecuada diplomacia, pensaban enterarse de la verdad de lo sucedido ese verano entre Ignacio, Malvina y Alí Sarkín, pues ya eran tan confusas las versiones circulantes sobre el particular, tanto más extravagantes y enredadas cuanto más lejos del pueblo se repetían, que resultaba imposible formarse una idea clara de la aventura. Pero Juan los decepcionó con su inquebrantable decisión de seguir adelante. Estaba perdido, no podría llegar ni al último puesto antes de La Primavera; dentro de tres o cuatro horas, el camino desaparecía por completo bajo el amontonamiento de la nieve volada. Además iba a bajar considerablemente la temperatura, y no existía ni indio ni cristiano que pudiera resistir una noche como la que se avecinaba, a la

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24 intemperie. Sin embargo, Juan estaba dispuesto a partir inmediatamente; ¿qué sucedería si durante la noche cargaba la nieve treinta o cuarenta centímetros? Que debería quedarse allí durante ocho o diez días, sino más. En cambio, marchándose sin pérdida de tiempo, tenía muchas posibilidades de alcanzar La Primavera antes del mediodía siguiente y desde allí llegar a los bajos del Neuquén, por el faldeo de los lavaderos, abriéndose del camino. Los habitantes de la chacrita, lo vieron partir con la profunda pena de no haber podido enterarse de nada, y la seguridad de saber que probablemente ese hombre no volvería a ver ninguna de las dos primaveras: ni la estación del renacimiento de los pastos, ni el rincón donde el boliche abría una pausa reconfortante ante la majestad de la Cordillera del Viento, y era siempre buen tiempo para calentarse el cuerpo con un medio litro de vino tinto. os perros lo miraron marchar inquisitivamente, ya dudando de su calidad de intruso, hasta que su figura fue tragada por la bruma continua de la nieve, y transformada durante unos minutos en una sombra borrosa, se perdió por fin en la quietud fría y desnuda, más allá de los copos en movimiento. A las dos o tres horas de haber partido, Juan se dio cuenta de que aumentaba la intensidad y el tamaño de los copos, y comenzaba a soplar otra vez el viento arrachado. Pero no quiso volver, acuciado por una voluntad soberana y el poderoso sentido de un deber que nadie le había impuesto. Al caer la tarde se detuvo a comer y echar unos tragos. Su detención fue demasiado larga, porque le costó trabajo mover otra vez las piernas y acomodarlas al ritmo de momentos antes. Quizás tenía las ojotas muy pesadas de nieve ya endurecida, o su dinamismo había sido solo un engañoso y transitorio bienestar deparado por el fuego y la bebida caliente, y la verdad era que su cuerpo hallábase en el límite de las fuerzas el cabo de varios días de luchar contra el frío y la nevada. Pero no convenía preocuparse calculando todas esas posibilidades. Y distrayéndose otra vez con el recuerdo de la Silvia y su hijo. y de su hermano, que Dios sabría donde se encontraba en esos momentos, continuó hacia adelante. La noche lo encontró sorprendiéndose el mismo ante la lentitud de sus pasos. Lo extraordinario era que su identidad desdoblábase entre esta manifiesta sorpresa por la lentitud y el desgano, y la notoria rebeldía de su cuerpo extenuado, privado casi de la voluntad suficiente para acelerar los movimientos o mantenerlos en un ritmo uniforme. Poco a poco comenzó a perder la noción del transcurso del tiempo; llegó un momento en que no sabía si era el principio de la noche, o ya encontrábase próxima la madrugada. Para entonces tenía el rostro y las piernas insensibles, sobre todo la pierna izquierda. Durante un tiempo incalculable sus pensamientos, al borde del sopor, sostuvieron titánica lucha entre la anonadación y la urgentísima necesidad de examinar su situación y adoptar medidas tendientes a defender la vida contra las fuerzas ingobernables de la naturaleza. Por fin, casi automáticamente, se frotó el rostro con ambas manos para acelerar la circulación de la sangre. Ese instintivo movimiento de defensa pareció despertar un cierto interés en el resto de su organismo, y algunos minutos más tarde todo su cuerpo trataba desesperadamente de librarse del letargo y colaborar de cualquier manera en la recuperación del calor y la energía suficiente para continuar viviendo. Lentamente la claridad mental fue sustituyendo al adormecimiento; por fin, como quien despierta de una pesadilla, se dio cuenta de que estaba caminando sin rumbo fijo, en una de las noches peores de su vida, con un viento tan helado y un frío tan atroz en las piernas y en las manos, que durante un instante creyó encontrarse caído en un pozo, sumergido en la nieve hasta el cuello. La reacción fue un hormigueo y una ola de repentino calor en toda la extensión de su ser, menos en el pie izquierdo. De pronto esta extremidad inferior de su cuerpo, adquirió una importancia solo comparable a la conservación de la vida misma; debía preservarla a toda costa del frío y el contacto de la nieve, e instintivamente, por una súbita relación de ideas, se agachó y se tanteó el pie izquierdo, comprobando que la ojota estaba abierta en la punta, y por allí, helados y rígidos como trozos de escarcha, asomaban los cinco dedos del pie. Se arrodilló en medio de la nieve y trató, precariamente, de acomodarse los trapos de lana, el trozo de cuero y los tientos de manera que volvieran a cubrir los dedos. Consiguió su propósito pero su cerebro, ya casi completamente despejado, infiltró en el fondo de todos sus pensamientos, desde ese momento, la noción del peligro mortal de un pie helado, susceptible de producir primero la putrefacción de la pierna y después la muerte. n adelante, a cada paso que daba, esa idea fue agigantándose sin cesar, y llenando poco a poco todas las reacciones y cálculos de posibilidades, y le hizo comprender en toda la plenitud de su conciencia, cuando el primer macilento reflejo del día iluminó la nieve de un sucio color blanquecino, que debía detenerse en algún sitio protegido del viento y examinar el estado del pie, y, si aún estaba a tiempo, cortar lo que fuere necesario para salvar la vida de una de las muertes mas terribles. A pleno día, pero envuelto el paisaje por una bruma ominosamente opaca, no se veía ni un animal, ni un árbol, ni una roca al descubierto; solo las suaves ondulaciones blancas del terreno, bajo las que se escondían sus abruptos desniveles y profundidades, y la corriente del arroyo, en su angosto lecho de paredes de hielo, gracias a la cual él sabía que caminaba hacia La Primavera sin haber perdido su rumbo. Cuando llegó a una barranca, donde dos gigantescas rocas formaban un refugio natural, se detuvo y bebió unos tragos de la grapa que aún quedaba en la bota. Un poco más reconfortado y ya alejado el sopor que trataba de apoderarse de su mente, desató cuidadosamente los tientos de las ojotas, separó los trapos de lana y examinó los dedos del pie; comprobó que estaban helados, y que si no se los cortaba, la afección se propagaría a todo el pie, con lo que estaría completamente perdido. Quizás, de encontrarse sin la plena posesión de sus sentidos, no se hubiera decidido a hacerlo y hubiera conservado el pie o dejado la vida en esas al parecer infinitas llanuras de nieve. Pero como estaba completamente lúcido y reanimado gracias al poder efímero del alcohol, y recordó los motivos del viaje, decidió realizar sin pérdida de tiempo la amputación de los dedos, si no conseguía restablecer la circulación normal de la sangre. omenzó por despegar el terreno de nieve jumo a una mata alta; con el cuchillo y las manos, en una febril actividad, cavó en la dura y helada tierra, hasta que sangrándole las uñas, y doliéndole las yemas de los dedos como si se las hubiera quemado, llegó a las raíces y las arrancó como podía, a pedazos grandes o pequeños. Cuando tuvo media docena de leños, trató de hacer un fuego. Y ahí fue donde se estrellaron todos sus esfuerzos, pues ni aun encendiendo primero trozos de trapos secos arrancados de su ropa, consiguió que prendieran esas raíces verdes y mojadas por el agua que saturaba la tierra desde meses atrás. Cuando se apagó su último fósforo y humeó el último pedacito de trapo disponible, arrojó la caja vacía, y destapando la bota tomó a pequeños sorbos toda la grapa que en ella quedaba. Ya no había en él ni vacilaciones ni temor, debía hacerlo lo más rápidamente posible, tratando de pensar en cualquier otra cosa. Limpió el cuchillo en la nieve, y buscó una piedra grande. Cuando la halló, se quitó completamente los trapos de la ojota, y colocando sobre ella el pie desnudo apretó

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25 los dientes y comenzó a cortarse los dedos. ..Durante esos agónicos minutos, recordó con absoluta precisión, como si las figuras desfilaran ante sus ojos, algunas escenas de su niñez, allá en la chacrita, junto al Curí Leuvú. El padre había trazado el trayecto de la acequia, y estaba con un pie colocado sobre la pala de puntear, pronto a extraer la primera palada de esa blanda tierra húmeda. El era muy pequeño; sin embargo, con hiriente nitidez volvía a su nariz el olor penetrante y deleitoso de una gran rama de sauce recién desgajada, que su hermano hacía silbar en el aire arremolinándola por encima de su cabeza desgreñada. Todavía no debía comenzar el trabajo de ellos, consistente en ir extrayendo, con unas pequeñas palas planas construidas de una lata de aceite cortada diagonalmente, la tierra suelta que iba quedando en el ancho surco de la acequia poco a poco extendida por el trabajo incesante del padre. Por fin éste se detenía y los instaba a que comenzaran de una vez; ya había suficiente material en los metros de acequia punteados. Como Ignacio era el más exaltado de los dos, parte de la tierra que arrojaba a un costado, sin mirar casi lo que hacía, caía sobre sus cabezas; él se reía, creyendo que aquello era una nueva clase de juego, y sentía las húmedas partículas negras penetrándole por el cuello abierto de la camisa y corriéndole con un frío cosquilloso por la espalda. Ignacio a su vez, reía al verlo reír, y habiendo descubierto el motivo de la risa, exageraba su descuido al arrojar el contenido de la pala por el aire, de manera que no tardaban en encontrarse bajo una constante lluvia de tierra. Ya tenían la cabeza y los hombros llenos de ella, sin que lo hubiera notado su padre —trabajaba dándoles la espalda—, cuando Ignacio, al hundir con un brusco movimiento 1a pala en lo hondo de la acequia, lo hirió en el empeine del pie. Tras el grito de dolor, su padre habíase vuelto instintivamente arrojando su herramienta. Levantándolo en sus brazos (aunque era un hombre de poca estatura, a él le parecía entonces muy alto y fuerte) le decía, cariñosamente conmovido: ¿Qué tiene mi chiquito?. ¿Qué le pasa a mi chiquito? Entonces aparecía la sangre, brotando entre la suciedad del pie; el padre lo llevaba hacia el Curi Leuvú y allí se lo sumergía, en las frescas aguas verdes, mientras el hermano, aterrado, permanecía inmóvil junto a un árbol. Era una sangre roja y fluida, no como la de ahora, que brotaba lentamente, negra y espesa como una jalea de sus dedos seccionados. El hermano por fin se acercaba a ellos y ayudaba a echarle de la fresca y murmurante agua cristalina sobre la herida abierta. Esa tarde hacía calor, y zumbaban los insectos atraídos por el dulce olor de las frutas de las chacras, los higos negros, los duraznos rojizos, las ciruelas como gotas de miel. Y de pronto, él, sin saber, ni en ese instante ni en todo el resto de su vida, por qué, habíase estrechado, pleno de una indescriptible felicidad, contra el pecho de su santo, de su viejo y hermoso padre, olvidado ya de su dolor, escondiendo el rostro en el hueco de su cuello oscurecido por la intemperie, deseando quedarse así y allí toda la vida, mientras cantaban los pájaros invisibles en la fecunda plenitud de los ramajes, zumbaban los insectos junto a las frutas maduras, y las sombras azuladas de los árboles progresaban lentamente por sobre los remansos del Curi Leuvú, cuyas frescas aguas continuaban calmando las palpitaciones de su herida. Luego habían regresado a las casas, él siempre en brazos de su padre; el hermano, unos metros mas atrás, cargando con las tres palas, sacándole la lengua y haciéndole muecas, hasta que consiguió hacerlo reír de tal manera que las lágrimas volvían a correrle por las mejillas. Con un postrer esfuerzo cortó el último hueso, y cayó al suelo, chorreándole las lágrimas de los ojos hinchados y enrojecidos por el viento helado. Allí estuvo, revolviéndose y gimiendo sobre la nieve, hasta que logró reaccionar y se enderezó sobre un codo. Jadeó un instante y con un nuevo acto de voluntad se puso de rodillas y luego de pie. Debía envolverse la herida sin tardanza, y así lo hizo, dándole a la ojota la mayor solidez posible. Recogió el cuchillo, se cubrió la cabeza con un extremo del poncho y partió otra vez. La furia del viento y la caída de la nieve no habían menguado. Pronto la ojota estuvo empapada de sangre, y comenzó a dejar su rastro oscuro sobre la inmaculada blancura que parecía llenar todo el cielo y la tierra. Varias horas después, continuaba hacia adelante, cayendo y levantándose, a veces caminando sobre las rodillas y los codos un trecho antes de reunir la voluntad suficiente para ponerse nuevamente de pie. Sin embargo, le parecía galopar por un terreno donde se sucedían los pequeños mallines y pedregales comunes a las orillas de los ríos. En efecto, allí estaba la corriente, muy verde en los remansos profundos, encrespada de una blancura de cristales de cuarzo cuando atravesaba los lugares playos saturados de cantos rodados. Galopaba en un oscuro veloz y suave como él nunca montara anteriormente; solo sabía que debía seguir el curso del río. Por fin llegaba a las primeras chacras de la ribera. Las frondosas arboledas cubrían la huella y solían prolongarse sobre las aguas resplandecientes, reproduciendo en ellas sus siluetas oscuras. Todo aquello era familiar. Y allí estaban unos árboles conocidos, unos alambrados y unas paredes de adobes blanqueadas con cal... Se detenía a poco de pasar la tranquera y bajando del caballo, sin ocuparse siquiera de atar el cabestro a un árbol, daba vuelta velozmente la esquina de la casa. El mismo patio de tierra dura sombreado por un frondoso parral cargado de racimos morados; la misma mesa de madera pulida por los años de uso, sólo que ahora cubierta de tierra y algunas hojitas secas; amarillentas e inmóviles, porque en la tarde campea una quietud sobrenatural. Aquí, en esta punta de la mesa me senté yo, junto al viejo, desde el día en que mi boca pudo llegar a la altura del plato. Tomaba la sopa y le sonreía a él, y él, grande y luminoso como el horizonte, me sonreía y me alcanzaba las rodajas del pan, y a veces me permitía mojar los labios en el vino de su copa. Allí estaba también el horno de adobes para cocer el pan, y los largos bancos que se sacaban en los días templados y apacibles para comer afuera. Y, qué extraño, se hallaban colocados en el mismo lugar donde quedaran ese mismo día, cuando comieran en silencio, como aplastados por un fatal presentimiento, todos juntos por última vez, antes de que el viejo cayera en la huerta sobre la pala. Pero ya se abría la puerta de la cocina y salían al patio dos viejitos, pequeños y encorvados, de cabellos blancos y ojos cegados casi por el resplandor de la tarde declinante. Y uno de ellos murmuraba, protegiéndose la vista con la mano: ¡Pero si es Juan! ¿Juan, decís? Sí, parece que ha vuelto nuestro Juan... Y él, sin saber cómo iba a hacer para decirles la verdad cuando le preguntaran por Ignacio y la Silvita, los abrazaba y lloraba sobre el hombro del padre, sin poder contenerse, a pesar de haberse mordido los labios varias veces, igual que cuando era pequeño y sufría los primeros inconvenientes de la vida y corría a esconder la cabeza en las polleras de la madre. Luego los seguía sin la menor vergüenza a la cocina. Ya hervía la pava y los tres se sentaban en un banco. Y en tanto la madre preparaba los jarros para el mate, los mismos jarros enlozados de veinte años antes, de un color azul veteado de blanco, el padre, colocándole cariñosamente la mano sobre una pierna, le hablaba de los hermanos, pero sin preguntarle nada. Así que la Silvita está grande, ¿eh? Le gustaba mucho las ciruelas y siempre me echaba ramitas en la acequia. Y claro, Ignacio no pudo venir

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26 porque su trabajo en Andacollo... Y él, sin animarse a decirle la verdad, ni a preguntarle cómo se encontraba entonces, si ya no sufría como antes, porque, desde niño, lo había visto muchas veces doblarse de dolor apretándose el estomago en la cocina. Los encuentros se sucedían incontables veces, y siempre estaban allí los viejos como fueron toda su vida, sencillos y bondadosos, asintiendo con las cabezas canas, sonriendo con sus labios pálidos y delgados de resucitados muertos, mientras él no se animaba a hablarles ni de Ignacio ni de la Silvita... Anochece, el viento sigue batiendo con furia incontenible los risqueros sepultados bajo un manto de hielo. Convertido en una sola palpitación de dolor desde la herida de los dedos amputados hasta la boca abierta en cincuenta sangrantes grietas, con los ojos hinchados e irritados al rojo vivo por el aire helado, sin saber casi dónde coloca el pie herido y dónde el pie sano, que a veces no alcanza a diferenciar; sin noción de la hora ni del día ni de la distancia, sin más referencia que aquella enorme mole, la Cordillera del Viento, continua inexorable su camino. u voluntad inconmovible, acostumbrada a esperar y sufrir en silencio lo empujaba hacia adelante. Hacía mucho tiempo que la sangre había dejado de imprimir su rastro purpúreo en la nieve, endurecida bajo la delgada capa volada de la superficie. Poco a poco el paisaje fue ensombreciéndose; desapareció la línea uniforme del horizonte en su color blanquecino, y la oscuridad se anunció tornando invisible el perfil de la cordillera y luego todos los accidentes desfigurados del terreno próximo, hasta que Juan quedó solo en medio de un mar de oscuridad retinta, con la única sensación de un adormecimiento casi total, de una enorme necesidad de echarse al suelo y cerrar los ojos para pasar casi sin transición de la vida a la muerte.

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l rancho se levantaba al pie del faldeo, cercano al camino que conducía de Andacollo a Chos Malal. Allí dentro, con los bracos cruzados sobre el pecho, para darse más calor en las manos, se apretujaba la familia junto a un pequeño fuego que vigilaban con los ojos fijos. Quedaba poca leña y no sabían cuántos días podía durar ese frío insoportable. Por lo menos hasta que se derritiera la nieve, y ésta permanecía en algunos lugares tan dura como el hielo. El hombre, antes de que cerrara la noche, vagando por los alrededores del rancho con la esperanza de encontrar señales de la próxima desaparición de la nieve, creyó ver muy a lo lejos, cañada abajo, una diminuta figura oscura. Pero no hizo mayor caso de ella; debía ser una ilusión del atardecer sobre la inmensidad blanca; no era de esperar que alguien en sus cabales se hubiera animado a salir a campo traviesa con semejante tiempo. Además, la figurita sobre la nieve parecía encontrarse inmovilizada, y el viento blanco la ocultaba con frecuencia. En cuanto cayó la noche, la madre sirvió un plato de sopa chirle. Todos comían lentamente, empuñando con fuerza de agonía la cuchara, y gustando cada gota de sopa y cada migaja como un elixir del que dependieran sus vidas. Y en verdad esas sopas aguachentas y esos restos de tortas fritas deberían sostenerlos hasta que amainaran las furias del invierno. Habían terminado de comer y no se decidían todavía a echarse sobre sus cueros y sus matras, alrededor del fuego, cuando uno de los perros comenzó a gemir y a mirar con inquietud hacia la única puerta del rancho. Acostumbrados ya a sentirlos llorar de hambre durante horas, no hicieron mucho caso de él. Cuando los gemidos amenazaban transformarse en aullidos, la mujer le amago con un trozo de leña. El ademán y el autoritario: “¡callate ya, porquería!” lograron calmarlo durante un par de minutos, pero en seguida recomenzó a moverse inquieto alrededor del fogón y a mirar otra vez con insistencia la puerta, gimiendo temerosamente. Su desasosiego contagió a toda la familia y los escasos rumores que se producían dentro del rancho fueron debilitándose hasta reinar un ominoso silencio. Sólo se escuchaban los gemidos del perro y el intermitente silbido del viento. De pronto pareció oírse un roce, producido en la puerta desde afuera, como si una pezuña hubiera rascado la madera suavemente dos o tres veces. Durante algunos segundos el silencio y la inmovilidad convirtiéronse en una expectante tensión; cuando volvió a escucharse el extraño sonido a través de la delgada madera, los dos perros ladraron al unísono, y el hombre, recordando súbitamente la solitaria figurita oscura del atardecer, en la lejanía, se puso de pie de un salto y abrió la puerta. En el vano estaba Juan, blanco como un fantasma, inmóvil, los ojos rojos y vidriosos, con una mano abierta y violácea extendida hacia la puerta; un temblor espasmódico le agitaba los labios, sin que lograra articular un sonido, y sus pies aparecían envueltos en una compacta masa de trapos, hielo y barro endurecido. Entre el hombre y la mujer lo recostaron sobre un espeso colchón de matras y cueros junto al fuego y comenzaron a desnudarlo. Calentaron agua y lo friccionaron largamente con pedazos de arpillera empapada en el agua hirviente, hasta que pareció revivir. El hombre ya había examinado minuciosamente su cuerpo desnudo, comprobando que no existía, al parecer, ninguna región helada, y que la herida del pie se encontraba en buen estado, y no sangraba por el momento. Lo dejaron dormir allí hasta el día siguiente; ellos se arreglaron como pudieron, en un estrecho semicírculo junto al fuego. Las fricciones, el calor de las brasas y las gruesas mantas de lana produjeron en él, aparte de la normalización de la circulación de la sangre, un curioso estado mental, con una perpetua superposición de imágenes formadas por los recuerdos de toda su vida. Pero en el aparente caos psicológico dominaba una inquietud desconocida, regida, a su vez, por el palpitante dolor de la amputación de los dedos del pie izquierdo; escena de la que él era a la vez testigo y ejecutor. Sin embargo, a pesar de la aguda sensación dolorosa que le desgarraba los nervios, en una constante vibración a través de todo el cuerpo, sólo se trataba de una simple experiencia. Y sobreponiéndose a ella, lentamente, crecía esa imperiosa necesidad de despertar para dedicarse a la ejecución de algo mucho más importante, cosa imposible de lograr hasta que no pudiera concentrar toda su atención en el descubrimiento de esa exigencia, de ese apremiante deber descuidado a causa de las penurias pasadas, y de la escena donde se cortaba cuidadosamente cada uno de los dedos del pie izquierdo, utilizando el viejo cuchillo mellado de mango negro. La claridad cenicienta del amanecer le hizo entreabrir los ojos. Iba a cerrarlos nuevamente cuando la urgencia de escapar de ese pozo negro y torturante consiguió despertarlo del todo; trató de enderezarse sobre un codo. Inmediatamente se agudizó el dolor y volvió a caer con un gemido. El hombre se inclinó sobre él y le habló. ¿Recordaba lo que había pasado? Juan dudó un instante, pero no tardaron en aparecer en su memoria, con vertiginosa rapidez, las escenas del viaje a Chos Malal, la amputación de los dedos del pie y el farmacéutico entregándole el suero, mientras movía escépticamente la

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27 cabeza. Preguntó inmediatamente por su maleta: allí estaba, envuelto en unos trapos en perfecto estado de conservación. Debería partir inmediatamente. Trató otra vez de moverse, y entonces tuvo plena conciencia del palpitante dolor de su pierna izquierda. Estaba inmovilizado. ¿Quién llevaría los frascos hasta Andacollo? ¿Podría hacerlo el hombre? No, el hombre no podía porque el rancho estaba cercado por la nieve. Y hasta La Primavera, desde donde era posible llegar a Andacollo desviándose del camino de altura y siguiendo una huellita de caballos que bajaba hacia el Neuquén a través de los lavaderos de oro, había por lo menos dos leguas, imposibles de recorrer con ese viento blanco y ese frío terrible. uan cerró los ojos y no dijo nada más. No quería creer que su sacrificio hubiera sido inútil; quizás de un momento a otro calmaran los dolores y podría entonces continuar su viaje. Pero pasó todo el día, y la segunda noche y amaneció la otra mañana sin que hubiera notado un cambio importante en su pierna izquierda. Al principio, Juan comió con agrado las sopas de fideos y las tortas que la mujer le preparaba, pero al notar la pobreza del rancho y los ojos fijos en él de las criaturas cuando se llevaba la cuchara a la boca, no volvió a permitir esa distinción y se conformó con una taza de caldo chirle, igual a la que tomaban todos, y hasta repartió entre los niños su pedazo de torta frita. Sin embargo, su asombrosa vitalidad no lo había abandonado. Al tercer día pudo ponerse en pie y caminar por el rancho, y al quinto día, aprovechando la disminución del viento, partió hacia La Primavera sin aceptar más que una matra para cubrirse los hombros. Se pudo fabricar unas ojotas con varios trozos de cuero superpuesto, y caminaba con bastante soltura, a pesar de la cojera, y del dolor aún latente en el extremo de su pierna, agudizado cada vez que se descuidaba y cargaba demasiado el peso del cuerpo sobre el piel herido. Consiguió llegar a La Primavera antes del crepúsculo. Durmió allí y al amanecer, sintiéndose perfectamente bien, continuó hacia Andacollo, siguiendo la huellita de caballo que bajaba por los lavaderos de oro. El descenso fue largo y penoso, pero a media tarde alcanzó el río Neuquén y, por su largo valle, el pueblo cuando ya era noche cerrada. Las calles estaban completamente desiertas, como cualquier otra noche de invierno, y la mayoría de las casas a oscuras. Pero en una de las ventanas de la escuela brillaba el tenue resplandor de una vela. Sería el padre o la madre que velaban junto a la camita de la enferma. Dió unos golpes moderados en la puerta y esperó temblando de frío, ansiedad y cansancio. Esta tardó muchísimo en abrirse y cuando por fin lo hizo apareció en el dintel el director. Pero estaba tan cambiado que casi no lo reconoció, o sería tal vez el fulgor macilento de la luz de la vela que dejaba su rostro casi en la sombra. Tenía los cabellos en desorden, las mejillas hundidas, cubiertas por una barba de una semana, los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado hasta secar sus lágrimas. Tampoco él pareció reconocerlo y se quedó mirándolo como hipnotizado. A sus espaldas, una mujer rezaba arrodillada frente a la imagen de la Virgen. Con la garganta apretada por el temor, Juan dijo, como disculpándose: —Tardé tanto porque me tomó una tormenta de nieve, pero acá está el remedio... Y tendió la maleta. El director no hizo ademán alguno para tomarlo; continuó mirándolo como un ser caído de otro planeta. Detrás suyo, la mujer inmóvil a los pies de la Virgen, no daba señales de vida. —Remedio . . . ¿Qué remedio? —Para la niña —murmuró Juan, con aterrador presentimiento— Fui a buscarlo a Chos Malal... De pronto el director pareció recordar; sus facciones se endurecieron y sus ojos fulguraron en la semipenumbra como dos carbones a punto de extinguirse, reavivados por el viento. —Mi hija murió hace varios días; su viaje ha sido inútil —respondió fríamente y cerró la puerta de un golpe. Juan permaneció mucho tiempo parado ante el umbral. Sólo se escuchaba el sonido deprimente del largo viento de la cordillera. Luego se volvió lentamente, y bajando la cabeza para protegerse de las rachas heladas, se dirigió hacia su cabaña. Ya en el límite de sus fuerzas, sentía que apenas podía caminar; el frío mortal del barro y la nieve le subía por el cuerpo desde los pies insensibles. Llegó a la puerta de la cabaña agobiado como un viejo, después de muchos años de lucha contra la adversidad de la vida. Levantó la arpillera mojada, y se dejó caer en el interior del hoyo húmedo y lóbrego. Ni pensó en encender un fuego; a tientas se dirigió al rincón donde estaba su camastro, y se tendió en él, sin quitarse la ropa, mojado y hambriento, sumiéndose en un sopor de muerte. urante un tiempo, que pudo haber sido muy largo o muy corto, le pareció que era niño otra vez y estaba acostado en su cama, observando con los ojos entrecerrados, a través de la puerta abierta, a su madre trajinando en la cocina, colocando los platos y las ollas en su lugar, y a su padre liando el último cigarrillo, siempre con algo entre las manos: una herramienta, unas riendas que necesitaban arreglo, un cuchillo cuyo mango habíase rajado, al tenue resplandor de la vela y del fuego casi apagado. Pero en una verdadera cama, tibia, confortable, cubierto de mantas de lana, y con una almohada bajo la cabeza. Ese estado de vigilia se sucedió hasta que lentamente fue posesionándose otra vez del presente y comprendiendo que tales escenas databan de muchos años atrás. Ante sus ojos irguióse una figura alta que lo miraba fijamente; despertó del todo y se encontró de nuevo en su cabaña. A este descubrimiento sucediéronse los recuerdos de los últimos días, y se incorporó a medias en su camastro, comprobando que estaba acostado, efectivamente, con una almohada bajo la cabeza y cubierto de matras y frazadas. l fuego ardía alegremente alrededor de una olla humeante. A su lado estaba el maestro y más allá la mujer que hacía la limpieza y la comida en la escuela. —Al fin ha despertado —dijo el maestro adelantándose hasta colocarse junto al lecho—. Durmió una noche y un día. —Bueno . . . no me sentía muy bien —respondió Juan. —Me imagino las que habrá pasado; la herida del pie es terrible. Juan levantó rápidamente las mantas, y encontró su pie izquierdo perfectamente vendado; el otro tenía puesto una media de lana. Bajó los ojos avergonzado. —Veo que usté se tomó una gran molestia. —Vamos Juan, después de su hazaña no quiero escucharle una sola palabra de agradecimiento. Además del hecho, hay en el ejemplo una lección infinita; usted nos ha redimido por una temporada de la ignominia del mundo. —Pero todo es inútil si la niñita murió . . . El maestro se sentó en el lecho, y colocándole una mano en el brazo, lo miró profundamente a los ojos. —Usted debe perdonar al director, Juan —le dijo—. Es cosa terrible ver morir asfixiado a un hijo sin poder

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28 hacer nada; puede enloquecer a cualquiera. Pero aparte de eso, si el mensaje fue entregado, a estas horas debe estar preparándose alguna ayuda. Se puso de pie y comenzó a pasearse junto al lecho. —Ya estoy viendo los titulares de los diarios en Buenos Aires —continuó. Durante varios días centenares de miles de personas se condolerán de nosotros y después volveremos a caer en el olvido: “Terrible epidemia en un pueblecito de la cordillera". "Heróicos pobladores cercados por la nieve". ¿Qué le parece?. Pero como aquí no hay campo de aterrizaje no podrán mandar un avión. Quizás la gobernación envíe una camioneta con un médico cuando se abran los caminos. Pondrán a los niños un centenar de inyecciones, prescribirán una alimentación absolutamente imposible de cumplir, y se marcharán hasta la próxima tragedia. Claro que nadie tiene la culpa en particular, aunque sí la tienen todos en general. Juan movió la cabeza tristemente: —El médico de Chos Malal estaba borracho —dio. —La verdad Juan, es que padecemos de una pavorosa borrachera. Guerras donde enloquecen cien millones de personas por conveniencias políticas y comerciales. Y una abominable ansiedad de poder y de dinero. Esa es la embriaguez del mundo, y mientras este vértigo no sea sustituido por una psiquis equilibrada que pueda originar una corriente de verdadera tolerancia y generosidad, las cosas no van a cambiar sustancialmente. Y sin embargo es preciso continuar viviendo y luchando con la esperanza de presenciar alguna vez la resurrección del hombre. En ese momento la mujer le sirvió a Juan un gran plato de sopa caliente. —Ya anochece —dijo el maestro— coma y quédese en cama tranquilo hasta mañana al mediodía por lo menos; ella va a venir a darle el desayuno y a prepararle la comida. —No —respondió Juan con energía—. Ya es suficiente, mañana me voy a levantar temprano y después saldré a buscar alguna cosa por ahí. El maestro sonrió: —Está bien; como va pasando la epidemia hay que hacer unos trabajos en la escuela para reiniciar las clases en septiembre, vaya mañana por allá. El fuego duró una hora todavía. A los últimos resplandores de las brasas, cubierto de mantas abrigadas y con una almohada de lana bajo la cabeza, después de haberse acordado otra vez de la Silvita, de Ignacio y de los dos viejos sonrientes bajo el parral de los racimos morados, Juan se durmió pensando en la resurrección de los hombres.

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II LOS MAGOS DE OCTUBRE

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ivían cercanos al río Lileo. Pero sobre la barranca, de manera que cuando crecía en invierno o al principio de la primavera, sus aguas caudalosas y arremolinadas solo alcanzaban el borde superior de esta barranca —que soportaría sus fuerzas periódicamente multiplicadas por lo menos mientras ellos vivieran— en su fragoroso camino hacia el Nahueve. Había construido el rancho con adobes anchos y compactos para que resistieran mejor la acción destructiva de la nieve, la lluvia y el viento. Techado con apretados manojos de carrizos (arrancados de los bajos húmedos por donde corrían los finos hilos de agua de nieve, cuyo último destino era el Lileo o el Nahueve, y después, mediante el Neuquén y el río Negro, el océano Atlántico, en un viaje que atravesaba la Patagonia de oeste a este ya no penetraba en su interior ni la humedad ni el frío de las ventiscas. La casa estaba compuesta de dos cuartos; el más grande, recién terminado, servía de dormitorio, y el más chico de cocina. El piso era de tierra, endurecida por los años de pisoteo; las paredes estaban blanqueadas con cal. Y tenía dos ventanas, una pequeña en la cocina, y otra más grande en el dormitorio. Pero unas ventanas de verdad, con sus marcos de madera y sus vidrios. Esto constituyó, en la época de la reconstrucción del rancho de Dionisio, un motivo de gran asombro para todos los habitantes de los alrededores, porque las únicas casas que poseían ventanas con sus vidrios desde el río Neuquén hasta el límite con Chile, eran las escuelas de Tierras Blancas y Los Miches, y el almacén de ramos generales de Podaderes. Dionisio sabía, cuando comenzó a reconstruir el rancho, de vuelta de cumplir sus tres años en la cárcel de la ciudad de Neuquén, que iban a pensar muchas cosas de él, tal vez que era pretencioso como los puebleros, al traerse tan graciosamente desde Andacollo, en una carreta, las dos ventanas y la cocina de hierro, adquiridas a costa de quince gramos de oro granado a uno de los almaceneros del pueblo. Aunque las maderas de las ventanas eran de muy mala calidad, rajadas y torcidas (las únicas que podían conseguirse en Andacollo, y aun en Chos Malal, a quince leguas al sureste) estas calzaron perfectamente en sus respectivos huecos. Y aunque la cocina de hierro estaba herrumbrada y le faltaba una pata y los redondeles de las dos hornallas, quedó muy bien puesta en el centro del cuarto más pequeño, con su nueva pata de madera dura, y calentaba maravillosamente, hasta ponerse como una brasa después de estar varias horas prendida con leña seca. Tal vez el asombro y las murmuraciones de los vecinos —el más próximo de los cuales estaba a dos kilómetros río arriba, o detrás de las lomas marginales— aumentó cuando lo vieron muy de pasada —y sin aventurar jamás una pregunta, pues el hombre tenía un carácter muy vivo—, construir dos camas, una mesa pequeña y un par de bancos largos utilizando también maderas de cajón y restos de varillas para alambrado, cuando ya la mujer estaba preñada del tercer hijo. Las herramientas se las había prestado Podaderes, dueño del almacén de ramos generales de Los Miches, y único hacendado de la región, donde él trabajaba de peón durante el otoño y el invierno, porque desde noviembre en adelante, si el tiempo lo permitía, se aventuraba en los lavaderos de oro a orillas del Neuquén. uando nació el tercer hijo, Gabriel, ya podían decir que la casa estaba lista. Por lo menos, tenían las camas cubiertas de gruesas matras que tejía ella, en el telar heredado de su madre, y de quillangos que él confeccionaba curtiendo los cueros de los cabríos, recortándolos y uniéndolos con finos tientos bien sobados. El alumbramiento se produjo en noviembre, en un anochecer opaco, mientras las aguas del Lileo rugían ahí no más, tratando furiosamente de socavar las barrancas cuya base de basalto opondría una resistencia de siglos a las periódicas crecientes. —Es un varoncito su crío —dijo en su media lengua la vieja india de la tribu de arriba del cajón, solicitada para ayudar en el trance, asomando la cabeza por la puerta. Hacía unos segundos, los primeros vagidos de la criatura lo habían sorprendido liando el cuarto cigarrillo. De pronto se dio cuenta de que ya no tenía más deseos de fumar; guardando con cuidado el tabaco en la tabaquera primorosamente bordada, y la hojita de papel de arroz en su librito, pensó que aquél tercer hijo no iba a morir como el primero, por falta de buenos alimentos. Recordaba con rabia los tres años perdidos en la cárcel de Neuquén, y más que nada, el día en que la mujer llegó a verlo —fue la única vez que pudo hacerlo— después de un azaroso viaje en camión desde Andacollo, pasando por Zapala, para decirle que su segundo hijo, a quien no conocía, había muerto un mes antes. “Se fue no más el angelito” Fueron las palabras de ella, luego de contarle casi con monosílabos la enfermedad. Estaba mucho más envejecida que cuando él la dejara, es decir, cuando aún tenía que comer y con qué cubrirse decentemente. Encorvada y esquelética, parecía veinte años más vieja. Esa noche había escupido con furia la comida debajo de la mesa, en el comedor general, jurándose que un hijo suyo no volvería a morir de hambre. a desde el primer día de su regreso comenzó a trabajar con ardor. Era diestro y en la cárcel había aprendido medianamente el oficio de carpintero; sabía manejar un serrucho y agujerear un tablón, por lo que Podaderes no tuvo ningún inconveniente en hacerlo trabajar en los arreglos que de tanto en tanto necesitaban los alambrados, además era probable la pronta instalación de otros nuevos, de acuerdo a su esperanza de conseguir una veranada en lo más alto del cajón, cerca del límite con Chile. Y como Dionisio nunca se emborrachaba y era despierto, siempre había ocupación para él en el almacén o en cualquier, otro punto del amplio caserío levantado allí por el hacendado diez años antes. Por eso pudo contar con las herramientas y las materiales adecuados para reconstruir su casa, que tres años de abandono habían convertido casi en un rancho con el techo agujereado y las precarias paredes de adobes recorridas por largas rajaduras en diagonal. Su decisión de construir un cuarto más grande y sólido, para dormitorio, junto al único que hasta entonces poseyera el rancho; la sustitución del ennegrecido fogón de piedras por la cocina de hierro, además de las dos ventanas con vidrios, no originaron en la mujer otra reacción que un callado y respetuoso asombro; él era el hombre y sabía lo que debía hacerse. veces, cuando él pensaba en todos esos dones que recibía quizás por su propia preocupación, quizás por una extraña suerte después de los años de penurias, se avergonzaba. Y hasta creía, en un momento de debilidad, que no duraría mucho tiempo, o que podría ser un motivo para que alguna vez fuera rehuido por sus más próximos vecinos. Ellos no poseían absolutamente nada, fuera de un piño de chivos y uno o dos caballos,

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30 viejos y enflaquecidos por la falta de granos y la escasez de pastos en invierno. De esos reducidos bienes vivían todo el año. siempre ante el latente temor de que una excesiva o súbita nevada les matara los pocos animales que poseían y no tuvieran con qué afrontar los meses de fríos rigurosos. La primavera les resultaba en cierto modo agradable, proporcionándoles una efímera felicidad, con sus días de tibio sol y las reuniones en los boliches de Andacollo. Podían ir al pueblo y volver de allí sin inconvenientes, atravesando los dos ríos, el Nahueve y el Neuquén, y siempre obtenían sus buenos gramos de oro trabajando con alguna constancia el manto que bajaba por los cañadones y faldeos hacia el Neuquén. Desgraciadamente, nadie pensaba en guardar al cabo de las privaciones pasadas, y el nuevo invierno, esa época terrible de junio a setiembre con sus abrumadoras nevadas y sus fríos posteriores, se hacía muy difícil de soportar, sin más que una pequeña cantidad de harina y de grasa. En ocasiones, hasta sin leña para encender fuego, enterrados en sus ranchos endebles, por cuyas grietas, ensanchadas de año en año sin que nadie se preocupara en taponarlas cuando llegaba el buen tiempo, penetraba el chiflón helado y los copos de la nieve volada; mascando los huesos y el pellejo del último chivo o el único caballo, que mas tarde difícilmente podría ser sustituido, con la tímida esperanza, a veces escuetamente conversada en el corro tembloroso cuyo centro era el fogón apagado próximo a perder el postrer fulgor de la última brasa, de que ese año se adelantara la primavera, aunque no conocían a ningún Dios a quien rogárselo, ni siquiera el de sus antepasados descendieran las aguas del Nahueve y el Neuquén, y mansas de nuevo, como cuando saltaban o morían allí las últimas o precursoras estrellas del espacio, les permitieran atravesarlas para volver cuanto antes a los placeres de Andacollo y al fiado de alguno de sus almacenes de ramos generales. a primavera de ese año se distinguió por hechos sobresalientes; Dionisio y los otros hombres, que siempre se asociaban a él, realizaron un gran despeje en un pequeño faldeo cercano al río Neuquén, donde el manto había acusado en las pruebas un rico porcentaje. El trabajo se caracterizó, como ya lo esperaban, debido a la vecindad del río, por la presencia de grandes cantos rodados, muchos de ellos de varias toneladas de peso, que debieron dinamitar para dejar libre el manto. Dionisio se encargaba de colocar la dinamita y encender la mecha, huyendo luego junto a los otros, y desde una prudente distancia contemplaban cómo el trozo de granito, redondeado por el incansable trabajo de las aguas, saltaba en pedazos, prolongándose en los altísimos cañadones y contrafuertes el estruendo formidable de la explosión, obligando a levantar vuelo en nutridas bandadas a las bandurrias y los patos por sobre las resplandecientes aguas del Neuquén, en busca de la tranquilidad de otros remansos y mallines. Luego quitaban los trozos esparcidos Junto al área donde habíase asentado durante años el gran canto rodado, y se doblegaban en el lento y agobiante trabajo de la barreta usada como palanca para remover aquellos cuyo peso excedía las fuerzas de un hombre. Fueron tres meses agotadores, pero cuando realizaron el lavado final se encontraron con seiscientos gramos de oro. Dionisio pagó su cuenta en el almacén de Podaderes, compró un caballo gateado, de vasos pequeños y vivos movimientos, lo más práctico después de la mula en las angostas sendas de esa región montañosa, y se proveyeron de víveres para todo el invierno. Fue para esos días también que Ignacio huyó con la hija de Alí Sarkín y sus tres kilos de oro, luego de venderle a los ingleses, como muy rica, una pertenencia de regular valor, lo que sirvió para matizar un poco la monotonía de las fatigosas tardes en los lavaderos, permitiendo que se entrelazaran toda clase de suposiciones, desde “e1 mal trato que a lo mejor le daba el turco a la Malvina” hasta “lo avizorado que había sido el Ignacio ése, que se tráia una cosa así bajo el poncho sin que naides ni ninguno se lo oyera rumiar siquiera”. tro suceso importante fue la llegada del cura de Chos Malal en una de sus giras periódicas. Este sacerdote, famoso por el delicioso vino que obtenía de vides propias en su parroquia, y embotellaba ayudado por el sacristán y vendía a muy buen precio, pues evidentemente era el mejor vino producido en la región, acostumbraba a visitar todos los años algunos parajes del departamento Minas, cuyo pueblo principal era Andacollo. Se decía que inclusive solía peregrinar hacia el río Colorado, llegando a lugares áridos y salvajes, de espantosa desolación, donde vivían, en agujeros techados con palos y ramas, algunos seres colindando con la absoluta animalidad, y a quienes él proveía de tanto en tanto de ropas y alimentos. Los malintencionados y anticlericales sostenían que en realidad el cura iba a vender allí sus vinos a mejor precio que en Chos Malal, mientras las mujeres católicas, indignadas, respondían que era el único que trataba de aliviar un poco la negra miseria de aquellos pobres niños y mujeres, sin que jamás en el pueblo se hubieran preocupado por apoyarlo como merecía. El cura párroco estuvo unos días en Andacollo, y aún se animó, montando en una mula baya, a cruzar el Neuquén y el Nahueve, un poco crecidos debido a unas lluvias persistentes, para ir a enseñar catecismo en las escuelas de Tierras Blancas y Los Miches, gentilmente cedidas por los respectivos maestros a su requerimiento. Pronto se encontró Dionisio con que su hija María, muy entusiasmada, hablaba más de lo usual y solo del niñito Jesús, de su nacimiento en Belén, y de los magos que fueron a llevarles sus regalos guiados por una estrella. La madre no sabía qué decir ni qué pensar ante ese extraño discurrir de la criatura, acostumbrada como estaba a un silencio rayano casi en el mutismo. Pero Dionisio sonreía benignamente, pues en sus años de cárcel también oyó a los curas de Neuquén hablar de todas esas cosas, sin haberles concedido una desmedida atención, y había asistido a misa varias veces con motivo de navidad y algún veinticinco de mayo. Aunque personalmente no tenía nada contra la Iglesia, no se interesó nunca por ahondar en la historia del nacimiento y la crucifixión; le faltaba la noción del tiempo histórico y el espacio geográfico suficiente como para que aquello comenzara a interesarle. Además, otras impostergables preocupaciones sobre su mujer y sus hi]os, transformadas luego en dolorosa amargura al enterarse de la muerte del varoncito y al pensar en el peligro que corría la hija que quedaba, ocuparon por aquellos años la totalidad de sus pensamientos, impidiéndole interesarse por nada que no fuera el oficio de carpintero, aprendido medianamente y casi forzado por las circunstancias; sabía que luego le sería imprescindible algo con que ganarse el sustento durante el otoño y el invierno, si no quería dejar, como antes, al azar de los lavaderos de oro la seguridad de su mujer y su hija. medida que transcurría el tiempo, María parecía entusiasmarse cada vez más con la hermosa y emotiva historia narrada por el cura de Chos Malal. Aunque éste hacía ya muchos días había partido de regreso a su parroquia, era evidente que su enseñanza sería un tema inagotable de conversación y asombro entre los mayores de los niños concurrentes a la escuela de Los Miches. Hasta la maestra debía intervenir con algunas aclaraciones, cuando la duda ante ciertos pasajes de la narración bíblica, portentosamente grabada en aquellas cabecitas por lo general incapacitadas para el estudio debido a la desnutrición y el hambre hereditarios, convertía en

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31 discusión las conversaciones de los recreos. María era una de las más apasionadas si creía que los demás estaban equivocados, o no habían comprendido perfectamente lo que el sacerdote les contara sobre el nacimiento y la infancia de Jesús. Esta época de la vida del Redentor, era, en realidad, lo único que había interesado a la mayoría de los niños; sobre todo, el episodio relacionado con la llegada de los tres magos de oriente portando sus regalos, y la adoración de los pastores. A este respecto, María, contra la experiencia más dilatada de los mayores, que jamás habían visto un juguete ni oído de la llegada de los reyes magos a Los Miches, sostenía que, puesto que desde aquella fecha esos magos de oriente visitaban todas las casas del mundo una vez por año, dejando sus regalos en los zapatos de los niños, algún día llegarían hasta Los Miches, no obstante encontrarse éste tan alejado de ciudades como Zapala y Neuquén, y otras, pues era seguro que el mundo seguía todavía un poco más allá, según solía decir a veces la maestra. Si durante esos últimos años no habían aparecido, se debería a que tenían dificultades con el tiempo o sus camellos para atravesar la Cordillera del Viento. Apremiada por la media docena de voces más audaces que trataban de oponerse a esta sencilla y esperanzada solución referente al por qué los reyes magos no llegaban a Los Miches, la maestra se aferraba a la idea de María, declarando que, efectivamente, los reyes magos no conseguían atravesar la cordillera, porque por allí arriba hacía siempre mal tiempo, y los camellos eran muy delicados de salud. Y mientras tanto pensaba que el cura párroco de Chos Malal, podría muy bien haberse ahorrado todos esos detalles que la colocaban a ella en la necesidad de dar extrañas y disparatadas explicaciones, sobre todo cuando alguno de los alumnos más despiertos declaraba su escepticismo con respecto a la debilidad de los camellos, ya que estos debían soportar, no solo el peso del rey mago, sino también el de las enormes bolsas de juguetes, siendo en apariencias, según parecían demostrarlo las figuras de los libros, más grandes y fuertes que un caballo y un caballo podía ir casi a cualquier parte, mientras la nieve no cargara demasiado. Todos esos problemas no poseían una solución satisfactoria y una vez agotada la discusión, se aceptaba, en general, que algún día los reyes magos podrían llegar a Los Miches, y sólo era cuestión de tener paciencia y esperar. Como en su casa nadie estaba dispuesto o capacitado para discutir con ella sobre esos oscuros misterios, María pareció ir olvidándolos poco a poco, hasta que dejó definitivamente de referirse a ellos, y se encerró de nuevo en su acostumbrado silencio infantil, dedicándose a jugar otra vez con sus burdos muñecos en los rincones del cuarto. Sin embargo, de haber sido sus padres un poco más observadores, hubieran notado que desde entonces había casi siempre en sus juegos, un pequeño muñeco, construido con un trozo de palo y unos trapos en desuso, rodeado singularmente por otros muñecos mayores en actitudes reverentes, que a su alrededor se agrupaban piedritas de colores, pequeños animalitos construidos también con los mismos materiales, y hasta algún caramelo envuelto en su papel transparente o un trozo de papel plateado, cuya importancia debía ser muy grande, ya que siempre ocupaba un lugar privilegiado en el conjunto. María dedicaba todas sus horas libres a esos preparativos, y cuando creía que la agrupación se hallaba completa, permanecía mucho tiempo examinándola críticamente, arreglando esto y aquello, cambiando a veces y al parecer innecesariamente a los animalitos y los muñecos de su sitio, hasta que Gabriel, que ya tenía dos años y medio, interrumpía aquel aislado encantamiento con sus sorpresivos manotones, introduciendo el caos en lo que fuera un ordenado retablo de navidad. Pero la niña era constante, y aún solía aceptar sin enojos ni protestas la desorganización de su trabajo fuera de murmurar un “¡pero si serás! ...” y alejar momentáneamente a su hermano menor, induciéndolo a jugar con Tropero en la puerta de la casa, lo que no era difícil; a éste no había que insinuarle tal posibilidad para que se lanzara directamente sobre los niños enloqueciéndose él mismo con sus extrañas volteretas y sus inverosímiles persecuciones, todas ellas finalizadas en una tentativa de alcanzar el extremo de su corta cola, girando vertiginosamente hasta que se sorprendía de su propio mordisco, deteniéndose de pronto con una expresión en los ojos que bien podía significar “pero, ¿qué estoy haciendo con mi cola?” o “¿cómo permiten ustedes que llegue a estos extremos?”. Y mientras Gabriel reía ante las contorsiones de Tropero, quien parecía incitarlo continuamente al juego, intensificando la violencia de sus movimientos hasta llegar al delirio de la auto persecución, y conversaba con él en su media lengua, extraña mezcla de balbuceos, frases en castellano y algunas palabras en araucano, María realizaba la paciente y tierna reconstrucción, introduciendo, cada vez que esto sucedía, una nueva mejora en el pesebre donde el niño Dios dormía adorado por los pastores y los reyes magos que depositaban los presentes a sus pies. Y realizaba así, sin que ella ni alguien de su familia se diera cuenta, la inmemorial continuidad del arte místico, sujeto quizás al oscuro e instintivo impulso de redención común a todas las razas destrozadas en el tiempo por el agotamiento de su vitalidad. veces, cuando Gabriel se acercaba con calma al rincón donde entonces funcionaba el pesebre -exacta expresión en el caso del de María, pues ésta realizaba una verdadera función con los animalitos y demás personajes que debían acercarse hasta la cuna y luego alejarse de ella para ceder el lugar a los otros en la muda adoración— porque había jugado hasta el cansancio con el perro, o porque recién se levantaba de dormir, la hermana lo tomaba de una de sus manitas, en parte quizás para prevenir una súbita atrocidad, o por un gran y temeroso respeto hacia el misterio en el que iba a iniciarlo, y le enseñaba reverentemente la cuna donde se encontraba el pequeño muñeco que había ataviado con todo el primor de que era capaz la inexperiencia de sus pocos años y sus mínimos recursos, diciéndole. “Este es el niño Dios, lo trajo un ángel del Señor”. Y a los otros muñecos mayores diseminados junto a la cuna. “Estos son los magos que les llevaron sus regalos porque una estrella les enseñó el camino, y los pastores de Belén”. Y a los animalitos. “Estas son las ovejitas y las vaquitas que le calientan los piecitos para que no tenga frío”. Gabriel, que asentía gravemente con la cabeza y trataba de repetir lo que le decía su hermana sin lograr mucha frescura en la pronunciación, pronto perdía la paciencia y se retiraba a jugar por su cuenta, o intentaba irrumpir en el precioso pesebre con las manos extendidas, unas veces con éxito y otras no, según la rapidez con que reaccionara María. Pero, no obstante los cuidados y el incesante perfeccionamiento que ella imponíase día por día, llegó un momento en que los muñecos y los animalitos construidos con trapos y palitos no le satisficieron, como tampoco el expuesto rincón del cuarto donde tenía que distribuirlos, bajo la perpetua amenaza de su hermano Gabriel, o de sus padres, que colocaban cualquier cosa sobre ellos sin percatarse del daño que le ocasionaban. Comenzó a pensar a qué lugar podía trasladar su pesebre para que no la molestaran ni pudieran enterarse de lo que hacía; había descubierto que nadie parecía interesarse mucho por el niño Dios y su nacimiento en ese lejano pueblito llamado Belén, situado mucho más allá de Zapala, y todavía después de la ciudad de Neuquén. Era mejor entonces encontrar un rincón apartado de los hombres, los otros chicos y los animales; donde no apareciera ser viviente, para construir a gusto un verdadero pesebre y esperar el

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32 venturoso día en que llegaran a Los Miches los reyes magos. Sin embargo, aunque la idea era buena, parecía muy difícil hallar ese refugio; no podía haberlo ni en su casa ni en la escuela ni en alguno de los viejos galpones de adobes y chapas de zinc de Podaderes; allí el hacendado guardaba maderas, cueros, barriles, cajones viejos y otras mil cosas en uso y desuso, entre las cuales ella podía muy bien descubrir un rincón capaz de ocultar su pesebre durante un tiempo, pero a pesar de que estaba autorizada para entrar y salir del almacén y sus edificios secundarios libremente, sin que nadie le preguntara a quién buscaba, pues solía, de tanto en tanto ir a lugar con los hijos del hacendado (más que por ellos, por el café con leche, pan, manteca y dulce de la media tarde —lo que constituía un deleite inolvidable— al reconfortante calor de la gran cocina a leña), los mismos hijos de Podaderes, sino su padre o cualquier otra persona, no tardarían en descubrir el escondrijo, y vaya a saber qué sucedería entonces con sus muñecos y animalitos. Sin embargo, debía existir un lugar apartado y solitario donde ella y su pesebre lograran pasar inadvertidos a los ojos de los demás. Aunque fuera una cueva. Pero las montañas con sus pardas rocas increíblemente altas y quebradas estaban lejos, y ella nunca sería capaz de llegar sola hasta allí. Además, en esas frías soledades, donde decían que el viento, agudo como una aguja, soplaba sin descansar un solo minuto por entre las grietas de los risqueros, doblegando las briznas de los míseros coirones amarillos, habitaba el puma hambriento persiguiendo a las ovejas y vigilando la aparición de algún chivito extraviado que con su desesperante balido colmaba la desolada profundidad de los cajones. n día que vagaba lentamente cerca de lo alto de la loma mirando hacia adelante, hacia los dos picos por entre los cuales descendía el Lileo, ahora manso y transparente como un ojo de agua en la lejanía, se acordó repentinamente del cementerio de pircas que debía estar ahí no más, descendiendo un poco el faldeo del otro lado. Era un reducido espacio de terreno rodeado por una empalizada de piedras sueltas de un metro de altura. Junto a él existían las ruinas de un rancho, donde nadie jamás entraba porque una de las paredes había caído en parte, obstruyendo el hueco de la puerta. La idea le asaltó repentinamente, y fue como si su padre o su madre le hubieran ordenado echar a correr sin mirar hacia atrás-porque le iba la vida en la ligereza de sus piernas. Anhelante llegó al filo de la loma y contempló absorta, un poco más abajo, el solitario lugar que los habitantes de Los Miches habían destinado a sus muertos. Era la media mañana, un viento contenido estremecía las matas de pasto, cuyas duras raíces se aferraban obstinadamente a la tierra fría y pobre filtrándose por entre las grietas de las rocas invisibles; apenas escuchábase este rumor sordo y continuo del aire cortado por aquellos férreos filamentos vegetales que empero azotaban suavemente las piernas de María cubiertas con unas apretadas medias de lana hilada por su madre, y quizás dominaba en el ámbito frío y desierto el distante sonido de las aguas del Lileo corriendo por entre sus milenarios cantos rodados, quebrando solo su melodiosa continuidad el ladrido de un perro inubicable, o el mugido persistente de una vaca al llamar a su ternero desde los corrales del caserío de Podaderes, invisible en la profundidad de su valle junto al río. Aquello era lo que la niña necesitaba; dentro del rancho abandonado hacía muchísimos años por su dueño, podía instalar su pesebre con la seguridad de que allí no irían a perturbarla. Se decía que la existencia del rancho era anterior a la del cementerio; nadie que estuviera en su sano juicio podía pensar en instalarse a cuatro pasos de un centenar de difuntos. Algunos insistían que allí, tantos años atrás que resultaba imposible hacer el cálculo exacto, había vivido la numerosa familia de un viejo capitanejo araucano. Durante uno de los más duros inviernos que debió soportar la región, sorprendidos por el frío y la nieve en una época de gran enfermedad y miseria, fueron muriendo uno tras otros, y como los sobrevivientes no podían alejarse del rancho debido a la altura de la nieve, los enterraban allí mismo. Hasta que llegó la primavera con su tibio sol y su resplandeciente cielo abierto, y el viejo araucano enterró al último hijo o al último nieto y, antes de morir, a su vez, mientras a unas pocas leguas de distancia, en sus bosques natales estremecíanse los robles y los raulíes sobre la dulzura renovada de la tierra de sus abuelos, pudo levantar un tramo de empalizada de piedras para proteger un poco a los finados de las rachas del viento invernal. Luego la gente continuó enterrando allí a sus muertos y terminó de cerrar el círculo de piedra. Y el lugar se transformó para siempre en el cementerio de las pircas, junto a un rancho al que nadie osaba entrar, y que más tarde la acción destructiva del clima, a pesar de estar muy bien construido con gruesos adobes entre los que se engastaban grandes piedras chatas, transformó en un montón de ruinas inhabitables. María, después de unos segundos de alborozada observación, durante los cuales su figura en el filo de la loma, con los largos y renegridos cabellos sueltos al viento, habíase recortado nítidamente contra el ciclo de un intenso azul quebrado únicamente por la espumosa corona de nubes del Domuyo, bajó corriendo por el faldeo hasta llegar al cementerio. Se detuvo temerosa y colocó una de sus manitas curtidas por el frío y el viento sobre las pircas polvorientas. ¿Estaría bien aquello? ¿Podría penetrar impunemente en el rancho en ruinas interrumpiendo la soledad de esos cuerpos recobrados al fin por sus antepasados? En realidad, el rancho se hallaba situado fuera de los límites del cementerio, y aunque la proximidad de éste era sobrecogedora, pensó que no cometía una falta de respeto tomando posesión de aquellas cuatro paredes derruidas que nadie había querido habitar jamás. Caminó lentamente a lo largo de la tosca pared de piedras rojizas contemplando de soslayo los montículos de tierra levantados tras ella. Casi todos eran pequeños; en Los Miches, por cada cinco o seis criaturas que se llevaban las enfermedades, el hambre y el frío, moría una persona mayor. La gente acostumbraba rodear esos montículos pequeñitos, en verano, con unas hojas lanceoladas de un color verde claro, duras y carnosas, que podían enterrarse en el suelo y solían permanecer erguidas bastante tiempo, desafiando a la fuerza del viento, contenido en gran parte por las pircas de un metro de altura. Las únicas flores de la región, unas pequeñas corolas celestes que llenaban el valle del Lileo durante el buen tiempo, creciendo y removiéndose como un mar impetuoso cuando una racha de viento descendía por el cajón, eran reunidas en manojos y atadas a las coronas de alambre. Estas se colocaban al realizarse el entierro junto a la cruz del difunto, a veces engalanadas con unas grandes flores de papel o de género, y allí permanecían años y años. Y la sucesión de lluvias y nevadas las herrumbraba y corría hasta que se desintegraban completamente o desaparecían en el interior de los montículos, asomando de tanto en tanto alguno de los extremos de los alambres por entre los guijarros y la hierba tenaz de la montaña, que parecía crecer con mayor ímpetu en la tierra removida sobre las tumbas. Pero no había nada que temer, para María; aun conociendo ella muy bien las leyendas propaladas por los viejos sobre los muertos y las exigencias que solían tratar de imponerle a los vivos, la mayor parte de aquellas sepulturas eran de angelitos y éstos se iban directamente al cielo, sobre todo si habían muerto de hambre o de frío, sorprendidos por una tormenta lejos de su casa mientras buscaban leñita o un cabrito extraviado. Convencida de que podía tomar posesión del rancho, se detuvo ante lo que antaño

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33 fuera el hueco de su puerta; ahora lo obstruía una compacta masa de piedras, barro y miches podridos, correspondientes a la parte del techo y la pared caídos algunos inviernos atrás. Pero al cabo de un minuto de observación, descubrió que aquello estaba mucho más firme de lo que parecía, y cuidadosamente comenzó a trepar hacia el negro agujero abierto a unos dos metros de altura, un poco más abajo de donde las vigas del techo se apoyaran en la pared. Llegó hasta allí sin ningún inconveniente serio, fuera de algún leve desprendimiento de tierra reseca, y se dejó caer en el interior del rancho. La densa oscuridad se transformó enseguida en una suave penumbra; por los variados boquetes del techo penetraban limpiamente los rayos del sol cercano al medio día, trazando unos oblicuos y fantásticos caminos de luz, donde se movían, con lentos y acompasados movimientos, sujetos a las súbitas variaciones impuestas por alguna racha de aire colado a través de las innumerables rendijas, las infinitas partículas de polvo que quizás ella había levantado al penetrar en el recinto abandonado. El piso de tierra estaba seco y limpio; en él sólo se encontraban algunos adobes, piedras desparramados, manojos de miches; en uno de sus rincones se apoyaba el extremo de la viga caída. A poco de inspeccionar atentamente su futuro refugio se dio cuenta que el sol, penetrando por los agujeros del techo, iluminaría directamente desde el amanecer una de las esquinas libres donde podría instalar su pesebre con toda la amplitud necesaria. sa misma tarde comenzó el traslado de sus tesoros. Para no llamar la atención de sus padres, lo que era poco probable si se tenía en cuenta que uno de los más importantes trabajos de ellos, los chicos, consistía en recorrer los alrededores de las casas hasta donde les pareciera bien buscando ramitas secas para el fuego, fue llevando sus muñecos y animalitos de a dos y de a tres envueltos en un trapo. Antes de acercarse al cementerio para introducirse en el rancho abandonado, observaba si había alguien a la vista, lo que muy pocas veces sucedía por encontrarse aquel paraje alejado de todo tránsito. En caso de distinguir algún ser humano en las cercanías, simulaba encontrarse absorta en su trabajo de recolección de leñita, y esperaba a que el hombre o la mujer desaparecieran tras alguna elevación del terreno o se empequeñecieran en la distancia. Y aún en el caso de que la descubrieran entrando o saliendo de su refugio, con seguridad no le darían al hecho más importancia del que produciría la curiosidad de una niña por un rancho en ruinas, sin molestarse siquiera en averiguar si se trataba de la hija de tal o cual conocido de los alrededores de Los Miches. l término de la semana había transportado todo su material. Entonces se dedicó a pensar profundamente cómo podía transformar aquellos burdos animalitos y muñecos, que ya no satisfacían su oscuro instinto de la estética y la belleza. Decidió, primeramente, que las ovejitas debían tener lana de verdad, y se dedicó durante un tiempo a recoger los pequeños vellones que estos animales dejaban prendidos en los alambrados y los cercos de ramas cuando se rascaban contra ellos. Más tarde quitó toda la pelambre de un pedazo de cuero de vaca; juntó poco a poco cintas y trapos de colores, papeles transparentes y plateados, cuentas, trozos de vidrio y hojalata; y al fin, para colmo de su suerte, consiguió un cortaplumas viejo y una hojita de afeitar; con ellos pensaba tallar pacientemente, en los maderos blandos, su niño Dios y los demás personajes y animalitos del pesebre. Una mañana muy temprano, poco después de haber marchado su padre de regreso a los lavaderos de Andacollo, luego de una rápida visita de una noche, María se dirigió a su refugio y limpió perfectamente el rincón donde colocaría el pesebre. Ya tenía almacenados los materiales más necesarios y en adelante pensaba dedicar allí en el rancho, una o dos horas diarias a su trabajo, además de lo que podría realizar en su casa sentada junto a la cocina, mientras la madre preparaba la sopa de la noche. medida que transcurrían las semanas, María veíase cada vez más absorbida por su trabado, hasta que este se convirtió en una fiebre de exaltación en medio de la cual el tiempo se deslizaba insensiblemente. La madre comenzó a regañarla por que tardaba una mañana entera para traer un puñado de ramitas secas, o desaparecía sin previo aviso a media tarde, después del regreso de la escuela. Pero la niña no parecía darse cuenta de la irregularidad de su conducta, y cada día más distraída, cuando no se marchaba durante horas enteras de la casa, ya fuera porque se iba a juntar leña o a vagar por las lomas en vez de quedarse haciendo algo útil, según pensaba la madre, sentábase al calor de la cocina dando interminables vueltas entre sus manos a un trozo de madera del que arrancaba virutas con el viejo cortaplumas de su padre; una inaudita falta de respeto, en el concepto de la mujer que la diera a luz, pero que el hombre toleraba en silencio, como si hubiera existido un tácito acuerdo de igualdad entre padres e hijos. Ese sería el motivo, pensó vagamente la madre, de que él no se decidiera nunca a castigarla o a zamarrearla como se merecía por sus descuidos en la casa y sus vagabundeos por las lomas cercanas. Y con la simpleza de espíritu propia de la mayor parte de esas mujeres acostumbradas a la ciega y silenciosa obediencia a su hombre, aceptó la situación sin rencores, puesto que así parecía estar bien, según la conducta del padre hacia la hija. arzo y el verano terminaron con el mal augurio de fríos intermitentes, y abundantes heladas que cubrían de una fina pátina de blancura los faldeos luego resplandecientes y por fin azulados bajo una leve neblina en la distancia, a pleno sol. Llegaba el otoño, y los primeros síntomas del invierno, sustantivo genéricamente extendido a todos los meses malos del año, fueron evidentes, y para algunos positivamente alarmantes. Antes de la fecha acostumbrada se cerró el camino de lo alto, que bordeaba la Cordillera del Viento hacia Chos Malal, y ésta apareció cubierta de nieve, después de una noche de intenso frío, transformando la línea del horizonte de un nítido azul parduzco en la resplandeciente blancura de la nieve contra el cielo. Más tarde se la vio casi perpetuamente envuelta por la bruma lechosa de las tormentas de agua y viento, fuera de los contados días en que se perfilaba con la dura perfección de su grandeza bajo el espacio infinitamente claro, limpio y frío. Ya se blanqueaban los faldeos; el fenómeno de las heladas prematuras reproducíase en las nevadas nocturnas con la diferencia que éstas no cedían fácilmente a las tibiezas de un sol ya demasiado oblicuo para disolver con rapidez sus livianos copos, de cuya gélida persistencia era portavoz el viento hasta la profundidad de los valles encajonados, ahora, de un verde esmeralda al claro añil, insensiblemente próximo al violáceo cuando comenzaban a insinuarse las sombras de los rápidos crepúsculos. No tardó en nevar en los bajos. La gente experimentaba cierta inquietud por la temprana frialdad de la tierra, sobre todo los que tenían parientes en viajes de arreo de ovejas desde las tierras altas, donde habían veraneado, hacia las bajas invernadas, temiendo que una tormenta de nieve pudiera sorprenderlos en esas alturas, con serio peligro de muerte para ellos y sus majadas.

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34 ntes de que finalizara el otoño, María fue por última vez a su refugio. El pesebre estaba terminado y A ella sólo iba para contemplarlo con una felicidad cercana al éxtasis, y a efectuar pequeños toques inevitables en la vestimenta de los muñecos y la posición de los animalitos. Cargaba ya la nieve en el filo de la

loma, un poco endurecida, llegándole hasta más arriba de los tobillos, pero no sentía mucho frío en los pies gracias a las gruesas ojotas de cuero de oveja y trapos de lana que los protegían. Sin embargo, unas súbitas rachas de viento le hicieron tiritar antes que se apresurara a bajar por el faldeo hacia el cementerio de pircas. Se detuvo en la angosta abertura que permitía la entrada de una sola persona por vez, con la respiración entrecortada y una leve niebla de vapor brotando acompasadamente de su boca; el viento había dejado de castigarla y un agradable calor le corría por el cuerpo debido a la rápida circulación de la sangre. Parada allí, junto a las piedras rojizas cubiertas ahora de una traslúcida capa de nieve ligeramente bruñida entre las sombras moradas del atardecer, intensificadas por el empinado faldeo de la loma, pensó por primera vez cómo se sentirían los muertos en sus tumbas dentro de la tierra helada, y si en realidad desde allí podrían darse cuenta de lo que pasaba con los vivos. Lentamente, absorta con sus pensamientos, fue entrando en el cementerio. Evitó los mayores túmulos, muchos de los cuales estaban ya tan viejos y cubiertos por la resistente maleza, que semejaban una común elevación de tierra, de las tantas que en el campo encontrábanse a cada paso, y llegó a los pequeños montículos, bajo los cuales dormían sus mínimas muertes los inocentes angelitos, ahora recogidos en el cielo por la bondad de Dios, y donde ya jamás volverían a sufrir el hambre y el frío. Allí estaban, en realidad, sonriendo con sus rojas boquitas húmedas de alegría, calentados por un fuego que ella imaginábase celeste y rumoroso, comiendo frutas doradas y bebiendo las limpísimas aguas de las nubes, y no en aquellos siniestros agujeros con sus pobres huesos entumecidos, llorando lágrimas petrificadas por el frío y el dolor de su soledad sin nombre, porque habían muerto lejos de sus casas, girando azorados en el círculo interminable del viento y la nieve volada, mientras apretaban contra su pecho inútilmente aquel tesoro; el puñado de la húmeda leñita hallada por fin bajo la nieve, entre los huecos de las piedras, que ya no ardería para ellos proporcionándoles el calor de la vida, y sí sería entre sus bracitos convulsos como un símbolo de haber sido crucificados por la impiedad del mundo; o porque cerraron sus o]os mascando con sus últimas fuerzas un trozo de cuero, mientras sus madres los mecían sin pausa contra sus pechos resecos, y la nieve afuera iba amontonándose contra la puerta del rancho, siempre a la zaga del dolor impotente, como decían a su manera algunas viejas refiriéndose a las tumbas pequeñitas del cementerio aquel, con los ojos relampagueantes y bruscos ademanes de amargura. Una de esas suaves elevaciones pertenecía a la tumba de su hermanito muerto, ella lo sabía, al final de un invierno tan terrible y tan largo que la gente no podía olvidarlo, a pesar de que, en general, todos los inviernos eran malos. Había muerto cuando ella no se daba cuenta de nada y su padre se hallaba lejos de allí, en un viaje que duro años y años. Pon fin volvió para construir una casa mejor, con una cocina de hierro que impediría en el futuro los grandes fríos, aunque no fuera tan hermosa y reluciente como la de Podaderes. Y era seguro que ya jamás les faltaría ni la yerba ni el azúcar, ni de vez en cuando la carne. Porque sería espantoso morir como su hermanito, por no haber tenido casi nada para comer durante ese desdichado invierno, ni con qué calentarse, fuera del regazo de su madre, que, no obstante habérsele retirado la leche por la falta de alimentos, soporto todas 1as privaciones por ser entonces mucho más joven. ago durante un tiempo por entre los montículos más pequeños, pensando en todo eso, pero como no podía acertar cuál sería el de su hermanito, se dirigió por fin hacia la salida y escaló la pared derruida del rancho para deleitarse en la contemplación de su pesebre. Allí dentro hacía mucho menos frío que afuera. La luz, irrumpiendo por los agujeros del techo, transfigurábase en una suerte de blanco resplandor iluminando con la suavidad de los rayos de la luna llena el concurso de magos y pastores reunidos alrededor del niño Dios. Inmóvil y arrodillada sobre el piso de tierra, mientras la tarde se hundía en el crepúsculo ceniciento y triste, fue invadiéndole un vago sopor, pero sin que dejara de pensar en el misterio de los reyes magos camino de Belén, hasta que los contornos de los objetos parecieron esfumarse, y comenzó a oír un lejano rumor de voces y tañidos de campanas. Pronto los sonidos se intensificaron y sonrió como en sueños; ella sabía lo que eso significaba; los reyes magos llegaban a Los Miches. Habían atravesado sin inconvenientes, por senderos desconocidos, quizás guiados otra vez por una estrella, la tormentosa cordillera del viento, el río Neuquén y el embravecido Nahueve. Y por fin, con los camellos cansados de tan largo viaje, perlados de transparente escarcha, remontaban el Lileo. Ya se escuchaba el metálico rumor de sus cascos chocando contra las piedras resbalosas de barro y nieve, y la alegre canción de campanas y voces diversas que les precedían. Las gigantescas capas de los magos, salpicadas de copos plateados, se levantaban y caían sobre voluminosas bolsas multicolores, agitadas por el viento, como las alas de unos fantásticos pájaros invernales, y en sus barbas grises relucían todavía los finos hilos de la helada de la noche anterior, cuya existencia prolongaba el aire frío del anochecer, mientras, anticipándose a los magos, volaba el viento por los valles azules y los cajones morados para que todos estuvieran atentos a la revelación del misterio. Cuando despertó, el interior del rancho sumíase en la penumbra del crepúsculo. Había arreciado la fuerza del viento y sus chiflones penetraban por las rendijas del techo con un extraño silbido aumentando y disminuyendo alternativamente de intensidad, como si allí afuera se encontrara un ser invisible y gigantesco tocando en su flauta, también invisible, una música que ellos comprendían muy bien porque sólo representaba la monotonía, el dolor de la cara y las manos mordidas por el frío, la inquietud de no saber que calamidades les reservaría ese invierno cuyos primeros síntomas no podían ser más desalentadores. Continuó contemplando su pesebre hasta que la oscuridad desdibujó sus contornos, unificando a los muñecos y animalitos en una sombría y hosca tonalidad violácea; solo persistió durante un minuto más, con una dulzura de alborada invernal, la estrella de hojalata que precedía el milagro del nacimiento. aría descendió por la empinada pendiente de la pared caída; caminó hacia lo alto de la loma, lentamente, con la cabeza baja sin volverse a mirar el cementerio de pircas, donde muchas cruces yacían sepultadas entre el barro y la nieve, pensando que quizás durante largas semanas no podría regresar a su refugio; el cielo, intensamente gris y apagado desde el día anterior, presagiaba una abundante nevada para esa noche o la mañana siguiente. Luego, con el frío intenso la nieve no se derretiría quien sabe hasta cuándo, y a ella le sería imposible escalar el alto faldeo. Cuando llegó al filo de la loma se dio vuelta para mirar por única vez el cementerio y el rancho en ruinas. El viento volvió a sacudir furiosamente sus cabellos sueltos y renegridos, pero éstos confundíanse ahora con las sombras prontas a transformarse en heladas tinieblas, y no había tras ella un cielo

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35 azul y resplandeciente sólo interrumpido en su limpia trayectoria por la corona pluvial del gran Domuyo, sino el espacio, circular e infinito, como una gran mancha de tinta aguada, próxima a desatarse con la más bella y silenciosa forma de muerte sobre los campos y sus pobres moradores. uando llegaron a los bajos las fuertes nevadas, ya esperadas con recelo, sorprendieron, sin embargo, por el tamaño de sus copos y su inagotable constancia. Eran nevadas de tres y cuatro días, densas, monótonas, donde se perdían las formas y los sonidos. Arriba, el espacio apagado semejaba una gigantesca criba de cada uno de cuyos poros se desprendía incesantemente un gran copo de nieve: blanco, espectral, liviano y silencioso, llegaba como una pluma a engrosar el helado manto de los otros innumerables que le habían precedido. Abajo, la visión limitábase sólo a una pequeña circunferencia cuyo centro era el observador; más allá, el horizonte se transformaba en un borroso conjunto de figuras inmóviles, perdidas en una niebla opaca, donde los seres y los animales surgían de aquel mundo gris y algodonoso como tenues fantasmas materializados en el límite de los sentidos. El fatídico viento blanco arremolinaba la nieve y emparejaba los desniveles del terreno, de manera que existían lugares profundos donde un hombre podía desaparecer completamente con su caballo, engañado por la suave igualdad del faldeo o la línea recta de la llanura. ranscurrieron los meses de junio y julio ante la incertidumbre de si cambiaría o no el tiempo, que hasta ese entonces presentaba una notable perseverancia de nieve y viento. Cuando algún sufrido caminante conseguía o se atrevía a aventurarse por las heladas soledades hasta la casa de un vecino, la conversación versaba siempre sobre ese tiempo inaudito y las probabilidades para los meses venideros. Sentados ante un fuego agonizante, y tomando unos mates aguachentos de una yerba a la que se extraía hasta la última partícula de su preciosa sustancia, hablaban con su acostumbrada parquedad de ideas, mientras el calor de las ascuas mortecinas derretía la costra de hielo de las ojotas y hacía relucir la pelambre de los perros temblorosos. —Hay que ver este tiempo... Ya ni me acuerdo del color de la tierra. —Ahora toíto es barro por ái Y entonces surgía la infalible anécdota del más viejo de los presentes, algún hombre de barba gris y piel apergaminada por millares de idénticas arrugas, testimonio de sus tres cuartos de siglo de montañas y frío, adelgazado hasta los huesos por la sobriedad que imponía la miseria: —Es como en el novecientos y tantos. cuando me aturulló por las orillas del Varvarco buscando unos corderitos perdidos... odos escuchaban con silencioso respeto la escueta narración de la aventura, agregando sólo al final algún comentario, a veces hasta con una chispa de buen humor, según se encontrara el talante de los presentes; en tanto el anciano callaba, recordando otras cosas que no decía sobre el largo río espejante, de cuyas aguas quizás había extraído un día, allá, en los veranos de su juventud, una trucha moteada, y en cuyas orillas había compartido el jugoso cordero con otros hombres jóvenes y aventureros como él cuando aún no existían los alambrados y ellos podían recorrer sus solitarios mallines y sus más solitarias montañas durante semanas enteras sin encontrar ni un rancho, ni un viajero de paso a Chile, arreando sus majadas de las invernadas en las veraneadas y viceversa. Luego se retiraban otra vez, a sus ranchos, sin saber qué hacer ni qué decir cuando las criaturas comenzaban a mascar los cueros y las mujeres más viejas movían pausadamente la cabeza de un lado al otro, como realizando un largo monólogo interior. ara el mes de agosto la situación presentábase desesperada; Las ovejas, atrapadas por la nieve, enterradas como en un nicho de hielo, se comían su lana y luego morían. La gente más miserable o poco prevenida, que no había podido juntar a tiempo sus insignificantes majadas y había devorado los animales que consiguieran salvar, hervían los últimos huesos y mascaban el pellejo del caballo sacrificado a última hora. A veces, cuando el tiempo les permitía acercarse, llagaba alguien hasta la casa de Dionisio, generalmente una mujer como un espectro, a pedir con tono humilde e incoloro, rayano en una gran indiferencia por cualquier cosa que pudiera ocurrir. "A ver don Dionisio si usté tendría una taza de harina y un poco de grasas pa hacer una sopa porque las criaturas se me mueren de hambre"... Y era cierto que morían, los más débiles, los que en su corta vida no habían probado nunca la leche o sólo en contadas ocasiones. Si el tiempo no les permitía llegar hasta el cementerio de las pircas, los enterraban allí nomás, a un centenar de metros del rancho, en un cajón vacío, de almacén; y si no lo tenían porque era imposible ir a buscarlo y habían quemado hasta los bancos para calentarse en las noches, envueltos en una matra, tal como la madre de María enterrara el suyo al final del otro invierno terrible, cavando como podían en la tierra helada y entonces doblemente dolorosa: unos impasibles, quemados ya por la tragedia hasta la médula de sus huesos desde que tuvieran uso de razón. con el alma más endurecida que la tierra que ahondaba trabajosamente; otros corroídos por la desesperación, porque era aquel el último o el primer hijo, y les habían reservado inútilmente todo lo que había en la casa para comer. Las mujeres siempre encorvadas, chorreándoles los mocos de las narices enrojecidas, cubriéndose los hombros y las cabezas con matras y pañoletas de lana, raídas y de un color indefinible, tan idénticas entre sí por la vestimenta y el matiz ceniciento del rostro y las hinchazones de los ojos, que desde diez metros de distancia, contemplando el lento cortejo fúnebre, no hubiera podido decirse cuál tenía veinte años y cuál cincuenta. Dionisio daba todo lo que podía, no por ellos, a quienes había visto tomando el vermouth y el vino tinto ese verano acodados durante largas horas en el mostrador de Podaderes, o en los de los almacenes de Andacollo, inmóviles y taciturnos, sin cambiar casi una palabra fuera de las necesarias para invitarse mutuamente, cumpliendo el rito anual de las interminables borracheras con las que, inconscientemente, parecía festejarse la terminación del invierno y sus penurias, sino por las criaturas, quienes debían sufrir por su total desamparo ante las fuerzas inclementes del mundo, y, en muchos casos, debido a la imprevisión y la inercia de sus padres. fines del mes de septiembre el Lileo y el Nahueve eran dos enormes masas de aguas espumosas que rugían estrellándose contra los barrancos y saltando por encima de los grandes cantos rodados. Les correspondía toda el agua de los deshielos desde la margen occidental del río Neuquén hasta el limite con Chile, y entre los ríos Guañacos, al sur, y Buraleo, al norte. Eran unas siete u ocho leguas de terreno ascendente, hasta el paso fronterizo de Buta Mallín, surcado por docenas de arroyos transformados entonces en revueltas avenidas de barro y piedras, debido a la excepcional acumulación de nieve. María, desde aquella última visita a su refugio, un día antes que comenzaran las fuertes nevadas, no había vuelto a ver el pesebre, en parte por la imposibilidad de

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36 ascender la loma, y también porque durante esos tres meses de encierro, su padre le había prohibido alejarse de los alrededores del rancho; sólo un hombre baquiano y fuerte hubiera podido hacerlo abriéndose paso en el traicionero manto de la nieve semiendurecida y pareja, cuyas profundidades y desniveles recién se hacían patentes cuando una impetuosa corriente de agua barrosa la cortaba hacia abajo dejando al descubierto sus orillas rectas y escarchadas como los bordes de una herida. Debido a esos tres meses de encierro sólo esperaba una oportunidad y un atisbo de buen tiempo para huir faldeo arriba. Ya la nieve había desaparecido y en su lugar quedaban algunos manchones, aislados y sucios de barro, por entre los que descendían turbulentos arroyos temporarios, socavando pequeños cañadones desde las simas hasta los grandes cauces de los cajones. Desde la puerta de su casa María había elegido lo que le pareciera el camino más fácil y seguro para llegar a lo alto, sorteando con la imaginación y sin dificultades los manchones de barrosa nieve resbaladiza, y uno que otro de aquellos arroyuelos; en la distancia, mansos y delgados como los ojos de agua descendiendo hacia los mallines en la primavera. Una tarde, su ansiedad de comprobar con sus propios ojos qué había sido de su pesebre —no estando dispuesta a revelar a nadie su secreto, sólo podía enterarse yendo personalmente— le obligó a tomar una decisión con la cual desobedecía abiertamente a su padre. Dejándolo a este dormitando, luego de la única y sobria comida del día realizada a la media tarde, un plato de sopa y un trozo de carne hervida, con lo cual podían, sin embargo, despertar la envidia y la admiración de la comarca, y a su madre ocupada en la cocina, se alejó hacia lo alto de la loma saltando por encima del agua y el barro. Pero en cuanto llegó al comienzo del faldeo, a un centenar de metros de su casa, se dio cuenta de la cantidad de nieve barrosa que había allí, y de la fuerza del agua descendiendo desde las cimas. Pero no quiso retroceder y se decidió a escalar la loma en el instante en que Tropero aparecía en la puerta de la casa y ladrando y saltando ágilmente los surcos de agua iba en su busca. aría experimentó una pequeña angustia; los ladridos del perro podían extrañar a sus padres y hacerlos asomar para ver quién llegaba, y entonces la verían indefectiblemente. Sin pensar que más le hubiera convenido volver a su casa dejando la aventura para otro momento, comenzó a subir por el faldeo con toda la rapidez que le permitía el terreno blando y las piedras cubiertas de un barro resbaladizo, a lo largo de unos de los tantos arroyos temporarios. No había dado una docena de pasos, cuando, en medio de los jubilosos ladridos de Tropero, seguro quizás que aquello era el primer juego de la primavera, le pareció escuchar un grito de su padre; se volvió para mirar hacia la casa, y en ese instante apoyó el pie sobre una piedra inestable, y cayó rodando cuenta abajo, para detenerse recién al comienzo del faldeo. Aturdida por el agua helada y los golpes, se sentó en el barro, sin sentir los gemidos anhelantes de Tropero y su áspera lengua lamiéndole las manos, hasta que llegó su padre y la levantó en los brazos conduciéndola de esa manera a la casa. Tropero, completamente desorientado por el llanto entrecortado de la niña y las ásperas reconvenciones del padre, y convencido a medias de que el juego había terminado apenas en sus comienzos, fue tras ellos, con la cola entre las piernas, bajando y levantando alternativamente la cabeza avizora por si se producía alguna novedad capaz de interrumpir aquel desagradable regreso a la casa en medio de llantos y palabras de enojo, cuya dureza experimentaba en carne propia, como si sólo a él hubieran sido dirigidas. La madre, enterada del accidente sufrido por María antes de que llegaran a la casa, le quitó la ropa mojada y la hizo acostar moviendo dubitativamente la cabeza, queriendo significar quizás que aquello no le extrañaba y que desde el verano anterior esperaba algo parecido según habíase comportado su hija durante los últimos meses. La niña durmió profundamente esa noche, luego de tomarse una taza de mate cocido, pero al día siguiente amaneció afiebrada y con los ojos enrojecidos y no quiso dejar su cama cubierta de matras y quillangos; allí, sumida en un suave sopor, se mantuvo sin moverse hasta después del mediodía, hora en que rechazó el plato de sopa y el trozo de pan casero que le alcanzara su madre. Ante esos síntomas inquietantes, Dionisio decidió ir a consultar con Podaderes, empleando, para recorrer a pie la distancia que los separaba del caserío, más de tres horas, trayecto que normalmente se realizaba en menos de una, luchando con el barro y el agua que descendían con toda la pujanza impuesta por quinientos metros de pendiente para volcarse en el Lileo desbordado. Luego de escuchar las noticias de Dionisio, el hacendado se rascó la barba entre pensativo e indeciso. —Puede que sea la mojadura —dijo— aunque este año ha habido una peste de difteria que se ha llevado a muchas criaturas, entre ellas a la hija del director de la escuela de Andacollo. Dionisio recordaba el caso, y también que Juan había llegado demasiado tarde de regreso de Chos Malal con el suero. Este, sin embargo, había servido para salvar la vida de otros niños enfermos, según decía por ahí la gente. —Hay que vigilar bien la garganta, ¿eh? —añadió el hacendado. En realidad, Podaderes no sabía qué podía hacerse, fuera de mantenerla bien abrigada y darle a tomar cosas calientes con aspirinas. Y le entregó las últimas que le quedaban. A Dios gracias, agregó, sus hijos habían resistido perfectamente bien el invierno, y estaban más sanos que él. Dionisio pensó mientras se guardaba las aspirinas en el bolsillo, recordando las mejillas llenas y rojas del varón y la mujercita de Podaderes, que no era nada extraño aquel exceso de salud, teniendo ellos al alcance de la mano tanta cantidad de dulces, leche y tarros de conservas; mucho más de lo que podrían comer en diez años. Aunque no dejaba de reconocer, íntimamente, que el hacendado, después de todo, había establecido allí su almacén para ganar dinero, y tenía anotadas en sus libros un centenar de cuentas, muchas de las cuales nunca cobraría. ionisio trataba de mantener la cocina prendida la mayor parte del día y de la noche para eso debía dedicar todo su tiempo a la búsqueda de la leña, luego de haber quemado los últimos palos que le quedaban. Era una tarea abrumadora, que le obligaba a mojarse y embarrarse desde las rodillas para abajo, sufriendo el doloroso frío del agua y la escarcha, al amanecer, y el cansancio de vagar el día entero por las. lomas, para regresar quizás con sólo una pobre brazada de ramas húmedas casi imposible de utilizar directamente en la cocina. Le dio a tomar a su hija una aspirina por la mañana y otra por la noche, antes de dormir. Pronto se terminaron y María continuaba igual que antes, apática y afiebrada, y comenzó a quejarse de dolores en la garganta. Mandaron a llamar entonces a la vieja india que asistiera al nacimiento de Gabriel. Esta vivía casi en lo más alto del cajón, en un mínimo refugio ofrecido por el faldeo cerca de una de las cumbres de la montaña. Sin embargo, llegó caminando, lenta y sosegada por entre el barro y las aguas revueltas como San Francisco sobre las olas, habiéndose negado a montar a caballo, firme e imperturbable, con sus noventa años triunfadores sobre la frugalidad del mate, la torta frita, la carne de caballo, y sólo el chivo o el cordero en las grandes ocasiones, tres o cuatro veces por año,

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37 según se presentaran 1as pariciones de los escasos animales de la tribu. Entró meneando la cabeza con pesimismo, murmurando que desde la llegada del coronel Olascoaga que fundara Chos Malal, hacía mas de cincuenta años, sólo había visto dos o tres inviernos como ese. Y aun habría más nieve y más frío, y las aguas del Nahueve y el Lileo continuarían engrosando el Neuquén, hasta que éste saltara como una gigantesca salamandra sobre las brasas, entre los riscos de la cordillera. Observó la garganta de María y dijo que de esa roja hinchazón habían muerto muchos angelitos ese invierno. “Enfermedá de cristiano", murmuró para sí. Había que darle a tomar mate cocido y sopas muy calientes, y colorarle en el pecho y la garganta cenizas recién extraídas de la cocina envolviéndolas en trapos de lana. Le dejó un amuleto compuesto de chaquiras y puntas de flechas de silex negro, y se marchó sin querer aceptar más que un jarro de mate y un trozo de pan. urante unos días la enfermedad pareció detenerse; eso devolvió en parte la tranquilidad a Dionisio, pero a principios de octubre recrudecieron los fríos y subió la fiebre de María. Una noche, mientras la madre dormía su turno y el padre velaba sentado junto a la cabecera de la cama, la enfermita comenzó a delirar. Era un sonido sordo y gangoso lo que brotaba de aquella dolorida garganta; no parecía la voz especialmente aguda y musical de la criatura. En ese instante Dionisio recordó al hijo muerto de hambre, mientras él se desesperaba en la cárcel de Neuquén, como si éste le hubiera hablado desde la profundidad de la tierra helada, y una inexplicable sensación lo sacudió por primera vez en su vida; Jamás hasta entonces había conocido el miedo. La pieza estaba dormida en la oscuridad. Apenas llegaba desde la cocina el suave y recóndito fulgor de las brasas agonizantes, luego de la lucha del fuego contra la humedad de la leña; gracias a él, sobre el borde de las sábanas blancas se insinuaba el contorno de la cabeza de María moviéndose lentamente en uno y otro sentido. Afuera, la noche estaba impenetrablemente oscura. Al cabo de unos minutos, durante los cuales todos los músculos y los nervios de Dionisio estuvieron tensos en la expectativa, el ronroneo ininteligible fue convirtiéndose en palabras que poco a poco comenzaron a adquirir una cierta coherencia. El padre advirtió que María hablaba de un niño Dios nacido en un pesebre, y de unos magos que marchaban desde oriente con regalos para él, guiados por una estrella. Y si desde entonces esos reyes magos visitaban todas las casas del mundo, ¿cuándo llegarían a Los Miches? La pregunta no estaba dirigida a él; en su delirio María no lo miraba. Y quizás ni se daba cuenta de que se encontraban allí, velando junto a la cabecera de su cama. ionisio trató de calmarla, secándole la transpiración del rostro y acomodándole la almohada, pero ella continuó hablando en la misma forma casi toda la noche, agitándose semidespierta y sumiéndose luego en sobresaltados sueños. Al amanecer por fin pareció calmarse y durmió tranquilamente unas horas. Era el mediodía, regresaba Dionisio con una brazada de leña, cuando María abrió los ojos y lo vio parado allí, en la puerta, contra el fondo cenagoso del faldeo, mojado y embarrado. A su lado estaba Tropero, también sucio de barro, contemplando a uno y otro inquisitivamente, con esporádicos movimientos de cola y orejas, sospechando que algo andaba mal en la casa, y no convenía realizar ninguna clase de manifestaciones ruidosas sin contar antes con elementos de juicio que le garantizaran la tolerancia de sus festejos. Por fin el padre se adelantó al ver a su hija despierta y aparentemente tranquila, y Tropero reunió el valor suficiente, compenetrado con las circunstancias, como para lanzar unos cuantos gemidos y acercarse a la cabecera de la cama, donde se detuvo inmóvil y expectante, los renegridos ojos fijos en su dueña, con la ansiedad de quien espera unas cuantas palabras y unas caricias para recuperar la perdida alearía. Entonces María le preguntó a su padre directamente y sin preámbulos, con voz débil, cuándo llegarían los reyes magos a Los Miches. Él respondió que no lo sabía, y era verdad, pues ignoraba absolutamente quiénes eran esos personajes, fuera de las noticias que de ellos tuviera por medio de su propia hija. María no pronunció una palabra más y volvió a cerrar los ojos. El padre continuó hacia la cocina, desconcertado, para dejar la leña, y el perro lo siguió, la cabeza gacha y los parpadeantes ojos tristes de nuevo, dibujando con la punta de su cola un fino rastro de humedad en el piso de tierra. Hacia la declinación de la tarde, la niña, el rostro congestionado y la cabeza ardiendo como nunca, comenzó a delirar otra vez y a insistir con la interminable pregunta. Dionisio, sin poder soportarlo, se dirigió nuevamente al almacén de Podaderes, y regresó con unas cuantas tablas viejas y la historia completa de los tres reyes magos. Llegó a la casa con el entrecejo fruncido de rabia y preocupación; si el cura no hubiera estado tan lejos, en Chos Malal, hubiera ido a exponerle la cuestión para que tratara de resolverla él, ya que había contado la historia. Estaba esperándolo la vieja curandera araucana. Sólo aguardaba su regreso para marcharse; no podía hacerse nada más, la pobrecita estaba consumida y moriría la noche siguiente o al otro día. Ante la ruda insistencia de Dionisio movía negativamente la cabeza; únicamente el Nguenechen, desde los altos e impenetrables cielos podía salvarla con su eterna mano creadora, si así lo deseaba. aría continuó delirando con alguna intermitencia hasta la medianoche, pero a esa hora quedó inmóvil, como muerta, con los ojos entrecerrados y las manos sin calor ;una abundante transpiración helada le empapaba el cuerpo. Dionisio se sintió entonces privado del valor que hasta ese momento lo sostuviera y se arrodilló junto al lecho. ¿Se iría también su María? ¿No había forma de mantenerlos vivos, ni aún dedicando todos los esfuerzos para abrigarlos y alimentarlos? De pronto le asaltó una desesperada idea, y decidiéndose sacudió a la niña por un brazo. Lo hizo varias veces sin que ella diera señales de vida, aunque se escuchaba su respiración entrecortada. Por fin le acercó su boca al oído y le dijo: —Escuche, mi chiquita; parece que los magos van a llegar a Los Miches... Repitió sin cesar las palabras hasta que María se estremeció y abrió lentamente los ojos. Una chispa de inteligencia parecía encenderse en sus pupilas. Con un gran esfuerzo murmuró apenas: —¿Llegan los magos? ... Quiero pedir una muñeca .... con pelos y ojos. Dionisio asintió con la cabeza. —Mañana llegan —dijo apresuradamente—. Usté tendrá que aguantar todo el día y toda la noche para recibir su muñeca, ¿eh? María asintió; soportaría su dolor de garganta y todo lo que fuera con tal de recibir su regalo de reyes. Volvió a cerrar los ojos. Poco después dormía nuevamente. Dionisio se dirigió a la cocina, preparó la montura y salió en busca del gateado. Lo ensilló a la luz de la ventana, débilmente iluminado por las llamas trémulas de las hornallas. Los ojos del caballo, relucientes como dos carbones escarchados, se dirigían inquietos hacia ese refugio de luz y calor mientras el hombre apretaba la cincha y aseguraba los estribos, reproduciendo en ellos el minúsculo

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38 punto ígneo del fuego y el panorama crepuscular de la cocina. Luego entró a la casa, tomó el cuchillo, el poncho y un saquito de cuero donde guardaba unos diez gramos de oro, el último ahorro de su trabajo de esa primavera en Andacollo. Por fin, después de ver tantos preparativos, se decidió la mujer y le preguntó adonde iba. —A Chos Malal —contestó Dionisio—. Voy a buscar esa muñeca y alguna otra cosa. Usté pondrá mañana a la noche las alpargatas de estos dos en la ventana de la cocina, del lado de afuera, como dicen que se hace. Y sujéteme al Tropero adentro, para que no me descubra cuando llegue. in esperar respuesta ni despedirse, montó de un salto y partió en la oscuridad, mientras lo penetraba los agudos dientes del viento que descendía aullando por el cajón desde la cordillera, y el caballo resoplaba ante cada obstáculo, con la seguridad de un instinto casi perfecto. Descendió con lentitud a lo largo del Lileo, hasta el Nahueve, y siguiendo la huella de su orilla, al estruendo de sus aguas, capaz de sobrepasar el silbido del viento, llegó sin inconvenientes a su desembocadura en el Neuquén. Poco antes del amanecer se encontró frente al Guañacos, que también volcaba su caudal en el gran río colector de las aguas del departamento Minas. Aquel era el lugar más apropiado para tratar de atravesarlo. Confiaba en la fogosidad del gateado para llegar a la otra orilla; lo más duro sería, en todo caso, soportar el frío del agua, y luego continuar mojado el camino hasta llegar a un rancho donde pudiera secarse la ropa, con aquel viento soplando incesantemente. Luego de asegurarse el saquito de cuero donde llevaba sus últimos gramos de oro, bajo la faja, y de arrollarse el poncho al cuello para conservarse lo más seco posible, penetró en el torrente. Ningún paisano, con el temor ancestral que todos ellos le tienen al agua, y, sobretodo, a los ríos crecidos hacia fines del invierno, se animaría a realizar semejante tentativa encontrándose en sus cabales; las crecientes solían llevarse invariablemente a uno o dos desdichados todos los años, porque trataban de vadear los ríos encontrándose borrachos, y cualquier traspié del caballo bastaba para que perdieran el equilibrio y cayeran a la corriente. Sintió que el frío del agua le subía por las piernas. Sabía perfectamente lo que podía suceder, y se le oprimió el corazón al pensar en la horrible muerte del ahogado en un torrente producido por el deshielo. Pero no había sido más dulce la muerte de su primer hijo varón, ni lo sería la de María, con su garganta dolorida e hinchada hasta no poder respirar; muerte por asfixia y extenuación, eso había respondido la vieja curandera araucana, y ella sabía muy bien lo que decía, después de haber visto morir a la gente durante varias generaciones. on cruel decisión hundió las espuelas en los flancos del gateado que había comenzado a vacilar. Este dio un salto hacia adelante, bufando de dolor. Cuando el nivel del agua llegaba a la montura, se deslizó de ésta y entró en la corriente hasta el cuello, sosteniéndose con una mano de las crines y con la otra del recado. El gateado luchaba valientemente en medio de aquella espumosa efervescencia, a veces desapareciendo casi por entero debajo de los pequeños remolinos y las ondas blanquecinas formadas en la inestable superficie del río, pero, aliviado del peso del hombre, alcanzó la orilla opuesta con los flancos temblorosos de excitación, echando vaharadas de respiración anhelante por las narices y una espuma acuosa por los belfos entreabiertos. Dionisio lo tranquilizó con amistosas palmadas en el cuello, acomodó la montura, y siguió camino hacia Chos Malal. Una hora más tarde, ya en pleno día, llegó a un rancho de gente conocida donde pudo desnudarse y secar precariamente su ropa helada colocándola junto al fuego. También se reconfortó con una taza hirviente de mate cocido y un trago de caña escanciado por el hombre de la familia, mientras las mujeres esperaban detrás del rancho que el huésped imprevisto volviera a ponerse su ropa, y los niños daban vuelta por los alrededores, seguidos por sus perros intrigados, tratando de enterarse de lo que sucedía allí dentro —no se le había dado ninguna explicación a más de la orden de abandonar el recinto—, espiando a través de alguna de las numerosas rendijas de la puerta y las paredes. Nadie le preguntó qué locura era esa de atravesar el Neuquén en plena creciente rumbo a Chos Malal, ni qué iba a buscar allí, y Dionisio tampoco lo dijo. Todo el comentario se redujo a un “parece que se han remojado usté y las pilchas” y la apenas irónica respuesta del viajero, “no avemos de achicarnos por eso”.... oras más tarde entraba a Chos Malal en un día gris y frío. El pueblo parecía muerto; al galopar sus calles de tierra flanqueadas por una arboleda de medio siglo, sólo se escuchaba el repiqueteo incisivo de los cascos golpeando las piedras semienterradas en el suelo y el gorgoteo de las acequias, donde algún perro tomaba agua ávidamente, invisible entre el pastizal de sus orillas. Dirigió su caballo hacia el más cercano almacén de ramos generales que recordó. Se llamaba "La Estrella", y lo conocía desde sus años mozos, así que no se sintió asombrado por la extraña relación del nombre con el motivo que hasta allí lo había llevado, y ni siquiera pensó en eso mientras desmontaba y aseguraba el cabestro en el palenque. En la penumbra silenciosa del interior del almacén descubrió un estante sobre el que se alineaban varios juguetes. Mientras tomaba una caña para reconfortarse, los examinó críticamente. Sin titubeos se decidió por una pelota colorada y una muñeca rubia de ojos azules, la única que parecía haber en el negocio. —Si tendría la amabilidad de alcanzarme esa pelota y esa muñeca . . . —dijo, señalando el estante de los juguetes. La dueña del almacén, una mujer pequeña, de piel blanca y cabellos renegridos, tomó ambos objetos con sus delicadas manos y los colocó sobre el mostrador. Dionisio apretó la pelota con deleite; era enteramente de goma, algo extraordinario. Pero no se animó a tocar la muñeca, que, sentada ante él, con un primoroso vestido blanco, le tendía los bracitos de porcelana. ¿Qué no haría Gabriel con esa pelota, y María teniendo en sus brazos la muñeca de ojos azules? No podía imaginárselo. En ese instante se olvidó de su cansancio y su preocupación, y el viaje de treinta leguas, con sus vientos que quemaban la cara y el agua helada de sus ríos, perdió su importancia ante el encantamiento de los juguetes y su significado. Recién comenzaba a reconocerlo, y sólo en el fondo de su alma, acostumbrada a permanecer siempre en guardia contra cualquier clase de flaquezas; entre ellas la ternura, por imposición de la dureza de sus vidas desde el instante de nacer. Extrajo el saquito de cuero y se lo tendió a la dueña del almacén, diciéndole: —Péseme este orito a ver si alcanza para el gasto. La mujer extrajo de un cajón del mostrador la pequeña balanza para pesar el oro, y vaciando el contenido del saquito en uno de los platillos, ínfima lluvia de granitos amarillos, fue colocando en el otro las pesas correspondientes. —Nueve gramos y medio —murmuró como para sí—, a tres cincuenta en mercaderías son . . . Treinta y tres con veinticinco. Faltarían unos cuatro pesos. . . Dionisio se palpó inconscientemente los bolsillos, aunque sabía que allí no tenía dinero.

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39 —Creía que eran como diez gramos. . . —dijo—. Y no llevo ni una moneda. ¿No hay alguna muñeca que se parezca a ésta, pero un poco más barata? La mujer recorrió con los ojos durante unos segundos el ámbito penumbroso del almacén; los postigos de las ventanas aún no habían sido retirados. Pero, en realidad, con las pupilas agrandadas y luminosas reluciendo dentro de aquella lenta oscuridad, donde la luz del día opaco penetraba sólo por la puerta, y moría imperceptiblemente diluida antes de llegar al mostrador, más parecía sumida en un sueño fantástico, o escuchando una música vedada a los demás mortales, que dispuesta a negarle los juguetes por una diferencia de cuatro pesos al hombre que la contemplaba inescrutable desde el otro lado del mostrador. —Es la única —dijo al fin, con un suspiro—. Y agregó en seguida: —parece que viene usted de lejos. —Sí, de Andacollo. —¡Con este tiempo! El Curi-Leuvú se llevó el puente que Vialidad terminó hace un par de años. —La chiquita está muy enferma —respondió Dionisio— y delira con esa historia de los magos, que le contó el cura de aquí este verano. —No sé cómo ha podido llegar . . . La mujer lo examinaba con insistente asombro. —El gateado es bueno; lo alivié un poco y cruzó el Neuquén sin mucho cuidado. Tengo que volver antes de que cierre la noche. —Sí, los chicos deben estar esperándolo, y son como quince leguas —musitó, absorta otra vez.—. Los hijos siempre esperan algo de sus padre . . . De pronto pareció reaccionar y comenzó a envolver la pelota y la muñeca con ademanes desconcertados. —Le anoto el resto —dijo tendiéndole los juguetes—. Tenga cuidado al cruzar el Neuquén. ¡Y levante el paquete para que no se moje el vestido de la muñeca! Dionisio agradeció y saludó respetuosamente, quitándose el sombrero. Colocó el envoltorio en las maletas de lana, que había llevado expresamente para eso; montó en su gateado y lo fustigó hacia el mismo camino por donde habían llegado. Poco después galopaba a lo largo del Curi-Leuvú. El viento arreciaba y la claridad huía como un potro desbocado de enormes crines incoloras tragadas por el espacio ceniciento. En la desolada inmensidad veíanse únicamente bandadas de patos y gallaretas que a su paso levantaban vuelo rozando con sus patas membranosas la superficie de las aguas. ra noche cerrada cuando llegó a la confluencia del Guañacos con el Neuquén; Si lograba cruzarlo felizmente, lo que era difícil pues el gateado jadeaba demasiado, quizás todavía podría llegar a las casas antes del amanecer, andando al tranco y con el mayor cuidado. El caballo trató de mañerear cuando el agua le llegaba a los garrones, pero un par de terribles rebencazos le convencieron de que no se podía retroceder; Dionisio reservaba las espuelas para el momento decisivo. Sacó el paquete que tan primorosamente preparara la dueña de “La Estrella” del interior de las maletas; sosteniéndolo a la altura de su cara con una mano, mientras apretaba el piolín entre sus dientes, y con la otra sujetábase al recado, se deslizó otra vez de la montura, y penetraron en la correntada. hasta el cuello. El caballo nadaba lanzando resoplidos de desesperación, y ya en la mitad del río parecía que iba a ceder. Pero Dionisio 1o reanimó con gritos agudos, modulados entre diente, que, sin embargo, se imponían al sordo fragor de las aguas, mientras le hundía una espuela en el costado con todas las fuerzas que le permitía la corriente. El caballo Lanzó un ronco bramido, sacudiéndose en medio de los remolinos, y en un postrer esfuerzo alcanzó la otra orilla. Quedó con las cuatro patas envaradas, enterrado en el barro hasta más arriba de los vasos. Un convulsivo temblor le sacudía el cuerpo; sus flancos se hundían espasmódicamente por la anhelante respiración. De la herida causada por la rodaba de la espuela, manaban unos finos hilos de sangre, muy rojos al principio, pero sucios y aguachentos en cuanto se mezclaban en la pelambre empapada de la panza, por donde corrían un trecho antes de gotear sobre el barro, formando un minúsculo charquito rosado. Dionisio comprendió que su caballo estaba perdido; si permitía que se echara y se enfriara, no volvería a levantarse más hasta el día siguiente. Experimentó de pronto una gran pena por el hermoso gateado, destrozado en plena fogosidad, y sin que él hubiera podido montarlo mas de una temporada, cuando recién comenzaban a entenderse. Difícilmente volvería a tener un caballo como ese, no sólo por su precio, sino también por las dificultades que existían en Andacollo y sus alrededores para hallar un buen caballo. Se lo había comprado a un chileno, camino de Buta-Mallín. El hombre puso su precio y como él tenía en esa primavera una buena cantidad de oro, pagó sin regatear porque el gateado era toda una figura, perfilado contra la línea azul-celeste del horizonte, impaciente y tenaz, con las crines removidas por el viento, sin una gota de sudor en su brillante pelaje al cabo de la fatigosa ascensión desde Los Miches. Pero después de aquellas veinte horas de sacrificio, quemado por el viento y las aguas heladas, y ante la posibilidad de que el amanecer lo encontrara sin haber llegado a las casas, y que el desengaño apresurara la muerte de María, si ya no había muerto, aquel principio de conmiseración se borró del corazón de Dionisio. Pensó con un intenso auto desprecio que últimamente se ablandaba demasiado. De todas maneras el animal estaba perdido, no era difícil que tuviera un desgarramiento, los síntomas lo indicaban. Y ¿qué significaba el valor de un caballo al lado de la pena de su hija si despertaba al amanecer, quizás próxima a la agonía, y encontraba sus alpargatas vacías y pensaba que el padre la había engañado? Y en el momento en que el caballo iba a echarse, aplicándole un rebencazo en las corvas, montó de un salto. Lo dejó ensayar un remedo de galope durante unos veinte metros, y fue conteniéndolo poco a poco, tratando de tranquilizarlo con palmadas en el cuello y frases cariñosas. Si conseguía hacerle mantener ese paso vivo durante una hora y media más, podía llegar a un almacén de un gringo, situado cerca del Guañacos, y allí conseguir un caballo prestado. Ya había perdido toda esperanza en la posibilidad de que el gateado respondiera hasta el final del viaje; era un esfuerzo demasiado grande, treinta leguas de marcha en poco más de un día, por terrenos quebrados y resbaladizos, atravesando dos veces un río desbordado en la plenitud de su creciente y otros arroyos también peligrosos, sin una hora de descanso ni tiempo para hacerle comer un puñado de pasto. Cualquier otro caballo de la región, perpetuamente flacos debido a la falta de pastos en el invierno, hubiera quemado sus últimas energías en medio de la segunda travesía, siendo arrastrado por las aguas. nvisibles a cuanta forma los rodeaba; envueltos en la pétrea oscuridad, sólo se escuchaba el silbido del viento y el monótono rumor de la embravecida corriente del Neuquén, barranca abajo, y a veces el sonido estridente, por lo súbito, de una herradura al chocar con alguna piedra de la huella perdida en la negrura

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40 total de la noche. El gateado disminuía paulatinamente la rapidez de la marcha, y por las exigencias de riendas, se daba cuenta que avanzaba con la cabeza gacha, en el límite de sus fuerzas. Hasta parecía haber perdido el sentido del peligro y la orientación; tropezaba de tanto en tanto y deteníase entonces como dudando hacia dónde dar el próximo tranco. De pronto, Dionisio sintió la caída del caballo entre sus piernas, y despedido de la montura, golpeó de costado contra el suelo experimentando una fuerte conmoción. Sin embargo, un grueso manto de arena había amortiguado la caída. Se puso de pie, aturdido, y comenzó a buscar a tientas el paquete con los juguetes, pero instantáneamente se acordó que había vuelto a colocarlos en la maleta ni bien atravesaran el río Neuquén. En ese momento experimentó una aguda picazón de angustia en el rostro, como si fuera acribillado por millares de agujas; el accidente podía significar el fin de la lucha, si el gateado había caído sobre el costado izquierdo, aplastando la muñeca. Pero reaccionó recordando que él, instintivamente, habíase tirado hacia la izquierda, lo que significaba que el caballo debía estar extendido sobre el costado derecho. La respiración agónica del animal lo condujo hasta él, comprobó con inmenso alivio, que, efectivamente, yacía sobre el lado derecho. Quitó la maleta con el paquete intacto, y a tientas examinó las patas del animal; una de las delanteras estaba quebrada, sintió entre sus dedos las astillas del hueso sobresaliendo por encima de la rodilla. Quiso encender un fósforo y recién entonces se dio cuenta de que estaba empapado del cuello para abajo, y tenía la piel helada como un trozo de escarcha. Un involuntario temblor de frío y soledad lo sacudió de pies a cabeza; caminando, tardaría un par de horas en llegar al más próximo lugar habitado. Ni siquiera podía encender un fósforo para prender una rama seca y darse así un poco de luz y calor. Se arrodilló consternado junto a la cabeza del caballo de cuya garganta se escapaba un ronco sonido, y sacó el cuchillo para sacrificarlo y evitarle así una larga agonía. Su mano izquierda recorrió suavemente la cara del gateado; le apretó los belfos entreabiertos en una inconsciente caricia, como pidiéndole perdón, hasta que se dio cuenta que volvía a doblegarlo esa maldita blandura. Con dolorosa furia hundió de un golpe el cuchillo en la garganta palpitante. l ronco sonido se transformó en un gorgoteo de agonía, mientras el animal sacudía las patas en el aire un minuto, para volver a aquietarse en el momento de expirar. Durante largo tiempo, mientras la sangre cálida le corría por las manos y aún sentía en la garganta las últimas palpitaciones de la vida de quien había sido su mejor compañero en el transcurso de ese verano, Dionisio estuvo ensimismado pensando qué podía significar todo eso; el niño Dios nacido en un pesebre (¿qué era un niño Dios? ¿qué significaba para ellos, los habitantes de Los Miches, y aún más allá, para los de las Ovejas y del Domuyo; para esos otros, oscuros y taciturnos como sombras, que sólo muy de tanto en tanto, a veces cada uno o dos años descendían de aquel lejanísimo rincón del lago Varvarco, treinta o cuarenta leguas más arriba, a llevarse algunas bolsas de harina, yerba y azúcar?; ¿qué significaba un niño Dios?), el delirio de su hijita María por los reyes magos, la muerte de su caballo, la mala suerte que parecía comenzar a cruzársele en el camino... Significaría tal vez que, por encima de esa extraña mezcla de sucesos y accidentes, de esas fantasías agigantadas en las distraídas cabecitas de los niños, comenzaba a producirse un cambio gracias quizás a las escuelas que ellos, los padres, no habían tenido; a la lenta aproximación de los viajeros, y al tiempo en total, de manera que muchos años después llegara un día en que no habría más hambre, ni tanta muerte ni tanta ignorancia?. Si era así, no importaba lo que a él y a todos los mayores pudiera sucederles. Y allí mismo, con la sangre corriéndole por entre los dedos inmóviles, recordó a su madre, aquella consumida mujer, hija de un guerrero araucano y de una chilena blanca cautiva, a su madre muerta cuando él, siendo el hijo mayor, apenas tenía diez años, agonizando sobre unos cueros de chivos, doblada por los dolores, pidiendo inútilmente, con casi imperceptibles palabras, una taza de mate cocido caliente que nadie podía darle, porque desde hacía un tiempo incalculable habíase acabado en el rancho la yerba y el azúcar, mientras afuera caía y caía lentamente la nieve de un invierno interminable en su recuerdo. Y veía otra vez a su padre, un hombre viejo y pequeño, en cuclillas junto a la cabecera de la enferma, jugando al parecer distraídamente con unas brasas apagadas que hacía saltar entre sus dedos cubiertos por una piel gruesa y endurecida como la corteza de los arbustos espinosos capaces de resistir victoriosamente el maldito viento de esas cumbres; siguiendo con mínimos movimientos de la cabeza y los labios la dolorosa letanía de la madre, “la taza de mate cocido, el mate caliente”, hasta el amanecer, hora en que ella calló porque estaba muerta. Entonces el viejo se enderezó, y dejando cuidadosamente otra vez las brasas apagadas en el fogón, se fue del rancho en busca de una liebre, una oveja muerta en la nieve, o lo que fuera, para comer. Se fue, luego de echar una lenta mirada circular sobre los hijos pequeños, que lloraban de hambre y de miedo, con sus apagados ojos enigmáticos. El lo vio partir faldeo arriba desde la puerta entornada por donde penetraba el viento, helado como el filo de un cuchillo; cubierto sólo por una camisa deshilachada, inclinado tenazmente hacia adelante para vencer la fuerza del viento y su torbellino de nieve; pequeño, encorvado, con las piernas torcidas y los pies apenas protegidos por unos trozos de cuero que ni siquiera podían llamarse unas malas ojotas. Y se perdió en la densa perspectiva de la nieve volada sin volver ni una vez la cabeza para mirar el rancho donde había enterrado su vida y la de su mujer y donde quedaban cinco hijos pequeños, y no volvió nunca ni nadie encontró jamás su cadáver helado perdido quién sabe en cuál de aquellos risqueros cargados de nieve. Lo esperaron un día y una noche, él, que era el mayor, atisbando siempre por una rendija de la puerta, pensando, ya viene el papá, de un momento a otro va a aparecer trayéndonos algo para comer, mientras los hermanitos pequeños lloraban a ratos tironeando las manos y los cabellos de la madre muerta, subiéndosele encima y apretando sus caritas mugrientas contra la de ella, llamándola en su media lengua; o se arrastraban como animalitos ciegos por los rincones. stuvieron tres días con sus noches acurrucados junto al fogón, quemando las ramitas secas del techo del rancho y mascando los cueros de un par de riendas, hasta que pasaron dos hombres a caballo, y luego de enterrar a la madre al pie de una pequeña elevación, colocando sobre la tumba una cruz hecha de palos cruzados sujetos con un tiento, se los llevaron a un valle donde por lo menos no había tanta nieve y a la gente no le faltaba algo que comer. Dionisio se puso lentamente de pie con las piernas peligrosamente envaradas; no podía calcular cuánto tiempo estuvo arrodillado al lado de su caballo, pero de cualquier manera había sido un enorme desatino; su única esperanza de llegar a la casa antes del amanecer residía en encontrar el almacén del gringo, para lo cual sólo tenía que remontar la corriente del Neuquén, y conseguir allí un caballo prestado. Se limpió las manos ensangrentadas en las crines del gateado, luego le quitó las riendas y el recado, y acomodándolos todos en sus hombros, echó a andar con cuidado para no perder la huella. Otra hora de camino, la huella sube y baja entre barrancas y cañadones, muchos de ellos anegados por la consabida agua del deshielo, helada v dolorosa como debe

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41 serlo la muerte; también pequeños y traicioneros menúcos se interponen entre él y su destino. Ahora ya no cuenta con el instinto del caballo, y sus recuerdos de los accidentes del terreno y los peligrosos desfiladeros pueden fallar. Sus pies resbalan sobre las piedras cubiertas de barro, el viento implacable ruge por entre los lejanos risqueros y silba en los arbustos arrastrados; si se acercara a algún rancho, aunque este no tuviera el fuego encendido, sería capaz de darse cuenta por el sonido pastoso e inconfundible del viento en los álamos. Pero no hay nada nuevo en la oscuridad de la noche, densa y negra como un gigantesco coágulo de sangre. Dionisio, que ha caído varias veces, tiene ya los pies insensibles; las alpargatas están endurecidas, hechas un cuero, cubiertas de barro, y las gruesas medias de lana no han servido para mantener el calor de la circulación de la sangre. Si no fuera por el monótono rugido de los desatados torrentes del Neuquén, una enorme salamandra saltando entre los valles y despeñaderos de la cordillera, ha dicho la vieja araucana, podría pensar que está perdido y que ya jamás como su anciano padre en busca de algo para comer, volverá a encontrar el camino de su casa. Cada minuto de marcha le parece un infinito transcurso, cada paso que da hacia adelante es un agudo dolor que se enrosca como una culebra y le sube desde las rodillas hacia el vientre. Y también cada paso representa un gorgoteo de la agonía de María; así como el caballo en el instante del degüello, respirará ella con su pobre garganta hinchada hasta el punto de la asfixia. Y él, su padre, el que juró un día en la cárcel, ante un plato de comida nauseabunda, pero suficiente quizás para salvar la vida de su primer hijo, que ninguno de ellos volvería a morir de hambre o lejos de su protección, no estaría allí para decirle, bajando la cabeza de vergüenza, porque ya era de día y ella habíase incorporado con su último esfuerzo encontrando las alpargatas vacías en la ventana. “Resulta que me tropecé con sus reyes magos que no habían podido cruzar el Nahueve y seguían hacia Las Ovejas, y me entregaron esto para usté”. Para mí —respondería la María con una voz como ese susurro del aire entre las briznas del coirón que es necesario inclinarse hacia la tierra para escuchar— y agonizante trataría de mover los dedos exangües entre los piolines del paquete. Y entonces él, aún avergonzado por su fracaso, se arrodillaría junto a la cama y lo desataría para entregarle la muñeca entera y limpia a pesar de todos los inconvenientes de su viaje. Y ella tal vez aceptara la historia de los magos de octubre y sin darse cuenta moriría feliz y tranquila con la muñeca entre sus brazos. uando descubrió a lo lejos el punto de luz, una promesa de salvación en medio de la inclemencia de la noche, la sangre pareció correrle con mayor rapidez despejándole la cabeza. No podía ser más que el almacén del gringo donde se tomaría unas cañas v conseguiría el caballo. Aquellas ideas bastaron para convencerlo de que todo terminaría bien, y apuró el paso, pensando con deleite en el delicioso calor que no tardaría en correr por su cuerpo al resguardo del viento, dentro del almacén oloroso a yerba v tabaco. Y aunque en la oscuridad igual hubiera hallado el almacén, por el ladrido de los perros v el rumor del viento en la frondosa arboleda, el gringo, que vivía sin más compañía que su mujer, difícilmente le abriría a nadie la puerta en esas soledades una vez apagado el farol. Recordó algunas historias que circulaban sobre su dureza y tacañería. La de un hombre, por ejemplo, que amaneció muerto en su corral después de una noche de intensa nevada, pero el gringo juró que no había golpeado su puerta. Y las de tantos otros que jamás consiguieron un fiado de él, a pesar de los terribles inviernos, durante los cuales no se podía trabajar y la gente sufría un hambre desesperante. Pero posiblemente no eran más que eso; historias. El sabría enseguida cómo era el gringo y hasta dónde podía uno fiarse de las habladurías. Los perros salieron a chumbarle recién cuando estaba ante la puerta del galpón de adobes y chapas de zinc, utilizado al mismo tiempo como vivienda y almacén; tan fuerte era el sonido del viento y tan compacta la oscuridad de la noche. Golpeó en la puerta con el mango del rebenque, y una voz desde el interior le preguntó imperiosamente qué buscaba a esas horas de la noche, añadiendo que ya era muy tarde para despachar a nadie. Dionisio dio su nombre, y respondió, conteniendo apenas su impaciencia, que había perdido su caballo a dos horas de allí, y necesitaba otro para llegar a Los Miches. —No tenemos caballos —fue la lacónica respuesta. Volvió a golpear desesperado, gritando que después pagaría ese caballo lo que fuera, o lo devolvería con una compensación por el uso, pero que no podía esperar hasta el día siguiente. sa vez no hubo respuesta y la luz que se filtraba por entre las rendijas de la puerta comenzó a disminuir de intensidad, lo que significaba que el almacenero y su mujer se retiraban al cuarto del fondo, donde dormían. Temblando de frío e indignación, Dionisio golpeó repetidas veces la puerta sin lograr más que una intensificación en los furiosos ladridos de los perros. Alejándolos a rebencazos, dio vuelta al edificio v se dirigió resueltamente a los corrales; conocía perfectamente la disposición de éstos, como también que el gringo, debido a la distancia que lo separaba de Andacollo y Chos Malal, tenía siempre disponibles dos o tres buenos caballos de silla. Un débil resplandor colándose por las rendijas del techo, la puerta y las ventanas de la parte posterior del galpón, le permitió distinguir las formas de unos caballos inmóviles ]unto a la cerca del corral. Eligió uno de ellos y comenzó a ensillarlo, luchando con los perros, que lo toreaban desde todos los costados y hacían pifiar de impaciencia al animal, de por sí, tan fogoso como él lo hubiera deseado. De pronto abrióse la puerta trasera del galpón, situada justamente a la entrada del corral, y apareció el gringo en el marco, iluminado por la luz interior del cuarto, armado de un machete de cuyo acero se desprendían fugaces centelleos. Detrás estaba la mujer con una escopeta de dos caños bajo el brazo, temblando visiblemente, vaya a saberse si de miedo o de frío, o por ambas cosas a la vez. —¡Soltá ese animal, porquería! —gritó el gringo, furioso, adelantándose hasta la puerta del corral. —Tengo que llegar a Los Miches —respondió Dionisio, haciendo el último nudo a la sobrecincha. Terminaba de aplicarle un golpe feroz con el mango del rebenque a un perro que había conseguido morderle un tobillo. El animal se despatarraba aullando de dolor contra los postes del corral. —¡Le he dicho que mañana se lo devuelvo, y si lo lastimo le pago lo que sea! —¡En una noche como esta me quebrás el caballo! ¡Y qué vas a pagar vos después de tres años de cárcel, desgraciado! —¡Se me esta muriendo la María y no puedo perder tiempo! —¡Así reventés vos y toda tu familia! Dionisio se disponía a montar, cuando el gringo, después de esa imprecación se le fue encima levantando el machete, sordo a las voces de su mujer. Rápidamente sacó el cuchillo, sin soltar las riendas y esquivó la finta que centelleó por encima de su cabeza, dejándose caer al suelo. El gringo era un hombre corpulento y pesado, y no

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42 podía exponerse a una lucha así a pesar de su enorme fuerza; le faltaba agilidad y destreza. —¡Párese, que no quiero herirlo! —le gritó Dionisio a su contrincante, tratando de evitar la tragedia. ero ya el hombre estaba de nuevo encima de él. Esa vez no podía retroceder, impedido por la panza del caballo, ni estaba dispuesto a soltar el animal, que con seguridad no volvería a recuperar. Cuando el gringo levantó el machete a la altura de la cabeza, deteniéndolo en esa fracción de segundo en que el retroceso se transforma en impulso hacia adelante, Dionisio pensó que si se dejaba matar, su sacrificio resultaría inútil; igual iba a morir María, quizás doblemente dolorida por la inexplicable ausencia de su padre y los reyes magos, y el almacenero estaría plenamente justificado habiendo dado muerte a un ladrón de caballos. Cuando cayó el brazo de derecha a izquierda, describiendo el machete un brillante semicírculo, sólo encontró el vacío, porque Dionisio habíase replegado contra las patas delanteras del caballo, siempre con el cabestro en la mano izquierda, pero no con tanta rapidez, a causa de su entumecimiento, como para que el filo relampagueante no pasara a un centímetro de su rostro; desde allí se tiró a fondo, entrando por encima del brazo del gringo, en el instante en que la punta del machete terminaba su trayectoria en el aire. El cuchillo penetró profundamente en el costado izquierdo, entre las costillas. El gringo lanzó un bramido, y soltó el arma con los ojos casi fuera de las órbitas, y la boca abierta, como un buey al primer golpe del matarife. Se tambaleó durante un par de segundos y cayó de cara al suelo entre la bosta fresca de los caballos. ara todo eso, Dionisio ya había montado, aún con el cuchillo en la mano, y clavaba las espuelas en los flancos de su cabalgadura con todas las fuerzas de sus piernas entumecidas. El animal saltó hacia adelante, rozando a la mujer aterrorizada, quien por último levantó la escopeta y disparó los dos tiros al mismo tiempo, cuando ya caballo y jinete desaparecían en la oscuridad más allá del frente del galpón. Sin embargo, el caballo acusó el golpe de una perdigonada bufando de dolor y encogiendo la cabeza entre las patas. “Le han dado en la cara —pensó Dionisio, enderezándolo con un violento tirón de las riendas—. No importa, puede galopar igual y lo va a hacer hasta que pierda la última gota de su sangre”. e hallaba en un estado de indescriptible frenesí; terminaba de matar a un hombre para conseguir un caballo gracias al cual podía dar cumplimiento a la repetición de una leyenda milenaria. Ahora había que llevar la aventura hasta el fin; la vida, cuya significación había ido disminuyendo poco a poco desde la noche anterior, terminaba de perder todo su valor. Fue aquella la más enloquecida carrera de toda su existencia; el caballo, bufando y revolviendo su cabeza herida no extraviaba empero la huella, que un maravilloso instinto desarrollaba ante sus cascos a pesar de la oscuridad sin renunciamientos de la larga noche hacia el norte, hacia una pequeña casa de ladrillos de barro y techo de apretados manojos de carrizo, donde hay una niña, un niño y hasta una mujer y un perro que esperan inquietos el más grande v misterioso acontecimiento de la niñez; que esa noche, en apariencias igual a las demás, unas manos milagrosas, a pesar del frío y el viento y los ríos cruelmente desatados sobre el desamparo de los animales y los hombres, dejen allí en las pobres alpargatas los juguetes prometidos y desaparezcan luego, invisibles y silenciosas como el aire, para que acción tan bella no pueda ser turbada siquiera por una sola mirada de aprobación de la vieja mujer, que jamás en su niñez ha soñado con algo semejante, o por el contacto de la áspera lengua del perro, humilde e ignorante de la encantada relación entre la realidad y la leyenda, pero seguro de que todo marcha bien, a pesar de que no se diga una palabra al respecto, y que sólo él puede presentir por un instinto desconocido en medio de los entrecruzados sueños de los personajes dormidos v despiertos bajo el imponente silencio del alba próxima. Continúa el desenfrenado galope; a veces los cascos del caballo recién herrados, arrancan chispas rojizas de alguna piedra sobresaliente del camino; como yesca y pedernal, centellas vertiginosas en medio de un vacío helado y hostil, ráfaga de sudor y calor trepidantes por la huella cercana al río, flanqueada de cantos rodados y menucos verdes como los ojos de los lagartos, ollas de agua negra y petrificadas extensiones de barro traicionero donde unos retorcidos arbustos mecen sus ramas esqueléticas tratando de rozar con las fuertes prolongaciones de su lucha bajo la tierra y a pesar de tanta agua más allá del pedregal, aquel impetuoso torrente de sangre v emociones que rompe el silencio y la soledad de las tinieblas guiado por una estrella que no ilumina, por un Dios que no se ha manifestado con un milagro contundente, por una inconsciente herencia de acatar los poderes invisibles y rendirse ante la evidencia de una probabilidad jamás examinada y que sin embargo está ahí, en cada uno de los actos inauditos y las resoluciones heroicas, desde degollar un caballo para evitarle el sufrimiento, hasta matar un hombre porque le entorpece la realización de su misterio. El galope duró hasta que la rápida corriente de un arroyo les cortó el camino. ionisio detuvo el caballo y relajó sus músculos mientras el animal aprovechaba la pausa en la carrera para resoplar y restregarse la herida contra una de las patas delanteras. Más sereno, consideró su situación y se dijo que si quería conservar el caballo sano para llegar a su casa antes del amanecer debía seguir al paso. Ya estaban cerca v todavía quedaban varias horas de oscuridad. Además aquel viaje no podía ahora terminar en las casas. Ni bien dejara los juguetes en las alpargatas de sus hijos, desensillaría el oscuro para darle una hora de descanso, prepararía sus cosas y seguiría ascendiendo por el cajón hacia Buta-Mallín, hacia aquellos enormes bosques chilenos, no estaba dispuesto a podrirse veinte años en la cárcel. Completamente frío de cuerpo y espíritu, invadido por la serena resignación común a todos los de su raza vadeó el arroyo poniendo en el cruce más cuidado aún que cuando atravesara el Neuquén; después de tantas penurias entre las cuales incluía el crimen, cuyas consecuencias podían ser incalculables para él y sus dos hijos, no podía permitirse ni el más mínimo descuido capaz de hacer fracasar su aventura, que fluctuaba entre lo grotesco y lo sublime, según los puntos de vista del observador. pesar de los interminables pensamientos que daban vueltas por su cabeza, sobre su futuro y el irremediablemente triste destino de María, ya condenada a muerte, y de Gabriel, condenado a la miseria, sus sentidos alertas le indicaron de pronto la presencia de un caballo ensillado a pocos metros de distancia, por un suave resoplido y un leve sonido metálico que le llegó desde la derecha. Tiró de las riendas de su cabalgadura, en el mismo instante que una voz estentórea gritaba “¡Alto ahí!”, e interrumpía la oscuridad de la noche el relámpago amarillento de la luz de una linterna. Quedó absorto y parpadeante en medio del círculo luminoso, con la emocionante seguridad de que estaba por reconocer al dueño de aquella voz y la linterna, y que inmediatamente toda su fría serenidad iba a transformarse en un amargo sentimiento de derrota. —¡Ajá! ¿Conque de paseo, don Dionisio? —continuó la voz del hombre invisible tras la linterna—. Y en

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43 un oscuro que yo no le reconocería ni a plena luz del día. Dionisio experimentó en un instante toda la furia y el dolor impotentes de quien se sabe irremediablemente perdido; era el cabo Mistoy, del destacamento de policía de Andacollo, el último hombre del mundo con quien hubiera esperado y deseado encontrarse en una situación y en una noche como aquella. El caballo del policía se removió inquieto y la luz de la linterna sufrió un esporádico temblor, como si el dedo del hombre hubiera aflojado la presión sobre el botón que ponía en juego el mecanismo de la corriente. Fue un fugaz instante durante el cual Dionisio experimentó la avasalladora tentación de clavar las espuelas en su oscuro y dejar que la suerte dijera la última palabra. Pero se contuvo a tiempo, no sin que el cabo hubiera observado, al parecer, el involuntario movimiento de sus manos tensas y sus piernas cubiertas de barro y salpicadas de sangre. Iluminado en medio de la oscuridad retinta de la noche, cada uno de los detalles de su figura, como así sus más mínimos movimientos, debían resaltar inexorablemente. —Asujétese don Dionisio —dijo el cabo socarronamente— Vamos a fumarnos un cigarro y a echar unas palabritas. Dionisio volvió a relajar los músculos y apoyando las manos en el recado dejó caer la cabeza sobre el pecho; estaba física y moralmente vencido. En ese instante hubiera dado la vida por vaciar la cabeza de todo pensamiento, el corazón de obligaciones y dolores y recostarse despreocupadamente, como cuando era joven, junto a un fuego entre mantas secas, con un jarro de mate cocido y una galleta al alcance de la mano. Esas simples acciones, ejecutadas quién sabe cuántas veces en la vida, sin detenerse a meditar en lo que significaban, adquirían allí en medio del frío, el cansancio y la derrota, un valor inmenso, a pesar de tanto sufrimiento y tanta muerte, capaz de poder comenzar a justificar la existencia. —Abajémonos y hagamos un fueguito —invitó tranquilamente el cabo. —No hay tiempo —respondió Dionisio secamente, levantando la cabeza y endureciendo los músculos con renovado vigor. —Sí, es de lo que me estaba dando cuenta —dijo el cabo, siempre invisible detrás de su linterna, con envidiable tranquilidad—. Me parece que usté anduvo muy apurado atravesando los ríos, y el caballo tiene una jodida herida en el ojo derecho. —Usté gana, don Eleuterio; me ha sucedido una desgracia. —No es raro que ustedes se desgracien seguido. Ya había reconocido el oscuro del gringo. ¿Y qué haría yo si ustedes no se desgraciaran? No sería suboficial de la gobernación y andaría por ái como un perdido. Volvamos a lo del gringo. —Yo tengo que llegar sin falta a mi rancho antes del amanecer; solamente muerto me hace dar vuelta, don Eleuterio. La voz de Dionisio sonaba tan tensa y grave, que el cabo Mistoy dejó completamente de lado el juego de la ironía, y dijo a su vez, autoritariamente: —Entonces desembuche de una vez, compañero. —Perdí el gateado después de cruzar el Neuquén. Llegué al almacén del gringo de a pie, con la montura al hombro y le pedí emprestado un caballo, pero ni quiso abrirme la puerta. Fui al corral entonces y empecé a ensillar este oscuro, cuando el gringo salió armado con un machete y tuve que defenderme. —Claro, el hombre debía dejar que se llevaran su mejor caballo bendiciendo al destino. —Traté de evitar la desgracia, asegurándole que iba a devolvérselo o a pagárselo si se lo arruinaba, pero no quiso escucharme. —¿Y lo del ojo? —La mujer me disparó una perdigonada al salir. El cabo Misto y quedó silencioso unos segundos, y luego preguntó sosegadamente, casi con pena: —¿Y todo esto, a qué, don Dionisio?. Usté parecía muy cambiado desde su salida de la cárcel; hasta era un ejemplo para los demás, a sigún andaban su mujer y sus criaturas bien comidas y abrigadas. —La María se me muere —respondió cansadamente Dionisio, otra vez vencido por las circunstancias—. Y hay una cuestión de unos reyes magos . . . No sé si usté sabrá. —Sí, pues, que cuando era chico hasta ligué un juguete allá por Zapala. —Bueno, ella deliraba preguntando cuándo llegarían los magos a Los Miches, y yo le prometí que a la noche siguiente, así que ensillé no más y me largué para Chos Malal. Traigo una muñeca y una pelota. El cabo Mistoy dejó oír un corto silbido. —Pero, ¿qué historia me está contando? ¿Es que me toma por un lelo? —Véalo usté mismo. Dionisio apoyó la mano sobre el bulto de la maleta. El cabo Mistoy se aproximó sin dejar de alumbrar con la linterna, pero prudentemente, lo hizo por la espalda de Dionisio. —Bueno —admitió, luego de haber metido la mano en la maleta—. Puede que sea cierto. Vamos yendo para Los Miches, pero mucho ojo compañero, al tranquito no más que llevo el máuser al brazo. uando comenzaron a andar, apareció en la lejanía un débil punto luminoso; era la primera estrella en muchas noches. El viento barría las últimas nubes y brumas del espacio. Poco después surgió otra, y a su lado una más pequeña. Al cabo de una hora el cielo resplandecía como una gran fuente donde el rocío se hubiera petrificado. Las sombras de los dos jinetes, oscuramente azules, se alargaban perdiéndose en la negra masa de las montañas marginales. Al mirar ligeramente hacia atrás, Dionisio vio un leve resplandor junto al cabo Mistoy; era el caño del máuser apuntándole directamente a la espalda. No podía escapar, y, la verdad, por el momento no sentía el más mínimo deseo de hacerlo. El cielo estrellado devolvíale una gran paz perdida desde muchos días atrás; se dio cuenta que lo más importante era cubrir la distancia que los separaba de su casa, y dejar los juguetes donde el destino parecía haber dispuesto que llegaran de todas maneras. Repasó mentalmente la serie de incidentes y fatalidades de su viaje y se asombró al pensar que nada había podido impedir el cumplimiento de esa misión. No lo había logrado ni la muerte, ni el crimen, y ahora ni el poder de la justicia humana, de pronto fácilmente dispuesta a tolerar la realización de lo que comenzara con un sueño y terminaba con la perdición de dos hombres. —¿Y cómo andaba usté por el Guañacos con una noche como ésta? —preguntó Dionisio, que aún negábase a

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44 aceptar como natural el extraño encuentro. —Una recorridita que me encajó el “comi” —respondió el cabo Mistoy. Parece que le andan cuereando las ovejas de noche a Podaderes. Sí, pensó Dionisio, la gente ha llegado al límite del hambre. Y dijo en voz alta: —No se puede morir de hambre cuando hay tantas ovejas sueltas. —La ley es la ley, compañero; al que no respeta la propiedad ajena, hay que meterlo en bolsa. Si no se rascaran tanto los sobacos en la primavera no pasarían hambre en el invierno. Repentinamente el cabo Mistoy dijo en voz muy baja: -¡Tire de las riendas y no haga ruido que alguien viene por ái!. Quedaron inmóviles junto a unas matas altas. Una sombra se movía cerca de allí avanzando desde el Nahueve. Pareció descubrirlos a una veintena de pasos y se dirigió rectamente hacia ellos. —Buenas noches —dijo una voz lenta y simple—, ¿van para arriba? El cabo Mistoy prendió su linterna y enfocó al recién llegado en el momento que Dionisio contestaba el saludo. —¡Vaya, si es don Juan, y de a pie! —dijo con sincera alegría—. ¿Qué se le ha perdido para madrugar tanto? El hombre bajo la luz de la linterna era pequeño, de pobrísimo aspecto. Cubría su cabeza con una viejísima boina vasca, desteñida y agujereada, y calzaba ojotas. Cojeaba visiblemente de la pierna izquierda. —Nada, don Eleuterio —contestó tranquilamente—. Voy arriba de Los Miches. Me encontré un conocido en el último paso de la balsa, anoche, que se comidió en cruzarme enancado el Nahueve, después de unos mates, y aquí estoy. —¿No andará su hermano lisonjeándose por Buta Mallín, eh? —No sé por dónde andará ése —respondió Juan tristemente. Hacía varios meses que Dionisio no se encontraba con Juan. En ese momento, reviviendo la historia de la fuga del hermano, y el triste episodio del viaje a Chos Malal, durante el cual debió cortarse los dedos helados del pie izquierdo, experimentó una viva pena por él, a pesar de su propia situación. Los tres hombres se pusieron en marcha. Juan, a pesar de su cojera, acomodó ágilmente su paso al de los caballos. —Va muy armado, don Eleuterio —dijo mirando de soslayo el pesado máuser que el cabo no había bajado para nada y seguía apuntando a las espaldas de Dionisio. —Este otro también se ha desgraciado —respondió el cabo agriamente. Poco a poco Juan se fue enterando de lo sucedido. Aunque no dio su opinión al respecto pareció cavilar hondamente sobre el caso. Al cabo de dos horas de marcha, se hallaban en lo alto de la loma de Los Miches; abajo, en el comienzo del faldeo, estaba la casa de Dionisio. Las aguas del Lileo producían una ínfima fosforescencia, suficiente sin embargo para que ellos pudieran distinguirla desde la altura. Dionisio tiró de las riendas de su caballo y dijo: —Mejor bajamos de a pie para no despertar al perro. —Allá estarán, quien sabe si durmiendo o velando el cuerpo de María. unque, de ser así, se distinguiría alguna luz, y las casas parecen estar envueltas en una incierta oscuridad. ¿No hay acaso unas sombras paradójicamente claras, moviéndose entre las espesas negruras circundantes? Sí, y son el follaje de los álamos; unas largas sombras azuladas, sin contornos precisos, que es posible descubrir forzando la mirada y abstrayéndola del indeciso fulgor de la espuma del Lileo rumoroso. Bajo esos árboles Dionisio ha sobado los cueros y los chicos han jugado mientras la lenta brisa de la media mañana hacía oscilar las hojas reversibles verdes y plateadas de los álamos en plena expansión primaveral. Y sobre esa dura tierra blanquecina, ahora transformada en una mancha uniformemente oscura, ha descendido alguna vez, ante el asombro y la súbita detención de los juegos, algún pájaro extraño sin nombre conocido y sin que jamás nadie hubiera escuchado su grito por los cajones del Lileo hasta ese instante en que, inquieto y aprensivo, dejó oír su estridente llamado de atención, antes de desaparecer otra vez en la suave inmensidad del cielo. Con toda evidencia, un pájaro peregrino, llegado inexplicablemente desde los bosques de Buta Mallín, habiendo descubierto tal vez a través de la luminosidad estival de las altas cumbres las finas líneas plateadas de los arroyos y los ríos que descendían hacia el Neuquén. Y fue a caer allí, entre los niños y el perro que jugaban, quienes presenciaron inmóviles el majestuoso descenso del gran pájaro de claro plumaje, dejando oír su melódico grito de atención como un heraldo de misterios sin cuento. Dionisio descendía lentamente por el faldeo extrañándose de pensar recién en esos mínimos detalles, y no haberlo hecho antes, mientras tuvo tiempo sobrado para ello. Por ejemplo, en la frescura de la sombra de los árboles a pleno sol, todos allí, el perro ovillado entre las piernas de uno; una bandada de bandurrias cortando el aire con su acompasado vuelo y el metálico sonido que brotaba de sus largos picos entreabiertos, y decía la María, mira esos pájaros parecen viejas narigonas, y Gabriel reía. Él en tanto observaba la casa con ojos críticos tratando de descubrir la presunta grieta o el probable manojo de miches susceptible de un retoque, hasta que Tropero interrumpía el apacible encanto del instante saltando enloquecido tras de una mariposa real de alas anaranjadas, o de una liebre invisible inventada por su imaginación sobreexcitada; las ocasionales preguntas que él no había contestado porque no conocía su respuesta, o sencillamente, porque no sabía escuchar a los chicos: “Papá, ¿dónde queda el pueblo de Belén?; Papá, ¿hasta dónde llegan las aguas del Lileo y el Nahueve y el Neuquén?; ¿Cómo se llama ese pájaro raro que bajó recién al patio?”. Se detuvieron a diez metros del rancho. —Y ahora, ¿qué hacemos compañero? —preguntó el cabo Mistoy en voz muy baja, acercándose al oído de Dionisio. —En la ventana de la cocina deben de estar las alpargatas . . . Se adelantaron en puntas de pie. Ya encima de la ventana, Dionisio advirtió la suave mancha blancuzca de las alpargatas de María. Tanteó muy lentamente, al lado halló las más pequeñas de Gabriel. Por precaución había desatado el paquete en lo alto de la loma; no tuvo más que colocar cada juguete en el lugar correspondiente. Terminaba de hacerlo cuando se adelantó Juan como una sombra. —Voy a dejarle esta cadenita a Gabriel —susurró en su oído.

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45 Dionisio estuvo por impedírselo; Juan era uno de los hombres más pobres de la región y aquello representaba quizás para él su única riqueza. Pero se contuvo, no tenía derecho de hacerlo en Juan no existían compromisos, sólo una sencillez y naturalidad ejemplares. El cabo Mistoy apareció detrás de Juan; había vuelto a colgarse el máuser al hombro. —Tengo estas chauchas sueltas en los bolsillos —dijo, colocando a tientas unas monedas en las alpargatas. — Que se compren caramelos. Reinó un instante de hondo silencio, interrumpido únicamente por el sonido de las uñas de Tropero rascando la puerta de la cocina; había descubierto la presencia de Dionisio pero no se animaba ni siquiera a gemir. Se volvieron tan cuidadosamente como habían llegado, hasta el pie del faldeo. —Yo sigo para arriba del cajón —dijo Juan, con voz indecisa. —Buen viaje, y con cuidado, hermano —respondió el cabo Mistoy. Pero Juan no se movió; parecía aguardar algo. Por fin Dionisio levantó la cabeza, que mantuviera gacha desde el instante de abandonar la ventana donde quedaban los regalos para sus hijos, y le dijo: —Le recomiendo a los chicos, don Juan; écheles una mirada de tanto en tanto. —Vaya tranquilo don Dionisio; así se hará. La voz de Juan había sido firme y consoladora. Silenciosamente, con la fluidez de un espectro, se perdió en la oscuridad sin añadir palabra. os dos hombres treparon a lo alto de la loma y montaron en sus respectivos caballos. Se pusieron en marcha bajo la lívida oscuridad del espacio, desandando el camino recorrido poco antes. Pronto amanecería; en el horizonte, una tenue, casi imperceptible claridad lechosa iba ascendiendo por el cielo. Las estrellas comenzaban a perder su brillo transformándose en puntos de luz mortecina, como la llama fría e inmóvil de una vela vista desde la distancia a través de los vidrios de una ventana empañada por la escarcha. Dionisio sintió que el helado aliento de la madrugada le penetraba las carnes buscando sus huesos, el fondo de su corazón, la raíz de su vida. Estaba físicamente extenuado. Aunque había cumplido su misión contra todas las fuerzas de la naturaleza y los hombres, por un instante experimentó la desoladora sensación de que aquello carecía de sentido, y que la muerte, como única verdad, aleteaba en el viento arrachado de la cordillera. Pensó en los veinte años de cárcel que le aguardaban, rodando sin cesar de las celdas a las letrinas malolientes, engordando con esa comida repugnante e igual día tras día, en vez de la cual era preferible un jarro de mate cocido y un pedazo de galleta; sin saber nunca nada de sus hijos, o recibiendo de tanto en tanto una desconsoladora noticia, de María, si lograba salvarse, que se había conchabado en Andacollo o en Chos Malal, y algún comedido la había preñado enseguida, cargándola con el primer hijo y la primera gran amargura de su vida; de Gabriel, que se emborrachaba como un perdido en los boliches, o se había desgraciado y pronto iría a hacerle compañía en la cárcel. Y a todo esto, la pobre mujer muriéndose de hambre entre las ruinas del rancho. Pensó también que pronto la primavera reinaría en el largo cajón del Lileo con todas sus fuerzas; las montañas se azularían en las distancias, recortando sus picos desparejos en la limpia ascensión del espacio; las aguas de los arroyos y los ríos volverían a ser mansas y transparentes, reflejando las barrancas marginales y el suave temblor de los carrizos; otra vez los pastos de los pequeños valles y los bajos húmedos de los faldeos aparecerían cubiertos de menudas flores celestes; Tropero, aullando locamente perseguiría a las mariposas anaranjadas, y hasta alguna liebre, sin mayores esperanzas de poder alcanzarla porque estaba volviéndose viejo. Y él entonces hubiera podido ensillar su gateado y llevar a la María enancada y a Gabriel por delante, sentadito en la punta del recado, a recorrer las lomas que encajonaban el Lileo para ver qué cambios habían producido las crecientes en los largos pedregales cubiertos de enormes y relucientes cantos rodados, y a experimentar otra vez la frescura de aquel verde nuevo ascendiendo de entre las patas del caballo, y distinguir en la transparente distancia las arboledas de Andacollo como una nebulosa línea azulada; que allí temblaba la luz del sol, y que esos rayos chispeaban asimismo en las cintas relucientes e inmóviles del Nahueve y el Neuquén. “Y por todo eso —se dijo— ¡la libertá o la muerte!”. e hallaban entonces cercanos a las barrancas del Lileo, el lugar donde éste, en la plenitud de su creciente, corría más revuelto y encajonado, levantando enormes masas de corriente espumosa y rojiza al chocar contra las barrancas y las grandes rocas graníticas caídas en su cauce. Ya se distinguían los contornos de las montañas en la lejanía y las lomas cercanas; desde la distancia llegábale, aún apagado y confuso, el rumor unánime del viento en los árboles y de los animales que despertaban. Ahora la mujer despierta también, y comienza a vestirse; María que ha abierto los ojos, le hace señas o la llama para que la lleve hasta la ventana de la cocina, y Gabriel se baja de su camita y corre detrás de la madre, que levanta a la niña envolviéndola en una matra. Ahora están los tres ante la ventana abierta de la cocina, absortos frente a los juguetes; pronto los tomaron con sus manos temblorosas, casi incrédulos todavía, y Tropero aullará de contento, ascendiendo hacia el cielo el largo sonido fiel de ese instante de perfecta dicha, en un amanecer de un día cualquiera sobre un minúsculo punto de la geografía y la historia de los hombres. Ahora termina la vida y comienza el más allá. De pronto llegó claramente hasta ellos, apagando los otros rumores, los aullidos y ladridos jubilosos de Tropero. Dionisio puso todos sus músculos en tensión, y al unísono, clavó las espuelas en los flancos del oscuro y le descargó un fuerte puñetazo en el ojo herido. El animal bramó de dolor y saltó hacia adelante al mismo tiempo, tomando de sorpresa al cabo Mistoy, que en ese instante concentraba su atención en los ladridos del perro invisible en la profundidad del cajón. Pero escuchar el bramido del caballo y clavar las espuelas a su vez, fue todo uno. —¡Parate, desgraciado! —gritó, descolgando el máuser del hombro—. ¡Parate o te atravieso! Dionisio no oía nada echado sobre el cuello del oscuro enfilado hacia el borde de la barranca. El cabo Mistoy adivinó la intención en un instante, y tiró poderosamente de las riendas de su caballo. Antes de que éste se detuviera ya estaba en el suelo, rodilla en tierra y se llevaba el máuser a la cara. Apuntó en una fracción de segundo y disparó. La bala de acero atravesó de parte a parte al oscuro, penetrándole por la grupa, pero el animal rodó al borde del abismo y desapareció en él con su jinete. n la casa, la madre y el perro miraron inquietos y sorprendidos hacia el horizonte, pero los chicos, alborozados con sus juguetes no habían oído el disparo. María le señalaba a Gabriel el barro alrededor de la casa, desde la ventana, diciéndole con su voz enronquecida, entre gozosa y extrañada: —¡Mirá, Gabriel! ¡Uno traía botas puestas, otro alpargatas, y el otro ojotas!

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46 n lo alto de la barranca, el cabo Mistoy escudriñaba ansiosamente el torrente espumoso; veía el cuerpo E del caballo arrastrado por las aguas, saltando de roca en roca, pero no el de Dionisio. Durante un instante sin embargo le pareció que allá lejos, y junto a la otra orilla, se movía un bulto extraño. Pero a pesar de que

miró largo tiempo en esa dirección no volvió a distinguirlo. Ya aparecería el cuerpo del hombre en algún lugar entre Andacollo y Chos Malal. De todos modos, no estaba dispuesto a perder toda la mañana buscando un punto donde atravesar el Lileo para ir a investigar en la otra orilla. Se colgó el máuser al hombro, y filosóficamente sacó el librito de papel de arroz y el tabaco mariposa. Terminó de liar el cigarrillo, y cuando se pasó el borde del papel por los labios para humedecerlo y cerrarlo, levantó los ojos y echó una última mirada al Lileo: sus aguas adquirían ya el color cobrizo de la aurora, del glorioso amanecer de aquel día de octubre en que los tres magos de oriente llegaron a Los Miches.

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III MUERTE Y RESURRECCIÓN

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uando las primeras luces del amanecer se alzaban temblando levemente desde el horizonte encendido por los rayos del sol próximo a mostrarse a medias, en un cielo semiabierto, Juan ascendía con paso firme por el cajón del Lileo. De pronto, lo detuvo el sonido seco de un disparo, largamente prolongado en el tajo del río y en los contrafuertes de las montañas. Se volvió y escudriñó con toda la atención posible el bajo largo y nebuloso extendido a sus pies hasta la azulada discontinuidad del Nahueve. Después de un rato de observación le pareció ver un jinete moviéndose lentamente por la alta orilla del Lileo, pero la ilusión no duró más que un minuto; caballo y jinete parecieron desvanecerse en el primer resplandor del sol, que fulguró en las aguas de los ríos y arroyos, los cuales descendían por docenas desde las altas cumbres, transformándolas en sinuosas corrientes de vidrio fundido. espués de tantos días de cielo cerrado, aquel agudo resplandor hirió los ojos de Juan haciéndolo parpadear y volver un poco la cabeza. Pero, sin haber visto nada, sospechaba el origen del disparo y sus probables consecuencias. Experimentó un hondo desasosiego al pensar lo que significaría para Gabriel y María perder a su padre, aunque inmediatamente recordó que, de todas maneras, debido a sus antecedentes, Dionisio cargaría por lo menos con veinte años de cárcel, por la muerte del gringo, lo cual venía a ser peor que haber muerto de un tiro por la espalda. Sin embargo, Juan creía conocer bastante al cabo Mistoy, y no lo consideraba capaz de matar a nadie por la espalda, bajo ninguna circunstancia. Lo más probable sería una tentativa de fuga fallida debido a la excelente puntería del policía para quien no era ninguna proeza voltear con su máuser una gallareta a doscientos metros de distancia. Continuó su camino sin atreverse a volver, primeramente porque eso podría ser interpretado por el cabo como un exceso de curiosidad de su parte, y también para no agudizar sus sospechas de que él, en realidad, iba a encontrarse con su hermano, lo que, si bien no era cierto del todo, podía suceder cerca de Buta-Mallín, según noticias obtenidas de un viajero referentes a un prófugo de nacionalidad argentina que rondaba los pasos y portezuelos de esa zona. Aun sin haber nada seguro en los datos proporcionados por este minero chileno, eran tantas las ansias de Juan de volver a ver a su hermano, que decidió hacer a pie el viaje de diez leguas, con mal tiempo y los ríos desbordados, empujado por la perpetua esperanza de que su hermano no podía olvidarlo, e iba a presentarse en la frontera de un momento a otro. Le correspondía estar alerta y salir a su encuentro, y no esperar que Ignacio, con la captura recomendada, se presentara tranquilamente en las cercanías de un pueblo donde existía un destacamento policial dispuesto a caer sobre él o sus rastros a la menor sospecha. Pero no iba a prolongarse más de dos o tres días su estadía en Buta-Mallín; una hora antes había contraído un compromiso inviolable y debía dedicar la mayor parte de sus fuerzas en cumplirlo, ¿qué podía hacer la madre por los niños, si sólo era capaz de tejer unas matras y unas fajas, mal pagadas por los bolicheros? Alimentarlos apenas, hasta que el día menos pensado murieran de consunción, sin que nadie se alarmara demasiado por ello. Aunque él no tenía dinero, por lo menos recibía unos pesos mensuales, y en la escuela había días que sobraba comida suficiente como para que un par de niños no se murieran de hambre a sólo tres leguas de allí, pero que era como decir a treinta, cuando el Nahueve y el Neuquén, los dos ríos que separaban a Los Miches de Andacollo, en determinadas épocas del invierno crecían hasta transformarse en infranqueables barreras. Además, en cuanto llegara el verano, se dedicaría a buscar una cañada donde el manto diera buenos ensayos, y si conseguía dinero, solicitaría la pertenencia para tener trabajo seguro por unos cuantos años. l atardecer, llegó a las alturas de Buta Mallín. Pero nadie sabía nada de él, desde que traspusiera la frontera nueve meses atrás, en un resplandeciente amanecer de enero, con la hija de Alí Sarkín. Juan merodeó por el paso hasta la caída de la noche, sin haber visto en la brumosa lejanía de los bosques chilenos, fantásticos como las gigantescas acumulaciones de nubes que el viento arrastraba sobre las cordilleras en perpetuo cambio de colores, formas y dimensiones, ni siquiera un tenue hilo de humo, señal de que existía un campamento cercano. El frío, en esas alturas mordía el rostro y las manos, tornando la piel ligeramente azulada, y obligando a protegerse los ojos de cara a la inmensidad. Cuando regresó a pasar la noche en el último rancho antes de llegar a la frontera, arreciaba el viento y la tonalidad gris violácea del espacio indicaba nuevamente la proximidad de la nieve. Juan durmió mal esa noche, junto a los perros y a un fuego mortecino, que se apago por último y dejo adueñarse del ambiente el aire helado cuyos chiflones penetraban largamente a través de las grietas de las paredes. Al amanecer, los pobrísimos moradores del rancho, descendientes de una de las indómitas tribus de los pehuenches que se opusieran tenazmente a la penetración de sus territorios por la división del coronel Olascoaga, sesenta años atrás, no tuvieron para ofrecerle más que una taza de mate cocido muy clarita, casi agua caliente nomás, obtenida de una yerba usada media docena de veces y endulzada con un pequeño terrón de azúcar. Si no hubiera sido por la ofensa que podía significar e1 rechazo del desayuno, ya sumado a la cortés negativa de comer el trozo de carne de caballo, mal oliente y correoso, ofrecido durante la noche anterior, pretextando encontrarse “ofendido de la guata”, y que la media docena de criaturas semidesnudas que se arrastraban sobre el piso de tierra devoraron hasta los huesos, ante la inútil y dolorosa expectativa de los perros, Juan hubiera preferido partir con el estómago vacío, y dejar aquella insignificante cosa para los chicos, pero no se atrevió a hacerlo. Se bebió sin respirar el agua caliente con un ligero y dulzón gusto a yerba, mientras los habitantes del rancho gustaban lentamente del contenido de sus jarros y mascaban unos trozos de harina frita endurecida. El día estaba completamente cerrado; de un momento a otro comenzaría a nevar. —Sería de su conveniencia quedarse bajo techo . . . —insinuó la mujer, señalando el cielo opaco. Juan sonrió y negó con la cabeza. Partió poco después, acompañado un trecho por la irresoluta amistad de los perros y la mirada fija de toda la familia en la puerta del rancho, a quienes había encargado comunicaran a su hermano, si llegaba a presentarse en la frontera, que le hiciera llegar sus noticias para encontrarlo allí o del otro lado del paso, atendiendo a su mayor seguridad.

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48 evó con renovadas fuerzas durante todo el día, lo que le dificultó un poco la marcha, pero al anochecer N se encontró ante la puerta de la casa de Dionisio. La ausencia del padre desde hacía dos días, y el rostro de la madre, ya mortalmente resignado, había agotado casi toda la alegría de los niños y el perro, de manera que

Tropero salió a su encuentro emitiendo una serie de gruñidos y ladridos circunstanciales. En la casa había visita; doña Aurelia con su hijo, de un año de edad. Esta mujer vivía unos dos kilómetros aguas abajo; había contemplado personalmente la tentativa de huida de Dionisio y su caída, Junto con el oscuro, a la avenida del Lileo. Su presencia en el rancho tenía un doble motivo; notificar a su vecina de la desgracia, y al mismo tiempo buscar su compañía y acompañarla hasta que su hombre, que había partido hacia Andacollo a cambiar el último gramo de oro, reservado desde el verano para los días de mayor hambruna, regresara con la bolsita de harina y el paquete de fideos. “Aquí me traigo este rezago de harina. Si usté tuviera un puñadito de grasa pa la fritura . . .”. Sí, la mujer de Dionisio aún tenía un poco de grasa, arroz, yerba y azúcar, lo suficiente para un día más. Era muy poca cosa, pero María apenas si probaba el mate cocido; los chicos comían como pajaritos, y en cuanto a ellas dos. . . Bueno, con las sobras tenían demasiado. Sin embargo, después de la comida del mediodía y de la noche, era algo insignificante lo que quedaba para alimentar a cinco personas, con un frío mortal, y habiéndose quemado los últimos trozos de leña, cuyas cenizas calientes colocaban envueltas en trapos de lana en el pecho y en la garganta de María, según prescribiera la curandera araucana. La madre continuaba haciéndolo, aunque todo fuera inútil; así lo había decidido su hombre, cuyo cadáver machucado por los golpes contra las enormes piedras del cauce del Lileo, rodaría lentamente aguas abajo, hasta quedar encallado en algún recodo del Nahueve o el Neuquén. Seguramente podrían encontrarlo diez o quince días después, con el buen tiempo, y trayéndolo a lomo de caballo lo enterrarían en el cementerio de las pircas. Para la ocasión, su viuda no tendría qué ofrecer a las visitas, ni siquiera una taza de mate cocido, pues el hombre habíase llevado los diez gramos de oro a Chos Malal, y una vez muerto, ella no era capaz de solicitar un fiado en el almacén de Podaderes. Podría hacer, sí, la corona de alambre, adornándola con algunos papeles que imitarían las flores y unas tiras de lanas de colores. No faltaría un comedido que cavara la tumba, a lo mejor junto a la de su primer angelito. Y ella, en adelante, trataría de hacer todas las matras que pudieran comprarle los bolicheros, y después no sabía qué. uando Juan llegó a la casa, ya cerrándose la noche, María estaba con los ojos entreabiertos, sumida en un profundo estado de sopor, luego de haber revivido durante dos días, debido quizás a la muñeca que desde entonces apretaba entre sus brazos. Respiraba con dificultad, por los labios entreabiertos, produciendo un sonido extraño y ronco. Al verla, Juan pensó en su viaje a Chos Malal, en la muerte de la hijita del director, y en el largo mes transcurrido desde entonces, sin que hasta ese momento, por un motivo u otro, hubiera llegado la ayuda de la gobernación. Cierto que los caminos estaban cerrados, y que el Curí Leuvú interpuesto entre los dos pueblos y el frío terrible y las nevadas... Pero así y todo, él no alcanzaba a comprender. Y en sus pensamientos reproducíanse las palabras del maestro sobre el olvido del mundo y la esperanza de la resurrección de los hombres. or las pocas palabras pronunciadas entre la mujer de Dionisio y doña Aurelia, se enteró de lo sucedido. Aunque lamentaba la muerte de un hombre tan joven y valiente, no pudo dejar de reconocer que era preferible a veinte años de cárcel en Neuquén, privado de su libertad de ríos y montañas y separado para siempre de la familia. También se enteró de que el hombre de doña Aurelia había ido a cambiar por comestibles su último gramo de oro. ¿Y hasta Andacollo, nada menos? Sí, allá las cosas costaban más baratas, y de todos modos, el hombre no había querido entenderlo; se había marchado hacía un día y medio. Juan movió escépticamente la cabeza; no comprendía ese viaje, por veinte centavos de diferencia, con la necesidad de alimentos que tenían la vieja y el chico; ésta, consumida ya hasta los huesos, después de un largo invierno de privaciones. Pero si lo comprendía recordando que “el hombre” aquel, era uno de los más famosos bebedores de la región. Un gramo de oro alcanzaba para dos días de borrachera. Esa noche era imposible partir, pero a la madrugada saldría para Andacollo en busca de provisiones, y a ver qué había sido del hombre y su gramo de oro. Ellos podrían soportar un día y medio más con lo que les quedaba. Aceptó el plato de sopa de arroz, porque su cuerpo se lo exigía imperiosamente, y trató de dormir echado junto al fogón, con la cariñosa compañía de Tropero. Pero no logró encontrar el sueño en toda la noche; la respiración anhelante de María y su ronco sonido impedía dedicarse tranquilamente al descanso, mientras a unos metros de distancia ella luchaba entre la vida y la muerte. La madre silenciosa y doliente como una sombra, iba y venía de la cocina a la cama de la niña quemando las últimas astillas y rascando el fondo de la hornalla con un hierro para obtener toda la cantidad de cenizas calientes. ucho antes, del amanecer, luego de tomarse unos tragos de mate calentado en las brasas agonizantes, tratando de no producir el menor ruido, pues al fin la mujer dormía sentada al lado del lecho de su hija, salió Juan a la lívida anunciación de la madrugada, poniéndose el poncho y calándose su agujereada boina por encima de las orejas. El frío agudizado y el viento le hicieron vacilar un instante, pero fue algo efímero, que ni siquiera llegó a insinuar en su mente el pensamiento, es mejor quedarse adentro. E impidiendo la salida del perro, y cerrando tras suyo la puerta, con todo cuidado echó a andar a paso rápido enterrando las anchas ojotas en la nieve blanda caída durante la noche. Al mediodía llegó a un rancho cercano al Nahueve donde solían prestarle un caballo para cruzar el río. Pero no estaba el hombre, había ido a buscar los pocos chivos salvados de aquel invierno y no regresaría hasta la media tarde. Juan esperó con creciente inquietud: por ultimo, se convenció de que debería pasar la noche en Andacollo. travesar el Nahueve, llegar a la balsa del Neuquén, y poco después al pueblo, le costaron las últimas horas del día. Anochecía cuando detuvo el caballo frente al almacén de Alí Sarkín, donde el hombre de doña Aurelia acostumbraba a hacer sus gastos. Juan se paró indeciso en el umbral, pero sólo hallábase a la vista el dependiente que el árabe habíase visto obligado a emplear desde la huida de su hija Malvina. Y junio al mostrador, de perfil a la puerta, sosteniéndose apenas sobre sus piernas, estaba “el hombre” con otros dos compañeros de juerga. Juan se acercó y le tocó suavemente un brazo, deseando hacer las cosas de la mejor manera posible. —Buenas tardes, don Remigio —le dijo—. Vea que es casualidad que me lo encuentre. El hombre se volvió a medias, y lo contempló con ojos vidriosos, sin reconocerlo en la penumbra del almacén. Juan repitió entonces el saludo v dijo su nombre. —Ah, el amigo Juan, don Juan por aquí. . . —murmuró el borracho con un fino hilo de baba rosada corriéndole por la comisura de los labios—. Llega a tiempo, don, y si gusta de una copita . . . —añadió otras

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49 incoherencias, y repitió varias veces las mismas cosas, mientras de los ojos enrojecidos le goteaban las lágrimas. —Vea don Remigio —respondió Juan— que vengo de Los Miches, donde me encontré con doña Aurelia. Parece que lo espera desde ayer . . . El borracho se llevó con manifiesta inseguridad la copa a los labios, derramándose parte del contenido en la ropa. —Acuérdese —insistió Juan— que su mujer y su hijo lo esperan en Los Miches. La luz pareció hacerse en el entendimiento del hombre, que respondió con violencia: —¿Los Miches? ¿Qué mierda me importa a mí de Los Miches? La primavera, don Juan, festejamos la primavera . . . Vació de golpe la copa de vino tinto. Juan, a pesar del dominio que poseía, comenzaba a perder la paciencia. —Vea don Remigio, no es que yo quiera meterme en sus cosas, pero usté salió de allá con un gramo de oro para comprar harina y arroz; su mujer y su hijo no tienen nada que comer, ¿entiende?. Y lo están esperando. Mientras le hablaba con creciente energía, Juan había tomado al borracho de un brazo. Este se deshizo con un brusco movimiento, que casi le hizo perder el equilibrio, y respondió: —Vea si se deja de joder, don, que mi oro es mío, y que acá está todo pago —golpeó en el mostrador con el cabo del rebenque alzando la voz y repitió—: A ver, don Sarkín si de ese orito queda para atarle la boca a este Juan con un medio litro . . . Golpeó dos o tres veces más en el mostrador hasta que apareció Alí Sarkín con el ceño fruncido. —¿Qué basa, don Remigio? ¿Que escándalo es éste? Ya le dije que en mi almacén . . . Se interrumpió al reconocer a Juan, y parpadeó una o dos veces, como dudando de lo que veía. Luego con el rostro enrojecido, le irritó: —¡Retírese usté inmediatamente de aquí hermano de ese asesino y ladrón! —Cálmese, don Alí —le interrumpió Juan con la mayor serenidad posible— vine solo a llevarme a este borracho perdido, que dejó abandonada a su mujer y a su hijo para venir a chupar. A todo esto, el dependiente, siguiendo órdenes preestablecidas para cuando se origina algún alboroto en el almacén, había desaparecido por la puerta de entrada. —¡Usté de mi almacén no se lleva a nadie, ni se mete con mis clientes —respondió el comerciante sacudiendo un puño ante el rostro de Juan. — Y se va de acá borque le rombo la cabeza! Alí Sarkín se desató en una larga serie de insultos, mientras los tres borrachos contemplaban la escena como petrificados, sorprendidos, a pesar de su nebuloso estado cerebral, de que la cuestión hubiera adquirido tanta violencia. Juan retrocedió un paso, y aprovechando una pausa, durante la cual el comerciante se detuvo a tomar aliento, respondió: —No quiero perder tiempo en retribuirle sus insultos, pero sólo voy a decirle que usté va a ser tan culpable como este pobre borracho de lo que le suceda a su mujer y a su hijo, porque sabe muy bien el hambre que ha pasado la gente este invierno y le permitió chuparse sus tres pesos y pico de oro, en vez de dejarlo tomar nada más que un par de copas y darle el resto en provisiones para que se las llevara a su rancho. Alí Sarkín, ya en el colmo de la furia, sacudió frenético ambos brazos en el aire, gritándole si creía que él tenía que ocuparse de todos y cada uno de los de su maldita raza de ladrones, borrachos y criminales, y cuidarle los hijos que engendraban a docenas, como los perros. ero en ese momento, cuando por primera vez en su vida Juan iba a perder su proverbial paciencia y mansedumbre, se oyó el apagado sonido de un caballo al galope deteniéndose súbitamente frente al almacén; segundos después apareció en el vano de la puerta la figura enorme y férrea del cabo Mistoy. —Buenas tardes a la concurrencia —saludó, avanzando hacia el interior—. Ha llegado a mis orejas que aquí anda sucediendo algo... Alí Sarkín, aún poseído por el frenesí de segundos antes, empezó a explicar a gritos la situación, pero el policía lo detuvo con un ademán. —Más despacio, don Alí; así no vamos a entendernos nunca. El comerciante pareció serenarse de golpe y con tono más mesurado acusó a Juan de provocar a sus clientes. —¿Unas copas de más, don Juan? —preguntó el cabo, observándolo inquisitivamente. —Usté sabe que nunca me emborracho, don Eleuterio —respondió Juan mirándolo también de frente. —Bueno don Alí, veo que sus parroquianos nos han llegado a los hechos. El comerciante afirmó que eso se debía a su providencial intervención. Juan quiso hablar, pero el cabo Mistoy lo detuvo con un gesto. —Si es así, quédense todos en paz y con sus copas, y usté, don Juan, acompáñeme. alieron al frío oscurecer. La nieve continuaba cayendo, borrando inexorablemente las huellas de la calle y resplandeciendo como una menuda lluvia de cristales ante los rectángulos de las primeras luces del pueblo. Tomaron sus caballos del cabestro y echaron a andar hacia la comisaría. —¿Cómo es que usté se me está ensuciando con peleas de boliche? —le preguntó a Juan el policía. Este le contó lo sucedido en pocas palabras, y agregó: —La policía no debería permitir que la gente se emborrachara en los boliches; tomarían mucho menos y les quedaría dinero para las provisiones. El cabo Mistoy meneó la cabeza varias veces y respondió: —Vamos a arreglar esto entre los dos, porque el comi está muy preocupado con la instalación de su trapiche para moler cuarzo en el verano, y no quiero molestarlo. Usté, don Juan, está muy creído de que va a arreglar el mundo, y el mundo tiene tanto arreglo como las patas de mi abuela, que siempre caminó despareja y que en paz descanse. —Yo no puedo dejar que esa mujer y ese chico se mueran de hambre mientras don Remigio se emborracha. —Pero si el hombre es un tarambana qué le va hacer.

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50 —En este caso la culpa es de Alí Sarkín. ¿No sabe él cuánta gente murió de hambre este invierno? ¿No sabe que don Remigio es un borracho perdido? Debió darle una botella de vino y el resto en harina y fideos, y decirle que fuera a tomárselo a su casa. Y don Remigio se hubiera ido contento, chupando por el camino, y hubiera llegado a su rancho con provisiones para una semana. Pero sucedió que él llegó al mostrador y entregó su granulo de oro y pidió un medio litro, a lo mejor con la buena intención de no tomar más. Y llegaron dos conocidos, y fue cosa de pedir otro medio litro, y va mareado siguió tomando y pidiendo, hasta los cuatro o cinco litros, de manera que Alí Sarkín sacó por su vino el doble de lo que vale; los borrachos no llevan la cuenta. Y no importa que la familia se muera de hambre; uno lo olvida por conveniencia y el otro por brutalidad. —Usté don Juan, anda hablando muy bien últimamente; eso le pasa por juntarse con gente demasiado léida, como el maestro, que lo anduvo jodiendo al “comi” con su cooperadora, hasta que lo ganó por cansancio. Yo le digo con mi mejor buena volunta que hay que ríspetar a la autoridá y si ésta permite que los hombres se mamen en los boliches, allá ellos. Eso sí, yo lo pesco a don Remigio con la tranca en la calle y lo meto a que se refresque sin apuro en un calabozo. Así es la ley don Juan. Lo que pasa es que ustedes no saben justipreciar lo que sus valores tiene, y se pasan la vida tirando para todas las direcciones como cuatro mulas con ganas de que les calienten las verijas. e detuvieron ante el pálido resplandor de una ventana iluminada, calle de por medio. En el largo rectángulo de luz que hasta ellos llegaba, la nieve parecía intacta, resplandeciendo con toda la gama de sus purísimos matices. El cabo Mistoy introdujo su huesuda y larga mano en uno de los bolsillos de su chaqueta, y extrajo unos billetes arrugados. —Tome estos pesos, don Juan —dijo tendiéndoselos—. Debe haber como tres o cuatro. Haga de cuenta que el hombre no se los gasto en vino y llévele las provisiones a doña Aurelia y su chico. De pronto los postigos de la ventana se cerraron; la imagen del cabo Mistoy con la mano extendida adquirió una lividez de muerte. Juan tomó el dinero con el corazón apretado, desvinculado durante un instante de la realidad del tiempo, como si aquella mano y aquella figura fueran las de un fantasma surgido de pronto, por un inexplicable misterio, del caos de la noche y la tormenta para inaugurar la resurrección de los hombres. Agradeció sencillamente y se separaron, dirigiéndose el uno a la comisaría, y el otro a su cabaña, en la cañada de los mineros, después de dejar el caballo en el corral de un conocido. Debido a su extremo cansancio, Juan durmió profundamente, a pesar de sus preocupados pensamientos por el desamparo de la gente que lo esperaba en Los Miches. Durante la noche dejó de nevar, pero recrudeció el frío y la fuerza del viento. Al comenzar el día, Juan buscó el caballo. Cuando abrió el comercio compró las provisiones v emprendió el regreso, llevando el precioso atado por delante en el recado. n la casa de Dionisio, después de la partida de Juan, fue muy poco lo que se habló y lo que se hizo. Doña Aurelia había acostado a su hijito, en la cama de Gabriel. Este no había demostrado ninguna intención de levantarse debido al frío. Al mediodía se hirvió largamente la última cucharada de yerba para extraerle todo su jugo. María, casi inconsciente, rechazó la taza de mate cocido caliente, apretando la muñeca contra su pecho. Su madre cada vez más débil y atenazada por antiguos dolores en el vientre, doblándose como una vieja de setenta años, aunque no había cumplido todavía los cuarenta, rompió el último cajón que quedaba en la casa y un estante donde se alineaban las ollas y los tarros, ahora vacíos, para encender el fuego y mantenerlo prendido todo el día. Al atardecer, se apagaban las brasas y el frío tornábase insoportable. Todos parecían hallarse hundidos en un adormecimiento mortal. Doña Aurelia, mujer septuagenaria que había tenido una docena de partos y padecido hambre y enfermedades durante toda su vida, echada en la cama junto a Gabriel y su único hijo vivo, parecía absolutamente indiferente a todo lo que pudiera suceder en el mundo, y era imposible darse cuenta si dormía o ya había muerto. Los dos niños se durmieron poco después del anochecer bien abrigados y calientes. Antes de la medianoche, la madre de María despertó lentamente de su letargo, convulsionada por la agudización de las punzadas en el vientre. Pasados los primeros espasmos, quiso salir afuera, creyendo que descargándolo sentiría un poco de alivio, pero el frío mortal la rechazó otra vez al interior de la casa. Se dirigió entonces como pudo a un rincón de la cocina, y allí descubrió que en realidad estaba yéndose en sangre. Luego de una larga hora, cuando sintió que disminuían un poco la hemorragia y los dolores, quiso ponerse de pie, pero no lo consiguió. Experimentó un pavor indescriptible; no quería morir sola y abandonada sobre el piso de la cocina. Por lo menos en la cama, tapándose con las matras y los quillangos. Comenzó entonces en ella una lentísima y titánica lucha, hasta que consiguió apoyarse en los codos y las rodillas. Poco a poco, sabiendo que si volvía a caer no podría levantarse más, fue girando hacia donde creía debía hallarse la puerta. De pronto su cabeza chocó contra algo duro; era la pared. Cambió de dirección y fue a dar esa vez contra la cocina de hierro. Jadeante trató de orientarse, pero su cabeza daba vueltas y más vueltas, y sus ojos no distinguían el más leve contorno en la impenetrable oscuridad. Comprendió, como en un sueño, de que nunca seria capaz de encontrar la puerta que daba al otro cuarto. ¿Qué sería de María y de Gabriel? ... ¿Dónde estaba el cuerpo destrozado de Dionisio? ... Aún se movió por el cuarto, durante un tiempo incalculable, dos minutos o una hora, chocando contra las paredes y los bancos, hasta que enloquecida otra vez por los dolores, cayó de cara al suelo con un largo y apagado gemido, hundiendo las uñas en la tierra. El viento y la nieve volada, penetraban en tanto a raudales por la puerta que ella no había cerrado, después de haber sido rechazada por el frío. Tiempo mas tarde, María se removía en la cama desesperada por los síntomas de la asfixia, hasta que despertó del todo. Quiso gritar, llamando a la madre y al padre, pero sólo consiguió emitir un ronquido sordo y trémulo. Abandonó la muñeca y se llevó ambas manos a la garganta; la falta de aire la estremecía de espanto desorbitándole los ojos. Sin embargo, fue calmándose poco a poco, como si de pronto sus pulmones no necesitaran ya del aire, o éste hubiera conseguido penetrar a través de los conductos torturados por los esfuerzos de la aspiración. Frente a ella, el vano de la puerta abierta iluminábase lentamente; con los ojos a punto de cerrársele otra vez, experimentaba una sensación de infinito sosiego. Después de un cierto tiempo logró producir un pensamiento coherente; será el amanecer. Pero no era el amanecer; se dio cuenta de esa particularidad al cabo de otro lapso indefinido. En un rapto de inconsciente temor apretó de nuevo la muñeca contra su pecho. Empero, la claridad aquélla no parecía poseer nada amenazador; poco a poco pasaba del blanco resplandeciente al celeste traslúcido, mientras disminuía la aprensión de María, hasta desaparecer del todo. Y en aquella perspectiva luminosa comenzó a formarse una escena familiar y entrañablemente querida. Descubrió alborozada que se trataba de una

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51 serie de figuras reverentes y diversas inclinadas sobre algo todavía borroso. Las imágenes fueron agrandándose hasta que pudo distinguir, en todos sus detalles, un pesebre de navidad. Las vaquitas y las ovejas, entre curiosas y azoradas adelantaban el morro para contemplar el prodigio, Junto a unos pastores de cabellos negros y pobrísima vestimenta. Con indescriptible emoción y alegría, halló que los pastores se parecían a ella y a Gabriel. Y descubrió todavía más, que eran ellos mismos, con sus viejas y desteñidas ropas de siempre, quienes se encontraban junto a la madre y el hijo. Y desde el fondo del paisaje surgieron los tres reyes magos, pensativos y benévolos, con sus grandes capas flotando en el viento y sus barbas desapareciendo dentro de un maravilloso ropaje de púrpuras y pedrerías; tal como ella los había imaginado, Gaspar, Melchor y Baltasar, sobre el cadencioso andar de sus camellos de impávidos ojos oscuros, plateados por millones de ínfimos copos de nieve luminosa. Ya se detenían frente al pesebre; los camellos arrodillábanse sumisos, y ellos, portadores de cofres y otros presentes de indescriptibles formas y colores, postrábanse a los pies de la cuna del Niño Dios, mientras sobre el horizonte, la estrella que los guiara por el camino de Belén, aumentaba su tamaño y luminosidad hasta convertirse en un ígneo foco de luz. racias a la rapidez del caballo, cuyo préstamo se tomó la libertad de dilatar hasta Los Miches, debido a la apremiante situación, Juan llegó a la vista de la casa de Dionisio una hora antes del mediodía. Desde la distancia se dio cuenta que algo funesto había sucedido, al ver la puerta abierta y oír los lastimeros aullidos del perro. Luego el llanto de dos criaturas. Al entrar, lo primero que vio, fue a Gabriel, con la cara empapada en lágrimas tirando de una mano de su hermana muerta. Juan se halló ante un rostro puro y dichoso, con el sello de un éxtasis ultraterreno impreso en cada una de sus facciones. Se quitó la boina y tomando a Gabriel en sus brazos se arrodilló junto a la cama de María con la cabeza baja, durante un minuto, abrumado ante la revelación de un poder que hasta ese momento no había sospechado que pudiera existir. Luego encontró a doña Aurelia muerta sobre la cama, y a su hijito vivo, llorando, con las piernitas al aire. El último descubrimiento fue el más terrible; la madre de María yacía sobre una gran mancha de sangre, en el piso de la cocina, la cara contra la tierra y las manos crispadas, con las uñas había rayado profundamente esa tierra dura y fría como el hielo. Acostó a los dos niños juntos, y dejando el cadáver de María como estaba, en su cama, colocó a las dos mujeres sobre unas matras, en la cocina. Inmediatamente encendió fuego, destrozando los restos de uno de los bancos, y puso agua a calentar para darle de comer a los dos niños. Tropero, en tanto, con la cola entre las piernas y los ojos húmedos de dolor vagaba gimiendo sin cesar, de la cama de María al rincón donde se hallaba la madre, junto a cuyo cadáver había aullado toda la noche. Estaba Juan atareado preparando una sopa, cuando sintió afuera ruido de herraduras; al salir se encontró con Podaderes que bajaba de su caballo con una maleta al hombro. Habíase enterado el día anterior de la desgracia de Dionisio y su caída en la avenida del Lileo; llegaba justamente a traerle provisiones a la familia. A la vista de la belleza angelical del rostro de María, Podaderes se quitó el sombrero, y, aunque no era muy católico, se persignó. Pasado los primeros minutos de consternación, decidieron qué harían con los niños. Juan insistió en quedarse a cargo de Gabriel, de acuerdo a la promesa hecha a su padre, a lo que el hacendado no puso inconvenientes, asegurándole en su almacén el lugar que dejara vacante Dionisio. El, por su parte, adoptaría al hijo de don Remigio, lo cual significaría, dijo, quitarle al hombre el último peso de encima y permitirle que pudiera emborracharse hasta la muerte. unque Juan no creía que la irresponsabilidad de don Remigio significara falta absoluta de amor hacia su niño, se abstuvo de defenderlo, porque indudablemente él había tenido gran parte de culpa en la tragedia, y también porque sabía que entregaría a su hijo sin pensarlo dos veces; después de varias temporadas de mala suerte en los lavaderos, borracheras interminables y otras calamidades, prácticamente ya no poseía, para enfrentar el resto del año hasta el comienzo de los trabajos del verano, nada más que los andrajos puestos y una cuenta definitivamente cerrada en lo de Alí Sarkín. Los vecinos, en ataúdes cuya madera fue aportada por Podaderes, enterraron al día siguiente a los tres muertos en el cementerio de las pircas. Una vieja colocó algunas ramitas verdes alrededor del túmulo de la tumba de María, y al pie de la cruz una pequeña corona hecha de las consabidas flores de papel y trapos de colores. Faltaba todavía uno o dos meses para que el profundo valle del Lileo, las laderas de las lomas cercanas y los bajos húmedos hasta el Neuquén, se cubrieran de esas mínimas corolas celestes, menudas florecillas que la primavera recobraba de la superficial tibieza de la tierra, y cristalizaba en las transparentes alboradas, como si entonces el rocío del cielo solidificara sobre la hierba vivaz el esplendor de su viaje por los espacios purificados después del invierno. l cuerpo de Dionisio no apareció en el recodo de ninguno de los tres ríos, por la sencilla razón de que no había muerto. Al caer al vacío habíase cubierto instintivamente la cabeza con los dos brazos. Su cuerpo chocó muchas veces contra las acudas aristas de las rocas recién ingresadas al cauce, y la gastada superficie de los antiguos cantos rodados; al fin, convertido en un solo magullón desde los pies al cuello, fue arrojado en un recodo del río, contra la orilla, y logró desaparecer con sus últimas fuerzas entre unas piedras y unas ramas arrastradas hasta allí por la creciente. Todo el día permaneció como muerto en su escondite, recién despertó al anochecer. Con la mente completamente lúcida y poseído por una suprema voluntad de no rendirse ni a los hombres ni a la muerte, trazó un sencillo plan, que consistía en arrastrarse hasta un rancho de amigos, donde pudieran ocultarlo, y después cruzar la frontera. Durante toda la noche anduvo hacia el noroeste, hasta que el amanecer le permitió distinguir el rancho que buscaba, un poco más arriba de Cayanta. Allí le facilitaron un caballo y la compañía de uno de los hombres de la familia, y en una suerte de agónica prolongación de la existencia, llegó esa tarde a las nacientes de uno de los afluentes del río Buraleo, cerca del paso de Cajón Nuevo. Recogido en un rancho de veranada, por su único habitante, estuvo durante muchos días aferrado a la vida gracias al recuerdo de su hijo Gabriel, ya que tenía la seguridad de que María había muerto. Tiempo después, lo suficientemente repuesto como para soportar las vicisitudes de un largo viaje a través de los bosques y las montañas de Chile, atravesaba la frontera por el paso de Cajón Nuevo.

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IV LA ESTRELLA, ALMACEN Y RAMOS GENERALES

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a dueña de "La Estrella", hacía largo tiempo que estaba pensativa, acodada sobre el mostrador. Recordaba que semanas atrás, en una tarde triste y apagada como aquella, había empaquetado una muñeca y una pelota para un hombre ya conocido, pero hasta ese momento oscuro y simple, un minero anónimo de Andacollo, que realizaba un inaudito viaje de casi treinta leguas a caballo en la peor época del año, las grandes crecientes de los ríos, para llevar a sus hijos la ilusión de que los reyes magos llegaban a Los Miches, en una madrugada del mes de octubre. ¿Qué extrañas y dramáticas circunstancias habíanse aunado para que aconteciera tal milagro de amor y sacrificio en ese perdido rincón de la cordillera? Por el momento sabía muy poca cosa, pero era de esperar que más tarde se enteraría de todo, en cuanto Juan, el hermano de Silvia, llegara a visitarla. El recuerdo de la muchacha la hizo volver a la realidad con súbito dolor; a la aguda y paradójicamente extraña realidad de un almacén de ramos generales, penumbroso y polvoriento, donde aún no habían quitado los postigos, por negligencia del empleado, y también a causa del frío que hacía creer en la concurrencia de muy pocos clientes. Sin embargo ella sabía que dos o tres años atrás no sucedían esas cosas y que todo marchaba dentro de un orden casi perfecto, desde la distribución de las diversas mercaderías en las estanterías, hasta el horario de apertura del comercio y su prolija limpieza. Debía reconocer algo importante; su preocupación por Silvia y su hijo, de pocos meses de edad, le hacía descuidar el almacén y el acopio de frutos del país. Si la muchacha hubiera sido como todas las de su clase, en Chos Malal y las regiones vecinas; mansas y resignadas, sobrellevando, si era necesario, con serena indiferencia sus preñeces y sus hijos naturales, ella no tendría porqué preocuparse tanto y la vida se le presentaría mucho más fácil y alentadora. Pero, ¿quién era capaz de establecer esas sencillas relaciones entre las necesidades materiales de la existencia y los sentimientos del alma, viviendo perpetuamente ante dos grandes y profundos ojos donde aleteaba la sombra del dolor contenido y a veces los fulgores de una feroz rebelión, aunque no apareciera en ellos ni la sombra de un reproche?. Silvia tornábase cada día más silenciosa y retraída, y hacía mucho que ya no mencionaba para nada a Fernando, su hijo, el padre de la criatura. na ola de ternura y desazón la invadió al pensar en el rostro sonrosado y dormido de su nieto. Los destinos de los seres humanos eran verdaderamente inescrutables; debería pagar tal vez en el futuro por ese minuto de ceguera de sus progenitores, aunque más no fuera con la irremediable tristeza de saberse un hijo natural al que su padre no había querido proteger, por no decir que jamás lo amó, lo que resultaba, a pesar del frío razonamiento impuesto por las evidentes diferencias sociales, algo demasiado inhumano e incomprensible para que su alma pudiera tolerarlo más de uno o dos segundos. Era mejor pensar en lo que el chico sería cuando creciera; un hermoso y fuerte muchacho, inteligente y ambicioso como su padre. Pero la sedante alegría de esos últimos pensamientos se quebró ante la palabra “ambicioso”. Quizás esa cualidad, que ella alentara y alabara en su hijo cuando despertaba a los aguijones de la vida, era culpable de la tragedia que aleteaba ahora por la casa como un terrorífico pájaro invisible, rascando a veces con sorda insistencia los postigos de su ventana en las noches ventosas, atormentándola y obligándola a levantarse por fin de su lecho y correr a cerciorarse que el pequeño dormía plácidamente en su cunita, junto a su madre siempre desvelada. “¿No dormís, Silvia?”, le preguntaba. “No señora, no duermo”, respondía la muchacha sencillamente, sin aclarar jamás los motivos de su insomnio, y sin que ella se animara a preguntárselo, porque sabía que no estaba enferma, por lo menos corporalmente, y casi podía adivinar las causas de sus desvelos. Y, en última instancia, porque estaba segura que Silvia nunca contestaría a una pregunta cuya respuesta era demasiado íntima y angustiosa como para ser pronunciada por un espíritu tan altivo y singular como el de ella. “No duermo, señora”. Eran las únicas palabras. Pero encerraban tanta contenida amargura y fatalidad, que ella solía estremecerse involuntariamente a pesar de encontrar a su nieto dichosamente dormido, con los puñitos apretados sobre el pecho. a aparición del dependiente, exponente de la particular idiosincrasia de los habitantes de la región, la lentitud y la calma, la obligó a retrotraerse a sus obligaciones comunes. Le dio las instrucciones necesarias, incansablemente repetidas durante meses y años; quitar los postigos y sacudir el polvo de las mercaderías, y se dirigió al escritorio. Allí comenzó a revisar algunas cuentas y facturas, pero poco a poco, con una suavidad que denotaba el incuestionable triunfo de sus preocupaciones humanas sobre las necesidades materiales, comenzó a pensar por milésima vez en la actitud de su hijo frente a la mayor responsabilidad de la vida, que sin embargo rehuyera desde el primer momento, hasta el punto de haberse independizado económicamente, con tal de no tener que afrontar jamás el regreso a Chos Malal. Esta idea era una de las pocas que lograban trastornarla, y la única cuyo poder le obligaba a pensar durante unos instantes con disgusto en la pobre Silvita. Pero nada mas que unos pocos instantes, porque la muchacha, no podía negárselo, poseía una personalidad muy especial, y le extrañaba sobremanera que su hijo no se hubiera enamorado de ella, a menos que, su amor de madre se lo hubiera mostrado como poseedor de virtudes atribuidas gratuitamente, y que en el fondo no fuera más que un muchacho vulgar, poco inteligente y lleno de prejuicios, agudizados por la vida en Buenos Aires y el contacto con determinados grupos de estudiantes, como parecía demostrarlo en sus cartas. Pensó en las cartas y experimentó un vehemente deseo de releerlas, aunque casi las conocía de memoria. Pero una cosa era recordarlas, y otra leerlas viendo la letra del único y adorado hijo. Se levantó decidida, y dejando las facturas y las cuentas, tal como estaban, desordenadas y a medio revisar, se dirigió a las habitaciones interiores. En la casa no se escuchaba el menor rumor, ni éstos llegaban tampoco de la calle; era un día sumamente frío y triste, todos los habitantes de Chos Malal y sus alrededores estarían recogidos en sus casas, reunidos junto a la cocina o el fogón, haciendo circular el mate y discurriendo sobre los últimos sucesos del pueblo, que justamente, por mínimos y poco frecuentes adquirían una importancia suficiente como para ser comentados. Silvia, como siempre, tejiendo en su pieza, agregando una nueva prenda de ropa a las muchas que ya poseía el chico, o perfectamente quieta junto a la ventana, contemplando el día gris y desierto con los ojos fijos en cualquier punto del espacio, que de todos modos no veía, sumida en sus

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53 interminables sueños o recuerdos. La Estrella sabía, aunque no pudiera explicarse de dónde emanaba ese conocimiento, que Silvia recordaba. Quizás fuera la expresión de sus ojos, que sólo entonces adquirían una cálida tonalidad violeta, como si dichos recuerdos la sumieran en un estado de inmensa dicha espiritual, cercana al éxtasis, únicamente accesible a su espíritu por medio del silencio o la quietud. Cuando ella se encontraba sumida en esos trances, bastante frecuentes, sobre todo en el invierno, La Estrella no tenía ni el valor ni el atrevimiento necesarios como para distraerla, y como tampoco conseguía hablar con ella durante la noche, pues Silvia se retiraba temprano a su cuarto, y en las contadas ocasiones que por su parte mostrábase dispuesta a conversar, olvidada durante unos minutos de la prolongada ausencia de su hijo y de la posibilidad que pasaran años antes de volver a verlo, la muchacha envolvíase en un obstinado silencio del cual sólo asomaba con algunos tolerantes monosílabos, la conversación entre ellas tornábase día a día más difícil e insoportable, y existía la triste posibilidad de que por último se resumiera en un intercambio de saludos y alguna frase circunstancial durante el almuerzo y la cena. legó a su cuarto y tomo asiento frente a una pequeña mesita, junto a su lecho. Allí, en un cofre de madera labrada, guardaba su correspondencia desde quince o veinte años atrás. Las cartas de su hijo, poco numerosas, apenas una docena desde que comenzara a cursar los estudios de abogacía, dos años atrás, remataban la pila de ese intercambio de pensamientos y sucesos a través de casi una generación. La primera de ellas, en contestación a la suya donde le manifestara sin ninguna reticencia que Silvia estaba en cinta y había declarado que el hijo sería de él, era corta, desmañada, casi desprovista de la más elemental corrección en un estudiante universitario; le decía, sin negar ni aceptar la paternidad del hecho, lo que a primera vista le había resultado francamente canallesco, haciendo caer quizás el primer velo de su ceguera maternal; que era conveniente cerciorarse si la Silvia no andaba en amores con algún hombre del pueblo, antes de echarle la culpa a él. Pero al final de la carta dejaba entrever su culpabilidad, aunque sin el más leve remordimiento de conciencia. En las otras, donde el muchacho le manifestaba, primero, que no podría volver ese año a Chos Malal, y segundo, que estaba de novio con la hija de un comerciante, las indecisiones habían dado lugar a un franco desenfado, con ligeras tentativas de una burda filosofía respecto a las inevitables amarguras de la vida, y a que los hombres y las mujeres debían cargar con la misma cantidad de culpa por las locuras cometidas durante la juventud; todo muy vulgar y torpemente expresado, lo que hizo decaer aún más en su espíritu la esperanza de que su hijo pudiera ser alguna vez un famoso abogado, desde el punto de vista de la humanidad y la rectitud. En las demás cartas, no hacía más que afirmar su decisión de no sentirse retenido v frustrado por el pasado; Chos Malal no era más que un derrotado e insignificante pueblito de la Patagonia, y el no estaba dispuesto, ni por la mayor recompensa, a ligar su vida a ese fantasma de la conquista del desierto. Era probable que no pudiera volver jamás, según presentábasele el futuro en Buenos Aires. Y ni una palabra para el hijo, cuyo nacimiento ella le había contado con todos los pormenores, exagerando el dolor y la angustia de la espera y la hermosura del niño, en el instante de prenderse al pecho de la madre. por fin, cuando ya decidida a aclarar de una vez por todas la situación, le decía francamente que debía regresar a Chos Malal para casarse con la Silvita, cuidar de su hermoso hijo y atender el almacén si no estaba dispuesto a continuar estudiando, porque ella deseaba descansar después de treinta años de lucha con dependientes y deudores, ahí estaba la respuesta en una carta llegada una semana antes. Dándola vueltas entre sus manos, se maravillaba de que, con educaciones tan diferentes y un medio ambiente desproporcionadamente contrario; de la niñez sin ninguna privación al colegio nacional en Bahía Blanca y luego a la universidad en Buenos Aires, como había sido la vida de su hijo; y de la infancia de miseria y frío y seguramente malos tratos o total indiferencia, a la sacrificada vida de arriero o peón, luego los años de prisión, y más tarde la dolorosa vida del minero, luchando contra la mala suerte, el viento y el frío, y la falta de buenos alimentos, como debía haber sido la de Dionisio, el hombre que tiempo atrás adquiriera con sus diez gramos de oro los juguetes para sus hijos esperanzados en la llegada de los reyes magos a Los Miches; uno fuera un padre tan amante, y afrontara por ellos un viaje de tantos peligros, y el otro no se dignara preguntar siquiera cómo era el niño y a quién se parecía, y en cambio le aconsejara librarse de ellos dos, de la madre y el hijo dándole algún dinero a la muchacha, para evitarse futuros inconvenientes. Desplegó el papel y releyó la carta, como lo había hecho con todas las otras, a su debido tiempo, por centésima vez, deteniéndose especialmente en los renglones más importantes y dolorosos. “¿Cómo se te ocurre, mamá, que yo me case con esa pobre muchacha porque haya tenido un hijo mío? ¿Cuántos hombres tienen hijos naturales, no sólo allí en Chos Malal, sino en todo el mundo? ¿Y por eso están obligados a casarse con las mujerzuelas dispuestas a entregarse a cualquiera y que por mero accidente quedan encinta? Esa criatura, aunque vos digas quererlo con toda tu alma (es lógico, porque lo estás criando y cuidando mucho más que la madre) para mí no significa nada. Pienso que un hijo debe ser engendrado por la decisión unánime de los padres, y no llegar al mundo casualmente, debido al atolondramiento y la falta de experiencia de la juventud. Así pensamos recibirlo nosotros, yo y Graciela, cuando nos casemos. Claro que ella no sabe nada de esto, y conviene que no lo sepa por el momento, aunque lo comprendería fácilmente porque es una mujer moderna y no debe ignorar lo que suele suceder con las sirvientas cuando hay hombres jóvenes en la casa, tanto en Buenos Aires como en el último pueblo de la república. Para cuando recibas estas líneas, ya estaré casado. Te dije en mi anterior que he ingresado al comercio de mi futuro suegro con un puesto importante; espero hacer carrera y vivir una vida digna y civilizada, y no envejecer de bolichero en un pueblito lleno de vinchucas y maledicencia, como le sucedió a papá, y a vos, que debiste llevar todo el peso del trabajo durante tantos años. Lamento que no puedas estar en ésta para mi casamiento, y te aconsejo que trates de desprenderte de ellos, anteponiendo la razón a tu sentimentalismo de abuela por accidente, dándole a Silvia algún dinero para que se vuelva a vivir entre los suyos, a Andacollo, que es donde deben estar.” ada vez que terminaba de leer la carta, no podía evitar un ligero zumbido en la cabeza, seguido de un leve mareo, como si la circulación de la sangre no fuera normal. ¿Sería lo que llamaban “subírsele la sangre a la cabeza?" No podía terminar de convencerse que esa carta hubiera sido escrita por su hijo, aquel pequeño y adorable chiquilín que corría a esconderse entre sus polleras cuando su travesura había pasado los extremos de la tolerancia de su padre, y que desde pequeño la besara en la boca, la suya húmeda y sonrosada, llamándola tiernamente con diversos sobrenombres y diminutivos. ¿Qué monstruoso cambio producíase en el corazón de los hombres con el tiempo? ¿Mataba de tal manera los sentimientos y la inocencia, el frío razonamiento de la

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54 inteligencia? Después de haber sido él un niño, y haber visto en ella y en el padre a dos seres desviviéndose por su salud y su porvenir, siempre dispuestos a complacerlo y hacerle más feliz y dulce la vida, ahora quería que enviara a Silvia, su esposa ante Dios (estaba seguro de eso, porque ella no podía ser de las que se entregaban a cualquiera) y a su hijo, a que se murieran de hambre en Andacollo, a vivir junto con sus hermanos en una húmeda cueva, donde durante semanas enteras no se comía otra cosa que aquel repugnante guiso de ají molido, grasa y un puñado de arroz; a crecer sepultado en la más brutal y destructora de las ignorancias, a terminar la vida envejecido y humillado, viviendo de la limosna de los comerciantes y de la inconsciente misericordia del tiempo, destino final de la inmensa mayoría de los mineros. Se apretó la cara entre las manos. ¿No era para enloquecerse si se pensaba mucho en ello, y renegar para siempre de los seres humanos? Sobreponiéndose con un esfuerzo, dejó las cartas en el cofre y se dirigió de nuevo al escritorio. Había que afrontar la vida de todos modos, y aunque no podía dejar de amar a su hijo con toda su alma, estaba segura que habíase producido en su ciego amor de madre, un tremendo desgarramiento, y que éste le señalaba el único camino posible; el de la resignación. Era bastante difícil que volviera a ver a Fernando; ni él regresaría a Chos Malal, ni ella podría abandonar jamás a esas dos personas queridas, su nieto y Silvia, para marcharse a Buenos Aires, sin tener en cuenta el almacén, único sustento y única herencia para el pequeño, ya que podía considerarse que había perdido a su padre, antes de nacer. Silvia la vio pasar pálida y dolorida rumbo al escritorio. La señora siempre se desmejoraba cuando leía las misteriosas cartas de su hijo. ¿Que le diría en ellas? No lo sabía, pero podía sospecharlo. Estaba sentada junto a la ventana de la cocina, tejiendo y contemplando el cielo, opaco como un cristal empañado. Habían pasado dos años desde aquellas noches inolvidables, y pasarían quien sabe cuántos más. Ni un tenue fulgor insinuábase en el espacio apagado. ¿Qué harían sus hermanos allá en Andacollo? Le parecía verlos, Juan lidiando con el fuego tratando de poner algún orden en su cabaña; Ignacio fumando y maldiciendo a la suerte, al contemplar las últimas pintas de oro en la cajita de hojalata. Juan se parecía al viejo, no sólo en los rasgos si no también el carácter, pero Ignacio vaya a saber de quién había heredado su ambición y descontento. Pero tenía razón; ¿quiénes, sino los hombres como Juan podían resignarse a llevar una vida de miserias y sufrimientos sin límites? Ella tampoco se resignaba. Un día de esos, quizás esa misma tarde, iba a leer las misteriosas cartas guardadas en el cofre del dormitorio de la señora, y entonces comprendería definitivamente el horror de ese impulso cuya premonición le estremecía el cuerpo cuando contemplaba las aguas espumosas y destructoras del Curí Leuvú. Una paloma torcaza de plumaje esponjado, volando torpemente se posó en la rama baja de un árbol del patio y escondió la cabeza entre las plumas. Silvia la miró con ternura; llegaba un ángel a contemplar los dolores humanos. El espacio estaba lleno de ángeles viajeros, unos invisibles y otros materializados en forma de pájaros, que volvían más tarde hasta el trono de nubes del Señor para contarle los sufrimientos de la pobre gente. Nunca había recibido una sola línea de él, pero se imaginaba que de tanto en tanto la recordaría, aunque no estuviera dispuesto a casarse con ella, como había prometido la última noche que estuvieron juntos, cuando la desnudó entre los árboles del fondo de la huerta a la orilla de un gran charco dejado por la creciente del río. Cayeron las primeras gotas de la lluvia, y la paloma se retiró presurosa a la protección del tronco. Quizás llovería toda esa tarde y durante la noche, hasta el día siguiente. Crecerían aún más los ríos desbordados, arrastrando los sembrados de las chacritas y llenando de congoja el corazón de los pobladores. ¿Cuántas veces habíale sucedido esa desgracia a su padre, cuando ellos eran niños y vivieron todos aquellos años, juntos y felices, porque nunca les faltó la comida y comprendían muy poco de la agónica lucha para sobrevivir? Recordaba a su padre abrumado, en un amanecer ceniciento, contemplando el calamitoso estado de la chacra, por donde había pasado una rugiente avenida descendida desde aquel ancho y misterioso cañadón de la montaña, que en la primavera se secaba, o sólo humedecía un ínfimo hilo de agua transparente sobre la tierra rojiza. Lo veía allí, inmóvil, trágicamente desolado, contemplando las ruinas de su chacra. Y se veía ella misma acercándose al padre y tomándole una mano mientras le preguntaba, autorizada por la inocencia de sus pocos años: “¿Qué pasa, tatita?” Y entonces el padre la miraba con los ojos húmedos y le acariciaba con esa misma mano la cabeza, diciéndole: “¡nada, chiquita, nada; fue esa avenida. Por lo menos, Dios nos salvó la casa”. Se volvía lentamente dirigiéndose al galpón, y poco después estaba de regreso, con la barreta al hombro y una rara expresión en el semblante; el resurgimiento de su indomable tenacidad, recién pudo comprenderlo cuando fue mayor, para comenzar a quitar las rocas y reconstruir mediante meses de trabado lo que las aguas habían destruido en pocos minutos. Tras él se adelantaban los dos hermanos y la madre; todos se inclinaban sobre las rocas y los cantos rodados; ella también se inclinaba y tomando una piedra pequeña la arrojaba lejos de sí, hacia la orilla del río. Desde ese día ella temió al río y pensó en Dios, ese extraño ser que, según su padre, había conservado intacta la casa. Comenzó a preguntarse por qué no había salvado de paso la chacra evitándole tanto trabajo y la pérdida de los hermosos árboles pequeños, aplastados bajo la avalancha de barro y piedras. Años después, cuando pudo ir a la iglesia y escuchar las palabras del cura párroco, todavía siguió preguntándose lo mismo, hasta que logró entrever que Dios era un verdadero enigma estando sus decisiones fuera de la comprensión de los seres humanos. El descubrimiento aumentó la profundidad de su fe, y logró equilibrar a medias en su espíritu el sentimiento de la injusticia con la resignación: y el deseo de rebelarse ante la humillante conformidad de las mujeres de su misma pobrísima condición, con una calma exterior que no dejaba sospechar las luchas libradas en su alma. hora la paloma, guarecida junto al tronco y desdibujada por la bruma de la lluvia, era una perfecta bolita de plumas donde no se notaba ni la cabeza ni las patas. El ángel estaba dormido; no despertaría en toda la tarde, y quizás al día siguiente amanecería allí, si durante la noche no había muerto de frío, transformándose de nuevo en un invisible emisario de Dios. ¿Y por qué la señora nunca le había informado del contenido de alguna de esas cartas? No sería ni por desprecio ni por descuido; era demasiado justa y cuidadosa como para eso. Ocurría algo grave, veníalo notando desde que él decidiera no volver a Chos Malal, el año anterior. Un día, mientras ella recogía ciruelas en la huerta, recordando cómo su padre se las metía riendo en 1a boca y el jugo agridulce le corría por la barbilla, La Estrella le había dicho que Fernando no vendría ese año a pasar las vacaciones por impedírselo las exigencias del estudio. Su hijo aún no había nacido; de pronto tuvo la inquietante seguridad de que esa noticia entrañaba la muerte del padre, y el anticipo de su soledad en el mundo. A partir de aquella revelación comenzó a producirse el lento pero irremediable distanciamiento entre ellas; a los primeros síntomas del parto habían estado al filo de las confidencias, pero éstas, por una simple noticia, dada como al azar, quizás en un momento inoportuno, no se produjeron nunca, y en su lugar el silencio comenzó a cavar hondamente y

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55 selló sus labios en forma definitiva, aunque La Estrella no fuera culpable de nada. Desde el primer día de su estadía en la casa, había sido comprensiva y tolerante, mucho más de lo que ella esperaba, de acuerdo a las experiencias tantas veces amargas, de las mujeres jóvenes que debían emplearse de sirvientas para tener la comida y la casa aseguradas durante todo el año. Fernando también fue amable y cuidadoso, tratándola de usted y no gritándole y reclamándole cosa alguna con palabras violentas. Hasta que una noche, cuando hallábase acostada en su pieza en el fondo de la casa, fue a buscarla con un pretexto cualquiera. Se levantó y abrió h puerta; él entró y abrazándola la tiró sobre el lecho. El forcejeo y los sollozos de las reconvenciones se hicieron cada vez más débiles e impotentes. Experimentaba, como en una negra y deleitosa fatalidad, que nadie, ni siquiera Dios, podía salvarla del trance, durante muchas veces rechazado y anhelado alternativamente, por el que debería pasar pocos minutos después. Y cuando él consiguió por fin quitarle toda la ropa, estrujándola entre sus brazos con una desaprensión y falta de delicadeza insospechables, de acuerdo a la finura diaria de su trato, el dolor y el placer se confundieron en su carne en una misma sensación de derrota y desamparo y luego lloró, escondiendo la cabeza debajo de la almohada hasta que Fernando no tuvo más remedio que marcharse. Esa noche los pensamientos se sucedieron sin descanso haciéndola fluctuar incesantemente entre la más lacerante duda y el comienzo de la dicha. Pero por la madrugada, el sueño, último refugio de toda infelicidad antes de la muerte, se apoderó de su cuerpo agotado y se durmió convencida de una sola cosa; que él había obrado con una especial astucia, al no dejar traslucir lo que deseaba antes del momento oportuno, impidiéndole ponerse en guardia. Quizás de sospechar algo, de haber sido objeto de un galanteo preliminar, ella no hubiera abierto la puerta, ni esa noche ni las siguientes, hasta que el amor y el deseo le hicieran insoportables su propia soledad, porque de cualquier manera, más tarde o más temprano habría cedido, pero entonces con plena convicción de lo que hacía, sin la afrentosa amargura de haber sido tratada como un objeto que no debía oponer resistencia a su dueño. Cuando se encontraron esa mañana, a la hora del desayuno, no hubo, ni en el saludo ni en las acciones de él, ni un gesto, ni una palabra de complicidad. ero esa noche volvió otra vez, aunque ella hizo de cuenta que no oía su débil forcejeo en la puerta cerrada con llave. Durante los días que siguieron llegaba con puntualidad, poco antes de la medianoche, a raspar suavemente la puerta durante largo tiempo, esperando que le abriera. Ya estaba por marcharse otra vez a Buenos Aires, y a ella le parecía que el corazón iba a saltársele del pecho cuando escuchaba en el comedor los pasos amortiguados, y debía esconder la cabeza debajo de las cobijas para no sucumbir a la tentación de levantarse y descorrer los cerrojos. Un día antes de su partida, en un momento en que se encontraron solos, él le dijo, bajando la voz, que la esperaba esa noche, en el fondo, entre los árboles, para despedirse de ella. Fue después de la limpieza de la cocina, mucho antes que él. Madre e hijo habían quedado arreglando las valijas. Era una maravillosa noche de febrero. La luna en su plenitud resplandecía en las mansas aguas del río, donde el último sauce de la huerta se inclinaba como una mujer joven escurriendo sus cabellos sobre el claro oscuro gorgoteante de los pequeños remolinos. Allí, entre los árboles, existía un gran charco de agua dejado por la creciente de octubre, que sorpresivas lluvias habían alimentado antes de que el sol consiguiera evaporarlo. Se detuvo junto al agua negra y recogió sus cabellos tras la nuca. El aire suave traía los aromas del río y el de las frutas azucaradas en su madurez. No había rumores en el espacio recorrido por los intangibles senderos plateados de la luna llena, como una montaña mágica imposible de escalar, pero ofrecida, misteriosa y solitaria en la oscuridad desgarrada, a los ojos humanos para que se desposeyeran de sus pequeñas pasiones durante unos minutos de unión con el infinito, aunque no llegara su claridad al cerebro temeroso de la muerte y lo desconocido. En noches como esa, había bajado también hasta la orilla del río, cuando era muy pequeña, sujeta de la mano del padre, ellos dos solos en busca de una aventura extraordinaria; ver cómo a la luz reflejada sobre las aguas, los peces saltaban fuera de la superficie y volvían a caer —ella creía que un juego de locura comunicado por el esplendor de la noche, aunque su padre asegurara que lo hacían para comer los bichitos que volaban a ras del agua— dejando entrever fugazmente sus cuerpos largos y morados contorsionados en el aire, sobre la blanca fosforescencia de los remansos. Luego solía suceder que ella quejábase de sueño y cansancio porque se habían alejado un poco de la casa; entonces su padre la tomaba entre sus brazos, y haciéndole apoyar la cabeza sobre su hombro, la llevaba de regreso por la orilla del río. Ella veía con los ojos entrecerrados los alternativos manchones de agua resplandeciente y oscura, mecida por el paso acompasado de su padre, y sentía en las mejillas el cosquilleo de su barba, y a veces que la mano grande y áspera se posaba sobre su cabeza. Entonces, sonreía en sueños y murmuraba, tatita. . ., y el padre respondía, mi nena preciosa está dormida, mañana vamos a buscar ciruelas en la huerta y una piedra verde en la montaña. Y ella estrechábase aún más contra su cuello y su pecho, y sentía en la semiconsciencia del sueño y la niñez, que mientras él viviera el mundo sería un espectáculo encantado y la vida un juego. Sin embargo, cuando el padre y la madre murieron, se convenció que era perfectamente posible vivir huérfanos de su protección, y que parecía probable que cada uno, por su lado, pudiera edificar su destino y defenderse solos de los despiadados altibajos de la vida, siempre que se poseyera una voluntad y una cierta disciplina para ello. Lo cierto del caso era que ni ella ni Ignacio parecían poseer esa férrea voluntad y esa invencible tenacidad que le sobraba a Juan. Él había salido al viejo, y por eso mismo era indestructible y sólo una gran fatalidad o el tiempo podrían doblegarlo. Así había vivido y resistido su padre, hasta que la muerte lo quebró sobre una pala junto a la acequia de su huerta, después de luchar treinta años contra las heladas, las crecientes y todos los otros horrores de la naturaleza indiferente a los padecimientos humanos. Hallábase esa noche ensimismada en sus recuerdos, con los pies desnudos sumergidos en el agua tibia del charco, cuando sintió un leve rumor a sus espaldas, y al volverse se encontró de pronto en los brazos de Fernando. No intentó resistirse cuando la besó, primero en el cuello y luego en la boca. Enseguida la reclinó suavemente en el sueloo y comenzó a desnudarla. De cara al cielo, veía los millares de puntitos resplandecientes en la extensión azul y oscura, y los negros pozos de la soledad del espacio sin estrellas. Su cuerpo moreno confundíase con el agua inmóvil del charco, y en el instante de la entrega, creyó que una intangible parte de su ser alcanzaba esa infinitud de los fuegos celestes, de los que alguna vez le había hablado su padre quitándose respetuosamente el sombrero ante la encendida grandeza del cielo austral. Y luego también le pareció caer en la solitaria negrura de los pozos de la noche, y sintió frío, no supo si de miedo o porque estaba desnuda sobre la tierra. Fernando, también desnudo, tendido a su lado, parecía dormir. Lo contempló durante largo rato, sin saber qué palabras pronunciar, en el descubrimiento de un indecible amor, y si algún día lo volvería a ver. Así quedaron, inmóviles y silenciosos, hasta que ella quiso vestirse. Pero él se lo impidió obligándola a acostarse a su lado otra vez. Pasaba el tiempo, la luna

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56 adelantaba imperceptible en su viaje por los profundos mallines azules de la noche. Fernando comenzó a besarla de nuevo buscando y obteniendo su desesperada participación. Poco después, ya en el frenesí del amor, le decía que la quería y que iba a casarse con ella para que pudieran pasar juntos todas las noches de la vida. Cuando se marchó, ella, eufórica y adormecida, quedó en la orilla del charco hasta mucho más tarde; sola, con el temblor casi ultraterreno de las hojas de los sauces en una noche absolutamente inmóvil, y el resplandor suavemente verdoso de la luna tras sus copas redondas y espectrales. Se lavó en el charco tibio y quieto, y se soltó los cabellos para que rozaran su oscura superficie, como las ramas de los sauces, quebrando el abismado silencio de la noche, el rumor del agua escurriéndose y chocando contra los cantos rodados; mínimo sonido que obtuvo respuesta de un grillo invisible y el despertar de un pájaro en el profundo corazón de un ramaje superficialmente argentado por la luna. Pero aquél no cantó, con los ojos sólo un instante abiertos sobre la espejante concurrencia del río. Y el árbol mantuvo su éxtasis al filo de la madrugada. Y la noche perdió una aguda nota de sobresalto, seguida del melodioso canto del retorno a la paz del sueño, que, sin embargo, hubiera sido como un trágico grito en el absoluto silencio de la tierra y el cielo, prolongando su eco hasta los contrafuertes de la montaña. Más tarde, cuando un largo aliento aleteó sobre el río, conjugando las luces y las sombras en innumeras ondas pasajeras, y sacudió el ramaje de los árboles produciendo un sordo rumor y el movimiento unánime de sus copas, como cabezas que despertaran vigilantes ante el eterno peligro de la reanudación del tiempo. Silvia se irguió, levantando los senos y alzando la frente hacia el espacio, para recibir la frescura del viento y los salobres olores del agua y la germinación de la vida, con la inconsciente e inexpresable seguridad de que habíase producido su perpetuación en la agonía de la existencia. a no se distinguía ni la paloma ni el árbol junto a cuyo tronco se guareciera; era noche cerrada, y el agua de la lluvia continuaba cayendo, pesada y lenta, apagando con su monótono sonido sobre los techos de zinc cualquier otro rumor de vida y movimiento. Había llegado el instante en que ella se enterara del contenido de las cartas. A esa hora la señora estaba muy ocupada haciendo las cuentas del día en el escritorio, una vez cerrado el almacén. Encendió el farol a kerosene y se dirigió sin vacilar al dormitorio de La Estrella. Abrió el cofre, cuyas sombras eran proyectadas contra las paredes blancas por las luces de las movedizas llamas anaranjadas. Al hacerlo, le pareció escuchar de pronto un lejano sonido, un melodioso murmullo ininteligible, como si de la rumorosa continuidad de la lluvia se levantaran voces muertas, entrañables palabras de ternura y protección; la pared de enfrente fue oscureciéndose lentamente y aclarándose luego hasta adquirir una apacible tonalidad verdosa, coronada por el leve movimiento de unas ramas fantasmales?. ¿La luna tras de las redondas copas de los sauces cuyas hojas lanceoladas tiemblan más allá de toda posibilidad terrenal? ¿El tiempo, que se ha adelantado hasta el próximo enero, cuando doblegadas por el peso de sus frutos, oro y verde reluciendo junto al eterno río del imposible retorno, se inclinen las ramas de los ciruelos, y el niño dé sus primeros pasos inseguros por los fragantes caminos de la huerta?. O una primavera de quince años atrás, donde entre sombras moradas, en el fresco atardecer, que la tierra está negra y el cielo transparente como una gota de agua, se oye una tranquila voz, “cuidado, Silvita, no me tires ramas a la acequia”. Y el padre se acerca desde el galpón del fondo, una azada al hombro, interponiéndose entre ella y el paisaje, llenando por fin la inmensidad del espacio con la bondadosa tenacidad de su rostro. “No tires ramas a la acequia, Silvita, no hay que dejar que se pierda el agua”. Con un parpadeo, se halló de nuevo frente a la pared blanca, alterada por las sombras vacilantes de algunos objetos del cuarto. Habíanse apagado los mágicos rumores, reproducíase el incesante sonido de la lluvia en el techo de zinc. Aún creyó todavía, en el instante de tender la mano, que como un eco resucitaba la voz infinita, diciéndole: “Silvita, sé tenaz, no leas esas cartas”. Pero se repuso y tomó algunas de ellas sin nuevas vacilaciones. Las dos primeras cartas de Fernando que leyó, llenas de evasivas y con referencia a ciertos asuntos ajenos a ella y a su hijo, no le hicieron comprender nada, aunque ya era alarmante la noticia de que tampoco volvería a Chos Malal a las siguientes vacaciones. Pero la tercera de esas cartas, era la última que él había escrito. La releyó interminablemente, sobre todo algunos párrafos, cuyas palabras comenzaron a girar en su cabeza con una obsesión de locura: “que yo me case con esa pobre muchacha porque haya tenido un hijo mío . . . para cuando recibas estas líneas ya estaré casado . . . que se vuelvan a vivir entre los suyos a Andacollo, que es donde deben estar...” Sin pensar en lo que hacía, dejó el farol sobre la mesita, las cartas desparramadas, y se retiró a su cuarto, caminando lentamente y sin ruido, como un espectro, los ojos agrandados y fijos en un punto indiscernible del espacio: abrió la puerta y se inclinó sobre la cuna de su hijo. a Estrella, en tanto, trabajaba en su escritorio, absorbida por las cifras. En un momento dado, sin que mediara ningún motivo, levantó la cabeza, entre atenta y temerosa. Terminaba de estremecerla un hálito helado, más horrendo que el pájaro invisible cuyas alas solían rascar con sorda insistencia los postigos de su ventana despertándola en mitad del sueño. Escuchó durante unos segundos; luego se puso de pie dirigiéndose rápidamente a la cocina. Estaba a oscuras, igual que el cuarto de Silvia, pero llegaba desde su pieza un suave fulgor. ¿Qué podía estar haciendo allí la muchacha?. Recordó angustiada el cofre sin cerradura, las cartas de su hijo, que ella no debía llegar a conocer nunca, y se asombró de haber sido tan descuidada. Aunque jamás sacaba las cartas fuera de su cuarto, alguna vez pudo ser descubierta leyendo junto a la mesita, desde el corredor. Antes de llegar a la puerta vio el farol, el cofre abierto y las cartas desparramadas. Durante un instante permaneció en silencio, con la respiración contenida, pero inmediatamente corrió hacia el cuarto de Silvia. La puerta estaba abierta y en la oscuridad palpó ansiosamente la cuna encontrándola vacía. Helada de horror salió al patio, bajo la lluvia, con las manos en alto, como implorando con ese gesto de impotencia la misericordia de Dios. De pronto creyó oír un vagido en el fondo de la huerta. En una ínfima fracción de tiempo tuvo la intuición de la tragedia, y corrió hacia el río, tropezando y desgarrándose las ropas en los árboles invisibles dentro de la acuosa oscuridad. Unos metros más adelante le pareció distinguir una forma clara, inclinada, y entonces escuchó distintamente el llanto del niño; Silvia, que trataba de cruzar el alambrado con su hijo en brazos. Quizás habíase enganchado y esos instantes de demora le permitiría alcanzarla. Gritó desesperada, pidiéndole por su hijo que se detuviera, pero no obtuvo respuesta. Pocos segundos después se encontró luchando entre los alambres de púas, hiriéndose cruelmente el rostro y las manos. Por fin, enloquecida de dolor y de furia, multiplicadas sus fuerzas, como una fiera en celo, saltó hacia adelante y alcanzó a sujetar a la muchacha en el borde del río, cuyos remolinos insinuábanse como círculos fosforescentes en la pétrea oscuridad. Durante medio minuto entablóse una lucha titánica entre las dos mujeres;

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57 gritos y gemidos, uñas que desgarraban las carnes y las ropas, y en medio de ellas, bajo el agua fría e implacable, el niño llorando a gritos. Por fin La Estrella, que contaba con sus dos manos, consiguió arrancarle la criatura y se echó hacia atrás. Silvia quedó inmóvil y pareció vacilar un instante, como dudando entre iniciar otra vez la lucha, para recobrar a su hijo y morir con él en los brazos, o respetar la providencia que se lo quitaba al borde de la muerte. Pero dándose vuelta enseguida, se arrojó a los fosforescentes remolinos, antes de que la otra mujer pudiera hacer ni siquiera un gesto para impedírselo. La lluvia continuaba cayendo, negra y densa, batiendo sordamente los árboles y repiqueteando en la hinchada superficie del Curí Leuvú, el destructor de puentes. Sollozando y tambaleante, empapada en agua y sangre, La Estrella se dirigió hacia la casa apretando contra su pecho su reconquistado amor.

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a época de las nieves y las lluvias había terminado. Con esa pasmosa facilidad de las tierras montañosas para absorber la humedad, las pequeñas llanuras hasta el pie de los faldeos, los profundos valles encajonados y toda la gran extensión de los bajos, de donde retirábanse rápidamente las aguas de los ríos retrocediendo a sus antiguos cauces, volvían a recobrar su aspecto de tierras semiáridas, secándose el barro, ya completamente derretidos los últimos manchones de nieve, y reluciendo los pedregales bajo la luz de un sol por fin libre de neblinas interruptoras. Juan por esos días hacía algunos arreglos en la casa donde se había instalado para cuidar al pequeño Gabriel, hasta que su padre decidiera sobre su destino. Ya tenía noticia de su providencial salvación, y esperaba que Dionisio le hiciera llegar algún mensaje desde el otro lado de la frontera. Todos los días hacía a pie el recorrido entre la casa y el almacén de Podaderes, donde trabajaba, cobrando un sueldo mensual de quince pesos y la comida; para él y el niño, una verdadera fortuna que les aseguraba el definitivo alejamiento del fantasma del hambre. Salía al amanecer, llevando al niño, y estaba de vuelta a media tarde. Durante el recorrido de esos kilómetros por el cajón del Lileo, iba descubriendo los signos del rápido progreso de la primavera. Primeramente se manifestaron en la orilla del agua, en las barrancas terrosas, donde comenzó a extenderse una finísima pátina verde, individualizada días después en los brotes de multitud de hierbas de la región, cuya precocidad atraía ya a algunos animales que habían pasado casi todo el invierno en los corrales. Allí hundían los belfos, ansiosos de pastos frescos, gustando de la invisible delicia primaveral amalgamada por los nuevos jugos de la tierra y el rocío de las madrugadas, en esa tierna hierba que anunciaba el fin de los sufrimientos del invierno. Ya despejados los faldeos, al amanecer cubríanse sus tintes parduscos de una relampagueante lámina de helada, que un poco después el calor del sol deshacía transformándola en una niebla transitoria, rápidamente desplegada y perdida en el limpio espacio, dejando en su lugar los reflejos de la mañana, como si las riquísimas venas auríferas de la tierra florecieran de pronto en aquellos faldeos lavados por las últimas avenidas. Aunque el aire continuaba siendo frío y cortante, existía en el espacio una cierta expectación, un feliz azoramiento de seres terrestres y alados que salían de sus cuevas, nidos y cabañas sin temor alguno, para afrontar los meses venideros a pleno viento y sol; los hombres investigando la azul lejanía, solo neblinosa por la distancia, en la espera de los amigos y conocidos que desensillarían a la sombra del humilde par de álamos en la puerta del rancho. Entonces se escucharían diversas noticias, unos a otros se comunicarían sus novedades, mientras circularía la bota llena de vino tinto, o el mate, espumante y sustancioso con la nueva y fragante yerba que Podaderes habría tenido a bien adelantar de acuerdo a las excepcionales circunstancias, y hasta habría precisión de colocar un costillar al fuego, aunque fuera el del último chivo, el más viejo y respetado, salvado de la fatalidad del invierno y el hambre para caer paradójicamente bajo el cuchillo, cuando un oscuro instinto, en hombres y animales, les hacía sospechar que valía la pena sobrevivir solo para contemplar la abierta infinitud del paisaje sin la amenaza de las temibles tormentas de nieve, y la multitud de sus colores alterados y variables en la declinación del día y la prolongación de las sombras. Y saber que pronto estaría tibia la tierra y jugosos los pastos nuevos; comenzarían los arreos de las majadas hacia los altos mallines de las veranadas, y durante ellos no faltaría nunca la alegre compañía alrededor del fuego; ni el asado ni los vicios para recompensar al cuerpo de las penurias pasadas, y al espíritu de la soledad y el deprimente espectáculo de los ranchos cercados por la nieve. na tarde. Juan estaba trabajando detrás de la casa, tratando de reparar el pequeño corral donde pensaba, con el tiempo, guardar un caballo y una majadita de chivos, mientras Gabriel y Tropero corrían a su alrededor, a pesar de tener a su disposición toda la inmensidad del campo, improvisando diversos juegos, una de cuyas finalidades consistía en molestarlo en su trabajo, cuando el perro distrajo su atención, enderezando las orejas en dirección a la huella del faldeo. Alguien llegaba. Juan suspendió el trabajo y se adelantó hacia el frente de la casa. Ya Tropero echaba a correr ladrando con exagerada ferocidad, producto de la excitación de los últimos minutos de juego, cuando Juan lo contuvo a medias mediante una serie de enérgicas frases e imperiosos ademanes, necesarios en un perro que jamás había recibido un castigo adecuado a su atrevimiento. El viajero adelantábase derecho hacia la casa, jinete en un gigantesco cebruno de rápido trote. Era el cabo Mistoy, lo reconoció desde doscientos metros de distancia. La vaina de metal blanco de su sable descomunal relucía bajo los oblicuos rayos del sol poniente, y la alta figura del hombre mecíase al compás del galope, retomado una vez fuera del pedregal, ya en la blanda tierra de los mallines, en una perfecta sincronización con los movimientos de su cabalgadura, como si se hallaran fundidos uno en el otro y los empujara la misma voluntad. El caballo detúvose al llegar frente a la casa, absolutamente indiferente a los pavorosos gruñidos de Tropero. El policía descendió de su montura con un simple movimiento de sus largas piernas, como quien baja un par de escalones, y saludó llevádose una mano a la gorra. —Buenas tardes, don Juan. ¿Qué tal el giieñe? Juan se adelanto solícito, para tomar las riendas del caballo. —Bienvenido don Eleuterio —respondió, estrechando la huesuda y enorme mano del visitante—. Aquí estamos, los dos solos, esperando visitas como la suya.

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58 abriel contemplaba la escena desde la puerta de la casa, pero sin demostrar ningún temor. Tropero, en G tanto, daba vueltas en torno al cebruno, sin atreverse a atacarlo en los puntos vulnerables. Mientras Juan llevaba el caballo a la sombra de los árboles, le quitaba el freno y le aflojaba las cinchas, el cabo Mistoy se

aproximó al niño, y luego de meditarlo un instante, pensando que no podía ocasionarle ningún daño, depositó con toda suavidad su mano sobre la cabecita morena. En vez de retroceder al interior de la casa con el rostro torvo, según solían reaccionar todas las criaturas de los ranchos, ante los extraños, Gabriel sonrió y miró al cabo Mistoy directamente a los ojos, colocando, a su vez, una de sus manitas sobre los dedos que le cubrían la cabeza. —No sos nada chúcaro, ¿eh? —dijo el cabo inclinándose ante el niño—. Y eso que vivís solo como un tero guacho. —Es inteligente —dijo Juan acercándose—. También la María era muy inteligente, pero murió de la difteria. —Me enteré del caso —respondió el policía quitándose la gorra y rascándose la cabeza—. Lástima que la fantasía lo áia perdido al padre de éstos. Si está a salvo, como la gente anda diciendo por ái, ahora andará regocijándose en los fundos chilenos, mientras usté le cuida el hijo. —Dionisio es un buen hombre; tuvo mala suene. —Claro, se desgració, según dicen ustedes cuando meten la pata. Menos mal que el gringo no murió, pero así y todo el asunto es jodido; quebrantamiento de la propiedá con herida de arma blanca; unos diez años porque el hombre tiene antecedentes. Entraron a la casa seguidos por el niño y el perro. El cabo se quitó los pesados correajes a una invitación de Juan, mientras éste sacaba unos tizones de la cocina, se dirigía al patio y comenzaba a preparar el fuego. Pensaba obsequiar al visitante con lo mejor que tenía en la casa; un costillar de cordero. Tropero olisqueó el fuego y se adelantó moviendo la cola, contento y expectante, hacia el árbol donde estaba colgado el medio cordero envuelto en una arpillera. —Por mí ni se moleste, don Juan —objetó el cabo Mistoy aproximándose al fuego, ya aligerado de su atuendo—. Me basta y sobra con un plato de sopa. —La sopa es para las viejas, don Eleuterio —respondió Juan—. Arrímese que luego traigo la bota y los trebejos del mate. Separó el costillar de la paleta de dos certeros hachazos, y lo ensartó en el asador. Pero no lo colocó inmediatamente al fuego; había que esperar que la leña humeara un buen rato, hasta convertirse en brasas. Arrimó dos tocones de madera, y se dirigió a la cocina, volviendo con la bota del vino y todo lo necesario para preparar el mate. El cabo Mistoy se había sentado y contemplaba fijamente el fuego, abstraído en sus pensamientos. Juan se acomodó en el otro tocón de madera; entre sus piernas fue a cobijarse Gabriel. Hubo un largo minuto de silencio, mientras el perro observaba desde prudente distancia la carne fresca sujeta al asador. —Listo —murmuró Juan, removiendo las brasas con un palo. Enseguida hundió la punta de hierro en la tierra, sobre el fuego convertido en rojas ascuas. A un costado colocó la pava con el agua. Cuando comenzó a derretirse la grasa y sus primeras gotas ardieron sobre las brasas, el cabo Mistoy pareció salir de sus sueños, y le preguntó, volviendo la cabeza: —¿Y cómo le vá, ahora que trababa en lo de Podaderes? —Muy bien; el hombre es bueno y tiene su corazón. A veces creo que es el único que puede entender a la pobre gente. El cabo, como siempre, meneó escépticamente la cabeza. —No se crea esas cosas, don Juan; a la gente no la entiende ni la madre que la parió. Vea usté sino el escándalo que hicieron Ignacio y la Malvina al escaparse con el oro del turco; si no fuera por eso no tendrían ahora cuentas pendientes con la justicia, porque a la venta de la pertenencia no hay nada que objetar. ¡Y Dionisio, todo el lío que armó por unos reyes magos!. Mire si van a ocuparse de esas cosas las gentes de las minas que se rascan de hambre las tripas todo el invierno, y se emborrachan en el verano hasta que el vino les sale por las orejas. —El hombre estaba desesperado porque se le moría la María —objetó Juan, removiendo la yerba en el mate, con la bombilla—. Si todos quisieran a sus hijos como él... —Son demasiado brutos para eso. —No todos, don Eleuterio. La Silvia dice que a la gente hay que cuidarla mientras se le enseña. El cabo Mistoy no pudo evitar un leve sobresalto; Juan, ocupado en ir desparramando las nuevas brasas bajo el asador, no lo notó. Ya la pava resoplaba suavemente. Echó el azúcar y luego el agua en el mate, chupó de la bombilla y escupió en un costado el líquido amargo. Después volvió a ponerle agua y tendió al cabo Mistoy el primer sabroso mate coronado de espuma. —Muy bueno —dijo éste— reconcilia el cuerpo después de tres horas de galope. Juan iba a preguntarle a qué se debía su viaje a los Miches, porque indudablemente el hombre traía alguna misión, pero se contuvo a punto de ser indiscreto. SÍ había algo importante, ya se lo comunicaría antes de marcharse. —Así es, don Juan —continuó el cabo—. Aunque a veces suceden cosas que a uno le dan chuchos de frío, hay que sacarle a la vida todo el jugo posible, como al mate. Meditó unos instantes, y, quizás temiendo haber dicho demasiado, agregó: —Claro que rispetando siempre la autoridá. —Me acuerdo del viejo —respondió Juan— cuando alguna creciente nos comía la huerta, o las avenidas arruinaban los álamos y los frutales pequeños. Entonces él decía que había que saber aguantarse ante la mala suerte; traía las herramientas del galpón y comenzaba a trabajar con más fuerzas que antes. Por eso nunca nos faltó la comida mientras fuimos chicos. tardecía suavemente. En la lejanía del cielo, añil con ráfagas de dorados resplandores, cruzaban bandadas de patos y bandurrias. A veces se prolongaba por el cajón del Lileo el eco breve y metálico de sus cantos. Quedamente giraba el viento entre las finas copas de los álamos, rizaba los carrizos, y apenas estremecía las nuevas hierbas de los mallines y barrancas, aunando todos esos ínfimos olores en una sola fragancia de tierra rejuvenecida. En la hora del crepúsculo, el asado, sobre la incandescencia de las brasas, resplandecía como

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59 espolvoreado de oro viejo; ya estaba a punto. Juan realizó algunos cortes estratégicos y alcanzó al cabo Mistoy el mejor trozo; la costilla con lomo. Poco después, todos comían en un silencio solo interrumpido por el sonido de los dientes del perro royendo los huesos. Gabriel masticaba despaciosamente entre las piernas de Juan, corriéndole el jugo de la carne por los bracitos desnudos, con los ojos resplandecientes como dos escarabajos, dorados por el reflejo de las brasas. Los bajos verdes y los profundos cajones de los ríos y los arroyos pasaban rápidamente del azul luminoso al violado, y luego a la penumbra, intensificada donde más profundamente hundíase la tierra. Desaparecieron los movimientos en las distancias arboladas, y las postreras luces, en las cumbres nevadas todavía, fueron de pronto absorbidas por las sombras; gigantescas tropillas de silenciosos potros oscuros, entre cuyas crines renegridas saltaron las decisivas estrellas de la noche. El cabo Mistoy tomó el último trago de vino, y se aprestó para la partida. Con el pucho del cigarrillo en la boca colocó el freno a su caballo y apretó la cincha y la sobrecincha. Con toda displicencia, alargando el momento de la despedida, arregló una y otra vez el cojinillo y los pellones. Juan esperaba a un costado, silenciosamente, lo que el enigmático cabo del destacamento de Andacollo se decidiera por fin a notificarle. Conociendo su carácter desde varios años atrás, aquella extraordinaria dilatación lo sumía en una irrefrenable inquietud. Cuando ya no hubo mas nada que arreglar, el cabo se volvió, y le dijo con resignada decisión: —Bueno, don Juan, tengo algo importante que decirle... —A usté siempre le toca darme las malas noticias. —No, amigo; esta vez hubiera podido zafarme, pero preferí venir yo antes que mandaran a otro. Reinó un pesado silencio, uno de esos extraños e insoportables silencios durante el cual parecen recogerse de pronto todos los objetos y los seres cercanos, y se escucha con fantástica claridad los latidos del organismo en perpetuo movimiento, como si tales oportunidades sirvieran para agudizar la diferencia entre su automatismo independiente, y los trágicos altibajos del alma, en perpetua fluctuación entre la felicidad y el dolor. Sólo se oía el sordo gorgoteo del Lileo en su profundo tajo, sonido familiar e insignificante, que en ese momento, sin embargo, agigantado por una súbita racha de viento adquirió una importancia estremecedora, como si en él clamaran las bocas de los muertos desde las heladas profundidades de la tierra, donde hallábanse confundidos. —Mi intención era decírselo sin rodeos —continuó el cabo— y después seguir hacia lo de Podaderes. Pero estaba demasiado linda la tarde y me pareció un delito lastimar su alegría y la del chico, y preferí gustar una hora o dos de su hermosa hospitalidá. Juan, con los ojos bajos, sentía estremecérsele el pecho a cada nueva palabra que lo acercaba al dolor definitivo. —Usté es un hombre, don Juan; lo ha demostrado fehacientemente hace muy poco tiempo, y como tal sabrá soportar la noticia. El caso es que su hermana Silvia... murió hace dos días. —¿Muerta? ¿La Silvita muerta, don Eleuterio? Con los ojos agrandados, la boca entreabierta y las venas de la frente y el cuello resaltando hinchadas y verdosas, Juan parecía a punto de perder el férreo dominio de sus emociones, y estallar en un ataque de locura. —¡Serénese, don Juan! —tronó el cabo Mistoy, tomándolo fuertemente de los brazos y sacudiéndole sin miramientos—, ¡Eso ya no tiene remedio! —Pero... la Silvita,... la pobre Silvita... Los músculos de Juan fueron distendiéndose poco a poco, hasta que volvió a ser el de minutos antes. Pero ahora parecía un hombre viejo, con los hombros caídos y la mirada opaca. —Murió la Silvita... —murmuró en una dolorosa letanía—. La pobre Silvita.. . —No estaba contenta con su suerte, y quiso tirarse al Curi Leuvú llevándose a su hijo, pero La Estrella consiguió sacárselo de los brazos justo en la orilla del río. —No tenía más que diecinueve años . . . —Encontraron el cuerpo muy abajo de Chos Malal. Pero la criatura está perfectamente bien. Consuélese pensando que La Estrella lo quiere mucho y nunca le va a faltar nada. —Nosotros tuvimos la culpa de que se fuera . . . Después de un corto silencio, con una voz que quizás nadie le conocía, salvo sus hijos, el cabo Mistoy agregó: —Acuérdese de su padre, Juan. Él quería la ciencia y todo eso para ustedes. Este niñito la tendrá y entonces el sacrificio del viejo no habrá sido inútil porque los dos son de la misma sangre. ¿Me entiende? A lo mejor, dentro de treinta años hay en Andacollo un maestro o un dotor que va a ir a visitar la tumba de la Silvita. ¿Quién puede, la gran perra, conocer las vueltas del mundo? Por fin Juan pareció reaccionar, y asintió, levantando la cabeza. —Es cierto don Eleuterio, es cierto —murmuró, abrumado por el dolor—. Pero yo no sé que hubiera hecho el pobre viejo, cuando teníamos la chacrita, si hubiera adivinado todo esto. A lo mejor no hubiera vuelto a emparejar la tierra después de las avenidas, ni a sembrar otra vez. —No, amigo Juan —respondió categóricamente el cabo Mistoy—. El viejo hubiera cuidado la chacra a pesar de todo, como hacen tantos otros por ái, que se les mueren los hijos de enfermedá y de golpe pierden toda la majadita, en una nevazón, y sin embargo empiezan de nuevo a juntar sus animalitos y a preñar a sus mujeres, porque no hay más remedio que seguir haciéndolo. Minutos después se despedía de Juan, estrechándole fuertemente la mano tras unas últimas palabras de aliento, y montaba en su impaciente cebruno. Aquél permaneció inmóvil, junto a los álamos, contemplando sin ver la figura del cabo Mistoy y su caballo, monstruosamente diluida en la intensificada oscuridad de la noche a punto de cerrarse sobre la enorme tierra silenciosa, hasta que Gabriel se prendió a una de sus piernas protestando que tenía sueño y quería dormir. Juan salió de su ensimismamiento y tomando al niño de la mano entraron a la casa seguidos por el perro. espués de acostar a Gabriel, fue a sentarse junto a la cocina. Dos o tres brasas palpitaban todavía semienterradas en las cenizas, expandiendo desde la hornalla una leve tonalidad anaranjada. Tomó un hierro y las removió un poco agregando un par de leños. Enseguida se oyó el crepitar de las secas raíces y saltaron las primeras chispas. Movido por la costumbre, colocó la pava sobre la hornalla y luego quedóse contemplando

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60 fijamente la luminosidad del fuego en expansión, hasta que sintió una presión cálida y firme en los pies; Tropero, apoyado en ellos, lo miraba con ojos mansos, renegridos espejos que reflejaban el movimiento de las primeras llamitas. Y cuando él le palmeó la cabeza, inició un simbólico movimiento de la cola, un recatado temblor, que junto a su pesarosa mirada transparente tal vez quería significar; comprendo tu dolor, pero como no sé hablar, esto es todo lo que puedo hacer para demostrártelo. El silencio del cielo y la tierra eran profundísimos; como si los leños ardiendo reprodujeran la génesis del universo, con multiplicadas fuerzas se expandían y giraban centenares de chispas dentro y fuera de la hornalla, escapándose a través de la puerta abierta, para terminar su ígneo recorrido en el piso de tierra o sobre el espeso pelaje del perro así imprevistamente iluminado por fugaces luciérnagas incandescentes, sin que él les prestara ninguna atención, atento con todos sus sentidos a la abstraída y torturada expresión del rostro de su nuevo dueño. Y este seco crepitar era el único sonido de aquella hora de dolor y recogimiento, y fue el tiempo transcurriendo insensiblemente, y una a una se colocaron las constelaciones en el pequeño campo sideral de la ventanita de la cocina, y continuaron girando a tantos millones de años luz que era mejor no prestarles mucha atención. Y en realidad, sólo el viejo hombre tenaz, a orillas del Curi Leuvú, había pensado en ellas conmovido ante su impasible grandeza deteniéndose sobre su azada, cuando se presentaba la necesidad de trabajar hasta las primeras horas nocturnas, pero sin imaginar qué inverosímil distancia las separaba del río donde tan claramente reflejábanse durante esas noches apacibles del verano. Y luego asomó la luna nueva, luna de primavera; el verde remanso dilatado en sombras se transfiguró en un vaho transparente, la unión profundamente azul de las cumbres con los pozos oscuros de la noche se iluminaron de una impalpable nieve flotante, que descendió en pocos minutos hacia las laderas y los tenebrosos valles. Y por fin llegó a los tajos y fueron apareciendo, tenues los arroyos, más acentuados los ríos, hasta configurar la red de innúmeros hilos plateados que desaguaba en la gran vena luminosa del Neuquén. Por la ventanita de la cocina también penetró la luz amortiguada de la luna, trazando un claro camino hasta el piso de tierra dura. Afuera, el paisaje con sus árboles inmóviles, siluetas de alabastro proyectadas sobre el fondo azul iluminado del espacio, adquiría una calidad espectral; el eterno encantamiento de la noche estaba en juego, agudizado por la ausencia del viento y el silencio especial de la hora en que el sueño tornase más profundo, antes de la madrugada... allí estaba la Silvita, Juan la vio perfectamente, con los pies desnudos y una ramita de duraznero en la mano. El duraznero había florecido y sus flores escarchadas se deshojaban a cada movimiento de la mano de la niña sobre el agua de la acequia. Largas sombras aterciopeladas bordeaban el paisaje familiar; las sombras de los mismos álamos que en noches semejantes se extendieran hasta las paredes blancas de la casa, después de la salida de la luna llena. Un pétalo que cae, unos círculos en el claroscuro del agua y la niña que mira absorta el reflejo de la luz en el suave movimiento de los círculos concéntricos, recogiéndose la pollera con una mano, innecesariamente, puesto que la profundidad de la acequia no pasa de veinte centímetros. “Hay que cuidar a la Silvita, es pequeña y le gusta tirar ramitas en la acequia, y ésta tiene que estar siempre limpia para evitar la pérdida de agua hacia los costados por la obstrucción de su cauce. Hay que cuidar a la Silvita, Ignacio, hay que cuidarla, Juan”. “Pero, ¿hasta cuando debemos cuidarla, padre?”. “Toda la vida. Cuando muramos nosotros, los viejos, ustedes tres deben quedarse a vivir aquí, sembrando la chacra, atendiendo a los animales, y tratando de extender en todo lo posible las mejoras; alguna vez tendrán que darles el título de propiedad. Y lo mejor sería que cuando se casaran no se fueran de esta tierra y construyeran un par de piezas más y vivieran todos juntos, queriendo a los hijos de sus hermanos como a los suyos propios. Y así, al llegar ustedes también a viejos, dentro de treinta o cuarenta años, les repetirán estas mismas palabras a sus hijos asegurándoles que de un momento a otro podrían recibir el título de propiedad de las cien hectáreas que me otorgaron a mí hace una generación. Porque, ¿quién podrá echarlos de aquí si llegan los funcionarios y ven una gran familia trabajando unida, una frondosa arboleda de medio siglo, una casa de muchas piezas limpias y blanqueadas con cal; si se internan en los cuadros sembrados y ven las verduras creciendo en largas hileras, si en la huerta encuentran que se doblan las ramas cargadas de ciruelas y duraznos, y oyen desde la distancia el balido de los animales?. Nadie podrá echarlos nunca porque ustedes saldrán a recibirlos corriéndoles la transpiración por la frente, los harán pasar al patio y les invitarán a sentarse bajo la vid, ofreciéndoles el mejor de los racimos, y les dirán: señores, nosotros ya somos viejos, pero estos árboles y esta parra los plantó mi padre, y aunque todavía no hemos recibido el título de propiedad de la tierra que hace tantos años trabajamos, esperamos de todo corazón que la reciban nuestros hijos. Ellos, a su vez, se la trasmitirán a los suyos, y aquí habrá cada año más árboles y menos terrenos áridos porque nos sentimos capaces de sembrar y cosechar hasta el faldeo pedregoso, como ha hecho por ahí la misma naturaleza. Y en esto nos ayuda muchísimo la ciencia, ya que los muchachos han estudiado algo más de lo que pudimos hacerlo nosotros, y las próximas generaciones serán casi sabias y olvidarán la vergüenza de que el primer viejo, nuestro padre, no supiera leer ni escribir”. “Sí, nosotros vamos a hacer todo eso que usté dice, pero nunca tendremos vergüenza de que no haya podido aprender a leer y a escribir, padre”. Y ahora la Silvia corre en las orillas del Curi Leuvú, y luego se escapa hacia lo alto de la montaña, subiendo por el faldeo con la ligereza de las chivas jóvenes. “¡Silvita, no vayas sola al río, no subas corriendo por el faldeo que podes pisar una piedra suelta y caerte, volvé, Silvita!”. Y entre esos mismos árboles espectrales aparece la Silvia mujer, con el rostro inclinado, y una mantilla de lana negra cubriéndole la cabeza. El paisaje ha perdido su transparente belleza, siendo ésta sustituida por la triste y monótona bruma de la lluvia. El trata de convencerla de que se quede en la casa, junto al fuego. ¿Qué ganará en arrastrarse con el cortejo fúnebre hasta el cementerio detrás del cajón de la madre? Hay de aquí al pueblo una legua larga, casi una legua y media, las huellas están llenas de barro, y la neblina de la finísima lluvia otoñal envuelve la lenta procesión de la carreta y las pocas personas que caminan a su retaguardia, en un círculo fantasmal, de cuyos límites van emergiendo los árboles mojados con sus negras ramas desnudas, las hondonadas cubiertas de espesa niebla, las piedras relucientes de humedad, única nota de luz dentro de la opaca prolongación de aquel círculo cerrado, donde sólo se escucha el chirrido del yugo y los flojos maderos, y el sordo rumor de las ruedas aplastando el barro y las piedras de la huella. Silvia camina lentamente al paso de los bueyes babeantes, detrás de la carreta. A veces extiende una mano y toca el extremo del ataúd, como temiendo que no esté seguro y pueda caerse, ensuciándose en el barro y conmoviendo con el golpe el cuerpo de su madre. Es que aun no puede darse cuenta que ella ya es una cosa inerte y desprovista de significado, que pronto será otra vez polvo en el polvo, barro dentro de ese mismo barro que mira casi horrorizada cuando la carreta se bambolea peligrosamente

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61 sobre sus grandes ruedas en algún bache del camino. Sí, ella lo sabe. “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”, dice la palabra del Señor, pero hasta el día anterior la madre hablaba y se movía en su lecho, y la miraba cariñosamente con sus ojos apagados; la muerte es demasiado reciente, y pareciera que aun no está lo suficientemente muerta como para dejar de temer por ella. Han atravesado todo el pueblo desierto y se detienen junto a la pared del cementerio. Cuidadosamente bajan el ataúd y lo transportan hasta la fosa. Juan se ha quitado su vieja boina desteñida, donde todavía no se insinúan los primeros agujeros; Silvia cae de rodillas sobre el barro y reza con los ojos cerrados. Y cuando la primera palada de tierra golpea sordamente la tapa del ataúd de madera cepillada, se aprieta con ambas manos los oídos hasta que los dedos se le vuelven blancos por la falta de sangre. “Vamos, Silvita, ya han colocado la cruz, vamos para casa”. Una tosca cruz manchada de barro, porque ha aguardado tirada sobre la tierra de la fosa recién abierta. Y no hay una flor natural para poner junto a ella, ni un pájaro que cante desde la cercana arboleda. Sólo una pobre corona de las rústicas flores de papel desteñidas por la lluvia, y nada, nada más. Si por lo menos el cielo estuviera abierto y relucieran las hojas últimas de los álamos, o la hierba apareciera húmeda e iluminada por el rocío de la madrugada conservado en las orillas sombreadas de la pared de ladrillos del cementerio, la infelicidad de Silvia quizás no sería tan grande. Pero la pared sin revocar, torcida e inclinada hacia adentro y afuera, alternativamente, está cubierta de grandes manchones de un moho verde y repugnante que chorrea humedad; elocuente testigo del abandono y la muerte dentro del tiempo. Y toda la extensión aparece lúgubre y apagada, con árboles retorcidos y sin hojas elevando hacia el cielo sus ramas oscuras, como una imploración de piedad bajo la helada llovizna de fines de otoño. En derredor, y sobre el fondo extático de la bruma, se ven, peligrosamente inclinadas, algunas cruces que los próximos vientos harán caer y luego cubrirá la nieve, y quebrantados sus ordinarios maderos por las lluvias primaverales, irán abriéndose longitudinalmente ya semienterrados bajo el manto de las hojas perecederas y la hierba tenaz, borrándose las inscripciones de sus ínfimas muertes olvidadas, hasta que, casi unificadas las desigualdades del terreno a su alrededor, alguien pensara algún día quién habría sido enterrado en ese pequeño espacio de tierra. O si en realidad, hubo allí alguna vez una tumba. Y recién cuando una pala cayera hondo en aquella apariencia de sepultura, aparecerían unos maderos carcomidos por la podredumbre, cuya ilegible leyenda ya jamás volvería a propalar el nombre y la fecha del dueño de la risa y la voz, de una legendaria niñez empero experimentada por alguien dentro de la complejidad del tiempo transcurrido. Y luego los huesos amarillos del hombre o la mujer, sepultados en el olvido, sí, pero que no perdió la tierra. Regresan, Juan sosteniendo a Silvia de un brazo porque ella ni siquiera ve dónde pone los pies por el torrente de lágrimas por fin desatado que brota de sus ojos. “Si la mamá hubiera soportado el invierno a lo mejor revivía en la primavera y se quedaba unos cuantos años más con nosotros, pero la mató la muerte del viejo” . . . Juan aprieta los labios sin saber qué responder. “Desde que él se nos fue, todos los domingos rogué en la iglesia postrada ante la cruz hasta que el dolor en las rodillas se me hacía insoportable, para que ella no lo siguiera tan pronto, porque yo adivinaba en sus ojos que había perdido la voluntad de vivir”... El siente tentación de decirle: “Pero ya ves como las plegarias son inútiles; seguramente ese Dios tuyo y su hijo muerto en una cruz no tienen noticias de nuestras miserables vidas, por lo menos de los que vivimos por estos lados”. Pero se calla y sigue sosteniéndola de un brazo para ayudarla a subir a la carreta vacía. Ignacio se sienta al lado de ella, y Juan, tomando la picana, pone los bueyes en movimiento. Cuando llegan a las afueras del pueblo, comienza a soplar el viento, que despeja la niebla y transforma la llovizna en súbitos golpes de agua. Al entrar en la casa, con el cielo abriéndose desde el norte, y la penumbra del crepúsculo intensificándose en las arboledas fragorosas del repiqueteo de sus millares de ramas desnudas entrechocándose rítmicamente, por primera vez comprenden lo qué significa una casa oscura y desierta. El ventarrón arremolina en el patio las hojas amarillas, y un postigo desenganchado golpea rudamente contra la ventana. Nadie dice un palabra. Mientras Ignacio lleva los bueyes a desuncirlos en el corral. Juan abre la puerta y enciende un fósforo para prender el farol a kerosene. Se estremece al sentir el frío sepulcral que reina allí dentro: Silvia se deja caer temblorosa en uno de los bancos junto a la cocina. “Nunca hasta hoy encontramos al llegar, la casa oscura y la cocina apagada; es como si nos halláramos perdidos en la montaña en mitad de la noche”. “No, Silvita; es muy triste y doloroso que ellos hayan muerto, pero eso tenía que pasar alguna vez, y ahora nosotros tres debemos acordarnos de lo que últimamente venía diciéndonos el viejo; hacer de cuenta que nada había pasado, cuando ellos murieran, y seguir cultivando la chacra, y todo eso”. Mientras tanto el postigo suelto sigue golpeando la ventana con creciente fuerza, a los embates del viento convertido en huracán. Y cuando Juan abre la ventana, para asegurarlo, le da en el rostro, con incontenible furia, toda la lobreguez y el frío de la insondable noche, y como un relámpago aparece en sus pensamientos el cementerio solitario, las paredes cubiertas de moho, las cruces caídas y la tierra suelta de la última sepultura, y corre por su cuerpo el dolor quemante de saber que allí quedarán para siempre los pobres padres. e vuelve de pronto y halla que Silvia lo ha seguido y está a sus espaldas, pálida como una muerta mirando también la noche infinita a través de la pequeña ventana abierta, con sus ojos oscuros agrandados hasta el límite de las posibilidades humanas, pero transformados por una extraña luminosidad interna que ha pasado ampliamente ese límite terreno, en dos abismos cuyas visiones están prohibidas para él. Y sin embargo, en el ínfimo instante transcurrido entre volver la cabeza y escrutar los ojos de su hermana antes de asegurar el postigo suelto, intuye la magnitud de la futura tragedia, tratándose, quizás, del reconocimiento de un fugaz destello de la universal tragedia de existir, que suele aflorar en la conciencia por la conjunción de misteriosas e indeterminadas circunstancias. Y años más tarde, después de inviernos fríos y nevadores durante los cuales se pierden la mitad de las majadas; de las crecientes del Curi Leuvú, en septiembre, y de los deshielos y las tormentas en las altas montanas, cuyas avenidas han arrasado la chacra, mostrándoselas el gris amanecer, como años atrás ante sus azorados ojos infantiles, cubierta de enormes rocas y cantos rodados semienterrados en una capa de barro del sucio color de la montaña, pero sin que en esta ocasión esté presente el hombre señalado por el destino para sembrar los campos, —viejo y cansado, aunque no vencido, que seguirá luchando contra todas las calamidades del tiempo hasta caer muerto sobre la pala, o en los lindes de la tierra cultivada, adonde ha ido a vigilar el curso de la preciosa agua de la acequia— y camine despaciosamente hacia el galpón y regrese con las herramientas al hombro para comenzar otra vez, el rostro endurecido por una determinación casi inhumana de seguir batallándole al mundo. Y luego de una larguísima discusión durante la cual Ignacio se opone terminantemente a continuar agachando las espaldas sobre los cuadros de la siembra y pagando pastaje por unas ovejas que al cabo serán devoradas por los

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62 chimangos, y esperar hasta el último día de la perra vida el título de propiedad de esas cien hectáreas que en su mayor parte son pedregales y montañas de áridas tierras rojizas, deciden marcharse a Andacollo para trabajar en los lavaderos de oro. Juan se ha manifestado contrario a la idea desde el principio, pero cede para mantener unida a la familia, uno de los principales deseos del viejo. La misma carreta y los mismos bueyes que transportaran hasta Chos Malal el ataúd con los cadáveres de los padres, están otra vez a la puerta de la casa, pero ahora cargada de los más diversos enseres domésticos. “No llores, Silvita, en Andacollo vamos a trabajar muy bien; haremos una casa tan grande como ésta y plantaremos árboles, a pesar del viento, y los cuidaremos como si fueran hijos nuestros, y después de juntar una buena cantidad de oro trabajando en los lavaderos, vamos a comprar un trapiche para moler el cuarzo de las vetas”. “Sí, pero me da la impresión que abandonar todo esto que él y ella plantaron y construyeron cuando nosotros éramos tan chicos que no podíamos ayudarlos, es como matarlos por segunda vez”. “Entonces, ¿por qué estuviste conforme en seguirlo a Ignacio?” “No estoy conforme, Juan, ni lo estuve antes, pero no podemos dejar que se vaya solo; él es demasiado impulsivo y la pasaría muy mal sin nosotros”. Cuán largo es el viaje a través de las estribaciones de la Cordillera del Viento, ascendiendo por sus cañadas al lerdo paso de los bueyes; cuán infinita parece la distancia hasta las montañas azules tras las que les espera, no sólo una equitativa retribución a los esfuerzos y el sacrificio, sino también, con un poco de suerte y paciencia, la fortuna. Y la fortuna, para ellos, está representada por uno de esos desvencijados trapiches que en Buenos Aires son vendidos a los depósitos de hierro viejo por las empresas constructoras, al cabo de muchos años de uso, y que en Andacollo se utilizan para moler el cuarzo aurífero. Un trapiche, un galpón de chapas de zinc, y una veta que rinda diez o doce gramos de oro por tonelada de cuarzo, lo suficiente para obtener una utilidad diaria de quince o veinte pesos. Esa es la fortuna y hasta allí se dilatan los más osados sueños. Luego de pasar La Primavera, los sorprende en lo alto una pasajera tormenta, pero no interesa ni el agua ni el viento a la vista de la magnificencia del paisaje que comienza a abrirse hacia el oeste; el luminoso cielo sobre la línea quebrada de las montañas fronterizas, las claras y sinuosas cintas en movimiento de los grandes ríos; el Nahueve y el Neuquén. A lo lejos los profundos cajones morados, y muy abajo, allá en lo hondo, recortado por la vuelta del río y sus simétricas arboledas, Andacollo, el pueblo de los mineros. Juan, que ha debido descender de la carreta a poco de partir de La Primavera, para picanear a los bueyes en la larga cuesta, y camina ahora al frente de ellos con la picana de colihue apoyada en un hombro, se detiene al comienzo de la bajada y contempla la inmensidad; los arroyos casi invisibles entre la bruma azul, los manchones verdes de los innúmeros mallines, las hondonadas, las planicies y el horizonte circular, donde domina, sobre el extremo norte de la Cordillera del Viento, la altísima cúspide blanca del Domuyo. Y más allá hay nuevas llanuras y hondonadas, gigantescos bosques, ciudades y luego el mar inimaginable. Y en todas partes viven hombres y nosotros no sabemos nada de ellos porque nunca salimos de Chos Malal y las orillas del Curi Leuyú. “¿Cómo son esos hombres, Silvita?” “Los hay negros y amarillos, y también muy blancos, de ojos azules. Pero estoy segura, Juan, que todos deben sufrir la mayor parte de sus vidas ante el misterio de Dios”. Ignacio, fastidiado por el giro de la conversación, tira el cigarrillo y baja de la carreta para sustituir a su hermano en la conducción de los bueyes. Juan se sienta al lado de Silvia. “Pero decime, hermanita, ¿cómo es ese Dios y dónde está, que para nosotros es un extraño?”. La carreta ha comenzado el descenso rechinando y sacudiéndose fuertemente; los bueyes estriban con sus duras pezuñas en el cascajo grisáceo, mientras Ignacio los anima a soportar el formidable peso de la carreta cargada, cuesta abajo, con gritos guturales. “Yo no sé decirte cómo es, porque nadie puede entenderlo; sin embargo, está en todas partes y es todas las cosas al mismo tiempo. Dios no tiene explicación, puede sentirse nada más, en forma de sonidos de agua y viento; en los cantos de las aves y en las voces humanas. Y de tantas otras maneras que es imposible nombrarlas. Y también se le conoce en lo profundo del corazón con una seguridad terrible”. Los ojos de Silvia están perdidos en la inmensidad, más allá de la azulina bruma del horizonte; habla para ella sola, mantiene un diálogo interior, que por un accidente fortuito, la pregunta de su hermano ahora relevada a segundo término en su conciencia, con una lejana sensación de ser escuchada por alguien a quien quiere, se traduce en palabras perfectamente coordinadas. veces en que esta seguridad de su existencia se transforma en algo semejante a un temor, porque se llega hasta creer que una es observada por sus ojos invisibles; cuando amanece, por ejemplo, y hay un gran silencio detenido entre el cielo y la tierra, en la incertidumbre del horizonte rojo sangre y las sombras del campo. Y se oye de pronto el espontáneo y misterioso canto de un pájaro que a lo mejor aun no ha despertado del todo y canta en sueños, y entonces se piensa, sintiendo un temblor en todo el cuerpo; es Dios diciendo algo que no podemos entender. Dios, que nos ve y nos llama esperando inútilmente nuestra contestación. Y enseguida agregamos: pero El sabe, porque es todas las cosas y todo lo comprende, que una, instintivamente, a pesar de no descubrir el significado de su voz, invisibles trinos y sosegados rumores de hojas de sauce, ha adivinado que es su palabra, la santa y maravillosa palabra del Señor. Y ésa puede ser que sea toda su intención; hacer patente su presencia y su poder, comunicado al corazón hasta en el canto de un pájaro y el rumor de unas hojas mecidas por el viento. Y también en ciertas noches, como en aquéllas, las del verano a las orillas del Curi Leuvú, tan quietas que se recortan las puntas de las ramas y las hojas contra la luz de la luna como flores de piedras, y tan calladas que puede escucharse el rumor de los lejanos bajos del río, donde las aguas se quiebran sobre los cantos rodados; el canto de un grillo solitario en la otra orilla, el gemido de un perro hambriento, el grito de alguien sobresaltado en mitad de su sueño. Y al ver qué cantidad de estrellas hay en el cielo, una se pregunta de golpe si Dios no habrá querido dejar allí algo escrito de manera que los hombres fueran capaces de descubrirlo un día. Cosas así, Juan, debía pensar instintivamente también el viejo cuando suspendía el trabajo en la quinta y miraba hacia la cruz del sur sacándose el sombrero. Alguna vez debió haberme hablado de eso, pero ahora no me acuerdo, porque yo era entonces muy chica y luego de caminar un rato por la orilla del río, viendo cómo las truchas saltaban fuera del agua y volvían a sumergirse dando una voltereta en el aire, empezaba a dormirme y él me alzaba en brazos y murmuraba en mi oído tantas cosas ya olvidadas, y yo le decía solamente tatita, antes de cerrar completamente los ojos apretando la cara contra su cuello. Y esas figuras dibujadas por las estrellas en el espacio oscuro, donde yo vi muchas veces potros con alas de brillante espuma y crines llameantes, e inmensas ciudades de rocío y escarcha, y esos recuerdos de los paseos por la orilla del río, antes de dormir, de la mano del viejo, y de las cosas que él me decía y de cuando traía los corderitos recién nacidos a que pasaran las noches frías en el abrigo del corral, mientras las madres lo seguían mansamente, con los renegridos ojos

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63 confiados, sabiendo, por una comunicación secreta del mismo poder desconocido, que él no iba a hacerles ningún daño a sus crías: todo eso me afirma en la certeza de que Dios estuvo siempre de por medio, porque sólo sus manos pueden ordenar la hermosura y el amor de esas escenas. Y nosotros no tenemos nada que ver con la mansedumbre de las ovejas y sus pequeños corderitos balando en el aire frío de la tarde, ni con la luz del crepúsculo o las fogatas nocturnas reflejadas en los ojos de los bueyes, capaces de contener en ellos la imagen del mundo. Y si a veces hacemos y decimos cosas que de un momento para otro nos hacen sentir que vivir es una felicidad demasiado grande como para poder explicarse, es, justamente, porque en ese instante de amor y alegría hemos estado más cerca que nunca del Señor, que nos ha permitido sospechar una pequeñísima parte de su gloria, alentándonos de esa manera a seguir viviendo con nuestras propias fuerzas y el empleo de nuestra voluntad, aunque, desgraciadamente, no todos sepamos hacer buen uso de esa fuerza y esa voluntad necesarias para luchar por la plenitud de la vida y alcanzar la resignación, cuando necesitamos de ella”. a carreta marcha por una de las estrechas curvas del faldeo de la montaña, y frente a ellos se alza una imponente pared rocosa, privándolos del panorama del pueblo. Pero a la izquierda se distingue un largo tramo del curso del Neuquén, ahora de un color azul brillante bajo el cielo abierto, y en una hondonada cercana hay una chacrita rodeada de álamos, cuyas hojas tiemblan y resplandecen como si los árboles realizaran un ejercicio de extasiada adoración ante la nueva aparición del sol victorioso. Ignacio camina despreocupadamente por la orilla del despeñadero, modulando un silbido sin ritmo ni melodía definidos, lleno de trémolos y altibajos, quizás imitando inconscientemente a los pájaros y al viento, tratando de reproducir una parte de los complejos sonidos de la naturaleza, que saben descubrir y guardar para sí las almas retraídas en su soledad. Es el agua, cuando las gotas de la lluvia golpean en los techos de zinc, cuando acribillan los remansos y las rápidas corrientes desapareciendo en el fragor de la espuma; es el viento que baja gimiendo por los cajones, en invierno, y silba como un fantástico arriero invisible entre las ramas sin hojas de los árboles y los desiguales aleros de los ranchos. Y el distante balido de una oveja se confunde con el grave rumor de los ríos lejanos, y a veces hasta es posible escuchar el silencio inclinándose sobre las ínfimas briznas de las matas de pasto. Y este silencio es como una acompasada pulsación del aire, una segundad de que siempre hay algo en acción dentro de la tierra, a pesar de las apariencias; algo interno a las formas y los elementos, dotado de una terrorífica presencia, girando y girando sin pausa los círculos infinitos de su poder que configuran la formidable expresión del universo en perpetuo movimiento; que el espíritu presiente, aunque todo parezca inmóvil en la vastedad de las montañas y el espacio. — “Sí -responde Juan señalando la chacrita y sus árboles, cuyas hojas se apagan y se encienden como millares de luciérnagas parpadeantes en el juego del viento y la luz.;- yo hubiera seguido trabajando la chacra, porque pienso que la mala y la buena suerte se suceden a través de los años y es difícil querer cambiar las cosas. Y si durante estos últimos tiempos tuvimos esa mala racha de las crecientes y la muerte de la mitad de las majadas, es seguro que más tarde hubieran habido buenas cosechas y pariciones, haciéndonos olvidar los años malos. De todos modos, nadie puede saber si un lugar va a ser mejor o peor que otro, y ante esa duda es preferible quedarse donde uno se encuentra, con los pocos bienes que se tienen entre manos, pero sin darse nunca por vencido y resignándose ante lo inevitable”. or fin aparece el pueblo cercano, con sus almacenes de ramos generales en primer término, y las casitas rodeadas de álamos, al fondo. A un costado hay una cañada donde se alinean unas pobrísimas cabañas; allí viven los mineros, rotosos y enflaquecidos por las privaciones, pero libres y solidarios, sin depender de ningún patrón, trabajando cuando se les da la gana, en la primavera y el verano, y durante el invierno subsistiendo gracias al fiado de los comerciantes en ramos generales, que más tarde cobrarán toda la cuenta o parte de ella, o nada, quizás, según la conciencia y también la buena suerte del deudor. Pero todos lo que pueden hacerlo pagan, pues existe una sola seguridad entre ellos; la de que el mal pagador corre peligro de perecer de hambre con toda su familia, en el invierno. Desde el camino sale una huella de carros que se dirige hacia la cañada; Ignacio detiene los bueyes un poco antes de la bifurcación e interroga a Juan con la mirada. En ese momento se acerca un muchachito, cargando en la espalda media bolsa de aterciopelada harina. Calza ojotas, confeccionadas con restos de una cubierta de automóvil. Y hasta su sombrero, descolorido y deformado por años de constante uso —quizás ya era viejo cuando llegó a su poder— está manchado de harina. Se detiene junto a ellos y les saluda sin sonreír, levantando los ojos angelicales y tristes hacia lo alto, desde donde Juan y Silvia lo observan. — “Buenas tardes, don, ¿hay por aquí algún sitio donde podamos descargar la carreta y pasar la noche?” —“Sí, seor, por ái nomás, en la cañada, después de las casas grandes, hay un campito libre". eñala vagamente lo profundo de la depresión, y hacia allá se dirige la rechinante carreta empujada por las frías sombras del anochecer, mientras el muchachito, con su mancha blanca a la espalda, como un ángel crepuscular portador del pan y la mansedumbre, sigue su camino faldeo arriba, en busca de quién sabe qué hondonada, qué oscuro cañadón de los muchos que descienden de la cordillera, qué rancho pobre y solitario, donde la madre espera para preparar las tortas fritas o el guiso aguachento y chirle de la noche; y esperan los hermanitos escrutando la alta ladera con las caras irreconocibles bajo las costras de la suciedad, asomadas entre los palos de las paredes del rancho, presintiendo que muy pronto su lóbrego interior se llenará de un delicioso olor a fritura, y ellos se reunirán junto al fuego humoso observados por los perros desde la puerta entreabierta. Y Juan ve de nuevo, en el claroscuro de la apacible noche austral, al niño que vuelve la cabeza convertido en una blanca sombra, para verlos partir hacia el campito libre donde se quedarán aquel año; primero, bajo un techo de zinc, y más tarde, cuando se termina el dinero y enflaquecen los bueyes durante un duro invierno y hay que sacrificarlos antes de que mueran de inanición y vender por fin las chapas de zinc, protegidos por una tosca enramada al pie de la cual han excavado una profunda hoya, emulando la experiencia de los mineros, en busca de un poco del calor de aquella tierra helada. De allí, de los ahumados palos de la enramada, cuelgan las ristras de charque; unos pequeños trozos de carne ennegrecida, moteada a veces por los mínimos puntos de grasa que aun conservaban dentro de la piel los bueyes hambrientos. Pero la pobre gente sabe que ellos tienen el charque; los han visto prepararlo primero, y más tarde echarlo dentro de la olla, y han aspirado en el gélido aire de la media tarde, el salado olor de la sopa. Los hombres, aunque ya han trabado relaciones con los nuevos vecinos, pasan siempre de largo frente a la enramada. Acuciados por un secreto instinto de orgullo sólo se detienen a conversar con ellos lejos de la puerta y con breves palabras, como temerosos de provocar la sospecha de que desean ser invitados a esa comida casi inverosímil, en las

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64 frías tardes de un invierno sin pan y sin carne, durante el cual se mide cada cucharada de harina y cada pizca de yerba. Y sin embargo, un anochecer, cuando ha comenzado a soplar de nuevo el viento blanco, y el mundo circundante parece muerto y vacío, surge frente al rancho una figura blanquecina. No, no es un fantasma, es sólo una mujer. O, mejor dicho, una imagen a semejanza de una mujer; cubierta de trapos mugrientos, desde las burdas ojotas construidas con cueros podridos hasta la cabeza, que trata de proteger del viento y el frío mediante una matra innombrable, desciende trabajosamente hasta la profundidad del piso, solicitando permiso con voz apenas inteligible. Una vez Junto al fuego, sus manos, retorcidas y negras como garras, entreabren la matra que le cubre la cabeza dejando al descubierto un rostro esquelético cruzado en todas direcciones por miles de arrugas cortadas a cuchillo, donde los ojos son dos negros agujeros de los cuales ya ha desaparecido la vida, aunque el cuerpo se mantenga vivo. Solicita, con palabras monótonas y lentas, mirando al vacío, un poco de "charqui" que será devuelto sin falta a la primavera siguiente. Se ve en la “necesidá” de hacerlo porque la niñita se esta muriendo después de haber mascado los últimos pedazos de cuero. Mientras Silvia queda mirándola fijamente, helada de espanto, Juan le alcanza sin decir palabra, una ristra de charque. En cuanto el espectro desaparece, Silvia se hecha sobre los montones de cueros llorando desgarradamente. —“No es nada, Silvia, quédate tranquila, ya le dimos el charque. Esto suele pasar en el invierno, y hay que tener paciencia”. —“Sí, Juan, sabía que la gente muy pobre suele pasar muchas necesidades, pero nunca me imaginé que una niñita pudiera morir de hambre después de mascar los últimos pedazos de cuero, mientras los almacenes están llenos hasta el techo, de comestibles. Por lo menos allá, en Chos Malal, no había tanta nieve y cada uno tenía su majadita de ovejas o su piño de chivas”. an pasando las semanas y llega una noche en que los tres se encuentran reunidos junto al fuego mortecino; en el plato enlodado se enfría el último trozo de carne junto a un resto de pan duro. Ignacio fuma lentamente saboreando el humo de las preciosas hebras de tabaco rascadas del fondo de la bolsita, mientras los otros dos hermanos miran fijamente las ascuas temblorosas. —“Comete eso, Silvita, antes de que se enfríe” —dice Juan, sin mover la cabeza—. —“No quiero nada” —responde ella simplemente—. Ignacio se levanta y saltando ágilmente hasta la puerta, desaparece en la noche. Ellos escuchan cómo su largo silbido es llevado y confundido por el viento con sus propios aullidos. —“Es lo último que tenemos, Silvita —insiste Juan—. No dejes que se enfríe inútilmente” Silvia contesta, moviendo apenas los labios: —“Yo no podría comerme eso ahora, Juan; esta tarde murió la niña de doña Luisa”-“La gente siempre muere en el invierno, sobretodo los niños. ¿Que vamos ha hacer, Silvia? Nosotros dimos todo lo que pudimos. Esto es lo que nos queda” —añade, señalando el plato con un movimiento de cabeza. Por fin, Silvia parece despertar a la realidad, y mirándolo de frente, dice con una voz dura, que trasunta una inconmovible determinación: —“Mañana me voy, Juan”. Juan la mira a su vez, absorto y consternado. —“Y ¿adonde vas a irte?” —“A Chos Malal, a emplearme de sirvienta”. l se pone de pie, impulsado por un sentimiento de protesta y va a responder que ella no debe abandonarlos, cuando de pronto aparece en sus pensamientos la imagen exacta de lo que significa un empleo de sirvienta; una cama en un cuarto, que por miserable que sea nunca se aproximará, en su miseria y soledad, aun en la oscuridad y con las vinchucas removiéndose sordamente entre la paja del techo, a esa cueva helada y húmeda donde ellos viven, sólo llena de humo y de un desventurado amor fraternal, impotente para remediar el hambre y el desamparo. Y significa también la comida segura todos los días y todas las noches, aunque sean las sobras de los platos, y algunas ropas de desecho de la señora o las señoritas de la casa. Silvia tenía razón, debía haberse ido mucho antes, después del primer invierno, cuando les fracasó el trabajo del lavadero debido a la falta de agua y debieron gastar los últimos pesos en comestibles y más tarde empeñarse con el bolichero, que finalmente se quedó con las chapas de zinc y los cueros de los bueyes sacrificados. Al día siguiente están Silvia y Juan parados junto al camino, esperando el paso de un camión, tal vez el último en muchos días, porque la Cordillera del Viento amenaza con la última tormenta del invierno. Un sol opaco y débil arranca fugaces luces incoloras de los cantos rodados; el viento mece suavemente las castigadas matas espinosas que señalan el comienzo de la desolación hacia lo alto. Llega el camión, un viejo Internacional cargado de barriles vacíos. —“No va a poder viajar arriba —dice el conductor—, en la cabina entramos tres”. Silvia se sienta del lado de la puerta, junto al acompañante. La ventanilla no tiene vidrio y por allí penetrará, cuando lleguen a lo alto, el agua helada y el viento de la tormenta. Juan se quita instintivamente el ponchito que lleva liado al cuello, y se lo tiende a su hermana. —“Tomá, Silvita, hace frío allá arriba”. —“No lo quiero, Juan” — “¡Tomalo, te digo! Adiós, hermanita, cuídate mucho”... El camión arranca y comienza el ascenso de la larga cuesta. Juan lo ve aparecer y desaparecer por las curvas del faldeo, como un gigantesco escarabajo verde. Por fin se pierde en la bruma de lo alto, y hasta el poderoso rugido de su motor se apaga en la densa cortina pluvial de la tormenta desatada... espertó súbitamente al frío del amanecer, encontrándose en la casa de Dionisio, cercana al Lileo. Sentía un agudo dolor en el pie herido. Siempre solía dolerle allí cuando recrudecía el frío o se estaba mucho tiempo quieto sin la protección del calor. No había dormido, en realidad; pero esa larga sucesión de imágenes terminaba de retrotraerlo de una región profundamente solitaria y silenciosa colindante con el sueño. El perro dormitaba entre sus piernas. Por la ventanita filtrábase una tenue claridad lechosa proveniente de la inmensidad crepuscular. La silueta de los álamos aclarábase lentamente, y sus copas, agudas como agujas de obeliscos de jade, próximas a teñirse con las gotas doradas del amanecer, parecían vibrar ante la expectación del naciente. Juan

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65 desentumeció sus piernas y seguido por el perro salió de la cocina. Lo recibió la fresca brisa de la aurora que arremolinaba los halos invisibles de la tierra. El hombre adelante, y el perro atrás, comenzaron a descender lentamente hacia el Lileo, como empujados por el impulso inmemorial de recibir el día purificados por el agua. Tenues joyas de luz resbalaban imperceptiblemente por los troncos, y a sus pies, las briznas de hierba sobrecargadas de rocío reproducían los primeros destellos siderales. Baló una oveja en la distancia y respondióle el viento con el susurro general de los campos y el follaje; el perro levantó la cabeza, las orejas enhiestas y los ojos entornados ante aquella enunciación de movimientos y sonidos. Ya no cesaban las lejanas ondulaciones de los pastos, y ante los empujes del aire transformado en fuerte brisa, sacudiéronse los ramajes de los árboles y el agua plateada mojó abundantemente la tierra en sus alrededores, interrumpiendo la uniforme distribución morada de la hierba, con grandes manchas luminosas. os sentidos de Juan fueron abriéndose poco a poco ante aquel unísono despertar de la vida, y su dolor y su angustia, sobrepasando los límites de su espíritu parecieron desbordar hacia el amanecer y ser absorbidos por éste como la tierra absorbía invariablemente las menudas gotas de rocío. “Silviiiiitaa”, decía el viento encrespando las hierbas y doblegando los matorrales y las copas de los árboles bajo la celeste enunciación de la mañana, como para que devolvieran a sus raíces la humedad del espacio en el eterno juego de la circulación y el florecimiento. “Silviiiiiiitaa”... rebotaba en los oscuros contrafuertes de las montañas, llegando como un eco hasta el bajo por donde transitaban el hombre y el perro, ya iniciados, desde el instante de nacer en las penurias de la vida y de la muerte y no obstante, siempre trastornados por el dolor ante cada nuevo golpe de ese poder desconocido. “Siilviaaaaa”... murmuraban los minúsculos arroyitos que desaguaban en el Lileo, saltando por entre las piedras y la pronunciada pendiente de sus márgenes; la corriente hundida en su profundo tajo y el uniforme rumor de los animales que despertaban comunicando al día la voz de su inconsciente felicidad. El nombre y la imagen se dispersaron en el aire y entre las breñas; en cada rama que estremecía el viento y en cada piedra infatigablemente pulida por las aguas. uan se arrodilló junto al arroyo y hundió en la espumosa corriente las manos y la cabeza. Se enderezó luego y levantó los ojos hacia el limpio espacio. Su contemplación duró el tiempo de mil pensamientos e ideas entrecruzadas, hasta que los bajó otra vez, sin resignación, y posó la mirada en la tierra impasible.

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e un lado estaba el Lileo, cuyo espumoso y serpenteante caudal distinguíase en forma discontinua debido a las desiguales barrancas de sus márgenes, y del otro lado el pronunciado faldeo que conducía a lo alto de la loma desde donde lográbase una vastísima visión de los terrenos en declive hasta la suave lejanía morada de los bajos del Neuquén, más allá del cauce del Nahueve. Sobre aquella misteriosa línea, oscurecida por la distancia, del gran río, recolector de todas las aguas de la cordillera en esa latitud, aparecía la meseta de Andacollo. Allí se encontraba el pueblito minero representado, para el observador ubicado en las altas lomas del Lileo, por una angosta faja de arboleda, verde o azul, según la plenitud del sol en el espacio y el avance de las sombras. Rara vez iba Juan al pueblo y puede decirse que su vida transcurría íntegramente dentro del estrecho valle del Lileo, en Los Miches. Ni siquiera tenía motivos para subir al filo de la loma, fuera de las pocas ocasiones en que algún cabrito desprendíase del piño y huía hacia esas alturas, cuando al atardecer iba él acompañado por el perro para arrearlos de vuelta al corral. Y aun entonces no necesitaba llegar a lo alto para hacer regresar al remiso animal; Tropero, con un exagerado despliegue de dinamismo y ferocidad, encargábase en pocos minutos de reintegrarlo, quejumbroso e inquieto, a la majadita en descenso. Todos los movimientos que ellos realizaban eran seguidos atentamente por Gabriel desde la puerta del rancho. Juan no le permitía acompañarlo todavía, porque el faldeo era empinado y estaba escalonado por innumeras piedras sueltas, arrastradas en las avenidas del invierno, y el niño podía, en la inseguridad de sus pocos años, perder pie y rodar cuesta abajo. Y cuando ya los primeros animales llegaban al comienzo del pequeño valle, Gabriel salía alegremente a su encuentro y trataba, a su manera, de ayudar a encerrarlos en el corral. Claro que esta manera, consistente en arrojarles piedras pequeñas y palitos, distaba mucho de ser efectiva y en la mayor parte de los casos solo conseguía desbandarlos ofreciéndoles una oportunidad para que pudieran escapar soslayando la casa y los corrales en un amago de corrida hacia el Lileo, que prontamente era sofocada por la infatigable ubicuidad de Tropero, capaz él solo de encerrar la majada entera si le hubieran permitido emplear todo su instintivo rigor. Juan dedicábase con ardor a la tarea de hacer la casa cada vez más cómoda y abrigada, no para él, sino para el niño, a quien amaba de la misma manera que habría amado a un hijo, y como su padre los había amado a ellos tres, trabajando infatigablemente por su precario bienestar. Y lo hacía tratando de no pensar mayormente en el futuro, aunque estaban presente en su conciencia dos preocupaciones imposibles de relegar al olvido; su hermano, a quien alguna vez esperaba volver a ver, y el misterio de Dionisio, cuyo paradero ignoraba. Respecto a su hermano, entendía que el caso presentábase claro; había huido cruzando la frontera, con Malvina y el oro del padre de ella, y debía encontrarse en algún lugar de Chile, quizás muy lejos de allí, aunque no olvidado de él, su hermano, —eso no lo podía aceptar— y de la Silvita, de cuya muerte no podía estar enterado. Pero en cuanto a Dionisio, la situación era muy diferente; no solo nadie tenía noticias de su paradero, lo que resultaba en cierto modo natural, tratándose de un prófugo en un país extranjero, sino que una sola persona parecía haberlo visto con vida; el solitario habitante del rancho al cual había llegado luego de arrastrarse durante una larga noche de dolor, quien lo condujo a un puesto de invernada, sobre la frontera, y allí lo atendió hasta que, ya en posesión de sus fuerzas, pudo atravesar los hitos e internarse solo en el territorio desconocido y aun menos poblado que esos campos entre los límites fronterizos y Andacollo. Pero el enigmático y solitario poblador de la región de Cajón Nuevo había negado escuetamente su participación en el hecho cierta vez que Juan aventuró una pregunta en ocasión de encontrarlo camino del poblado. El no había insistido porque, o el hombre podía decir la verdad, o la negativa tenía origen en la necesidad de evitarse inconvenientes con la policía del destacamento de Andacollo, siendo necesario terminar con el rumor antes de que este llegase a oídos del comisario. Y la única arma que el hombre poseía contra aquellas extrañas y conmovedoras noticias del fugitivo ensangrentado arrastrándose ya más muerto que vivo por los pedregales durante una larga noche de agonía hasta llegar al rancho donde fuera recogido, era negar toda vinculación con el prófugo, asegurando que “jamás le había visto la cara a ese tal Dionisio”. “Puede ser que en la oscuridá...” —murmuraba alguno irónicamente—. La historia era repetida cuando los viajeros encontrábanse de paso en los sinuosos desfiladeros; murmurada junto al mostrador de los almacenes de ramos generales, y en los corrillos en torno al fuego en las noches desapacibles, cuando el viento arrachado removía furiosamente las fogatas levantando grandes llamaradas y arrancaba de los leños miríadas de chispas que caían sobre las ropas de los presentes. Y ellos, en su humana rememoración pensaban con sencilla emoción en el valiente poblador de Los Miches dispuesto a morir en la turbulenta avenida del Lileo antes de perder la libertad. Y las palabras de recuerdo asomaban a sus labios, siendo poco a poco transformados con el aditamento de las más atrayentes confidencias recogidas al pasar por caminos, ranchos y boliches. E intensificado el interés por el tiempo transcurrido, sin tenerse del protagonista del drama ninguna noticia, estos recuerdos agigantábanse poco a poco hasta adquirir en la inocente credulidad de sus espíritus, propensos a toda clase de supersticiones, la fuerza de un mito, en el cual el hombre resucitaba de las aguas y desnudo y sangrante atravesaba la noche helada y los campos desiertos, sabiendo que debía desdeñar los ranchos cercanos para hallar salvación sólo en aquel puesto de veranada y su solitario morador, hasta poder más tarde atravesar la frontera, con miras a una misteriosa y heroica acción posterior, cuya finalidad nadie lograba comprender. omo pasaran las semanas y no se descubriera en todo lo largo del Lileo y el Nahueve, donde desaguaba el primero, y del Neuquén, colector del engrosado caudal del segundo, nada más que el caballo muerto y algunas ropas, presumiblemente pertenecientes a Dionisio, la gente se afirmó en sus creencias de la resurrección del hombre completamente limpio de sus vestiduras y sus deudas con la vida, aunque no privado de sus crueles heridas y dolores. Y si bien una parte de ella creía que de un momento a otro el ánima de Dionisio comenzaría a vagar por los alrededores del lugar de su muerte y de su vida, principalmente las mujeres, la mayoría de los hombres le daban al resucitado otro destino menos inútil, como era ese de vagar eternamente por los campos desolados, asustando a los viajeros con sus resplandores fantasmales durante las noches, y esperaban para un lejano

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67 futuro que algún importante suceso les diera al fin la razón. Quizás esa mesurada seguridad del acto heroico que debería fatalmente realizar aquel ser mitad hombre, mitad fantasma, era la inconsciente esperanza jamás perdida y oscuramente transmitida de generación en generación integrando la herencia de la raza, cuyo fundamento fuera en otros tiempos la constante acción de la guerra, de que al fin la monotonía de la vida en la que poco a poco perdían los últimos rastros de su indómita sangre nómade, sería rota siquiera por un acto valeroso, donde uno de los suyos, como sucedía de tarde en tarde, demostrara de alguna manera con su heroísmo que era la encarnación de los antepasados, aunque ya para esa época tuvieran una idea vaga y deslucida de lo que en realidad habían sido sus dioses y sus antepasados, fuera de las pocas leyendas dificultosamente extraídas de la memoria de los más viejos araucanos desperdigados por las montañas, capitanejos y guerreros en la juventud, que se vanagloriaban de conservar la pureza de la sangre. Y, sin embargo, algo había; un recuerdo, un relato escuchado hacia el fin de la niñez o en la primera juventud, un arma conservada por los padres, unas antiquísimas espuelas de plata que a pesar de la indigencia en que se encontraban no habían sido vendidas ni lo serían mientras persistiera esa pequeña certeza, muchas veces inexplicable, de que estaban ligados a un venturoso pasado capaz de relacionarse con un futuro tal vez menos doloroso y miserable que ese instante presente de sus vidas. Pero justamente, de quien la gente menos se acordaba, ese era el señalado para producir aquel suceso extraordinario cuyo recuerdo debía perdurar durante mucho tiempo en sus apacibles memorias, engrandecido por multitud de sucesos sólo posteriormente conocidos, porque el héroe no pudo relatarlos en el silencio de su afonía. ncontrábase el verano en su apogeo; altas y jugosa hierbas ondeaban en el valle del Lileo a cada soplo del viento templado por el sol a través de su vuelo por cumbres y laderas limpias de nieve; las noches eran tibias y los placeres auríferos prometían un buen rendimiento. En los asadores la carne sabrosa chorreaba su grasa sobre los fulminantes chasquidos del fuego junto al cual reuníanse los peones y mineros, sonrientes y habladores como nunca, haciendo circular la bota de vino tinto. A pesar de su proverbial tranquilidad exterior, Juan no participaba de esa común alegría del verano, y cada día más inquieto y triste por la falta de noticias de su hermano y el padre de Gabriel, habíase abstenido de trasladarse a Andacollo para trabajar en los lavaderos, considerando que allí, en Los Miches, se encontraba mucho más cerca de la frontera, y con posibilidades de acudir en cualquier momento. n amanecer del mes de enero, Juan terminaba de levantarse y disponíase a encender el fuego, removiendo las cenizas en la hornalla, cuando oyó distintamente, en el grávido silencio del valle, el sordo rumor de un caballo a todo galope. .Miró primero por la ventanita, y vio que el jinete dirigíase en línea recta hacia la casa. Por la forma que espoleaba a su cabalgadura se adivinaba en él una extrema ansiedad, quizás acentuada ante la vista de su destino. Precedido por Tropero salió rápidamente de la cocina; los ladridos de éste confundiéronse con los gritos del recién llegado. Juan reconoció en él a un vecino de Tierras Blancas, un puestero cuidador de animales ajenos por la carne y los vicios mensuales. Antes de que su endeble y flaco caballo reluciente de sudor y espuma detuviera su galope, el hombre saltó a tierra señalando hacia el norte y gritándole que su hermano encontrábase acorralado por una partida del destacamento de Andacollo, detrás de las lomas, en las cercanías de Tierras Blancas. Sin exigir aclaraciones, Juan tomó el freno de su montura y corrió hacia el corral. Por suerte había encerrado el caballo durante la noche. No se detuvo a ensillarlo y montando en pelo, urgido por el emisario que ya se le adelantaba a todo galope, salió tras él sin acordarse del niño, inocentemente dormido y ajeno a la tragedia que los hombres iban a consumar bajo la limpidez abismal de aquel amanecer del mes de enero. Tropero, quizás avizorado por su instinto de la tragedia impostergable, corría junto a su amo, alelado y silencioso. Atravesaron el Lileo levantando nubes de agua y asustando a los pájaros despiertos en sus orillas, que echaron a volar con fuertes gritos. Y aquellos anhelantes cantos unidos al desapacible rumor de los cascos de los caballos obligados a galopar sobre los otros duros cantos rodados y las hirientes desigualdades de las laderas pedregosas, anunciaban que esa nueva aurora, a pesar de sus hondas resonancias y dorados fulgores sobre el horizonte, semejantes en todo a la de otras innumerables pasadas y futuras, era, sin embargo, diferente, por lo menos para aquel momento del tiempo y de la tierra velozmente galopada, y que la diversidad de las pasiones humanas, odio, amor, sacrificio, generosa intrepidez, iban a desatarse en un momento dado, en una mínima hondonada, teatro de dos vidas consumadas con toda la gloria correspondiente a una muerte heroica por ambas partes. Entre sus rojos resplandores aclarábase el espacio bajo la influencia del primer rayo de sol. Desde lo alto de la loma distinguíase la sangre aguada del amanecer corriendo calladamente por el Lileo hacia el encuentro de un cielo abierto en la inminente llanura del Nahueve. Pero Juan no se volvió para verlo; echado sobre el cuello de su cabalgadura, castigándolo con el sobrante del cabestro, dejaba atrás poco a poco el extenuado caballo del emisario, quien trataba inútilmente de reanimarlo con gritos agudos y atroces interjecciones. Ya desaparecía el bajo y sólo alcanzaba la mirada la lontananza de la cordillera; ya corría la sinuosa explanada de arena y matas espinosas extendidas entre Los Miches y Tierras Blancas como una vertiginosa cinta bajo las patas de los caballos. De pronto el aire quieto del amanecer se agitó con el ruido de varios disparos alternados. Juan dio vuelta la cabeza para mirar a su acompañante, en el instante en que sobre las cimas relampagueó el primer rayo de sol. El puestero, desde cien metros atrás, agitó los brazos señalando una loma frontal. Hacia allá enfiló su caballo, que trabajosamente empezó a subir por el empinado faldeo rocoso. Pero, en mitad de la ascensión, cayó de rodillas dejando escapar un ronco relincho. Juan lo castigó sin piedad, uniendo el trenzado cabestro a la fuerza de su puño sobre la sudorosa cabeza gacha. Desde el momento de la partida tenía el pensamiento en blanco; sólo lo acuciaba una tremenda furia por llegar antes de que fuera demasiado tarde. Mientras se escuchaban otros disparos de máuser, ahora muchos más cercanos, el animal consiguió sostenerse otra vez sobre sus patas y continuó subiendo, pero cayó de nuevo cincuenta metros antes de llegar a la cima. Juan desmontó entonces y ágilmente trepó hasta lo alto. Al llegar al filo de la loma le dio en el rostro una fuerte racha de viento fresco, que consiguió despejar su cabeza instantáneamente. De un solo vistazo dominó la situación; allá abajo, por un pequeño valle abierto hacia el oeste, galopaba un jinete acosado por cuatro policías. El caballo del perseguido estaba terminado, notábase en su desigual y tardo galope, y resultaba evidente la intención del hombre de llegar a un grupo de rocas desde donde podría afrontar bien resguardado a la partida policial. Las crines de los caballos hondeaban como banderas doradas al viento creciente de la mañana, y relucían heridas por el sol, las armas y los metales de hombres y monturas. Juan calculó rápidamente que descendiendo sesgadamente podría alcanzar las rocas donde trataba de refugiarse su hermano casi

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68 al mismo tiempo que él, y con muy poca ventaja sobre los perseguidores. Pero en el instante que comenzó a correr cuesta abajo, partió un disparo del grupo de los policías y el caballo de Ignacio rodó mortalmente herido, despidiendo a su jinete. Este, sin embargo, luego de unos segundos de inmovilidad, pareció reponerse; se arrastró hasta el animal que movía las patas en el aire, y tomó su fusil caído junto a él. Juan había cambiado instantáneamente la dirección de su descenso y corría en línea recta hacia abajo, balanceándose grotescamente a causa de su cojera, y gritando con los dos brazos levantados para llamar la atención de su hermano y detener a los policías. Pero en pocos instantes de demencia se consumó la innecesaria tragedia, sin que nadie le prestara atención. En el momento en que Ignacio levantaba trabajosamente el Winchester, tirado sobre un costado, se oyó la recia voz del cabo Mistoy, sobreponiéndose al rumor del galope de los caballos y resonando en el angosto valle: —-“¡Me lo agarran vivo!”. Inmediatamente, Ignacio disparó, sobre la partida, sin apuntar, y se vio caer a un hombre. Los restantes ya estaban sobre él y uno de ellos, que avanzaba con el sable en alto, lo bajó con tremenda fuerza sobre su cabeza. El cuerpo inerte de Ignacio quedó bajo las patas del caballo enardecido, y entre ellas se arrojó Juan, que llegaba en ese instante, y cubrió totalmente el cuerpo de su hermano con el suyo propio. —“¡Hermano, hermano!” —gritó apretando entre sus manos la cabeza sangrante. Pero Ignacio no podía responderle; aún vivo, con los ojos abiertos, estaba totalmente paralizado por el sablazo que le había destrozado un costado de la cabeza. Lo miraba a Juan fijamente, y, a pesar de la extrema lucidez y vertiginosa coordinación de sus pensamientos, no podía decirle una sola palabra. ermanito, ¿qué podré hacer para que me perdones? Aunque ahora sería justo decir que ya no hay nada de importancia, yo quisiera por lo menos poder beberme esas lágrimas que estás derramando por mí y que a lo mejor no me merezco. Si tuviera que explicarte porqué vendí la pertenencia y me fui con Malvina y ese oro que me parece le pertenecía tanto como a su padre, el turco Alí, no sería capaz de hacerlo. Pero nos fuimos una noche en la que vos estabas en Chos Malal visitando a la Silvita. Después me di cuenta de que no fui justo con ella porque hizo con su hombre lo mismo que la Malvina conmigo, y yo descubrí un día que eso es amor. Anduvimos toda esa noche, dejándonos guiar por el instinto de los caballos, una vez que atravesamos el Nahueve, siempre hacia la frontera, y a media mañana llegamos al paso de Buta Mallín. No nos paramos a mirar lo que dejábamos atrás y seguimos la primera huella que se nos presentó. Por allí nos internamos en los inmensos bosques de Chile. Hasta entonces ni yo ni ella sabíamos lo que era un bosque y nos sentíamos casi atemorizados ante el silencio y la grandeza de los árboles enormes. Al atardecer llegamos a un rancho donde vivía un hombre muy viejo con su familia, y nos quedamos a pasar la noche. Ellos son tan pobres o más que nosotros, nunca ven una moneda y todos los trabajos de arrieros en los fundos o peones en los aserraderos, se pagan con puñados de harina o de yerba, y casi no conocen el gusto de la carne. Durante la larga noche alrededor del fogón me di cuenta de lo que debía sentir Malvina rodeada de esas caras tan sucias y tan flacas como pocas veces vi en mi vida. Como allí no había nada que comer fuera de unos pellejos de chivo rancio, sacamos lo que llevábamos nosotros y les ofrecimos a ellos. Al principio, las criaturas nos miraron y se miraron entre ellos con miedo, y hasta hicieron ademanes de retirarse a los rincones más oscuros al ver las cosas que les ofrecíamos. No se animaron a tocarlas ni dijeron una sola palabra sobre esas extrañas comidas, que después de todo no eran más que unas sardinas y dulce de membrillo. Y no se hubieran decidido ni siquiera a olerlas si yo no hubiera insistido, aunque no tenia muchas ganas de hacerlo al ver la cara de repugnancia de Malvina ante la situación, y si el viejo, que más parecía un animal con sus piernas arqueadas y sus manos retorcidas como garras, no hubiera probado aquello llamando a la mujer; un ser todavía más horrible y empequeñecido que él. Este fantasma cubierto de harapos empezó a comer, y le lagrimearon los ojos, no sé si por el humo del fogón al que ellos ya debían estar acostumbrados, o porque hacía años que no comían nada bueno. Entonces llegaron las criaturas y al verlos llevarse a la boca los pequeños trozos de sardina, la galleta y el dulce, con apresurada inquietud, como si tuvieran miedo de que de pronto sucediera algo imprevisto, por primera vez en mi vida, desde aquella noche en que sentí gemir al viejo antes de morirse, desde afuera de la casa, después de haber ido a buscar inútilmente al médico a Chos Malal, me di cuenta que una nueva furia iba llenándome por dentro; en ese momento, te juro hermano, hubiera matado a cualquiera por una insignificancia. Así que nos fuimos antes del amanecer, sin haber dormido, dejándoles casi toda la comida que llevábamos, un poco amargados pensando en lo que nos esperaba entre esa miserable gente. Ya durante el segundo día de viaje empezamos a hablar con más confianza y por la noche dormimos abrazados bajo unos árboles. Por la mañana siguiente, Malvina se lavó y se peinó junto a un ojo de agua, casi completamente desnuda, mientras yo vigilaba que no llegara nadie, aunque eso era inútil porque los bosques aquellos parecían deshabitados. Me asombré al descubrirle nuevas hermosuras. En los días siguientes pensé que mi sentimiento era, indudablemente, más que la alegría de tener todas las noches una buena hembra, un verdadero amor. Malvina también me quería, lo supe enseguida, y desde ese momento vivimos los más felices días de nuestras vidas, según ella misma lo dijo una noche. Durante semanas y semanas fuimos avanzando lentamente hacia el suroeste, buscando algún lugar donde establecernos; teníamos suficiente dinero como para pensar comprar un pequeño fundo y vivir allí tranquilos para siempre. Todos los lugares donde parábamos eran insignificantes caseríos como Los Miches o Cayanta; en todos ellos había un puñado de hombres, mujeres y niños que más parecían fantasmas hambrientos que seres humanos, y dos o tres huasos que los hacían trabajar despiadadamente, a su vez por cuenta de otros. Nunca nos quedamos en esos lugares más de diez o quince días, porque si bien esos pobres seres eran humildes y pacientes, yo temía enceguecerme y cometer un crimen ante tamaña injusticia y crueldad. Pero un día debimos detenernos al fin; Malvina estaba preñada y era necesario construir un rancho donde esperar la llegada del niño. Yo trabajaba desde el amanecer hasta la noche y ella me ayudaba en lo que podía. Por allí no existían alambrados, y sí algunas enramadas habitadas por gente que se quitaba humilde y silenciosa los sombreros al vernos pasar. Eran desmontadores de rollizos; lo hacían durante toda la temporada y más también, hasta los límites máximos del invierno; empapados por las lluvias heladas, enterrados hasta las rodillas en las capas de barro y hojas podridas de los bosques, con las manos encallecidas como cueros, calzando sólo ojotas, como nosotros los mineros, pero con mucho menos dinero y libertá, para poder comer apenas durante los meses de trabajo y morirse luego de hambre, en el invierno. Allí, en el faldeo de una montaña cubierta de vegetación sólo penetrables para aquellos hombres oscuros y silenciosos como sombras; donde no se escuchaba siquiera el sonido

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69 del hacha mordiendo los troncos porque la profundidad del bosque apagaba todo rumor, todo grito, construimos nuestra casa. Había un arroyo cercano y pasto suficiente como para que pensáramos en comprar una vaca con un ternero. Para esa época ya nos habíamos confiado todo lo que pensábamos. Aunque ella consideraba que ese oro le pertenecía por los años trabajados junto a su padre, sirviéndole no sólo de ama de casa, sino también de dependiente, estuvimos de acuerdo que cuando nos fuera posible lo íbamos a devolver. De la pertenencia no hablábamos, porque yo había hecho una venta legal cobrando nada más que una parte de lo estipulado, y la justicia no podía hacerme cargos. Malvina hallábase encantada de vivir así, dentro de ese hermoso bosque. Me decía que la vida había tomado para ella un aspecto completamente distinto y que no deseaba ya poder llegar a vivir alguna vez en Buenos Aires, o, por lo menos, en una ciudad como Bahía Blanca o Neuquén, me aseguraba que la mujer recién tiene verdaderamente conciencia de lo que es y de lo que significa la vida, cuando se ha dado a un hombre por amor y va a tener un hijo de él. Yo también había cambiado tanto como ella, y si antes la figura de una mujer preñada me producía risa y desprecio, entonces la miraba a Malvina y sentía que era algo hermoso, aunque no pudiera explicarme por qué. Una noche, semanas antes de lo calculado, Malvina se despertó con fuertes dolores. Su instinto de mujer le decía que iba a dar a luz de allí a pocas horas. Yo, acordándome del viejo y de su fe en la ciencia de los hombres, y también al insistente pedido de Malvina, decidí ir al poblado a buscar un médico. Y si no lo había, una comadrona que alguien de allá pudiera recomendarme. No era más que dos horas de buen galope. Y había que hacerlo de cualquier manera, porque ni ella ni yo sabíamos cómo se atendía un parto. ¿Por qué no se me ocurrió a mí confiar mas bien en esa gente que vivía en las enramadas, donde había mujeres que ya habrían tenido una docena de hijos?. No sé. A lo mejor en el apuro no me paré a pensar en eso. O fue, simplemente, que el destino ya lo había arreglado todo; nuestra huida y nuestro amor, y también nuestra tragedia. Ensillé sin perder tiempo y salí a todo galope. Llegué al pueblo poco después del amanecer. De averiguación en averiguación, descubrí que el único doctor, a quien todos nombraban con temeroso respeto, no se dedicaba a atender enfermos. Sin embargo, en mi falta de experiencia de la vida, olvidándome de todo lo que había visto desde que cruzáramos la frontera, y diciéndome que lo sucedido aquella noche en que galopé inútilmente hasta Chos Malal en busca de un médico para el viejo, no tenía que repetirse otra vez, fui a golpear en la puerta de la casa del doctor, la única de buen aspecto que existía en el pueblo. Me atendió un hombre de cara maligna, que me preguntó cómo me atrevía a molestar a esa hora de la mañana. Cuando le dije que necesitaba urgentemente hablar con el médico, por un parto, el hombre se rió en mi cara con toda su boca, dejando al descubierto sus dientes corrompidos. La sangre se me subió a la cabeza, pero me contuve pensando en ella, y volví a pedir permiso para ver al doctor. Entonces, el hombre dejó de reír de golpe y salió insultándome y trató de empujarme. Como yo me esquivara, levantó el rebenque que había llevado hasta ese momento escondido detrás de la cintura, y me cruzó la cara. Sacar el cuchillo y hacerle soltar el rebenque de un feroz planazo en la muñeca, fue para mí cosa de un segundo, durante el cual no pensé en las consecuencias que eso me podía significar; todavía yo no había descubierto del todo las costumbres del país y no imaginaba que existieran hombres dueños de la vida de los habitantes; no sólo de un pueblo, sino de toda la región. El hombre aquel, que resultó ser una especie de capataz, gritó y enseguida aparecieron hombres armados que, a golpes, me desarmaron y sujetaron. En el momento en que me ataban los brazos con un lazo, a pesar de mis protestas, se oyó una voz ronca y autoritaria en el interior de la casa, y enseguida apareció un hombre muy bien vestido. Me di cuenta que debía ser el famoso doctor, porque todos callaron y se quedaron inmóviles. Tenía el rostro colorado, el cuello muy grueso y sus o] os pequeñitos, parecían los de una culebra. Entendí instantáneamente que no podía esperar nada de él. Y, sin embargo, cuando dijo, dirigiéndose al capataz, “llévatelo y que lo metan en el calabozo para que aprenda a respetar”, no pude contenerme y alcé la voz para explicarme. Pero el capataz se volvió y me propinó unos golpes terribles en la boca con el cabo del rebenque, y apenas me di cuenta que me arrastraban entre varios y me echaron dentro de un cuarto oscuro y maloliente. Cuando recuperé del todo los sentidos, comencé a pensar en Malvina con desesperación; ¿qué sería de ella?, ¿Cuántas horas habrían pasado ya de la mañana?. En el calabozo no entraba luz por ninguna parte y apenas se podía respirar del olor pestilente que subía del suelo. Además, como me echaron dentro, sin sentido, tenía las ropas y la cara sucias de porquerías. Descubrí la horrible hinchazón de mi boca y mi nariz, cuando quise escupir la sangre pastosa que tenía entre los labios. Pero todas esas molestias desaparecían ante la desesperación de pensar que mi Malvina estaba sola, quizás próxima a dar a luz sin nadie para ayudarla. Debía salir de allí costara lo que costase. Girando lentamente y golpeando las paredes con los pies, ya que tenía los brazos atados a la espalda, di por fin con la puerta; era de madera y resonaba profundamente. Primero golpeé despacio para no aumentar el odio y la crueldad de esos hombres, pero al fin, como nadie llegaba y ya no tenía idea de la hora que podía ser, me di a patear los tablones con creciente furia hasta que se abrió la puerta y apareció un policía de rotoso uniforme con un gran rebenque en la mano. Me amenazó y me insultó con voz aguda, pero no pareció dispuesto a pegarme. En un segundo de respiro que se tomó, le rogué humildemente que me dejara hablar con el señor comisario. Las palabras “señor comisario”, junto a la humildad con que fueron pronunciadas, parecieron causarle buena impresión y me contestó que, aunque el señor comisario no estaba para atender a rotos vagabundos como yo, vería si se mostraba dispuesto a escucharme cuando llegara. Así que debí resignarme y me apoyé contra la pared, envuelto en la oscuridad y mareado por las pestilencias y los golpes en la cara, a esperar que alguien se acordara de que yo estaba allí. No puedo decirte lo que sufrí en esas largas horas durante las cuales no sabía si era de día o de noche, y si mi Malvina había salido sola del trance o ya estaba muerta. Por fin se abrió la puerta y apareció el mismo policía, quien me ordenó que lo siguiera. Aunque apenas podía estar parado, lo hice mediante un gran esfuerzo. Recorrimos un corredor hasta llegar a un cuarto donde el comisario estaba sentado ante un escritorio. Me dijo que sabían que había construido mi rancho en el bosque, sin solicitar permiso a nadie, y que salía en libertad gracias a la magnanimidad del doctor, pero que me aprontara a marcharme para siempre del lugar. No me importó que no me devolvieran el cuchillo ni el dinero que llevaba en los bolsillos, porque el de mango de asta de huemul lo había dejado en la cocina. Pero me entregaron el caballo y la montura. Cuando salí afuera me quedé asombrado al comprobar que recién empezaba la mañana. Enseguida descubrí, con horror, que era otra mañana, y que ella por consiguiente hacía más de un día que estaba sola. Ensillé temblando de rabia y debilidad, y montando partí a todo galope. Como conservaba las espuelas puestas, y el caballo era un magnífico media sangre comprado semanas antes a buen precio, fue una carrera endiablada.

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70 Trastornado por la desesperación y el mareo de la debilidad, sin contar el dolor, que me abrasaba toda la cara, creía que podía salvar a Malvina si llegaba un minuto antes de lo antes posible. Así que cuando divisé la casa, le chorreaba al caballo, desde la panza, una espesa mezcla de sangre y espuma. Me di cuenta de ese detalle al desmontar frente a la puerta cerrada, a pesar de la angustia que me apretaba la garganta, y me condolí del pobre animal”. a casa estaba enteramente silenciosa y con todas sus rústicas puertas y ventanas cerradas. Solo se oía, desde la profunda lejanía del bosque, el canto de un animal extraño, del mismo animal que en noches pasadas a la intemperie había hecho temblar a Malvina, porque jamás lo pudimos ver perdido entre la maraña verde y herrumbrosa de ramajes que se encontraban muy lejos de las huellas recorridas por nosotros. ¿Por qué pensé en todos esos detalles en el instante de incertidumbre en que me detuve frente a las puertas y ventanas cerradas? ¿Por qué vi con innecesaria y desesperante claridad que la transpiración, la espuma de los belfos y la sangre de las heridas abiertas por las espuelas en la panza del caballo, le chorreaban lentamente por las patas delanteras, transformadas en una espesa viscosidad rosada, y que en uno de los troncos del frente de la casa había un nudo extraño que me hacía recordar al rostro de alguien?. No sé por qué, pero sí estoy seguro que en ese momento de indecisión tuve miedo de romper el pesado silencio de la mañana deshabitada para gritar. “¡Malvina, Malvina!”. Pero solté el cabestro y lentamente empujé la puerta, sin que nunca hubiera podido imaginar, a pesar del miedo atroz, la escena que se presentó ante mis ojos: Malvina estaba caída en el suelo, apoyada contra una de las patas de la cama, convulsa sobre sus piernas abiertas, como si hubiera querido, en último extremo, cortar el cordón umbilical con los dientes. El niño se hallaba entre sus manos, ambos muertos, manchados de sangre seca. Y había sangre en el suelo, entre las mantas de la cama, hasta en el rostro desesperado de Malvina... Sentí que una cosa helada me bajaba lentamente por la cara hinchada, y perdí el sentido. Cuando abrí otra vez los ojos, la escena no había variado; la luz del sol inundaba el piso del cuarto haciendo relucir los cabellos de Malvina y el niño. Sintiéndome tan frío y muerto como ellos, los envolví en las mantas y los dejé sobre la cama. Luego cavé una profunda fosa al lado de la casa, en un terreno blando, y los enterré juntos liados entre las matras y ponchos que teníamos en las camas. Después, sin ningún apuro, porque el tiempo y la vida habían dejado de interesarme desde el instante en que comprobé la muerte de mi mujer y de mi hijo; porque en realidad nada me importaba ya, afilé el hermoso puñal de mango de asta, dejando la hoja cortante como la de una navaja. Sabía que iba a necesitar más que nunca del estado del cara estrellada; Lo desensillé, le di todo el grano que tenía en la casa, y agua suficiente. Cuando terminó de comer lo encerré en el corral. Ya era pasada la medianoche, una espléndida noche estrellada, como para que cada una de las estrellas parecieran decirme: “¿Quién puede creer ahora en Dios? ¿Puede existir ese extraño y poderoso Dios de la Silvita?. Y si existe, ¿por qué permite que viva y prospere el hombre del rostro enrojecido y los ojitos de culebra, dueño y señor de tantas vidas, y mueran por su culpa en la más espantosa agonía y soledad, no sólo mujeres y niños inocentes como Malvina y mi hijo, sino esos otros que, como fantasmas, vagan por los bosques arreando los animales y cortando los troncos, sufriendo toda la vida hambre y penurias sin cuento para aumentar la autoridad y la fortuna del doctor?. Si no existe, debes hacerte justicia por tu mano, Ignacio. Y si existe y permite esas calamidades, tenés más razón todavía para hacerlo”. Toda la noche la pasé pensando junto al fuego, aunque esa resolución la había tomado en el momento de enterrarlos a los dos. Al amanecer ensillé el cara estrellada; Estaba fresco y ágil como siempre, y al colocarle el freno frotó el costado de su cabeza contra mi brazo. Le palmeé amistosamente el cuello, y al tranco no más, conteniendo su fogosidad, me alejé de la casa sin volver la cabeza, tratando de no escuchar el canto de aquél misterioso animal que en ese momento empezó a oírse insistente y triste desde lo profundo del bosque, porque me parecía descubrir en él los gemidos del espanto y el dolor de Malvina ante la soledad de su muerte. A medida que avanzaba hacia el pueblo y me cruzaba con esos pobres seres hambrientos y sucios, aumentaba en mí la seguridad de que algo andaba mal entre la gente; que el hombre dependía únicamente del hombre, y que toda la alegría y el dolor de sus vidas estaba de acuerdo a la maldad y la bondad de unos y otros. Y odié el silencio y la humildad conque se quitaban los rotosos sombreros, y me pregunté dónde estaba la rebeldía y la bravura que había hecho famosos a sus abuelos, según nos contaban los viejos araucanos, y cómo no eran capaces de oponer su sangre y hasta sus vidas a esa malvada servidumbre de hambre y desesperación, si igualmente estaban ya condenados a muerte, tanto ellos como sus hijos. Entonces me acordé del vino, de los camiones que van y vienen llenos de barriles, de los mostradores sucios de manchas moradas, donde los hombres se embrutecen hasta el extremo de que sus hijos y mujeres pueden morir de hambre y de frío abandonados en su rancho. Y me acordé del viejo que sólo tomaba una copa en cada comida y nos daba a probar permitiéndonos mojar los labios apenas en ella. Y me acordé de vos, Juan, que siempre luchaste para que no bebiera demasiado aunque sabías muy bien que nunca me había emborrachado. Esa es el arma terrible de la miseria y la esclavitud. Y para luchar contra ella, contra los desalmados que la manejan para aumentar su poder y su dinero, sólo les queda a esos pobres niños, porque sus padres ya están perdidos, la ciencia y la educación. Tenía razón el viejo; tenías razón, Juan. Pero aquí apenas hay escuelas; tres o cuatro por las cercanías de Andacollo, y ninguna en las treinta o cuarenta leguas de la región del Varvarco. Y allí existen centenares de niños que jamás van a aprender a leer v a escribir. Tampoco hay escuelas en esos enormes bosques chilenos, y en los caseríos solamente se vive para trabajar y morir como animales. ¿Te das cuenta, Juan? No conviene que hayan muchas escuelas, que la educación y la ciencia vayan penetrando lentamente en esas oscuras cabecitas que ahora únicamente saben sufrir, porque de esa manera y, a la larga, debería imponerse el respeto y la justicia entre los hombres. Esa justicia y ese respeto que, recién lo comprendo, tenía el viejo para todos los que lo rodeaban. Durante esas largas horas de viaje, pensé muchísimo en él, recordé sucesos que hasta entonces apenas habían ocupado mi memoria, y me di cuenta cuánto trató él de enseñarnos, no sólo de palabra sino también con el ejemplo de su conducta. De pronto, en un recodo de la huella, al encontrarme con una criatura que arreaba unos corderitos, reviví una tarde de hace muchos años, cuando vivíamos a orillas del Curi Leuvú y ellos aún no habían muerto. Fue tanto mi asombro y la profundidad de ese nuevo dolor, que detuve el caballo y me quedé no sé cuánto tiempo sin moverme en medio de la nube de polvo levantada por los corderos y el chico que corría tras ellos. Recién, mucho después, cuando ya no se oían los gritos del pequeño arrierito, volví a la realidad encontrándome solo en medio del mayor silencio de la mañana, y debí espolear el caballo acordándome de la misión que iba a cumplir. Aquella tarde, a orillas del Curi Leuvú, yo estaba sacando el barro

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71 de la acequia en uno de los extremos del campito, donde terminaban los árboles y empezaban las llanuras de arena y cantos rodados. El sol se aproximaba al ocaso, alargando las sombras de las montañas, y el río fulguraba como el acero de un cuchillo. Ahora me asombro al pensar lo hermoso que era todo eso, y cómo yo no le di nunca la importancia que se merecía. Hacía unos minutos que se escuchaba el valido insistente de un corderito, al parecer extraviado o impedido en alguno de los cercanos cañadones de la montaña, cuando al enderezarme y suspender por un momento el trabajo con la pala para secarme el sudor de la cara, vi que el viejo empezaba a subir lentamente por el faldeo”. uedé observándolo, imaginándome que iba en busca del animal separado de su majada. Faltaban pocos meses para que muriera y ya me di cuenta, en esos minutos de observación, que no debía encontrarse bien, aunque jamás hasta entonces se hubiera quejado, porque progresaba muy despacio y a veces se detenía jadeante. Por fin desapareció de mi vista y seguí con mi trabajo. Creo que más tarde me di cuenta confusamente que habían cesado los balidos del corderito. Bastante tiempo después, cuando ya el sol enorme y rojizo tocaba el filo del horizonte montañoso, miré instintivamente hacia arriba, y lo vi aparecer con el animalito en los brazos. En ese justo instante, Juan, ni un segundo antes ni un segundo después, y luego del profundo silencio de los últimos minutos, durante los cuales únicamente escuchábase el sonido de la pala chapoteando en el agua y el barro, comenzó a llegar desde el río un melodioso canto; algo como yo nunca oyera en toda mi vida, porque no se hubiera producido hasta ese momento, o porque no había sabido escucharlo, de la misma manera como no supe apreciar jamás la hermosura de nuestra chacra y nuestro río. Era como un canto sin voces conocidas, donde a lo mejor se mezclaban los rumores del agua, de los pequeños animales invisibles entre las matas, de las plantas, de toda la tierra, traídas por una racha de viento. Apareció el viejo en lo alto, con el corderito en brazos, y sopló una fuerte racha de viento, y ese extraordinario y emocionante sonido pareció arremolinarse en los árboles de la casa y descender al suelo también, para llenar cada uno de los intersticios de los pastos y las piedras. ¿O era que en realidad el canto brotaba de la misma tierra y envolvía todo lo que existía sobre ella, como el aire, como la luz del día?. Tiré la pala y me encaminé hacia donde estaba el viejo, ahora descansando, sentado sobre una gran piedra rojiza, como si él me hubiera llamado sin pronunciar palabra alguna. Y al empezar a subir el faldeo vi que vos hacías lo mismo desde el otro extremo de la chacra, y que en ese momento la mamá salía de la casa dirigiéndose rectamente hacia donde íbamos nosotros dos, encorvada bajo su chal de lana, y también la Silvita caminaba hacia la loma, desde el fondo de la huerta. ¿Por qué en ese momento todos juntos, sin que nadie nos hubiera llamado, desde distintas direcciones subíamos por el faldeo hacia dónde estaba el viejo esperándonos?. ¿Por qué, Juan?. Él nos esperaba, estoy seguro de eso. Cuando llegamos, nadie dijo una sola palabra. El viejo tenía el corderito sobre el regazo, y mientras con una mano lo sostenía, con la otra lo acariciaba lentamente; el animal entrecerraba los ojos, tranquilo y confiado, como hacen los perros cuando se sienten felices a nuestros pies. Lo vi a él tan viejo que se me estremeció el corazón; no parecía tener setenta años, sino cien; con su barba completamente blanca y la piel oscura y surcada por ciento de arrugas. Y, sin embargo, había en su cara tanta serenidad, tanta resignación ante las dificultades de la vida, como nunca volví a encontrar en un ser humano. Estábamos silenciosos e inmóviles un poco más abajo de donde él se hallaba sentado; la mamá lo observaba preocupado, porque seguramente ya conocía los terribles dolores de su enfermedad. La Silvita, en cambio, le sonreía alternativamente a él y al corderito. Vos, Juan, no sé por qué, te habías sacado la boina, y yo no me animaba ni a cambiar de postura. Cuando el viejo empezó a hablar, sé que todos estábamos sobrecogidos por el respeto hacia algo demasiado grande y misterioso como para ser expresado. Me parece recordar la mayor parte de sus palabras. Dijo: “Cuando

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muramos nosotros dos, que ya somos viejos, ustedes no tienen que separarse; deben continuar sembrando la chacra como ahora, y tratando de extender las mejoras todo lo posible. Y cuando se casen no dejen esta tierra; construyan dos piezas más para vivir todos juntos, y quieran a los hijos de sus hermanos como a los propios. Y cuando ellos sean mayores, dentro de treinta o cuarenta años, les repetirán lo que yo en este momento les digo, asegurándoles que alguna vez deberán entregarles el título de propiedad de las cien hectáreas que me fueron otorgadas hace una generación. Y ¿quién podrá echarlos de aquí si llegan los funcionarios y ven lo que es capaz de hacer una familia unida?. Y así como yo salí en busca de este corderito al oír su angustioso llamado, de la misma manera deben ustedes confiar en la amistad y el auxilio de los hombres. Porque, si ven cómo los ríos corren limpios y frescos y brotan los árboles en sus orillas sin que nadie los haya plantado, llenos de vida y hermosura, y las hierbas nacen crecen hasta en las grietas de las piedras, ¿qué no podrán hacer los hombres por los hombres, ayudándose mutuamente, con su amor, su educación y su enorme ciencia?. Y así como ustedes sabrán y comprenderán con el tiempo más que nosotros, los viejos, de la misma manera los hijos de sus hijos llegarán a ser casi sabios, y va no tendrán ni un instante de abatimiento ante los reveses de la vida, como los hemos tenido nosotros, y olvidarán la vergüenza de que el primer viejo, el padre de ustedes, no supiera ni leer ni escribir.” Entonces vos, Juan, levantando la cabeza de pronto, porque yo no podía pronunciar una palabra, dijiste con voz vibrante: “Sí, nosotros vamos a hacer todo eso que usté dice, pero jamás tendremos vergüenza de que nuestro padre no haya podido aprender ni a leer ni a escribir”. Luego la Silvita tomó el

corderito entre sus brazos y todos volvimos en silencio a la casa. Así pensando, aunque ninguna de esas ideas y recuerdos podían cambiar mi resolución, llegué al pueblo a media mañana. Evité la comisaría, y detuve el caballo detrás de un almacén ubicado justamente frente a la casa del doctor. Até el caballo con ese nudo que permite desatar al cabestro de un solo tirón, y entré al boliche. Pedí un medio litro ubicándome en la sombra, pero dominando desde mi rincón la larga calle polvorienta. A esas horas ya habían algunos rotos haciendo sus compras y tomando vino. Todos ellos pagaban con vales, a cambio de los cuales les entregaban harina, yerba y azúcar en pequeñas cantidades. Obraban con el máximo ahorro de palabras, diciendo sólo las necesarias para pedir el artículo necesitado. A través de esa larga espera durante la cual los minutos transcurrían con pesada lentitud, hasta el más mínimo detalle quedo grabado en mi memoria, a pesar de que mis ojos vigilaban atentamente la larga calle y la casa de enfrente. Recuerdo, por ejemplo, que uno de los peones se atrevió a implorar, en voz muy baja, un poco más de comestibles que el bolichero, un hombre calvo y gordo cubierto con una camisa a cuadros, negó mediante un gruñido y un movimiento brusco de la cabeza, añadiendo otras cosas incomprensibles con roncas palabras. El solicitante iba acompañado por tres criaturas descalzas y casi desnudas, las que, poseídas por un hambre feroz, se dedicaban a recoger cuanto resto de comestibles había desparramado por el suelo. Y se lo

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72 comían, fuera lo que fuera. Uno de ellos llegó, distraído y caminando agachado, en su búsqueda, hasta cerca de mis botas donde distinguió un montoncito de yerba mezclada con la tierra del suelo; mojándose la punta de los dedos con saliva fue juntando las pizcas una a una y se las tragó. Tentado estuve de comprarles algo, pero me contuvo el temor de despertar sospechas en el bolichero, que me miraba con recelo, y no quería de ninguna manera que fracasara mi plan”. eso del medio día, cuando ya había terminado mi medio litro y pensaba como haría para justificar una espera más larga en el extremo de la calle apareció el doctor, montado en un soberbio alazán, cuyo pelaje llameaba al sol. Dos o tres paisanos que se encontraban en la puerta se quitaron rápidamente los sombreros y uno de ellos se cobijó temeroso dentro del almacén. En ese momento el bolichero estaba de espaldas, en el otro extremo del mostrador, sacando mercadería de uno de los estantes. Yo, con rápidas miradas, lo vigilaba a él, al doctor que avanzaba al tranco, despreocupadamente en su alazán, ya a veinte metros de la casa, y a la puerta por donde podía salir alguno de los peones o guardianes, que parecían estar alerta allí dentro según me constaba. El bolichero seguía ocupado con su mercancía cuando el doctor detuvo su caballo frente a su casa y desmontó, dando la espalda a la puerta del almacén, sin que nadie apareciera para sujetarle el animal. Rápidamente, pero sin correr, para evitar un grito que pudiera delatarme un par de segundos antes, atravesé la calle. Cuando el hombre se volvió, como yo quería, para que viera al vengador y a la muerte de frente, estaba a dos pasos de él, con el cuchillo en la mano. Su mirada reveló al mismo tiempo rabia y terror, pero en el instante que hacía un ademán para tomar el revólver, cuya culata sobresalía de una cartuchera, de un golpe le hundí el cuchillo hacia arriba, por debajo de las costillas. De su boca abierta para pedir auxilio sólo salió un ronco murmullo de dolor. En ese momento, te lo juro, Juan, no me acordé ni de Malvina ni de mi hijo, ni del escalofriante sonido del animal, bicho o pájaro, escondido entre los herrumbrosos ramajes, como debieron haber sido los gemidos de mi Malvina en la soledad de su agonía, sin saber porqué yo no volvía para ayudarla después de todo un día de ausencia: me pareció, sí, que desde lo hondo de la tierra y de los bosques cercanos se levantaba un solo y enorme grito de justicia lanzado por millares de bocas muertas. Y en ese instante, supremo en la vida de un hombre, solo vi una interminable procesión de caras de niños, hombres y mujeres; tristes, humillados y hambrientos, que con sus labios descarnados y los abismos negros de sus ojos sin vida, ni alegría ni esperanzas, repetían a coro “¡justicia, justicia!”. Aun con el cuchillo chorreante en la mano huí hacia el caballo mientras empezaban a oírse fuertes gritos y voces en el almacén y en la casa del doctor. Monté de un salto invadido por un júbilo tremendo, y partí al galope, seguro de que empezaba una larga y peligrosa lucha por la vida. Eso no me preocupaba mayormente; mi única idea entonces, era tratar de llegar otra vez aquí con la esperanza de poder volver a verte y pedirte perdón por lo que podía haber hecho en perjuicio tuyo, aunque no me arrepiento de ninguno de mis otros actos, porque si yo pudiera, por medio de un encantamiento, retroceder un año en la vida, y tuviera que decidir entre continuar muriéndome de hambre como minero o escapar con la Malvina, a pesar de la fatalidad de los hechos, volvería a huir con ella por su amor y por lo que en este tiempo tan corto aprendí de la vida, y de lo que los hombres son en realidad. A pocos kilómetros del pueblo, desde lo alto de una loma, advertí que ya habían organizado la persecución. Durante horas galopé delante de ellos moderadamente, rumbo al noroeste, siguiendo las únicas huellas conocidas, las mismas que había recorrido con Malvina semanas antes, pero evitando los ranchos y los caseríos. Como el camino me llevaba en continuo ascenso, en cada punto estratégico me detenía a observar el progreso de mis perseguidores, quitándole a mi caballo el freno y aflojándole las cinchas para que pudiera ramonear la hierba y descansar un poco. De esta manera llegó el crepúsculo encontrándome con un caballo en buen estado, mientras que ellos habíanse perdido en la distancia. Anduve toda la noche deteniéndome recién a la salida del sol para descansar un par de horas, y luego seguí viaje. Recorrí sin ningún contratiempo en tres días la distancia que me separaba de Cajón Nuevo, pero los de acá, seguramente avisados por el telégrafo, me salieron al encuentro en cuanto crucé la frontera. Sin embargo, ya ves que no les fue fácil acorralarme, y muero contento de haber podido encontrarte, y de sentir, hermano, como señal de tu perdón, tus lágrimas que caen en mi cara”.... odo eso pensó Ignacio sin poder mover siquiera los labios entreabiertos durante el tiempo que Juan, echado sobre su cuerpo paralizado por la muerte inminente lo protegía, primero de las patas del caballo, y lloraba y le hablaba luego sin recibir en contestación ni un gesto del rostro manchado de tierra y sangre, mientras los tres policías se ocupaban de levantar el cuerpo del cabo Mistoy que había recibido el tiro de Ignacio en el estómago. Juan no supo jamás si su hermano pudo o no escucharlo y reconocerlo, y sólo mucho después se enteró fragmentariamente, gracias a las historias narradas por viajeros llegados de Chile, de la suerte corrida por Malvina y su hijo y del acto de justicia realizado por Ignacio.....

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sa noche, una vez que en la comisaría le hubieran entregado el cuerpo de su hermano, Juan lo E transportó en una carreta de un conocido hasta el rancho del mismo hombre, que lo ponía a su disposición para realizar el velatorio. Llegó mucha gente, no sólo del pueblo, sino de los alrededores, quienes,

enterados horas antes del acontecimiento, acudían para ver de cerca el rostro del hombre que había movilizado a los carabineros chilenos, hasta el extremo de solicitarse su captura telegráficamente a la policía de la gobernación de Neuquén. En efecto, la importancia de Ignacio aumentaba de acuerdo a la categoría del rico hacendado que habían “liquidado” en Chile, y a su extraordinaria huida a través de los bosques y la Cordillera para rematar el heroico episodio con la denodada resistencia opuesta al destacamento de Andacollo, uno contra cuatro, jinete en un caballo terminado, a través de seis leguas de montaña desde el paso de Cajón Nuevo hasta Tierras Blancas. “Y si no se quiebra en la caída, quién sabe qué hubiera acontecido”, decía alguno contemplando el terrible sablazo que le destrozara a Ignacio un costado de la cabeza, mientras otros comentaban la herida mortal del cabo Mistoy, y la mala suerte de que justamente le hubiera tocado la bala, siendo como era el único hombre del destacamento de policía de Andacollo, apreciado y sinceramente respetado por todos los habitantes del pueblo minero. Hasta pasada la medianoche siguió llegando gente desde lugares tan apartados como Cayanta y Huinganco, ansiosos de contarse entre los favorecidos por un velatorio de tanta importancia. Como en esa época Juan disponía de dinero por su sueldo mensual, y crédito en cualquier almacén de ramos generales de Andacollo, menos por supuesto, en el de Alí Sarkín, pudo servirse a los presentes algunas copitas de caña, y a eso del amanecer, mate cocido con tortas fritas.

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73 Juan pasó toda la noche junto al cuerpo inerte de su hermano, sin ser molestado por las condolencias de los que iban llegando, lacónicas y simples como eran en general todos los actos de sus vidas. A la salida del sol, envuelto el cuerpo en un lienzo, fue colocado en un ataúd de madera basta, y la procesión se puso en marcha. Por delante iban dos niñas que, a falta de vestidos blancos, cubríanse con trapos de colores claros, sosteniendo una cruz de palo y una corona de flores de papel. Detrás marchaban los que transportaban a pulso el ataúd. Juan entre ellos. Cerraban la procesión las mujeres jóvenes y viejas que se sonaban las narices continuamente para demostrar su aflicción y caminaban con paso doliente y la cabeza inclinada sobre el pecho. El cementerio hallábase situado en la explanada cercana a la pronunciada curva del río Neuquén, rodeado sólo por un alambrado cuyos postes podridos habían caído en muchos lados; las liebres, las ovejas y hasta los caballos solían pasearse junto a las tumbas mordisqueando el pasto que crecía entre ellas, y a veces las tentadoras flores de papel de las coronas colocadas al pie de las cruces derrotadas por el tiempo. Esta derrota traducíase en el color gris claro de los maderos, en las largas rajaduras que las corroían, y en algunas, completamente caídas y olvidadas sobre viejas muertes anónimas, en el desmembramiento de sus dos partes fundamentales, que las hierbas y la tierra, transportada de un lugar a otro, por la incontenible erosión de las aguas y el viento, se encargaban de hacer desaparecer. Así sucedía que cuando el difunto no poseía deudos directamente interesados en conservar su recuerdo material mediante el cuidado de su tumba, al cabo de pocos años nadie acertaba a descubrir dónde estaba enterrado el hombre en cuestión, salvo que la casualidad llevara a alguien a encontrar la correspondiente inscripción en el madero de la cruz, y siempre que ésta hubiera sido grabada en su oportunidad. Los grabados recordatorios solían ser sumamente escuetos; señalaban el nombre, la fecha de nacimiento y la desaparición del infrascrito, eterno confirmante de su muerte un metro y medio más abajo. A veces solía agregarse “muerto en la gracia del Señor”. Esta afirmación metafísica podía poseer algunas variantes, como “que Dios lo tenga en su gloria”, o “que Dios acoja su alma”. Alguno más osado llegó a inscribir en una cruz, “llamado por la omnipotencia de Dios hasta su trono”. Pero el ejemplo de esta profunda figura literaria y filosófica no fue seguido en posteriores inscripciones, todas redactadas según las clásicas fórmulas, ni sirvió para evitar las depredaciones de los animales sueltos. En la cruz de la tumba de Ignacio, Juan hizo grabar simplemente, luego del nombre y las fechas correspondientes “de sus hermanos, Silvia y Juan, por su perpetuo descanso”, como había hecho colocar en la de Silvita; “de sus hermanos, Ignacio y Juan”. Con todo cuidado, tratando de evitar que las esquinas del ataúd chocaran contra las paredes de la fosa, éste fue descendiendo lentamente. Soportando su peso cuatro hombres, cada uno de los cuales sostenía un extremo de las sogas, se posó con suavidad sobre el fondo rocoso. Las primeras paladas sonaron sordamente sobre la tapa y una fina polvareda se elevó hacia el apagado cielo de la mañana. Alguien se persignó y otros continuaron murmurando entre dientes ininteligibles oraciones. Juan levantó la cabeza para no ver cómo la tierra iba cubriendo rápidamente el cajón que guardaba al último miembro de su familia. Había quedado solo, con el recuerdo de cuatro difuntos, ya que al hijo de la Silvita no podía contarlo; el niño sería bien educado por La Estrella y resultaría una vergüenza para el pequeño enterarse de que un hombrecito rengo y pobrísimamente vestido era su tío. Debería contentarse con verlo de lejos alguna vez en Chos Malal, hasta que algún día fuera a estudiar a cualquiera de las grandes ciudades, Neuquén o Bahía Blanca, y no volviera nunca más, como había hecho su padre. En cuanto a Gabriel estaba seguro de que Dionisio no había muerto y que alguna vez regresaría para reclamárselo; él debía limitarse a cuidarlo, como había prometido una hora antes de que el padre se arrojara a la avenida del Lileo, tratando de no encariñarse demasiado con el niño. Pero eso resultaba muy difícil; todo había sido difícil y doloroso desde la muerte del viejo. Lo recordaba gimiendo en la cama, esa noche terrible, después de que lo recogieran en la huerta, él, que jamás se quejara ni de la suerte ni de la vida. Y la llegada de Ignacio, pálido y dolorido, diciendo que el médico no vendría porque estaba atendiendo un parto, mintiendo mientras temblaba de rabia, y el pobre viejo apretando los dientes y haciendo como que no se daba cuenta de la mentira. Y a la mamá inmóvil y silenciosa, sentada junto a la cabecera de la cama, oyendo sin pestañear los gemidos y por último los gritos, y él también oyendo desde la cocina, mordiéndose los puños con desesperación y la Silvita escondida en un rincón, tapándose los oídos con las manos; todos esperando que sucediera algo, cualquier cosa, pero que terminara el espanto de aquellos gritos. Y al poco tiempo la muerte de la madre, la desgraciada idea de vender las mejoras, el hambre de toda la gente durante aquellos duros inviernos de Andacollo; la tragedia de la Silvita, y la pobre hijita del director muriéndose asfixiada, como María, la hermanita de Gabriel. Y tantos otros como Ignacio y Dionisio, que se desgraciaban con mayor o menor culpa, y debían huir a Chile, para no podrirse durante veinte años en la cárcel de Neuquén. Sus ojos siguieron más allá de la arboleda del pueblo y se posaron en la Cordillera del Viento; amenazaba mal tiempo, sus cúspides cubríanse de enormes nubes de agua, el viento comenzaba, frío y siniestro, a soplar furiosamente encrespando la copa de los álamos y barriendo la explanada indefensa, obligando a entrecerrar los ojos para protegerlos de la tierra y los invisibles granitos de arena volada. Aquello podía significar el comienzo de malos días hasta las primeras nieves del invierno; lluvias torrenciales en lo alto de la cordillera, súbitas avenidas arrastrando en pocos minutos las paredes de cantos rodados acumulados por los mineros durante semanas y meses de trabajo para dejar el manto al descubierto; el verano perdido, el abatimiento ante las amenazas del invierno sin haber logrado el oro para las provisiones; en una palabra, el hambre. Año tras año, durante toda la vida, dolor y muerte dolor y muerte... Experimentó una ira sorda ante la mole enorme y tormentosa de la cordillera, ante el viento inclemente que arreciaba agobiándolos con su poder irresistible, y en un arranque de pasión, como nunca hasta entonces le sucediera, estuvo por levantar el puño y maldecirla, con los dientes apretados, por su indiferente participación en la desdicha de los hombres. Pero se contuvo a tiempo y bajó los ojos hacia el ataúd de su hermano. Ya había desaparecido, y la tierra llegaba a los bordes de la fosa. Los hombres, presurosos por marcharse, terminaron el montículo y plantaron la cruz de madera; Sólo los comerciantes o los funcionarios del gobierno podían darse el lujo de una cruz de hierro trabajado. Pero a Juan no le importaba; había mandado hacer la cruz siguiendo la costumbre. Y para él solo tenía un significado: señalar la tumba de su hermano. el cementerio Juan se dirigió a la comisaría. Cuando preguntó por el cabo Mistoy le contestaron agriamente que todavía no había muerto, y que a su solicitud, en la noche anterior lo habían llevado hasta su chacra, a orillas del río. Mientras caminaba hacia allá, Juan pensaba en la extraordinaria fortaleza del hombre que aún vivía después de la pérdida de tanta sangre. En el bajo, camino de la balsa del Neuquén, el viento soplaba mucho menos. La chacra del cabo Mistoy se componía de una casita de adobes, firmes y blanqueados con

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74 cal, techada con chapas de zinc y provista de puertas y ventanas; una frondosa arboleda de álamos y sauces, y algunos plantíos de maíz y hortalizas. La acequia rodeaba toda la propiedad y había una tentativa de jardín a un lado de la casa. Juan fue introducido en el cuarto de la agonía por la mujer del policía; una india silenciosa y limpia que tenía los ojos resecos de llorar. El cabo yacía en su cama de hierro, inmóvil y respirando dificultosamente, con una colcha blanca cubriéndolo hasta la barbilla. Junto a la cabecera había una palangana llena de agua y trapos ensangrentados. El cuarto era un dechado de orden v limpieza; el piso de tierra dura terminaba de ser mojado y perfectamente barrido. Sobre unas sillas se encontraban las armas relucientes y el uniforme del que la mujer había tratado inútilmente de borrar las manchas de sangre, y sobre un baúl de latón veíanse las botas “patrias” recién engrasadas. Juan se sentó en un banquito junto a la cabecera del lecho. Dispuesto a guardar silencio si no recibía respuesta, murmuró suavemente: —Don Eleuterio . . . El cabo abrió los ojos instantáneamente y lo miró. Durante un instante pareció desconocerlo, pero enseguida respondió, con voz débil pero perfectamente audible: —Buenas, don Juan. Me encuentra algo jodido.... —Lamento que haya sido mi hermano —dijo Juan con dolor—, mala suerte, no habrá querido darle. —Son los abatares del oficio. El también tuvo lo suyo, aunque yo hubiera evitado que lo mataran... Calló, con señales evidentes de una honda fatiga. Reinó un largo silencio, quizás de una hora, o más, durante el cual sólo se escuchó la respiración jadeante del herido. Por fin abrió los labios para murmurar: —Creo que me voy no más, don Juan. Por favor, llámeme a los chicos. Juan atravesó el cuarto y abrió la puerta que daba a la cocina; allí estaba toda la familia reunida; la mujer, tres varones, entre los cuatro y los diez años de edad, y otras personas, seguramente amigos y familiares llegados para acompañar. A una señal de Juan los tres niños entraron temerosamente en el cuarto, y se detuvieron junto a la cama del padre, el más pequeño adelante de todos. El cabo los miró durante un minuto, fijamente, antes de decirles: —Bueno, cuidado con andar haciéndola renegar a la madre. Usté, que es el mayor, me va a cuidar el caballo, pero no me hagan galopear el potrillo por los pedregales hasta que sea grande y esté herrado... Calló otra vez y entornó los ojos. El pecho le subía y le bajaba trabajosamente. El más pequeño de los niños se adelantó un paso, y colocando su manecita sobre la grande y nudosa mano del padre, murmuró tiernamente: —Tatita . . . Al cabo le temblaron los labios durante un instante; pareció que trataba de levantar un poco la cabeza y concentraba todo el resto de su vitalidad para tomar la mano de su hijo, pero solo consiguió mover espasmódicamente los dedos, y al faltarle las fuerzas quedó exangüe, cubriéndosele el rostro de una espantosa palidez. Juan tomó entonces la manecita del pequeño y la colocó bajo la de su padre. El cabo Mistoy tenía los ojos entornados; lentamente sus dedos fueron cerrándose en torno a la mano de su hijo, y su rostro volvió a serenarse. Así estuvieron un largo minuto, todos inmóviles y silenciosos, sin que entre el padre y el hijo mediara ni una palabra, ni un gesto que interrumpiera esa suprema despedida. Por fin los dedos del hombre se aflojaron un poco. —Vayan a jugar . . . —murmuró con voz apenas audible. Los niños se retiraron cabizbajos, y entró la madre a sentarse del otro lado de la cama. —A usté la va a pensionar el gobierno porque muero en acto de servicio. Enseguida agregó: —Mande a los chicos lejos, que empieza lo peor. a mujer, obediente y silenciosa, salió del cuarto luego de llevarse la mano de su hombre a los labios como única despedida. La respiración del herido tornábase a cada instante más dificultosa y ronca. Pidió un cigarrillo. Juan lo armó rápidamente, lo encendió y se lo colocó entre los labios. El sordo y terrible gorgoteo de la garganta del cabo Mistoy se prolongó durante varios minutos, pero cesó por fin, y de la boca del muerto cayó el pucho todavía encendido, esparciéndose las cenizas en la almohada. Juan quitó cuidadosamente los restos del cigarrillo, y le cerró los ojos aún entreabiertos. Luego salió del cuarto, y sin volver la cabeza se dirigió hacia Los Miches, hacia la consumación de su último dolor. En la planicie de Andacollo arreciaba el viento; a sus espaldas se oyó de pronto el llanto simultáneo de los tres niños.

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VI REENCUENTRO EN BUTA MALLÍN

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esde el día de la doble tragedia de Tierras Blancas, los pobladores afincados entre el paso del Nahueve y Los Miches acostumbráronse a ver a un solitario que, llevando a veces a un niño de la mano, con paso tranquilo y rostro pensativo, recorría los campos durante las horas del atardecer. Todos lo conocían, sabían que era Juan, el hombre que había perdido a sus dos hermanos, con pocos meses de diferencia entre una y otra desgracia; el mismo que dos inviernos atrás, desafiando la excepcional crudeza del tiempo partió hacia Chos Malal en busca de un suero para salvar la vida de un niño, y debió cortarse los dedos helados del pie. El mismo Juan, calzando sus mismas ojotas y cubriéndose con su boina desteñida y agujereada en varias partes: cojo, pequeño, aunque provisto de una fortaleza y una fuerza de voluntad tales, que pocos individuos podían jactarse de ello en la región de Andacollo del departamento de Minas del territorio de Neuquén. La pérdida del último hermano y del amigo tan querido, sumado a la fatalidad de que hubiera tenido que ser ese hermano quien le diera muerte, había ahondado la gravedad de su semblante. Y si antes éste se caracterizó por su casi inquebrantable serenidad, ahora podía hallarse allí una extraña semblanza, mezcla de resignación, piedad y amor a los hombres, que los simples pobladores de las montañas y los bajos no acertaban a dilucidar, a pesar de que la aparición de Juan despertara siempre en ellos un sentimiento de respeto espontáneo y cordial, quizás completamente ajeno al recuerdo de su desgracia, pues, ¿quiénes entre ellos, en menor o en mayor grado no tenían la vida marcada por la fatalidad?. uan continuaba viviendo en Los Miches. Trabajaba en lo de Podaderes y más tarde en la casa, y aún sobrábale el tiempo para salir a recorrer de tanto en tanto, a la caída de la tarde, los campos cercanos. En esas ocasiones encaminaba con predilección sus pasos hacia Tierras Blancas. Iba allí sobre todo en los días domingos, porque tenía tiempo sobrado para llegar a la misma hondonada, escenario de la tragedia. Cuando esto sucedía, contemplaba largamente desde lo alto el paisaje circundante, sin terminar de comprender qué invisibles y misteriosos resortes habían actuado para precipitar la muerte de esos dos valerosos hombres, que ahora yacían sepultados en el cementerio de Andacollo, a poca distancia uno del otro. Luego descendía a la hondonada y arrojaba una piedra a cada uno de los túmulos que señalaban, con una pequeña e improvisada cruz de madera, el lugar donde habían caído los hombres, según la costumbre inmemorial. adie sabía por qué se erigían esas cruces, y qué significado tenía que el viajero casual arrojara la piedra en el túmulo, así lentamente engrosado hasta que desaparecía la cruz, sepultada por los guijarros o destruida por los vientos y las nevadas. Solía suceder que, a pesar de la ausencia del símbolo sagrado, mucha gente continuaba igualmente echando su piedra en el informe montón, dependiendo esa acción de la mayor o menor importancia que en su oportunidad hubieran investido los sucesos epilogados en muerte violenta. También era factible que alguien, generalmente un pariente o un amigo del extinto así tenazmente recordado, colocara una nueva cruz en lo alto del túmulo, y hasta que alguna vez ésta fuera engalanada con una modesta corona de flores de papel y trapos de colores. Pero no era Juan el único que dedicábase a contemplar sumido en hondas cavilaciones los dos montículos de piedras: ¿Qué viajero, llevado a esos lugares por los azares de su viaje a través de los montañosos campos cruzados por multitud de huellas invisibles, no se detendría inconscientemente ante ellos el tiempo necesario para arrojar la piedra, o un segundo nada más, absorto, puro y solitario bajo la nunca examinada grandeza del espacio, que su silencio es el aparentemente prolongado silencio de la tierra, sólo quebrado por el sordo gemido de sus entrañas, agua y sales para las vertientes y los pastos, y es esta soledad sin rumores el primer paso hacia la rememoración?. ¿Y qué rememoración no representa la inútil tentativa de retornar a un pasado inalcanzable, sueño y sucesos perdidos en un tiempo que de pronto, y en ese sólo segundo de absorto extravío, habiéndose roto el hilo de su transcurso parece detenerse y aun retroceder, a pesar de su inmediata realidad retomada en cuanto se mueva una figura en la lejanía, o el caballo vuelva la cabeza, o el silencio sea quebrado por el chirrido de alguna rama espinosa movida por el viento?. Y aunque ninguna huella conducía expresamente a esa estrecha y larga hondonada extendida entre los hitos y los ríos corriendo hacia el este, desde los filos de sus lomas marginales distinguíanse perfectamente los dos pétreos montículos coronados por sus cruces de irregulares leños grises. La cantidad de piedras diseminadas por los alrededores, en el intenso verdor de los pastos del mallín, indicaban que muchos viajeros las arrojaban desde lo alto de las lomas, de paso hacia Cayanta o Tierras Blancas; demostraba también hasta qué punto permanecía en la memoria de los pobladores el recuerdo de la doble tragedia y, a pesar de los notables cambios introducidos en su realidad, por la superstición y la fantasía, el heroico impulso de amor y Justicia que la había preparado a cie9n leguas de allí, en la legendaria profundidad de los bosques chilenos. pesar de no dudar Juan ni un instante que Dionisio regresaría a reclamar su hijo, durante muchas horas perdíase en vagas conjeturas, algunas de las cuales despertaban de pronto en él un culpable sentimiento de vergüenza. Esa seguridad del regreso del padre en cualquier momento estaba respaldada, descontando la fantasía del ánima levantándose desnuda y sangrante del lecho de piedras del Lileo embravecido, por el hecho estrictamente lógico de haberse hallado algunas ropas de Dionisio, y su caballo atravesado por la bala del máuser del cabo Mistoy, descoyuntado por la caída y los golpes, pero no el cuerpo del hombre en cuestión. Sin embargo, cuando Juan pensaba mucho en ello, lo que sucedía todos los días, casi invariablemente surgían las conjeturas, las dudas, las certezas, y por último la vergüenza ante los propios pensamientos. Si bien el cuerpo no había sido hallado, nadie podía asegurar que no estuviera detenido en alguna de las profundas hendiduras del lecho de los ríos, ya fuera el Lileo, el Nahueve o el Neuquén por fin, destino último de todos los cursos de agua del departamento de Minas. Pero ya habían transcurrido varios meses desde aquella fría madrugada de octubre, cuando, poco antes de separarse de Dionisio, éste le encargara el cuidado de los hijos, y él escuchara, una hora más tarde camino de Buta Mallín, el sonoro disparo de máuser que repercutiera largamente en los cajones próximos a teñirse en la morada luminosidad

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76 del amanecer. Resultaba problemático, por no decir imposible, que el cuerpo de un hombre ahogado no fuera arrojado en la orilla de alguno de los tantos recodos de los ríos, por el propio incontrolado impulso de los torrentes, sólo respetuosos de sus cauces cuando éstos eran profundos y rocosos, y posteriormente hallado por algún paisano, obligados como estaban durante las grandes crecientes a recorrer sus orillas en busca del vado propicio. No obstante Juan recordaba el caso de aquel poblador que pretendió cruzar el Nahueve después de haberse alegrado con exceso en un boliche y fue arrastrado por las aguas junto con su caballo. Este apareció por allí no más, varado en una de las orillas, pero el cuerpo del ahogado no fue hallado; durante meses corrieron sobre él las más diversas especies, hasta que un día, un chico que arreaba una majadita por la orilla del Neuquén, a varias leguas de allí, más abajo del Guañacos, por curiosidad asió y tironeó un trozo de tela que sobresalía en la arena, y así desenterró una mano espantosamente descarnada. Más tarde, la policía se encargó de desenterrar todo el cuerpo, que resultó ser el del hombre desaparecido un año atrás, cubierto por los aluviones de otoño y primavera. Pero aquél había sido un caso único; generalmente los paisanos ahogados, dos o tres por año, aparecían días después en algún recodo del río. Y era a esa altura de sus pensamientos cuando Juan se avergonzaba de ellos, porque había deseado con toda la fuerza de su espíritu la salvación de Dionisio, y poseía la certeza absoluta de esa salvación, como también que regresaría alguna vez para llevarse a su último hijo, con el que reiniciaría su vida quién sabe en qué lejano lugar de la tierra chilena. Poco a poco iba dándose cuenta que era impulsado a esa suerte de desgraciadas conjeturas debido al gran amor que sentía por el niño, y que ellas debían ser las reacciones naturales de quien sabíase condenado a tener que separarse alguna vez, quizás para siempre, de la persona querida. Con el paso de las semanas y los meses, fue creciendo en su interior esa poderosa sensación de soledad a corto plazo. En cada amanecer, cuando salía fuera de la casa a buscar el agua, o veía a través de la ventanita de cocina cómo el horizonte, en la grisácea palidez, del breve paso de la oscuridad al amanecer, cubríase con las rosadas y extáticas nubes de la aurora, pensaba, ante la perspectiva de otro día de incertidumbre: “¿Vendrá hoy? ¿Me enviará un mensaje?”. Esa incertidumbre convertíase en una pequeña agonía cuando oía, durante la noche, el galope de un caballo. O un jinete, vaga imagen de una fantástica avanzada de luz, emergía del horizonte recortado contra el indeciso color del espacio en el filo de alguna de las lomas marginales del valle del Lileo. No, no era ese jinete; solitario testigo del amanecer entre inmóviles distancias de cumbres y collados, durante unos minutos habría observado quizás la cenicienta profundidad del cajón, atraído por la apagada blancura de la espumosa corriente, pero continuó luego hacia su destino perdiéndose del otro lado de la loma. Ni era tampoco aquel lento viajero que apareció descendiendo sin prisa por el faldeo con el primer rayo de sol, y sesgando el valle a tanta distancia de la casa que resultaba imposible distinguir su apariencia, cruzó el Lileo y siguió hacia Cayanta. Y aquel otro invisible hombre apresurado en mitad de la noche que se aproximó galopando a la casa a una hora en que hasta Tropero dormido no lo oyó. Pero él se despertó, y todavía casi en sueños pensó, ya llega, viene cubierto con un enorme poncho negro con el que abrigará a mi niño, que es su hijo, y se lo llevará. Y se quedaría solo en medio de la negrura de la noche; solo y envuelto por el agobiante silencio de la total profundidad del campo recordando a su padre y a su madre, y a la Silvita que se había arrojado al Curi Leuvú queriendo también llevarse al niño para que no debiera afrontar en toda una larga vida la soledad y el desamparo de la miseria. Poco a poco crecería el insoportable silencio a su alrededor, y aunque por último aplicara el oído a la tierra no escucharía ni el eco de los cascos del caballo, en la distancia. Y al entrar en la casa, ya el fuego apagado, ya las mantas frías, ya ni las estrellas que alguna vez iluminaron el piso de tierra y el paisaje exterior donde la Silvita, trenzas sueltas sobre los hombros había vuelto a aparecer dentro de la acequia con una ramita de duraznero en la mano, como doce años atrás, y bajo cuya celeste luminosidad el viejo quitábase el sombrero en mitad de su trabajo y miraba hacia arriba sin que ninguno de ellos hubiera sabido nunca por qué lo hacía; al buscar inconscientemente alguien o algo que lo acompañara, constataría que también el perro lo había abandonado, corriendo con la lengua afuera, gozoso e incansable detrás de sus legítimos dueños. Y cuando despertara la aurora sorprendiéndolos en las alturas de Buta Mallín, quizás ni se detendrían a mirar para atrás, hacia el estrecho valle del Lileo, oscura bruma, hambre y dolor, porque aquello había significado hasta ese entonces la muerte, y ellos tenían por delante una nueva vida que recorrer y construir. al como lo prometieran las prematuras tormentas en la Cordillera del Viento, comenzadas en aquella mañana del mes de enero, cuando Juan enterrara a su hermano y asistiera a la agonía de don Eleuterio Mistoy, cabo de policía del destacamento de Andacollo, el otoño se presentó mucho más lluvioso y frío que de costumbre. Los mineros, avizorados por el mal cariz que tomaba el tiempo, apresuraron sus trabajos y muchos de ellos pudieron efectuar el levante final antes de la primera gran tormenta de agua, aunque el rendimiento, debido a la urgencia de los últimos días, fuera menor de lo esperado. Pero, a pesar de ello, algunos pudieron pagar sus deudas de la primavera y quedar con algunos pocos gramos de oro de reserva para afrontar el invierno. Otros, en cambio, fueron sorprendidos por las avenidas de la gran tormenta desatada a principios de marzo, y perdieron en pocos minutos el esfuerzo y las esperanzas de muchas semanas de trabajo. Estos mineros deberían afrontar los largos meses de fríos rigurosos contando en sus haberes sólo con la paradoja de las cuentas pendientes, debido en parte a su imprevisión, por haber realizado el despeje del manto demasiado tarde, dilatando un día y otro día más la elección del lavadero y aun el comienzo del trabajo tan largamente planeado. O porque se hubieran ocupado poco y nada de él durante los meses propicios. Y también a causa de la mala suerte que arrastraba, mediante los desorbitados torrentes de la cordillera, encausados en los largos cañadones descendentes, las formidables paredes de cantos rodados tan fatigosamente construidas, y dejaba los terrenos de los lavaderos cubiertos otra vez de una espesa capa de aluvión. Entre estos desdichados, que sólo podían contar como última esperanza con un invierno benigno y la generosidad de amigos y conocidos —cuando no la caridad a regañadientes de algún comerciante a quien hubieran entregado durante años el producto de su doloroso quebrantamiento físico, doblados sobre los picos y barretas y sumergidos hasta las rodillas en el agua helada, como trabajaban comúnmente— y que en todo caso deberían dedicarse a carnear durante el invierno dos o tres animales ajenos, para no morirse de hambre, se encontraba don Remigio. Desde la muerte de su mujer, el hombre, luego de haber entregado legalmente el niño a Podaderes para que cuidara de su “buena salú y educación”, no hizo absolutamente nada por librarse de la inaudita indigencia y degradación en que se hundía desde años atrás. No faltaba quien alegara que la desgracia lo había perseguido tenazmente, casi podía decirse con ensañamiento, y que sus culpas eran pocas y sus penas muy grandes. Hasta existían mineros que lo defendían contra cualquier opinión adversa y le entregaban a aquel fantasma de

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77 hombre, enflaquecido y cubierto de andrajos y suciedad, la mitad de su harina y su tabaco, cuando lo tenían. Lo que nunca faltábale a don Remigio, era el medio litro de vino tinto. Como vagaba de boliche en boliche durmiendo donde lo vencían la oscuridad y el alcohol, era el convidado inevitable de toda reunión junto a los mostradores donde se despachaba el vino, en los clásicos litros de metal; o las bebidas fuertes, el vermouth, la caña y la ginebra, en las pequeñas copitas de cristal: es decir, en todos los almacenes de ramos generales del departamento de Minas. Allí estaba don Remigio durante horas, gustando del contenido de su copa a pequeños sorbos, e interviniendo en lentas y trabajosas conversaciones; al principio quizás un poco coherentes, a pesar del perpetuo estado de debilidad y alcoholismo en que vivía, pero más tarde transformadas en un deshilvanado balbuceo, matizados de tanto en tanto por hondos y trágicos silencios durante los cuales, contemplando aquellas figuras inmóviles y calladas, en la media luz del frío atardecer, señaladas por la miseria con la consumición hasta los huesos y la negra piel cubierta por las arrugas de la vejez y las grietas del frío, era posible intuir cada uno de sus dramas, que resumían, en total, el aniquilamiento de la raza. Don Remigio pareció despertar de su letargo recién en pleno mes de enero, cuando la tierra verdeaba en la profundidad de los cajones, y las montañas perfilábanse oscuramente azules contra la celeste claridad del horizonte abierto por los vientos tibios y olorosos a carrizales, nuevos pastos y árboles resucitados, luego del corto esplendor primaveral. Con herramientas prestadas comenzó a despejar la tierra aluvional en un pequeño cañadón, cerca de Los Maitenes. Pero su debilidad congénita, agravada por esos últimos meses de borracheras sin cuento, no le permitía trabajar más de dos o tres horas diarias. Cualquier canto rodado de regular tamaño, que para otro minero no hubiera significado un obstáculo insuperable, resistía a sus esfuerzos con la barreta durante largo tiempo. Por fin, don Remigio se dejaba caer extenuado junto a la piedra enemiga, y cuando lograba recuperar el aliento, poníase de pie y luego de escalar trabajosamente la empinada barranca del cañadón, se dirigía hacia el rancho de algún conocido en busca de unos mates o un trago de vino. Cuando se convenció de que era incapaz de despejar el pequeño espacio elegido para dejar el manto al descubierto, despreocupóse completamente de los grandes cantos rodados, y estos fueron surgiendo poco a poco en el cauce del cañadón, a medida que él extraía la arena y las piedras más pequeñas, como monstruosos hongos grisáceos o extrañas excrecencias embellecidas por los plateados fulgores de la luna al resbalar sus rayos, en un momento determinado de la noche, a lo largo del cañadón, extendiendo y entrecruzando las sombras azules de aquellos vigías graníticos, inconmovible exponente del eterno peregrinaje de los elementos de la naturaleza. A veces don Remigio llegaba muy tarde a trabajar, porque había estado de visita en el rancho de un amigo, o el encuentro con un conocido habíalo retardado en la fiesta, cada vez más espaciada, de un costillar chorreando su dorada grasitud sobre las brasas, y prolongada luego hasta el último trago de la preciosa bota colmada de buen vino tinto. Entonces lo descubría la noche, dolorosamente inclinado sobre las herramientas, habiendo extraído unas pocas paladas de arena que dejaban en libertad pequeños cantos rodados. Terminaba el trabajo de ese día amontonándolos en un costado del cañadón, casi doblado en dos por el esfuerzo. Subía enseguida a la barranca para estirar las piernas y cueros de su recado, porque eran las noches hermosas, frescas y sin viento del mes de febrero, y se podía dormir a la intemperie. Antes de cerrar los ojos, acaso impensadamente, solía esperar el corto espectáculo de los blancos rayos lunares descendiendo por el cañadón, cuando el astro alzábase lentamente sobre la Cordillera del Viento, festoneada por la impalpable nieve de sus corpúsculos de luz. Surgía primero el gran canto rodado que señalaba el comienzo del trabajo, y su acerado destello era el punto de partida de las sombras azules hacia el bajo. Luego aparecían los demás, casi simultáneamente, y en el corto tiempo que la luna brillaba sobre el cañadón, en todo su esplendor, los solitarios cantos rodados parecían una procesión de seres de otros planetas, grávidos de amenazas y silencio, sorprendidos e inmovilizados bajo la intensidad de aquella claridad astral. Poco a poco giraba la luna, y la oscuridad de la noche volvía a confundir las formas en la profundidad del cauce, mientras cerrábanse los gastados ojos del minero, no sólo de sueño; también de un penoso cansancio de vivir. uando los primeros días del mes de marzo anunciaron la tormenta inminente, ya sin energías ni voluntad para terminar su trabajo, don Remigio sólo consiguió lavar unas cuantas paladas del manto y extraer en total diez gramos de oro, antes de que las avenidas producidas en la cordillera sepultaran otra vez los cantos rodados en su fangoso aluvión. Devolvió las herramientas, y, jinete nuevamente en su esquelético caballo, comenzó a recorrer los almacenes de ramos generales buscando a sus antiguos compañeros de borrachera. Estas realizábanse indistintamente junto al mostrador o en un rancho, donde reuníanse los hombres, y con el pretexto de comer un asado, se tomaban durante el día diez o quince litros de vino. Juan se encontró con el minero dos o tres veces en algún almacén de Andacollo, y debió aceptar su invitación y tomarse una copa para no ofenderlo. Como don Remigio sabía que él trabajaba en lo de Podaderes, aprovechaba la ocasión para desatarse en largos insultos contra el hacendado, acusándolo de haberle robado el chico con la “complacencia de la autoridá”. Juan trataba de convencerlo de que no era así, y le hacía recordar que él mismo había consentido en entregar a su hijo para que en el futuro no le faltara al niño ni el abrigo ni la comida que él no podía darle. Pero cuanto más insistía Juan, mayor era la furia de don Remigio, quien desembocaba finalmente en una amenaza de muerte contra Podaderes, de manera que aquél procuraba calmarlo y lo abandonaba lo más rápidamente posible, no sin antes haber tenido que escucharle un largo y entrecortado discurso, donde don Remigio parecía querer resumir, pero muy fragmentariamente, poseído por un inconsciente recato a pesar de la borrachera, todas las calamidades de su vida rematadas meses atrás con la pérdida del último hijo. on Remigio gastó en un mes los treinta y tres pesos “en mercaderías” que representaban sus diez gramos de oro. Y se encontró, a principios del otoño, sin un centavo, y sin un bolichero lo suficientemente lírico o trastornado como para abrirle una cuenta. Con sus dos últimos litros de vino fue a cobijarse en el rancho de un amigo, a orillas del río Nahueve. Allí lo encontró Juan, un mediodía que pasó camino de Andacollo. Desde lejos reconoció el caballo del hombre; macilento y triste, de pelaje descolorido y ancas torturadas por los huesos en punta, permanecía ensillado, inmóvil y con la cabeza gacha, al parecer sin fuerzas siquiera para mordisquear el pasto amarillento de los alrededores. No se le había quitado el freno ni aflojado las cinchas, duramente hundidas entre sus costillas; costumbre común entre muchos paisanos, quienes no suelen tener para sus caballos la más elemental consideración. Juan desmontó, y luego de asegurar el cabestro en el cerco de ramas, se acercó al caballo de don Remigio, le aflojó la cincha y le quitó el bocado. El animal dio vuelta la cabeza y lo miró inquisitivamente moviendo un poco las orejas, contemplando a su bienhechor con sus profundos e impávidos ojos negros, donde se reflejó, durante unos instantes, la minúscula y luminosa perspectiva de la Cordillera del Viento.

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78 interior del puesto, Juan halló a don Remigio tirado sobre unos cueros. A su lado estaba la bota de Endosel litros, completamente exangüe. La mujer de la casa respondió a su saludo y le invitó a entrar, sin

dejar de remover las brasas del fogón con un hierro. El hombre no estaba; había ido a “rejuntar las chivas”, y no regresaría hasta la tarde, pero si gustaba unos mates. . . Juan aceptó la invitación y se acomodó sobre un tocón de madera junto a don Remigio. Este había reconocido a Juan a pesar de su borrachera, y trabajosamente conseguía sentarse en sus cueros para participar del mate y la conversación. Desde las primeras palabras que pronunció, Juan se dio cuenta que hallábase en un peligroso estado de excitación nerviosa. Como poseído por una idea fija, el hombre comenzó ha hablarle otra vez de su vida, con una coherencia de la que hasta entonces pocos le hubieran creído capaz: —Fíjese don Juan —decía— que yo supe tener en mis buenos tiempos como hasta cien ovejas y otras cuantas chivas, por ái, por los altos del Buraleo, antes que les entregaran las tierras a esos intrusos . . . Soltó un largo párrafo de insultos, y prosiguió: —Tuvimos más hijos que la mierda, toitos lindos machitos que porfiaron como güenos en cuanto fueron algo mayores. Cierto que dos o tres angelitos, como decía la mujer, se murieron en unos jodidos inviernos, pero los demás serían aura todos hombres, si nos hubieran dejado vivir tranquilos, en vez de largamos por ái como perros... Volvió a insultar ferozmente a los intrusos y a toda la “autoridá” del mundo. Los ojos le lagrimeaban y se removía febril sobre sus cueros. Juan no trató de calmarlo; sabía por experiencia que la tentativa sería inútil. O en todo caso, contraproducente. Convenía dejarlo hablar y escucharlo hasta que se cansara; tal vez eso fuera un alivio muy grande para él, ya que por primera vez le contaba cosas de su vida que él sólo conociera de oídas. Ahora comprendía que no había existido exageración en lo que los defensores y apiadados por don Remigio le contaran en distintas oportunidades: —Así, pues, se nos fueron muriendo los muchachos -continuó el borracho, meciéndose de atrás hacia adelante, como para distraerse, con ese movimiento instintivo, del ardiente dolor de una llaga interna—. Se nos morían de enfermedá de cristiano cuando nos agarraban las altas nevazones en malas enramadas, y los enterrábamos ái no más, y yo me sangraba las uñas para cavarle las tumbas. Y la mujer, qué desgracia, mire usté, no hacía más que moquear y gemir como un perro que me ponía los pelos de punta. Y yo le decía, reportate Aurelia que luego no más tendremos más hijos que pelos en la cabeza. Pero era inútil, y cada vez que un niñito se nos quedaba duro entre los brazos, parecía mas vieja y más llorona que nunca. Y así anduvimos vagando y perdiendo todos los animales y los hijos, porque resultó después que nosotros éramos los intrusos. ¿Se da cuenta, usté, don Juan? Nosotros intrusos, muy luego que nos quitaran la tierra de mi padre, y de mi agüelo, y donde yo me crié y rejunté las primeras chivas de mi vida. ¡Nosotros intrusos! Juan inicio una frase de aliento, pero fue interrumpido por don Remigio, quien agitando un puño en el aire, gritó: —¡Pero aura me güelvo a mi tierra, don Juan! ¡Aura mismo, a tomar lo que me pertenece! ¡Y que se joda el que sea, como yo me jodí durante una punta de años!. on Remigio llegaba al colmo de su delirio; Mientras agitaba un puño crispado, en el aire, con la otra mano aferraba fuertemente el mango de su cuchillo. Los ojos surcados de venillas rojas, manando abundantes lágrimas, parecían salírsele de las órbitas; todo su cuerpo era agitado por un fuerte temblor. Juan se puso de pie, y lentamente salió afuera. Allí se detuvo a armar un cigarrillo. No había manera de calmarlo ni nada que decirle al pobre hombre. Quizás quedándose sólo fuera capaz de tranquilizarse. Sin embargo, ese pensamiento no terminaba de convencerlo. Las revelaciones de don Remigio habían sido tremendas; ¿cómo no podría reaccionar un hombre en ese delirio de alcohol y sufrimiento, después de haber padecido tantas calamidades en su vida? Presumiblemente de cualquier manera, y por la más imprevista insignificancia. Fumó su cigarrillo a largas pitadas; el día habíase vuelto desapacible, estaba nublado y frías rachas de viento agitaban a ratos los compactos carrizales y ondulaban los altos pastos en las orillas del Nahueve. Debía partir sin más demora hacia Andacollo, a recoger el correo para Podaderes. Era sólo un galope de un par de leguas; ya de vuelta a Los Miches vería qué podía hacer por don Remigio. Saludó a la mujer recomendándole el cuidado del hombre, aunque eso era innecesario, pues al decir de la gente, ellos “se entendían”. Partió a todo galope acuciado por una extraña inquietud no del todo desconocida, que lo retrotraía sin que él pudiera explicarse por qué, a los más desgraciados episodios de su existencia. res horas más tarde, galopaba de vuelta a lo largo del Nahueve, levantando a los teros y las bandurrias en atronadoras bandadas. La inquietud que lo acompañara durante todo el trayecto de ida y vuelta, se acentuó al comprobar que el caballo de don Remigio no se encontraba en las cercanías del rancho. ¿Hacia dónde podría haber partido, en el estado en que se hallaba?. No quería imaginárselo; la sola tentativa de vadear un río podía ocasionarle la muerte. Antes de que desmontara frente al puesto, apareció la mujer en la puerta; le informó que don Remigio había partido “muy luego” que él se marchara para Andacollo, sin querer escucharla ni decirle a dónde iba, pero que parecía haber enfilado hacia Los Miches. Juan le pareció que la mujer no decía toda la verdad, pero partió al galope en aquella dirección, agradeciendo al destino que lo hubiera impulsado esa mañana a ensillar uno de los mejores caballos de Podaderes por puro gusto, nada más. Ahora, casi tan fresco como ocho horas antes, le permitiría exigirlo y tal vez alcanzar a don Remigio si éste se dirigía hacia Los Miches con el ánimo de realizar alguna irremediable locura. Claro que estaba de por medio ese “muy luego” dicho por la mujer, que podía significarle dos horas y media de atraso. úbitamente surgió en el pensamiento de Juan la verdad; Don Remigio había partido rumbo a Los Miches en busca de su hijo. Sin esperar más, reanudó el galope, ahora agilizado por un par de rebencazos en las ancas del fogoso animal. Empero, cuando llegó a lo alto, dejando a sus espaldas el valle del Nahueve, comprendió que, a pesar de su mísero caballo, don Remigio debería estar ya a la vista del caserío de Podaderes. Mientras se sucedían unos tras otros los accidentes de terreno, tan familiares en su memoria, que lo aproximaban a las lomas marginales del Lileo, pensaba conmovido y preocupado en el delirio de don Remigio, que pretendía quitarle a Podaderes el hijo entregado legalmente, y nada menos que en su propia casa. Pero pensándolo bien, la oportunidad podía presentársele mucho más fácilmente de lo que parecía, calculando que los peones estarían en esos momentos ocupados con sus trabajos en el campo, Podaderes atendiendo el almacén, y su mujer quizás atareada dentro de la

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79 casa. Gabriel había quedado allí, mientras él regresaba de Andacollo, y como el otro niño ya caminaba perfectamente bien, ambos estarían juntos por los alrededores, existiendo únicamente para ellos la prohibición de acercarse al arroyo. Estaba claro que el hombre, poseído por una exaltación demente, trataba de llegar a la tierra de sus abuelos, habitada también por él desde la niñez, para depositar en ella a su último hijo, cumpliendo así, con ese gesto simbólico, un nuevo acto de la perenne rebelión humana contra el destino inescrutable y la injusticia de los hombres. En la memoria de Juan surgían las imágenes de los niños, y ofuscado por el temor los veía casi iguales, ambos morenos, de ojos negros y de altura semejante, vestidos de idéntica manera, entregados al mismo juego y balbuciendo las mismas palabras. Aunque, en realidad, Gabriel tenía un año más que el otro niño, era de mayor estatura y completamente distinto en los rasgos físicos. Sólo le quedaba a Juan la secreta esperanza que, a pesar de su delirio, don Remigio, por instinto, reconocimiento o lo que fuera, hallara instantáneamente cuál era su hijo. Pero la elección, desacertada o no, no cambiaba en sí el hecho y sus probables consecuencias: cualquiera de los dos niños corría un tremendo peligro en manos de ese pobre loco, que trataría de llegar a los altos del Buraleo montado en un caballo moribundo, pudiendo apenas mantenerse él mismo encima del recado; una rodada, una caída desde lo alto de un risquero, el caballo resbalando sobre los cantos rodados en medio de una corriente ... Al pensar en todo eso, Juan hundía los talones en los poderosos ijares de su cabalgadura. a en Los Miches, no necesitó bajar hasta la orilla del Lileo para conocer lo sucedido porque mucho antes del descenso salió a su encuentro uno de los puesteros de Podaderes, cuyo rancho alzábase sobre la loma a veinte cuadras de la casa del hacendado, gritándole que todos habían ido detrás de don Remigio, quien una hora antes habíase alzado con uno de los chicos que jugaban delante del almacén. “¡Hacia los altos del Buraleo!”, le informó el hombre, señalándole el noroeste. Juan no se entretuvo en averiguar la identidad del niño raptado, y hacia allá enfiló su caballo. oco después, desde una altura que le permitía distinguir una gran extensión de campo quebrado, alcanzó a ver un grupo de tres hombres lanzados a galope, aprovechando un largo mallín extendido entre dos faldeos. Pero no vio ni rastros de don Remigio. Ya era demasiado extraño que el caballo del fugitivo hubiera soportado la carrera hasta allí, para que además no se atisbara ni la nube de polvo de su desesperado galope por las montañas. ¿No habría cambiado de dirección, y en lugar de sesgar hacia el noroeste ascendía en ese momento por alguno de los tantos cajones que llevaban a la frontera chilena, oculto a los ojos de sus perseguidores?. Juan pensó en la imposibilidad de alcanzar a aquellos tres hombres con un caballo cansado, después de varias horas de galope, y decidió correr el riesgo de continuar hacia el oeste por la altura donde se encontraba, evitándose así muchas inútiles subidas y bajadas. Sabía que las tierras de los antepasados de don Remigio estaban situadas cerca del río Buraleo y los hitos, y a ellas llegaría más fácil y rápidamente por el oeste, torciendo finalmente hacia el norte, ya a la vista de las más altas cumbres, que sesgando aquellos cordones rocosos. Durante dos horas exigió a su caballo, atormentado por la duda sobre la identidad del niño secuestrado (si era que podía llamarse secuestro a esa desesperada resolución de don Remigio de recuperar al último hijo, creyendo en su delirio que podrían devolverle la tierra de sus antepasados), hasta que distinguió una nube de polvo a su derecha. Luego de salvar un promontorio interpuesto entre él y el jinete que la producía, se halló ante un gran bajo todavía intensamente verde, a pesar de la proximidad del otoño, desde donde ascendía el tembloroso balido de las ovejas. Por él galopaba don Remigio, inconfundible sobre su exhausto caballo. No obstante la distancia, Juan advirtió claramente que con un brazo apretaba algo contra su pecho, mientras el otro se alzaba y bajaba rítmicamente, en el duro castigo impuesto al animal, obligado a consumir sus últimos alientos en un agónico galope: doscientos metros más allá, le cortaba el paso un tumultuoso afluente del Buraleo. En un segundo comprendió que el hombre trataría de vadear el arroyo. Descubrió también a los tres jinetes que salieran en su persecución desde lo de Podaderes, galopando cuesta arriba por la orilla del cauce, en un supremo esfuerzo por detenerlo antes de que su locura lo impulsara a internarse en aquella impetuosa corriente, lanzada con rodas sus fuerzas por su lecho salpicado de grandes cantos rodados. Pero se dio cuenta de que ni él ni ellos podrían alcanzarlos, a menos que el caballo cayera muerto antes de llegar a la orilla. Y mientras se lanzaba ciegamente por la peligrosa ladera, para intentarlo de todos modos, pensó en la incomprensible trama del destino que le había permitido al cabo Mistoy derribar de un balazo el caballo de su hermano, aquella mañana, en las cercanías de Tierras Blancas, provocando la muerte de ambos, y no estar allí en ese momento, con su máuser y su infalible puntería, para salvar a un niño de una muerte segura. Cuando él se encontraba recién al comienzo del bajo y los otros tres jinetes aún mucho más lejos, don Remigio penetraba ya en la corriente, castigando al caballo en la cabeza con el mango del rebenque para obligarlo a ello. l cauce tendría apenas treinta metros de ancho, y las aguas no eran muy profundas, pero lanzábanse cuesta abajo con una fuerza tremenda, levantando alta marejada de espuma al chocar contra las rocas que sobresalían del nivel de las agitadas ondas. Treinta segundos después sucedió lo inevitable; cuando ni los gritos de Juan, ni el llanto de la criatura, que apretaba con uno de sus brazos, lograban detener a don Remigio, el caballo cayó de rodillas, despidiendo a su jinete por encima de la cabeza. El hombre, arrastrado por la fuerza de la corriente fue a dar a un recodo del arroyo, cincuenta metros más allá, y cayendo y levantándose pudo ganar la orilla, pero el niño había desaparecido aguas abajo. Juan y los tres jinetes, que también presenciaran la catástrofe, se encontraron un minuto más tarde recorriendo la orilla en ambas direcciones, sin lograr avistarlo, únicamente alcanzaba a distinguirse el cuerpo del caballo muerto, girando lentamente arrastrado por la corriente, detenido a veces durante unos segundos por las grandes rocas graníticas que salpicaban el lecho del río. Cien metros más abajo, las aguas tornábanse profundas y se ensanchaba el cauce del arroyo. Era seguro que durante el tiempo que ellos tardaran en llegar al lugar de la tragedia, el liviano cuerpecito del niño había sido arrastrado rápidamente por la corriente; en esos momentos quién sabe a qué distancia de allí hallábase sumergido, progresando poco a poco hacia el Buraleo. Después de un cuarto de hora de búsqueda inútil. Juan descubrió que el propio Podaderes era uno de los hombres que habían salido en persecución de don Remigio, y se enteró por él que Gabriel hallábase a salvo en la casa. El hacendado, con palabras violentas y quebradas, le contó que encontrándose ocupado en el almacén había entrado Gabriel, para informarle en su media lengua, ya muy aguda e inteligible, “que Fernandito se había ido”. Cuando salió a la puerta un minuto después, y dio la vuelta al alambrado siguiendo las indicaciones del niño, pudo distinguir a don Remigio (lo reconoció a pesar de la distancia, no sólo por su caballo sino también porque llevaba a Fernandito sentado en la punta del recado) todavía en lo alto del faldeo, huyendo con su hijo rumbo al norte.

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80 Gabriel debió contemplar durante largo rato al jinete que se llevaba a su amiguito hacia las loma, antes de darse cuenta que aunque el niño hubiera reconocido inmediatamente a su padre, tendiéndole los bracitos y dejándose alzar hasta el recado con toda docilidad, aquello no era la sorprendente alternativa de un juego, y decidirse a caminar los cien metros que lo separaban de la casa para contarle la novedad a Podaderes. Desgraciadamente no había ningún caballo disponible, y mientras aquél lograba reunirse con dos peones y estos corrían en busca de dichos animales, que pastaban sueltos en el campo, bastante retirados de la casa, y los ensillaban, don Remigio había obtenido gran ventaja. l enterarse que Gabriel hallábase a salvo en Los Miches, Juan experimentó una vez más el alivio proporcionado por el irremediable egoísmo humano, y la angustia y el sentimiento de amarga impotencia que durante los últimos veinte minutos le habían atenaceado el corazón, fueron transformándose rápidamente en un sentimiento de piedad por el niño muerto, y de rabia apenas refrenada contra su padre, autor inconsciente de la desgracia. Pero no solo él habíase acordado de don Remigio; el hacendado, con los ojos brillándole como dos rojos carbones de ira y deseos de venganza, se lanzó cuesta arriba a todo galope, seguido por Juan, quien no quería pensar lo que en ese momento podía sucederle a don Remigio, si ellos no conseguían detener a Podadores. Sin embargo, con una rápida mirada pudo constatar, para su alivio, que el hombre no llevaba ningún arma a la vista. Pero apenas habían cubierto la mitad de la distancia que los separaba del lugar de la tragedia, cuando comenzaron a escuchar un apagado gemido, sordamente prolongado en los contrafuertes de la montaña. Poco después encontraban a don Remigio que recorría como un demente la otra orilla del arroyo. La ropa empapada pegada a su cuerpo esquelético, y los brazos un poco abiertos hacia los costados; tropezaba y se enderezaba, entrando a veces en el agua hasta la ingle, mientras repetía incansablemente con un grito sobrecogedor, casi inhumano, el nombre de su hijo. De tanto en tanto caía de rodillas y con la cabeza gacha, apretada entre los brazos, sollozaba roncamente, hasta que el espantoso sonido de su llanto imponíase al rugido de las aguas. Luego se arrastraba unos metros sobre las manos y las rodillas, y cuando conseguía ponerse de pie nuevamente, volvía a llamar a su hijo y a pronunciar diversos nombres, casi incomprensibles, tal vez el de los otros hijos muertos, sin poder precisar, en su delirio, cual de ellos era el que media hora antes había sido arrastrado por la corriente. O porque éste resumiera al fin todas aquellas muertes. Gemía y llamaba sin descanso, “Fernandito, hijito . . .”, mientras la noche implacable caía sobre él y sobre la corriente que arrastraba el cadáver del niño, quién sabe a qué distancia de allí, golpeándolo de roca en roca hacia su afluencia en el Buraleo, quizás aún sobre el deslinde de la tierra de sus antepasados. ue necesario vadear el arroyo, subirlo encima del recado y atarle las piernas y los brazos, para que no cayera del caballo, porque no escuchaba ni comprendía cosa alguna. Lentamente emprendieron el camino de regreso, luego de quitarle los andrajos mojados y cubrirlo con un poncho. Al amanecer llegaron a Los Miches, después de una larga noche de penurias morales, durante la cual don Remigio no dejó de gemir y de llamar a su hijo, rechinando a veces los dientes y removiéndose inquieto en la montura. Una vez en la casa lo envolvieron en unas frazadas y lo acostaron en un catre, donde al cabo de un rato pareció tranquilizarse y se quedó dormido. Por prudencia cerraron la puerta con llave. Durante todo el resto del día Podaderes estuvo pensando que haría con él la justicia, y hasta dónde el hombre era culpable de la tragedia, si pasaba por un momento de desequilibrio mental. Al anochecer, cuando llegó un sargento y otro policía del destacamento de Andacollo, en busca de don Remigio, y abrieron la puerta del cuarto donde éste parecía dormir desde la mañana, hallaron que se había ahorcado colgándose con su faja negra de una de las vigas del techo.

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asó el invierno, y a pesar de las exigencias de la lucha por la vida, la gente no olvidó la tragedia de don Remigio. Si bien podía decirse que era otro de los tantos desgraciados episodios acontecidos año tras año, que jalonaban la dura existencia de los mineros y puesteros de acontecimientos dignos de recordarse toda la vida, heroicos unos, fatales y lamentables otros, éste poseía una característica sobresaliente; el suicidio del hombre, quien en un postrero y loco esfuerzo por llegar a su tierra en los altos del melodioso río Buraleo, tierra de todos modos ocupada por otra gente, desde hacía años, había provocado la muerte de su hijo luego de arrebatarlo de una casa donde poseía el envidiable abrigo y la seguridad de los ricos. Lo que durante bastante tiempo se discutió fue si don Remigio había perdido o no la razón cuando robó al niño que jugaba feliz e ignorante de su destino frente al almacén de Podaderes. Unos sostenían que solamente un loco pudo hacer semejante cosa, ya que el desdichado padre había sido desalojado de aquellas tierras hacía más de quince años; mal podía un hombre en sus cabales oponerse a “la autoridá competente”, y tratar de recuperarla recién entonces, jinete en un caballo increíble, sin fuerzas siquiera para esgrimir con éxito su cuchillo. Y, por sobre todo, exponer a su hijo a la muerte en esa suerte de demoníaca carrera a través de la cordillera, que fatalmente debía terminar como terminó; con el agotamiento del caballo en medio de la correntada, cuyas aguas lleváronse el cuerpecito del pobre niño. tros creían, no obstante, que don Remigio estaba completamente cuerdo porque supo reconocer de inmediato a su hijo, a pesar de los meses transcurridos desde la separación, y eligió el mejor camino para llegar a su tierra, siendo únicamente perturbado en sus planes por la presencia de los perseguidores, ante cuya proximidad habríase decidido a jugar esa última carta; atravesar el turbulento arroyo antes que lo alcanzaran, pensando que a lo mejor ellos no se animarían a vadearlo. Pensamiento después de todo pueril, calculando la dispar calidad de los caballos de unos y otros, pero que el fugitivo tal vez no alcanzó a vislumbrar en esos instantes de febril decisión. Luego estaba el suicidio, acto sumamente extraño y casi desconocido entre ellos, realizado por don Remigio en el cuarto donde descansaba, con el silencio y la cautela de una fría determinación, una vez compenetrado de sus culpas y de la desolación de su vida, contra la cual parecían haberse coaligado todas las fuerzas destructivas del destino. Pero como nadie podría conocer jamás los pensamientos de don Remigio durante esas últimas y apasionantes horas de su vida, no se llegó a una solución satisfactoria en las trabajosas discusiones

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81 que durante los meses siguientes se mantuvieron respecto al caso en Andacollo y sus alrededores, cuando se reunían los hombres con tiempo sobrado para discurrir sobre los últimos acontecimientos, especialmente en época de invernada. Sólo persistió en el ánimo de todos, como una verdad indiscutible, el eterno sentimiento de la injusticia y la seguridad que la vida de don Remigio hubiera sido otra de no habérsele despojado de sus tierras en los altos del Buraleo. medida que afianzábase la promesa de la primavera en el aire y en los campos, crecía en el espíritu de Juan el sentimiento de su soledad. La certeza de la aparición de Dionisio durante esa temporada, iniciada con la creciente de los ríos, estaba respaldada por un buen porcentaje de lógica; un padre que había realizado aquel viaje a Chos Malal hacía justamente un año, para ofrecer a su hija agonizante la maravillosa realidad de un mito milenario, no iba abandonar a su otro hijo, si era que aún vivía y estaba en condiciones de presentarse a reclamarlo. Y aparte de los rumores propalados en su momento sobre la resurrección de Dionisio de las avenidas del Lileo, y su posterior estadía en un rancho de veranada, cercano a los hitos, Juan poseía la intuición, esa intuición o premonición que nunca parecía fallarle, de que el padre de Gabriel estaba vivo y aparecería de un momento a otro para llevárselo consigo a Chile. En tanto había crecido el amor del hombre por el niño. También en éste exteriorizábase la necesidad de su compañía. Gabriel estaba siempre detrás de Juan, y a la par de ambos, el perro. Los tres formaban un trío harto conocido tanto en Los Miches como en Andacollo. uando Juan salía a recorrer los campos, por el valle y las lomas del Lileo, llevaba al niño adelante, sentado en el extremo del recado; Tropero, ya demasiado viejo y cansado, lo seguía como podía, retrasándose cada vez más en las cuestas, y observando con nostálgica mirada las liebres que ya jamás lograría alcanzar y dejaba de perseguir al cabo de una docena de saltos. A veces llegaban hasta la hondonada donde cayeran don Eleuterio Mistoy y su hermano Ignacio, en aquella fatídica mañana, y debía responder a las insistentes preguntas del niño respecto al significado de los dos grandes montículos de piedras coronados por sendas cruces. Ni siquiera Juan lo comprendía del todo, pero trataba de explicarle que señalaban el lugar donde habían caído dos hombres rectos y valientes; uno, representando lo que creía era la justicia, y el otro, defendiendo los últimos minutos de su libertad. Pero, ¿y las cruces?. ¿Por qué se colocaban esas cruces?. Porque desde hacía muchos años se venía haciendo así, y la gente repetía las acciones de sus padres y abuelos, casi con la misma constancia con que trataba de morir en la misma tierra donde ellos habían muerto. Pero, ¿y por qué?. Juan no lo sabía, y el niño quedábase absorto ante los primeros misterios de la vida. egún transcurrían los meses y las estaciones, Juan asombrábase de la intensa curiosidad y la inteligencia del niño. Gabriel iba tras él por los alrededores de la casa, acompañándolo en los pequeños quehaceres diarios y acosándolo a preguntas. Bajo el cálido sol del verano, a orillas del arroyo, limpio entonces y resplandeciente como los reflejos del día en el espacio, mientras Juan afilaba el cuchillo sobre una piedra plana o regresaba de allí sesgando el campo al amparo de las sombras moradas de los álamos, Gabriel le preguntaba: —¿Juan, qué es un árbol? Juan dejaba inmediatamente lo que estaba haciendo, o se detenía bajo la frescura del ramaje, y recordaba a la Silvita. Ella hubiera contestado entonces: “Un árbol es un pensamiento del Señor. Cuando Dios piensa, brota un árbol, porque la tierra es el receptáculo de todo su amor y su alegría, que aún nosotros no sabemos comprender”. Pero Juan respondía: —Un árbol es una planta; es fuerte y crece tan alto porque ha hundido sus raíces muy hondo en la tierra, y le absorbe el agua como los niños chupan la leche de los pechos de sus madres. —¿Juan, yo no tengo madre? —Murió hace tiempo. Yo mismo la enterré en el cementerio de las pircas. Tu padre fue a viajar por la cordillera y me encargó que te cuidara hasta su regreso. legaban a la casa y a veces, en medio de la claridad del crepúsculo, o en el vibrante amanecer, cuando el espíritu de Juan abríase más que nunca ante la plenitud del mundo y la soledad del hombre, en ese mismo patio donde había jugado María mientras su padre observaba la casa pensando en la seguridad de sus hijos, descendía un gran pájaro de bronceado plumaje, bello y altivo, quizás el mismo que tiempo atrás había detenido con su aparición el juego de los niños asombrados, y repetía otra vez el metálico canto de su misterioso mensaje, antes de desaparecer volando hacia la brumosa lejanía de las montañas. —¿Juan, qué es un pájaro? Silvia hubiera dicho: —“Un pájaro es un ángel del Señor que pasa por el mundo y luego regresa hasta su trono para contarle el sufrimiento de la pobre gente”. Pero Juan sólo contestaba: —Un pájaro es un animal que vive y muere, igual que nosotros; canta y vuela, pero sufre también el hambre y el frío. abriel preguntaba, entonces, de dónde había llegado aquel pájaro extraño, tan hermoso y desafiante, que terminaba de cantar, detenido en el medio del patio, con las alas entreabiertas, desapareciendo en seguida en el aire como un resplandor de fuego. Juan no lo sabía, pero seguramente era oriundo de los grandes bosques chilenos, más allá de Buta-Mallín. Y ¿cómo eran esos bosques?. Muy profundos y llenos de sombras, formados por árboles centenarios, árboles que ya estaban allí formidables y erguidos como centinelas sobre los nebulosos valles, mucho antes de que se levantaran las primeras casas de Andacollo. Gabriel insistía, maravillado al pensar en esos lugares inimaginables. Y su padre, ¿andaba por el bosque desde hacía años?. Sí, montado en un fogoso caballo de largas crines renegridas. Llevaba un largo cuchillo en la cintura y un Winchester para defenderse de los pumas, porque el hambre del invierno obligaba a esos animales a bajar de sus altos e inexpugnables refugios en busca de comida. Y ¿qué hacía allí su padre, y por qué no volvía?. Construía una hermosa casa de troncos, grande y abrigada para él, y vendría a buscarlo cuando estuviera terminada, dentro de pocos meses o un año a más tardar; Juan estaba tan seguro del regreso de Dionisio que no vacilaba en adelantárselo a su hijo. romediaba el mes de marzo, y la inquietud y seguridad de Juan transformábase en ansiosa expectativa, mientras en los pensamientos de Gabriel su padre había adquirido las proporciones de un héroe, jinete en un fantástico corcel de oscuro pelaje y largas crines relucientes. Todas las mañanas, cuando se levantaba, preguntaba a Juan si aquél sería el día de su regreso y desde qué dirección llegaría. Juan, respondía invariablemente que tal vez no fuera ese día, pero le señalaba el oeste, la quebrada línea del horizonte por donde descendía el cajón

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82 del Lileo, diciéndole que ese era el camino para ir al encuentro de su padre, o por donde él iba a aparecer cuando menos se lo imaginaran. Gabriel quedábase extático contemplando aquel luminoso horizonte, sobre todo cuando en él se desplazaban las doradas nubes del atardecer, empujadas por el viento, y a medida que transcurría el tiempo y declinaba el día y sus tonos áureos ensombrecíanse de rojos y violetas, le parecía que allí comenzaba a insinuarse las formas de un potro azul, de un luminoso corcel de formidables remos de cobalto y crines infinitas encrespadas al viento, despidiendo de los entreabiertos belfos una espuma de fuego y un resplandor de nieve, montado por un jinete sin rasgos definidos, pero cuyo gigantesco poncho flotaba en la inmensidad, escapándose de entre sus pliegues sombríos las primeras estrellas del crepúsculo. Una noche, luego de haberse dormido el niño, hallábase Juan abismado en sus pensamientos y recuerdos, sentado junto a la cocina con Tropero echado a sus pies. De pronto, el perro se paró, y volviéndose hacia el oeste, con las orejas alertas, comenzó a gemir por lo bajo. Juan escuchó, quieto y atento, y le pareció descubrir un solitario rumor proveniente del faldeo de la loma; los cascos de un caballo chocando contra las piedras, quizás. Abrió la puerta y salió, seguido por Tropero. En efecto, un jinete acercábase al tranco de su montura. Contuvo los ladridos del perro y esperó, seguro de que se aproximaba el momento tan ansiosamente aguardado. Pronto una larga y vaga sombra, más intensa aún que la oscuridad de la noche suavizada por la luz de las estrellas escarchadas en la fría infinitud del cielo austral, ingresaba en la explanada que rodeaba la casa, y poco después deteníase ante Juan el visitante nocturno. No era Dionisio aquel hombre cubierto con un poncho oscuro y un sombrero de anchas alas, pero sí su mensajero; lo adivinó antes que el desconocido abriera la boca. Este saludó con pocas palabras y desmontó de su caballo, en cuyos arneses chispeaba el metal plateado. Una vez establecida la identidad de Juan, le entregó un sobre donde constaba su nombre, confirmándole que venía de parte de Dionisio, quien, residente en una leana ciudad chilena, habíase trasladado a un pueblo cercano a la frontera. El hombre no quiso aceptar su hospitalidad, asegurándole que podía hacer noche en un rancho de un conocido, antes de llegar al Nahueve. Y se marchó sin más trámite. Había desaparecido ya el forastero envuelto en la indecisa oscuridad de la noche estrellada, hacia el este, perdiéndose poco después el de las herraduras de su caballo entre los apagados sonidos de la tierra y el viento, y Juan continuaba todavía parado en el mismo lugar, en medio del irregular rectángulo luminoso proyectado por la puerta abierta, con el sobre en la mano, mientras el perro, inquieto, deambulaba olisqueando la tierra y mirándolo inquisitivamente. Si no fuera por aquel trozo de papel arrugado, pálido y casi irreal, en medio de la vacilante claridad rojiza del fuego de la cocina y el pabilo de la vela, Juan creería en un nuevo sueño, o en la primera alucinación, después de tantos meses de espera y sobresalto. Pero no es nada de eso, sino la realidad desnuda en la conjunción del tiempo y los acontecimientos; él sabe perfectamente cuando sueña, y no ha tenido en su vida más alucinaciones que aquellas inolvidables, de los padres muertos, pero resucitados a orillas del Curi Leuvú, cuando debió cortarse los dedos helados del pie. Dando vueltas el sobre en sus manos, precedido por el perro atento al más mínimo de sus movimientos, entró en la casa y cerró la puerta. Una vez, sentado junto a la cocina, con la punta de su cuchillo rasgó el sobre cuidadosamente, y se inclinó al lado de la vela para leer el mensaje que extrajo de su interior, escrito con letra desigual y dificultosa. Era sumamente escueto y simple; le indicaba que él —Dionisio—, lo esperaría en Buta Mallín el último día de ese mes, para que le entregara a su hijo. Y que si por cualquier circunstancia Juan no podía concurrir a su encuentro, éste se efectuaría dos semanas más tarde en el mismo lugar. Nada más, ni la mención de una hora aproximada, ni un pedido de discreción. Pero Juan sabía muy bien lo que debía hacer, y se puso a calcular el tiempo que le quedaba junto a Gabriel; hacía tres días había estado en Andacollo, entonces faltaba todavía diez para que finalizara el mes. Recordaba haber mirado con atención el almanaque colgado por el bolichero junto a la puerta del almacén, en un lugar bien visible, quizás para hacer notar a sus deudores que el tiempo volaba, como el rápido viento del sur, y las cuentas tardaban demasiado en pagarse; sutileza que muy pocos iban a interpretar y menos que nadie los interesados en ignorar esa fantástica huida del tiempo de estación en estación, acortando cada vez más los límites de sus deudas y quebrantos. Restábale, entonces, una semana exacta a partir de la semana siguiente. Sólo siete días junto al niñito antes de perderlo para siempre. Gabriel iría al encuentro de una hermosa vida, junto con su padre; crecería feliz, inteligente y educado en alguna ciudad chilena, donde Dionisio habríase afincado en busca de progreso. Pronto olvidaría los pocos años vividos de niño en Los Miches; olvidaría la frondosa arboleda de la casa de Podaderes, donde jugara con Fernandito, los frutales floridos, orgullo del hacendado; lo olvidaría a él, al cajón del rumoroso Lileo, a las bandurrias con sus metálicos gritos crepusculares. Y para Juan aquello sería morir de nuevo, aunque tuviera la seguridad de saber que estaría mucho mejor en Chile con su padre, porque jamás volvería a verlo, y en cambio pasaría a ser un precioso recuerdo más, como los de sus padres, Ignacio y Silvita. esde la mañana que siguió a la llegada del mensajero, Juan estuvo constantemente al lado de Gabriel; cuando debía ir a lo de Podaderes lo llevaba consigo, sin dejarlo en el rancho de un amigo, donde había otros niños de su edad, como viniera haciéndolo durante los últimos meses, para evitarle la extrañeza de no encontrar a su compañero de juegos en la casa del hacendado, y evitar así las interminables preguntas sobre el paradero de Fernandito. No quería tener que mentirle una y otra vez, o correr el peligro de que oyera a alguien hablar sobre la muerte del angelito. Este había sido hallado recostado en una orilla del Buraleo, en la misma orilla donde sus padres y abuelos debieron beber, durante generaciones, el agua de nieve de aquel río melodioso; con los brazos abiertos, de cara al claro cielo, sin un golpe o un rasguño, intacto, puro y apacible como si recién se hubiera dormido acunado por su madre. “Resplandeciente como una joya del cielo”, había dicho la vieja que lo encontró al amanecer, y se estuvo un día sentada a su lado, sin animarse ni a tocarlo ni a dejarlo solo. Hasta que llegó uno de los hombres de Podaderes que rastreaban las orillas buscándolo desde el lugar donde había desaparecido en la tarde anterior, tragado por el torrente. Aún estaba fresco en la memoria de la gente de los alrededores de Los Miches, el día del entierro; la silenciosa procesión que acompañó al niñito hasta el cementerio de las pircas, las carnosas hojas lanceoladas que se plantaron para demarcar su tumba, y la multitud de coronas de flores de papel colocadas junto a la cruz, en medio del profundo silencio de la tarde y los presentes, emocionados por los acontecimientos y la dolorosa belleza de aquella pequeña muerte angelical: ya para esa época habían desaparecido del valle del Lileo las minúsculas corolas que la paciente primavera resolvía con su plateado rocío y el breve calor de su tierra doblegada. Y en la casa de Podaderes, directamente afectados por la muerte del niño, era donde más fácilmente Gabriel podía llegar a comprender que también Fernandito dormía en el cementerio de las pircas junto con su madre y sus hermanitos, debido a la inagotable rememoración de grandes y chicos. Pero desde el día siguiente de la llegada del

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83 mensajero, Juan ya no quiso separarse ni un minuto de Gabriel, y con él de la mano caminó por la orilla del arroyo hacia la casa del hacendado. Eran unos gloriosos días, cuando la íntima hermosura del verano fundíase lentamente con las primeras brumas otoñales; así los árboles extendían sus ramas de tules de niebla de transparentes ópalos bajo la infinita paz de la media tarde y el concreto atardecer, llovido en grandes medallones dorados sobre los follajes empalidecidos por los éxtasis estivales. Erguían los blancos troncos sus álamos luminosos, finos y esbeltos como dardos prontos a asaetear el cielo, por sobre la madura serenidad del valle encajonado. Y bajo de ellos, tomados de la mano, iban el hombre y el niño, ascendiendo a veces la suave pendiente desde la orilla del Lileo, hacia las casas, hollando los blandos mallines ya raleados; otras veces, perdidos en la profunda quietud de la huerta de Podaderes, donde Juan trabajaba la tierra, y Gabriel arrancaba hojas tiernas, y riendo escupía luego la pulpa verde sobre la paciente cabeza del perro, cuyos ojos debilitados veían todavía la figura del niño, y la continuarían viendo toda la vida, a pesar del tiempo y la distancia infranqueables, hasta que un día, ciego y engañado por el viento, con el último latido de su fiel corazón se levantara y caminara unos pasos para recibir su imaginario regreso. A veces, sin motivo aparente, Juan colocaba su mano sobre la cabeza del niño, y le sonreía. Y éste, encantado con ese juego durante esos días incansablemente repetidos, le sonreía a su vez. Y así iban recorriendo los alambrados de Podaderes, sorteando los pequeños cantos rodados de los bajíos del Lileo, ascendiendo las lomas marginales en busca de la majadita; Juan acariciando aquellos negros cabellos polvorientos, o Gabriel tomado fuertemente del costado de la bombacha de aquel hombre que no era su padre, y sí era únicamente su Juan. n día antes de la partida, hallándose Juan en los fondos de la huerta, ocupado en la poda de los cercos, oyó el llanto de un niño; el de Gabriel. Poco después éste aparecía corriendo, y con el rostro mojado por grandes lágrimas iba a estrecharse contra sus piernas. Juan inquirió por los motivos de su llanto, y cuando consiguió calmarlo un poco, el niño, clavando sus ojos en aquellos otros, donde esperaba hallar la refutación a lo que terminaba de producir su desdicha, respondió: —Dice que Fernandito murió porque se cayó al río ... —¿Quién dice eso? —La Luisa, en la cocina... Juan soportó durante unos segundos su ansiosa mirada, y por fin le dijo: —Fernandito se fue con sus abuelos. Gabriel parecía a punto de echarse a llorar desconsoladamente otra vez. —¿Y por qué se fue..., por qué no me llevó? . .. —Todos los niños se van, tarde o temprano. Vos también vas a irte. —¿Con mi papá? ¿Cuando venga a buscarme? Ahora el niño sonreía en medio de sus lágrimas. Juan comprendió que era necesario hacerle olvidar inmediatamente la desgraciada historia de Fernandito. —Sí, Gabriel. Mañana vamos a encontrar a tu papá, en el paso de Buta-Mallín. esde ese instante, el niño no dejó de hacerle preguntas tras preguntas sobre su padre y el viaje del día siguiente, con una alegría y una excitación que alarmaron a Juan. Sin embargo, no se arrepintió de haberle dado la noticia. Por fin, extenuado de impaciencia, Gabriel se durmió a la caída del crepúsculo. Juan dejó todo preparado por la noche: mantas y monturas, ropas y maletas, y el caballo en el corral para salir antes del amanecer. Pero no se acostó, poseído por una irrefrenable inquietud. Y durante horas vagó de la cocina al dormitorio, vigilando el sueño intranquilo del niño, y observando, a la débil claridad irradiada por las brasas de la hornalla abierta, cada uno de sus rasgos como si recién pudiera hacerlo, impulsado por una inconsciente necesidad de grabar en su memoria aquel rostro, y la mágica expresión de expectativa interna que lo transformaba en vísperas del soñado encuentro. abriel despertó y se vistió mientras Juan ensillaba el caballo. Tomó su leche sin respirar, y con un trozo de pan en la mano, fue acomodado en la punta del recado envuelto en su poncho. Juan montó a su vez, y partieron siguiendo la huella que por el cajón del Lileo conducía a Buta Mallín, cuando todavía brillaban las últimas estrellas y ningún rumor, en la grávida quietud de la madrugada, imponíase al susurro del viento y al sordo quejido de la corriente. Gabriel, dichoso, comía su pan. Alternativamente le sonreía a Juan y miraba el paisaje, envuelto en una etérea penumbra grisácea, con las migas resbalando por su barbilla y enredándose en la pelusa del áspero poncho que lo abrigaba. No se había vuelto ni una vez hacia la casa; no comprendía que dejaba para siempre el valle donde naciera, donde quedaban las tumbas de su madre y hermano, mientras él marchaba hacia un futuro quizás nunca soñado para ninguno de los hijos de los oscuros hombres y mujeres de Los Miches. uando avistaron el paso, poco antes de mediodía, el sol brillaba esplendoroso en el cielo abierto. Pero nadie se presentó a recibirlos. Juan detuvo el caballo y desmontó para esperar, ayudando a bajar al niño. No sabía si Dionisio los aguardaba escondido entre las rocas, o si aparecería al galope desde el lado chileno. Poco después llegó el perro, extenuado por el largo camino, la cabeza gacha y la lengua colgándole hasta el suelo, y se echó a descansar a la sombra con los ojos entrecerrados. -¿Dónde está, Juan? ¿Dónde está mi papá?”, preguntaba Gabriel, dando vueltas a su alrededor e incitándolo para seguir adelante. -“Ya viene —respondía Juan—. Dentro de unos minutos llega. A ver quién ve primero la nube de polvo del galope de su caballo.” e pronto Tropero se paró, como impulsado por un choque eléctrico, y en ese momento apareció un hombre, saliendo de entre unas rocas, a treinta metros de distancia, cuesta arriba, cubierto con un poncho de castilla, jinete en un soberbio alazán cuyo pelaje brillaba como polvo de oro bajo los rayos del sol. Juan sonrió, y levantó una mano,mientras Gabriel se adelantaba casi temeroso con los ojos muy abiertos, contemplando allí, al alcance de sus manos, la materialización de sus más grandes y heroicos sueños infantiles. Dionisio cubrió con un par de saltos de su fogoso alazán la distancia que los separaba, y desmontando levantó a su hijo y lo estrechó contra su pecho. Gabriel, abrazado al cuello de su padre, reía y lloraba al mismo tiempo. Juan se aproximó y estrechó la mano de Dionisio. Fue un largo apretón, mientras se miraban intensamente a los ojos. No quiso aceptar palabras de agradecimiento; haber cuidado del niño había sido su alegría durante muchos meses. Dionisio ya estaba enterado de la muerte de su hija y de su mujer, pero le quedaba Gabriel, y a él iba a dedicarle toda su

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84 vida. Le narró escuetamente sus aventuras desde el día que cruzara la frontera por el paso de Cajón Nuevo; meses de azaroso vagabundeo a través del territorio chileno, hasta llegar a una ciudad de la costa. Allí trabajaba ahora, con un honesto carpintero que lo perfeccionaba en el oficio y le daba una pieza para vivir. —Hay que irse a las ciudades, don Juan; allí hay trabajo y nadie se muere de hambre en el invierno, solo como un perro. Cierto que la vida es dura también, pero nosotros estamos unidos y luchamos. Y esa lucha, aunque nos cuesta sangre y dolor, significa, cada vez que vencemos, un nuevo paso hacia el progreso. Mi hijo tendrá ahora una escuela cercana, una casa segura y abrigada, una comida suficiente; hasta un médico para atenderlo cuando esté enfermo. No morirá, como su hermano, por falta de alimentos, ni como la pobrecita María... Dionisio cerró los ojos un instante. —Es cierto, don Dionisio; Gabriel tiene una hermosa vida por delante, y ojalá que su inteligencia sirva algún día para ayudar a los demás, como quería mi viejo. —¡Abandone esta soledad, don Juan! —respondió Dionisio, con vehemencia—. Váyase para Neuquén, o véngase conmigo. ¡Verá usté lo que pueden hacer los hombres unidos, lo qué consiguen diez mil hombres juntos cuando luchan por su dignidad y su fe en la vida! Juan movió negativamente la cabeza. —No, don Dionisio; todos los hombres no se pueden ir de todas partes. La tierra es muy grande y la gente tiene que ser feliz allí donde está, porque para eso han nacido en un lugar. El viejo decía que el hombre puede hacerlo todo por el hombre, con su ciencia, su amor y su educación. Nosotros no supimos comprenderlo y por eso se perdieron Ignacio y la Silvita. Yo me quedé a esperar la realización de su fe, y la seguiré esperando hasta la muerte. uan y Dionisio se abrazaron en silencio. Luego éste acomodó a Gabriel en el recado. Había que partir; les esperaba un largo viaje, y era peligroso para él, quedarse en la frontera demasiado tiempo. Juan le sonrió cariñosamente al niño desde abajo; eran los últimos segundos, y, sin embargo, le parecía imposible pensar que jamás volvería a verlo. Ya Dionisio levantaba la mano, para despedirse definitivamente, cuando en el rostro de Gabriel apareció un gesto de tristeza y asombro, como si recién comenzara a sospechar la magnitud de aquella separación. Juan, sin poder contenerse, murmuró, “Hijito mío...” y le tendió los brazos. El niño se deslizó velozmente del caballo, y corrió hacia él; le echó los brazos al cuello y lo besó repetidas veces en las mejillas, en la boca, en los ojos, diciéndole, “¡Juan, mi Juan, mi precioso Juan!...”. En ese momento, Juan se sintió todopoderoso, triunfador sobre cualquier miseria de la vida. Penetró la tierra y el espacio como una instantánea honda de luz. Sublimado por su amor y su generosidad, abarcó el tiempo y rompió la barrera de su conciencia; comprendió la profundidad de la fe de Silvia, y su ruptura; estuvo con ella, en su espíritu y en su corazón, en el momento en que las aguas del Curi Leuvú se cerraban sobre su cabeza. Experimentó el inconmovible amor y la confianza de su padre en la humanidad, y el dolor de su carne desgarrada en la suya propia, en su mismo lecho de muerte; Poseyó la desoladora angustia de Ignacio ante la degradación y la injusticia de los hombres; Fue Malvina enloquecida, clamando a Dios en la soledad del bosque, extrayéndose a pedazos la placenta y yéndose en sangre junto al niño que no podía salvar; El cabo Mistoy agonizante, con la mano de su hijo más pequeño entre las suyas; María, poseída por el éxtasis del arte, construyendo su pesebre en la soledad del rancho abandonado, resumiendo el genio humano y su indestructible proyección creadora; Don Remigio, arrastrándose en la orilla del arroyo, rodeado por los espectros de sus hijos muertos. Y estuvo con Femandito, crucificado sobre la arena helada, de cara al universo, como un reto a esa monstruosa e insensible máquina de átomos y períodos, pero clamando ¡a los hombres, a los hombres, a los hombres! por la paz, el amor, la justicia. uan levantó en brazos a Gabriel, y se lo entregó de nuevo a su padre. Los poseía a los tres la misma alegría, la misma pasión por la vida. Un minuto más tarde, desde lo alto de la cuesta, Dionisio detuvo el caballo para saludar por última vez, y entonces Gabriel llamó al perro, que había presenciado aquellas escenas lamiéndole los pies a su antiguo dueño, y guiñando los ojos cansados bajo el esplendor del sol; lo llamó con sus frases más cariñosas, para que los acompañara. Pero Tropero se limitó a moverse inquieto y a avanzar unos pasos, gimiendo dolorosamente, moviendo la cola y las orejas, sin decidirse a seguirlos. De pronto se volvió al lado de Juan, y lo miró como diciéndole: “No, ya estoy demasiado viejo para la aventura; me quedo a morir a tu lado”. Dionisio espoleó entonces su caballo, y éste, con sus dos jinetes, fue empequeñeciéndose poco a poco, hasta que desapareció en la distancia. Durante largo rato el hombre y el perro quedaron contemplando la nube de polvo que fulguraba en el aire otoñal. Por último, ésta se diluyó en el espacio inundado de luz. Juan se acomodó la boina, con un gesto maquinal, montó en su caballo y emprendió el regreso a Los Miches. El perro lo siguió con la cabeza gacha, volviéndose dos o tres veces, sin embargo, para mirar la soledad del paso recortado contra el cielo, como si no pudiera convencerse que, efectivamente, se habían quedado solos.

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a transcurrido casi un cuarto de siglo. En Andacollo se advierte un solo cambio apreciable: la mayor parte de las vetas y pertenencias que podrían ser trabajadas con probalidades de éxito, están en poder de una gran compañía minera. De los sobrevivientes de la década del treinta, hombres y niños, unos pocos habrán emigrado a otras regiones, en busca de condiciones más dignas de existencia. El resto ha quedado allí, aferrados a su tierra natal con la misma inquebrantable tenacidad de Juan; sepultados ahora en las heladas galerías de la mina, trabajando por cuenta de otros. En cierto modo parecerían invulnerables al tiempo y a las condiciones subhumanas de sus vidas: los he encontrado a cien metros de profundidad, con las ojotas enterradas en el fango y la tupida barba patriarcal cubriéndoles el pecho, picando el cuarzo aurífero; ahondando centímetro a centímetro las profundidades de las galerías, que finalmente serían sus propias tumbas. Pero los que no han querido resignar su libertad están en las altas estribaciones de la Cordillera del Viento, a donde han sido arrojados por el acaparamiento de las pertenencias. Desde allí, como en un inmenso anfiteatro, contemplarán hasta el día de su muerte, el inescrutable poder de la naturaleza vencedora ante la increíble pasividad de los hombres. Neuquén - Buenos Aires - Año 1957.

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INDICE Página

I II III IV V VI

La Cordillera del Viento....................................... Los magos de octubre........................................... Muerte y resurrección........................................... La Estrella, Almacén y Ramos Generales............. Agonía.................................................................... Reencuentro en Buta Mallin.................................. Epílogo...................................................................

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Este libro de Carlos Mazzanti, se terminó de imprimir el 25 de octubre de 1966 en Impresiones “La Estrella”, Lamadrid 360, Capital, siguiendo la composición tipográfica de Frontiñán Hnos. para Falbo Librero Editor, en homenaje a la Patagonia argentina y su abnegada gente.

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