Conquistada - Leslie Ann Miller

Conquistada de Leslie Ann Miller Traducción: Atalía CONQUISTADA de Leslie Ann Miller Título original: Conquered. Copy

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Conquistada de Leslie Ann Miller

Traducción: Atalía

CONQUISTADA de Leslie Ann Miller

Título original: Conquered. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2003 Descargos: Los personajes de Xena y Gabrielle pertenecen a Universal y Renaissance Pictures. No se pretende infringir sus derechos de autor. Violencia: Sí, un poco. Nada peor de lo que se vería en la serie. Subtexto / sexo: Sí, esta historia describe actos sexuales entre mujeres. Si esto es ilegal donde vivís u os da repelús, deberíais leer otra cosa. Dolor / Consuelo: Sí. Otros: Esta historia se basa libremente en el episodio Armagedón de Hércules. Agradecimientos: Estoy especialmente agradecida a Fizz por toda su ayuda. Doy las gracias también a Ellen y los ex guardias por sus comentarios y su ayuda.

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Me llamo Gabrielle, tal vez más conocida como la poeta coja de Potedaia, historiadora, oradora y cronista del gran emperador Alejandro. Esta historia, al contrario que las demás que he escrito, trata de mí. Si esperáis una historia sobre las heroicas hazañas de la rebelión, me temo que os vais a quedar decepcionados, y os recomiendo que leáis mis otras obras. Aquí oiréis lo que me sucedió cuando terminó la guerra, cuando dejé el palacio de Corinto y fui a la Isla del Tiburón para hablar con Xena en la celda de su prisión, y lo que ocurrió a partir de ese momento. Sin embargo, comenzaré primero con algo de historia, por si no conocéis mi pasado. Tenía tan sólo diecisiete años cuando Xena, Destructora de Naciones y Emperatriz del Mundo Conocido, me crucificó por hablar en contra de ella. La acusación era injusta. Lo cierto es que, en ese momento, había hecho poco más que contar relatos verdes en una posada donde algunos soldados de Xena estaban pasando la velada bebiendo. Cuando rechacé sus proposiciones después de mi actuación, me acusaron de traición contra el estado y me llevaron ante Xena para recibir mi castigo. Xena no era conocida por su misericordia, en especial cuando se trataba de la recién nacida rebelión, y ordenó que me clavaran en la cruz. No me gusta pensar en aquel día, en el dolor, la agonía, la desesperación. Baste decir que cuando pensaba que sin duda iba a morir, cuando, de hecho, suplicaba morir, tuve una visión. Me vi envuelta en una luz blanca que se llevó el dolor y lo sustituyó por una calidez, un bienestar y un amor tales como nunca hasta entonces había experimentado. En la luz blanca había un ser alado, y ese ser me dijo que sobreviviría a la cruz y viviría para conquistar a Xena, y que esto sería bueno para el mundo. Y aunque parecía una idea ridícula que yo, una campesina de Potedaia, pudiera conquistar a la Emperatriz del Mundo Conocido, no morí entonces, cuando tanto lo deseaba. Mi amigo Alejandro me rescató de la cruz. Alejandro era brillante, un excelente guerrero, y burló fácilmente a los guardias de Xena para salvarme la vida. Mi recuperación fue lenta y perdí la pierna a causa de la gangrena, pero le conté a Alejandro mi visión, y juramos unirnos a la rebelión y hacer que la profecía se 3

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cumpliera. Yo tenía las palabras y Alejandro el ingenio, y juntos levantamos un ejército para desafiar el poder de la emperatriz... y a la larga, derrocarla. Mi odio imperecedero por Xena me sostuvo durante siete desoladores años de guerra. Perdí amigos y compañeros, vi ciudades enteras arder hasta los cimientos. Cuando Atenas quedó arrasada, tuve la seguridad de que habíamos perdido la guerra, pero fue entonces cuando Xena empezó a cometer errores. Tal vez la propia Atenea cambió la suerte a nuestro favor: dos años después se libró la sangrienta batalla final en la llanura situada a los pies del Monte Citerón. En nuestras conversaciones nunca nos planteamos que la Destructora de Naciones llegara a sobrevivir a su ejército. Esperábamos su suicidio o su muerte en combate, pero nunca que fuera capturada con vida. De modo que cuando los soldados de la falange de Hefestión nos la trajeron cubierta de la sangre de sus víctimas, supe que Alejandro no tenía ni idea de qué hacer. Los ojos azules de Xena soltaban rayos, y escupió sobre la sandalia de Alejandro. —Puede que hayas derrotado a mi ejército —bufó—, pero jamás me conquistarás a mí. Alejandro sonrió, pasándose los dedos por el pelo dorado, pero yo percibí la tensión de su rostro. Lo observé atentamente, para poder describir con precisión su reacción ante las palabras de la Destructora. Con mis muletas, no podía llevar pergamino y pluma encima, por lo que tenía que recordarlo. No lo olvidé. Su sonrisa se hizo más amplia al alzar la espada para descargarla, para acabar con Xena de una vez por todas, para vengar nuestras pérdidas, para apaciguar nuestro odio. —Xena, estás conquistada —dijo despacio, y observé cómo se le tensaban los músculos para descargar el golpe. Puede que suene extraño, pero en ese instante, en mi interior se libró una batalla. Por una parte, quería ver muerta a Xena, nada me habría gustado más que ver caer su cuerpo ensangrentado y decapitado en el polvo para poder clavar su cabeza en una lanza y desfilar con ella para que todo el mundo la viera, pero la poeta que había en mi corazón sabía que ésta no era la manera en que Alejandro debía inaugurar un reinado de paz y justicia.

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—Espera —exclamé, cuando la poeta ganó la batalla interna, y Alejandro se detuvo con la espada en el aire, aún preparado para descargarla. —¿Por qué? —preguntó, sin apartar los ojos de los de Xena. —Hemos cumplido la profecía. No comiences tu reinado con sangre —dije vacilante. Soltó una áspera carcajada. —¿Y cómo llamas tú a esto, Gabrielle? —Tocó la sangre roja que le cubría el peto—. ¡¿Cómo puedo comenzar mi reinado sin sangre cuando estoy prácticamente nadando en ella?! Contuve las lágrimas que amenazaban con saltárseme de los ojos. —Hemos tenido que librar esta batalla —dije—. Con esto, —señalé a Xena—, puedes elegir. Puedes elegir entre comenzar tu reinado con la venganza o con la clemencia. Alejandró dudó, mirando a Xena con odio. Continué: —Yo también quiero que muera, Alejandro, créeme. Pero debes pensar en el futuro, en cómo te verán las generaciones venideras. Ésta es tu oportunidad de demostrar al mundo que eres distinto, que eres mejor que Xena, que no estás cegado por el odio como ella. No te rindas al odio, Alejandro, ni ahora ni nunca, te lo ruego. La clemencia es el mejor camino. —Me costó decirlo y aún más creerlo. Pero la poeta que había en mí sabía que era cierto. Él se volvió de nuevo a Xena, debatiéndose indeciso. Ella lo miró con desprecio. —Mostrar clemencia es señal de debilidad —se mofó. Hefestión se puso al lado de Alejandro y colocó la mano en el hombro del general. —Las palabras de Xena demuestran la verdad de las de Gabrielle —dijo con calma.

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Alejandro bajó la espada y me señaló. —Mira, Xena. Ahí está Gabrielle, la poeta de Potedaia. Hace siete años la crucificaste, a ésta que es mi mejor amiga, por contar historias en una posada. Pero yo la rescaté y ella sobrevivió a tu tortura y empezó a hablar en tu contra. — Abrió los brazos—. Su sabiduría, su visión, me guiaron por este camino. Sus palabras contribuyeron a levantar un ejército para derrotarte. Y por el amor que siento por ella, no traicionaré ahora esa visión. Que Atenea me fulmine si alguna vez me convierto en un dirigente como tú, sin conciencia, clemencia ni compasión. Xena resopló. —Pues entonces no durarás mucho como dirigente. Aunque Atenea no sea la que te mate, algún traidor lo hará. No se puede sostener el poder con compasión, y la clemencia será tu perdición. Alejandro se echó a reír, y me di cuenta de que realmente le hacía gracia. —Eres una guerrera brillante, Xena. Me asombra que puedas ser tan necia en otros temas. La ex Destructora de Naciones gruñó al oír esto. Al parecer no estaba acostumbrada a que la llamaran necia. —¡Ya lo verás! —espetó—. ¡Dentro de menos de un año estarás muerto! ¡¿De verdad esperas ser capaz de mantener unido mi imperio?! ¡¿Tú?! ¡¿Y tu pequeña bardo coja?! ¡Acabaréis los dos hechos pedazos! Sonreí. Alejandro mantendría el imperio unido, de eso no me cabía duda. Poseía un carisma que impulsaba a los hombres a hacer cualquier cosa por él. Xena había mantenido unido su imperio mediante el miedo hasta que se vino abajo al enfrentarse a una fuerza mayor. Alejandro mantendría unido su imperio mediante el amor. Su ejército lo adoraba, sus seguidores lo adoraban y pronto, de eso estaba segura, el mundo entero lo adoraría. Alejandro también sonrió ante las palabras de Xena. —Yo no pretendo predecir el futuro, Xena. Sólo sé esto: que tú, que afirmabas ser invencible, estás de rodillas ante mí, derrotada. No confío en tu don de la predicción. 6

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Varios de los comandantes que nos rodeaban se rieron por lo bajo. Xena estaba furiosa. —Adelante, mátame ya, bastardo hijo de puta. —No, Xena. Serás encarcelada hasta que reconozcas ante mí que has sido conquistada. Y como me da la impresión de que eres demasiado orgullosa para llegar a hacerlo alguna vez, no espero tener que plantearme una nueva condena para ti. —Miró a Hefestión—. Ocúpate de que no sufra ningún daño. Ponle cadenas resistentes y no le dejes los brazos sueltos bajo ningún concepto. Asegúrate de que los lleva sujetos a las piernas. Recuerda que puede matar con un mero contacto. Es peligrosa, incluso ahora. Hefestión asintió. —Así se hará. Me quedé mirando satisfecha mientras los guardias se llevaban a rastras a la Destructora de Naciones, cuya cara, normalmente bella, estaba contraída de furia. Ésa era una, pensé, que nunca sería curada por el amor. —Dejarla vivir será para ella un castigo mayor que darle una muerte rápida — dijo Alejandro a mi lado. —Bien —dije, sin pensar. Alejandro enarcó una ceja y yo lamenté lo que acababa de decir. Él sonrió. —Una vez me dijiste que con una ejecución no hay esperanza de redención. —¿De verdad esperas que la Destructora de Naciones vaya a redimirse? — pregunté con amargura. —No. Pero, Gabrielle, tú sabes que tenemos que tener esperanza. Solté un bufido. Alejandro era mejor persona que yo, a pesar de su ferocidad como guerrero. Suspiró cansado.

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—Mientras siga viva, representa una amenaza. Tendré que ponerla a buen recaudo. —Se quedó pensando un momento—. La enviaré al penal de la Isla del Tiburón y la rodearé de guardias de Atenas. —La matarán. —Tal vez, pero no tendré la preocupación de que algún día puedan soltarla. Era cierto. Si a Xena se le iba a permitir vivir, Alejandro tenía que asegurarse de que ningún traidor pudiera liberarla. Asentí. Alejandro se colocó ante mí y me apretó los hombros, mirándome a los ojos. —Gabrielle, hoy hemos logrado la victoria. Xena ha sido derrotada. El reinado de Ares ha terminado. Mañana entraremos triunfantes en Corinto y me coronaré emperador. Cuando el Partenón esté restaurado, estableceré mi capital en Atenas. —Me tocó la mejilla—. Xena ha sido conquistada, tal y como predijo tu visión. Olvídate de ella ahora, puesto que sé que no puedes perdonarla. Tenía razón. Era mejor olvidar y concentrarse en el futuro. Por fin, lo miré a los ojos y sonreí. —Tú tienes mucho que hacer, y yo... bueno, yo tengo mucho que escribir.

Once meses después de la entrada triunfal de Alejandro en Corinto, el imperio seguía unido. Un solo sátrapa insolente de Persia había intentado aprovecharse del cambio de liderazgo, y Parmenio, general de Alejandro, aplastó rápidamente el levantamiento. Me dieron habitaciones en el piso bajo del palacio para que no tuviera que subir tantas escaleras. Aunque podía moverme bastante bien con las muletas, la pierna y el pie buenos todavía me dolían si pasaba demasiado tiempo de pie o caminando y las escaleras eran especialmente dolorosas de recorrer. Tenía un pequeño dormitorio y un estudio con una puerta que daba a los jardines. Además, estaba atendida por una joven criada que se ocupaba de mis necesidades. Me hacía recados en la ciudad y me traía las comidas de la cocina cuando no comía con Alejandro.

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No quise aceptar las enormes riquezas que me ofreció el emperador, tan sólo un pequeño salario adecuado para una historiadora y poeta de la casa real. Comparado con lo que había tenido hasta entonces, era una vida de lujo. Tenía todo el pergamino que necesitaba y podía comprar tinta en lugar de fabricarla yo misma. Tenía medicinas que me aliviaban el dolor. Las riquezas excesivas que me ofrecía, le dije, estarían mejor empleadas ayudando a los pobres. Por fin, aceptó, y se construyó en mi honor un baño público en la zona pobre de Corinto. Aún más preciado para mí era el tiempo que tenía para reflejar mis palabras sobre el papel. Durante la rebelión, siempre estaba el miedo, la huida, el combate. Mientras que antes había dedicado gran parte de mis esfuerzos a escribir discursos y propaganda, ahora podía escribir las crónicas. El problema era que no estaba satisfecha con ellas. La poeta que había en mí estaba descontenta. Era mi retrato de Xena lo que más me molestaba. Oh, no me faltaba material para demostrar lo malvada que era, y presentaba un contraste perfecto con Alejandro. Era la historia clásica del bien contra el mal, el cabello dorado contra el cabello negro. Era fácil demostrar la locura de sus costumbres, la forma en que la crueldad había provocado su caída, la manera en que la arrogancia no le sirvió de nada al final. Era un largo discurso sobre el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Pero Homero, cuyo héroe era Aquiles, retrataba a Héctor, su enemigo, con absoluta compasión. Lo cierto es que eso hacía que la historia fuera mejor. Y aunque yo no quería que el futuro se compadeciera de Xena, no creía que ningún ser humano naciera tan malvado como había llegado a ser ella. No conseguía explicar por qué era como era. No conseguía explicar su crueldad, no conseguía explicar su odio. Había construido un imperio para gobernarlo con un corazón de hielo y, sin embargo, yo, que era poeta, no conseguía explicar por qué. Sin esa explicación, mi historia estaba incompleta. Sin esa explicación, la historia de Alejandro estaba incompleta, pues su destino y el de Xena estaban inextricablemente unidos. Me di cuenta entonces de que por el bien de la historia, tendría que volver a enfrentarme a la Destructora, para encontrar las respuestas a mis preguntas. Alejandro, por supuesto, se opuso. —¡Necesito que reflejes mis actos como emperador!

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—Ya tienes escribas que reflejan tus actos como emperador. Recogen tus decisiones, tus nuevos códigos de leyes. Recogerán todo lo que necesites o desees. Yo estoy contando la historia de la guerra, Alejandro, y no puedo hacerlo sin averiguar la historia de ella. —Sigo sin comprender por qué. —Eso es porque eres guerrero, no poeta. —Tú eres mi conciencia. —Tienes tu propia conciencia y confío en ella con todo mi corazón. —Eres mi inspiración. —La idea de seguir remediando las injusticias del reinado de Xena debería inspirarte más que yo. Se echó a reír. —Te quiero. —¡Como a una hermana! Tu auténtico amor es Hefestión, y no intentes negarlo. —Le estreché la mano—. Ya sé que esto no tiene ahora mucho sentido para ti. Pero tengo que hacerlo, Alejandro. Estoy escribiendo la historia y tengo que hacerlo para el futuro. Me miró con seriedad. —Desde tu crucifixión, has seguido tu corazón con la certeza de una sabiduría que yo no comprendo. Ya sé que dices que tú misma no comprendes este don, pero no me voy a interponer en tu camino. Si deseas ir, no te detendré. Pero debes prometerme que no permitirás que ese monstruo te haga daño. No corras el menor riesgo. Incluso en prisión, Xena es peligrosa. Asentí. —Lo sé. Te lo prometo.

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Averigüé dos cosas importantes en el viaje a la Isla del Tiburón. En primer lugar, averigüé que me mareaba fácilmente. No fue una revelación agradable. En segundo lugar, averigüé que aunque en tierra firme tenía un equilibrio extraordinario con mi única pierna, al parecer no lo tenía tan bueno en la cubierta en perpetuo movimiento de un barco. Aunque había maldecido a menudo la necesidad de avanzar por terreno abrupto y montañoso con el ejército, ahora daba gracias a los dioses por que Alejandro hubiera ganado su guerra en tierra fundamentalmente. Apenas podía mantenerme en pie ni con la ayuda de las muletas, y me pasé la mayor parte del viaje a la isla vomitando en el camarote del capitán. A primera vista, la Isla del Tiburón parecía tan sombría como su propio nombre indicaba, pero podría haber besado el suelo cuando llegamos. La alcaidesa del penal se llamaba Talasa, y me recibió en el muelle con el capitán de la guardia, un hombre de aspecto severo llamado Braxis. Me sorprendí al ver que a Talasa le faltaba un brazo, y sentí una afinidad instantánea con ella cuando me sonrió cálidamente. —Es un honor tener aquí a la poeta de Potedaia —dijo—. He mandado prepararte unos aposentos especiales cerca de la cocina. Dan directamente al patio, de modo que no hay escaleras, tal y como pidió el emperador. —Gracias —dije agradecida. Alejandro no me había dicho que había solicitado aposentos especiales para mí en la isla, pero con lo enferma que me sentía todavía por el viaje de venida, no me iba a quejar. Al parecer, Talasa lo percibió en mi cara. —Tenía planeado enseñarte el penal, pero ¿tal vez prefieres ir a tus habitaciones a descansar? Debes de estar cansada del viaje. —Me temo que me he mareado muchísimo. —Sonreí. —Comprendo. —Se volvió hacia el capitán—. Encárgate de que lleven las cosas de Gabrielle a sus habitaciones. Yo misma le mostraré el camino.

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A la mañana siguiente me invitaron a desayunar con Talasa en el comedor de los guardias. Se mostró atenta y cortés, y pensé que aunque mi trabajo sin duda iba a ser desagradable, mi estancia no lo sería necesariamente. —¿Puedo preguntarte por qué has venido? —preguntó—. El mensaje de Alejandro sólo decía que tenías asuntos que tratar con Xena. —Estoy escribiendo las crónicas de Alejandro, en concreto las de la guerra. Pero Xena tiene información que necesito para completar la historia. He venido para entrevistarla. —Estás perdiendo el tiempo. No te va a decir nada. —¿Cómo lo sabes? —Créeme. Conozco a Xena. —Escupió el nombre, y me sorprendió el odio abyecto que se percibía en su tono—. Claro, que siempre puedo torturarla por ti —continuó Talasa, casi esperanzada. —Seguro que eso no va a ser necesario —dije despacio. Aunque la idea de la tortura me espantaba, la posibilidad de ver sufrir a Xena tenía un cierto atractivo indefinible. —Ah, pero sí que ha sido necesario —dijo Talasa, con aire misterioso. —¿En serio? —pregunté, incapaz de contener mi curiosidad morbosa. —Bueno, ya conoces a Xena. No puedo dejar que sus crímenes queden sin castigo. —¿Cómo... cómo la castigas? Los ojos de Talasa soltaron un destello. —La primera vez, la eché a un pozo lleno de ratas y dejé que la mordieran unos cuantos días. —Se echó a reír—. Todavía tiene las piernas llenas de cicatrices. Me sentí a la vez horrorizada y fascinada. ¿Cuántas veces había soñado yo con hacer daño a Xena en venganza por lo que ella me había hecho a mí? —¿Pero no la mataron?

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—Oh, no —dijo Talasa—. Acabó ahuyentándolas, después de matar como a una docena con sus propios dientes. —¡¿Con los dientes?! Talasa asintió. —De todas formas, no dejaría que muriera ahora mismo. Quiero que sufra mucho tiempo antes de... —¿Antes de qué? —Antes de que muera por fin. Estaba segura de que no era eso lo que había querido decir, pero no importaba. Quise cambiar de tema. —¿Te importa que te pregunte qué te pasó en el brazo? Talasa hizo una mueca. —Xena. Hace muchos años me ató y me dejó a merced de unos cangrejos carnívoros. ¿Cangrejos carnívoros? Vaya, eso es nuevo. —Ah —dije, sin saber muy bien qué decir. Pues sí que hemos cambiado de tema. Al menos ahora comprendía el odio que se percibía en su voz al pronunciar el nombre de Xena y por qué deseaba tanto que sufriera. Talasa sonrió y me tocó la cara con la mano. —Sé lo que te hizo a ti —dijo en voz baja, y vi la comprensión en sus ojos—. Pero ahora está pagando por lo que hizo. Hay justicia en este mundo. Sus palabras eran amables, pero me produjeron un escalofrío por la espalda. Me pregunté qué le habría hecho a Xena en el último año. —Deja que te enseñe el penal —se ofreció Talasa, y yo acepté agradecida. Durante la visita, averigüé que Xena era ahora la única presa y que las antiguas celdas se habían convertido en un cómodo cuartel para los soldados que la 13

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guardaban. Había unas sesenta personas estacionadas aquí, entre los soldados, los cocineros, la alcaidesa y un sanador jubilado de Elis. Casi todos ellos eran de Atenas. A Xena nunca se le permitía salir al patio infestado de malas hierbas. En realidad, nunca se le permitía salir de su celda. La celda misma estaba construida de una forma especial. Era una jaula situada en el centro de una estancia fría y oscura con una antorcha que daba luz al pie de las escaleras. El suelo era de granito y los barrotes de su celda habían sido forjados por maestros herreros de Chin. En los brazos llevaba grilletes y cadenas. Las cadenas estaban sujetas a la pared y de ahí pasaban a una manivela situada cerca de las escaleras. Cuando era la hora de darle las dos comidas que recibía al día, dos guardias se encargaban de la manivela, tirando de ella hasta el fondo de la jaula para que no pudiera hacer daño al guardia que dejaba la comida a su alcance fuera de los barrotes. Dado que hasta los objetos más vulgares se convertían en armas mortíferas en manos de Xena, no se le daban cubiertos. La comida se servía siempre en rodajas de pan rancio o en cuencos de pan, y se le hacía pasar hambre suficiente para que se comiera el pan, en lugar de intentar guardarlo para usarlo contra un guardia. Había estado a punto de matar con una manzana a uno de los soldados encargados de la manivela, por lo que ahora sólo se le daba comida blanda, sin huesos. Se le daba agua tres veces al día por un agujero del techo que había en un rincón de su celda. El agua caía chorreando a través de los barrotes y podía usarla para beber, bañarse o limpiar sus heces echándolas por la pequeña rejilla de hierro que servía como desagüe y que estaba debajo. Al menos hasta ahora, el sistema parecía funcionar. Xena seguía viva, no había conseguido matar a ningún guardia y no se había escapado. Tardé dos días en hacer acopio de valor para ir a verla por primera vez. La alcaidesa me dijo que le daban frecuentes ataques de ira rayanos en la locura. Los guardias me dijeron que había dejado de intentar matar a las ratas y que ahora en cambio hablaba con ellas. Yo no sabía qué esperar. Quería ir sola, pero Talasa no quiso ni oír hablar de ello. —Voy a ir contigo —dijo, cogiendo un látigo de la pared—. Te voy a demostrar cómo le enseñamos a la gran Conquistadora la gravedad de sus faltas pasadas.

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Cuatro guardias nos escoltaron por la estrecha escalera, dos ellos con antorchas, los otros dos armados con espadas y escudos. Los escudos, según me dijo Talasa, eran para protegernos en caso de que Xena encontrara algo que pudiera tirarnos. Los guardias armados entraron primero, con los escudos por delante. Los dos guardias de las antorchas las colocaron en unos candelabros de pared al pie de las escaleras. Luego se ocuparon de la manivela. Oí el ruido de las cadenas al agitarse mientras daban vueltas a la manivela, pero los soldados que tenía delante me impedían ver a Xena. Por fin oí un gruñido de dolor y Talasa dijo: —Así está bien. Los guardias de delante se apartaron y la alcaidesa se adelantó, con el látigo en la mano. Seguí a Talasa y vi por primera vez a la infame Destructora de Naciones en su nueva morada. Xena estaba situada al fondo de su jaula por el tirón de los brazos encadenados. Los tenía estirados hacia atrás, hacia la pared, en un ángulo doloroso. Estaba ojerosa, flaca y pálida, y el odio de sus ojos al ver a Talasa acercarse era de lo más evidente. —Hola, Xena —sonrió la alcaidesa—. Ha venido alguien para hablar contigo. Sus ojos se posaron en mí, pero si le sorprendía verme, no lo demostró. —Vaya, vaya, vaya —dijo—. Pero si es la pequeña poeta de Alejandro. ¿Qué, ha decidido que hacerme torturar por una tullida patética no era suficiente y por eso ha enviado a otra? Me quedé petrificada ante las palabras de Xena, pero Talasa se enfureció. Dio la vuelta a la jaula con una mueca de rabia hasta que estuvo cerca de los brazos estirados de Xena. —Vas a pagar por eso, Xena —dijo con frialdad, y descargó el látigo cruelmente sobre los brazos de la mujer.

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Xena hizo una mueca de dolor, pero no gritó mientras Talasa le azotaba los brazos sin piedad. Me quedé mirando, curiosamente indiferente, mientras iban apareciendo verdugones en su carne expuesta. Conté seis, siete latigazos antes de que la alcaidesa se echara por fin hacia atrás. Se volvió hacia mí. —¿Quieres probar, Gabrielle? —sonrió. Pensé que algún dios del Olimpo debía de haber escuchado mis plegarias y ahora me ofrecía la oportunidad de vengarme. Rodeé la jaula, me equilibré sobre las muletas y cogí el látigo con una mano. Entonces, advertí la sangre que goteaba por el cuero trenzado. Tragué con dificultad. —Adelante —me incitó Xena—. A ver cuánto daño me haces. Hubo momentos durante la guerra en que me vi obligada a defenderme. La mayoría de los soldados no se esperaban ser golpeados con una muleta, en especial si la blandía una muchacha tullida de aspecto indefenso. De modo que a lo largo de los años, había acabado derramando una buena cantidad de sangre, había fracturado una buena cantidad de cráneos. Pero nunca había matado a nadie, y sólo había actuado por necesidad, normalmente para defenderme como último recurso. Desde luego, no era una guerrera. Esto era distinto. Xena había asesinado a centenares, tal vez miles de inocentes. Había arrasado ciudades enteras y me había abandonado a morir en la cruz por un crimen que ni siquiera había cometido. El dolor de los verdugones que tenía en los brazos no era nada comparado con la agonía de sentir los clavos atravesándote la carne, de intentar sostener tu peso sobre unos pies empalados y unas piernas rotas para poder seguir respirando un minuto más. No eran nada comparados con la angustia de estar atada a una cama y ver cómo te cortaban la pierna por encima de la rodilla. Alcé el látigo para golpear. Xena debía sufrir algo de dolor. —Sí —susurró Talasa. La excitación y el deseo que rezumaba su voz fueron como una bofetada en la cara. Si golpeaba a Xena ahora, indefensa como estaba, cruzaría una línea que sabía que no debía cruzar bajo ningún concepto, por mucho que lo deseara. Alejandro había decretado que el castigo de Xena fuera el encarcelamiento hasta que reconociera que estaba conquistada. Su intención no era que fuera torturada. Esto no estaba bien. 16

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Cerré los ojos y bajé el látigo. —No, Talasa, hoy no. —Cobarde —dijo alguien, y no supe si había sido Xena o Talasa la que había hablado. Cuando volví a abrir los ojos, ambas me miraban con desprecio. Le devolví el látigo a la alcaidesa con mano temblorosa. —Me gustaría hablar con Xena a solas, si no te importa. —No vas a conseguir nada de ella si no es por la fuerza. —Así y todo, me gustaría intentarlo. —No te voy a dejar aquí sin un guardia. —Talasa, no soy estúpida ni estoy indefensa, y puedo cuidar de mí misma. ¿Por favor? Hasta a Alejandro le costaba resistirse cuando usaba esas palabras y Talasa no fue una excepción. Por fin, llegamos a un acuerdo. Los cuatro guardias se quedarían en lo alto de las escaleras. Si me oían gritar, vendrían a rescatarme. Cuando soltaron la manivela, Xena retrocedió hasta el rincón de su celda más apartado de mí, mirándome con desconfianza. Me recordaba muchísimo a una leona que había visto en una ocasión enjaulada en la parte trasera de un carromato de camino al palacio de Corinto. Tenía el mismo aspecto acosado, casi enloquecido. Al ver sus brazos ensangrentados, casi sentí lástima por ella. Casi. Tomé aliento y hablé. —Señora Xena —dije, preguntándome por qué me molestaba en utilizar el título—. Me gustaría hacerte unas preguntas. De repente, Xena sonrió. —¿Qué se siente al tener sólo una pierna y media? —ronroneó, recorriendo mi cuerpo con los ojos con aire despreciativo. A mi pesar, noté que se me acaloraban las mejillas, y la poca compasión que sentía por ella quedó rápidamente sustituida por la rabia. 17

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—No he venido a hablar de mí misma, Xena. He venido para hablar de ti. —Ese tema es muy aburrido —dijo—. Estoy aquí encerrada noche y día y sólo tengo a las ratas por amigas. —Me sorprende que puedan soportar tu presencia —dije. Xena sonrió. —Siempre he tenido ratas por amigos. —Entrecerró los ojos. Tenía un aspecto fiero, depredador—. Pero al menos tengo amigos. Seguro que a ti te resulta difícil, ¿verdad? Hacer amigos, me refiero, dado que eres una tullida. Nadie quiere relacionarse con una mujer por lo demás bella que está... tan incompleta, tan desfigurada. Seguro que a todos los que te rodean les resulta incomodísimo. Seguro que follar contigo sería estupendo... lástima que estés lisiada. Me quedé mirando a Xena petrificada, dándome cuenta en una especie de bruma de que en menos de un minuto a solas ante ella, había descubierto mi punto más vulnerable y me había clavado el puñal hasta el fondo. No quise que viera el daño que me habían hecho sus palabras, de modo que fingí ira y me volví antes de que pudiera ver mis lágrimas. Su risa me siguió mientras subía cojeando por las escaleras.

Me metí esa noche en la cama y me eché a llorar. ¿Cómo podría volver a enfrentarme a ella? ¿Cómo podía ser tan cruel? Había arruinado mi vida hacía siete años, robándome la inocencia y la alegría de mi juventud y llenándome en cambio de odio y dolor. Y luego me lo restregaba por la cara. Tenía razón, por supuesto. Yo tenía muy pocos amigos íntimos. Mucha gente se conmovía por mis palabras y mis obras. Hasta cierto punto, era famosa. Sé que era respetada y admirada por muchas personas de muchas tierras. Pero siempre habían mantenido las distancias conmigo. Supongo que en parte se debía al afán protector de Alejandro, pero también sabía que era a causa de la pierna que me faltaba. Mi desfiguración... Cuánto deseaba ser amada, ser amada como Alejandro amaba a Hefestión, como Orfeo amaba a Eurídice. ¿Pero quién podría llegar a 18

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amarme a mí, a una tullida, a un fenómeno de las palabras con una sola pierna? Cuando el sanador me cortó la pierna para detener el avance de la gangrena, también me hizo un agujero en el corazón. Ansiaba tener a alguien, anhelaba a mi media naranja. Pero era grotesca e incompleta, y nada, nada podría volver a hacer que me sintiera entera. A veces la verdad me dolía más que la crucifixión.

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A la mañana siguiente volví a discutir con Talasa hasta que aceptó permitirme ver a Xena a solas. Fui después de que le hubieran dado la comida de la mañana. Bajé cojeando por las escaleras hasta su celda y me senté en el pequeño banco de piedra que los guardias habían colocado allí para mí, bien lejos de su alcance. Me miró con despreocupación, apoyada tranquilamente en los barrotes más cercanos. Sonrió con sorna cuando me senté. —No esperaba que fueras a volver tan pronto —sonrió—. Resulta que la tullidita tiene cierto valor, después de todo. Suspiré. La verdad dolía, pero era lo que me hacía ser quien era. Quise que Xena supiera que había llegado a aceptar mi sino. Si quería mi sufrimiento, se lo daría. —Quise morir en la cruz, por el dolor —dije despacio, con franqueza—. Pero el sanador hizo que me recuperara. Cuando me cortó la pierna a causa de la gangrena, quise morir de nuevo, porque no soportaba la idea de vivir... de esta forma. Pero viví, y aquí estoy. Lo que dijiste ayer era cierto, en su mayor parte, y reconozco que me duele. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad? La gran señora Conquistadora reducida a atormentar a una pobre poeta tullida. Espero que te produzca satisfacción. —Pues sí. —¿Por qué? —pregunté. Pareció sorprenderse por la pregunta, pero se apresuró a poner cara de fastidio y desprecio. —¿Por qué no me dejas en paz? —¿Tantas ganas tienes de librarte de mí? —sonreí—. La alcaidesa me ha dicho que cree que te vas a volver loca de aburrimiento. Y los guardias me han dicho que hablas con tus amigas las ratas. —La alcaidesa es una necia y los guardias son unos idiotas. —No se te da bien juzgar el carácter de las personas, Xena. 20

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Aferró los barrotes con los nudillos blancos. —¡Y tú eres una zorra! A mi pesar, me alegré de verla furiosa. —Primero una tullida, ahora una zorra. A ver si te decides, Xena. —¡Vete! —No. —¡Déjame en paz! Sonreí. —Oblígame. Entonces sí que perdió los estribos, y se lanzó a soltar una larga retahíla de insultos y obscenidades. Describió con gran detalle lo que le gustaría hacerle a mi cuerpo, que consistía sobre todo en cortar otras partes de mi anatomía para hacer juego con la pierna que me faltaba. No le hice ni caso y me permití disfrutar de su rabia impotente. Por fin terminó de despotricar escupiéndome. No alcanzó su objetivo por varios metros. —¿Has acabado? —pregunté apaciblemente. Gruñó, literalmente, y se apartó de los barrotes. Se sentó en el frío suelo de mármol, dándome la espalda. No le iba a dar la satisfacción de despedirme con esa acción, de modo que me quedé. Le hablé de Alejandro y de sus nuevas leyes y reformas. Le hablé de lo agradecida que estaba la gente por tener un nuevo gobernante. Fingió que no me escuchaba, pero sé que lo hizo. Hacía casi un año que no tenía noticias del exterior. Qué difícil debía de ser pasar de ser el centro del mundo a estar tan aislada de él. Una vez más, sentí esa punzada de lástima, pero me apresuré a reprimirla. Xena era un monstruo. Mi trabajo sólo consistía en averiguar por qué. Al no obtener respuesta alguna por su parte, la dejé en su oscuridad. 21

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Durante doce días más, las cosas siguieron igual. Yo iba a su celda, ella me insultaba y luego se quedaba callada. Entonces yo pasaba a hablar con su espalda. Le hablé del levantamiento de Persia y de lo rápidamente que había sido sofocado. Le conté quién había sustituido a sus gobernadores provinciales. Le conté todas las noticias que se me ocurrieron, pero cuando le hablé de la reconstrucción de Atenas y de las muchas otras ciudades que había destruido en la guerra, por fin se decidió a hablar. —¿Y Anfípolis? —preguntó en voz baja. —¿Mmmm? —Me había interrumpido a media frase. —¿Está reconstruyendo Anfípolis? —repitió enfadada. —Sí. Todas las ciudades que se quemaron durante la guerra. Se quedó en silencio. —¿Por qué lo preguntas? —me pregunté. Al principio pensé que no iba a responder. —Tengo entendido que opuso mucha resistencia. —Cirene fue una buena dirigente. Xena soltó un resoplido. —Fue una necia por dirigirlos contra mí. —Para ti todo el mundo es un necio, Xena. En mis pergaminos la llamo heroína. —¿Qué ha sido de ella? —preguntó Xena—. La encerré en prisión. ¿Sigue allí? ¿O a tu precioso Alejandro se le ha ocurrido soltarla? Sentía mucha curiosidad por saber por qué Xena parecía tan interesada. Ella no había participado en el saqueo de Anfípolis. En aquel momento se encontraba en el sitio de Atenas. No me parecía a mí que la rebelión de un pequeño pueblo de Peonia le hubiera preocupado mucho en aquel momento.

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—Alejandro ha liberado a todos tus presos políticos, Xena, los pocos que dejaste con vida. Cirene es libre. Tal vez no fueron más que imaginaciones mías, pero casi me pareció que se le relajaban un poco los hombros cuando le dije eso. Tomé nota mental para localizar a Cirene cuando terminara aquí. Tal vez ella me pudiera decir por qué a Xena le importaba Anfípolis.

Esa noche cené con Talasa en sus aposentos privados. Por las noches me había dedicado a entretener a los guardias con mis historias, de modo que agradecí mucho el cambio. La comida era buena: al parecer Talasa le había pedido al cocinero que nos preparara una comida especial a base de pato y fruta fresca. —¿De dónde...? —empecé a preguntar, cuando nos sirvieron naranjas. ¡Debían de haberlas traído directamente de Chin! Talasa sonrió. —El emperador las envió ayer en el barco de suministros. Me sonrojé. ¡Qué detalle por parte de Alejandro! Sabía cuánto me gustaban las naranjas, y yo sabía lo difíciles que eran de conseguir, incluso para un emperador. —Te quiere mucho, ¿verdad? —preguntó Talasa. Asentí. —Hemos pasado muchas cosas juntos. —¿Entonces por qué no te hace su emperatriz? —preguntó, y luego se ruborizó— . ¿O es una pregunta demasiado indiscreta? Me eché a reír. —No, tranquila. Alejandro me quiere, pero su corazón pertenece a otra persona.

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En mi tono se compasivamente.

debía

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de

notar

cierta

tristeza,

porque

Talasa

sonrió

—Lo siento —dijo. Sacudí la cabeza. No había necesidad de caer ahora en la melancolía. —No pasa nada. Siempre lo he sabido... incluso antes de... —Me callé, incapaz de decirlo. —¿Antes de perder la pierna? Asentí y jugué con la comida que tenía en el plato. Talasa cogió una naranja y me la alargó. —¿Te importa pelármela? —preguntó, casi con timidez. Levanté la vista sorprendida. Por supuesto, ella no podía hacerlo con un solo brazo. —Será un placer. —Se la cogí y me puse a pelarla. Talasa se rió por lo bajo al cabo de un momento. —Vaya par de tullidas. Sus palabras reflejaban mis propios pensamientos. Partí la naranja y le pasé un gajo. —Es curioso. Durante la guerra, hacía todo lo que hacía el ejército. Subía montañas, luchaba en las batallas, acampaba en la nieve, combatía incendios. Bueno, había cosas que no podía hacer... que no hacía... como correr llevando mensajes, —sonreí—, pero participaba en todo. Yo no me sentía particularmente lisiada. De hecho, en algunos sentidos, me siento más fuerte que nunca. Pero sé que otras personas no me ven así. —¿No aborreces esa expresión de lástima que se les pone en los ojos? —O peor, el miedo y el asco, como si por tocarte, se les fueran a caer a ellos las extremidades.

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Talasa se echó a reír. —Y luego están los que se cortan. Sonreí. —Esos no me suelen molestar tanto. Sabes, se cortan porque por un momento se han olvidado de que soy diferente y luego van y dicen algo o hacen algo que se lo recuerda y tienen miedo de haberme ofendido. Pero al menos se han olvidado durante un rato. Talasa pensó en ello un momento. —Nunca me lo había planteado de esa manera. —Suspiró y se comió otro gajo de naranja—. Al menos... al menos a ti te ven como a una heroína, por eso tienen miedo de ofenderte. Me pregunté si Talasa había sufrido la experiencia de tener que soportar a muchas personas haciendo lo imposible por ofenderla. Parecía muy segura de sí misma en su puesto de alcaidesa y todos los guardias parecían respetarla bastante. —A mí no me parece que sea una heroína... —Me encogí de hombros. —Oh, pero lo eres. ¡Mira esta cena! El emperador del mundo te envía fruta de las provincias exteriores. —Eso me convierte en amiga del emperador, no en una heroína —sonreí. —Oh, pero Gabrielle, todo el mundo sabe lo que hiciste por la guerra. Yo... ¡yo te admiro muchísimo! Sé que me sonrojé. Lo decía con enorme sinceridad y la cara reluciente a la luz de las velas. Se me ocurrió pensar que si no llevara el pelo recogido con un peinado tan severo, sería muy guapa. No, me corregí, incluso con el pelo recogido, era muy guapa. —Perdona —se disculpó, bajando la mirada—. Ahora te he puesto incómoda. Sonreí.

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—No pasa nada. Supongo... supongo que no estoy acostumbrada a recibir cumplidos tan directos. —Pues es una gran lástima —dijo, mirándome de nuevo—. Te mereces muchísimos cumplidos. Ahora sí que me sentí incómoda y me afané en pelar otra naranja. —Gracias. Talasa se echó a reír. —¿Le has sacado información a Xena? —preguntó, cambiando de tema. —No. —Dime lo que necesitas y yo la obligaré a dártelo. Hice un gesto negativo con la cabeza. —No es algo que se le pueda sacar a una persona a base de latigazos. Quiero saber por qué se convirtió en la persona que era. Eso no te lo va a decir bajo tortura. —¿Por qué no? —Es que... no. No, gracias. En serio, creo que lo voy a tener que hacer a mi manera. Talasa se encogió de hombros y se recostó en la silla. —Pues vas a pasar aquí mucho tiempo. Sonreí. —¿Eso te molesta? Ella volvió a echarse hacia delante y puso su mano sobre la mía. —No. —Pues muy bien. Esto va a salir bien. 26

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Sonrió. —¿Quieres más vino? Yo me suelo beber dos vasos antes de acostarme. Parece calmarme el dolor y así puedo dormir por la noche. —Sí, gracias. Yo hago lo mismo. Aunque también tengo unos medicamentos que me ayudan en los días malos. Alejandro tiene un sanador de Chin que recibe hierbas de Oriente. ¿Quieres probarlas? —Por favor. En los días previos a una tormenta, casi no consigo tolerarlo. —¿Has probado con masajes? —La verdad es que no, todavía me duele un poco. —Vamos, ¿has terminado de comer? Deja que te lo enseñe. —Señalé hacia su cama, para poder sentarme a su lado, y pasé a mostrarle las técnicas de masaje que me había enseñado el sanador. —Mmmmmmm —suspiró—. Qué gusto da. —Incluso con una sola mano, si lo haces varias veces al día, conseguirás que esté menos sensible. —Gracias, Gabrielle —dijo Talasa, cogiéndome la mano y estrechándomela. —No hay de qué —sonreí. Me invitó a quedarme más rato, pero estaba cansada y decidí despedirme. Cuando me acosté después de tomar nota de los acontecimientos del día, aún sentía la presión de la mano de Talasa sobre la mía. Era agradable, pensé, antes de quedarme dormida.

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—¿Por qué estás aquí, Gabrielle? —preguntó Xena hoscamente. Era la primera vez que hablaba desde que preguntó sobre Anfípolis unos nueve días antes. También era la primera vez que usaba mi nombre. A decir verdad, no creía que se acordara, y no me había molestado en recordárselo. —Como ya te he dicho, estoy escribiendo los hechos de la guerra para el futuro. Quiero contar tu historia, además de la de Alejandro. Se echó a reír y se volvió para mirarme antes de sentarse. —Pero mi historia está bien documentada. —A partir de tus tiempos de señora de la guerra en adelante, tal vez —asentí—. Pero no todo lo anterior. ¿De dónde eres, Xena? ¿Dónde naciste? Volvió a echarme una mirada depredadora y sonrió. Me armé de valor. Esa mirada nunca presagiaba nada bueno, y me pregunté cómo tenía planeado hacerme daño esta vez. —¿Eres virgen? —preguntó dulcemente. Oh oh. Ya sabía yo que se avecinaban los problemas. —¿Y a ti qué te importa? —Oh, mera curiosidad. Tienes cierto aire de inocencia... —Agitó la mano como para desechar la idea. Se recostó contra los barrotes de su celda, con las piernas abiertas, observando atentamente mi reacción. Casi me veía venir lo que iba a pasar a continuación y sólo quería huir, subir corriendo esas escaleras y dejarla sola en la oscuridad. Pero ella lo habría considerado una victoria y yo no estaba dispuesta a dejar que me volviera a derrotar.

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Sólo llevaba una túnica corta hecha jirones. Levantó las rodillas y se subió la túnica por encima de las caderas. Aparté la mirada, avergonzada. Xena se rió. —Eres virgen, ¿verdad? ¿Cuántos años tenías cuando te hice crucificar? ¿Diecinueve? ¿Veinte? —Diecisiete. Se le estremeció la mejilla un momento con lo que creí que podía ser lástima... pero no, la Destructora de Naciones no podía sentir remordimientos. Chasqueó la lengua. —Diecisiete. Tan joven. Tan dulce. Seguro que los chicos bebían los vientos por ti en Potedaia. —No había chicos en Potedaia. Casi todos fueron obligados a servir como remeros en tu armada. —Ah, sí, se me había olvidado. —Se masajeó un pecho con una mano—. No había chicos que dieran placer a la dulce Gabrielle. Qué desperdicio. Y luego en Corinto. ¿Qué hacías en Corinto, Gabrielle? —Intentaba encontrar a mi prometido, Pérdicas. —¿Prometido? ¿Un matrimonio acordado? Asentí. —¿Lo amabas? Lo pensé un momento y luego asentí de nuevo. —¿Lo encontraste? —Murió encadenado a un remo de una trirreme en la Batalla de Kárpatos. —Una muerte gloriosa, pues, en una batalla gloriosa. 29

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—No veo nada de glorioso en ahogarse como esclavo, arrastrado al fondo del Mar de Creta por tus cadenas. Xena pareció irritarse al oír esto, y por un momento tuve la esperanza de haber conseguido distraerla de lo que estaba haciendo. Ya tendría que haberme imaginado que no iba a ser así. —¿Y el niño bonito, Alejandro? ¿Cuándo lo conociste? —En Macedonia, de camino a Corinto. —Ah, y cuando llegasteis a Corinto, ¿os unisteis a los traidores? Sonreí a mi pesar. —En realidad, no nos unimos al levantamiento hasta que me crucificaste. El resto, como se suele decir, es historia. Xena frunció los labios y se tocó entre las piernas. —¿Es tu amante, Gabrielle? ¿Es por eso por lo que te rescató? Suspiré. Esto era lo que me había estado esperando, pero vaya si había tardado en ir al grano. —No, Xena, Alejandro nunca ha sido mi amante. Me rescató porque sabía que era inocente y aborrece la injusticia. Su corazón pertenece a Hefestión. Yo sólo soy su poeta e historiadora. Xena se echó a reír. —Ah, ésa sí que es buena. Pobre Gabrielle. Y nadie te deseaba después de que perdieras la pierna, ¿verdad? Ni siquiera los soldados desesperados del ejército, estoy segura. No les gusta que les recuerden la falta de miembros... el miedo es demasiado real para ellos. Continuó cuando se dio cuenta de que yo no iba a responder. —¿Alguna vez te has dado placer a ti misma, Gabrielle, imaginando que estabas con otra persona? —Su mano empezó a moverse con mayor firmeza.

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Tragué con dificultad. Me esperaba las palabras insultantes y dañinas, pero no esto. No sabía qué pensar. —¿Alguna vez te retuerces en la cama de noche, fingiendo que estás entera? —Se quitó la túnica con un ágil movimiento, revelando todo su cuerpo. Estoy segura de que me debí de quedar boquiabierta. Me quedé... sin aliento. Incluso después de casi un año de prisión, era asombrosamente bella. Se lamió los labios. —¿Alguna vez te tocas aquí? —Se pellizcó un pezón erecto con dos dedos—. ¿O aquí? —Se acarició suavemente el otro pecho—. ¿O aquí? —preguntó con voz ronca. Sus dedos se perdieron en la sombra de entre sus piernas. Me sentía mareada. Tenía el corazón desbocado. ¿Qué me pasaba? Pensé que lo mejor sería marcharme ahora, pues la prudencia se imponía al valor, pero sencillamente no podía apartar los ojos de la mujer asombrosa que tenía delante. Ahora tenía la espalda arqueada contra los barrotes de su jaula y con una mano se tocaba un pecho, mientras la otra acariciaba su sexo hinchado. Cerró los ojos y empezó a mover las caderas al ritmo de sus caricias. —Mmmmmmmmm —gimió y la piel empezó a brillarle de sudor a la luz de la antorcha. Sí que hacía calor en la celda. Qué curioso que no me hubiera dado cuenta antes, pero me notaba ardiendo. Xena gimió de nuevo y aceleró el ritmo. —¡Oh, dioses! —gimoteó cuando un espasmo le sacudió el cuerpo. Ahora llevaba un ritmo frenético y apretaba el cuerpo contra su mano. Otro espasmo le contrajo los miembros y lanzó la cabeza hacia atrás inmersa en el éxtasis—. ¡Gabrielle! —exclamó—. ¡Oh, dioses, oh, dioses! —Se le estremeció el cuerpo entero con tal fuerza que las cadenas se agitaron hasta la manivela. Me quedé allí paralizada mientras ella parecía volver a la tierra. Otro estremecimiento, un suspiro de satisfacción. Se quitó la mano de entre las piernas y vi que chorreaba de líquido. Volvió a abrir los ojos y me miró. Despacio, se lamió los dedos mojados. Por fin, terminó y echó la cabeza a un lado, sonriendo. 31

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—Deberías ver la cara que se te ha puesto —dijo—. El esfuerzo ha merecido la pena. Cerré la boca de golpe. Ella se rió. —Sabes, deberías probarlo alguna vez. A lo mejor no estarías tan tiesa y formal todo el tiempo. Me quedé sin habla. —¿Cómo, una poeta sin palabras? Seguro que tienes algo que decir. —Eres bella —conseguí decir por fin. Era lo único que se me ocurrió, el único pensamiento que tenía en la cabeza. Fuera lo que fuese lo que estaba esperando, al parecer no era esto. Ahora me tocó a mí echarme a reír. —Deberías ver la cara que se te ha puesto. Sonrió. —Tú también lo eres. —¿El qué? —Bella. Tragué con dificultad. —Adiós, Xena —dije por fin, levantándome. Tenía la pierna floja y tropecé en las escaleras mientras subía. ¿A qué jugaba? ¿Por qué había dicho eso? Sencillamente, no comprendía sus motivos.

Esa noche me desperté más tarde nadando en sudor, mientras los recuerdos de un sueño se desvanecían de mi mente. En él estaba Xena, desnuda, desparramada. 32

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—¿Alguna vez te has tocado aquí? —susurró—. ¿O aquí? —Mis dedos se movieron, tocándome—. ¿O aquí? —Gemí y luego me perdí en el éxtasis, con la imagen de Xena colmándome la mente.

—Bueno, ¿así que has tardado tres días en anotar debidamente nuestro último encuentro? —dijo Xena con humor cuando por fin fui a verla otra vez. Sé que me puse coloradísima, pero lo cierto era que no había sido capaz de volver a enfrentarme a ella al día siguiente. —No he venido a hablar de tu presente, Xena, sólo de tu pasado. —Qué pena —dijo crípticamente. No supe qué decir a continuación, pero decidí intentar empezar de nuevo por el principio. —¿Dónde naciste, Xena? —Pienso en ti en la oscuridad —dijo. Oh, no, otra vez no. —Pienso en cómo sería tocarte... Me levanté. —No me interesa oír tus fantasías, Xena. Adiós. Ya había llegado al pie de las escaleras cuando oí que decía: —Espera. Vacilé. —Por favor —dijo. ¿Por favor? Eso no tenía que haberle resultado fácil de decir. Me di la vuelta. —Si te digo de dónde soy, ¿te quedarás a hablar conmigo un rato? 33

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Asentí. —Soy de Corcira. Corcira. Era una isla de buen tamaño situada frente a la costa de Epiro en el Mar Jónico. Era posible, supuse, pero había algo en su aspecto que me hizo desconfiar. —¿Quiénes eran tus padres? —pregunté. —Ah, no —dijo—. El trato es que yo te digo de dónde soy y tú hablas conmigo. ¿Qué noticias hay de Alejandro, el niño bonito? —El barco de suministros tardará todavía un día en llegar. No he oído nada nuevo. —Pues recita algún poema tuyo. —Muy bien —acepté, y volví al banco—. Éste se titula Mi musa. Xena hizo una mueca cuando terminé. —¿Qué clase de poema es ése? No tiene forma, ni estructura. ¡Ni siquiera rima! Me reí. —A Alejandro tampoco le gustó. De hecho, todavía no he encontrado a alguien que le guste. —Pues recítame un poema que sí le guste al niño bonito. Suspiré y me lancé a recitar mi largo poema sobre el nacimiento de Atenea y su ascenso al poder en el Olimpo. Cuando terminé, Xena soltó un resoplido. —El tema no me gusta mucho, pero me doy cuenta de que estaba bien hecho. ¿Eso ha sido un cumplido? —En realidad no eres de Corcira, ¿verdad? Apretó los músculos de la mandíbula y estrechó los ojos. 34

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—¿Me estás acusando de mentir? —De mentir, de engañar, de asesinar... —Me encogí de hombros. —¡A ti me gustaría asesinarte! —¿Qué tal si en cambio me dices la verdad? —Púdrete en el Tártaro —bufó. Estaba harta de sus rabietas. —Adiós, Xena —dije, levantándome. —¡Que te den!

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A la mañana siguiente desayuné con los guardias en el comedor. Normalmente prefería comer sola en la comodidad de mis aposentos, pero esta mañana me apetecía tener compañía y no quería volver a visitar a Xena tan pronto. Empezaba a sospechar que le gustaban mis visitas, y no quería que creyera que yo sentía lo mismo. Me sentí decepcionada cuando el capitán Braxis se sentó frente a mí: era el menos agradable de todos los guardias de la isla y normalmente mantenía cuidadosamente las distancias con todo el mundo salvo la alcaidesa. Rara vez se apartaba de su lado. Con todo, le sonreí amablemente. —Buenos días —dije. Me devolvió la sonrisa, pero sin la menor cordialidad. Por un momento me pregunté si se oponía a que contara historias por las noches. La verdad era que no parecía el tipo de hombre que pudiera disfrutar de un buen relato, pero lo que dijo a continuación me tranquilizó. —Bonito poema épico el que recitaste anoche —dijo, y parecía sincero. —Gracias —repliqué. Asintió, frunciendo el ceño. —Ya llevas aquí casi un mes, ¿verdad? —preguntó. —Sí —afirmé, preguntándome si esto era un problema. —¿Has conseguido algo con Xena? —La verdad es que no —reconocí—. Pero lo cierto es que no me esperaba que me fuera a decir nada muy deprisa. —No te va a decir nada de buen grado, sabes —dijo, y pensé que hablaba exactamente igual que Talasa.

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—En realidad, está empezando a ablandarse —dije—. Ahora tengo bastantes esperanzas. Su expresión me dijo que no me creía, pero asintió de todos modos. —¿Por qué no nos dejas a la alcaidesa y a mí que le aflojemos la lengua por ti? — propuso—. Así sería más rápido. En mi mente apareció una imagen del cuerpo desnudo de Xena cubierto de latigazos. Sorprendentemente, no me resultó tan agradable como podría haber sido. Tragué con fuerza. —¿Es que quieres librarte de mí? —dije en broma. Braxis se rió nervioso. —¡Claro que no! Nuestros suministros han mejorado mucho desde que llegaste. La comida está mucho mejor. Pero seguro que no querrás quedarte aquí más de lo necesario, ¿verdad? Me encogí de hombros. La verdad era que aquí era tan feliz como lo había sido en cualquier parte, salvo tal vez en casa cuando era niña, aunque echaba de menos a Alejandro. La mayor parte del tiempo estaba sola y podía escribir mucho. El cocinero tenía arte, mis aposentos eran cómodos y tenía compañía cuando la necesitaba. ¿De qué me iba a quejar? —Pasé muchos años con el ejército, capitán. Ésta es una vida de lujo en comparación —sonreí. Volvió a fruncir el ceño. —Ah, sí. Se me había olvidado. —Levantó la mirada cuando entró Talasa y su cara pareció animarse un poco—. Discúlpame, por favor —dijo bruscamente, y fue a reunirse con Talasa mientras ésta cogía su comida. Me quedé extrañada por nuestra breve conversación, y me dio la impresión de que a pesar de lo que había dicho Braxis, no estaba contento con mi presencia. Observé cómo se comportaba con Talasa, con la esperanza de averiguar por qué querría que me marchara de la isla. Ayudó a la alcaidesa a coger su desayuno, puesto que le faltaba una mano, y recordé cómo se le había animado la cara al verla. 37

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Fruncí el ceño. Ahora era evidente lo que estaba buscando. El bueno del capitán sentía algo por la alcaidesa. Por eso, sin duda, quería que me fuera. Tenía celos. Debía de haber captado el vínculo que nos unía. Talasa era atentísima conmigo. Incluso ahora, venía hacia mi mesa. Terminé de desayunar a toda prisa, un poco nerviosa por lo que había descubierto. No quería enfrentarme a Braxis, y aunque valoraba mi creciente amistad con Talasa, no estaba en absoluto interesada en ella de esa forma. ¿No? —¿Tan pronto te vas? —preguntó Talasa, evidentemente decepcionada al ver que me levantaba cuando ella se acercaba. —Sí, lo siento —dije, alcanzando mis muletas—. Tengo mucho que escribir y quiero terminarlo hoy. —¿No vas a visitar a Xena? —No, hoy no. Probablemente no iré hasta dentro un par de días. Talasa y Braxis intercambiaron una mirada que no comprendí, pero no me ofrecieron ninguna explicación. —Yo me ocupo de tus platos, señora —dijo Braxis cortésmente. —Gracias —dije, y me fui del bullicioso comedor en busca de la tranquilidad de mi habitación privada.

Tres días después decidí volver a visitar a Xena. Estaba sentada apáticamente en el rincón de su jaula junto al desagüe y no levantó la vista cuando me senté. Me quedé horrorizada por su aspecto. Tenía vívidas marcas de latigazos en los brazos y el cuello y manchas de sangre en la túnica. Al parecer, Talasa la había castigado de nuevo y parecía... rota. Recordé la mirada que habían intercambiado la alcaidesa y el capitán cuando les dije que no tenía intención de visitar a Xena en un par de días. Llegué a la conclusión de que habían planeado hacer esto juntos y por algún motivo eso me puso furiosa. 38

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—Xena —pregunté en voz baja—, ¿Talasa te ha interrogado al hacerte esto? Me miró con una mueca de rabia en la cara. —¡Tú sabrás! ¡Tú eres la única que quiere conocer mi pasado! Se me cayó el alma a los pies. Le habían hecho esto en mi nombre. Cerré los ojos y sacudí la cabeza. —No. No. Te lo juro. —Si pudiera haber dado vueltas por la estancia, lo habría hecho—. Yo... esto... —Quería pedirle disculpas, convencida de que era culpa mía, pero no conseguí pronunciar las palabras—. Xena, yo no creo en la tortura. Me echó una mirada despreciativa e incrédula. —Eso te pega más a ti —le solté, y luego lo lamenté al ver que se encogía literalmente—. Escucha, te juro que yo no le he pedido que haga esto. No quería que hiciera esto. La cara de Xena se relajó hasta quedar ceñuda. Apartó la mirada. —No te hacía falta. No necesita excusas. —Déjame ver si consigo convencer a Talasa de que permita al sanador echarte un vistazo. —No necesito un sanador —gruñó. —Algunos de esos latigazos tienen muy mal aspecto. —¡No son nada! —espetó. —¿Me dejarías que te los curara? —pregunté. Se volvió hacia mí y se quedó mirándome largo rato mientras yo intentaba reprimir las ganas de moverme inquieta bajo su mirada. Por los dioses, ¡¿por qué he dicho eso?! —¿Por qué querrías hacer una cosa así? —preguntó por fin. ¿Por qué, efectivamente? Tragué con fuerza. 39

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—Porque... porque estás herida. —¿Qué te hace pensar que no te voy a matar si te acercas a mí? —preguntó con los ojos entornados. —Nada —reconocí por fin. —¿Entonces por qué me lo ofreces? —No me gustas, Xena, pero lo que te han hecho está mal. —¡No necesito tu ayuda ni tu lástima! —Bien —dije—. No tendrás ninguna de las dos cosas. —Cogí mis muletas para marcharme. Estaba muy molesta con toda esta conversación, mucho más molesta de lo que quería admitir. —Anfípolis —dijo en voz baja antes de que pudiera levantarme. —¿Anfípolis? —repetí, confusa. —Nací en Anfípolis —dijo pausadamente. —¿En serio? —pregunté, atónita. Asintió. —Deja las muletas, ¿quieres? Y... y habla conmigo. ¿Por favor? Ya lo ha vuelto a decir. —Está bien —dije—. ¿Qué quieres oír? —Lo que sea —susurró. De modo que empecé a contarle la misma historia que les había contado a los guardias en el comedor la noche anterior, sobre la persecución entre el zorro mágico al que nunca se le podía dar caza y el perro de Orión, que siempre capturaba a su presa. Xena sonrió a medias cuando terminé. —Qué pena que interviniera Zeus. Ahora todavía estarían persiguiéndose. 40

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Asentí. —Y causando el caos en toda Grecia —añadí—. ¿Xena? —¿Sí? —¿De verdad eres de Anfípolis? —Sí. —¿Quiénes eran tus padres? Sonrió con ironía. —Vuelve mañana, Gabrielle, y te lo diré. —Lo haré —prometí.

Cuando me marché fui a pedir explicaciones a Talasa. La encontré en su despacho, en lo alto de las escaleras. —La has vuelto a torturar —dije cuando se levantó, sonriendo, y no intenté disimular mi ira. Se quedó desconcertada. —¿A qué te refieres? —Has dado de latigazos a Xena. Sonrió. —Pues claro. El capitán y yo intentábamos obtener información para ti. —¡Te dije que no necesitaba tu ayuda! La sonrisa desapareció de su cara. —Gabrielle, no va a hablar contigo. Además, hacía semanas que no la castigaba. Xena se merece todo lo que le pase. ¡A ti te crucificó y a mí me abandonó a la muerte! ¿¡Cómo puedes decir que no se lo merece!? 41

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No pude responderle. Sí que se lo merecía. Se lo merecía con creces. Pero eso no quería decir que estuviera bien. —¡Yo administro justicia! —dijo Talasa, dando un puñetazo en la mesa. Tragué con dificultad, sintiendo el conflicto de mis emociones. —El mismo tipo de justicia que ella nos administró a nosotras —dije con amargura. —¡¡¡Nosotras no éramos culpables!!! —casi me gritó la alcaidesa. —¡Y esta vez, ella tampoco! —¡¿Qué?! —Talasa me miró como si me hubiera salido otra cabeza. ¿Cómo podía hacérselo entender? —Talasa, su castigo es la cárcel, la pérdida total de su libertad para el resto de su vida. Lo que tú estás haciendo es torturarla. Y la tortura es algo que haría Xena. Nosotras tenemos que ser mejores que ella. Los ojos de la alcaidesa ardieron de furia. —¡¿Te atreves a compararme con ella?! ¿¡Crees que la cárcel es suficiente castigo por todo lo que ha hecho!? ¡Yo estoy tan presa en esta maldita isla como ella! ¡No puedo irme con esto! —Agitó el muñón para mostrármelo—. ¡Estoy atrapada aquí para el resto de mi vida igual que ella! ¡Y por los dioses, voy a hacer que sufra! Repasé rápidamente mis opciones en vista de su furia. Podía seguir insistiendo en mi punto de vista, cosa que sólo haría que se enfureciera aún más, o podía intentar aplacar esa furia. Solté las muletas y alcé las manos en un gesto de súplica. —Talasa —dije con toda la calma que pude—, lo siento, no debería haberte comparado con ella. Por favor, yo no soy tu enemiga. Comprendo lo que sientes, ¡de verdad! —¡Fuera! —gruñó—. ¡Vuelve a tu palacio de Corinto y a tu cómoda vida con Alejandro! ¡Tú no comprendes nada!

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No me había golpeado, pero fue como si lo hubiera hecho. Bajé las manos y me di la vuelta para marcharme, muy dolida. —Gabrielle... —empezó a decir Talasa cuando ya salía cojeando por la puerta. —No te disculpes, Talasa —dije sin volverme—. Prefiero saber cuál es mi situación con la gente. —Espera... Bajé renqueando por las escaleras y volví a mi habitación. No me siguió. Me derrumbé en la cama y me tapé la cara con las manos. Estaba a la vez furiosa y herida. Creía haber encontrado amistad y comprensión verdaderas en la alcaidesa, pero no era así en absoluto. No, ella estaba amargada de una forma que me daba tanto miedo como la fría crueldad de Xena. ¿Habría acabado yo así de no haber tenido aquella visión en la cruz? Si no hubiera visto esa luz blanca y no hubiera recibido la profecía para contribuir a guiarme en los momentos difíciles, ¿me habría arrastrado hasta una isla para esconderme, avergonzada de que me viera el resto de la humanidad, llena de rencor y resentimiento? Supongo que Talasa me daba miedo porque en ella veía un reflejo de mí misma: un reflejo de lo que yo podría haber sido. Tomé aliento profunda y temblorosamente. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Debía marcharme, como había dicho ella, volver a mi palacio y a mi criada y al calor de la amistad de Alejandro? ¿O debía pedirle a Alejandro que la sustituyera como alcaidesa enviándole un mensaje en el siguiente barco de suministros? ¿O debía irme en el barco y hacerlo en persona? ¿O tal vez sería mejor quedarme a pesar de la hostilidad de la alcaidesa e intentar terminar mi tarea? Marcharme era sin duda la opción más atractiva. Podía marcharme sin mirar atrás. Podía olvidarme de Talasa y de Xena y abandonarlas a las dos a su horrible fealdad. Eran dignas la una de la otra. Sí, debía marcharme sin más. Que se pudrieran en esta roca dejada de la mano de los dioses hasta que a Hades se le antojara reclamarlas.

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El cocinero tenía un pequeño barco de pesca amarrado al muelle. Lo contrataría para que me llevara al continente a la mañana siguiente. No me hacía gracia el mareo que me iba a entrar en una embarcación tan pequeña, pero sería mejor que quedarme aquí un día más. Decidida, me levanté de la cama y me puse a recoger mis cosas. Hasta que me puse a guardar mis pergaminos en sus estuches encerados, no me di cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba huyendo. Estaba huyendo a mi propia isla, a mi propio lugar cómodo y seguro donde podía ser libre de las miradas curiosas y a veces compasivas de los desconocidos, protegida como siempre por Alejandro. Me había ganado mi sitio de paz, sin duda, ¿pero qué había hecho en el palacio? Me había encerrado con mis pergaminos: cuanto menos me relacionara con otros, mejor. Me escondía en el palacio como Talasa se escondía aquí. La única diferencia era que mi prisión era mucho más gloriosa que la suya. Casi me eché a reír en voz alta al pensarlo. Ella y yo teníamos más en común de lo que hasta yo misma había percibido. Tal vez ella no andaba tan desencaminada: ¿qué comprendo yo en realidad? Tal vez no mucho, pero decidí una cosa. Ahora no me iba a marchar.

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A la mañana siguiente me encontré a cuatro guardias muy soñolientos en lo alto de las escaleras que bajaban a la prisión de Xena. Por su cara al acercarme me di cuenta de que algo iba mal. —¿Ocurre algo? —pregunté. Los guardias se miraron. —Bueno, señora, la alcaidesa ya está abajo. Se me llenó el corazón de miedo. —¿Cuánto tiempo lleva allí? —Desde poco después de medianoche. —¿Cómo? ¿Y está sola? —Sí, nos ordenó que nos fuéramos, so pena de muerte. —¿Dónde está el capitán Braxis? —En sus aposentos, que yo sepa. Sabe que no debe interferir cuando ella ha estado bebiendo. —¿Estaba borracha? Los cuatro asintieron solemnemente. De repente, me dio la impresión de que esto ya había ocurrido antes. —¿Cómo sabéis que no le ha pasado nada? —O que no ha matado a Xena, añadí por dentro. —Ah, no le pasará nada, señora, aunque se despertará con un poco de dolor de cabeza, no sé si me entiendes.

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Suspiré, preguntándome qué iba a encontrar abajo en la celda. A una de ellas o a las dos muertas o mutiladas, sin duda, incluso borracha, Talasa habría llevado ventaja. Miré a uno de los guardias a los ojos. —Ve a buscar al sanador. Vosotros tres venid conmigo. Cuando por fin llegamos abajo, dos de los guardias fueron a ocuparse de la manivela. —No os molestéis —les dije. Xena yacía hecha un guiñapo ensangrentado en el extremo opuesto de la celda. Talasa estaba sentada, apoyada en la pared, con el látigo en la mano y una botella de vino entre las piernas abiertas, claramente sin sentido. A su lado había un charco de vómito. Renqueé hasta ella. —Talasa —dije, empujándola con una muleta—. Despierta. Se quejó, pero no se movió. —¡Talasa, despierta! Murmuró algo, pero siguió sin moverse. Me volví a los guardias. —Vosotros dos, llevadla a sus aposentos. Tú, ve a buscar un cubo y que alguien te ayude a limpiar esta porquería. —Señalé el vómito con asco—. Y déjame las llaves. —¿Mi señora? —Dame las llaves, por favor. El soldado miró la figura inerte de Xena, luego volvió a mirarme y tragó. Yo sabía por experiencia que los soldados sólo estaban entrenados para obedecer cierto tipo de tono autoritario y mi conocida amistad con Alejandro no carecería de peso con cualquier súbdito leal del nuevo imperio. Cuando fue evidente que no iba a hacer lo que le decía, lo agarré por la pechera del uniforme y lo bajé de un tirón para mirarlo a los ojos.

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—He dicho que me des las llaves. —S-sí, señora —dijo, y se agachó para soltarlas del cinto de la alcaidesa. Me las entregó y luego, con ayuda de su compañero, se inclinó para levantarla. Juntos se la llevaron escaleras arriba. Me quedé a solas con Xena. No sabía si estaba viva siquiera desde donde me encontraba, de modo que me acerqué con cautela. —¿Xena? ¿Estás despierta? Aunque me daba cuenta de que podía tratarse de una trampa muy hábil, a juzgar por la cantidad de sangre que le cubría la ropa y la piel, tenía mis dudas. La empujé con una muleta, pero no respondió. No sabía si respiraba. No podía ayudarla con los barrotes entre las dos, por lo que fui a la puerta de la celda y la abrí. —En nombre de los dioses, ¿qué haces? —preguntó una voz detrás de mí. Me volví y vi al sanador, Artorus, y a un guardia al pie de las escaleras. —Ah, bien —dije, y le hice un gesto a Artorus para que se acercara—. No sé si respira. Artorus, que era un caballero mayor de pelo gris, sacudió la cabeza con vehemencia. —Yo no entro ahí. —Mira la sangre. Está claro que está herida. —¿Y? —preguntó. Una palabra lo decía todo. —Pues deja tus cosas y ve a ocuparte de Talasa —dije asqueada. Miré al guardia—. Tráeme agua, vino y mantas. Ninguno de ellos se movió.

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—¡Vamos! —grité por fin, y el guardia se volvió y huyó escaleras arriba. —¿Dónde quieres que te deje esto? —preguntó el sanador hoscamente, mostrándome sus bolsas. —Ahí, junto a la jaula para que pueda alcanzarlas. ¿Has traído vendas? —Por supuesto. —Bien. Ahora cierra la puerta detrás de mí, haz el favor. —Le entregué las llaves. Tiré las muletas bien lejos y entré saltando a la pata coja en la celda de Xena. No tenía sentido entrar con unas posibles armas, en caso de que Xena siguiera viva y decidiera ponerse violenta. El sanador cerró la puerta con llave como le había pedido y se fue, dejándome sola en la celda con la mujer más peligrosa del mundo. ¿Estoy loca? Sí, no cabía duda de que lo estaba. Pero algo me impulsaba a continuar. Me senté al lado de Xena y la puse boca arriba. Estaba inconsciente, pero respiraba. Al parecer, Talasa había hecho algo más que azotarla, porque además de una cantidad espantosa de latigazos que la cubrían por delante y por detrás, tenía golpes en la cara y un rastro de sangre seca que le salía de la nariz. Quedaba poco de su túnica destrozada y quité con cuidado lo que quedaba, intentando no volver a abrir las heridas que ya se hubieran coagulado. Aunque a primera vista parecía haber mucha sangre para tratarse de unos latigazos, ninguna de las heridas era especialmente profunda o grave. Talasa sabía manejar bien el látigo. Si hubiera querido matar a Xena, podría haberlo hecho. Evidentemente, su intención en cambio, una vez más, había sido mutilar y castigar. Cuando llegó el guardia con mantas y frascas de agua y vino, me puse a limpiarle y vendarle las heridas. No era sanadora, pero los había ayudado con frecuencia durante la guerra, por lo que tenía cierta idea de lo que estaba haciendo. Xena se movió cuando empecé a limpiarle la sangre de la cara. Me quedé paralizada cuando sus ojos se abrieron parpadeando y luego suspiré aliviada cuando volvieron a cerrarse. A pesar de mi anterior ofrecimiento, la verdad es que no quería encontrarme en la celda con ella mientras estuviera despierta. 48

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—No te molestes —susurró, sobresaltándome—. Me lo merezco. Eso era lo último que me habría esperado oír de boca de la Destructora de Naciones. Hasta los dos guardias que limpiaban el vómito de Talasa levantaron la mirada sorprendidos. —Déjame... morir —dijo, haciendo un esfuerzo por emitir cada palabra. Esto era de lo más inesperado. —Hoy no —dije suavemente, sin sentir ya miedo de estar con ella—. Todavía tengo que sacarte una historia. Sonrió de medio lado, sin abrir aún los ojos. —Cirene... te la... puede... contar. —¿Cirene? ¿De Anfípolis? —Mi... madre. Si no hubiera estado ya sentada, seguro que me habría desplomado del pasmo. ¡¿¿¿Cirene era la madre de Xena???! ¡Ésa sí que era una historia digna de contarse! —De todas formas, no voy a dejar que mueras. Xena abrió los ojos para mirarme y el dolor que vi en sus profundidades azules me rompió el corazón. —¿Por qué... no? Lo cierto era que no lo sabía. Pero la respuesta chistosa se formó en mi lengua antes de que pudiera detenerla. —Porque todavía no has reconocido que estás conquistada. —¡Jamás! Sonreí a pesar mío. Ésa era la Xena que conocía. —Pues vas a vivir mucho tiempo. 49

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Hizo una mueca de dolor. —Si... lo... reconozco... ¿me dejarás... morir? Meneé la cabeza y le llevé una frasca de vino a los labios. —No. Ahora toma, tienes que beber esto. —Eres... peor... que... Talasa. —Vaya, gracias. ¡Ahora BEBE! —Le metí el vino por la garganta casi a la fuerza. Espurreó, tosió y luego hizo una mueca. —Zorra. —Todavía no he terminado —dije muy satisfecha, y la obligué a beber un poco más. —Preferiría agua —gruñó, en un tono más coherente repentinamente. Cambié de frasca. —Muy bien. Observé impasible mientras vaciaba la frasca. ¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Por qué no la dejaba morir? ¿Acaso no quería verla muerta? Si Cirene era realmente su madre, seguro que podría obtener de ella toda la información que necesitaba. Era lógico que una persona como Xena prefiriera la muerte a seguir enjaulada y maltratada de esta manera. Si yo creyera de verdad en la misericordia, ¿no me levantaría, me marcharía y dejaría que muriera? ¿Era porque quería verla sufrir más tiempo? Era un pensamiento desagradable, pero franco. Xena se quejó levemente y se movió sobre el frío granito. Empezó a temblar. Que los dioses me ayuden. Miré su cuerpo, las heridas recientes que cubrían viejas cicatrices. Miré sus manos, de dedos largos y elegantes, y sus labios delgados y pálidos, su pelo pringado de sangre y sus suaves pestañas. Parecía una persona, no un monstruo, y en eso, me di cuenta, consistía mi dilema.

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En algún momento, Xena se había convertido en una persona real para mí. Podía odiar a la Conquistadora, a la bestia inhumana que me había crucificado. Podía odiar el mal y la injusticia personificados. Pero el cuerpo que tenía delante no era la Conquistadora ni la Destructora de Naciones. Era simplemente una mujer que sufría. Y, desgraciadamente, eso hacía que me importara. A pesar de ser consciente de que probablemente estaría más feliz muerta, yo no podía dejar que eso pasara. ¡Tampoco sería capaz de ahogar gatitos! Respiré hondo. Para bien o para mal, esto era lo que tenía que hacer. Terminé de limpiar y vendar las heridas de Xena, con cuidado de volver a poner todas las cosas del sanador fuera de la celda cuando terminé con ellas, y luego la abrigué con las mantas. Por fin, Talasa en persona bajó tambaleándose por las escaleras para dejarme salir. No dijo nada al abrir la puerta de la celda. Me levanté haciendo un esfuerzo y salté hacia la puerta. Talasa se agachó para recoger mis muletas y me las pasó. —Gracias —dije, cogiéndolas. Talasa cerró la puerta y echó la llave. —Podría haberte matado, sabes —dijo sin mirarme. —Pues no lo ha hecho —dije, encogiéndome de hombros. —¿Tantas ganas tienes de sacrificarte por ella? —preguntó la alcaidesa, disimulando apenas la amargura de su tono. Yo estaba cansada y agotada emocionalmente y no tenía la menor gana de tener esta conversación. Suspiré con fuerza. —Escucha, no me estoy sacrificando por ella. No está en condiciones de hacerme daño y por alguna razón, no creo que lo hiciera aunque pudiera. —¿Qué quieres decir? Meneé la cabeza.

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—Tú no la has oído, Talasa. Se siente sola... y tal vez incluso un poco arrepentida. Cuando intenté limpiarle la cara, dijo: "No te molestes, me lo merezco". La alcaidesa miró a Xena. —No te creo. Puse los ojos en blanco. —Pues lo dijo, te lo creas o no. Puedes preguntárselo a tus guardias: ellos también lo oyeron. Talasa se quedó callada. —¿Vas a pedirle a Alejandro que me sustituya? —preguntó por fin. Yo no quería ocuparme de esto ahora, pero merecía una respuesta sincera. Me lo pensé un momento. —No —dije por fin—, si aceptas una condición. —¿Cuál? —Que dejes de torturar a Xena. Talasa tomó aliento temblorosamente. —Muy bien —dijo por fin. Le quité el látigo del cinto. —¿Cómo puedes perdonarla? —preguntó Talasa cuando me daba la vuelta para irme. Me detuve. —No la he perdonado —dije con franqueza—. Pero eso no quiere decir que desee verla sufrir.

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—No esperes que te dé las gracias por ayudarme —masculló Xena a la mañana siguiente. —Tranquila, que no lo espero —sonreí. Todavía parecía una inválida, pero al menos había recuperado plenamente el mal genio. Me lo tomé como señal de que se estaba curando rápidamente. —Vete —murmuró, abrigándose más con las mantas alrededor de los hombros. —No. Lo siento. El barco de suministros llegó esta mañana, así que tengo muchas noticias que contarte. Fingió enfadarse, pero me di cuenta de que en el fondo estaba contenta. Hasta pareció decepcionada cuando por fin me levanté para marcharme. —Volveré mañana, si me prometes que me hablarás de tu infancia —dije. —¿Qué te voy a contar? —Piensa en algo para complacerme. —Oh, está bien.

Esa noche el capitán Braxis se acercó a mí cuando salía del comedor, y por su expresión supe que fuera lo que fuese lo que quería de mí, la cosa no iba a ser agradable. —Buenas noches, capitán —dije lo más alegremente que pude al tiempo que me armaba de valor por dentro—. ¿Qué puedo hacer por ti? —Me gustaría hablar contigo, si tienes un momento. —Por supuesto. —Lo miré, sonriendo expectante. Sabía que mi sonrisa podía ser bastante encantadora y era la única arma que tenía contra él en este momento. Se frotó la barbilla y miró a su alrededor nervioso. Tragó. —Los guardias me han contado lo que ocurrió ayer en la celda de Xena.

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—Ah... sí. ¿Hay algún problema? —Pues sí. En primer lugar, no me hace gracia que te dediques a dar órdenes a mis guardias. En segundo lugar, no tienes derecho a interferir en la manera en que Talasa lleva la prisión. Y para terminar, eres una necia estúpida por abrir la jaula de Xena y has tenido suerte de que no se haya escapado y nos haya matado a todos. Su celda NUNCA se debe abrir. ¿Está claro? Agarré mis muletas con más fuerza. Al parecer, el capitán no era un hombre que se anduviera por las ramas. Hubo un tiempo en que una regañina como ésta me habría dejado hecha polvo, tal vez incluso al borde del llanto. Pero hoy no. Estaba furiosa. —Si tú hubieras estado donde tenías que estar, yo no habría tenido que dar órdenes a tus guardias —dije con frialdad—. Y si Talasa hiciera su trabajo correctamente, yo no tendría que interferir. Pero sí, está perfectamente claro. Lo único que espero es no volver a tener motivos para abrir la celda de Xena. Los músculos de la mandíbula de Braxis se tensaban y relajaban, y supe que acababa de echar a perder cualquier posibilidad que pudiera haber tenido de ganarme las simpatías de este hombre. —Si no fueras la mascotita del emperador —dijo con aspereza—, te habría echado de esta isla. —Se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras del despacho de Talasa. Ahora sí que la has hecho buena, Gabrielle, me recriminé a mí misma. Me había dejado llevar por mi genio y tenía la sospecha de que lo iba a lamentar. Braxis podía fácilmente hacerme la vida imposible en la isla. Esa noche me fui a la cama muy preocupada, temiendo la mañana.

Me levanté con el sol, pero el alegre amanecer no contribuyó en nada a quitarme la sensación de oscuros presagios. Ni siquiera me animé al comer. Me encontré a dos guardias en las escaleras que llevaban a la celda de Xena. Volvían de entregarle su comida de la mañana y se volvieron amablemente para escoltarme hasta abajo, dejando una antorcha conmigo para que tuviera luz.

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Xena estaba acurrucada en un rincón, desnuda y temblorosa. No levantó la vista cuando llegué. —¿Talasa te ha quitado las mantas? —pregunté, espantada. Xena no respondió y siguió contemplando la pared con rostro inexpresivo. —No intentarías hacerle daño a alguien con ellas, ¿verdad? Volvió la cabeza despacio y me miró fijamente. Tragué. No sabía cómo interpretar esa mirada. —Bueno —pregunté en voz alta—, ¿lo has hecho? Se volvió de nuevo para contemplar la pared. —¿Tú qué crees? —gruñó. Puse los ojos en blanco. —Si lo supiera, no te lo habría preguntado. Por su cara se cruzó una levísima insinuación de sonrisa. —Vete de aquí, Gabrielle. Éste no es tu sitio. Fruncí el ceño. ¿Qué quería decir eso? Xena me miró de nuevo y sus ojos me atravesaron. —Te va a pasar algo, niña. Vete ahora que aún puedes. Por supuesto, como me lo decía como una orden, yo no estaba dispuesta a obedecer. Me senté en el banco, en cambio, y me crucé de brazos. Pero lo que había dicho me intrigó. No era posible que conociera mi conversación con el capitán Braxis. Fuera cual fuese la explicación, sus instintos eran extraordinarios. Xena me miró malhumorada. —Muy bien. Pues quédate conmigo. Quédate a pudrirte conmigo. —Apoyó la cabeza en un barrote y cerró los ojos. 55

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—¿No quieres comer? —pregunté, señalando la comida que no había tocado junto a los barrotes. —No tengo hambre. Era mentira y yo lo sabía. —No te creo. —Me da igual lo que pienses o creas. Eso también era mentira, pensé, pero me encogí de hombros. —Y a mí me da igual que te mueras de inanición. —Mentirosa. —¿Qué? —Mentirosa, he dicho. Si te diera igual, no me habrías ayudado. —Créeme, Xena, estoy empezando a lamentarlo cada vez más con cada minuto que pasa. —Y era cierto. ¿Cómo se me ocurría enemistarme con Braxis y Talasa por la Destructora de Naciones? Xena debió de percibirlo también en mi tono, porque no contestó. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí sentadas en silencio total. Quería preguntarle varias cosas, pero no pude obligarme a hablar. De modo que me quedé sentada escuchando el castañeteo de sus dientes. Tal vez tenía miedo de decir algo porque sabía que probablemente ella tenía razón. Éste no era mi sitio. Ésta era la isla de Talasa y la prisión de Xena, y yo había venido en una misión inútil y me encontraba atrapada entre la depredadora y la presa en este retorcido intercambio de papeles. Peor aún, no tenía ni idea de cómo acabar con esa cacería y dudaba seriamente de que debiera intentarlo siquiera. Pero me intrigaba el hecho de que al parecer a Xena le importaba lo suficiente como para decirme algo al respecto, aunque fuera con su estilo insultante. Pasó tal vez medio día hasta que el dolor sordo de mi pierna mutilada se hizo tan intenso que me vi obligada a moverme. Agarré mis muletas y me levanté. —Gracias, Xena —dije—, por esta mañana tan entretenida. 56

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Bufó sin abrir los ojos. —Eres una zorra, niña. —Una tullida, querrás decir. —Eso también. Sonreí y fui a buscar a Talasa.

La alcaidesa estaba encerrada en su despacho y, como Xena, no levantó la vista cuando entré. Suspiré. Qué bien acogida me sentía en todas partes. —Bueno, ¿ha intentado atacar a alguien con las mantas o se las has quitado por pura diversión? —He protegido a mis guardias como es mi obligación —contestó Talasa impasible, soplando para secar la tinta reluciente del pergamino que estaba escribiendo. —¿La vas a dejar desnuda? —Sí. —Ahí abajo hace frío. —Esto es un penal. No me interesa la comodidad de Xena. —Talasa... —empecé. Se levantó furiosa y sin darse cuenta volcó el tintero encima de la mesa. —¡No me digas cómo debo dirigir mi prisión, Gabrielle! Ni te atrevas. Ahora vete de aquí antes de que les diga a los guardias que te saquen. Me quedé mirándola, sorprendida por la amenaza, y me pregunté si sería capaz de cumplirla.

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—¡Guardias! —gritó Talasa y fuera oí unos pasos que empezaban a subir por las escaleras de madera. Parece que sí. Ya había forzado las cosas con los guardias y no cabía duda de que Talasa y Braxis los habían llamado al orden desde entonces. Lo cierto era que en este sitio yo no tenía la menor autoridad. —Ya me voy —dije. Llegaron los guardias y nos miraron a Talasa y a mí con curiosidad. —Gabrielle está cansada —dijo la alcaidesa—. Aseguraos de que baja las escaleras sin peligro.

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Al día siguiente, me encontré a Xena tirada en el suelo de su celda, febril e incoherente. Una vez más, subí las escaleras de madera hasta el despacho de la alcaidesa. —Se va a morir si no la ayudas —dije cuando Talasa, una vez más, no me hizo el menor caso cuando entré. —Ya lo sé. —Me miró y sonrió—. A lo mejor si Xena ya no está de por medio, podemos volver a ser amigas. —¡¿Qué?! —Era la primera vez que se me ocurría que Talasa podría ser mentalmente inestable. —Tú y yo, Gabrielle, ¿es que no notas la conexión? Estamos... ¡estamos hechas la una para la otra! No deberíamos discutir por Xena. Retrocedí cuando se levantó y dio un paso hacia mí. Dioses, después de los últimos días, sentía más conexión con Xena que con ella. —No tengas miedo, Gabrielle. Cuando me hiciste el masaje en el brazo... entonces supe que pasaríamos el resto de nuestra vida juntas. No me digas que tú no lo sentiste. —Avanzó otro paso y yo retrocedí otro. Ahora me encontraba en el umbral. Dos pasos más y estaría retrocediendo escaleras abajo, cosa nada fácil de hacer con muletas. Tragué con dificultad. Por Atenea, ¿cómo me he metido en semejante lío? —Talasa, pasamos una agradable velada juntas. Es cierto que tenemos muchas cosas en común, pero... —Retrocedí otro paso. —¿Pero? ¡¿Pero?! ¿Pero qué, Gabrielle? —Ahora estaba plantada justo delante de mí y acercó su cara a la mía. No me atreví a retroceder más. ¡¿Qué estaba haciendo?!

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Talasa me tocó suavemente un lado de la cara y luego me pasó los dedos por el pelo hasta la nuca. De repente, me echó la cabeza hacia delante y puso sus labios directamente sobre los míos. —¡Mmmmmff! —Me quedé tan sorprendida al recibir mi primer beso que no supe si debía disfrutarlo o enfurecerme. Intenté apartarme, pero el fuerte brazo de Talasa me sujetaba en el sitio y yo no quería soltar las muletas por temor a perder el equilibrio. Por fin, me soltó, mirándome a los ojos con tal anhelo que me quedé sin aliento. De repente noté el calor que despedía su cuerpo contra el mío, la agitación de sus pechos apretados contra los míos. —Me perteneces, Gabrielle —susurró. Eso acabó con mi trance. Yo no pertenecía a nadie. Sentí que la rabia se iba acumulando en mi interior. ¡¿Cómo se atrevía a besarme sin mi permiso?! Sin pensarlo, le di una bofetada. Se tambaleó y luego se enderezó. Vi que la sorpresa de su rostro se transformaba en una ira comparable a la mía. Antes de que me diera tiempo a reaccionar, me empujó hacia atrás con todas sus fuerzas. Perdí las muletas y caí por las escaleras. Mi cuerpo estalló de dolor al aterrizar con fuerza y rodé escaleras abajo. Me quedé tirada al final, atontada, llena de dolor en demasiadas partes, apenas consciente de que Talasa gritaba por encima de mí y del ruido de pisadas que corrían hacia mí. Unas manos delicadas me dieron la vuelta y gemí cuando el movimiento me causó un dolor que me atravesó la cabeza y la pierna. La voz de Talasa penetró la neblina roja del dolor. —¡Llevadla a la celda de Xena y metedla ahí! Me obligué a abrir los ojos y vi la expresión horrorizada de los dos guardias que estaban a mi lado. —¿Mi señora? —preguntó uno de ellos.

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—¡Que la llevéis a la celda de Xena! —le gritó Talasa. Empleó ese tono, el tono que yo sabía que obedecerían. Perdí el conocimiento en el momento en que me agarraban de los brazos para llevarme.

Dolor. Me dolía la cabeza. Me dolía la pierna. Me dolía la espalda. Me obligué a abrir los ojos al oír un fuerte estrépito metálico detrás de mí. Guardias... se estaban marchando. Estaba en la celda de Xena. Ya veo cómo nunca se abre su jaula. Ella estaba echada a pocos metros de mí, con el cuerpo desnudo reluciente de sudor, febril, ajena a mi presencia. La luz se fue apagando a medida que los guardias subían por las escaleras, llevándose la antorcha, dejándome sola en la negra oscuridad. Dioses, qué dolor. Jadeé tratando de respirar. Tenía frío. Frío en el cuerpo, frío en la mente, frío en el alma. Luché por permanecer despierta. Tenía el estómago revuelto. Sentía tanto dolor que supe que debía de estar bastante malherida, pero no conseguía poner en orden mis ideas. A mi lado, Xena gimió apagadamente. No, no estaba sola. Sonreí a mi pesar. Xena tenía demasiado calor y yo tenía demasiado frío. Mordiéndome el labio para aguantar el dolor, me arrastré hasta su lado, le rodeé el torso caliente con los brazos y volví a desmayarme.

Primero, tuve conciencia del dolor, luego, la idea semicoherente de que me dolía la cabeza. Abrí los ojos en la oscuridad. ¿Dónde estaba? Parecía estar tumbada boca arriba sobre un suelo duro y gélido y me dolía algo más que la cabeza. La pierna buena... me debatí con un momento de pánico. ¿Qué había pasado? No lo recordaba. ¿Dónde estaba? Qué frío tenía. Intenté levantar la cabeza. Grave error... mi estómago se rebeló. —Tranquila —dijo una voz en la oscuridad, dándome un susto de muerte. Sonaron unas cadenas y una mano caliente me apretó el hombro, sujetándome para que no me moviera—. No intentes levantarte. Tenía la boca seca como la lija y la lengua hinchada y rara, pero de todas formas intenté hablar. —¿Dónde...? Silencio, luego por fin: 61

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—¿Qué es lo último que recuerdas? Me costaba concentrarme. Me costaba recordar algo. Alejandro. El palacio. ¿Un viaje en barco? —¿La Isla del Tiburón...? —¡Bien! —La voz parecía sorprendida—. ¿Recuerdas cómo te llamas? —Gabrielle —respondí al cabo de un momento. La mano me apretó el hombro. —Bien. Ya vas mejor. —¿Qué... ha pasado? —¿Recuerdas haberte peleado con Talasa? —¿Quién? —Oh, pequeña, estás hecha un desastre. —La voz se rió por lo bajo. —¡No tiene g-gracia! —protesté débilmente. Ahora estaba temblando y la cabeza me dolía horriblemente. —¡Ah, pero si supieras lo irónico que es! La voz me resultaba extrañamente familiar, pero no conseguía localizarla. —¿Quién... eres? ¿Por qué n-no veo? —No ves porque aquí dentro está muy oscuro. En cuanto a quién soy, eso puede esperar un poco, creo. Me estaba costando muchísimo seguir cualquier tipo de pensamiento. —Qué frío... —¿Incluso con las mantas? —Qué frío... 62

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Traducción: Atalía

Oí una larga y lenta inspiración de aire. —Está bien. Prométeme que no me lo vas a echar en cara cuando recuperes el sentido, ¿de acuerdo? —Un cuerpo muy cálido se acurrucó junto a mí, con la cabeza en mi hombro y un brazo alrededor de mi cintura. Casi al instante, me acometió una oleada de sueño. —Qué sueño... —Eso está bien. Volveré a despertarte dentro de un rato. A lo mejor la próxima vez, recuerdas todo esto. La voz era reconfortante y parecía aliviarme el dolor. No tardé en caer en el agradable olvido del sueño.

Abrí los ojos en la negrura, con la mente nublada de restos de sueños infelices. ¿Dónde estaba? Me dolía la cabeza horriblemente. —Ay —dije a falta de algo más profundo. —¿Gabrielle? —preguntó una voz a mi lado. El recuerdo volvió de golpe. Talasa... las escaleras... Xena. Dioses, estaba encerrada en la celda de Xena, ¿no? —¡¿Xena?! Mi pánico repentino debió de reflejarse en mi voz, porque Xena tardó varios segundos en responder. —Eso me temo. ¿Recuerdas cómo has llegado aquí? —Talasa... los guardias... ¿Cuánto tiempo...? —Unos tres días. ¡Tres días! ¿Llevaba tres días en la celda de Xena y seguía viva? Alejandro decía a menudo que los dioses amaban a los necios y a los poetas. Tal vez tuviera razón.

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—¿Talasa? —No la he visto. Ni a su querido capitán. —¿Los guardias? —¡Panda de cobardes! ¡Ni siquiera abren la puerta! Al menos han traído mantas y algo más de comida. —¿He comido? —Como en respuesta, me rugió el estómago. Xena se rió entre dientes. —Algo. También te he guardado un poco, aunque no ha sido fácil. Puede que Ares nunca me perdone. —¿Ares? —pregunté confusa. —Oh, ah... una de mis ratas amaestradas. —Parecía cohibida—. Me harté de matarlas y... bueno, en cambio empecé a amaestrarlas. Les doy un poco de mi comida todos los días. Xena, Destructora de Naciones, compartiendo la comida con sus ratas amaestradas. No pude evitarlo. Sonreí. Xena resopló. —Bien patético, ¿eh? —¡No, conmovedor! En serio. —Te estás burlando. —Sí... Tras una larga pausa oí que se reía por lo bajo y cambiaba de postura. —Gabrielle... —Xena... —dije al mismo tiempo. —Tú primero —dijo ella. 64

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—Yo... mm... Vaya, ¿a que es una situación incomodísima? Sabía que Xena tenía motivos más que suficientes para desear verme muerta y era evidente que había tenido oportunidades de sobra para hacer realidad ese deseo. —Gracias por no matarme —me limité a decir. Todavía. Pensé que le debía algo por eso, al menos. Se quedó en silencio durante un rato incómodamente largo. —Curiosamente —dijo por fin—, no tengo el menor deseo de hacerte daño, Gabrielle. Solté un suspiro de alivio. Parecía decir la verdad. —Me alegro. Más silencio. —¿Crees que puedes comer algo? —preguntó por fin—. Los guardias han dejado un odre de agua lleno. —Agua primero, comida después —sonreí. —Te voy a ayudar a incorporarte. No intentes ayudarme. No quiero que te apoyes en la pierna en absoluto. —¿La pierna? —Me dolía sordamente, pero sobre todo la notaba adormecida. —Está rota. Sentí que me daba un desvanecimiento. —¡Oh, dioses...! Xena me agarró por los hombros con firmeza cuando empecé a debatirme. —¡Eh! Tranquilízate. Se va a curar. Te la he colocado bien y te he dormido los nervios para que no puedas moverla. Mientras no muevas demasiado el cuerpo, estará bien.

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Ahora estaba temblando descontroladamente. No soportaba la idea de volver a pasar por esto, de estar tan absolutamente indefensa e inmóvil, de los meses de dolor e indignidad. ¿Quién cuidaría de mí? ¡No podía hacerlo! Otra vez no. Xena me zarandeó suavemente. —Gabrielle, se va a curar. ¿Me comprendes? No pude evitarlo. Me eché a llorar histéricamente. Xena gimió. —No llores. Por favor, no llores. Parecía irritada, pero me daba igual. —Mejor morir... mejor morir... —Oh, Gabrielle... —Se volvió a colocar detrás de mí. Sus fuertes manos levantaron mis hombros hasta una posición medio reclinada y me sostuvo en sus brazos—. Tú no has dejado que yo muera, así que yo no dejaré que mueras tú — me susurró al oído. Cuando lo recuerdo, sé que todavía estaba algo irracional por el golpe en la cabeza, pero en ese momento, sólo era consciente de una creciente y justificada ira. Intenté soltarme de sus brazos. Intenté golpearla con los codos. —¡Tú me has hecho esto! ¡Tú lo has hecho! ¡De no haber sido por ti, yo no estaría aquí! ¡Maldita seas, Xena! ¡Maldita seas! ¡Te odio! En realidad no recuerdo qué pasó después de eso. Xena jura que solté uno de mis mejores discursos sobre la pérfida crueldad de la Conquistadora al tiempo que hacía todo lo posible por arrancarle la cara con las uñas. No le costó gran cosa defenderse, pero no podía protegerme a mí al mismo tiempo, y en mi empeño por hacerle daño, conseguí deshacer todo lo que había hecho para arreglarme la pierna rota. Huelga decir que cuando por fin volví en mí, la agonía que sentí fue considerable. No percibía a Xena en ninguna parte cerca de mí y me encontraba atontada y confusa. Noté que tenía la pierna torcida en un ángulo extraño y me asusté horriblemente. No quería morir así, en la oscuridad, sola. Volví a echarme a llorar, sin control. No quería morir. No quería vivir. No quería estar lisiada. 66

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—Ayúdame —susurré por fin a los dioses, a Xena, a la voz de la luz blanca. A alguien, a cualquiera—. Por favor, ayúdame. —¿Por qué tendría que hacerlo? —bufó Xena desde la oscuridad. Sofoqué un sollozo. —Por favor... no me dejes así... Cuando lo único que obtuve fue el silencio por respuesta, me tapé la cara con las manos y me eché a llorar con fuerza. —Oh, por el amor de Zeus —exclamó Xena asqueada—. ¿Has sobrevivido a una crucifixión y te pones histérica por una pierna rota? ¿Pero qué te pasa? Por favor, dime que no eras así de llorona con el niño bonito... Oí que se acercaba a mí, noté unas manos que me palpaban la curva de la cadera. De repente, me clavó los dedos dos veces y la pierna se me durmió. Jadeé al sentir la liberación del dolor, casi mareada de alivio. —¿Qué has hecho? —pregunté sin poder creérmelo, enjugándome las lágrimas de la cara. Suspiró con fuerza. —Es un viejo truco que me enseñó una amiga. —¿Y no podrías usarlo para quitarme este dolor de cabeza? —dije sólo medio en broma. —No. Ahora escucha, esto te va a doler. Intenta relajarte. Sorbí. —Que me relaje. Ya. Me... ¡¡¡¡AAAAAAAAAAA!!!! —No quería gritar, sobre todo después de su comentario sobre lo llorona que era. Pero por los dioses, os juro que intentó arrancarme la pierna. No sólo me dolió espantosamente, sino que la sensación de roce de los huesos al frotarse entre sí me resultó de lo más enervante. —Hala —dijo Xena—, mucho mejor. —Parecía muy satisfecha de sí misma incluso en la oscuridad. 67

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—Oh, dioses... has disfrutado, ¿verdad? —gimoteé. Volvía a sentir náuseas. —Sí —replicó Xena—. ¿Sigues con hambre? —¡Oh, dioses! —gemí de nuevo, esta vez con mayor insistencia. —Oh, no. —Parecía saber lo que iba a pasar, porque sus manos me aferraron la pierna—. Ponte de lado. Yo haré que la pierna gire contigo. Hice lo que me decía y al instante vomité. Tenía el estómago bastante vacío, por lo que no fue especialmente desastroso, pero las arcadas secas no fueron muy agradables. Volví a ponerme boca arriba. —¿Te encuentras mejor? —preguntó Xena. —Algo. —En cualquier caso, me sentía con más control sobre mí misma. Estaba demasiado agotada para sentir gran cosa. —De nada. ¿Quieres un poco de agua? —Sí, por favor. Xena tardó un momento en volver a colocarse y pasarme el odre. Me sostuvo la cabeza en alto para que pudiera beber. Tenía mucha sed y me sentó bien librarme del horrible sabor a bilis que tenía en la boca. —Gracias —dije cuando terminé. —De nada. —Me quitó el odre de las manos y me bajó la cabeza con cuidado. Me tocó la mejilla—. Gabrielle... —empezó y luego se calló. —¿Sí? —la animé. Su mano dejó de tocarme. —Nada. ¿Estás cómoda? ¿Crees que podrás descansar? Realmente, estaba agotada. —Mmmmmmm. No tardé en quedarme dormida. 68

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Unas luces y voces me sacaron de un sueño inquieto. —Escuchad, idiotas —decía Xena—. Creía que erais leales a Alejandro. ¡No le va a hacer ninguna gracia cuando descubra lo que le ha pasado a su poeta preferida! Abrí los ojos. Xena estaba pegada a los barrotes por las cadenas y había un guardia arrodillado delante de la celda, con pan y queso en la mano. —Sí —masculló, mirándome con aire culpable. Se sonrojó al ver que tenía los ojos abiertos y apartó la mirada rápidamente, depositando el pan y el queso a toda prisa—. No tenemos las llaves, señora —dijo, y supe que hablaba conmigo. —Si esa maldita zorra está borracha, quitádselas —exclamó Xena. —El capitán no nos dejará. —El guardia volvió a mirarme a los ojos—. Lo siento, señora. Empecé a incorporarme sobre los codos y me desplomé cuando me inundó una oleada de vértigo. —¿Señora? —preguntó el guardia preocupado. Yo gemí. —¡Lo veis! —dijo Xena—. Y no se va a poner mejor hasta que me traigáis algo para entablillarle la pierna. Juro por el Estigia que no lo usaré para hacer daño a nadie. El guardia se levantó, pero vaciló. Miró a sus compañeros que sujetaban la manivela al pie de las escaleras. —Depende del capitán, pero se lo preguntaré. —Me miró—. Aguanta, señora. Conseguiremos sacarte de aquí. Se hizo la oscuridad cuando los guardias soltaron a Xena y volvieron a subir por las escaleras. 69

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—Gracias por intentarlo —dije. Las cadenas sonaron cuando Xena se movió para coger el pan y el queso. Luego vino a sentarse a mi lado. —Sé que debes de estar muerta de hambre. —Me puso un trozo de queso en la mano. —¿Cómo haces eso? —pregunté. —¿El qué? —Es como si vieras. —Es que veo. Hay un poquito de luz que entra por el agujero del agua del techo durante el día. Es suficiente. Quédate aquí un año y tú también acabarás desarrollando esa capacidad. —No, gracias. Se rió por lo bajo. Terminamos de comer en silencio. Me dio un poco de pan y luego compartimos el agua que quedaba en el odre. Habría dado cualquier cosa por un poco de vino y mi medicina contra el dolor, pero así y todo me encontraba bastante mejor con algo en el estómago. —Nunca pensé que el pan rancio pudiera estar tan bueno —murmuré. Xena soltó un resoplido. —Bueno, los tres primeros días no comiste gran cosa. Entonces caí en la cuenta. —¿Gran cosa? ¿Quieres decir... que estaba despierta? —Qué raro, perder la noción del tiempo de esa manera. Qué inquietante. —Bueno, no estabas muy coherente. En realidad, más que nada no parabas de hacer las mismas preguntas una y otra vez. —Parecía molesta. Me sentí mortificada. 70

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—¿Qué clase de preguntas? —¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? No recordabas nada. Ni siquiera tu nombre. —Oh. —Todavía me estaba preguntando qué se sentiría al olvidar tu propio nombre cuando oí unos extraños roces procedentes de un rincón alejado de la estancia—. ¿Qué es eso? —Oh... sólo son Ares y algunos de sus amigos que han venido a comer. Saben que pueden venir cuando se van las antorchas. Los ahuyentaré si quieres. —¡Por favor, cómo no voy a recibir a tus amigos! —Gabrielle, son ratas. ¿De verdad quieres que se te suban encima? Tragué. —¿Encima? —Al cabo de un tiempo, ansías el contacto con cualquier ser vivo. ¡Puaj! No dije nada, pero Xena debió de notar mi respuesta. Pegó un grito hacia los roces hasta que por fin se fueron. Al cabo de un tiempo, ansías el contacto con cualquier ser vivo. Por un momento vi con absoluta claridad lo horrible que era realmente la existencia de Xena en esta celda. ¿Cómo había logrado sobrevivir? Xena me tocó el hombro. —Gabrielle... —empezó. Sonreí a la oscuridad y puse mi mano encima de la suya. Hizo amago de retirar la mano y luego se detuvo. —Mmmmm... —empezó de nuevo—. Sé que probablemente esto no signifique mucho para ti, viniendo de mí, pero para lo que valga, bueno, lamento que te haya ocurrido esto. No te lo mereces.

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Sé que me debí de quedar boquiabierta. —Xena, ¿estás segura de que la fiebre no te ha ablandado el cerebro? Apartó la mano con rabia y al instante lamenté lo que le había dicho. —No tiene nada que ver con la fiebre —rezongó. —Xena, perdona. Sólo te estaba tomando el pelo. —Palpé a tientas en la oscuridad. Encontré una cadena y la seguí hasta sus muñecas. Le cogí la mano y se la apreté—. Es que me ha sorprendido, nada más. Yo... bueno, sabes, no me esperaba que fueras a ser amable conmigo y sin embargo lo has sido. Es que no entiendo por qué. —Supongo que me... —Vaciló—. Que me... supongo... que... ¡Ah, por las tetas de Atenea, no puedo hacerlo! —¿El qué? —Olvídalo. —¡No! ¿Qué ibas a decir? —¡Ah, maldita sea! Nunca te rindes, ¿verdad? —No. Terca como una mula, como decía mi padre. —E igual de irritante también. —Bueno, ¿qué ibas a decir? —pregunté, negándome a perder el hilo. Oí que se reía por lo bajo y por fin suspiró. —¿Cuánto tiempo llevo aquí, Gabrielle? —preguntó por fin, con el tono más serio y menos agresivo que le había oído usar hasta entonces. —Poco más de un año. —Poco más de un año. Un año es mucho tiempo para no tener nada que hacer salvo pensar. Sí que lo era. 72

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—¿Y? —la animé cuando pareció que no iba a continuar. —Hace muchos años, una mujer de Chin, Lao Ma, me enseñó a meditar. Es lo único que me ha mantenido cuerda. Pero... —¿Pero qué? Suspiró. —Cuando meditas, te ves obligada a mirar hacia dentro. Baste decir que no me ha gustado lo que he visto. No me gusta... lo que veo. —Resopló—. A ti te falta una pierna, Gabrielle. Pero a mí... a mí me falta el alma. Oh, dioses, qué confesión. No era posible imaginarse a una Conquistadora introspectiva, pero para mí estaba claro que Xena se equivocaba en una cosa: sí que tenía alma, porque acababa de desnudarla ante mí con la misma certeza que si hubiera cogido una espada, se hubiera abierto el pecho y hubiera depositado su corazón en una mesa delante de mí. ¿Y qué tenía que hacer yo con esto? Por los dioses, había pasado la mayor parte de mi vida odiando a esta mujer. Raro había sido el día en los últimos ocho años en que no hubiera maldecido su nombre conscientemente. Sí, me había permitido sentir lástima por ella en días recientes; sí, había visto que no era totalmente un monstruo. Pero parecía que el Olimpo tendría que desplomarse y el sol dejar de brillar y la tierra ser tragada por el mar el día en que Xena, Destructora de Naciones, reconociera que no era buena persona. Alteraba el orden del universo y, desde luego, me alteraba a mí. Reconozo que luché con mis emociones... ¿cómo podía ponerme en esta situación? Podía tomar este ofrecimiento y tirárselo a la cara, hacerle daño como ella me había hecho daño tan alegremente en tantas ocasiones; o podía aceptarlo graciosamente. —Aunque supongo que eso ya lo sabías, ¿verdad? —dijo Xena en voz baja cuando yo no dije nada. Suspiré apesadumbrada. —Xena, hubo un tiempo en que habría estado totalmente de acuerdo contigo. Pero estoy aquí echada, viva y bastante menos incómoda de lo que podría haber estado, así que me siento obligada a señalarte que una persona sin alma no

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Traducción: Atalía

estaría preocupada por carecer de ella. Creo que eso dice algo sobre ti, tanto si a las dos nos gusta admitirlo como si no. —¿Y preferirías no admitirlo? —Es mucho más fácil odiarte que perdonarte. —¿Crees que podrías llegar a perdonarme? —¿Me lo preguntas como hipótesis? —No... no lo sé. —Hipotéticamente... —empecé, y me callé. No me podía creer que estuviera manteniendo esta conversación. Me resultaba tan surrealista—. ¿Me estás pidiendo que te perdone, Xena? —¡Claro que no! Puse los ojos en blanco. No, claro que no. —Pues está bien, hipotéticamente, me gustaría pensar que podría perdonar a cualquiera, porque es lo correcto. —¿Por qué? —¿Por qué qué? —¿Por qué es lo correcto? ¿Para qué sirve? De repente me sentí como un filósofo con un joven alumno. ¿Cómo se le explicaban las ventajas del perdón a un niño? —Bueno, para empezar —dije—, el perdón no es algo que uno hace por otra persona. —¿No? —Si yo te perdonara, Xena, no te haría a ti mejor persona. Ni haría menos horrible o malo lo que me hiciste. El perdón es algo que haces por ti, para no tener que cargar con el peso del resentimiento.

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—¿Entonces por qué no me has perdonado? Tragué con dificultad. Era una pregunta justa, pero no pude responder de forma inmediata. Los dioses sabían que yo misma me había hecho esa misma pregunta mil veces. Me odiaba a mí misma por odiar a Xena, pero nunca había sido capaz de perdonarla. ¿Por qué no? —Supongo que siempre he estado convencida de que eras imperdonable —dije despacio—. Pero creo... creo que en realidad puede ser porque tengo el recordatorio de lo que me hiciste cada día, así que no puedo simplemente olvidarlo. No siempre me gusta quién soy, Xena, y te culpo por ello. Y supongo que es porque llevo tanto tiempo culpándote y odiándote que se ha convertido en una costumbre. Algunas cosas acaban siendo parte de ti de tal forma que es difícil renunciar a ellas, aunque no sean buenas para ti. Una vez más, se hizo el silencio entre nosotras, y ya no me sentía como una poeta o un filósofo. Me sentía en carne viva y herida al haber reconocido la verdad ante mí misma. Me aferraba a mi odio por Xena simplemente porque era una costumbre. Era mi forma de ser. En lo que me había convertido. Y era algo muy, muy feo. Me esforcé por controlar un creciente ataque de llanto. —¿Te ayudaría si te dijera que lamento lo que te hice? Una vez más, furiosa por mi falta de control, me eché a llorar. Mi mundo se estaba viniendo abajo. Como poeta, vivía de la emoción y la experiencia, pero esto era demasiado. —Oh, no —gimió Xena—. ¡Lo retiro! —¡No te atrevas! —sollocé—. No te atrevas. —¿Siempre lloras tanto? —¡No! —¿Estás dolorida? —¡No! O sea, sí, pero no estoy llorando por eso... —¿Entonces por qué estás llorando? Traté de sonreír entre jadeos. 75

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Traducción: Atalía

—Porque te perdono, Xena. Hala. Lo había dicho. Lo había dicho y lo decía en serio. Había cogido los fardos y los había tirado y había dejado que mis lágrimas lavaran la fealdad que habían dejado atrás. Cuando por fin me quedé sin lágrimas, Xena me estrechó la mano y me di cuenta sorprendida de que me la había estado sujetando todo el tiempo. —Estás equivocada en una cosa, sabes —dijo suavemente. —¿En qué? —dije sorbiendo. —El perdón puede significar algo para la otra persona. Con un sollozo, alcé la mano libre para tocarle la cara y mis dedos encontraron a tientas su mejilla. Estaba mojada. —Xena, ¿estás llorando? Se apartó rápidamente de mi mano. —¡Claro que no! Sonreí, a mi pesar. —Está bien llorar a veces, sabes. Xena soltó un resoplido. —Quién iba a decir eso sino tú. —Hasta Aquiles lloró cuando murió Patrocles. —Aquiles era un blandengue. —¡¿Cómo puedes decir eso?! —Fácilmente. Cuatro palabras: Aquiles... era... un... Se calló cuando le apreté suavemente los labios con mis dedos. —Xena... 76

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—Qmf... —Xena, estoy demasiado cansada para discutir contigo. —Dejé que mis dedos se movieran por su mejilla, secando la humedad que todavía quedaba en ella. Xena me cogió la mano. —Tienes la mano helada —dijo. Hice una mueca. —Lo siento —dije, intentando que me la soltara. Me la agarró con fuerza. —No lo sientas. —Unos labios cálidos me rozaron la piel. La sensación de que el mundo se estaba volviendo del revés regresó con toda su fuerza. —No... —susurré, notando que se me llenaban de nuevo los ojos de lágrimas. ¡¿Pero qué me pasaba?! —¿Por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿No qué? Estaba tan confusa y cansada. Todavía me dolía la cabeza. Estaba harta de pensar, harta de intentar seguir una conversación con esta mujer agotadora que tenía al lado, harta de tratar de comprender lo que me estaba pasando, harta de preocuparme por lo que podría pasar. —Un abrazo —murmuré. —¿Que no te dé un abrazo? ¿Qué te hace pensar que lo iba a hacer? ¡Antes sólo lo he hecho porque te estabas congelando! Dioses, ¿es que tenía que convertirlo todo en una batalla? ¿Y cuándo me había abrazado? —¿O te refieres...? No sabía a qué me refería. No sabía qué quería. De repente me sentía muy confusa. ¿Qué estaba ocurriendo? Me entró una sensación extrañísima de que me caía.

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—Agárrame —susurré, dejándome ir. Me desperté rodeada de oscuridad y calor, envuelta en los brazos de Xena bajo dos mantas. Roncaba suavemente a mi lado. Era extraño, teniendo en cuenta quién me tenía abrazada, pero me sentía a salvo, reconfortada. Tal vez era porque la única otra persona que me había abrazado en mi vida era Alejandro, a quien le confiaba mi vida. Me volví a quedar dormida sin dificultad.

Estaba tendida en la cruz, con las manos y las piernas sujetas por soldados cuyos rostros estaban tallados en piedra. El primer clavo atravesó mi mano derecha. La sensación del metal al deslizarse a través de mi carne, desgarrando tendones y huesos, no estaba, afortunadamente, nublada por el dolor. No grité cuando me incrustaron el clavo en la mano izquierda con la misma sensación nauseabunda. Curiosamente, sólo me clavaron un pie a la madera. —Rompedle la pierna —ordenó la voz de Xena, y miré por encima de las caras de los guardias para descubrir a Talasa, vestida como Xena la emperatriz, mirándome con una sonrisa malévola. Llevaba un látigo en su única mano. Terminaba con la cabeza de una serpiente viva y siseante. Recé a Atenea pidiendo misericordia cuando un gran guardia se adelantó con un gran martillo. Lo descargó y grité de agonía cuando los huesos de la pierna se me rompieron. Talasa hizo un gesto a los guardias para que se marcharan y se arrodilló a mi lado. —Gabrielle —dijo, acariciándome la mejilla con el dorso de la mano—. Estamos destinadas a estar juntas, tú y yo. —La serpiente que era su látigo reptaba por la carne expuesta de mi estómago. Gemí, luchando contra los clavos que me tenían presa en el sitio. No podía moverme, ni siquiera la pierna libre, no podía defenderme de Talasa ni de la serpiente. Talasa soltó el látigo y éste empezó a deslizarse por la cintura de mi falda. —Gabrielle —susurró Talasa, inclinándose hacia mi cara. Me pasó la lengua por la mandíbula. 78

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Intenté apartar la cabeza, pero me agarró por la barbilla, obligándome a mirarla. —Te quiero, Gabrielle —dijo suavemente, al tiempo que sus labios casi rozaban los míos. Le apestaba el aliento a alcohol y vómito. Me entró una arcada. —¡¡¡No!!! Me besó, apretando sus labios contra los míos hasta que se me quedaron insensibles y su lengua intentó colarse por la fuerza entre mis dientes. Entre mis piernas, una serpiente fría y escamosa empezó a enrollarse en torno a mi muslo. Intenté gritar pero no pude. La lengua de Talasa me abrió los dientes a la fuerza y se deslizó dentro, explorando el fondo de mi boca, penetrando cada vez más hondo, bajando por mi garganta. Al mismo tiempo, la serpiente se movía sobre mi entrepierna, deslizándose por mis partes privadas. Se me llenó la mente de horror y pánico ante mi impotencia. De repente, Talasa empezó a sacudirme, gritando mi nombre. —¡Gabrielle! ¡Gabrielle! —¡Despierta, Gabrielle! Salí del sueño jadeando, como una mujer que se estuviera ahogando y tratara de respirar. Abrí los ojos a una oscuridad total y por un horrible segundo me pregunté si me había despertado de verdad. —¡¿Gabrielle?! —preguntó Xena sacudiéndome suavemente por los hombros. —¡¿Xena?! —pregunté aterrorizada, tratando de encontrarla con la mano. Me la agarró con firmeza y me la estrechó. —Estoy aquí. Tenías una pesadilla.

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—Oh, dioses... oh, dioses, ha sido horrible. —Me dieron arcadas al recordarlo. Sabía que estaba temblando, pero no podía parar. Jadeé, notando aún la presencia sofocante de Talasa encima de mí. —No pasa nada. Ya estás despierta —dijo Xena suavemente, acariciándome el pelo. Poco a poco, me calmé con sus caricias. Tomé aliento temblorosamente y lo solté despacio, dejando que se desvanecieran los últimos restos del horror. —Tuve pesadillas casi todas las noches durante meses después de perder la pierna —dije en voz baja—. Pero hacía mucho tiempo que no tenía ninguna. —Seguro que desagradables.

esta...

situación...

te

está

trayendo

muchos

recuerdos

—Sí. Yo... detesto sentirme tan indefensa. Xena siguió acariciándome el pelo en silencio. —¿Xena? —¿Sí? —Gracias por despertarme. —De nada. No podía volver a dormirme, con la pesadilla tan reciente, y Xena tampoco parecía dispuesta a intentarlo. Se acomodó de lado junto a mí, a suficiente distancia para que sus brazos apenas me rozaran. Yo deseaba que me abrazara como antes, pero no supe cómo pedírselo sin parecer más tonta y débil de lo que ya me sentía. Nos quedamos así durante lo que me pareció una eternidad. Sin luz u otros estímulos, era difícil calcular el paso del tiempo. Escuché el sonido de la respiración de Xena, la única distracción externa que tenía para evitar que mis pensamientos se centraran en mi dolor. Aliento, vida, alma. Había algo sublime en el mero acto de respirar. Era curioso que nunca le hubiera prestado mucha atención hasta entonces. Me desperté sobresaltada, sorprendida de haberme quedado dormida. 80

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—Vienen los guardias —susurró Xena, y sentí una corriente de aire frío cuando salió de debajo de las mantas. Advertí la luz que se movía sobre las paredes y el ruido de varios pies que bajaban por las escaleras. Xena estaba sentada al borde de la jaula donde la arrastrarían las cadenas cuando giraran la manivela. La luz de las antorchas cuando entraron los guardias era casi cegadora. Eran tres, uno de ellos el soldado que había prometido pedir tablillas para mi pierna. —Mi señora —dijo suavemente—. ¿Sigues despierta? Lo que preguntaba en realidad, pensé, era: "¿Sigues viva?" Lo saludé para tranquilizarlo agitando la mano, ya que levantar la cabeza me causaba dolor. —Aquí sigo, vivita y coleando —dije, y me lo pensé mejor—. Bueno, coleando no, en realidad, pero sí que sigo aquí. Sonrió e hizo un gesto de asentimiento a sus compañeros. Hicieron girar la manivela hasta que los brazos de Xena quedaron estirados detrás de ella en ese ángulo tan espantosamente incómodo. Él se adelantó y se arrodilló ante la jaula, poniendo dos de mis largos estuches de cuero encerado para los pergaminos en el suelo junto con uno de mis peplos viejos. —¿Por qué has traído eso? —pregunté, perpleja. —El sanador indicó que los estuches funcionarían bien como tablillas, pero no como armas. El peplo se puede romper en tiras para sujetar los estuches. Lo siento, señora, pero el capitán me ha prohibido traer ninguna de nuestras cosas. Claro, que como todo esto es tuyo, técnicamente no son nuestras cosas... —¿Podríais tener problemas por hacer esto? —pregunté, preocupada. Hasta ahora, no me gustaban los castigos que había visto imponer aquí. —Bueno, en realidad no estamos desobedeciendo sus órdenes directas. —Echó una mirada a Xena—. Mientras Xena cumpla su juramento de no usarlos contra nosotros, el capitán no nos hará ningún daño permanente. —Me preocupa más Talasa. Y deja de llamarme señora. Me llamo Gabrielle. 81

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Traducción: Atalía

Sonrió. —No puedo predecir lo que hará la alcaidesa, pero no le tengo miedo. —Pues deberías —dijo Xena gravemente—. Es peligrosa. —Tal vez —dijo dubitativo—. Pero nunca ha maltratado a un guardia. Jamás. —¿Cómo te llamas? —pregunté. —Peonius —respondió. —Peonius —dije—, eres un buen hombre por ayudarme y te estoy profundamente agradecida. Pero si estás dispuesto a hacer una cosa más por mí, me aseguraré de que tu nombre quede inmortalizado en un poema de agradecimiento. Tragó, pero los ojos se le iluminaron de emoción. —Lo que sea —dijo. —¿Quieres avisar a Alejandro de mi situación? Tal vez el cocinero esté dispuesto a ir en su barco. O podrías enviar un mensaje en el próximo barco de suministros. Pareció decepcionado. —Ya se ha hecho. El ayudante del cocinero partió ayer. Le sonreí. —No te preocupes, te escribiré un poema de todas formas. —¡Gracias! Tengo un hijo... para él sería muy importante. —Volvió a mirar hacia las escaleras—. Ahora tenemos que irnos, antes de que venga el capitán. Si necesitas cualquier otra cosa, díselo a los guardias que traen la cena. Pero asegúrate de que el capitán no está con ellos. —Con eso, se reunió con sus compañeros. Soltaron la manivela y subieron juntos por las escaleras, llevándose las antorchas.

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Traducción: Atalía

Xena recogió los estuches de pergaminos y el peplo. Oí que desgarraba la tela para hacer tiras. Cuando me sobresalté al oír el correteo de las ratas que se acercaban, ella las ahuyentó con un grito. Pobre Ares. Otra vez se queda sin comer. —Te voy a entablillar la Probablemente te va a doler.

pierna

—dijo

Xena,

apartando

la

manta—.

Apreté los dientes durante el doloroso tratamiento, pero cuando se terminó, solté un suspiro de alivio. Al menos ahora podría cambiar de postura en el suelo sin temor a descolocarme los huesos. —¿Mejor? —preguntó Xena. —Mucho, gracias. —Todavía queda la mayor parte de tu peplo. ¿Te importa si me lo pongo? Se me pasó por la mente que estaba tan bella desnuda que era una lástima que quisiera taparse, pero era una tontería, por supuesto. —Por favor, adelante. Tras una buena dosis de ruidos de cadenas, Xena gruñó. —Eres una canija, ¿verdad? —¿Es que no te está bien? —Los peplos se llevaban sueltos. Incluso con nuestra diferencia de tamaño, me costaba creer que Xena no se lo pudiera poner. —Bueno, no me lo puedo pasar por los hombros por culpa de estas malditas cadenas. Parece que se va a sujetar él solito. —Se rió por lo bajo—. Supongo que eso está bien, ahora que lo pienso. —Se acomodó a mi lado—. ¿Quieres probar a sentarte? —Sabes, me dolió mucho la cabeza cuando intenté levantarla para mirar al guardia. No creo que sea buena idea. —Mmmm. Pues probablemente no. —Se puso a palparme el cráneo con dedos delicados—. ¿Esto te duele?

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Conquistada de Leslie Ann Miller

Traducción: Atalía

Me cruzó un relámpago por delante de los ojos. —¡Ay! —Ya. Tienes un bulto del tamaño de un huevo justo detrás de la oreja. Eso te va a dar problemas hasta que baje la hinchazón. —¡Pues deja de toquetearlo! —¡No estoy toqueteando! Sólo estoy comprobando de nuevo para asegurarme de que no tienes nada fracturado. —¡¿Y podrías hacer algo de ser así?! Su mano se apartó con un ruido de cadenas y luego volvió a posarse en mi hombro. —Perdona. Tienes razón. Advertí por su tono que estaba contrita, pero ahora me dolía mucho la cabeza otra vez y estaba de mal humor. —Xena, ¿por qué te convertiste en señora de la guerra? Su mano se quedó inmóvil. —No es que seas terca como una mula. ¡Más bien como un tocón de árbol en el campo de un pobre granjero! Me encogí al oír su voz iracunda. —Olvida la pregunta. Suspiró. —Era una joven muy furiosa, Gabrielle. Me convertí en señora de la guerra porque pude. Era buena y lo sabía. —Eso es evidente —asentí—. ¿Pero por qué estabas tan furiosa? Al principio pensé que no me iba a contestar. Notaba la tensión de su mano y estoy segura de que estaba manteniendo un serio debate interno. ¿Quería 84

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contármelo? ¿Conocía siquiera la respuesta? ¿Quería admitirla de ser así? Por fin, sin embargo, empezó a contarme a trompicones la historia de cómo murió su hermano Liceus y de cómo la repudió su madre. —¿Cirene te pegó una bofetada? —pregunté pasmada cuando terminó. —Sí. —¿Y por eso te fuiste de casa? —Sí. Pensar que Cirene de Anfípolis había creado a Xena la Conquistadora de una sola bofetada. Bueno, era muy posible que alguna otra cosa pudiera haber hecho que Xena se entregara a una vida de violencia, pero el rechazo de su madre, unido a la muerte de su querido hermano, fue evidentemente el catalizador que la llevó a su camino de destrucción. Hasta Xena lo identificaba como tal. ¿Cómo habría sido la historia de distinta si en cambio Cirene la hubiera consolado? —Voy a tener que volver a escribir el capítulo dedicado a Cirene y la batalla de Anfípolis —dije con toda seriedad. Con alivio por mi parte, Xena se echó a reír por lo bajo. —Sí, hazlo. Sonreí. —También voy a tener que reescribir varios de los capítulos que tratan de ti. —No. Me merezco cualquier cosa que hayas dicho. Y probablemente cosas mucho peores. —Pero eres capaz de cambiar, Xena. Eso es algo que ni Alejandro ni yo habríamos creído posible jamás. —Eso demuestra que el niño bonito no es perfecto, ¿verdad? —dijo Xena con un resoplido—. No cuentes con que mi benevolencia vaya a durar para siempre. Es difícil cambiar las viejas costumbres.

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Bueno, no me cabía duda de que la Xena que yo odiaba podía volver en cualquier momento. Pero ahora había visto una faceta distinta de ella y sabía que su corazón no estaba tan absolutamente corrupto ni era tan malévolo como antes creía. De hecho, tenía algo que resultaba... bueno, muy simpático. —¿Por qué sonríes así? —preguntó Xena con desconfianza—. Si supieras lo que te conviene, me tendrías miedo. Esperé que no viera cómo me sonrojaba en la oscuridad, pero me sentí como una niña a la que hubieran pillado robando dulces. —Si supiera lo que me conviene, nunca me habría marchado de Potedaia. — Sonreí, intentando disimular mi turbación—. Y nunca me habría unido a la rebelión contra ti. —Tú nunca me has tenido miedo, ¿verdad? —preguntó despacio. Parece que mi intento de pasar al humor ha fracasado. —No, te tenía terror. Me crucificaste. Mataste a tantos... —No pude terminar de decirlo, no pude animarme a pensar en todos los amigos y compañeros que habían muerto a manos de esta mujer y sus soldados—. ¿Cómo no te iba a tener miedo? ¡Vivíamos aterrorizados por ti y por tu ejército todos y cada uno de los días de nuestra vida! Oí que se levantaba inquieta. —Lo siento —dijo. Cerré los ojos. —Ahora ya se ha terminado. Te he perdonado. —Lo sé, pero... no quiero que me tengas miedo, Gabrielle. Ya no. Suspiré. —Eso lo veo ahora. Aunque todavía no comprendo por qué. Tú podrías fácilmente odiarme tanto como yo te odiaba a ti. Suspiró a su vez y se sentó de nuevo a mi lado.

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—Háblame de tu familia —dijo. —¿Por qué? —Quiero saber más sobre ti. —Está bien —dije despacio. Estaba cambiando de tema y me pregunté qué querría decir eso, pero no me importaba hablar de mi familia. Así que le hablé de mis padres y de mi hermana Lila y de cómo había sido crecer en una granja en Potedaia. La vida nos había tratado bien hasta que Xena subió al poder. Entonces, las cosas se pusieron difíciles. Me salté los peores detalles, sobre los jóvenes que se alistaron en el ejército para compensar los impuestos que sus familias no podían pagar, esos mismos jóvenes que no obtuvieron un puesto pagado de soldado como se les había prometido, sino que acabaron como galeotes en la armada de Xena. No hablé del duro invierno de hambre que me llevó a irme de casa simplemente porque no había comida suficiente para todos y yo, con mi capacidad como bardo, tenía más posibilidades de ganarme la vida en otra parte. Le dije que mi padre había muerto durante la guerra, pero no que había sido ejecutado por golpear a uno de los soldados de Xena al defender a Lila de sus violentas intenciones de borracho. Terminé con algo alegre. Mi madre había conseguido conservar la granja con la ayuda de Lila y ahora que Alejandro era emperador, las cosas les iban muy bien. Cuando terminé, Xena se quedó en silencio largo rato. —No me has contado muchas cosas —dijo—. ¿Por qué te marchaste de casa? —No tiene importancia, Xena. Es el pasado. —¿Por qué te marchaste de casa? —insistió. Suspiré. —No había comida suficiente. —¿Por qué no? Teníais una granja, ¿no? ¿Es que hubo mala cosecha? —Tu ejército confiscó la mayor parte de nuestra cosecha y nuestros animales; tuvimos que vender lo que quedaba para pagar los impuestos. Conseguimos quedarnos con una vaca vieja y algunas gallinas que se les escaparon a los 87

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soldados. Pero no era suficiente. Les dije a mis padres que me iba para buscar a Pérdicas, pero creo que sabían la verdad. Si no, no me habrían dejado marchar. —¿Cómo te las arreglaste sin dinero? —Al principio, contaba mis historias. Después, conocí a Alejandro. —¿Y él tenía dinero? —Algo. —Me alegro —dijo despacio. Me cogió la mano y me la estrechó—. A veces desearía... —Se calló y me soltó la mano. —¿El qué? —Nada. Busqué a tientas su mano, pero en cambio me topé con su muslo. Dejé ahí mi mano, disfrutando de su piel cálida y lisa. —Has dicho, "A veces desearía..." Me gustaría saber qué deseas, Xena. Carraspeó. —A veces desearía poder volver y hacer las cosas de otra manera. —¿No lo dices por decir? —No. —¿Xena? —¿Sí? —Si pudieras escapar de esta prisión y recuperar la libertad, ¿qué harías? —¿Es una pregunta capciosa? —No, es mera curiosidad. ¿Intentarías derrocar a Alejandro? Se lo pensó un rato antes de responder. 88

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—Lo primero es lo primero. Mataría a esa zorra de Talasa por lo que te ha hecho. Aunque no era la respuesta que me esperaba, no me sorprendió por completo. —Te echa la culpa de la pérdida de su brazo, sabes. Xena resopló. —Ya, lleva recordándomelo todo el año. Créeme, es lo único por lo que está viva. Pero ésa no es excusa para hacerte daño a ti. —¿Quieres decir que has tenido la oportunidad de matarla y no lo has hecho? —Gabrielle, no sólo he tenido la oportunidad de matarla, sino que podría haberme escapado en al menos cuatro ocasiones distintas. Por favor, si se trae las llaves y despide a los guardias para poder torturarme sin que la vean. Me lo dijo con tal despreocupación que no pude evitar creerla. Además, yo misma había visto a Talasa inconsciente cerca de la jaula de Xena. Sin los guardias para sujetarla, no cabía duda de que Xena podría haberle quitado el látigo a Talasa y volverlo contra ella. Eso quería decir que Xena se había dejado azotar voluntariamente y que además había rechazado la oportunidad de escaparse. —¿Por qué no te has escapado? Hizo un ruido que no supe interpretar sin verle la cara. —A lo mejor me pareció demasiado esfuerzo. —Querías ser castigada, ¿verdad? —pregunté atónita. —¡No soy una especie de masoquista, si es lo que estás insinuando! —dijo enfadada y parecía realmente ofendida. —Tal vez no, pero... piensas de verdad que te lo mereces, ¿no? —Aunque ya lo había dicho antes, yo había interpretado sus palabras como una forma de resignación o de aceptación de su sino. Pero esto... esto iba mucho más lejos. Su silencio fue todo el asentimiento que me hizo falta. Intenté comprender esta última revelación.

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Era impensable que hubiera tenido la oportunidad de escapar y no lo hubiera hecho. Pero una cosa estaba clara: el sentimiento de culpa de Xena era mucho más fuerte y profundo de lo que yo sospechaba. Teniendo eso en cuenta, su atípico comportamiento conmigo ya no resultaba tan increíble. Evidentemente, esta transformación de su carácter se había ido produciendo a lo largo del tiempo. Y entonces caí en la cuenta como si me hubiera alcanzado un rayo de Zeus. —Nos dejaste ganar la guerra, ¿verdad? —murmuré. Tenía sentido... el hecho de que nos hubiera permitido capturarla en la batalla final; el hecho de que cometiera tantos errores en aquel último año. Ahora que lo pensaba, todo había comenzado con la destrucción de Atenas... y Anfípolis al mismo tiempo, por supuesto. Lo que debería haber sido una derrota fatal para la rebelión se convirtió en cambio en el punto de inflexión de nuestro éxito. Oí que Xena cambiaba de postura. —No os dejé ganar —contestó por fin. —Pero podrías haber terminado todo después de Atenas, si hubieras querido, ¿verdad? —insistí. —Tal vez... ¡no lo sé! —Se levantó y su agitación se hizo de nuevo tangible en la oscuridad—. Y qué importa ya. A lo mejor ni siquiera había sido consciente de lo que estaba haciendo, pensé. Era posible que se hubiera arruinado a sí misma inconscientemente. Fuera cual fuese la causa, en aquel último año había cometido varios errores muy poco propios de ella. —A mí sí me importa —dije. —¿Por qué? ¿Por qué habría de importarte, Gabrielle? Tú quieres que la historia recuerde a Alejandro como "el Magno". Su gran victoria resultaría un poco hueca si le hubiera dejado ganar, ¿no? —Se rió con aspereza. —Yo preferiría que la historia conociera la verdad —dije con cuidado. La oí dar vueltas por la celda y contuve la respiración. 90

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—Pues cuéntales esto —dijo Xena por fin entre dientes—. Ares me abandonó el día en que quemé Atenas. —¿Ares? ¿El dios de la guerra? —No, Ares la rata —dijo, irritada—. ¡¿Tú qué crees?! No hice caso de la pulla. —¿Por qué te abandonó? —Por Atenea. El muy cabrón le tiene miedo, y cuando arrasé el Partenón, ella se enfadó muchísimo. Me quedé algo desconcertada. Hablaba de los dioses como si los conociera en persona. —Entonces, en realidad culpas a los dioses de tu derrota —dije. —No. Pero cuando Ares se marchó, creo que empecé a ver en qué me había convertido. No quería reconocerlo, Gabrielle, pero estaba asqueada de lo que había hecho en Atenas. Todos esos niños... Soltó un ruido que sonaba muy parecido a un sollozo. Sus soldados habían masacrado a cientos de civiles inocentes cuando cayó Atenas. Muchos más se quemaron vivos en los edificios donde se habían refugiado. —Todos esos niños —repetí en un susurro, cerrando los ojos para no ver el horrible recuerdo. —Oh, dioses —gimió Xena, un sonido desgarrador que me llenó los ojos de lágrimas al instante. De repente, cayó de rodillas a mi lado y hundió la cabeza en mi hombro—. Diles que lo siento, Gabrielle. Por favor... ¡diles que lo siento muchísimo! ¡Haz que la historia sepa que lamento lo que he hecho! Fue tan repentino y tan absolutamente inesperado que me quedé ahí echada, atónita, cuando la mujer se derrumbó literalmente encima de mí, llorando. Tardé un momento en recuperar la serenidad y luego la tomé entre mis brazos. Me dolía el corazón por ella. Una matanza tal pesaría mucho en la conciencia de 91

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cualquiera. Y Xena tenía conciencia. Noté que me caían las lágrimas por las mejillas. ¡¿Por qué, ay, por qué no lo descubrió muchos años antes?! Habría resultado un espectáculo extraño para cualquier guardia que hubiera bajado a la celda de Xena vernos a la una en brazos de la otra, llorando como bebés hasta que nos quedamos sin lágrimas. Al final, nos quedamos abrazadas en silencio hasta que la luz de las antorchas anunció otra visita de los guardias que traían comida. —Gracias —me susurró Xena al oído antes de apartarse. La agarré del hombro. —Xena, me aseguraré de que el futuro conozca la verdad sobre ti. Ella me apretó la mano como respuesta.

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Era difícil contar el paso de los días en la oscuridad total. Hasta las visitas de los guardias parecían irregulares y a intervalos poco fijos. Perdí la noción del tiempo por completo. Podría llevar allí unos pocos días o un mes: daba igual. Parecía una eternidad. Sólo la presencia de Xena me mantenía cuerda. Su tacto delicado al comprobar mis lesiones era lo único que me sujetaba a la realidad. Su voz calmaba mis miedos. Hablamos de muchas cosas en la oscuridad. Le conté más historias mías y ella me habló más de su pasado. Me descubrí abriéndome ante ella como no lo había hecho con nadie, y lo asombroso es que ella respondía con respeto y compasión. Cuando no hablábamos, simplemente nos quedábamos reconfortándonos con el cálido contacto de otro ser humano.

abrazadas,

En una de estas ocasiones me desperté de un tranquilo sueño al oír que Xena me llamaba. —Gabrielle —susurró. —¿Mmmmm? —pregunté adormilada, advirtiendo que Xena estaba acurrucada a mi lado, con la cabeza en mi hombro y un brazo con su correspondiente cadena sobre mi estómago. —Gabrielle —susurró Xena de nuevo, esta vez con más intensidad. —Xena, estoy aquí, ¿qué ocurre? —Bostecé, preguntándome por qué susurraba cuando no parecía que viniera ningún guardia. No se veía luz de antorcha por ningún lado. —Oh, Gabrielle —repitió Xena, esta vez sensualmente, y su mano subió despacio por mi estómago hasta mi pecho. De repente, me desperté del todo. —¿Xena? ¿Qué haces? 93

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—Tan bella —farfulló Xena, frotando la cabeza en mi hombro. —Xena, ¿estás despierta? —pregunté con desconfianza. Su mano se puso a acariciarme el pecho por encima de la tela suave de mi peplo y gimió: —¡Oh, sí, me encanta que me toques ahí! Mis manos no la tocaban en absoluto. Oh, dioses. Xena estaba dormida y yo estaba viviendo uno de sus sueños eróticos. Sofoqué un grito cuando me pellizcó el pezón. —¡Xena! —exclamé y la sacudí ligeramente por el hombro. Esto tuvo el desafortunado efecto de provocarle otro gemido y se pegó más a mí, echando la pierna por encima de lo que quedaba de mi pierna derecha y apretando su sexo contra mi muslo. ¡Oh, dioses, oh, dioses! Por un momento, perdí todo vestigio de pensamiento racional cuando empezó a menearse rítmicamente contra mí. —¡Oh, sí, Gabrielle! —suspiró y su mano dejó mi pecho y volvió a deslizarse por mi estómago. Y siguió bajando. Solté una exclamación cuando sus dedos me apretaron la entrepierna y hundió sus caderas en mi pierna. Le agarré la mano y le pegué un codazo en el estómago. —¡Xena, DESPIERTA! Había algo demasiado retorcido en la idea de permitirle que siguiera haciéndome el amor en sueños mientras yo estaba despierta disfrutando de ello. Se despertó dando un respingo y soltando un ronquido. —¿Quéééé? ¿Quééé pasa? ¿Gabrielle? Le solté la mano.

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—¡Xena, estabas soñando! —le dije, esforzándome por disimular la turbación de mi voz. —¿Soñando? —farfulló, colocando la mano en su posición original sobre mi estómago. De repente, noté que se quedaba rígida—. Oh, no... Lo sabía. —Oh, sí. Se apartó de mí a toda prisa y se echó boca arriba. —Gabrielle... Parecía tan mortificada que no pude evitar sonreír. —No pasa nada, Xena. Estabas dormida. —Pero... yo... oh, no... ¡¿y te he despertado?! Me eché a reír. —Ah, sí. Con una cosa así, cuesta dormir. —Lo siento muchísimo... —De haber podido verla, estoy segura de que se habría estado ruborizando. Alargué la mano y le toqué la cara, sintiéndome súbitamente melancólica. —No lo sientas. Es... —Tragué—. Has dicho mi nombre. Es agradable saber que alguien piensa en mí de esa manera, aunque sólo sea en sueños. Xena se quedó en silencio durante un rato incómodamente largo y yo estaba tratando de pensar en algo que aliviara la tensión cuando volvió a ponerse de lado, de cara a mí. —Gabrielle, eres una mujer muy bella y deseable. Yo pienso en ti "de esa manera" cuando estoy bien despierta. Creía... creía que ya te lo había dejado claro —dijo, y oí la sonrisa en su voz. "Pienso en ti en la oscuridad", dijo. "Pienso en cómo sería tocarte..."

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—Yo... yo creía que sólo lo decías para atormentarme —dije despacio. Xena resopló. —La verdad siempre es el arma más eficaz, cuando se utiliza correctamente. Intentaba hacerte daño, sí. Sabía que te produciría asco y desazón el hecho de que yo te encontrara atractiva. Y es tristemente evidente que no eres consciente en absoluto de lo preciosa que eres en realidad. Sé que no tienes motivos para creerme después de todo lo que te he hecho, Gabrielle, pero de verdad eres bella. —¿Cómo puedes decir eso? —susurré, notando un nudo creciente en la garganta. —¿Alguna vez te has mirado al espejo? —¡Claro que sí! —Pero lo único que ves es una pierna de menos —me dijo—. Puede que eso sea lo que ve mucha gente, Gabrielle, pero no es lo que ve Alejandro y no es lo que veo yo. Yo veo a una joven muy capaz y valiente cuya belleza ilumina esta celda como no podría hacerlo nunca una antorcha. —Me tocó la mejilla con la mano, y parpadeé conteniendo las lágrimas—. ¿Estás llorando? —preguntó suavemente. —Lo siento, ya sé que no te gusta... —Me sequé la cara con la mano. —Sshhhh. —Me cogió la mano y me la besó con ternura, y cerré los ojos con fuerza para evitar que se me saltaran más lágrimas. Volvió a cambiar de postura y noté que se inclinaba sobre mí, sentí que sus labios se posaban sobre los míos en un beso delicadísimo. Se me aceleró el pulso y pasé los dedos por el pelo de Xena, acercándola más. El beso se hizo más profundo entonces y me dejé llevar por la sensación. Xena gimió y luego se apartó, dejándome sin aliento. Tenía miedo, pero quería más. Quería que me hiciera sentir deseada, sentir deseable, sentir... normal. No tenía ni idea de cómo hacer el amor con otra persona, pero mi mano encontró su pecho y se lo cogí, pasándole el pulgar por el pezón erecto. ¡Que Afrodita me ayude ahora! Xena tomó aliento cuando la toqué, pero luego se sentó sobre los talones, quedando fuera de mi alcance. 96

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—Gabrielle, esto no es bueno para ti. Me tapé la cara con desesperación. —¿Cómo Hades puedes saber lo que es bueno para mí, Xena? —pregunté con amargura, secándome los ojos. —¿De verdad me deseas, niña? —ronroneó Xena desde la oscuridad tras una larga pausa—. Piénsalo. ¿De verdad deseas que yo, la Conquistadora, sea la primera en tomarte? Ya hice que perdieras la pierna. ¿De verdad quieres que te haga perder esto también? La primera vez siempre es especial, sabes. Sus palabras me atravesaron hasta la médula. —¡Maldita seas! —exclamé entre mis manos. —Está bieeeen —dijo Xena, en tono súbitamente contrito—. Ésa no ha sido la forma adecuada de decirlo. —Me cogió las manos entre las suyas y me las apartó de la cara. Intenté resistirme, pero me agarró con firmeza. —¡Suéltame! —escupí. —No. Gabrielle, cálmate. Lo siento. No... no debería haberlo dicho así. Por favor, cálmate. —Me estrechó las manos para tranquilizarme y luego continuó antes de que yo pudiera interrumpirla—. Tienes razón, yo no sé qué es bueno para ti. A lo mejor ya no sé nada. Pero hubo un tiempo en que te habría... tomado sin más... sin planteármelo siquiera, sin consideración alguna... simplemente por deseo y por saber que podía... —Me soltó las manos—. Gabrielle, ya no quiero ser esa persona, pero no... no tengo mucha práctica. Lo siento. Tragué, intentado controlar mis emociones. Lo que decía tenía perfecto sentido. Caí en la cuenta de que Xena sabía tan poco como yo sobre cómo hacer el amor. Claro, tenía más experiencia con el sexo, pero no con el amor. Esa palabra me dejó paralizada. Amor. ¡Pero claro que no nos amábamos! No me extrañaba que toda esta situación fuera tan complicada. Me sentía muy confusa. Yo no amaba a Xena. No quería amar a Xena. Pero tenía tanta necesidad de ella... quería que sus manos me tocaran, sentir su piel cálida contra la mía... ¡lo necesitaba! Me moría por sentir sus labios apretando los míos, sus dedos acariciándome, sus caderas moviéndose... me estremecí al recordarlo. —Xena, ¿tú me deseas? —susurré, tratando de hablar en un tono neutro. 97

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—No —contestó en voz tan baja que casi no la oí—. Así no. No. No. La palabra se repitió en mi mente mientras yo yacía allí, entumecida. No. Claro que no. Tanto hablar de belleza... mentiras, mentiras, mentiras. Más engaños, más burlas. Sí, era posible que de verdad quisiera hacérmelo creer por piedad equivocada, pero daba igual. En realidad no era bella. No era normal. No era deseable. El apetito sexual de Xena era legendario, pero a mí no me deseaba ni siquiera tras un año de abstinencia. Sin duda en su sueño tenía dos piernas y estábamos entre sábanas limpias de seda en el palacio de Corinto. —Gabrielle —dijo suavemente, acariciándome el hombro. —¡No me toques! Apartó la mano de golpe como si la hubiera quemado. —Lo siento. —No lo sientas. Ya me habías advertido de que la verdad es la mejor arma. —No es eso... —Se calló, maldiciendo por lo bajo. Cogió con rabia una de las mantas y oí que se trasladaba al otro lado de la celda. Cerré los ojos, incapaz de llorar siquiera. Me sentía hueca. Vacía. Iba a morir en este agujero maldito y lo único que encontraría Alejandro sería mi cadáver putrefacto. El sueño pareció tardar una eternidad en venir a rescatarme de mi desdicha.

Me desperté sobresaltada, con el corazón palpitante por otra pesadilla. En ella, yo era una esclava a bordo de un barco que se había estrellado contra las rocas en medio de una tormenta. Me habían clavado al mástil y me ahogaba cuando se hundía el barco, incapaz de escapar. Respiré hondo, calmando mis pensamientos, e intenté percibir lo que me rodeaba. Seguía en la celda de Xena. —¿Un mal sueño? —preguntó su voz desde un rincón. —Sí —contesté temblorosamente. —Te habría despertado, pero me has dicho que no te toque. —Sonaba como la Xena de mi primera visita, furiosa, malévola. 98

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Me quedé mirando la oscuridad, sintiéndome tan indefensa como en mi sueño. No me extrañaba que hubiera soñado que me ahogaba. Mi vida era un barco que se iba a pique. La guerra había acabado y Xena había sido derrotada. Yo tenía mis historias que escribir, pero ahora ése era mi único propósito en la vida. Alejandro ya no me necesitaba. Mi familia no me necesitaba. Pérdicas estaba muerto. Si muriera mañana, ¿quién me echaría de menos? Hasta Alejandro no tardaría en olvidarme. ¿Y qué si el futuro no oía la historia de la rebelión por mí? ¿Sería eso una pérdida tan grave? Tal vez al futuro ni siquiera le importaría. Cerré los ojos y me reproché entregarme a tal extremo de autocompasión. La negrura eterna devoraba el alma. No creía que pudiera soportarlo mucho más. —Ahora ya entiendo por qué querías morir, Xena —suspiré en voz alta—. ¿Qué sentido tiene vivir así? —Alejandro vendrá a buscarte —contestó Xena en voz baja, sin el menor rastro de ira. ¿Y luego qué? Me esperaban meses de total dependencia mientras se me curaba la pierna rota, si llegaba a curarse. ¿Y después? Años de soledad, encerrada en el palacio de Alejandro. ¡Qué divertido! Resoplé con escepticismo. —Con la suerte que tengo, el ayudante del cocinero se perderá de camino a Corinto. —Entonces Talasa acabará por recuperar el sentido común. O uno de los guardias se lo dirá al siguiente barco de suministros. Vas a estar bien, Gabrielle. Parecía sincera, pero yo no estaba de humor para que me consolaran. —No me crees, ¿verdad? —preguntó Xena. No contesté. —Cuéntame tu sueño. —Moría en un naufragio. —¿Eso es todo? —Sí.

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—Pero... no es eso por lo que ahora estás mal, ¿verdad? No quería pensar en ello. Daba igual. Todo daba igual. La oí levantarse y acercarse a mí. Se sentó a mi lado y me cogió la mano. Pensé en apartarla, pero no lo hice. Necesitaba que me tocaran. —Gabrielle —dijo Xena suavemente—. Lo... lo siento. No quería hacerte daño. — Me besó los dedos. Tomé aliento, pero me soltó la mano antes de que pudiera protestar. —Esta mazmorra —dijo—. No es el lugar donde deberías hacer el amor por primera vez... —Continuó incómoda cuando no respondí—: Yo no soy la que... Gabrielle, yo te crucifiqué. Soy una persona horrible. No es posible que me desees a mí... —No creo que sea ése el problema, Xena, y lo sabes —dije con rabia. —¡Oh, por los dioses, Gabrielle, tienes la pierna rota! —¡Y cuando le das en el punto de presión, apenas la noto! —¡Pero en una mazmorra...! —Puede que nunca salga de aquí, Xena. A lo mejor no quiero morir virgen. A lo mejor sólo quería experimentar... eso... por una vez... —Gabrielle, vas a salir de aquí. ¡Tendrás otras oportunidades! Me eché a reír con aspereza. —¿Con quién, Xena? ¡¿Con quién?! ¡Nadie se enamorará nunca de mí! —Estás convencida de eso, ¿verdad? —susurró Xena. Cerré los ojos. —¿Qué tengo que se pueda amar? —Gab... —empezó Xena y luego tragó con dificultad—. Mira —susurró despacio—. Deja que te lo muestre. —Volvió a cogerme la mano y besó la áspera 100

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cicatriz del dorso por donde había pasado el clavo. Luego le dio la vuelta y besó la cicatriz del otro lado. Tragué y ella me cogió la otra mano y repitió la acción. —Yo te deseo, Gabrielle. Te deseo muchísimo —dijo Xena suavemente. Gemí, sintiendo que recuperaba plenamente mi deseo por ella. —¡Entonces, por favor...! —rogué. Oí que tomaba aliento con fuerza y de repente estaba a mi lado, sus manos exploraban mi cuerpo, sus caricias me devolvían a la vida tras la insensibilidad de la depresión, sus labios dejaban un reguero de fuego por mi cuello. Jadeé cuando una de sus manos encontró mi pecho y me acarició el pezón. —Eres tan bella, Gabrielle —me susurró al oído antes de mordisquearme el lóbulo. Gemí de placer, más por las palabras que por las sensaciones. Subí la mano y le acaricié la cara, el cuello, los hombros. Volvió a apartarse. —¡No! —supliqué, tirando de ella para que volviera. Se rió por lo bajo. —No te preocupes, sólo me estoy quitando el peplo. —Un momento después volvía a estar a mi lado y sentí que tiraba de mi propia prenda. La ayudé a subirla por mis muslos, mis caderas y mi cintura. Me pasó las manos por los costados, levantándola por encima de mis pechos y sacándomela luego por la cabeza. Me estremecí por el aire frío, sintiéndome expuesta y vulnerable. —Dioses, Gabrielle, eres perfecta —susurró Xena sin aliento, y yo sonreí. Intenté imaginarme su aspecto arrodillada a mi lado en su gloriosa desnudez. Lo que imaginé me aceleró aún más el pulso. —Xena...

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Cubrió mi boca con un beso, crudo y apasionado. Le rodeé los hombros con los brazos, pegando su cuerpo al mío. Se movió ligeramente y una cadena fría me rozó el pecho cuando intentó recuperar el equilibrio. Solté un grito sofocado y me encogí por el contacto. —Lo siento —farfulló Xena, intentando colocarse bien de nuevo. —¡No! —jadeé—. Quiero sentirte encima de mí... Xena gimió y se puso encima de mí, a horcajadas sobre mi media pierna. Me besó de nuevo y apretó las caderas contra mi muslo. —Oh, dioses —murmuré, arqueándome hacia ella. El movimiento me causó dolor en la pierna rota, pero me dio igual. Su mano empezó a acariciarme el pecho y la curiosa mezcla de metal frío y carne caliente sobre mi piel sensible hizo que me estremeciera de placer. Mis dedos se clavaron en los fuertes músculos de su espalda. Xena jadeaba ahora, con la cara a escasos centímetros de la mía. Notaba su aliento en la mejilla, notaba cómo aceleraba el ritmo al moverse contra mí. Notaba que su humedad me pringaba la pierna con cada empujón e intenté pegarla más a mí, pues necesitaba sentir la presión sobre mi propio clítoris. Gemí, deseando algo más directo, y me vi recompensada cuando dejó mi pecho y se alzó sobre los dos brazos, apretando mi pierna entre las suyas y empujando hacia abajo con las caderas, con lo cual aumentó la fricción sobre mi sexo. —¡Oh, sííííí! Siguió embistiendo contra mí y noté el calor exquisito que iba creciendo entre mis piernas. Le toqué los pechos con las manos, apretándolos y estrujándolos delicadamente. —Oh, sí —gruñó Xena—. ¡Más fuerte! Obedecí encantada, tocándolos con la mano entera. —¡Oh, dioses! —exclamó Xena y noté que se estremecía. Su espalda se apartó de mí arqueándose e incrustó el pubis en mi muslo—. ¡Oh, dioses! —repitió y noté otro espasmo que le sacudía el cuerpo. Se pegó a mi pelvis—. ¡Oooooh, dioses! — 102

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gritó roncamente al tiempo que todo su cuerpo se sacudía violentamente y luego cayó encima de mí, temblando. Se quedó ahí jadeando un rato y yo me regodeé en la sensación de su tronco caliente y sudoroso que me aplastaba. Deslicé los dedos entre nuestros cuerpos y acaricié un momento la mata de su vello púbico. Bajé más y sentí la humedad que había entre sus pliegues, maravillada por la firmeza de su clítoris, que acaricié con el dedo. Sus caderas se movieron de nuevo, atrapándome la mano, y noté otro estremecimiento que le recorría el cuerpo. —Oh, Gabrielle —susurró Xena y noté que su mano bajaba por mi costado. Se echó ligeramente a un lado y pasó la mano por los tensos músculos de mi vientre. Hundió la cara en mi cuello y sentí que su lengua me acariciaba la mandíbula. Gemí de pura frustración, desesperada por algo más. Xena se rió por lo bajo y me puso la mano entre las piernas. Grité y le aferré el hombro con la mano libre. —Qué húmeda estás —ronroneó Xena, y sus dedos acariciaron ligeramente toda la longitud de mi clítoris, lo cual hizo que me agitara bajo sus caricias. —¡Oh, dioses, Xena, por favor! —¿Por favor qué, Gabrielle? —bromeó, acariciándome el labio inferior con la lengua. —Más fuerte —gimoteé, empujando hacia arriba con las caderas. —¿Es esto lo que quieres? —preguntó, aumentando la presión. —Oh, sí —jadeé—. ¡Oh, sí! —Notaba que la tensión iba en aumento con cada caricia, sentía que me retorcía debajo de su cuerpo, cada vez más cerca de la descarga a medida que ella aumentaba el ritmo y la presión de sus caricias. Justo cuando creía que ya no podría soportarlo más, me penetró hasta el fondo con los dedos y estallé con una mezcla de placer y dolor—. ¡Oh, síííííí! Xena siguió moviendo los dedos dentro de mí mientras una oleada tras otra me sacudían el cuerpo. Poco a poco, se me empezaron a relajar los músculos y por 103

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un breve instante me sentí entera, saciada, completamente... llena. Luego Xena me besó en la boca y sacó los dedos con delicadeza. —Eres tan bella, Gabrielle —dijo suavemente. Sonreí y pensé que esta mujer acababa de hacerme el regalo más precioso que podía existir. —Tú también —susurré, con absoluta convicción.

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Xena me despertó con una nana, y por un momento la dulzura de su voz me hizo olvidar nuestra horrible situación, recordándome en cambio los días más felices de mi infancia. Cuando terminó, sonreí. —Hay tantas cosas sobre ti que todavía no conozco, Xena —dije—. No sabía que cantabas tan bien. Se rió por lo bajo. —Seguro que no me puedo comparar contigo. Sonreí ampliamente. —Ah, no, hay un motivo por el que soy poeta y no cantante. —Pero tienes una voz preciosa. —Ah, pero hasta los muertos del Tártaro se quejan cuando intento cantar. Y, por favor, advierte que digo "intento". No considero que mi gorjeo desafinado sea cantar realmente. Xena se echó a reír. —Bueno, pues tu poesía es música para mis oídos. ¿Me recitas otra, por favor? —¿Algo corto o algo largo? —Lo que tú quieras. Su nana me recordó un poema que había escrito hacía muchos años para ayudar a mi hermana Lila a quedarse dormida por las noches. —Éste es uno que escribí antes de irme de casa —dije. Cuando iba por la mitad del poema un leve destello de luz procedente de lo alto de las escaleras hizo que me detuviera. Xena se apartó de mí y se incorporó con cautela. 105

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—No es la hora de comer —susurró—. Pasa algo. —Se trasladó al otro extremo de la celda cuando se oyeron pasos que bajaban por las escaleras. Percibí dos tipos de pisadas distintas. Me tapé los ojos cuando la luz de la antorcha me cegó. Oí las vueltas de la manivela y parpadeé con fuerza, guiñando los ojos para ver quién había venido, con la esperanza de que fuera Peonius. En cambio, vi al capitán Braxis dando vueltas a la manivela. A su lado estaba Talasa. —He venido a sacarte de aquí, Gabrielle —dijo la alcaidesa, adelantándose muy decidida, con las llaves en la mano. Solté un suspiro de alivio. Por fin la mujer había recuperado el sentido común. La alcaidesa utilizó las llaves y abrió la puerta con un chirrido de bisagras. Sacó el látigo. —No voy a entrar ahí, Gabrielle. Agárrate al látigo y yo tiro de ti. —Lanzó el extremo, que aterrizó limpiamente sobre mi pecho. Me estremecí, recordando la pesadilla, pero lo agarré con las dos manos. Como había prometido, empezó a tirar de mí para sacarme de la jaula. Sentirme arrastrada fuera de la manta y por el suelo de granito no fue divertido, pero me alegraba de salir de la celda. Cuando estuve libre, Talasa cerró la puerta con estrépito detrás de mí y volvió a echar la llave. Braxis soltó la manivela y Xena se frotó las muñecas dolorida, con expresión hosca. —Vamos, deja que te ayude a sentarte —dijo Braxis, sonriendo y adelantándose. Me alargó las manos. Agradecida, fui a agarrarlas, pero él me sujetó las muñecas, en cambio, y volvió a empujarme bruscamente al suelo—. Ya la tengo —dijo, pillándome los brazos por encima de la cabeza con las rodillas. —¡¿Qué haces?! —quise saber, asustada de repente, intentando soltarme los brazos sin éxito. Talasa gruñó, cayendo encima de mí y sentándose a horcajadas sobre mi estómago. —¿Tú qué crees, Gabrielle? No voy a permitir que le cuentes a Alejandro lo que he hecho. Ah, no, le diré que te acercaste demasiado a Xena y que ella te mató. El miedo se apoderó de mi cuerpo al oír la frialdad de su voz. 106

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—¡Talasa, los guardias conocen la verdad! ¡No van a apoyar tus mentiras! —Sí, sí que lo harán —dijo Braxis con mucha seguridad—. No querrán enfrentarse a la cólera del emperador si descubre la verdad. Talasa alargó la mano y me agarró por la garganta. Intenté resistirme, pero el capitán me sujetaba los brazos con fuerza y la alcaidesa me tenía el cuerpo pillado. Quise pegarle un rodillazo con la pierna rota, pero seguía dormida por el punto de presión de Xena e inmóvil por las tablillas. —¿Tienes miedo, Gabrielle? —preguntó Talasa, echándose hacia delante. —Sí —susurré, avergonzada del temblor de mi voz. —¿Esto es mejor que amarme? —susurró, a escasos centímetros de mi cara. Oh, dioses, esto era peor que cualquier pesadilla. Me apretó la garganta con la mano. —¡Por favor, no hagas esto! —dije a duras penas antes de que empezara a apretar más. —Eh, Talasa —dijo Xena despreocupadamente desde la celda que teníamos detrás—. ¿Por qué no la llevas fuera y la atas para que se la coman los cangrejos? —propuso—. Una muerte más lenta y dolorosa siempre es mejor castigo. Mi mente chilló de pánico cuando la alcaidesa alzó la cabeza de golpe y su mano me estrujó la garganta. Xena se echó a reír. —Mejor aún, ¿por qué no la encadenas y la azotas primero? Los cangrejos acudirán a la sangre. ¡No te va a oponer resistencia, con lo incapacitada que está! Si acaso, la mano de Talasa se cerró aún más. Me ardían los pulmones y la oscuridad empezaba a invadir mi campo visual. Talasa miró a Xena por encima del hombro, con el rostro contraído en una mueca de odio.

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—¡Cállate! —gritó. —No le hagas caso —la instó el capitán—. ¡Acaba de una vez! —Da gusto, ¿verdad, Talasa? —sonrió Xena—. ¿Tener el poder de la vida y la muerte en tus manos? ¿La capacidad de castigar como te plazca? ¡Ahora comprendes por qué a mí me gustaba tanto! Noté que la mano de la alcaidesa temblaba al tiempo que sus dedos se incrustaban en mi cuello. Cerré los ojos antes de que la oscuridad me tragara por completo. De repente la presión que me cerraba la garganta se aflojó y jadeé recuperando el aliento. Talasa soltó un grito de rabia primitiva y me agarró del pelo, estrellándome la cabeza en el suelo con todas sus fuerzas. La cabeza me estalló con una explosión de estrellas y dolor y cuando por fin se me despejó la vista, vi a Talasa de pie por encima de mí, con la mano en la cara, mirándome horrorizada y confusa. Por un segundo tuve la esperanza de poder escapar de esta isla con vida, pero Braxis me agarró del pelo y volvió a estamparme la cabeza en el suelo, borrándome todo pensamiento coherente. Se levantó y sacó la espada mientras yo yacía allí demasiado atontada para moverme, luchando con una bruma roja de dolor que amenazaba con dejarme sin sentido. —Lo haré yo —gruñó Braxis, apartando a Talasa de un empujón. Movió las manos en la empuñadura para sujetar la espada hacia abajo y la levantó para clavármela en el pecho como si fuera un sacrificio. —¡No! —gritaron Xena y Talasa a la vez cuando sus músculos se tensaron. Impulsada por el terror ciego, conseguí apartarme en el momento en que bajaba la espada hacia mi cuerpo. Me hirió entre la parte superior del brazo y el pecho y golpeó el granito con un resonante tono metálico. —¡Maldita sea! —exclamó Braxis y yo aullé de dolor cuando la espada me rajó aún más el brazo al retirarla para volver a intentarlo. La sangre salió a borbotones cuando la hoja se soltó, cubriendo de rojo mi peplo blanco. Talasa se tiró contra Braxis antes de que pudiera golpear de nuevo y los dos se chocaron con los barrotes de la jaula de Xena.

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Rápida como el rayo, Xena le incrustó los dedos a ambos lados del cuello y él se desplomó de rodillas a sus pies. Me apreté el brazo con la mano, intentando desesperada detener el chorro de sangre de la arteria. Talasa miró a Xena aterrorizada, sin moverse. Xena la agarró de los hombros y la zarandeó. —Talasa, reacciona. ¡Tienes que ayudar a Gabrielle! Sentí que iba perdiendo el conocimiento junto con el hilo de sangre que todavía se escurría entre mis dedos, pero vi que Talasa me miraba, luego miraba a Braxis y por fin las manos de Xena sobre sus hombros. Se apartó de las manos de Xena y luego la oscuridad se apoderó de mí.

Oí que Xena me hablaba. —Aguanta, Gabrielle, no me dejes ahora. Resiste, sé que puedes hacerlo. Me obligué a abrir los ojos y la vi inclinada sobre mí, aferrándome el brazo con las dos manos, con los largos dedos empapados de sangre. Mi sangre. —¿Xena? Sonrió y creí ver lágrimas en su cara. —Sí, aquí estoy, Gabrielle. ¡Te vas a poner bien! Talasa ha ido a buscar al sanador. Entonces me di cuenta de que las dos estábamos fuera de su celda. —Deberías escapar —susurré, temblando de frío. Me sentía totalmente entumecida. Xena sonrió con ironía. —Estoy justo donde debo estar —dijo y me besó en la frente. Intenté tocarle la cara, pero el movimiento me provocó un latigazo de dolor y volví a desmayarme.

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El ruido de un llanto me hizo recuperar el conocimiento y me di cuenta, con cierta sorpresa, de que todavía debía de estar viva. —¿Xena? —gemí. —¿Gabrielle? ¡Gracias a los dioses! No era la voz de Xena y me obligué a abrir los ojos. Estaba en mi habitación, en mi propia cama, y pasé a hacer un rápido repaso de mi estado. Me dolía la cabeza, tenía el brazo vendado, mi pierna rota estaba firmemente entablillada con tablas de madera y tenía mucha hambre. Talasa estaba sentada a mi lado, con los ojos enrojecidos y las mejillas mojadas. Cuando vio que la miraba, se arrodilló junto a mi cama, con ojos suplicantes. —Gabrielle, por favor... perdóname. No... no sé qué me ha pasado... —¿Qué ha ocurrido? —pregunté, algo divertida al descubrir a otra mujer junto a mí suplicando que la perdonara. Qué experiencia tan extraña estaba resultando este viaje. —He... he intentado matarte —susurró Talasa. —Ya lo sé —dije—. Pero no lo has hecho. —Gabrielle, lo siento muchísimo, de verdad. No soy una asesina. Sé... que tal vez no me creas, pero yo no soy así... es que... es que estaba como perdida... Sonreí. —Xena te lo hizo ver —dije en voz baja. La alcaidesa me miró, con expresión interrogante—. ¿No te das cuenta? Por eso te dijo que me dejaras con los cangrejos. Quería que te dieras cuenta de que me estabas haciendo a mí lo mismo que te hizo ella a ti. —Funcionó —dijo por fin. Le sonreí ampliamente. —Me alegro de que te hayas vuelto a encontrar. 110

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—Eres... eres una persona asombrosa, Gabrielle —dijo, estrechándome un momento la mano. Mi mente volvió a la celda, donde Xena me había estrechado tan a menudo la mano de forma parecida. Se me cortó la respiración al recordarlo. —Por favor, dime qué ha sido de Xena y del capitán Braxis. Talasa apartó la mirada. —Xena está en su celda. Ni siquiera intentó escapar. El capitán está encerrado bajo guardia en sus aposentos. —Me alegro de que no haya... —Iba a decir "muerto", pero una mirada angustiada de Talasa me lo impidió. —No sé por qué quería hacerte daño —dijo la alcaidesa en un susurro torturado—. No sé por qué me siguió la corriente. Ante su sorpresa, sonreí. —Talasa, él haría cualquier cosa por ti. Aparte de eso, probablemente estaba celoso. —¿Celoso? —repitió la alcaidesa, desconcertada—. ¿De ti? Asentí. —Te quiere —le dije—. ¿Es que no lo sabías? Ella negó con la cabeza medio atontada y me pregunté con tristeza si las cosas habrían sido distintas si se hubiera dado cuenta antes. ¿Podría haber sentido lo mismo por él? Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas, tal vez dándome la respuesta. —Lo siento —dije, muy en serio. Tal vez estaba demasiado agotada para sentir rencor por el daño que me habían hecho o tal vez se debía a que ya había aprendido una buena lección sobre la inutilidad del odio, pero no sentía la menor rabia contra Talasa o el capitán. Sonrió irónicamente y luego tragó. 111

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—Ayer envié un mensaje al emperador, explicándole todo lo que ha ocurrido. No le dije que lo más seguro era que ya estuviera de camino. —Es un hombre clemente, Talasa. No tienes por qué sentir miedo de él. Asintió. —Gracias, Gabrielle.

Unos gritos emocionados procedentes del patio anunciaron la llegada de Alejandro varios días después. No perdió el tiempo en acudir a mis aposentos. —¡Alejandro! —exclamé encantada, abriendo los brazos cuando su alta figura apareció en la puerta y él se abalanzó para darme un abrazo. —¡Gabrielle! —Me estrujó hasta dejarme sin aliento y luego me miró atentamente, tomando nota de cada herida y cada golpe—. Por los dioses, cómo me alegro de verte con vida. He venido lo más deprisa que he podido. Ya veo que el mensaje que recibí no estaba nada claro, aunque eso no me sorprende. ¡Decía que la alcaidesa te había encerrado en la celda de Xena! —Se echó a reír ante lo que para él era una ridiculez evidente y luego se puso serio—. Casi me esperaba llegar para recuperar tu cuerpo y ofrecerle un funeral. Meneé la cabeza. —Me alegro de que no haya sido así. Pero el mensaje que recibiste era correcto. La alcaidesa y yo tuvimos un... desacuerdo. Llevada por la rabia, me tiró por unas escaleras y mandó encerrarme en la celda de Xena. Alejandro se arrodilló junto a mi cama, cogiéndome la mano entre las suyas. —Por la clemencia de Atenea, amiga mía... ¿cómo has sobrevivido? —Fue muy raro —dije despacio—. Xena... me cuidó. Me ayudó. Hasta me entablilló la pierna. —¡¿Quieres decir que no fue ella la que te la rompió?! 112

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—No, eso ocurrió en la caída. —¿Y esto? —Me tocó en vendaje del brazo. —Eso lo hizo el capitán Braxis. —Le resumí lo que había ocurrido después de que Talasa me sacara a rastras de la celda—. Xena me salvó la vida, Alejandro. Soltó un bufido. —Muy interesante. ¿Qué estará tramando? —¡No, no es eso en absoluto! ¡Podría haber escapado si hubiera querido! — ¿Cómo podía explicarle que había cambiado? —. Está distinta, Alejandro. —¿Escapado? ¿De esta isla? Muy improbable. ¿Distinta? Lo dudo. Debe de haberte estado utilizando para atacarme. —Sonrió—. Pero afortunadamente tu tortura ha terminado. Mañana regresamos a Corinto. —¿Regresamos a Corinto? —repetí, conmocionada por lo repentino de la decisión. —¡Por supuesto! No querrás quedarte aquí, ¿verdad? No pueden cuidarte como es debido. Tenía razón. Tendría que querer marcharme. Ya tenía lo que había venido a buscar, la historia de Xena, la razón de que se hubiera convertido en señora de la guerra y mucho, mucho más. En el palacio, podría escribir cómodamente a pesar de la pierna rota, atendida por criados a quienes se les pagaba bien por ocuparse de mis necesidades, en lugar de tener que confiar en la bondad de los guardias del penal y en el anciano y hosco sanador. Me vendría bien que me mimaran un poco, volver a vivir en el lujo tras la fría oscuridad de la celda de Xena. Pero descubrí que tenía una extraña falta de entusiasmo ante la idea de marcharme. —Gabrielle, ¿qué pasa? —preguntó Alejandro, preocupado por mi evidente vacilación—. No te dará miedo el viaje, ¿verdad? Me he enterado de que te mareaste al venir, pero con mi barco y los vientos predominantes, no tardaremos tanto en volver. —No, no, no es eso —dije. ¿Qué era, pues? Ahondé en mi corazón y me quedé pasmada ante lo que descubrí. No podía creer que fuera a decir esto, pero tenía que reconocer la verdad—. No... no quiero dejar a Xena. 113

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Se echó a reír. —Sé que estás decidida a obtener tu historia, pero eso tendrá que esperar a que estés curada. En cuanto tengas bien la pierna, te enviaré de vuelta en el primer barco de suministros. ¡Dioses, cómo quería a este hombre! ¿Pero cómo podía hacérselo entender? —Alejandro, ya tengo mi historia. No quiero dejar a Xena porque, bueno, porque... —Tragué, incapaz de continuar. Él abrió la boca para decir algo y luego la cerró. De repente, se le llenó la cara de preocupación. —Estás herida. Y te has fracturado el cráneo. —Me tocó la cara dulcemente—. Es lógico que estés desorientada después de tener una lesión en la cabeza, Gabrielle. Deja que te lleve con mis sanadores, te lo ruego. Gemí por dentro. Esto iba a ser dificilísimo. A mí me había costado muchísimo superar el odio que sentía por Xena y sabía que los sentimientos de Alejandro eran tan intensos como los míos. Casi me parecía que lo estaba traicionando al confesar... al confesar... ¡Oh, dioses, ayudadme! Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas al tiempo que movía la cabeza para negarlo. —Gabrielle, ¿qué pasa? —preguntó Alejandro con ternura. Me tapé la cara con las manos, incapaz de ver la expresión de su cara. —Oh, dioses, creo... creo que la amo. Se quedó en silencio un momento, como si intentara decidir si me había oído correctamente. Por fin, me apartó las manos de la cara. —¡¿Que la qué?! —Amo a Xena —sollocé. Él sacudió la cabeza con rabia. —¡No! No, no la amas. ¡No puedes! ¡Estás herida! —¡No lo entiendes! ¡Me salvó la vida! ¡Oh, Alejandro, ha cambiado! 114

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—¡¡No te creo!! —¡Es cierto! ¡Lamenta lo que ha hecho! —¡Te está engañando, Gabrielle! —me gritó—. ¡Malditos sean los dioses, tendría que haberla matado en la llanura del Monte Citerón! —¡No! ¡No! ¡Alejandro, no es eso! No te das cuenta... está... es... una redención. —Me reí entre lágrimas—. Se ha redimido. Contra todos nuestros pronósticos. Tienes que verla. ¡Habla con ella! ¡Tú mismo lo verás! —¿Reconocerá que ha sido conquistada? —¡Sí! ¡Tal vez! ¡No lo sé! Pero Alejandro, sabe que ha hecho mal y lo lamenta. ¿Acaso pediría perdón la Xena que odiábamos? —Claro que no. —Pues lo ha hecho. Me ha pedido perdón por crucificarme. Hasta me dijo que lo lamentaba. —¡Manipulaciones! —¡Se echó a llorar! Eso lo dejó parado. Sabía que Alejandro no podía imaginarse a Xena llorando para manipularme a mí, que podría contárselo al mundo más adelante. Asentí. —Lo hizo, Alejandro. Se quedó pensativo un momento, aunque seguía furioso. —¿Cuánto tiempo estuviste en su celda? —Doce días. —¡¿Doce días?! ¿Te dejó vivir doce días? Asentí de nuevo. Se pasó la mano por el pelo. 115

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—Gabrielle, lo siento. Es que no me lo puedo creer. —Por favor, Alejandro, tienes que confiar en mí. ¿Alguna vez te he engañado? Reconozco que estoy herida, ¡pero no estoy loca! Se puso a dar vueltas por mi habitación. Al cabo de cuatro vueltas, se detuvo. —Muy bien. Iré a hablar con ella. —Gracias. Recé para que a Xena no le diera uno de sus ataques. En cuanto intentara escupirle, sabía que se marcharía. Tal vez, sólo tal vez, se mostrara lo suficientemente contrita como para convencerlo de que yo no me engañaba por completo.

Alejandro volvió poco después y se me cayó el alma a los pies al ver su rostro impasible. Se sentó en silencio en la silla de mi mesa. —No ha reconocido que la has conquistado, ¿verdad? —pregunté, conteniendo una súbita oleada de amargura. —No, no lo ha hecho. —Frunció los labios un momento antes de volver a adoptar la misma expresión inescrutable—. Sin embargo, me ha recordado enfáticamente que te ha salvado la vida. —¿Sí? ¿Y qué le has dicho? —Le he dado las gracias. —¿Y luego qué? —Me ha pedido que se lo compense. —¿Cómo? —Con una ejecución honorable. Solté una exclamación de horror.

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—Oh, no... ¡oh, no! —He aceptado. Me sentí desvanecer. —¡¡¡No!!! ¡Oh, no! ¡No puedes! ¡No lo has hecho! Oh, Alejandro, ¡¿cómo has podido?! —Es la recompensa que ha pedido, Gabrielle. Al menos, le debo eso. Qué ironía tan cruel. Cuántos años me había pasado deseando ver muerta a esta mujer y ahora que podía conseguirlo con la conciencia limpia y tranquila, no soportaba la mera idea. —¡Llévame con ella! —No, Gabrielle. Es mejor así. —¡Si no me llevas con ella, iré yo misma arrastrándome! Me conocía lo suficiente como para saber que no lo decía en broma. Sin decir palabra, se inclinó y me cogió en brazos. Dos guardias nos precedieron escaleras abajo hasta la celda de Xena. —Quietos —les dijo Alejandro cuando empezaban a girar la manivela. Pasó conmigo ante sus miradas sorprendidas y se inclinó para depositarme en el banco. —No —dije—. Ponme ahí, junto a los barrotes. Xena estaba sentada en el rincón opuesto, pero no quería que Alejandro tuviera que llevarme hasta ella. —Gabrielle... —empezó a protestar. —¡Hazlo! Xena soltó una risita cuando obedeció. —Diría que te tiene dominado un chocho, Alejandro, pero Gabrielle me ha dicho que te van más los chicos. 117

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—Cómo voy a disfrutar matándote mañana, Xena —contestó él, irguiéndose con rostro ceñudo. Con ayuda de los barrotes, conseguí sentarme. —Por favor, basta —les rogué—. ¡Basta ya! Los dos se quedaron mirándome. —Alejandro, por favor, ¿quieres llevarte a los guardias y dejarnos a solas? —le pedí cuando estuve segura de que me estaban atendiendo. —Yo no me marcho —dijo él, aunque despidió a los guardias con un gesto. —No —dijo Xena al mismo tiempo. Yo no sabía si echarme a llorar o gritar. —Xena, tengo que hablar contigo —susurré, decidiendo no hacer ninguna de las dos cosas. —Puedes despedirte delante del niño bonito. —Su tono era frío, distante, y no me miró al decirlo. Me apoyé en un barrote para sostenerme. —¿Crees que he venido por eso? ¿Para despedirme? Sus ojos me miraron un instante y luego volvieron a desviarse. —¿Es que no es así? Ya tienes lo que buscabas, ¿no? Te he hablando de mi pasado. Ya es hora de que vuelvas a casa, niña. Estaba intentando enfadarme a propósito, pero fracasaba miserablemente. En cambio, se me estaba rompiendo el corazón. —Xena, por favor, no hagas esto —susurré, incapaz de contener las lágrimas esta vez. Vi que se le contraían y relajaban los músculos de la mandíbula, pero seguía negándose a mirarme.

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—Quiero morir. No pude soportarlo. Me agarré a los barrotes de la jaula, deseando romperlos. —¡No! —le rogué—. ¡Por favor, no! ¡Vendré a verte todos los días! Te contaré todas las historias que conozco... cada poema que escriba... ¡te lo juro! Entonces me miró y el dolor que vi en sus ojos enrojecidos me dejó sin aliento. —Gabrielle —dijo apagadamente—, éste no es tu sitio. No puedes pasarte la vida en este agujero. Mereces algo muchísimo mejor. —Xena, te amo. Su cara se contrajo de dolor como si la hubiera golpeado físicamente. Cayó de lado, acurrucada en posición fetal, con la cara entre las manos, ocultando sus lágrimas. Empecé a arrastrarme hacia ella, consciente sólo de una necesidad abrumadora de abrazarla. —Por Zeus bendito —soltó Alejandro, agarrándome por los hombros y llevándome medio a cuestas, medio a rastras alrededor de la celda hasta donde estaba Xena. Metí los brazos en la celda y tiré de ella hacia mí. Echándome de lado, le rodeé la espalda con los brazos, detestando los fríos barrotes de metal que nos separaban. —No hagas esto, Gabrielle —suplicó Xena. —No puedo negarlo, Xena —susurré—. Te amo. Por favor, no mueras. Se dio la vuelta para mirarme y me tocó la mejilla con dedos mojados. —Esto es tan malo para ti. ¡Sólo te he hecho daño...! —Tu muerte me haría aún más. —Tú... nosotras... no podemos... ¡vivir así! —Xena, ¿tú me amas? —Tenía que saberlo, tenía que oír su respuesta, aunque me destrozara.

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Vi el dolor de sus ojos, la decisión. —No —susurró por fin y se apartó de mí—. Déjame en paz. Me di cuenta de que lo hacía para protegerme. Pensaba que me marcharía con Alejandro y que acabaría olvidándome de ella, llevando una vida larga y feliz en otra parte. Pero no podía estar más equivocada. —Xe... —Me ahogué con su nombre y no pude continuar. Alejandro intentó apartarme de los barrotes, pero le di de manotazos para que me dejara. —¡Vete! —le grité, recuperando la voz—. Xena, por favor, dime la verdad — supliqué. —Quiero morir —repitió roncamente. Metí la mano por los barrotes y le acaricié la cabeza. —¿Por qué, Xena? ¿Por qué? Empezó a temblar, pero no quiso contestar. —Xena, crees que me estás ayudando, pero no es así. Tú no sabes lo que es bueno para mí. No lo sabes. Tu muerte será la mía también, porque no sé cómo voy a vivir sin ti. Se volvió de nuevo y abrió los ojos despacio. Me encontré con su mirada de angustia con total franqueza, intentando que viera que le decía la verdad. —Gabrielle —susurró. —¡No...! —Le toqué la mejilla—. Xena, ¿me amas? Por favor, dime la verdad. Vi que su decisión se venía abajo poco a poco y se echó a llorar de nuevo. —Sí —jadeó por fin—. Dioses, sí. Mi corazón echó a volar. —Xena, ¿confías en mí? 120

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—Sí. —Xena, ¿te ha conquistado Alejandro? Por favor, miente, por favor, miente, por favor, miente. Se quedó paralizada y sus ojos soltaron un gélido destello azul al encontrarse con los míos. —Las dos sabemos la verdad —dije, intentando sonreír a través de mis propias lágrimas—. Confía en mí, por favor. ¿Te ha conquistado Alejandro? —Por ti —dijo por fin, sin apartar los ojos de los míos—, reconoceré que Alejandro me ha conquistado. —Sonrió de medio lado—. Y que tú has conquistado mi corazón. Miré triunfante a Alejandro. Éste miraba a Xena sin dar crédito. —¡Revoca su condena! —le rogué, incorporándome hasta sentarme—. Dijiste que lo harías si alguna vez lo reconocía. Él se puso a dar vueltas. —No puedo dejarla libre, Gabrielle. —Ya lo sé, pero no tiene por qué quedarse encerrada en esta celda. Deja que su encierro sea toda esta isla, en cambio. —Es un peligro para los guardias. —No merezco tu clemencia, Alejandro —dijo Xena con tono apagado, incorporándose también—. Pero te juro que no haré daño a los guardias. Alejandro se volvió en redondo para mirarla. —¡¿Cómo puedo fiarme de ti?! —Yo me fío de ella —intervine con firmeza. Él hizo una mueca.

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—No puedo hacerlo, Gabrielle. Acabará matándote... y también a mucha otra gente. —¿Te fías de mi palabra de honor como guerrera? —preguntó Xena antes de que yo pudiera contestar. Él se lo pensó un momento. —No. No me creo esta farsa que te traes entre manos, Xena. No la comprendo y desde luego no me fío de ella. —Alejandro... —empecé. —¡Te está utilizando, Gabrielle! —me vociferó y yo me encogí ante su furia—. ¿¡Es que no te das cuenta!? Si dejo que salga de esa celda, te matará, matará a los guardias y antes de que nos demos cuenta, ¡estará dirigiendo un ejército contra mí! —¡Eso no es cierto! —protesté débilmente—. ¡Hace tiempo que podría haber escapado! —¡Mentiras y manipulaciones! —rugió él—. Morirá mañana, Gabrielle. Y si no quieres marcharte conmigo ahora, enviaré a los guardias para llevarte por la fuerza. —Intentó agarrarme de los hombros para apartarme de los barrotes, pero yo le pegué una bofetada en la cara con todas mis fuerzas. —¡No me toques! —bufé—. ¡No vuelvas a tocarme jamás! Retrocedió sorprendido, luego frunció el ceño y se dio la vuelta, dirigiéndose a las escaleras. Me eché a llorar. Ahora Xena iba a morir, tanto si quería como si no, y mi vida entera estaba destrozada. —Alejandro, espera —dijo Xena, poniéndose en pie con dificultad—. ¡Por favor! Él dudó un minuto sin volverse. —No tienes motivo alguno para fiarte de mí —dijo ella—. Eso lo comprendo. Tienes todos los motivos para desconfiar de mis razones. Eso también lo comprendo. Hubo un tiempo en que habrías estado totalmente en lo cierto. Habría hecho cualquier cosa, habría manipulado a cualquiera para salir de este 122

Conquistada de Leslie Ann Miller

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agujero miserable y recuperar la libertad. Créeme, los primeros meses que estuve aquí lo intenté. Pero ya no. No sé cómo convencerte de esto, pero jamás le haría daño a Gabrielle. —¡La crucificaste! —Y fue un acto horrible. Ojalá pudiera deshacerlo, pero no puedo. —Bonitas palabras, Xena. Si creyera que naciste con corazón, hasta podría creérmelas. —Dicho lo cual, se marchó. Xena suspiró profundamente y se sentó a mi lado, cogiéndome en sus brazos como mejor pudo con los barrotes y las cadenas de por medio. —Lo siento, amor mío —dijo suavemente—. ¡Por favor, no llores! Yo no podía parar. —¡Se cree que estoy irracional! —Hundí la cara en su hombro—. ¡Cree que me he dado un golpe en la cabeza y que no puedo pensar como es debido! ¡No quiere creer que hayas cambiado! Xena me besó en la cabeza. —Gabrielle, estás irracional al haberte enamorado de mí. Él sólo intenta protegerte. —¡Pues ya no quiero su protección! —Bueno, creo que puedo decir con bastante conocimiento de causa que a los "Dirigentes del Mundo" no les hace gracia en general que les den una bofetada — bromeó—. Pero me parece que te va a hacer falta algo más que eso para convecer a Alejandro de que te abandone. Solté un resoplido entre lágrimas. —¡Pues la próxima vez tendré que darle una patada! Xena se rió por lo bajo. —Eso me gustaría verlo. —Volvió a besarme con seriedad—. ¿Me prometes una cosa, Gabrielle? 123

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—¿El qué? —Prométeme que seguirás adelante sin mí. Me aparté de ella para poder verle la cara, sin poder creer que fuera tan cruel de pedirme una cosa así. —¡No! Su cara se contrajo de dolor. —Siento tanto que esté pasando esto, Gabrielle. Lo lamento tanto. Todo. Nunca podría salir nada bueno de algo que tenga que ver conmigo. Lo mejor es que muera mañana. Lo mejor es que te libres de mí para que no pueda volver a hacerte daño. —¡No digas eso! —dije, poniéndole dos dedos sobre los labios, recordando cómo habíamos hecho el amor—. ¡Eres lo peor y lo mejor que me ha pasado en mi vida! Lo digo en serio, Xena. No sé cómo voy a poder vivir con el corazón roto. —Tendrás que encontrar una forma, Gabrielle. Por mí... ¿por favor? —Te amo, Xena. —Y yo te amo a ti, Gabrielle. Nuestro tierno abrazo quedó interrumpido por unos fuertes pasos en las escaleras seguidos de juramentos entre dientes. Miré a Xena, confusa. No parecían los guardias. Ella captó mi mirada y se encogió de hombros. Momentos después apareció de nuevo Alejandro al pie de las escaleras. —Por Zeus bendito —rezongó—. ¡Nunca en mi vida he oído unas confesiones de amor más ridículas, bobas, melosas y asquerosamente desgarradoras! Me lo quedé mirando pasmada. —¡¿Estabas escuchando?! ¡Eso no era digno de él!

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—Ha sido sin querer —dijo defendiéndose—. No podía dejarte aquí abajo sola, Gabrielle. Me detuve a mitad de las escaleras. Y entonces os oí hablar... Mm, al parecer la acústica es muy buena... Simplemente decidí no interrumpiros, nada más. Era evidente que estaba más cortado que enfadado y noté que podía estar dispuesto a renegociar. La pregunta era, ¿hasta dónde estaba dispuesto a llegar? —Alejandro —dije, intentando secarme los ojos con mi peplo—. Por favor, reconsidera la condena. Se cruzó de brazos, con rostro ceñudo. —Levántate, Xena. Despacio, ella obedeció, adoptando la misma postura que él. Él sonrió. —¿Te he conquistado, Xena? Xena también sonrió. —Te he dejado, por supuesto, pero sí, me has conquistado. —¿Que me has dejado? —Mm-mm. —¿Ah, sí? ¿Y cómo lo explicas? Ella dejó de sonreír. —Después de lo de Atenas... bueno, digamos que dejé de creer en lo que estaba haciendo. Alejandro se puso pálido, y supe que estaba recordando la guerra y cómo entonces habían cambiado las cosas contra todo pronóstico. —Alejandro... —empecé, pero me detuvo alzando una mano.

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—Jura por lo que más quieras que no intentarás escapar de esta isla, Xena. Jura que no intentarás hacer daño a los guardias ni a nadie del personal. —Hecho —dijo Xena sin vacilar—. Lo juro por mi amor por Gabrielle. Se miraron fijamente a los ojos y parecieron intercambiar algo, un entendimiento tácito que sólo ellos compartían. Al cabo de unos segundos, Alejandro asintió. —Que así sea. Quedas confinada a esta isla de por vida, Xena. No rompas tu palabra o ya sabes que mi castigo será duro y rápido. —Lo tendré presente —dijo ella. Él me miró. —Más vale que no te equivoques con esto, amiga mía. Sonreí. —No me equivoco. Lo sé en lo más hondo de mi corazón. Asintió. —Ahora, si me disculpáis, tengo que ocuparme de la alcaidesa y del ex capitán. ¿A menos, claro está, que quieras marcharte conmigo? —preguntó, mirándome. Hice un gesto negativo con la cabeza. —Se clemente, Alejandro —le imploré—. Talasa, sobre todo, lamenta lo que ha hecho. También ella me salvó la vida al final. Asintió y se marchó de nuevo, y yo me volví hacia Xena. —Por favor, amor mío, dime que compartir la vida conmigo en esta isla es mejor que la muerte. —Gabrielle... —empezó y luego tragó, al tiempo que sus hermosos ojos azules se llenaban de lágrimas—. Es mucho más de lo que merezco —susurró—. No merezco ser tan feliz. Sonreí de buen grado.

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—Shhh. Por favor, no llores —dije, y sentí que se me llenaba el corazón de una alegría absoluta, sabiendo que ahora podía compartir mi vida con la mujer a la que amaba. Me eché hacia delante y la besé... con mis labios, mi corazón y mi alma.

FIN

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J7 y XWP (Traducciones al español y demás) https://j7yxwp.wordpress.com

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