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Junio

Deshacerse de lo que no

Martes 23 de junio Hoy me preguntaron si estaba feliz de ser soltera. Dije que no me sien­ to infeliz por ser soltera, pero que me gustaría conocer a alguien. ¿Por qué? Porque quiero amar a alguien y que él me ame. Sencillo. ¿O, no? Miércoles 24 de junio El último chico con el que salí, —llamémosle Papá Gay— me dijo que era una neurótica. En ese momento yo estaba desnuda. Estábamos en un instante posterior al sexo no exitoso, por eso fue tan mortificante. Me enorgullezco de mi mente aguda, pues le respondí: “¿Qué? ¿Como Woody Allen?” Ahora no quiero darle demasiado crédito, pero me inspiró a empezar un diario sobre lo que sucede en mi vida amorosa. Sobre todo 15

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porque en los más de tres años que llevo soltera pienso muy seguido: “¿Qué diablos?” Escribirlo todo me sirve para tratar de entenderlo todo. ¿Hay un patrón? ¿Soy yo? ¿Son ellos? Definitivamente hay un patrón en cuanto a la cantidad de hombres que son un desastre o una decepción. También están los que no son formales, los raros, los interesados-y-luego-ya-no, los mentirosos, los inseguros y los obsesionados con su ex. Y no olvidemos el campo minado compuesto por los mensajes de texto, las citas por internet, el temor a la intimidad, la etiqueta de arreglo personal... podría seguir… y lo haré. Debo decir que para sustentar esta investigación (es decir, estas quejas) está el hecho de que soy una maniaca romántica, una ena­ mo­­ra­da del amor autodeclarada. Sí, quiero encontrar amor. Deseo la intimidad y extraño mucho besar. Me encanta la primera chispa de romance cuando en realidad encuentras una conexión con alguien, cuando de veras te dejas llevar, cuanto te emocionas por un mensaje, cuan­do tienes hormigueo en la piel y tiemblas por dentro. Quiero todo esto. Lo quiero. Lo estoy persiguiendo. Es adictivo, cuando no lo tie­nes, lo necesitas y haces cosas tontas en un intento por conseguirlo. Soy como Patrick Swayze en la película Punto de quiebra, en la que está como loco por encontrar la máxima ola. Yo ando buscando como loca el máximo amor. El problema es que estar tan clavada en esa idea a veces me mete en problemas. Para empezar, nubla mi percepción y mis expectativas, ¿cómo podría no hacerlo? La mitad del tiempo estoy imaginándome romances salvajes. Es como si me les adelantara a los hombres. ¿Cómo podrían ellos ser como en mis sueños? ¿Tenía razón el Papá Gay? ¿Soy neurótica? Quizá lo sea —de la mejor manera posible— al estilo atormentado, inquieto (y espero que chistoso) de Woody Allen. Así que, en 16

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honor al Rey de lo Neurótico, imagina por favor una voz en off. Bienvenidos a Mi historia personal de amor... Jueves 25 de junio Es una noche cálida y, como suelo hacerlo, estoy sentada en los escalones del jardín con mi amiga Angel, dando sorbos a botellas de cerveza Peroni y fumando cigarros que nosotras mismas preparamos y enrollamos. Ella está sorpresivamente callada, casi pensativa. Ahí viene. Exhala y revela: —¿Sabes qué tenía de malo Papá Gay? —¿Qué? —Que no estaba suficientemente bueno. Pausa. Nos atacamos de la risa, pues sabemos lo mal que suena. No estar su­ficientemente bueno es un chiste personal entre Angel y yo. No es en serio por completo, pero es una manera útil de describir rápidamente a alguien que realmente no alcanza el nivel que deseamos. Cada vez que lo dice me hace reír, lo cual, desde luego, es la intención. Si hubiera estado tristeando, pues ya no lo estaba. Conozco a Angel desde hace doce años, viví con ella en Londres por ocho y al lado suyo durante cinco. No es parte de mi vida, es par­te de mí. Alquila un departamento en la planta baja de una casa elegante con arquitectura victoriana en la cima de una colina verde en el sur de Londres, y yo rento el otro. Tenemos puertas francesas idénticas que nos llevan, gracias a tres escalones de piedra, hasta (no estoy exagerando) el más hermoso arquetipo de jardín inglés con tres niveles. El hecho de que literalmente vivamos lado a lado, como en un espejo, en un espacio bucólico con plantas frondosas, no podría ser una metáfora 17

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más apropiada. Hemos atravesado muchas cosas juntas a lo largo de los años, desde que estábamos en Liverpool, donde la conocí cuando yo iba a la universidad, hasta ahora, que somos mejores amigas-vecinas que se ven a diario. Es mi apoyo. Mi alma gemela. Nos vemos casi todas las noches para tomar cerveza y aconsejarnos en nuestro pub local medio amolado, La Cueva, ella, tras regresar de la escuela primaria donde trabaja como esclava y es una maestra muy pinche brillante, y yo, tras haber pasado el día en casa, en el departamento donde dejo las cosas para después, pese a las fechas de entrega que tengo como periodista independiente. Al pub le llamamos con cariño La Cueva, pues es el tipo de lugar al que vas por una cerveza a la hora del té y sales doce horas después. Nuestro amigo Elvis está tras la barra y suele estar ocupado cada vez que pasa algo bueno. Es ahí donde conocí a Papá Gay hace algunos meses. Él estaba jugando billar con su torpe, pero agradable, amigo que era la viva ima­ gen del atleta cristiano Jonathan Edwards. Yo estaba con Angel, mi prima Rublos y nuestra amiga maquillista Brigitte. Papá Gay me llamó la atención por varias razones. Nunca lo había visto antes en el pub, tenía un aspecto interesante (o eso pensé...) y yo estaba con ese estado de ánimo: coqueto. Estaba en la barra, con un vestido vintage rosa bas­ tante atractivo y era una noche casi bulliciosa. Brigitte siempre es divertida, además es cantante y por lo tanto no se opone a andar caminando por aquí y por allá sin razón. Eso me agra­ da en una compañera de tragos. Viendo las cosas en retrospectiva (¿lo más valioso para quienes estamos buscando amor?), el caso de Papá Gay fue uno de los típicos errores: darle a alguien mucho más crédito del que merece. Me lo imaginé mucho mejor de lo que era, casi intentando con mi mente a obligarlo a que así fuera. Como cuando la gente 18

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ve guapa a alguien tras unos tragos, pero en este caso lo vi mejor en cuanto a lo emocional. —¡Ve y háblale, ve y háblale! Brigitte casi me está aventando hacia él, entre canciones. La verdad es que ni siquiera estaba segura de si me gustaba. No sé si fue la bebida, o que mi amiga me estuvo molestando todo el rato o la cocaína, pero al final me quedé viéndolo desde la barra con mirada de demonio; y sirvió, lo cual debe ser un alivio para todos esos maestros de coqueteo que existen, pues estoy segura de que eso es uno de los principales puntos en la teoría de “cómo atraer un hombre”, al igual que seductoramente chuparte el dedo (o algo así). Empezamos a charlar. Tenía un acento ligeramente quejumbroso como del sudeste de Inglaterra, pero hice caso omiso, como también lo hice de su look retro de patineto como de los años 90 —copete ru­bio, mochila a la espalda, pantalones holgados—, quizá no fuera tan cool como yo había pensado. Eso sí, las chicas me estaban dando cuerda. Esto es lo que pasa cuando eres soltera, tus amigas se enteran de que a lo mejor alguien te gusta tantito y se ponen a trabajar como los duendes de Cilla para animarte (Sí, definitivamente tiene aspecto interesante y definitivamente le gustas...) y, eventualmente, hacen planes para que acabes a solas con él, que es exactamente lo que sucedió. Todos acabamos regresando a mi casa para seguir bebiendo; en poco tiempo, Brigitte guió a su desafortunado amigo hacia otro lado, con la promesa de darle un poco de marihuana, y dejarnos solos. Yo, Papá Gay y su ridícula mochila. De inmediato, me besó (que se vale), pero, Dios…, no es bueno, de veras no es bueno. Su len­gua entró en mi boca como alguna clase de animal demente, dejándome el cuello torcido. Y de repente pensé, “¡Oh, Dios!, esto no es bueno. Quizá no sea 19

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el extraño tan cool con estilo retro que pensé que era”. La ilusión se rompe. Se pone peor. Estamos sentados en el sofá y, porque todo ha sido planeado tan descaradamente, siento cierta obligación de llevar las cosas más lejos. Además, hay una parte retorcida dentro de mí que siente curiosidad. Bueno, no puede ser peor que el beso, ¿o sí? Ninguna de éstas —noto— son razones válidas para acostarse con alguien, pero bueno, es un nuevo siglo. En fin, es un desastre... para él. No se le para. Probablemente porque ha estado inhalando coca muy pinche, que no te pone muy drogado pero sí tiene el efecto de dejarte inservible el pito. Está mortificado y, raramente, me gusta más en su estado de fracaso flácido. Su notoria decepción me hace respetarlo más por ser tan abierto. Siempre veo lo bueno de la gente, es una mal­ dición. Dice cosas dulces como: “No lo puedo creer, aquí estoy, con una chica sexy, y pasa esto.” ¿Qué le vamos a hacer? También di­ce que quiere verme de nuevo. Entonces, alegremente anoto mi teléfono en un Post-it, desnuda, y él responde, entre risas, con: “Eres un poco neuró­ tica, ¿no?”, ¿Eh? Tú eres el que se está desintegrando ante mí, todo agua­ do e inútil, ¡y dices que yo soy neurótica! Pero eso no evitó que le mandara un mensaje de texto, ¿verdad? Ese fue mi segundo error. Decidí mandarle un mensaje a Papá Gay la tarde del domingo tras nuestro fracaso de la noche del jueves. An­tes de apretar la tecla para enviar, solicito la ayuda de mi gran y for­mi­da­ ble amiga, Lady Jane, de Manchester. Después de todo, es divertido discutir con exagerado detalle qué poner en un mensaje de texto pa­ r­a un chico supremamente promedio, ¿no? Lady Jane es genial para esto, pues respeta el arte del mensaje de texto tanto como yo, pero también me sirve de filtro, lo cual necesito cuando estoy sobrevolando la tecla de enviar, a punto de lanzar una bomba de SMS. “Armas 20

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de destrucción masiva en tu bandeja de salida”, me regaña de broma. Lady Jane no estaba muy de acuerdo con que yo lo contactara y no al revés, pero estuvo de acuerdo con que un mensaje casual como “¿te late tomar una cerveza en la tarde?”, era aceptable y quizá hasta cool. Así que eso mandé. Desde que él perdió su trabajo en una revista había estado trabajando tras la barra de un restaurante local y resultó que estaba en el trabajo. Me devolvió un mensaje bonito, diciendo que le encantaría, pero que no podía. ¿Qué tal la semana entrante? Se me antojaba contestar, “¡Entonces, chinga tu madre!”, de broma pero, como de costumbre, tengo chance de tres strikes antes de hacerlo. Uno me lo hace Angel, cuando lo discutimos con tazas de té y cigarros en su escalón; otro proviene de la prima Rublos, que también está sentada con nosotros y mueve la cabeza de manera perpleja para indicar su negativa, y hay un gran y rotundo nooooooo final de Lady Jane, la persona que se opone más notoriamente, a pesar de ni estar en la misma pinche ciudad. Opto por un aburrido: “Sí, una noche entre semana estaría bien. Yo puedo en miércoles.” ¿Ves? Muy aburrido.

Mensajes de texto. Parte 1 ¿Por dónde empezar? ¿Ves esas encuestas que salen de vez en cuando acerca de cuánto tiempo acumulado pasas/desperdicias a lo largo de la vida en arreglarte (dos años), cocinar (tres años), ver tele (¡trece años! Yo creo que lo supero), rascarte el trasero...? Bueno, señorita encuestas, yo quisiera que alguien investigara cuánto tiempo dedicamos en mandar mensajes de texto, analizar mensajes, componer mensajes, mandar mensajes a amigos acerca de por qué alguien no te mandado un 21

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mensaje... podría seguirle, pero, ¿ves a lo que me refiero? No es una situación para atacarse de risa.

Viernes 26 junio

Planeación de la primera cita Desde luego, la fantasía es que un chico saldrá con una gran sugerencia de qué hacer y tú serás razonablemente asertiva al respecto, pero, como sabemos, eso muy raras veces ocurre. No estoy hablando de “Querida, te voy a llevar de compras a la tienda Claridge’s…”, no me refiero a tanta caballerosidad, aunque eso no estaría mal… Yo jamás saldría con ese tipo, sólo pido un poco de consideración y algo de interés, en lugar de un mensaje escrito sin entusiasmo unas dos horas an­tes de cuando se supone que van a salir. Entonces, terminan por verse en una estación del metro y dan vueltas sin sentido hasta encontrar algún lugar para sentarse y poder escucharse uno al otro. ¿Es mucho pedir? Papá Gay sugirió ver una “película como antes”, con lo que supuse que quería decir que para él ver películas es algo a la usanza antigua, no que quisiera ver Casablanca. Esto me pareció bien. Me gusta la manera en la que editorializó su elección e hizo una graciosa referencia a la etiqueta tradicional del cortejo. Además, ¿por qué no el cine? Me gustan las películas que parecen estar fuera de moda. ¡Pues venga! ¡Él y yo, los rebeldes de las citas! Okay, es una exageración, pero hay mucho que aprender de lo que a simple vista puede parecer una sugerencia descabellada. Tomé eso como mi oportunidad para elegir la película y eché un vistazo para ver qué es­ta­ban pasando en el Curzon, la sala de cine de arte en Avenida Shaftesbury (con filmes cool, un 22

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buen bar en la parte de abajo y, en mi experiencia, sin chicos antisociales lanzándote comida). Estaban pasando ese documental ¡Anvil! La historia de Anvil, acerca de una banda metale­ra canadiense, y yo tenía muchas ganas de verla. Ya había leído acrecar de ella y me sonaba como que iba a estar endemoniadamente divertida. Como esa película llamada This is Spinal Tap, pero con un caso de la vida real. Ahora, eso era un riesgo porque se trataba de algo hasta cierto punto muy específico, para conocedores, y yo no quería explicar por qué quería verla. ¿Lo entendería o no? Digo, ¿qué tal si él pensaba que yo era una metalera de corazón? Eso no sería muy representativo, ¿o sí? Pero no había muchas opciones más de películas que me interesara ver o que yo hubiera fantaseado ver, así que pensé “¡Qué demonios!”, y lo sugerí. ¿Su respuesta? “¡Buena idea! ¡He estado esperando para verla!” Resultado: una pasión compartida por las películas con un toque cultural… (se acaricia pensativamente la barbilla).

Películas románticas. Parte 1. Recientemente salió en las noticias una historia que decía que el género conocido como comedia romántica ha estado creando en las mujeres unas expectativas muy poco realistas en cuanto al amor. En caso de que se lo pregunten, esto no afecta a los hombres; ellos sufren de otros problemas causados por el celuloide, como la violencia y ver a las mujeres como objetos. Tengo que decir que prefiero mis comedias románticas con una buena dosis de realidad, lo que significa que normalmente disfruto las películas con temas que giran en torno a las decepciones amorosas y las cintas sobre ansiedad, inspiradas por las de Allen, mucho más que las romanticonas como las de Aaron Eckhart. En 23

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algunos casos, como la película Nuestros años felices, que vi por enésima vez recientemente, las adopto como si fueran terapia. He tenido momentos de inspiración en que me digo: “¡Sí! —porque soy una persona patética que ve películas so­la—. ¡Esa soy yo! ¡Ese es él! ¡Así que por eso sucedió!” Así que nada de expectativas poco realistas, mejor algo para reflexionar. Vamos a ponderar asuntos relacionados con el destino gracias a Si yo hubiera y ese otro ejemplo de genialidad cinematográfica, Serendipity (¿por qué lo hizo, Sr. Cusack? ¡Usted se portaba tan cool en Alta fidelidad!). O deseo no correspondido, como en Vanilla Sky y La elegida, esa película muy oscura donde Penélope Cruz se está tirando a su paranoico tutor de la universidad, Ben Kingsley, y se desata toda clase de problemas. Eso sí, a veces, ¡sorpresa!, veo películas sólo por diversión. Hace poco, estaba echada sobre la cama con Rublos, mi compañera número uno para echar la flojera, de nuevo vimos Llora nena, una película de Johnny Depp en sus inicios. Tan emocionantes fueron las escenas donde él le enseña a su inhibida novia cómo dar besos franceses, que tomé fotografías con mi teléfono y se las envié a los ami­gos que sabía que las iban a valorar.

Sábado 27 de junio

La gran cita Cuando llegó la noche de salir con Papá Gay, el miércoles tras nuestro fracaso inicial (y no exagero cuando digo que lo fue) me sentía bastan­te nerviosa. Durante el día estuve trabajando en la oficina de modas de don­ de a veces me llaman para cubrir a editores que se van de vacaciones. Por lo que respecta a oficinas, ésta está muy bien. He conocido gente en verdad adorable, empezando por una mujer a la que llamaremos Sra. Patz (en su vida paralela está casada con un cierto R-Patz). 24

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Ella es mi nueva amiga y todavía estamos en la etapa de luna de miel. Intercambiamos correos electrónicos ingeniosos, fumamos juntas, co­memos juntas. Es como la perfecta aventura de oficina. El día de la cita, me parece bastante razonable sugerirle que también venga. No a la cita como tal, obvio, sino para echarnos un trago antes de que él llegue, porque tengo que matar tiempo. Además, ella descaradamente quiere checarlo también. Desde ese entonces he descubierto que esto es una mala idea, desde el punto de vista de los chicos, porque, bueno, ya es suficientemente aterrador conocer a alguien en una primera cita sin llevar también a una amiga que esté sonriendo a lo tonto. Yo fui la amiga de la sonrisa estúpida cuando Angel conoció a su novio G, en su primera cita oficial. Después, le dijo que el hecho de que yo hubiera estado en esa ocasión fue muy desagradable. ¡Ups! Fue muy gracioso que acabara siendo en el mismo lugar, un pequeño bar español cerca de la calle Oxford, con sillones bonitos para besuquearse y una gran rocola. Es un pub bueno para citas. La Sra. Patz y yo estamos disfrutando una cerveza en uno de los gabinetes, mientras veo nerviosamente el reloj. Él estará aquí de un momento a otro. Y, a todo esto, ¿cómo era? Se lo describí a ella como yo (vagamente) lo recordaba. Sabes, más o menos con ese look americano de los años 90, con un copete rubio como el de Vanilla Ice, pero no tan ridículo. Tenis de moda. Etcétera. Fui al baño y, a mi regreso, la Sra. Patz me dice que cree haberlo visto. “¿Es bajito?”, pregunta, y su acen­ to de Glasgow hace que suene hasta más gracioso. Esta no fue la mejor manera de empezar y, si he de ser totalmente honesta, ni siquiera me acordaba. No creo que sea ridículamente bajito. Oh, Dios, ¿sí lo era? “¿Y trae una mochila?”, ella continúa. Ahora sí estoy realmente nervio­ sa. El problema de no haber estado para nada sobria: no te acuerdas de ni madres. Puedo notar que a la Sra. Patz no le pareció muy atractivo. 25

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Casi está sorprendida de que me hubiera fijado en él, aunque es demasiado amable para decirlo. Él reaparece en las escaleras y yo lo sa­ludo de lejos. Gulp… Lunes 29 de junio

La gran decepción Fue en el camino de regreso de nuestra ida al cine cuando empezaron a sonar señales de alerta. La parte de ir al cine estuvo bien, la película estaba buenísima, nos tomamos de las manos en la oscuridad, nos be­ suqueamos un poco. Bien. Luego, al ir al sur en camión por el Puente de Southwark, se ilumina el Ojo de Londres, que estaba a mi izquierda, y le doy a Papá Gay un apretón de hombros con entusiasmo. Soy muy dada a estar tocando, supongo, y cruzar el río siempre me hace temblar de emoción. Lo que nunca me hubiera imaginado es que Papá Gay se sacara de onda visiblemente, físicamente. Que yo pusiera mis brazos alrededor de su cuerpo, cito lo que dice, es “demasiado masculino”. ¿Qué demonios? Strike 1. A la cuarta cita, aproximadamente, strike 2. También tiene que ver con su inseguridad. A pesar de que lo animé a revivir su ambición por diseñar revistas, de que le insistí en que volviera a llamar a sus antiguos contactos, ya sabes, en vez de estarse pudriendo en el bar don­de trabaja, él no pudo devolverme el favor y apoyarme. Algo recurrente en las relaciones modernas, creo, es el hombre que no puede con una mujer exitosa (o, de manera quizá más precisa, con una mujer con huevos). Por ejemplo: cuando le estaba platicando de mi futuro viaje al desierto para hacer un reportaje del que yo sola gané el derecho de hacer para la revista Elle, al que iría con Lady Jane, respondió, “Ooh, ¿qué tal?”, con esa voz ridícula y quejumbrosa a la que 26

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me había acostumbrado. Lo dejé pasar, pero sabía que algo estaba muy mal (con él) cuando casi le da un ataque de nervios una vez que conseguí que nos pusieran en la lista de invitados para una tocada de Pete Doherty. Algo me olía mal: a inseguridad, a celos, a preocuparse por nimiedades. Se la pasó todo el rato molesto y haciendo caras. No entendí. ¿A quién no le gusta ir a un concierto gratis? Strike 3. Hay que agregar a esto el hecho de que era un poco aburrido, usa­ba ropa interior terrible (boxers de licra pegados con diseños de espirales setenteros, ya horrendamente deslavados), no poseía espontaneidad y llevaba esa maldita mochila a todos lados. Era momento de separarnos. Lo vi como una semana después cuando se atrevió a mostrar su cara en La Cueva. Yo estaba con Angel, como de costumbre. Ella le dio la espalda en el bar y movió su boca sin hacer sonido para discretamente decirme: “No está suficientemente bueno.” Martes 30 de junio El fin de semana —el fin de semana del festival de Glastonbury— me di cuenta de que mi actitud hacia los hombres tiene mucho en común con mi actitud ante los festivales musicales. Tiene que ver con deseos no cumplidos. Los esperas por mucho tiempo, te los imaginas hasta mejores con tu estúpido cerebro sobreactivo y crees que van a ser una cosa fantástica y maravillosa que te cambiará la vida, para después descubrir que son un poco decepcionantes. Todas estas esperanzas listas para que les llueva encima. Así es Papá Gay, una inmensa decepción. Pero hoy cuando me des­perté había una sensación de novedad en el aire. Glastonbury ya se acabó oficialmente, en este momento están sacando la basura de Worthy Farm y ya no tengo que lloriquear por no estar ahí. 27

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En vez de ir a Glastonbury (donde quería estar), acabé en un fes­ tival distinto, en Hyde Park, una noche. Estuvo suficientemente divertido porque iba con Angel, Rublos y una vieja amiga de la Universidad de la Moda de Londres, Pfeiffer. Nos reímos, vimos un par de bandas nuevas, divisamos —no lo creerás— a Ben Fogle en la “zona de invitados/prensa/comida elegante” (¡yupi!), pero no pude dejar de decir para en mi interior: eso no sucedería en Glastonbury. No te miento. Había una mujer que para ver a Echo and the Bunnymen se paró en un banquito. No me extraña que Ian McCulloch estuviera de mal genio, típico de las estrellas de rock. Parecía como si la multitud se hu­ biera adornado con accesorios del catálogo de Betterware. Verás, igual y yo estoy con X, pero secretamente, okay, descarada­ mente preferiría estar con Y, quien es más cool y más rockero. Es la disyuntiva de “el pasto siempre es más verde del otro lado”. Ya que lo preguntas, no había hombres guapos en el festival. Ni uno solo. Sólo papás cool y mucha gente chaparra. Para ser precisos, hombres chaparros subidos en los hombros de amigos más altos. De hecho, me dio lástima ese tipo. No por su estatura, sino porque una botella de cerveza que salió volando le pegó en la parte trasera de la cabeza. Después de eso se bajó.

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