COLLETTI.L-1977-La cuestión de Stalin y otros escritos

Lucio Colletti La cuestión de Stalin y otros escritos sobre política y filosofía EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Fuente

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Lucio Colletti

La cuestión de Stalin y otros escritos sobre política y filosofía

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Fuentes:

Principio del leninismo e altri scritti La nuova sinistra- Edizioni Samona e Savelli Roma, 1970 Il Marxismo e la "Filosofía della Storia" di Hegel Universita degli Studi di Salema Morano-Napoli, 1970 Marx, Hegel e la Scuola di Francoforte Rinascita, n.o 20 Roma, mayo 1971 Introduction to Karl Marx - Early Writings Penguin Books Londres, 1975 Marxismo e Dialettica © Laterza Roma - Bari, 1974 Traducción: Francisco Fernández Buey Angels Martínez Castells Portada: Julio Vivas

© Lucio Colletti © EDITORIAL ANAGRAMA, 1977

Calle de la Cruz, 44 Barcelona-17 ISBN 84- 339 -1401- 4 Depósito Legal: B. 20004 -1CJ77 Printed in Spain Gráficas Diamante, Zamora 83, Barcelona-5

INDICE

Nota introductoria, por Francisco Fernández Buey

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La cuestión de Stalin .

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El marxismo y la «Filosofía de la Historia» de Hegel

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Marx, Hegel y la Escuela de Frankfurt: conversación con Lucio Colletti

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Introducción a los primeros escritos de Marx

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Marxismo y dialéctica

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NOTA INTRODUCTORIA

La obra de Lucio Colletti aparece en cierto modo como una excepción en el marxismo europeo de nuestros días. Llegado al partido comunista italiano por una combinación de motivos entre los que él mismo destaca la orientación matetialista, científica, del método y de la doctrina en los que el movimiento comunista se inspira, así como la convicción de que b razón histórica en los duros días de la guerra fría correspondía a quienes luchaban por el socialismo en Asia y Europa, Colletti salió de esa organización, en la cual llegó a militar durante varios años, en la década de los sesenta. Y salió sin aspavientos, pero convencido de que la autocrítica antiestalinista de los partidos comunistas de la Europa occidental era por entonces mero adorno ideológico, declaración verbal casi siempre exenta de la radicalidad analítica necesaria. Ese convencimiento y su constante referencia al hecho de que la resolución de la crisis del movimiento comunista procedente de la III Internacional ha de empezar por el estudio, por la teoría, por la estimación de los fenómenos nuevos, le diferencian de otros mandarines burgueses de las letras que, como flores comunistas de un día, suelen escupir al cerrarse todo el veneno de las frustraciones personales y de las insatisfacciones cosechadas en un maridaje al que atribuyen luego la causa de su parcial ocaso o la imposibilidad S

de empezar a pensar por cuenta propia; y le diferencian también de los oportunistas de aparato, que tanto abundan desde 1968, para quienes la bondad o maldad de una línea política parece depender de su propia proximidad al vértice dirigente. Colletti no ha sido nunca hasta ahora ni de aquéllos ni de éstos. Al contrario, sí se repasa su obra escrita desde el momento de la ruptura con el PCI, podrá observarse que no abundan en ella los exabruptos contra los viejos amigos naturales ni la monótona y desesperante cantinela de quien hace de la justificación de la ruptura la única razón a veces mercantil, para seguir produciendo. Pero su actitud no es tampoco el conformismo acrítico o la escéptica espera en que los hechos nuevos acaban dando la razón al disidente de otro tiempo. Su estar en el movimiento comunista parece ser más bien fría pasión, radicalidad en la crítica de aquellas iniciativas del marxismo mayoritario que considera erróneas, y radicalidad, igualmente, en el análisis de esa compleja degradación a la que un día se llamó «culto a la personalidad de Stalin» o en la estimación de las conclusiones que deberían sacarse de ahí para la práctica política en occidente. Es en este sentido en el que hay que leer trabajos, tan interesantes también por otras razones, como el que abre la selección de escritos de Colletti que aquí se presenta. Esa insólita situación de «independiente» en el seno del movimiento comunista no es en absoluto cómoda, y menos para un filósofo como es Colletti, para un filósofo que luego de haber afirmado la importancia de la relativa autonomía de la teoría respecto de la política inmediata llega a la conclusión drástica de que la agravación de los problemas del marxismo como doctrina y del comunismo como práctica y aspiración hacia la liberación de la humanidad exigen superar la fase de reflexiones como las que se hacen en El marxismo y Hegel para dar primacía a la economía y a la sociología, al análisis socieconómico. Este saber y la lucidad del convencimiento que le acompaña tampoco están exentos de autocontradicciones y dificultades. La más importante de las cuales, aquélla en la que, en mi opinión, se encuentra hoy 6

la obra de Lucio Colletti, es la de moverse todavía en dos planos de la reflexión marxista demasiado alejados entre sí: el de la naturaleza científica de las propuestas marxianas para la construcción de una ciencia de lo social, y el del publicismo de las afirmaciones categóricas acerca de los ejemplos prácticos, inmediatos, que tenemos hoy, tanto en lo que hace a la construcción del socialismo en sociedades como la URSS o China cuanto en lo que hace a las propuestas alternativas que se concretan en la estrategia de los principales partidos comunistas del área mediterránea. Pues entre esos dos planos falta otro, el plano mediador, aquél precisamente que el propio Colletti considera esencial, el trabajado por Hilferding en El Capital financiero, por Rosa Luxemburg en La acumulación de capital o por Lenin en El imperialismo. Así las cosas, parece como si toda la lucidez del filósofo Colletti hubiera que verla en su papel de husmeador que indica los parajes por los cuales, después de un apropiado reconocimiento del terreno por otros perros de caza, pudiéramos hacernos propiamente con el objeto que interesa, con la pieza por aferrar. Ese, se dirá, ha sido siempre, tradicionalmente, el papel del filósofo. Y, en efecto, hay que reflexionar sobre la aparente paradoja de que, hasta cuando éste se hace marxista, incluso cuando cree estar haciendo ciencia en sentido estricto, pocas veces supere la misión anterior al «levantar la liebre». ¿No dijo Marx que el materialismo histórico es la fusión del proletariado con la filosofía clásica alemana? El propio Colletti parece haber llegado a la convicción, en estos últimos años, de que en ese tema también Marx dormía a veces, o, dicho de otro modo, que en El Capital no puede verse más que una introducción a la fundamentación de la cienica de lo social en la cual la contraposición entre ciencia y filosofía sigue existiendo. Tal vez por todo eso, por la radicalidad con que su obra (tanto cuando versa sobre temas teóricos generales como cuando versa sobre experiencias sociopolíticas concretas como el estalinismo, la revolución china o la vía pacífica al socialismo) señala zonas problemáticas y por la falta de mediación que en ella hay entre esos dos planos, el filósofo comunista «independiente» no

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suele ser del agrado de las sectas, sean éstas pequeñas o grandes, y así la producción de Colletti y su actividad han sido puestas en cuestión sucesivamente por algunos de los principales representantes del marxismo mayoritario en Italia que ven en él un modo de moverse próximo al del intelectual tradicional, por los jóvenes maoístas necesitados de dogmas que ven en el criticismo de Colletti demasiados distingos y, más recientemente, por algunos sectores del nuevo movimiento estudiantil italiano que quizás se lo deben representar como la quintaesencia de la academia roja. Pero, frente a esos críticos, podría decirse que el callejón en el que se ha metido la obra de Colletti sobre todo después de la Entrevista concedida a la New Left en 1974 es paradigmáticamente la encrucijada de uno de los marxismos más interesantes y productivos de las últimas décadas. Y si bien es verdad que en ese marxismo apunta a veces el fatalismo escéptico de quien por saberlo todo sobre la historia pasada sabe tal vez demasiado sobre el universo presente, mientras encontramos las mediaciones necesarias y las prácticas correspondientes para salir del dilema abierto entre socialdemocracia y estalinismo, ¿no es mejor el criticismo radical que la beata insistencia en edulcorar la falta de libertades en los países llamados socialistas o en embellecer, de forma utopista, un futuro paraíso pluralista construido a golpe de ideología? En cualquier caso, reflexionando acerca de ensayos como «La cuestión de Stalin», «Marxismo y dialéctica», etc., el lector tendrá algunos elementos de juicio más para decidir sobre esa pre. gunta. FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

17 abril, 77.

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LA CUESTION DE STALIN

Cuando, en noviembre de 1917, el partido bolchevique desencadenó la insurrección y tomó el poder, la idea que dominaba en la mente de Lenin y de sus camaradas era que aquel hecho sería el primer acto de la revolución mundial. Aquel acto no tuvo lugat en Rusia antes que en otro país porque se considerase que la Rusia de entonces estaba ya madura, desde el punto de vista de la situación interna, para la revolución socialista, sino que, si así ocurrió, fue porque la guerra mundial en curso desde 1914, las enormes matanzas en los campos de batalla, las derrotas militares, el hambre y la miseria profunda de las masas habían hecho precipitar, en ese país antes que en ningún otro, la crisis social y política, determinando en febrero de 1917, con el hundimiento del zarismo, el nacimiento de una república democrático-burguesa incierta y vacilante, incapaz de hacer frente a la desarticulación de la sociedad y a las primordiales exigencias vitales de las masas populares. Dicho con otras palabras: la idea dominante era que el partido bolchevique podía tomar el poder y dar inicio también en Rusia a la revolución socialista, pese al secular atraso del país, porque la guerra mundial había confirmado una vez más lo que ya pudo vislumbrarse en 1905. A saber, que precisamente por

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-y no a pesar de ello- su atraso y por la suma de contradicciones viejas y nuevas que se anudaban a su alrededor, Rusia era el punto más explosivo y a la vez el «anillo más débil» de la cadena imperialista mundial; un anillo que, una vez roto, desarticularía toda la cadena acelerando el proceso revolucionario en los países más industrializados y evolucionados de Europa, con Alemania a la cabeza. El proyecto no era, pues, realizar la revolución en un país determinado, aunque en este caso se tratara de un país de proporciones tan gigantescas como el imperio zarista, a caballo sobre dos continentes. El proyecto era la revolución mundial. La revolución que los bolcheviques hicieron en Rusia no fue esencialmente concebida por éstos como una revolución rusa, sino como la primera etapa de una revolución europea y mundial, pues en tanto que fenómeno exclusivamente ruso no tenía para ellos ningún sentido, ninguna validez, ninguna posibilidad de sobrevivir. Por consiguiente, el país en el cual se acababa de poner en marcha el proceso revolucionario no interesaba a los bolcheviques por sí mismo, esto es, por sus características y su destino nacional, sino como plataforma desde la cual había de arrancar una subversión mundial. Europa era entonces -o parecía serlo todavía- el corazón del mundo. Por ello -se pensaba- si, anancando desde la Rusia atrasada pero inmensa, la revolución triunfaba en Alemania, en el imperio austro-húngaro, en Italia, etc., el eje del mundo entero saltaría hecho pedazos. Lo que maravilla hoy, cuando uno retrocede con la mente a aquellos tiempos, es el inmenso trabajo y la inflexible determinación a través de los cuales el partido bolchevique llegó, en un lapso relativamente breve, a perfilar y redondear esa visión estratégica. El primer Jato que impresiona en esa visión es la rígida intransigencia respecto de cualquier concesión nacionalista. En los últimos años del siglo pasado, el marxismo había penetrado en Rusia no sólo como una ideología extraña, gestada en el seno y en la historia de la Europa occidental, sino negando además abiertamente -basta con recordar la implacable polémica de Plejánov y Lenin con el populismo- que Rusia tuviera una «misión» par10

ticular que realizar en el mundo, una «vÍa» propia, «privilegiada» para llegar al socialismo. Los primeros núcleos marxistas de aquello que luego sería el partido socialdemócrata ruso no vacilaron en defender la vía de la occidentalizacián frente a las tendencias eslavófilas profundamente enraizadas en la cultura rusa y que con frecuencia representaban las posiciones más combativas y revolucionarias en el ámbito político. No se confiaba en que el desarrollo económico y social del país dependiera de las virtudes primigenias de la Gran Madre Rusia. El desarrollo era la industrialización, el surgimiento del capitalismo. Las únicas medicinas que podrían curar los males causados por el «atraso asiático» de la Rusia zarista eran la ciencia y la técnica occidentales, el desarrollo industrial capitalista que había de producir al mismo tiempo el desarrollo del moderno proletariado de las fábricas. La importancia de ese dato ideológico de fondo, y la fuerza con que toda la primera generación marxista rusa trabajó en base al mismo, están documentados por la monumental investigación de Lenin dedicada al Desarrollo del capitalismo en Rusia. En la última década del siglo XIX los marxistas rusos se encontraron de este modo en la difícil posición (que los populistas no dejaron de explotar polémicamente) de propugnar, aunque con una intención y con una perspectiva radicalmente distintas, el mismo proceso de industrialización acelerada defendido entonces con calor por la gran burguesía liberal. La idea que dominaba en ellos era la misma que constituye el corazón y el núcleo de todo el pensamiento de Marx. La revolución socialista es la revolución guiada y dirigida por la clase obrera, pero la clase obrera se desarrolla con el desarrollo mismo del capitalismo industrial. La revolución socialista es la emancipación completa del hombre, pero esta emancipación presupone, entre sus condiciones históricas y materiales, no sólo la «socialización del trabajo» o formación del «obrero colectivo», no sólo un aumento vertiginoso de la productividad del trabajo, sino también una ruptura de los límites localistas y corporativos que -al igual que todas las demás condiciones- únicamente se realiza en el marco de la producción industrial moderna y del mercado capi-

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talista mundial. Sin esos dos presupuestos decisivos, a saber, por una parte, un teatro revolucionario que abarca todo el mundo y en el cual hay que realizar la unificación del género humano o comunismo mundial, y por otra, un sujeto revolucionario ligado a procesos de trabajo racionales y científicos, como lo es precisamente el obrero y el técnico moderno, la argumentación global de Marx sería un castillo en el aire. Ello no obstante, ya en los primeros años del siglo el marxismo ruso iba a introducir en el tronco de esas premisas una serie de especificaciones y a veces de variantes, las cuales -al permitir ajustar el tiro a las particularidades del terreno social y político en el que este marxismo tenía que operar y, por tanto, a la sociedad rusa de la época- iban a propiciar que se incidiera profundamente en la realidad y se actuara prácticamente como fuerza revolucionaria. La primera - y una de las más importantes de esas especificaciones- fue la concepción «jacobina» del partido, introducida, como es sabido, por Lenin. En base a esa concepción el partido se configuraba como «partido de cuadros» o de «revolucionarios profesionales», en suma, como elemento de vanguardia fuertemente centralizado. Tesis ésta en la que no es difícil reconocer el elemento de presión -por no decir de imposiciónque sobre el marxismo ruso ejercieron las especiales condiciones de ilegalidad en las que el partido tenía que actuar bajo la autocracia zarista. La segunda especificación, en cambio -o, para ser más exactos, en este caso, la segunda variante-, fue la puesta en discusión del esquema clásico marxiano {o, más precisamente, de aquello que hasta entonces se había pensado que era el esquema de Marx); esto es, la concepción de las dos épocas o etapas de la revolución -la democrático-burguesa y la propiamente socialista- como fases distintas y que deben situarse en períodos históricos sucesivos. El problema que en ese sentido había que afrontar estaba más estrechamente vinculado que nunca a la especificidad del terreno operativo ruso; pero en este caso era de tal alcance que habíll ~e imprimir un pwf~nd9 sello a toda la

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estrategia y al destino mismo del partido obrero. En efecto, dado el carácter autocrático del régimen zarista y la completa falta de toda forma de constitucionalismo liberal (además del todavía muy débil desarrollo del capitalismo industrial moderno, por supuesto), la situación resultante era que el partido marxista se veía obligado a actuar en un ambiente en el que, por unánime reconocimiento, antes de la revolución socialista debería tener lugar la revolución burguesa. Ahora bien, ¿cómo tenía que comportarse el partido marxista ante esta revolución (que habría favorecido también el posterior desarrollo capitalista además de favorecer el aumento y organización de la propia clase obrera)? Es un hecho que prácticamente hasta finales de 1905 los marxistas rusos se contentaron por lo general con aceptar la tesis según la cual una revolución socialista no era posible en un país económicamente atrasado como Rusia, esto es, en un país en el que el proletariado industrial constituía una pequeña minoría y en el que todavía no había tenido lugar una revolución burguesa. En Rusia -pensaban los marxistas- la revolución no podía ser sino una revolución burguesa, y la función de los socialdemócratas rusos no podía ser otra que la de apoyar a la burguesía, renunciando a hacer la revolución por cuenta propia. Pero después de 1905 los únicos que continuaron defendiendo esa tesis fueron los mencheviques. En el transcurso de la revolución de 1905, al lado de la línea de éstos (que implicaba alternativamente el apoyo a la burguesía liberal en la realización de la revolución burguesa y una política de abstención por parte del partido socialdemócrata, el cual no debía «mancharse las manos») tomaron definitivamente forma en el movimiento obrero ruso otras dos alternativas estratégicas (contrapuestas a la primera y opuestas entre sí): la de la «dictadura democrático-revolucionaria de los obreros y de los campesinos» elaborada por Lenin, y la de la «revolución permanente» de Trotski. Con respecto a los mencheviques, estas dos líneas tenían en común el hecho de asignar a los socialdemócratas rusos un papel dirigente y positivo también en el curso de la revolución democrático-burguesa; pero dentro de esa coincidencia había diferen-

cías tan profundas que ambas líneas eran antitéticas en todo lo demás. Efectivamente, mientras Lenin pensaba que el partido debía hacerse promotor de una coalición revolucionaria obrero-campesina, la cual, si bien -al realizar la revolución burguesa- habría preparado el terreno para la revolución socialista, se quedaría (dada la preponderancia de las masas campesinas), al menos durante todo un período histórico, en una revolución exclusivamente burguesa. Trotski, por el contrario, consideraba que el proletariado ruso tenía que apoyarse en los campesinos, desde luego, y guiarlos a la revolución burguesa, pero que no podría detenerse ahí, ya que, al completar la revolución burguesa, sería un hecho inevitable que el proletariado se lanzara a iniciar la propia revolución sin solución de continuidad. Es importante señalar que ambas líneas, las cuales habían nacido precisamente del esfuerzo por dar una respuesta al problema específico de la revolución en Rusia, presuponían, sin embargo, más o menos explícitamente, la necesidad de una integración, un apoyo o un complemento a nivel internacional; y que, sin esa referencia, o sea, restringidas a los límites de la sociedad rusa de la época, ambas líneas se juzgaban decididamente impracticables y arbitrarias. La línea de Lenin -sin ese complemento- era impracticable porque exigía al proletariado participar como protagonista y fuerza dirigente en la instauración, a través de la revolución democrático-burguesa, de un régimen en el que el propio proletariado habría encontrado únicamente el reinado generalizado de la explotación capitalista y del trabajo asalariado. Y la línea de Trotski era impracticable porque propugnaba la continuación ininterrumpida de la revolución burguesa a la revolución socialista én un país en el que el proletariado industrial era sólo una pequeña isla rodeada de un ilimitado mar campesino. De todas formas, pese a sus diferencias y pese también a ciertas limitaciones reales, sensibles sobre todo en las teorizadones de 1905, lo que daba fuerza y originalidad a esos dos razonamientos era el hecho de que ambos ponían resueltamente en su centro la contradicción real en la cual se encontraba el

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partido ruso. A saber, la de ser el partido de la revolución socialista en un país profundamente inmaduro para esa revolución, siendo al mismo tiempo un partido nacido con ese destino y situado en aquella situación aparentemente equívoca, no por motivos casuales o fortuitos, sino por razones históricas profundas. Al colocar en el centro de la argumentación aquella contradicción, las dos líneas se basaban en ciertos elementos de análisis nuevos que sólo saldrían plenamente a la luz y encontrarían su explicación adecuada algunos años más tarde, en el marco de la teoría leninista del imperialismo. El primero de esos elementos era la concepción de que en el siglo xx no puede haber ya burquesía revolucionaria (y de ahí la inevitabilidad de que el proletariado dirigiera por sí mismo y en primera persona también la revolución democrático-burguesa en aquellos países en que ésta estaba aún pendiente); mediante ese elemento se recuperaba y desarrollaba toda la argumentación esbozada por Marx en su análisis de la historia de la Alemania moderna, esto es, su razonamiento acerca de la debilidad e incapacidad de la burguesía alemana para resolver el problema de su propia revolución romniendo así el compromiso con los ¡unkers prusianos. El segundo de esos elementos -más abiertamente innovador- era aquel por el cual empezaba a afirmarse la hipótesis de que la revolución socialista no tenía por qué estallar necesariamente, en su inicio, en el corazón de los países de capitalismo avanzado de Occidente, sino que podía tener su principio en el Oriente atrasado, o por lo menos en zonas relativamente periféricas respecto de las metrópolis y de los centros neurálgicos del sistema. Tesis, esta última, que prefigurando en cierto modo lo que luego sería el discurso de Lenin sobre el imperialismo preparaba ya para el reconocimiento de lo que él mismo iba a llamar la ley del «desarrollo desigual», o sea, de que el punto más explosivo del sistema mundial no es necesariamente el anillo más fuerte sino que puede serlo, en cambio, el «anillo más débil» desde el punto de vista del desarrollo capitalista, un anillo que, pese a su debilidad, está cargado de potencialidad revolucionaria y de fuerzas en tensión

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precisamente porque acumula las viejas contradicciones juntamente con las nuevas. Se ha observado a menudo -y los mencheviques fueron, por lo demás, los primeros en ponerlo de manifiesto -que el esquema y la concepción original de Marx sufrían en esas dos vías algunas modificaciones profundas. Sin embargo, la impresión que uno saca de ahí -en un examen desapasionado hoy permitido por la lejanía histórica -es que, pese a todas las variaciones y modificaciones introducidas, tanto la línea de Lenin como la de Trotski no sólo conservan lo esencial del análisis de Marx, sino que además resultan inconcebibles fuera de ese análisis. Pues, precisamente porque ambas recogen el «desafío» lanzado por la historia, es decir, el desafío que representa pensar las tareas revolucionarias de un partido obrero marxista en un país todavía (relativamente) atrasado, lo característico de esas dos líneas es no sólo la consciencia de que el desenlace que estaba madurando tenía que ser por fuerza (y con independencia de su punto de arranque) un desenlace revolucionario internacional -como única respuesta adecuada al sistema imperialista mundial-, sino además el convencimiento de que el lugar decisivo en el cual se jugaba la partida tenía que ser el centro y las metrópolis mismas del capitalismo (en el lenguaje de la época, eso quería decir particularmente Alemania), por lo que, en consecuencia, el protagonista principal no podía ser sino el moderno proletariado industrial, el sujeto histórico de la revolución en el que pensaba Marx. Es importante tener muy claros esos dos puntos no sólo porque corresponden a la verdad histórica, esto es, a la consciencia con que el partido bolchevique tomó el poder en 1917 y en base a la cual continuaron pensando y actuando todos sus dirigentes al menos hasta 1924, sino también porque solamente la referencia consciente por parte de aquellos protagonistas a las líneas y contenidos del análisis de Marx permite dar razón de lo que constituye el rasgo más relevante de la mayoría de los mismos. A saber: el conocimiento que muy a menudo mostraron tener del carácter «excepcional» y en cierto modo, como se ha dicho, «contradictorio» de las tareas que tenía que afrontar el partido ruso

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en tanto que instrumento de la revolución socialista en un país todavía inmaduro para ella. Hay, a este respecto, una página muy clarificadora de La guerra de los campesinos en Alemania, de Friedrich Engels, que puede ayudarnos a expresar lo que pensamos: «Lo peor que puede ocurrirle al jefe de un partido extremo es verse obligado a tomar el poder en un momento en el que el movimiento no está todavía maduro para el dominio de la clase que él representa y para la puesta en práctica de aquellas medidas que el dominio de dicha clase exige. En ese caso lo que él puede hacer no depende de su voluntad sino del grado alcanzado por los conflictos entre las clases particulares y del grado de desarrollo de las condiciones materiales de existencia y de las relaciones de producción y cambio.» «Lo que debe hacer -prosigue Engels-, lo que su partido exige de él [ ... ] se halla vinculado a las doctrinas que ha profesado y a las reivindicaciones que ha avanzado hasta aquel momento [ ... ]. Por eso se encuentra necesariamente ante un dilema insoluble: lo que él puede hacer contradice todo lo que ha hecho anteriormente, sus principios y los intereses inmediatos de su partido; y lo que debe hacer es irrealizable. En suma, se ve obligado a representar a la clase para cuyo dominio el movimiento está maduro, y no a su partido, a su clase. En interés del movimiento tiene que dar satisfacción a los intereses de una clase que no es la suya y arreglárselas con su propia clase mediante frases y promesas, mediante la afirmación de que los intereses de aquella clase ajena son los intereses de su propia clase. Quien cae en esa falsa posición -concluye Engels- está irremediablemente perdido.» Ahora bien, aparte del hecho de que ninguno de los dirigentes bolcheviques -y Lenin menos que los otros- habría aceptado nunca la perspectiva de considerarse irremediablemente perdido, lo que interesa poner de manifiesto es que el partido bolchevique demostró en varias ocasiones tener pleno conocimiento de la contradicción en que les obligaba a actuar la historia y el desarrollo del imperialismo; que -para dominar esa contradicción y no verse arrastrado por ella- el partido bolchevique eligió la

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única vía justa que existe: no el camino de ignorar u ocultar la contradicción, sino el de asumir abiertamente los términos de la misma en su propia estrategia. Esto no vale solamente para explicar las primeras actuaciones del poder bolchevique después del 17, como el decreto sobre la distribución de la tierra a los campesinos o el del reconocimiento del derecho de los pueblos a la autodeterminación (esto es, a separarse -si lo deseaban- de Rusia, rompiendo la unidad del ex-imperio zarista) -medidas todas ellas que, como es sabido, fueron criticadas por algunos, entre ellos por la Luxemburg, con la acusación de que eran todavía medidas exclusivamente democrático-burguesas, contraproducentes o al menos obstaculizadoras para la futura creación de una sociedad socialista. Ní vale solamente para explicar el largo camino por el que pasó la reflexión de Lenin acerca de la naturaleza de la revolución de octubre (esto es, si su carácter era verdaderamente socialista) tanto en las semanas inmeditamente anteriores a la conquista del poder como, más tarde, en el 19 o en el 21; duro y largo trabajo de reflexión éste, que tuvo su reflejo, por lo demás, en la misma denominación oficial dada al nuevo poder («Gobierno de los obreros y de los campesinos») en la cual, si bien se prescindió incluso del nombre de Rusia para mejor subrayar así la proyección internacionalista del nuevo poder, se dio cabida en los símbolos, junto a la clase obrera, a una segunda clase (la campesina) cuya función primordial no estaba prevista en la originaria teoría de la «dictadura del proletariado». Lo dicho vale también para explicar casi todos los actos y los zig-zags de la política leniniana, desde el principio al final. Hoy parece considerarse necesario -y no seré yo quien me oponga a esa exigencia- un nuevo análisis desapasionado de ciertos puntos nodales del pensamiento y de la obra de Lenin. Los temas que más inquietud producen en nuestros días son, como es sabido, por una parte la concepción leniniana del partido y, por otra, el retraso con que Lenin llegó a apreciar el papel y la significación de los soviets, presentes ya durante la revolución de 1905. Se trata -como puede intuirse fácilmente- de interrogantes que brotan sobre todo a la luz y sobre la base de 18

lo que ocurrió en Rusia después de la muerte de Lenin. Y vuelve a descubrirse así el sentido profético de las célebres palabras de Rosa Luxemburg en su opúsculo sobre La Revolución rusa: «La fatal consecuencia de ese sofocar la vida política en todo el país es que la vida se va paralizando cada vez más en los mismos soviets. Sin elecciones generales, sin ilimitadas libertades de prensa y de reunión, sin la libre lucha de opiniones, la vida muere en cada una de las instituciones públicas, se convierte en vida aparente en la que la burocracia sigue siendo el único elemento activo. La vida pública cae lentamente en el letargo; varias docenas de dirigentes del partido, con una energía inquebrantable y un idealismo ilimitado, dirigen y gobiernan, pero tras ellos guía en realidad una docena de mentes superiores, y una élite de la clase obrera es convocada de cuando en cuando a reuniones para aplaudir los discursos de los jefes y para votar por unanimidad las resoluciones que se le proponen. En el fondo es, por tanto -concluye Rosa Luxemburg-, un gobierno de secta, una dictadura, ciertamente, pero no la dictadura del proletariado, sino la dictadura de un puñado de hombres políticos, una dictadura en la significación burguesa del término, en su significación jacobina.» Es un hecho que -como el propio Lenin reconoció prontola forma del régimen político que salió de la revolución de octubre en Rusia no fue nunca, ni siquiera al principio, una dictadura del proletariado sino una dictadura del partido a expensas del proletariado. A causa del «bajo nivel cultural de las masas obreras -escribía Lenin ya en 1919- los soviets, que por su programa deberían ser órganos de administración dirigidos por los obreros, son en realidad órganos de administración para los obreros dirigidos por la vanguardia del proletariado, no por las masas obreras». En ese mismo año Lenin afirmaba, no menos explícitamente, que la dictadura del partido debía considerarse como la forma real de la dictadura del proletariado y precisaba que «la dictadura de la clase obrera es realizada por el partido de los bolcheviques, el cual, desde 1905 o incluso desde antes, ha estado unido a todo el proletariado revolucionario». 19

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Ello no obstante, sensibles como somos a los problemas que aquí se plantean, creemos que es también un deber subrayar con fuerza dos cosas. A saber: l) que esas «contradicciones» de la política de Lenin y de los bolcheviques no fueron algo ocasional o fortuito surgido después de la conquista del poder, sino que fueron una de las tantas formas en que se presentó siempre la contradicción de fondo que antes hemos intentado ilustrar, esto es, la contradicción en que se ve envuelto un partido que es instrumento de la revolución socialista en un país todavía inmaduro para ella, una contradicción, en suma, de la cual no puede acusarse con ligereza a Lenin sin acusarle al mismo tiempo de üquello que le imputaron los mencheviques, o sea, de haber hecho la revolución en vez de dejar el poder a Kerenski. Y 2) que, como se desprende de los breves pasos citados, esa contradicción fue asumida siempre (o casi siempre) por Lenin y por las cabezas más lúcidas del partido bolchevique con pleno conocimiento, esto es, tematizada y declarada abiertamente. Lo cual no es sólo -como podría pensarse- cuestión de forma, sino también de contenido o sustancial, puesto que -al declarar abiertamente la contradicción- se estaba planteando también el problema de los instrumentos que había que utilizar, si no para subsanar dicha contradicción, sí al menos para contenerla y mitigarla (piénsese, por ejemplo, en la reconstrucción que nos proporciona Moshe Lewin en La última batalla de Lenin). Es muy probable que el error de Lenin haya sido el hacer a veces, demasiado fácilmente, «de necesidad, virtud», o sea, el preparar los instrumentos que se requerían para actuar en Rusia sin poner de manifiesto al mismo tiempo y de modo explícito las limitaciones históricas, sociales y políticas en cuyo marco se imponían y podían considerarse válidos dichos instrumentos. Tal pudo ser el caso, por ejemplo, en lo que hace a la fuerte centralización del partido (partido que vivió, por lo demás, en condiciones casi siempre ilegales); pero no lo es, en cambio, según pienso, en lo que concierne a ese otro aspecto de su teoría (el de la «consciencia política>~ a la cual la clase obrera es elevada

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«desde fuera») que tanto escándalo provoca hoy en el obrerismo espontaneísta de ciertos intelectuales. Pues cuando tenemos que enfrentarnos con el dato esencial (contra el cual ningún sofisma valdrá nunca) -el dato de la Rusia inmadura para la transformación socialista- se ve que aquel partido (cerrado, exiguo y, sin embargo, permeado por una dialéctica política que hoy resulta casi imposible de imaginar) era el instrumento indispensable para actuar en aquellas condiciones. Aunque resulte desagradable insistir sobre esa evidencia, no hay más remedio que repetir que el «aislamientm> de la vanguardia bolchevique con respecto a las masas no fue una «elección libre» de Lenin, o una consecuencia de «SU» política, sino que fue el dato impuesto por la situación objetiva. Puede objetarse que si globalmente Rusia estaba, en efecto, atrasada, no ocurría lo mismo con algunos de sus centros industriales, y que aunque el país era el menos desarrollado de Europa, también es verdad que, en algunos sectores, había creado una industria que figuraba quizás entre las más modernas del mundo y cuyo «coeficiente de concentración -como ha observado Deutscher- era más elevado incluso que el de la industria americana de entonces». Pero aunque esto es cierto y sirve precisamente para explicar cómo -a diferencia de la revolución china, que ha sido esencialmente una revolución campesina- la revolución de octubre fue en su esencia una revolución obrera, una revolución que se propagó desde la ciudad al campo y no a la inversa, tampoco puede olvidarse la génesis artificial y promovida desde arriba de aquella concentración, el breve lapso de tiempo en que se produjo y, finalmente, que Rusia seguía siendo globalmente un país de aplastante mayoría campesina. Perder de vista esa situación significa cerrar toda posibilidad de entender la obra y la acción de Lenin. Pues, en efecto, siendo expresión -al menos en los años inmediatamente anteriores al 17- de núcleos de clase obrera altamente concentrados y, por tanto, potencialmente dotados de características como son la disciplina, la organización, la consciencia de vanguardia, propias del «obrero colectivo» m9derno, el partido bolchevique «estaba en

las nubes» respecto de la relación con la totalidad del país. Ese estado de cosas -no muy distinto en su sustancia del descrito por Engels en La guerra de los campesinos en Alemania- llevaba consigo una trampa objetiva, la consciencia de la cual domina toda la obra y toda la acción de Lenin: la trampa de un partido que -en tanto que instrumento cuya finalidad era la revolución socialista- estaba obligado a contar con un inevitable «aislamiento» y con una inevitable distanciación respecto de los estratos más amplios y profundos de la atrasada sociedad rusa. De ahí la tendencia, que este partido tenía que sufrir, a cerrarse y concentrarse en sí mismo, esto es, a presentarse no sólo como «vanguardia» sino precisamente como el depositario de un proyecto político inconcebible para los más porque era «prematuro». Pero además se trataba de una trampa que el partido tenía que eludir a toda costa si realmente quería actuar como fuerza revolucionaria, o sea, como fuerza movilizadora de las masas, y no como simple organización «putschista». Se plantea aquí un problema al que ya se ha perdido desde hace tiempo el hábito de prestar atención y que, en cambio, tuvo en Lenin una relevancia y una importancia siempre central. Me refiero al problema del consenso, esto es, a la necesidad que el partido tiene de actuar en el sentido de las aspiraciones profundas de las grandes masas, respetándolas. Basta con hojear a voleo los escritos de Lenin, particularmente los de 1917, para encontrar en ellos una insistencia continua sobre este tema. «El partido del proletariado no puede en absoluto plantearse el objetivo de "instaurar" el socialismo en un país de pequeños campesinos si antes la aplastante mayoría de la población no ha tomado consciencia de la necesidad de una revolución socialista.» O en otro paso: «Nosotros -escribe Lenín- no somos blanquístas, no somos partidarios de la conquista del poder por obra de una minoría. Somos marxistas». «La Comuna -esto es, los soviets de diputados obreros y campesinos- no "introduce'', no propone "introducir" ni debe introducir ninguna reforma para la que no esté absolutamente madura la realidad económica y la consciencia de la aplastante mayoría del pueblo. Cuanto menor es la

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experiencia organizativa del pueblo ruso, tanto más decididamente es preciso proceder a la edificación organizativa por obra del pueblo mismo.» Los problemas que aquí se interrelacionan merecerían un capítulo independiente para cada uno de ellos, pero el lector deberá esforzarse para intuirlos por sí mismo. En efecto, lo que hemos llamado problema del consenso es al mismo tiempo la cuestión -tan característica y esencial en el leninismo- de la atención prestada al tema de los campesinos y la vinculación en general con la pequeña burguesía. («Rusia -escribía Lenin en 1917- es un país de pequeña burguesía. La inmensa mayoría de la población forma parte de esa clase.») Y es también el problema de las nacionalidades, así como el problema de las masas del mundo colonial. Y es igualmente, por último, el problema (el más importante de todos y sobre el que cada vez se tiene menos consciencia hoy) de la necesidad de que la lucha de clases se estructure y artícule como lucha política, esto es, como lucha que, al transpasar los límites del simple obrerismo, tiene que plantearse ine vitablemente también la cuestión de las alianzas de acuerdo, por los demás, con lo que ya decía Marx desde 1844. O sea, que si bien la revolución socialista es una «revolución política con un alma social» no basta, sin embargo, con el alma o el contenido social, sino que precisa igualmente la forma política, aunque no sea más que porque «la revolución en general es un acto político» y «sin revolución el socialismo no puede realizarse». Esa atención a la conquista del consenso entre las masas y, por otra parte, el objetivo distanciamiento que en cierto modo hacía que el programa socialista «se fuera por las nubes» en lo que hace a la relación con los estratos más profundos de la atrasada sociedad rusa, explica los zig-zags y las continuas actualizaciones de la política leniniana, así como por qué ésta se movía siempre en la tensión entre dos exigencias antitéticas. La primera exigencia, que imponía atenerse a la situación rusa, obligaba no sólo a diferir los objetivos propiamente socialistas sino también a que, mientras tanto, el sujeto y el depositario de éstos fuera únicamente el partido; la segunda exigencia era la de que, al ver

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en Rusia. solamente el punto de partida y la plataforma temporal de la revolución europea o mundial, se estaba haciendo una anticipación sobre el estado de cosas existente para delinear así no sólo la perspectiva de la transición al socialismo, sino además el objetivo de la sociedad comunista propiamente dicha. De ahí la fuerza y la proyección ideal de El Estado y la revolución, escrito «utópico» si se tiene en cuenta el momento y el lugar en que fue redactado, y, por otra parte, imprescindible estatuto de los objetivos y finalidades de toda auténtica revolución socialista; y de ahí también --en el aspecto opuesto- la perplejidad, las dudas y ese constante volver -casi en el momento mismo en que estaba realizándose la revolución de octubre- sobre la naturaleza y el significado de esta revolución. Elemento, este último, en el que no sólo se toca con la mano la dramática seriedad del marxismo de Lenin, sino por el que además Lenin se distancia de todos los demás -de Zinoviev, de Kámenev, de Stalin, de Bujárin e incluso de Trotski- para erigirse, precisamente por esa incertidumbre suya, como el protagonista más consciente de todos. En agosto de 1921 Lenin escribe que entre noviembre del 17 y el 5 de enero del 18 la revolución había sido democrático-burguesa y que la etapa socialista se había inaugurado sencillamente con la instauración de la democracia proletaria. Pero al mismo tiempo deja entrever también otra periodización: la etapa socialista se habría alcanzado cuando el movimiento del comité de los campesinos pobres llevó al campo la lucha de clases contra los kulaks. Y la oscilación no acaba ahí. Dos meses despué~, en octubre de 1921, se presenta todavía una nueva periodización en base a la cual la etapa democrático-burguesa de la revolución no habría terminado hasta ese mismo año de 1921, es decir, en el momento mismo en que Lenin estaba escribiendo eso. El hecho es que en el fondo y en la base de todas esas vacilaciones estaba el elemento que menos se había previsto, esto es, que el presupuesto decisivo con el cual contaba el grupo dirigente bolchevique en el momento de la toma del poder, y que habría servido por sí solo para equilibrar de nuevo todos los des-

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fases producidos por el atraso ruso, no llegaba a cumplirse. La revolución en la Europa occidental no había llegado a producirse todavía o, mejor dicho, se había producido pero por el momento había sido derrotada. Lenin se veía obligado a verificar una vez más, en el demorarse de la ~iguiente oleada revolucionaria, algo que él sabía mejor que todos los demás y desde siempre: que faltaban casi por completo las bases económico-sociales indispensables para la realización del poder soviético en Rusia y que, por eso, la dictadura del partido se hallaba allí como «suspendida del vacío». Dicho de otro modo, una vez conquistado el poder, la vieja contradicción con la que el partido había tenido que enfrentarse desde su nacimiento volvía a aparecer con proporciones ahora gigantescas: aunque Rusia disponía del régimen político más avanzado del mundo no estaba en condiciones de poner en correspondencia con él una base económica mínimamente adecuada. Los términos de la célebre fórmula del materialismo histórico acerca de las relaciones entre estructura y sobrestructura aparecían precisamente, de este modo, a sus fieles seguidores en forma invertida. Los mencheviques, derrotados y doblegados en el terreno de la accirn histórica, podían exhibir ahora contra Lenin las fórmulas de la doctrina. La toma del poder político cuando no existía una estructura adecuada, la dictadura del proletariado casi sin proletariado y encima acaparada por un partido en el que el proletariado era minoritario, la reintroducción del capitalismo, con la NEP, después de la revolución, y, por último, la preponderancia de una enorme máquina estatal burocratizada constituían un conjunto de hechos innegables que desafiaban a la doctrina y al sentit~o común. Sólo dos años después de El Estado y la revolución, obra en la cual se teorizaba la «destrucción de la máquina estatal», Lenin tenía que constatar, con su franqueza de siempre, que la máquina no sólo estaba todavía en pie sino que además en ciertos casos estaba aún en manos del viejo personal. «En las esferas más altas del poder tenemos no se sabe exactamente cuántos, pero tirando por lo bajo varios millares y en el supuesto más optimista varias decenas de millares de los nuestros. Sin embargo, en la base de la jerarquía centenares de miles de 25

ex-funcionarios, que hemos heredado del zar y de la sociedad burguesa, trabajan contra nosotros en parte conscientemente y en parte inconscientemente.» Si a eso se añade la guerra civil con la intervención armada de las potencias extranjeras, la imagen de las gigantescas dificultades con las cuales tenía que enfrentarse el grupo dirigente bolchevique empezará a tomar forma concreta. Varios meses después de la revolución de octubre el partido se encontraba a la cabeza de un campo atrincherado, hambriento, acosado por todas partes e incluso desde el interior del mismo. Para resistir tuvo que recurrir cada vez en mayor medida a la centralización. Las masas, que lo habían apoyado durante la primera fase de la revolución, retrocedían diezmadas y postradas. Y mientras tanto los batallones obreros dejaban las fábricas desiertas y casi en ruina para acudir al frente. En ese marco, en el que ni aún proponiéndoselo resulta posible cargar las tintas, la sociedad rusa, sacudida ya violentamente desde la primera guerra mundial, parece correr casi hacia su destrucción bajo las consecuencias unidas de la debilitación física y de la parálisis industrial. Los núcleos de la clase obrera que lograron sobrevivir se desperdigaron por los campos para huir del hambre. Y la historia del progreso humano, que siempre ha partido del campo para ir hacia la ciudad, parece como si cambiara violentamente de dirección pata moverse en el sentido inverso. Como se ha observado recientemente, en la zona europea de Rusia la población urbana desciende al 35,2 % desde 1917 a 1920. Petrogrado, que en 1916 tenía 2.400.000 habitantes, sólo tiene ya 740.000 en 1920, y Moscú pasa, durante el mismo período, de 1.900.000 a 1.120.000. En esa situación, en la que la tensión revolucionaria había llegado ya al límite de las fuerzas, la NEP apareció como un repliegue inevitable. Después de octubre y de los tremendos esfuerzos hechos durante la guerra civil, la vieja Rusia, que hasta entonces había sido sólo la avanzadilla de la revolución mundial, arroja sobre la balanza todo el peso de su atraso. Apresado entre una clase obrera cansada, que nhora es únicamente la sombra de su 26

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pasado, y un campesinado deseoso de sacar por fin beneficio de las tierras que la revolución le ha dado, el partido tiene que hacer frente a la tarea de hacer vivir a una sociedad agotada y paralizada, enteramente ocupada en buscar comida, vestido y habitación. Los grandes objetivos revolucionarios quedan a vn lado, los programas políticos son sustituidos por la routine cotidiana, y la práctica tradicional ocupa el lugar de la teoría perturbadora. Como la situación le obliga a ser omnipresente y a cumplir las funciones de un organismo no sólo político sino además administrativo, social, económico, etc., el partido no tiene otro remedio que aumentar e hirichar desproporcionadamente su aparato, pero no con políticos, tribunos y agitadores sino con administradores que sepan controlar, manipular, maniobrar y gestionar. Esos son los hombres que la nueva situación exige. Y ese es el momento de mayor distanciamiento entre la vanguardia y la clase que debía representar. Los mismos resultados del 17 parecen a punto de perderse irremediablemente. Con la libertad de comercio, la NEP introduce medidas que permiten la recuperación y que hacen posible la prosperidad de los hombres de negocios, de los comerciantes, de los capitalistas. Al tiempo que favorece a los campesinos, empezando por los estratos medios y ricos, la NEP se ve obligada a ir aplazando más y más las expectativas de aquel proletariado al que hasta entonces había correspondido la carga más pesada de la revolución. Con todo, el dato más significativo correspondiente a la nueva situación que se va perfilando ya en el decurso de la NEP es el ocaso de la estrategia sobre la cual se había basado la realización de la revolución de octubre: la última esperanza de revolución en Europa ha desaparecido. El orden burgués, que por tres veces ha estado a punto de saltar en Alemania, resiste. Y al tiempo que la victoria del orden burgués empieza a engendrar el embrión nazi, contribuye pronto a aislar definitivamente a la URSS reforzando todas las tendencias al reflujo y a la involución post-revolucionaria. En esa perspectiva es en la que hay que situar el ascenso definitivo de Stalin, primero a los puestos superiores del partido 27

y luego a su último vértice. La figura de Stalin empieza a crecer con el aumento de la burocratizadón del partido y del estado. Pero la burocracia, a su vez, crece y se amplía sobre esa base material que es el atraso extremo de Rusia y el aislamiento de la misma; la burocracia es el producto del reflujo de una revolución obligada a mantenerse dentro de los límites de una economía de penuria y a apoyarse en una enorme masa de campesinos atrasados. El giro que tiene lugar en esos años inmediatamente anteriores y posteriores a la muerte de Lenin es un giro del que ha dependido en gran parte todo el decurso de la historia del mundo desde entonces hasta ahora. La derrota de la revolución en Occidente anuló la estrategia en que se había apoyado hasta aquel momento toda la acción bolchevique. De pronto había desaparecido la posibilidad de ir llenando gradualmente el vado existente entre el retraso ruso y el programa socialista mediante el apoyo que los recursos industriales y civiles de la Europa socialista podrían haber dado al poder bolchevique. Y casi de repente el partido se encuentra ya sin tierra bajo sus pies. La primera consecuencia de ese nuevo estado de cosas es el curso que tomó la lucha en el seno del grupo bolchevique después de la muerte de Lenin. La rápida derrota a que se vio condenada la oposición de izquierda no es la derrota de la ilusión y del romanticismo revolucionario, sino que es la otra cara que el fracaso de la revolución en Occidente tomó en la URSS. En efecto, no tiene sentido reducir la lucha entre Stalin y la oposición a una serie de batallas por el poder en el curso de las cuales el lento y poderoso Stalin sale triunfante por astucia sobre un adversario superior que había demostrado en Octubre del 17 o durante la guerra civil una gran capacidad de maniobra, pero que ahora, de repente, por exceso de orgullo, se habría convertido en ciego e inhábil. Las causas básicas de aquella derrota hay que buscarlas en otro lugar. Fueron los dirigentes socialdemócratas quienes pusieron la primera piedra en el camino que había de llevar a Stalin al poder, y la pusieron cuando, en enero de 1919, asesinaron a Rosa Luxemburg y a Karl Liebknecht, cuya ausencia

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había de tener tanto peso en las derrotas del 21 y del 23 en Alemania. Las otras piedras las puso luego la oleada reaccionaria que se abatió sobre Europa y que llevó a la cúspide del poder a Mussolini, a Primo de Rivera, a Horthy y a tantos otros. Aislado y encerrado cara a cara con el «atraso asiático» de la vieja Rusia, el partido tuvo que vivir algo más que un simple cambio de estrategia; vivió la experiencia a través de la cual el peso y también la inercia de la «herencia histórica» rusa buscaba su revancha sobre las fuerzas del cambio y de la ruptura revolucionaria. El rebrote de las características del viejo orden no se manifestó sólo en la forma de la restauración del anterior instrumental ideológico e institucional, sino también -como ha sido puesto de manifiesto por E. H. Carr- en la forma de una restauración nacional. Las fuerzas sociales derrotadas, que ahora volvían a hacer su aparición para realizar un compromiso con el nuevo orden revolucionario y para modificar insensiblemente el curso del mismo, son también fuerzas nacionales que reafirman la validez de una tradición autóctona contra el condicionamiento de influencias exteriores. La causa de Rusia y la causa del bolchevismo empezaban a unirse entonces en un todo único e indiferenciado, como un verdadero híbrido en el que las viejas tendencias eslavófilas y antiilustradas iban a vivir un nuevo período de inesperado auge. Es un camino arebours respecto de los orígenes. El comunismo -que había entrado en Rusia con el programa de la occidentalización (industria, ciencia, clase obrera moderna, estilo de vida crítico y experimental), con aquel programa que Lenin condensó en la fórmula «electrificación-soviet» y en el cual se resume todo lo que el marxismo tiene que decir al mundo moderno- empieza a impregnarse con las corrompidas destilaciones de la mentalidad autocrática gran-rusa. «Al dejarnos, el camarada Lenin nos ha pedido que mantengamos en alto y conservemos puro ese gran honor que es ser miembro del partido. Te juramos, camarada Lenin, que asumiremos honrosamente ese mandato tuyo ... Al dejarnos, el camarada Lenin nos ha pedido que salvaguardemos la unidad de nuestro partido

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como si se tratara de las pupilas de los ojos. Te juramos, camarada Lenin, que cumpliremos con honor ese mandato tuyo ... » Estas son algunas de las frases del célebre discurso pronunciado por Stalin en el XI Congreso de los soviets, el 26 de enero de 1924. Un abismo de siglos -entre los cuales están Galileo, Newton, Voltaire y Kant- separa ese lenguaje y esa mentalidad del lenguaje y de la mentalidad de Marx y de Lenin. El tono de ese «juramento», impregnado de letanías religiosas y con el cual Stalin se presenta a sí mismo como el vicario en la tierra y el ejecutor testamentario del Dios difunto, permite entender mejor que cualquier largo razonamiento la soldadura que se va estableciendo entre Stalin y su aparato burocrático por una parte (un aparato en el que se multiplican los oscuros funcionarios ajenos a la historia del bolchevismo y a la misma revolución: Poskrebischev, Smitten, Erzov, Pospelov, Bauman, Machlis, Uritski, Varga, Malenkov, etc.) y, por otra, entre éste y la masa de un partido que la «promoción Lenin», las depuraciones que empiezan a desarrollarse y que pronto se desarrollarán más aún, el ingreso masivo en el mismo de mencheviques y de los restos del viejo régimen, van convirtiendo, cada vez en mayor medida, en un cuerpo apagado y opaco, compuesto en gran medida ya por ejecutores «devotos del jefe» o por analfabetos políticos. Es importante meterse bien en la cabeza todo eso para entender qué significó propiamente la bandera bajo la cual venció Stalin, la bandera del ~