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¿Propiedad intelectual?

Una recopilación de ensayos críticos

¿Propiedad intelectual? Una recopilación de ensayos críticos Edición digital de Perro Triste, 2016

Edición y desarrollo Perro Triste Diseño de portada Andrea Mata Lectura de pruebas Mariel Quirino Andrade Alberto Rosales Ramiro Santa Ana Anguiano

Gabino Barreda 111 Colonia Centro C. P. 28000 Colima, Colima México www.perrotriste.io [email protected]

Perro Triste es un colectivo de publicaciones digitales amante de la cultura y el software libres, dedicado a generar procesos experimentales en el campo de la edición. ¿Te gusta lo que hacemos? Puedes apoyarnos mediante una donación o poniéndote en contacto para colaborar. Esta obra es un producto del curso Procesos editoriales con herramientas digitales, impartido entre el segundo semestre del 2015 y el primero del 2016 en Colima, México. Edición bajo Licencia Editorial Abierta y Libre. Textos bajo múltiples licencias, consúltense individualmente.

Contenidos disponibles en GitHub. ISBN: 978-607-97184-0-4.

El manifiesto de GNU Richard Stallman

¿Qué es GNU? ¡GNU no es Unix! GNU,

que significa «GNU no es Unix», es el nombre del sistema de software completamente compatible con Unix que estoy escribiendo para entregarlo libremente a todas las personas que puedan utilizarlo.1 Algunos voluntarios me están ayudando. Las aportaciones de tiempo, dinero, programas y equipos son muy necesarias. Hasta el momento tenemos un editor de texto, Emacs con Lisp, para escribir comandos de edición, un depurador de código fuente, un generador parser compatible con Yacc, un enlazador y alrededor de treinta y cinco utilidades. Un shell (intérprete de comandos) que está casi terminado. Un nuevo compilador portable y optimizador de C se autocompiló y posiblemente lo publicaremos este año. Existe un núcleo inicial, pero se necesitan muchas más características para emular a Unix. Cuando el núcleo y el compilador estén completos, será posible distribuir un sistema GNU apropiado para el desarrollo de programas. Usaremos el formateador de documentos TeX, pero también estamos trabajando en una versión de Nroff. Usaremos también el Sistema de Ventanas X, libre y portable. Después de esto agregaremos un Common Lisp portable, un juego Empire, una hoja de cálculo y cientos de otras cosas, además de la documentación en línea. Esperamos proporcionar, con el tiempo, todas las utilidades que vienen normalmente con un sistema Unix y más. GNU podrá ejecutar programas de Unix, pero no será idéntico a Unix. Haremos todas las mejoras que sean convenientes, con base en nuestra experiencia con otros sistemas operativos. Concretamente, planeamos tener nombres de archivos más largos, números para las versiones de los archivos, un sistema de archivos a prueba de fallas y tal vez incorporemos un sistema para completar los nombres de archivos, un soporte de visualización independiente de la terminal y, quizá en el futuro, un sistema de ventanas basado en Lisp a través del cual varios programas Lisp y programas comunes de Unix podrán compartir una pantalla. Tanto C como Lisp estarán disponibles como lenguajes de programación del sistema. Intentaremos también dar soporte a UUCP, MIT Chaosnet y protocolos de internet para las comunicaciones. GNU está orientado inicialmente a las máquinas de la clase 68000/16000 con memoria virtual, porque son las máquinas donde es más sencilla su ejecución. El esfuerzo adicional para hacerlo funcionar en máquinas más pequeñas se lo dejaremos a quienes quieran utilizarlo en ellas. Para evitar una horrible confusión, por favor pronuncie la «g» en la palabra «GNU» cuando se

refiera al nombre de este proyecto.2

Por qué debo escribir GNU Considero que la regla de oro me exige que si me gusta un programa lo debo compartir con otras personas a quienes también les guste. Los vendedores de software quieren dividir a los usuarios y dominarlos para que nieguen el intercambio de su software con los demás. Me rehúso a romper la solidaridad con otros usuarios de esta manera. Mi conciencia me impide firmar un acuerdo de confidencialidad o un acuerdo de licencia de software. Durante años trabajé en el Laboratorio de Inteligencia Artificial oponiéndome a estas tendencias y otras descortesías, pero al final fueron demasiado lejos: no podía permanecer en una institución donde tales cosas se hicieran en mi nombre y en contra de mi voluntad. Para poder seguir utilizando las computadoras sin deshonra, he decidido agrupar un conjunto suficiente de software libre para poder vivir sin usar ningún software que no sea libre. He renunciado al Laboratorio de Inteligencia Artificial para evitar que el MIT pueda usar alguna excusa legal que me impida regalar software de GNU.3

Por qué GNU será compatible con Unix Unix no es mi sistema ideal, pero no es tan malo. Las características esenciales de Unix parecen ser buenas y pienso que puedo añadir lo que le falta sin echarlas a perder. Y un sistema compatible con Unix facilitará su adopción por parte de muchas otras personas.

Cómo estará disponible GNU GNU no está

en el dominio público. Todos tendrán permiso para modificar y redistribuir GNU, pero a ningún distribuidor se le permitirá restringir su redistribución posterior. Es decir, no se autorizarán modificaciones privativas. Quiero asegurarme de que todas las versiones de GNU permanezcan libres.

Por qué muchos programadores quieren colaborar He encontrado muchos programadores que están entusiasmados con GNU y quieren colaborar.

Muchos programadores están descontentos con la comercialización del software de sistema. Puede permitirles ganar más dinero, pero los hace sentirse en conflicto con otros programadores en lugar de sentirse como compañeros. El fundamento de la amistad entre programadores es el intercambio de programas, pero los acuerdos de mercadotecnia que los programadores suelen utilizar básicamente prohíben tratar a los demás como amigos. El comprador de software debe escoger entre la amistad y la obediencia a la ley. Naturalmente, muchos deciden que la amistad es más importante. Pero aquellos que creen en la ley a menudo no se sienten a gusto con ninguna de las opciones. Se vuelven cínicos y piensan que la programación es solo una manera de ganar dinero. Al desarrollar y utilizar GNU en lugar de programas privativos, podemos ser hospitalarios con todos y obedecer la ley. Además, GNU sirve como ejemplo de inspiración y como bandera para animar a otros a unirse a nosotros en el intercambio. Esto puede darnos una sensación de armonía que es imposible obtener cuando utilizamos software que no es libre. Porque, para cerca de la mitad de los programadores con quienes hablo, esto es un importante motivo de felicidad que el dinero no puede reemplazar.

Cómo colaborar Para conocer las tareas en las que puedes colaborar en el ámbito del software, consulta la lista de proyectos prioritarios y la lista de ayuda requerida que indica las tareas en general para paquetes de software de GNU . Para ayudar de otras formas, consulta la guía para colaborar con el proyecto GNU . Pido a los fabricantes de ordenadores que donen máquinas y dinero. A los individuos les pido donaciones en forma de programas y trabajo. Una de las consecuencias que puedes esperar si donas máquinas es que GNU se ejecutará en ellas con anticipación. Las máquinas deben estar completas, listas para utilizar sistemas, aprobadas para su uso en zonas residenciales y no requerir ventilación o fuentes de energía sofisticadas. He encontrado muchos programadores ansiosos por contribuir para GNU mediante trabajo de medio tiempo. Para la mayoría de los proyectos, tal trabajo distribuido a medio tiempo sería muy difícil de coordinar: las partes escritas de forma independiente no funcionarían correctamente unidas. Pero para la tarea particular de reemplazar Unix, este problema no existe. Un sistema completo Unix contiene cientos de programas de utilidades, cada uno de los cuales se documenta por separado. La mayoría de las especificaciones de interfaz se fijan por compatibilidad con Unix. Si cada colaborador puede escribir un reemplazo compatible para una sola utilidad Unix y hace que funcione correctamente en lugar del original en un sistema Unix, entonces estas utilidades funcionarán correctamente cuando se ensamblen. Aun teniendo en cuenta las leyes de Murphy acerca de algunos problemas inesperados, el montaje de estos componentes será una tarea factible (el núcleo requerirá una comunicación más estrecha y deberá trabajarse en un grupo pequeño y compacto). Si obtengo más donaciones, podría contratar a algunas personas de tiempo completo o medio

tiempo. El sueldo no será alto para los estándares de los programadores, pero estoy buscando a gente para la cual la construcción de un espíritu comunitario es tan importante como ganar dinero. Lo veo como una forma de permitir que estas personas se dediquen con todas sus energías a trabajar en GNU, ahorrándoles la necesidad de ganarse la vida de otra manera.

Por qué se beneficiarán todos los usuarios de computadoras Una vez que GNU esté terminado, todo el mundo podrá obtener un buen sistema de software tan libre como el aire.4 Esto significa mucho más que ahorrarse el dinero para pagar una licencia Unix. Significa evitar el derroche inútil de la duplicación de esfuerzos en la programación de sistemas. En su lugar, este esfuerzo se puede invertir en el avance de la tecnología. El código fuente del sistema completo estará disponible para todos. Como resultado, un usuario que necesite cambios en el sistema siempre será libre de hacerlo él mismo, o contratar a cualquier programador o empresa disponible para que los haga. Los usuarios ya no estarán a merced de un programador o de empresas propietarias de las fuentes, quienes son los únicos que pueden realizar modificaciones. Las escuelas podrán ofrecer un entorno mucho más educativo y alentar a todos los alumnos a estudiar y mejorar el código. El laboratorio de computación de Harvard solía tener la política de que ningún programa podía ser instalado en el sistema si no se publicaba previamente su código fuente, llegando al punto de negarse a instalar ciertos programas. Yo me inspiré mucho en esa política. Por último, el lastre de considerar quién es dueño de qué sistema de software y de lo que está o no está permitido hacer con él, habrá desaparecido. Los acuerdos que obligan a la gente a pagar por usar un programa, incluyendo el licenciamiento de las copias, siempre incurren en un costo enorme para la sociedad a través de los mecanismos engorrosos necesarios para calcular la cantidad que debe pagar una persona (es decir, qué programas). Y solo un estado policial puede forzar a todos a obedecer. Considérese la posibilidad de una estación espacial en donde el aire debe fabricarse con un gran costo: cobrar a cada persona por litro de aire puede ser justo, pero usar una máscara para medir el aire durante todo el día y toda la noche es insoportable, incluso si todo el mundo puede permitirse el lujo de pagar la factura por el aire. Y las cámaras de video en todas partes, para ver si alguna vez alguien se quita la máscara, son indignantes. Lo mejor es apoyar a la planta de aire con un impuesto y desechar las máscaras. Copiar todo o parte de un programa es tan natural para un programador como respirar, además de productivo. Debería ser igual de libre.

Algunas objeciones fácilmente rebatibles a los objetivos de GNU «Nadie lo va a usar si es libre, porque eso significa que no cuenta con ningún tipo de asistencia». «Hay que cobrar por el programa para pagar por el servicio de asistencia». Si la gente prefiere pagar por el soporte de GNU en lugar de recibir GNU sin servicio, debe ser rentable una empresa que preste solamente esta clase de asistencia.5 Debemos distinguir entre el soporte en forma de trabajo de programación real y lo que es simplemente una guía al usuario. El primero es algo que uno no puede confiar a un proveedor de software. Si tu problema no es compartido por bastante gente, el vendedor no se preocupará por solucionarlo. Si tu empresa necesita poder contar con soporte, la única manera es tener todo el código fuente y las herramientas necesarias. Entonces puedes contratar a cualquier persona disponible para corregir el problema, evitando estar a merced de algún individuo. Con Unix, el precio del código fuente deja fuera de consideración a la mayoría de las empresas. Con GNU esto será sencillo. Puede ser que no esté disponible ninguna persona competente, pero este problema no sería culpa de los acuerdos de distribución. GNU no elimina todos los problemas del mundo, solo algunos de ellos. Mientras tanto, los usuarios que no saben nada acerca de las computadoras necesitan que los guíen: hacer cosas que fácilmente podrían hacer por sí mismos, pero que no saben cómo. Estos servicios podrán ser prestados por empresas que vendan solamente el servicio de asesoría y de reparación. Si bien es cierto que los usuarios prefieren gastar dinero y obtener un producto con el servicio, también estarán dispuestos a adquirir el servicio al obtener el producto de forma gratuita. Las empresas de servicios competirán en calidad y precio, los usuarios no estarán atados a ninguna en particular. Mientras tanto, aquellos de nosotros que no necesitamos el servicio deberíamos tener la posibilidad de utilizar el programa sin tener que pagar por ello.

«No se puede llegar a muchas personas sin publicidad, y para financiarla es necesario cobrar por el programa». «No tiene sentido publicitar un programa que la gente puede obtener gratuitamente». Hay diversas formas de publicidad gratuita o muy barata que se puede utilizar para informar a los usuarios de computadoras acerca de algo como GNU. Pero quizás sea cierto que uno puede llegar a más usuarios de microcomputadoras con publicidad. Si esto es realmente así, un negocio que publicite la contratación de un servicio de copiado y envío por correo del software de GNU debería ser lo suficientemente exitoso como para pagar por su publicidad y mucho más. De esta manera, solo los usuarios que se benefician de esta publicidad la pagarán. Por otro lado, si mucha gente consigue GNU de sus amigos y esas empresas no tienen éxito, esto

demostrará que la publicidad no era realmente necesaria para difundir GNU. ¿Por qué los defensores del libre mercado no quieren dejar que el libre mercado lo decida?6

«Mi compañía necesita un sistema operativo privativo para tener una ventaja competitiva». GNU quitará

el software de sistema operativo del entorno de la competencia. No podrá obtener una ventaja en esta área, pero tampoco la competencia podrá tenerla frente a usted. Ambos competirán en otras áreas, mientras se benefician mutuamente en esta. Si su negocio consiste en vender un sistema operativo, no le gustará GNU, pero ese es su problema. Si su negocio es de otro ámbito, GNU puede salvarlo de ser empujado dentro del costoso negocio de la venta de sistemas operativos. Me gustaría ver que el desarrollo de GNU se mantuviera gracias a donaciones de algunos fabricantes y usuarios, reduciendo el coste para todos.7

«¿No merecen los programadores una recompensa por su creatividad?». Si hay algo que merece una recompensa, es la contribución social. La creatividad puede ser una contribución social, pero solo en la medida en que la sociedad sea libre de aprovechar los resultados. Si los programadores merecen ser recompensados por la creación de programas innovadores; entonces, por la misma razón merecen ser castigados si restringen el uso de estos programas.

«¿No debería un programador poder pedir una recompensa por su creatividad?». No hay nada malo en querer un pago por el trabajo o en buscar maximizar los ingresos personales, siempre y cuando no se utilicen medios que sean destructivos. Pero los medios habituales en el campo del software hoy en día se basan en la destrucción. Extraer dinero de los usuarios de un programa limitando su uso es destructivo porque las restricciones reducen la cantidad y las formas en que el programa puede ser utilizado. Esto reduce la cantidad de beneficios que la humanidad obtiene del programa. Cuando hay una elección deliberada de restricción, las consecuencias dañinas son una destrucción deliberada. La razón por la que un buen ciudadano no utiliza estos medios destructivos para volverse más rico es debido a que, si todos lo hicieran, todos nos empobreceríamos por una mutua destrucción. Esto es ética kantiana o la regla de oro. Como no me gustan las consecuencias que resultarían si todos acapararan información, debo considerar como erróneo que alguien lo haga. Específicamente, el deseo de ser recompensado por la creatividad de uno no justifica privar al mundo de toda o parte de esa creatividad.

«¿No se morirán de hambre los programadores?». Podría responder que nadie está obligado a ser programador. La mayoría de nosotros no puede conseguir dinero por hacer muecas en la calle. No estamos, por consiguiente, condenados a pasar nuestras vidas en la calle haciendo muecas y muriéndonos de hambre. Podemos dedicarnos a otra cosa. Sin embargo, esta es una respuesta errónea porque acepta la suposición implícita del interrogador: que sin la propiedad del software a los programadores no se les puede pagar un centavo. En este supuesto es todo o nada. La verdadera razón por la que los programadores no se morirán de hambre es porque aún es posible que se les pague por programar, solo que no se les pagará tanto como en la actualidad. Restringir la copia no es la única forma de hacer negocios con el software. Es la forma más común8 porque es con la que se obtiene más dinero. Si se prohibiera o fuese rechazada por el comprador, el negocio del software se desplazaría hacia otras formas de organización que actualmente no se usan tan a menudo. Siempre existen muchos modos para organizar cualquier tipo de negocio. Probablemente la programación no será tan lucrativa bajo esta nueva forma como lo es actualmente. Pero esto no es un argumento en contra del cambio. No se considera una injusticia que los empleados en los comercios obtengan los salarios que ganan actualmente. Si los programadores ganaran lo mismo, no sería tampoco una injusticia (en la práctica ganarán considerablemente más).

«¿La gente no tiene derecho a controlar cómo se usa su creatividad?». El «control del uso de las ideas de alguien» realmente constituye el control de las vidas de otras personas y por lo general se utiliza para hacerles la vida más difícil. Las personas que han estudiado cuidadosamente el tema de los derechos de propiedad intelectual9 (por ejemplo, los abogados) dicen que no existe un derecho intrínseco a la propiedad intelectual. Los supuestos tipos de derechos de propiedad intelectual que reconoce el gobierno fueron creados mediante actos legislativos específicos con fines determinados. Por ejemplo, el sistema de patentes se estableció para animar a los inventores a revelar los detalles de sus inventos. El objetivo era ayudar a la sociedad más que a los inventores. El periodo de validez de diecisiete años para una patente era corto comparado con el ritmo de desarrollo de la técnica. Dado que las patentes solo son relevantes para los fabricantes, para quienes el costo y el esfuerzo de un acuerdo de licencia son pequeños comparados con la puesta en marcha de la producción, las patentes a menudo no hacen mucho daño. No representan un obstáculo para la mayoría de los individuos que usan productos patentados. La idea del copyright no existía en tiempos antiguos, cuando los autores frecuentemente copiaban extensivamente a otros autores en obras de no ficción. Esta práctica era útil, y ha sido la única forma de que las obras de muchos autores, aunque solo sea en parte, hayan sobrevivido. El

sistema de copyright se creó expresamente con el propósito de promover la autoría. En el ámbito para el que se inventó —libros, que solo podían copiarse de forma económica en una imprenta— hacía muy poco daño y no obstruía a la mayor parte de los individuos que leían los libros. Todos los derechos de propiedad intelectual son solamente licencias otorgadas por la sociedad porque se pensaba, con razón o sin ella, que la sociedad en su conjunto se beneficiaría de su concesión. Pero, en cada situación particular, tenemos que preguntarnos: ¿nos beneficia realmente otorgar esta licencia?, ¿qué tipo de acto le estamos permitiendo hacer a una persona? El caso de los actuales programas es muy diferente al de los libros de hace cien años. El hecho de que la forma más sencilla de copiar un programa sea de un vecino a otro, el hecho de que un programa esté formado tanto por el código fuente como el código objeto, siempre distintos, y el hecho de que el programa se use en lugar de leerlo y disfrutarlo, se combinan para crear una situación en la que una persona que hace valer el copyright está dañando a la sociedad en su conjunto tanto materialmente como espiritualmente; nadie debería hacerlo a pesar de que la ley se lo permita.

«La competencia hace que las cosas se hagan mejor». El paradigma de la competencia es una carrera: al premiar al ganador, estamos alentando a todos a correr más rápido. Cuando el capitalismo realmente funciona de esta manera, hace un buen trabajo; pero sus partidarios están equivocados al suponer que siempre funciona así. Si los corredores olvidan por qué se otorga el premio y se centran en ganar sin importar cómo, pueden encontrar otras estrategias, como atacar a los otros corredores. Si los corredores se enredan en una pelea a puñetazos, todos llegarán tarde a la meta. El software privativo y secreto es el equivalente moral a los corredores en una pelea a puñetazos. Es triste decirlo, pero el único árbitro que tenemos no parece objetar las peleas, solo las regula («por cada diez metros que corras, puedes realizar un disparo»). Lo que debería hacer es separar y penalizar a los corredores, incluso por tratar de enredarse en una pelea.

«¿No dejarán todos de programar si no hay un incentivo económico?». De hecho, mucha gente programará sin absolutamente ningún incentivo económico. La programación ejerce una atracción irresistible en algunas personas, generalmente en quienes son los mejores en ese ámbito. No hay escasez de músicos profesionales que sigan en lo suyo aunque no tengan esperanzas de ganarse la vida de esa forma. En realidad esta pregunta, aunque se formula muchas veces, no es adecuada para la situación. El pago a los programadores no va a desaparecer, solo se va a reducir. La pregunta correcta es: ¿alguien programará si se reduce el incentivo económico? Mi experiencia muestra que sí lo harán. Por más de diez años, muchos de los mejores programadores del mundo trabajaron en el Laboratorio de Inteligencia Artificial por mucho menos dinero de lo que podrían haber obtenido en otro sitio. Tenían muchos tipos de recompensas que no eran económicas: fama y aprecio, por

ejemplo. Y la creatividad también es divertida, es una recompensa en sí misma. Luego, la mayoría se fue cuando se les ofreció la oportunidad de hacer ese mismo trabajo interesante por mucho dinero. Lo que muestran los hechos es que la gente programa por razones distintas a la riqueza; pero si se les da la oportunidad de ganar también mucho dinero, eso los llenará de expectativas y lo van a exigir. Las organizaciones que pagan poco no podrán competir con las que pagan mucho, pero no tendría que irles tan mal si las que pagan mucho fueran prohibidas.

«Necesitamos a los programadores desesperadamente. Si ellos nos pidieran que dejemos de ayudar a nuestro prójimo, tendríamos que obedecer». Uno nunca está tan desesperado como para tener que obedecer este tipo de exigencia. Recuerda: millones para nuestra defensa, pero ¡ni un centavo para tributos!10

«Los programadores necesitan tener alguna forma de ganarse la vida». A corto plazo, esto es verdad. Sin embargo, hay bastantes maneras en que los programadores pueden ganarse la vida sin vender el derecho a usar un programa. Esta manera actualmente es frecuente porque es la que les da a los programadores y hombres de negocios más dinero, no porque sea la única forma de ganarse la vida. Es fácil encontrar otras formas, si quieres encontrarlas. He aquí unos cuantos ejemplos: Un fabricante que introduce una nueva computadora pagará por adecuar los sistemas operativos al nuevo hardware. La enseñanza, así como los servicios de asistencia y de mantenimiento también pueden dar trabajo a programadores. La gente con nuevas ideas podría distribuir programas como freeware,11 pidiendo donaciones a los usuarios satisfechos o vendiendo servicios de asistencia. Yo he conocido a personas que ya trabajan así y con mucho éxito. Los usuarios que tengan las mismas necesidades pueden formar un grupo de usuarios y pagar sumas de dinero. Un grupo contratará a empresas de programación para escribir programas que a los miembros del grupo les gustaría utilizar. Todo tipo de desarrollo puede ser financiado con un impuesto al software. Supongamos que todos los que compren una computadora tengan que pagar un porcentaje de su precio como impuesto de software. El gobierno entrega este dinero a una agencia como la Fundación Nacional de las Ciencias (NSF, por sus siglas en inglés) para que lo empleé en el desarrollo de software. Pero si el comprador de la computadora hace por sí mismo un donativo para el desarrollo de software puede verse exento de este impuesto. Puede donar al proyecto de su elección —a menudo,

porque espera utilizar los resultados tan pronto como se haya completado—. Puede tomar crédito por cierta cantidad donada hasta la totalidad del impuesto que tendría que pagar. La tasa total de impuesto podría decidirse mediante el voto de los contribuyentes, sopesada de acuerdo con la cantidad sobre la que se aplicará el impuesto. Las consecuencias: La comunidad usuaria de computadoras apoyará el desarrollo de software. Esta comunidad decidirá qué nivel de apoyo será necesario. Los usuarios a quienes les importa a qué proyectos se destinará su parte podrán escogerlos por sí mismos. A largo plazo, hacer programas libres es un paso hacia el mundo sin escasez, donde nadie tendrá que trabajar demasiado duro solo para ganarse la vida. La gente será libre para dedicarse a actividades entretenidas, como la programación, después de haber dedicado diez horas obligatorias a la semana a las tareas requeridas como lo es la legislación, el asesoramiento familiar, la reparación de robots o la expCrimsonción de asteroides. No habrá necesidad de ganarse la vida mediante la programación. Hemos alcanzado ya una gran reducción de la cantidad de trabajo que la sociedad en su conjunto debe realizar para mantener su productividad actual, pero solo un poco de esta reducción se ha traducido en descanso para los trabajadores, dado que hay mucha actividad no productiva que se requiere para acompañar a la actividad productiva. Las causas principales de esto son la burocracia y la fuerza isométrica contra la competencia. El software libre reducirá en gran medida estos drenajes en el campo de producción de software. Debemos hacerlo, para que los avances técnicos en la productividad se traduzcan en menos trabajo para nosotros.

Título original The GNU manifesto Traducción Miembros de la Free Software Foundation Origen del contenido para esta edición http://www.gnu.org/gnu/manifesto.es.html Fecha de publicación Marzo de 1985 Tipo de licencia

GPLv3

Observaciones del original El manifiesto de GNU lo escribió Richard Stallman en 1985 para solicitar apoyo en el desarrollo del sistema operativo GNU. Parte del texto está tomada del anuncio original de 1983. A lo largo de 1987 se hicieron actualizaciones menores para dar cuenta de la evolución del proyecto; a partir de entonces, parece mejor dejarlo tal cual. Con el transcurso del tiempo hemos aprendido que ciertos malentendidos comunes podían evitarse con una redacción diferente. Las aclaraciones al pie de página que hemos añadido a partir de 1993 ayudan a clarificar estos puntos. Si deseas instalar el sistema GNU/Linux, te recomendamos utilizar una de las distribuciones de GNU/Linux 100 % software libre. Para colaborar, consulta esta dirección. El proyecto GNU forma parte del Movimiento del Software Libre, una campaña en favor de la libertad de los usuarios de software. Es un error asociar GNU con el «código abierto». Esta expresión fue acuñada en 1998 por gente que discrepaba de los valores éticos del Movimiento del Software Libre. Lo emplean para promover un punto de vista amoral sobre el mismo asunto.

1. Esta expresión resultó poco precisa. La intención era decir que nadie tendría que pagar por el permiso para usar el sistema GNU. Pero la expresión no es del todo clara y a menudo se interpreta que las copias de GNU deberían distribuirse siempre a un costo bajo o sin costo. Esta nunca fue la intención. Más adelante, el manifiesto menciona la posibilidad de que las empresas provean servicios de distribución para obtener ganancias. A partir de entonces, aprendí a distinguir cuidadosamente entre «free» (libre) en el sentido de libertad y «free» (gratis) en referencia al precio [en inglés, el término «free» puede significar libertad o gratuidad; N. del T.]. El software libre es aquel que ofrece a los usuarios la libertad de distribuirlo y modificarlo. Algunos pueden obtener copias sin pagar, mientras que otros pagan para obtenerlas, y si los fondos ayudan a mejorar el software es mucho mejor. Lo importante es que todos los que posean una copia tengan la libertad de colaborar con los demás al usar el programa. 2. GNU se pronuncia en inglés de forma muy similar a «new», que significa «nuevo». [N. del T.]. 3. La expresión «regalar» es otro indicio de que yo todavía no había separado claramente la cuestión de la gratuidad de la cuestión de la libertad. Ahora recomendamos no usar esta expresión al hablar acerca del software libre. Para una explicación más detallada, véase el artículo «Palabras y frases confusas que vale la pena evitar». 4. Aquí también omití distinguir cuidadosamente entre los dos diferentes significados de «free» [que en inglés puede significar «gratis» o «libre»; N. del T.]. La afirmación tal como está escrita no es falsa, se pueden obtener copias gratuitas de software de GNU —de los amigos o a través de internet—, pero sugiere una idea errónea. 5. Ya existen varias compañías de este tipo. 6. Aunque es una organización sin ánimo de lucro más que una empresa, la Free Software Foundation (FSF) durante diez años ha obtenido la mayoría de los fondos a partir de su servicio de distribución. Puedes comprar artículos de la FSF para apoyar su actividad. 7. Alrededor de 1991 un grupo de empresas de informática reunió fondos para apoyar el mantenimiento del compilador de C de GNU. 8. Creo que me equivoqué al decir que el software privativo era la base más común para ganar dinero en el campo del software. Parece ser que en realidad el modelo de negocio más común era y es el desarrollo de software a medida, que no ofrece la posibilidad de percibir una renta, por lo que la empresa tiene que seguir haciendo el trabajo real para seguir recibiendo ingresos. El negocio del software a medida podrá seguir existiendo, más o menos igual, en un mundo de software libre. Por lo tanto, ya no supongo que los programadores ganarían menos en un mundo de software libre.

9. En la década de los ochenta todavía no me había dado cuenta de lo confuso que era hablar de la «cuestión» de la «propiedad intelectual». Esa expresión es obviamente prejuiciosa, más sutil es el hecho de que agrupa leyes dispares que plantean cuestiones muy diferentes. Hoy en día insto a la gente a rechazar completamente el término «propiedad intelectual», para no inducir a otros a pensar que esas leyes forman un tema coherente. Para hablar con claridad, hay que referirse a las patentes, el copyright y las marcas registradas por separado. Véase el artículo «¿Ha dicho “propiedad intelectual”? Es solo un espejismo seductor» para ver cómo esta expresión genera confusión y prejuicios. 10. Véase el caso XYZ para más información sobre el contexto de esta sentencia. [N. del T.]. 11. Posteriormente aprendimos a distinguir entre «software libre» y «freeware». El término «freeware» significa que el software se puede redistribuir libremente, pero por lo general no ofrece la libertad para estudiar y modificar el código fuente, así que la mayoría de esos programas no son software libre. Véase el artículo «Palabras y frases confusas que vale la pena evitar» para más detalles.

Vender vino sin botellas John Perry Barlow

Si la naturaleza ha creado alguna cosa menos susceptible que las demás de ser objeto de propiedad exclusiva, esa es la acción del poder de pensamiento que llamamos idea, algo que un individuo puede poseer de manera exclusiva mientras la tenga guardada. Sin embargo, en el momento en que se divulga, se fuerza a sí misma a convertirse en posesión de todos y su receptor no puede desposeerse de ella. Su peculiar carácter es también tal que nadie posee menos de ellas porque otros posean el todo. Aquel que recibe una idea mía, recibe instrucción sin mermar la mía, del mismo modo en que quien disfruta de mi vela encendida recibe mi luz sin que yo reciba menos. El hecho de que las ideas se puedan difundir libremente de unos a otros por todo el globo, para moral y mutua instrucción de las personas y para la mejora de su condición, parece haber sido concebido de manera peculiar y benevolente por la naturaleza, cuando las hizo, como el fuego, susceptibles de expandirse por el espacio, sin ver reducida su densidad en ningún momento y, como el aire en el que respiramos, nos movemos y se desarrolla nuestro ser físico, incapaces de ser confinadas o poseídas de manera exclusiva. Las invenciones entonces no pueden, por su naturaleza, ser sujetas a propiedad. Thomas Jefferson

En todo el tiempo que llevo recorriendo el ciberespacio, sigue sin haberse resuelto un inmenso interrogante que se halla en la raíz de casi todas las tribulaciones legales, éticas, gubernamentales y sociales que se plantean en el mundo virtual. Me refiero al problema de la propiedad digitalizada. El acertijo es el siguiente: si nuestra propiedad se puede reproducir infinitamente y distribuir de modo instantáneo por todo el planeta sin costo alguno, sin que lo sepamos, sin que ni siquiera abandone nuestra posesión, ¿cómo podemos protegerla? ¿Cómo se nos va a pagar el trabajo que hagamos con la mente? Y, si no podemos cobrar, ¿qué nos asegurará la continuidad de la creación y la distribución de tal trabajo? Puesto que carecemos de una solución a lo que constituye un desafío completamente nuevo, y al parecer somos incapaces de retrasar la galopante digitalización de todo lo que no sea obstinadamente físico, estamos navegando hacia el futuro en un barco que se hunde. Esta nave, el canon acumulado del copyright y la ley de patentes, se creó para transportar formas y métodos de expresión completamente distintos a la vaporosa carga que ahora se le pide que lleve. Hace aguas por dentro y por fuera. Los esfuerzos legales para que el viejo barco se mantenga a flote revisten tres formas: una frenética reordenación de las sillas de cubierta, firmes avisos de que si la nave se hunde habrán de enfrentarse duros castigos criminales y una actitud fría e indiferente que se desentiende del problema. La legislación de la propiedad intelectual no se puede remendar, adaptar o expandir para que contenga los gases de la expresión digitalizada, de la misma manera que tampoco se puede revisar

la ley de bienes inmuebles para que cubra la asignación del espectro de la radiodifusión (lo que, de hecho, se parece mucho a lo que se intenta hacer aquí). Tendremos que desarrollar un conjunto completamente nuevo de métodos acorde con este conjunto también nuevo de circunstancias. La mayoría de la gente que crea software —programadores, hackers y navegantes de la red— ya lo sabe. Por desgracia, ni las compañías para las que trabajan ni los abogados que estas compañías contratan tienen la suficiente experiencia directa con bienes inmateriales como para entender por qué son tan problemáticos. Actúan como si se pudiera lograr que las viejas leyes funcionasen, bien mediante una grotesca expansión o por la fuerza. Se equivocan. La fuente de este acertijo es tan simple como compleja su resolución. La tecnología digital está separando la información del plano físico, donde la ley de propiedad de todo tipo siempre se ha definido con nitidez. A lo largo de la historia del copyright y las patentes, los pensadores han reivindicado la propiedad no de sus ideas sino de la expresión de las mismas. Las ideas, así como los hechos relativos a los fenómenos del mundo, se consideraban propiedad colectiva de la humanidad. En el caso del copyright se podía reivindicar la franquicia del giro exacto de una frase para transmitir una idea concreta o del orden de exposición de los hechos. La franquicia se imponía en el preciso momento en que «la palabra se hacía carne» al abandonar la mente de su creador y penetrar en algún objeto físico, ya fuera un libro o cualquier artilugio. La posterior llegada de otros medios de comunicación comerciales distintos del libro no alteró la importancia legal de ese momento. La ley protegía la expresión, y con pocas (y recientes) excepciones, expresar equivalía a convertir algo en un hecho. Proteger la expresión física tenía a su favor la fuerza de la comodidad. El copyright funcionaba bien porque, a pesar de Gutenberg, era difícil hacer un libro. Es más, los libros dejaban a sus contenidos en una condición estática cuya alteración suponía un desafío tan grande como su reproducción. Falsificar o distribuir volúmenes falsificados eran actividades obvias y visibles, era muy fácil pillar a alguien. Por último, a diferencia de las palabras o imágenes sin encuadernar, los libros tenían superficies materiales donde se podían incluir avisos de copyright, marcas de editor y etiquetas con el precio. Aún era más apremiante patentar la conversión de lo mental a lo físico. Hasta hace poco, una patente era o bien una descripción de la forma que había que dar a los materiales para cumplir un determinado propósito, o una descripción de cómo se llevaba a cabo este proceso. En cualquiera de los dos casos, el quid conceptual de la patente era el resultado material. Si alguna limitación material impedía obtener un objeto con sentido, la patente se rechazaba. No se podía patentar una botella Klein ni una pala hecha de seda. Tenía que ser una cosa y la cosa tenía que funcionar. De este modo, los derechos de la invención y de la autoría se vinculaban a actividades del mundo físico. No se pagaban las ideas sino la capacidad de volcarlas en la realidad. A efectos prácticos, el valor estaba en la transmisión y no en el pensamiento transmitido. En otras palabras, se protegía la botella y no el vino. Ahora, a medida que la información entra en el ciberespacio, hogar natural de la mente, estas botellas están desapareciendo. Con la llegada de la digitalización, es posible sustituir todas las formas previas de almacenamiento de información por una metabotella: patrones complejos —y

muy líquidos— de unos y ceros. Incluso las botellas físico-digitales a las que nos hemos acostumbrado, los disquetes, CD-ROM y otros paquetes distintos de bits plastificados, desaparecerán cuando todos los ordenadores se enchufen a la red global. Si bien puede que el internet nunca incluya todas y cada una de las CPU del planeta, se duplica de año en año y cabe esperar que se convierta en el principal medio de transmisión de información y quizá, con el paso del tiempo, en el único. Cuando esto ocurra, todos los bienes de la era de la información —todas las expresiones antaño contenidas en libros, películas, discos o boletines informativos— existirán bien como pensamiento puro o como algo muy parecido al pensamiento: condiciones de voltaje que recorren la red a la velocidad de la luz y que de hecho se podrían contemplar como píxeles brillantes o sonidos transmitidos, pero nunca se podrá decir que se «poseen» en el antiguo sentido de la palabra. Alguien podría objetar que la información seguirá necesitando algún tipo de manifestación física, como su existencia magnética en los titánicos discos duros de servidores lejanos, pero estas botellas carecen de toda forma macroscópicamente diferenciada o personalmente significativa. También habrá quien sostenga que hemos estado tratando con expresiones sin embotellar desde la llegada de la radio, y estará en lo cierto. Pero durante casi toda la historia de la difusión audiovisual no ha habido ninguna manera práctica de capturar productos de software del éter electromagnético y reproducirlos con una calidad igual a la que ofrecen los paquetes comerciales. Esto ha cambiado solo recientemente y poco se ha hecho en términos legales o técnicos para abordar el cambio. Que el consumidor pagara por los productos retransmitidos solía ser un asunto irrelevante. Los consumidores mismos eran el producto. Los medios de difusión sonora se financiaban vendiendo la atención de su público a los anunciantes o bien utilizando al gobierno para que estableciese el pago a través de impuestos o con la quejumbrosa mendicidad de las campañas anuales de recaudación de fondos. Todos los modelos de apoyo a la difusión audivisual son defectuosos. Casi sin excepciones, la financiación a través de los anunciantes o del gobierno ha contaminado la pureza de los productos transmitidos. En cualquier caso, el marketing directo está matando paulatinamente el modelo de financiación a través de anunciantes. Los medios de difusión aportaron otro método para pagar un producto virtual: los derechos de autor que los difusores pagan a los autores de canciones, a través de organizaciones como American Society of Composers, Authors and Publishers (ASCAP) y Broadcast Music, Inc. (BMI). Pero, como miembro de ASCAP, puedo asegurarles que este no es un modelo que debamos emular. Los métodos de control son totalmente aproximativos. No hay ningún sistema paralelo de contabilidad en el flujo de ingresos. De verdad que no funciona. Se lo aseguro. En todo caso, sin nuestros antiguos métodos para definir físicamente la expresión de las ideas, y en ausencia de nuevos métodos satisfactorios para la transacción no física, no sabemos cómo asegurar un pago fiable del trabajo mental. Para empeorar aún más las cosas, esto sucede en un momento en que la mente humana está sustituyendo a la luz solar y a los depósitos minerales como fuente principal de riqueza. Es más, la creciente dificultad para endurecer las leyes existentes en torno al copyright y las

patentes ya está poniendo en peligro la fuente última de la propiedad intelectual: el libre intercambio de ideas. Esto es, cuando los artículos primarios de comercio de una sociedad se parecen tanto al habla que acaban por no distinguirse de ella, y cuando los métodos tradicionales de proteger la propiedad de los artículos se han vuelto ineficaces, intentar solucionar el tema aplicando la ley de modo más amplio y contundente constituirá una amenaza inevitable a la libertad de expresión. La mayor limitación a las futuras libertades quizá no venga del gobierno sino de los departamentos jurídicos de las empresas, que intentan proteger con la fuerza lo que ya no se puede proteger mediante la eficiencia práctica o el consentimiento social general. Cuando Jefferson y sus colegas de la Ilustración concibieron el sistema que se convirtió en la ley estadunidense del copyright, su objetivo primordial era asegurar la distribución generalizada del pensamiento, y no el beneficio. El beneficio era el combustible que habría de transportar las ideas a las bibliotecas y las mentes de su nueva república. Las bibliotecas comprarían libros, recompensando así a los autores por su trabajo de reunir unas ideas que, «imposibles de limitar» por otros medios, quedaban de este modo a la libre disposicion del público. Pero ¿qué papel desempeñan las bibliotecas si no hay libros? ¿Cómo paga la sociedad la distribución de las ideas si no es cobrando por las ideas mismas? Viene a complicar aún más la cuestión el hecho de que, junto a las botellas físicas donde ha residido la propiedad intelectual, la tecnología digital también está borrando las jurisdicciones legales del mundo físico, sustituyéndolas por los mares sin límites —y quizá para siempre sin ley— del ciberespacio. En el ciberespacio no solo no hay límites nacionales o locales que acoten el escenario de un crimen y determinen el método de interponer una acción judicial, sino que tampoco hay claros acuerdos culturales sobre qué pueda ser un crimen. Las diferencias básicas y no resueltas entre las concepciones culturales de Europa y Asia sobre lo que es propiedad intelectual solo pueden aumentar en una región donde numerosas transacciones se llevan a cabo en ambos hemisferios y, al mismo tiempo, en ninguno. Las nociones de propiedad, valor y posesión, así como la naturaleza misma de la riqueza, están cambiando de forma más radical que en ningún otro momento desde que los sumerios horadaron la arcilla húmeda por vez primera con escritura cuneiforme. Muy pocas personas son conscientes de la magnitud de este cambio, y entre ellas aún menos son abogados o tienen cargos públicos. Quienes sí advierten estos cambios deben preparar respuestas ante la confusión legal y social que estallará a medida que los esfuerzos por proteger las nuevas formas de propiedad con viejos métodos se vuelvan cada vez más vanos y, en consecuencia, más insistentes.

De la espada al escrito y al bit En la actualidad, la humanidad parece encaminada a crear una economía mundial cuya base fundamental son bienes que no asumen ninguna forma material. Con esto quizá estemos

eliminando toda conexión predecible entre los creadores y la justa recompensa a la utilidad o el placer que otros puedan encontrar en sus obras. Sin esa conexión, y sin que se produzca un cambio fundamental en la consciencia para integrar su pérdida, estamos construyendo nuestro futuro sobre el escándalo, el litigio y la evasión institucionalizada del pago, que solo se dará como respuesta a la fuerza bruta. Puede que volvamos a los viejos malos tiempos de la propiedad. En los momentos más oscuros de la historia humana, la posesión y distribución de la propiedad era en gran parte un asunto militar. La «propiedad» era patrimonio exclusivo de quienes contaran con las armas más horribles, ya fueran puños o ejércitos, y la voluntad más férrea de utilizarlas. La propiedad era el derecho divino de los pendencieros. Al final del primer milenio después de Cristo, la aparición de las clases mercantiles y la aristocracia terrateniente forzó el desarrollo de acuerdos éticos para resolver disputas en torno a la propiedad. En la baja Edad Media, gobernantes ilustrados como Enrique II de Inglaterra empezaron a codificar en cánones esta «ley común» no escrita. Estas leyes eran locales, pero no importaba demasiado porque se dirigían fundamentalmente a los bienes raíces, forma de propiedad que por definición es local. Y que, como implicaba el nombre, era muy real.1 Todo siguió igual mientras el origen de la riqueza era la agricultura, pero en los albores de la Revolución Industrial la humanidad empezó a concentrarse tanto en los medios como en los fines. Las herramientas adquirieron un nuevo valor social y, gracias a su propio desarrollo, fue posible reproducirlas y distribuirlas en grandes cantidades. Para fomentar su invención, la mayoría de los países occidentales desarrolló el copyright y la ley de patentes. Estas leyes tenían como objeto la delicada tarea de introducir las creaciones mentales en el mundo donde se podían utilizar y entrar en la mente de otras personas a la vez que aseguraban a sus inventores una compensación por el valor de su uso. Y, como ya se ha dicho, tanto los sistemas de la ley como los de la práctica que crecieron en torno a esa tarea se basaban en la expresión física. Puesto que ahora es posible transmitir ideas de una mente a otra sin que se concreten en algo físico, estamos defendiendo que poseemos las ideas mismas y no meramente su expresión. Y, como también es posible crear herramientas útiles que nunca revisten forma física, nos hemos acostumbrado a patentar abstracciones, secuencias de acontecimientos virtuales y fórmulas matemáticas, los bienes menos «reales» que quepa concebir. En ciertos ámbitos, esto sitúa a los derechos de la propiedad en una condición tan ambigua que, de nuevo, la propiedad se adhiere a quienes consiguen formar los mayores ejércitos. La única diferencia es que en esta ocasión los ejércitos se componen de abogados. Amenazando a sus contrarios con el interminable purgatorio del litigio, frente al que algunos preferirían la muerte, los abogados reclaman toda idea que pueda haber entrado en otro cráneo en el seno del cuerpo colectivo de las empresas a las que sirven. Actúan como si esas ideas surgiesen al margen de todo pensamiento humano previo. Y pretenden que pensar sobre un producto equivalga a manufacturarlo, distribuirlo y venderlo. Lo que antes se consideraba como un recurso humano común distribuido entre las mentes y las bibliotecas del mundo, y como un fenómeno de la propia naturaleza, ahora se está acotando y

recibiendo títulos de propiedad. Es como si hubiera surgido un nuevo tipo de empresa que se arrogara la propiedad del aire y el agua. ¿Qué se debe hacer? Aunque produzca cierta diversión macabra, bailar sobre la tumba del copyright y la patente no es una solución, sobre todo cuando pocos pueden admitir que el ocupante de esta tumba está siquiera muerto, y tantas personas tratan de mantener a la fuerza lo que no se puede mantener por acuerdo popular. Desesperados porque pierden su resbaladizo asidero, los legalistas intentan prolongarlo con todas sus fuerzas. De hecho, Estados Unidos y otros defensores del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) están haciendo que el seguimiento de nuestros moribundos sistemas de protección de la propiedad intelectual sea una condición para formar parte del mercado de las naciones. Por ejemplo, a China se le denegará el estatus de nación más favorecida si no llega a un acuerdo para atenerse a un conjunto de principios culturalmente ajenos que ya no se aplican ni siquiera en su país de origen. En un mundo más perfecto, sería de sabios declarar una moratoria sobre el litigio, la legislación y los tratados internacionales en este ámbito hasta tener una idea clara de los términos y condiciones de la empresa en el ciberespacio. Idealmente, las leyes ratifican el consenso social ya desarrollado. No son tanto el propio contrato social como una serie de memorandos que expresan un propósito colectivo surgido de muchos millones de interacciones humanas. Los humanos no han habitado el ciberespacio con la suficiente diversidad como para haber desarrollado un contrato social adecuado a las extrañas condiciones nuevas de ese mundo. Las leyes anteriores al consenso suelen servir a los pocos que ya están establecidos y que pueden conseguir que se acepten, y no a la sociedad como un todo. En la medida en que la ley o la práctica social establecida existen en este ámbito, ya han entrado en un peligroso desacuerdo. Las leyes relativas a la reproducción no autorizada de software comercial son claras y severas, pero pocas veces se observan. Es tan difícil hacer cumplir en la práctica las leyes sobre piratería del software, y romperlas tiene ya tal grado de aceptación social, que solo una escasa minoría parece verse obligada, ya sea por temor o por conciencia, a obedecerlas. A veces doy conferencias sobre este asunto, y siempre pregunto al auditorio cuántas personas pueden presumir de no tener copias de software no autorizado instalado en sus discos duros. Nunca he visto más del diez por ciento de manos levantadas. Cuando existe una divergencia tan profunda entre las leyes y la práctica social, no es la sociedad la que se adapta. Tan es así que la práctica actual de las compañías que comercializan el software, que consiste en colgar a unos cuantos chivos expiatorios visibles, resulta tan manifiestamente arbitraria que no puede sino redundar en la merma del respeto a la legislación. Parte de la generalizada indiferencia popular hacia el copyright del software comercial nace de la incapacidad legislativa de entender las condiciones en las que se introdujo. Pensar que los sistemas legales basados en el mundo físico valdrán para un entorno tan fundamentalmente distinto como es el ciberespacio es una locura que habrán de pagar cara todos los que hagan negocios en el futuro. Como expondré en la siguiente sección, la propiedad intelectual sin límites es muy distinta de

la propiedad física y ya no se puede proteger pasando por alto esta diferencia. Por ejemplo, si seguimos asumiendo que el valor se basa en la escasez, como en el caso de los objetos físicos, crearemos leyes que son precisamente contrarias a la naturaleza de la información, cuyo valor puede aumentar en muchos casos con la difusión. Las grandes instituciones adversas al riesgo, más propensas a jugar siguiendo las viejas reglas, sufrirán por su apego a lo seguro. Cuantos más abogados, armas y dinero inviertan en proteger sus derechos o en minar los de sus oponentes, más se parecerá la competición comercial a la ceremonia kwakiutl del Potlatch, en la que los adversarios competían destruyendo sus propias posesiones. Su capacidad para producir nueva tecnología se estancará a medida que cada nuevo paso les hunda más en el pozo de brea de la guerra de tribunales. La fe en la legislación no será una estrategia eficaz para las compañías de alta tecnología. Las leyes se adaptan mediante constantes complementos que obedecen a un ritmo que solo la geología supera en cuanto a su majestuosidad. La tecnología, por el contrario, avanza mediante bruscas sacudidas, como si el equilibrio puntuado de la evolución biológica sufriera una grotesca aceleración. Las condiciones del mundo real seguirán cambiando a un ritmo deslumbrante, mientras que las leyes les seguirán el paso a gran distancia, cada vez más confundidas. Este desajuste es permanente. Las prometedoras economías nacerán en un estado de parálisis, como parece haber sucedido con el multimedia, o bien sus propietarios continuarán negándose valiente y testarudamente a entrar bajo ningún concepto en el juego de la propiedad. En Estados Unidos ya se puede observar el desarrollo de una economía paralela, sobre todo entre empresas pequeñas y dúctiles que protegen sus ideas penetrando en el mercado con más rapidez que sus grandes competidores, cuya protección se basa en el miedo y el litigio. Tal vez quienes forman parte del problema simplemente se acojan una cuarentena en los tribunales, mientras que los que son parte de la solución crearán una nueva sociedad basada, al principio, en la piratería y el filibusterismo. Cuando el sistema actual de la ley de propiedad intelectual se desplome, como parece inevitable que suceda, puede que no surja en su lugar ninguna estructura legal que la reemplace. Pero algo ocurrirá. Después de todo, la gente hace negocios. Cuando el dinero deja de tener sentido, los negocios se hacen con trueques. Cuando las sociedades se desarrollan al margen de la ley, desarrollan sus propios códigos, prácticas y sistemas éticos no escritos. Si bien la tecnología puede deshacer la ley, ofrece métodos para restaurar los derechos creativos.

Una taxonomía de la información Tengo la impresión de que lo más productivo que cabe hacer hoy es estudiar con detalle la verdadera naturaleza de lo que intentamos proteger. ¿Qué sabemos realmente sobre la información y sus comportamientos naturales? ¿Cuáles son las características esenciales de la creación ilimitada? ¿En qué se diferencia de formas previas de propiedad? ¿Cuántas de nuestras suposiciones sobre ella se han referido a sus

contenedores más que a sus misteriosos contenidos? ¿Cuáles son sus diferentes especies y cómo se presta cada una al control? ¿Qué tecnologías serán útiles para crear nuevas botellas virtuales que sustituyan a las antiguas botellas físicas? Por supuesto, la información es intangible y difícil de definir por naturaleza. Al igual que otros fenómenos profundos como la luz o la materia, es un ámbito natural de la paradoja. Y así como resulta más fácil comprender la luz a la vez como partícula y onda, puede que una comprensión de la información surja en la congruencia abstracta de sus diversas propiedades, que podemos describir con estos tres enunciados: La información es una actividad. La información es una forma de vida. La información es una relación. A continuación, analizaré cada uno por separado.

La información es una actividad La información es un verbo, no un sustantivo Liberada de sus contenedores, la información no es, obviamente, una cosa. De hecho, es algo que ocurre en el campo de la interacción entre mentes, objetos u otras piezas de información. Gregory Bateson, reflexionando sobre la teoría de la información de Claude Shannon, dijo que «la información es una diferencia que crea una diferencia». Así pues, la información solo existe realmente en el Delta. La creación de esa diferencia es una actividad que ocurre dentro de una relación. La información es una acción que ocupa tiempo más que una presencia que ocupa espacio físico, como los artículos materiales. Es el lanzamiento, no la pelota de béisbol; la danza, no el bailarín. La información se experimenta, no se posee Incluso cuando ha sido encapsulada en alguna forma estática como un libro o un disco duro, la información sigue siendo algo que nos ocurre cuando la descomprimimos mentalmente de su código de almacenamiento. Pero, ya sea que se mueva a gigabits por segundo o a palabras por minuto, la descodificación es un proceso que debe ser ejecutado por y sobre una mente, un proceso que se despliega en el tiempo. Hace unos años se publicó una historieta en el Bulletin of the Atomic Scientists, que ilustraba este punto a la perfección. En el dibujo, un atracador apunta con su pistola al típico personaje con aspecto de almacenar mucha información en la cabeza. «Deprisa —ordena el bandido— dame todas tus ideas». La información se tiene que mover Se dice que los tiburones mueren asfixiados si dejan de nadar, y casi se puede decir lo mismo de la

información. La información que no se está moviendo deja de existir y pasa a ser solamente potencial, al menos hasta que se le permite moverse de nuevo. Por eso, la práctica de acumular información, habitual en las burocracias, es un mecanismo especialmente desatinado para los sistemas de valor con base física. La información se transmite por propagación, no por distribución El modo en que se difunde la información también se diferencia mucho de la distribución de bienes físicos. Se mueve más como algo propio de la naturaleza que como algo procedente de una fábrica. Se puede concatenar como un dominó o crecer en la típica retícula fractal, como la escarcha que se extiende por una ventana, pero no se puede desplazar como los productos manufacturados salvo en la medida en que estos pueden contenerla. No se limita a avanzar. Deja rastro allí por donde pasa. La distinción económica central entre la información y la propiedad física es que la primera se puede transferir sin que su dueño original deje de poseerla.

La información es una forma de vida La información quiere ser libre Se suele atribuir a Stewart Brand este elegante enunciado de lo obvio, que reconoce tanto el deseo natural de los secretos a ser dichos como el hecho de que, para empezar, los secretos puedan sentir algo similar a un «deseo». El biólogo y filósofo inglés Richard Dawkins propuso la noción de «memes», modelos autorreplicantes de información que se propagan a sí mismos por las ecologías de la mente, y dijo que eran como formas de vida. A mi juicio, son formas de vida en todos los aspectos salvo en que no se basan en el átomo de carbono. Se autorreproducen o interactúan con su entorno y se adaptan a él, mutan, persisten. Como cualquier otra forma de vida, evolucionan para ocupar los espacios de posibilidad de sus entornos locales, que en este caso son los sistemas de creencias y las culturas circundantes de sus anfitriones, a saber, nosotros. En efecto, sociobiólogos como Dawkins consideran plausible el argumento de que las formas de vida basadas en el carbono también sean información, y que, al igual que la gallina es el modo que tiene un huevo de hacer otro huevo, el espectáculo biológico completo es el medio que tiene la molécula del ADN para copiar más cuerdas de información exactamente iguales a sí misma. La información se reproduce en las grietas de la posibilidad Al igual que las hélices del ADN, las ideas son expansionistas implacables, siempre en búsqueda de nuevas oportunidades para crearse un espacio vital. Y, como ocurre en la naturaleza de base carbónica, los organismos más robustos son extremadamente hábiles para encontrar nuevos lugares donde vivir. Así, de la misma manera que la mosca común se ha introducido en casi todos los ecosistemas del planeta, el meme de la «vida después de la muerte» se hizo un hueco en la

mayoría de las mentes, o psicoecologías. Cuanto más universal sea el eco de una idea, una imagen o una canción, en más mentes se introducirán y permanecerán. Intentar frenar la propagacion de un segmento muy potente de información es casi tan difícil como mantener las llamadas «abejas asesinas» al sur de la frontera de Estados Unidos. El intento hace agua por todas partes. La información quiere cambiar Si las ideas y otros modelos interactivos de información son, en efecto, formas de vida, se puede suponer que evolucionarán constantemente hacia formas mejor adaptadas a su entorno. Y, de hecho, lo hacen sin cesar. Pero durante mucho tiempo nuestros medios de difusión estáticos, ya fueran tallas en piedra, tinta sobre papel o tinte sobre celuloide, se han resistido tenazmente al impulso evolutivo, subrayando por tanto la capacidad del autor para determinar el producto acabado. Pero, como en la tradición oral, la información digitalizada carece de un «acabado final». La información digitalizada, libre de las ataduras del empaquetamiento, es un proceso continuo que se parece más a las metamorfoseantes leyendas de la prehistoria que a nada que se pueda envolver con plástico. Desde el Neolítico hasta Gutenberg, la información se transmitía de boca a boca cambiando con cada nueva narración (o canción). Las historias que antaño moldearon nuestro sentido del mundo carecían de versiones autorizadas. Se adaptaban a cualquier cultura donde se contaran. Puesto que la narración nunca se plasmaba en escritura, el llamado derecho «moral» de los narradores a quedarse con sus cuentos no estaba protegido ni reconocido. Sencillamente, el cuento atravesaba a cada narrador en su camino hacia el siguiente, donde asumía una forma distinta. A medida que regresemos a la información continua, cabe esperar que disminuya la importancia de la autoría. Acaso los creadores tendrán que renovar sus vínculos con la humildad. Pero nuestro sistema de copyright no da cabida a expresiones que no se «fijan» en algún punto ni a expresiones culturales que no tienen un autor o inventor concreto. Las improvisaciones de jazz, los espectáculos de humoristas, la mímica, los monólogos continuos y las retransmisiones que no han sido grabadas carecen del requisito constitucional de una fijación mediante la «escritura». Si no se les da la forma fija de la publicación, las obras líquidas del futuro se parecerán más a estas formas que se adaptan y cambian continuamente, y escaparán, por tanto, del alcance del copyright. La experta en copyright Pamela Samuelson afirma haber asistido el año pasado a una conferencia en la que se discutía la cuestión de si los países occidentales pueden apropiarse legalmente de la música, los diseños y el saber biomédico de los pueblos aborígenes sin compensaciones a su tribu de origen, ya que esa tribu no es su «autora» o «inventora». La información es perecedera A excepción de los clásicos excepcionales, la mayor parte de la información es como los productos de granja. Su calidad se degrada rápidamente, tanto con el tiempo como con la distancia respecto a

la fuente de producción. Pero, incluso aquí, el valor es enormemente subjetivo y condicional. Los papeles de ayer son muy valiosos para el historiador. De hecho, cuanto más viejos, más valiosos son. Por el contrario, un agente del mercado de futuros puede considerar que la noticia de un acontecimiento con más de una hora de vida ha perdido ya toda relevancia.

La información es una relación El significado tiene valor y es exclusivo de cada caso En la mayoría de los casos, asignamos valor a la información basándonos en su significado. El lugar donde reside la información, el momento sagrado en que la transmisión se convierte en recepción, es un ámbito con muchas características y matices cambiantes que dependen de la relación entre el emisor y el receptor, así como de la profundidad de su interacción. Cada relación de este tipo es única. Incluso en casos donde el emisor es un medio de difusión audiovisual y no hay respuesta, el receptor no es nada pasivo. Recibir información es a menudo tan creativo como generarla. El valor de lo que se envía depende por completo de la medida en que cada destinatario tiene los receptores necesarios: terminología compartida, atención, interés, lenguaje, paradigma para volver significativo aquello que recibe. La comprensión es un elemento crítico que cada vez se pasa más por alto al intentar convertir la información en una mercancía. Los datos pueden ser cualquier conjunto de hechos, útiles o no, inteligibles o inescrutables, relacionados o irrelevantes. Los ordenadores pueden estar soltando datos nuevos toda la noche sin ayuda humana, y los resultados se pueden poner en venta como información. Puede que lo sean o que no lo sean. Solo un ser humano puede reconocer el significado que separa la información de los datos. De hecho, la información, en el sentido económico de la palabra, consiste en datos que han sido pasados por una mente humana concreta y que se han considerado significativos dentro de ese contexto mental. Lo que es información para una persona es un mero dato para otra. La familiaridad tiene más valor que la escasez En los artículos físicos existe una correlación directa entre la escasez y el valor. El oro es más valioso que el trigo, aunque no se pueda comer. Si bien no siempre, la condición de la información suele ser justo la contraria. Casi todo el software aumenta su valor a medida que va siendo más común. La familiaridad es un activo importante en el mundo de la información. A menudo puede ocurrir que la mejor manera de aumentar la demanda de un producto sea regalarlo. Aunque esto no haya sido siempre así en el caso del shareware —software para compartir— se podría argumentar que hay una conexión entre la cantidad de software comercial que se piratea y la cantidad que se vende. El software más pirateado, como el Lotus 1-2-3 o el WordPerfect, se convierte en un estándar y se beneficia de la ley de los rendimientos crecientes, que se basa en la familiaridad.

Respecto a mi propio producto creativo, canciones de rock and roll, no hay ninguna duda de que el grupo para el que las escribo, Grateful Dead, ha aumentado enormemente su popularidad al regalarlas. Desde comienzos de los años setenta venimos dejando que la gente grabe nuestros conciertos, y en vez de reducir la demanda de nuestro producto esto se ha traducido en que ahora tenemos la mayor convocatoria en conciertos de Estados Unidos. Cabe atribuir este resultado, al menos en parte, a la popularidad que generaron aquellas grabaciones piratas. Cierto es que no recibo derechos de autor por los millones de copias de mis canciones que han sido extraídas de esos conciertos, pero no encuentro ninguna razón para quejarme. El hecho es que nadie más que Grateful Dead puede interpretar una canción de Grateful Dead, así que quien desee tener la experiencia y no un pálido reflejo tendrá que comprar una entrada. En otras palabras, la protección de nuestra propiedad intelectual deriva de que somos su única fuente en tiempo real. La exclusividad tiene valor El problema de un modelo que invierte la proporción física escasez/valor es que a veces el valor de la información obedece en gran medida a su escasez. La posesión exclusiva de ciertos hechos los vuelve más útiles. Si todo el mundo conoce las condiciones que pueden subir el precio de unas acciones, la información carece de valor. Pero, de nuevo, el factor crítico suele ser el tiempo. No importa si este tipo de información termina siendo omnipresente. Lo que importa es estar entre los primeros que la poseen y actúan a partir de ella. Aunque los secretos potentes por lo general no permanecen secretos, pueden seguir siéndolo durante el tiempo suficiente como para coadyuvar en la causa de sus primeros dueños. El punto de vista y la autoridad tienen valor En un mundo de realidades flotantes y mapas contradictorios, las recompensas se otorgarán a aquellos comentaristas cuyos mapas se ajusten más cómodamente al territorio por su capacidad de avanzar resultados predecibles a quienes los utilicen. En la información estética, ya sea poesía o rock and roll, la gente está dispuesta a comprar el último producto de un artista sin haberlo visto antes, partiendo de que ha tenido una experiencia placentera con su obra previa. La realidad es un filtro editorial. La gente paga por la autoridad de aquellos editores cuyo punto de vista selectivo parece más ajustado. Y, de nuevo, el punto de vista es un activo que no se pude robar ni duplicar. Solamente Esther Dyson ve el mundo como ella lo ve y, de hecho, la bonita suma que percibe por su boletín informativo responde al privilegio de ver el mundo a través de su mirada exclusiva. El tiempo sustituye al espacio En el mundo físico, el valor depende mucho de la posesión o de la proximidad espacial. Se posee aquel material que cae dentro de ciertos límites dimensionales, y la capacidad de actuar directa y exclusivamente, o como se quiera, sobre lo que cae dentro de esos límites es el principal valor de la

posesión. Por supuesto, también hay una relación entre valor y escasez, una limitación relativa al espacio. En el mundo virtual, la proximidad en el tiempo es un valor. En general, una información es más valiosa cuanto más cerca pueda situarse el comprador del momento de su expresión: hay una limitación de tiempo. Muchos tipos de información se degradan rápidamente con el tiempo o con la reproducción. Su relevancia se debilita a medida que va cambiando el territorio que delinean. Cuando desaparece el punto donde se produce por vez primera la información, entra ruido y se pierde la amplitud de banda. La protección de la ejecución En el pueblo donde nací no se concede demasiado mérito a nadie simplemente porque tenga ideas. Se le juzga por lo que pueda hacer con ellas. A medida que se aceleran las cosas, la mejor manera de proteger los proyectos que se convierten en objetos físicos es ejecutarlos. O como lo expresó alguna vez Steve Jobs, «los artistas auténticos ejecutan». El triunfador suele ser quien antes llega al mercado (y con la suficiente fuerza organizativa como para mantener el primer puesto). Pero, a medida que nos concentramos en el comercio de la información, somos muchos los que pensamos que la originalidad basta en sí misma para transmitir valor y que merece, con los respaldos legales adecuados, un salario fijo. De hecho, la mejor manera de proteger la propiedad intelectual es actuar en consecuencia. No basta con inventar y patentar, también hay que innovar. Alguien sostiene que inventó el microprocesador antes que Intel. Quizá sea cierto. Si hubiera empezado a distribuir microprocesadores antes que Intel su reclamo no parecería tan espurio. La información es su propia recompensa Es muy común decir que el dinero es información. A excepción del krugerrand, la calderilla y los contenidos de los maletines que se suelen asociar a los capos del narcotráfico, la mayor parte del dinero del mundo informatizado está cifrado en unos y ceros. El suministro global de dinero se propaga por la red con fluidez meteorológica. También es evidente que la información se ha vuelto tan fundamental para la creación de la riqueza moderna como antaño lo fueran la posesión de tierras y la luz solar. Lo que no es tan obvio es hasta qué punto la información está empezando a tener un valor intrínseco, no como un medio para adquirir sino como objeto de la adquisición. Supongo que, de manera menos explícita, esto siempre ha sido así. En la política y en el mundo académico, poder e información siempre han mantenido un vínculo estrecho. Sin embargo, ahora que la información se compra cada vez más con dinero, vemos que comprar información con otra información es un mero intercambio económico que no precisa la conversión en otra moneda. Esto supone cierto desafío para quienes gustan de tener las cuentas claras, ya que, al margen de la teoría de la información, los tipos de cambio de la información son demasiado escurridizos como para cuantificarlos con cifras decimales. No obstante, casi todo lo que compra un estadunidense de clase media tiene poco que ver con la supervivencia. Compramos belleza, prestigio, experiencia, educación y todos los oscuros

placeres de la posesión. Muchas de estas cosas no solo se pueden expresar en términos no materiales, sino que además se pueden adquirir por medios no materiales. Y luego están los inexplicables placeres de la propia información, el deleite de aprender, saber y enseñar. Esa sensación extraña y agradable de que la información entra y sale de uno mismo. Jugar con ideas es un divertimento por el que la gente debe de estar dispuesta a pagar mucho, dado el mercado que tienen los libros y los cursos. Estaríamos dispuestos a gastar incluso más dinero en este tipo de placeres si no hubiera tantas oportunidades de pagar las ideas con otras ideas. Esto explica mucho trabajo «voluntario» colectivo que llena los archivos, los foros y las bases de datos del internet. Sus habitantes no trabajan gratuitamente, como se suele creer. Se les paga con algo que no es dinero. Es una economía que consiste casi por completo en información. Puede que esta se convierta en la forma dominante del comercio humano y si seguimos empeñados en modelar la economía sobre una base estrictamente monetaria quizá nos equivoquemos seriamente.

Cobrar en el ciberespacio La forma en que se relaciona todo lo anterior con las posibles soluciones a la crisis de la propiedad intelectual es algo que apenas he comenzado a pensar. Los paradigmas se distorsionan cuando se contempla la información con ojos atentos, al ver lo poco que tiene que ver con las materias primas que se venden en los mercados de futuros, al imaginar las tambaleantes farsas de jurisprudencia que se amontonarán si seguimos tratándola legalmente como si se les pareciera. Como ya dije, creo que en algún momento de la próxima década estas actitudes obsoletas se harán añicos y a nosotros no nos quedará más remedio que incorporarnos a nuevos sistemas que funcionen. Contrario a lo que podrían suponer hasta ahora los lectores de esta jeremiada, en realidad no tengo una imagen tan sombría de nuestras perspectivas. Surgirán soluciones. La naturaleza aborrece el vacío y lo mismo le ocurre al comercio. Uno de los aspectos de la frontera electrónica que más atractivo me ha resultado siempre —y la razón de que Mitch Kapor y yo eligiésemos esa expresión cuando iniciamos la Electronic Frontier Foundation (EFF)2— es el grado de semejanza con el oeste americano del siglo XIX en su preferencia natural por los mecanismos sociales que surgen de sus propias condiciones, frente a aquellos que se imponen desde el exterior. Hasta que el oeste se colonizó y «civilizó» por completo en este siglo, el orden se establecía según un código del oeste no escrito, que tenía la fluidez de los buenos modales más que la rigidez de la ley. La ética era más importante que las normas, que en cualquier caso se hacían respetar muy poco. En mi opinión, la ley, tal y como la entendemos, se desarrolló para proteger los intereses que surgieron en las dos «olas» económicas que con tanta exactitud identificó Alvin Toffler en La tercera ola.3 La primera ola se basaba en la agricultura y necesitaba la ley para disponer la posesión de la principal fuente de producción: la tierra. En la segunda ola, la manufactura se convirtió en la fuente económica fundamental, y la estructura de la ley moderna creció en torno a las

instituciones que necesitaban protección para sus reservas de capital, fuerza humana y maquinaria. Ambos sistemas económicos necesitaban estabilidad. Sus leyes estaban concebidas para resistir el cambio y asegurar cierta constancia distributiva dentro de un marco social bastante estático. Había que limitar la disponibilidad para preservar la capacidad de predecir, necesaria tanto para la administración de la tierra como para la formación de capital. En la tercera ola, a la que acabamos de entrar, la información sustituye en gran medida a la tierra, el capital y la maquinaria; y donde más a gusto se encuentra la información es en un entorno mucho más fluido y adaptable. Es probable que la tercera ola provoque un cambio fundamental en los propósitos y métodos de la ley, y que su repercusión vaya mucho más allá de los estatutos que rigen la propiedad intelectual. Puede que el propio «terreno» —la arquitectura de la red— cumpla muchos de los objetivos que en el pasado solo se podían mantener por imposición legal. Por ejemplo, quizá sea innecesario asegurar constitucionalmente la libertad de expresión en un entorno que trata la censura como si fuera una disfunción, mientras busca la fórmula para transmitir ideas prohibidas que la esquiven. Puede que surjan similares mecanismos naturales de equilibrio para nivelar las discontinuidades sociales que antes necesitaban de la mediación legal para solucionarse. En la red, lo más probable es que estas diferencias sean abarcadas por un espectro continuo que conecta tanto como separa. Y, a pesar de asirse férreamente a la vieja estructura legal, las compañías que comercian con la información tal vez vean que, debido a su creciente incapacidad para acercarse con sensatez a cuestiones tecnológicas, los tribunales ya no producirán resultados con la previsión suficiente como para apoyar proyectos a largo plazo. Cada litigio se convierte en algo parecido a una ruleta rusa, dependiendo de la ignorancia del juez que lo preside. La «ley» sin codificar o adaptable, aunque sea tan «rápida, holgada e incontrolable» como otras formas emergentes, probablemente esté muy cerca de algo parecido a la justicia. De hecho, ya se puede ver el desarrollo de nuevas prácticas más adecuadas a las condiciones del comercio virtual. Las formas de vida de la información son métodos que evolucionan para proteger su reproducción continua. Por ejemplo, aunque la letra pequeña del sobre de un disquete comercial plantea puntillosas exigencias a quien lo abre, pocas personas leen esas condiciones y muchas menos las cumplen a rajatabla. Y a pesar de esto el negocio del software sigue siendo un sector muy sano de la economía de Estados Unidos. Y esto ¿a qué se debe? A que la gente termina comprando el software que realmente utiliza. Cuando un programa se vuelve fundamental para el propio trabajo, se quiere tener la última versión, el mejor soporte, los manuales actualizados, todos los privilegios vinculados a la posesión. En ausencia de una ley vigente, estas consideraciones prácticas serán cada vez más importantes para cobrar aquello que fácilmente se podría obtener gratis. Por supuesto que hay quienes compran software por respeto a la ética o con la idea abstracta de que no comprarlo contribuiría a que no se fabricara, pero voy a dejar estos motivos de lado. Si bien pienso que el fracaso de la ley desembocará casi con toda certeza en un renacimiento compensador

de la ética como modelo organizativo de la sociedad, no tengo espacio para defender aquí esta creencia. En su lugar diré que, a mi modo de ver y como en el caso antes citado, la compensación por la creación de software se guiará fundamentalmente por consideraciones prácticas, todas ellas inherentes a las verdaderas propiedades de la información digital, dónde reside su valor y cómo puede ser a la vez manipulada y protegida por la tecnología. Aunque el acertijo sigue siendo un acertijo, empiezo a ver desde dónde pueden venir las soluciones, que en parte consisten en ampliar esas soluciones prácticas que ya están en marcha.

La relación y sus herramientas Creo que hay una idea básica para comprender el comercio líquido: la economía de la información, en ausencia de objetos, se basará más en la relación que en la posesión. Un modelo ya existente para la transmisión futura de la propiedad intelectual es la ejecución en tiempo real, un medio que en la actualidad solo se usa en teatro, música, conferencias y enseñanza. A mi juicio, el concepto de ejecución se ampliará hasta incluir casi toda la economía de la información, desde las novelas hasta los análisis bursátiles. En estos casos, el intercambio comercial se parecerá más a la venta de entradas para un espectáculo continuo que a la compra de distintos paquetes de lo que se muestra. El otro modelo, por supuesto, es el de los servicios. Todo el sector profesional: médicos, abogados, asesores, arquitectos, entre otros, ya está cobrando directamente por su propiedad intelectual. ¿Quién necesita el copyright cuando tiene una cuota fija? De hecho, hasta finales del siglo XVIII este modelo se aplicaba a muchos ámbitos que hoy caen bajo el copyright. Antes de la industrialización de la creación, los escritores, compositores y artistas trabajaban para el servicio privado de los empleadores. Sin objetos que se puedan distribuir en un mercado de masas, los creadores regresarán a una situación parecida, si bien servirán a muchos empleadores en lugar de uno solo. Ya se puede ver cómo surgen compañías cuya existencia se basa en apoyar y mejorar el software que crean, más que en venderlo por piezas plastificadas o incluirlo en paquetes. La nueva compañía de Trip Hawkins para la creación y comercialización bajo licencia de herramientas multimedia, 3DO, es un ejemplo de lo estamos tratando. 3DO no pretende producir ningún tipo de software comercial o aparatos para los consumidores. Pretenden, en su lugar, conformar una especie de órgano de calificación de estándares privados para mediar entre los creadores de software y los de aparatos informáticos, que serían los titulares de sus licencias. Proporcionarán un punto de comunidad de intereses para las relaciones entre un amplio espectro de entidades. En todo caso, tanto si uno se considera un proveedor de servicios como si es un ejecutante, la futura protección de la propiedad intelectual dependerá de la propia capacidad de controlar la relación con el mercado, una relación que con toda probabilidad perdurará y crecerá con el tiempo. El valor de esa relación residirá en la calidad de la ejecución, la originalidad del punto de vista,

las destrezas, su relevancia para el propio mercado y, bajo todo esto, la capacidad de ese mercado para comunicar los servicios creativos de manera ágil, cómoda e interactiva.

Interacción y protección La interacción directa otorgará una gran protección a la propiedad intelectual en el futuro; de hecho, ya la ha dado. Nadie sabe cuántos usuarios de software pirata han comprado copias legítimas de un programa después de llamar al editor para pedirle asesoramiento técnico y que este les haya pedido alguna prueba de compra, pero supongo que la cifra es muy alta. El mismo tipo de control se podrá ejercer sobre las relaciones de «pregunta y respuesta» entre autoridades (o artistas) y aquellos que soliciten sus destrezas. Boletines informativos, revistas y libros saldrán reforzados por la capacidad de los suscriptores para hacerles preguntas directas a los autores. La interactividad será un bien facturable incluso sin la autoría. A medida que vaya entrando la gente en la red y obteniendo su información directamente del punto donde se produce, sin que se filtre a través de los centralizados medios de comunicación, intentará desarrollar la misma capacidad interactiva para investigar la realidad que en el pasado solo la experiencia les suministraba. El acceso directo a estos distantes «ojos y orejas» será mucho más fácil de delimitar que el acceso a paquetes fijos de información almacenada pero fácilmente reproducible. En la mayoría de los casos, el control se basará en restringir el acceso a la información más reciente y con mayor amplitud de banda. Será cuestión de definir la entrada, el sitio donde se actúa, el actor y la identidad del portador de la entrada, definiciones que, en mi opinión, surgirán de la tecnología, no de la ley. En la mayoría de los casos, la tecnología definidora será la criptografía.

Criptoembotellamiento La criptografía, como he dicho quizá ya demasiadas veces, es el «material» con el que se construirán las paredes y los límites —y las botellas— del ciberespacio. Evidentemente, la criptografía o cualquier otro método puramente técnico de protección de la propiedad plantea problemas. Siempre me ha parecido que a mayor seguridad de los artículos, más posibilidad de convertirlos en objeto de deseo. Viniendo de un lugar donde la gente deja puestas las llaves del coche y ni siquiera cierra con llave su casa, estoy convencido de que el mejor obstáculo contra el crimen es una sociedad con una ética intacta. Aunque admito que este no es el tipo de sociedad en la que vivimos la mayoría de nosotros, también creo que un exceso de confianza social en la protección con barricadas terminará debilitando la conciencia al hacer de la intrusión y el robo un deporte, no un crimen. Esto ocurre ya en el ámbito digital, como es evidente en las actividades de quienes asaltan sistemas informáticos. Es más, me atrevería a sostener que los esfuerzos iniciales por proteger el copyright digital

mediante la protección de la copia contribuyeron a la situación actual, en la que los usuarios de ordenadores, que en otros sentidos actúan éticamente, no parecen oponer reparos morales al software pirateado. En vez de cultivar entre los recién informatizados un sentido del respeto hacia el trabajo de sus colegas, la confianza temprana en la protección de la copia abocó en la idea subliminal de que asaltar un paquete de software «concedía» en cierto sentido el derecho a usarlo. Limitados no por la conciencia sino por la destreza técnica, muchos se sintieron libres para hacer todo aquello que les permitiera salirse con la suya. Esto seguirá siendo un riesgo potencial de la codificación en el comercio digitalizado. Incluso es prudente recordar que la protección contra la copia fue rechazada por casi todos los ámbitos del mercado. Muchos de los próximos esfuerzos para usar los modelos de protección basados en la criptografía probablemente sufrirán el mismo destino. La gente no va a tolerar ciertas cosas que dificultan más el uso de los ordenadores sin que haya ningún beneficio para el usuario. Aun así, la codificación ya ha demostrado cierta utilidad burda. Hace poco se dispararon las nuevas suscripciones a varios servicios de televisión comercial vía satélite, después de que desplegaran una mayor codificación en sus alimentadores. Y esto a pesar de un floreciente comercio casero de chips descodificadores, en manos de sujetos que parecen destiladores ilegales de alcohol más que expertos en descodificar claves. Otro problema evidente de la codificación como solución global es que, una vez que algo ha sido descodificado por un mediador autorizado legítimo, puede volverse accesible a la reproducción masiva. En algunos casos, puede que no sea un problema realizar la reproducción después de descodificar. El valor de muchos artículos de software se degrada con el paso del tiempo. Quizá el único interés real por algunos de estos productos lo tengan aquellos que han comprado las llaves de la inmediatez. Es más: a medida que el software se vuelva más modular, y que la distribución avance por la red, comenzará a sufrir una metamorfosis al relacionarse directamente con la base del usuario. Las actualizaciones discontinuas se nivelarán en un proceso constante de adaptación y perfeccionamiento cada vez mayores, en parte debido al ser humano y en parte a algoritmos genéticos. Las copias pirateadas de software tal vez se vuelvan demasiado estáticas como para serle de algún valor a alguien. Incluso en casos como los de las imágenes, donde se supone que la información permanece inalterada, el archivo sin encriptar todavía sería susceptible de entretejerse con secuencias de código que continuarían protegiéndolo con arreglo a un amplio abanico de modalidades. En la mayoría de los esquemas que puedo imaginar, el archivo continuaría «con vida», teniendo un software incrustado permanentemente que podría «sentir» las condiciones del entorno e interaccionar por las mismas. Por ejemplo, podría contener código que detecte el proceso de duplicación y provoque su autodestrucción. Otros métodos podrían dotar al archivo de la capacidad de «llamar a casa» a través de la red hasta localizar a su propietario original. La integridad permanente de algunos archivos podría

requerir su «alimentación» periódica con el dinero digital de su anfitrión (host), que estos harían llegar después a sus autores. Por supuesto, los archivos dotados de la capacidad independiente de comunicarse con sus dispositivos de origen tienen un inquietante parecido al gusano Morris. Los archivos «vivos» poseen cierta cualidad viral. De este modo, si nuestros ordenadores vinieran equipados con espías digitales se plantearían cuestiones graves de vulneración de la privacidad. El núcleo de la cuestión es que la criptografía posibilitará muchas tecnologías de protección que se desarrollarán rápidamente por la obsesiva competencia que siempre han sostenido los que hacen los cerrojos y los que los rompen. Pero la criptografía no se usará solo para hacer cerrojos. También es vital para las firmas digitalizadas y el dinero digital antes mencionado. Ambos serán, a mi juicio, fundamentales para la protección futura de la propiedad intelectual. Considero que el fracaso generalmente reconocido que ha sufrido el modelo shareware en el ámbito del software tuvo menos que ver con la honestidad que con la simple incomodidad de pagarlo. Si el proceso de pago se puede automatizar, como lo permitirán el dinero y las firmas digitales, los creadores de artículos de software cosecharán beneficios mucho más altos. Es más, se les dispensará de muchos costos indirectos que hoy se añaden al marketing, la manufactura, las ventas y la distribución de productos de información, ya sean programas informáticos, libros, CD o películas. Esto reducirá los precios y aumentará la posibilidad del pago no obligatorio. Pero naturalmente hay un problema fundamental en un sistema que exige el pago, a través de la tecnología, por cada acceso a una expresión concreta. Desafía el propósito jeffersoniano original de hacer las ideas accesibles para todos, al margen de su situación económica. No me siento cómodo con un modelo que limite la investigación a los ricos.

Una economía de verbos Las futuras formas y protecciones de la propiedad intelectual se han vuelto mucho más opacas desde que empezó la era virtual. No obstante, puedo proponer (o reiterar) unos cuantos enunciados directos que, sinceramente, no creo que resulten demasiado ingenuos dentro de cincuenta años. En ausencia de los viejos contenedores, casi todo lo que creemos saber sobre la propiedad intelectual es erróneo. Tendremos que desaprenderlo. Vamos a tener que considerar el fenómeno de la información como algo nunca visto previamente. Las protecciones que desarrollaremos se apoyarán mucho más en la ética y la tecnología que en la ley. El cifrado será la base técnica de la mayoría de las protecciones de la propiedad intelectual. (Y, por esta y otras razones, debería volverse más accesible). La economía del futuro se basará en la relación más que en la posesión. Será continua más que secuencial.

Y, por último, en los años venideros la mayor parte del intercambio humano será más virtual que físico, y no consistirá en materia sino en la materia de la que están hechos los sueños. Nuestros futuros negocios se llevarán a cabo en un mundo hecho de verbos más que de sustantivos. Ojo Caliente, Nuevo México, 1 de octubre de 1992. Nueva York, Nueva York, 6 de noviembre de 1992. Brookline, Massachusetts, 8 de noviembre de 1992. Nueva York, Nueva York, 15 de noviembre de 1993. San Francisco, California, 20 de noviembre de 1993. Pinedale, Wyoming, 24-30 de noviembre de 1993. Nueva York, Nueva York, 13-14 de diciembre de 1993. Esta expresión ha vivido y crecido hasta ahora durante el periodo de tiempo y en los lugares detallados más arriba. A pesar de su publicación expresa aquí, espero que continúe evolucionando de forma líquida y, de ser posible, durante muchos años. Los pensamientos que contiene no me «pertenecen» en exclusiva, sino que se han armado a sí mismos dentro de un campo de interacción que ha existido entre muchas otras personas y yo, a las que quiero expresar mi agradecimiento. Quiero recordar en particular a: Pamela Samuelson, Kevin Kelly, Mitch Kapor, Mike Godwin, Stewart Brand, Mike Holderness, Miram Barlow, Danny Hillis, Trip Hawkins y Alvin Toffler. No obstante, debo confesar que cuando Wired me envía un cheque a cambio de haber «colgado» temporalmente el artículo en sus páginas, soy el único que lo cobra...

Título original The economy of ideas Traducción Raúl Sánchez Cedillo Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/barlow.html Fecha de publicación Marzo de 1994 Tipo de licencia

Desconocida (probablemente copyleft) Observaciones En marzo del 2004 se cumplen diez años desde que este artículo — absolutamente pionero y el cual fijó las bases para una crítica eficaz a la propiedad intelectual en la era digital— vio la luz en papel, en la revista Wired, con el título The economy of ideas. Desde entonces ha sido citado y reproducido innumerables veces, convirtiéndose en una referencia imprescindible para una crítica cabal a quienes tratan de imponer el viejo modelo de la propiedad intelectual y del copyright al internet y a toda obra digital. Muchas de sus previsiones han resultado asombrosamente certeras y, pese al tiempo transcurrido, el artículo conserva su vigencia en lo fundamental. Sin embargo, en castellano solo ha aparecido (que sepamos) en un especial de la revista El Paseante (núm. 27-28) titulado La revolución digital y sus dilemas, publicado en 1998 y por lo tanto bastante difícil de encontrar hoy en día. Además, era una traducción incompleta pues, por causas que desconocemos, se publicó con sensibles recortes. Aparte de la de El Paseante no existe ninguna otra traducción castellana en la red, por lo que, con motivo de los diez años de su publicación en Wired, hemos decidido ponerla a disposición, revisando la traducción cuidadosamente, corrigiendo algunas erratas y errores de interpretación, así como traduciendo todos los fragmentos (nada menos que doce párrafos) que no se incluyeron en la traducción original, trabajo que hay que agradecer a Raúl Sánchez Cedillo. También hemos devuelto al texto su estructura original, basándonos en la versión publicada por la Electronic Frontier Foundation (EFF). Las notas a pie de página son todas de esta edición. [N. del T.].

1. Real state es el término en inglés para «bienes raíces». [N. de la T.]. 2. La Electronic Frontier Foundation, fundada tras la famosa caza de hackers de 1990 que describe Sterling en The hacker crackdown, es la decana de los ciberderechos y probablemente el lobby más importante en defensa de los derechos digitales a nivel mundial. [N. del E.]. 3. Hay una edición castellana del mismo año de su publicación original: Toffler, Alvin: La tercera ola, Plaza & Janés: Barcelona, 1980. Esta obra temprana y visionaria fue enormemente influyente en todos los teóricos, emprendedores y futurólogos de la sociedad de la información, así como en los primeros editorialistas de Wired, incluyendo al propio Barlow. También se dice que inspiró a Juan Atkins, uno de los creadores de la música techno, al igual que al fundador de America Online (AOL) para lanzar sus servicios en línea. [N. del E.].

La catedral y el bazar Eric Steven Raymond

Analizo un exitoso proyecto de software libre (Fetchmail), que fue realizado para probar deliberadamente algunas sorprendentes ideas sobre la ingeniería de software sugeridas por la historia de Linux. Discuto estas teorías en términos de dos estilos de desarrollo fundamentalmente opuestos: el modelo catedral, de la mayoría de los fabricantes de software comercial, contra el modelo bazar, del mundo Linux. Demuestro que estos modelos parten de puntos de vista contrapuestos acerca de la naturaleza de la tarea de depuración de software. Posteriormente hago una argumentación a partir de la experiencia de Linux de la siguiente sentencia: «si se tienen las miradas suficientes, todas las pulgas saltarán a la vista». Al final, sugiero algunas fructíferas analogías con otros sistemas autorregulados de agentes individuales y concluyo con una somera expCrimsonción de las implicaciones que pude tener este enfoque en el futuro del software.

La catedral y el bazar Linux es subversivo. ¿Quién hubiera pensado hace apenas cinco años que un sistema operativo de talla mundial surgiría, como por arte de magia, gracias a la actividad hacker desplegada en ratos libres por varios programadores diseminados en todo el planeta, conectados solamente por los tenues hilos del internet? Lo que sí es seguro es que yo no. Cuando Linux apareció en mi camino, a principios de 1993, yo tenía invertidos en Unix y en el desarrollo de software libre alrededor de diez años. Fui uno de los primeros en contribuir con GNU a mediados de los ochenta y he estado aportando una buena cantidad de software libre a la red, desarrollando o colaborando en varios programas (NetHack, los modos Version Control y Grand Unified Debugger de Emacs, Xlife, entre otros) que todavía son ampliamente usados. Creí que sabía cómo debían hacerse las cosas. Linux vino a trastocar buena parte de lo que pensaba que sabía. Había estado predicando durante años el evangelio Unix de las herramientas pequeñas, de la creación rápida de prototipos y de la programación evolutiva. Pero también creía que existía determinada complejidad crítica, por encima de la cual se requería un enfoque más planeado y centralizado. Yo pensaba que el software de mayor envergadura (sistemas operativos y herramientas realmente grandes, tales como Emacs) requería construirse como las catedrales; es decir, que debía ser cuidadosamente elaborado por genios o pequeñas bandas de magos trabajando encerrados a piedra y lodo, sin liberar versiones

beta antes de tiempo. El estilo de desarrollo de Linus Torvalds («libere rápido y a menudo, delegue todo lo que pueda, sea abierto hasta el punto de la promiscuidad») me cayó de sorpresa. No se trataba de ninguna forma reverente de construir la catedral. Al contrario, la comunidad Linux se asemejaba más a un bullicioso bazar de Babel, colmado de individuos con propósitos y enfoques dispares (fielmente representados por los repositorios de archivos de Linux, que pueden aceptar aportaciones de quien sea), de donde surgiría un sistema estable y coherente únicamente a partir de una serie de artilugios. El hecho de que este estilo de bazar pareciera funcionar, y funcionar bien, realmente me dejó sorprendido. A medida que iba aprendiendo a moverme en ese medio, no solo trabajé arduamente en proyectos individuales: también traté de comprender por qué el mundo Linux no naufragaba en el mar de la confusión, pues se fortalecía con una rapidez inimaginable para los constructores de catedrales. A mediados de 1996 creí empezar a comprender. El destino me dio un medio perfecto para demostrar mi teoría, en forma de un proyecto de software libre que trataría de realizar siguiendo el estilo bazar de manera consciente. Así lo hice y resultó un éxito digno de consideración. En el resto de este artículo relataré la historia de este proyecto y la usaré para proponer algunos aforismos sobre el desarrollo real de software libre. No todas estas cosas fueron aprendidas del mundo Linux, pero veremos cómo fue que este les vino a otorgar un sentido particular. Si estoy en lo cierto, te servirán para comprender mejor qué es lo que hace a la comunidad linuxera tan buena fuente de software y te ayudarán a ser más productivo.

El correo tenía que llegar Desde 1993 he estado encargado de la parte técnica de un pequeño proveedor de servicios de internet (ISP, por sus siglas en inglés) de acceso gratuito llamado Chester County InterLink (CCIL) en West Chester, Pensilvania (fui uno de los fundadores de CCIL y escribí su original software BBS multiusuario que actualmente soporta más de tres mil usuarios en diecinueve líneas). Este empleo me permitió tener acceso a la red las veinticuatro horas del día a través de la línea de 56k de CCIL; de hecho, ¡el trabajo prácticamente me lo demandaba! Para ese entonces ya me había habituado al correo electrónico. Por diversas razones fue difícil obtener un Serial Line Internet Protocol (SLIP) para enlazar mi máquina en casa con CCIL. Cuando finalmente lo logré, encontré que era particularmente molesto tener que entrar desde Telnet a Locke continuamente para revisar mi correo. Lo que quería era que se reenviara a Snark para recibir notificaciones cuando me llegara y poder manejarlo usando mis herramientas locales. Un simple redireccionamiento con Sendmail no iba a funcionar, debido a que Snark no siempre está en línea y no tiene una dirección IP estática. Lo que necesitaba era un programa que saliera por mi conexión SLIP y trajera el correo hasta mi máquina. Yo sabía que tales programas ya existían y que la mayoría usaba un protocolo simple llamado Protocolo de Oficina de Correos (POP),

así que me cercioré de que el servidor POP 3 estuviera en el sistema operativo BSD/OS de Locke. Necesitaba un cliente POP 3, de tal manera que lo busqué en la red y encontré uno. En realidad hallé tres o cuatro. Usé POP Perl durante un tiempo, pero le faltaba una característica a todas luces evidente: la capacidad de identificar las direcciones de los correos recuperados para poder contestarlos correctamente. El problema era este: supongamos que un tal Monty en Locke me enviaba un correo. Si yo lo hacía llegar desde Snark y luego intentaba responder, entonces mi programa de correos dirigía la respuesta a un Monty inexistente en Snark. En poco tiempo, la edición manual de las direcciones de respuesta para pegarles el @ccil.org se volvió algo muy molesto. Era evidente que la computadora tenía que hacer esto por mí. (De hecho, de acuerdo con RFC 1123, sección 5.2.18, Sendmail tenía que hacerlo). Sin embargo, ¡ninguno de los clientes POP lo hacía realmente! Esto nos lleva a la primera lección: 1. Todo buen trabajo de software comienza a partir de las necesidades personales de quien programa. (Todo buen trabajo empieza cuando uno tiene que rascarse su propia comezón).

Esto podría sonar muy obvio: el viejo proverbio dice que «la necesidad es la madre de todos los inventos». Empero, hay muchos programadores de software que gastan sus días a cambio de un salario en programas que ni necesitan ni quieren. No ocurre lo mismo en el mundo Linux, lo cual sirve para explicar por qué la calidad promedio de software es tan alta en esa comunidad. Por todo esto, ¿pensarán que me lancé inmediatamente a la vorágine de escribir a partir de cero el programa de un nuevo cliente POP 3 que compitiese con los existentes? ¡Nunca en la vida! Revisé cuidadosamente las herramientas POP que tenía al alcance, preguntándome «¿cuál se aproxima más a lo que yo necesito?», porque: 2. Los buenos programadores saben qué escribir. Los mejores, qué rescribir (y reutilizar).

Aunque no presumo ser un extraordinario programador, trato de imitarlos. Una importante característica de los grandes programadores es la meticulosidad con la que construyen. Saben que les pondrán diez, no por el esfuerzo sino por los resultados, y que casi siempre será más fácil partir de una buena solución parcial que desde cero. Linus, por ejemplo, no intentó escribir Linux partiendo de cero. En vez de eso, comenzó por reutilizar el código y las ideas de Minix, un pequeño sistema operativo (OS, por sus siglas en inglés) tipo Unix, hecho para máquinas 386. Eventualmente terminó desechando o rescribiendo todo el código de Minix, pero mientras contó con él le sirvió como una importante plataforma de lanzamiento para el proyecto en gestación que posteriormente se convertiría en Linux. Con ese espíritu comencé a buscar una herramienta POP que estuviese razonablemente bien escrita, para usarla como plataforma inicial de desarrollo. La tradición del mundo Unix de compartir las fuentes siempre se ha prestado a la reutilización del código (esta es la razón por la que el proyecto GNU escogió a Unix como su sistema operativo base, pese a las serias reservas que se tenían). El mundo Linux ha asumido esta tradición hasta llevarla muy cerca de su límite tecnológico; posee terabits de código fuente que están generalmente disponibles. Por eso es que la búsqueda de algo bueno tiene mayores probabilidades

de éxito en el mundo Linux que en ningún otro lado. Así sucedió en mi caso. Además de los que había encontrado antes, en mi segunda búsqueda conseguí un total de nueve candidatos: Fetchpop, PopTart, Getmail, Gwpop, Pimp, POP Perl, Popc, Popmail y Upop. El primero que elegí fue Fetchpop, un programa de Seung-Hong Oh. Le agregué mi código para que tuviera la capacidad de rescribir los encabezados y varias mejoras más, las cuales fueron incorporadas por el propio autor en la versión 1.9. Sin embargo, unas semanas después me topé con el código fuente de Popclient, escrito por Carl Harris, y descubrí que tenía un problema. Pese a que Fetchpop poseía algunas ideas originales (como su modo daemon), solo podía manejar POP 3 y estaba escrito a la manera de un aficionado (Seung-Hong era un brillante programador pero no tenía experiencia, y ambas características eran palpables). El código de Carl era mejor, bastante profesional y robusto, pero su programa carecía de varias de las características importantes del Fetchpop que eran difíciles de implementar (incluyendo las que yo mismo había agregado). ¿Seguía o cambiaba? Cambiar significaba desechar el código que había añadido a cambio de una mejor base de desarrollo. Un motivo práctico para cambiar fue la necesidad de contar con soporte de múltiples protocolos. POP 3 es el protocolo de servidor de correos que más se utiliza, pero no es el único. Ni Fetchpop ni otros manejaban POP2, R POP o A POP, y yo tenía ya la idea vaga de añadir el Protocolo de Acceso a Mensajes por Internet (IMAP) solo por entretenimiento. Pero había una razón más teórica para pensar que el cambio podía ser una buena idea, algo que aprendí mucho antes de Linux: 3. «Contempla desecharlo; de todos modos tendrás que hacerlo».

Diciéndolo de otro modo: no se entiende cabalmente un problema hasta que se implementa la primera solución. La siguiente ocasión quizá uno ya sepa lo suficiente para solucionarlo. Así que, si quieres resolverlo, disponte a empezar de nuevo al menos una vez. «Bien —me dije— los cambios a Fetchpop fueron un primer intento, así que cambio». Después de enviarle mi primera serie de mejoras a Carl Harris el 25 de junio de 1996, me enteré de que él había perdido el interés por Popclient desde hacía rato. El programa estaba un poco abandonado, polvoriento y con algunas pulgas menores colgando. Como se le tenían que hacer varias correcciones, pronto acordamos que lo más lógico era que yo asumiera el control del proyecto. Sin darme cuenta, el proyecto había alcanzado otras dimensiones. Ya no estaba intentando hacerle unos cuantos cambios menores a un cliente POP, sino que me había hecho responsable de uno y las ideas que bullían en mi cabeza me conducirían probablemente a cambios mayores. En una cultura del software que estimula a compartir el código fuente, esta era la forma natural de que el proyecto evolucionara. Yo actuaba de acuerdo con lo siguiente: 4. Si tienes la actitud adecuada, encontrarás problemas interesantes.

Pero la actitud de Carl Harris fue aún más importante. Él entendió que: 5. Cuando se pierde el interés en un programa, el último deber es heredarlo a un sucesor competente.

Sin siquiera discutirlo, Carl y yo sabíamos que el objetivo común era obtener la mejor solución. La única duda entre nosostros era si yo podía probar que el proyecto iba a quedar en buenas manos. Una vez que lo hice, él actuó de buena gana y con diligencia. Espero comportarme igual cuando llegue mi turno.

La importancia de contar con usuarios Así es como heredé Popclient. Además, recibí su base de usuarios, lo cual fue igual o más importante. Tener usuarios es maravilloso. No solo porque prueban que uno está satisfaciendo una necesidad o que se ha hecho algo bien, sino porque, cultivados adecuadamente, pueden convertirse en magníficos asistentes. Otro aspecto importante de la tradición Unix, que Linux nuevamente lleva al límite, es que muchos de los usuarios son también hackers, y al estar disponible el código fuente se vuelven hackers muy efectivos. Esto puede resultar tremendamente útil para reducir el tiempo de depuración de los programas. Con un buen estímulo, los usuarios diagnosticarán problemas, sugerirán correcciones y ayudarán a mejorar los programas mucho más rápido de lo que uno lo haría sin ayuda. 6. Tratar a los usuarios como colaboradores es la forma más apropiada de mejorar el código, y la más efectiva de depurarlo.

Suele ser fácil subestimar el poder de este efecto. De hecho, muchos infravalorábamos la capacidad multiplicadora que se adquiere con el número de usuarios y que reduce la complejidad de los sistemas, hasta que Linus demostró lo contrario. En realidad considero que la genialidad de Linus no radica en la construcción misma del kernel de Linux, sino en la invención del modelo de desarrollo de Linux. Cuando en una ocasión expresé esta opinión delante de él, sonrió y repitió quedito una frase que ha dicho muchas veces: «Básicamente soy una persona muy floja a quien le gusta obtener el crédito por lo que realmente hacen los demás». Flojo como un zorro. O, como diría Robert Heinlein, demasiado flojo para fallar. En retrospectiva, un precedente de los métodos y el éxito que tiene Linux podría encontrarse en el desarrollo de las bibliotecas del Emacs GNU, así como los archivos del código de Lisp. En contraste con el estilo catedral de construcción del núcleo del Emacs escrito en C, y de muchas otras herramientas de la Free Software Foundation (FSF), la evolución del código de Lisp fue bastante fluida y, en general, dirigida por los propios usuarios. Las ideas y los prototipos de los modos se rescribían tres o cuatro veces antes de alcanzar su forma estable final, mientras que las frecuentes colaboraciones informales se hacían posibles gracias al internet, al estilo Linux. Es más, uno de mis programas con mayor éxito antes de Fetchmail fue probablemente el modo Version Control (VC) para Emacs, una colaboración tipo Linux, que realicé por correo electrónico conjuntamente con otras tres personas, de las cuales solamente he conocido a una (Richard Stallman) hasta la fecha. VC era una frontend para Source Code Control System (SCCS), Revision Control System (RCS) y posteriormente Concurrent Versions System (CVS), que ofrecía operaciones

de control de versiones de manera directa desde Emacs. Era el desarrollo de un pequeño y hasta cierto punto rudimentario modo sccs.el que alguien más había escrito. El desarrollo de VC tuvo éxito porque, a diferencia del Emacs mismo, el código de Emacs en Lisp podía pasar por el ciclo de publicación, prueba y depuración muy rápidamente. (Uno de los efectos colaterales de la política de la FSF de atar legalmente el código a la General Public License [GPL] fue su dificultad para usar el modo bazar, debido a la idea de que se debían de asignar derechos de autor por cada contribución individual de más de veinte líneas, con la finalidad de inmunizar el código protegido por la GPL de cualquier problema legal surgido de la ley de derechos de autor. Los usuarios de las licencias BSD o MIT no tienen este problema, debido a que no intentan reservarse derechos que difícilmente alguien más intentaría poner en duda).

Libera rápido y a menudo Las publicaciones rápidas y frecuentes del código constituyen una parte crítica del modelo Linux de desarrollo. La mayoría de los programadores (incluyéndome), creía antes que esta era una mala práctica para proyectos que no fueran triviales, debido a que las versiones de prueba, casi por definición, suelen estar plagadas de errores y a nadie le gusta agotar la paciencia de los usuarios. Esta idea reafirmaba la preferencia de los programadores por el estilo catedral de desarrollo. Si el objetivo principal era que los usuarios vieran la menor cantidad de errores, entonces solo había que liberar una vez cada seis meses (o aun con menos frecuencia) y trabajar como perro en la depuración de las versiones que salieran a la luz. El núcleo del Emacs escrito en C se desarrolló de esta forma. No así la biblioteca de Lisp, ya que los repositorios de sus archivos donde se podían conseguir versiones nuevas y en desarrollo del código, independientemente del ciclo de desarrollo del Emacs, estaban fuera del control de la FSF. El más importante de estos archivos fue el Elisp de la Universidad Estatal de Ohio, el cual se anticipó al espíritu y a muchas de las características de los grandes archivos actuales de Linux. Pero solamente algunos de nosotros reflexionamos realmente acerca de lo que estábamos haciendo, o de lo que la simple existencia del archivo sugería sobre los problemas implícitos en el modelo catedral de la FSF. Yo realicé un intento serio, alrededor de 1992, de unir formalmente buena parte del código de Ohio con la biblioteca Lisp oficial del Emacs. Me metí en problemas políticos muy serios y no tuve éxito. Pero un año después, a medida que Linux se agigantaba, quedó claro que estaba pasando algo distinto y mucho más sano. La política abierta de desarrollo de Linus era lo más opuesto a la construcción estilo catedral. Los repositorios de archivos en SunSITE y TSX-11 mostraban una intensa actividad y muchas distribuciones de Linux circulaban. Y todo esto se manejaba en la publicación de programas con una frecuencia que no tenía precedentes. Linus estaba tratando a sus usuarios como colaboradores de la forma más efectiva posible: 7. Libera rápido. Libera a menudo. Y escucha a tus clientes.

La innovación de Linus no consistió tanto en esto (algo parecido había venido sucediendo en la tradición del mundo Unix desde hacía tiempo), sino en llevarlo a un nivel de intensidad acorde a la complejidad de lo que estaba desarrollando. En ese entonces no era raro que liberara una nueva versión del kernel ¡más de una vez al día! Y, debido a que cultivó su base de desarrolladores y buscó colaboración en internet más intensamente que ningún otro, funcionó. ¿Pero cómo fue que funcionó? ¿Era algo que yo podía emular o se debía a la genialidad única de Linus? No lo considero así. Está bien, Linus es un hacker endiabladamente astuto (¿cuántos de nosotros podríamos diseñar un kernel de alta calidad?). Pero Linux en sí no representa ningún salto conceptual sorprendente. Linus no es (al menos no hasta ahora) un genio innovador del diseño como lo son Richard Stallman o James Gosling. En realidad, para mí Linus es un genio de la ingeniería; tiene un sexto sentido para evitar los callejones sin salida en el desarrollo o la depuración, y es muy sagaz para encontrar el camino con el mínimo esfuerzo desde el punto A hasta el punto B. De hecho, todo el diseño de Linux transpira esta calidad y refleja un Linus conservador que simplifica el enfoque en el diseño. Por lo tanto, si las publicaciones frecuentes del código y la búsqueda de asistencia en internet no son accidentes, sino partes integrales del ingenio de Linus para ver la ruta crítica del mínimo esfuerzo, ¿qué era lo que estaba maximizando? ¿Qué era lo que estaba exprimiendo de la maquinaria? Planteada de esta forma, las pregunta se responde por sí sola. Linus estaba manteniendo a sus usuarios-hackers-colaboradores constantemente estimulados y recompensados por la perspectiva de tomar parte en la acción y satisfacer su ego, premiado con la exhibición y mejora constante, casi diaria, de su trabajo. Linus apostaba claramente a maximizar el número de horas por persona invertidas en la depuración y el desarrollo, a pesar del riesgo que corría de volver inestable el código y agotar a la base de usuarios si un error serio resultaba insondable. Linus se portaba como si creyera en algo como esto: 8. Dada una base suficiente de colaboradores y beta testers, casi cualquier problema puede ser identificado rápidamente y su solución será obvia al menos para alguien.

O, dicho de manera menos formal, «con muchas miradas, todos los errores saltarán a la vista». Esto lo he bautizado como la Ley de Linus. Mi formulación original rezaba que todo problema deberá ser transparente para alguien. Linus descubrió que las personas que entendían y las que resolvían un problema no eran necesariamente las mismas, ni siquiera en la mayoría de los casos. Decía que «alguien encuentra el problema y otro lo resuelve». Pero el punto está en que ambas cosas suelen suceder con gran rapidez. Aquí, pienso, subyace una diferencia esencial entre el estilo bazar y el catedral. En el enfoque estilo catedral de la programación, los errores y problemas de desarrollo son fenómenos truculentos, insidiosos y profundos. Generalmente toma meses de revisión exhaustiva para unos cuantos el alcanzar la seguridad de que han sido eliminados del todo. Por eso se dan los intervalos tan largos entre cada versión que se libera, al igual que la inevitable desmoralización cuando estas versiones, largamente esperadas, no resultan perfectas.

En el enfoque de programación estilo bazar, por otro lado, se asume que los errores son fenómenos relativamente evidentes o, por lo menos, que pueden volverse relativamente evidentes cuando se exhiben a miles de desarrolladores entusiastas que colaboran en cada una de las versiones. En consecuencia, se libera con frecuencia para poder obtener una mayor cantidad de correcciones, logrando como efecto colateral benéfico el perder menos cuando un obstáculo se atraviesa. Y eso es todo. Con eso basta. Si la Ley de Linus fuera falsa, entonces cualquier sistema que sea lo suficientemente complejo, como el kernel de Linux que está siendo manipulado por tantos, debería haber colapsado en algún punto bajo el peso de ciertas interacciones imprevistas y errores «muy profundos» inadvertidos. Pero si es cierta, bastaría para explicar la relativa ausencia de errores en el código de Linux. Después de todo, esto no debe parecernos tan sorpresivo. Hace algunos años los sociólogos descubrieron que la opinión promedio de un numero grande de observadores igualmente expertos (o igualmente ignorantes) es más confiable de predecir que la de uno de los observadores seleccionado al azar. A esto se le conoce como el método Delphi. Al parecer, lo que Linus ha demostrado es que esto también es valedero en el ámbito de la depuración de un sistema operativo: que el método Delphi puede abatir la complejidad implícita en el desarrollo, incluso al nivel asociado al núcleo de un sistema operativo. Estoy en deuda con Jeff Dutky, quien me sugirió que la Ley de Linus puede replantearse diciendo que «la depuración puede hacerse en paralelo». Jeff señala que a pesar de que la depuración requiere que los participantes se comuniquen con un programador que coordina el trabajo, no demanda ninguna coordinación significativa entre ellos. Por lo tanto, no cae víctima de la asombrosa complejidad cuadrática ni de los costos de maniobra que ocasionan que la incorporación de desarrolladores resulte problemática. En la práctica, la pérdida teórica de eficiencia debido a la duplicación del trabajo por parte de los programadores casi nunca es un tema que revista importancia en el mundo Linux. Un efecto de la «política de liberar rápido y a menudo» es que esta clase de duplicaciones se minimizan al propagarse las correcciones rápidamente. Brooks hizo una observación relacionada con la de Jeff: «El costo total del mantenimiento de un programa muy usado es típicamente alrededor del cuarenta por ciento o más del costo del desarrollo. Sorpresivamente, este costo está fuertemente influenciado por el número de usuarios. Más usuarios detectan una mayor cantidad de errores». (El énfasis es mío). Una mayor cantidad de usuarios detecta más errores debido a que tienen diferentes maneras de evaluar el programa. Este efecto se incrementa cuando los usuarios son colaboradores. Cada uno se enfoca a la tarea de la caracterización de los errores con un bagaje conceptual y con instrumentos analíticos distintos, desde un ángulo diferente. El método Delphi parece funcionar precisamente debido a estas diferencias. En el contexto específico de la depuración, dichas diferencias también tienden a reducir la duplicación del trabajo. Por lo tanto, el agregar más beta testers podría no contribuir a reducir la complejidad del «más profundo» de los errores actuales, desde el punto de vista del desarrollador, pero aumenta la probabilidad de que la caja de herramientas de alguno de ellos se equipare al problema, de manera

que esa persona vea claramente el error. Linus también dobla sus apuestas. En el caso de que realmente existan errores serios, las versiones del kernel de Linux son enumeradas de tal manera que los usuarios potenciales puedan escoger la última versión considerada como «estable» o ponerse al filo de la navaja y arriesgarse a los errores con tal de aprovechar las nuevas características. Esta táctica no ha sido formalmente imitada por la mayoría de los hackers de Linux, pero quizá deberían hacerlo. El hecho de contar con ambas opciones lo vuelve aun más atractivo.

¿Cuándo una rosa no es una rosa? Después de estudiar la forma en que actuó Linus y de haber formulado una teoría sobre por qué tuvo éxito, tomé la decisión consciente de probarla en mi nuevo proyecto (el cual, debo admitirlo, es mucho menos complejo y ambicioso). Lo primero que hice fue reorganizar y simplificar Popclient. El trabajo de Carl Harris era muy bueno, pero exhibía una complejidad innecesaria, típica de muchos de los programadores en C. Él trataba el código como la parte central y las estructuras de datos como un apoyo para este. Como resultado, el código resultó muy elegante, pero el diseño de las estructuras de datos quedó descuidado y feo (por lo menos con respecto a los estándares exigentes de este viejo hacker de Lisp). Sin embargo, tenía otro motivo para rescribir, además de mejorar el diseño de la estructura de datos y el código: el proyecto debía evolucionar en algo que yo entendiera cabalmente. No es nada divertido ser el responsable de corregir los errores en un programa que no se entiende. Por lo tanto, durante el primer mes, o algo así, simplemente fui siguiendo los pormenores del diseño básico de Carl. El primer cambio serio que realicé fue agregar el soporte de IMAP. Lo hice reorganizando los administradores de protocolos en un administrador genérico con tres tablas de métodos (para POP2, POP 3 e IMAP). Este y algunos cambios anteriores muestran un principio general que es bueno que los programadores tengan en mente, especialmente los que programan en lenguajes tipo C y no manejan estructuras de datos dinámicas: 9. Las estructuras de datos inteligentes y el código burdo funcionan mucho mejor que en el caso inverso.

De nuevo Fred Brooks: «Muéstrame tu código y esconde tus estructuras de datos, y continuaré intrigado. Muéstrame tus estructuras de datos y generalmente no necesitaré ver tu código: resultará evidente». En realidad, él hablaba de «diagramas de flujo» y «tablas». Pero con treinta años de cambios terminológicos y culturales resulta prácticamente la misma idea. En este momento (a principios de septiembre de 1996, aproximadamente seis semanas después de haber comenzado) empecé a pensar que un cambio de nombre podría ser apropiado. Después de todo, ya no se trataba de un simple cliente POP. Pero todavía vacilé, debido a que no había nada nuevo y genuinamente mío en el diseño. Mi versión de Popclient aún tenía que desarrollar una identidad propia. Esto cambió radicalmente cuando Fetchmail aprendió a remitir el correo recibido al puerto del

protocolo para transferencia simple de correo (SMTP). Volveré a este punto en un momento. Primero quiero decir lo siguiente: yo afirmé anteriormente que decidí utilizar este proyecto para probar mi teoría sobre qué había hecho bien Linus Torvalds. ¿Cómo lo hice?, podrían ustedes preguntar. Fue de la siguiente manera: 1. Liberaba rápido y a menudo (casi nunca dejé de hacerlo en periodos menores a diez días; durante las etapas de desarrollo intenso, una vez al día). 2. Ampliaba mi lista de analistas de versiones beta o beta testers, incorporando a toda persona que me contactara para saber sobre Fetchmail. 3. Efectuaba anuncios espectaculares a esta lista cada vez que liberaba una nueva versión, estimulando a la gente a participar. 4. Y escuchaba a mis beta testers, consultándoles decisiones referentes al diseño y tomándolos en cuenta cuando me mandaban sus mejoras o retroalimentación. La recompensa por estas simples medidas fue inmediata. Desde el principio del proyecto obtuve reportes de errores de calidad, frecuentemente con buenas soluciones anexas que envidiarían la mayoría de los desarrolladores. Obtuve crítica constructiva, mensajes de admiradores e inteligentes sugerencias. Lo que lleva a la siguiente lección: 10. Si tratas a tus analistas (beta testers) como si fueran tu recurso más valioso, ellos te responderán convirtiéndose en tu recurso más valioso.

Una medida interesante del éxito de Fetchmail fue el tamaño de la lista de analistas beta del proyecto, los amigos de Fetchmail. Cuando escribí esto tenía 249 miembros y se sumaban entre dos o tres semanalmente. Revisándola hoy, a finales de mayo de 1997, la lista ha comenzando a perder miembros debido a una razón sumamente interesante. Varias personas me han pedido que las dé de baja debido a que Fetchmail les está funcionando tan bien ¡que ya no necesitan ver todo el tráfico de la lista! A lo mejor esto es parte del ciclo vital normal de un proyecto maduro, realizado por el método de construcción estilo bazar.

Popclient se convierte en Fetchmail El momento crucial para el proyecto fue cuando Harry Hochheiser me mandó su código fuente para incorporar la remisión del correo recibido a la máquina cliente a través del puerto SMTP. Comprendí casi inmediatamente que una implementación adecuada de esta característica iba a dejar todos los demás métodos a un paso de ser obsoletos. Durante muchas semanas había estado perfeccionando Fetchmail, agregándole características a pesar de que sentía que el diseño de la interfaz era útil pero algo burdo, poco elegante y con demasiadas opciones insignificantes colgando fuera de lugar. La facilidad de vaciar el correo recibido a un buzón de correos o la salida estándar me incomodaba de cierta manera, pero no

alcanzaba a comprender por qué. Lo que advertí cuando me puse a pensar sobre la expedición del correo por el SMTP fue que Popclient estaba intentando hacer demasiadas cosas juntas. Había sido diseñado para funcionar al mismo tiempo como un agente de transporte (MTA) y un agente de entrega (MDA). Con la remisión del correo por el SMTP podría abandonar la función de MDA y centrarme solamente en la de MTA, mandando el correo a otros programas para su entrega local, justo como lo hace Sendmail. ¿Por qué sufrir con toda la complejidad de configurar el agente de entrega o realizar un bloqueo y luego añadirlo al final del buzón de correos, cuando el puerto 25 está garantizado casi en toda plataforma con soporte TCP/IP? Especialmente cuando esto significa que el correo obtenido de esta manera tiene garantizado verse como un correo que ha sido transferido de manera normal por el SMTP, que es lo que realmente queremos. De aquí se extraen varias lecciones. Primero, la idea de enviar por el puerto SMTP fue la mayor recompensa individual que obtuve al tratar de emular conscientemente los métodos de Linus. Un usuario me proporcionó una fabulosa idea y lo único que restaba era comprender sus implicaciones. 11. Lo más grande, después de tener buenas ideas, es reconocer las buenas ideas de tus usuarios. Esto último es a veces lo mejor.

Lo que resulta muy interesante es que uno rápidamente encontrará que, cuando está absolutamente convencido y seguro de lo que le debe a los demás, entonces el mundo lo tratará como si hubiera realizado cada parte de la invención por sí mismo, y esto le hará apreciar con modestia su ingenio natural. ¡Todos podemos ver lo bien que funcionó esto para el propio Linus! (Cuando leía este documento en la Conferencia de Perl de agosto de 1997, Larry Wall estaba en la fila del frente. Al llegar a lo que acabo de decir, Larry dijo con voz alta: «¡Anda, di eso, díselos, hermano!». Todos los presentes rieron porque sabían que eso también le había funcionado muy bien al inventor de Perl). Y a unas cuantas semanas de haber echado a andar el proyecto con el mismo espíritu comencé a recibir adulaciones similares; no solo de parte de mis usuarios, sino de otras personas que se habían enterado por terceros. He puesto a buen recaudo parte de esos correos. Los volveré a leer en alguna ocasión, si es que me llego a preguntar si mi vida ha valido la pena. :-) Pero hay otras dos lecciones más fundamentales, que no tienen que ver con las políticas, que son generales para todos los tipos de diseño: 12. Frecuentemente, las soluciones más innovadoras y espectaculares surgen al darte cuenta de que la concepción del problema era errónea.

Había estado intentando resolver el problema equivocado al continuar desarrollando Popclient como un agente de entrega y de transporte, con toda clase de modos raros de entrega local. El diseño de Fetchmail requería ser repensado de arriba abajo como un agente de transporte puro: como eslabón, si se habla de SMTP, de la ruta normal que sigue el correo en internet. Cuando te topas con un muro durante el desarrollo —cuando te resulta difícil pensar mas allá de la siguiente corrección— es, a menudo, la hora de preguntarse no tanto si realmente se tiene la respuesta correcta, sino si se está planteando la pregunta correcta. Quizá el problema requiere ser

replanteado. Bien, yo ya había replanteado mi problema. Evidentemente, lo que tenía que hacer ahora era: 1) programar el soporte de envío por SMTP en el controlador genérico, 2) convertirlo en el modo por omisión y 3) eliminar eventualmente todas las demás modalidades de entrega, especialmente las de envío a buzón y a la salida estándar. Estuve, durante algún tiempo, titubeando para dar el tercer paso; temiendo trastornar a los viejos usuarios de Popclient, quienes dependían de estos mecanismos alternativos de entrega. En teoría, ellos podían cambiar inmediatamente a archivos .forward o sus equivalentes en otro esquema que no fuera Sendmail para obtener los mismos resultados. Pero, en la práctica, la transición podría complicarse demasiado. Cuando por fin lo hice, los beneficios fueron inmensos. Las partes más intrincadas del código del controlador desaparecieron. La configuración se volvió radicalmente más simple: al no tratar con el MDA del sistema ni con el buzón del usuario, ya no había que preocuparse de que el sistema operativo soportara el bloqueo de archivos. Asimismo, el único riesgo de extraviar correo también se había desvanecido. Antes, si especificabas el envío a un buzón y el disco estaba lleno, entonces el correo se perdía irremediablemente. Esto no pasa con el envío vía SMTP, debido a que el SMTP del receptor no devolverá un OK mientras el mensaje no haya sido entregado con éxito o al menos mandado a la cola para su entrega ulterior. Además, el desempeño mejoró mucho (aunque uno no lo notara en la primera corrida). Otro beneficio nada despreciable fue la simplificación de la página del manual. Más adelante hubo que agregar la entrega a un agente local especificado por el usuario con el fin de manejar algunas situaciones oscuras involucradas con la asignación dinámica de direcciones en SLIP. Sin embargo, encontré una forma mucho más simple de hacerlo. ¿Cuál era la moraleja? No hay que vacilar en desechar alguna característica superflua si puedes hacerlo sin pérdida de efectividad. Antoine de Saint-Exupery (aviador y diseñador aeronáutico, cuando no se dedicaba a escribir libros clásicos para niños) afirmó que: 13. «La perfección —en diseño— se alcanza no cuando ya no hay nada que agregar, sino cuando ya no hay algo que quitar».

Cuando el código va mejorando y se va simplificando es cuando sabes que estás en lo correcto. Así, en este proceso, el diseño de Fetchmail adquirió una identidad propia, diferente de su ancestro, Popclient. Había llegado la hora de cambiar de nombre. El nuevo diseño parecía más un doble del Sendmail que del viejo Popclient; ambos eran MTA, agentes de transporte, pero mientras que Sendmail empuja y luego entrega, el nuevo Popclient acarrea y después entrega. Así que, después de dos arduos meses, lo bauticé de nuevo con el nombre de Fetchmail.

El crecimiento de Fetchmail

Allí me encontraba con un bonito e innovador diseño, un programa cuyo funcionamiento tenía asegurado gracias al uso diario y al equipo de beta testers. Esta gradualmente me hizo ver que ya no estaba involucrado en un hackeo personal y trivial que podía resultar útil para unas cuantas personas más. Tenía en mis manos un programa que cualquier hacker, con una caja Unix y una conexión SLIP o PPP, realmente necesita. Cuando el método de expedición por SMTP se puso delante de la competencia, se convirtió en un «matón profesional», uno de esos programas clásicos que ocupa tan bien su lugar que las otras alternativas no solo son descartadas, sino olvidadas. Pienso que uno realmente no podría imaginar o planear un resultado como este. Tienes que meterte a manejar conceptos de diseño tan poderosos que posteriormente los resultados parezcan inevitables, naturales o incluso predestinados. La única manera de hacerse de estas ideas es jugar con un montón de propuestas o tener una visión de la ingeniería lo suficientemente competente como para poder llevar las buenas ideas de otras personas más allá de lo que estas pensaban que podían llegar. Andrew Stuart Tanenbaum tuvo una buena idea original con la construcción de un Unix nativo y simple que sirviera como herramienta de enseñanza para computadoras con microprocesador 386. Linus Torvalds llevó el concepto de Minix más allá de lo que Andrew imaginó que pudiera llegar y se transformó en algo maravilloso. De la misma manera (aunque en una escala menor), tomé algunas ideas de Carl Harris y Harry Hochheiser y las impulsé fuertemente. Ninguno de nosotros era «original» en el sentido romántico de la idea que se tiene de un genio. Pero la mayor parte del desarrollo de la ciencia, la ingeniería y el software no se debe a un genio original, sino a la mitología del hacker, por el contrario. Los resultados fueron siempre un tanto complicados: de hecho, ¡justo el tipo de reto para el que vive un hacker! Y esto implicaba que tenía que fijar aún más alto mis propios estándares. Para lograr que Fetchmail fuese tan bueno como ahora veía que podía ser, tenía que escribir no solo para satisfacer mis propias necesidades, sino también incluir y dar el soporte a otros que estuvieran fuera de mi órbita. Y esto lo tenía que hacer manteniendo el programa sencillo y robusto. La primera característica más importante y contundente que escribí después de hacer eso fue el soporte para recabado múltiple; esto es, la capacidad de recoger el correo de los buzones que habían acumulado todo el correo de un grupo de usuarios y luego trasladar cada mensaje al recipiente individual del respectivo destinatario. En parte, decidí agregar el soporte de recabado múltiple debido a que algunos usuarios lo reclamaban, pero sobre todo porque evidenciaría los errores de un código de recabado individual, al forzarme a abordar el direccionamiento con generalidad. Tal como ocurrió. Poner el RFC 822 a que funcionara correctamente me tomó bastante tiempo, no solo porque cada una de las partes que lo componen son difíciles, sino porque involucraban un montón de detalles confusos e interdependientes entre sí. Así, el direccionamiento del recabado múltiple se volvió una excelente decisión de diseño. De esta forma supe que: 14. Toda herramienta debe resultar útil en la forma prevista, pero una gran herramienta te permite usarla de la manera

menos esperada.

El uso inesperado del recabado múltiple de Fetchmail fue el trabajar las listas de correo con la lista guardada y realizar la expansión del alias en el lado del cliente de la conexión SLIP o PPP. Esto significa que alguien que cuenta con una computadora y una cuenta ISP puede manejar una lista de correos sin que tenga que continuar entrando a los archivos del alias del ISP. Otro cambio importante reclamado por mis beta testers era el soporte para las extensiones multipropósito de correo de internet (MIME) de 8 bits. Esto se podía obtener fácilmente, ya que había sido cuidadoso en mantener el código de 8 bits limpio. No es que yo me hubiera anticipado a la exigencia de esta característica, sino que obedecía a otra regla: 15. Cuando se escribe software para una puerta de enlace de cualquier tipo, hay que tomar la precaución de alterar el flujo de datos lo menos posible, y ¡nunca eliminar información a menos que los receptores obliguen a hacerlo!

Si no hubiera obedecido esta regla, entonces el soporte MIME de 8 bits habría resultado difícil y lleno de errores. De tal modo, todo lo que tuve que hacer fue leer el RFC 1652 y agregar algo de lógica trivial en la generación de encabezados. Algunos usuarios europeos me presionaron para que introdujera una opción que limitase el número de mensajes acarreados por sesión (de manera que pudieran controlar los costos de sus caras redes telefónicas). Me opuse a dicho cambio durante mucho tiempo y aun no estoy totalmente conforme con él. Pero si escribes para el mundo debes escuchar a tus clientes: esto no debe cambiar en nada solo porque no te están dando dinero.

Algunas lecciones más extraídas de Fetchmail Antes de volver a los temas generales de ingeniería de software, hay que ponderar otras dos lecciones específicas sacadas de la experiencia de Fetchmail. La sintaxis de los archivos RC incluye una serie de palabras clave que pueden ser consideradas como «ruido» y son ignoradas por el analizador. La sintaxis inglesa que estas permiten es considerablemente más legible que la secuencia de los pares clave-valor tradicionales que obtienes cuando las quitas. Estas comenzaron como un experimento de madrugada, cuando noté que muchas de las declaraciones de los archivos RC se asemejaban un poco a un minilenguaje imperativo. (Esta también fue la razón por la cual cambié la palabra clave original de Popclient de «servidor» a «poll»). Me parecía en ese entonces que aproximar ese minilenguaje imperativo al inglés lo podía hacer más fácil de usar. Ahora, a pesar de que soy un partidario convencido de la escuela de diseño «hágalo un lenguaje», ejemplificada en Emacs, HTML y muchas bases de datos, no soy normalmente un fanático de la sintaxis inglesa. Los programadores han tendido a favorecer tradicionalmente la sintaxis de control debido a que es muy precisa y compacta, además de no tener redundancia alguna. Esto es una herencia

cultural de la época en que los recursos de cómputo eran muy caros, por lo que la etapa de análisis tenía que ser la más sencilla y económica posible. El inglés, con un cincuenta por ciento de redundancia, parecía ser un modelo muy inapropiado en ese entonces. Esta no es la razón por la cual yo dudo de la sintaxis inglesa; solo la menciono aquí para negarla. Con los ciclos baratos, la fluidez no debe ser un fin por sí misma. Ahora es más importante para un lenguaje el ser conveniente para los humanos que ser económico en términos de recursos computacionales. Sin embargo, hay razones suficientes para andar con cuidado. Una es el costo de la complejidad de la etapa de análisis: nadie quiere incrementarlo a un punto tal que se vuelva una fuente importante de errores y de confusión para el usuario. Otra radica en que al implementar una sintaxis inglesa para el lenguaje se exige con frecuencia que se deforme considerablemente el «inglés» inicial, por lo que la semejanza superficial con un lenguaje natural es tan confusa como podría haberlo sido la sintaxis tradicional. (Puedes ver mucho de esto en los lenguajes de programación de cuarta generación o 4GL y en los lenguajes de búsqueda en bancos de datos comerciales). La sintaxis de control de Fetchmail parece esquivar estos problemas debido a que el dominio de su lenguaje es extremadamente restringido. Está muy lejos de ser un lenguaje de uso amplio; las cosas que dice no son muy complicadas, por lo que hay pocas posibilidades de confusión al moverse de un reducido subconjunto del inglés y el lenguaje de control real. Creo que se puede extraer una lección más general de esto: 16. Cuando tu lenguaje está lejos de un Turing completo, entonces puedes endulzar tu sintaxis.

Otra lección trata de la seguridad por obscuridad: recurrir al secreto para proteger ciertos datos. Algunos usuarios de Fetchmail me solicitaron cambiar el software para poder guardar las claves de acceso encriptadas en su archivo RC, de tal manera que los crackers no pudieran verlas por pura casualidad. No lo hice debido a que esto prácticamente no proporcionaría ninguna protección adicional. Cualquiera que adquiera los permisos necesarios para leer el archivo RC respectivo sería de todos modos capaz de correr Fetchmail y, si por su password fuera, podría sacar el decodificador necesario del mismo código de Fetchmail para obtenerlo. Todo lo que la encriptación de password en el archivo .fetchmailrc podría haber conseguido era una falsa sensación de seguridad para la gente que no está muy metida en este medio. La regla general es la siguiente: 17. Un sistema de seguridad es tan seguro como secreto. Cuídate de los secretos a medias.

Condiciones necesarias para el modelo bazar Los primeros que leyeron este documento, y las primeras versiones inacabadas que se hicieron públicas, preguntaban constantemente sobre los requisitos necesarios para un desarrollo exitoso

dentro del modelo bazar, incluyendo la calificación del líder del proyecto, así como la del estado del código cuando uno va a hacerlo público y a comenzar a construir una comunidad de codesarrolladores. Está claro que uno no puede partir de cero en el modelo bazar. Con él, uno puede probar, buscar errores, poner a punto y mejorar algo, pero sería muy difícil originar un proyecto de un modo semejante al bazar. Linus no lo intentó de esta manera. Yo tampoco lo hice así. Nuestra naciente comunidad de desarrolladores necesita algo que ya corra para jugar. Cuando uno comienza la construcción del edificio comunal, lo que debe ser capaz de hacer es presentar una promesa plausible. El programa no necesita ser particularmente bueno. Puede ser burdo, tener muchos errores, estar incompleto y pobremente documentado. Pero en lo que no se puede fallar es en convencer a los potenciales codesarrolladores de que el programa puede evolucionar hacia algo elegante en el futuro. Linux y Fetchmail se hicieron públicos con diseños básicos, fuertes y atractivos. Mucha gente piensa que el modelo bazar ha considerado correctamente esto como crítico, para después saltar a la conclusión de que es indispensable que el líder del proyecto tenga un mayor nivel de intuición para el diseño y mucha capacidad. Sin embargo, Linus obtuvo su diseño a partir de Unix. Yo inicialmente conseguí el mío del antiguo Popmail (a pesar de que cambiaría mucho posteriormente, mucho más, guardando las proporciones, de lo que lo ha hecho Linux). Entonces, ¿es necesario que el líder o coordinador posea realmente un talento extraordinario en el modelo bazar o basta con que aproveche el talento de otros para el diseño? Creo que no es indispensable que quien coordine sea capaz de originar diseños de calidad excepcional, pero lo que sí es absolutamente esencial es que él o ella sea capaz de reconocer las buenas ideas de los demás sobre diseño. Tanto el proyecto de Linux como el de Fetchmail dan evidencias de esto. A pesar de que Linus no es un diseñador original espectacular (como lo discutimos anteriormente), ha mostrado tener una poderosa habilidad para reconocer un buen diseño e integrarlo al kernel de Linux. Ya he descrito cómo la idea de diseño de mayor envergadura para Fetchmail (reenvío por SMTP) provino de otro. Los primeros lectores de este artículo me halagaron al sugerir que soy propenso a subestimar la originalidad del diseño en los proyectos bazar porque yo tengo mucha, y en consecuencia la tomo por sentada. En parte puede ser verdad: el diseño es ciertamente mi fuerte (comparado con la programación o la depuración). Pero el problema de ser listo y original en el diseño de software es que se tiende a convertir en hábito: uno hace las cosas como por reflejo, de manera tal que parezcan elegantes y complicadas, cuando debería mantenerlas simples y robustas. Ya he sufrido tropiezos en proyectos debido a esta equivocación, pero me las ingenié para que no sucediera lo mismo con Fetchmail. Así, pues, considero que el proyecto de Fetchmail tuvo éxito en parte debido a que contuve mi propensión a ser astuto; este es un argumento que va (por lo menos) contra la originalidad en el diseño como algo esencial para que los proyectos bazar sean exitosos. Consideremos de nuevo Linux. Supóngase que Linus Torvalds hubiera estado tratando de desechar innovaciones

fundamentales en el diseño del sistema operativo durante la etapa de desarrollo; ¿podría acaso ser tan estable y exitoso como el kernel que tenemos? Por supuesto, se necesita un cierto nivel mínimo de habilidad para el diseño y la escritura de programas, pero es de esperar que cualquiera que quiera seriamente lanzar un esfuerzo al estilo bazar ya esté por encima de este nivel. El mercado interno de la comunidad de software libre, por reputación, ejerce una presión sutil sobre la gente para que no inicie esfuerzos de desarrollo que no sea capaz de mantener. Hasta ahora, esto parece estar funcionando bastante bien. Existe otro tipo de habilidad que no está asociada normalmente con el desarrollo de software, la cual yo considero igual de importante que el ingenio en el diseño para los proyectos bazar y a veces hasta más. Un coordinador o líder de proyecto estilo bazar debe tener buena capacidad de comunicación. Esto podría parecer obvio. Para poder construir una comunidad de desarrollo se necesita atraer gente, interesarla en lo que se está haciendo y mantenerla a gusto con el trabajo que se está desarrollando. El entusiasmo técnico constituye una buena parte para poder lograr esto, pero está muy lejos de ser definitivo. Además, es importante la personalidad que uno proyecta. No es una coincidencia que Linus sea un tipo que hace que la gente lo aprecie y desee ayudarle. Tampoco es una coincidencia que yo sea un extrovertido incansable que disfruta de trabajar con una muchedumbre o que tenga un poco de porte e instintos de cómico improvisado. Para hacer que el modelo bazar funcione ayuda mucho tener al menos un poco de capacidad para las relaciones sociales.

El contexto social del software libre Bien se ha dicho: los mejores hackeos comienzan como soluciones personales a los problemas cotidianos del autor y se vuelven populares debido a que el problema es común para un buen grupo de usuarios. Esto nos hace regresar al tema del aforismo 1, que quizá puede replantearse de una manera más útil: 18. Para resolver un problema interesante, comienza por encontrar un problema que te resulte interesante.

Así ocurrió con Carl Harris y el antiguo Popclient, y así sucede conmigo y Fetchmail. Esto, sin embargo, se ha entendido desde hace mucho. El punto interesante, que las historias de Linux y Fetchmail nos piden enfocar, está en la siguiente etapa: en la de la evolución del software en presencia de una amplia y activa comunidad de usuarios y codesarrolladores. En The mythical man-month, Fred Brooks observó que el tiempo del programador no es un consumible más; que el agregar desarrolladores a un proyecto maduro de software lo vuelve tardío. Expuso que la complejidad y los costos de comunicación de un proyecto aumentan al cuadrado el número de desarrolladores, mientras que el trabajo crece solo linealmente. A este planteamiento se le conoce como la Ley de Brooks y es generalmente aceptado como algo cierto. Pero si la Ley de Brooks fuese general, entonces Linux sería imposible. Unos años después, el clásico de Gerald Weinberg, The psychology of computer programming,

plantea, visto en retrospectiva, una corrección esencial a Brooks. En su discusión sobre la «programación sin ego», Weinberg señala que los lugares donde los desarrolladores no tienen propiedad sobre su código, estimulando a otras personas a buscar errores y posibles mejoras, son los lugares donde el avance es dramáticamente más rápido que en cualquier otro lado. La terminología empleada por Weinberg ha evitado quizá que su análisis gane la aceptación que merece: uno tiene que sonreír al escuchar que los hackers de internet no tienen ego. Creo, no obstante, que su argumentación parece más válida ahora que nunca. La historia de Unix debió habernos preparado para lo que hemos aprendido de Linux (y lo que he verificado experimentalmente en una escala más reducida al copiar deliberadamente los métodos de Linus). Esto es: mientras que la creación de programas sigue siendo esencialmente una actividad solitaria, los desarrollos realmente grandes surgen de la atención y la capacidad de pensamiento de comunidades enteras. El desarrollador que usa solamente su cerebro sobre un proyecto cerrado se está quedando atrás del que sabe crear en un contexto abierto y evolutivo, en el que la búsqueda de errores y las mejoras son realizadas por cientos de personas. Pero el mundo tradicional de Unix no pudo llevar este enfoque hasta sus últimas consecuencias debido a varios factores. Uno era el conjunto de limitaciones legales producidas por varias licencias, secretos e intereses comerciales. Otra (en retrospectiva) era que el internet no había madurado lo suficiente para lograrlo. Antes de que el internet fuera tan accesible, había comunidades geográficamente compactas en las cuales la cultura estimulaba la «programación sin ego» de Weinberg y el desarrollador podía atraer fácilmente a muchos desarrolladores y usuarios capacitados. El Bell Labs, el MIT AI Lab y la Universidad de California en Berkeley son lugares donde se originaron innovaciones que son legendarias y aún poderosas. Linux fue el primer proyecto que se esforzó de forma consciente y exitosa en usar el mundo entero como un nido de talento. No creo que sea coincidencia que el periodo de gestación de Linux haya coincidido con el nacimiento de la World Wide Web o que Linux haya dejado su infancia durante el mismo periodo (1993-1994) en el que se vio el despegue de la industria ISP y la explosión del interés masivo por el internet. Linus fue el primero que aprendió a jugar con las nuevas reglas que ese internet penetrante hace posibles. A pesar de que el internet barato era una condición necesaria para que evolucionara el modelo de Linux, no creo que fuera en sí misma una condición suficiente. Otros factores vitales fueron el desarrollo de un estilo de liderazgo y el arraigo de hábitos cooperativos, que permiten a los programadores atraer más codesarrolladores y obtener el máximo provecho del medio. Pero ¿cómo son ese estilo de liderazgo y esos hábitos? No pueden estar basados en relaciones de poder; aunque lo estuvieran, el liderazgo por coerción no produciría los resultados que estamos viendo. Weinberg cita un pasaje de la autobiografía del anarquista ruso del siglo XIX, Kropotkin: Memorias de un revolucionario, que está muy acorde con este tema: Habiendo sido criado en una familia que tenía siervos, me incorporé a la vida activa, como todos los jóvenes de mi época, con una gran confianza en la necesidad de mandar, ordenar, regañar, castigar y cosas semejantes. Pero cuando en una etapa temprana tuve que manejar empresas serias y tratar con personas libres, cuando cada error podría acarrear serias consecuencias, comencé a apreciar la diferencia entre actuar con base en el principio de orden y disciplina, y actuar con base en el principio del entendimiento. El primero funciona admirablemente en un desfile militar pero no sirve en la vida real, cuando el objetivo solo puede lograrse mediante el

esfuerzo serio de muchas voluntades convergentes.

El «esfuerzo serio de muchas voluntades convergentes» es precisamente lo que todo proyecto estilo Linux requiere, mientras que el «principio de orden y disciplina» es efectivamente imposible de aplicar a los voluntarios del paraíso anarquista que llamamos internet. Para poder trabajar y competir de manera efectiva, los hackers que quieran encabezar proyectos de colaboración deben aprender a reclutar y entusiasmar a las comunidades de un modo vagamente sugerido por el «principio del entendimiento mutuo» de Kropotkin. Deben aprender a usar la Ley de Linus. Anteriormente me referí al método Delphi como una posible explicación de la Ley de Linus. Pero existen analogías más fuertes con sistemas adaptativos en biología y economía que se sugieren irresistiblemente. El mundo de Linux se comporta en muchos aspectos como el libre mercado o un sistema ecológico, donde un grupo de agentes individualistas buscan maximizar la utilidad en la que los procesos generan un orden espontáneo autocorrectivo más desarrollado y eficiente que lo que podría lograr cualquier tipo de planeación centralizada. Esta es entonces la manera de ver el «principio del entendimiento mutuo». La «función de utilidad» que los hackers de Linux están maximizando no es económica en el sentido clásico, sino algo intangible como la satisfacción de su ego y su reputación entre otros hackers. (Uno podría hablar de su «motivación altruista», pero ignoraríamos el hecho de que el altruismo en sí mismo es una forma de satisfacción del ego). Los grupos voluntarios que realmente funcionan de esta manera no son escasos; uno en el que he participado es el de aficionados a la ciencia ficción que, a diferencia del mundo de los hackers, reconoce explícitamente el egoboo (ego boosting, el realce de la reputación de uno entre los demás) como la motivación básica que está detrás de la actividad voluntaria. Linus, al ponerse exitosamente como vigía de un proyecto en el que el desarrollo es realizado por otros y al alimentar el interés en él hasta que se hizo autosustentable, ha mostrado el largo alcance del «principio del entendimiento mutuo» de Kropotkin. Este enfoque cuasieconómico del mundo de Linux nos permite ver cuál es la función de tal entendimiento. Podemos ver el método de Linus como la forma de crear un mercado eficiente en torno al egoboo, que liga el individualismo de los hackers a objetivos difíciles que solo se pueden lograr con la cooperación sostenida. Con el proyecto de Fetchmail he demostrado (en una escala mucho menor, claro) que sus métodos pueden copiarse con buenos resultados. Posiblemente lo mío fue realizado de una forma un poco más consciente y sistemática que la de él. Muchas personas (especialmente aquellas que desconfían políticamente del libre mercado) podrían esperar que una cultura de individuos egoístas que se dirigen solos sea fragmentaria, territorial, clandestina y hostil. Pero esta idea es claramente refutada, por ejemplo, por la asombrosa variedad, calidad y profundidad de la documentación de Linux. Se da por hecho que los programadores odian la documentación: ¿cómo entonces los hackers de Linux generan tanta? Evidentemente, el libre mercado de Linux basado en el egoboo funciona mejor para producir tal virtuosismo que los departamentos de edición, masivamente subsidiados, de los productores comerciales de software. Tanto el proyecto de Fetchmail como el del kernel de Linux han demostrado que, con el

estímulo apropiado al ego de otros hackers, un desarrollador o coordinador fuerte puede usar el internet para aprovechar los beneficios de contar con un gran número de codesarrolladores, sin que se corra el peligro de desbocar el proyecto en un auténtico relajo. Por lo tanto, a la Ley de Brooks yo le contrapongo lo siguiente: 19. Si el coordinador de desarrollo tiene un medio al menos tan bueno como lo es el internet y sabe dirigir sin coerción, muchas cabezas serán, inevitablemente, mejor que una.

Pienso que el futuro del software libre será cada vez más de la gente que sabe cómo jugar el juego de Linus, la gente que deja atrás la catedral y abraza el bazar. Esto no quiere decir que la visión y la brillantez individuales ya no importen; al contrario, creo que en la vanguardia del software libre estarán quienes comiencen con visión y brillantez individual, y luego las enriquezcan construyendo positivamente comunidades voluntarias de interés. A lo mejor este no solo es el futuro del software libre. Ningún desarrollador comercial sería capaz de reunir el talento que la comunidad de Linux es capaz de invertir en un problema. ¡Muy pocos podrían pagar tan solo la contratación de las más de doscientas personas que han contribuido a Fetchmail! Es posible que a largo plazo triunfe la cultura del software libre, no porque la cooperación sea moralmente correcta o porque la «apropiación» del software sea moralmente incorrecta (suponiendo que se crea realmente en esto último, lo cual no es cierto ni para Linus ni para mí), sino simplemente por que el mundo comercial no es capaz de ganar una carrera armamentista a las comunidades de software libre, las cuales pueden poner más tiempo calificado en un problema que cualquier otra compañía.

Reconocimientos Este artículo fue mejorado gracias a las conversaciones con un gran número de personas que me ayudaron a perfeccionarlo. En especial, agradezco a Jeff Dutky, quien sugirió el planteamiento de que «la búsqueda de errores pude hacerse en paralelo» y ayudó a ampliar el análisis respectivo. También agradezco a Nancy Lebovitz por su sugerencia de imitar a Weinberg al citar a Kropotkin. Asimismo, recibí críticas perspicaces de Joan Eslinger y de Marty Franz de la lista de General Technics. Paul Egger me hizo ver el conflicto entre la GPL y el modelo bazar. Agradezo también a los integrantes del Grupo de Usuarios de Linux de Filadelfia (PLUG, por sus siglas en inglés), por convertirse en el primer público para la primera versión de este artículo. Finalmente, los comentarios de Linus Torvalds fueron de mucha ayuda y su apoyo inicial fue muy estimulante.

Otras lecturas He citado varias partes del clásico de Frederick Brooks, The mythical man-month, debido a que en

muchos aspectos todavía se tienen que mejorar sus puntos de vista. Yo recomiendo con cariño la edición del XXV aniversario de Addison-Wesley, que viene junto con su artículo titulado «No hay balas de plata». La nueva edición trae una invaluable retrospectiva de veinte años, en la que Brooks admite francamente ciertas críticas al texto original que no pudieron mantenerse con el tiempo. Leí por primera vez la retrospectiva después de que estaba esencialmente terminado este artículo, y me sorprendí al encontrar que Brooks ¡le atribuye a Microsoft prácticas semejantes a las de bazar! The psychology of computer programming, de Gerald Wienberg, introdujo el concepto de «programación sin ego». A pesar de que él estaba muy lejos de ser la primera persona en comprender la futilidad del «principio de orden», fue probablemente el primero en reconocer y argumentar el tema en relación con el desarrollo de software. Richard P. Gabriel, al analizar la cultura de Unix anterior a la era de Linux, planteaba la superioridad de un primitivo modelo estilo bazar en un artículo de 1989 «Lisp: good news, bad news, how to win big». Pese a estar atrasado en algunos aspectos, este ensayo todavía es muy celebrado por los admiradores de Lisp (entre quienes me incluyo). Un corresponsal me recordó que la sección titulada «Peor es mejor» predice con gran exactitud a Linux. El trabajo de Tom DeMarco y Timothy Lister, Peopleware: productive projects and teams, es una joya que ha sido subestimada. Para mi fortuna, fue citada por Fred Brooks. A pesar de que poco de lo que dicen los autores es directamente aplicable a las comunidades de software libre o de Linux, su visión sobre las condiciones necesarias para un trabajo creativo es aguda y muy recomendable para quien intente llevar algunas de las virtudes del modelo bazar a un contexto más comercial.

Epílogo: ¡Netscape adopta el modelo bazar! Es un extraño sentimiento el que se percibe cuando uno comprende que está ayudando a hacer historia... El 22 de enero de 1998, aproximadamente siete meses después de que publiqué este artículo, Netscape Communications anunció planes para liberar el código fuente de Netscape Communicator. No tenía idea alguna de que esto iba a suceder antes de la fecha de anuncio. Eric Hahn, vicepresidente ejecutivo y director de tecnología en Netscape, me mandó un correo electrónico poco después del anuncio, que dice textualmente: «De parte de todos los que integran Netscape, quiero agradecerle por habernos ayudado a llegar hasta este punto, en primer lugar. Su pensamiento y sus escritos fueron inspiraciones fundamentales en nuestra decisión». La siguiente semana realicé un viaje en avión a Silicon Valley como parte de la invitación para realizar una conferencia de todo un día sobre cómo crear estrategias (el 4 de febrero de 1998), con algunos de sus técnicos y ejecutivos de mayor nivel. Juntos diseñamos la estrategia de publicación del código fuente de Netscape y la licencia, y realizamos algunos otros planes de los cuales esperamos que eventualmente tengan implicaciones positivas de largo alcance sobre la comunidad de código abierto. Por el momento, mientras escribo, es demasiado pronto para ser más específico, pero se van a ir publicando los detalles en las semanas por venir.

Netscape está a punto de proporcionarnos con una prueba a gran escala, en el mundo real, del modelo bazar dentro del ámbito empresarial. La cultura del código abierto ahora enfrenta un peligro: si no funcionan las acciones de Netscape, entonces el concepto del código abierto puede llegar a desacreditarse de tal manera que el mundo empresarial no lo abordará nuevamente sino hasta en una década. Por otro lado, esto es también una oportunidad espectacular. La reacción inicial hacia este movimiento en Wall Street y en otros lados fue cautelosamente positiva. Nos están proporcionando una oportunidad de demostrar que nosotros podemos hacerlo. Si Netscape recupera una parte significativa del mercado mediante este movimiento, puede desencadenar una revolución ya muy retrasada en la industria de software. El siguiente año deberá ser un periodo muy interesante y de intenso aprendizaje.

Índice de aforismos 1. Todo buen trabajo de software comienza a partir de las necesidades personales de quien programa. (Todo buen trabajo empieza cuando uno tiene que rascarse su propia comezón). 2. Los buenos programadores saben qué escribir. Los mejores, qué rescribir (y reutilizar). 3. Contempla desecharlo; de todos modos tendrás que hacerlo. 4. Si tienes la actitud adecuada, encontrarás problemas interesantes. 5. Cuando se pierde el interés en un programa, el último deber es heredarlo a un sucesor competente. 6. Tratar a los usuarios como colaboradores es la forma más apropiada de mejorar el código, y la más efectiva de depurarlo. 7. Libera rápido. Libera a menudo. Y escucha a tus clientes. 8. Dada una base suficiente de colaboradores y beta testers, casi cualquier problema puede ser identificado rápidamente y su solución será obvia al menos para alguien. 9. Las estructuras de datos inteligentes y el código burdo funcionan mucho mejor que en el caso inverso. 10. Si tratas a tus analistas (beta testers) como si fueran tu recurso más valioso, ellos te responderán convirtiéndose en tu recurso más valioso. 11. Lo más grande, después de tener buenas ideas, es reconocer las buenas ideas de tus usuarios. Esto último es a veces lo mejor. 12. Frecuentemente, las soluciones más innovadoras y espectaculares surgen al darte cuenta de que la concepción del problema era errónea. 13. La perfección —en diseño— se alcanza no cuando ya no hay nada que agregar, sino cuando ya no hay algo que quitar. 14. Toda herramienta debe resultar útil en la forma prevista, pero una gran herramienta te permite usarla de la manera menos esperada. 15. Cuando se escribe software para una puerta de enlace de cualquier tipo, hay que tomar la precaución de alterar el flujo de datos lo menos posible, y ¡nunca eliminar información a

16. 17. 18. 19.

menos que los receptores obliguen a hacerlo! Cuando tu lenguaje está lejos de un Turing completo, entonces puedes endulzar tu sintaxis. Un sistema de seguridad es tan seguro como secreto. Cuídate de los secretos a medias. Para resolver un problema interesante, comienza por encontrar un problema que te resulte interesante. Si el coordinador de desarrollo tiene un medio al menos tan bueno como lo es el internet y sabe dirigir sin coerción, muchas cabezas serán, inevitablemente, mejor que una.

Título original The cathedral & the bazaar Traducción José Soto Pérez Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/catedral.html Fecha de publicación Mayo de 1997 Tipo de licencia Desconocida (probablemente copyleft)

El anillo de oro Inteligencia colectiva y propiedad intelectual Pierre Lévy

Pensar a un tiempo con los mismos conceptos, la inteligencia colectiva y la economía del conocimiento: tal es el proyecto teórico que sostiene este artículo. Dentro del cuadro general, quisiera sugerir que el capitalismo informacional que se inventa hoy día en la cibercultura se dirige hacia cierta forma de comunismo, pero un comunismo paradójico, puesto que no excluiría la propiedad privada del principal medio de producción contemporáneo: la idea. El conocimiento humano deviene en el principal factor de producción de riquezas, mientras que los servicios e informaciones que engendra tienden a convertirse en los bienes esenciales cambiados en el mercado. Continuamos y se continuará siempre vendiendo y comprando objetos materiales. Pero las mercancías poderosas se producen a partir de ideas, que vienen ellas mismas de procesos de búsqueda y de desarrollo. Ellas manifiestan estilos estéticos que contribuyen intrínsecamente a su valor: incorporan agenciamientos complejos de competencias entre colaboradores, proveedores, socios y consumidores; cristalizan toda una coordinación compleja. Su coste implica pagos sobre patentes y derechos de autor, gastos de formación, de marketing, de publicidad, de comunicación, entre otros. La materia se sobrecarga de información. Las cosas son acumuladores de conocimientos. El uso de cierta información no la destruye y su cesión no hace que sea perdida por quien la tenía. Añadamos a esto que la extensión del ciberespacio vuelve a todos los signos virtualmente omnipresentes en la red, disminuyendo notablemente su costo de reproducción o de acceso. Desde ese momento, el postulado de la escasez de bienes pierde su pertinencia, lo que cuestiona los fundamentos de las teorías clásicas y debe animarnos a imaginar nuevas formas de pensar los fenómenos económicos. Es por esto que, sin excluir otras aproximaciones, propongo aquí afrontar el capitalismo informacional como la forma que toman hoy día los fenómenos cognitivos a escala colectiva. Desde esta perspectiva, la economía devendría (con la antropología, la filosofía, la psicología social, la robótica social, la vida artificial, la ecología, la teoría de juegos, y demás) en una de las disciplinas concurrentes a la comprensión de la inteligencia colectiva. Entre los hechos que me animan a seguir esta línea de pensamiento, quisiera señalar que las empresas de la llamada «nueva economía» obtienen la mayoría de sus rentas de servicios intelectuales, copyrights, licencias y patentes. Su actividad cotidiana consiste en un arriesgado proceso de aprendizaje y de búsqueda colectiva. Su posición es de mobilización de redes, de animación de comunidades virtuales y de concurrencia planetaria en el ciberespacio. Por otro lado, las universidades y los laboratorios públicos razonan como empresas, registran patentes, venden sus

servicios intelectuales, etcétera. Dicho de otro modo: existen cada vez más semejanzas entre el trabajo en la nueva economía y la actividad de la comunidad científica (que tiende a recuperarse), incluso con el tipo de trabajo creativo tradicionalmente practicado por los ciudadanos de la república de las ciencias y de las artes. Esto no significa, en absoluto, que el mundo del trabajo se transforme en paraíso, sino que el trabajo cambia de naturaleza al hacerse progresivamente más creativo, intelectual, relacional, virtual, problemático... y, de este modo, quizá más «difícil».

El triángulo creador de la economía de la información: ideas, informaciones y moneda Me gustaría presentar ahora el triángulo creador de lo que parece ser la dinámica común de la inteligencia colectiva y del capitalismo informacional. Recuerdo que parto de esta proposición: «la economía de la información es la medida colectiva, o social, de la inteligencia». Ahora bien, la inteligencia es sémios,1 producción de signos a partir de signos, lenguaje inscrito en una espiral dialógica y multilógica de creación de sentido, interpretación infinita de constelaciones de signos, ellos mismos producidos por interpretación, deducción, inducción, abducción, derivación, señales, traducción, cálculo, etcétera. Que el lenguaje, las formas de lenguaje y de signos culturales no puedan desplegarse más que en un horizonte social, o colectivo, es algo que no requiere largas demostraciones. El pensamiento colectivo no es otra cosa que la vida de los signos: sus reproducciones, sus mutaciones, sus viajes y sus crecimientos. La esencia del signo es la de llevar sentido; es decir, de suscitar la interpretación, de relanzar la semiosis. Pero, bien entendido, el signo no es tal sino en —o para— un espíritu o una inteligencia. La inteligencia colectiva sería entonces el medio del signo o quizá su sustancia. (Normalmente se indica la cosa de manera más chata, señalando el carácter convencional del signo). A fin de aclarar la dimensión económica de la semiosis (la vida del espíritu) distinguiré tres polos —o dimensiones— del signo, y trataré de desarmar sus articulaciones y sus interacciones. El signo es, en principio, idea. En el plano cognitivo, la idea es una forma, es decir, cierta estructura de relaciones. Ella es abstracta: podemos encontrarla, idéntica, en numerosas ocurrencias, circunstancias, ejemplares, traslaciones o copias diferentes. Como el inventor del concepto de «idea» —Platón— expusiera ya con rigor, la idea es única y estática. Virtualmente una idea (una obra musical, una imagen, un poema, un teorema o un programa informático, por ejemplo) no tiene necesidad, para que la inteligencia colectiva pueda disponer de ella, más que de estar localizable en una dirección web. Esto no puede impedirnos el pensar la idea como un acontecimiento, puesto que las ideas «aparecen». Pero la invención (o el descubrimiento o la creación) de una idea constituye un acontecimiento en la eternidad. La idea pertenece a la memoria. El signo también es información. En el plano cognitivo, la información surge del reencuentro entre una memoria individual (cierta asociación de ideas) y una idea disponible en la inteligencia colectiva. En un tiempo y en un momento dado, el contacto con cierta forma significante

reorganiza una memoria individual: la información. La información es tanto más grande cuanto que el «mensaje» (la idea reencontrada) es improbable; es decir, eficaz en la transformación de la imagen que el individuo se hace de su entorno. La misma idea puede producir informaciones muy diferentes, según las circunstancias y los dispositivos individuales de quienes toman contacto con ella. La información representa, así, el movimiento efímero del espíritu, la chispa que nace del choque de las ideas. Si la idea pertenece a la eternidad, la información se relaciona con el instante. Así como la idea corresponde a la memoria, es decir, a la estabilidad (relativa) y a la función acumulativa del espíritu colectivo, la información corresponde a la percepción, es decir, al flujo evanescente de las diferencias que engendran sin fin otras diferencias en la vida del espíritu. Finalmente el signo es moneda. Sabemos ya que la moneda sirve para medir el valor de los bienes económicos y que funciona igualmente como equivalente general en el cambio. Pero no nos interesa aquí la función cognitiva de la moneda. Señalemos, para empezar, que la moneda es signo, signo convencional. Su carácter puramente semiótico (o «virtual») se muestra cada vez más abierto al curso de la historia económica (lingotes de oro, moneda acuñada por la ciudad o el reino, moneda fiduciaria, moneda impresa, moneda sin equivalente material, moneda electrónica...). Indiquemos seguidamente que los signos monetarios pueden servir de traductores entre ideas, entre informaciones y entre ambas. Las ideas y las informaciones se venden y se compran, tienen un precio. El dinero puede servir para explotar ideas, la información para orientar las compras y las inversiones, etcétera. Existen, así, equivalencias y circuitos que transforman las ideas y las informaciones en dinero, y viceversa. ¿Qué relaciones unen a la inteligencia y al dinero? ¿En qué constituye la moneda una dimensión de la cognición? Si yo dispongo de cierta suma de dinero, puedo entonces comprar esto o eso, pero no esto y eso. Debo escoger, o sea, evaluar y jerarquizar las posibilidades que se me ofrecen. El dinero simboliza un límite. Me obliga a hacer frente a la finitud, pero también, al mismo tiempo, a la cuestión del bien y del mal, de lo mejor y de lo peor; en una palabra: a las problemáticas interdependientes del valor, de la elección y de la libertad. Si nada costara dinero, haríamos cualquier cosa, nada tendría sentido. El sentido no está solamente relacionado con la forma ideal y con la novedad informacional, sino que tiene también la necesidad del precio, del valor, de la elección, de la libertad. Ahora bien, es precisamente a causa de nuestra finitud, de nuestra mortalidad, que las cosas tienen «precio», y que se nos plantea la cuestión de elegir, de lo que vale y de lo que vale menos. El espíritu no es libre sino frente a la muerte. El dinero actualiza en la inteligencia colectiva esta libertad y esta mortalidad. Por la inversión, el dinero figura igualmente en la apertura al futuro y al otro, a la energía fecunda, a la excitación y al riesgo. Libido económica, dimensión colectiva de la energía psíquica, el dinero se invierte y se gasta. Representa la dimensión corporal, emocional, energética, sexual, mortal y pragmática del pensamiento colectivo, su dimensión de libertad encarnada, su potencia. Por esta razón es «tabú», sucio, rechazado, secretamente deseado, abiertamente adorado, y objeto de todas las envidias, robos y corrupciones. No existe inteligencia más que en una circulación continua entre la memoria, la percepción y la acción. Si la idea representa la memoria de la inteligencia colectiva y la información, su percepción efervescente, móvil y distribuida por todas partes, entonces el dinero tiene lugar como vector de acción de la inteligencia colectiva: por él pasa la elección, la evaluación, el compromiso, la finitud y

la responsabilidad. Con la idea, la información y la moneda, tenemos no solo las tres dimensiones de la cognición colectiva, sino también las del tiempo, que es la vida del espíritu. La idea se mantiene en la eternidad. La información efímera se evapora, inasible, sobre el punto del instante. En cuanto al dinero, representa la transformación, el paso, la bifurcación, la muerte, la pérdida, el nacimiento, la fecundidad de lo virtual. ¿Cómo se engendran mutuamente las tres dimensiones del signo? La idea atrae al dinero, que sabe que ella le permitirá reproducirse (el capital se aventura en la búsqueda de buenas ideas), puesto que las ideas engendran dinero. Sin ideas, sin conocimientos, sin obras, sin imágenes o sin memoria organizada, es imposible ganar dinero. El dinero, a su vez, proporciona la energía necesaria (en salarios, por ejemplo) para producir o buscar informaciones, para explotar ideas. La información, para cerrar el círculo, alimenta la eclosión de las ideas. Y si nosotros recorremos el círculo en la otra dirección, descubrimos que las ideas (la memoria) son necesarias para la interpretación de las informaciones. Son ellas quienes dan sentido al flujo informacional que las descompone, las entrecruza y las reorganiza. Las ideas extienden la tela de la eternidad sobre la que toman forma todas las figuras del sentido. El dinero, por su parte, evalúa las ideas: el capital y los contratos obtenidos; las subvenciones recibidas; las rentas engendradas por las patentes y los derechos de autor, y los beneficios adquiridos por la venta de un «producto» —eidético— de la inteligencia colectiva. Esta evaluación resulta de una multitud de cosas bajo coacción, de una infinidad de acciones responsables, implicadas, y concretamente encarnadas del espíritu colectivo. He aquí este famoso «mercado» tan detestado, juez inmanente de las ideas, expresión desnuda del deseo —y escandalosa como el mismo— de la inteligencia colectiva. Finalmente, la información representa el sistema perceptivo de la inteligencia colectiva. Ella origina el dinero, indicando a la energía monetaria sus puntos de aplicaciones posibles: ¿dónde consumir?, ¿dónde invertir? Y de la ola informacional fecundada por la potencia de la libertad emergen las ideas, que suben hacia el cielo inteligible de la noósfera como las estrellas de un universo en expansión.

La propiedad intelectual y el anillo de la inteligencia colectiva Examinemos ahora la cuestión de la propiedad en la economía de la información. Y, para comenzar, la misma información (en el sentido riguroso que he tratado de darle más arriba), ¿puede ser objeto de apropiación? La respuesta, evidentemente, es «no». La información, al pertenecer al orden del acontecimiento, situado y dado, en contexto, forzosamente de una subjetividad, puede sin duda cumplir el papel de un servicio remunerado (de formación o de consejo, por ejemplo), pero no de algo de lo que se es dueño, hablando con propiedad. No podemos ser propietarios del momento de un proceso. La «disminución de incertidumbre» de la teoría de la comunicación es, por naturaleza, absolutamente transitoria y singular. Yo podría invocar la

propiedad de este texto, no de la información que ustedes saquen de él. Veamos ahora el caso del dinero. La moneda pertenece al Estado, pero también a las personas físicas o morales que la cambian, la acumulan, la invierten, etcétera. La moneda no funciona como tal más que por su propiedad, que es a un tiempo absolutamente pública y completamente privada, enteramente personal y totalmente circulante, sin olor, reciclable, blanqueable, imponible... En tanto que la información es inapropiable —por demasiado volátil— y el dinero simultáneamente privado y público, la idea, en lo que a ella se refiere, puede ser o bien privada o bien pública. La información no pertenece a nadie; «se produce». El dinero es de todo el mundo y pasa por alguien. La idea viene de alguien y pasa a todo el mundo. Que no venga de alguien sino mediante una conexión en el espacio metapersonal del espíritu, eso es otra historia. El principal medio de producción, desde la Revolución Neolítica hasta la Revolución Industrial, ha sido la tierra. A partir de la Revolución Industrial eran las instalaciones técnicas, las fábricas, las máquinas (incluidas las máquinas agrícolas) lo que permitía producir en masa los bienes que se vendían en el mercado. Desde hace algunas decenas de años, y probablemente cada vez más en el futuro, los principales medios de producción serán las ideas. De algún modo, las ideas constituyen una suerte de territorio intelectual a partir del cual se producen las principales riquezas, exactamente como la tierra desde hace diez mil años hasta el fin de la Edad Media. Es más importante hoy día tener un título de propiedad sobre alguna canción de éxito, sobre un software, sobre una molécula o una simiente genéticamente modificada que sobre una parcela de tierra. La vida económica contemporánea enraíza en el mundo de las ideas. Es por esto que el tema de la propiedad intelectual adviene al primer plano de la actualidad. Al final de este artículo esbozaré la tesis según la cual el capitalismo informacional tiende hacia cierta forma de comunismo. Pero no creo que ese inesperado comunismo pueda fundarse sobre una propiedad colectiva integral de las ideas, esto es, de los medios de producción contemporáneos. En efecto, la experiencia histórica muestra, primeramente, que la propiedad intelectual colectiva —o estática—, integral y obligatoria de los medios de producción se encuentra casi siempre asociada a la negación de la libertad y de la responsabilidad individual como libertades políticas. Además, favorece menos que la propiedad individual el crecimiento y la prosperidad general. Por el contrario, cuando se escoge libremente, la propiedad colectiva puede revelarse al mismo tiempo productora y liberadora: monasterios kibutz para la tierra, cooperativas para las fábricas, comunidad científica o software libre para las ideas, etcétera. Por otro lado, conviene recordar que la propiedad individual garantizada por la ley es una preciosa conquista histórica que no existía en las diferentes formas de «despotismos orientales», y que no está asegurada en los regímenes feudales o totalitarios. La propiedad intelectual es reconocida por las diferentes declaraciones de derechos humanos, en las legislaciones de los países más democráticos. Que la protección de la propiedad privada favorece a los propietarios, de ello no duda nadie. Pero ¿las desigualdades así inscritas en el derecho, no son preferibles a una situación en la que la empresa privada, a saber, el nervio de la innovación y de la diversidad de la oferta económica, se desaliente? Compárese la situación de Corea del Norte con la de Corea del Sur. Interesémonos ahora más particularmente en la propiedad intelectual. Patentes y derechos de

autor, de los que la definición precisa data tan solo del siglo XVIII, representan grandes progresos en la historia del derecho, así como en la historia económica, no solamente porque protegen y alientan a los creadores, sino también porque al hacer entrar la idea en el circuito económico, transforman de manera radical la naturaleza misma de la economía. Hoy día apenas comenzamos a comprender la profunda naturaleza de esta transformación. La propiedad intelectual difiere de otros tipos de propiedad de los medios de producción. En el caso de las ideas, en efecto, la propiedad se ejerce sobre porciones de un territorio indefinidamente extendido y no sobre un recurso finito —como en el caso de la tierra— o difícilmente extensible —como en el caso de los medios de producción materiales—. El mundo de las ideas es infinito. Y jamás será completamente descubierto, descifrado, balizado, conquistado, cartografiado... y apropiado. A la extensión virtualmente infinita de sus objetos posibles, la propiedad intelectual añade otra característica: su carácter temporal. Tanto patentes como derechos, al cabo de algunas decenas de años, terminan por caer en eso que llamamos el «dominio público». Así, los creadores de ideas no permanecen propietarios (ni ellos ni quienes han comprado sus derechos) más que por un tiempo limitado. Xerox no recibe más derechos de autor sobre el procedimiento de la copia en papel normal. Yo puedo cantar un poema de Victor Hugo sin pagar derechos a sus herederos. Tarde o temprano, las ideas acaban por reunirse, gracias a la memoria común de la inteligencia colectiva, la herencia de la humanidad. De este modo, las ideas no son apropiadas ni apropiables más que en la zona en la que precisamente el campo intelectual se dilata —con la frontera— sobre este límite de conocido y desconocido, en el que la fuerza de cuestionamiento, la energía creativa y la potencia financiera alcanza su punto más vivo. Podemos representarnos el mundo de las ideas como un plano infinito sobre el que se extiende un anillo. En el interior del anillo: el patrimonio común de la humanidad. En el exterior, la apertura, la trascendencia, la intotalización de la totalidad de aquello que aún no ha sido imaginado, demostrado, creado, concebido ni formulado: la llamada, la pregunta, la vida. Ni el interior ni el exterior son apropiados. El anillo móvil, como la albura del árbol, atrae a la savia energética, afectiva, intelectual y financiera. El mundo de las ideas crece gracias a este anillo vivo —la inteligencia colectiva en acto— que se dilata hacia la trascendencia. Es también en este anillo, y únicamente en él, en donde se aplica la propiedad intelectual, atrayendo y redistribuyendo los flujos financieros, canalizando el trabajo y la atención, para mayor beneficio (simbólico y financiero) de quienes personalmente han invertido... pero finalmente en beneficio de todos.

El abandono voluntario de la propiedad intelectual El razonamiento siguiente: «Puesto que los signos son digitalizables, esto es, ubicables en la red, pertenecen a todo el mundo», no me parece convincente del todo. La propiedad no sirve únicamente a los intereses de los poderes (aunque también lo hace, por supuesto); juega al mismo tiempo un papel esencial en la economía de la inteligencia colectiva. Es bueno que un circuito virtuoso venga a alimentar, a su término, las zonas del espíritu colectivo que produce los mejores

frutos. Pero si la finalidad última es la vitalidad de la inteligencia colectiva, la potencia de expansión de su corona de oro, la propiedad intelectual clásica puede, a veces, no constituir la mejor solución. En ciertos casos, una renuncia voluntaria a la apropiación de las ideas (de los nombres, de los textos, de las imágenes, de las canciones, de los programas, de los métodos técnicos, entre otros) puede permitir a las ideas producir más sentido y acontecimientos en la inteligencia colectiva. Incluso puede ocurrir que un autor, un científico o una información célebre, por ejemplo, se transforme entonces ello mismo en idea, en ícono. Esta renuncia voluntaria constituye la regla para los científicos que trabajan en laboratorios públicos sobre asuntos fundamentales. En el mundo del software libre, la no apropiación —debidamente reglamentada— permite, a todos aquellos que lo deseen, mejorar los programas. También el uso en la comunidad de músicos y DJ que trabajan a partir de muestras. Igualmente podría citarse el copyleft, inspirado en el software libre, que se difunde en medios de artistas. Dicho de otro modo: redes de cooperadores pueden decidir —voluntariamente— dejar el producto de su trabajo intelectual en el dominio público, para que eso acelere el proceso de la creación y de la inteligencia colectiva. Pero hay que señalar que estas decisiones, de grupos o de individuos, son voluntarias y que suponen la existencia previa, disponible y garantizada por la ley, de la propiedad intelectual. El caso de Napster es diferente de los que acabamos de evocar, porque ese dispositivo no favorece necesariamente la creatividad colectiva y no viene de una decisión voluntaria de los creadores. Las prácticas de mutualización de los recursos informacionales ciertamente prometen un gran futuro, pero bajo formas probablemente diferentes de las que hemos visto desarrollarse en los últimos años. No soy nada original si digo que será necesario encontrar medios de remunerar a los creadores.

Comunismo y capitalismo informacional Si el capitalismo informacional conduce a una cierta forma de comunismo, esto no sería, a mi modo de ver, porque renuncie a la propiedad privada de los medios de producción, es decir, a la propiedad intelectual, que deviene hoy día la fuente principal de la riqueza. Mucho menos porque se elimine el dinero. ¿Cuáles son entonces los argumentos que me hacen defender la tesis de una aproximación del capitalismo informacional a cierto ideal de comunismo? Me contento al lanzar aquí algunas pistas con las cuales concluir este artículo, reservándome guardar estas ideas para desarrollarlas en una obra futura sobre la teoría del capitalismo informacional. 1. Gracias al ciberespacio, los conocimientos que están en el dominio público jamás han estado tan accesibles y utilizables como hoy día, y a un costo tan bajo. Toda idea colgada en cualquier parte de la red es inmediatamente legible en todas partes y transmisible desde cualquier otra. Las libertades de expresión, de comunicación y de asociación crecen claramente. La cibercultura favorece el diálogo, la cooperación, los cambios transversales de todo tipo, una suerte de «comunismo de la inteligencia» que perfecciona una inteligencia colectiva en camino desde el surgimiento del lenguaje.

2. La transparencia del cibermercado nos permite orientar la economía, escogiendo los productos que mejor corresponden a nuestros criterios éticos, ecológicos, políticos y sociales. Esta misma transparencia nos autoriza igualmente a invertir en empresas que siguen reglas medioambientales, sociales y deontológicas aceptables. Combinados con el aumento del accionariado popular, y con el juego de bolsa a pequeña escala y en línea, los movimientos convergentes de la inversión socialmente responsable y del consumo consciente pueden conducir a una verdadera apropiación colectiva de la máquina económica, pero una apropiación que, en vez de negarlas, tendría como base la propiedad individual y la responsabilidad personal. 3. El capitalismo informacional parece dirigirse hacia el establecimiento de reglas de juego según las cuales las más competitivas son precisamente las más cooperativas. 4. Se tiende a preferir la paz democrática a la guerra, a la miseria y a las dictaduras poco propicias a la prosperidad. Se favorece el reforzamiento de una escala de gobierno mundial que estará probablemente controlado por una forma u otra de ciberdemocracia abierta y participativa. Es a nosotros a quienes nos toca favorecer las tendencias más positivas que se abren paso en la cultura contemporánea, según nuestra situación, a nuestra manera personal, con cada uno de nuestros actos.

Título original L'anneau d'or Traducción Beñat Baltza Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/levy.html Fecha de publicación Mayo del 2001 Tipo de licencia Desconocida (probablemente copyleft) Observaciones Originalmente publicado en francés en la revista Multitudes, número 5.

1. Sobre el tema de la semiosis y de sus nuevas condiciones en la cibercultura: Balpe, Jean P.: Contextes de l'art numérique, Hermès: París, 2000.

Propiedad intelectual, copyright, patentes Aris Papathéodorou

Para pasar a una economía que se basa esencialmente en el saber y la cooperación se impone, de hecho, la necesidad de una mutación del concepto mismo de «propiedad intelectual». En efecto, cuando el proceso productivo se presenta esencialmente como «cooperación entre cerebros», por retomar la contundente fórmula de Maurizio Lazzarato, el control sobre las fuentes mismas de la innovación, sobre las cuencas de conocimientos y las bases de datos, deviene en un envite mayor. Para convencerse es suficiente leer entre líneas ciertos hechos actuales: la batalla que se anuncia ya alrededor de la explotación comercial del desciframiento del genoma humano; el embrollo jurídico-mediático en torno a Napster, software para intercambio de archivos musicales vía internet; las presiones del gobierno de los Estados Unidos para impedir el acceso de ciertos Estados del tercer mundo (Brasil, India, África del Sur) a los medicamentos genéricos en materia de lucha contra el sida; la probable integración de los programas informáticos en el Convenio sobre la Patente Europea en Múnich; la invasión de los productos biotech en el sector agroalimentario, entre otros. Por un lado, asistimos a una serie de ofensivas por parte de empresas multinacionales y de grupos de interés para imponer ajustes a las legislaciones existentes y a los tratados internacionales en materia de propiedad intelectual, que permitirían perpetuar o suscitar barreras en torno a los bienes inmateriales. Por otro lado, cierto número de actores y de sujetos sociales impulsan con sus prácticas una redefinición de la propiedad intelectual, intentando así protegerse de los efectos devastadores de la lógica de las patentes.

El envite teórico de la propiedad intelectual Más allá de la simple crónica circunstancial y de las jugadas políticas inmediatas alrededor de las patentes y del «derecho de autor», es necesario recordar que también se muere a causa de las patentes, como en el caso de los tratamientos contra el sida. Alrededor de la cuestión de la propiedad intelectual debemos, de aquí en adelante, redefinir cierto número de conceptos teóricos que dirijan no solo a simples cuestiones de «derechos de autor», sino de forma más esencial a lo que hoy en día son la riqueza, la apropiación privada, el trabajo y la renta. Si el fundamento de la propiedad no es a partir de ahora el «trabajo manual» sino la actividad intelectual, y si el «bien común», del que es necesario definir las reglas de apropiación, no remite ya únicamente a los bienes materiales (la tierra, las herramientas de producción, etcétera) sino al conocimiento, entonces, ¿debemos pensar todavía los derechos de propiedad según la lógica del «individualismo

posesivo» o de la «propiedad colectiva»? Los conceptos de privado y de público, tal como se han construido sobre la base de la acción apropiativa del trabajo (tesis común a los liberales y a los socialistas), ¿son todavía operativos para pensar la problemática de la propiedad intelectual? El derecho de la propiedad intelectual, el copyright, fue pensado por la constitución estadunidense como un «contrato social» entre el autor y el público, entre el inventor y la sociedad. ¿Es todavía válido este contrato cuando la evolución de la cooperación y de las tecnologías expresa, según Walter Benjamin, la reversibilidad de la relación del autor y del público o, en palabras de Jean-Louis Weissberg, la «fluidificación de las funciones de expresión y de recepción»? ¿Ese contrato reconoce la masificación y la socialización de la capacidad de inventar y de la posibilidad de copiar lo que percibimos en la obra, particularmente, en el software libre, pero que caracteriza también otra forma de producción? ¿Corresponde ese contrato a las condiciones ofrecidas por las nuevas tecnologías de oponer a la difusión desde arriba hacia abajo la invención y la imitación, la posibilidad de su agenciamiento horizontal y rizomático? Una cosa es cierta: finalmente no es tanto el carácter «inmaterial» de los bienes lo que modifica los términos de la problemática, sino la centralidad del saber y de la cooperación que la produce, que vuelve a plantear los términos de un nuevo contrato social. Desde este punto de vista Richard Stallman tiene razón cuando sustrae el debate sobre el derecho de autor y el copyright del determinismo tecnológico, de esa pretendida «especificidad inmaterial» de las nuevas tecnologías, y lo reconduce a la «cooperación entre cerebros» y al contrato social que esta relación induce.1 Así, el principio del copyleft (puesto en práctica por el conjunto de licencias que rigen el software libre bajo la defensa del proyecto GNU) propone, en cierto modo, una inversión del copyright que ya no es una restricción del «derecho de copia», sino lo contrario: estar obligado a la libertad de copia y de modificación. Al obrar de este modo, el copyleft incluye en un mismo movimiento la cuestión del acceso a los recursos intelectuales y su inclusión en un proceso de producción inmediatamente cooperativo, deviniendo un instrumento formidable para garantizar la libertad a aquellos que participan de forma comunitaria en la producción de programas libres. Pero, más allá del caso particular del software libre, ¿en qué puede el copyleft interrogar al conjunto de la producción inmaterial?

Introducir el paradigma de lo libre Como primera expCrimsonción del conjunto de estas temáticas e interrogaciones, hemos tratado de releer en este número de Multitudes algunas cuestiones teóricas, tanto en lo concerniente al análisis de ciertos aspectos particularmente reveladores de la problemática de la propiedad intelectual (software, música, tratamientos médicos, etcétera) como desde la puesta en evidencia de prácticas y de movimientos que hoy en día se inscriben en la perspectiva de una redefinición «alternativa» de la propiedad intelectual (software libre, hacklabs, ACT UP, música electrónica, etcétera). Esta aproximación transversal tomó forma durante la ZeligConf —encuentro europeo de contraculturas digitales que tuvo lugar en París, en diciembre del 2000—, en particular con el

debate sobre la propiedad intelectual y las patentes, animado por Thierry Laronde, en donde intervinieron miembros de April (una asociación francesa que promueve y defiende el software libre) y de ACT UP París. Ciertamente, muchas cuestiones apenas son evocadas aquí (las patentes de lo vivo, la educación) o tocadas ligeramente (la remuneración del trabajo cooperativo). Tanto es así que no hemos procedido sino a la apertura de una obra, por lo demás ya comenzada por el texto fundador de Eben Moglen (ver la rúbrica Insert de este número), los análisis de Richard Barbrook o JeanLouis Weissberg (ver Mineur) o de Maurizio Lazzarato (Multitudes número 2 y sus trabajos alrededor de Gabriel Tarde). De todo esto podemos esperar principalmente que haya comenzado a introducirse el paradigma de lo libre —la libre cooperación de los saberes— más allá del dominio del software, en donde construye cotidianamente la demostración de su pertinencia.

Título original Propriété intellectuelle, copyright, brevets Traducción Beñat Baltza Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/aris-pi.html Fecha de publicación Mayo del 2001 Tipo de licencia Desconocida (probablemente copyleft) Observaciones Originalmente publicado en francés en la revista Multitudes, número 5.

1. Stallman, Richard: «Droit de reproduction: le public doit avoir le dernier mot», Libres enfants du savoir numérique, Éclat: 2000.

Teorías de la propiedad intelectual William Fisher

El término «propiedad intelectual» hace referencia a un conjunto heterogéneo de doctrinas legales que regulan el uso de diferentes clases de ideas o de insignias. El copyright protege a varias «formas originales de expresión», incluyendo novelas, películas, composiciones musicales y programas de computadora. Las patentes protegen los inventos y cierto tipo de descubrimientos. Las marcas registradas protegen a las palabras y los símbolos que identifican los bienes y servicios manufacturados o suministrados por particulares o empresas. Los secretos comerciales protegen la información comercialmente valiosa (fórmulas de refrescos, estrategias confidenciales de publicidad, etcétera) que las empresas deciden ocultar a sus competidores. Los «atributos de la personalidad» protegen los intereses de las celebridades sobre su imagen e identidad. La relevancia económica y cultural de este conjunto de leyes va en ascenso. En gran medida la riqueza de muchas empresas ahora dependen en los derechos de propiedad intelectual. Un porcentaje cada vez mayor de profesionales del derecho se está especializando en disputas concernientes a la propiedad intelectual. Asímismo, varios legisladores alrededor del mundo están revisando sus leyes de propiedad intelectual con escrupulosidad.1 En parte como resultado de estas tendencias, los intereses académicos en este campo se han incrementado dramáticamente en los últimos años. En las reseñas jurídicas y en las revistas de economía o de filosofía han proliferado los artículos sobre las «teorías» de la propiedad intelectual. Este ensayo hace un sondeo a tales teorías y las evalúa, además de considerar sus roles y los papeles que deberían desempeñar en la legislación.

Estudio preliminar La mayoría de los estudios teoréticos recientes consisten en encuentros y desencuentros entre cuatro enfoques. La línea directriz del primer y más popular enfoque es la conocida doctrina utilitarista, la cual emplean los legisladores cuando indican que los derechos de propiedad deben ser para la maximización del bienestar de la red social. Generalmente se considera que la consecución de este fin, en el contexto de propiedad intelectual, requiere que los legisladores logren un balance óptimo entre el poder de los derechos reservados para estimular la creación de invenciones y productos artísticos, por un lado, y la tendencia de tales derechos a restringir el esparcimiento público de estas creaciones, por el otro. Un buen ejemplo de erudición desde este enfoque es el ensayo de William Landes y Richard

Posner sobre el copyright. Las características más distintivas de la mayoría de los productos intelectuales, según Landes y Posner, es que pueden reproducirse con facilidad y que su goce por una persona no se opone a que otra también lo disfrute. La combinación de estas características genera el riesgo de que los creadores de estos productos no puedan recuperar sus «costos de expresión» (el tiempo y el esfuerzo dedicados a escribir o componer, así como los gastos de negociación con editoriales o compañías discográficas), debido a que serían perjudicados por los plagiarios que solo cubren los «costos de producción» más bajos (el gasto necesario para manufacturar y distribuir libros o CD) y que gracias a ello pueden ofrecer productos idénticos al consumidor pero a muy bajos precios. En primera instancia, ser conscientes sobre este riesgo disuadiría a los creadores de realizar productos intelectuales socialmente valiosos. Podemos evitar esta deficiencia económica si le concedemos a los creadores (por un tiempo limitado) los derechos exclusivos de hacer copias de sus creaciones. Los creadores cuyos trabajos son valiosos para los consumidores —es decir, para los que, según la opinión del público, no hay un substituto igual de bueno— estarán facultados de cobrar por el acceso a sus trabajos de alta calidad para que así puedan permanecer en un mercado competitivo. Como afirman Landes y Posner, todas las otras alternativas por las que los creadores pueden recuperar sus costos son, por uno u otro motivo, un derroche de recursos sociales. Esta razón utilitarista, según argumentan, debería de ser —y en su mayor parte así ha sido— usada para moldear las doctrinas específicas de este campo.2 Un argumento semejante predomina en el estudio sobre el derecho de marcas de estos autores. Los principales beneficios económicos de las marcas registradas, según sostienen, son la reducción de los «costos de búsqueda» de los consumidores (porque es más fácil tomar una caja de Cheerios del estante que leer la lista de ingredientes en cada contenedor, y porque los consumidores pueden confiar en sus experiencias previas con distintas marcas de cereal para decidir cuál comprar en un futuro) y la consecuente generación de incentivos para que las empresas ofrezcan bienes y servicios de alta calidad (ya que saben que sus competidores no pueden, al imitar sus marcas distintivas, aprovecharse de la buena voluntad del consumidor que surge de sus estándares de calidad). Las marcas, como Landes y Posner indican, también tienen un inusual y colateral beneficio social: mejoran la calidad de nuestro lenguaje. Al aumentar nuestra cantidad de sustantivos y al «inventar palabras o frases que las personas vaCrimsonn para su placer y por su valor comunicativo», las marcas de manera simultánea economizan los costos de comunicación y hacen que las conversaciones sean más agradables. Sin duda las marcas a veces pueden ser socialmente perjudiciales; por ejemplo, al permitir que el primer operador en un mercado pueda desalentar a la competencia al apropiarse de un nombre de marca especialmente atractivo o informativo. El ser conscientes de estos beneficios y perjuicios, según argumentan Landes y Posner, debería de guiar (y habitualmente así acontece) a los legisladores y jueces al momento de afinar el derecho de marcas; estas deberían de estar protegidas (y usualmente así es) cuando acarrean beneficios sociales y no cuando son nocivas.3 El segundo de estos cuatro enfoques que actualmente dominan la literatura teorética surge de la proposición de que la persona que trabaja con recursos, ya sea que no le pertenecen a nadie o que son de «posesión común», tiene un derecho natural sobre los frutos de sus esfuerzos; así como el Estado tiene el deber de respetarlo y protegerlo. Con mucha frecuencia se ha pensado que esta

idea, cuyo origen está en los escritos de John Locke, es particularmente aplicable al campo de la propiedad intelectual, donde las pertinentes materias primas (como los hechos y los conceptos) en cierto sentido asemejan ser de «posesión común» y donde el trabajo parece contribuir de manera muy significativa en el valor del producto terminado.4 Un buen ejemplo de esta perspectiva es la breve pero influyente discusión de Robert Nozick sobre el derecho de patentes presente en Anarchy, State and utopia.5 Después de hacer suyo el argumento de Locke, Nozick vira su atención a la famosa y ambigua «condición» lockeana; la proposición de que una persona puede obtener derechos legítimos de propiedad al mezclar su trabajo con los recursos poseídos «en común» solo si, después de la adquisición, «en común queda suficiente e igual de bien para los demás».6 Nozick sostiene que la correcta interpretación de esta limitación («correcta» en el sentido de que probablemente corresponde a la intención original de Locke y que, en cualquier circunstancia, está implícita en «una adecuada teoría de la justicia») es que la adquisición de propiedades mediante el trabajo es legítima solo si otras personas no son objeto de cualquier daño neto. Para este fin, el «daño neto» incluye tanto lesiones como un mayor empobrecimiento en comparación de lo que se habría estado bajo un régimen que no permitiera la adquisición de propiedades a través del trabajo o en relación con una restricción de los recursos disponibles para su uso; aunque esto no incluye la reducción de oportunidades para adquirir estos derechos sobre recursos sin propietario, si se es el primero en trabajar con ellos. Con esta interpretación, la condición lockeana no es violada, según Nozick, por la cesión a un inventor de un derecho de patente porque, aunque el acceso de otras personas a la invención está sin dudas limitada por la expedición de la patente, este invento no existiría sin el esfuerzo del creador. En otras palabras, los consumidores se benefician, en lugar de perjudicarse, por la concesión de patentes. Sin embargo, Nozick argumenta que la fidelidad a la teoría lockeana exigiría otras dos condiciones sobre los derechos del inventor. Primero, se debería de permitir que las personas, que subsecuentemente logran la misma invención de manera independiente, puedan obtener beneficios económicos. De lo contrario, la concesión de la patente al primer inventor perjudicaría a los demás. Segundo, y por el mismo motivo, en promedio las patentes no deberían de durar más de lo que a alguien le llevó alcanzar la misma invención, donde el conocimiento de la primera invención no lo imposibilita de crearlo de manera independiente. A pesar de que Nozick puede no estar enterado, la implementación de la primera de estas tres condiciones requeriría una reforma substancial a la actual ley de patentes, la cual, a diferencia de la ley de copyright, no contempla un puerto seguro para las personas que por su cuenta sueñan con la misma idea. La premisa del tercer enfoque —sutilmente derivada de los escritos de Kant y de Hegel— consiste en que los derechos a la propiedad privada son cruciales para saciar algunas necesidades humanas fundamentales; por lo tanto, las autoridades deben de esforzarse por crear y distribuir los derechos a los recursos de la manera en como las personas mejor puedan satisfacerlas. Desde este punto de vista, los derechos de propiedad intelectual pueden justificarse ya sea bajo el fundamento de que estos protegen de la apropiación o modificación a los objetos en los que los autores y artistas han expresado sus «voluntades» (una actividad llevada a cabo a través de la «personalidad») o sobre la base de que ellos crean las condiciones sociales y económicas propicias para la creativa actividad intelectual, la cual a su vez es importante para el desarrollo humano.7

Quizá en el argumento más desarrollado de este género, Justin Hughes deriva de la Filosofía del derecho de Hegel las siguientes pautas concernientes a la forma adecuada de un sistema de propiedad intelectual. Deberíamos estar más dispuestos a otorgar protección legal a los frutos de las actividades intelectuales sumamente expresivas, como la redacción de novelas, en lugar de otros productos con menor expresividad, como la investigación genética. Debido a que la «imagen pública» de una persona —«incluyendo sus características físicas, gestos e historia»— es un importante «receptáculo de la personalidad», ellos merecen una generosa protección legal, a pesar del hecho de que comúnmente esto no es resultado de la fuerza laboral. A los autores e inventores debería de permitírseles la obtención de respeto, honor, admiración y dinero del público al vender o donar copias de su trabajo, sin limitar su derecho de prevenir que otros lo mutilen o atribuyan erróneamente.8 El último de los cuatro enfoques tiene sus raíces en la proposición de que, en general, los derechos de propiedad —y los derechos de propiedad intelectual en particular— pueden y deberían de conformarse de tal manera que ayuden a fomentar la consecución de una cultura más equitativa y atractiva. Los teóricos que trabajan en este sentido habitualmente se inspiran en un grupo ecléctico de teóricos políticos y jurídicos, incluyendo a Thomas Jefferson, el Marx joven, los realistas jurídicos y varios proponentes (antiguos y modernos) del republicanismo clásico.9 Esta aproximación es similar al utilitarismo en su orientación teleológica, pero difiere por su voluntad de desarrollar una visión de una sociedad más rica y conveniente en lugar de la concepción de «bienestar social» promulgada por los utilitaristas. Un ejemplo provocativo puede encontrarse en el reciente ensayo de Neil Netanel, «Copyright and a democratic civil society». Netanel empieza por delinear una imagen de «una sociedad civil robusta, participativa y pluralista» en conjunto con «sindicatos, iglesias, movimientos sociales y políticos, asociaciones civiles y vecinales, escuelas de pensamiento e instituciones educativas». En ese mundo todas las personas podrían disfrutar tanto de un grado de independencia financiera como de un considerable sentido de responsabilidad para moldear sus entornos sociales y económicos locales. Una sociedad civil de esta raigambre es vital, argumenta Netanel, para la perpetuación de las instituciones políticas democráticas. No obstante, no emergerá instantáneamente; tiene que ser impulsada por el gobierno. La ley de copyright puede ayudar a fomentarla de dos maneras. La primera es una función productiva. El copyright provee de un incentivo para la expresión creativa en un amplio conjunto de cuestiones políticas, sociales y estéticas, y por ello refuerza los fundamentos de la cultura democrática y la asociación civil. La segunda es una función estructural. El copyright da soporte a un sector de la actividad creativa y comunicativa que es relativamente libre de la dependencia de subsidios estatales, patrocinios elitistas y jerarquías culturales. La promoción de estos dos objetivos no requiere que retengamos todos los aspectos del sistema actual de copyright. Al contrario, Netanel sugiere que podríamos avanzar a una forma más efectiva de un régimen de copyright, delimitado según los siguientes lineamientos: los términos de copyright deberían de ser reducidos, incrementándose así la envergadura del «dominio público» disponible para la ejecución creativa. Por la misma razón, habría que reducir la autoridad de los propietarios

de obras con copyright para controlar el flujo de «obras derivadas». Finalmente, deberían de desplegarse sistemas de licenciamiento obligatorios de manera más frecuente para así equilibrar los intereses de los artistas y de los «consumidores» de sus trabajos.10 Otros escritores se han aproximado a la ley de propiedad intelectual con una perspectiva similar, entre los que se incluyen a Keith Aoki, Rosemary Coombe, Niva Elkin-Koren, Michael Madow y yo.11 Sin embargo, hasta ahora este cuarto enfoque está menos establecido y reconocido que los otros tres. Todavía carece de alguna clasificación ampliamente aceptada. Para describir una cercana y análoga perspectiva que se ha estado desarrollando en el contexto jurídico, Greg Alexander sugiere el término de teoría «proprietarista».12 Pero me parece más útil la frase «teoría de la planificación social».

Explicando el patrón Por lo tanto, estas son (por orden de importancia e influencia) las cuatro perspectivas que actualmente dominan los escritos teoréticos sobre la propiedad intelectual: el utilitarismo, la teoría del trabajo, la teoría de la personalidad y la teoría de la planificación social. ¿Cómo se explica la influencia de cada uno de estos enfoques? En gran medida su relevancia deriva del hecho de que se gestan fuera de y dan soporte a líneas argumentativas que por mucho tiempo han estado presentes en las materias primas de la ley de propiedad intelectual —disposiciones constitucionales, informes de casos, preámbulos legislativos, etcétera—. La dependencia de los teóricos a las ideas formuladas y popularizadas por jueces, legisladores y abogados es especialmente evidente en el caso del utilitarismo. Las referencias sobre el papel de los derechos de la propiedad intelectual para la estimulación de la producción de trabajos socialmente valiosos acribillan el derecho estadunidense. Por ejemplo, la disposición constitucional sobre dónde yacen los estatutos del copyright y las patentes indica que el propósito de esas leyes es el de proveer de un incentivo para los creativos esfuerzos intelectuales que beneficiarán a la sociedad en general.13 La Suprema Corte de los Estados Unidos, al interpretar los estatutos del copyright y las patentes, muchas veces ha insistido que el objetivo principal es el de inducir la producción y la diseminación de los trabajos intelectuales.14 Una gran cantidad de tribunales menores se ha mostrado de acuerdo.15 Las referencias sobre la importancia de gratificar a los autores e inventores por su trabajo es casi igual de común. Los partidarios de las prolongaciones legislativas del copyright y de las protecciones de las patentes rutinariamente hacen argumentos como este: «Nuestra sociedad estadunidense está fundada en el principio de que quien crea algo con valor tiene derecho a gozar los frutos de su trabajo.»16 La Suprema Corte de los Estados Unidos seguido emplea un vocabulario similar. Por ejemplo, el juez Stanley F. Reed finalizó su opinión en el caso Mazer contra Stein con esta solemne declaración: «Los días de sacrificio dedicados a [...] las actividades creativas merecen recompensas mensurables en función de los serivicios prestados».17 Las opiniones y las apelaciones de tribunales menores por lo regular siguen el mismo camino.18

Hasta hace poco, la teoría de la personalidad había estado menos extendida en el derecho estadunidense. Por contraste, en Europa ha figurado de manera muy prominente. Los regímenes francés y alemán sobre el copyright, por ejemplo, han estado fuertemente conformados por los escritos de Kant y de Hegel. Esta influencia es especialmente evidente en la generosa protección que estos países han dado a los «derechos morales» —los derechos de los autores y artistas para controlar el uso público de sus trabajos, para retirar sus trabajos de la circulación pública, para recibir el crédito apropiado por sus creaciones y, sobre todo, para proteger sus trabajos en contra de cualquier mutilación o destrucción—. De manera tradicional, este conjunto de derechos se ha justificado sobre el argumento de que un trabajo artístico encarna y ayuda a realizar la personalidad del creador o su voluntad. En las pasadas dos décadas, la doctrina de los «derechos morales» —así como la perspectiva filosófica sobre la que descansa— ha encontrado un creciente apoyo entre los legisladores estadunidenses, como claramente se evidencia en la proliferación de estatutos estatales para la preservación del arte y la reciente adopción a nivel federal de la Ley sobre los Derechos de los Artistas Visuales (VARA, por sus siglas en inglés).19 Finalmente, en casi todos los campos del derecho de propiedad intelectual pueden encontrarse esfuerzos deliberados para elaborar o interpretar reglas con el fin de avanzar en la visión de una cultura justa y fascinante —la orientación que subyace en la teoría de la planificación social—. Estos impulsos son la base, por ejemplo, tanto de la severa respuesta de los tribunales al aplicar el copyright o el derecho de marcas hasta el humor escatológico, como del trato generalmente favorable que se ha concedido a la crítica, la opinión y la educación. Los argumentos de la planificación social también ocupan un lugar destacado en los actuales debates en torno al pertinente alcance de los derechos de propiedad intelectual en el internet.20 En resumen, una fuente importante para las teorías utilitaristas, del trabajo, de la personalidad y de la planificación social en la literatura teorética actual, es la influencia de temas similares presentes en las opiniones judiciales, estatutos y apelaciones. Pero existen dos circunstancias que sugieren que semejantes paralelismos y resonancias no pueden explicar la configuración contemporánea de estas teorías. En primer lugar, en el material del derecho de la propiedad intelectual existen varios temas importantes que no han hecho eco ni han sido del interés de un número significativo de teóricos. Muchos de los tribunales estadunidenses, por ejemplo, se esfuerzan en reflejar y reforzar la tradición al momento de interpretar el copyright o el derecho de marcas —sea para prácticas empresariales tradicionales o para normas consuetudinarias de la «buena voluntad» o del «trato justo»—.21 Esta perspectiva tiene profundas raíces en el derecho consuetudinario en general y en los escritos a principios del siglo XX de los realistas jurídicos estadunidenses.22 Además, pocos teóricos contemporáneos de la propiedad intelectual prestan atención a la tradición.23 Casi lo mismo puede decirse en relación con los intereses por la privacidad. Durante mucho tiempo una de las principales preocupaciones de los legisladores y los tribunales,24 a saber, la protección de la privacidad, ha sido sujeto de poca atención por parte de los teóricos contemporáneos estadunidenses. La segunda circunstancia es que comúnmente, en el material legislativo y judicial, los argumentos de las diversas fuentes que hemos estado considerando están mezclados. Por ejemplo, véase a continuación el preámbulo del primer estatuto del copyright de Connecticut:

Visto que es perfectamente acorde a los principios de la equidad y la justicia natural que a todo autor debe asegurársele la recepción de los beneficios que pueden derivarse de la venta de sus trabajos, así como dicha seguridad tal vez aliente a los hombres a aprender y a los genios a publicar sus trabajos; que quizá den honor a su país y presten servicio a la humanidad [...].25

Doscientos años después en el caso Harper & Row contra Nation Enterprises, la Suprema Corte tomó una línea similar: Estamos de acuerdo con las Cortes de Apelaciones en que el copyright tiene la intención de incrementar y no impedir la cosecha de conocimientos. Pero creemos que el Segundo Circuito dio una deferencia insuficiente al esquema establecido en la Ley del Derecho de Autor para el fomento de las obras originales que proporcionan la semilla y la sustancia de esta cosecha. Los derechos conferidos mediante el copyright están diseñados para asegurar un retorno justo del trabajo de quienes contribuyen al almacén de conocimientos.26

En las cuestiones sobre la equidad, los incentivos y la conformación cultural, así como en otros casos, los temas concernientes a la propiedad intelectual forman parte de un mismo remolino. Por el contrario, en los escritos teoréticos contemporáneos estos típicamente se tratan de manera independiente y yuxtapuesta. ¿Cómo podemos explicar estas dos circunstancias en las que las teorías de la propiedad intelectual se desvían de los materiales jurídicos existentes? Al parecer la respuesta es que los teóricos están viendo el derecho desde la perspectiva de la filosofía política. En los debates filosóficos contemporáneos, el derecho natural, el utilitarismo y las teorías del bien generalmente se perciben como posturas incompatibles.27 No es de sorprender que los teóricos del derecho, familiarizados con estos debates, tiendan a agrupar las ideas sobre la propiedad intelectual en esferas similares. Tal vez una circunstancia adicional desempeñe un papel importante: muchos de los teóricos contemporáneos de la propiedad intelectual también son partícipes de discusiones similares acerca de la forma apropiada para el derecho de la propiedad en general. En esa área ya existe un canon bien establecido de posturas antagónicas, que de nuevo ha sido en gran parte delineada por la filosofía política angloamericana. La teoría del trabajo, el utilitarismo y la teoría de la personalidad son los principales contendientes.28 No debería asombrarnos verlos replicados en el contexto de la propiedad intelectual.

Lagunas, conflictos y ambigüedades Hoy en día los legisladores se enfrentan con difíciles preguntas concernientes a los derechos de control de la información. ¿Los creadores de bases de datos digitales deberían tener la capacidad de poder exigir una compensación por parte de los usuarios o copistas? ¿Cuál debería ser el grado necesario de similitud para que entre dos tramas o dos personajes ficticios se inicie una investigación que revele al infractor? ¿El software debería ser regido por los derechos de autor, las patentes o un régimen jurídico sui generis? ¿Deberíamos expandir o de contraer la protección de la propiedad intelectual con miras hacia la personalización de los bienes de consumo? ¿La información temporalmente sensible (como los resultados deportivos, las noticias o la información financiera) debería concentrarse en una sola parte para así evitar que sea utilizada por otros?

Muchas otras cuestiones de esta índole merecen atención. Los partidarios de las cuatro principales teorías de la propiedad intelecutal pretenden darle a los legisladores respuestas ante estos tipos de cuestiones. En otras palabras, ellos perciben sus argumentos no solo como explicaciones sistemáticas de los impulsos que han dado forma a las doctrinas jurídicas existentes, sino también como guías que los legisladores y los jueces pueden usuar para modificar o prolongar esas doctrinas en respuesta a las nuevas tecnologías y circunstancias. Desafortunadamente, en la práctica estas cuatro teorías demuestran ser menos útiles al respecto de lo que sus defensores creen. Las ambigüedades, las inconsistencias internas y la falta de información empírica esencial limitan gravemente su poder normativo. Las siguientes subsecciones (A-D) examinan estas limitaciones. Sin embargo, en la siguiente sección se indica que estas teorías tienen un valor considerable.

A La primera tarea en el desarrollo de una teoría utilitarista de la propiedad intelectual es la interpretación del ideal benthamiano del «mayor bien para el mayor número» a una norma más precisa y cuantificable. La mayoría de los escritores contemporáneos se valen tanto del criterio de la «maximización del bienestar», donde se aconseja a los legisladores que elijan un sistema normativo que incremente el bienestar agregado, el cual se calcula según la capacidad y la disposición del consumidor para pagar por bienes, servicios y condiciones;29 como del criterio de la «eficiencia de Kaldor-Hicks», por el cual una situación es preferida a otra si al ir de la segunda a la primera el «ganador» en este traslado puede, mediante una transferencia global, compensar la pérdida de utilidad del «perdedor» y aun así estar en una mejor situación.30 Esta preliminar maniobra analítica es vulnerable a varias objeciones. En primer lugar, la maximización del bienestar y la eficiencia de Kaldor-Hicks, pese a ser similares, no son idénticas, por lo que puede dar pie a diversos resultados según cuál se elija. Además, los escépticos comúnmente objetan a ambos criterios bajo el argumento de que ignoran la inconmensurabilidad de las funciones de utilidad y el sesgo muestral en favor del deseo de los ricos, quienes en general vaCrimsonn menos cada dólar en comparación a los pobres. Por último, algunos economistas y teóricos políticos, quienes se han inspirado en la rica tradición utilitarista, arguyen que ambos criterios (pero especialmente el primero) definen el bienestar de manera muy estrecha, por lo que preferirían una red de análisis más global. No obstante, debido a que estas objeciones de ninguna manera se han limitado al campo de la propiedad intelectual, así como han sido tratadas de una mejor manera en otros lugares, no me tomaré el tiempo de examinarlas aquí.31 Supongamos que estamos de acuerdo con al menos uno de estos criterios como nuestro guía. ¿Cómo sería posible aplicarlo al derecho de la propiedad intelectual? Es decir, ¿cuál sistema normativo será el que provoque un mayor bienestar social? Todo parece indicar que existen al menos tres opciones con las que podemos intentar responder esta pregunta:32 1. Teoría del incentivo. La primera y más común de las tres aproximaciones está bien ilustrada por

el tratamiento clásico del derecho de patentes de William Nordhaus.33 Él principalmente se ocupa en determinar la duración óptima de una patente, pero su análisis puede generalizarse. Cada incremento en la duración o en la fortaleza de las patentes, como observó, estimulan el crecimiento de la actividad inventiva. Las ganancias resultantes para el bienestar social incluyen el valor presente descontado a partir del excedente del consumidor, así como del excedente del productor asociado con la distibución de los productos intelectuales cuya creación ha sido inducida. Como sea, al mismo tiempo el bienestar social es reducido por cuestiones tales como el creciente costo administrativo y las grandes pérdidas de eficiencia asociadas a los altos precios de los productos intelectuales que incluso pudieron haber sido creados con ausencia de un mejor incentivo. Idealmente, la duración y la fortaleza de las patentes deben de incrementarse hasta el punto donde los beneficios marginales son equiparables a los costos marginales.34 2. Optimización de los patrones de productividad. Hace muchos años, Harold Demsetz argumentó que el copyright y el sistema de patentes desempeñaban un papel importante en hacerles saber a los potenciales fabricantes de productos intelectuales lo que los consumidores quieren y, por lo tanto, en canalizar los esfuerzos productivos en direcciones que posiblemente provoquen un mayor bienestar a los consumidores.35 En la pasada década un grupo creciente de teóricos han indicado que el reconocimiento de esta función justifica las expansiones de los sistemas de copyright y de patentes. En palabras de Paul Goldstein: «La lógica de los derechos de propiedad dicta su expansión a todos los rincones en los que las personas pueden obtener un goce o valor a partir de trabajos literarios o artísticos. La obstrucción en algunos de estos extremos privaría a los productores de conocer las preferencias de los consumidores que afectan directamente a sus inversiones».36 ¿La difusión pública de productos intelectuales se verá obstaculizada si no se opta por esta estrategia? Para nada, dicen los defensores de esta aproximación. Las ventas y las licencias asegurarán que los bienes lleguen a las manos de las personas que los quieren y tienen la capacidad de pagar por ellos. Solo en la rara situación en donde los costos de transacción impidieran tales intercambios voluntarios se les debería negar a los dueños de la propiedad intelectual el control absoluto sobre los usos de sus trabajos; sea a través de un privilegio directo (como la doctrina del uso justo) o mediante un sistema de concesión de licencias obligatorias.37 3. Invención con rivalidad. Esta última aproximación está relacionada con la segunda, aunque es lo suficientemente distintiva. Su objetivo es el de eliminar o reducir la tendencia de los derechos de la propiedad intelectual para fomentar la duplicación o la falta de coordinación de la actividad inventiva. Los fundamentos de esta aproximación yacen en un grupo de economistas, liderados por Yoram Barzel, quien desde las pasadas tres décadas ha expCrimsondo las maneras en que la competencia entre las empresas hace más complicado el impacto que el sistema de patentes tiene sobre la actividad inventiva.38 Este corpus literario ha sensibilizado a los teóricos del derecho en tres circunstancias por las que puede ocurrir un despilfarro económico. En primer lugar, el bote de oro que resepresenta la patente de una invención pionera y comercialmente valiosa puede acarrear la ineficiente carrera entre un

gran número de personas y de organizaciones para ser el primero en lograr la invención en cuestión. Segundo, la carrera para desarrollar una mejora rentable de una tecnología existente puede llegar a generar, en un nivel «secundario», una lucha similar por las mismas razones. Por último, las empresas quizás intenten «inventar alrededor» de las tecnologías patentadas por los esfuerzos de sus rivales —es decir, desarrollar funcionalidades equivalentes pero sin una infracción de derechos— que, pese a ser racional desde el punto de vista de una firma, representa un desperdicio de recursos sociales. Una mayor conciencia de estos riesgos ha llevado a los académicos del derecho a buscar posibles reformas a las leyes de la propiedad intelectual —o a doctrinas relacionadas, como las leyes antimonipolio— que puedan mitigar la disipación de recursos desde desde estos ámbitos.39 Severas dificultades doctrinales se acarrean en los esfuerzos por extraer respuestas concretas desde cualquiera de estas aproximaciones. Respecto a la teoría del incentivo, el principal problema es la falta de información necesaria para llevar a cabo un análisis. ¿Hasta qué punto la producción de tipos específicos de productos intelectuales dependen de la conservación del copyright o de la protecciones de patentes? Según algunos ámbitos, ciertos analistas han dicho que muy poco. Otro tipo de recompensas monetarias o no monetarias —tales como los beneficios atribuibles con el tiempo, la oportunidad de los inventores para especular en los mercados que serán afectados por la revelación de sus inventos, el prestigio que gozan los innovadores artísticos o científicos, la titularidad académica o el amor al arte— serían suficientes para mantener los niveles actuales de producción incluso con la ausencia de la protección a la propiedad intelectual.40 Otros analistas muestran su desacuerdo de manera tajante.41 La verdad es que no tenemos suficiente información para saber quién está en lo correcto. Trabajos empíricos han sugerido que el derecho de patentes ha sido muy importante para estimular la innovación en ciertas industrias (por ejemplo, la farmacéutica y la química) a diferencia de otras, pero han fallado en responder la cuestión definitiva de si los estímulos a la innovación valen sus costos.42 En relación con otras formas de protección de la propiedad intelectual que no se traten de las patentes, sabemos aun menos. Incluso si fuéramos capaces de superar este enorme obstáculo —y concluir que la sociedad estaría mejor si, en balance, se le concede a los autores e inventores alguna clase especial de recompensa—, permanecerían grandes fuentes de incertidumbre. ¿Es un sistema de propiedad intelectual el mejor camino para proveer de una recompensa o puede haber uno mejor, como sugieren Steven Shavell y Tanguy van Ypersele, para una agencia de gobierno que estime el valor social de cada invención y que pague a los innovadores esa suma de sus impuestos tributarios?43 En el primer caso, ¿qué tanto deberían extenderse los derechos de los creadores? ¿Debería incluirse el derecho a producir «obras derivadas»? ¿Se impedirían «usos experimentales» de sus tecnologías? ¿Se reprimirían sus invenciones? Algunos académicos continúan recolectando la información necesaria para empezar a responder preguntas de esta índole. La mayoría se han dado por vencidos, desesperados por adquirir este tipo de información que uno pudiera necesitar.44 Casi todos están de acuerdo en que semejante información aún no está a nuestra disposición. Hasta que esto pase, los legisladores tendrán poca orientación de esta primera variante del enfoque utilitarista.

Los teóricos que buscan optimizar los patrones de productividad se enfrentan a problemas menos graves de información. Sin dudas se ven obligados a aseverar con gravedad —y por lo regular sin la suficiente información— acerca de si la negación de los creadores a conceder ciertas licencias de uso de sus trabajos resulta del hecho de que estas aplicaciones valen menos para el consumidor que lo que les cuesta a los creadores prevenirlas (en cuyo caso la ausencia de licencias es socialmente deseable) o debido a un excesivo costo de transacción (en cuyo caso los creadores deberían de estar obligados a conceder licencias de manera gratuita o mediante una cuota fija determinada por el gobierno). Sin embargo, las indagaciones al respecto no son tan pavorosamente complejas a comparación de aquellas a las que se enfrentan los investigadores de la teoría del incentivo. Ahora bien, los académicos y los legisladores que toman este camino se enfrentan a un problema adicional: ¿cuál es el conjunto de actividades productivas e incentivadas que están tratando de ajustar? Por las razones que se mencionaron con anterioridad, si confinamos nuestra atención a los productos intelectuales, la doctrina jurídica más pertinente quizá sea aquella que conceda a los creadores una generosa serie de derechos. Solo de esta manera los potenciales productores estarán provistos de refinadas señales sobre cómo los consumidores desean hacer uso de estos tipos de productos intelectuales. Ahora bien, como Glynn Lunney ha argumentado, si expandimos nuestro marco de referencia, la solución se muestra demasiado problemática.45 En la práctica, en ningún campo de la actividad económica los innovadores tienen la facultad de cobrar por todo el valor social de su innovaciones. El profesor de primaria que desarrolla una nueva técnica para enseñar matemáticas, el activista de los derechos civiles que descubre una forma de reducir la tensión social, el físico que encuentra una manera de integrar nuestro conocimiento de la gravedad y de la mecánica cuántica, por ejemplo, confieren beneficios sociales que de manera vasta exceden los ingresos de estos innovadores. En consecuencia, la prolongación de los derechos del titular de la propiedad intelectual quizá mejore las señales que son enviadas a los creadores de diferentes tipos de ficción, películas y software relativos a las preferencias de los consumidores; sin embargo, podría conducir a problemas más serios en torno a los excesos en la inversión de productos intelectuales, hasta oponerse a cuestiones como la educación, el activismo comunitario y la investigación primaria. Por desgracia, la respuesta propuesta por Lunney para este problema —reducir la protección del copyright hasta que el titular de los derechos recibe una recompensa no mayor al rendimiento disponible para los innovadores en otros campos— sacrifica casi todos los beneficios económicos delineados por Demsetz y Goldstein. La respuesta definitiva está lejos de ser clara. Los teóricos empecinados en evitar la actividad inventiva redundante tienen sus propios problemas. La dificultad más grave surge del hecho de que la reducción del desperdicio social de un aspecto del proceso inventivo por lo general lo incrementa en otro lado. Por ello, por ejemplo, en el principal artículo de este subcampo, Edmund Kitch menciona las ventajas de garantizar al desarrollador de una invención pionera un conjunto de amplios derechos para así permitirle coordinar la investigación y el desarrollo dedicado a mejorar la invención, reduciéndose la disipación de regalías en el nivel secundario.46 Como sea, y tal como Robert Merges argumenta, el garantizar generosas patentes a las invenciones pioneras exacerbaría la disipación de regalías en un nivel primario. Incluso un mayor número de personas o empresas —a un grado socialmente

antieconómico— buscarían ser los primeros en desarrollar patentes pioneras. Mark Grady y Jay Alexander han desarrollado una ingeniosa teoría para determinar cuál de estos peligros es más sobresaliente en un caso particular.47 Las invenciones primarias que solo tienen un modesto valor social pero que dan «señales» de una gran posibilidad de mejora tienden a atraer a potenciales investigadores como moscas. Para reducir los enjambres, al desarrollador de la invención primaria se le debería conceder una amplia patente del tipo recomendado por Kitch. En su lugar, las invenciones primarias con un gran valor social pero con una mínima «señal» de potencial deberían de concedérsele patentes estrechas, para así reducir el riesgo de duplicar la actividad en el nivel primario. Finalmente, y de una manera sorprendente, a las invenciones socialmente valiosas y bien concebidas, que no precisan de ninguna mejora, no se les deberían permitir patentes de ninguna forma para así desalentar la disipación de regalías en ambos niveles. Esta tipología, aunque interesante, tiene muchos defectos, tanto prácticos como teóricos. Para empezar, es muy difícil determinar el avance en que las invenciones dan «señales» de posibles mejoras. Además, ¿qué haremos si al mismo tiempo una invención es socialmente muy valiosa (por lo que se genera el peligro de un desperdicio en el nivel primario) y da señales de un gran número de mejoras (por lo que crea el riego de un desperdicio en el nivel secundario)? Por último, Robert Merges y Richard Nelson hacen hincapié en que los esfuerzos, a través de amplias concesiones de patentes, para mitigar la disipación de las regalías en un nivel secundario quizá provoquen efectos económicos inesperados. El consentimiento al inventor original, para que coordine de manera eficiente la explotación tecnológica, quizá conlleve a una conducta «satisfaciente»48 y a un ineficiente y estrecho enfoque en torno a las mejoras relacionadas con el negocio principal del inventor.49 En resumen, una combinación de información limitada y de tensiones teoréticas hace que este tercer enfoque sea igual de indeterminado que los otros dos.50 Incluso si pudieran resolverse las dificultades específicas de cada una de estas tres aproximaciones económicas, otro gran número de problemas seguiría sin resolverse: no existe una teoría general que integre a estas tres líneas de investigación. ¿Cómo deberían de ajustarse las leyes para que simultáneamente den un óptimo balance entre el incentivo para la creatividad y la concomitante pérdida de eficiencia, para enviarle una señal precisa a los potenciales productores de cualquier tipo de bien acerca de lo que quieren los consumidores, y para minimizar la disipación de regalías? A la fecha no existen teóricos que hayan intentado responder esta pregunta. Hasta que ese reto se cumpla con éxito, el poder del enfoque utilitarista para orientar a los legisladores está drásticamente limitado.51

B Los esfuerzos por aplicar la teoría del trabajo a la propiedad intelectual se ven afectados por dificultades similares. Como en el caso del utilitarismo, no queda del todo claro que la teoría del trabajo dé soporte a «cualquier» tipo de derechos de la propiedad intelectual. La fuente de este problema es la ambigüedad de la justificación de Locke sobre los derechos de propiedad, de donde se desprende esta teoría. ¿Cómo es que exactamente la labor sobre un recurso «en común» da la

titularidad de la propiedad a quien lo trabaja? De manera dispersa en el capítulo 5 del Segundo tratado sobre el gobierno civil, pueden encontrarse seis respuestas relacionadas, pero distinguibles entre sí, sobre esta cuestión. 1. La «razón natural» nos dice que los hombres tienen «derecho a su autoconservación» y la única manera en la que pueden sostenerse a sí mismos es mediante la «apropiación» individual de los recursos necesarios para proveerse de comida y de refugio.52 2. La obligación religiosa refuerza la proposición pasada. Dios no solamente dio la tierra de manera comunitaria a todo los hombres, sino que también les dio el «mandato» de «someterla» —es decir, «que la mejoraran para beneficio de su vida»— lo cual solo puede hacerse cuando los hombres trabajan sobre ella y se apropian de los frutos de su trabajo.53 3. Las intuiciones en relación con la autopropiedad apuntan a la misma dirección. Cada quien de manera plena es «propietario de su persona», incluyendo el «trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos». Parece natural que todo lo que se mezcla con su trabajo debería también de pertenecerle.54 4. El valor moral del trabajo refuerza las anteriores intuiciones. Dios ha dado el mundo «para que el hombre trabajador y racional lo use; [...] y no [para] los delirios y la avaricia de los revoltosos y pendencieros». Por ello, es apropiado que el creador adquiera, mediante su labor, la titularidad sobre lo que ha trabajado.55 5. En la reflexión también figura un sentido de proporcionalidad y de equidad. La mayoría del valor de las cosas útiles para el hombre se deriva no del valor de la materia prima de la que están hechas, sino del trabajo dedicado a ellas. Por ende, no es «tan extraño» que cuando se tiene que determinar si la propiedad debería de asignársele al trabajador o a la comunidad «el trabajo sea capaz de dar más valor a la tierra que cuando esta era comunal».56 6. Por último, todo el capítulo Locke depende de un imaginario sobre la transformación productiva. Al laborar sobre una tierra sin dueño o sobre otro recurso, el trabajador produce un cambio de lo salvaje a lo doméstico, de lo bruto a lo cultivado, del caos al orden, del sin sentido a lo significado. El anhelo de esa transformación por sí misma evidente da sustento a la recompensa del trabajador.57 Que de la teoría de Locke se desprenda un punto de apoyo para la propiedad intelectual depende mucho de cuál de estos razonamientos se considera primordial. Si, por ejemplo, uno ve que los argumentos 4 y 5 son el meollo del asunto, entonces el Segundo tratado se verá como una fuente importante para el soporte de muchos tipos de propiedad intelectual. Después de todo, la mayoría de los autores y de los inventores trabajan duramente, y su esfuerzo intelectual es por mucho su contribución más importante al valor total de sus creaciones, incluso más que la materia prima que utilizaron. Por otro lado, si se hace hincapié en los argumentos 1 y 2, la cuestión en torno a la propiedad intelectual es más endeble. Como lo ha mostrado Seana Shiffrin, lo crucial para estos dos argumentos es la proposición de que ciertos artículos esenciales para la vida, como la comida, no pueden disfrutarse en común; «su uso necesariamente debe de ser exclusivo».58 No obstante, claramente los productos intelectuales no son así. No solo el acceso a ellos es típicamente

innecesario para la supervivencia, sino que pueden ser usados por un infinito número de personas, simultánea o secuencialmente, sin consumirse. Que de la teoría de Locke se desprenda un punto de apoyo para la propiedad intelectual es, por lo tanto, incierto. Depende de qué aspectos de la teoría de Locke sean dominantes. Locke no dijo nada al respecto y ningún intérprete de su trabajo nos ha expuesto su intención original de manera convincente.59 Como sea, asumamos que de alguna manera eludimos la barricada identificada por Shiffrin y concluimos que el trabajo intelectual nos da un derecho natural sobre sus frutos; una titularidad que el Estado tiene que reconocer y reforzar. Otras dificultades nos esperan. Quizá la cuestión más formidable es: para estos propósitos, ¿qué es lo que cuenta como «trabajo intelectual»? Al menos existen cuatro posibles candidatos: el tiempo y el esfuerzo (las horas consumidas frente a una computadora o en un laboratorio); la actividad en la que uno desearía no haber participado (las horas gastadas en el estudio cuando uno hubiera preferido estar navegando); la actividad que produce beneficios sociales (el trabajo en torno a invenciones socialmente valiosas); la actividad creativa (la producción de nuevas ideas). La primera de las cuatro posibilidades tal vez esté cerca de la intención original de Locke, pero él no se estaba enfocando en el trabajo «intelectual». Justin Hughes ha demostrado que existen importantes argumentos que pueden dar soporte tanto a la segunda como a la tercera posibilidad. Y Lawrence Becker nos recuerda lo relevante que es la cuarta en nuestra noble idea sobre los autores e inventores.60 No hay un motivo evidente para seleccionar alguna de estas posibilidades. Por desgracia, nuestra elección de alguna de estas cuatro opciones por lo regular hace una gran diferencia. La tercera posibilidad, por ejemplo, sugiere que deberíamos de insistir, antes de emitir una patente u otro derecho de propiedad intelectual, en que el descubrimiento en cuestión satisfaga de manera significativa la «utilidad» requerida; caso contrario a las otras tres. La segunda posibilidad abogaría en contra de conferir derechos a los artistas que aman su trabajo; mientras que las otras tres apuntan a una dirección opuesta. La cuarta sugeriría que a la ley del copyright se añadiese un requisito de «actividad inventiva» análoga a la presente en la doctrina de las patentes; en el resto no sería necesario. En resumen, la incapacidad del legislador para elegir entre alguna de estas cuatro opciones por lo general lo dejará incompetente. Dificultades similares surgen cuando uno intenta aplicar la concepción lockeana de los «bienes comunales» al campo de la propiedad intelectual. ¿Cuáles son exactamente las materias primas que están en posesión de toda la comunidad y con las cuales cada trabajador mezcla su labor con el propósito de elaborar productos intelectuales? Al menos siete posibilidades vienen a la mente: 1. El universo de los «hechos».61 2. Los lenguajes: los vocabularios y las gramáticas que usamos para comunicarnos y por los cuales damos forma a innovadores productos intelectuales. 3. Nuestra herencia cultural: el conjunto de instrumentos (las novelas, las pinturas, las composiciones musicales, etcétera) que «compartimos» y que le dan significado y coherencia a nuestro mundo. 4. El conjunto de ideas que por el momento es aprehendido por al menos una persona y que no

es pertenencia de nadie. 5. El conjunto de ideas que por el momento es aprehendido por al menos una persona. 6. El conjunto de todas las ideas «factibles»; es decir, las ideas que están al alcance de las personas de estos tiempos. 7. El conjunto de todas las ideas «posibles»; es decir, todas las ideas que alguien pudiera pensar.62 Cuando se aplica el argumento lockeano a la propiedad intelectual, por lo general habrá una diferencia dependiendo de qué opción sea escogida. Por ejemplo, la opción 3 difícilmente es asimilable a las actuales leyes del copyright y del derecho de marcas, en las cuales nuestra herencia cultural —como Mickey Mouse, Lo que el viento se llevó o la forma de la botella de Coca-Cola— le pertenece a alguien: no a nuestra comunidad, sino a una persona o una organización en particular; las opciones 1 y 2 presentan las mismas dificultades. El derecho de patentes es consistente con la opción 4 pero no con la 5, en la medida en que permite la propiedad sobre muchas «ideas» existentes. Los derechos de copyright, los cuales (al menos de manera formal) no permiten la propiedad sobre ninguna «idea» (solo sobre modos distintivos de «expresarlas»), encajan cómodamente con las opciones 4 y 5. Como Hughes ha demostrado, con bastante facilidad la condición lockeana es suficiente para dar soporte a quien escoja la opción 6; bajo la noción de que el desarrollo de la mayoría de las ideas permite a otras personas «alcanzar» un conjunto más extenso de ideas y, por ende, aumenta los bienes comunales en lugar de disminuirlos. En contraste, si uno elige la opción 7 —como al parecer lo hacen Wendy Gordon y Robert Nozick— la capacidad de la condición se ve restringida (un tema que se retomará en un minuto). ¿Cuál es la aproximación mas acertada? ¿Quién sabe?63 Supongamos que arbitrariamente escogemos alguna de estas interpretaciones; digamos que la opción 4. Al tratar de ajustar los análisis de Locke rápidamente nos percatamos de tres problemas adicionales y relacionados. Primero, el acto de mezclar el trabajo con una parte del bien común, bajo cualquiera de los distintos regímenes existentes de la propiedad intelectual, no marcha de la manera en que Locke supuso que la ley de la propiedad real funcionaba. Cuando se combina el trabajo físico con una porción de tierra virgen uno debería de adquirir, como sugirió Locke, un derecho natural no solo hacia las cultivos que se producen sino hacia la propia tierra. En contraste, si se incorpora el trabajo intelectual con una idea existente, uno obtiene el derecho de propiedad solo del material «original» o «innovador» que se generó, no sobre la idea en la que uno se basó. Segundo, el conjunto de títulos que se adquieren no tienen el tipo de exclusividad que aparentemente Locke le atribuyó a los derechos de la propiedad real.64 Por ejemplo, la emisión de una patente para una mejor ratonera evita que otros la produzcan, pero no impide que la patente se pueda leer para emplear la información en la creación de una ratonera aún mejor. La emisión del copyright de una novela previene a otros de copiarla mas no de leerla, discutirla, parodiarla, etcétera. Por último, Locke insinuó que los derechos de propiedad que se adquieren a través del trabajo sobre los recursos poseídos en común deben y deberían de durar por siempre; es decir, que son alienables, divisibles y heredables de manera indefinida.65 En cambio, la mayoría de los derechos de la propiedad intelectual expiran tarde o temprano.

Se podría responder que ninguna de estas observaciones indican que la aplicación de la teoría del trabajo en la propiedad intelectual es ambigua. Estas solo señalan que el derecho de propiedad inteletual debería de ser radicalmente revisado para que se adecúe al esquema lockeano. Tal vez. Sin embargo, la cantidad de correcciones es desalentadora. ¿Cabe la posibilidad —bajo las premisas lockeanas o de cualquier otro tipo— de que al trabajar para expresar de una manera distintiva la idea de que la infidelidad suele corroer el matrimonio uno obtuviera la propiedad de la idea en sí misma? ¿Es posible que al registrar la marca «Nike» uno pueda prevenir que otros la usen de cualquier manera —incluyendo su mención en un ensayo sobre la propiedad intelectual —? Si no, entonces, ¿qué conjunto de derechos limitados podría satisfacer la obligación del Estado de «determinar» y de «establecer» los derechos naturales de propiedad? Los razonamientos de Locke contienen algunas pistas. Por desgracia no hemos agotado las dificultades relacionadas con la capacidad de la condición lockeana. Algunos de los comentaristas que han tratado de aprovechar el argumento de Locke en el campo de la propiedad intelectual han visto algo de dificultad en el requisito de que el trabajador deje «igual de suficiente y óptimo para los demás». Hughes, por ejemplo, enfatiza las miles de maneras en que la expansión del conjunto disponible de ideas estimuladas por la propiedad intelectual mejora la suerte de todo mundo. Nozick, como se sugirió con anterioridad, indica que la capacidad de la condición está un poco más restringida; no obstante, para su regocijo ha identificado una manera de estructurar el derecho de pantentes que evita transgredirla. Al contrario, Gordon interpreta la condición como una limitación mucha más severa en torno al alcance de los derechos de la propiedad intelectual. Si se permite a los creadores tener privilegios monopólicos sobre sus productos, afirma, se puede perjudicar más al público en lugar de beneficiarlo. Escojamos la palabra «olimpiada». Si el término no existiese, hubiésemos encontrado otra manera de comunicar la noción de una competencia deportiva periódica y amateur que hace caso omiso a ideologías o guerras. Pero debido a que la palabra existe nos hemos vuelto dependientes de ella. Ninguna otra palabra o frase captura de manera satisfactoria esta idea. En consecuencia, si ahora prohibiésemos los usos «desautorizados» de esta palabra —por ejemplo, en relación con las «Olimpiadas Gay» o con una camisa que destaque la manera hipócrita en que esta idea se ha aplicado en los últimos años— afectaríamos más al público en comparación con la inexistencia de este vocablo. La fidelidad a la condición lockeana (o a un principio más general que «no ocasione perjuicios» y que está presente a lo largo del trabajo de Locke), insiste Gordon, requiere que retengamos los derechos de propiedad en situaciones semejantes a estas. Una vez más, un amplio rango de interpretaciones es posible para uno de los componentes más importantes de la teoría de Locke, donde ninguno de los autores mencionados parece ser claramente superior a los demás.66 Para finalizar, nos encontramos con el bien sabido problema de la proporcionalidad. Nozick pregunta: «¿Si vierto el jugo de tomate de mi lata al océano, me convierto en dueño del océano?». Preguntas semejantes abundan en el campo de la propiedad intelectual. ¿Si invento una droga que previene la impotencia, merezco cobrar una enorme cantidad de dinero durante veinte años a cada hombre en el mundo que quiera tener acceso a la droga? ¿Si escribo una novela acerca de una guerra entre dos imperios espaciales, legítimamente puedo exigir una compensación a cada

persona que deseé realizar una adaptación cinematográfica, escribir una secuela, manufacturar muñecos basados en mis personajes o producir camisetas que tienen fragmentos de mis diálogos? En resumen, ¿qué alcance tienen mis derechos? Locke nos proporciona una guía útil al respecto.67

C Según argumentan los teóricos de la personalidad, los derechos de la propiedad privada solo deberían reconocerse cuando promuevan el desarrollo humano mediante la protección o el fomento de las necesidades o los intereses fundamentales. El primer paso para la aplicación de este enfoque a la propiedad intelectual es la identificación de necesidades o intereses específicos que se deseen fomentar. Como Jeremy Waldron ha indicado, una amplia gama de intereses pueden considerarse como fundamentales, en los que cada uno podría regirse por un sistema de derechos de propiedad. Estos son algunos: 1. Tranquilidad espiritual. Un derecho exclusivo de determinar cómo deberían de usarse ciertos recursos, que podrían considerarse esenciales, para evitar la fatiga moral: el sentimiento de culpabilidad que florece ante la conciencia de que nuestras acciones, el uso que damos a los bienes comunales, desfavorece a un sinnúmero de personas.68 2. Privacidad. Los derechos de propiedad quizá sean necesarios para brindarles a las personas «refugio[s] de la sociedad en general»; lugares donde les sea posible estar solos o donde puedan disfrutar su intimidad con otros.69 3. Autosuficiencia. Un derecho exclusivo de controlar ciertos recursos que pueden estimarse como imprescindibles para que una persona sea capaz de independizarse y autodirigirse.70 4. Autorrealización como ser social. La libertad de tener, y por lo tanto de negociar, cosas que pueden vaCrimsonrse como indispensables para ayudar a las personas a dar forma a su entorno social y a establecer su lugar dentro de sus comunidades.71 5. Autorrealización como individuo. La titularidad de una propiedad quizá sea menester para que una persona haga valer su voluntad y así sea reconocido como un agente libre ante los demás.72 6. Seguridad y ocio. El control sobre ciertos recursos tal vez se estime como esencial para liberar a las personas de la obsesión de obtener los medios de supervivencia, el «impulso del deseo», y por ende permitirles atender metas más altas.73 7. Responsabilidad. Virtudes como la prudencia, la autodirección y la precaución pueden llegar a fomentarse si se tiene la oportunidad y la obligación de manejar los propios recursos. 74 8. Identidad. Cabe pensarse que la individualidad depende de la habilidad de proyectar un plan de vida hacia el futuro, que a su vez está fomentado por un nexo y una responsabilidad hacia la propiedad.75 9. Ciudadanía. Ser el propietario de determinados recursos que podrían considerarse necesarios para colocar a una persona en una posición económica y psicológica que le permita participar efectivamente en el gobierno.76

10. Benevolencia. Los derechos de propiedad pueden concebirse como esenciales para permitirle a las personas expresar sus ideas de lo que es hermoso o para dictar buenos deseos.77 Seis de estos diez argumentos —el 1, 3, 4, 6, 7 y 9— dan un soporte a algunos sistemas de derechos de propiedad intelectual pero nos orientan muy poco sobre la decisión de «cuáles» derechos reconocer. En la medida en que los derechos de la propiedad intelectual tienen un valor económico que quizá sea comprado y vendido, ganado y perdido, pueden contribuir a la capacidad de los proprietarios de no sentirse culpables, volviéndose autónomos y comprometiéndose con la acción política individual, etcétera. Además estos valores pueden fomentarse igual de bien si se les da a la personas un derecho a la tierra o a participar en empresas privadas. En consecuencia, un legislador que ha sido persuadido por alguno de estos argumentos podría inspirarse para desarrollar algún sistema de privatización de recursos; sin embargo, tendría muy poca ayuda al momento de determinar cuáles de los recursos han de ser privatizados y cuáles han de permanecer públicos. Por consiguiente, la guía para estipular los derechos de la propiedad intelectual según la personalidad se debe encontrar, si existe, en alguna combinación de los puntos 2, 5, 8 y 10: los intereses por la privacidad, la autorrealización individual, la identidad y la benevolencia. Sin embargo, quienes han intentado extraer respuestas, a partir de estos recursos y para cuestiones específicas, han llegado a conclusiones muy divergentes. Aquí hay algunos ejemplos: Cuando un autor da a conocer su trabajo al mundo, ¿sigue esta formando parte de su «personalidad», por lo que en un futuro puede reclamar el derecho de restringir su difusión? En la expCrimsonción del ideal de «autonomía», Neil Netanel piensa que sí. Bajo el argumento de que «una vez que el individuo se ha expresado de manera pública, esta aquiere “vida propia” y [...] en sus futuras difusiones su autonomía ya no está implicada», Lloyd Weinreb opina que no.78 Asumamos que la respuesta a la anterior cuestión es sí. ¿Puede el autor «enajenar» su derecho a controlar las copias de su trabajo? Kant, al razonar que «el interés del autor a decidir cómo y cuándo hablar [es] parte inalienable de su personalidad», pensó que no. Hegel, al pensar que las expresiones de las aptitudes mentales (en contraposición a las propias aptitudes) eran «externas al autor y por ende con libertad de enajenarse», opinó que sí.79 ¿Debería la inversión propia de un artista en un trabajo de arte visual —digamos que una pintura o una escultura— evitar que otros imiten su creación? Hegel pensó que no, bajo el argumento de que una copia sería «esencialmente un producto de la habilidad mental y técnica de quien lo copió». Hughes parece tomar una posición contraria.80 ¿Es necesario proteger los secretos comerciales para velar por los intereses privados? Edwin Hettinger piensa que no, bajo el fundamento de que la mayoría de los secretos comerciales pertenecen a corporaciones, las cuales no tienen «la característica personal de la privacidad que pretenden proteger». Lynn Paine no está de acuerdo. Ella arguye que el derecho a la privacidad incluye la libertad de revelar información a un limitado círculo de amigos o asociados sin el temor que sea expuesta al mundo; una libertad que protege la ley de secretos comerciales.81 ¿Es la celebridad de una persona lo suficientemente importante para su individualidad como para que otras personas no tengan permitido explotar su imagen de manera comercial sin ningún

tipo de permiso? Hughes sugiere que sí, ya que «mientras que un individuo identifique a una persona por su imagen, esta tendrá una participación en su personalidad». Madow está en rotundo desacuerdo, debido a que insiste en que «el papel creativo (y autónomo) de los medios y la audiencia en el proceso de creación del significado» son igual de importantes que la «personalidad» de una celebridad.82 Dos problemas relacionados están debajo de estos y otros muchos desacuerdos. Primero, las concepciones del yo —las imágenes de la «personalidad» que, ajustándose a la doctrina de la propiedad intelectual, estamos tratando de nutrir o proteger— que yacen en la mayoría de las manifestaciones de la teoría de la personalidad son demasiado abstractas y endebles al momento de dar respuesta a muchas cuestiones específicas. Una visión más plenamente articulada de la naturaleza humana (que sinceramente sería abordar grandes cuestiones como la importancia de la creatividad para el alma) o una concepción de la personalidad más sujeta a una cultura y un tiempo determinados parecen necesarias si vamos a dar una guía a los legisladores sobre el tipo de cuestiones que más los acosan. Segundo, ningún teórico de la personalidad ha tratado adecuadamente lo que Margaret Radin una vez llamó el problema del fetichismo.83 ¿Cuáles de los muchos gustos de los miembros actuales de la sociedad estadunidense deben de ser permitidos y cuáles no? ¿La búsqueda de la individualidad? ¿El nacionalismo? ¿La nostalgia de una imaginaria identidad étnica o racial? ¿La esperanza de que las audiencias vayan a tratar cada una de nuestras creaciones con respeto? ¿El hambre de quince minutos (o más) de fama? Anhelos o inclinaciones de todos estos tipos están implicados en las disputas en torno a la propiedad intelectual. Definir cuáles de estos merecen nuestro respeto es esencial para establecer cómo deberían de resolverse estas disputas.

D La limitada capacidad orientativa de las teorías generales de la propiedad intelectual quizá puede observarse de manera más sencilla en relación con el último enfoque. Los legisladores que intentan sacarle provecho a la teoría de la planificación social tienen que tomar decisiones difíciles en dos niveles. La primera y más obvia involucra la concepción de una cultura más equitativa y justa. ¿Qué clase de sociedad deberíamos de intentar promover a través de las reformas a las leyes del copyright, de patentes y de marcas? Las posibilidades son infinitas. El rango de estas opciones queda ilustrado por mi esfuerzo, en un ensayo reciente, para proponer que la teoría de la planificación social se las vea cara a cara con la cuestión sobre la forma adecuada de los derechos de propiedad intelectual en relación con el internet. Como base de ese análisis, ofrezco un bosquejo para una atractiva cultura intelectual. Una versión condensada de este esquema es el siguiente: 1. Bienestar del consumidor. En igualdad de condiciones una sociedad cuyos miembros están felices es mejor que una donde sus integrantes, por sus propias luces, están en descontento. Si esto se aplica al campo de la propiedad intelectual, la guía iría hacia la combinación de reglas que maximizarían el bienestar del consumidor al llevar a cabo un balance óptimo entre los

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estímulos para la creatividad y los incentivos para su difusión y uso. Como sea, esta meta debe de ser atenuada por otras aspiraciones. Cornucopia de información e ideas. Una cultura atractiva sería una en donde los ciudadanos tienen acceso a una amplia gama de información, de ideas y de formas de entretenimiento. En este sentido, la diversidad ayuda a hacer que la vida sea más excitante y enriquecedora. El acceso a un gran rango de productos intelectuales también es crucial para extender la consecución de dos condiciones relacionadas y centrales en la mayoría de las concepciones del buen vivir —a saber, la autodeterminación y la autorealización— al proveer a las personas de los materiales esenciales para su autoconformación y al fomentar una condición general de la diversidad cultural, la cual permite y obliga a los individuos a construirse a sí mismos. Tradición artística abundante. Entre más complejo y resonante sea el lenguaje común de una cultura, existen mayores oportunidades de que sus miembros sean más creativos y sutiles en su interacción y pensamientos. Por motivos que han sido mejor expCrimsondos por Ronald Dworkin, el reconocimiento de este hecho apunta hacia las políticas gubernamentales diseñadas para poner a disposición del público «un rico acervo de colecciones artísticas ilustrativas y comparativas» y, de manera más general, para promover «una tradición de innovación [artística]». Justicia distributiva. En la mayor medida de lo posible, todas las personas deberían de tener acceso a los recursos informativos y artísticos descritos con anterioridad. Democracia semiótica. En una sociedad atractiva, todas las personas deberían poder participar en el proceso de significación cultural. En lugar de que sean meras consumidoras pasivos de imágenes o productos hechos por otros, ellas ayudarían a dar forma al mundo de ideas y de símbolos en el que vivimos. Sociabilidad. Una sociedad atractiva es la que tiene una riqueza de «comunidades de memoria». La capacidad de las personas para edificar vidas plenas será incrementada si tienen acceso a una variedad de grupos «constitutivos», tanto en el espacio «real» como en el «virtual». Respeto. La apreciación de la manera en que la autoexpresión es casi siempre una forma de autocreación debería de provocar que las personas sean más respetuosas del trabajo ajeno.84

El carácter controversial de una concepción de este tipo se percibe rápidamente. Por siglos, muchos de sus elementos —por ejemplo, el criterio de justicia distributiva— han sido sujetos de airados debates entre los filósofos políticos.85 De manera evidente es poco probable que los teóricos de la propiedad intelectual puedan resolver controversias de esta índole mediante el análisis de las doctrinas del copyright o de las patentes. Por desgracia, la elección de una concepción social en particular de ninguna manera agota las dificultades asociadas a estos cuatro enfoques. Cuestiones igualmente graves casi siempre surgen cuando se intenta aplicar cierta concepción a un problema doctrinario en específico. Como ejemplo tómese el problema de la parodia. Los productos intelectuales que se mofan de otros productos intelectuales se están volviendo cada vez más comunes: «No salgas de la casa sin él» es una frase de un paquete de condones que rememora el lema de las tarjetas American Express.

Novelas gráficas que muestran a Mickey Mouse y al pato Donald en un contexto promiscuo e infestado por drogas. Fotografías retocadas de John Wayne que sugieren que era homosexual, junto con el título «Es una perra muy machorra». Marcas que aluden graciosamente a otras (palomitas «Dom Popignon»; pantalones de mezclilla «Lardache»). ¿Deberían de permitirse? La concepción social mencionada con anterioridad puede apuntar a muchas direcciones. Por un lado, permitir, e incluso fomentar, las parodias de este tipo podría facilitar el advenimiento de una democracia semiótica. La parodia mina el control sobre los significados de las productos culturales que han sido ejercidos por poderosas instituciones y expanden las oportunidades para la creatividad de otros. Por otro lado, las parodias (más si son efectivas) pueden afectar gravemente los intereses personales y legítmos de los artistas que orignalmente crearon los productos parodiados. La resolución sobre cuáles de los dos intereses debe predominar solo puede resolverse mediante la consideración caso por caso del contexto y significado cultural. La concepción social por sí sola no da mucha orientación.

Teoría del valor La indeterminación de los enfoques de las teorías de la personalidad y de la planificación social es conocida desde hace tiempo. El reconocimiento puede constatarse, por ejemplo, en la usual acusación de que estos enfoques son «intolerantes» en la medida en que buscan regular el comportamiento de las personas con base en las necesarias y polémicas «teorías del bien»; sobre el tipo de cosas que los gobiernos no deben hacer.86 Igualmente habitual y cercana es la indicación de que los enfoques de la planificación social o de la personalidad son «paternalistas», en tanto que limitan la libertad de las personas bajo la concepción de lo que es «bueno para ellos» y con lo cual pueden no estar de acuerdo.87 En contraste, los enfoques utilitaristas y del trabajo, especialmente el primero, han disfrutado de un aura de neutralidad, de objetividad y, sobre todo, de determinación. Esta aura puede explicar por qué en los tribunales, cuando se presenta un problema grave en la interpretación de la ley, casi siempre han buscado orientarse a partir de argumentos económicos en lugar de los razonamientos de la plafinificación social. Una parte de este ensayo ha buscado perturbar este patrón y mostrar que el poder normativo de cualquier de los cuatros enfoques está bruscamente limitado. Como sea, la conclusión no implica que las teorías no tienen ningún uso práctico.88 Estas tienen un considerable valor, sugiero, desde dos aspectos. Primero, así como han incumplido sus promesas de brindar normas más comprensivas para el modelo ideal del derecho de propiedad intelectual, también pueden ayudar a identificar soluciones no tan obvias y atractivas sobre problemas determinados. Segundo, pueden fomentar valiosas conversaciones entre quienes participan en el proceso de elaboración de leyes. Un buen ejemplo del primer aspecto de estas teorías involucra la reciente historia de los «atributos de la personalidad»; los derechos de las celebridades de prevenir (o exigir una compensación al respecto) representaciones o imitaciones comerciales de sus caras, voces, frases

distintivas, poses características, etcétera. Hasta hace poco este derecho había sido pensado ampliamente por los tribunales estadounidendes y sus comentaristas como una especie de «sentido común». Por ejemplo, el autor del principal trabajo sobre la materia describe a los atributos de la personalidad como «un derecho evidente que solo necesita un poco de racionalización para justificar su existencia».89 Sensaciones de este tipo desembocaron en un hecho tras otro hasta que fue reconocido este derecho —sea a través de la legislación o por medio de las decisiones del derecho común—, con una amplitud muy generosa. A mediados de los noventa, un pequeño grupo de comentaristas empezó a delinear explícitamente algunas teorías de la propiedad intelectual para analizar los atributos de la personalidad. Ninguno de los cuatro enfoques principales, según argumentaron, daba fundamento a dicho derecho. Desde el punto de vista utilitarista, este derecho parecía no tener sentido. No existe la necesidad de inducir a las personas a desarrollar una identidad peculiar. Una vez que una persona es célebre, este derecho incita a vivir de patrocionios en lugar de seguir brindando al público los servicios que la hicieron famosa. Esto se vuelve un desperdicio de recursos sociales, ya que induce a un gran número de adolescentes a buscar la fama. Este derecho tampoco se justifica como una recompensa laboral. Casi siempre la fama es por pura suerte, por los gustos volubles del público o por el esfuerzo de terceros, más que por el empeño de la celebridad. En todo caso, las celebridades son adecuadamente remuneradas de otras maneras por su trabajo. Si la protección de la personalidad fuese la única meta, los atributos de la personalidad serían una manera mediocre de conseguirlo. Este derecho protege la capacidad de las celebridades de hacer dinero por su persona —una habilidad que en particular no está cerca del corazón de la teoría de la personalidad — y no hace nada por prevenir los íntimos detalles concernientes a sus vidas. Por último, pero no menos importante, los atributos de la personalidad agravan el problema de la centralización del poder semiótico en los Estados Unidos y mina el control del pueblo sobre la «cultura popular».90 Unos cuantos tribunales influyentes han empezado a tomar nota del asunto. Por ejemplo, en una reciente decisión, la Corte de Apelaciones del Décimo Circuito explícitamente se basó en estos análisis para oponerse a los jugadores de las Grandes Ligas de Béisbol en relación con la venta de tarjetas que parodiaban a sus estrellas. El poder de estos análisis es demasiado evidente en el siguiente pasaje: Las parodias a las celebridades son formas especialmente valiosas de expresión debido al papel que juegan en la sociedad moderna. Como un comentador explicó, las celebridades «son un espacio común de referencia para millones de individuos que quizá nunca han interactuado entre sí, pero que comparten, por virtud de su participación en la cultura mediática, una experiencia en común y una memoria colectiva». Por medio de su penetrante presencia en los medios, las celebridades deportivas y de los espectáculos han venido a simbolizar ciertas ideas y valores. [...] Por ende, las celebridades son un elemento importante para los recursos comunicativos que compartimos y para nuestro ámbito cultural. Debido a que las celebridades son una parte importante de nuestro vocabulario, la parodia de una celebridad no solo se burla de esta, sino que expone una debilidad en la idea o el valor que esta persona simboliza en la sociedad. [...] Con el fin de hacer una crítica social efectiva, los parodistas necesitan acceder a imágenes que tienen un significado para las personas y, por ende, las parodias a las celebridades son un valioso recurso comunicativo. Restringir el uso de las identidades de las celebridades es constreñir la comunicación de ideas.91

Una Corte del Distrito Federal recientemente empleó una aproximación parecida para rechazar un reclamo del alcalde Rudolf Giuliani sobre un anuncio que describe a la New York Magazine como «quizá la única cosa buena en Nueva York que Rudy no se ha acreditado» y que a su parecer

violaba sus atributos de la personalidad.92 Si este tipo de análisis se vuelve más popular, esta corriente podría ser un giro interesante. Otro ejemplo del desarrollo teórico para sugerir soluciones a problemas específicos viene de mi propio trabajo. ¿Se le debería permitir al productor de un producto intelectual involucrarse con la discriminación de precios; es decir, cobrar según la capacidad o la voluntad del consumidor para acceder a sus productos? Cuando es factible, los productores con frecuencia tratan de comercializar sus productos acorde a esta tendencia.93 Varias doctrinas en el actual derecho de propiedad intelectual limitan (aunque no eliminan) su poder para llevar esto a cabo. Por ejemplo, algunas clases de términos de licencias de patentes (como los acuerdos para adquirir solo del titular de la patente los productos básicos para el uso en conjunto de la tecnología patentada), a través de mecanismos muy efectivos de discriminación de precios, en la actualidad son entendidas como «uso indebido de patentes». La doctrina de la primera venta de la ley del copyright previene que un vendedor, limitado a un bajo margen de clientes, revenda las copias que adquirió a un amplio margen de consumidores potenciales, mediante la limitación de su poder de explotación posterior. En ciertos aspectos el actual derecho de marcas sobre las «importaciones paralelas» disuade a los dueños de las marcas a cobrar menos por sus productos en los países pobres que en los ricos. ¿Deberían de modificarse estas reglas u otras relacionadas al derecho contractual? La primera reacción es que no. Cobrar lo que sea posible en los límites del mercado deja un sabor desagradable. Esto huele a codicia y de manera clara no tiene ningún beneficio social. Impresiones de este tipo llevaron a la Ley Robinson-Patman94 y han delineado las respuestas de algunos tribunales sobre la discriminación de precios y la distribución de productos intelectuales. Sin embargo, una inmersión en la teoría de la propiedad intelectual sugiere una respuesta diferente. Al menos dos de los cuatro enfoques vistos en este ensayo —el utilitarismo y la teoría de la planificación social— convergen en insinuar que la discriminación de precios en la venta de productos intelectuales quizá sea pertinente en algunos contextos. Recuérdese que uno de los objetivos de los teóricos de la economía es el de incrementar los incentivos para la actividad creativa al mismo tiempo que se reducen las pérdidas de bienestar asociadas. La discriminación de precios —al permitirle al productor cobrarle más al consumidor ambicioso que al menos codicioso— hace que esta combinación sea posible. Al discriminar entre subgrupos de consumidores, un productor tiene la capacidad tanto de incrementar las ganancias de su monopolio como de reducir el número de consumidores que no pueden costearse los precios del mercado. En conjunto, estas dos consecuencias drásticamente incrementan la relación entre los incentivos para la creatividad y la pérdida de bienestar. Por último, la discriminación de precios hace posible un mayor grado de aproximación al ideal de distribuir justica, tal como se mencionó en la sección D. Por lo regular (aunque no siempre), los consumidores con la capacidad y la voluntad de gastar sustanciales sumas de dinero por un producto intelectual son más acaudalados que los consumidores que solo pueden pagar poco. Debido a esta circunstancia, la discriminación de precios a menudo permite que un mayor grupo de consumidores pobres tengan la posibilidad de acceso a un producto, al pagar menos que su contraparte adinerada. Por lo tanto, una adopción generalizada de esta estrategia publicitaria podría aproximarnos a la meta de proveer a todas las

personas de un acceso equitativo a los productos del intelecto.95 Sin duda, en algunos contextos la discriminación de precios puede presentar serias desventajas. Los recursos gastados en el establecimiento y la administración de las estructuras de la discriminación de precios representan pérdidas sociales que por lo menos en parte contrarrestan la ganancia de eficiencia que se describió con anterioridad. En algunas ocasiones la discriminación de precios requiere que el productor obtenga información acerca de los gustos y los hábitos de los potenciales consumidores, por lo que la recopilación de esa información puede llegar a invadir su privacidad. En el contexto de las patentes, existe un acopio análogo de información, en este caso sobre las prácticas empresariales de los concesionarios, que corre el riesgo de facilitar la formación de cárteles. Por último, la discriminación de precios en algunos casos puede llegar a sacar del mercado a los consumidores interesados en utilizar los productos intelectuales de manera innovadora.96 Solo a través de un cuidadoso análisis de los mercados de cada uno de los productos intelectuales es posible determinar si estos inconvenientes exceden los beneficios sociales y económicos descritos con anterioridad. No obstante, una combinación de la teoría utilitarista y la de planificación social crea una situación no obvia prima facie para generar oportunidades para la discriminación de precios. Las otras razones sobre por qué la teoría de la propiedad intelectual es valiosa es que puede catalizar satisfactoriamente las conversaciones entre las diversas personas y las instituciones responsables de darle forma a las leyes. Para ser más específicos, algunas de las continuas y evidentes discusiones que se trataron en este ensayo podrían ser de valor para tres contextos. Primero, podría mejorarse la interacción entre el Congreso, los tribunales y las agencias administrativas (particularmente la Oficina de Patentes y Marcas). El Congreso, cuando adopta o enmienda alguna de las leyes de la propiedad intelectual, con frecuencia yerra en anticipar las complicadas cuestiones interpretativas. Si los tribunales, cuando se ven obligados a examinar el contexto de cada disputa para resolver esas cuestiones, articulan una teoría general para orientar su decisión, incrementan la probabilidad de que el Congreso, durante la siguiente revisión general de un estatuto relevante, tenga la capacidad de aprobar o de rechazar el dictamen del juzgado de manera clara. Mucho de lo mismo se puede decir del proceso de toma de decisiones de las agencias administrativas que luego son solicitadas por los tribunales. Segundo, una confianza franca en las teorías de la propiedad intelectual podría mejorar la comunicación entre los legisladores y sus votantes. ¿Por qué deberían de extenderse los términos de copyright de cincuenta a setenta años después de la muerte del autor? ¿Porque este tiempo adicional es necesario para alentar la creatividad? ¿Porque la cultura empeoraría si los trabajos como Steamboat Willie se hicieran de dominio público? ¿Por qué debería de ser posible registrar como una marca el sonido que emite una moticicleta de una marca en particular; evitando de este modo que otro fabricante pueda producir motocicletas que suenen igual? ¿Porque de otra manera el consumidor confundiría la marca de motocicletas que está comprando? ¿Porque una cultura en la cual las motocicletas puedan ser reconocidas a la distancia por el sonido que hacen es mejor que una cultura en la que no es posible? ¿Porque los empleados de la primera compañía merecen una recompensa por el esfuerzo que han invertido en el diseño de un mofle que emite un característico sonido gutural? Al articular y al defender justificaciones teoréticas para cada innovación, el

Congreso (como primer ejemplo) y los tribunales (como segundo ejemplo) podrían incrementar las capacidades del público en general o, más probablemente, afectarían críticamente los intereses de los grupos que desean el cambio. En resumen, los legisladores se harían más responsables.97 Para finalizar, quizá a través de varias conversaciones entre estudiantes, legisladores, jueces, litigantes, cabilderos y el público en general se encuentre alguna esperanza para atender las insuficiencias de las teorías existentes. Por razones expresadas anteriormente, tal vez puedan ser insuperables las dificultades analíticas asociadas al esfuerzo de aplicar la versión lockeana de la teoría del trabajo; no obstante, quizá exista una vía distinta para capturar la intuición popular de que la ley debería de recompensar a las personas por su arduo trabajo. Solo si se continúa discutiendo esta posibilidad —y se intenta llevar a cabo alguna otra variante alternativa de la teoría del trabajo para enfrentarse a casos reales— podemos lograr un avance. Mucho de lo mismo cabe decirse sobre las lagunas de la teoría de la personalidad. La concepción de la individualidad que está siendo utilizada por los actuales teóricos quizá es muy estrecha y carente de contexto como para auxiliar a los legisladores en los problemas doctrinales. Pero tal vez, mediante una constante reflexión y conversación, podramos hacerlo mejor. Las discusiones sobre las teorías de la propiedad intelectual que fueron esbozadas con anterioridad podrían ser distintas del modo en que estas casi siempre han sido desarrolladas en el pasado. En lugar de obligar a los lectores, por medio de una combinación de premisas poco controversiales y de una lógica inexorable, a aceptar una interpretación en particular o una reforma de la doctrina jurídica, el estudiante o el legislador podrían buscar, al desarrollar una combinación entre la teoría y su aplicación, tener un eco de simpatía sobre su audiencia. La respuesta buscada ya no sería «No puedo percibir ambigüedades en el argumento», sino «Eso me parece verdadero».

Título original Theories of intellectual property Traducción Perro Triste Origen del contenido para esta edición https://cyber.law.harvard.edu/people/tfisher/iptheory.pdf Fecha de publicación Diciembre del 2001 Tipo de licencia

Copyright Observaciones Originalmente publicado en: New essays in the legal and political theory of property (ed. Stephen R. Munzer), Universidad de Cambridge: Cambridge, 2001.

1. Para la historia de estas doctrinas en los Estados Unidos —y los posibles motivos de su creciente importancia—: Fisher, William: «Geistiges eigentum – ein ausufernder rechtsbereich: die geschichte des ideenschutzes in den Vereinigten Staaten», Eigentum im Internationalen Vergleich, Vandenhoeck & Ruprecht: Gotinga, 1999. 2. Landes, William; Posner, Richard: «An economic analysis of copyright law», The Journal of Legal Studies: 1989 (núm. 18), p. 325. En gran medida esta argumentación deriva de: Bentham, Jeremy: A manual of political economy, Putnam: Nueva York, 1839. Stuart Mill, John: Principles of political economy, 5.a ed., Appleton: Nueva York, 1862. Pigou, Arthur C.: The economics of welfare, 2.a ed., Macmillan: Londres, 1924. 3. Landes, William; Posner, Richard: «Trademark law: an economic perspective», Journal of Law and Economics: 1987 (núm. 30), p. 265. Otros trabajos que han tratado el derecho de marcas en términos similares incluyen: Economides, Nicholas: «The economics of trademarks», Trademark Reporter: 1988 (núm. 78), pp. 523-539. McClure, Daniel: «Trademarks and competition: the recent history», Law and Contemporary Problems: 1996 (núm. 59), pp. 13-43. 4. Por ejemplo: Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77), pp. 287 y 299-330. Para más detalles véase la sección 3 y ss. 5. Nozick, Robert: Anarchy, State, and utopia, Basic Books: Nueva York, 1974, pp. 178-182. 6. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, sección 27. 7. Radin, Margaret J.: Reinterpreting property, Universidad de Chicago: Chicago, 1993. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988. 8. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77), pp. 330-350. 9. Por ejemplo: Harrington, James: Oceana, Hyperion Press: Westport, 1979. Jefferson, Thomas: Notes on the State of Virginia, Norton: Nueva York, 1972. Marx, Karl: Economic and philosophic manuscripts of 1844, International Publishers: Nueva York, 1964. Cohen, Morris: «Property & sovereignty», Cornell Law Quarterly: 1927 (núm. 13), p. 8. Michelman, Frank: «Law’s republic», Yale Law Journal: 1988 (núm. 97), p. 1493. Varios autores: American legal realism (eds. William Fisher, Morton Horwitz y Thomas Reed), Universidad de Oxford: Nueva York, 1993. 10. Netanel, Neil: «Copyright and a democratic civil society», Yale Law Journal: 1996 (núm. 106), p. 283. Netanel, Neil: «Asserting copyright’s democratic principles in the global arena», Vanderbilt Law Review: 1998 (núm. 51), pp. 217-329. 11. Por ejemplo: Coombe, Rosemary J.: «Objects of property and subjects of politics: intellectual property laws and democratic dialogue», Texas Law Review: 1991 (núm. 69), p. 1853. Elkin-

Koren, Niva: «Copyright law and social dialogue on the information superhighway: the case against copyright liability of bulletin board operators», Cardozo Arts & Entertainment Law Journal: 1995 (núm. 13), p. 345. Madow, Michael: «Private ownership of public image: popular culture and publicity rights», California Law Review: 1993 (núm. 81), p. 125. Fisher, William: «Reconstructing the fair use doctrine», Harvard Law Review: 1988 (núm. 101), pp. 1659-1695 y 1744-1794. 12. Alexander, Gregory S.: Commodity and Propriety, Universidad de Chicago: Chicago, 1997, p. 1. 13. «El Congreso tendrá la autoridad de [...] promover el progreso de las ciencias y artes útiles, al garantizar por tiempo limitado a los autores e inventores el derecho exclusivo de sus respectivas obras escritas y descubrimientos», Constitución de los Estados Unidos de América: 1787, artículo I, sección 8, cláusula 8. 14. Por ejemplo: Fox Film Corp. v. Doyal: 1932, 286 U.S. 123, 127 y 128. Kendall v. Winsor: 1858, 62 U.S. 322, 327 y 328. 15. Por ejemplo: Hustler Magazine v. Moral Majority: 1986, 796 F.2d 1148 y 1151. Consumers Union of United States v. General Signal Corp.: 1983, 724 F.2d 1044 y 1048. 16. «Testimony of Elizabeth Janeway»: 1965, H. R. 4347, 5680, 6831 y 6835. Reimpreso en: Omnibus copyright revision legislative history (ed. George S. Grossman): 1976, vol. 5, p. 100. 17. Mazer v. Stein: 1954, 347 U.S. 201 y 219. Para un argumento similar en el contexto de patentes véase: Motion Picture Patents Co. v. Universal Film Manufacturing Co.: 1917, 243 U.S. 502. 18. Varios ejemplos están presentes en: Sterk, Stewart E.: «Rhetoric and reality in copyright law», Michigan Law Review: 1996 (núm 94), p. 1197. Yen, Alfred C.: «Restoring the natural law: copyright as labor and possession», Ohio State Law Journal: 1990 (núm. 51), p. 517. Weinreb, Lloyd: «Copyright for functional expression», Harvard Law Review: 1998 (núm. 111), pp. 11491254 y 1211-1214. 19. Cotter, Thomas: «Pragmatism, economics, and the droit moral», North Carolina Law Review: 1997 (núm. 76), pp. 1 y 6-27. Yonover, Jeri D.: «The “dissing” of Da Vinci: the imaginary case of Leonardo v. Duchamp: moral rights, parody, and fair use», Valparaiso University Law Review: 1995 (núm. 29), pp. 935-1004. 20. Elkin-Koren, Niva: «Cyberlaw and social change: a democratic approach to copyright law in cyberspace», Cardozo Arts & Entertainment Law Journal: 1996 (núm. 14), p. 215. 21. Harper & Row v. Nation Enterprises: 1985, 471 U.S. 539 y 563. Time v. Bernard Geis Associates: 1968, 293 F.Supp. 130 y 146. Rosemont Enterprises v. Random House: 1966, 366 F.2d 303 y 307. Holdridge v. Knight Publishing Corp.: 1963, 214 F.Supp. 921 y 924. 22. Varios autores: American legal realism (eds. William Fisher, Morton Horwitz y Thomas Reed), Universidad de Oxford: Nueva York, 1993, p. 170. 23. Weinreb, Lloyd, «Fair’s fair: a comment on the fair use doctrine», Harvard Law Review: 1990

(núm. 103), pp. 1137-1161. 24. Harper & Row v. Nation Enterprises: 1985, 471 U.S. 539 y 564. Salinger v. Random House: 1987, 811 F.2d 90 y 97. 25. 1783 Conn. Pub. Acts Jan. Sess.: [1783]. Reimpreso en: U. S. Copyright Office, copyright enactments of the United States, 2a ed., Government Printing Office: Washington, 1906, pp. 1783-1906 y 1911. 26. Harper & Row v. Nation Enterprises: 1985, 471 U.S. 539, 545 y 546. 27. La literatura pertinente es enorme. Algunos de los trabajos que sugieren los enfoques mencionados en el texto son: Hart, Herbert L. A.: «Between utility and rights», Columbia Law Review: 1979 (núm. 79), p. 828. Sandel, Michael: Liberalism and the limits of justice, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1982. 28. Para discusiones y ejemplos del canon, véanse: Property (Nomos XXII) (eds. Roland Pennock y John W. Chapman), Universidad de Nueva York: Nueva York, 1980. Ryan, Alan: Property and political theory, Blackwell: Oxford, 1984. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988. Para ser claros, no todos los teóricos de la propiedad tienden a mantenerse en las fronteras tradicionales entre la ley natural, el utilitarismo y las teorías del bien. Una de las prominentes teorías pluralistas puede verse en: Munzer, Stephen R.: A theory of property, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1990. 29. Para una discusión más a fondo, véase: Posner, Richard: Economic Analysis of Law, 3.a ed., Little, Brown: Boston, 1986, pp. 11-15. 30. Kaldor, Nicholas: «Welfare propositions in economics and interpersonal comparisons of utility», Economic Journal: 1939 (núm. 69), pp. 549-552. 31. Para expCrimsonr estas dificultades, por ejemplo, véanse: Baker, Edwin: «Starting points in economic analysis of law», Hofstra Law Review: 1980 (núm. 8), p. 939 y 966-972. Kennedy, Duncan: «Cost-benefit analysis of entitlement problems: a critique», Stanford Law Review: 1981 (núm. 33), p. 387. Dworkin, Ronald: «Is wealth a value?», Journal of Legal Studies: 1980 (núm. 9), p. 191. Kaplow, Louis; Shavell, Steven: «Principles of fairness versus human welfare: on the evaluation of legal policy», Discussion paper no. 277, John M. Olin Foundation: 2000. 32. Una revisión exhaustiva sobre la variedad de análisis económicos puede encontrarse en: Menell, Peter: «Intellectual property: general theories», Encyclopedia of Law & Economics: 2000. 33. Nordhaus, William D.: Invention, growth, and welfare: a theoretical treatment of technological change, MIT: Cambridge, 1969. 34. Unas de las lecciones de William D. Nordhaus derivadas de sus análisis son: «los productos que tienen menor elasticidad en la demanda tienen patentes con una mayor y mejor duración» y «las patentes para las industrias que tienen una mayor (o más fácil) evolución en la invención deberían de tener menor duración». Nordhaus, William D.: Invention, growth, and welfare: a theoretical treatment of technological change, MIT: Cambridge, 1969, p. 79. Un gran conjunto de

ensayos sobre las patentes y el copyright pretenden perfeccionar o aplicar la propuesta general desarrollada por Nordhaus, por ejemplo: Tandon, Pankaj: «Optimal patents with compulsory licensing», Journal of Political Economy: 1982 (núm. 90), pp. 470-486. Gilbert, Richard; Shapiro, Carl: «Optimal patent protection and breadth», RAND Journal of Economics: 1990 (núm. 21), pp. 106-112. Klemperer, Paul: «How broad should the scope of patent protection be?», RAND Journal of Economics: 1990 (núm. 21), pp. 113-130. Landes, William; Posner, Richard: «An economic analysis of copyright law», The Journal of Legal Studies: 1989 (núm. 18). Fisher, William: «Reconstructing the fair use doctrine», Harvard Law Review: 1988 (núm. 101), pp. 1698-1744. Liebowitz, Stan J.: «Copying and indirect appropriability: photocopying of journals», Journal of Political Economy: 1985 (núm. 93), p. 945. Oddi, A. Samuel: «Beyond obviousness: invention protection in the twenty-first century», American University Law Review: 1989 (núm. 38), p. 1097, 1101-1102 y 1114-1116. Scherer, Frederic M.: Industrial market structure and economic performance, 2.a ed., Rand McNally: Chicago, 1980, pp. 439-458. La historia de este enfoque puede verse en: Hadfield, Gillian K.: «The economics of copyright: an historical perspective», Copyright Law Symposium (ASCAP): 1992 (núm. 38), pp. 1-46. 35. Demsetz, Harold: «Information and efficiency: another viewpoint», Journal of Law and Economics: 1969 (núm. 12), p. 1. 36. Goldstein, Paul: Copyright's Highway, Hill & Wang: Nueva York, 1994, pp. 178-179. 37. Gordon, Wendy J.: «An inquiry into the merits of copyright: the challenges of consistency, consent, and encouragement theory», Stanford Law Review: 1989 (núm. 41), pp. 1343 y 14391449. Merges, Robert P.: «Are you making fun of me?: notes on market failure and the parody defense in copyright», American Intellectual Property Law Association Quarterly Journal: 1993 (núm. 21), pp. 305-307. Netanel, Neil: «Copyright and a democratic civil society», Yale Law Journal: 1996 (núm. 106), pp. 308-10. Desde esta perspectiva Robert Merges ha argumentado que los legisladores no deberían constituir sistemas de licencias obligatorias de manera tan precipitada. Las instituciones privadas, como las organizaciones de gestión de derechos colectivos, tienden a ser superiores a cualquier mandato estatal, así como surgirán a menudo y espontáneamente si los legisladores se rehúsan a intervenir. 38. El trabajo de este grupo de economistas está bien sintetizado en: Menell, Peter: «Intellectual property: general theories», Encyclopedia of Law & Economics: 2000, pp. 7 y 8. Entre los principales textos están: Barzel, Yoram: «Optimal timing of innovations», Review of Economic and Statistics: 1968 (núm. 50), pp. 348-355. Dasgupta, Partha: «Patents, priority and imitation or, The economics of races and waiting games», Economics Journal: 1988 (núm. 98), pp. 66 y 7478. Dasgupta, Partha; Stiglitz, Joseph: «Uncertainty, industrial structure and the speed of R & D», Bell Journal of Economics: 1980 (núm. 11), pp. 1, 12 y 13. Fundenberg, Drew; Gilbert, Richard; Stiglitz, Joseph; Tirole, Jean: «Preemption, leapfrogging, and competition in patent races», European Economic Review: 1983 (núm. 77), pp. 176-183. Katz, Michael L.; Shapiro, Carl: «R & D Rivalry with Licensing or Imitation», American Economic Review: 1987 (núm. 77), p. 402. Lippman, Steven A.; McCardle, Kevin F.: «Dropout behavior in R & D races with learning», RAND Journal of Economics: 1987 (núm. 18), p. 287. Loury, Glenn C.: «Market structure and

innovation», Quarterly Journal of Economics: 1979 (núm. 93), p. 395. Scherer, Frederic M.: «Research and development resource allocation under rivalry», Quarterly Journal of Economics: 1967 (núm. 81), pp. 359 y 364-366. Tandon, Pankaj: «Rivalry and the excessive allocation of resources to research», Bell Journal of Economics: 1983 (núm. 14), p. 152. Wright, Brian D.: «The resource allocation problem in R & D», The economics of R & D Policy (eds. George S. Tolley, James H. Hodge y James F. Oehmke): 1985, pp. 41 y 50. 39. Kaplow, Louis: «The patent-antitrust intersection: a reappraisal», Harvard Law Review: 1984 (núm. 97), pp. 1813-1892. Kitch, Edmund: «The nature and function of the patent system», Journal of Law and Economics: 1977 (núm. 20), p. 265. Kitch, Edmund: «Patents, prospects, and economic surplus: a reply», Journal of Law and Economics: 1980 (núm. 23), p. 205. Grady, Mark F.; Alexander, Jay I.: «Patent law and rent dissipation», Virginia Law Review: 1992 (núm. 78), p. 305. Merges, Robert; Nelson, Richard: «On the complex economics of patent scope», Columbia Law Review: 1990 (núm. 90), pp. 839-916. Lemley, Mark: «The economics of improvement in intellectual property law», Texas Law Review: 1997 (núm. 75), pp. 993-1084. 40. Por ejemplo: Robinson, Joan: The economics of imperfect competition, Macmillan: Londres, 1933. Plant, Arnold: «The economic aspects of copyright in books», Economica: 1934, pp. 30-51. Hirshleifer, Jack: «The private and social value of information and the reward to inventive activity», American Economic Review: 1973 (núm. 63), pp. 31-51. Breyer, Stephen: «The uneasy case for copyright», Harvard Law Review: 1970 (núm. 87), pp. 281-351. 41. Por ejemplo: Tyerman, Barry: «The economic rationale for copyright protection for published books: a reply to professor breyer», UCLA Law Review: 1971 (núm. 18), p. 1100. 42. Las fuentes relevantes son: Kay, John: «The economics of intellectual property rights», International review of Law & Economics: 1993 (núm. 13), pp. 337 y 344-346. Levin, Richard C.; Klevorick, Alvin K.; Nelson, Richard R.; Winter, Sidney G., «Appropriating the returns from industrial research and development», Brookings Papers Economic Activity: 1987, pp. 783-831. Mansfield, Edwin: «Patents and innovation: an empirical study», Management Science: 1986 (núm. 32), pp. 173-181. Priest, George L.: «What economists can tell lawyers about intellectual property», Research in law and economics (ed. John Palmer): 1986, vol. 8, pp. 19 y 21. Quaedvlieg, Antoon A.: «The economic analysis of intellectual property law», Information law towards the 21st century (ed. Willem F. Korthals Altes y otros), Kluwer Law and Taxation Publishers: Boston, 1992, pp. 379 y 393. Schwartzmann, Diego: Innovation in the pharmaceutical industry, Universidad Johns Hopkins: Baltimore, 1976. Taylor, Christopher; Silberston, Aubrey: The economic impact of the patent system, Universidad de Cambridge: Londres, 1973. 43. Para ser más específico, Shavell e Ypersele afirman que un régimen en el que, después de la comercialización de una invención, el gobierno utiliza los informes de ventas y las encuestas con el fin de evaluar el valor social y así pagarle periódicamente al inventor podría ser mejor que el régimen de patentes; así como un sistema en el que el inventor tiene la opción de obtener una patente tradicional o de ser recompensado por el gobierno sin duda sería mejor que un simple sistema de patentes. Shavell, Steven; Ypersele, Tanguy van: «Rewards versus

intellectual property rights», National Bureau of Economic Research, working paper 6956: 1999. 44. Por ejemplo: Hurt, Robert M.; Schuchman, Robert M.: «The economic rationale of copyright», American Economic Review: 1966 (núm. 56), pp. 425 y 426. Litman, Jessica: «The public domain», Emory Law Journal: 1990 (núm. 34), p. 997. Weinreb, Lloyd: «Copyright for functional expression», Harvard Law Review: 1998 (núm. 111), pp. 1232-1236. Wiley, John Shepard: «Bonito Boats: uninformed but mandatory innovation policy», Supreme Court Review: 1989, p. 283. 45. Lunney, Glynn: «Reexamining copyright’s incentives-access paradigm», Vanderbilt Law Review: 1996 (núm. 49), p. 483. 46. Kitch, Edmund: «The nature and function of the patent system», Journal of Law and Economics: 1977 (núm. 20). Scotchmer, Suzanne: «Protecting early innovators: should second-generation products be patentable?», RAND Journal of Economics: 1996 (núm. 27), pp. 322-331. 47. Grady, Mark F.; Alexander, Jay I.: «Patent law and rent dissipation», Virginia Law Review: 1992 (núm 78). 48. Primeramente desarrollado por Herbert A. Simon, el concepto de «satisfacción» (satisficing) ha estado asociado a la conducta por la cual quien toma las decisiones se queda inactivo después de alcanzar un requisito mínimo; como la pereza de los leones cuando la presa es abundante. Ward, David: «The role of satisficing in foraging theory», Oikos: 1992, (núm. 63), pp. 312-317. 49. Merges, Robert; Nelson, Richard: «On the complex economics of patent scope», Columbia Law Review: 1990 (núm. 90). 50. Para debates sobre estos temas: McFetridge, Donald G.; Smith, Douglas A.: «Patents, prospects, and economic surplus: a comment», Journal of Law and Economics: 1980 (núm. 23), p. 197. Oddi, A. Samuel: «Un-unified economic theories of patents – the not-quite-holy grail», Notre Dame Law Review: 1996 (núm. 71), p. 267 y 283. Muestra su desacuerdo con Robert Merges y Richard Nelson. Martin, Donald L.: «Reducing anticipated rewards from innovation through patents: or less is more», Virginia Law Review: 1992 (núm. 78), pp. 351 y 356. Merges, Robert P.: «Rent control in the patent districts: observations on the grady-alexander thesis», Virginia Law Review: 1992, (núm. 78), pp. 359 y 376-377. 51. Oddi, A. Samuel: «Un-unified economic theories of patents – the not-quite-holy grail», Notre Dame Law Review: 1996 (núm. 71). 52. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, secciones 25 y 26. 53. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, secciones 32 y 35. 54. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, secciones 27 y 44.

55. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, sección 34. 56. Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 2.o tratado, secciones 38 y 40-43. 57. Ryan, Alan: Property and political theory, Blackwell: Oxford, 1984, pp. 22 y ss. 58. Shiffrin, Seana: «Lockean arguments for private intellectual property», New essays in the legal and political theory of property (ed. Stephen R. Munzer), Universidad de Cambridge: Cambridge, 2001. 59. Palmer, Tom: «Are patents and copyrights morally justified?», Harvard Journal of Law and Public Policy: 1990 (núm. 13), pp. 817-865. 60. Becker, Lawrence: «Deserving to own intellectual property», Chicago-Kent Law Review: 1993 (núm. 68), p. 609. 61. La primera de estas opciones, como comúnmente se piensa en el discurso del copyright, es tildado de platonismo ingenuo. Por ejemplo: Litman, Jessica: «The public domain», Emory Law Journal: 1990 (núm. 39), pp. 965 y 996. Ginsburg, Jane: «Sabotaging and reconstructing history», Bulletin of the Copyright Society: 1982 (núm. 29), pp. 647 y 658. 62. Claramente estas posibilidades no se excluyen mutuamente. Por ejemplo, hay cabida de una interpretación intuitiva en donde los «bienes comunales» son la suma de las posibilidades 1, 2 y 3. Algunas se anidan en otras. Por ejemplo, la posibilidad 4 es un subconjunto de la 5, que a su vez forma parte de la 6 y que, por último, se anida en la 7. 63. Para discusiones sobre interpretaciones alternativas de los «bienes comunales» véanse: Yen, Alfred C.: «Restoring the natural law: copyright as labor and possession», Ohio State Law Journal: 1990 (núm. 51). Gordon, Wendy: «A property right in self‑expression: equality and individualism in the natural law of intellectual property», Yale Law Journal: 1993 (núm. 102), pp. 1533-1609. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77). Shiffrin, Seana: «Lockean arguments for private intellectual property», New essays in the legal and political theory of property (ed. Stephen R. Munzer), Universidad de Cambridge: Cambridge, 2001. 64. Si se examina con detenimiento, los derechos de propiedad real también carecen de la exclusividad atribuida por Locke, pero la dificultad es más visible en el caso de la propiedad sobre las ideas. Fisher, William: «Property and contract on the internet», Chicago-Kent Law Review: 1998 (núm. 73), pp. 1203 y 1207. 65. Como sea, Seana Shiffrin señala que existe cierta evidencia en la que Locke limita de manera temporal los derechos de propiedad en: Locke, John: Two treatises of government, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1970, 1.er tratado, secciones 38 y 40-43. 66. Para expCrimsonr más sobre este asunto, véanse: Gordon, Wendy: «A property right in self‑expression: equality and individualism in the natural law of intellectual property», Yale

Law Journal: 1993 (núm. 102). Hettinger, Edwin C.: «Justifying intellectual property», Philosophy and Public Affairs: 1989 (núm. 18), pp. 31-52. Sterk, Stewart E.: «Rhetoric and reality in copyright law», Michigan Law Review: 1996 (núm 94). Weinreb, Lloyd: «Copyright for functional expression», Harvard Law Review: 1998 (núm. 111), p. 1218. 67. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77). Becker, Lawrence: «Deserving to own intellectual property», Chicago-Kent Law Review: 1993 (núm. 68). Child, James W.: «The moral foundations of intangible property», The monist: 1990. Gordon, Wendy: «A property right in self‑expression: equality and individualism in the natural law of intellectual property», Yale Law Journal: 1993 (núm. 102). 68. aldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, p. 295. Fried, Charles: Right and wrong, Universidad de Harvard: Cambridge, 1978, p. 1. 69. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, p. 296. 70. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, pp. 300 y 301. Lincoln, Abraham: «Address to the wisconsin state fair, 1859», The political thought of Abraham Lincoln (ed. Richard N. Current), Bobbs-Merrill: Indianapolis, 1967, p. 134. 71. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, pp. 296 y 297. Rose, Carol: Property and persuasion, Westview Press: Boulder, 1994, pp. 146 y 147. 72. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, pp. 302 y 303. Radin, Margaret J.: Reinterpreting property, Universidad de Chicago: Chicago, 1993. 73. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, pp. 304-306. Fitzhugh, George: Cannibals all! (ed. Comer Vann Woodward), Universidad de Harvard: Cambridge, 1960. Esta última obra habla sobre la defensa a la propiedad de esclavos desde bases similares. 74. Waldron, Jeremy: The right to private property, Clarendon: Oxford, 1988, pp. 308-310. Hill Green, Thomas: Lectures on the principles of political obligation, Universidad de Michigan: Ann Arbor, 1967, lectura N. 75. Radin, Margaret J.: Reinterpreting property, Universidad de Chicago: Chicago, 1993. 76. Arendt, Hannah: On revolution, Viking Press: Nueva York, 1965. Alexander, Gregory S.: Commodity and propriety, Universidad de Chicago: Chicago, 1997. 77. Hill Green, Thomas: Lectures on the principles of political obligation, Universidad de Michigan: Ann Arbor, 1967, sección 220. 78. Netanel, Neil: «Copyright alienability restrictions and the enhancement of author autonomy: a normative evaluation», Rutgers Law Review: 1993 (núm. 24), p. 347. Weinreb, Lloyd: «Copyright for functional expression», Harvard Law Review: 1998 (núm. 111), p. 1221. Buenos ejemplos de ambas posiciones pueden encontrarse en el debate actual sobre la legitimidad del esfuerzo de Gary Larson de persuadir a sus admiradores a no publicar sus cartones en sus sitios. 79. Cotter, Thomas: «Pragmatism, economics, and the droit moral», North Carolina Law Review:

1997 (núm. 76) pp. 8 y 9. Para otra manera de tratar la divergencia entre Kant y Hegel, véase: Palmer, Tom: «Are patents and copyrights morally justified?», Harvard Journal of Law and Public Policy: 1990 (núm. 13), pp. 837-841. Sterk, Stewart E.: «Rhetoric and reality in copyright law», Michigan Law Review: 1996 (núm 94), p. 1243. 80. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77), pp. 338 y 340. 81. Hettinger, Edwin C.: «Justifying intellectual property», Philosophy and Public Affairs: 1989 (núm. 18). Paine, Lynn S.: «Trade secrets and the justification of intellectual property», Philosophy & Public Affairs: 1991 (núm. 20), pp. 247 y 251-253. 82. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77), pp. 340 y 341. Madow, Michael: «Private ownership of public image: popular culture and publicity rights», California Law Review: 1993 (núm. 81), pp. 182-197 y nota 338. 83. Radin, Margaret J.: «Property and personhood», Stanford Law Review: 1982, (núm. 34), pp. 957 y 970. 84. Fisher, William: «Property and contract on the internet», Chicago-Kent Law Review: 1998 (núm. 73). 85. Sobre la justicia distributiva véanse, por ejemplo: Aristóteles: Ética nicomáquea: libro V, cap. 2. Ackerman, Bruce: Social justice in the liberal State, Universidad de Yale: New Haven, 1980. Fried, Charles: «Distributive justice», Social philosophy & policy: 1983 (núm. 1), p. 45. Rawls, John: A theory of justice, Universidad de Harvard: Cambridge, 1971. Sandel, Michael: Liberalism and the limits of justice, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1982. 86. Por ejemplo: Dworkin, Ronald: «Liberalism», A matter of principle, Universidad de Harvard: Cambridge, 1985, pp. 181-204. 87. Para ver más a detalle este argumento, véase: Fisher, William: «Reconstructing the fair use doctrine», Harvard Law Review: 1988 (núm. 101), pp. 1762-1766. 88. Weinreb, Lloyd: «Copyright for functional expression», Harvard Law Review: 1998 (núm. 111), pp. 1252-1254. Aquí sugiere que los tribunales ya no deberían de tratar de responder cuestiones complejas sobre el copyright a través del esfuerzo por determinar y después aplicar las políticas subyacentes, sino que en su lugar deberían valerse de la tradición del derecho común que se inclina a la interpretación mediante la «analogía» y la «metáfora». 89. McCarthy, Jonh T.: The rights of publicity and privacy, C. Boardman: Nueva York, 1992, sección 1.1B2 y 2.1B, pp. 1-5. En la segunda sección indica: «Quien defiende el derecho de los atributos de la personalidad, cuando intenta explicar por qué este derecho debería de existir, no está cayendo en un sinsentido ya que desafía con la simple pregunta “¿Por qué no?”». 90. Los tres académicos que más han influido en el desarrollo de estos argumentos son: Gaines, Jane: Contested culture: the image, the voice, and the law, Universidad de Carolina del Norte: Chapel Hill, 1991. Coombe, Rosemary J.: «Objects of property and subjects of politics:

intellectual property laws and democratic dialogue», Texas Law Review: 1991 (núm. 69). Madow, Michael: «Private ownership of public image: popular culture and publicity rights», California Law Review: 1993 (núm. 81). 91. Cardtoons, L. C. v. Major League Baseball Players Association: 1996, 95 F.3d 959, 972 y 973. 92. New York Magazine v. Metropolitan Transit Authority: 1997, 987 F. Supp. 254 y 266. 93. Por ejemplo: Danzon, Patricia M.: Pharmaceutical price regulation: national policies versus global interests, AEI Press: Washington, 1997. Acerca de la discrimiación de precios de los medicamentos. ProCD, Inc. v. Zeidenberg: 1996, 86 F.3d 1447. Acerca de la discriminación entre los clientes comerciales y no comerciales para la venta de directorios telefónicos nacionales. Meurer, Michael: «Price discrimination, personal use, and piracy: copyright protection of digital works», Buffalo Law Review: 1997 (núm. 45), p. 845. Acerca de los productos digitales en internet. Scherer, Frederic M.: Industrial market structure and economic performance, 2.a ed., Rand McNally: Chicago, 1980, pp. 315-334. Para una útil taxonomía de tipos de discriminación de precios. 94. Código de los Estados Unidos: 2012, título 15, sección 13. 95. Este argumento se desarrolla de manera más extensa en: Fisher, William: «Property and contract on the internet», Chicago-Kent Law Review: 1998 (núm. 73), pp. 1234-1240. 96. Estas desventajas de la discriminación de precios son expCrimsondas en: Cohen, Julie E.: «Copyright and the jurisprudence of self-help», Berkeley Technology Law Journal: 1998 (núm. 13), pp. 1089-1143. Gordon, Wendy: «Intellectual property as price discrimination», Chicago-Kent Law Review: 1998 (núm. 73), pp. 1367-1390. Kaplow, Louis: «The patent-antitrust intersection: a reappraisal», Harvard Law Review: 1984 (núm. 97). 97. En gran parte por este motivo los realistas jurídicos instaron a los legisladores (incluyendo jueces, quienes los realistas insistieron que eran tanto legisladores como creadores de leyes) a ser más explícitos sobre las bases políticas de sus decisiones. Por ejemplo: Cohen, Felix: «Transcendental nonsense and the functional approach», Columbia Law Review: 1935, (núm. 35), p. 809.

Copyright y maremoto Wu Ming

Actualmente existe un amplio movimiento de protesta y transformación social en gran parte del planeta. Tiene potencialidades constituyentes desmesuradas, pero aún no es completamente consciente de ello. Aunque su origen es antiguo, se ha manifestado solo recientemente, apareciendo en varias ocasiones bajo los reflectores mediáticos y, sin embargo, trabajando día a día lejos de ellos. Está formado por multitudes y por singularidades, por retículas capilares en el territorio. Cabalga las más recientes innovaciones tecnológicas. Le quedan pequeñas las definiciones acuñadas por sus adversarios. Pronto será imparable y la represión nada podrá contra él. Es lo que el poder económico llama «piratería». Es el movimiento real que suprime el actual estado de las cosas. Desde que —no hace más de tres siglos— se impuso la creencia en la propiedad intelectual, los movimientos underground, «alternativos» y las vanguardias más radicales la han criticado en nombre del «plagio» creativo, de la estética del cut-up y del sampling, de la filosofía do it yourself. De más moderno a más antiguo se va del hip-hop al punk al protosurrealista Lautréamont («El plagio es necesario. El progreso lo implica. Toma la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, cancela una idea falsa, la sustituye con la idea justa»). Actualmente esta vanguardia es de masas. Durante decenas de milenios la civilización humana ha prescindido del copyright, del mismo modo que ha prescindido de otros falsos axiomas parecidos, como la «centralidad del mercado» o el «crecimiento ilimitado». Si hubiera existido la propiedad intelectual, la humanidad no habría conocido la epopeya de Gilgamesh, el Mahabhárata y el Ramayana; la Ilíada y la Odisea; el Popol Vuh, la Biblia y el Corán; las leyendas del Grial y del ciclo artúrico; el Orlando Enamorado y el Orlando Furioso, así como Gargantúa y Pantagruel, todos ellos felices productos de un amplio proceso de conmixtión y combinación, rescritura y transformación, es decir: de «plagio», unido a una libre difusión y a exhibiciones en directo (sin la interferencia de los inspectores de la Sociedad Italiana de Autores y Editores, SIAE). Hasta hace poco, las empalizadas de los cercamientos culturales imponían una visión limitada; luego llegó internet. Ahora la dinamita de los bits por segundo vuela esos recintos y podemos emprender aventuradas excursiones en selvas de signos y claros iluminados por la luna. Cada noche y cada día millones de personas, solas o en colectividad, rodean, violan o rechazan el copyright. Lo hacen apropiándose de las tecnologías digitales de compresión (MP3, MPEG...), distribución (redes telemáticas) y reproducción de datos (masterizadores, escáneres). Tecnologías que suprimen la distinción entre «original» y «copia». Usan redes telemáticas peer-to-peer (descentradas, «de igual a igual») para compartir los datos de sus propios discos duros. Rodean

con astucia cualquier obstáculo técnico o legislativo. Sorprenden en contrapié a las multinacionales del entretenimiento erosionando sus (hasta ahora) excesivos beneficios. Como es natural, causan graves dificultades a los entes que administran los llamados «derechos de autor». No estamos hablando de la «piratería» gestionada por el crimen organizado, sección del capitalismo extralegal no menos desplazada y jadeante que la legal por parte de la extensión de la «piratería» autogestionada y de masas. Hablo de una democratización general del acceso a las artes y a los productos del ingenio, proceso que salta las barreras geográficas y sociales. Digámoslo: barreras de clase (¿de veras tengo que desgranar algún dato sobre los precios de los CD?). Este proceso está cambiando el aspecto de la industria cultural mundial, pero no se limita a ello. Los «piratas» debilitan al enemigo y amplían los márgenes de maniobra de las corrientes más políticas del movimiento: nos referimos a los que producen y difunden el «software libre» (programas de «código abierto» libremente modificables por los usuarios), a los que quieren extender las licencias «copyleft» (que permiten reproducir y distribuir las obras a condición de que queden «abiertas») a cada vez más sectores de la cultura, a los que quieren hacer de «dominio público» fármacos indispensables para la salud, a quienes rechazan la apropiación, el registro y la frankensteinización de especies vegetales y secuencias genéticas, entre otros. El conflicto entre quienes se oponen o defienden el copyright expresa en su forma más inmediata la contradicción de base del sistema capitalista: la que se da entre fuerzas productivas y relaciones de producción-propiedad. Al llegar a cierto nivel, el desarrollo de las primeras pone inevitablemente en crisis a las segundas. Las mismas corporaciones que venden samplers, fotocopiadoras, escáneres y masterizadores controlan la industria global del entretenimiento, que se descubre dañada por el uso de tales instrumentos. La serpiente se muerde la cola y luego azuza a los diputados para que legislen contra la autofagia. La consiguiente reacción en cadena de paradojas y episodios grotescos nos permite comprender que ha terminado para siempre una fase de la cultura y que leyes más duras no bastarán para detener una dinámica social ya iniciada y arrolladora. Lo que se está modificando es la relación entre la producción y el consumo de la cultura, lo que alude a cuestiones aún más amplias: el régimen de propiedad de los productos del intelecto general, el estatuto jurídico y la representación política del «trabajo cognitivo», por mencionar algunas. De todos modos, el movimiento real se orienta a superar toda la legislación sobre propiedad intelectual y a rescribirla desde el principio. Ya se han puesto las piedras angulares sobre las cuales reedificar un verdadero «derecho de los autores», que realmente tenga en cuenta cómo funciona la creación, es decir: por ósmosis, conmixtión, contagio, «plagio». A menudo, legisladores y fuerzas del orden tropiezan con esas piedras y se hieren las rodillas. El open source y el copyleft se extienden actualmente mucho más allá de la programación del software: las «licencias abiertas» están en todas partes y pueden convertirse en el paradigma de un nuevo modo de producción que libere finalmente la cooperación social (ya existente y visiblemente desplegada) del control parasitario, la expropiación y la «renta» a favor de grandes potentados industriales y corporativos. La potencia del copyleft deriva del ser una innovación jurídica desde abajo que supera la mera «piratería», acentuando la pars construens del movimiento real. En la práctica, las leyes vigentes

sobre el copyright (uniformadas por la Convención de Berna de 1971, prácticamente el Pleistoceno) están siendo pervertidas respecto a su función original y, en vez de obstaculizarla, se convierten en garantía de la libre circulación. El colectivo Wu Ming —del que formo parte— contribuye a dicho movimiento insertando en sus libros la siguiente locución (sin duda mejorable): «Permitida la reproducción parcial o total de la obra y su difusión por vía telemática para uso personal de los lectores, a condición de que no sea con fines comerciales», lo que significa que la difusión debe permanecer gratuita... so pena del pago de los derechos correspondientes. Para quien quiera saber más, la revista New Scientist ha ofrecido recientemente un excelente cuadro de la situación en un largo artículo publicado a su vez bajo «licencia abierta». Eliminar una idea falsa, sustituirla con la justa. La vanguardia es un saludable «retorno a lo antiguo»: estamos abandonando la «cultura de masas» de la era industrial (centralizada, estandarizada, unívoca, obsesionada por la atribución del autor, regulada por mil cavilos) para adentrarnos en una dimensión productiva que, a un nivel de desarrollo más alto, presenta no pocas afinidades con la de la cultura popular (excéntrica, deforme, horizontal, basada en el «plagio», regulada por el menor número de leyes posible). Las leyes vigentes sobre el copyright (entre las que se cuenta la amañadísima ley italiana de diciembre del 2000) no tienen en cuenta el «copyleft»: en el momento de legislar, el Parlamento ignoraba por completo su existencia, como han podido confirmar los productores de software libre (equiparados simplemente a los «piratas») en diversos encuentros con diputados. Como es obvio, dada la actual composición de las cámaras italianas, no se puede esperar nada más que una diabólica perseveración en el error, la estulticia y la represión. Sus señorías no se dan cuenta de que, bajo la superficie de ese mar en el que ellos solo ven piratas y barcos de guerra, el fondo se está abriendo. También en la izquierda, los que no quieren agudizar la vista y los oídos, y proponen soluciones fuera de tiempo, de «reformismo» pávido (disminuir el IVA del precio de los CD, por ejemplo), podrían darse cuenta demasiado tarde del maremoto y ser arrollados por la ola.

Título original Copyright e maremoto Traducción Albertina Rodríguez Martorell Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/maremoto.html Fecha de publicación Octubre del 2002

Tipo de licencia GPLv3

Observaciones Originalmente publicado en italiano en el sitio web del colectivo Wu Ming. La traducción fue extraída de la antigua versión de Indymedia Madrid.

Copiar, robar, mandar César Rendueles

El crecimiento de los beneficios derivados de la propiedad intelectual constituye uno de los principales componentes de la reorganización del capitalismo mundial de los últimos veinte años. Ya a principios de los años noventa la propiedad intelectual constituía el 30 % de las exportaciones de Estados Unidos. Precisamente una de las principales diferencias de la Organización Mundial de Comercio (OMC) respecto al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) fue la inclusión del comercio invisible entre sus áreas de competencia y la aceptación de las normas de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI). Al menos en este sentido es evidente que la industria del copyright guarda una estrecha relación con el gigantesco desarrollo del capitalismo financiero de las últimas décadas. Pero se puede ir más lejos y afirmar que el comercio intelectual comparte con la especulación financiera e inmobiliaria rasgos formales de eso que la tradición marxista ha llamado «capital ficticio». En principio, la legitimidad del capital ficticio se basa en las expectativas de que será validado por futuras actividades productivas; por ejemplo, en el campo inmobiliario, su razón de ser sería atender las previsiones de la próxima demanda de vivienda. No obstante, en la economía actual es la fuente de beneficios de rentistas y especuladores que sacan provecho de su poder monopolista pero que, recordémoslo, «en principio, no son un elemento integral del capitalismo».1 Es decir, en los mercados financieros, como en las grandes operaciones inmobiliarias o en el comercio invisible, existen royalties que no proceden de la producción sino que constituyen una auténtica usura social. Así, en aquellos medios de comunicación de masas en los que el coste marginal de cada nuevo uso tiende a cero y es posible limitar su acceso, las multinacionales pueden cobrarnos por productos virtualmente gratuitos. Esto marca una diferencia considerable respecto a la industria de la copia tradicional donde, por mucho que existan asombrosas economías de escala, cada nuevo uso implica una nueva mercancía con tiempo de trabajo social incorporado. Es como si los mercaderes del copyright, cumpliendo una añeja fantasía infantil, tuvieran en su oficina la máquina de fabricar dinero. Así, no es raro que la mayor parte de los debates que hoy día existen en torno a la propiedad intelectual se desarrollen en el nivel de los grupos de consumidores que intuyen que la industria del copyright no respeta las reglas del sistema mercantil. El alza artificial de los precios inmobiliarios por obra y gracia de los especuladores se traduce en el hecho de que las familias españolas dedican ya el 50 % de su renta a la vivienda. De modo análogo la especulación cultural genera dinero como por arte de magia, en la medida en que la sociedad asume como costos los beneficios de los oligopolistas que o bien incrementan el precio de las mercancías en más de un 300 % (como en el caso de los CD), o sencillamente están en condiciones de añadir consumidores

sin coste adicional (internet, televisión vía satélite...); todo ello sin dejar de saquear las inversiones públicas en tecnología, educación, arte o investigación.2 En este contexto, la industria lleva más de una década buscando métodos para lograr aprovechar al máximo las potencialidades monopolistas de la propiedad intelectual: técnicamente se han desarrollando distintos métodos que van desde el pay-per-view hasta los mecanismos de codificación; en el plano legal se ha tratado de desfigurar la legislación tradicional sobre la propiedad intelectual; en el ámbito ideológico (en abierta contradicción con la estrategia anterior) se ha ensalzado el derecho de autor como pilar de la creación, no solo porque Stephen King despierta más simpatías que Random House, sino porque en el sector cultural los autores constituyen uno de los pilares históricos de la diferenciación del producto, un recurso comercial típico de los sectores oligopolistas. Si se acepta discutir en este plano que propone la industria, el debate parece retornar a los topoi clásicos sobre la propiedad intelectual y el derecho de autor que, en términos muy generales, se pueden resumir en tres puntos de vista distintos: 1. Si algo merece el nombre de propiedad es la propiedad intelectual; su legitimidad está fuera de toda duda, pues es la creación exclusiva de su autor. Autoría y propiedad intelectual vendrían a ser términos prácticamente sinónimos (1a). Esta tesis suele ir acompañada de la idea de que la remuneración es el único medio de incentivar la creatividad (1b). 2. La propiedad intelectual no es como las demás, no solo por su inalienabilidad sino porque guarda una relación intrínseca con la comunidad que le da sentido (2a). Asociada a esta idea suele estar la de aquellos que mantienen que es imprescindible encontrar un equilibrio entre el uso público de los productos culturales y su explotación comercial (2b). 3. La propiedad intelectual es una farsa que se fundamenta en un mito romántico (el autor) al que la sociedad burguesa ha dado estatuto jurídico. Desde esta posición —mantenida por un confuso magma entre surrealista, postestructuralista y situacionista— se tiende a postular el plagio como máximo momento de resistencia al capital en el ámbito de la cultura.3 Es importante notar que 1a y 2b no son corolarios de 1 y 2, sino mero anejos contextuales. Así, en mi opinión la única postura sensata es la de 2, si bien de ningún modo comparto 2b. A diferencia de lo que ocurre con las patentes, la creación cultural no se confronta con la cosa misma sino con una comunidad de oyentes que le da sentido. Esto no significa que la idea de autor sea un mito —o al menos que sea un mito peor que la noción místico-keatsiana de una posesión del poeta por parte de las musas—, sino que el concepto de autor, como el de literatura o de la música, es insignificante al margen de un marco público. De este modo, 2 es compatible con unos conceptos de autor y de originalidad basados en el manejo y la reelaboración de un conjunto de utensilios heredados cuyo significado se define en contextos retóricos renovables.4 Lo que sí implica 2 es la necesidad de proteger esa esfera pública de cualquier práctica mercantil que la ponga en peligro. Obviamente esta idea supone una extensión en el ámbito cultural de una tesis que Karl Polanyi ha mantenido respecto al trabajo, la tierra y el dinero. Es preciso ser prudente a la hora de manejar este tipo de argumentos, pues es fácil confundir los efectos poco saludables de la mercantilización del arte (una crítica antiburguesa) con las consecuencias de la concentración monopolista (una crítica

anticapitalista). Como veremos, mi razonamiento tiene que ver con este último aspecto por mucho que también simpatice con el primero. Por último, reconozco mi abierta hostilidad hacia las formas más desaforadas de 3. Me parece uno de esos alardes ideológicos que llevan a asumir versiones caricaturizadas de los propios argumentos. Por ejemplo, una de las respuestas más frecuentes a las que uno se enfrenta al abogar por la propiedad colectiva de los medios de producción viene a recordar lo desagradable que resulta compartir el cepillo de dientes o vivir en comunas. Curiosamente, nunca tarda en aparecer un compañero de viaje terriblemente contracultural que proclama la absoluta necesidad de compartir el cepillo de dientes y vivir en comunas. En cualquier caso, lo importante aquí es advertir que las distintas nociones de autor no están asociadas unívocamente a una forma de retribución o de difusión determinada: tal vez el único incentivo del autor sea económico, pero de ahí no se deduce quién tiene que asumir la carga de la retribución. En definitiva, los planos estéticos, laborales y comerciales de la propiedad intelectual no están ligados inextricablemente por conexiones lógicas sino que son el producto de una evolución contingente que admite enormes matices.

Los límites del derecho de autor A estas alturas ya debería ser ocioso recordar la estrecha relación que existe entre la aparición de la imprenta, la propiedad intelectual y la noción moderna de autor: La lucha por hacerse con el derecho a publicar determinado texto suscitó debates novedosos sobre temas como el monopolio y la piratería. La imprenta forzó la definición legal de aquello que pertenecía al dominio público. La propiedad común literaria quedó sujeta a «procesos de enclosure» y el individualismo posesivo comenzó a caracterizar la actitud de los escritores hacia su obra.5

No obstante, es muy cierto que, como ha señalado David Saunders, la conciencia de este vínculo a menudo ha llevado a establecer narraciones teleológicas en las que la situación actual se muestra prefigurada en procesos que tuvieron un desarrollo relativamente independiente.6 Como es sabido, las primeras ordenaciones legales de la industria de la imprenta aparecieron en la Venecia de finales del siglo XV en forma de monopolios otorgados por la autoridad a ciertos impresores a cambio de lealtad política. Se trata de un modelo muy difundido y que en Francia solo desapareció tras la Revolución francesa (por cierto, con resultados económicos catastróficos). De modo análogo, en Inglaterra las primeras leyes que regulaban el copiado estaban muy vinculadas a la censura y al control político. Lo fundamental de esta primera fase legislativa es que en ningún caso se tenían en cuenta los derechos de autor, únicamente se pretendía amparar a los editores y libreros frente a la piratería. Así, la primera legislación moderna del copyright, el estatuto de la Reina Ana de 1710, era una ley de protección de la inversión que trataba la propiedad intelectual desde el punto de vista de las patentes.7 Para que esto cambiara se tuvo que dar no solo una transformación del sistema de mecenazgo tradicional sino, sobre todo, una larga batalla judicial por parte de los escritores que pretendían obtener remuneración de la venta de sus libros. Al mismo tiempo, se estaba produciendo un debate sobre el interés público implícito en la

propiedad intelectual con muy diferentes ramificaciones que iban desde la crítica de la mercantilización del arte hasta la censura del carácter inevitablemente monopolista de la producción editorial. Las constituciones burguesas sancionaron la necesidad de salvaguardar el interés público al vincularlo explícitamente a la función difusora de los editores y al incentivo a la creatividad que supone la remuneración del autor. A finales del siglo XVIII las disposiciones para garantizar el equilibrio entre estos elementos llevaron a situaciones sorprendentes desde el punto de vista actual. Así, algunos estados estadunidenses imponían límites al monopolio del copyright en forma de justiprecios. Es decir, si el propietario del copyright vendía un libro a un precio que superara su inversión en trabajo y gastos más una compensación razonable por el riesgo asumido, entonces los tribunales podían determinar un precio más adecuado.8 Dejo al lector la tarea de imaginar lo que ocurriría si este mecanismo se aplicase hoy en día a la producción de, por ejemplo, discos compactos. El último de los principios generales del derecho de autor en hacer su aparición fue el derecho moral, el principio de la propiedad intelectual más vinculado a la categoría estética de autor en sentido romántico.9 Lo curioso es que en los sistemas modernos de copyright —al menos en los de la Europa continental— se ha dado una completa inversión de la cronología, de modo que el droit moral ha pasado a ser el mascarón de proa de la propiedad intelectual, el elemento del que se hace depender la retribución del autor y del difusor.10 El resultado de todos estos procesos complejos e interrelacionados es un sistema legal internacional de propiedad intelectual más o menos coherente (a menudo menos) con tres planos fundamentales: 1. Un sistema de protección de la inversión de los productores de copias por medio de los derechos conexos. Generalmente, su legitimidad se hace depender de la contribución de los «auxiliares de la creación» a la difusión de las obras. 2. Un sistema de protección del derecho moral y patrimonial del autor. 3. Un sistema de protección del interés público a través de un mecanismo de excepciones que libera la propiedad intelectual en determinadas circunstancias.11 Es sorprendente cómo a menudo se obvia este elemento fundamental de las legislaciones sobre la propiedad intelectual. Básicamente hay dos modelos de protección del dominio público: el del derecho europeo basado en un sistema de excepciones bien establecido para, por ejemplo, usos relacionados con la educación, la información o la parodia, y un sistema de excepciones abierto como es el fair use americano. Es muy importante recordar hasta qué punto la interpretación diferencial de estos elementos podría haber dado lugar a situaciones muy distintas. Por ejemplo, una sociedad con leyes antimonopolistas estrictas, en la que la remuneración de los autores no dependiera o solo dependiera parcialmente de la venta de la obra, con grandes inversiones en medios de comunicación y con una interpretación generosa del fair use tendría un régimen cultural sustancialmente distinto al que hoy existe, sin modificar apenas los factores en juego. Sin embargo el panorama legislativo está cambiando a marchas forzadas como resultado del

desarrollo y de la concentración de la industria de la copia. Más allá de la persecución de las redes peer-to-peer en internet, se está produciendo un profundo giro legislativo por lo que toca a la propiedad intelectual.12 Existe una evidente conexión entre los intereses de las multinacionales del copyright y las reformas políticas que se están produciendo en todo el mundo y, muy especialmente, en la Unión Europea. Las leyes de propiedad intelectual se están transformando en un sistema de protección de la inversión extrañamente arcaico, en el que la propiedad misma se concibe como una forma de remuneración del difusor. Una de las más peligrosas consecuencias de este desplazamiento del derecho moral del autor como núcleo normativo del copyright es que (muy posmodernamente) la creación de formas originales deja de ser condición indispensable del reconocimiento de la propiedad intelectual y la propia materialidad se muestra como apropiable. Esto resulta particularmente perspicuo en la legislación sui generis sobre bases de datos, pero tiene connotaciones mucho más amplias que alcanzan asuntos como las patentes biológicas.13 Por último, se están produciendo restricciones de los sistemas de excepciones que protegían el interés público de la mercantilización de la cultura. Por eso situar el debate actual sobre la propiedad intelectual en el plano del derecho de autor tradicional es una maniobra ideológica. Desde el punto de vista ilustrado buena parte del comercio intelectual contemporáneo podría ser considerado simplemente ilegal. Creo que esta transformación supone la sanción legal definitiva de un régimen de expropiación estructural de un importantísimo ámbito de nuestra vida pública, un régimen que se lleva gestando desde hace décadas a través de un proceso de concentración de los medios masivos de comunicación.

Oligopolio y oligarquía Me parece llamativo que a menudo las defensas de un régimen de propiedad intelectual más respetuoso con el ámbito público se limitan a tratar las formas artísticas y culturales de vanguardia. Es cierto que en los últimos años algunos artistas se han enfrentado a limitaciones en su trabajo a causa del copyright,14 pero se trata de un asunto tradicional que guarda relación con lo difícil que resulta establecer los límites del plagio y la originalidad.15 Este culteranismo resulta particularmente curioso si observamos dichas prácticas desde el punto de vista que con enorme valentía nos propone Eric Hobsbawm, al señalar la patente ineficacia política del arte contemporáneo.16 Por supuesto, el caso de las artes plásticas es particularmente sangrante dada la obsesión de sus autores por un imposible activismo artístico-político (preferentemente posmoderno), pero el argumento es perfectamente extensible a la literatura o a la música culta. Evidentemente, la única conclusión que cabe sacar de esa esterilidad política del arte actual es que no es arte en ningún sentido razonable. La posibilidad (no la necesidad, claro) de resultar políticamente eficaz es un buen indicador de la diferencia entre el arte y la decoración de interiores, entre la literatura y la prosa comercial, esto es, de la existencia de una estructura retórica significativa cuya convencionalidad queda difuminada por su capacidad para transformar las vidas de sus partícipes. Por eso no es exagerado decir que la literatura, las artes

plásticas, la música y el cine de culto han pasado a ser actividades privadas que poco tienen que ver con ese universo que a duras penas designamos con la palabra «cultura». Para comprender esta transformación basta comparar esas prácticas con la música popular contemporánea. La forma en que millones de personas se sienten influidas por la música y el modo en que afecta a su modo de habitar el mundo nos recuerda la forma en que antes se miraba un cuadro o se leía una novela. De hecho, no es raro que la música juegue un papel decisivo en la educación política de muchos jóvenes. Por eso resultan particularmente irritantes los intentos de elevar la música popular a los altares de la gran cultura. Más bien deberíamos preguntarnos qué clase de mundo es este en el que la más sofisticada expresión artística digna de tal nombre es un concierto de rock. Esto viene a cuento porque creo que a menudo nos limitamos a denunciar la evidente estafa que caracteriza el mercado cultural actual, sin señalar los peores efectos de la capitalización de la industria del copyright. En las discusiones clásicas sobre el dominio público se daba por hecho que no había usura en los intercambios, que las mercancías culturales se vendían a su valor y aún así se planteaba los perjuicios para la esfera pública de ese mercadeo. Y precisamente quienes intentan hoy recuperar dicho debate yerran completamente su objetivo al identificar ese common expropiado con alguna tradición literaria o artística. Dentro del capitalismo del copyright uno puede seguir leyendo a Robert Musil o escuchando a Erik Satie (precisamente porque han pasado al ámbito privado), y lo que no se puede hacer es leer un periódico o ver la televisión sin escuchar una sarta de mentiras completamente absurda. Es por eso que creo que el auténtico lugar de expresión estética de un mundo tan grotescamente estetizado como el nuestro es la prensa. Sé que resulta extraño pensar que en vez de Virgilio tenemos a CNN, pero es la única conclusión que, al menos, hace justicia a Virgilio. Del mismo modo, la única forma de entender tanto a Goya como al Equipo Crónica es compararlos con algún tipo de contrainformación sobre la España del siglo XIX y de la transición, respectivamente; y no, desde luego, con las ingentes muestras de manierismo pequeñoburgués que se conservan en el Tate Modern. En realidad, no es crucial para mi argumentación la tesis sobre el estatuto privado del arte contemporáneo o su pasado público. Lo único importante es que se reconozca que la prensa actual dispone de una considerable eficacia política, al margen de si el arte la ha tenido alguna vez o no. Cuando hablo de «prensa» no me refiero a las crónicas de sucesos sino al hecho de que literalmente resulta difícil discernir esas crónicas de un abigarrado conjunto de acontecimientos deportivos, tertulias radiofónicas y películas de Hollywood con los que nos sentimos políticamente concernidos (por supuesto, el rechazo visceral es una forma de vínculo como cualquier otra). Pues bien, la industria del copyright —toda ella, desde el mercado del libro hasta las patentes biológicas— ha propiciado una clave concentración mediática para entender las estructuras del poder político en el mundo actual. El derecho de autor es el instrumento legal que ha permitido crecer desmesuradamente a algunos medios de comunicación, fagocitando a sus competidores y anulando de paso a la presencia pública de las alternativas políticas hacia la dictadura de los intereses capitalistas. Cuando se discute sobre el copyright no hay que olvidar que actualmente en España hay, tirando por lo alto, dos únicas plataformas mediáticas (ampliamente participadas por multinacionales) que controlan la totalidad del mercado de la información. Habría sido imposible

llegar a esta situación si la industria mediática no ofreciera unas plusvalías ridículamente elevadas a merced de una legislación del copyright que protege los privilegios de las multinacionales frente a los intereses —económicos, pero también culturales y políticos— de los usuarios. Más aún, este oligopolio mediático ha transformado las relaciones laborales en los medios de comunicación condicionando la calidad de la información y propiciando considerables dosis de (auto)censura.17 Y esto ocurre en un mundo en el que han desaparecido los antiguos círculos en los que se conformaba la identidad política: los amigos, el sindicato o la familia, así como no pocos colectivos y organizaciones políticas se han alejado también de una esfera pública en la que solo la prensa ejerce ya alguna influencia. Uno puede mantener con coherencia —aunque de manera poco convincente— que los beneficios derivados de la comercialización cultural son mayores que los perjuicios que supone para el dominio público, puede hacerlo porque desgraciadamente los antiguos argumentos que alertaban sobre el peligro de mercantilizar la cultura han pasado a mejor vida junto con las formas culturales que trataban de defender. Lo que nadie podría negar son los fascinantes efectos que el crecimiento de la industria del copyright y su proceso de concentración han obrado sobre la prensa, esto es, sobre un ámbito crucial en la formación política de las masas. Si cabe calificar de auténtica expropiación esa concentración es porque la prensa es un elemento clave en la consolidación de un panorama político, en el que está virtualmente excluida cualquier opción que no acepte como condición previa el sometimiento a una estructura de injusticia inaceptable. El capitalismo del copyright no solo nos está robando un montón de dinero con cada producto que nos vende sino que, sobre todo, se ha apropiado del único ámbito discursivo cuya eficacia política está fuera de toda duda. Así pues, la peor consecuencia del sistema de copyright —un efecto del que difícilmente podemos escapar a través de iniciativas tan encomiables como la del copyleft— es que propicia el monopolio de la esfera pública por parte de los grupos de poder económico y político. No creo que sea muy difícil de entender cómo la tendencia a la concentración —una característica crucial de la reproducción ampliada del capital— favorece la complicidad entre el poder político y la prensa. Como respuesta a las posibles objeciones de los fanáticos del individualismo metodológico me gustaría señalar que esta no es tanto una tesis funcionalista como una mera constatación empírica. Resulta relativamente sencillo establecer los mecanismos concretos de conexión entre los poderes político, mediático y financiero. A modo de ejemplo y sin entrar en el terreno de los intereses materiales, resulta revelador que el consejero delegado de Antena 3, el expresidente de Telefónica (uno de los grupos propietarios de Antena 3), el consejero delegado del Grupo PRISA y el presidente español coincidieran en las aulas de un famoso colegio madrileño. Hasta donde puedo entenderlo, resulta difícil pensar en una práctica cultural antagonista que no tome como punto de partida una profunda conciencia de esta relación entre el desarrollo económico de la industria de la copia y la formación de plataformas mediáticas que posibilitan la manipulación ideológica a gran escala. El análisis del modo en que la mercantilización de la propiedad intelectual fomenta la consolidación de sesgados cauces informativos, en beneficio de los intereses del capital, constituye un buen antídoto en contra de las reflexiones sobre los efectos del copyright, tanto en términos únicamente discursivos como en oposición al espíritu endogámico

(por no decir onanista) que preside a una buena parte de las reflexiones de la izquierda cultural. Por raro que parezca, el único consejo sensato que hoy podría darle Rilke a un adolescente sería que se dedicara a la contrainformación en internet o en una radio libre y que dejara la composición de elegías para sus ratos de ocio.

Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/rendueles.html Fecha de publicación Marzo del 2003 Tipo de licencia Desconocida (probablemente copyleft) Observaciones Originalmente publicado en la revista Archipiélago.

1. Gowan, Peter: La apuesta por la globalización, Akal: Madrid, 2000, p. 29. Harvey David: The limits to capital, Verso: Londres, 1999, cap. 9.4 y 11.6. 2. Alex Callinicos ha subrayado con toda la razón lo ridículo que resulta que se atribuya la revolución informática a la iniciativa privada de unos cuantos emprendedores sin recursos trabajando en un cochambroso garaje, cuando exigió fastuosas cantidades de dinero en investigación básica, procedentes del estado. Callinicos, Alex: Contra la tercera vía, Crítica: Madrid, 2002, p. 46. 3. Schwartz, Hillel: La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Cátedra: Madrid, 1998. Aparece, entre otras numerosas extravagancias, un repaso ilustrativo de algunas de estas prácticas. 4. Se trata de una tesis bastante habitual; por lo que toca a la literatura me gusta esta versión: Eagleton, Terry: Introducción a la teoría literaria, FCE: México, 1993. 5. Einsenstein, Elizabeth L.: The printing press as an agent of change, Universidad de Cambridge: Cambridge, 1979, pp 120 y 121. Febvre, Lucien; Martin Henri-Jean: La aparición del libro, Utahe: México, 1962. 6. Saunders, David: Authorship and copyright, Routledge: Nueva York, 1992. 7. Rose, Mark: Authors and owners. The invention of copyright, Universidad de Harvard: Cambridge, 1993, p. 88. 8. Bettig, Ronald V.: Copyrighting culture. The political economy of intellectual property, Westview Press: Oxford, 1996, p. 26. 9. Saunders, David: Authorship and copyright, Routledge: Nueva York, 1992, cap. 3. 10. Las primeras obras de Bernard Edelman, en especial La práctica ideológica del derecho: elementos para una crítica marxista del derecho, tienen especial interés en este sentido, ya que incide en cómo esta arquitectura jurídica del derecho de autor se fue adecuando a los cambios tecnológicos. 11. Colombert, Claude: Grandes principios del derecho de autor y los derechos conexos en el mundo, Unesco: Madrid, 1997, pp. 66—82. Sirinelli, Pierre: Excepciones y límites al derecho de autor y los derechos conexos, Universidad París: 1999: en línea (12 de febrero del 2016). 12. Dussolier, Séverine: Derecho de autor y acceso a la información en el ámbito digital (trads. César y Teresa Rendueles): en línea (12 de febrero del 2016). 13. De nuevo resulta muy interesante leer las críticas de Edelman al giro legislativo que se produce en los años ochenta. Edelman, Bernard: La propriété littéraire et artistique, PUF: París, 1989. 14. Lütticken, Sven: «El arte de robar», New Left Review: 2002 (núm. 13). Respecto al modo en que

el mercado del arte ha obligado a falsificar los procesos reales de creación artística: Gaskell, Ivan: «Historia de las imágenes», Formas de hacer historia (ed. Peter Burke), Alianza: Madrid, 1993. 15. Lucas, André: «Le droit d'auteur et l'interdit», Critique: 2002 (núm. 663), p. 592. 16. Hobsbawm, Eric: A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX, Crítica: Madrid, 1999. 17. Los escasos estudios que existen sobre precariedad laboral en los medios de comunicación muestran resultados asombrosos. La mayor parte de los medios trabajan cada vez más con colaboradores a destajo que cobran por pieza y que carecen de mecanismos de presión colectiva que les permitan algún grado de control sobre su trabajo.

El redescubrimiento del procomún1 David Bollier

El discurso imperante al hablar de internet es el del mercado, pero las categorías económicas son demasiado estrechas de miras para nuestras necesidades como ciudadanía y como seres humanos en el ciberestado al que estamos abocados. Tampoco consiguen entender la cantidad de sitios web, de servidores de listas, de programas de software de código abierto y de sistemas para compartir archivos entre iguales que funcionan como un procomún, que es un sistema abierto y comunal para compartir y gestionar recursos. Resulta que esta producción entre iguales (peer to peer) muchas veces es una forma más eficiente y creativa para generar valor que el mercado, además de ser más humanista. El paradigma del procomún (commons) nos ayuda a comprender este hecho porque reconoce que la creación de valor no es una transacción económica esporádica, como mantiene la teoría del mercado, sino un proceso continuo de vida social y de cultura política. ¿Cuándo reconoceremos que el procomún juega un papel vital en la producción económica y cultural de nuestros días?

Las categorías intelectuales de la doctrina del libre mercado están tan enraizadas en nuestro conocimiento que muchas veces resulta difícil ver el mundo como realmente es. Es algo que debe tener muy en cuenta quien quiera entender la evolución del internet, porque muchos aspectos de la cultura digital no se ajustan a los principios económicos neoclásicos. En términos generales, los entornos de red tienden a funcionar más naturalmente como un procomún2 que como un mercado. Y, sin embargo, las categorías de mercado dominan por completo el diálogo público y las políticas que se adoptan, mientras que el procomún sigue siendo un concepto oscuro y mal entendido. En esta tierra de nadie realmente carecemos de las herramientas conceptuales necesarias para comprender muchos tipos de comportamientos on line. Nuestro discurso económico solo ve un mercado lleno de consumidores potenciales y no un ciberestado que debería responder a unas necesidades más amplias que tenemos como ciudadanía y como seres humanos. Uno de los problemas, creo yo, es que no conseguimos reconocer la dinámica que mueve al procomún —un modelo para gestionar recursos basado en la comunidad—. Todos pueden acceder al procomún, es un derecho civil más, y no solo quienes pueden pagárselo. Es un sistema alternativo para fomentar la creatividad, la riqueza y la comunidad, todo a la vez. El discurso imperante al hablar de internet es el del mercado. La teoría del mercado da por hecho que los individuos son los principales actores de la vida económica y que esos individuos quieren maximizar sus propios intereses económicos comprando y vendiendo en un «mercado libre». Esto se considera la quintaesencia de la «libertad». Según la teoría del mercado, el bien público se maximiza al permitir a todos elegir libremente, sin interferencia alguna de los gobiernos. Esas elecciones individuales se consideran libres, mientras que las colectivas (normalmente realizadas por los gobiernos) se consideran coercitivas. Este discurso es realmente muy estrecho de miras, aunque esté extendido en el mundo desarrollado. No admite que existe una importante dimensión de la sociedad que traspasa los límites del mercado y del estado. Esta dimensión (el procomún) es una economía informal que,

social y moralmente, nos pertenece, es del pueblo. En la vida política, o en la estadunidense por lo menos, al pueblo se le considera soberano y con más legitimidad que los gobiernos o los mercados. En este sentido el procomún rodea al mercado y al Estado, y actúa como complemento necesario de ambos. El internet ha potenciado las identidades sociales y los intereses no económicos de la gente, convirtiéndolos en una fuerza con mucha influencia en las redes electrónicas. La creciente popularidad del sistema operativo GNU/Linux y del software de código abierto (open source) confirman rotundamente el poder del procomún on line. Hay otros muchos, como los sitios web de colaboración, los servidores de listas por grupos de afinidades, las redes inalámbricas, los archivos on line para eruditos, y los archivos compartidos entre iguales (peer to peer). Todas estas modalidades del procomún son nuevas formas de colaboración humana que resultan extraordinariamente productivas. Pero a la teoría del mercado, tan centrada en el individuo y en lo que se puede medir y vender, le cuesta aceptar este hecho. No consigue entender cómo unas comunidades estructuradas sobre la confianza, el trabajo voluntario y la colaboración pueden ser más eficientes y flexibles que los mercados convencionales del «mundo real». Y es que no consigue vaCrimsonr, en sus justos términos, el potencial en creación de valor de la «producción entre iguales». Quizá sea porque en el mundo de los negocios se busca el máximo rendimiento en un plazo corto, mientras que esta producción entre iguales es sobre todo un proceso social continuo que gira alrededor de valores compartidos. En los negocios se buscan recursos que sean fáciles de convertir en bienes de consumo y vender, mientras que el resultado del trabajo en estas relaciones entre iguales tiende a considerarse propiedad inalienable de toda la comunidad. De hecho, esa fue la razón principal para crear la Licencia Pública General (GPL, por sus siglas en inglés) para software libre: que las comunidades que desarrollan software puedan seguir controlando su producción colectiva. La GPL permite el acceso libre y, por lo tanto, fomenta el uso del código del software y la introducción de mejoras en el mismo. Pero también impide, y esto es muy importante, que alguien privatice el código fuente y quiera convertirse en su propietario para controlarlo. Lo más importante de GNU/Linux es que la GPL permite asegurar que los frutos del procomún se mantendrán en el procomún, otorgándole unas importantes ventajas estructurales sobre el desarrollo de software promovido por empresas. La teoría económica convencional tiene problemas para entender cómo funciona la «economía del don» (gift economy) del procomún. Es filosóficamente incapaz de explicar cómo puede darse un software creado on line por un colectivo de voluntarios. ¿O es que la ley de propiedad intelectual no insiste en que la gente no trabaja a menos que su «propiedad» tenga una fuerte protección legal y se les remunere económicamente por su trabajo? Pero resulta que aquí tenemos a miles de buenos programadores que, repartidos por todo el mundo, trabajan gratuitamente sin el respaldo de aparato empresarial alguno e incluso sin mercado. ¿Serán quienes conforman el procomún excepciones, o incluso aberraciones, de las que las ciencias económicas y los legisladores pueden hacer caso omiso? Esta ha sido una tentación en la que llevan décadas cayendo los teóricos de la economía. La estrategia continuamente repetida es agrupar todo lo que no sigue las leyes del mercado y rechazarlo calificándolo de irrelevante.

En la legislación sobre propiedad intelectual, por ejemplo, el dominio público es como una chatarrería donde se acumulan todo tipo de libros, piezas musicales e ilustraciones absolutamente carentes de valor y no protegidas por dicha ley. Las obras valiosas son propiedad de quien se ha preocupado de protegerlas, según la opinión más generalizada. El dominio público no pasa de ser «la estrella oscura en la constelación de la propiedad intelectual», en palabras del catedrático David Lange. Igualmente, los economistas consideran la contaminación y las rupturas sociales causadas por el mercado como meras externalidades, efectos secundarios que carecen de importancia comparados con el núcleo central de la teoría del mercado, el acto de comprar y vender. La economía de mercado incluso ha construido su propio modelo de comportamiento humano: alaba los comportamientos «racionales», los que «maximizan la utilidad» y los que «buscan el interés personal», pero no vaCrimson otros rasgos humanos como la moralidad, las emociones, la identidad social, tachándolos de fuerzas irracionales sin consecuencias. Hablar del procomún es recuperar importantes aspectos del comportamiento humano, al igual que de su cultura y su naturaleza, que el discurso de mercado ha desechado. El procomún establece una nueva vara de medir el valor. Valor no es solo cuestión de precio, es algo que está enraizado en las comunidades y en sus relaciones sociales. Hablar del procomún es decir que el dinero ya no es el único valor importante; pertenecer a una comunidad con la que se comparten valores morales y objetivos sociales puede ser una potente fuerza creativa por derecho propio. Resulta que la libertad significa algo más que maximizar la utilidad económica propia. El internet no es el único campo en el que se están desbancando las ficciones del mercado mientras se reconoce el valor del procomún. Economistas que estudian los comportamientos, durante un largo tiempo frustrados por los frágiles modelos formales de la actividad económica, están desarrollando nuevos modelos empíricos más rigurosos para describir cómo se comportan los mercados en la vida real. En vez de dar por sentado, por ejemplo, que todo el mundo tiene cantidades ilimitadas de racionalidad y una información perfecta, están documentando cómo se integran en el mercado las emociones y las normas sociales. Los teóricos de la complejidad también están haciendo patentes las serias limitaciones que tienen los modelos económicos rígidos y cuantitativos, y las ficciones teóricas como el «equilibrio de mercado». Argumentan que resultaría más convincente examinar los caminos evolutivos propios del desarrollo económico y los principios del cambio autorganizativo y no lineal. Estamos asistiendo al surgimiento de una nueva visión mundial y de la economía posmercado. Se está viendo que algunas de las limitaciones inherentes de la ley de la propiedad privada del siglo XVIII y su filosofía económica no resultan adecuadas para el siglo XXI. Lo que todavía no se ha conseguido es articular un nuevo modelo que describa la reintegración de la actividad económica, así como su contexto social y humano. El paradigma del procomún, sin embargo, parece resultar bastante prometedor. Ofrece nuevas formas de explicar fenómenos que la economía convencional y los teóricos de la propiedad no saben explicar. El catedrático Yochai Benkler, uno de los principales teóricos sobre los aspectos

legales del procomún, ha señalado que la producción entre iguales muchas veces es sencillamente más productiva e innovadora que la basada en la propiedad. Este opina que los incentivos del mercado quizá no puedan competir con la producción entre iguales que se puede hacer en pequeñas unidades modulares, para después integrarla en un todo mayor. Linux, los proyectos compartidos para corrección de pruebas o los mapas de avistamientos de aves son algunos ejemplos. En la actualidad, la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos (FCC, por sus siglas en inglés) está estudiando la idea de que un procomún puede ser más eficiente y más equitativo para gestionar el espectro electromagnético que un régimen de asignación de derechos de propiedad. En lugar de que el Gobierno conceda (o subaste) los derechos exclusivos sobre el espectro, la gente podría explotar las nuevas tecnologías para permitir que todos lo compartan, del mismo modo que todos comparten la infraestructura del internet. Además, al permitir que más voces utilicen un recurso público, un modelo de procomún reconocería que el espectro pertenece a todos y no solo a las compañías que tienen la licencia. Hay razones poderosas para afirmar que el procomún es un tema económico, pero no ir más allá es desperdiciar la oportunidad de ampliar los límites del debate. Lo que el procomún nos promete es la posibilidad de volver a integrar lo económico y lo moral, lo individual y lo colectivo, en un marco nuevo y más humanista. Un reordenamiento conceptual basado en el procomún nos permite hablar de roles, de comportamientos y de relaciones que la teoría del mercado no es capaz de captar adecuadamente. El léxico del procomún va más allá del lenguaje del mercado, para el que todos tenemos que ser o productores o consumidores. Y también va más allá del lenguaje de la propiedad, para el que todo tiene que ser propiedad de alguna empresa o alguna persona. Nos permite ir más allá de ese pensamiento a corto plazo que solo quiere aumentar los beneficios, para pensar en objetivos más amplios y a largo plazo que quizá no generen muchos beneficios para los inversores actuales pero que son útiles y socialmente constructivos. En resumen, el procomún resitúa lo que entendemos por producción creativa, que pasa de un contexto de mercado a otro más amplio: el de nuestra vida social y nuestra cultura política. En lugar de constreñirnos con la lógica del derecho de propiedad, de los contratos y de las impersonales transacciones de mercado, el procomún inaugura un debate más amplio, más vibrante y más humanista. Se pueden renovar las conexiones entre nuestras vidas sociales y los valores democráticos, por un lado, y por otro entre el rendimiento económico y la innovación. Temas que de otra forma se habrían dejado de lado ganan una nueva legitimidad teórica, como las virtudes de la transparencia, el acceso universal, la diversidad de los participantes o cierta equidad social. Es indudable que el procomún juega un papel vital en la producción económica y social de nuestros días. Cuándo se aceptará plenamente ese papel, o cómo afectará a nuestras futuras actuaciones, es algo que todavía debemos dilucidar.

Título original The rediscovery of the commons Traducción Alicia Díaz Migoyo Origen del contenido para esta edición http://biblioweb.sindominio.net/telematica/bollier.html Fecha de publicación 2003 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-NC-ND Observaciones Originalmente publicado en Novática.

1. David Bollier es un estratega, periodista y consultor independiente que se ocupa de una amplia variedad de temas de interés público. Gran parte del trabajo más reciente de Bollier se ha centrado en la defensa del procomún como nuevo paradigma de la política, la economía y la cultura, un tema que ha examinado en: Bollier, David: Silent theft: the private plunder of our common wealth, Routledge: Londres, 2003. Desde 1984, Bollier ha colaborado con el guionista y productor televisivo Norman Lear en numerosos proyectos, es miembro del Norman Lear Center del USC Annenberg Center for Communication. Bollier también es cofundador de Public Knowledge, una organización de defensa del interés público que representa los derechos del público en temas de propiedad intelectual, tecnología e internet. Los escritos de Bollier se pueden consultar en línea. Vive en Amherst, Massachussets, Estados Unidos. 2. Procomún: sustantivo masculino, derivado de pro (provecho) y común, y que significa utilidad pública (DRAE). Aquí se utiliza para traducir el término inglés commons, «campos o bienes comunales».

Por una cultura libre Cómo los grandes grupos de comunicación utilizan la tecnología y la ley para clausurar la cultura y controlar la creatividad Lawrence Lessig

Introducción El 17 de septiembre de 1903, en una playa de Carolina del Norte azotada por el viento, durante casi cien segundos, los hermanos Wright demostraron que un vehículo autopropulsado más pesado que el aire podía volar. Fue un momento eléctrico y su importancia fue reconocida de forma generalizada. Casi de inmediato, hubo una explosión de interés en esta recién descubierta tecnología del vuelo con seres humanos y una manada de gente innovadora empezó a trabajar a partir de ella. En la época en la que los hermanos Wright inventaron el aeroplano, las leyes estadunidenses mantenían que el dueño de una propiedad poseía presuntamente no solo la superficie de sus tierras, sino todo lo que había por debajo hasta el centro de la tierra y todo el espacio por encima, en «una extensión indefinida hacia arriba».1 Durante muchos años, los estudiosos se habían roto la cabeza intentando entender la idea de que los derechos sobre la tierra llegaban a los cielos. ¿Quería eso decir que eras dueño de las estrellas? ¿Podías procesar a los gansos por allanamiento premeditado y repetido? Entonces llegaron los aviones y por primera vez este principio de las leyes estadunidenses — profundamente anclado en los cimientos de nuestra tradición y reconocido por los pensadores legales más importantes de nuestro pasado— se volvió algo importante. Si mis tierras alcanzan los cielos, ¿qué pasa cuando United Airlines sobrevuela mis campos? ¿Tengo derecho a expulsarla de mi propiedad? ¿Tengo derecho a negociar una licencia exclusiva con Delta? ¿Podemos celebrar una subasta para decidir cuánto valen estos derechos? En 1945, estas preguntas se convirtieron en objeto de un caso federal. Cuando Thomas Lee y Tinie Causby, granjeros de Carolina del Norte, empezaron a perder pollos debido a las aeronaves militares que volaban bajo (aparentemente los pollos aterrados echaban a volar contra las paredes de los cobertizos y morían), los Causby presentaron un demanda alegando que el Gobierno estaba invadiendo sus tierras. Los aviones, por supuesto, nunca tocaron la superficie de las tierras de los

Causby. Pero si, como Blackstone, Kent y Coke habían dicho, sus tierras se extendían «una longitud indefinida hacia arriba», entonces el Gobierno estaba cometiendo allanamiento y los Causby querían que dejara de hacerlo. El Tribunal Supremo estuvo de acuerdo en oír el caso de los Causby. El Congreso había declarado que las vías aéreas eran públicas, pero si la propiedad de alguien llegaba de verdad hasta los cielos, entonces la declaración del Congreso podría ser vista como una «incautación» ilegal de propiedades sin compensación a cambio. El Tribunal reconoció que «es una doctrina antigua que, según la jurisprudencia existente, la propiedad se extendía hasta la periferia del universo». Pero el juez Douglas no tenía paciencia alguna con respecto a la doctrina antigua. En un único párrafo, fueron borrados cientos de años de leyes sobre la propiedad. Tal y como escribió para el Tribunal: [La] doctrina no tiene lugar alguno en el mundo moderno. El aire es una autopista pública, como ha declarado el Congreso. Si esto no fuera cierto, cualquier vuelo transcontinental sometería a los encargados del mismo a innumerables demandas por allanamiento. El sentido común se rebela ante esa idea. Reconocer semejantes reclamaciones privadas al espacio aéreo bloquearía estas autopistas, interferiría seriamente con su control y desarrollo en beneficio del público, y transferiría a manos privadas aquello a lo que solo el público tiene justo derecho.2

«El sentido común se rebela ante esa idea». Así es como la ley funciona habitualmente. No es tan común que lo haga de un modo tan abrupto o impaciente, pero al fin y al cabo es así como funciona. El estilo de Douglas consistía en no vacilar. Otros jueces habrían dicho bobadas página tras página hasta llegar a la misma conclusión que Douglas expresa en una línea: «El sentido común se rebela ante esa idea». Pero da igual que lleve páginas o unas pocas palabras, el genio especial de un sistema de derecho basado en la jurisprudencia, como el nuestro, es que las leyes se ajustan a las tecnologías de su tiempo. Y conforme se ajustan, cambian. Ideas que eran sólidas como rocas en una época se desmoronan en la siguiente. O al menos esta es la manera en la que las cosas ocurren cuando no hay nadie poderoso del otro lado, opuesto al cambio. Los Causby no eran más que granjeros. Y aunque sin duda habría muchos disgustados por el creciente tráfico aéreo (aunque uno espera que no muchos pollos se arrojasen contra las paredes), los Causby del mundo entero encontrarían muy difícil unirse y detener la idea —y la tecnología— que los hermanos Wright habían dado a luz. Los hermanos Wright soltaron los aeroplanos en la memética piscina tecnológica; después la idea se difundió como un virus en un gallinero; granjeros como los Causby se encontraron rodeados de «lo que parecía razonable» dada la tecnología producida por los Wright. Podían estar de pie en sus granjas, con pollos muertos en las manos y agitar los puños ante esas novedosas tecnologías todo lo que les diera la gana. Podían llamar a sus representantes e incluso presentar una demanda. Pero al final acabaría por prevalecer la fuerza de lo que parecía «obvio» a todos los demás —el poder del «sentido común»—. No se iba a permitir que sus «intereses privados» derrotaran lo que era obviamente un beneficio público.

Edwin Howard Armstrong es uno de los olvidados genios e inventores estadunidenses. Llegó a la gran escena de inventores estadunidenses justo después de los titanes Thomas Edison y Alexander Graham Bell. Pero su trabajo en el área de la tecnología radiofónica es quizá más

importante que el de cualquier inventor individual en los primeros cincuenta años de la radio. Mejor preparado que Michael Faraday, que siendo aprendiz de un encuadernador había descubierto la inducción eléctrica en 1831, pero con la misma intuición acerca de cómo funcionaba el mundo de la radio, al menos en tres ocasiones Armstrong inventó tecnologías profundamente importantes que aumentaron nuestra comprensión de la radio. El día después de la Navidad de 1933 a Armstrong se le otorgaron cuatro patentes por su invención más significativa —la radio FM—. Hasta entonces, la radio comercial había sido de amplitud modulada (AM). Los teóricos de esa época habían dicho que una radio de frecuencia modulada jamás podría funcionar. Tenían razón en lo que respecta a una radio FM en una banda estrecha del espectro. Pero Armstrong descubrió que una radio de frecuencia modulada en una banda ancha del espectro podría proporcionar una calidad de sonido asombrosamente fiel, con mucho menos consumo del transmisor y con menos ruido estático. El 5 de noviembre de 1935 hizo una demostración de esta tecnología, en una reunión del Instituto de Ingenieros de Radio en el Empire State Building en Nueva York. Sintonizó su dial a través de una gama de emisoras de AM, hasta que la radio se quedó quieta en una emisión que había organizado a veintisiete kilómetros de distancia. La radio se quedó totalmente en silencio, como si estuviese muerta, y después, con una claridad que nadie en esa sala había oído en un dispositivo eléctrico, produjo el sonido de la voz de un locutor: «Esta es la emisora aficionada W2AG en Yorkers, Nueva York, operando en una frecuencia modulada de dos metros y medio». La audiencia estaba oyendo algo que nadie había pensado que fuera posible: Se vació un vaso de agua delante del micrófono en Yonkers; sonó como vaciar un vaso de agua... Se arrugó y rasgó un papel; sonó como un papel y no como un fuego crepitando en mitad del bosque... Se tocaron discos de marchas de Sousa y se interpretaron un solo de piano y una pieza para guitarra... La música se proyectó con una sensación de estar realmente en un concierto que raras veces se había experimentado con una «caja de música» radiofónica.3

Como nos muestra nuestro sentido común, Armstrong había descubierto una tecnología radiofónica manifiestamente superior. Pero en la época de su invento, Armstrong trabajaba para la Radio Corporation of America (RCA). La RCA era el actor dominante en el entonces dominante mercado de la radio AM. En 1935 había un millar de estaciones de radio en Estados Unidos, pero las emisoras de las grandes ciudades estaban en manos de un puñado de cadenas. El presidente de la RCA, David Sarnoff, amigo de Armstrong, deseaba que Armstrong descubriera un medio para eliminar la distorsión estática de la radio AM. Así que Sarnoff estaba muy entusiasmado cuando Armstrong le dijo que tenía un dispositivo que eliminaba la estática de la «radio». Pero cuando Armstrong hizo una demostración de su invento, Sarnoff no se mostró satisfecho. Pensaba que Armstrong inventaría algún tipo de filtro que eliminara el ruido estático de nuestra radio AM. No pensaba que iniciaría una revolución —que empezaría toda una maldita industria que competiría con la RCA—.4

El invento de Armstrong amenazaba el imperio AM de la RCA, así que la compañía lanzó una campaña para ahogar la radio FM. Si la FM podía ser una tecnología superior, Sarnoff era un estratega superior. Tal y como algún autor lo describe:

Las fuerzas a favor de la FM, en su mayoría del campo de la ingeniería, no pudieron superar el peso de la estrategia diseñada por las oficinas legales, de ventas y de patentes para derrotar a esta amenaza a la posición de la corporación. Porque la FM, en caso de que se le permitiera desarrollarse sin trabas, presentaba [...] un reordenamiento completo del poder en el campo de la radio [...] y la caída final del sistema cuidadosamente restringido de la AM sobre la cual la RCA había cultivado su poder.5

La RCA, en un principio, dejó la tecnología en casa, insistiendo en que hacían falta más pruebas. Cuando, después de dos años de pruebas, Armstrong empezó a impacientarse, la RCA comenzó a usar su poder con el Gobierno para detener el despliegue generalizado de la FM. En 1936, la RCA contrató al anterior presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones estadunidense (FCC, por sus siglas en inglés) y le asignó la tarea de asegurarse de que la FCC asignara espectros de manera que castrara a la FM —principalmente moviendo la radio FM a una banda del espectro diferente—. En principio, estos esfuerzos fracasaron. Pero cuando Armstrong y el país estaban distraídos con la Segunda Guerra Mundial, el trabajo de la RCA empezó a dar sus frutos. Justo antes de que la guerra terminara, la FCC anunció una serie de medidas que tendrían un efecto claro: la radio FM quedaría mutilada. Tal y como describe Lessing: La serie de golpes recibidos por la radio FM justo después de la guerra, por medio de una serie de decisiones manipuladas a través de la FCC por los grandes intereses radiofónicos, fue casi increíble en lo que respecta a su fuerza y perversidad.6

Para hacerle hueco en el espectro a la última gran apuesta de la RCA, la televisión, los usuarios de la radio FM tuvieron que ser trasladados a una banda del espectro totalmente nueva. También se disminuyó la potencia de las emisoras de FM, lo que significó que la FM ya no podía usarse para transmitir programas de un extremo a otro del país. (Este cambio fue fuertemente apoyado por AT&T, debido a que la pérdida de estaciones repetidoras significaría que las estaciones de radio tendrían que comprarle cable a AT&T para poder conectarse). Así se ahogó la difusión de la radio FM, al menos temporalmente. Armstrong ofreció resistencia a los esfuerzos de la RCA. En respuesta, la RCA ofreció resistencia a las patentes de Armstrong. Después de incorporar la tecnología FM al estándar emergente para la televisión, la RCA declaró las patentes sin valor —sin base alguna, y casi quince años después de que se otorgaran—. Se negó así a pagarle derechos a Armstrong. Durante cinco años, Armstrong peleó en una cara guerra de litigios para defender las patentes. Finalmente, justo cuando las patentes expiraban, la RCA ofreció un acuerdo con una compensación tan baja que ni siquiera cubriría las tarifas de los abogados de Armstrong. Derrotado, roto y ahora en bancarrota, en 1954 Armstrong le escribió una breve nota a su esposa y luego saltó desde la ventana de un decimotercer piso. Así es como la ley funciona algunas veces. No es corriente que lo haga de esta manera tan trágica y es raro que lo haga con este dramático heroísmo, pero, a veces, es así como funciona. Desde el principio, el Gobierno y las agencias gubernamentales han corrido el peligro de ser secuestradas. Es más probable que las secuestren cuando poderosos intereses sienten la amenaza de un cambio, ya sea legal o tecnológico. Con demasiada frecuencia, estos poderosos intereses emplean su influencia dentro del Gobierno para que este los proteja. Por supuesto, la retórica de esta protección está siempre inspirada en el beneficio público; la realidad, sin embargo, es algo distinta. Ideas que eran tan sólidas como una roca en una época, pero que sin más apoyo que el propio se desmoronarían en la siguiente, se sostienen por medio de esta sutil corrupción de

nuestro proceso político. La RCA poseía lo que no tenían los Causby: el poder necesario para asfixiar el efecto del cambio tecnológico.

No hay un único inventor del internet. Ni hay una buena fecha para marcar su nacimiento. Sin embargo, en un tiempo muy corto, el internet se ha convertido en parte de la vida diaria de Estados Unidos. Según el Pew Internet and American Life Project, un 58 % de los estadunidenses tenía acceso al internet en 2002, subiendo así con respecto al 49 % de dos años antes.7 Esa cifra podría perfectamente exceder dos tercios del país a finales del 2004. Conforme el internet se ha integrado en la vida diaria, han cambiado las cosas. Algunos de esos cambios son técnicos —el internet ha hecho que las comunicaciones sean más rápidas, ha bajado los costes de recopilar datos, etcétera—. Estos cambios técnicos no son el tema de este libro. Son importantes y falta comprenderlos mejor. Pero son el tipo de cosas que simplemente desaparecerían si apagáramos el internet. No afectan a la gente que no usa internet o al menos no la afectarían directamente. Son tema apropiado para un libro sobre el internet, pero este libro no es sobre ello. Por el contrario, este libro trata sobre el efecto que el internet tiene más allá de el propio internet: el efecto que tiene sobre la forma en la que la cultura se produce. Mi tesis es que el internet ha inducido un importante y aún no reconocido cambio en ese proceso. Ese cambio transformará radicalmente una tradición que es tan vieja como nuestra república. La mayoría rechazaría este cambio, si lo reconociera. Sin embargo, la mayoría ni siquiera ve lo que ha introducido el internet. Podemos vislumbrar algo si distinguimos entre cultura comercial y no comercial, y dibujamos un mapa de la forma en la que las leyes regulan cada una de ellas. Con «cultura comercial» me refiero a esa parte de nuestra cultura que se produce y se vende, o que se produce para ser vendida. Con «cultura no comercial» me refiero a todo lo demás. Cuando los ancianos se sentaban en los parques o en las esquinas de las calles y contaban historias que los niños y otra gente consumían, eso era cultura no comercial. Cuando Noah Webster publicaba su Antología de artículos o Joel Barlow sus poemas, eso es cultura comercial. Al principio de nuestra historia y durante casi toda la historia de nuestra tradición, la cultura no comercial básicamente no estaba sometida a regulación. Por supuesto, si tus historias eran obscenas o si tus canciones hacían demasiado ruido, las leyes podían intervenir. Pero las leyes nunca se preocupaban directamente de la creación o la difusión de esta forma de cultura y dejaban que esta cultura fuera «libre». La ley dejaba en paz los modos corrientes en los que los individuos normales compartían y transformaban su cultura —contando historias, recreando escenas de obras de teatro o de la televisión, participando en agrupaciones de aficionados, compartiendo música, grabando cintas—. Las leyes se centraban en la creatividad comercial. Al principio de un modo leve y después de una manera bastante más extensa, las leyes protegían los incentivos de los creadores concediéndoles derechos exclusivos sobre sus obras de creación, de manera que pudieran vender esos derechos exclusivos en el mercado.8 Esto es también, por supuesto, una parte importante de la

creatividad y la cultura, y se ha convertido cada vez más en una parte importante de Estados Unidos. Pero de ningún modo era la parte dominante de nuestra tradición. Era, por el contrario, tan solo una parte, una parte controlada, equilibrada por la parte libre. Ahora se ha borrado esta división general entre lo libre y lo controlado.9 El internet ha preparado tal disipación de los límites y, bajo la presión de los grandes medios de comunicación, ahora las leyes han hecho efectiva esta disipación. Por primera vez en nuestra tradición, las formas habituales en las cuales los individuos crean y comparten la cultura caen dentro del ámbito de acción de las regulaciones impuestas por leyes, que se han expandido para poner bajo su control una enorme cantidad de cultura y creatividad a la que nunca antes habían llegado. La tecnología que preservaba el equilibrio de nuestra historia —entre los usos de nuestra cultura que eran libres y aquellos que tenían lugar solamente tras recibir permiso— ha sido destruida. La consecuencia es que de forma creciente somos menos una cultura libre y más una cultura del permiso. Se justifica la necesidad de este cambio diciendo que es preciso para proteger la creatividad comercial. Y, de hecho, el proteccionismo es el motivo que tiene detrás. Pero el proteccionismo que justifica los cambios que describiré más adelante no es del tipo limitado y equilibrado que había sido definido por las leyes en el pasado. No se trata de un proteccionismo que tiene como fin proteger a los artistas. Es, por el contrario, un proteccionismo que tiene como propósito proteger ciertas formas de negocio. Corporaciones amenazadas por el potencial del internet para cambiar la forma en la que se produce y comparte la cultura, tanto comercial como no comercial, se han unido para inducir a los legisladores a que usen las leyes para protegerlos. Esta es la historia de la RCA y Armstrong; es el sueño de los Causby. Esto es porque el internet ha desencadenado una extraordinaria posibilidad de que varios participen en este proceso de construir y cultivar una cultura que va mucho más allá de los límites locales. Ese poder ha cambiado el mercado en relación con las formas en las que se construye y se cultiva la cultura en general, y ese cambio, a su vez, amenaza a las industrias de contenidos asentadas en su poder. Por lo tanto, internet es para estas industrias que construían y distribuían contenidos en el siglo XX lo que la radio FM fue para la radio AM, o lo que el camión fue para la industria del ferrocarril en el siglo XIX: el principio del fin o al menos una transformación fundamental. Las tecnologías digitales, ligadas a internet, podrían producir un mercado para la construcción y el cultivo de la cultura, inmensamente más competitivo y vibrante; ese mercado podría incluir una gama mucho más amplia y diversa de creatividad; y, dependiendo de unos cuantos factores importantes, esos creadores podrían ganar de media más de lo que ganan con el sistema de hoy en día —todo esto siempre y cuando las RCA actuales no usen las leyes para protegerse contra esta competencia—. Sin embargo, como defiendo en las páginas que siguen, esto es precisamente lo que está ocurriendo en nuestra cultura. Los modernos equivalentes de la radio de principios del siglo XX o de los ferrocarriles del siglo XIX están usando su poder para conseguir que las leyes los protejan contra esta nueva tecnología que es más vibrante y eficiente para construir cultura que la antigua. Están triunfando en lo que respecta a su plan para reconfigurar el internet antes de que este los reconfigure a ellos.

A muchos no les parece que esto sea así. A la mayoría, las batallas sobre el copyright y el internet les parecen remotas. A los pocos que las siguen les parece que tratan principalmente acerca de una serie mucho más sencilla de cuestiones; sobre si se permitirá la «piratería» o no, sobre si se protegerá la «propiedad» o no. La «guerra» que se ha librado contra las tecnologías del internet ha sido presentada como una batalla en torno al imperio de la ley y el respeto a la propiedad; lo que el presidente de la Asociación estadunidense de Cine (MPAA, por sus siglas en inglés), Jack Valenti, ha llamado su «propia guerra contra el terrorismo».10 Para saber de qué bando ponerse en esta guerra, la mayoría piensa que basta solamente con decidir si estamos a favor o en contra de la propiedad. Si estas fueran de verdad las opciones, entonces yo estaría de acuerdo con Jack Valenti y la industria de contenidos. Yo también creo en la propiedad y especialmente en la importancia de lo que Valenti llama «propiedad creativa». Creo que la «piratería» está mal y que las leyes, bien afinadas, deberían castigar la «piratería», se produzca fuera o dentro del internet. Pero estas sencillas creencias enmascaran en realidad una cuestión mucho más fundamental y un cambio mucho más drástico. Lo que yo temo es que a menos que lleguemos a ver este cambio, la guerra para librar internet de «piratas» también librará a nuestra cultura de valores que han sido claves en nuestra tradición desde el principio. Estos valores construyeron una tradición que, durante al menos los primeros ciento ochenta años de nuestra República, garantizaba a los creadores el derecho a construir libremente a partir de su pasado, y protegía a quienes creaban o innovaban tanto del Estado como del control privado. La Primera Enmienda protegía a los creadores del control del Estado. Y como el profesor Neil Netanel argumenta convincentemente,11 la ley del copyright, con los contrapesos adecuados, protegía a los creadores contra el control privado. Nuestra tradición no era ni soviética ni tampoco era la tradición de los mecenas de las artes. Antes bien, excavó un amplio espacio dentro del cual los creadores podían cultivar y extender nuestra cultura. Sin embargo, la respuesta de las leyes al internet, cuando van ligadas a los cambios en la misma tecnología del internet, han incrementado masivamente la regulación efectiva de la creatividad en Estados Unidos. Para criticar o construir a partir de la cultura que nos rodea, uno tiene antes que pedir permiso, como si fuera Oliver Twist. Este permiso, por supuesto, se concede a menudo — pero no tan a menudo a los que son críticos o independientes—. Hemos construido una especie de aristocracia cultural; aquellos que están dentro de la clase nobiliaria viven una vida cómoda; los que están fuera, no. Pero cualquier aristocracia es ajena a nuestra tradición. La historia que sigue trata acerca de esta guerra. No trata de la «centralidad de la tecnología» en la vida diaria. No creo en dios alguno, ya sea digital o de cualquier otro tipo. La historia que sigue no supone tampoco un esfuerzo para demonizar a ningún individuo o grupo, porque no creo en el demonio, ya sea corporativo o de cualquier otro tipo. Esto no es un auto de fe, ni una fábula con moraleja, ni llamo tampoco a la guerra santa contra ninguna industria. Por el contrario, supone un esfuerzo para comprender una guerra desesperadamente destructiva inspirada en las tecnologías del internet pero con un alcance que va más allá de su código. Y al entender esta batalla, este libro supone un esfuerzo para diseñar la paz. No hay ni una buena razón para que continúe la lucha actual en torno a las tecnologías del internet. Se hará gran

daño a nuestra tradición y a nuestra cultura si se permite que siga sin control. Debemos llegar a comprender el origen de esta guerra. Debemos resolverla pronto.

Igual que en la batalla de los Causby, esta guerra tiene que ver, en parte, con la «propiedad». La propiedad, en esta guerra, no es tan tangible como la de la guerra de los Causby y todavía no ha muerto ningún pollo inocente. Sin embargo, las ideas que hay en torno a esta «propiedad» resultan tan obvias a mucha gente como les parecían a los Causby las afirmaciones sobre la santidad de su granja. Nosotros somos los Causby. La mayoría de nosotros damos por sentado las reclamaciones extraordinariamente poderosas que ahora llevan a cabo los dueños de la «propiedad intelectual». La mayoría de nosotros, como los Causby, tratamos esas exigencias como si fuesen obvias. Y por lo tanto, como los Causby, estamos en contra cuando una nueva tecnología interfiere con esta propiedad. Nos resulta tan claro como lo era para ellos que las nuevas tecnologías del internet están «invadiendo» los derechos legítimos de su «propiedad». Nos resulta tan claro, a nosotros como a ellos, que las leyes deben intervenir para detener este allanamiento. Y por tanto, cuando los geeks y los tecnólogos defienden a su Armstrong o a sus hermanos Wright, la mayoría de nosotros simplemente no está de su parte, ni tampoco los comprendemos. El sentido común no se rebela. A diferencia del caso de los pobres Causby, en esta guerra el sentido común está del lado de los propietarios. A diferencia de lo ocurrido con los afortunados hermanos Wright, internet no ha inspirado una revolución de su parte. Mi esperanza es agilizar este sentido común. Cada vez me he ido asombrando más ante el poder que tiene esta idea de la propiedad intelectual y, de un modo más importante, del poder que tiene para desactivar el pensamiento crítico por parte de los legisladores y los ciudadanos. En toda nuestra historia nunca ha habido un momento como el actual, en el que una parte tan grande de nuestra «cultura» fuera «posesión» de alguien. Y sin embargo jamás ha habido un momento en el que la concentración de poder para controlar los usos de la cultura se haya aceptado con menos preguntas que como ocurre hoy en día. La complicada pregunta es: ¿por qué? ¿Es porque hemos llegado a comprender la verdad sobre el valor y la importancia de la propiedad absoluta sobre las ideas y la cultura? ¿Es porque hemos descubierto que nuestra tradición de rechazo a tales reclamaciones absolutas estaba equivocada? ¿O es porque la idea de propiedad absoluta sobre las ideas y la cultura beneficia a las RCA de nuestro tiempo y se ajusta a nuestras intuiciones más espontáneas? ¿Es este cambio radical, que nos aleja de nuestra tradición de cultura libre, una instancia con la que Estados Unidos corrige un error de su pasado, tal y como hicimos tras una sangrienta guerra contra la esclavitud y estamos haciendo poco a poco con las desigualdades? ¿O es este cambio radical un ejemplo más de un sistema político secuestrado por unos pocos y poderosos intereses privados? ¿El sentido común apoya los extremos en relación con esta cuestión debido a que el sentido común cree de verdad en estos extremos? ¿O está el sentido común callado ante estos extremos porque, como con Armstrong contra la RCA, el bando más poderoso se ha asegurado de tener la

opinión más convincente? No pretendo hacerme el misterioso. Mis propias opiniones están ya claras. Creo que fue bueno que el sentido común se rebelara contra el extremismo de los Causby. Creo que estaría bien que el sentido común volviera a rebelarse contra las afirmaciones extremas hechas hoy en día a favor de la «propiedad intelectual». Lo que actualmente exigen las leyes se acerca cada vez más a la estupidez de un sheriff que arresta a un avión por allanamiento. Pero las consecuencias de esta estupidez serían mucho más profundas.

La lucha que se libra ahora mismo se centra en dos ideas: «piratería» y «propiedad». El objetivo de las próximas dos partes de este libro es expCrimsonr estas dos ideas. El método que sigo no es el habitual en un profesor universitario. No quiero sumergirte en un argumento complejo, reforzado por referencias a oscuros teóricos franceses —por muy natural que eso se haya vuelto para la clase de bichos raros en la que nos hemos convertido—. En cada parte, más bien, comienzo con una colección de historias que dibujan el contexto dentro del cual se pueden comprender mejor estas ideas aparentemente sencillas. Estas dos secciones establecen la tesis central de este libro: que mientras internet ha producido realmente algo fantástico y nuevo, nuestro Gobierno, presionado por los grandes medios audiovisuales para que responda a esta «cosa nueva», está destruyendo algo muy antiguo. En lugar de comprender los cambios que el internet permitiría y en lugar de dar tiempo para que el «sentido común» decida cuál es la mejor forma de responder a ellos, estamos dejando que aquellos más amenazados por los cambios usen su poder para cambiar las leyes —y, de un modo más importante, usen su poder para cambiar algo fundamental acerca de lo que siempre hemos sido—. Permitimos esto, creo, no porque esté bien, ni porque la mayoría de nosotros creamos en estos cambios legales. Lo permitimos porque entre los intereses más amenazados se hallan los principales agentes de nuestro proceso de promulgación legislativa, tan deprimentemente lleno de compromisos. Este libro es la historia de una de las consecuencias más de esta forma de corrupción —una consecuencia que para la mayoría de nosotros está sumida en el olvido—.

Título original Free culture Traducción Antonio Córdoba Origen del contenido para esta edición

https://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/Por%20una%20cultura% 20libre-TdS.pdf Fecha de publicación Marzo del 2004 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-NC Observaciones El fragmento incluido aquí es la introducción a la obra, publicada por Traficantes de Sueños en mayo del 2005, de la página 21 a la 33.

1. Tucker, George: Blackstone’s commentaries 3, Rothman Reprints: South Hackensack, 1969, p. 18. 2. Los Estados Unidos contra Causby: 1946, 328 U.S. 256 y 261. El tribunal halló que podía haber una «expropiación» si el uso de sus tierras por parte del Gobierno efectivamente destruía el valor de la tierra de los Causby. Este ejemplo me fue sugerido por este maravilloso artículo: Aoki, Keith: «(Intellectual) property and sovereignty: notes toward a cultural geography of authorship», Stanford Law Review: 1996 (núm. 48), pp. 1293 y 1333. También véase: Goldstein, Paul: Real Property, Foundation Press: Mineola, 1984, pp. 1112 y 1113. 3. Lessing, Lawrence: Man of high fidelity: Edwin Howard Armstrong, J. B. Lipincott Company: Filadelfia, 1956, p. 209. 4. Varios autores: Saints: the heroes and geniuses of the electronic era, First Electronic Church of America: en línea (12 de febrero del 2016). 5. Lessing, Lawrence: Man of high fidelity: Edwin Howard Armstrong, J. B. Lipincott Company: Filadelfia, 1956, p. 226. 6. Lessing, Lawrence: Man of high fidelity: Edwin Howard Armstrong, J. B. Lipincott Company: Filadelfia, 1956, p. 256. 7. Lenhart, Amanda: «The ever-shifting internet population: a new look at internet access and the digital divide», Pew internet and american life project, Pew Research Center: 2003, p. 6. 8. Lenhart, Amanda: «The ever-shifting internet population: a new look at internet access and the digital divide», Pew internet and american life project, Pew Research Center: 2003, p. 6. No es el único propósito del copyright, aunque es abrumadoramente primordial en el copyright establecido por la constitución federal. La ley estatal del copyright históricamente no solo protegía los intereses comerciales en lo que respecta a la publicación, sino también un interés por permanecer anónimo. Al conceder a los autores el derecho exclusivo a la primera publicación, la ley estatal del copyright les daba el poder de controlar la difusión de datos sobre ellos. Al respecto, véase: Warren, Samuel D.; Brandeis, Louis D.: «The right to privacy», Harvard Law Review, Universidad de Harvard: 1890 (núm. 5), vol. IV, pp. 198-200. 9. Lenhart, Amanda: «The ever-shifting internet population: a new look at internet access and the digital divide», Pew internet and american life project, Pew Research Center: 2003, p. 6. 10. Harmon, Amy: «Black hawk download: moving beyond music, pirates use new tools to turn the net into an illicit video club», New York Times: 2002. 11. Netanel, Neil W.: «Copyright and a democratic civil society», Yale Law Journal: 1996 (núm. 106), p. 283.

Copia este libro David Bravo Bueno

Hay quien piensa que los autores deberían crear solo por amor al arte sin necesidad de remuneración. Pero, si eso fuera así, la mayoría de las personas solo podrían dedicarse a la creación en el tiempo libre que les deja el trabajo, cuando algo les deja. Es cierto que el dinero no es la motivación principal de los autores, pero eso no cambia el hecho de que sí lo sea para que el carnicero te venda su carne o para que el casero te mantenga el arriendo. También es verdad, como dicen muchos en internet, que Cervantes era pobre y que eso no impidió que escribiera El Quijote. Pero, por un lado, muchos cervantes no fueron tan valientes como Cervantes y los perdimos por el camino; por el otro, nadie en su sano juicio desea esa vida para los creadores solo porque el Manco de Lepanto fuera capaz de resistirla. El hecho de que Van Gogh fuera pobre y a pesar de todo hiciera obras inmortales no es una explicación que abarque la generalidad de las situaciones posibles. Ese argumento hace regla de las excepciones. En España, el intento de procurar la remuneración del autor sin frenar el acceso a la cultura se encuentra en la imposición de un canon a cada soporte idóneo para grabar obras intelectuales. En septiembre del 2003 ese canon se amplió a los CD, lo que desató una polémica sin precedentes en la red. En los compactos vírgenes no solo se hacen copias privadas de obras intelectuales, sino que se pueden grabar desde documentos personales hasta copias de seguridad de software. El pago indiscriminado tiene como resultado que cada vez que compramos un CD paguemos una remuneración a los autores, artistas y productores aunque no lo utilicemos para grabar ninguna de sus obras. Los usuarios de Linux, entre otros, han protestado porque cada vez que graban ese sistema operativo en un compacto pagan lo que no deben. Eso que a todas luces es algo injusto ha intentado ser explicado de diversas maneras por parte de los defensores de ese tipo de remuneración. José Neri, presidente de la Sociedad Digital de Autores y Editores, lo explicó así en una entrevista: ¿De qué estamos hablando? Estamos hablando del castigo a un colectivo cariñoso con la sociedad, que hace música para divertir a los demás y que están siendo maltratados [...]. Al linuxero, porque le cueste un disco ciento quince pesetas en lugar de ochenta, pues no le va a pasar nada.

El argumento era potente pero la mayoría de la gente sigue pensando que no debe pagar a alguien si no ha copiado su obra, por muy cariñoso que sea. Pero si el canon no es un buen sistema y provoca un rechazo social, habrá que buscar otro modo de remuneración que, acorde con los tiempos en los que vivimos, permita vivir dignamente a autores y artistas. Es decir, estar en contra del canon no es estar en contra de la remuneración de

los autores, sino que únicamente significa que se rechaza un concreto modo de compensación. La Asociación de Compositores y Autores Musicales (AC AM) publicó un artículo en su web, al que tituló «No al canon, ¿nueva limpieza étnica?». Para los que creen que un solo modelo es posible, las alternativas son estar de acuerdo con el canon o estar de acuerdo con que los autores se mueran de hambre. Nadie lo expresa mejor que Caco Senante, para quien «defender que soportes y equipos no incluyan en sus precios unas pequeñas cantidades adicionales significaría estar de acuerdo con la desaparición del autor». La difusión de la idea de que no estar a favor del canon es estar a favor del exterminio de los autores no ayuda a que entre todos imaginemos un nuevo modelo que satisfaga a los que crean cultura y a los que acceden a ella.

La renta básica Los modelos económicos no son impuestos desde los cielos a la tierra, sino que los hacen y deshacen los seres humanos. Cuando se pone en duda la efectividad de las reglas actuales muchos se santiguan porque creen que se alteran las leyes de la naturaleza o los mandamientos de Dios. Las alternativas a lo establecido son blasfemias para algunos y utopías para otros. Uno de los mayores éxitos del pensamiento único es el de convertir en inconcebible lo que se salga de sus estrechos límites. Sueño de locos sería la propuesta de la «renta básica», como sueño de locos fue el sufragio universal, la abolición de la esclavitud o la consagración de la libertad de expresión. La renta básica es «el derecho que tiene cada ciudadano a percibir una cantidad periódica para cubrir sus necesidades materiales, sin ninguna condición que lo limite. Es decir, únicamente por el mero hecho de nacer, por la singular razón de existir, la sociedad está obligada a proporcionar a cada ser humano los medios materiales que garanticen el bienestar social que necesita para sobrevivir con dignidad».1 En este sistema, trabajar es un derecho que permite la mejora de tus condiciones de vida, pero no es una obligación. Este derecho, que burla el castigo divino de ganarte el pan con el sudor de tu frente, se otorgaría a todas las personas, ricas y pobres, sin necesidad de que tengan un empleo o lo hayan tenido. El salario, que es el cuchillo en el cuello que nos obliga a aceptar trabajos que nadie quiere y a rechazar el desarrollo de nuestra vocación por tener pocas salidas laborales, se presentaría ahora como el modo de mejorar nuestras condiciones de vida pero no ya como el modo de mantenerlas. Los trabajadores ya no tendrían por qué aceptar cualquier condición laboral por penosa que sea. Del mismo modo, los trabajos más sacrificados tendrían que aumentar su paga, porque su aceptación ya no estaría condicionada a la amenaza del plato de comida en la mesa. Los autores podrán dedicarse a crear sus obras, y los que hoy no se atreven a ejercer ese oficio al que le tienen ganas se animarían a tirarse a una piscina que ya no está vacía. Teniendo garantizada su subsistencia, las remuneraciones generadas por sus obras serán solo un añadido para vivir mejor. La renta básica resulta tan novedosa y rompe de una forma tan radical las concepciones de las

relaciones económicas que nos han inculcado, que la primera reacción al conocer su propuesta es que resulta poco menos que una fantasía. Que nadie trabajará teniendo esa remuneración básica o que resulta inviable financieramente es lo primero que suele objetarse. La renta básica solo garantiza tu subsistencia digna y su cuantía se fija en la que está definida como el umbral de pobreza, pero nada más. Las aspiraciones de los seres humanos no terminan en comer y dormir. Tu ordenador, el internet, el cine, el teatro, las vacaciones o las cenas con tus amigos solo pueden ser pagadas trabajando. Son muy pocos los que se contentarían con no trabajar y subsistir con lo básico. La viabilidad financiera de la renta básica ha sido debatida y estudiada rigurosamente. No se trata de pedir lo que no se puede dar, sino que la avalan estudios económicos con el suficiente peso como para que se esté planteando en la actualidad como alternativa seria a tener en cuenta. El 20 de abril del 2005 la Fundació Jaume Bofill presentó un estudio donde se confirmaba que una reforma en profundidad del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) «permitiría que todos los ciudadanos de Cataluña cobraran una renta básica de ciudadanía de 5 414 euros anuales». Según informó la Agencia Efe el 14 de mayo del 2005, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) «cree necesaria la creación de una subcomisión en el seno de la Comisión de Trabajo y Asuntos Sociales del Congreso para estudiar la viabilidad económica de una renta básica universal». La renta básica sería un incentivo para que muchos autores desarrollaran su vocación sin miedo a no obtener una remuneración suficiente que cubra sus necesidades mínimas. Sin embargo, esto, por mucho que beneficie a la cultura multiplicando a quienes la crean, no responde a la pregunta de cómo pagar las concretas actividades creativas. Teniendo en cuenta que todo parece indicar que el actual modelo de remuneración ha entrado en crisis, puede que sea la hora de pensar en alguna alternativa.

Modos de remuneración indirectos El periodista Ignacio Escolar tiene un blog en internet. Su página no es visitada por decenas de miles de personas, pero sí tiene los suficientes lectores como para que la publicidad le deje algún dinero mensualmente. A pesar de que solo dedica a su blog el tiempo que le deja su trabajo como periodista, Escolar calcula que si las visitas siguen aumentando del modo en el que lo hacen hasta ahora, en poco tiempo podría vivir de escribir en internet. Dejando a un lado los peligros que la publicidad puede tener para la independencia en medios masivos, lo cierto es que este es solo un ejemplo de que ofrecer contenidos gratuitos no significa trabajar gratis, como tampoco trabajan gratis los periodistas del 20 Minutos, los locutores de la radio o los actores de las series de televisión, a pesar de que tú los disfrutes sin pagar nada en unos casos o pagando de un modo indirecto en otros. Son muchos los músicos que, aprovechando lo relativamente barato que es hoy en día grabar

un disco, siguen un sistema parecido al de Escolar y han decidido colgar su música en internet procurando que su difusión les genere ingresos indirectos. Estos autores y artistas, que por lo general llegan a la red al haber sido apartados por la industria discográfica, nacen gracias al mismo invento al que las multinacionales culpan de la muerte de los grupos o solistas noveles. El hecho de colgar tu obra en internet significa que no cobrarás por cada descarga pero no que no obtendrás ningún tipo de remuneración. Tal y como cuenta el libro Intellectual property on the internet en su reseña de An artist's entry into cyberspace, son muchos los que, buscando una remuneración indirecta, han decidido difundir sus obras desde páginas web fomentando las descargas para uso personal. Grateful Dead, Billy Idol, Alanis Morisette, Eric Clapton y David Bowie son solo unos pocos ejemplos de músicos que han puesto obras en la red para su descarga gratuita.2 Según este mismo libro, Intellectual property on the internet, Warner Bros mantuvo un sitio web desde el cual se podía acceder gratuitamente a obras en formato DVD, dejando la posibilidad de pagar una suscripción a cambio de recibir servicios de valor añadido como entrevistas o imágenes del rodaje. El acceso gratuito se presenta así no solo como compatible con el acceso de pago, sino incluso como su promotor.3

Las licencias Creative Commons Ya son muchos los que han decidido adoptar este tipo de licencias que, frente al «todos los derechos reservados», plantea «algunos derechos reservados». Eso no supone una renuncia de los derechos de autor sino un modo diferente de ejercerlos. El hecho de que la propiedad intelectual tradicional, aplicada a este contexto tecnológico, es más un obstáculo que una ayuda, justifica el cambio. Las licencias Creative Commons, que ponen alas donde el copyright restrictivo ponía candados y grilletes, no solo favorecen el acceso a la cultura, sino que, al permitir que los creadores puedan basarse en obras anteriores con mayor libertad, favorecen a la creación misma. Teniendo en cuenta que, a excepción de la venta de discos, todos los modos de explotación de la música están aumentando en la misma proporción en la que crecen los fanáticos de la música, no sería descabellado pensar que para muchos es un buen negocio difundir sus obras en internet y cobrar con la venta de licencias individualizadas, con los beneficios obtenidos por la comunicación pública o con el merchandising. El problema es que los derechos de remuneración son de gestión colectiva obligatoria y, si los quieres ejercer, debes asociarte a una entidad de gestión, lo que hoy supone la imposibilidad de tener una licencia Creative Commons. Eso no ha impedido que un gran número de músicos opte por este tipo de licencias, pero, a mediano plazo, la solución pasa por crear una entidad que las admita. Si no fuera así, no solo los autores no podrían cobrar por ciertos usos que se hagan de sus obras, sino que la generalización de estas licencias supondría una fuente más de recaudación para las entidades de gestión, que cobrarían esos derechos aunque pertenecieran a autores no

asociados y terminarían destinándolos a las actividades culturales o asistenciales de esa entidad. Creative Commons debe entenderse sin prejuicio de los límites que tiene la propiedad intelectual. A veces este tipo de licencias son usadas como argumento por los fanáticos del copyright, que suelen decir algo así como «estamos totalmente de acuerdo con estas licencias, si los autores que las adoptan quieren permitir que un usuario copie su obra están en su derecho, pero si yo no quiero hacerlo debe respetarse esa decisión». Pero no es cierto que en nuestro derecho el autor pueda decidir sobre todos y cada uno de los usos de su obra. En determinados casos establecidos por la ley, las obras pueden usarse incluso sin autorización del autor y eso es así con independencia de las licencias que se establezcan.

Otros modelos de negocios Muchos se quejan de que ni todas las empresas que se dedican a la venta de discos son multinacionales ni todos los que trabajan en ese sector son millonarios yuppies que dan grima de solo mirarlos, sino que, la mayoría, son simples trabajadores honestos que ven peligrar su trabajo. Tienen razón, pero esa realidad dramática no es culpa de nadie. El negocio se está trasladando, y tan honrada es la gente que a causa de eso pierde su empleo como la gente que lo consigue con la venta de CD vírgenes, la fabricación de tarjetas de red, el aumento de demanda de ADSL y la organización de los conciertos. El avance tecnológico ha matado un negocio y ha dado vida a otros. Eso beneficia a unos y perjudica a otros. Una alegría para los primeros y sin duda algo terrible para los segundos. Así ha ocurrido desde siempre. Señalar a los que defienden el uso de estos adelantos como responsables de la pérdida de puestos de trabajo es equivalente a calificar a los que usan cámaras de fotos digitales como responsables del paro de los que se ganaban la vida con las tiendas de revelado. La propia industria del disco nace asesinando trabajos. Antes de ella solo podía accederse a la música oyéndola en vivo. Tan importante era este tipo de comunicación pública que en su momento era el núcleo fundamental de las leyes de propiedad intelectual. Nuestra ley del 10 de enero de 1879 le dedicaba una sección de siete artículos a las obras dramáticas y musicales, y el reglamento del 3 de septiembre de 1880, que la desarrollaba, dedicaba uno de los dos títulos que lo componían a los teatros y a las obras dramático musicales. Ese núcleo fundamental de la propiedad intelectual, que era la comunicación pública en vivo, cambió cuando se popularizó el gramófono que llevaba la música de los teatros a los hogares. Probablemente, los dueños de un negocio montado sobre la base ayer firme de las presentaciones en vivo vieron en esta industria incipiente algo muy parecido a un pirata que ponía en la calle a miles de trabajadores honrados que se dedicaban a organizar espectáculos y que ahora quedaban relegados a un segundo plano. Los negocios y los pilares mismos de la propiedad intelectual tuvieron que cambiarse por completo y adaptarse a la nueva realidad que supuso el nacimiento y la consolidación de la industria discográfica. Muchas empresas han visto que es absurdo intentar parar una catarata con las manos y, en lugar de hacer eso, han decidido aprovecharla y dejarse arrastrar por ella.

Magnatune Magnatune es un sello discográfico online que permite oír completamente las canciones antes de comprarlas. El precio que pagas por disco está directamente relacionado con lo que tú quieras y puedas dar: pagas lo que te parece justo. Es cierto que esta empresa cataloga el precio mínimo de justicia en cinco dólares pero, una vez pagados, la persona que adquiere la música, al tener esta una licencia Creative Commons, puede compartirla con todo aquel que le plazca y hacer obras derivadas de ella sin ánimo de lucro, con el aliciente de que la Asociación de Industria Discográfica de Estados Unidos (RIAA, por sus siglas en inglés) no derribará la puerta de su casa. Desde Magnatune se explica la razón de la iniciativa, que no es otra que la de ofrecer una alternativa que sea rentable no solo para la empresa sino también para los músicos y para el interés social. Los autores no se llevan con Magnatune el triste 4 % al que la industria discográfica actual les tiene acostumbrados, sino el 50 %. Esos beneficios que autores y empresa se reparten por mitad no dejan de subir, siendo el intercambio en internet su mejor promoción. En unos tiempos en los que las grandes discográficas demandan a miles de ciudadanos, Magnatune aprovecha la rebeldía y el activismo que genera la represión. Este sello conoce la imagen que a pulso se ha ganado una industria que basa su negocio en vampirizar a los músicos, inflar los precios y perseguir a los adolescentes. Quizás esa sea la razón por la que Magnatune ha decidido desmarcarse con un lema que la define y diferencia. Ese lema, ya popular, es: «No somos malvados».

Undermusik El día que el jurado preguntó a Ignacio Cofrade Romero por qué en su proyecto empresarial había previsto dar a los artistas unos royalties del 50 %, cuando el mercado le permitía pagarles menos, este respondió que esa era «la filosofía de la empresa». Undermusik es un proyecto empresarial que se presentó al III Concurso de Emprendedores Universitarios promovido por la Escuela de Organización Industrial y el Grupo Joly. A pesar de que planteaba algo tan novedoso como vender música con licencia Creative Commons y de que hablaba de algo tan raro como «filosofía de empresa», el jurado, formado por empresarios profesionales, lo seleccionó para la final junto con otros cinco proyectos. Undermusik basa su negocio en los conciertos. Tomando la música como un elemento promocional de los espectáculos en vivo, esta empresa ha decidido ejercer también las labores de manager de los grupos, cobrando un porcentaje de lo que generen al presentarse en vivo. Sabiendo que las estadísticas señalan que el negocio resurge en los conciertos, empresas como esta han preferido ir a donde está el negocio en lugar de rezar por que el negocio vuelva a ellas. Si la mitad del tiempo y del dinero que gastan las entidades de gestión y la industria en perseguir y atemorizar a adolescentes se invirtiera en estudiar vías alternativas de remuneración,

estoy seguro de que se conseguirían más resultados. Las redes peer-to-peer no solo deben preservarse sino que deben expandirse a todos aquellos que todavía no tienen recursos económicos suficientes para permitirse internet y acceder a ellas. Cuándo tendremos el placer de escuchar a una sola persona de una entidad de gestión diciendo: «entendemos que las nuevas tecnologías acercan la cultura como nunca se había hecho antes y eso es algo que hay que mantener, aunque habrá que buscar el modo de compatibilizar este avance tan beneficioso para la sociedad con el pago a los autores». Buscar modos alternativos de remuneración que compatibilicen este acceso libre a la cultura no es una fantasía. La fantasía es creer que es posible controlar a los millones de personas que hoy en día intercambian obras en internet.

Origen del contenido para esta edición http://copiaestelibro.bandaancha.st/busqueda_de_alternativas.html Fecha de publicación Junio del 2005 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-NC-ND Observaciones Se trata de un fragmento de esta obra, originalmente publicada por la editorial Dmem en junio del 2005 y montada en formato XHTML por Antonio L. Martín.

1. Fernández, José Iglesias; Busqueta, Josep Manel; Sáez Bayona, Manolo: Todo sobre la renta básica. Introducción a los principios, conceptos, teorías y argumentos, Virus Editorial: 2001. 2. William Fisher, profesor de Harvard, plantea otro modo de remuneración para las descargas: «Fisher sugiere una forma muy ingeniosa para desbloquear el debate sobre Internet. De acuerdo con su plan, todos los contenidos susceptibles de transmitirse digitalmente serían (1) marcados con una huella digital (no importa lo fácil que sea evitar estas marcas; ya veremos que no hay incentivos para hacerlo). Una vez que los contenidos han sido marcados, los empresarios desarrollarán (2) sistemas que controlen cuántos ejemplares de cada contenido se distribuyeron. A partir de estos números, (3) después se compensará a los artistas. La compensación sería pagada por (4) un impuesto al efecto». Lessig, Lawrence: Por una cultura libre, Traficantes de Sueños: Madrid, 2005, pp. 295 y 296. La propuesta de Fisher es muy similar a la propuesta de Richard Stallman para las cintas de audio digital (DAT). A diferencia de la de Fisher, la propuesta de Stallman es pagar a los artistas de un modo directamente proporcional, aunque los artistas más populares recibirían más que los menos populares. Como es típico en Stallman, su propuesta se adelanta al debate actual en algo así como una década. 3. Un sistema parecido a ese fue también previsto por Eric Schlachter que, señaló hasta nueve vías distintas de remuneración. Estas vías son la publicidad, el patrocinio, las ventas a prueba, la venta de actualizaciones, la venta de tecnología complementaria que haga posible el disfrute de las obras, la venta de objetos físicos relacionados con las obras, la prestación de servicios técnicos de reparación y apoyo, la compraventa de información sobre las preferencias de los consumidores y la formación de grupos consumidores potenciales con una fuerte identidad. Schlachter, Eric: «The intellectual property renaissance in cyberspace: why copyright law could be unimportant on the internet», Berkeley Technology Law Journal: 1997.

¿Software libre o de élite? León Felipe Sánchez

Me considero un defensor de la apertura a la información y las tecnologías. Respeto profundamente y promuevo los derechos de autor, así como la facultad que tienen estos para decidir sobre el destino y la forma de distribución, reproducción o uso de sus obras. Por lo mismo, me parece excelente el movimiento del software libre y de código abierto (FOSS, por sus siglas en inglés). Sin embargo, creo que es víctima de una gran paradoja. Como bien lo establece su filosofía, se trata de «software libre» en referencia a la palabra «libertad». En el idioma inglés son un poco más específicos al aclarar este concepto, ya que el significado de «free» puede entenderse también como «gratuito». Se dice que un programa es «libre» cuando cumple con las cuatro libertades siguientes: 0. Libertad para correr el programa con cualquier propósito. 1. Libertad para estudiar la forma en que trabaja el programa y adaptarlo a tus necesidades. (Se da por entendido que debes tener acceso al código fuente). 2. Libertad de distribuir copias del mismo con el fin de ayudar a otras personas. 3. Libertad para realizar mejoras al programa y hacerlas de conocimiento público, para que la comunidad se vea beneficiada con ellas. (Aquí también hablamos de código fuente). He aquí en donde radica la paradoja en la que, desde mi humilde punto de vista, se ve envuelta la filosofía del software libre. Las libertades enunciadas están orientadas, en principio, a un sector reducido de la población. Es obvio que no todo mundo tiene acceso a una computadora, por lo que el universo potencial del software libre se reduce a aquellos que sí. Es más que obvio que quien no tiene acceso ni siquiera lo va a contemplar como alternativa; por eso, centremos nuestra reflexión en el universo total de gente que efectivamente tiene una computadora a la mano. Ahora bien, la libertad de correr el programa para cualquier propósito la tienen prácticamente todos aquellos que tengan una computadora y posean conocimientos básicos para instalar y correr cualquier programa. Puede parecer ridículo, sobre todo para los más apasionados defensores del software libre, pero no todos los que tienen computadora saben como instalar un programa y correrlo (de verdad). Esto reduce un poco más el universo. La segunda libertad —y digo segunda porque más adelante reflexionaré sobre la primera y la tercera— reduce un poco más el sector que puede beneficiarse con el software libre. Si reflexionamos sobre la cantidad de gente que sabe instalar y correr un programa, nos daremos cuenta de que son casi los mismos que saben hacer una copia para redistribuirlo. En este sentido,

el universo que nos quedaba quizá no se vea tan disminuido como el que nos quedó del universo potencial original al universo filtrado tras cumplir con la habilidad que necesitas para ejercer la primera libertad; sin embargo, seguramente sufrirá una pequeña disminución. Aquí viene el bajón importante. Al ejercer la primera libertad se requieren ciertas habilidades y conocimientos para poder estudiar un programa y su funcionamiento. Por lo tanto, son incluso menos que los primeros quienes tienen la capacidad de acceder y saber interpretar el código fuente del mismo. Prácticamente se nos reduce el universo a aquellos que han estudiado alguna ingeniería en sistemas o son programadores empíricos natos. Finalmente, suponiendo que eres de los contados eruditos que tienen las habilidades que hemos venido mencionando, necesitas también tener creatividad para poder ejercer la tercera libertad y proponer así mejoras al programa, para hacerlas del conocimiento del público en general y que las mismas le sean útiles a la comunidad. Así pues, me pregunto ¿quiénes y cuántos pueden ejercer las libertades que otorga el FOSS? Desde mi perspectiva, el concepto de «libertad» debe ser general: basarse en su naturaleza y no solo en su definición. No tengo nada en contra de este movimiento. Muy por el contrario, lo aplaudo y lo impulso; sin embargo, como comencé diciendo, creo que es víctima de una gran paradoja... A pesar de tener una filosofía de libertad como fundamento, su naturaleza lo hace sumamente elitista debido a que únicamente un sector extremadamente reducido de la población puede, efectivamente, ejercer las libertades que el mismo otorga. Paradójico, ¿no?

Origen del contenido para esta edición http://www.leonfelipe.org/2005/10/10/software-%C2%BFlibre-o-de-elite/ Fecha de publicación Octubre del 2005 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-SA Observaciones Una entrada al blog personal del autor, que a su vez es uno de los representantes de Creative Commons México junto con Jorge Ringenbach y Emilio Saldaña.

Propiedad intelectual y política cultural Una perspectiva desde la situación mexicana Eduardo Nivón Bolán

I A principios del sexenio del presidente Fox, la mayor de sus hijas fue fotografiada en una entrevista usando un bolso que fue identificado por varios periodistas como un producto clonado. El hecho resultó bochornoso y ameritó una disculpa pública y muchos comentarios en la prensa. En noviembre del 2005, luego de una visita oficial a Moscú, el presidente Lula, aprovechando lo largo del viaje, al menos había visto la exitosa película 2 Filhos de Francisco de Breno Silveira. El director y la empresa productora se mostraron sorprendidos por el hecho, ya que la película aún no había sido comercializada en DVD. Camino por las calles principales de mi ciudad y me topo a cada paso con expresiones de la «piratería», ese término tan elástico e impreciso. Las más evidentes se dan en los enormes puestos de películas piratas y series de televisión que a un costo de veinte pesos, menos de un euro y medio, puedo llevar a casa. Incluso descubro que los cuatro primeros capítulos de la tercera temporada de televisión del huraño médico House ya se vendían en México antes incluso de haber sido estrenadas en cable. La publicidad que hace un vendedor ambulante de estas películas de estreno en un vagón del metro es que al comprarlas uno puede verlas en familia, otorgando un plus positivo de sociabilidad a la acción de compra de este producto. En el tianguis (mercadillo en España) de mi barrio, un vecindario de clase media, el puesto de películas piratas es uno de los más solicitados. Tiene la ventaja de que funciona también como videoclub, pues se pueden cambiar las compras anteriores por nuevos productos a un precio más bajo. Además, el trato directo con el cliente supone la creación de lazos de confianza que permiten el reclamo en caso de que el producto «no sea de calidad». Los programas de cómputo y videojuegos son otros de los productos en auge. A un precio mínimo de cincuenta pesos —cuatro euros— prácticamente se puede adquirir cualquier versión de software. También es curiosa la forma en que el empresario informal da seguridad al cliente pues escribe su nombre —normalmente su apodo— en el sobre en el que guarda el CD y a veces también anota su número de teléfono celular. La versión estudiantil del nuevo Windows Vista, que se adquiere en las tiendas a tres mil pesos, podía ser adquirida en un puesto a cien pesos a lo sumo. Los puestos de ropa y perfumería son menos atendidos aunque también tienen amplia clientela. Es difícil sopesar la calidad y la diferencia entre un producto original y otro pirata, pero los más

avezados lo pueden hacer en un tiempo récord. Con todo, el aprecio por la piratería tiene límites culturales. Es interesante que la compra legal de playeras de los equipos de futbol se incremente cuando estos van al alza en la clasificación o los jugadores están en su máximo nivel. Hasta el mes de junio del 2007, la playera de Ronaldinho lograba el 60 % de las ventas de playeras del Barcelona. Con su decaído juego de los últimos meses este porcentaje ha bajado mucho y ya ocupa el tercer lugar de ventas luego de las de Messi y Henry.1 Para un seguidor comprometido de un equipo, la piratería no compensa su deseo de hacer pública su afición y la ropa oficial parece ser una exigencia personal y un premio al objeto de su admiración. Recientemente les pedí a mis alumnos que hicieran un inventario de cuánta «piratería» tenían en su habitación. Recuerdo que cuando yo era estudiante en los años setenta, lo más común eran las fotocopias, si es que se podía llamar piratería a la reproducción de un libro, o parte de él, que solo estaba en las bibliotecas. La música en casetes también era común entre los jóvenes de mi generación pero tal vez no se trataba de piratería en sentido estricto, sino de un complejo sistema de trueque de copias privadas que a lo más esperaban la reciprocidad de otra copia. La venta no era común. Los estudiantes de ahora siguen teniendo una enorme colección de fotocopias en sus habitaciones, más programas de software en sus computadoras, películas que compran y luego intercambian, dotaciones innumerables de música adquirida por muy diversos sistemas, desde las descargas de la red hasta la compra efectiva en tianguis y comercios informales; sus guardarropas contienen efectivamente una gran cantidad de prendas ilegales y los accesorios de muchas chicas y los artículos de tocador están integrados por muchos productos de la misma naturaleza. Me llama la atención la naturalidad con que exponen la composición de sus bienes escolares y de ocio entre productos legales e ilegales, pero más me provoca curiosidad dónde se detiene esa forma de consumo: en regalos especiales, en zapatos, principalmente los deportivos, en algunos productos que por el respeto o aprecio que otorgan a lo que representan deciden hacer un homenaje consistente en la compra de un producto formal como las playeras deportivas, películas mexicanas, grupos de música o incluso algunos libros de sus profesores. La llamada piratería, por consiguiente, es un complejo sistema de representaciones y de intercambio económico. Representa, entre otros, una forma de acceder a bienes cuyo valor económico es alto para el estándar de consumo de gran parte de la población, sean libros, programas de cómputo o juguetes. En ocasiones es resultado tan solo de la dificultad para acceder a los bienes legales que suponen desplazamientos, búsquedas tediosas y pérdida de tiempo; son también resultado de la aplicación de un rasero de valor simbólico en el que lo menos valioso puede ser adquirido de esa forma y la compra legal se reserva para lo apreciado, aunque ese criterio varía de un sector social a otro o de un individuo a otro. También la piratería es, para algunos, una forma de protesta social ante un mercado cada vez más controlado por grandes consorcios que ha universalizado los precios sin universalizar los ingresos ni los estándares de calidad de vida. ¿Qué consecuencias tiene la generalización de la compra ilegal de bienes culturales? Ernesto Piedras calculó que en 1998 el aporte de las industrias culturales al PIB fue de 5.7 % sin considerar la economía sombra.2 Para ese tiempo supuso que el aporte de ese sector era de un punto

porcentual más. Con los datos del 2003, Piedras calculó que el aporte del sector de las industrias protegidas por el derecho de autor a la economía había decaído en ese año en poco más de medio punto, al 5.1 %, y que, en cambio, la economía sombra, como respetuosamente la llama, había incrementado su participación casi al doble, a 1.8 % del PIB.3 Ahora bien, ¿son las económicas las únicas consecuencias del crecimiento del sector de la economía sombra? ¿Hay repercusiones en el campo de la creatividad? ¿Qué hacer ante este fenómeno tan complejo?

II En la ponencia con la que el doctor Francisco Lacayo4 presentaba las definiciones más recientes de la Unesco en materia de educación, ciudadanía, cultura y juventud, al inicio de la administración del presidente mexicano Felipe Calderón, se sumó a una posición sorprendente viniendo de un representante del organismo internacional: «el actual régimen de derecho de autor vigente no satisface las necesidades de la sociedad y tiende a legitimar el sometimiento de la cultura a las leyes del mercado, contradiciendo la doctrina que al respecto han formulado los estados miembros de la Unesco. Son cada vez más numerosos los especialistas que buscan una fórmula que garantice el equilibrio entre el derecho del autor y su obra y el derecho de la sociedad a tener acceso a ella».5 La larga historia del derecho a la propiedad intelectual6 permite señalar algunas marcas importantes. El derecho de copia, es decir, el derecho de los editores a imprimir y comercializar un texto, es anterior al derecho de los creadores a disfrutar el beneficio que se deriva de la explotación de sus aportaciones en el terreno de la ciencia, la técnica o el arte.7 Un punto en el que desde muy pronto se expresó el conflicto entre el derecho de autor y el copyright fue el de la continuidad post mortem de los derechos de autor. Esta ha pasado de unos pocos años en la época isabelina hasta lograr el récord mundial de cien años en el caso de la legislación mexicana reformada en 2003. En los Estados Unidos la vigencia de la protección de la obra individual se ha extendido hasta setenta años después de su muerte y el de las obras corporativas a noventa y cinco desde su publicación.8 Volviendo a la distinción entre derechos de autor y copyright, esta es importante porque a lo largo de la historia de la modernidad hasta nuestros días, el espacio de debate que se ha tendido alrededor de los conceptos, derecho de copia o propiedad intelectual, derechos de autor y derecho al conocimiento y a la información implicaron tradicionalmente tres sujetos con distinto nivel de participación y de privilegios que se quieren salvaguardar. Me refiero a los derechos de los empresarios, de los creadores e intelectuales y de la sociedad en su conjunto como usuaria de los productos generados y comercializados por los dos anteriores. Recientemente se han añadido dos nuevos actores a este tejido: los diseñadores de recursos tecnológicos y las sociedades de gestión. En realidad, ha sido hasta muy recientemente que se ha popularizado la expresión propiedad intelectual9 y ha sido precisamente a la luz de la extensión a escala mundial de los acuerdos comerciales. Las negociaciones internacionales, primero de la Ronda de Uruguay que dio origen al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y

posteriormente la Organización Mundial de Comercio (OMC), han sido los grandes propagandizadores de esta noción. En nuestro contexto, García Moreno10 explica cómo nuestra legislación en esta materia fue modificada a raíz de los compromisos derivados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) cuyo capítulo XVII trata expresamente sobre la propiedad intelectual. Es indudable que bajo la discusión de la propiedad intelectual estamos hablando de muchas cosas. Algunas de ellas nos remiten a etapas muy tempranas de la modernidad y otras, en cambio, solo son entendibles a la luz de los cambios tecnológicos y políticos de los últimos años. Estos cambios son importantes porque lo que puede ser aceptado para una etapa histórica no necesariamente lo es para otra. Trataré de explicarme. Los derechos que otorga el monopolio de explotación de algunas creaciones intelectuales tenían un doble objetivo, inmediato uno y diferido el otro. Por un lado, se trataba de servir de estímulo a la invención, pues al otorgar el monopolio de la explotación de algún bien se fomentaba que otros inventores se esforzaran por obtener un beneficio parecido. Así es conocido en la historia de la tecnología el impulso por someter a patente inventos como el telescopio, el microscopio o múltiples aparatos que han prestado servicio a la ciencia y a la industria de manera notable. Por otro lado, el reconocimiento de este monopolio tenía una finalidad diferida: la de que una vez terminado el tiempo que estipulaba el privilegio de la patente, el invento fuera de uso general y, con ello, la sociedad se viera beneficiada del trabajo de los inventores. Por supuesto que estos dos objetivos no siempre han estado claros, y los abusos o la corrupción sobre esta materia los encontraremos a lo largo de toda la historia de Occidente. Sin embargo, es hoy cuando con más transparencia apreciamos que la utilidad de los instrumentos legales existentes para la consecución de estos dos objetivos está en duda. En su exhaustivo libro Un mundo sin copyright. Artes y medios en la globalización, Joost Smiers 11 duda que en la actualidad los mecanismos del copyright sirvan para estimular la creatividad, pues es mínimo el grupo de creadores que realmente llegan a vivir de las regalías que les produce su trabajo creativo (90 % de las regalías van a manos del 10 % de los creadores, según Smiers), una situación que se reproduce en México. Por otra parte, el excesivo proteccionismo a la creación artística, principalmente en lo que toca a protección de la obra post mortem, nos invita a cuestionarnos también sobre si la sociedad encuentra en la actual reglamentación las condiciones para beneficiarse de la creatividad de sus miembros. En otras palabras, los dos objetivos básicos de los derechos de autor se ven puestos en entredicho: por un lado, porque aunque la mayoría de los creadores no perciben regalías por su trabajo creativo, este se mantiene e impulsa el de muchos otros seres humanos y, por otra parte, la sociedad no encuentra en los actuales ordenamientos legales condiciones para apropiarse debidamente del trabajo creativo. ¿Se encuentra en México algún espacio que permita que la sociedad se vea beneficiada por la creatividad de sus artistas e intelectuales? Por lo pronto no parece claro. Como he mencionado, la legislación se ha adaptado a las tendencias internacionales y hay, al menos así me lo parece, un silencio sobre el derecho de los ciudadanos al conocimiento y a la información en casi todos los entes institucionales responsables de garantizarlo.12 Uno de los cambios que se han impulsado desde los años noventa es el que toca al papel de las

sociedades de gestión de derechos autorales. Creo que todos podemos convenir que la sindicalización puede ser en general positiva en un mundo en que el enfrentamiento de individuos con gigantes de la comunicación no puede deparar nada bueno pero, a raíz del reciente fortalecimiento de estas asociaciones, ocurrido principalmente en Europa, se observa, en mi opinión, una tendencia a emanciparse de los autores en la defensa de sus derechos como creadores individuales y actuar por impulso propio.13 De este modo las sociedades de gestión europeas han creado un verdadero ejército de inspectores y abogados, y han logrado entablar un fuerte cabildeo con capacidad de impulsar leyes y reglamentos que puede terminar, si no es que ya ha ocurrido, en distorsionar gravemente el sentido de los derechos de autor. En 2006 la Comisión Europea, según el diario El Mundo, abrió un procedimiento contra las sociedades de gestión de derechos de autor europeas por llevar a cabo prácticas monopólicas contrarias a la competencia.14 El punto más grave en este choque de instituciones ha sido la imposición de un «canon» al consumo de aparatos o consumibles de copia y reproducción que las sociedades de gestión consideran indispensable para resarcir a los creadores por la afectación que el consumo de su obra sufre al copiarse y reproducirse de manera privada los bienes culturales. En España la nueva Ley de Propiedad Intelectual admite que el consumidor copie una obra protegida por el copyright para su uso privado, pero también reconoce el derecho a los autores a ser remunerados por esa copia. De esta manera el «canon», que no es un impuesto pues no lo cobra el Estado, se impone como compensación a los autores por la pérdida de ingresos. Curioso pago que disculpa a los consumidores de incurrir en un delito de piratería pero que le impone un pago por hacer uso del derecho a copiar en forma privada una obra protegida.15 La dificultad de acepar el criterio de la legislación española es que en la actualidad cualquiera de los nuevos recursos tecnológicos está diseñado para capturar imágenes o audio de casi cualquier bien cultural y de manipularlos y difundirlos a nivel planetario. Es por esto que se ha desarrollado un amplio movimiento ciudadano en respuesta a estas pretensiones.16 El movimiento Todos contra el Canon ha logrado que la Unión Europea se pronuncie contra la aplicación del canon que ha llegado, por ejemplo, al absurdo de que el Ministerio de Justicia español lo pague para almacenar la información de los juicios. De este modo la administración pública termina pagando una cuota a las sociedades autorales por el uso de un recurso de reproducción digital totalmente ajeno a la reproducción de obras artísticas.17 En los Estados Unidos, la Digital Millennium Copyright Act, de 1998, puso al día la ley estadunidense sobre propiedad intelectual pero desató un nuevo proceso al proteger e incluso exigir a los fabricantes de equipo digital que diseñaran dispositivos contra la copia. El tema se ha prestado a amplio debate. Wikipedia, proyecto comprometido con la defensa del derecho a la información y el uso social de los derechos de autor, dice que esta ley «criminaliza, no solo la infracción del derecho de autor en sí, sino también la producción y distribución de tecnología que permita sortear las medidas de protección del derecho de autor; además incrementa las penas para las infracciones al derecho de autor en internet». Se suma igualmente a la opinión de que esa ley, específicamente la sección 1201, «paraliza la libertad de expresión y la investigación científica, pone en peligro el uso legítimo e impide la competencia y la innovación». La participación de los organismos internacionales como la ONU o la Unesco en este debate ha sido hasta cierto punto indirecta, si bien decidida en cuanto a ubicarse desde el punto de vista del

acceso al conocimiento. Tanto la declaración de principios como el Plan de Acción de la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información se refieren someramente a la propiedad intelectual en el marco de que todas las medidas para socializar la información deben realizarse tomando en cuenta el derecho a la propiedad intelectual. La participación del secretario general de la Unesco en la inauguración de la cumbre en 2003 puso de relieve los principios bajo los cuales se debía efectuar la discusión: libertad de expresión, diversidad cultural, acceso universal a la educación, acceso universal a la información.18 En ese momento, el secretario general de la Unesco hizo especial referencia a la relación del derecho a la información con las nuevas tecnologías, que se plasmaban en proyectos como la promoción y el uso del plurilingüismo y el acceso universal al ciberespacio y la preservación del patrimonio digital. Todas estas observaciones, valiosas en sí mismas, no alcanzan a subsanar con claridad las contradicciones que actualmente se manifiestan en el campo de los derechos de la propiedad intelectual. Este panorama se puede delimitar por las actuaciones en tres grandes campos: 1) la imposición de un canon a la copia privada, lo que según algunos especialistas vulnera un derecho básico; 2) las empresas productoras de software y hardware que se han adjudicado el derecho a diseñar recursos contra la copia, sin importar que esta vaya a ser destinada al uso privado; y 3) los usuarios, ahora organizados en movimientos sociales como Todos contra el Canon, Creative Commons, copyleft, que no solo tratan de defender el derecho a la copia privada sino que también fomentan el uso social del derecho autoral.

III ¿Por qué, siendo que este es un tema centenario, se vuelve ahora tan relevante discutir de nuevo sobre la propiedad intelectual y los derechos de autor? Casi todos los especialistas coinciden en que la revolución tecnológica que estamos presenciando ha modificado de tal modo las condiciones de creatividad, soporte técnico y acceso a la información que se ha vuelto necesario casi un replanteamiento total en esta materia. Un ángulo distinto para observar este mismo fenómeno es el que se deriva de la importancia que ha adquirido, en la producción de la riqueza, el trabajo intelectual. Me baso en Toby Miller19 y George Yúdice20 para revisar el desarrollo de nuevas esferas en la división del trabajo. Esta nueva esfera es evidentemente un espacio tecnológico cultural cuya materia de trabajo es el tiempo y el espacio, como sugieren Briggs y Burke.21 En efecto, lo que las diferentes revoluciones tecnológicas han traído al mundo desde el siglo XIX es la posibilidad de acortar el espacio y de acelerar el tiempo dedicado a diferentes actividades que antiguamente exigían más. En materia de cultura, lo que ha sucedido es la oportunidad de experimentar la cultura desde distancias cada vez mayores y con recursos tecnológicos cada vez más sofisticados. De este modo, el teléfono o el fonógrafo hicieron viable el disfrute de sonidos emitidos a larga distancia sin importar que la calidad del mismo haya tardado décadas en perfeccionarse. Más tarde, los nuevos recursos tecnológicos no solo sirven de intermediarios cada vez más fiables y

veloces sino que ellos mismos se convierten en recurso para la propia producción cultural, por ejemplo, cuando se realizan videos exclusivamente para ser difundidos a través de teléfonos celulares. Añádase a esto la convergencia, es decir, la tendencia a que todo se parezca a todo, como señaló Daniel Boorstin,22 y tendremos un panorama de cambio tecnológico muy complejo. Lo que han permitido estas innovaciones es el surgimiento de una verdadera universalización del espectáculo que supone la movilización constante del capital humano en función de los polos económicos dominantes. La migración de los grandes atletas latinoamericanos y africanos, especialmente jugadores de fútbol, a las ligas europeas y el movimiento de artistas de todas las latitudes a los centros de producción de cine y video (hasta Helen Mirren se ha mudado a Los Ángeles) es muestra de un proceso de relocalización del talento que tiene a su vez una cara oculta en lo que toca a la investigación tecnológica. El esfuerzo por atraer el capital intelectual y las nuevas fórmulas para hacerlo son cada día más sorprendentes. Tal como sucede en el deporte y el espectáculo, las industrias están invirtiendo en el reclutamiento intelectual, como consecuencia del nuevo panorama económico en el que los servicios, especialmente los relacionados con las nuevas tecnologías, tienen injerencia sobre el ocio, la administración, la publicidad o las finanzas. En realidad esta importancia del trabajo intelectual viene de la mano con la reordenación de la división del trabajo internacional en el que los procesos industriales que requieren la contratación de fuerza de trabajo extensiva se han trasladado a los países pobres y, en cambio, en los países desarrollados, principalmente en los anglosajones como Estados Unidos y Gran Bretaña, se ha fortalecido el trabajo de servicios, especialmente el que requiere de gran inversión de talento. De este modo, creadores y técnicos siguen siendo absorbidos por los países desarrollados sin importar el país del que procedan, así como aquellos especialistas que van a influir en la innovación de procesos administrativos de las empresas privadas y públicas, no obstante que la motivación de estas últimas para transformar sus procesos sea mucho menor. Y lo más sorprendente es la paciencia con la que se está realizando este proceso, en el sentido de que la inversión en estos «activos intangibles» tarda un tiempo en rendir dividendos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de los juegos de video de los que los desarrolladores bien a bien no saben el momento en el que estará disponible el trabajo iniciado por un equipo creativo que tiene que probar la recepción de su producto y corregirlo constantemente. Estos procesos a su vez han supuesto un cambio en las propias condiciones de la economía capitalista. La fuerza de la innovación ha sido domesticada por las grandes empresas o, al menos, estas son las que han encontrado la manera de convertirla en parte integral del proceso productivo. Así, la imagen del inventor o del creador independiente que patentaba un invento o daba a conocer una obra de arte para que esta fuera examinada por la industria para comercializarla luego, ha pasado a un lugar apartado y en cambio se ha desarrollado en las grandes corporaciones divisiones de invención o investigación que forman parte del proceso de producción en sí mismo. De modo que la imagen de un Louis Pasteur experimentando en su laboratorio la producción de una vacuna que luego va a ser industrializada y comercializada, ha sido sustituida por la gran firma farmacéutica que tiene contratado un grupo selecto de científicos que trabajan para encontrar la vacuna, por ejemplo, de la gripe aviar. La investigación y la creatividad ahora son una verdadera bolsa de valores cuyas acciones se calculan con exactitud por las grandes corporaciones. Más de la

mitad de los pagos por regalías y licencias en todo el mundo fueron hechos en 2002 a un solo país, Estados Unidos (44 millardos de dólares).23 Ese mismo año, solo dieciocho países eran exportadores netos de licencias sujetas a pagos de regalías. Por otra parte, Europa Occidental y China fueron los principales importadores de licencias.24 La misma división del trabajo entre creatividad y trabajo manual se observa en el campo de las artes. Series de dibujos animados como Los Simpson o Las Tortugas Ninja usan la ingente fuerza de trabajo asiática para realizar manualmente los dibujos aunque el equipo de creativos se encuentre en una finca de California. Sobre la importancia económica de este sector dice Toby Miller Usando el Sistema de Clasificación Industrial de América del Norte, la Alianza Internacional de la Propiedad Intelectual (una organización de mil trescientas compañías estadunidenses que fabrican y distribuyen materiales protegidos por las leyes del copyright: películas, programas televisivos, juegos electrónicos, software, DVD, música, teléfonos, diseños, libros y revistas) intenta fortalecer las leyes copyright en los próximos veinte años en contra de la llamada piratería. En 2002, estas industrias crearon 12 % del PIB estadunidense, o sea 1.25 trillones de dólares, con el 8.41 % de la fuerza laboral de la nación, es decir 11.47 millones personas. El sector creció 3.19 % anualmente entre 1997 y 2001, el doble de la economía en general. En 2002, el volumen de exportación de textos protegidos con copyright fue de 89.26 billones de dólares.25

Estamos entonces ante un nuevo fenómeno de la economía global en el que los rendimientos del trabajo intelectual han permitido establecer flujos nuevos de capital hacia los Estados Unidos, Europa Occidental y algunos países de Asia, impidiendo que el resto del planeta se beneficie de esta importante mina de recursos económicos. La pregunta que inmediatamente surge de este panorama es si la normatividad internacional sobre propiedad intelectual no ha tenido que ver para robustecer este esquema asimétrico de la división cultural del trabajo. Yúdice lo afirma con contundencia. Para él, la acumulación moderna de capital se sostiene claramente en la propiedad intelectual, de ahí que «los países que controlan los regímenes jurídicos internacionales han creado políticas integrales para fomentar la creación de propiedad intelectual en biotecnología, informática y en “contenido cultural”, o para asegurar que las empresas con sede en su territorio sigan dominando en el comercio de la propiedad intelectual».26 La anterior reflexión es importante porque ayuda a pensar que la actual situación de los derechos de autor no es un asunto meramente tecnológico sino social, aunque no por ello debamos desconocer los efectos de las nuevas tecnologías en la actividad cultural. La convergencia, característica principal de las distintas innovaciones tecnológicas que estamos presenciando, conlleva varias prestaciones: con gran facilidad nos desprendemos de soportes pesados que nos permiten más y más capacidad de almacenaje de información y de productos culturales. Ya no requerimos de fuertes anaqueles y repisas para sostener enormes bibliotecas o discotecas domésticas. Pero más sorprendente que la ampliación de nuestro almacenaje es la posibilidad de intervenir en su «creación», entendiendo esta palabra de una manera amplia. Podemos digitalizar nuestra colección de fotografías y nuestros archivos personales, pero, sobre todo, podemos copiar e incluso intervenir sobre las obras creadas por otras personas. Más que la ampliación de la circulación de bienes culturales, lo que tenemos a la mano es la capacidad de intervenirlos y difundirlos una vez intervenidos. De esta manera lo que se ha roto, o al menos disminuido, es el monopolio que las industrias culturales tenían sobre los productos culturales. De este modo, parece una paradoja que mientras más sofisticada se ha hecho la legislación para regular los

derechos de autor, la capacidad creativa o autoral de la sociedad se ha incrementado exponencialmente, hasta el punto de hacer más difícil el reconocimiento a la individualidad de los tres actores que conforman el universo sobre el cual estamos discutiendo: creador, difusor y público.

IV Esta reorganización de la producción y del trabajo intelectual ha sucedido, por otra parte, en un momento en el que la sociedad civil internacional desarrolla importantes debates sobre cómo se expresan los derechos humanos en la actualidad. Quiero señalar dos de ellos aunque hay varias vertientes que en general confluyen en lo mismo, la ampliación de un espectro de derechos humanos que buscan garantizar el desarrollo y el combate a la pobreza. El primer debate es el relativo a la diversidad cultural en el que tanto la Declaración Universal de la Unesco sobre la Diversidad Cultural del 2001 como la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales del 2005 reconocen el papel de los derechos de autor y de la propiedad intelectual, en el inciso 16, para «fomentar el desarrollo de la creatividad contemporánea y una remuneración justa del trabajo creativo, defendiendo al mismo tiempo el derecho público de acceso a la cultura, de conformidad con el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos». El otro debate es el relativo al derecho a la información. Al respecto conviene remitirse a la declaración final de la Cumbre Mundial del 2003, cuyos firmantes señalan en su primer inciso su «deseo y compromiso comunes de construir una sociedad de la información centrada en la persona, integradora y orientada al desarrollo, en que todos puedan crear, consultar, utilizar y compartir la información y el conocimiento, para que las personas, las comunidades y los pueblos puedan emplear plenamente sus posibilidades en la promoción de su desarrollo sostenible y en la mejora de su calidad de vida, sobre la base de los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y respetando plenamente y defendiendo la Declaración Universal de Derechos Humanos». Es importante la ubicación precisa de este derecho como parte de una visión integral de los derechos humanos, incluido el «derecho al desarrollo». La declaración, en el inciso 9, señala también la importancia de la ciencia, la educación y las tecnologías de la información y la comunicación a las que considera como «instrumento eficaz para acrecentar la productividad, generar crecimiento económico, crear empleos y fomentar la ocupabilidad, así como mejorar la calidad de la vida de todos. Pueden, además, promover el diálogo entre las personas, las naciones y las civilizaciones». Sin embargo, pese a la importancia que se otorga a la información como pilar del derecho al desarrollo, la cumbre tiene una visión conservadora, desde mi punto de vista, sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual. Sobre el primer concepto no dice nada y del segundo, en el inciso 42, señala que «la protección de la propiedad intelectual es importante para alentar la innovación y la creatividad en la sociedad de la información, así como también lo son una amplia

divulgación, difusión e intercambio de los conocimientos. El fomento de una verdadera participación de todos en las cuestiones de propiedad intelectual e intercambio de conocimientos, mediante la sensibilización y la creación de capacidades, es un componente esencial de una sociedad de la información integradora». En otras palabras, quienes discutieron el importante tema de la información no vieron, en el curso que ha seguido la legislación internacional sobre la propiedad intelectual, un problema que afectara el derecho de la sociedad a desarrollarse a través de la información. El tema es de la más alta importancia porque mientras los organismos internacionales no asuman la brecha existente entre el derecho de la sociedad al conocimiento y la información, y la tendencia a una constante limitación que a ese derecho está imponiendo la legislación sobre propiedad intelectual, las discusiones se van a convertir en palabras de buena voluntad. La cuestión tiene también otros matices. Los especialistas en derechos humanos y filosofía política tampoco han desarrollado un debate consistente en esa materia. La colección completa de la Revista Internacional de Filosofía Política que editan la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), que me parece un punto de observación importante sobre los problemas políticos y sociales contemporáneos, no incluye en sus veintiocho números un solo artículo sobre propiedad intelectual, derechos de autor y sociedad de la información. Tampoco encontré algún artículo específico en la revista mexicana Derecho y Cultura. ¿Cómo explicar esta ausencia? Ahora bien, es claro que el debate actual sobre la propiedad intelectual se da precisamente a partir del impulso que ha tomado la economía liberal en las últimas décadas del siglo XX. Impulsar el libre comercio significó el abatimiento de cualquier barrera que impidiera la libre circulación de las mercancías pero, en el caso de la información, este abatimiento supuso paradójicamente el alzamiento de otro obstáculo, que es el pago de derechos que encarecen precisamente el coste de las mercancías con alto componente de información. Esta situación, por ejemplo, es percibida por los redactores del Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos en México, elaborado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México,27 como resultado de la «presión externa a fin de promover la “modernización política” instaurando regímenes democráticos y auspiciando reformas a los sistemas de justicia y a los marcos legales, a fin de garantizar la seguridad de la propiedad privada y las inversiones externas, las patentes y los derechos de autor».28 Con todo, tampoco los autores de este informe formulan una conclusión radical alrededor de este tema, pues la única alusión a la propiedad intelectual en el citado informe se realiza de manera tangencial al señalar la propuesta de «agilizar los mecanismos de promoción artística mediante el apoyo y protección gubernamental a la producción creativa».29 Este panorama viene asociado a la transformación de la capacidad de los Estados nación a ejercer la soberanía en un mundo en el que el protagonismo de las corporaciones se ha extendido de manera casi ilimitada. Si algo puede explicar la temprana internacionalización de los derechos de autor y de la propiedad industrial es que los bienes asociados a estos fueron, desde muy temprano en la era industrial, objeto de gran movilización. En la actualidad, este comercio se ha incrementado con el agravante de que su sujeto portador es el conjunto de corporaciones financieras e industriales cuyos intercambios han alcanzado volúmenes superiores a los de

muchos estados. De hecho entre las cien primeras economías del mundo figuraban, en 2001, cincuenta y un empresas.30 De esta manera las corporaciones multinacionales han logrado, a través del comercio mundial y los instrumentos de mercado, imponer sus requerimientos sobre la estructura de los estados y han limitado sobremanera las capacidades de estos últimos, convirtiéndose así en verdaderos metapoderes con gran capacidad de decisión. En este marco, los estados han visto disminuida su capacidad de ejercer la tradicional soberanía. La Convención sobre la Diversidad Cultural, en su artículo 3, solo tiene como ámbito de aplicación «las políticas y medidas que adopten las partes en relación con la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales», es decir, la convención no se superpone a los ordenamientos comerciales, sino que regula, a partir de acuerdos bilaterales o multilaterales, los intercambios de bienes culturales. La insistencia de los analistas internacionales ante este desbalanceado panorama es que solo reforzando el discurso y los órganos defensores de los derechos humanos pueden enfrentarse exitosamente estos nuevos agentes e instituciones. De esta manera han ocurrido importantes diferendos internacionales sobre el derecho a la información y la propiedad industrial, como el reciente caso de Brasil, que ha puesto al mundo farmacéutico a temblar al romper la patente de un fármaco antisida o, más reciente aún, la rebelión de Indonesia contra los derechos de la futura vacuna contra la gripe aviar al amenazar con no entregar muestras necesarias para la investigación. De este modo, la discusión transcurre entre el choque de dos derechos: el de la propiedad intelectual defendido por las corporaciones, más que por los creadores, y el derecho a vivir en una sociedad con justicia social que a su vez inspira y se inspira en diversas expresiones de los derechos humanos. Por último, el tratamiento de los derechos de autor o la propiedad intelectual, tiene un último ángulo relativo a sus propias finalidades. La pregunta la podríamos formular en los siguientes términos: el actual marco normativo sobre la propiedad intelectual, ¿en verdad permite cumplir con su sentido último, que es incentivar la creatividad y garantizar el disfrute de los beneficios al que me hago acreedor al crear o inventar un producto artístico o industrial? Joost Smiers desarrolla,31 como mencioné más arriba, un argumento interesante. Si bien es legítimo que los artistas reciban una retribución justa por su trabajo, y que el derecho de autor parezca representar una de sus más importantes fuentes de ingreso, estos se han convertido en uno de los productos más comercializados de la actualidad. Pero esto mismo es limitado. El sistema de derechos de autor no alcanza a proteger a la mayoría de los creadores —de hecho, una parte pequeña de los creadores recibe efectivamente beneficios por este concepto— y, por tanto, la abrogación de este derecho no parece que tendría el efecto de desincentivar el trabajo creativo. El hecho de que el copyright se haya convertido en una mercancía más ha recrudecido la lucha contra la piratería, que ahora ha tomado un camino peligroso. No se trata ya de combatir al que se apropia indebidamente de un contenido protegido por derechos de autor, sino también al que produce o trabaja sobre una tecnología que hace posible tal apropiación. Ese es el sentido de las disposiciones que ha tomado la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) para prevenir la copia y que se tradujeron en los Estados Unidos en la Digital Millenium Copyright Act, que es una amenaza muy grande a la creatividad en la medida en que la ley rompe claramente con

el equilibrio que en teoría existía entre el uso privado y el uso público de los productos generados por creadores e inventores y criminaliza a cualquier posible desarrollador de tecnología que tenga que ver con los recursos que pretenden impedir la piratería.

V ¿Hay políticas públicas de cultura en el campo de los derechos de autor y la propiedad intelectual? Fuera del terreno de la normatividad, es muy notable la ausencia de los organismos públicos de cultura en este debate. Más preocupante aún es que, en este campo, entre los actores principales no se encuentren los estados nacionales salvo en el caso, repito, de la renovación de las legislaciones. Empresas, sociedades de gestión, asociaciones de usuarios, creadores, medios de información y organismos internacionales han tenido una agitada participación en esos debates. Sin embargo, parece ser que se ha abandonado la intervención pública al considerarse que este es un campo básicamente comercial y no cultural. La dinámica del comercio mundial sobre los productos de alto componente creativo hace parecer que poco se puede hacer desde el campo de la sociedad civil para influir en este terreno. La cuestión está en si los poderes públicos deben implicarse en este campo y cómo hacerlo. Mi punto de vista es que es indispensable que esto ocurra y que es conveniente que los responsables de las políticas públicas culturales al menos sienten las bases del debate. Las líneas principales podrían ser las siguientes: La promoción del diálogo de las sociedades de gestión con los movimientos alternativos en cuanto a la concepción y gestión de los derechos de autor y la propiedad intelectual. El análisis de los casos en los que es indispensable garantizar la preeminencia de las necesidades sociales frente a la propiedad intelectual, como ha ocurrido en la decisión de algunos gobiernos de producir medicamentos sin el pago de las licencias a los laboratorios que los han desarrollado. La ubicación de los creadores en un orden de prioridad en la discusión de la normatividad y gestión de los derechos de autor. Los usuarios en América Latina están alejados de los debates internacionales sobre estos temas, pese a que estén implicados en todos ellos: la criminalización de la descarga privada de música, los intercambios de usuarios en redes peer to peer (P2P, por sus siglas en inglés) y tantas otras acciones que día a día se ponen en acción, deben ser objeto de debate. Para ello es importante la implicación de los organismos internacionales, especialmente de la Unesco, para favorecer esta discusión.

Origen del contenido para esta edición http://sic.conaculta.gob.mx/centrodoc_documentos/571.pdf Fecha de publicación 2008 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-NC-SA Observaciones Este artículo forma parte del libro Propiedad intelectual, nuevas tecnologías y libre acceso a la cultura, coordinado por Alberto López Cuenca y Eduardo Ramírez Pedrajo, y en coedición del Centro Cultural de España en México y de la Universidad de las Américas de Puebla, de la página 43 a la 72.

1. Anónimo: «Leonel Messi superó a Ronaldinho en venta de playeras con su número», Mediotiempo: 2007: en línea (12 de febrero del 2016). 2. Piedras, Ernesto: ¿Cuánto vale la cultura? Contribución económica de las industrias culturales protegidas por el derecho de autor en México, Conaculta: México, 2004. 3. Piedras, Ernesto: «Política Integral para las Industrias Culturales y Creativas», Política Internacional e Industrias Culturales, Universidad de Guadalajara: Guadalajara, 2007. 4. Director de la Oficina Regional de Cultura de la Unesco, en México. 5. Lacayo, Francisco: «Un nuevo contrato entre Cultura y Sociedad: las políticas culturales en el siglo XXI», Perspectivas de la Unesco sobre políticas educativas, culturales, de ciudadanía y juventud, Unesco: México, 2007. 6. La OMC entiende por derecho de propiedad intelectual los que se refieren a la propiedad de ideas, incluyendo trabajos literarios o artísticos (protegidos por copyright), invenciones (protegidas por patentes) signos para distinguir bienes de una empresa (protegidos por marcas y otros elementos de propiedad industrial). 7. Comúnmente se menciona «An act for the encouragement of learning, by vesting the copies of printed books in the authors or purchasers of such copies, during the times therein mentioned», promulgada bajo el reinado de Ana de Inglaterra, en 1710, como la primera ley relativa al copyright. Es interesante que lo que hizo dicha ley fue terminar con el monopolio de los libreros, que consideraban su derecho de copia como un derecho perpetuo, y limita, por el contrario, su privilegio a veintiún años. Reformas sucesivas dejaron este último en veintiocho años. En los álgidos años de la Revolución francesa, la Asamblea legisló sobre esta materia estableciendo claramente el derecho de los autores a su reconocimiento. Se trató de la ley del 13 de enero de 1791, que consagró el derecho de representación de los autores dramáticos sobre su obra en la línea de la recientemente formada Sociedad de Autores Dramáticos (1787). La ley salvaguarda la soberanía del autor incluso en el momento de la difusión de su obra, para lo que se requiere el consentimiento expreso del autor. Bécourt, Daniel: «Revolution française et droit d’auteur. Pour un nouvel universalisme». Le Bulletin du droit d’auteur: 1990 (núm. 4), pp. 4-13. 8. Yúdice, George: Nuevas tecnologías, música y experiencia, Gedisa: Barcelona, 2007, p. 67. 9. Según el sitio Commons-law relay, el uso más antiguo del término es en octubre de 1845 en el tribunal de circuito de Massachusetts, durante el juicio por patente de Davoll et al. v. Brown. El término también apareció en Europa en el siglo XIX. El francés Alfred Nion habló de la «propiedad intelectual» en su libro sobre los derechos civiles de los autores, artistas e intelectuales, publicado en 1846.

10. García Moreno, Víctor Carlos: «El capítulo XVII del TLCAN y su influencia en la nueva ley mexicana del derecho de autor», Estudios de derecho intelectual en homenaje al profesor David Rangel Medina (ed. Manuel Becerra Ramírez), UNAM: México, 1998. 11. También puede verse: Smiers, Joost: «La propriété intellectuelle, c’est le vol !», Le Monde Diplomatique: 2001. 12. Con relación a las últimas reformas que ha sufrido la legislación autoral en México, los cambios más importantes han sido la incorporación de la figura de sociedades de gestión, cambios en cuanto a la concurrencia de instancias judiciales, y definición y reparación de daño y regalías, inclusión del droit de suite y de las obras fotográficas. También se observan algunas cuestiones negativas como la ya mencionada ampliación del derecho a recibir regalías cien años posteriores a la muerte del creador. Parra Trujillo, Eduardo de la: «Comentario a las reformas a la Ley Federal de Derechos de Autor», Revista Derecho Privado: 2004 (núm. 8), pp. 95110. 13. Una defensa de estas sociedades es realizada por el Director de Servicios Jurídicos de la Sociedad General de Escritores de España, Pablo Hernández Arroyo. Hernández Arroyo, Pablo: «Diversas reflexiones sobre la gestión colectiva en el siglo XXI», Hearing on protection of copyright and performing rights, Committee on Legal Affairs and the internal Market: Bruselas, 2003. 14. Anónimo: «Las sociedades de derechos de autor crean monopolios nacionales, según la CE», El Mundo: 2006: en línea (13 de febrero del 2016). 15. Anónimo: «Controvertido derecho de autor», El País: 2007: en línea (13 de febrero del 2016). 16. Con ocasión de la elaboración de este trabajo he leído un interesante artículo de Horacio Alfredo Galina Macías sobre la «Implementación de la copia privada en México» que ofrece una argumentación interesante sobre este cobro, al que considera una remuneración compensatoria derivada de la responsabilidad de distribuidores, mayoristas y vendedores de equipo y material que posibilitan la copia privada. Galina Macías, Horacio Alfredo: Implementación de la copia privada en México: en línea (13 de febrero del 2016). 17. Anónimo: «Varapalo de la UE al canon digital español», El País: 2007: en línea (13 de febrero del 2016). 18. Matsuura, Koichiro: «Hacia las sociedades del conocimiento», El País: 2005: en línea (13 de febrero del 2016). 19. Miller, Toby: «La nueva división internacional del trabajo cultural», Seminario sobre Cultura Urbana, UAM: México, 2006. 20. Yúdice, George: Nuevas tecnologías, música y experiencia, Gedisa: Barcelona, 2007. 21. Briggs, Asa; Burke, Peter: De Gütenberg a Internet, Santillana: Madrid, 2002. 22. Boorstin, Daniel: Los Creadores, Crítica: Madrid, 2005.

23. Véase aquí. 24. Véase aquí y acá. 25. Miller, Toby: «La nueva división internacional del trabajo cultural», Seminario sobre Cultura Urbana, UAM: México, 2006. 26. Yúdice, George: «Contrapunteo estadunidense/latinoamericano de los estudios culturales», Estudios y otras prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura y poder (ed. Daniel Mato), Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales: Caracas, 2002. 27. Varios autores: Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos en México (coord. Anders Kompass), Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México: México, 2003: en línea (13 de febrero del 2016). 28. Varios autores: Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos en México (coord. Anders Kompass), Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México: México, 2003, p. 62: en línea (13 de febrero del 2016) 29. Varios autores: Diagnóstico sobre la situación de los derechos humanos en México (coord. Anders Kompass), Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en México: México, 2003, p. 117: en línea (13 de febrero del 2016) 30. Baños Poo, Jessica: «Las nuevas estructuras trasnacionales y el problema de la justicia global», Revista Internacional de Filosofía Política, UAM- UNED: 2002 (núm. 20), p. 32. 31. Smiers, Joost: «La propriété intellectuelle, c’est le vol !», Le Monde Diplomatique: 2001.

El proyecto Creative Commons en México Jorge Ringenbach

En los últimos años México ha cambiado más de lo que pudo haberlo hecho en sus primeros 180 años de existencia; sin duda, al mismo ritmo en que cambiaron las condiciones políticas y la democracia lentamente se fue alejando de ser un asunto meramente formal, para irse convirtiendo en una realidad operativa y, esperemos que pronto, una realidad completa. Aun cuando la situación nacional no parecía mejorar, el hecho es que muy lentamente ha aparecido un nuevo actor político y social que nada tiene que ver con las viejas estructuras que han ido cayendo poco a poco; los ciudadanos fueron ocupando, más temprano que tarde, lugares de decisión que antes tenían vedados o para los cuales eran simplemente inexistentes; sus formas de organización tomaron por asalto y sorpresa estructuras lentas, pesadas y poco facultadas para la adaptación. Quienes nos dimos a la tarea de difundir el sistema de Creative Commons en México pertenecemos a una generación en la que la acción de los ciudadanos no era una novedad, sino una forma de actuar que merecía ser alentada y que permitía incorporar esfuerzos personales en tareas colectivas de largos alcances. El propio derecho de autor es una muestra de cómo, en México, la velocidad del cambio social no correspondía con las instituciones jurídicas. Entre 1979 y 1996, los actores del circuito del derecho de autor se entramparon en una discusión de casi veinte años en pos de un supuesto equilibrio en las instituciones que separaban a los autores de los productores y distribuidores, y a ellos de los consumidores. Tuvo que suceder una fuerte presión internacional, derivada de la firma de los acuerdos de libre comercio de América del Norte, y un enorme trabajo legislativo y de coordinación política para generar una nueva Ley Federal del Derecho de Autor. En cambio, las prácticas derivadas de la introducción del uso de internet en México han creado más cambios en estos últimos quince años que en los veinte de inmovilidad anteriores, que no hicieron sino agravar las diferencias y los desequilibrios que se manifestaron, entre otras cosas, en el encarecimiento de los bienes culturales y la explosión del fenómeno de la piratería de los mismos. Para 2004, León Felipe Sánchez Ambía y yo, reciente a la terminación de nuestros estudios de derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, dentro de nuestro desarrollo profesional y académico, habíamos generado un especial gusto por los temas relacionados con la contratación digital y, León, por la propiedad intelectual. El ambiente de cambio general que se vivía en México, la revolución social, jurídica y cultural que imponían las entonces nuevas tecnologías y un foro abierto como la UNAM, habían puesto todas las condiciones para que un detonante nos hiciera convertir esas pasiones en acción real, organizada y efectiva. Fue después de leer el artículo de Lawrence Lessig, How I lost the big one, que le propuse tomar la iniciativa en México para difundir y promover el sistema de licenciamiento de Creative

Commons. La lectura de Lessig era precisamente lo que necesitábamos en ese momento para participar en un movimiento que, andando el tiempo y en contacto con otras formas de pensamiento, se ha convertido ahora en una voz importante en el cambio de la propiedad intelectual e incluso de la vida política y ciudadana en nuestro país. Lessig representó una forma de discurso a la que no estábamos acostumbrados; por una parte, rehuía del lenguaje acartonado, ajado y soberbio al que los mexicanos estuvimos acostumbrados en los largos setenta y cinco años de partido hegemónico. Se dirigía con la energía y la ligereza de quien escribe para continuar una plática apenas suspendida con su lector; se negaba a utilizar términos como los que los mexicanos vimos desfilar en la televisión, la radio y los periódicos que gastaban palabras sin decir nada; su estilo implicaba atención porque la economía de sus palabras no dejaba espacios vacíos ni desperdicios; pero, sobre todo, lejos de la retórica idealista se situaba en cosas que debían cambiar en el cada día y que podían ser cambiadas desde la cotidianidad de los ciudadanos. A esa edad, en esas circunstancias y en el momento preciso, el artículo de Lessig nos dio una razón para participar en un momento histórico irrepetible. Desde luego, en la medida en que nos adentramos en el trabajo tanto de Lessig como de Creative Commons, aumentó nuestra comprensión de cómo podía ayudarse al desarrollo de la cultura en México, a la recuperación de los añorados equilibrios y a la captación del poder por los ciudadanos, los estudiantes, los consumidores y, en general, lo que podríamos llamar «la gente». Nuestra inquietud tuvo su primera cristalización cuando, en 2005, León Felipe Sánchez Ambía representó a México en el Summit de Boston. Estábamos ya en realidad participando y todos los retos nos parecían menores comparados con los beneficios que deseábamos alcanzar y con nuestra voluntad de lograrlos. Tómese en cuenta que, apenas en el 2004, Brasil, Chile y Argentina ya habían avanzado en sus primeras traducciones de las licencias y en México íbamos organizando los primeros pasos. Era necesario establecer la relación con una institución mexicana de educación superior; desde luego, la UNAM aparecía como la opción natural y, en ella, tanto la Facultad de Derecho como el Seminario de Patentes, Marcas y Derecho de Autor, entonces dirigido por César Benedicto Callejas, antiguo amigo y profesor mío, acostumbrado a nuestras ideas poco ortodoxas. Esa sería la primera vez que la realidad se nos quiso oponer, y también la primera vez que nos enseñó que si la realidad es adversa entonces hay que modificarla. Ofrecido y aceptado el auspicio de la Universidad, parecía que podríamos comenzar los trabajos de inmediato. Sin embargo, de pronto, una llamada telefónica y un malentendido pusieron en riesgo todo cuanto habíamos obtenido e incluso amenazó la situación del entonces recién nombrado director del Seminario de Patentes y Marcas de la Facultad. El entonces director general de cómputo académico se comunicó con el director de la Facultad de Derecho y le hizo la advertencia de que estaba promoviendo un grupo de sujetos cuya intención era destruir el derecho de autor, y todo desde su propio seminario de la materia. Los acuerdos se vinieron abajo y hay que decir que, pese a todo, César Callejas no dio un paso atrás y siguió promoviendo y creyendo en el proyecto. El daño infligido parecía grave, y en efecto podría haberlo sido, sin embargo seguimos adelante modificando la realidad de manera que pudiéramos cumplir con los objetivos que nos habíamos

fijado. Unos años antes, constituimos un despacho jurídico en el cual pudiéramos desarrollarnos profesionalmente, pero no solo eso sino que, al mismo tiempo, sirviera de hospedaje del proyecto. Así, a finales del 2005, Fulton & Fulton se convirtió en el primer despacho de abogados en hospedar un proyecto de Creative Commons en lugar de hacerlo en una institución educativa, como tradicionalmente se había venido haciendo; esto permitió no solo mayor movilidad, sino, de hecho, la posibilidad de que el proyecto siguiera adelante. Sin embargo, hay que decir que los nexos con la Universidad no se romperían y que, si institucionalmente no podría ser la alianza en ese momento, nada impedía que con el tiempo tanto León Felipe como yo nos integráramos al equipo docente y de investigación del seminario, dando una nueva dimensión al trabajo de Creative Commons, pues contamos con que es parte de la enseñanza jurídica que se imparte en la mayor universidad de México. De este modo alcanzamos la capacidad para iniciar el proceso de discusión y de adaptación de las licencias a la legislación mexicana; en el 2006, con todas las situaciones resueltas, finalmente se pudieron lanzar las licencias Creative Commons en el marco de iLaw, con la presencia de Lessig, Nesson, Benkler, Zittrain, Palfrey, Fisher y, en representación de la UNAM, que lentamente volvía sobre sus pasos, César Callejas. La respuesta fue casi inmediata: grupos musicales como Veo Muertos y Encordados fueron los primeros en adoptar las licencias para liberar sus contenidos. De ahí en adelante el proceso de difusión nos llevó por varios lugares de la geografía nacional, explicando lo que para muchos parecía la primera preocupación: que las licencias de Creative Commons no se oponían a la ley mexicana y no constituían actos ilegales; más aún, que encajaban perfectamente con la ley aunque, ciertamente, representaran una revolución en las prácticas del licenciamiento en México. Tratamos de hacernos presentes en todos los foros posibles, tanto en los estrictamente académicos como en los de creadores y difusores de la cultura y el arte; en los medios de comunicación y en los foros del lobbying político. En todos los casos había al menos dos características que llamaban la atención de nuestra audiencia; por un lado, la novedad y la forma en que Creative Commons solucionaba problemas irresolubles desde otros marcos conceptuales, especialmente los más tradicionales y, la segunda, que representábamos una nueva forma de diálogo que no aspiraba a un cargo público o a una cuota de poder, que no buscaba incidir en las decisiones políticas sino que era frontalmente ciudadana, fresca y basada en un discurso de libertades y derechos, no de presiones y convenciones. Sin duda, uno de los elementos que hicieron posible este rápido desarrollo fue la implementación del sitio de Creative Commons México. Este no hubiera sido posible sin la colaboración de Eduardo Arcos en la programación, Mariana de la Vega en el diseño y Palmira Granados con su valiosa colaboración en la traducción. Ese trabajo de difusión y convencimiento logró frutos incluso antes de lo que nosotros mismos esperábamos; del mismo modo en que logramos colocar al proyecto como parte de la oferta educativa jurídica universitaria y que, en tal sentido, nuestro discurso era aceptado con el aval de la propia institución educativa, inéditos foros difícilmente imaginables nos abrieron las puertas; luego de un intenso trabajo de difusión y explicación y de largas horas de negociación, la oficina de la Presidencia de la República anuncia que va a adoptar las licencias para sus contenidos

digitales por la iniciativa de Emilio Saldaña. El voto de confianza que representaba el hecho de contar con el aval de la máxima autoridad política y administrativa del país significó un cambio sustancial en la aceptación social y académica del proyecto. Podemos decir que, a partir de ese momento, el proyecto Creative Commons se convirtió en varios espacios en un interlocutor no solo válido sino aún solicitado en el proceso de transformación del derecho de autor en México. De este modo, el Instituto Nacional del Derecho de Autor (Indautor) se interesó en el trabajo del proyecto, de tal modo que para el Seminario Nacional de Derecho de Autor, organizado por el Indautor y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en el 2010, no solo figuraba en la publicidad del mismo el logotipo de Creative Commons, sino que el tema fue tocado en más de una de sus sesiones. Lo mismo ocurrió en el evento conmemorativo del aniversario del Acta de la Reina Ana, organizado por la Asociación Internacional para la Protección de la Propiedad Intelectual de México. Hoy Redalyc, el principal repositorio digital de revistas académicas y científicas de Iberoamérica, ubicado en la Universidad Autónoma del Estado de México, propone a sus usuarios el licenciamiento Creative Commons y se ha convertido en uno de los instrumentos de difusión con más penetración y prestigio en el continente; podemos decir que, a la postre, ha redundado en la formación de nuevas redes de interacción y difusión para el proyecto. Podemos decir que el movimiento de Creative Commons México llega en el 2011 a un momento de consolidación, al figurar como sede del próximo Summit Latinoamericano, que se realizará en las instalaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México y que servirá como plataforma para el conocimiento del proyecto, el análisis de su funcionamiento y la proyección se sus perspectivas a futuro. Creative Commons México es el resultado del esfuerzo de muchas personas que han visto en él la oportunidad de modificar la realidad desde la actividad de los ciudadanos, sin intermediarios y sin las presiones del Estado; es un movimiento libre que tiene como objeto el mismo con el que nació el derecho de autor hace quinientos años: estimular la creatividad y el desarrollo cultural y artístico. Sin duda vamos por buen camino.

Origen del contenido para esta edición http://libros.metabiblioteca.org/bitstream/001/541/1/TERCERA %2bCONF ERENCIA %2bDE %2bCC.pdf Fecha de publicación 2010 Tipo de licencia

Creative Commons CC BY Observaciones Este artículo forma parte del libro Tercera Conferencia de Creative Commons en América Latina, compilado por Ariel Vercelli, de la página 97 a la 102.

Fundamentos filosóficos de la doctrina del fair use Facundo Rojo

If you believe in transforming, you can have someone imitating you and using your spirit, as the spirit moves from body to body. Lee «Scratch» Perry1

Introducción: ¿qué es la doctrina del fair use? En la actualidad es habitual en diversos campos la creación de nuevas obras intelectuales utilizando una porción de una obra intelectual ajena preexistente. Por ejemplo, en la música hip hop y en la música electrónica es recurrente el uso de samples, porciones de obras musicales ajenas, para la creación de nuevas canciones. En el marco del arte conceptual y en el arte contemporáneo también es habitual el uso de obras artísticas ajenas para la creación de otras nuevas. En el campo informático es igualmente habitual el uso de porciones de obras intelectuales ajenas para la creación de nuevas obras intelectuales: diversos programas informáticos y sitios web utilizan obras intelectuales ajenas para darles distintos usos. Basta con realizar la búsqueda de cualquier fotografía de nuestro fotógrafo preferido en Google Images para encontrarnos con una presentación de diversas versiones en miniatura copiadas, editadas, ordenadas y publicadas por Google, de la imagen que estamos buscando. También es habitual el uso de porciones de obras intelectuales ajenas en los blogs y en ciertas redes sociales en los que el titular del blog o de la cuenta de usuario de la red social utiliza textos, canciones, videos o fotografías que no son de su autoría para enriquecer los contenidos que publica. Ahora bien, en muchos de esos casos suele utilizarse, para la creación de la nueva obra, una obra original ajena sin la autorización del titular de los derechos intelectuales. Esto, en principio, parecería ser violatorio de los derechos intelectuales del titular de la obra original. En este sentido, el ordenamiento jurídico norteamericano concede al titular del copyright de una obra intelectual el derecho exclusivo de llevar a cabo y de autorizar a otros a hacer, básicamente, lo siguiente: reproducir la obra en ejemplares o fonogramas, realizar obras derivadas de la obra original, distribuir y comercializar ejemplares o fonogramas de la obra al público y ejecutar la obra públicamente. La violación de los derechos recién mencionados está sancionada incluso penalmente por el ordenamiento jurídico norteamericano. Hasta aquí, todo parecería indicar que el uso sin autorización de una obra intelectual ajena para la creación de una nueva obra implica necesariamente la violación de al menos algunos de los

derechos recién enumerados, que se encuentran en cabeza del titular del copyright de la obra original. Por tanto, hasta aquí todo parecería indicar que estarían cometiendo un ilícito quienes sin autorización realizan, por ejemplo, una canción nueva utilizando un sample de la batería de una canción ajena preexistente, una obra de arte nueva que consiste en un collage que contiene porciones de obras artísticas ajenas, o un sitio web que expone y ordena fotos de obras de arte ajenas en miniatura para darles alguna nueva funcionalidad. Sin embargo, el ordenamiento jurídico de Estados Unidos establece (entre otras) una excepción a los derechos de los titulares de copyrights: la doctrina del fair use.2 Bajo la doctrina del fair use, está permitido usar partes de una obra intelectual ajena protegida con copyrights sin la autorización del titular de dichos derechos si se cumplen determinados requisitos. Si se utiliza una obra ajena mediante fair use, la nueva obra que resulta del uso de la obra ajena original mezclada con otros elementos creativos es considerada una nueva obra cuyo titular es únicamente quien transformó la obra original para la realización de la nueva obra. El titular de los derechos intelectuales de la obra original que fue utilizada (sin su autorización) para la creación de la nueva obra no ostenta ninguna porción de la titularidad de los derechos intelectuales de la nueva obra, si se configura un supuesto de fair use. Por supuesto, no cualquier uso desautorizado de una obra intelectual ajena califica como fair use. De acuerdo con la Copyright Law, para determinar qué usos de obras intelectuales ajenas están amparados por la doctrina del fair use deben tenerse en cuenta los siguientes cuatro factores, para tomarse como una «guía general»,3 mas no como cuatro condiciones necesarias: 1. El propósito y el carácter del uso de la obra original. De acuerdo con este factor, si el uso no autorizado que se hace de la obra original tiene fines educativos o no tiene fines comerciales, es más probable que se considere que la nueva obra implica un fair use de la obra original. A su vez, de acuerdo con este factor, si la obra original es utilizada transformativamente, como «materia prima, transformada para la creación de nueva información, una nueva estética, una nueva idea o un nuevo significado»,4 es más probable que se considere que la nueva obra implica un fair use de la obra original. De acuerdo con Barton Beebe, este factor es uno de los dos más importantes (junto con el cuarto factor) para los jueces norteamericanos, a la hora de determinar si un uso no autorizado de una obra ajena califica o no como fair use. Según Beebe, en 95.3 % de los 148 fallos en los que los jueces, al interpretar este factor, sostuvieron que «el propósito y el carácter del uso» no autorizado de la obra no eran favorables a un fair use, se terminó fallando que no lo hubo. A su vez, en 90.2 % de los fallos en los que los jueces sostuvieron que «el propósito y el carácter del uso» no autorizado eran favorables a un fair use, se terminó fallando en ese sentido.5 2. La naturaleza de la obra original. De acuerdo con este factor, debe analizarse la naturaleza de la obra original para evaluar si su uso no autorizado califica o no como un fair use. Por ejemplo, si la obra original que se ha utilizado para realizar la nueva obra es una obra aún inédita, es más probable que los jueces consideren que no medió un fair use que si se tratara de una obra ya publicada, ya que en dicho supuesto se privaría al autor original de su derecho

a ser el primero en publicar su obra. De acuerdo con Beebe, a pesar de que este factor está explícitamente reconocido en la ley norteamericana, no es muy tenido en cuenta por los jueces norteamericanos: en 17.7 % de los 306 fallos jurisprudenciales analizados por el autor, los jueces omitieron analizar este factor, y en 6.5 % de estos casos los jueces, al analizar este factor, sostuvieron que era «irrelevante».6 3. La cantidad o sustancialidad de la porción usada de la obra original. De acuerdo con este factor, cuanto menos sustancial sea la porción de la obra original tomada para la creación de la nueva obra, más probable será que la nueva obra califique como un fair use. De acuerdo con Beebe, este factor está fuertemente vinculado al primero y al cuarto: mientras menor sea la porción que se toma de la obra original, resultará más probable que el uso sea transformativo —primer factor— y que la aparición de la nueva obra no afecte la posición en el mercado del titular de la obra original —cuarto factor—.7 4. El efecto del uso en el potencial mercado o en el valor de la obra original. De acuerdo con este factor, si la nueva obra creada que utiliza la obra original compite directamente en el mercado con esta, es menos probable que la nueva obra quede amparada por la doctrina del fair use. En el fallo Harper & Row vs. Nation Enterprises, la Corte Suprema norteamericana sostuvo que este factor era «sin dudas, el elemento más importante del fair use».8 Hasta aquí hemos visto que, de acuerdo con la doctrina del fair use, está permitido en ciertos casos utilizar la propiedad intelectual ajena, sin autorización de su titular, para la creación de nuevas obras. Hemos visto también que, de acuerdo con la doctrina del fair use, incluso si la nueva obra contiene una parte de una obra original preexistente, el titular de los derechos intelectuales de la obra original no ostentará ningún derecho de propiedad intelectual sobre la nueva obra, siendo exclusivamente la titularidad de quien tomó la obra original y la utilizó transformativamente para la creación de la nueva obra. Estas características de la doctrina del fair use podrían parecer, al menos a priori, inconsistentes con la idea básica del derecho de propiedad. Es claro que una de las características fundamentales del derecho de propiedad consiste en la exclusividad que se le asigna al titular del derecho sobre el bien del cual es propietario. Si una persona es titular de un derecho de propiedad sobre un bien, parece claro que, entonces, se le debe reconocer, al menos en principio, la exclusividad en la disposición de dicho bien. No obstante, la doctrina del fair use parece permitir que los individuos utilicen bienes intelectuales que no les pertenecen, incluso sin pedir permiso al titular de los derechos intelectuales y sin siquiera reconocerle al titular una participación en las obras que se crean utilizando sus obras. En este trabajo analizaré en qué medida la doctrina del fair use es consistente con las principales teorías acerca de la justificación de la propiedad intelectual, para poder comprender en qué medida puede decirse que es una doctrina justa. Para desarrollar el análisis, dividiré el trabajo en tres secciones. En la primera sección comentaré algunos fallos judiciales de la jurisprudencia norteamericana en los que los jueces han interpretado cómo y en qué casos debe aplicarse la doctrina del fair use. Esta sección nos permitirá

comprender concretamente en qué casos se ha aplicado esta doctrina y qué argumentos han utilizado los jueces para justificarla. En la segunda sección evaluaré si los argumentos esbozados por los jueces para la aplicación de la doctrina del fair use son consistentes con las principales justificaciones filosóficas del derecho de propiedad intelectual. Concretamente, evaluaré si dichos argumentos son, al menos a priori, consistentes con las justificaciones utilitarista, lockeana y hegeliana de la propiedad privada. Más específicamente, analizaré en qué medida es posible interpretar que la doctrina del fair use es consistente con las excepciones que las teorías utilitarista, lockeana y hegeliana admiten a la regla de la propiedad intelectual. En la última sección ofreceré una conclusión, en la que explicaré por qué es importante comprender los fundamentos filosóficos de la doctrina del fair use y por qué los países de tradición continental (en los que, en principio, no rige la doctrina del fair use) deberían interesarse en comprender esta doctrina y en comenzar a aplicarla de forma consistente.

La interpretación jurisprudencial de la doctrina del fair use Los jueces en Estados Unidos han interpretado en diversos fallos el alcance de la doctrina del fair use. En este sentido, han analizado en qué medida deben cumplirse los cuatro requisitos enumerados en el apartado anterior (o algunos de ellos) para que pueda considerarse que un uso no autorizado de una obra intelectual ajena califica como un fair use. La interpretación del alcance de la doctrina del fair use ha evolucionado a lo largo del tiempo, desde una interpretación relativamente restrictiva del fair use (que puede verse reflejada en el fallo Sony vs. Universal City Studios, de 1984) hacia una interpretación sensiblemente más amplia del fair use (que puede verse reflejada, por ejemplo, en el fallo Perfect 10 vs. Google, Inc., del 2007). En el fallo Sony vs. Universal City Studios, de 1984, diversos productores de televisión habían demandado a Sony Corp., el fabricante de la grabadora de cinta Sony Betamax, por contribuir a la violación de los derechos de propiedad intelectual de los productores de programas de televisión. Los productores que iniciaron el reclamo sostenían que el hecho de que las personas utilicen su grabadora Sony Betamax para grabar sin su permiso los programas de televisión de su autoría constituía una violación a sus derechos de propiedad intelectual. La Corte Suprema de los Estados Unidos tuvo que resolver si la grabación en cintas de video (que implica realizar sin autorización una copia de la obra original grabada) de programas televisivos constituía una violación a la propiedad intelectual de los productores de los programas televisivos o si, por el contrario, dicha conducta estaba amparada por la doctrina del fair use. La Corte resolvió que las copias realizadas de forma privada y no comercial estaban amparadas por la doctrina del fair use, pero que las copias que se realizaban con fines comerciales debían presumirse violatorias de los derechos de propiedad intelectual de los creadores originales. La Corte sostuvo que, en caso de que las copias se realizaran con fines comerciales, para dejar sin efecto la presunción de que eran violatorias de los derechos de propiedad intelectual de los creadores originales, quien realizaba las copias debía demostrar que la comercialización de tales copias no perjudicaba o perjudicaría al creador de la obra original en el mercado.

Más adelante, en el fallo Campbell vs. Acuff-Rose Music, Inc., de 1994, la Corte Suprema de los Estados Unidos debió resolver si la versión rap realizada por la banda 2 Live Crew del tema de Roy Orbison, Oh Pretty Woman, sin la autorización del autor de la obra original (cuyos derechos estaban en manos de Acuff-Rose Music, Inc.) calificaba como un fair use o no. La Corte Suprema concluyó que la versión rap realizada por 2 Live Crew estaba protegida por la doctrina del fair use. Para resolver este caso, los jueces analizaron algunos de los elementos que componen la doctrina del fair use para determinar si se violaban derechos de propiedad intelectual o no. En primer lugar, respecto al «propósito y el carácter del uso» de la obra original, la Corte Suprema sostuvo que, si bien el uso que le daba 2 Live Crew a su versión rap del tema Oh Pretty Woman era comercial, esto no debía interpretarse como un factor determinante para negar que se haya configurado un fair use ya que, de tomarse esta interpretación, prácticamente todos los usos no autorizados de obras intelectuales ajenas calificarían como violatorios del derecho de autor, vaciando de sentido a los demás elementos que componen a la doctrina del fair use. Por tanto, la Corte determinó que «cuanto más transformativo sea el nuevo trabajo, menos relevancia tendrán otros factores que podrían jugar en contra de entender que hay un fair use, como el hecho de que haya uso comercial».9 En segundo lugar, la Corte entendió que, efectivamente, el uso de la obra original para la creación de la nueva obra era suficientemente «transformativo». La Corte entendió que en la nueva obra había un uso transformativo, ya que se agregaba «algo nuevo, con un propósito distinto o con distintas características, alterando la versión inicial con una nueva expresión, sentido o mensaje».10 En este aspecto, la Corte entendió que, si bien se había utilizado la esencia de la obra original para realizar la nueva obra, ello no era determinante. La Corte entendió que las parodias, análogas al caso en cuestión, requieren necesariamente del uso de la esencia de la obra original. En este sentido, la Corte adoptó la postura de que utilizar la esencia de una obra original califica como un fair use siempre y cuando el aspecto transformativo de la nueva obra pueda ser «razonablemente percibido».11 En tercer lugar, la Corte analizó el efecto que tenía la aparición de la nueva obra en el potencial mercado o en el valor de mercado de la obra original. La Corte entendió que, debido a la marcada transformación que existía entre la obra original y la nueva obra, quedaba claro que la nueva versión no afectaba el valor del trabajo original. En 1998, en el fallo Castle Rock Entertainment, Inc. vs. Carol Publishing Group, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito utilizó el mismo criterio de interpretación sentado por la Corte en el fallo Campbell, pero concluyó que, en este caso en particular, la demandada no se encontraba amparada por la excepción del fair use. En este caso, la demandada había comercializado un libro de trivias sobre la exitosa telenovela Seinfeld, que contenía varios textos idénticos al guión de la telenovela original. Por tanto, dado que la nueva obra no contenía una nueva expresión, sentido o mensaje (es decir, dado que no se había configurado un uso «transformativo» de la obra original), no debía proceder la excepción del fair use interpuesta por la demandada. Los jueces, además, recordaron que el test esencial del fair use consiste en analizar en cada caso si el objetivo constitucionalmente reconocido del copyright, que es promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles, es consistente con permitir o con prohibir el uso no autorizado de la

obra original para la creación de la nueva obra.12 En el año 2003, la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito tuvo que resolver, en el fallo Kelly vs. Arriba Soft, si el programa informático de Arriba Soft, que servía para buscar imágenes en internet y que mostraba versiones reducidas de las fotografías originales que el usuario buscaba mediante el programa, violaba los derechos de propiedad intelectual de Kelly, un fotógrafo cuyas fotos originales fueron publicadas en versión reducida sin su consentimiento, o si, por el contrario, constituía un fair use. Los jueces resolvieron que el programa informático de Arriba Soft calificaba como un fair use y, para llegar a tal conclusión, analizaron los elementos constitutivos del fair use. Los principales argumentos que utilizaron fueron los siguientes. En primer lugar, los jueces entendieron que, incluso si Arriba Soft utilizaba la totalidad de la obra original (ya que exponía las fotografías enteras, aunque en tamaño reducido), el propósito y el carácter del uso que le daba Arriba Soft a las imágenes era transformativo, ya que «eran imágenes mucho más pequeñas, de menor resolución, que tenían una función totalmente diferente a las fotografías originales de Kelly».13 Por tanto, era implausible entender que «alguien utilice las imágenes de Arriba para propósitos ilustrativos o estéticos, porque al agrandarlas perdían su claridad».14 En segundo lugar, los jueces entendieron que el efecto que tenía el uso que le daba Arriba Soft a las imágenes reducidas no afectaba el potencial mercado o el valor de las fotografías originales de Kelly. Consideraron que, incluso si Arriba Soft difundiera ampliamente las versiones reducidas y de baja resolución de las imágenes originales, ello tampoco afectaría sustancialmente el valor de mercado de las fotografías originales de Kelly. En 2006, en el fallo Blanch vs. Koons, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuto de los Estados Unidos debió resolver si estaba amparado por la doctrina del fair use el collage que había realizado el artista Jeff Koons, en el que incluía una parte de una fotografía tomada por la fotógrafa de moda Andrea Blanch que ya había sido publicada en la revista Allure, en el 2000. Los jueces entendieron que el uso de Koons era un fair use. El argumento principal en favor de ello se basó en el hecho de que el uso de la obra de Koons era transformativo, ya que tenía un «propósito y un significado totalmente diferente» al de la fotografía original. De hecho, los jueces entendieron que la fotografía original había sido tomada meramente como «materia prima» para la confección de la nueva obra de Koons.15 En 2007, en el fallo Perfect 10 vs. Google, Inc., la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito debió determinar si el hecho de que Google publicara como resultados de las búsquedas de Google Images versiones reducidas de las fotografías de las revistas Perfect 10 (sin la autorización de la misma) constituía o no un uso protegido por la doctrina del fair use. En el caso en cuestión, Perfect 10 alegó que la conducta de Google lo dañaba especialmente porque dicha publicación comercializaba para teléfonos celulares versiones reducidas de las imágenes de sus revistas, y alegaba que el hecho de que Google publicara también versiones reducidas le afectaba tal negocio. La Corte de Apelaciones resolvió que el uso que realizaba Google de las imágenes de Perfect 10 estaba protegido por la doctrina del fair use. Para efectuar el análisis, la Corte de Apelaciones evaluó los hechos de acuerdo con los cuatro

criterios enumerados en el § 107 de la Copyright Law. En primer lugar, respecto al «propósito y el carácter del uso», los jueces tuvieron en cuenta dos aspectos: si el uso era comercial y si el uso era transformativo. Por un lado, los jueces entendieron que el uso que hacía Google de las imágenes reducidas era comercial, y entendió que ello jugaba, en principio, en contra de que pueda entenderse como un fair use. No obstante, los jueces entendieron, por otro lado, que el uso que hacía Google de las imágenes de Perfect 10 era transformativo, ya que no se superponía con el uso de las imágenes originales de Perfect 10. Las imágenes originales eran publicadas con fines de entretenimiento, mientras que las imágenes reducidas publicadas por Google estaban publicadas en un contexto diferente, que tenía que ver con la búsqueda electrónica de información. En este sentido, los jueces entendieron que el hecho de que el uso sea transformativo jugaba a favor de que la conducta de Google pueda entenderse como un fair use. En segundo lugar, respecto al requisito de la naturaleza de la obra original, los jueces entendieron que el hecho de que Google utilizara imágenes ya publicadas por Perfect 10 jugaba a favor de entender que se trataba de un fair use, ya que la primera expresión creativa ya había ocurrido. Otra hubiera sido probablemente la interpretación si Google hubiera publicado versiones de imágenes inéditas de Perfect 10, ya que es especialmente importante proteger el derecho del autor a ser el primero en expresar su creación. En tercer lugar, respecto a la sustancialidad de la porción de la obra original usada para realizar la nueva obra, los jueces entendieron que el hecho de que Google no usara una porción mayor de las obras originales que la necesaria para lograr el objetivo de proveer una búsqueda efectiva de imágenes jugaba a favor de interpretar que existía un fair use. Por último, respecto al efecto que tenía el uso no autorizado de la obra original en el mercado, los jueces entendieron que del hecho de que Google publicara las imágenes con fines comerciales no se podía presumir una afectación en la posición en el mercado de Perfect 10. Dado que el uso que hacía Google de las imágenes era transformativo (es decir, que era realizado en un marco totalmente distinto y con otros objetivos), no podía presumirse que existía un daño en el mercado para Perfect 10. Por tanto, dado que el daño que podría sufrir Perfect 10 en el mercado no era concreto, sino meramente hipotético, debía entenderse que la conducta de Google calificaba como un fair use. Ya en 2013, en el fallo Cariou vs. Prince, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito también adoptó una interpretación amplia sobre el alcance de la doctrina del fair use. En este caso, Cariou, un fotógrafo profesional, había tomado una serie de fotos de rastafaris en Jamaica, que fueron publicadas en un libro titulado Yes Rasta, en el 2000. En 2007, Richard Prince, un famoso artista, tomó copias de 29 fotos de Cariou y las utilizó, sin su autorización, para intervenirlas con collages y pinturas, tomando en algunos casos porciones de las fotografías originales y en otros casos la totalidad de las fotografías originales. Prince comercializó sus obras, obteniendo más de diez millones de dólares por la venta de ocho fotografías intervenidas. La Corte de Apelaciones del Segundo Circuito resolvió que 25 de las 29 obras de Prince estaban protegidas por el fair use. Los jueces sostuvieron que las obras de Prince «agregaban un nuevo significado, expresión o mensaje» respecto a la obra original, «con un propósito distinto» a

la obra original, y que no le quitaban una porción del mercado relevante a Cariou, ya que las obras intervenidas estaban orientadas a un mercado distinto.16 A esta altura, hemos visto cómo ha evolucionado la interpretación jurisprudencial sobre el alcance de la doctrina del fair use en Estados Unidos. A modo de resumen de los fallos recién comentados, considero esencial resaltar los siguientes conceptos: Uso transformativo: de acuerdo con la interpretación jurisprudencial, mientras más transformativo sea el uso de la obra original es más probable que la conducta califique como un fair use. Se entiende que hay «uso transformativo», básicamente, cuando a la obra original se le agrega «algo nuevo, con un propósito distinto o con distintas características, alterando la versión inicial con una nueva expresión, sentido o mensaje» y cuando la nueva obra tiene una «función totalmente diferente» a la función de la obra original. La transformación de la obra original para la creación de la nueva obra debe ser «razonablemente percibida» por el público. Efecto del uso no autorizado en el mercado de la obra original: de acuerdo con la tendencia de la interpretación jurisprudencial, mientras más transformativo sea el uso de la obra original para la creación de la nueva obra resulta menos plausible alegar que la nueva obra afecta la posición en el mercado de la obra original. Esto es así dado que, para determinar cuán transformativo es el uso de la obra original, debe analizarse, entre otros aspectos, si la nueva obra tiene una función distinta a la obra original (y en ese caso estará en principio orientada a un mercado distinto). También debe analizarse si es razonable interpretar que, debido a la existencia de la nueva obra, los consumidores dejarán de consumir la obra original. Como vemos, esta noción tiene como objetivo resguardar en alguna medida los intereses en el mercado del autor de la obra original. Principio vector de la doctrina del fair use: de acuerdo con la interpretación jurisprudencial, el test esencial que debe realizarse, para determinar si se configuró un supuesto fair use o no, consiste en analizar en cada caso si el objetivo constitucionalmente reconocido del copyright, que es promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles, es consistente con permitir o con prohibir el uso no autorizado de la obra original para la creación de la nueva obra. Como vemos, esta noción tiene como objetivo promover el bien común o el bienestar social, ya que persigue el progreso de la ciencia y de las artes útiles, no en beneficio de los creadores (de la obra original o de la nueva obra), sino de la sociedad en su conjunto. Los tres conceptos recién enumerados (el uso transformativo, el efecto del uso no autorizado en el mercado del autor de la obra original y el principio vector) han sido utilizados por los jueces como los principales argumentos para justificar la excepción del fair use a la protección de la propiedad intelectual. En el siguiente apartado, analizaré en qué medida dichos conceptos son consistentes con las principales teorías sobre la justificación de los derechos de propiedad intelectual. En particular, analizaré en qué medida dichos conceptos son consistentes con las excepciones que admiten dichas teorías a la regla de la protección de la propiedad intelectual.

Posibles justificaciones de la doctrina del fair use En seguida, analizaré en qué medida la doctrina del fair use es consistente con tres importantes justificaciones de los derechos de propiedad intelectual:17 la justificación hegeliana basada en la personalidad, la justificación lockeana y la justificación utilitarista. Por supuesto, las tres posibles justificaciones han recibido fuertes críticas. No obstante, el objetivo de este trabajo no es corregir estas teorías para salvarlas de las críticas que han recibido, sino meramente identificar en qué medida estas teorías admitirían una excepción como la establecida por la doctrina del fair use. A continuación explicaré brevemente en qué consiste cada justificación y analizaré en qué medida estas teorías serían consistentes con la doctrina del fair use.

La justificación hegeliana La justificación de la propiedad intelectual basada en la personalidad ha sido desarrollada especialmente por G. W. F. Hegel. Básicamente, Hegel sostiene que los individuos son titulares de su personalidad, que está compuesta por sus talentos, sus sentimientos, los rasgos de su carácter y sus experiencias. En ciertos casos, los individuos, motivados por su voluntad, fusionan ciertos objetos (tangibles o intangibles) con sus talentos, sus sentimientos, los rasgos de su carácter y sus experiencias (es decir, con su voluntad). Al fusionarse un objeto con la personalidad de un individuo (que es titular de su personalidad), el individuo deviene, entonces, titular del objeto. En este sentido y de acuerdo con Justin Hughes, según la teoría hegeliana, «la voluntad interactúa con el mundo externo en diferentes niveles de actividad. Procesos mentales —como reconocer, clasificar, explicar y recordar— pueden ser comprendidos como apropiaciones del mundo externo por la mente».18 A partir de esta breve explicación de la justificación hegeliana de la propiedad intelectual, podemos analizar en qué medida esta teoría es consistente con la doctrina del fair use. Ante todo, podemos identificar que uno de los principales requisitos para que se configure un supuesto fair use es que el uso de la obra ajena sea transformativo. Para reconocerle al creador la titularidad de la nueva obra (que ha sido realizada a partir del uso no autorizado de una obra ajena), los jueces exigen que esta sea «algo nuevo, con un propósito distinto o con distintas características, alterando la versión inicial con una nueva expresión, sentido o mensaje». En los términos de la teoría hegeliana, para que pueda entenderse que la nueva obra pertenece al nuevo creador (y que es una obra distinta de la obra original que se utilizó para crear la nueva obra), esta debe contener en sí los rasgos de la personalidad (sus talentos, sus sentimientos, los rasgos de su carácter y sus experiencias) del nuevo creador. De este modo, podría entenderse que la nueva obra es independiente de la obra original, y que le pertenece justificadamente al nuevo creador. Esta teoría parece explicar de forma clara por qué los jueces han considerado que calificaba como un fair use el collage que realizó el artista Koons utilizando porciones de fotografías de moda tomadas por Blanch. En el mismo sentido, la teoría hegeliana parece también explicar por qué los jueces han considerado que la mayoría de las obras de arte de Prince calificaban como un fair use,

ya que consistían en intervenciones artísticas de las fotografías de Cariou. En ambos casos, podría decirse que la nueva obra, que se realizó sin autorización a partir del uso de la obra original, no reflejaba la personalidad del autor original, puesto que su creador la había transformado de modo tal que ahora la nueva obra refleja sus propias expresiones, sentimientos, talentos, etcétera. Ahora bien, esta teoría no parece explicar por qué son relevantes los otros dos elementos fundamentales del fair use: el efecto en el mercado para el autor de la obra original que genera el uso no autorizado de su obra (en protección del titular de la obra original) y el efecto que podría tener la permisión o la prohibición del uso no autorizado de una obra ajena para la promoción de las ciencias y las artes útiles. Por un lado, la teoría hegeliana no es sensible al eventual efecto que puede generar la aparición de la nueva obra en el mercado sobre el autor de la obra original. La teoría hegeliana no se compromete a que la asignación de los derechos de propiedad intelectual no perjudicará a determinados jugadores en el mercado. Lo que determina cómo deben asignarse los derechos de propiedad intelectual, de acuerdo con la teoría hegeliana, es a quién pertenece la personalidad que se encuentra «impresa» en los distintos objetos que pueden ser apropiados. Por lo tanto, el hecho de que la aparición en el mercado de un objeto determinado, que contiene «impresa» la personalidad de una persona, afecte negativamente la posición en el mercado de otra persona que es titular de otro objeto, no tiene ninguna relevancia sobre cómo se deben asignar los derechos de propiedad intelectual según la teoría hegeliana. Por otro lado, la teoría hegeliana tampoco parece, en principio, estar comprometida con promover el bien común (entendido como promover el desarrollo de las ciencias y las artes útiles). Nuevamente, de acuerdo con la teoría hegeliana, lo que determina cómo deben asignarse los derechos de propiedad intelectual es que el individuo haya logrado fusionar su personalidad en un objeto. En principio, la asignación de un derecho de propiedad a una persona determinada es independiente de los efectos para la sociedad. No obstante, existen ciertas interpretaciones de la teoría hegeliana que incluyen en la teoría algunas consideraciones que tienen por objetivo promover el bien común, alegando que la protección de los derechos de propiedad intelectual genera incentivos adecuados para la promoción del progreso y la maximización de la utilidad social.19 Sin embargo, estas interpretaciones parecen alejarse demasiado del núcleo de la justificación hegeliana, y se aproximan demasiado a la teoría utilitarista, que analizaremos a continuación.

La justificación utilitarista La justificación utilitarista de la propiedad intelectual postula que la razón por la cual es justo que los individuos tengan derechos intelectuales consiste en que esta protección genera resultados socialmente deseables (más deseables que cualquier otra alternativa posible). Si se premia a quienes realizan creaciones útiles con un derecho exclusivo a utilizar dichas creaciones durante un tiempo determinado, los individuos tendrán incentivos para dedicarle su tiempo y esfuerzo a desarrollar creaciones útiles. Si en cambio no se le reconociera a los creadores un derecho exclusivo a usar sus creaciones, una vez realizada una creación, todos los individuos podrían utilizarla gratuitamente,

a expensas del esfuerzo y la dedicación del creador. En este escenario, menos personas tendrían incentivos para dedicarle su tiempo y esfuerzo a desarrollar creaciones útiles y más personas tendrían incentivos para utilizar gratuitamente las creaciones útiles que otros desarrollaron. En este sentido, el utilitarismo postula que al asignar derechos de propiedad intelectual los creadores deben ser recompensados por el Estado con el goce de un monopolio temporáneo en la explotación de sus creaciones. Esta recompensa genera incentivos para que los individuos decidan dedicar más tiempo a desarrollar creaciones útiles. Mientras más individuos desarrollen creaciones útiles, mayor será el bienestar general, en principio. Por tanto, recompensar a los creadores con un monopolio temporal (es decir, con derechos de propiedad intelectual) es, en principio, algo socialmente deseable. En este sentido, Richard Epstein imagina un mundo sin derechos de propiedad intelectual y advierte lo siguiente: Respecto a las canciones y las máquinas, ¿quién asumirá los costos de inventarlas si los demás podrían beneficiarse personalmente de dichos inventos con impunidad? No se necesita tener una creencia cínica sobre el efecto corrosivo del autointerés para creer que pocas personas trabajarían para hacer que sus vecinos y competidores estén mejor que ellas mismas. A menos que existan fuertes derechos de propiedad intelectual, el free riding destruirá la innovación.20

Epstein propone lo siguiente: «El uso de una legislación explícita e instituciones públicas es un costo de la propiedad intelectual. Pero parece plenamente justificado a la luz de los enormes avances técnicos y literarios que no ocurrirían en su ausencia».21 A partir de esta breve explicación de la justificación utilitarista de la propiedad intelectual, podemos analizar en qué medida esta teoría es consistente con la doctrina del fair use. En términos generales, la excepción a la regla de la propiedad intelectual de la doctrina del fair use parece tener un fuerte fundamento utilitarista. En este sentido, esta justificación parece explicar perfectamente la definición de la doctrina del fair use esbozada por Patricia Aufderheide y Peter Jaszi, interpretada a su mejor luz, quienes han sostenido que «esta doctrina establece que, bajo ciertas circunstancias (básicamente, cuando el beneficio social es mayor que la pérdida individual del titular de la obra), las personas pueden citar obras protegidas por copyright sin autorización y sin pagar».22 En primer lugar, esta teoría parece explicar claramente por qué los jueces tienen en cuenta si la permisión o la prohibición del uso no autorizado de una obra intelectual ajena promoverá o no el desarrollo de las ciencias y de las artes útiles al momento de decidir si se ha configurado o no un supuesto de fair use. De hecho, la promoción del desarrollo de las ciencias y las artes útiles parece ser precisamente el objetivo del utilitarismo, respecto a la propiedad intelectual. Esta teoría podría explicar por qué los jueces han prohibido el uso comercial de las grabaciones de programas televisivos realizados por particulares con su grabadora Sony Betamax. Si los individuos pudieran comercializar las grabaciones de programas televisivos sin autorización, se reducirían los incentivos para incurrir en los costos que implica la producción de un programa televisivo. Esto podría resultar en una menor oferta de programas televisivos, lo cual atentaría contra el desarrollo de las ciencias y las artes útiles. Ahora bien, el utilitarismo también podría explicar por qué los jueces han permitido a Google el uso no autorizado de las imágenes de la revista Perfect 10, considerando la importancia social

que tiene Google como fuente de información. Prohibir a Google el uso no autorizado de imágenes aumentaría los costos de Google a un nivel que, posiblemente, implicaría el fin de dicha útil herramienta tal como la conocemos. Por tanto, desde el punto de vista utilitarista, sería razonable que los jueces, haciendo un cálculo de utilidad, decidieran que el derecho de propiedad intelectual debía ceder en este caso, puesto que, de lo contrario, se atentaría contra el desarrollo de las ciencias y artes útiles. Como vemos, el utilitarismo justifica el derecho de propiedad intelectual solamente en la medida en que este promueva el desarrollo de las ciencias y las artes útiles. De acuerdo con el utilitarismo, es justo que califiquen como supuestos de fair use (es decir, como excepciones a la propiedad intelectual) los usos no autorizados de obras intelectuales que promueven el desarrollo de las artes útiles (como ciertos usos que hace Google de obras intelectuales ajenas). En segundo lugar, el utilitarismo no parece estar comprometido, en principio, con la idea de que, para que se configure un supuesto fair use, el uso de la obra ajena deba ser transformativo, ni con la idea de que el uso desautorizado no debe afectar al creador de la obra original en el mercado. Por ejemplo, si en un caso concreto cierto individuo, que ha copiado una obra intelectual ajena sin autorización y sin transformarla en lo absoluto, maximizara la utilidad, un utilitarista debería favorecerle la asignación de los derechos intelectuales. Por supuesto, ello podría a su vez afectar la posición en el mercado del creador original, pero un utilitarista debería seguir favoreciendo la asignación de derechos intelectuales a dicho individuo en la medida en que esto maximice la utilidad. No obstante, si bien en principio el requisito de la transformación y el de no afectar al titular de la obra original en el mercado no están justificados por el utilitarismo, quizá desde el utilitarismo de reglas sí podrían estar justificados todas las cosas consideradas. Para concluir que en ambos requisitos se están justificando todas las cosas consideradas, un utilitarista de reglas deberá calcular si la protección de la posición en el mercado de los creadores originales y la exigencia de que solo se permitan los usos transformativos de las obras ajenas podrían ser reglas que, de ser aplicadas socialmente, maximizarían la utilidad. De ser así, ambas reglas, si bien por sí mismas no persiguen la maximización de la utilidad, dado que contingentemente la promoverían, podrían estar justificadas desde un punto de vista del utilitarista de reglas. Por supuesto, dichos cálculos serían sumamente complejos (aunque podrían revelar datos de gran importancia) y exceden el objetivo de este trabajo.

La justificación lockeana Según la teoría lockeana, «trabajar, producir, pensar y perseverar son actos voluntarios, y los individuos que llevan a cabo estas actividades serán titulares de lo que produzcan».23 Desde este punto de vista, «del mismo modo en que uno tiene un derecho sobre los cultivos que plantó, uno también tiene un derecho sobre las ideas que generó o la obra que uno produjo».24 En líneas similares, Ayn Rand sostiene que «las patentes y el copyright son la implementación de la base de todos los derechos de propiedad: el derecho del individuo al producto de su mente».25

Ahora bien, de acuerdo con la teoría lockeana, para que un individuo pueda apropiarse de un bien (tangible o intangible) que es fruto de su trabajo, es un requisito necesario que deje «suficientes y tan buenos» bienes similares para el resto de los individuos. Un individuo, de acuerdo con la teoría lockeana, no podría apropiarse del fruto de su trabajo si ello implica dejar al resto de la sociedad sin una cantidad suficiente y tan buena de aquel bien que el individuo se apropió. A su vez, de acuerdo con la teoría lockeana, para que un individuo pueda apropiarse de un bien (tangible o intangible) que es el fruto de su trabajo, es un requisito necesario que no vaya a desperdiciar dicho bien. En los términos de John Locke, «dios no creó ninguna cosa para que el hombre la dejara echarse a perder o para destruirla».26 A partir de esta breve explicación de la justificación lockeana de la propiedad intelectual, podemos analizar en qué medida esta teoría es consistente con la doctrina del fair use. En primer lugar, la idea de que los individuos son dueños del fruto de su trabajo parece en principio inconsistente con la doctrina del fair use, en cuanto establece que si un individuo utiliza transformativamente una obra ajena, será el único titular de la nueva obra resultante. De acuerdo con una interpretación estándar de la teoría lockeana, el uso sin autorización de una obra ajena (ya sea para utilizarla transformativamente o para utilizarla de cualquier otro modo) está prohibido, puesto que el titular de la obra original, que creó dicha obra con su trabajo y esfuerzo, es el único titular de su obra, y cualquier uso que otro individuo quiera hacer de dicha obra debe ser autorizado por él. Ahora bien, debemos recordar que la teoría lockeana solo permite que un individuo se apropie de un bien en la medida en que deje «suficientes y tan buenos» bienes para los demás. Robert Nozick 27 ha interpretado que un individuo, al apropiarse de un bien, deja «suficientes y tan buenos» bienes a los demás cuando en la apropiación no deja a los demás en una peor situación a como hubieran estado si dicho bien estuviera bajo el dominio público. Nozick considera que la propiedad intelectual está justificada (siempre y cuando esté limitada en el tiempo) ya que, en principio, la creación de algo útil no tiende a perjudicar a los demás, sino que posiblemente mejora su situación. En una línea interpretativa opuesta a la de Nozick,28 podría argumentarse que existen casos en los cuales si una obra intelectual, que un individuo desea apropiarse, estuviera en el dominio público, el resto de los individuos estarían mejor. Esto se debería a que, si la obra intelectual estuviera bajo el dominio público, no se configuraría una tragedia de los comunes (que sí se configuraría si se tratara de un bien tangible y escaso), debido a que los bienes intelectuales, que no son tangibles ni escasos, podrían ser utilizados por todos al mismo tiempo de forma plena y sin obstruirse entre sí. Por tanto, si el creador no se apropiara de su creación, y esta quedara bajo el dominio público, podría argumentarse que el resto de la sociedad estaría mejor, puesto que todos podrían gozar plenamente y al mismo tiempo de esa creación intelectual, sin interrumpirse entre sí, lo cual no podrían hacer si el creador se apropiara exclusivamente de su creación.29 De acuerdo con esta línea argumental, sería justo que los individuos utilicen la propiedad intelectual ajena sin autorización, cuando demuestren que socialmente esa creación estaría mejor aprovechada como propiedad común, pudiéndose así argumentar que se configuraría un supuesto fair use.

Por tanto, en este sentido, no parece relevante el hecho de que un individuo realice un uso transformativo de la obra original, ni que el autor original se vea perjudicado por la aparición de la nueva obra realizada sin su autorización. Como hemos visto, para que se configure un supuesto fair use bastaría con que el interesado en usar la obra ajena muestre que el resto de la sociedad estaría mejor si el titular de la obra no se la apropia, quedando mejor bajo el dominio público. En segundo lugar, podría interpretarse que la postura lockeana está, en cierta medida (al menos indirectamente) comprometida con el desarrollo de las ciencias y las artes útiles. Dado que la justificación lockeana postula que no deben echarse a perder ni destruirse los bienes, podría inferirse que, por tanto, los bienes deben emplearse con cierta utilidad, que podría ser el desarrollo de las ciencias y las artes útiles. En este sentido, Benjamin G. Damstedt ha sostenido que: hay algo intuitivamente atractivo en otorgarle un derecho de propiedad a quien creó un bien, especialmente cuando los demás no se han visto perjudicados por esta creación. En el mismo sentido, resulta intuitivamente atractivo asignar un derecho a hacer un fair use cuando el titular está desperdiciando y echando a perder el bien, especialmente si puede hacerse sin dañar al titular del bien.30

Conclusión En este trabajo hemos visto que ninguna de las tres principales justificaciones de la propiedad intelectual parece explicar perfectamente la doctrina del fair use. De hecho, esta doctrina parece tener diversos fundamentos, posiblemente inconsistentes entre sí. En primer lugar, el requisito de que el uso no autorizado de la obra ajena deba ser transformativo para que se configure un supuesto fair use parece especialmente consistente con la justificación hegeliana de la propiedad intelectual. No obstante, ese requisito es, al menos en principio, inconsistente con la justificación utilitarista de la propiedad intelectual. En segundo lugar, el requisito de que el uso no autorizado de la obra ajena deba promover el desarrollo de las ciencias y las artes útiles parece especialmente consistente con la justificación utilitarista de la propiedad intelectual y posiblemente consistente con la teoría lockeana de la propiedad intelectual. No obstante, ese requisito es inconsistente con la teoría hegeliana de la propiedad intelectual. En tercer lugar, el requisito de que el uso no autorizado de la obra ajena no deba empeorar la posición en el mercado del creador de la obra original no parece, en principio, especialmente consistente con ninguna de las tres posibles justificaciones de la propiedad intelectual. El hecho de que ninguna justificación de la propiedad intelectual sea completamente consistente con la doctrina del fair use y el hecho de que los jueces apliquen esta doctrina basándose en diversos factores inconsistentes entre sí generan, en la práctica, severas complicaciones. En este sentido, Neil W. Netanel ha sostenido que «numerosos comentaristas han criticado la doctrina del fair use como irremediablemente impredecible e indeterminada. Ello me incluye a mí».31 En el mismo sentido, Barton Beebe ha sostenido que, «debido a toda la ambigüedad de su lenguaje legal [los factores que componen la doctrina del fair use] son lo que se interpone entre nosotros y lo que algunos han llamado, con un toque de hipérbole, la “tiranía del copyright”».32 Por ejemplo, si un individuo evaluara usar una obra ajena sin autorización de su

titular para desarrollar una nueva obra, sin aplicarle una gran transformación a la obra original, pero con la convicción de que su nueva obra promoverá fuertemente el desarrollo de una ciencia determinada, ¿podrá prever si los jueces lo condenarán por violación de copyright o si, por el contrario, reconocerán que se trata de un fair use? Posiblemente, mientras los fundamentos de la doctrina del fair use sean inconsistentes entre sí, este individuo no dispondrá de un método cierto para prever si su conducta es legal o no y, especialmente, para comprender los motivos su estatuto jurídico. A esta altura, el lector oriundo de un país de tradición continental podría preguntarse en qué medida el análisis aquí efectuado de la doctrina norteamericana del fair use es relevante. Entiendo que existen, al menos, dos fuertes motivos por los cuales el lector de esta tradición debería preocuparse por los fundamentos filosóficos de la doctrina del fair use. En primer lugar, de acuerdo con el análisis aquí efectuado, la doctrina del fair use se desprende (con ciertas dificultades, tal como hemos analizado) de los fundamentos mismos de la propiedad intelectual. En este sentido, las teorías que hemos analizado sobre la justificación de la propiedad intelectual (hegeliana, lockeana y utilitarista) no justifican solamente las instituciones del copyright norteamericano, sino que justifican la protección de la propiedad intelectual en general. De hecho, al menos la justificación lockeana (que establece, básicamente, que el titular de una obra debe ser su creador) y la justificación hegeliana (que establece, básicamente, que el titular de una obra debe ser quien haya impreso su personalidad en el bien intelectual) parecen, más bien, justificar instituciones más similares a las del derecho de autor continental que a las del copyright norteamericano. Por tanto, si la excepción de la doctrina del fair use se halla justificada en distintas medidas y por dichas teorías, entonces, al menos desde un punto de vista moral, esta excepción debería ser aplicada también en los países de tradición continental. En este sentido, comprender los fundamentos filosóficos de la doctrina del fair use puede servirle al lector de tradición continental para comprender, precisamente, que esta excepción debería ser aplicada también en los países de tradición continental. En segundo lugar, desde un punto de vista legalista, cabe mencionar que el Convenio de Berna para la Protección de Obras Literarias y Artísticas, al que se ha adherido la enorme mayoría de los países de tradición continental, establece, en su artículo 10, inciso 1, que «son lícitas las citas tomadas de una obra que se haya hecho lícitamente accesible al público, a condición de que se hagan conforme a los usos honrados y en la medida justificada por el fin que se persiga». Se puede apreciar que las condiciones establecidas en este artículo al menos son sensiblemente similares a los cuatro factores que constituyen la doctrina del fair use y que constituyen una excepción más «flexible»33 que la excepción tradicional del derecho de cita de la tradición continental. Desde este punto de vista, comprender cómo han interpretado los jueces norteamericanos los cuatro factores de la doctrina del fair use, y cuáles son sus fundamentos, puede resultar de especial utilidad a la hora de evaluar cómo deberíamos interpretar en los países de tradición continental la excepción regulada en el citado artículo del Convenio de Berna.

Origen del contenido para esta edición http://www.redalyc.org/pdf/3636/363638164003.pdf Fecha de publicación Octubre del 2014 Tipo de licencia Desconocida (probablemente copyright) Observaciones Originalmente publicado en la revista Isonomía, número 41.

1. Perry, Lee; McMahon, Gerard: Lee Perry speaks his mind: 2013: en línea (16 de febrero del 2016). Entrevista. 2. Copyright Act of 1976: 17 U.S.C. § 107. La doctrina del fair use se encuentra regulada en Estados Unidos por esta ley. 3. Netanel, Neil Weinstock: «Making sense of fair use», Lewis and Clark: 2011 (núm. 3), vol. 15, pp. 720 y 723. 4. Leval, Pierre N.: «Campbell v. Acuff-Rose: justice souter’s rescue of fair use, 13», Cardozo Arts & Entertainment Law Journal: 1994 (núm. 19). 5. Beebe, Barton: «An empirical study of U. S. copyright fair use opinions, 1978-2005», University Of Pennsylvania Law Review: 2008 (núm. 3), vol. 156, p. 597. 6. Beebe, Barton: «An empirical study of U. S. copyright fair use opinions, 1978-2005», University Of Pennsylvania Law Review: 2008 (núm. 3), vol. 156, p. 610. 7. Beebe, Barton: «An empirical study of U. S. copyright fair use opinions, 1978-2005», University Of Pennsylvania Law Review: 2008 (núm. 3), vol. 156, p. 615. 8. Harper & Row, Publishers, Incorporated, et al. v. Nation Enterprises, et al.: 1985, 471 US 539. La traducción me pertenece. 9. «[T]he more transformative the new work, the less will be the significance of other factors, like commercialism, that may weigh against a finding of fair use». Campbell v. Acuff-Rose Music, Inc.: 1994, 510 U.S. 569 y 579. La traducción me pertenece. 10. «[It] adds something new, with a further purpose or different character, altering the first with new expression, meaning, or message». Campbell v. Acuff-Rose Music, Inc.: 1994, 510 U.S. 569 y 579. La traducción me pertenece. 11. «[M]ay reasonably be perceived». Campbell v. Acuff-Rose Music, Inc.: 1994, 510 U.S. 569 y 579. La traducción me pertenece. 12. «[T]he ultimate test of fair use, therefore, is whether the copyright law’s goal of “promot[ing] the Progress of Science and useful Arts” would be better served by allowing the use than by preventing it». Castle Rock Entertainment, Inc. v. Carol Publishing Group: 1998, 150 F.3d 132 13. «[M]uch smaller, lower-resolution images that served an entirely different function than Kelly’s original images». Kelly v. Arriba Soft Corp.: 2003, 336 F.3d 811. La traducción me pertenece. 14. «[It would be unlikely] that anyone would use Arriba’s thumbnails for illustrative or aesthetic purposes because enlarging them sacrifices their clarity». Kelly v. Arriba Soft Corp.: 2003, 336 F.3d 811. La traducción me pertenece.

15. Blanch v. Koons: 2006, 467F.3d 244. 16. Samuelson, Pamela: «The quest for a sound conception of copyright’s derivative work right», Georgetown Law Journal: 2012 (núm. 6), vol. 101. 17. Moore, Adam: «Intellectual property», The Stanford encyclopedia of philosophy (ed. Edward N. Zalta): 2011: en línea (16 de febrero del 2016). 18. Hughes, Justin: «The philosophy of intellectual property», Georgetown University Law Center and Georgetown Law Journal: 1988 (núm. 77), p. 30. 19. Interpretación de Hegel realizada por Moore: Moore, Adam: «Intellectual property», The Stanford encyclopedia of philosophy (ed. Edward N. Zalta): 2011: en línea (16 de febrero del 2016). 20. Epstein, Richard A.: «Why libertarians shouldn’t be (too) skeptical about intellectual property», Progress on point paper, Progress & Freedom Foundation: Washington D. C.: 2006 (núm. 13.4), p. 7. La traducción me pertenece. 21. Epstein, Richard A.: «Why libertarians shouldn’t be (too) skeptical about intellectual property», Progress on point paper, Progress & Freedom Foundation: Washington D. C.: 2006 (núm. 13.4), p. 7. La traducción me pertenece. 22. Aufderheide, Patricia; Jaszi, Peter: Reclaiming fair use. How to put balance back in copyright, Universidad de Chicago: Chicago, 2011, p. 3. La traducción me pertenece. 23. Moore, Adam: «Intellectual property», The Stanford encyclopedia of philosophy (ed. Edward N. Zalta), Universidad de Stanford: Stanford, 2011, p. 17: en línea (16 de febrero del 2016). La traducción me pertenece. 24. Palmer, Tom G.: «Are patents and copyrights morally justified? The philosophy of property rights and ideal objects», Harvard Journal of Law and Public Policy, Universidad de Harvard: Cambridge, 1990 (núm. 3), vol. 13, p. 819. La traducción me pertenece. 25. Rand, Ayn: «Patents and copyrights», Capitalism: the unknown ideal, New American Library: Nueva York, 1967, p. 130. La traducción me pertenece. 26. Locke, John: Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen y fin del gobierno civil (trad. Carlos Mellizo), Alianza: Madrid, 1990, p. 60. 27. Nozick, Robert: Anarchy, State and utopia, Basic Books: Nueva York, 1974, pp. 178-182. 28. En esta línea, por ejemplo véanse: Kinsella, Stephan: «Against intellectual property», Journal of Libertarian Studies, Ludwig von Mises Institute: 2001 (núm. 2), vol. 15, pp. 1-53. Moore, Adam: “Information wants to be free”, «Intellectual property», The Stanford encyclopedia of philosophy (ed. Edward N. Zalta), Universidad de Stanford: Stanford, 2011. 29. Por supuesto, como ya hemos visto en el apartado sobre el utilitarismo, posiblemente en este escenario habría menores incentivos para desarrollar creaciones útiles. 30. Damstedt, Benjamin G.: «Limiting Locke: a natural law justification fort the fair use doctrine»,

The Yale Law Journal, Universidad de Yale: New Haven, 2003 (núm. 5), vol. 112, p. 1221. La traducción me pertenece. 31. Netanel, Neil Weinstock: «Making sense of fair use», Lewis and Clark: 2011 (núm. 3), vol. 15, p. 716. 32. Beebe, Barton: «An empirical study of U. S. copyright fair use opinions, 1978-2005», University Of Pennsylvania Law Review, Universidad de Pensilvania: Pensilvania, 2008 (núm. 3), vol. 156, p. 552. La traducción me pertenece. 33. Lipszyc, Delia; Carlos A. Villalba: El derecho de autor en la Argentina, 2.a ed., La Ley: Buenos Aires, 2009, p. 196.

Software libre, géneros y (des)igualdad: expandir los horizontes de la libertad Cecilia Ortmann

El año pasado fui invitada por muy queridas amistades de Tierra del Fuego a participar en el Festival Latinoamericano de Instalación de Software Libre (FLISoL) que organizaron en dos ciudades de tal provincia. La propuesta era coordinar un espacio de debate sobre cómo las relaciones de género interpelan a las comunidades de software libre. En Ushuaia, durante la presentación, un participante me preguntó consternado si ese reclamo por una mayor participación de las mujeres en el ámbito informático —y en el software libre en particular— suponía que los varones iban a tener que adquirir «el dominio del lavarropas». Más allá de lo anecdótico (y bastante arcaico, por cierto) del planteo de aquel señor, preocupado porque la utopía feminista aparentemente le traería aparejada una serie de «nuevos aprendizajes» en su vida cotidiana —tales como apretar el botón de encendido de un electrodoméstico—, ese episodio da cuenta de un panorama naturalizado y desigual en términos de género, que nos plantea una inquietud —y hasta una contradicción— a quienes levantamos con orgullo las banderas del software libre. Desde los primeros movimientos feministas se ha cuestionado la desigualdad de las mujeres con respecto a los varones en el acceso al conocimiento en general, y al científico-tecnológico en particular. Las luchas de las organizaciones sociales promovieron y conquistaron numerosos derechos para las mujeres, especialmente en relación con la educación. Sin embargo, a pesar de que la consecuencia lógica del ingreso a la formación en igualdad de condiciones sería un aumento cuantitativo, en la actualidad la participación de las mujeres haciendo ciencia y tecnología sigue siendo inferior. Puntualmente en el área que nos convoca: en la actualidad, a nivel mundial, se calcula que en el sector de producción de software apenas el 20 % está conformado por mujeres. Y esta desigualdad se acentúa cuando hablamos específicamente de software libre, donde la participación de las mujeres no supera el 2 %.

¿Tan pocas? Hace rato venimos leyendo, escuchando o discutiendo —y también tratando de revertir— cómo desde que nacemos el mundo a nuestro alrededor está «organizado» según un patrón binario de géneros. Todo, absolutamente todo, está diferenciado: la ropa, los juegos, las actividades e incluso

la educación escolar. Se espera que las mujeres se desarrollen en las áreas artísticas y las humanidades, mientras que para los varones se supone un mayor rendimiento en las ciencias exactas, las disciplinas tecnológicas y los deportes. (¡Pobre de aquel niño al que no guste jugar futbol!). Este proceso de socialización se acentúa en la vida adulta. Las imágenes que circulan en los medios de comunicación contribuyen a aumentar la distancia entre las mujeres y la tecnología. Solo basta pensar en cuántas veces vimos hombres protagonizando publicidades de artículos de limpieza, o cuántas y qué tipo de noticias leemos sobre organismos y empresas dedicadas al desarrollo tecnológico lideradas por mujeres. Sería inocente pensar que ese bombardeo constante de estereotipos no tiene ninguna incidencia en las decisiones de las personas a la hora de inclinarse por una actividad determinada. En suma, los efectos de esa matriz sociocultural son más que efectivos y las mujeres que elegimos ocupaciones vinculadas a la informática somos pocas. De eso no hay duda. Ahora, ¿tan pocas? ¿A quiénes alcanza ese 2 %? Si analizamos estos números con más detalle, la subrepresentación de mujeres en el software libre va de la mano con la división sexual de roles y tareas. Tal como señala Margarita Salas: Cuando se homologa la creación de software únicamente a la escritura de código se ignora la importancia del trabajo que hacen muchas mujeres. Esta diferencia en la vaCrimsonción no es casual, todo lo contrario, es producto de un sistema social (patriarcado) que tiende a darle mayor valor a las labores que desarrollan los hombres.1

Podríamos preguntarnos sobre las causas y daríamos vueltas en círculo —¿el huevo o la gallina?— al tratar de dilucidar si las tareas están desjerarquizadas porque se les considera «femeninas» o si las mujeres resultan menos vaCrimsondas en estos ámbitos por las tareas que desempeñan. Pero, volviendo a la pregunta inicial, si las actividades vinculadas al diseño, capacitación, educación, documentación, traducción, entre otras —mayoritariamente desempeñadas por mujeres— están subordinadas a la escritura del código como la actividad única y primordial que da vida al software, podemos animarnos a pensar que ese porcentaje de mujeres señalado por las estadísticas está dejando afuera a todas las que llevamos adelante otras muchas tareas igualmente necesarias. Dice Yuwei Lin: Los defensores del software libre [...] están tan desesperados por unir las voces alrededor de la lucha por la libertad de información que le dan poco o nada de reconocimiento al hecho de que estos grupos, como las sociedades en las que se insertan (en mayor o menor extensión) tienen divisiones de género, con diferencias sustanciales de poder y ventajas entre hombres y mujeres.2

La preocupación primordial de propagar el uso de software libre está desoyendo o relegando las desigualdades y exclusiones entre quienes ya lo usamos, creamos, difundimos o defendemos. Y en este punto es donde tenemos que detectar el bug en nuestro propio sistema. Las imágenes y los roles de género persisten en nuestras comunidades y reproducen estereotipos que contribuyen a sostener una escasa presencia de mujeres y a reforzar la conformación de un espacio fuertemente masculinizado. Podríamos reformular entonces: no tan pocas, pero sí invisibilizadas.

Profundizar los principios de libertad e inclusión

Dentro de la diversidad de sentidos y motivaciones que cada quién puede encontrar y perseguir en el movimiento del software libre, podríamos coincidir en señalar como denominador común un interés democratizador vinculado a «la creación colectiva, la apropiación comunitaria del conocimiento y la promoción de una filosofía de inclusión, diversidad y solidaridad».3 En concreto, esta intencionalidad se traduce básicamente en crear, implementar y difundir el uso de sistemas operativos libres que —desde una posición radicalmente opuesta— vienen a cuestionar el carácter restrictivo, capitalista y excluyente de los productos fabricados por las grandes corporaciones de software privativo. Sin embargo, el punto de quiebre no radica en la dimensión tecnológica sino en sus implicaciones políticas y éticas, entendiendo que las tecnologías libres ofrecen un terreno fértil para una emancipación individual y colectiva. La condición necesaria (aunque no suficiente) para poder confiar en que las reglas impuestas por el software reflejen los objetivos y valores de la sociedad, es que la participación en la construcción del software esté abierta a todas las personas que deseen hacerlo.4

Con la libertad y la inclusión como principios, la expansión del software libre apunta a promover la autonomía, el conocimiento y la construcción colaborativa. En un sistema social, política y económicamente excluyente y desigual, estos principios constituyen «precondiciones» que nos permiten crear un escenario diferente, pero el acceso a las tecnologías libres por sí mismo no puede garantizar un acceso universal ni contribuir a la igualdad de género. Una de las cuestiones pendientes es identificar y asumir las preocupaciones feministas no únicamente como intereses de un sector específico de la población sino, por el contrario, como una aspiración de la sociedad en su conjunto. Sostener la convicción de la libertad y la inclusión en materia de software debe implicar también bregar por relaciones más igualitarias, donde la identidad de género —la asignada o la elegida— no sea un factor diferencial sino más bien que constituya un encuentro de miradas, experiencias y saberes.

Origen del contenido para esta edición http://pillku.com/category/pillku-18-ano-v-septiembre-2015/ Fecha de publicación Septiembre del 2015 Tipo de licencia Creative Commons CC BY-SA 3.0 Observaciones Originalmente publicado en la revista Pillku número 18.

1. Salas, Margarita: «Género y software libre en América Latina. Un estudio de caso», Voces libres de los campos digitales: una investigación sobre el software libre en América Latina y el Caribe (ed. Lena Zuñiga): 2006, pp. 1-20. 2. Lin, Yuwei: «Las mujeres en el desarrollo de software libre», Enciclopedia de género y tecnologías de la información (ed. Eileen Trauth), Universidad de Pensilvania: Estados Unidos, 2005, pp. 12861291. 3. Salas, Margarita: «Género y software libre en América Latina. Un estudio de caso», Voces libres de los campos digitales: una investigación sobre el software libre en América Latina y el Caribe (ed. Lena Zuñiga): 2006, pp. 1-20. 4. Heinz, Federico: «Código software: de la Torre de Marfil a la mesa ciudadana», Genes, bytes y emisiones: bienes comunes y ciudadanía (comp. Silke Helfrich), Fundación Heinrich Böll: 2008, pp. 91-95.