Cavell, Stanley - El Cine ¿Puede Hacernos Mejores_ (1)

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Stanley Cavell El cine, ¿puede hacernos mejores

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Stanley Cavell (Atlanta, Estados Unidos, 1926] Nacido en una familia de inmigrantes judíos, Cavell inició sus estudios en el campo musical en la Universidad de California en Berkeley, donde obtuvo su primer título en 1947, y los continuó en el conservatorio Juilliard, de Nueva York, durante dos años, hasta comenzar los estudios de filosofía en la Universidad de California. Obtuvo el doctorado en filosofía en la Universidad de Harvard, en la que permaneció como profesor y de la que actualmente es profesor emérito de Estética y Teoría General de los Valores. Pese a su formación en la tradición analítica, Cavell es uno de los pocos filósofos norteamericanos que han sabido establecer un fecundo diálogo con la tradición continental: sus trabajos sobre Emerson y Thoreau han alternado con numerosos escritos sobre Wittgenstein, Heidegger y Nietzsche, así como sobre crítica y teoría del cine, literatura y psicoanálisis. Famoso por sus estudios sobre cine, la cultura popular norteamericana o la comedia romántica de Shakespeare, la obra de Cavell tiene, a uno y otro lado del Atlántico, una presencia brillante, idiosincrásica y controvertida sobre la filosofía, la crítica literaria y los estudios culturales.

El cine, ¿puede hacernos mejores?

Stanley Cavell El cine, ¿puede hacernos mejores?

Del mismo autor

Traducido por Alejandrina Falcón

Ciudades de palabras: cartas pedagógicas sobre un registro de la vida moral, Valencia, 2007 Reivindicaciones de la razón, Madrid, 2003 En busca de lo ordinario: líneas de escepticismo y romanticismo, Madrid, 2002 Un tono de filosofía: ejercicios autobiográficos, Madrid, 2002 La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood, Barcelona, 1999 Phylosophy the day after tomorrow, Harvard, 2005 Contesting tears: the Hollywood melodrama o f the unknown woman, Chicago, 1996 Conditions handsome and unhandsome: The constitution o f Emersonian perfectionism, Chicago, 1990 The world viewed: Reflections on the ontology o f film ,

Nueva York, 1971 M ust we mean w hat we say? A book o f essays, Nueva York, 1969

discusiones

índice

Primera edición, 2008 © Katz Editores Charlone 216 C1427BXF-Buenos Aires Fernán González, 59 Bajo A 28009 Madrid

www.katzeditores.com Título de la edición original: Le cinéma, nous rend-il meilleurs? © Bayard París, 2003 ISBN Argentina: 978 -987-1283-76-7 ISBN España: 978 - 84 -96859 -32-6

1. Cinematografía. I. Alejandrina Falcón, trad. II. Título CDD 778.5 El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholón kunst Impreso en la Argentina por Latingráfica S. R. L. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

7 Prefacio 19 1. El pensamiento del cine 67 11. ¿Qué sucede con las cosas en la pantalla? 89 ni. Lo que el cine sabe del bien 129 iv. Dos cuentos de invierno: Shakespeare y Rohmer 173 v. Golpes en el alma 195 vi. La filosofía pasado mañana

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De los seis ensayos sobre cine que presentamos a con­ tinuación, los dos primeros - “El pensamiento del cine” y “¿Qué ocurre con las cosas en la pantalla?”- ya fue­ ron publicados en inglés; la escritura de ellos se pro­ dujo en un momento en que yo tenía la clara impre­ sión de estar dando un paso adelante en la liberación de mi imaginación o, mejor dicho, de mi sensibilidad intelectual. Escribí el ensayo “¿Qué ocurre con las cosas en la pantalla?” pocos días después de terminar el manus­ crito de Reivindicaciones de la razón,1como si un ángel amistoso me asegurara que la virtud de permanecer fiel a una obra durante tantos años tuviera como recompensa frutos que no crecen aislados en oscuros y peligrosos bosques donde los senderos se pierden,i

i The claim o f reason: Wittgenstein, skepticism, morality and tragedy, Nueva York, Oxford University Press, 1979 [trad, esp.: Reivindicaciones de la razón, Madrid, Síntesis, 2003].

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sino al aire libre, en jardines soleados, tan sólo a la espera de que una mano venturosa los recoja. En la medida en que ese breve ensayo, escrito ágil y rápida­ mente, establece una continuidad con las reflexiones ontológicas desarrolladas en mi primer libro sobre el cine, The world viewed,2 su publicación daba cuenta a mi juicio del hecho de que Reivindicaciones de la razón daría un fundamento a las reflexiones ontológicas de aquella obra anterior, que no podía figurar en esas pági­ nas relativamente densas y escasas. Este primer libro había asumido el riesgo de someterse fiel y tenazmente a las exigencias estilísticas de una expresión sugestiva que la visualización y el recuerdo de los films requie­ ren de manera tan característica, sin demorarse en pre­ guntar si existía un estilo filosófico pasible de tomar en consideración la diversidad y la intensidad propias de la experiencia del cine. El riesgo en cuestión se mani­ fiesta bastante explícitamente en lo que he dado en lla­ mar “la liberación de mi imaginación”. Así pues, si bien The world viewed llamó la atención en los años inme­ diatamente posteriores a su publicación, en 1971, me ha parecido bastante paradójico que a menudo se le criticara su concepción del cine como un fenómeno “realista”. No obstante, mi impresión es que ese libro

(si tuviera que expresarlo con una proposición sim­ ple) negaba que el concepto de “realismo”, tal como yo lo había visto desarrollado, permitiera siquiera rozar la pregunta por la “relación” del cine con las cosas del mundo o, menos aun, con la pregunta acerca de qué ocurre con las cosas en la pantalla. Ésa es una pregunta tan válida como -o quizá no más válida que- ésta: ¿cómo el lenguaje ordinario o, tal como lo expresa Witt­ genstein, cómo la gramática de nuestro lenguaje revela qué clase de objeto es cualquier objeto? Es ésta una pre­ gunta recurrente en Reivindicaciones de la razón. Aquello que llama mi atención en tanto sensibili­ dad intelectual de “El pensamiento del cine” es la manera en que ese ensayo se propone introducir abier­ tamente la autobiografía en la filosofía. Sin duda, sentí la necesidad de llevar adelante tal empresa para auto­ rizar las experiencias que yo reivindicaba como reve­ laciones, en mi esfuerzo por manifestar las intimida­ des recíprocas entre la filosofía y el cine. Como si el género cinematográfico estudiado en La búsqueda de la felicidad3 pudiera ser visto como un laboratorio donde mis pretensiones sobre el alcance ontológico del cine encontraran una manifestación. La elaboración 3 Pursuits o f happiness: The Hollywood comedy o f remarriage. Harvard University Press, 1981 [trad, esp.: La búsqueda de la

2 The world viewed: Reflections on the ontology o f film , Nueva York, Viking Press, 1971.

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felicidad: la comedia de enredo m atrimonial en Hollywood,

Barcelona, Paidós, 1999].

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autobiográfica de la experiencia es, en efecto, mi con­ tra-respuesta al estudio fenomenológico de la expe­ riencia mediante su(s) método(s) de “reducción”; es una alternativa que propongo ante el sentimiento de molestia que producen en mí esos métodos filosóficos, y esa sensación de que, pese a toda su prudencia, aún no han conseguido medir sus propias distorsiones de la experiencia -p o r ejemplo, la “creencia”, la “presen­ cia”, lo que está “afuera”-. Consideré entonces que la autobiografía era una forma de iluminar la manera en que la fenomenología pone entre paréntesis la creen­ cia en la existencia y la sospecha que el escepticismo hace pesar sobre ella. Pues, en ambas, me llamaba la atención que estilizaran sin obstáculo alguno la pre­ gunta de mi relación con el mundo o, dicho de otro modo, que supusieran que mi relación con la existen­ cia del mundo puede ser descrita de manera inteligi­ ble como una “tesis”. Los teóricos del conocimiento con los que me he cruzado a lo largo de mi forma­ ción filosófica años más tarde habrían denominado con total naturalidad, en su desconocimiento de la filo­ sofía continental, “hipótesis” a esa existencia. (Leyendo retrospectivamente mi encuentro, al fin, con las Inves­ tigaciones filosóficas de Wittgenstein, podría afirmar que no tengo eso que Husserl llama un “punto de vista natural” sobre el mundo, sino una historia natural en el mundo.)

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Los cuatro ensayos posteriores pueden ser compren­ didos como prolongaciones en diversas direcciones de los esfuerzos (o interacciones) de estos dos ensayos iniciales. “La filosofía pasado mañana” precisa (aun cuando el hecho sólo se torne evidente en la mitad del recorri­ do) algunos aspectos de la filosofía que veo invoca­ dos en esas comedias cinematográficas, y que están pre­ figurados en las obras de Nietzsche y de Wittgenstein. Luego, el ensayo cita dos de las más importantes anti­ cipaciones literarias acerca de la preocupación de esa filosofía por las obligaciones y las aspiraciones de la vida cotidiana; me refiero (y no hay motivo de asom­ bro) a los éxitos siempre sorprendentes de Jane Austen y de George Eliot. La sugestión tiene que ver con el hecho de que esas comedias presentan una tonalidad moral que está parcialmente desatendida en las formas de teoría moral que dominan la enseñanza de la filo­ sofía en los países anglosajones. A esta tonalidad la llamo “perfeccionismo m oral”; una tonalidad que encuentro en todo el pensamiento occidental, desde Platón y Aristóteles hasta Heidegger y Wittgenstein, pero que asocio de manera más íntima con el cine, en especial con los films norteamericanos estudiados en La búsqueda de la felicidad, con los escritos de Emerson. (El perfeccionismo moral, en su forma más estricta, es el título que Rawls le da, en su obra tan memorable,

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Theory of justice, al pensamiento de Nietzsche; es, pues, aquello que se niega a considerar como teoría seria de la moral. En la medida en que el argumento que Rawls esgrime para apoyar su lectura de Nietzsche se basa en un pasaje en el cual Nietzsche está masivamente en deuda con Emerson, me veo obligado, yo que estoy en deuda con Emerson, a discutir aquello que conside­ ro un error de lectura de ese pasaje por parte de Rawls.) El reconocimiento de que el pensamiento de Emerson subyace en los relatos de aquello que La búsqueda de la felicidad llama “el género de las comedias de enredo matrimonial” fue otro paso decisivo en mis aventuras intelectuales, que confirmaba a la vez la fecundidad (para mí) de una etapa de represión de Emerson en la filosofía norteam ericana profesio­ nal, y de un estudio del particular papel del cine nor­ team ericano en la cultura norteam ericana como expresión de la aspiración de esa nación particular a una existencia moral. “Golpes en el alma” es un ensayo más simple que habla de sí mismo. Pone el acento en el lado oscuro de las comedias en cuestión. No obstante, si bien esta perspectiva no apunta a un gran desarrollo teórico, invoca la textura de sus conversaciones como parte del tono de esas comedias. Ello explica en parte su arraigo en el público internacional afín a estos films durante décadas: su reconocimiento insistente de las fuerzas de

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atracción contradictorias entre los sexos contra las cua­ les la vida moral de la existencia cotidiana debe luchar o, como dice Freud, la tarea que el amor debe llevar a cabo para negociar entre los instintos tiernos y los ins­ tintos agresivos. (Eso implicaría averiguar si esa lucha es idéntica en todo amor, tanto en el amor homose­ xual como en el amor heterosexual, en el amor fami­ liar como en el amor a secas.) “Aquello que el cine sabe del bien” tiene motivos diversos. Constituye, a mi entender, una buena opor­ tunidad para responder a una pregunta que me han planteado a menudo: ¿aún se hacen comedias de en­ redo matrimonial? Y de no ser así, ¿por qué? Una res­ puesta posible a esta pregunta es que ningún género hollywoodense puede ya tener el rol que tuvieron las comedias clásicas de enredo matrimonial en el seno de la cultura norteamericana en su conjunto, pues los films en general no tienen ya la función que tuvieron en otra época (digamos, antes de que la televisión superara al cine como ama y señora del entretenimiento de masas). (Debo decir que, desde mi punto de vista, la hegemo­ nía financiera de los espectáculos con efectos especia­ les que ponen en escena historias de extraterrestres es un efecto de la mundialización, y no una prolongación del descubrimiento de América por sí misma.) Otra respuesta posible es que se realizan numerosos films, más pequeños y juiciosos, que presentan diversos ele-

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mentos o diversos aspectos del enredo matrimonial, pero tienden a poner en escena a actores más jóvenes. Estos films, en cierto modo, dan cuenta de un retorno a la estructura de la comedia clásica, donde el relato se ocupa de saber si una pareja, en cuyo seno cada cual aún protege su sentimiento de inocencia frente a un mundo malvado, triunfará sobre ciertos obstáculos externos al porvenir común -u n padre difícil, un malentendido-. Ya no se trata de saber si, una vez que han tomado conciencia de que sus caminos se sepa­ raban, de que sus maneras de ver el mundo divergían, volverán a encontrarse, volverán a estar juntos (pues entonces cada cual, habida cuenta de sus años de expe­ riencia, representa al otro con quien mejor se puede habitar un mundo malo). La ausencia de la clásica estructura del enredo matrimonial me ha sugerido una ausencia de hombres maduros creíbles, tales como los actores Cary Grant, Spencer Tracy y Clark Gable; hombres que, pese a haber trabajado mucho para obte­ ner un título en la sociedad tal como es (en la ratifi­ cación, podríamos decir, que la sociedad les concede), estaban dispuestos a arriesgar esa posición para seguir el llamado del deseo recíproco, que la comedia de enredo matrimonial celebra. En mi recuerdo, aprehen­ diendo desde ese ángulo los films recientes que habían causado en mí una fúerte impresión, he visto que algu­ nos de ellos se proponían poner el acento en la vieja

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propensión del cine a evocar lo trascendental en la experiencia, lo trascendental del éxtasis, del horror, de lo sublime, digamos del misterio de la existencia del mundo, de una dimensión de lo subjetivo que no está determinada culturalmente por aquello que suele lla­ marse “nuestra posición de sujetos en la cultura”; una dimensión de lo subjetivo que generaba la promesa de buscar aquello que el perfeccionismo moral describe como un estado cercano al yo (y quizás a su mundo), un estado del yo no realizado pero realizable. ¿Cómo puede el cine contribuir a la educación y la inteligencia de una cultura, o, digamos, a la compren­ sión que una cultura tiene de sí misma? Una pregunta como ésta no debe ser abordada sin una discusión pre­ via sobre lo que implica “tener” una cultura, sobre lo que implica tener un “rol” en esa cultura, sobre lo que pueda ser la economía de las relaciones mutuas entre la filosofía y las artes, las ciencias, las religiones, el dere­ cho y las aspiraciones políticas de una cultura particu­ lar. La comedia de enredo matrimonial, puesto que sus historias giran esencialmente en torno a la educación mutua de una pareja de enamorados, reclama de manera memorable a mi juicio que la educación moral no esté ausente del movimiento a partir del cual una cultura considera su propia identidad. Insiste en par­ ticular en el hecho de que la búsqueda por parte de los Estados Unidos de un descubrimiento de las con-

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diciones de la relación democrática (a pequeña y a gran escala) exige esencialmente que vuelva a encontrarse la voz de Emerson, cuyo elogio de América adquiere la forma de una crítica incansable de América tal cual es (una crítica que puede ser descrita, en términos emersonianos, como pensamiento de la aversión). El ensayo “Dos cuentos de invierno: Shakespeare y Rohmer” lleva a su término la lectura de una de las obras maestras de Rohmer, Conte d’hiver [Cuento de invierno] (Éric Rohmer, 1992), y muestra que ese film ilustra y desarrolla ideas asociadas al género de las comedias que en La búsqueda de la felicidad he deno­ minado “comedias de enredo m atrim onial”, exten­ diendo tanto el registro emocional del género como su implicación filosófica, y confirmando el hecho de que ese género se aloja en las misteriosas incitaciones de la vida cotidiana. La relación de este film con la obra homónima de Shakespeare no puede ser más eviden­ te -tras asistir a la representación de El cuento de invier­ no de Shakespeare, la heroína de Rohmer lleva a cabo un decisivo autoexamen filosófico-. Mi lectura da un paso suplementario que me permite entender el film de Rohmer en su conjunto como una suerte de comen­ tario detallado de la obra de Shakespeare, una obra que revela, al hacer el relato de un enredo matrimonial fan­ tástico e increíble, que la naturaleza del matrimonio es tal (llamémoslo “registro religioso de la intimidad

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humana”) que erige obstáculos en el camino de la con­ tinuidad del amor, obstáculos que los recursos de la comedia y de la tragedia son llamados a explorar y a considerar. Pasamos de las economías cotidianas de la justificación y de la disculpa (un lugar donde la filo­ sofía de J. L. Austin supo hallar algunos de sus más ricos y más fecundos ejemplos) a las necesidades cotidia­ nas de la fidelidad y de la paciencia. Así pues, es una enorme satisfacción para mí el ver estos escritos reunidos, en un contexto francés, que siempre me ha brindado un placer y una instrucción ¡rremplazables. Brookline, 18 de julio de 2003

I El pensamiento del cine1

Suelen hacerme la siguiente pregunta, mencionando siempre, creo yo, la filosofía en primer lugar: ¿cómo es i I.as páginas que siguen fueron publicadas en el número de invierno del año 1983 de la Yale Review y, más tarde, en francés en la revista Trafic, N° 19, en el año 1996. Había pronunciado esta conferencia el 20 de mayo de 1982 en el Kennedy Center de Washington en el marco de la Segunda Conferencia Anual Patricia Wise, con el apoyo del American Film Institute. Cuando me invitaron a preparar la conferencia, me dijeron que la idea de esta serie era proporcionar a los autores y a los investigadores que no pertenecían esencialmente al mundo del cine una ocasión para describir la importancia que tenía la existencia del cine en sus respectivos trabajos o en la cultura contemporánea. Advertí que quería aprovechar esa ocasión para responder de manera razonablemente coherente a los interrogantes reiterados que mi interés por el cine había suscitado a lo largo de los años, en especial en el momento de publicación de mis libros dedicados al cine: The world viewed: Reflections on the ontology o f film , Nueva York, Viking Press, 1971, y Pursuits o f happiness: The Hollywood comedy o f remarriage. Harvard University Press, 1981 [trad, esp.: I.ii búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood, Barcelona, Paidós, 1999], publicación que, suponía yo,

había producido esa invitación a pronunciar la conferencia Wise.

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posible que un profesor de filosofía llegue a reflexio­ nar sobre el cine hollywoodense? -com o si llegar a ser profesor de filosofía fuera más fácil de aceptar que refle­ xionar y escribir sobre cine-. Me volví tan sospechoso que me llevó tiempo reconocer que habría sido más natural, durante la mayor parte de mi vida, invertir la pregunta: ¿cómo es posible que una persona cuya edu­ cación ha sido modelada tanto por la frecuentación de los cines como por la lectura llegue a ejercer un oficio que consiste en reflexionar sobre filosofía? Durante mucho tiempo creí que ese vínculo cons­ tituía una encrucijada que tan sólo concernía a mi his­ toria personal. Llegó a ser explícito para mí durante ese período de mi vida al que más tarde, en una época más calma, aprendí a llamar “mi crisis de identidad”. A fines de los años 1940, había sido admitido en el con­ servatorio Julliard para llevar a cabo estudios de com­ posición musical en un programa de extensión, des­ pués de dos años en los que no había dejado de crecer en mí una duda: dedicar, o no, mi vida de lleno a la música. Tras mi llegada a Nueva York y mi ingreso a la escuela, empecé a faltar a mis clases de composición. Pasaba mis días leyendo y mis noches en los especP o r e s o , e s to y fe liz d e q u e e s a c o n f e r e n c i a s e a p u b l i c a d a e s e n c i a l m e n t e e n s u f o r m a o r i g i n a l , s in i n t e n t o s d e e l i m i n a r d e s u te x to a q u e l l o q u e c o n g r a n e s m e r o m e p r o p u s e i n c l u i r e n ella: m i p e r c e p c i ó n d e la o p o r t u n i d a d q u e r e p r e s e n t a b a .

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láculos; por lo general iba a la ópera o al teatro, donde compraba las entradas con descuento; a la salida, me iba a ver algún viejo film en la calle 42, que a fines de los años 1940 era un lugar particularmente propicio para captar la diversidad y la aleatoriedad del cine sonoro norteamericano. Aquello que leía en esas tar­ des lo llamaba en mi fuero interno “filosofía”, pese a 110 tener muy claro lo que esa palabra podía significar para los demás, y aun menos claro el motivo por el cual buscaba en la filosofía la respuesta al interrogante que mi vida encarnaba. Puesto que había pasado los primeros años de facultad desgarrado entre el deseo de escribir y la realidad tie la música que yo mismo componía para el teatro de la universidad -desde simples melodías para la revista musical de fin de año hasta una música para la repre­ sentación de El rey Lear, ni más ni menos-, lo que había aprendido durante esos años no podía ser considerado en rigor educación, cuando menos no en términos de los parámetros europeos. Pero tenía el estímulo sufi­ ciente para seguir aprendiendo cosas en lugares incon­ gruentes y junto a personas incongruentes, esos luga­ res y esas personas que mi padre, un inmigrante ¡letrado, y mi madre, una mujer muy instruida, gus­ taban mostrarm e -él, enamorado como estaba del saber que nunca poseería; y ella que durante mi infan­ cia se había ganado la vida tocando el piano en salas

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de cine mudo y en el music-hall-. El lugar que frecuen­ tábamos juntos era el cine. De ese modo, si bien antes de ingresar a la universidad jamás había ido a un con­ cierto para escuchar, por ejemplo, la Novena Sinfonía de Beethoven, ni tampoco había tenido preparación suficiente para tal escucha cuando estudiaba historia de la música y de la cultura alemana, en cambio sí había tenido lo necesario para prestar una escrupulosa aten­ ción a los gestos de Fred Astaire, de Ginger Rogers y de Jerome Kern; tanto es así que, cuando en el final de la Novena Sinfonía el coro canta a contrapunto los dos temas principales, el éxtasis que experimenté había sido preparado por mi reacción ante el final de Swingtime [En alas de la danza} (George Stevens, 1936), don­ de uno de los miembros de la pareja retoma A fine romance mientras el otro retoma The way you look tonight. Este ejemplo no habría constituido esa prepa­ ración para el gran arte que acabo de mencionar de no haber sido algo más que mero virtuosismo. En efecto, es esencial que cada una de esas dos canciones de Kern sea individualmente tan perfecta como es, para que cuando la pareja las modifica y las mezcla en la repetición cada una de ellas pueda revelar su capaci­ dad, si se me permite la expresión, de significar la can­ ción distinta que cada uno tiene en mente. Asimismo, las letras de esas canciones también cons­ tituían una preparación para la gran poesía, que yo no

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descubriría sino mucho más tarde. En mi primera ado­ lescencia, una estrofa tal como Heaven, I ’m in heaven And the cares that hung around, me through the week Seem to vanish like a gambler’s lucky streak When we’re out together dancing cheek to cheek2 era poesía para mí, y a mi parecer nada que no rivali­ zara con la sensación de concentración y entusiasmo contenida en esas palabras podía ser poesía. Considero que ya desde entonces sabía que no se trataba única­ mente de sentir la inteligencia y el comportamiento de las palabras, ni tan sólo, por añadidura, de reconocer el humor y la belleza de la alusión a la racha del juga­ dor, sino que se trataba de experimentar aquello (aun­ que me faltaran las palabras, mis propias palabras, para decirlo) junto con el pathos de la idea de una mala racha que se disipa, que es negativa, empleada en una com­ paración destinada a expresar las preocupaciones que se disipan y el cielo que se abre, algo positivo -como si más allá de lo negativo y lo positivo, de lo malo y lo bueno, hubiera una zona de azar y de riesgo, el único i “Cielo, estoy en el cielo / Y los problemas que pesaron sobre mí toda la semana / Parecen disiparse como la mala racha de un jugador / Cuando salimos juntos y bailamos mejilla contra mejilla.”

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lugar donde podía realizarse la intimidad que emblematizaba o mitologizaba la coreografía de Astaire y de Rogers- Más tarde sería capaz de reconocer que “felicidad” (happiness) y “azar” (happenstance) son tér­ minos próximos, y que la búsqueda de la felicidad -ya se trate de la oportunidad para dar un paso en favor de la'adquisición de un yo o de la constitución de una nación- exige el valor de reconocer y de captar la opor­ tunidad o, según la expresión de Emerson, “El coraje de ser lo que uno es”. No estoy diciendo que por enton­ ces, en la calle 42, ya tuviera en mente el proyecto de mi libro sobre la comedia de enredo matrimonial en Elollywood, sino más bien que en parte escribí ese libro por lealtad a ciertas versiones más jóvenes de mí mismo, algunas de las cuales aún siguen vigentes. Por cierto, puedo simpatizar con el héroe semidelirante interpre­ tado por Steve Martin en un film reciente titulado Pen­ niesfrom heaven [Dinero caído del cielo] (Herbert Ross, 1981), cuando dice, con un grito desde el alma, alu­ diendo a esas canciones que divulga y en las que cree: “¡Escuchen las letras!”. Y creo que en esa versión más joven de mí mismo -cuando faltaba a mis clases del Julliard- y en la pobreza de mi educación formal -cuando leía toda la tarde y pasaba casi toda la noche en los espectáculos- ya tomaba muy en serio el más memorable de los consejos que Henry James solía dar a los escritores noveles. En The art of fiction, James dice:

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La facultad de adivinar lo invisible a partir de lo visi­ ble, de seguir las implicaciones de las cosas, de juz­ gar la obra completa por su motivo, el estado de sen­ tir, en general, tan plenamente la vida que uno puede sentirse bien encaminado para conocer sus más pequeños recovecos; casi podría decirse que ese con­ junto de dones constituye la experiencia [...]. Por eso, si yo le dijese por cierto a un novato: “Escriba de su experiencia y sólo de su experiencia”, tendría la impresión de haber lanzado así una advertencia inasequible si no tomara en el acto el recaudo de añadir: “Procure ser una de esas personas para las que nada se pierde”.3 (Juando me llegó la hora de escribir mi libro sobre un conjunto de comedias románticas de Hollywood (La búsqueda de lafelicidad), había llegado al punto de con­ tarme entre quienes se niegan a quedar perdidos para su propia experiencia, y por tanto a dar por descon­ tado que sería capaz de superar la humillación, ya de hacer conjeturas poco convincentes, ya de construir castillos de naipes. Así es como en mi libro, por ejem­ plo, elaboro mi percepción de la estructura común

3 H. James, The art o f fiction, Boston, m a , edición facsimilar, 1996 [trad, esp.: El arte de la novela y otros ensayos, México, Coyoacán, 2001].

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de las comedias de enredo matrimonial a partir de una interpretación de las comedias románticas de Shakes­ peare; me refiero al análisis de It happened one night [Sucedió una noche] (Frank Capra, 1934) en términos de censura del conocimiento y de la aspiración del hombre en la filosofía de Kant. A mi juicio, la especu­ lación de Heidegger se halla ilustrada o explicada en el semblante de Buster Keaton; y considero asimismo que cuando en The awful truth [La picara puritana] (Leo McCarey, 1937) la cámara se aleja del abrazo que está a punto de unir a Cary Grant y a Irene Dunne para mostrarnos un par de estatuillas humanas que marcan el paso del tiempo entrando con andar alegre en un reloj cucú con forma de casa, algo de la metafísica se pone de manifiesto a partir de la presentación que se hace del m atrim onio a través de esa imagen: se trata de una nueva manera de habitar el tiempo, pero consti­ tuye asimismo una manera de resumir, entre otras, la filosofía de Thoreau y de Nietzsche. Por eso supongo que no debería sorprenderme de que mi libro haya encontrado cierta resistencia entre los críticos. Más de una vez fue calificado de preten­ cioso. Dejemos de lado, por el momento, la posibilidad de que las ideas del libro estén mal realizadas o mal expresadas por mi estilo -pues ya no puedo hacer nada al respecto-. Si no es ése el único reproche, entonces esta acusación de pretensión tendría que vincularse con

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las relaciones que establezco entre el cine y la filosofía; sea como fuere, semejante acusación, en cualquiera de los dos casos, no merece réplica alguna. Ahora bien, en esas relaciones, ¿qué podría parecer pretencioso? I s importante para mí distinguir un modo inofensivo y un modo dañino de proferir esa acusación. En el modo inofensivo, se interpretan las relacio­ nes en cuestión como un asunto de preferencias y, desde esa perspectiva, puedo concebir que una per­ sona ajena a los textos que menciono quizá prefiera que no los nombre. Tengo dos maneras de justifi­ carme. En primer lugar, puesto que encuentro en los films estímulos para el pensamiento, voy a buscar ayuda para reflexionar sobre aquello acerca de lo cual, .1 mi entender, reflexionan esos films allí donde suelo buscar cuando quiero reflexionar sobre cualquier otra cosa, es decir, en las obras de los pensadores que mejor conozco y en quienes más confío. En segundo lugar, lal como suele pensar cierta clase de norteamericano, considero que lo que hago es pertinente para todos mis conciudadanos sin excepción, y en mi fuero interno creo que si vieran lo que hago como yo lo veo, en el acto procurarían hacerlo del mismo modo. Esto explica, en parte, la predisposición del norteameri­ cano a sermonear a sus semejantes, práctica que impresionó a Tocqueville durante su visita a los Esta­ llos Unidos de América en los años 1830, una década

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antes de que Thoreau se instalara en medio de la natu­ raleza de Walden para preparar sus propios sermo­ nes, sus reprimendas. Es una práctica que a ciertas personas parecerá insoportable y a otras, generosa. Plantea, a mi juicio, la cuestión de saber si los norte­ americanos disponen concretamente de algo pasible de ser llamado “una herencia cultural común”: ¿puede usted nombrar tres obras de la alta cultura y asegu­ rar que aquellas personas que más cuentan para usted las han leído, visto o escuchado alguna vez? Esta falta de un terreno sólido común podría ser otra explica­ ción parcial para nuestra tendencia a sermonearnos unos a otros en vez de dialogar. La manera menos inofensiva de tachar mi libro de pretencioso postula que la filosofía y los films hollywoodenses movilizan intenciones culturales distintas que nada tienen para decirse de un lado a otro de la frontera que los separa, y que de hecho ni siquiera tienen una frontera en común. El daño inmediato que comporta esta opinión es la clausura de toda voluntad de explorar aquello de que disponen los norteameri­ canos a modo de herencia cultural común. A saber, la capacidad para pasar de lo alto a lo vulgar y viceversa, preocupándose tanto por lo uno como por lo otro, y aun desde un punto de vista opuesto. Naturalmente, no faltan inconvenientes: por ejemplo, la falta de dis­ cernimiento, el carácter por momentos incomprensi-

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ble con respecto al mundo intelectual exterior. Sin embargo, a mi juicio, esto también explica lo mejor, o lo más particular, de nuestra obra; en especial, la amplilud del registro de Thoreau en su prosa, que va de lo sublime más elevado hasta el juego de palabras más vulgar. Recuerdo que Tocqueville también había notado en el bajo pueblo norteamericano una vivacidad que no hallaba en el bajo pueblo de su patria, y que él atri­ buía al hecho de que en los Estados Unidos hay asunlos auténticamente públicos que exigen, para partici­ par en ellos, cierto saber e inteligencia. Al parecer, ésa es la condición necesaria del respeto mutuo indispen­ sable para la combinación entre lo noble y lo vulgar. Para que una persona, o la mayoría, postule que no e \ iste frontera común entre la filosofía y el cine, y para qlie ese punto genere una convicción evidente, es nece­ sario disponer de interpretaciones bastante precisas, aun cuando fueran inconscientes, de lo que pueda ser la filosofía y de lo que pueda ser un film hollywoodense. Tendemos a considerar la filosofía como una disciplina más o menos técnica, reservada a los espei ialistas. Pero esa interpretación no se aplicaría sino a lo que hace de la filosofía una profesión; y por inheinite que sea la profesionalización a la filosofía, y de hecho a la institucionalización creciente del mundo en general, no nos dice qué es aquello que hace que la filo­ sofía sea filosofía.

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Según mi interpretación, se trata menos de una dis­ posición a reflexionar sobre cosas distintas de aquellas sobre las que reflexionan los seres humanos ordina­ rios, cuanto de una disposición a aprender a reflexio­ nar sin dejarse distraer por las cosas sobre las cuales los seres humanos ordinarios no pueden evitar refle­ xionar o, en todo caso, sobre cosas que se les impo­ nen en la mente, a veces como un ensueño diurno, otras como un rayo que atraviesa el paisaje. Por ejemplo, querer saber si podemos conocer el mundo tal como es en sí, o si los demás conocen realmente la natura­ leza de nuestras experiencias, o si el bien y el mal son relativos, o si no estamos soñando que estamos des­ piertos, o si las tiranías, las armas, los espacios, las velo­ cidades y el arte de la modernidad tienen o no una con­ tinuidad con el pasado de la especie humana, y por tanto si el saber de la humanidad ha perdido o no toda vinculación con los problemas que ha creado. Estos pensamientos son otros tantos ejemplos de la dispo­ sición característica del hombre a autorizar que se le formulen preguntas a las que no puede responder de manera satisfactoria. Personas cínicas respecto de la filosofía, y quizá de la humanidad toda, juzgarán que las preguntas sin respuestas son vanas; los dogmáti­ cos afirmarán haber llegado a esas respuestas; los filó­ sofos, tal como los concibo, desearán más bien suge­ rir la idea según la cual, si bien es cierto que no hay

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respuestas satisfactorias a esas preguntas bajo ciertas formas, existen, por así decir, direcciones hacia esas res­ puestas, vías del pensamiento, cuyo descubrimiento merece que le dediquemos el tiempo de nuestra vida. ( I.a pregunta que luego se plantea, para mí, es la siguiente: ¿es posible enseñar direcciones de ese tipo, según las modalidades adaptadas a nuestra concepción de la escuela?) No concibo la posibilidad de seguir hablando de mi interés por el cine sin permanecer fiel al impulso de filosofar tal como yo lo entiendo. Si no hubiera estado dispuesto a poner lo mejor de mí en ese esfuerzo, no habría abordado la cuestión de saber si la sensibi­ lidad que la filosofía atrae e intriga también es atraí­ da e intrigada por el cine. I le sugerido que existía una interpretación del cine hollywoodense que constituía la contrapartida de la interpretación que considera a la filosofía una profe­ sión especializada. Esta interpretación considera a los lilms como bienes materiales especializados, produ«idos por una industria orientada a satisfacer los gus­ tos ile un público de masa. Tal visión puede ser tanto l.ule los capitalistas convencionales como la de los maristas convencionales. No es más falsa que la inter­ pretación que considera a la filosofía como una pro11-sión especializada, pero no es menos parcial tampoco, ni menos nociva. Así como es posible operar con una

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cuidadosa selección de films con vistas a probar que el cine puede llegar al nivel del arte (en su conjunto, las personas interesadas por la idea de tal selección no pondrían en la lista los films sonoros hollywoodenses), del mismo modo podríamos acumular films malos, los meramente comerciales, con vistas a probar la veracidad de las visiones más sombrías sobre Holly­ wood. Eso no me interesa en absoluto, y tales selec­ ciones poco tienen que ver con la evaluación de la vida de los films. Desde esa perspectiva, me interesa mucho más el hecho de que, en un lapso de quince años aproxima­ damente, digamos desde mediados de la década de 1930 hasta principios de la de 1950, Hollywood cons­ tituyó un entorno donde un grupo de personas pro­ dujo, en el marco de sus actividades habituales, obras de tan alta calidad como los siete films que constitu­ yen la base de mi libro sobre las comedias de enredo matrimonial - I t happened one night, The awful truth, Bringing up baby [La fiera de mi niña / La adorable revoltosa} (Howard Hawks, 1938), His girl Friday [Luna nueva] (Howard Hawks, 1940), The Philadelphia story [Historias deFiladelfia] (George Cukor, 1940), The lady Eve [Las tres noches de Eva] (Preston Sturges, 1941) y Adam’s rib [La costilla de Adán] (George Cukor, 1949)obras que deberían figurar en una historia del cine como un arte para que ésta me parezca creíble. No

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quiero decir con ello que esas obras sean lo mejor del cine mundial, ni que esos films sean mejores que los lilms experimentales o documentales producidos en la misma época. Lo que afirmo es que son buenos lilms, que merecen estar entre los mejores; y también que, por el momento, no disponemos de los medios para saber hasta qué punto son buenos films, carece­ mos de términos suficientes para decirlo. Así pues, no es mi voluntad sostener que las grandes obras no pue­ den sino provenir de esa clase de entorno, y aun menos negar que se sigan haciendo films im portantes en I lollywood. Pero doy por sentado que ya nadie con­ sidera que provengan exclusivamente de allí, y de manera banal, digamos, cada dos semanas, es decir, más o menos entre veinte y veinticinco veces al año. Por tratarse de una edad de oro de quince años, lle­ gamos a un total de trescientos a cuatrocientos films, lo que constituye un corpus de obras de primera cali­ dad (o casi) más vasto que el corpus de obras del tealio isabelino y jacobino. ¿Cómo podríamos demostrar que ese conjunto de lilms vale tanto o, en última instancia, lo suficiente para ' i estudiado? Llegamos aquí al corazón del problema estético. Nada podría dar cuenta de ese valor si no lo descubrimos en nuestra propia experiencia, en el ejer«i< io tenaz de nuestro gusto personal y en nuestra dis­ posición para cuestionar nuestro gusto actual, for-

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mar nuestra propia conciencia artística, y por tanto en ninguna otra parte que no sean los detalles de nues­ tra experiencia con las obras concretas. Es tiempo de elegir algunos ejemplos. He seleccio­ nado dos film centrales, el primero a partir de una pre­ gunta que suscitó en mí un pasaje de The Philadel­ phia story, el segundo surge de una pregunta que provoca en mí el humor de Pennies from heaven. En ciertos aspectos, The Philadelphia story es la obra central de la serie de comedias de enredo matrimonial que he reunido en La búsqueda de la felicidad. Ahora bien, más allá del placer de decir algo coherente sobre el apasionado apego que siento por estas comedias, este ejemplo está destinado a distinguir, y a dirigir nues­ tra atención hacia, uno de esos momentos aparente­ mente insignificantes pero en cuyo poder reside parte del poder del film. Si es propio de la esencia del cine magnificar la sensación y la significación de un momento, también le es propio ir en contra de esa ten­ dencia y reconocer esa realidad trágica de la vida humana: la importancia de esos momentos no se evi­ dencia mientras los vivimos; tanto es así que deter­ minar los momentos cruciales de una existencia puede ser el trabajo de toda una vida. Todo sucede como si la inherente disimulación de la importancia formara parte, tanto como su revelación, de la fuerza mayor de aquello que queremos significar cuando hablamos

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de “actuación” de los actores en el cine, de “puesta en escena” del cine, y de “espectador” de cine. Siempre hay que volver a la realidad del misterio que 1(instituyen esos objetos que llamamos “films” que no se parecen a nada más sobre la tierra. Tienen la evancscencia de las ejecuciones musicales, y la permanen1ia de las grabaciones, pero no son grabaciones (pues no hay nada, más allá de sí mismos, a lo que deban per­ manecer fieles); y tampoco son ejecuciones o repre­ sentaciones teatrales (pues es posible reiterarlos). Si aquello que podríamos llamar la “evanescencia histórica” del cine ha de ser efectivamente superada ( liando las nuevas tecnologías de los videocasetes y los ovo pongan fin al trabajo del cine-club en la televi1o n y en las salas especializadas, y si la historia del cine lia de formar parte de la experiencia de la visualiza1ion de los films nuevos -vínculo con la historia que damos por sentado para las demás artes-, debería­ mos extraer de ello una conciencia tanto más firme 1le la evanescencia natural del cine, por el hecho de que ais acontecimientos no existen sino en movimiento, al pasar.4Este hecho natural vuelve tanto más extraor1 l i i c N o r t o n B a t k in q u i e n m e lle v ó a r e c o n s i d e r a r e s ta id e a . S u 1r a b a j o e n

Photography and philosophy, te s i s

d e d o c to ra d o

d e f e n d i d a e n e l d e p a r t a m e n t o d e f il o s o f í a d e H a r v a r d e n m a y o d e 1981, l a ll e v a m u y le jo s , h a s t a e x p l o r a r la n a t u r a l e z a d e la i n m o v i l i d a d d e la f o to g r a f í a .

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dinaria la realidad histórica que hace que los films sue­ lan ser vistos una única vez y criticados a partir de esa sola visión, y que, por lo tanto, la gran mayoría de la prosa dedicada a esos films y leída por los espectado­ res, aun por espectadores cinéfilos, sea la prosa de los críticos de periódicos, y no la crítica exigente, con las lecturas y los juicios que se dan por sentados cuando se habla de otras artes. Me sentiré compensado de la obligación en que me hallo al elegir ejemplos que quizá no comparta con nadie si, al hacerlo, puedo poner en cuestión esa contingencia del cine tal como se lo mira y tal como se lo lee. El momento de The Philadelphia story al que que­ ría aludir se encuentra en el final del film, cuando Katharine Hepburn, luego de que James Stewart le dijera que no se había aprovechado de su ebriedad para abusar de ella la noche anterior, se aleja del público reunido a su alrededor y, en un súbito y tranquilo rapto de admiración, dice: “I think men are wonderful” [Pienso que los hombres son maravillosos]. Esta réplica no produce nada más; su momento huye con estas pala­ bras, como huye una sombra. Conmovido como estaba por la extrañeza de ese momento, descubrí, al com­ poner La búsqueda de la felicidad -y se trata de algo que a uno de mis críticos, y un crítico bastante sim­ pático y erudito, le pareció la más grotesca e incon­ gruente de todas mis percepciones-, que para mi oído

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esa réplica hacía referencia al momento de La tempes­ tad en que Miranda exclama: “How beauteous man­ kind is!”.* Es evidente que para este lector yo no había explicado lo suficiente la necesidad general que expe­ rimento de establecer un vínculo entre Shakespeare y la comedia del enredo matrimonial; y a sus ojos tam­ poco tenía el crédito suficiente para que él aceptara dejar en suspenso, por un momento al menos, su senlido de la congruencia, y poner a prueba específica­ mente aquello que yo definía como una alusión que constituía casi un eco. Es eso lo que pido que se con­ sidere ahora. Permítanme pasar revista a aquello sobre lo cual me baso en tales casos. El interés de la noción de “rematrimonio” (enredo matrimonial) radica en que señala el conjunto de una serie de comedias que presentan numerosas diferen1ias con la comedia clásica, en especial la siguiente: el relato de la comedia clásica muestra a una pareja joven que vence los obstáculos impuestos a su amor y logra casarse al final, en tanto que las comedias de enredo matrimonial comienzan o llegan al punto culminante con el divorcio que una pareja menos joven obtiene o amenaza con obtener, de modo tal que el objetivo del

' | “¡Bella humanidad!” (Shakespeare, La tempestad, en Obras completas, vol. n: Comedias y poesía, trad, y notas de Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 2003, acto v, p. 559).]

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relato es reunir a ese hombre y a esa mujer, para que estén de nuevo juntos. Doy curso a esta idea central siguiendo diversos caminos, pero a grandes rasgos la idea es que la validez o el vínculo del matrimonio no está asegurado, ni siquiera legitimado, por la Iglesia, el Estado o la compatibilidad sexual (y se sobreentiende que esos vínculos no son más profundos que los del matrimonio), sino por algo que llamo “la disposición al rematrimonio”, que es una manera de seguir afir­ mando la felicidad del gesto inicial por la cual hemos superado las dificultades. Como si la posibilidad de felicidad tan sólo existiera cuando se secunda a sí misma. En la comedia clásica, dos personas que están hechas la una para la otra se encuentran; en la come­ dia de enredo matrimonial, personas que ya se han encontrado descubren que están verdaderamente hechas la una para la otra. La más notable de estas estructu­ ras de enredo matrimonial es El cuento de invierno, que, junto con La tempestad, es la más destacable de las comer dias románticas de Shakespeare. Sin embargo, por razones estructurales, menos extraordinarias, deseo vincular la obra de Shakespeare con la comedia de enredo matrimonial. A juzgar por una de las maneras de escribir la historia, la comedia romántica shakespeariana perdió la partida en prove­ cho de la comedia de costumbres, ese género más nuevo, cuyo representante fue Ben Jonson, y que esta-

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Meció el modelo para el porvenir del teatro inglés. Ahora bien, afirmo que la emergencia del cine, y en especial del cine sonoro, ha revelado, muchos siglos después, un nuevo teatro para aquella estructura sha­ kespeariana más antigua. A continuación, consigno algunos de los rasgos de esta forma de comedia anti­ gua que han renacido en la pantalla: por ejemplo, es la mujer, y no el hombre, la que detenta la clave de la mlriga y padece algo similar a una muerte o transfor­ mación; suele haber un entendimiento particular entre ella y su padre, quien no se opone (como lo hace en la comedia convencional) al objeto de deseo de su hija, sino que lo aprueba; la pareja principal no es joven, 1le modo tal que el problema de la castidad o de la ino­ cencia, en caso de estar presente, no podría saldarse estableciendo la existencia o no de una virginidad lite1al; la intriga comienza y se urde en una gran ciudad, pero se resuelve por un viaje hacia un mundo natu1al -llam ado “mundo verde” o “mundo dorado” en Shakespeare, y que en cuatro de las siete principales comedias de enredo matrimonial producidas en Holly­ wood se llama ConnecticutNo obstante, estos vínculos estructurales convali­ dan una razón com plementaria para afirmar que existe tal vínculo con Shakespeare, es decir que sir­ ven para situar el modo de percepción al que apela el cine, cuando menos este tipo de cine. De hecho.

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dicho vínculo sobreentiende que aquello que le per­ mite al cine redescubrir, para sus propios fines, la comedia romántica shakespeariana es que, a diferen­ cia de la prosa de los diálogos cómicos en el teatro posterior a Shakespeare, el cine posee un equivalente natural al medio de expresión que constituye la poe­ sía dramática de Shakespeare. A mi parecer, se trata de la poesía del cine propiamente dicha, aquello que les ocurre a los personajes, a los objetos y a los luga­ res conforme a los distintos modos de ser moldeados y desplazados por una cámara de cine, para luego ser proyectados y visualizados en una pantalla. Todo arte, toda empresa humana digna de interés, tiene su poesía, establece una manera de hacer las cosas que realiza plenamente las posibilidades de la empresa misma, que hace de ella lo que es; cada arte tiene su poesía, por cierto, así como la tienen los deportes, y estoy seguro de que lo mismo puede decirse de la banca, de la panadería, de la cirugía y de la adminis­ tración. Una manera de representarse esto sería pen­ sar que se trata de aquello que no puede ser enseñado en cualquier empresa digna de interés. En mi opinión, una visión natural del cine consiste en su capacidad para percibir cada movimiento, cada posición y, en especial, cada postura y cada gesto huma­ nos, por fugitivos que sean, como cargados de su poe­ sía, o bien, podríamos decir, de su lucidez. Charles

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Chaplin y Buster Keaton viven de ese saber y lo llevan quizás a su más pura expresión; mi tesis en La búsqueda de la felicidad es que el cine sonoro de Hollywood halla un equivalente de esa expresividad, de esa expresión de lucidez, en la manera como ciertas parejas de seres humanos están en diálogo. (Una de las amenazas que de modo implícito pesan sobre su felicidad es que, con motivo de esa fortuna, paradójicamente, ellos resultan incomprensibles para todos los demás en el mundo que habitan.) Todo arte será conducido hacia ese saber, hacia esa percepción de la poesía de lo ordinario, pero quisiera decir que el cine democratiza el saber, y por tanto nos lo impone como una bendición que también es una maldición. Dice que la percepción de la poesía está tan abierta a todos -diríamos: sin consideración ile origen o talento- como la capacidad de apuntar la cámara sobre un sujeto, de modo tal que si esto no lle­ gara a percibirse, si se insiste en dejar escapar al sujeto, lo cual quizás equivale a dejar escapar lo evanescente del sujeto, todo ello no puede ser sino imputado a uno mismo, a las fallas del propio carácter; como si, para no llegar a adivinar lo no-visto a partir de lo visto, para no llegar a seguir las implicaciones de las cosas -es decir, para frustrar la percepción según la cual existe algo para adivinar o seguir, sea verdadero o falso-, fuera del todo necesario embrutecerse y aturdirse encarnizadamente a sí mismo.

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Los hombres de negocios no llevarían adelante su negocio de esa manera; se trata de algo que Emerson admiraba del medio norteamericano de los negocios; y también es la razón por la cual Thoreau reclamaba para nuestra vida una pizca de lo que solía llamar “un poco más de astucia yanqui”. De hecho, Emerson y Thoreau son los autores con los que más familiaridad tengo y en cuyas obras se expresa de la manera más tenaz ese sentimiento de la vida como oportunidad fallida, que huye como en un sueño, de esa vida que llevamos adelante (los cito) con “serena desesperanza”. Los films que denomino “comedias de enredo matri­ monial” encuentran la felicidad al proponer que es posi­ ble escapar, precisamente, a esa pérdida emersoniana, al proponer que existen condiciones en las que pode­ mos descubrir una nueva oportunidad y tomarla, que en alguna parte existe un lugar donde podemos darnos a nosotros mismos una segunda oportunidad. (Mi tesis sobre The Philadelphia story en La búsqueda de la feli­ cidad es que la Filadelfia del título es el lugar donde se firmaron la Declaración de la Independencia y la Constitución de los Estados Unidos, de modo que “Amé­ rica” era el nombre del lugar de esa segunda oportu­ nidad, o debía serlo. Entre todas las segundas opor­ tunidades, el rematrimonio es central.) Ahora bien, mi interpretación de ese momento aparentemente insignificante en The Philadelphia

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slory, de la evanescencia de las siete sílabas “I think men are wonderful”, es que se trata de una escena donde un personaje toma una oportunidad como esa, y donde el film nos ofrece una. Puede ser útil señalar que el verso de La tempestad que asocio a esa frase - “How beauteous mankind is!”- tiene la misma cantidad de sílabas que la réplica del film y que las dos frases son pronunciadas, en sus respec­ tivos dramas, en el momento en que, hacia el final, la heroína está a punto de experimentar una trans­ formación metafísica. El personaje de H epburn pasará de su estado de casta divinidad (estado que le atribuye, para estigmatizarla o alabarla, cada uno de los cuatro hombres de su vida) a lo que ella deno111ina “la impresión de ser un ser humano”; y en La tempestad, al reaccionar ante la exclamación de Miranda, el padre de Ferdinando pregunta si ella es una diosa, a lo cual Ferdinando responde: Sir she is mortal, But by immortal providence she’s mine.* Aunque el verso que dice Miranda con el cual com­ paro la réplica de Hepburn no contiene la palabra * [Señor, es mortal; pero por una inmortal Providencia es mía (trad. esp. cit.: acto v, p. 560).]

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el c i n e ,

¿ puede

hacernos

me j ores ?

“wonderful”, su contexto es el siguiente y resulta bas­ tante más familiar: O wonder! How many goodly creatures are there here! How beauteous mankind is! O brave new world That has such people in’t!* No olvidemos que nosotros somos aquello en lo que devino el mundo nuevo, cuya idea y realidad tanto fas­ cinaban a Shakespeare y su tiempo. Si estamos lo bastante interesados para llegar hasta acá en esa conjunción entre la comedia hollywoodense y la comedia romántica shakespeareana, necesariamente hemos de preguntarnos cuál es el sentido de un momento tal, quiero decir, por qué ese cruce de mara­ villas está tan cuidadosamente enmarcado en esas estructuras dramáticas. Para las comedias de enredo matrimonial, mi respuesta tomaría más o menos el siguiente rumbo: en tanto grupo, las considero como entregadas a la búsqueda de lo que podría llamarse “la igualdad entre los hombres y las mujeres” (y con­ sidero esto como emblemático de la búsqueda de una

* [ ¡ O h , p r o d i g i o ! ¡ Q u é a r r o g a n t e s c r i a t u r a s s o n é s ta s ! ¡B ella h u m a n i d a d ! ¡ O h e s p l é n d i d o m u n d o n u e v o , q u e ta le s g e n t e s p r o d u c e ! ( t r a d . e s p . c i t.: a c t o v , p . 5 5 9 ).]

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comunidad humana como tal, pero no ahondaré en el tema por el momento), a la búsqueda de una inde­ pendencia y de una dependencia mutuas correctas. Lo que revelan las comedias de enredo matrimonial es que, en el mundo tal como es, hay una desigualdad o una asimetría en esa búsqueda, pues las mujeres exi­ gen educación para asegurar su igualdad, y esa educa­ ción debe ser asegurada con ayuda de los hombres. Por consiguiente, la primera tarea que cabe a la mujer es elegir el mejor hombre para hacer ese trabajo. A causa de su historia mutua - a la vez su historia privada y la historia de su cultura-, luchan el uno contra el otro, tienen justificadas quejas para con el otro; de ahí que ,1veces yo caracterice estas comedias como “comedias de la venganza”. Si quieren que su relación salga ade­ lante, el hombre y la mujer deben encontrar la manera de perdonarse mutuamente, y, para continuar con esa asimetría, ha de ser ante todo la mujer quien perdone al hombre, no sólo porque tiene más para perdonar, sino porque tiene más poder para perdonar. Y, sin embargo, quizás en estos films sea difícil ver por qué razón el hombre en cuestión requiere de un perdón radical. No ha hecho nada patente para perjudicar a la mujer, y las acusaciones precisas que las mujeres lan­ za n contra los hombres -el aire desdeñoso de Clark ( iable en It happened one night; el lado delirante de Cary ( ¡rant en The awful truth, su astucia en His girl Friday,

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y su “encantadora sed” en The Philadelphia story, la vul­ garidad de Henry Fonda en The lady Eve; la virulencia y aun la brutalidad de Spencer Tracy en Adam’s rib-, todos ellos son rasgos del hombre que llevan a la mujer a honrarlo tanto como a odiarlo, y ésa sin duda es la razón por la cual pueden perdonarlo. Fue preciso espe­ rar la última de las comedias canónicas de enredo matri­ monial, Adam’s rib, en 1949, para que quedara clara­ mente explicitado qué es aquello que en términos generales la mujer le reprocha al hombre: la simple mal­ dad derivada del hecho de que es un hombre; y por tanto ése es el hecho que debe procurar perdonarle, pues su felicidad junto a él depende de ello. Por con­ siguiente, interpreto la forma que adquiere este hecho en la ya citada réplica de The Philadelphia story como una expresión de admiración ante el mero hecho de estar ellos separados, expresión, por decir así, de admi­ ración ante la existencia de dos sexos y ante la posibi­ lidad de que el sexo opuesto sea admirable como tal. Nada de ello marca el fin del enojo entre ambos; siem­ pre quedan las discrepancias (diferencias). Sin embargo, habrán de asumir una suerte de promesa durante el tiempo necesario -p o r ejemplo, hasta que la muerte los separe- para resolver en qué consisten esas diferen­ cias (discrepancias), aquello en lo que derivan. En un momento dado, suponiendo que sea lícito creer que la conjunción Shakespeare-films hollywoo-

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denses no es grotescamente incongruente, puede pare­ cer apropiado emitir una duda más simpática sobre esta conjunción, que nos llevaría a querer saber hasta qué punto soy serio-, si cuando digo por ejemplo que el cine tiene un poder de poesía natural equivalente al poder de la poesía dramática de Shakespeare estoy lomando verdaderamente la palabra “poesía” en el mismo sentido las dos veces. Mi reacción aquí podría limitarse a decir que no tengo una respuesta para esa pregunta, más allá de la reflexión y de los textos que dedico y he dedicado a muchas cosas, entre ellas al cine. No obstante, quiero detenerme un momento, antes de pasar a mi ejemplo final, para esbozar una respuesta que sea la más abiertamente filosófica, que explique con particular franqueza la aparición periódica de Iimerson y Thoreau en mis pensamientos, aquí y en La búsqueda de lafelicidad. Pues si mi obstinación en escri­ bir sobre filosofía y cine a la vez, si mi insistencia en ambos, pero en especial en su conjunción, como parte de mi herencia intelectual y cultural norteamericana, me valió cierta tensión en mi oficio, mayor aun fue la que causó mi insistencia en reconocer la herencia de Emerson y Thoreau como filósofos. ¿Soy serio cuando hablo de filosofía? ¿Empleo el tér­ mino en el mismo sentido que Platón, Descartes y Kant? Aun cuando esta cuestión no pueda ser tratada en este marco, les propongo que conciban la siguiente posibi-

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lidad: que Emerson y Thoreau son los pensadores fun­ dadores y centrales de la cultura norteamericana, pero que el conocimiento de este hecho, pese a ser del domi­ nio de ciertos grupos fluctuantes de individuos, no ha sido adquirido como un hecho cultural. Una expre­ sión de esta posibilidad radicaría en que ninguna ins­ titución profesional es responsable de ellos como pen­ sadores. En lo esencial, no existen para el cuerpo de profesores de filosofía de los Estados Unidos; y las disciplinas literarias no están, en lo esencial, en con­ diciones de albergarlos en esos términos. Ellos son expresión de una cultura que los desconoce, algo que habría sido inconcebible para Kant, Schiller y Goethe en Alemania, para Descartes y Rousseau en Francia, o para Locke, Hume y Mili en Inglaterra. No creo que el modo como debemos comprender y apreciar este hecho de nuestra vida cultural sea claro, pero no es difí­ cil concebir que alguien con intereses como los míos haya deseado no perder una ocasión para señalar este hecho en voz alta e inteligible desde la capital de los Estados Unidos. (Concibo aquí la recepción, para nosotros nortea­ mericanos, de nuestros mejores escritores así como de nuestros mejores films producidos en Hollywood como parte de la tendencia norteamericana a ponderar en exceso y subestimar a la vez las mejores obras nortea­ mericanas, como si los excesos histriónicos de publi-

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idad en favor del cine hollywoodense encubrieran Indas acerca de su posible valor. Supongo que asumo o rto tono moralizador al decir esto, y quizá sea eso n que me quieren decir cuando me tildan de preten¡oso. Sin embargo, dicho tono moralizador también , parte de la fibra norteamericana que hay en mí; es 11icsgo que uno corre cuando se frecuentan las obras li lanerson y Thoreau tanto como lo hice yo en estos di irnos tiempos. Es un tono que en las comedias de •ni edo matrimonial está particularmente asociado con alharine Hepburn y sus ambiciones intelectuales. 11que le vale los sermoneos de los hombres de su vida, pie la reprenden sobre ese punto una y otra vez. Y en \i Iuni’s rib Spencer Tracy en una ocasión incluso se >crfeccionismo emersoniano, realizar y demostrar esas nicas como si su objetivo fuera el cultivo de las artes (i el desarrollo de una ayuda para talentos o de guslos intelectuales o espirituales (imagino que ésta es la concepción filosófica corriente del perfeccionismo en la actualidad) equivale a degradar esa idea, como es el caso de cualquiera de las filosofías populares actuales que proponen darnos los medios para llegar a ser cuanto queramos ser. El progreso emersoniano no va de la chabacanería a la sofisticación, o de lo co­ mún a lo eminente, sino de la pérdida a la recuperación o, como dice Thoreau, de la desesperanza al interés, o, lal como lo muestran aproximadamente Kierkegaard, I leidegger, Wittgenstein y Lacan, de la cháchara a la palabra. La deontología y el utilitarismo, en la medida en que consideran lo justo o el bien como fundamen­ tal, son, por decir así, competidores morales. El per­ feccionismo no compite con ninguno de los dos, supo­ niendo (antes bien) que haya un lugar para cada uno de ellos. Sus competidores son las formas sin fin de un envilecimiento del yo; del mismo modo que la filo­ sofía no compite con la ciencia, sino con la sofística. (Polonio es quien, en tanto promotor de la filosofía

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de Hamlet, le recomienda al joven ser fiel a sí mismo: su anuncio de la verdad lo envenena. ¿No es cierto?) Así también el cuidado del alma, es decir, la entrega total a la enseñanza y al aprendizaje que representa Sócrates, no exige, o no debería exigir, el drama de la Apología de Platón, que opone la posición de Sócrates, manteniéndose en esa práctica del cuidado, a la posi­ ción de la asamblea de representantes de la ciudad, que lo amenaza de muerte por las conversaciones de las que vive. Vale la pena recordar, junto con esa escena prodigiosa, que la posición moral que adoptamos para con nosotros mismos es de una importancia tal que pone en juego la vida y la muerte. Pero supongan uste­ des que pudiéramos ver en el laboratorio del cine la democratización del perfeccionismo, reconocer aque­ llo de lo que somos capaces en las confrontaciones cotidianas, repetidas y no-dramáticas sobre las que el cine llama nuestra atención. Vemos entonces que las afrentas que nos infligimos mutuamente, un mal pen­ samiento inexpresado o disfrazado, una mirada dura, una mala interpretación deliberada, una fluctuación de nuestra lealtad, el rechazo de una intención, una alabanza o una condena ciega o inadecuada -los innu­ merables signos de nuestro escepticismo respecto de la realidad, de la separación del otro- nos enfrentan al riesgo de sufrir o de tener que soportar pequeñas muertes cada día.

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Noto que esta manera de hablar del escepticismo y ile las pequeñas muertes repetidas es una suerte de 1.u acterización de la manera en que concibo lo que Wittgenstein denomina “lo ordinario” o lo cotidiano, definido y construido como el lugar donde, según parece decir, llevamos nuestras palabras violentadas por las acometidas de aquello que él llama “metafísi1as”. Es el emblema del modo como la filosofía llega, de manera reiterada e incesante, a su propio fin, a medida que sus ilusiones de un sentido superior expi1an una tras otra. Lo que allí sucede, cuando la mora­ lidad deja de constituir un campo de estudio distinto, es la inmersión en un fervor moral. Nos ponemos en juego en cada palabra que pronunciamos, como si asu­ miéramos la responsabilidad del lenguaje como tal, del mundo compartido como un todo. No resulta sorpren­ dente, pues, que las parejas de las comedias perfec­ cionistas también hallen el uno con el otro, y sólo el uno con el otro, ocasiones para juegos escandalosos y soberbios, volviéndose así incomprensibles para los demás. (La sugestión en este caso es que el papel del arte en el perfeccionismo es tanto hacer de pantalla a nuestras aspiraciones morales -es decir, a nuestro temor de nunca alcanzarlas- como recordárnoslas.) ¿Y después? ¿Podemos decir que no deberíamos cau­ sar esas pequeñas muertes cotidianas, y que no debe­ ríamos utilizar las palabras con violencia, separadas de

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nosotros mismos? ¿O bien diríamos que hacer tal cosa implicaría disminuir el bien común? Estas tesis pueden parecer irrefutables, pero también parecen in decibles. ¿A quién podríamos decírselas? El hecho de que expresen observaciones respecto de nuestro com­ portamiento en el mundo a las que no es posible dar respuesta puede causar una decepción respecto del mundo, en la medida en que este último constituiría, para la vida moral, una escena más nociva para la par­ ticipación democrática de lo que pueda ser el cinismo moral. El cínico tiene la energía suficiente para seguir el juego; aquel que está desalentado le da la espalda. Si esta decepción indica una perspectiva moral se debe a que en ese estado anímico pese a todo podemos adi­ vinar otro mundo, o un estado próximo del mundo, libre de las causas y de las fuerzas de ese estado aní­ mico; no, como dice Emerson haciéndose eco de Kant, el mundo con el que converso en la ciudad o en las granjas, sino el mundo que pienso. (¿De qué modo la intuición kantiana según la cual la humanidad vive en dos mundos puede articularse con esa sustitución de un mundo de decepción por el mundo kantiano de las inclinaciones, en tanto que el otro del mundo inte­ ligible? Éste es un problema interesante. Presumo que una forma de elaborarlo es reconocer que, en ambos casos, el problema planteado consiste en saber cómo volver práctica la voluntad: en el caso de Kant, el pen-

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■-.imiento carece de un motivo capaz de atraer la volunlad; en nuestro caso, el pensamiento es rechazado por su propia ineficacia, por su incapacidad para causar el más mínimo cambio. Cuando menos, tenemos una estimación de cuál ha de ser la dirección en que debe­ mos buscar una solución, el primer paso deberá venir del otro. Esto puede parecer incompatible con la exi­ gencia kantiana de autonomía. Pero ¿cuál es, enton1es, el poder del ejemplo en el libro de Kant sobre la religión?) Estos pensamientos son las respuestas que dirijo principalmente a dos géneros cinematográficos, me­ nores pero muy admirados, ya mencionados aquí: el género cómico y el melodramático, que florecieron hace medio siglo. Una serie de preguntas se impone entonces: ¿siguen haciéndose comedias de enredo matrimonial? De no ser así, ¿qué implicaría esto? ¿Se explotan otras vetas en el cine actual, vetas que sugie­ ren otras pruebas de una afinidad entre el cine en gene­ ral y la moralidad perfeccionista? Si tal es el caso, ¿qué saben del bien? Veamos adonde nos conduce el camino entre estas preguntas. Nótese que no habré de abordar aquí, excepto de manera implícita, cierto nivel de la pregunta: “¿qué es aquello que, en el medio cinematográfico, crea tal afi­ nidad?”, pues ese nivel exigiría una lectura detallada de ciertas secuencias, que sólo podría realizarse en el marco

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de varias conferencias o en capítulos dedicados a cada film de manera individual. Aquí tan sólo procuro esta­ blecer esa afinidad. Si aún se realizan films con el espíritu de las come­ dias de enredo matrimonial -films en los cuales cierta exuberancia de las indirectas y de las réplicas nunca se aleja demasiado de aquello que constituye la base del matrimonio para una pareja incapaz, ya de sepa­ rarse, ya de encontrar cierta estabilidad en la vida en común, es decir, de aquello que vuelve incomprensi­ ble a esa pareja para los demás-, no es necesario que se asemejen demasiado a los ejemplos clásicos del género. ¿Cómo podrían asemejarse cuando el temor al divorcio ya no es el mismo, el riesgo de un embarazo tampoco es el mismo y las estrellas femeninas y mas­ culinas, los realizadores y los autores que les dieron vida están, en su gran mayoría, muertos? Recuérdese que los films que a mi juicio definen el género pre­ sentan relatos en los que las principales característi­ cas de la comedia clásica son negadas: la o las parejas principales no son jóvenes e inocentes, sino maduras, socialmente establecidas y sexualmente experimenta­ das; su tarea no consiste en lograr estar juntos, sino en volver a estarlo; si el padre de la mujer está presente, lo está del lado del deseo de su hija, y no de lado de la ley (contrariamente a, por ejemplo, Sueño de una noche de verano); el drama no pone en escena una amenaza de

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muerte, sino que, en cada caso, remite a un asunto de divorcio mediante el cual, al decretarlo, la pareja pone en peligro mortal (o pone a prueba la vida de) su pro­ pia felicidad; el obstáculo que impide el matrimonio es, pues, interno antes que externo, dado que sólo un progreso en una especie particular de conversación educativa habrá de permitir superar dicho obstáculo, y el uso de un juego específico de placer y de pena. El hecho de que la pareja (aún) no tenga hijos va a la par de sus accesos de extravagancia o de surrealismo (po­ dríamos llamarlos, asimismo, “accesos de infancia”, o de retorno a la infancia: la pareja persigue un leopardo sobre un techo; el marido estrecha la mano con un paraguas; en otra parte, el marido amenaza a su mujer con un revólver de regaliz). La sombra de violencia que aparece en cada una de estas comedias anuncia el gé­ nero del melodrama que está asociado a ellas, en el que las mujeres -las llamo “las hermanas de las mujeres de las comedias”- no logran encontrar o entregarse a los hombres con los que tal búsqueda de la felicidad parece poder llevarse a cabo, y optan por una vida para sí mismas, que excluye el matrimonio tal como es. En vez de conversaciones educativas, los intercambios en los melodramas están llenos de opresiva ironía. Con todo, algunos films recientes procuran con­ servar algo semejante a una pátina de enredo matri­ monial: The mirror has two faces [El espejo tiene dos

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caras] (Barbra Streisand, 1996), con Barbara Streisand y Jeff Bridges, en el que el problema consiste en com­ binar educación y conversación con los intercambios sexuales; y As good as it gets [Mejor... imposible] (James L. Brooks, 1997) con Jack Nicholson y Helen Hunt, en el que un hombre que sólo acepta recibir su alimento de manos de una mujer, con quien a la vez discute sin cesar, debe aprender a hablarle a esa mujer y a ser tocado por ella; y al menos un film que también tengo pre­ sente, The sure thing [Juegos de amor en la universidad] (Rob Reiner, 1985), con John Cusack, alude en varias ocasiones (he contado ocho) a momentos o circuns­ tancias particulares de una de las comedias clásicas del enredo matrimonial, It happened one night. Sin em­ bargo, aun cuando el papel cultural del cine, por diver­ sas razones, haya disminuido (y yo mismo pertenezco a diversos públicos fragmentados de cine, y no sigo fiel­ mente los estrenos norteamericanos), puedo citar varios films que presentan una interpretación de uno y otro de los rasgos del enredo matrimonial -por ejem­ plo, cada uno presenta una secuencia final que por sí sola merece un ensayo ambicioso: Moonstruck [Hechizo de luna] (Norman Jewison, 1987, con Nicolas Cage y Cher), Tootsie (Sydney Pollack, 1982, con Dustin Hoff­ man y Jessica Lange), Sleepless in Seattle [Algo para recordar / Sintonía de amor] (Nora Ephron, 1993, con Tom Hanks y Meg Ryan), Clueless [Ni idea] (Amy Hec-

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kerling, 1995, con Alicia Silverstone), Groundhog day IEl día de la marmota / Atrapado en el tiempo / Hechizo del tiempo] (Harold Ramis, 1993, con Andie MacDowell y Bill Murray), Crocodile Dundee [Cocodrilo Dun­ dee] (Peter Faiman, 1986, con Paul Hogan y Linda Kozlowski), Working girl [Armas de mujer / Secretaria ejecutiva] (Mike Nichols, 1988, con Harrison Ford y Melanie Griffith), Untamed heart [Corazón salvaje] (Tony Bill, 1993, con Marisa Tomei y Christian Slater), Inventing the Abbotts [El secreto de los Abbott] (Pat O’Connor, 1997, con Joaquin Phoenix y LivTyler), Four weddings and a funeral [Cuatro bodas y un funeral] (Mike Newell, 1994, con Hugh Grant y Andie Mac1>owell), My bestfriend’s wedding [La boda de mi mejor amigo] (P. J. Hogan, 1997, con Cameron Diaz y Julia Roberts), Everyone says I love you [Todos dicen te quiero] (Woody Allen, 1997, con Woody Allen, Goldie Hawn y Julia Roberts), Cookie’s fortune [La fortuna de Coo­ kie] (Robert Altman, 1999, con Glenn Close, Joanna Moore y Liv Tyler)-. Pongo aparte otros dos films con lohn Cusack, Say anything [ Un gran amor] (Cameron Crowe, 1989, con lone Skye) y Grossepointe blank [Tiro al blanco] (George Armitage, 1997, con Minnie Dri­ ver, una comedia de enredo matrimonial tan oscura como His girl Friday que constituyen, junto con The sure thing, un esfuerzo por explorar la sensibilidad de ciertos actores en particular, hombres y mujeres, típica

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marca de las comedias clásicas, pero que en la actua­ lidad ya no caracteriza los proyectos de algunos films. La trilogía de John Cusack también destaca una dife­ rencia extra entre las primeras comedias de enredo matrimonial y las más recientes. Las parejas de los films recientes parecen demasiado jóvenes para imaginar el porvenir; pero no son incapaces de imaginar su pro­ pio porvenir, puesto que, después de todo, ese porve­ nir está siempre por delante en sus vidas; es el interés por el gusto que sienten por la aventura y el riesgo, por una vida sin nada seguro o asegurado; pero son inca­ paces de imaginar que pueda haber un mundo social habitable en el cual proseguir con su propia aventura. (Dejo de lado aquí, de ser posible, los temores ante un desastre atómico o ecológico.) Es una incapacidad para imaginar lo que Nietzsche quiere demostrar cuando dice que la filosofía, si ha de continuar, o más bien devenir, deberá ser futuro; aquello mismo que Emerson quiere decir cuando, siguiendo en eso a Wordsworth y a Milton, anhela un día nuevo (“un alba nueva a mediodía”); la renovada convicción de que es posible un verdadero cambio de las condiciones de existencia humana, que esas parejas no están conde­ nadas a desear la repetición sin variaciones de las ins­ tituciones (en cuyo centro figura el matrimonio) que produjeron la situación actual de inmovilidad y tris­ teza elaborada para ellos por la generación anterior.

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Describo parejas mayores que en líneas generales buscan trocar una inocencia narcisista por la posibi­ lidad de vivir una experiencia propia. Las parejas más jóvenes parecen no tener ningún medio para asegu­ rar su vida privada, su misteriosa intimidad, sin pre­ servar también su inocencia. ¿Es ésa una nueva fragi­ lidad, o un nuevo sentido de la fragilidad juvenil? Esas obras parecen vincularse con ciertos films recientes sobre el genio infantil (o adolescente), como Little man late [Elpequeño Tate/Mentes que brillan] (Jodie Fos­ ter, 1991), Searchingfor Bobby Fischer [En busca de Bobby Fischer] (Steven Zaillian, 1993), Good Will Hunting [El indomable Will Hunting] (Gus Van Sant, ^97), y creo que The Matrix (Andy Wachowski, 1999) también con­ tribuye a ello. A mi entender, el interés de estos films radica en que presentan al genio como una metáfora ile la singularidad, de aquello que he denominado “el sabio en cada uno de nosotros”, aquello sin lo cual no podemos convertirnos en lo que somos; es el signo de una negación del elitismo, pues está distribuido de ma­ nera universal, aun cuando suele estar sepultado por distracción y por resignación. La tristeza del mundo a la que me refiero (y que, más de una vez, ha sido parodiada en las comedias de enredo matrimonial por la figura de la madre del héroe, que aparece un instante como una alternativa del cónyuge legítimo, pero que exaspera a la heroí-

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na) es aquella que he caracterizado como “una decep­ ción del mundo como marco para una vida moral”. Hemos llegado aquí a una idea de la juventud o del genio precoz como emblema de la vida moral, no como anhelo de exención de esa vida moral, sino como un medio para ser salvado de ella, lo que nos lleva a la pregunta siguiente: ¿qué otras vetas del cine se explo­ tan con la voluntad de sugerir alguna parcialidad de los buenos films con respecto a la perspectiva del per­ feccionismo moral? Me parece que una importante cantidad de nuevos films (en el marco de mi limitada experiencia) trata sobre la búsqueda de la trascendencia, del encamina­ miento hacia un humor opuesto o transformado, pero ya no a través de la conversión de una persona en otra, ni dando un paso suplementario para realizar un yo no realizado o llegando a ser lo que somos, sino siendo reconocidos como lo que somos, teniendo o dando acceso a otro mundo. Ése es un rasgo notable de las comedias de enredo matrimonial clásicas, un rasgo que he dado en llamar, según su modelo en la comedia romántica shakespeariana, “el mundo verde”, un lugar que ofrece una perspectiva donde se desatan los nudos de la confusión cómica, un lugar que (como aún me gusta pensar), en cuatro de siete comedias que definen al género del enredo matrimonial, se llama Connecti­ cut (un lugar que en varias ocasiones aparece como

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difícil de situar y de alcanzar). La secuencia de His girl l'riday con la que comencé este capítulo, una sala de prensa cerrada, es una variación negra del tema del mundo verde. Es un sitio desde el cual el mundo ordi­ nario irrumpe, fuera del cual la belleza, el aislamiento y la extrañeza se entrelazan para revelar cierta comu­ nidad y posibilidad de cambio. Y también aquí otros ilos momentos que he invocado al principio coinciden con este último. La mujer del film de Rohmer, y es característico de los cuatro cuentos de estación del mismo Rohmer, descubre en un momento dado y en un lugar de su vida aparentemente sin acontecimien­ tos particulares un hecho que tiene para ella, así lo entendemos al verlo, el poder de una conversión, aqueIlo que podríamos llamar “la madera de la trascenden­ cia”; no necesariamente el acceso a otro mundo, sino lina ruptura con las suposiciones de este mundo. La niña del film de Jarmusch, que inflige una suerte de herida invisible al asesino de su amigo a partir de una identificación con ese amigo muerto, marca la sin­ cronía de dos mundos. Ese amigo había vivido según el código de lo que llamo “un mundo antiguo”, el de los samuráis clásicos (tal como lo ha aprendido de ellos), y acepta ser asesinado en tanto miembro de ese inundo, casi invocando esa extinción; pero la niña ha absorbido, y por tanto renovado, gracias a la amistad de su amigo y al texto que le ha transmitido (un texto

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titulado Rashomon), el sentimiento de que no debe mos permitir que el mundo actual represente todo cuanto deseamos. Hollywood siempre ha gustado oponer los mundos de lo cotidiano a los mundos de lo imaginario (jugando sobre las dos posibilidades primordiales del cine, el rea­ lismo y lo imaginario), desde The wizard of Oz [El mago deOz] (Victor Fleming, 1939), Lost horizon [Horizon­ tes perdidos] (Frank Capra, 1937) y It’s a wonderful life [¡Qué bello es vivir!] (Frank Capra, 1946) hasta, en estos últimos años, The Matrix (una suerte de versión surrealista/zen de la idea kantiana según la cual el mundo visible es ilusorio y el mundo real inteligible detenta la verdad sobre sus orígenes), y Being John Malkovich [¿Cómo ser John Malkovich? / ¿Quieres ser John Mal­ kovich?] (Spike Jonze, 1999), que descubre al pasar del otro lado de un espejo una manera de devenir uno mismo otro, y de ese modo también la contingencia que radica en ser el que uno es; Fight club [El club de la lucha/ El club de la pelea] (David Fincher, 1999), en el que el mundo de la identificación masculina insa­ ciable de la agresividad con la intimidad recibe una expresión tan constante que, siendo como el equiva­ lente personal de la guerra, se vuelve contra su crea­ ción; Dogma (Kevin Smith, 1999), en el que una nueva desobediencia surgida en el paraíso, hecha posible gra-

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cías a un Dios que se ocultó por inadvertencia desde hace mucho tiempo, amenaza con destruir toda exisIcncia; Waking the dead [Resucitar un amor] (Keith ( iordon, 2000), en el que el deseo del amor y las aspi­ raciones del pasado de alguien, que llegan al nivel de l.i alucinación, y por tanto de la posibilidad de la locura, se reconcilian en la aceptación de la continuidad entre lo real y lo irreal, o entre los hechos y la imaginación, y, como ejemplo final de ese deseo, una vez más el muy influyente Groundhog day, en el que ese deseo es lo basIante fuerte para merecer - y sobrevivir a - la repetición nietzscheana de los días, o de un día, en cuyo trans­ curso la perfección, o digamos el hecho, de una pro­ puesta amorosa es vista como algo que demanda y satislace el eterno retorno de las etapas hacia el yo no realizado. En todos estos films (todos ellos muy inte­ resantes, de gran inteligencia y pasión) se precipita una crisis en nombre de la exigencia de un nuevo comienzo, de otra oportunidad. Quizá valga la pena añadir que lres de los cinco films nominados para el Oscar al mejor lilm en el año 2000 pueden comprenderse como films que presentan mundos opuestos a lo que Emerson llama el mundo de la conformidad; American beauty | Belleza americana] (Sam Mendes, 1999), en el que el deseo y la idea que un hombre desesperado alimenta de la belleza en los Estados Unidos lo llevan a la bús­ queda de la juventud, al deseo de poseer un poder de

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expresión transformado, figurado por pétalos de rosa que no cubren el mundo pero salen de su boca, y que lo vuelven incomprensible e inquietante para Nortea mérica toda, y en el que una joven pareja igualmente incomprensible e inquietante, cuyas maneras sin duda evocan la posición que ocupan las parejas de las come­ dias de enredo matrimonial respecto de la buena socie dad, parte para ser mantenida por un mundo clandes­ tino de personas que piensan como ellos, invirtiendo así el motivo habitual de la partida de Nueva York hacia el campo; The sixth sense [Sexto sentido] (M. Night Shyamalan, 1999) en el que el genio de un niño capa/ de percibir/alucinar otro mundo no puede ser curado sino por otro que está en su lugar en ese otro mundo), y The cider house rules [Las reglas de la vida] (Lasse Hallstrom, 1999), en el que las reglas de un hogar de inmigrantes, o llamémoslas “leyes para una nación de inmigrantes”, deben ser violadas para poder darles una vida a los excluidos y a los huérfanos, como sucede a veces en que sólo se les puede dar esa vida en un lugar separado, poblado de excluidos y de huérfanos. Desconozco si tales ejemplos llamarán la atención del lector, precisamente porque son aleatorios, por­ que tienen el sabor de meros accidentes y además sugieren un número indefinido de otros casos seme­ jantes. Recuerdo haber señalado, en La búsqueda de la felicidad, que las comedias de enredo matrimonial se

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u-lacionaban con los films de terror, dado que esos lilms ponen en escena la idea de la transformación del yo y del mundo (idea que puede ser gloriosa o muy espeluznante, o bien ambas a la vez), y les recuerdo que el vasto registro hollywoodense de la comedia musical juega esencialmente sobre la idea de que el mundo ordinario no está sino a un paso de la armo­ nía estática (un elemento que es particularmente nota­ ble en los números de Fred Astaire, típicamente ori­ ginados en acontecimientos y objetos de la vida cotidiana: un paseo a lo largo de un río o de un andén ile estación, guarecerse de la lluvia debajo de un quiosco, patinar, jugar al golf, limpiar el piso, saltar sobre sillones demasiado mullidos). Los films de Erie Rohmer (uno de los grandes direc­ tores vivos de la Nouvelle Vague francesa) son de suma importancia para mi propósito de perseguir la idea de una afinidad del cine con el momento trascenden­ tal que aún no se ha declarado. No sólo tal momento es el sello de su cine, sino que además va a la par de la creación de superficies lisas en las que no ocurre nada más que llame nuestra atención, de suerte que ya no sabemos decir qué interés nos mueve a seguir esas his­ torias en las que suceden tan pocas cosas; una visita, un paseo en auto, una conversación en una tienda, una cita anulada por teléfono, un encuentro en una esta­ ción, un baño de mar. Sus films parecen representar

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descubrimientos del tedio y de la amenaza de lo ordi nario equivalentes al sentimiento en Wittgenstein del deseo de la filosofía de conseguirlo y de escaparle n un mismo tiempo. Señalaré ahora una dirección de indagación suplementaria: los retratos del perfeccio nismo moral y de lo ordinario que ocupan las nove las de referencia sobre la vocación y la vida domés tica, de Jane Austen y de George Eliot. A modo de adelanto de futuros trabajos, cito el aria paroxística de Mansfield Park de Jane Austen, donde Edmund le refiere a Fanny el acontecimiento que le re­ vela la falsedad de un objeto de su amor y le abre los ojos sobre la verdad de otro, a saber, la fuga amorosa de Hen ry Crawford con la hermana casada de Edmund -o más bien el acontecimiento de la reacción de Mary Crawford ante ese acontecimiento que demuestra a los ojos de Edmund que ella es un objeto imposible para el amor y el matrimonio-. La falta se revela en ella a través de la ira contra su hermano por la sola locura de su acto: Figúrate cuál no sería mi impresión. [...] ¡Exami­ narlo todo con tanta ligereza, con tanta frialdad! ¡Nada de repugnancia, ni horror, ni feminidad! ¿He de decir, acaso, sin púdica aversión? [...] Mary lo veía sólo como una locura, y una locura difamada sólo por el escándalo. [... ] En una palabra, era el descubrimiento... ¡Oh, Fanny! ¡Era

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la falta de precaución, no la falta, lo que ella censu­ raba! Era la imprudencia [...]. Sus defectos hay que achacarlos a falta de princi­ pios, Fanny; a un embotamiento de la sensibilidad y a una mente corrompida.* I n pocas palabras, Mary Crawford es repudiada por lener una concepción utilitarista del adulterio. Pero la exigencia algo histérica de horror y de asco por parte de Edmund parece despertar las sospechas del narrador no diré su repudio- en cuanto a la moralidad opuesta del principio en cuestión: “La amistad de Fanny era su único refugio”,** la misma prima Fanny a quien conoi ía desde la infancia (un rasgo significativo de las come­ dias de enredo matrimonial) y a quien había enseñado .1ponderar la armonía y el encanto de la vida por medio del test de lo que ellos denominaban “mirar las estre­ llas”. El último párrafo de la novela declara que Fanny concluyó que su vida y la de Edmund en Mansfield Park habían sido “sencillamente perfectas”. Pero se trata de una perfección respecto de la cual los lectores suelen manifestar algunas reservas, como si - a la inversa de los otros matrimonios principales contraídos en el uni-

* La cita corresponde a la edición en español: Jane Austen, Mansfield Park, Barcelona, Plaza & Janés, 1998, pp. 541 y 543. ** Ibid., p. 547.

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verso de Austen- éste marcara el fin, y no el comienzo, de una aventura espiritual, de una aventura que en su totalidad depende de la palabra (un tema obsesivo en Mansfield Park), como lo exige el matrimonio entre dos espíritus verdaderos. Ya no percibimos aquí eso qin George Eliot denominaba “la defensa de un mito", poniendo en boca de Daniel Deronda que una historia ha sido “como una palabra apasionada -u n a imagen extrema de lo que sucede cada día- la transmutación del yo”. En una adaptación reciente de Mansfield Park (Patricia Rozema, 1999; con Embeth Davidtz y Johnny Lee Miller) para la pantalla, la hipótesis según la cual el casto desarrollo de la historia está ligado de un modo u otro al hecho de que este mundo se basa impercepti blemente en una economía del comercio y del trabajo de los esclavos (un hecho que se menciona en varias oca­ siones en la novela) se vuelve cruelmente visible por un cambio en la intriga que hace de la enfermedad del hermano de Edmund un mal contraído durante su viaje por las plantaciones familiares en las Indias occidenta­ les, de donde regresa con un cuaderno de croquis que representan los horrores de la vida de los esclavos, cua­ derno que descubre Fanny, quien estaba junto al her­ mano durante su convalecencia. Refiero simplemente que, para mi gran sorpresa, la explicitación visual me pareció captar brillantemente la significación de algo que la prosa de Austen pareciera después albergar.

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El sentimiento en Jane Austen de un cuestionamiento subterráneo de lo ordinario me lleva a formular alguna respuesta inicial a la cuestión de qué hay de bueno en este tipo de films sobre lo ordinario trascendental, a los que yo denomino “comedias de enredo matrimonial”. I’uedo dar una primera suerte de respuesta, importante ,i mi entender, invocando una vez más aquello que di en llamar “mi decepción” respecto de la manera en que lohn Rawls concibe el perfeccionismo nietzscheano, y ,inadiendo un comentario adicional sobre esta obra que ha hecho época. En Teoría de la justicia, Rawls nota que la adopción de su teoría, que pretende estar “más allá de todo reproche”, es en verdad un intento humano de responder a la pregunta acerca de cómo vivir sanamente, puesto que la exigencia de justicia debe, en toda socie­ dad real, permanecer sin respuesta, pues toda sociedad existe en un estado de conformidad no estricta, sino parcial, respecto de los principios de la justicia -a cada cual le toca juzgar su grado de parcialidad, la distancia que mantiene con la estricta conformidad-. (Resumo esta idea, en mi concepción del perfeccionismo emersoniano, diciendo que una sociedad merece nuestra lealtad si mantiene un nivel de justicia lo bastante bue­ no para permitir la crítica de la sociedad y su reforma. I)escubro, para mi gran consternación, que nadie me entendió, pues todos creyeron que yo aseguraba que nuestra sociedad actual es bastante justa. Es una cons-

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trucción absoluta.) Aquí sostengo que “estoy más allá de todo reproche” es indecible, o decible tan sólo de manera moralista, en la conversación de la justicia. Si alguien profiere una reivindicación en contra de la sociedad por envidia, o por codicia, o por ociosidad, o por enojo, etc., entonces es posible responderle eso Y si alguien niega que nuestra sociedad sea lo bas tan te justa para merecer nuestra lealtad, entonces es posible responder que seguimos afirmando tal cosa. Pero eso quiere decir, para mí, que esa persona no intenta estar “más allá de todo reproche”, sino que por el contrario reconoce que su existencia social está com prometida. Las parejas de las comedias de enredo matrimonial (entre los films que ponen en escena vidas consagradas a la búsqueda de la existencia de lo tras cendental) llegan a un punto de su vida en que deben reafirmar sus matrimonios devolviéndolos intactos a la participación en el mundo ordinario, y dar cuenta de su fe o de su percepción de que dan su consentí miento a la sociedad como un lugar donde es posible seguir una vida moral hecha de cuidado mutuo, y mere­ cer pruebas de felicidad capaces de alentar a otros a lle­ var sus vidas más allá; como si la felicidad en una demo­ cracia fuera una emoción política, y como si una pareja pudiera emprender la tarea de representar un porvenir general. La República de Platón pregunta si una vida injusta puede ser feliz. Las comedias de enredo matri-

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11íonial preguntan si una vida lo bastante buena, lo baslante prometedora, puede ser lo bastante feliz. Vale la pena, tal como he sugerido, detenernos en el hecho de que las comedias de enredo matrimonial siempre son invocadas en el cine, aun cuando no sigan producién­ dose exactamente esa clase de comedias. Se me ha sugerido dejar de llamar “perfeccionismo” (lal como lo describo) a una teoría moral, probablemenle porque no invoca principios o no propone cálcu­ los válidos para todos, universalmente, sin distinción ile posición o de condición (si el aborto o la discri­ minación positiva son malos, entonces lo son cual­ quiera sea la persona en cuestión); el perfeccionismo, por el contrario, considera cada vida en su singulari­ dad. Si toda vida tiene un polo singular y un polo uni­ versal (Emerson diría “representativo”), la perfec­ ción pone el acento en el polo singular. Pero no utiliza ese acento como una razón para eximirse de toda representatividad. Bien puede poner en cuestión la universalización de diversas maneras, negando, diga­ mos, que los principios morales sean mandamientos (nunca mentir, o matar, o romper una promesa, u opo­ nerse al derecho de otro a dar voz a sus opiniones), pero está condenada a una exigencia que es esencial para toda teoría moral, la exigencia de ser inteligible (formular las razones de nuestros actos) para aque­ llos cuyas vidas están concernidas por nuestros actos,

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o aquellos que pueden legítimamente cuestionar núes tras razones. Pues el perfeccionismo no niega el rigoi moral; destaca, por el contrario, el hecho de que l.i vida moral es inevitablemente una vida de confron tación, y que la violencia inherente a esa confronta ción no se neutraliza por el hecho de que, por así decir, nuestro juicio prevalezca en un caso dado. La confron tación con otro juzga nuestra posición en relación con otro, así como juzga las acciones del otro (el acto de arrojar tanto como la llegada de la piedra). La posi ción moral -llamémoslo el “tacto moral”, o quizá la torpeza moral- constituye un problema porque la mo ral no debería estar cautiva de nuestras conveniencias, Imaginar una sociedad donde cada cual pudiera estai tranquilo con su conciencia sería imaginar una socie dad en la que, por ejemplo, la piedad o el terror y la risa del teatro resultarían incomprensibles; dicho do otro modo, en la que el vínculo entre el motivo, el acto y la consecuencia serían perpetuamente transparen­ tes, y nuestros intereses (tanto interiores como exte­ riores) estarían siempre de acuerdo; de modo que, por ejemplo, el remordimiento, la falta de reacción o la renuncia serían tan ajenos para nosotros como el miedo lo es para Siegfried. Puesto que la existencia humana no es eso, el mom ento de la intervención moral, de la iniciativa de la conversación moral debe­ rían parecemos siempre cruciales.

IV Dos cuentos de invierno: Shakespeare y Rohmer

Me propongo analizar aquí a la vez un texto literario y un film; no una adaptación cinematográfica precisa de ese texto con diferencias fascinantes, sino un film que es una suerte de comentario de ese texto. Los disIinguiré manteniendo sus títulos respectivos, El cuento ile invierno, para la obra de Shakespeare (traducción canónica de The Winter’s tale), y Cuento de invierno | Conte d’hiver] (1992), para el film de Rohmer. La obra y el film están emparentados con el género narrativo que he denominado “comedia de enredo matrimonial”. El hecho de que tal relato no concluya, como en la comedia clásica, con un matrimonio sino con un rematrimonio significa que el relato comienza, o culmina, con un divorcio o una separación equiva­ lente, en todo caso algo que no es un simple malenlendido, un desafio, o una confusión (como en Sueño ile una noche de verano); además, la aventura no con­ sistirá únicamente en unir a la pareja (eso ya se ha pro­ ducido), sino en reunirla, reformarla; tampoco consiste

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en superar con éxito obstáculos externos a su unión, sino obstáculos internos. Ese triunfo exige no una ree­ valuación moral de acciones o de decisiones partial lares que se interpusieron entre ellos, sino la revisión y la transfiguración de su modo de vida. Para resumirlo en una fórmula, la dimensión moral que plantean estos relatos es la del perfeccionismo emersoniano. Ese triunfo sobre un obstáculo interior se manifiesta en El cuento de invierno como aquello que Lo'ic deno mina “una resurrección”, y califica de rocambolesco. En un último gesto de gratitud para con Northrop Frye, cuyo libro Anatomía de la crítica causó en mí tan fuerte impresión por la época de su publicación, cuando yo comenzaba a enseñar (lo cito en el final del primer ensayo que publiqué sobre Wittgenstein, “The availa­ bility of Wittgenstein’s later philosophy”, del año 1961),' quiero referirme a su observación de que en aquello que él denomina la “Comedia antigua” la mujer de la pareja protagonista sufre algo similar a una muerte y a una resurrección. Frye lo opone explícitamente al ejemplo de la comedia hollywoodense, sin dar más detalles. Sin embargo, es evidente que algo equivalente a la resurrección o al renacimiento ocurre en The Phi ladelphia story [Historias de Filadelfia] (George Cukor, 1940), cuando Mike lleva a Tracy, salvada de las aguas,1 1 E n sa y o in c lu id o e n

Must we mean what we say?

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en sus brazos como a un niño, y ella alza la cabeza para ilecir que no está herida, sino muerta; y en The awful truth [La picara puritana] (Leo McCarey, 1937), cuando Lucy, digamos por metempsicosis, se convierte en la hermana de su marido Jerry. Y puesto que el matrimonio, como acostumbro decir, es una imagen de la exis­ tencia ordinaria o cotidiana, el problema de la pareja es transfigurar o resucitar su visión de esa vida coti­ diana, algo que requiere, según las palabras que, como bien recuerdo, George Eliot pone en boca de Daniel I)eronda, “la transmutación del yo” “que acontece cada día”. He definido la forma que adquiere esta transfor­ mación como el hecho de reconocer lo extraordina­ rio en lo que consideramos ordinario, y lo ordinario en lo que consideramos extraordinario. Puede decirse que la refracción particular que recibe esa percepción en la meditación de Rohmer sobre El cuento de invierno de Shakespeare es una interpretación, o una transfigu­ ración de la paciencia fatal de la mujer y de su impa­ ciencia en “La bestia de la jungla” y en Letter from an unknown woman [Carta de una desconocida] (Max Ophüls, 1948). Cuanto más veo Cuento de invierno de Rohmer, tanto más percibo que contiene bellas y sorprenden­ tes confirmaciones del tipo de afirmación que ade­ lanté respecto de El cuento de invierno de Shakespeare en uno de los seis ensayos dedicados al escritor inglés,

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principalmente a sus tragedias, y que he compilado en un volumen en el año 1986. En el comienzo de aquel ensayo, señalo que al final de la obra de Shakespeare queda un niño muerto de 5 o 6 años del que nada se nos dice. Y tengo la impresión de que los planos repe tidos en Cuento de invierno sobre la pequeña Élise, de 5 años, sola en un campo, que la cámara de Rohmer intercala a menudo, están ahí como para asegurar su existencia. Sin embargo, en el comienzo, me costó creer que el film de Rohmer confirmara así mis reflexio­ nes anteriores. La obra de Shakespeare está dividida en dos partes. La primera, que comprende los actos 1 a ni, es de hecho una tragedia condensada, que revi­ sita las intensidades dementes de los celos que Otelo ya interrogaba. La segunda parte, un poco más extensa, comprende los actos iv y v, y debe pasar por la gran celebración pastoral de la naturaleza en el acto iv para llegar a un retorno trascendental, casi religioso, de la realidad que la tragedia, o algo similar, había negado. (Hasta qué punto este retorno se aproxima a lo reli­ gioso y en qué sentido: he aquí una pregunta plan­ teada explícitamente tanto en la obra como en el film.) Mi ensayo sobre El cuento de invierno, que desarro­ llaba la inquietud de los demás ensayos sobre la tra­ gedia shakespeariana, pone el acento en el escepti­ cismo destructivo del mundo que se formó en el estado de ánimo de Leontes en la primera parte de la obra.

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Por el contrario, el film de Rohmer parece, por así decir, saltarse esa primera parte y comenzar por un resumen de la fiesta de fin de estío que se lleva a cabo en el pueblo rural, que constituye la mayor parte de la segunda sección en la obra de Shakespeare. Rohmer traspone la vivacidad del cuadro pastoral en una secuencia rápida de imágenes de una pareja que retoza en una playa colmada de gente, se fotografía m utua­ mente, anda en bicicleta por los bosques, pesca, pre­ para la cena, hace el amor, lo cual parece evitar preci­ samente la parte en que la locura de Leontes domina la intriga. Así, antes de llegar a la respuesta, o quizás a la com­ petencia que el film de Rohmer le hace a la obra de Shakespeare -y aun podemos verlo, de manera más general, como una declaración de la rivalidad del cine con el teatro-, quisiera simplemente presentar mi posi­ ción sobre la tragedia shakespeariana en relación con la preocupación filosófica, durante un largo período de la edad moderna, por las crisis del conocimiento asociadas a las revoluciones religiosas y científicas del siglo xvi y de principios del xvn (revoluciones ligadas a los nombres de Lutero, Newton y Galileo). Por lo general, se considera que la filosofía comienza con Des­ cartes y la subjetivización de la existencia que él opera (de acuerdo con la visión de Heidegger), pues mues­ tra que la duda tiene el poder de poner radicalmente

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en cuestión la existencia del mundo, del yo y de los demás en el mundo, existencia que no puedo recupe­ rar a menos que reconozca que no puedo dudar de que pienso; todo ello es reforzado por el descubrimiento subsiguiente según el cual mi pensamiento reconoce ineluctablemente -lleva, por así decir, el sello de- la existencia de Dios. Buena parte de la filosofía poste­ rior -de la filosofía profesional, universitaria, en todo caso- retuvo el escepticismo pero perdió el camino hacia Dios, de modo tal que hizo de la existencia del mundo el problema epistemológico persistente de un conocimiento perpetuamente injustificado. Aquello que afirmé respecto de la tragedia shakespeariana es que, en la generación precedente a la inauguración de la filosofía moderna por parte de Descartes, Shakespea­ re ya exploraba, en los personajes principales de sus tragedias, figuras cuya energía destructiva puede ser vista como resultado de esa falta de certeza epistemo­ lógica, pero que apuntaba en cada caso a un tema dife­ rente, a una vía diferente por la cual el fundamento de una vida parece ceder ante un momento de duda, arrojando el mundo a un caos hostil y penoso. En el caso de Otelo, es una duda, expresada a la manera de celos, sobre la fidelidad de Desdémona; en el caso de Lear, la duda recae sobre la necesidad de saber si es amado; en el caso de Hamlet, sobre el valor de la existencia humana, sobre la maldición de haber nacido, de ser

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mortal; en el caso de Macbeth, sobre la identidad o la naturaleza de su mujer. En El cuento de invierno, el deseo que tiene Leonles de matar al mundo, aquello que en el mundo le pertenece, nace de algo que se parece a los celos devoradores de Otelo, pero que se vincula directamente, como habré de señalar, con una reacción ante el emba­ razo de su mujer, Hermiona, que se expresa en una duda por saber si sus hijos son verdaderamente suyos. Mi ensayo sobre El cuento de invierno elabora una argu­ mentación destinada a sostener esa lectura. En lo que sigue, me contentaré con retomarla y reafirmarla. La locura de Leontes es magnificada cuando se nos muestra que, tras haberse concentrado en la paternidad del niño a punto de nacer, la hace extensiva a la paterni­ dad de su hijo de 5 o 6 años. Para el nuevo embarazo, tiene cuando menos la gracia o la desdicha de elucu­ brar ciertas pruebas que identifican a otro padre, Políxenes, su amigo de la infancia, que regresó no hace mucho tiempo. El hecho de que El cuento de invierno difiera de las obras en que el escepticismo sólo pro­ duce la tragedia -d e suerte que se lo sitúa tradicional­ mente en las comedias románticas (Romances) del final de la carrera de Shakespeare (con Pericles, Cimbelina y La tempestad)- me parece marcado de manera espe­ cífica por una particularidad que sirve de base a Leon­ tes para dudar (de su paternidad), que - a diferencia

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de las dudas en las grandes tragedias, por lo genernl relacionadas con la fidelidad, o con el mérito del ser amado, con el valor de la existencia humana, o con hi naturaleza del cónyuge- no es una duda a la cual un;i mujer pueda estar expuesta. ¿Qué sentido tendría par.i Hermiona dudar de que sus hijos son efectivamente suyos? Quiero aclarar que de ello no se infiere que las mujeres en general no estén expuestas a lo que la filo sofía llama “la duda escéptica”, sino tan sólo que cuando lo están, su duda sobre la existencia no se expresa necesariamente en relación con su progenie, y puede expresarse mediante una emoción distinta de la duda. (Pueden sentir angustia por el padre de sus hijos, por ejemplo.) Sostengo que, en realidad, Rohmer revela en el per­ sonaje de Félicie una suerte de escepticismo (que se centra en preguntas sobre sí misma, pero que está oscu­ ramente ligado con el sentimiento de decepción que los demás le inspiran), y que está, también él, superado por algo semejante a la fe, pero que además debe dis­ tinguirse de lo que podríamos esperar de la fe. Esto sugiere que la primera mitad, trágica, de El cuento de invierno, así como su segunda mitad reparadora, cons­ tituye pese a todo un objeto de discusión en el film. Sin embargo, de ser así, entonces algo en la extrañeza de Félicie ante el mundo, llamémoslo su “empecina­ miento”, que todos cuantos la rodean sienten en ella

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parece ser parte de su encanto y a la vez aquello que los fastidia de ella o que los deja perplejos, digamos, frente a su misterio, su carácter desconocido, algo que ella siente en las reacciones que suscita-, ese empeci­ namiento debe funcionar en su mundo de la manera en que la extrañeza extravagante y mortífera de Leontes funciona en el suyo. Si lográramos establecerlo, sin duda sería un resul­ tado notable, pues significaría que las consecuencias de una acción melodramáticamente trágica a la que nos somete la locura humana están activas en todas partes, en un plano que escapa a la observación, en el mundo de la existencia cotidiana, que es el lugar de residencia inmutable de Félicie. En mis diversos estu­ dios sobre el escepticismo en relación con Descartes, Hume, Kant, Wittgenstein, etc., desarrollados funda­ mentalmente en mi libro Reivindicaciones de la razón, el escepticismo se opone a lo que podemos ver, a modo de reacción ante la amenaza escéptica, como la vida ordinaria o cotidiana. El escepticismo irrumpe en esa vida como una hipótesis con la que no puedo vivir: el mundo, yo mismo y los demás me resultan radical­ mente desconocidos. Debo encontrar una manera de alejar esa duda -quizás a través de lo que Pascal llama “el gusto por el entretenimiento”, o lo que Píume des­ cribe como el deseo de sociabilidad, o lo que Kant llama “reconocer los límites necesarios del entendimiento

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humano”, o lo que Wittgenstein denomina “los lími tes de mi lenguaje”-. Pero si la sugestión de Rohmei es válida, nuestras inclinaciones al escepticismo o, diga mos, a un conocimiento que supere las facultades humanas, no están anunciadas de antemano y pueden estar en marcha en cualquier parte, introducidas tanto en la calma estival y playera como en el trabajo de coe xistir cada día con los demás cuando se regresa a la ciu dad, cuando se camina por las calles junto a ellos, se sube y se baja las escaleras con ellos por túneles, sen­ tados entre ellos en los trenes, en el subterráneo, en el autobús y en los automóviles. Con el objeto de seguir esta contravisión de Roh­ mer, lo consideraré aquí muy seriamente como pen­ sador, como un pensador cuyo órgano de pensamiento es, por supuesto, la cámara. “Tomarlo en serio” signi­ fica atribuirle el poder de adosar intelectualmente tesis planteadas por escritores tales como los cinco autores citados específicamente en el film. Además de Sha­ kespeare, se nombra a E. M. Forster, Victor Hugo, Pas­ cal y Platón. La novela de E. M. Forster, El más largo viaje, está sobre la alfombra cuando Félicie regresa a la casa de su amigo Loic para decirle que lo deja por Maxence, el dueño de la peluquería donde ella trabaja. El pasaje en cuestión, situado en el principio de la novela, es aquel en que un personaje ve a una vaca en un campo y se pone a especular (por oposición, si mal

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110 recuerdo, al contento de la vaca) sobre nuestro cono­ cimiento de la existencia del mundo exterior. (Hay una vaca semejante al principio de la primera Considera­ ción intempestiva de Nietzsche sobre la historia. El “Schopenhauer como educador” de Nietzsche cons­ tituye, como podrán recordar, su tercera Consideración intempestiva.) Hacia el final de esa velada, Loic recita tin poema de Victor Hugo con extrema sensibilidad, de un modo a la vez conmovedor e intrigante, dra­ matizando así un giro del espíritu intelectual que atrae a Félicie y le desagrada a un mismo tiempo. Loic es identificado a la vez como filósofo de profesión y cató­ lico creyente, y Félicie no confía ni en lo uno ni en lo otro. (Quizá sea pertinente señalar que tanto Pasaje a la India de E. M. Forster como Los miserables y Nues­ tra Señora de París de Victor Hugo son novelas impor­ tantes que también constituyeron el punto de partida de grandes films.) Cuando más adelante en el film Loic lleva nuevamente a Félicie a su casa, después de haberla acompañado a ver la representación de El cuento de invierno (esto se produce como por azar, cuando Féli­ cie regresa para decirle a Loic que finalmente ha dejado a Maxence, pocos días después de mudarse con él, pero no para volver a vivir con Loic), la discusión de ambos se focaliza en pasajes muy célebres de las obras de Pas­ cal y de Platón, que Félicie no ha leído, pero cuyas intui­ ciones -aquello que Loic llama “su ciencia infusa”-

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captan como algo esencial en lo que esos monstruo', del intelecto han aportado al edificio cultural. Reac cionando a la precisión de las formulaciones de Félicie, Lo'ic dice: “Me matas”. Podríamos preguntarnos poi qué se expresa de esa manera. Quizá sea una medida de la seriedad de Rohmer el suponer que ha querido que la cámara valide, o descubra, el hecho de que es de esperar que la ciencia infusa o instintiva, en todo caso la filosofía instintiva, comience con la articulación de la intuición de un individuo. (Eso habrá de const i tuir un comentario sobre la degradación que padece la filosofía cuando surge de una articulación sin intuí ción, generando así la impresión de pensamientos redu cidos a meras palabras, o a palabras vacías. Es una manera de expresar lo que causa, diferente y contra­ dictoriamente, el desasosiego a la vez de Lo'ic y de Féli cié en esa discusión a principios del film; en el caso de Lo'ic, referida al escepticismo y a la metempsicosis, a la transmigración de las almas, a los temas de Pascal y de Platón, que también son abordados en la extensa secuencia del coche.) Ahora bien, ¿qué significa que la cámara de Rohmer puede “validar” o “descubrir” orígenes intelectuales? ¿Qué se le revela? ¿Qué llama su atención? ¿Qué auto­ riza su testimonio? Un film de Rohmer, de manera característica, comprende un pasaje donde una mujer es, por así decir, sustraída de lo ordinario por un

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momento trascendental, una declaración de que el mundo que se nos muestra, como las palabras que nos son significadas, no es la totalidad del mundo existente ni todo cuanto queremos decir. Uno de mis ejemplos preferidos de esa clase de momento se encuentra en Le rayon vert [El rayo verde] (Erie Rohmer, 1986), en el que una joven abandona una cena aburrida en el campo para pasear sin rumbo y se pierde en un bosque sin fin; en el momento en que una ráfaga de viento anima los árboles y los hace temblar, ella se larga a sollozar. No se diría que solloza porque teme estar efectivamente perdida; y si fuera por ese sentimiento de soledad, no es tanto por la soledad en sí misma cuanto por la pers­ pectiva solitaria que permite ese lugar en la naturaleza, donde súbitamente se siente liberada de toda coerción; podríamos decir, incluso, que ya no se siente despla­ zada, estremecida por un sentimiento extasiado de lo posible. Evidentemente, la intuición extasiada a la que habrá de llegar Félicie en el automóvil de Lo'ic es alcan­ zada en condiciones del todo opuestas. Allí, ella y Lo'ic, cuyo amor acepta sin poder corresponderle, no están expuestos al gran viento y al pleno cielo, sino ence­ rrados juntos en un espacio reducido, semejante a una caverna, apartados del m undo hum ano y natural, envueltos ambos en el humor de esa mujer. En ese humor, impelido por el efecto de la obra de Shakespeare sobre él, Lo'ic plantea el interrogante más

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evidente que suscita la obra, a saber, si en el final la mujer revive gracias a la magia o bien si no estaba muerta. Félicie le explica a Lote que, aunque él sea ere yente, no reconoce la fe; y luego le comunica un hecho que lo sorprenderá: el día en que ella dejó a Maxence en Nevers, se descubrió a sí misma rezando, y para colmo rezando en una iglesia. Es necesario, pues, con siderar en Cuento de invierno dos clases de tiempo: un tiempo de la experiencia de la trascendencia (en la iglesia y en el teatro) y un tiempo de la formulación o de la comprensión de esa experiencia (en la secuencia del auto). El nombre que Freud da a esa relación tem poral es nachtraglich (que significa algo así como “por añadidura” o “a posteriori”), pero el uso que le da (en particular en el caso de la interpretación de la escena primitiva) no es tan sólo que algo viene a posteriori -o en increm ento- de lo que se ha vivido, sino que al volver sobre lo que ha sucedido, el retorno lo revela por primera vez, como si la primera vez en que suce­ dió hubiera sido un sueño. (En mi opinión, el vínculo que Emerson establece entre la Intuición y la Instruc­ ción [“Tuición”], vínculo al que denomina el “pensa­ miento”, es una relación del mismo tipo.) Es notable que intervengan sueños en el texto de esa obra de Sha­ kespeare, como en el acto m , escena n, donde Hermiona le dice a Leontes: “Señor, habláis un lenguaje que no entiendo. Mi vida está al alcance de vuestras

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visiones, y a ellas os la abandono”, a lo cual Leontes replica: “¡Vuestros actos son mis visiones!”.* He aquí anuncios explícitos de que lo que sucede exige un tiempo para la comprensión o el reconocimiento. Y, por añadidura, noto que la idea de lo que sucede deja su marca en el guión de Rohmer. Varias personas dicen: “Sucedió, eso es todo”, “Esas cosas pasan”, “Podría haberle pasado a cualquiera”. En un mundo freudiano de interacción entre los hombres, casi nada sucede, eso es todo; por eso, justificar la calificación “eso es todo” exige la máxima atención. Tendremos, pues, que vol­ ver sobre este punto. No bien comprendemos que Rohmer está produ­ ciendo una meditación sobre la obra de Shakespeare, y que no se conforma con incorporar aquí y allá comen­ tarios sobre algunos de sus temas, sabemos que no podría eludir el desafío teatral máximo de la estruc­ tura shakespeariana, a saber, considerar si el reemplazo de la estatua por la vida “captura”, en términos teatra­ les, si el público recibe la motivación suficiente para no desatender a ese momento. Conozco eminentes shakespearianos, entre los más talentosos, que no sintie­ ron que esa escena final los hubiese capturado real* La cita corresponde a la edición en español: Shakespeare, El cuento de invierno , en Obras completas, vol. 11: Comedias y poesía, trad, y notas de Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 2003, acto ni, escena 11, p. 706.

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mente -la escena del despertar o de la resurrección-. Eso constituye una crítica radical de una obra que paro otros, igualmente talentosos, alcanza los niveles más altos del teatro. Cuando digo “no eludir el desafío tea tral máximo”, quiero decir que Rohmer crea un mo mentó análogo en su film, a saber, el retorno del padre ausente. Que ese momento nos “capture” en el film de Rohmer depende menos de la superación de la inve rosimilitud científica -los encuentros casuales son acontecimientos bastante habituales en una gran ciu dad llena de gente- que del hecho de saber si nos “ha capturado” minuto a minuto, desde los reconocimien tos del padre y por el padre hasta la alegría extasiada dé­ la réplica “Lloro de alegría”, y su repetición por partede la pequeña -que de tal modo recibe un concepto que no es capaz de comprender en ese momento-. El tiempo de su comprensión, o de su comprensión revi­ sada, en caso de llegar en algún momento, está a años de distancia. La atención que el film concede a los momentos de ensimismamiento de la niña me sugiere que esa réplica, que entremezcla lágrimas y alegría, tomada de su madre, hace nacer en ella una referen­ cia a partir de la cual podrá criticar las lecciones que el mundo se complace en darle, a saber, que la exis­ tencia es inevitablemente tan melancólica como la mayoría de los adultos suponen que es, naturalmente, la condición humana.

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Ahora bien, ¿cuándo nos enteramos de que el film se confronta con la obra de Shakespeare? Supongo que un momento temprano e incuestionable -como si fuera un punto topológico fijo de la identidad de estas dos obras- es aquel en que Félicie se identifica a sí misma en su conversación con Maxence durante un fin de semana en que van juntos a Nevers para una visita pre­ via, antes de que ella y su hija Élise se unan con él de manera definitiva. En un extenso intercambio con Maxence, donde la simpatía expresa de este último con­ firma la decisión que ella ha tomado de irse a vivir con él, ella da una explicación de la manera en que -al tér­ mino del verano pasado en la playa- ha dado por error a un hombre llamado Charles una dirección falsa, del motivo por el cual en esa época él no tenía ninguna dirección para darle, y ella no podía ser hallada en la guía de teléfonos, pues su apellido no era el de su madre (que había retomado su nombre de soltera y con quien vivía cuando no estaba con un hombre) y su nombre no era el de sus hermanas (ambas casadas). Concluye esa parrafada observando: “Soy una chica inhallable”. Ahora bien, he aquí una bonita referencia a la réplica de Paulina, en Shakespeare, que, por decir así, devuelve la vida a Elermiona: “Volveos, buena señora y reina. Nuestra Perdita es hallada”.* Puesto que la frase de PauTrad. esp. cit.: acto v, escena 111, p. 735.

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lina figura en la escena final de la obra, de la que Roh mer incorpora lo esencial, mostrando enseguida a Loic y a Félicie en el teatro, Félicie se escuchará práctica mente invirtiendo su propia réplica en el marco de la visión de esa obra que la transforma. ¿Creemos que Félicie interpreta la réplica de Paulina como una con tradicción de la suya, o bien a la inversa? En otras pala bras, ¿se percibe a sí misma como un eco, un negati vo, de Perdita? Probablemente, esto es algo de lo que se discute en la conversación en el auto, conversación a la que debemos prestar mayor atención. Ya hemos demostrado lo suficiente la existencia de vínculos entre el film de Rohmer y la obra de Shakes­ peare como para ser sensibles a las alusiones más suti­ les. Por ejemplo, consideremos los dibujos que hace la hija de Félicie, Élise (de 5 años y meses, supongo yo; el film, tras la secuencia del prólogo, sitúa su de­ sarrollo entre el solsticio de invierno y el Año Nuevo): flores, una princesa y un payaso, donde pueden apre­ ciarse referencias a los motivos principales de la pas­ toral del acto iv de la obra, en Bohemia, donde Perdita es reina de la fiesta anual de la esquila de ovejas. Y, dada la importancia en otros films de Rohmer de la perspectiva en los desplazamientos de lugar a lugar, con idas y vueltas, como si nadie estuviera nunca en casa, me siento inclinado a ver en los dos trayectos de París a Nevers una suerte de alusión a la ida y vuelta

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en la obra de Shakespeare entre Sicilia y Bohemia. De hecho, estoy dispuesto a considerar la relación, qui­ zás aun más sutil, de Félicie con el peinado como una referencia urbanizada y humorística a la esquila de las ovejas, puesto que las dos modalidades de corte están simultáneamente asociadas con las fiestas y el dinero, y representan lugares donde la mujer está en su lugar y no está en su lugar. (En la fiesta shakespeareana, Perdita es una princesa de incógnito que hace de reina de la fiesta.) Un vínculo más serio, sin duda alguna, o más explí­ cito, entre el film y la obra es la insistencia de Loic, durante la primera conversación en su casa con ami­ gos intelectuales, en la diferencia entre religión y magia o superstición, lo que también evoca unos versos que oímos en la escena de El cuento de invierno represen­ tada en el film, en el momento en que Hermiona obe­ dece a la orden de Paulina de mostrar que está viva, y en que Paulina instruye a los espectadores: “¡No os sobrecojáis! Sus acciones serán tan santas, que os declaro que mi mandamiento es legítimo”; a lo cual Leontes responde: “¡Si es cosa de magia, que sea un acto tan lícito como la acción de comer!”.* Esta asocia­ ción indirecta de Loic con la Paulina de Shakespeare, que convierte así a Loic en el amigo y protector de Féli* Trad. esp. cit.: acto v, escena 111, pp. 734 y 735.

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cié, liga a Félicie tanto con Hermiona como con Per dita, tanto con una madre como con una hija (todas ellas cosas que Félicie nos ha demostrado ser, a dife rencia de las mujeres de la obra de Shakespeare). La obra insiste en el parecido entre la madre y la hija, lo que también es destacado en el breve y chocante momento de deseo incestuoso que sobreviene cuando Perdita es presentada a Leontes como la novia de Fiorizel (el hijo del amigo cuya muerte había deseado Leontes en su locura inicial), cuando declara que pedi ría gustoso su mano, lo que suscita la intervención inmediata de Paulina. Es más interesante para Roh­ mer subrayar, antes que ese carácter incestuoso (que sugiere las prerrogativas y la antisociabilidad del poder absoluto), el simple hecho de que todas las madres necesariamente empezaron siendo hijas, así como todo anciano alguna vez fue joven. Que tales verdades pue­ dan tener el efecto de revelaciones me parece indicado por la manera en que la maravillosa madre de Félicie acepta la realidad de la vida erótica de su hija. Cuando Félicie le dice a su madre que prefiere el lado basto de Maxence a la ternura de Loic, esta última le res­ ponde: “Está bien, los hombres tiernos son raros”, me sorprendo recordando las escenas del prólogo, cuando Félicie y Charles juegan en la playa, como si fueran imágenes de su madre recordando su propia juventud. Y la aceptación por parte de la madre de una

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vida, de un porvenir en el que ella ya no habrá de par­ ticipar, se expresa en la simplicidad con la que señala, cuando en el final del film ve a su nieta sentada sola en el sillón del comedor, alejada de la energía de los alegres abrazos de sus padres, “mamá está con papá”, y entonces le pregunta si no está contenta. Un momento clave de la relación entre la obra y el film, relativamente breve pero con todo irrefutable, quizá sea el más intrigante: el reflejo inmediato y dichoso del padre redescubierto (Charles) -después de que hubiera preguntado: “¿Es mi hija?” y oír que Félicie le respondía: “No la ves parecida”- de alzar a Élise en brazos. Cuando Leontes le pregunta a su hijo, de 5 o 6 años,“Mamilio, ¿eres tú mi mozuelo?”, y luego le señala “Dicen que [tu nariz] es copia de la mía”,* esto expresaba un sentimiento, o un presentimiento, que lanza a Leontes (o bien era un argumento desesperado destinado a impedir que fuera arrojado) a su parra­ fada de delirio patente, donde relaciona la pasión del contagio y de los sueños que cuestionan aquello que es y no es posible. ¿Qué interés tiene esa yuxtaposición de Charles y Leontes? ¿O se trata más bien de una yux­ taposición de Félicie y Leontes, puesto que es ella quien plantea la pregunta por el parecido entre el padre y la hija? (El hecho de que señale particularmente la nariz Trad. esp. cit.: acto 1, escena 11, p. 692.

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se muestra cuando, en la iglesia de Nevers, observa que una efigie de santa tiene la nariz recta. Un poco antes, la escuchamos conversando con su hermana: ambas comparaban las apariencias de los hombres, y ella decía que Lo'fc tenía la misma nariz, tras lo cual añade que nunca le ha gustado la suya. Esto plantea la idea de Loic como hermano, lo cual será confirmado por ella a con­ tinuación cuando diga que si se hubieran conocido en otra vida, podrían haber sido hermanos, y al mismo tiempo esto anuncia la idea de que ella quiere que el niño tenga la nariz de su padre, no la suya. Por tanto, todo sucede como si ella reformulara la pregunta sobre la comparación que plantea Leontes.) El interés de contrastar a Charles con Leontes no reside en subrayar el ataque de locura de Leontes; ¿qué puede subrayarlo más que la inmediatez y la avidez con las que él adhiere a su propia locura? Y no vemos cómo estaría ahí para subrayar la normalidad de Charles, puesto que casi todos son diferentes de Leontes y no podrían ser llamados “normales” por ese motivo. Quizá sea para poner en duda lo que podría ser considerado normal en un mundo anormal, un mundo donde en todo caso no tenemos medida de lo normal, e incluso podría decirse que tampoco tenemos medida de lo natu­ ral. Podemos interpretar la gran pregunta de la secuen­ cia pastoral, el acto más extenso de la obra, como la in­ terrogación por saber si la naturaleza misma o si todo

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el reino del arte pueden, uno u otro, constituir tales medidas. Es un mundo -el mundo de los hombres es un m undo- donde todo puede suceder; cualquiera puede perderse en él; cualquiera puede ser hallado donde sea. Las palabras que dan comienzo a la obra de Shakespeare son: “Si tenéis la suerte.. Detengámonos en el hecho de que la oposición entre Charles y Leontes se enuncia en la mente de Lélicie; ella habría escuchado la duda de Leontes acerca de su parecido con el hijo durante la representación de la obra a la que la hemos visto asistir poco antes. Por con­ siguiente, ¿qué relación hemos de establecer entre Pélicie y Leontes, teniendo en cuenta su reconocimiento de que, como Charles, ha tomado de boca de Leontes una pregunta referida al rostro del padre y de su hijo, de modo tal que interpreta así brevemente su papel? Esta sustitución algo demente puede tener la fuerza suficiente para poner en crisis lo que he dado en lla­ mar “la seriedad” de Rohmer cuando evocaba sus diver­ sas ingestiones, en fragmentos tan copiosos como minúsculos, de la obra de Shakespeare, para pregun­ tar desde un principio qué aspecto de El cuento de invierno de Shakespeare hizo del film de Rohmer una meditación sobre esa obra. He citado como reacción inicial ante esta relación la alusión irrefutable de la frase “Yo soy la chica inhallable” de Lélicie a la declaración de Paulina “Perdita

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es hallada”; y ahora, con este nuevo paralelo, más extraño, de una réplica de Félicie con palabras de Leontes, me veo inclinado a sugerir -retrospect i vamente, por supuesto, en el recuerdo, en el cuen to/recuento, en la reconstitución y el reconocimientoque la entrada en la meditación se manifiesta en el hecho de que la apertura misma del film es una secuencia donde se yuxtaponen los juegos de verano a orilla del mar, separados de París por un viaje en tren seguido de un trayecto en transbordador. (No le pido demasiado, para comenzar, al conocimiento de aquello que la historia de Shakespeare - en ésta se va por vía marítima desde Sicilia hasta Bohemia- exige: que imaginemos que Bohemia está a orillas del mar, motivo de burlas desde hace siglos o de desasosiego por parte de los críticos y los editores de Shakespea­ re.) Más serio es, a nuestro juicio, que la secuencia de disfrute del comienzo termine con el recurso a una escena sexual cuya conclusión motiva las primeras palabras que el hombre pronuncia en el film: “Te arriesgas” -lo cual vuelve explícita la posibilidad de un embarazo, cuyo riesgo la mujer tiene claras ganas de asumir, como bien lo indica la risa espontánea y enigmática con la que le responde-. Veo en ello una suerte de materialización de la relación sexual invi­ sible que ha enloquecido el espíritu de Leontes (“Anda, juega, muchacho, juega. Tu madre juega, y yo juego

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lambién; pero un papel tan vil, que el desenlace me conducirá a fuerza de silbidos a la tumba”) / En mi ensayo sobre la obra de Shakespeare, me sirvo amplia­ mente del hecho de que el cuerpo de la obra (tras el procedimiento bien shakespeareano de una escena de prólogo donde un intercambio entre personajes secundarios preludia una mayor cantidad de pro­ blemas del mundo de la obra de lo que podría adivi­ narse de antemano) comienza con las siguientes pala­ bras: “El pastor ha visto nueve cambios del húmedo astro”** (es decir, la luna), palabras que señalan el hecho de que Hermiona está embarazada de nueve meses (dará a luz uno o dos días más tarde) y simul­ táneamente la duración de la estadía en Sicilia de aquel que pronuncia esas pocas palabras, Políxenes, el visi­ tante fraternal de Leontes. El choque de estos dos hechos en el espíritu de Leontes, por así decir, inflama su locura. Mi ensayo, ya lo he dicho, sostiene que es el hecho del embarazo de Hermiona lo que enloquece a Leontes, lo cual significa que sus celos hacia Polí­ xenes son una pantalla para esa locura. (Del mismo modo, en mi ensayo sobre Otelo sostengo que los celos de Otelo hacia Casio son una pantalla para su desaso­ siego ante la capacidad de reacción erótica distinta * Trad. esp. cit.: acto i, escena n , p. 693. ** Ibid., p. 690. Traducción modificada.

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que Desdémona tiene para con él, para con Otelo) ¿Por qué ese embarazo constituye una amenaza para Leontes? ¿Por qué urde una astucia psíquica para negar el papel que ha asumido? No creo que poda­ mos averiguarlo -ta l vez sea porque el nacimiento hablará de su propia condición de mortal, de alguien que debe morir después de él, tal vez porque significa su separación respecto de Hermiona, algo que se inter­ pone entre ellos-. (Quizá me sienta alentado a dar mucha im portancia precisamente a las preocupa­ ciones de Rohmer a causa de un film sorprendente que realizó hace unos años, La Marquise d ’O [La Mar­ quesa de O] (1976), cuyo tema es un misterioso emba­ razo, sin padre, por así decirlo.) Leontes recobra su razón en el instante en que se entera de que sus dos hijos son, como él lo cree, dados por muertos. Pero ¿cómo la conjunción o la conjetura de los emba­ razos confirmaría un vínculo suplementario entre Félicie y Leontes, y no, más simplemente, entre Félicie y Hermiona? No afirmo que la conjunción con Leontes sea tan simple, pero señalo un momento en que el emba­ razo de Félicie es objeto de cierta locura de ella misma. Volvamos a la conversación que Félicie tiene con Maxence mientras lo acompaña a Nevers para pre­ parar la mudanza con él. Tratando de explicar cómo ha podido darle a Charles una dirección incorrecta -en realidad, tan sólo se trataba de un error en el nom-

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bre del municipio, pues cada uno tenía un nombre poco evocador (un poco como si no recordáramos si Leontes es rey de Sicilia o de Bohemia)-, recuerda que advirtió su error cuando tuvo el mismo lapsus “al cabo de seis meses, cuando llené los papeles para la mater­ nidad”. Así pues, ella es quien vincula el lapsus con su embarazo. Ambos pueden ser considerados acci­ dentes. Termina su relato declarándole a Maxence -con una explicación que excluye la explicación-: “Fui muy tonta, tonta. Tonta de atar”. Y Maxence le responde de una manera que pone en evidencia aquello que Féli­ cie había descrito a su madre como la inteligencia de Maxence, no tan diferente de la de Charles en el hecho de que la ha adquirido por sí mismo, sin conciencia de sí, pero diferente de la de Charles por el hecho de que es más basta. Maxence dice: “‘Loca de atar’. No se dice ‘tonta de atar’”. Y cuando Félicie replica: “Ya ves, ni siquiera sé hablar francés”, él responde: “Puede pasarle a cualquiera”. Esta conversación es claramente una preparación para el nuevo encuentro con Charles en el autobús, cuando Félicie, que no lo ve sino una vez que él la ha visto y cuando Élise dice “Papá”, retoma el hilo de la misma explicación exactamente con el mismo tono, aseverando que es tonta, nada más, tras lo cual, advir­ tiendo quizá que Charles está con la mujer que está sentada junto a él, toma a Élise de la mano y baja del

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autobús, apenas dejando a Charles un instante de per plejidad para seguirla, luego de decirle unas pocas pala bras a su compañera. La diferencia esta vez es que Féli cié ha dado la explicación a la persona adecuada. La explicación nunca funcionó en el pasado, cuando Féli cié daba siempre la impresión de darse la explicación a sí misma y de no creer en ella. Charles es la persona adecuada porque lo que precisamente necesita oír es que no hay explicación, es decir, que no hay obstácu­ los que los separen en el mundo, que son libres de reto­ mar el hilo desde donde lo habían dejado. ¿Basta decir todo esto, o imaginarlo, para quedar satisfechos con este cuento de invierno, un cuento que dura aproximadamente dieciséis días, desde antes de Navidad hasta el Año Nuevo, en el film de Rohmer, y no los casi dieciséis años de la versión de Shakespea­ re? Noto que acepto la enseñanza y la felicidad de esa vana posibilidad imbécil -¿podríamos hablar de un “milagro imbécil”?. Pero, ¿por qué no sería tan sólo imbécil? Es una opción que queda abierta para noso­ tros, como de algún modo ocurre en la conclusión de Shakespeare. Aquí vuelve a la superficie el problema, ya evocado respecto de Rohmer, de la rivalidad entre el cine y el teatro. Planteamos la siguiente pregunta: ¿cuál es la diferencia propuesta en el film de Rohmer entre el reemplazo de una fotografía por lo viviente y una esta-

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Iua que se anima? Podríamos responder que se trata de la diferencia entre la incertidumbre en cuanto a saber si una persona existe, está con vida, y la cues­ tión de saber si uno conoce la identidad de esa per­ sona. La estatua no es un recordatorio; es imprescin­ dible, en ese don de la vida, ella tiene una vida (virtual) propia. Pero se afirma que la foto es prescindible cuando Charles dice que reconoció a Félicie aun sin tener una foto de ella. Ahora bien, ¿se puede prescin­ dir de la foto cuando, como en el caso de la niña, es todo lo que tiene como prueba de la identidad de su padre? Su foto, para ella, funciona como realidad del padre, al igual que el pesebre funciona, para ella, como realidad del nacimiento de Jesús. La instantaneidad de las fotografías detiene el tiempo; son las máscaras mortuorias de un momento; añadir que el cinematógrafo anima esas máscaras podría sugerirla experiencia irreductible (aun cuando pueda ser ignorada en lo esencial) de la magia en nues­ tra exposición a las fotos, fijas o en movimiento. Ése es uno de los temas de mi primer libro sobre el cine, The world viewed-, si decimos que el teatro tiene su ori­ gen en la religión y que jamás se libera del todo de ese origen, entonces deberíamos decir que el cine tiene su origen en la magia. Tanto en El cuento de invierno como en Cuento de invierno, la relación del arte o de la imagen con la realidad está representada, o cap-

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tada, como milagrosa, precisamente como una resu rrección. Pero tal formulación puede parecer que des precia o da por sentado el valor del trabajo del cine, puesto que su versión de la resurrección se obtiene, digamos, de manera automática. (El cine se vuelve la propia imagen de un milagro imbécil.) Pero considero que la interrogación rohmeriana sugiere que despre ciamos o damos por sentado fácilmente el trabajo del teatro, el hecho de que llegue a su versión de la resu rrección (quizá no de manera automática, pero casi) instantáneamente, que llegue, digamos, a la metempsicosis, al reemplazo en un cuerpo de otra alma. (Si decimos que ambas transformaciones son el ámbito del cine y del teatro a la vez, debemos precisar enton­ ces la diferencia de proporción en cada uno.) Estas dos transformaciones son acontecimientos de nuestro coti­ diano. Y, por supuesto, el gran tema de Rohmer es la dimensión milagrosa de lo cotidiano, la posibilidad y la necesidad de nuestra apertura a lo milagroso cada día, aquello que puede llamarse la secularización de lo trascendental. Ello podría dar la impresión de que lo trascendental precede a lo secular. ¿Acaso es falso? Quizá nuestras diversas artes estén en desacuerdo, o en competencia, en cuanto al orden de antelación. No podemos negar lo que dice Maxence: lo que le pasó a Félicie puede pasarle a cualquiera. Sin embargo, esto plantea un nuevo interrogante, que quizá nos con-

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duzca a un punto de llegada más satisfactorio. ¿Qué le pasó a Félicie? Cuando Maxence repara torpem ente en el acto fallido por el cual ella no logró decir que estaba loca de atar -n o le atribuyo a él la intuición de que eso fuera lo que ella quería realmente decir- y en lugar de eso dijo algo que no tiene sentido, o en todo caso algo a lo cual el uso no ha dado sentido, a saber, que ella era, o es, “tonta de atar”, la interpretación que ella misma da es que ni siquiera sabe hablar francés, cuando en verdad tenemos sobradas pruebas de lo contrario. Esa terrible incapacidad para expresarse se funda en el error que ha cometido al dar oralmente su dirección a Charles, lo cual, Maxence la ayudará a recordarlo, se llama “lapsus”, o en términos freudianos “acto fallido”. El problema aquí no es qué motivó el lapsus, sino qué significa como un estado mental entre la tontería y la locura, qué significa el hecho de que tenga, con efectos distintos sin embargo, la misma consecuencia sobre su mundo que la locura de Leontes, sean cuales fueren sus motivaciones, sobre su pro­ pio mundo. Con ello uno y otro han excluido de su mundo el objeto amado, con el cual cada uno había creado un niño. (De hecho, nada que tenga conse­ cuencias tan graves es considerado “lapsus” para Freud, y tampoco cuenta como tal en el texto de J. L. Austin sobre las excusas, que a su manera tiene cosas

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tan interesantes que decir sobre los lapsus como el texto de Freud.)2 La idea de un déficit de competencia en la expresión liga precisamente la percepción que Félicie tiene de su propia condición con el carácter no articulado de la demencia de Leontes, y también con la decadencia de Otelo, quien, a medida que pierde conciencia, se sume en un balbuceo: dos casos que he descrito en términos de un escepticismo que destruye nuestro mundo, que se revela como necesitado y deseoso de la destrucción del lenguaje, pues las palabras se han vuelto insopor­ tables. La sensación que Félicie tiene de su propia inca pacidad para expresarse parecería dar cuenta de una forma más benigna de escepticismo, una expresión de la desconfianza cotidiana hacia el mundo, una suer te de desconfianza hacia la existencia y hacia aquello que hay para decir sobre nuestra existencia. Todo ello podría pensarse como la necesidad de exponerse al mundo en tanto condición previa para su conoci­ miento, que se expresa en esos desprecios, esas distrae ciones, esas vacilaciones, esos contratiempos, esos silen­ cios defensivos, esas reservas, esos repliegues sobre sí,

2 J. L. Austin, “A plea for excuse”, Proceedings o f the Aristotelian Society , 1956-1957 [la cita corresponde a la edición en español: “Un alegato en favor de las excusas”, en Ensayos filosóficos, Madrid, Alianza, 1975, p. 173].

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que infligen pequeñas muertes a lo largo de nuestros primeros pasos por la vida. Le pasa a cualquiera; todo el mundo lo hace. ¿Por qué motivo Félicie habría des­ confiado de aquel que la ha dejado embarazada y de quien se despedía por un breve tiempo? ¿Qué locura o qué furor habrá sentido por un instante ante el papel de intruso omnipresente que él tenía en aquello que era su transformación en madre? Nunca lo sabremos. Ella es la chica inhallable. ¿Quién no lo es? Pero se nos muestra -o advertimos luego que eso es lo que se nos ha m ostrado- el momento en que ella vence esa distancia con ese hombre, en presencia -n i más ni menos- de la escena de la Natividad que su hija mira en la inmensa iglesia prácticamente vacía, aún en Nevers. En la conversación en el auto que se produce luego de la representación de El cuento de invierno, le hablará a Loic de su presencia frente a la imagen del nacimiento divino, o más precisamente de ese m o­ mento en que ella acompañaba a su hija, deseosa de ver esa imagen (presentada como una escena que no podía distinguirse del nacimiento humano), como un momento en que ella rezó, pero no como le habían enseñado de niña. Comienza a describir esa experien­ cia, con ayuda de Loic, como una meditación en la que ella no pensaba, sino que más bien veía pensamientos que se le presentaban con total claridad o con la clari­ dad de la totalidad (lo describe como una experiencia

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de plenitud). Se trata más bien de una negación, o de un cortocircuito, del argumento cartesiano del cogilo (sé que existo porque no puedo dudar de que pienso); es una meditación en la que, como en Descartes, ella supera su escepticismo, aunque en este caso concluye con una afirmación de su existencia como indepen diente de la pregunta por si aquello que el mundo llama “m undo” (o quizá llama “Dios”) está presente o ausente. Dice que entonces sintió que era ella misma, sentimiento que no había tenido sino una vez en el pasado, cinco años antes, cuando estaba con Charles, Podría decirse que la obra de Shakespeare le ha perm i tido formular que ella fue encontrada, que se encon tró a sí misma sin ayuda de nadie. Y, puesto que eso significa, como ella misma dice, que ha encontrado a Charles en su deseo, puede ir más allá y decir (más tardo cuando llegan a casa de Loi'c y cuando él ratifica su con versación leyéndole un pasaje de Platón) que poco importa si Charles regresa realmente. Esto equivale a decir que nada afectará la manera en que habrá de vivir en adelante. Pero lo dice con más precisión: vivirá do una manera que no les impedirá reencontrarse. Cuando Loi'c es llevado a decir, en el automóvil, en respuesta a la aceptación que ella acaba de expresar do esa comprensión, que si él fuera Dios la querría en espe cial a ella, responde: “Entonces, si Dios me ama, que mo devuelva a Charles”. Y cuando Loi'c señala entonces quo

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es mucho pedirle, Félicie corrige al filósofo: “¡Yo no le pido nada!”. Simplemente, debería devolvérselo; eso haría mejor al mundo. El mundo debería ser mejor. La interpretación que Félicie hace de su plegaria -con la intuición de la apuesta de Pascal sobre la felicidad inmortal, y del argumento de Platón sobre la preexis­ tencia del alma- es su propia manera de marcar la dife­ rencia entre el perfeccionismo emersoniano y el utili­ tarismo, que en su cálculo de placer es todo excepto la asunción del riesgo individual de Pascal. Y asimismo entre el perfeccionismo emersoniano y el kantismo, del que ella niega la universalización por la Ley moral cuando, como en el momento en que Loi'c le había dicho que lo que decía no tenía sentido para él (quizá fue cuando ella dijo que podía entender la preexis­ tencia del alma porque había sentido que Charles y ella se habían conocido en una vida anterior), ella responde: “Yo lo vi, no tú ”. No actúa a partir de la razón (observa en un momento que no le gusta lo verosímil) ni por inclinación (en lugar de eso, habla de evitar sacrificar sus convicciones) ni por esperanza (Loi'c se sorprende cuando ella le dice que no todo el mundo vive con espe­ ranza, lo cual desde ya no quiere decir que viva en la desesperación). Ella existe, tal como existen sus pen­ samientos; ama, se considera feliz. Al pensarla feliz, me pregunto si eso no nos da la herramienta para responder ahora a la pregunta que

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planteé sobre su risa enigmática en el prólogo, cuando Charles le hacía notar que ella tomaba un riesgo. (En las páginas siguientes, incorporo las respuestas a las preguntas que me había hecho Avner Baz durante la discusión ulterior a la conferencia, y que conciernen a una afirmación mía, según la cual no podemos com prender el lapsus de Félicie como un acto fallido freu diano.) Puesto que pese a todo supongo que su “olvido” tiene sentido e importancia, ¿qué registro de significa ción debemos o podemos atribuirle? ¿No debe haber como mínimo cierta percepción de que no quiere que Charles esté presente, o que no está preparada para que esté presente, con el nacimiento de la niña, o, puesto que su propia actitud la desconcierta, que no quiere querer eso?) Su “olvido”, o su contratiempo, no podría ser com pletado de manera directa, como si se tratara de reem­ plazar el sustituto por el original, como puede hacerse en un acto fallido freudiano, por aquello que Freud llama la “figuración simbólica de un pensamiento”.1' Uno de los ejemplos que Freud relata es el caso de una persona que “por error” o “por accidente” utiliza la llave de su edificio para entrar a su oficina de noche, lo cual*

* La cita corresponde a la edición en español: S. Freud, Psicopatología de la vida cotidiana, trad, de José L. Etcheverry, Buenos Aires/Madrid, Amorrortu, 1980, cap. 8, p. 161.

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es interpretado como queriendo decir que esa persona preferiría regresar a casa antes que trabajar de noche. ¿Cuál podría haber sido el pensamiento de Félicie? Para llegar a una formulación de ese gesto en que ella da una dirección incorrecta, deberíamos tener un motivo para que ella no quiera ser localizada, y en especial por ese hombre cuyo hijo lleva dentro. (Supongo que no tenemos razón alguna para pensar, como parece haberlo hecho Charles en el momento en que se reen­ contraron cinco años después en el autobús, que estaba embarazada del hijo de otro.) ¿Acaso las mujeres no quieren estar con el padre de sus hijos cuando lo aman con locura? Sabemos que en principio ella quiere vivir con un hombre, y que no quiere que sea un hombre tierno ni un hombre basto. Si algún sentido hay en la locura que Charles le inspira, remite a la razón por la cual ella está menos dispuesta a vivir con él que con su hijo. Dicho de otro modo, ¿por qué habría de que­ rer ser la chica inhallable por él? ¿O es más bien que ella no desea darle su dirección a él? Como si la mujer del film de Rohmer hubiera recibido de la obra de Shakes­ peare una confirmación de que los hombres de los que uno puede enamorarse en general son una suerte de amenaza para el hijo en el momento de su nacimiento. Esa mujer es la antítesis de la Lisa de Letter from an unknown woman. Ella no tiene motivo alguno para creer que para el hombre el niño no sería bienvenido,

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que constituye una amenaza para la intimidad y el privilegio a los cuales está habituado con la nuevn madre, cualquiera sea la razón, y por tanto que el hom bre sería un peligro para el bienestar del niño. Por cierto, Charles plantea la idea de que ella se está arries gando. ¿Quería decir que no sólo se arriesgaba al expo nerse a quedar embarazada, sino que además se arries gaba, por la misma razón, al confiar en él? ¿Bastabii eso para causar escepticismo respecto de Charles? Elln responderá a la pregunta que le hace Charles, tras su regreso, acerca de si ha conocido a otros hombres de una manera que indica que Loic y Maxence le han dado la experiencia que tiene de los hombres. No es un capital muy nutrido. He aquí una hipótesis en cuanto al enigma de su ri sa. Se ríe de la sugestión de Charles de que ella se esto arriesgando; sin duda, en parte porque se siente sedo cida por el riesgo de una felicidad loca, como en su apuesta pascaliana; pero, básicamente, porque no hay tal riesgo, pues ella sabe que ya está embarazada de tres meses. Eso explicaría la circunstancia que la lleva a lie nar los papeles de la maternidad para declarar al niño seis meses después de separarse de Charles. (Hay dos escenas de sexo; mi versión de las cosas requiere que la primera, en la que la banda de sonido deja oír el orgasmo, data la concepción de Élise hacia principios del verano, en tanto que la segunda data el final; sigue la secuen-

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da de la separación, cuando ella le da su dirección des­ pués de que el ferry los ha devuelto al continente.) Aun cuando los gustos y talentos de esta joven mujer se nos presentan como muy comunes, ya hemos visto que es una suerte de genio espiritual, en un sentido bastante semejante al de Emerson, pues exige que su carácter único sea reconocido, lo cual expresa el hecho de que “les pide mucho” a los hombres -p o r ejemplo, quiere que recen por ella en la iglesia “verdaderamente desde el fondo del corazón”, lo que significa, como si fueran ella misma; quiere que conozcan la vida sacando lecciones de ella, y no según lo que otros dicen de esa vida; quiere que sean dominantes y sumisos, inteligen­ tes y tiernos; a veces quiere dormir con ellos cuando uo tiene ganas de volver a su casa, y sin embargo, tam­ bién quiere no hacer el amor y ser una niña de la que los otros se ocupen, sin tener siquiera la obligación ile rendirle cuentas a una madre maravillosa (sea cual fuere el destino del padre de Félicie, Charles es el único hombre que le presenta a su madre); y quiere que la encuentren sin tener que darles su dirección, quiere que regresen a ella, libremente, que la encuentren como ella misma, que la amen con locura. ¿Qué da a esa joven mujer relativamente poco expe­ rimentada, relativamente inculta, cuando menos la idea de que tales cosas pueden desearse (o desearse desear)? Es decir, ¿de dónde vienen las ideas de “la cien-

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cia infusa”? ¿De dónde vienen las intuiciones que se convierten en instrucciones filosóficas? ¿Qué filósofos antes de Wittgenstein y de Emerson se preocupaban verdaderamente por ese sentido del origen de la filo­ sofía? Puedo hallar algunos momentos en Descartes (cuando prueba la existencia de Dios por medio del descubrimiento en nosotros de la impronta de Dios) y en Nietzsche (cuando entiende la significación y la importancia de la música al comprender las emisiones del útero). Y creo que la percepción de Rohmer, para quien Platón y Pascal se ocupan de la cuestión, es ade­ cuada. Pero quizá sea demasiado fácil alabarlos en este aspecto: quiero decir, es demasiado fácil alabarlos sin saber si les creemos o si los entendemos. En un sentido, hay en realidad tres cuentos en nues­ tros dos textos, pero uno de esos cuentos es interrum­ pido. El cuento interrumpido comienza con Mam i lio, el hijo de Leontes, cuya muerte despierta a Leontes y le permite tom ar conciencia de su locura. En el comienzo de la obra de Shakespeare, Mamilio inicia una historia y se da vuelta para susurrarla al oído de su madre. Su madre, Hermiona, le había pedido un cuento alegre; pero Mamilio, afirmando la indepen­ dencia de su voluntad, responde: “Un cuento triste es mejor para el invierno. Sé uno de duendes y apareci­ dos”. Luego, como Hermiona responde conciliadora: “Contádnoslo, mi buen Mamilio. [... ] y haced todo lo

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posible para espantarme con vuestras apariciones. Os dais buena maña para ello”, Mamilio comienza así: “Érase un hom bre... que habitaba cerca de un cemen­ terio”;* y es entonces cuando Leontes irrum pe en escena en plena locura y se interpone en la intimidad creada entre la madre y el hijo. Podrán ustedes decir que el cuento de Shakespeare trata de la razón por la que se ha interrumpido el cuento de Mamilio; o bien podrán decir que Shakespeare termina el cuento de un hombre que vivía cerca de un cementerio, puesto que Leontes visitó la sepultura de Hermiona todos los días durante dieciséis años, y que a un mismo tiempo Sha­ kespeare obedeció al deseo de Hermiona, que anhe­ laba un cuento alegre, dándole un final feliz sobre su tumba. Podrán decir asimismo que Rohmer impugnó la manera como Shakespeare termina el cuento decla­ rando que una mujer no sabe dónde puede existir el hombre, ignora quién domina su propia existencia y aun menos la de otro espíritu o duende, y que Rohmer reacciona ante la tendencia de Hermiona a dejarse ame­ drentar, por ejemplo, por la improbabilidad casi de­ sesperada en su cuento, no tanto de encontrar al hom­ bre, cuanto de perder la esperanza de encontrar al hombre. Queda claro que Rohmer vence nuestra sofis­ ticación epistemológica con las probabilidades dejando * Trad. esp. cit.: acto 11, escena 1, p. 698.

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la última palabra a una niña, pero, más sistemática mente, confiando a la economía infantil la exigencia de que coincidan fantasma y realidad; el cine parece haber nacido para cumplir esa exigencia; como si nues tro laborioso trabajo de adultos de aprender a no desear lo imposible nos hubiera expuesto al peligro de olvi dar cómo creer en lo posible. Llamémoslo “nuestra sus pensión de la creencia”, inútil e involuntaria. En Cuento de invierno, de manera concomitante con otras clases de descubrimientos cinematográficos pro pios de Rohmer, tales como la manera de captar el inte rés por el sentido mínimo de un acontecimiento en el mundo, el hecho de que a cada instante, tal como lo for muía Samuel Beckett, algo siga su curso, o, como en el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, “No có mo sea el mundo es lo místico sino que sea” (6, 44)/ Rohmer descubre la visión o el interés del cine en un mundo de desconocidos que pasan, cada cual por sn camino mortal e individual; y como cada cual es un tran seúnte entre otros, todos elaboran un estadio del des tino humano. Esta visión, como yo la denomino, es aque lia en la que nos ocurre que ninguno de nosotros debe hallarse en tal o cual lugar precisos, de manera coinci dente con el acontecimiento o el advenimiento de cad.i * La cita corresponde a la edición en español: L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, trad, de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Madrid, Alianza, 2003.

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uno de los otros precisamente aquí y ahora; sin embar­ go, es exactamente esa escena de cristalización aquello que constituye un hecho inmortal para nosotros, puesto