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Catecismo Básico.

Catecismo Básico.

Somos discípulos de Jesús.

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esús vino a la tierra a salvarnos y enseñarnos el camino del Cielo. Nos ha llamado para que vivamos con él. A su lado aprendemos muchas cosas y estamos muy alegres, por ello el siempre abre extiende sus brazos hacia nosotros esperándonos para llevarnos de la mano durante toda nuestra vida. “Cuando se ama mucho a una persona, se desean saber cosas de esa persona. Nosotros meditamos la vida de Nuestro Señor, desde que nace en un pesebre hasta que muere en la Cruz, y luego resucita. Y tenemos en la cabeza la vida del Señor como en una película. Sin necesidad de libro, en cualquier momento, cerrando los ojos, podemos contemplarle, y vivir con él, y con Santa María, su Madre, que es Madre nuestra, y con aquellas santas mujeres, y con aquellos apóstoles” (San Josemaría Escrivá de Balaguer)

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¿Quién es Dios?

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ios es nuestro Padre que está en el cielo, el es el creador y dueño de todas las cosas que nos rodean: los arboles, los animales, el mar, los ríos y todo lo que existe en la naturaleza y en el universo. ¿Porque decimos es el Señor y Dueño de todas las cosas? Decimos que es el Dueño y Señor de todo porque todo lo que existe y porque todo lo que respira le pertenece solo a Él y El cuida y dirige todas las cosas con mucha sabiduría y gran bondad. Existen en El 3 personas distintas: El Padre, El hijo y El Espíritu Santo que juntos son un solo Dios Verdadero. A este misterio la iglesia da el nombre de la Santísima Trinidad y Dios es la primera de las 3 divinas personas que conforman la Trinidad. Comencemos entendiendo que Dios es nuestro Creador y que somos una parte de Su creación (Génesis 1:1, Salmos 24:1). Dios dijo que el hombre fue creado a Su imagen. El hombre está sobre el resto de la creación y le fue dado dominio sobre ella (Génesis 1:2628). La creación fue estropeada por la “caída”, no obstante, echemos un vistazo a sus obras (Génesis 3:17-18); Romanos 1:1920). Al considerar la inmensidad de la creación, la complejidad, la belleza, y el orden, podemos tener una sensación de lo impresionante que es Dios. Te podrás preguntar más de una vez alguna vez ¿Y dónde está Dios? Pues Dios está en el cielo, en la tierra y en todas partes, sabes

¿porque? Porque es omnipresente, lo cual significa que siempre está presente, en todas partes (Salmo 139:7-13; Jeremías 23:23), abarcando todo el universo infinito con su divina presencia, pero no olvides que su lugar favorito siempre es nuestro corazón. Al igual que puede estar en cualquier lugar, Dios también lo ve y lo conoce todo, puede ver nuestro pasado nuestro presente y nuestro futuro, sabe lo que pensamos y conoce nuestros corazones, por lo que también El es Omnisciente o sea que lo conoce y lo sabe todo. Es eterno, lo cual significa que no tuvo principio y que su existencia nunca va a terminar. El es inmortal, infinito (Deuteronomio 33:27; Salmo 90:2; 1ª Timoteo 1:17). Dios es inmutable, lo cual significa, que es inalterable; es decir que Dios es absolutamente digno de confianza y fidedigno (Malaquías 3:6; Números 23:19; Salmo 102:26,27). Dios es incomparable, lo cual significa que no hay nadie como Él en obras o existencia; es inigualable y perfecto (2ª Samuel 7:22; Salmos 86:8; Isaías 40:25; Mateo 5:48). Dios es inescrutable, lo cual significa que no tiene límite, no se lo puede llegar a conocer por completo, es insondable (Isaías 40:28; Salmos 145:3; Romanos 11:33,34). El es imparcial, porque que no hace distinción de personas en el sentido de mostrar favoritismo (Deuteronomio 32:4; Salmos 18:30). Dios es omnipotente, lo cual significa que es todopoderoso; El puede hacer todo lo que le agrada, pero Sus acciones siempre estarán de acuerdo con el resto de Su carácter (Apocalipsis 19:6, Jeremías 32:17,27). Dios es uno, lo cual significa que no solamente no hay otro, sino que también es el único en poder cubrir las necesidades más profundas y anhelos de nuestros corazones, y sólo

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El es digno de nuestra adoración y devoción (Deuteronomio 6:4). Dios es justo, lo cual significa que no puede y no va a pasar por alto la maldad; es debido a Su rectitud y justicia, que Jesús tuvo que experimentar el juicio de Dios. Nuestros pecados fueron puestos sobre El para que de esta manera fuéramos perdonados (Éxodo 9:27;Mateo27:45-46;Romanos3:21-26). Dios es soberano, lo cual significa que es supremo; toda Su creación junta, a sabiendas o ignorando, no puede impedir Sus propósitos (Salmos 93:1; 95:3; Jeremías 23:20). Dios es espíritu, lo cual significa que es invisible (Juan 1:18; 4:24). Dios es verdad, lo cual significa que está de acuerdo con todo lo que es, El permanece incorruptible y no puede mentir (Salmos 117:2; 1ª Samuel 15:29). Dios es santo, lo cual significa que está separado de toda corrupción moral y es hostil a ella. Dios es afable esto es, ser bondadoso, benevolente, misericordioso y amoroso, las cuales son palabras que dan tintes de significado a Su bondad. Si no fuera por la gracia de Dios, parecería que el resto de sus atributos nos excluirían de Él. Afortunadamente este no es el caso, porque El desea conocernos a cada uno personalmente (Éxodo 22:27; Salmos 31:19; 1ª Pedro 1:3; Juan 3:16, Juan 17:3). Así sucesivamente no nos bastaría una eternidad para mencionar todas las cualidades que Dios posee pero de algo si podemos estar seguros: para el todas las cosas están presentes y el está presente en todas las cosas.

¿Quién es Jesús?

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esús es el hijo de Dios hecho hombre que nació del seno de la santísima virgen María y es la segunda de las 3 divinas personas que conforman la santísima trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El fue enviado por nuestro padre celestial para darnos la salvación y la vida eterna (Juan 3,16) a todos sin distinción alguna. Jesús nos trajo la buena nueva de la salvación y con su sacrificio en la cruz nos abrió de nuevo las puertas del cielo para que pudiésemos llegar de nuevo al Padre. En Jesús podemos hallar a un Amigo fiel, a alguien dispuesto a escucharnos, a orientarnos y llevarnos por el buen camino, alguien que siempre estará dispuesto en todo momento y en todo lugar cuando más lo necesitemos y que nunca dudara en ir a nuestro encuentro y que siempre nos acompañara en nuestro largo caminar, en las buenas y en las malas. En el podemos ver infinidad de virtudes perfectísimas y que como hijos de Dios que somos debemos de imitar y de vivir cada día, entre ellas podemos mencionar: Humildad y Mansedumbre: la carencia de toda forma de egoísmo así como también de ira y rencor. “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29).

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Amor: La palabra “amor” (ÁGAPE en el griego) se puede definir como aquel atributo divino que siempre busca el bien del amado, aunque ese amor sea correspondido o no. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Jesús mostró su amor para con nosotros por que dio su vida (Romanos 5:6-8, Gálatas 2:20) pues El amor busca el bien de todos y no busca el mal de nadie. Santidad: En la palabra de Dios la palabra santo se usa para designar a personas y cosas que estén dedicadas a Dios. “El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1ᵃ Pedro 2:22). La misma palabra santo significa “separación o apartamiento”, Apartarse del mal, para servir a Dios. Sabiduría: El poseer inteligencia y prudencia, en toda la historia humana no ha habido ni habrá otro ser humano que haya sido tan sabio como nuestro Señor Jesucristo. “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52). Un ejemplo de la sabiduría de Jesús la podemos ver en las famosas palabras que pronuncio acerca de los impuestos que se debían de dar al Cesar (Mateo 22:15-22).

Obediencia: El honrar y respetar la autoridad de Dios. Hacer lo que es pedido o mandado. “Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8) Como cristianos somos llamados ser obedientes al Padre, como lo fue Jesús hasta el final. Verdad: la palabra verdad abarca desde la honestidad, la buena fe y la sinceridad humana. Es la autenticidad irrefutable (e innegable) de algo que es cierto y que lo separa de lo que no lo es. “El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1ᵃ Pedro 2:22). Jesús no decía a la gente lo que quería oír sino lo que necesitaba oír. Imparcialidad: Esto quiere decir que Dios no juzga al hombre según su clase, estado civil, raza, color, nacionalidad, nivel económico, nivel de estudios, o según la familia en que haya nacido “Y le preguntaron, diciendo: Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces acepción de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad” (Lucas 20:21) Para Jesús todo el mundo tiene importancia. Dios no hace acepción de personas (Gálatas 3:28, Hechos 10:34)

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Paciencia: la palabra paciencia significa “perseverancia en las pruebas” (Marcos 15:29-32). Solo fijémonos cuando le hablaron sarcásticamente en la cruz y Jesús les dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

¿Quién es el Espíritu Santo?

La paciencia es la cualidad que no se rinde ante las circunstancias o las pruebas. Es una más de las tantas virtudes de Jesús, ya que el no tomaba represalias apresuradas ni castigaba con rapidez, se mostraba misericordioso y no iracundo al tratar con hombres débiles y nunca “tiraba la toalla” precipitadamente.

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Misericordia y compasión: La palabra “misericordioso” quiere decir “no simplemente compasivo, sino activo en compasión” viene del latín “misericordiae, misericordis” que significa compasión de corazón. “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Hebreos 2:17). Estas y muchas otras cualidades y virtudes solo podemos encontrarlas en una única persona: Jesús.

l Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, es Dios. Verdadero Dios como lo son el Padre y el Hijo. Es el Amor del Padre y el Hijo.

Jesús prometió que este Espíritu de Verdad iba a venir y moraría dentro de nosotros. "Yo rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es el Espíritu de Verdad que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes saben que él permanece con ustedes, y estará en ustedes" (Juan 14, 16-17) Jesús envió al Espíritu Santo para hacer que nosotros seamos santos y para que nos ilumine y guie en lo que debemos hacer, decir y dejar de hacer. El Espíritu Santo vino el día de Pentecostés y nunca se ausentará. Cincuenta días después de la Pascua, el Domingo de Pentecostés, los Apóstoles fueron transformados de hombres débiles y tímidos en valientes proclamadores de la fe para difundir su Evangelio por el mundo. El Espíritu Santo está presente de modo especial en la Iglesia, comunidad de quienes creen en Jesús como el Señor. Ayuda a su iglesia a que continúe la obra de Cristo en el mundo. Su presencia da gracia a los fieles para unirse más a Dios y entre sí en amor sincero, cumpliendo sus deberes con Dios y los demás. La gracia y vida divina

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que prodiga hacen a la Iglesia ser mucho más grata a Dios; la hace crecer con el poder del Evangelio; la renueva con sus dones y la lleva a unión perfecta con Jesús. El Espíritu Santo guía al Papa, a los obispos y a los presbíteros de la Iglesia en su tarea de enseñar la doctrina cristiana, dirigir almas y dar al pueblo la gracia de Dios por medio de los Sacramentos. Orienta toda la obra de Cristo en la Iglesia: solicitud por los enfermos, enseñar a los niños, preparación de la juventud, consolar a los afligidos, socorrer a los necesitados. Es nuestro deber honrar al Espíritu Santo amándole por ser nuestro Dios y dejarnos dócilmente guiar por Él en nuestras vidas. San Pablo nos lo recuerda diciendo: "¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?"(1ᵃ Corintios 3, 16). Conscientes de que el Espíritu Santo esta siempre con nosotros, mientras vivamos en estado de gracia santificante, debemos pedirle con frecuencia la luz y fortaleza necesarias para llevar una vida santa y salvar nuestra alma.

¿Qué es ser cristiano?

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os que somos cristianos, los que seguimos a Jesús tenemos la suerte de haber conocido una verdadera persona. Una persona que fue totalmente persona. Es un hombre que vivió como verdadero hombre. Un modelo y un ejemplo para todos. Ser cristiano es ser como Cristo. Ser cristiano es querer parecerse a Cristo. Ser cristiano es preguntarse a cada momento ¿qué haría Cristo en mi lugar? Conocer a Cristo supone leer los Evangelios. En los cuatro evangelios, de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, está escrita la vida de Jesús. Un cristiano que no lee la vida de Jesús, es un cristiano a quien no le interesa Jesús. Y te preguntaras ¿Y en dónde se me explica la vida de Jesús? Ella se nos explica en la Biblia, en la catequesis y en la Misa. Por eso si como cristiano nunca vas a misa, difícilmente podrás ser buen cristiano. Al rato las maneras de ser y de pensar de los artistas, de los locutores de la tele, de los deportistas, será tu manera de pensar. Ya no tendrás los pensamientos del hombre Jesús, al rato ya no tendrás los actos y los hechos de Jesús. Al rato ya estás aquí de vuelta, y por lo mismo. En cambio si aquí te esfuerzas en conocer, en amar y en servir a Jesús, te preparas bonito para tu primera comunión y para vivir feliz toda tu vida. Pon a Jesús en el corazón de tu vida y haz de El el centro de tu vida y lo que te mueva a vivir cada día en santidad y amor. El autentico cristiano da testimonio de la verdad que es Jesús, no solo con palabras sino también con hechos, solo recordemos lo que San Francisco de Asís enseño a 2 de sus hermanos frailes cuando

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diciéndoles “salgamos un rato, hoy vamos a predicar”, los llevo a recorrer toda la ciudad y limitose a saludar, a sonreír, a ayudar y dar la mano, a escuchar y aconsejar, y cuando casi hubo terminado el recorrido por toda la ciudad ambos frailes preguntaron con duda “hermano Francisco hemos recorrido toda la ciudad y lo único que hemos hecho fue solamente saludar, ayudar y aconsejar, y usted dijo que saldríamos a predicar pero no lo hemos hecho aun” y el con su dulce y serena mirada les dijo “mis amados hermanos y no es eso lo que hemos hecho ¿acaso no hemos predicado con nuestro ejemplo?”. El cristiano jamás se limita a predicar y dar testimonio con palabra, también lo hace con hechos, como Jesús mismo nos lo enseño al relatarnos la parábola del buen samaritano, la del grano que no muere y otras más que se encuentran relatadas en los evangelios. Porque el buen cristiano busca ser autentico como Jesús mismo lo fue y hace de él centro de toda su vida.

Los mandamientos.

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os Mandamientos de la Ley de Dios son el camino hacia cielo, hacia el encuentro con nuestro Padre celestial que nos ama tanto. Como Dios nos tiene un amor infinito e inagotable, el desea que todos lleguemos al cielo y es por ello que nos ha enseñado muy bien el camino de sus Mandamientos y ¿sabes como lo ha hecho? En su infinito amor él lo hizo de tres maneras distintas:  La primera, grabándolos en lo más profundo de nuestro corazón. Por eso, todos los niños saben dentro de su corazón, antes de que nadie se lo diga, que mentir es cosa mala, que robar también lo es, y, que en cambio, obedecer a los padres, es cosa muy buena.  La segunda fue por medio de Moisés, en el monte Sinaí cuando Dios habló a su pueblo entre truenos y relámpagos y le dio las tablas de la ley para que nunca los olvidasen.  Y la tercera por medio de Jesucristo. Un día se le acercó un joven a Jesús y le dijo: “Maestro bueno ¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le respondió: “Si quieres entrar en el cielo, guarda los Mandamientos.” En el Antiguo Testamento Dios entregó los Diez Mandamientos a Moisés en el Sinaí para ayudar a su pueblo escogidos a cumplir la ley divina y poder así guiarlos para que pudiesen ser un pueblo santo. El mismo Moisés hablo así al pueblo de Israel: “Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás” (Deuteronomio 30, 16).

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Jesucristo, en los evangelios, confirmó los Diez Mandamientos y los perfeccionó con su palabra y con su ejemplo. Nuestro amor a Dios se manifiesta en el cumplimiento de los Diez Mandamientos y los preceptos de la Iglesia y Jesús lo resumió dos mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo, y más aún, como Cristo nos amó. Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo, San Agustín nos lo dice de una forma singular: “Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas... así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra. “ Los 10 Mandamientos de la Ley de Dios son los siguientes: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

El primero, amarás a Dios sobre todas las cosas. El segundo, no tomarás el nombre de Dios en vano. El tercero, santificarás las fiestas. El cuarto, honrarás a tu padre y a tu madre. El quinto, no matarás. El sexto, no cometerás actos impuros. El séptimo, no hurtarás. El octavo, no dirás falso testimonio ni mentirás. El noveno, no consentirás pensamientos ni deseos impuros. El décimo, no codiciarás los bienes ajenos.

Estos diez mandamientos se resumen a su vez en dos: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves, pues son básicamente incambiables y su obligación vale siempre y en todas partes y nadie de nosotros podría dispensar de ellos, pues están grabados por Dios en lo profundo del corazón del ser humano. Jesús mismo nos dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar, como lo manifestó el mismo: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).

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Primer mandamiento. Existe un solo Dios, Creador de todas las cosas. Nuestro primer deber como cristianos es reconocerlo como nuestro Dios y Creador, darle gloria y el culto debido, amarlo y esperar siempre en el. Amamos a Dios sobre todas las cosas cuando le obedecemos sin condiciones y estamos dispuestos a perderlo todo antes que ofenderlo. Es el primero porque es el mayor de todos en la naturaleza, dignidad y excelencia. Este es un mandamiento del cual poco nos confesamos durante toda nuestra vida y no obstante, ¡imagínate cuántos desamores cometemos! Hay que amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, como corresponde a nuestra condición de hijos de Dios. ¿Qué deberes comprende el primer mandamiento de la Ley de Dios? El primer mandamiento de la Ley de Dios comprende los deberes de creer en Dios, esperar en el, amarlo sobre todas las cosas cumpliendo sus mandamientos, adorarlo como nuestro supremo Creador y Señor y darle el culto debido. Es decir el practicar las tres virtudes Teologales que son: la Fe, la Esperanza y la Caridad. ¿Qué nos prohíbe el primer mandamiento de la ley de Dios? El primer mandamiento de la ley de Dios nos prohíbe:  1º Adorar ídolos y dioses falsos, o creer en ellos.

 2º Creer alguna cosa contraria a la fe o admitir dudas de ellas.  3º Desconfiar de la misericordia paterna de Dios.  4º Tomar parte en algún culto falso o en prácticas de espiritismo, adivinación o magia y usar cosas supersticiosas.  5º El ateísmo, porque niega o rechaza a Dios. Tenemos que amar a Dios porque «Él nos amó primero» y debemos corresponderle y el amor se manifiesta en obras más que en palabras. Obras son amores y no buenas acciones y Amar a Dios es obedecerle, cumplir su voluntad. No hacer mal a nadie y hacer bien a todo el mundo. Una prueba de amor a Dios sobre todas las cosas es guardar sus mandamientos por encima de todo. Es decir, estar dispuesto a perderlo todo antes que ofenderle. Por lo tanto preferir a Dios siempre que haya que escoger entre obedecerle o cometer un pecado grave. Es el caso de San Andrés, San Esteban, de Santa María Goretti y de muchos santos más que se dejaron martirizar, apedrear y apuñalar antes que cometer un pecado grave o negar el nombre Santo de Dios. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios en estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22, 37). Estas palabras siguen inmediatamente a la llamada solemne: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor” (Deuteronomio 6, 4). Ama a Dios el que guarda los mandamientos, lo dijo el mismo Jesús: “Si alguno me ama guardara mis mandamientos” (Juan 14, 15 y 21).

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¿Qué pecados atentan contra el primer mandamiento? Los pecados contra la fe, contra la esperanza y contra la caridad. Son pecados contra la fe: la infidelidad que es la carencia culpable de fe en nosotros como cristianos y en los que no están bautizados, la apostasía o apartamiento total de la verdadera fe y la herejía o error voluntario o pertinaz contra una verdad de fe. Se peca contra la esperanza cuando se es presuntuoso o confiado en nuestros propios meritos y obras y cuando se es desesperado por defecto o falta de la misma. Se peca contra la caridad cuando guardamos odio a Dios o al prójimo, cuando se es egoísta (amarse excesivamente a uno mismo), el quejarse contra la Providencia divina de Dios, etc. Es dentro de este mandamiento donde encontramos las famosas obras de misericordias que nuestra amada iglesia nos exhorta con amor a cumplir en nuestro vida cotidiana para llevar una vida de santidad, son estas obras de misericordia las que nos hacen vivir este mandamiento tan importante como lo es el amar a Dios no solo en nosotros mismos sino también en los demás. Las obras de misericordia son catorce y se dividen en 2 partes: siete espirituales y siete corporales. Las siete espirituales son:  Enseñar al que no sabe. Es importante que ayudemos a nuestros hermanos, pero es más importante enseñarles a realizar por ellos mismos aquello que no saben. Por ello, es menester (necesario) enseñarles a orar, a perdonar, a perdonarse, a compartir, etc.

 Dar buen consejo al que lo ha menester (necesitar). Para dar buen consejo es necesario que nosotros mismos hayamos sido aconsejados por un director espiritual, que nos ayude a orar a Dios Padre, para que nos envíe su Santo Espíritu y nos regale el don de consejo. Así, bajo la guía del Señor, tanto nuestras palabras como nuestro actuar, será un constante aconsejar a los que lo necesitan.  Corregir al que yerra (al que se equivoca, ofende o lastima). Muchas veces nos enojamos o reímos cuando vemos a algún hermano equivocarse, olvidándosenos que no somos perfectos e inevitablemente nos equivocaremos también. Pensemos, ¿nos gustaría que se rieran de nosotros?, definitivamente NO, así que, cuando alguien se equivoque corrijámoslo con amor fraternal para que no lo vuelva a hacer, siempre teniendo en cuenta que Dios se refleja en los demás.  Consolar al triste. Jesús nos ha dicho: "Dichosos los que lloran porque serán consolados". El consuelo de Dios, por medio de su Espíritu Santo, nos consuela. Pero, además, Dios se vale de nosotros para consolar a los demás. No se trata de decir: no llores, sino de buscar en las Escrituras, las palabras que mejor se adecúen a la situación. En los salmos podremos encontrar esa palabra de consuelo que requerimos, por eso, es conveniente recitarlos y meditarlos constantemente.  Perdonar las injurias. Qué difícil es perdonar ¿verdad?, tanto que Jesús nos dice que debemos perdonar hasta 70 veces 7, es decir, SIEMPRE. Además en el Padre Nuestro, nos

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pone la condición de PERDONAR NUESTROS OFENSAS, COMO NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN. Así que, debemos perdonar, perdonar, perdonar… y perdonar.  Sufrir con paciencia las molestias de nuestros prójimos. ¡Qué fácil es ver la paja en el ojo del prójimo y no vemos la viga en el nuestro! cuando seamos capaces de disimular los defectos de nuestro hermano, estaremos colaborando en la construcción del Reino del Señor. Tengamos paciencia con los ancianos, los niños, el vecino, el compañero de trabajo y ellos la tendrán con nosotros, en nuestros defectos.  Rogar a Dios por lo vivos y por los muertos. Es bueno y cosa agradable pedirle a Dios por nuestro familiares y amigos que siguen vivos y no solo por ellos sino también por aquellos que han fallecidos ya que cada oración es una intercesión, y el Señor nos pide que oremos unos por otros para mantenernos firmes en la fe, así como El oró por Pedro para que una vez confirmado, le ayudara a sus hermanos. Las siete corporales son:  Visitar a los enfermos. Nuestros hospitales están llenos de enfermos olvidados por sus familiares, o bien, personas que por la lejanía con el centro hospitalario, no reciben visita alguna. Es bueno dar dinero para los necesitados, pero que bueno es darnos nosotros mismos. Compartiendo nuestro tiempo con ellos y llevémosles una palabra de aliento, un rato de compañía a esos Cristos en su monte de los olivos.

 Dar de comer al hambriento. Jesús nos ordena compartir con el necesitado cuando nos dice, "El que tenga dos capas dele una al que no tiene, y el que tenga alimento, comparta con el que no". Al compartir nuestro alimento, no solo les llenamos el estómago a nuestros hermanos necesitados, sino que les mostramos el amor de Dios que no los deja desfallecer.  Dar de beber al sediento. Te has puesto a pensar con cuantas ganas nos bebemos un vaso de agua fresca luego de recorrer un largo trecho para calmar nuestra sed. Imagina entonces ¿Cuántas veces pensamos en nuestros hermanos que no tienen un lugar donde beberlo? pensemos en aquellos que se enferman porque deben calmar su sed con agua contaminada, aquellos que mueren de sed porque otros la desperdician, incluso Jesús, en su trance de muerte, sintió sed y lo exclamó con tanta vehemencia, que un soldado romano le acercó una esponja con hiel y vinagre para que la calmara. ¿Somos nosotros peores que ese soldado romano como para negar agua al sediento?.  Vestir al desnudo. A menudo nos encontramos con hermanos que están vestidos con harapos o bien se encuentran desnudos, viéndose disminuída su dignidad de hijos de Dios. Es triste saber que hay muchos hermanos nuestros que no tiene ni siquiera un manto para cubrirse y nosotros tenemos hasta diez o quince mudadas que ni siquiera usamos dentro de nuestro armario, estamos llamados a actuar y no solo ver, ayudémosles a recobrarla

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brindándoles una vestidura limpia y respetable, que les permita reencontrar al Señor en la bondad de los demás.  Dar posada al peregrino. Existen muchos inmigrantes que esperan nuestra ayuda para poder vivir dignamente junto a su familia, ayuda que debe hacerse presente en toda forma y a todo momento. Recordemos que esos hermanos desposeídos son Sagrarios del Espíritu Santo que merecen al menos una Tienda de Encuentro con el amor Divino.  Redimir al cautivo. Cada mañana nos levantamos y corremos hacia nuestra escuela, y posiblemente pasemos frente a un centro de reclusión en el que muchos de nuestros hermanos sufren la soledad y la indiferencia. Nuestra Santa Madre Iglesia nos llama a llevarles, no solo cosas materiales, sino el cariño de toda la comunidad a cada uno de ellos, para que se sientan parte del rebaño del Único Pastor.  Enterrar a los muertos. Sepultar a un familiar o amigo querido no significa olvidarlos, por el contrario, esta obra de misericordia corporal nos lleva a la obra de misericordia espiritual que nos invita a rezar por los vivos y los muertos. Al enterrarlos no debemos olvidar que es nuestro deber mantener sus sepulturas en buen estado, pues en ellas se contienen los restos mortales de aquellos que fueron Templo del Espíritu Santo.

Segundo mandamiento.

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l segundo mandamiento nos dice y prescribe que debemos respetar el nombre del Señor. Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión y regula más particularmente el uso de nuestra palabra en las cosas santas. Entre todas las palabras de la revelación de la palabra de Dios hacia nosotros hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en El, se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. El nombre del Señor es santo y por eso el hombre no puede hacer mal uso de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (Zacarías 2, 17). No debemos emplearlo en nuestros propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (Salmos 29, 2; 96, 2 y 113, 1-2). Respetaremos el nombre de Dios si lo invocamos con piedad y devoción ya sea para darle las gracias por las cosas buenas que de él hemos recibido, cuando deseamos alcanzar protección y amparo en nuestras actividades o cuando estamos en peligro o si pedimos perdón por nuestras faltas. Dios es santo, y su nombre lo es porque el nombre representa a la persona quien hace uso de él: hay una relación íntima entre la persona y su nombre, como la hay entre el país, su gobierno y el embajador que lo representa. Cuando se honra o menosprecia a un embajador, se honra o menosprecia al país que representa. Igualmente, cuando nombramos a Dios, no debemos pensar

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simplemente en unas letras, sino en el mismo Dios, Uno y Trino. Por eso hemos de santificar su nombre y pronunciarlo con gran respeto y reverencia. San Pablo afirmaba que al pronunciar el nombre de Jesús se dobla toda rodilla en la tierra, en el cielo y en los infiernos (Filipenses 2, 10); los milagros mas grandes se han hecho en nombre de Jesús: “En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda” (Hechos 3, 17); los ángeles y los santos en el cielo alaban continuamente el nombre de Dios, proclamando: Santo, Santo, Santo; nosotros mismos pedimos en el Padrenuestro: Santificado sea tu nombre y hemos de esforzarnos para que el nombre de Dios sea glorificado en toda la tierra. También hemos de respetar lo que está consagrado a Dios, es decir, aquellas cosas, personas o lugares que han sido dedicados a El por designación pública de la Iglesia por ejemplo: a) son lugares sagrados las iglesias y los cementerios; en ellos ha de observarse un comportamiento respetuoso y digno. b) son cosas sagradas el altar, el cáliz, la patena, el copón y otros objetos dedicados al culto. c) son personas sagradas los ministros de Dios los sacerdotes y los religiosos, que merecen respeto por lo que representan, y de quienes nunca se debe hablar mal. El juramento es otra manera de honrar el nombre de Dios, ya que es poner a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o de la sinceridad de lo que se promete. Es por ello que debemos de ser cuidadosos de no hacer juramentos vanos y que pongan en

deshonra el nombre santo de Dios. A veces es necesario que quien haga una declaración sobre lo que ha hecho, visto u oído, haya de reforzarla con un testimonio especial. En ocasiones muy importantes, sobre todo ante un tribunal, se puede invocar a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o promete: eso es hacer un juramento. Fuera de estos casos no se debe jurar nunca, y hay que procurar que la convivencia humana se establezca con base en la veracidad y honradez. Cristo dijo: “Sea, pues, vuestro modo de hablar sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mateo 5, 37). Hay diversos modos de jurar: a) invocando a Dios expresamente (juro por Dios, por la Sangre de Cristo, etc.). b) invocando el nombre de la Virgen o de algún santo. c) nombrando alguna criatura en la que resplandezcan diversas perfecciones (jurar por el Cielo, por la Iglesia, por la Cruz, etc.). d) jurando sin hablar, poniendo la mano sobre los Evangelios, el Crucifijo, el altar, etc. El juramento bien hecho es no sólo lícito, sino honroso a Dios, porque al hacerlo declaramos implícitamente que es infinitamente sabio, todopoderoso y justo. Para que este sea bien hecho se requiere: 1) jurar con verdad: afirmar sólo lo que es verdad y prometer sólo lo que se tiene intención de cumplir.

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2) jurar con justicia: afirmar o prometer sólo lo que está permitido y no es pecaminoso. 3) jurar con necesidad: sólo cuando es realmente importante que se nos crea, o cuando lo exige la autoridad eclesiástica o civil. Otra manera de honrar el nombre de Dios es el voto, que es la promesa hecha a Dios de una cosa buena que no impide otra mejor, con intención de obligarse. Para que realmente se trate de un voto requiere: 1. Por parte del que lo hace, que la promesa hacha a Dios sea: a) formal: el compromiso de cumplirlo se hace expresamente, considerando que hacemos un voto ante Dios, y no un mero propósito. b) deliberada: que no sea fruto de una ocurrencia repentina. c) libre: de cualquier coacción física o moral. 2. Por otra parte, que la cosa prometida sea razonable y posible, buena y mejor que su contraria. Sería en sí mismo inválido hacer voto de algo malo (por ejemplo de no perdonar una injuria) o hacer voto de algo cuya realidad opuesta sea preferible (por ejemplo, hacer voto de ir a una peregrinación cuando el hecho de no ir resuelve una grave necesidad ajena). Puede hacer votos quien tenga uso de razón y suficiente conocimiento de la cosa que promete, y una vez hecho lícitamente hay obligación grave de cumplirlo: Si hiciste algún voto a Dios, no tardes en cumplirlo porque a Dios le desagrada la promesa necia e

infiel. Es mucho mejor no hacer voto que después de hacerlo no cumplirlo (Eclesiastés 5, 3-4). En general, es mejor acostumbrarse a hacer propósitos que nos ayuden a mejorar, sin necesidad de votos ni promesas, a no ser que Dios así nos lo pida. Si alguna vez se requiere hacer una promesa a Dios, es prudente preguntar antes al confesor para asegurarnos de que sea oportuna. Pecados contra este mandamiento son:  El pronunciar con ligereza o sin necesidad el nombre de Dios. El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos. Este empleo vano del nombre de Dios es pecado (Eclesiástico 23, 9-11), en general venial, porque no afecta grandemente el honor de Dios. Conviene que como cristianos evitemos el mezclar con frecuencia en las conversaciones los nombres de Dios, de la Virgen o de los santos, para evitar de esta manera irreverencias.  Blasfemar el nombre de Dios. La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios (ya sea interior o exteriormente) palabras de odio, de reproche, de desafío y de injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, abusando así del nombre de Dios. Siempre que haya plena advertencia y deliberada voluntad, la blasfemia es pecado grave, que no admite parvedad de materia. Supone una subversión total del orden

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moral, el cual culmina en el honor de Dios, y la blasfemia intenta presuntuosamente deshonrar a la divinidad. Se comprender la gravedad de este pecado al considerar los castigos que Dios infligía al blasfemo. En el Levítico 24, 1016 podemos ver cuál era el castigo dado a los que blasfemaban el nombre de Dios en Israel. Jurar en falso. El poner a Dios como testigo de una mentira (el ser perjuro) es pecado gravísimo que acarrea el castigo de Dios (Zacarías 5, 3-8; Eclesiástico. 23,14), es grave ofensa utilizar el nombre de Dios al jurar algo que no es lícito (por ejemplo la venganza o el robo) ya que si el juramento tiene por objeto algo gravemente malo, el pecado es mortal. No podemos jurar sin prudencia, sin moderación, o por cosas de poca importancia sin cometer un pecado venial que podría ser mortal, si hubiera escándalo o peligro de perjurio. Jurar por hábito ante cualquier tontería es un vicio que debemos de procurar sacar de nosotros, aunque de ordinario no pase de pecado venial. Incumplimiento de votos. Es pecado grave o leve, según los casos, pues es faltar a una promesa hecha a Dios. Tentar a Dios. El poner a prueba alguno de sus atributos o a su divina providencia.

Tercer mandamiento.

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l tercer mandamiento nos manda honrar a Dios con obras de culto en los días de fiesta, especialmente la santa misa. En la ley antigua dada por Moisés al pueblo de Israel los días de fiesta eran los sábados y otros días particularmente solemnes para el pueblo hebreo, en la ley nueva son los domingos y otras festividades establecidas por la Iglesia. En la ley nueva nosotros como cristianos miembros de la iglesia fundada por Cristo Jesús, honramos y santificamos el domingo, que significa día del Señor, en lugar del sábado, porque en ese día resucitó nuestro Señor. Los Apóstoles reemplazaron el sábado con el domingo, para perpetuar los grandes misterios de la resurrección de Jesucristo y venida del Espíritu Santo y lo adoptaron con justo título como sagrado, llamándole «domingo», es decir, «día del Señor» y mandando a todos los fieles que lo santificasen. En los días de fiesta se nos manda como obra de culto asistir devotamente al santo sacrificio de la Misa. El buen cristiano santifica las fiestas: 1) asistiendo a la Doctrina cristiana, al sermón y a los divinos oficios 2) recibiendo a menudo y con las debidas disposiciones los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía (comunión). 3) ejercitándonos en la oración y en obras de cristiana caridad con nuestro prójimo.

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El tercer mandamiento nos prohíbe las obras serviles y otras cualesquiera que nos impidan el culto a Dios como lo son los trabajos materiales en que el cuerpo tiene más parte que el espíritu, como las que a menudo ejecutan los obreros y artesanos. Trabajando el día de fiesta se comete pecado mortal; pero excusa de culpa grave la brevedad del tiempo que se emplea. Solo se pueden permitir en los días de fiesta las obras que son necesarias para la vida o servicio de Dios y las que se hacen por causa grave, pidiendo licencia, si se puede, al nuestro párroco. Se prohíben en las fiestas las obras serviles para que podamos atender mejor al culto divino y a la salvación de nuestra alma y para descansar de nuestras fatigas. Por esta razón no se prohíbe en ellas algún honesto esparcimiento. El día más grande del año es el domingo de la Resurrección del Señor. Todos los domingos son una conmemoración de este gran día de Pascua. En los Hechos de los Apóstoles se nos cuenta que los cristianos se reunían los domingos para celebrar la Eucaristía. Tanto tú como yo y todo aquel que este bautizado (y que han cumplido los siete años y tienen usos de razón) están en la obligación de oír Misa entera los días domingos y de precepto. «Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave». Este precepto de oír Misa consiste en nuestra asistencia personal a la iglesia. No satisface este precepto quien la oye por televisión o por la radio. Aunque oír Misa por televisión siempre será una cosa loable, pero no suple la

obligación de ir a oírla personalmente, a no ser que haya una causa excusante (como una enfermedad, un impedimento físico u otra causa que lo amerite). Además de la presencia física es necesario estar presente también mentalmente, es decir, atendiendo ya que una distracción voluntaria puede ser pecado, si es prolongada. Las distracciones involuntarias no son pecado. El precepto es de oír Misa entera, pero omitir una pequeña parte, al principio o al final, no es pecado grave, aunque lo mejor es oírla desde que sale el sacerdote hasta que se retira, si se llega después de haber empezado el Ofertorio, esa Misa no tiene validez. Se peca contra este mandamiento cuando:  No oyendo misa sin justa causa (esto es considero como falta grave).  Dedicándose a cosas y trabajos sin necesidad y licencia.  Profanando los días santos con diversiones pecaminosas.

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Cuarto mandamiento.

maestros, de los empleados respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan.

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El que cumplamos con este mandamiento nos procura los frutos espirituales y los frutos temporales de paz y de prosperidad.

l cuarto mandamiento encabeza la segunda parte en que se divide la ley de Dios. Indica el orden de la caridad ya que Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos hayan transmitido el conocimiento de Dios. Estamos obligados a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su autoridad. Tal como podemos leerlo en la palabra de Dios: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Éxodo 20, 12). Jesús recordó también la fuerza de este mandamiento de Dios (Marcos 7, 8 -13) y tal como podemos leerlo el también dio ejemplo respeto y obediencia solicito a sus padres: “Vivía sujeto a ellos” (Lucas 2, 51).

El apóstol Pablo nos enseña también exhortándonos con amor: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo” (Efesios 6, 1-3). El cuarto mandamiento se dirige expresamente nosotros como hijos en las relaciones que mantenemos con nuestros padres, porque esta relación es la más universal. Se refiere también a las relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar. Exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados. Finalmente se extiende a los deberes de los alumnos respecto a los

Nuestros deberes como buenos hijos y cristianos son:  El mantener respeto (ya sea que seamos menores o mayores de edad) hacia nuestros padres (Proverbios 1, 8; Tobías 4, 3-4) ya que es exigido por el precepto divino (Éxodo 20, 12).  La piedad filial que es un hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, nos han dado la vida y nos han traído al mundo. “Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?” (Eclesiástico. 7, 27-28).  Obediencia hacia nuestros padres y acatar con amor lo que dispongan para nuestro bien o el de la familia: “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor” (Colosenses 3, 20). Los niños deben obedecer también las prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus padres los han confiado. Pero si el niño está persuadido en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla.

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El cuarto mandamiento también nos recuerda que cuando llegamos a la mayoría de edad tenemos responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (Marcos 7, 10-12). Lo deberes de los padres para con los hijos son:  Amar cristianamente a sus hijos, sin hacer diferencias entre ellos y con amor tierno, firme y constante.  Proveerles educación moral y religiosa, civil y física.  Darles un buen ejemplo siempre y en todas partes  Vigilarlos en sus costumbres y compañías.  Corregir con amor sus defectos.  Darles una carrera o buscarles un empleo, según sus posibilidades, para que pueda desenvolverse de mejor manera dentro de la sociedad. Se pecan contra este mandamiento cuando:    

Odiamos a nuestros padres y les deseamos algún mal. Si los disgustamos y los desobedecemos en cosas notables. Si los abandonamos en la necesidad. Si los maldecimos, insultamos, ridiculizamos o los despreciamos.  Si los golpeamos, amenazamos o les hablamos con altivez y orgullo.

Quinto mandamiento.

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l quinto mandamiento nos manda a cuidar, proteger, conservar y respetar la vida humana y el preservar la salud no solo corporal sino espiritual, no solo la de nuestro prójimo sino también la propia. La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el que es su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término y nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. Jesús mismo no lo dijo cuando hablo a la multitud que le seguía diciendo: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mateo 5, 21-22). La palabra de Dios nos dice que el quinto mandamiento prohíbe: “No quites la vida del inocente y justo” (Éxodo 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes. Dios prohíbe toda clase de homicidio y actos que atenten contra la vida misma (como lo es el suicidio, la eutanasia, el aborto, la negligencia en nuestra salud, el duelo, la agresión injusta y el

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escándalo) así como también los actos de pensamiento y palabras que puedan agraviar a nuestro prójimo como lo son: el odio, el rencor, la envidia, las burlas, los insultos, las maldiciones, etc.

mencionar el faltar a misa los domingos, el comprometerse en una cita y no cumplir, etc.

Pecamos contra nuestra propia vida cuando:  Cuando nos deseamos la muerte o algún mal grave.  Cuando consumimos drogas, alcohol o sustancias dañinas para nuestra salud.  Cuando pones en peligro innecesario nuestra vida o cuando cometemos suicidio.  Cuando no cuidamos de nuestra salud y comemos y bebemos en exceso cosas nocivas.  Pecamos contra la vida de nuestro prójimo cuando:  Cometemos homicidio o intento de homicidio.  Cuando herimos, golpeamos, maldecimos o deseamos algún mal grave. El escándalo es otra forma de ir en contra del quinto mandamiento porque atentamos contra la vida espiritual del prójimo, el escándalo es conocido como homicidio espiritual. El escándalo es toda palabra, acción u omisión, que son malas en si o en apariencia, que inducen a otros a pecar, aunque no lleguen a hacerlo. Son de palabra cuando se blasfema, cuando nos burlamos de los sacerdotes, cuando cantamos canciones obscenas, cuando se es chismoso o exagerado, etc. Los escándalos de obra o acción son aquellos que nos llevan a hacer actos impuros delante de otros, risas y platicas durante la misa, etc. Y por último los escándalos por omisión podemos

Sexto y noveno mandamiento.

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l sexto y noveno mandamiento nos manda a vivir la santa pureza y la virtud de la castidad. Pues el Señor ha dicho: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mateo 5,8). El sexto y noveno mandamiento guarda cierta similitud, pero ambos son orientados a dos cosas distintas: el pensar y el actuar que son muy diferente el uno del otro. El Cuerpo de un cristiano, desde que recibió el Bautismo, es Templo de Dios, y no debemos profanarlo cometiendo pecados de impureza, que botan a Dios del alma y la hacen merecedora del infierno, si no se arrepiente bien antes de morir, a ser posible con una buena confesión.

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¿Qué nos prohíbe el sexto mandamiento de la Ley de Dios? El sexto mandamiento de la Ley de Dios nos prohíbe todos los pecados contrarios a la castidad; entre los más graves están la masturbación, la fornicación, la pornografía, las prácticas homosexuales y el adulterio. El sexto mandamiento prohíbe también toda acción, mirada o conversación contrarias a la castidad. Los pecados contra la pureza, cometidos con pleno conocimiento y consentimiento pleno, son siempre graves. Dios en su infinito amor nos ha proveído de los principales medios para guardar la pureza de nuestro cuerpo y la nuestro corazón: la oración, la confesión y la comunión frecuentes, la devoción a la Santísima Virgen, la modestia y la guarda de los sentidos y la huida de las ocasiones de pecar, como conversaciones, miradas, lecturas, amistades y espectáculos deshonestos. Jesús es explicito cuando nos habla del adulterio, un acto de impureza muy tocante en la época en que el vivió: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28). Jesús no solo condena la acción sino también el pensamiento que esta trae implícita (dentro) en él como consecuencia de ello. Como cristianos e hijos de Dios debemos de vivir la virtud de la castidad absteniéndonos de todos los placeres ilícitos (no permitidos) de los sentidos y de la carne así como también el de

respetar nuestro cuerpo porque sobre todo él es templo del Espíritu Santo y morada de la Santísima Trinidad (Juan 14, 23), ya que como lo afirmaba San Pablo “El no nos ha llamado a la inmundicia sino a la santidad” (1a Tesalonicenses. 4, 3-5). Los pecados contra el sexto y noveno mandamiento son tanto externos como internos. Los externos quebrantan al sexto mientras los internos al noveno mandamiento. Los pecados externos pueden cometerse con miradas, palabras y acciones. Con miradas, fijando la vista con complacencia en personas u objetos que pueden inducir al pecado. Con palabras, usando conversaciones o chistes deshonestos u de doble sentido, publicando escritos impuros y canciones obscenas, cantándolas o escuchándolas, etc. Con acciones, cuando a solas o con otros se permiten acciones deshonestas e ilícitas (ver pornografía, masturbarse, fisgonear,etc.) Los pecados internos pueden ser de deleitación, de pensamiento y de deseo. Pecamos en deleite cuando disfrutamos de acciones o pensamientos impuros. Pecamos de pensamiento cuando siendo advertidos y con voluntad nos complacemos en recuerdos o representaciones torpes de la imaginación, como lo son acciones impuras del pasado, imágenes obscenas grabadas en nuestra memoria, etc. Pecamos de deseo cuando no solo admitimos los malos pensamientos sino que además deseamos ejecutarlos aunque de hecho no lleguen a realizarse.

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Para poder conservar la castidad y evitar las ocasiones de caer (amistades, lecturas, espectáculos, etc.), debemos siempre estar alertas y evitar la ociosidad que es la madre de todos los vicios con la laboriosidad, frecuentar el Santísimo, la comunión y la confesión con frecuencia.

Séptimo y Decimo mandamiento.

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l séptimo mandamiento nos prohíbe a todos tomar o retener el bien del prójimo de forma injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes (como el cometer fraudes, el usurpar y tomar posesión ilegitima de lo que no nos pertenece por derecho). Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo. La palabra de Dios es muy clara cuando nos lo dice en Éxodo 20, 15 y cuando nos lo recuerda Deuteronomio 5,19.

En el comienzo Dios confió la tierra y sus recursos al hombre para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (Génesis 1, 26-29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres y no una lucha por la supremacía de los bienes. El séptimo mandamiento prohíbe el robo, es decir, la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. No hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio (Deuteronomio 25, 13-16), pagar salarios injustos (Deuteronomio 24,14-15), elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (Amos 8, 4-6). El décimo mandamiento nos prohíbe el deseo de quitar a otros sus bienes y el de adquirirlos por medios injustos. Dios prohíbe los deseos desordenados de los bienes ajenos porque quiere que aun

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interiormente seamos justos y que nos mantengamos siempre muy lejos de las acciones injustas. El décimo mandamiento nos manda que estemos contentos con el estado en que Dios nos ha puesto, y que suframos con paciencia la pobreza cuando el Señor nos quiera en ese estado. Nosotros podemos estar alegres y contentos aún en el estado de pobreza, si consideramos sabiamente que la mayor felicidad es la conciencia pura y tranquila, que nuestra verdadera patria es el Cielo y que Jesús se hizo pobre por nuestro amor y ha prometido un premio especial a los que sufren con resignación la pobreza ¿Que nos prohíbe el séptimo y decimo mandamiento? El séptimo mandamiento nos prohíbe los actos externos contrarios a la justicia y derecho de poseer algo, como lo es el hacer daño a nuestro prójimo en sus bienes. El decimo mandamiento va más orientado a lo interior o a aquellos internos que son contrarios también a la justicia y derecho de propiedad de los bienes del prójimo como lo es el deseo desordenado de las riquezas (avaricia) o la envidia de los bienes ajenos (codicia). Tomemos el noble ejemplo de Zaqueo al admitir su pecado ante Jesús y la resolución que tomo después de arrepentirse de ello: “Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lucas 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en

naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto. Son pecados contra el séptimo y decimo mandamiento:  El hurto o el quitar una cosa en ausencia de su dueño.  La rapiña o el arrebatar los bienes estando el dueño presente y con violencia.  El fraude o el engaño por medio de pesas, medidas o monedas falsas.  La usura o el cobro de intereses excesivo por un préstamo.  La retención injusta o el no pago de las deudas, no devolver a tiempo lo prestado.  La violación de contratos y compromisos adquiridos, etc.  Los pensamientos y deseos voluntarios e injustos de los bienes ajenos (el ser avaro y codicioso) Las cosas siempre claman por su dueño, es por ello que la justicia reclama que estas sean restituidas (o sea devueltas) a sus dueños y que se repare el daño ocasionado por ello.

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Octavo Mandamiento.

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l octavo mandamiento nos prohíbe la mentira y nos manda a respetar la buena fama y el honor del prójimo y no dañarles con nuestras palabras y malos comentarios. Debemos amar la verdad, porque Cristo es la verdad y El nos enseñó que la Verdad nos hace libres y nos santifica. Este mandamiento no solamente nos prohíbe la mentira sino también el falso testimonio y de forma indirecta la difamación. Cuando el mandamiento se refiere a la fama o reputación del prójimo se refiere a la buena opinión que se tiene de la vida y costumbres de una persona. Cuando oímos hablar del honor de una persona, se está refiriendo a la expresión o manifestación externa de la estima que tenemos de otro. Recuerda que a ti no te agrada ni quieres que te engañen ni que hablen mal de ti, pues tú tienes que amar al prójimo como a ti mismo, y por tanto no mentir ni hablar mal de nadie, ni le quitarle la buena fama, porque esto lo prohíbe Dios en este mandamiento. El chismear e inventar rumores no ciertos son pecados de murmuración. ¿Qué nos manda el octavo mandamiento de la Ley de Dios? El octavo mandamiento de la Ley de Dios nos manda decir la verdad y respetar la fama y el honor del prójimo, sin escandalizarle ni hacerle motivo de murmuraciones, rumores, chismes y engaños.

El octavo mandamiento nos prohíbe:  La mentira, o sea el decir o afirmar lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar.  El atestiguar falsamente en un juicio.  El calumniar al prójimo, el decir cualquier clase de mentira o atribución de acciones malas que no ha cometido.  La murmuración, o sea el descubrir sin justo motivo faltas o pecados ajenos.  El juzgar mal del prójimo, haciéndolo sin pruebas suficientes para ello.  La afrenta, el insulto o ultraje (ofensa) injusto a una persona en su presencia. Como hijos de Dios si hemos faltado a este mandamiento, es nuestro deber y obligación en conciencia como cristianos que somos el restituir la fama y el honor a quien hemos ofendido injustamente con nuestro mal proceder. Si hemos calumniado a nuestro prójimo estamos en la obligación de retractarnos de la falsedad de lo que hemos dicho pidiendo perdón por ello de corazón.

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Los mandamientos de la iglesia.

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on preceptos y prohibiciones impuestos por nuestra madre iglesia en nombre de Jesús. La iglesia recibió de su Fundador la autoridad de legislar a sus hijos: “Todo lo que poder se he me dado en el cielo y en la tierra, como mi Padre me envió, así os envió a vosotros” (Mateo 28, 18-19). Jesús concedió efectivamente a su Iglesia el poder de gobernar, y envió a los apóstoles y a sus sucesores por todo el mundo para que predicaran el Evangelio, bautizaran y enseñaran a guardar todo lo que Él había mandado como lo podemos leer en su palabra: "El que a vosotros oye, a mí me oye" (Lucas 10,16). "Como me envió mi Padre, así os envió yo a vosotros" (Juan 20,21). En virtud de esta autoridad, nuestra madre Iglesia puede dictar leyes y normas para poder llevar por el buen camino a nosotros sus hijos. La Iglesia tiene el derecho y la obligación de fijar a los fieles todas las prescripciones que considere oportunas, todo esto por un doble motivo: Primero, por haber recibido de Jesús el mandato de conducirnos a todos a la vida eterna, siendo esta depositaria e intérprete de la palabra de Dios, al hacerlo lo que busca es asegurar el cumplimiento de los mandatos de Dios y las enseñanzas del Evangelio. Y segundo,

por la misión que Dios le confió, la Iglesia, como comunidad perfecta, le es necesario prescribir las normas precisas para la realización de su tarea en esta tierra. Los mandamientos de la iglesia son cinco y son los siguientes:  Oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. En virtud del derecho divino: es de ley natural rendir culto a Dios, y la Santa Misa es el acto fundamental del culto católico. La asistencia a la Santa Misa debe ser real, es decir, debemos hallarnos en el interior de la Iglesia o, si no nos es posible entrar, estar unidos a quienes están adentro. Por tanto, no cumplimos el precepto cuando seguimos la Misa por el radio o televisión. Tenemos la obligación de asistir a la Misa entera, lo que significa que no debemos omitir ninguna de la partes de ellas. Para que podamos obtener todos los frutos de la Misa debemos no sólo atender a ella, sino asistir con espíritu de fe y sentimientos de piedad, siendo de forma devota como lo pide la iglesia uniendo nuestra intención a las intenciones con que Jesús se ofrece en ella; Seguir al sacerdote en las diversas partes del Sacrificio, etc. Solo se dispensa de oír misa a los que padecen de una imposibilidad física (enfermedad), grave necesidad privada o pública (el cuidar de un enfermo) o grave daño (amenazas a nuestra persona por parte de otras que nos deseen hacer daño).

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 Confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar. La esencia de este mandamiento es la confesión de los pecados mortales, abriendo todo aquel cristiano, separado de Dios por el pecado, la posibilidad de que pueda reanudar la vida de la gracia y la participación de la vida divina en su alma. En el mandamiento se prescribe, en primer lugar, la confesión anual de los pecados mortales, este precepto obliga gravemente, y no cesa la obligación de confesarse aun cuando haya pasado el año; en ese caso hay obligación de hacerlo cuanto antes. La Iglesia no ha determinado el tiempo de la confesión anual; pero es costumbre el hacerla en el tiempo de cuaresma, ya por ser tiempo de especial contrición, ya sea porque alrededor de él obliga el precepto de la comunión anual. Dicha confesión ha de estar bien hecha y no cumplimos con el mandamiento si realizamos una confesión sacrílega. Si se está peligro de muerte, estamos obligados en el momento de nuestra muerte a disponer nuestra alma para que se presente ante Dios para ser juzgado. Si en este momento tuviera pecados mortales, estamos obligados a confesarlos y, pudiendo hacerlo, no nos bastaría solamente el acto de contrición (en el momento de la misa). Si vamos a recibir alguno de los sacramentos de vivos: Confirmación, Unción de los Enfermos, Orden Sacerdotal, Matrimonio o Eucaristía, debemos también confesarnos y todo aquel quien tuviera conciencia de estar en pecado mortal debe de confesarse antes ya que no basta

con solo hacer un acto de contrición (en el momento de la misa).  Comulgar por pascua de resurrección. Su valor esta en el dogma de la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía, conteniendo verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor. Que sea necesario para la vida eterna se desprende de las mismas palabras del Señor: "En verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Juan 6, 53-54). Es por ello que la Iglesia promulgo este tercer mandamiento, pues supone indiferencia ante el Cuerpo y la Sangre del Señor el caso de quien no se acercara, al menos una vez al año a recibirlo. Es por ello que incumplir este precepto lleva consigo el cometer pecado mortal. Este precepto sólo se cumple si se comulga en estado de gracia (1ᵃ Corintios 11, 28-30), La comunión anual debe hacerse durante el tiempo de pascua, es decir, del domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés así como también se requiere, por precepto, el ayuno eucarístico ( o sea la abstención de cualquier alimento y bebida desde una hora antes de la comunión, el agua y las medicinas no rompen el ayuno).

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 Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. Repetidamente la palabra de Dios nos recuerda la necesidad de hacer ayuno (Mateo 4,2; 9,15; 17,21; Lucas 3,3; 13,15; 24,47; Hechos 2,38; 13,2; 14,23).Es por ello que la Iglesia nos exhorta y nos llama a practicar el ayuno y la penitencia. Hacer penitencia, implica que renunciemos a ciertas tendencias y apetitos. Nos supone negarnos a sí mismo; por eso la Iglesia se encarga de recordar este deber, señalando un mínimo de pequeñas mortificaciones en las comidas que deben ser cumplidas ciertos días del año. El ayuno consiste en hacer sólo una comida al día, aunque se permita tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche. Para realizar penitencia hay dos días especialmente importantes: Miércoles de Ceniza y Viernes Santo, en estos dos días existe la obligación de vivir el ayuno y la abstinencia. El ayuno nos obliga a todo cristiano desde los 18 hasta los 59 años, habiendo también algunas causas que dispensen de él como lo son la imposibilidad (por enfermedad o por constitución débil) o por el tipo de trabajo (labores físicas que causan gran fatiga corporal y necesitan de alimento).  Ayudar a la iglesia en sus necesidades. La Iglesia, por ser Madre y preocuparse por nuestras necesidades espirituales y materiales como sus hijos que somos, reclama de ellos oraciones, sacrificios y limosnas. Con estas, ella puede ayudar a los más necesitados: los pobres, las misiones, los seminarios, etc. Además, la ayuda material que nosotros

como cristianos debemos de prestar a la Iglesia sirven también para el digno sustento de los ministros y para atender al esplendor del culto: edificios, vasos sagrados, ornamentos, etc. La obligación de ayudar económicamente a la Iglesia deriva del hecho de que ésta aunque es divina por razón de su origen y de su finalidad, se compone de elementos humanos y tiene necesidad de recursos para cumplir su altísimo fin; el mismo Cristo dijo a sus discípulos: "El que trabaja tiene derecho a la recompensa" (Lucas 10,7), y San Pablo "Dios ha ordenado que los que predican el Evangelio, vivan del Evangelio" (1ᵃ Corintios 9,14).

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La gracia y el pecado.

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a gracia es un don interno y sobrenatural que Dios como padre amoroso nos da de forma gratuita gracias a la obra salvadora de Jesús. Es sobrenatural porque supera nuestra naturaleza y no pudiéndola conseguir por nuestras propias fuerzas, Dios nos la concede de forma gratuita. Podemos distinguir 2 tipos de gracia: la habitual y la actual. Con la habitual Dios nos hace santos, hijos suyos y herederos de su gloria. Con la actual, Dios nos ilumina y nos fortalece en un momento dado (de ahí que se llame actual, porque es transitoria) para obrar el bien y evitar el mal. La gracia actual es necesaria para nosotros siempre que llevemos a cabo una obra encaminada a obtener la salvación y es que es de fe que el hombre no puede hacer, pensar, ni decir nada y ni siquiera pronunciar el nombre de Jesús de un modo meritorio para el cielo. Contrario a la gracia, está el pecado, que no es otra cosa que la transgresión consciente y voluntaria de la ley de Dios. Podemos pecar contra Dios, contra nuestro prójimo y contra nosotros mismos, haciéndose esto por obra, palabra, pensamiento y por omisión. El pecado se divide en dos tipos: el original y el personal. Cuando hablamos de pecado original nos referimos a aquel con el cual todos nacemos como consecuencia de la desobediencia de Adán.

El pecado personal es aquel que cometemos libre y voluntariamente cuando llegamos al uso de la razón, este puede ser actual (toda acción que vaya en contra de la ley de Dios o la iglesia) o habitual(toda acción mala que sea de forma repetitiva). El pecado puede considerarse de formas: venial(o sea una falta leve) o mortal (o sea una falta grave). El cometer pecado tiene efectos muy graves y dolorosos para nuestra alma pues perdemos la gracia santificante que Dios nos ha dado, nos aparta de Dios y de la Iglesia y nos convierte en esclavos de Satanás mientras permanezcamos en el, pudiéndonos condenar si morimos sin habernos arrepentido y confesado por ello.

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venganza, resentimiento, rabia, irritación y ofensa de palabra.

Los pecados capitales.

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os pecados capitales son aquellos que mas comete la gente y se llaman capitales por ser “cabezas” o fuentes de muchos otros pecados. Estos son siete y son nombrados de la siguiente forma: I.

Soberbia. El creernos más que los demás y mirar por encima de nuestros hombros a Dios y los demás. Fue este pecado el que hizo caer a Satanás y el que lo volvió adversario de Dios. Este pecado es el padre del orgullo, de la vanidad, del egoísmo y de muchos otros.

II.

Avaricia. Es el deseo desordenado y exagerado de tener y poseer bienes y riquezas. La avaricia es padre de la tacañería, del materialismo, de la ambición y la codicia.

III.

Lujuria. Es el deseo y apetito nuestras inclinaciones sexuales, a nuestra carne. Es el padre fornicación, del adulterio, de homosexualidad.

IV.

Ira. La ira es la inclinación a estallar en arrebato de cólera y ofensa hacia los demás. La ira es el padre de todo odio,

desordenado de satisfacer buscando en ello satisfacer de la prostitución, de la la masturbación y de la

V.

Gula. Es el deseo y acción exagerada hacia el comer o beber de manera desordenada. Hijos notables de ella son la voracidad y la glotonería.

VI.

Envidia. La envidia es todo aquel pesar o tristeza por los bienes y poseer que los demás tenga. Ella es sin duda el origen de los disgustos, de los celos y de la rivalidad.

VII.

Pereza. Es la negligencia, tedio o descuido que tenemos en realizar nuestras tareas, nuestros trabajos y acciones evitando toda fatiga. Son hijos de la pereza la haraganería, el tedio, la comodidad y el ocio.

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Las virtudes capitales.

La oración.

Contra los siete pecados capitales también existen aquellas acciones que no solo los regulan sino que también nos ayudan a combatirlos y a evitarlos, estas son las siete virtudes capitales, que al igual que sus opuestos se llaman capitales porque son cabezas otras más que nos ayudan a la continua santificación de nuestras almas y que nos ayudan a crecer también en gracia. Estas son las siguientes:

¿Qué es orar?

I. II. III. IV. V. VI. VII.

Humildad para combatir a la soberbia. Generosidad para contrarrestar la avaricia. Castidad para no caer en la lujuria. Paciencia para evitar la ira. Templanza para ponerle alto a la gula. Caridad para hacer frente a la envidia. Laboriosidad para evitar la pereza.

Si como cristianos seguimos al pie de la letra estas hermosas virtudes podremos vivir en armonía con nosotros mismos, con nuestros demás hermanos y con nuestro padre celestial y podremos gozar de la eterna gracia que él nos ofrece.

Orar es la manera como nosotros podemos hablar con Dios para adorarlo, para darle gracias, para pedirle perdón por nuestras ofensas, para recordarle los favores que necesitamos y para confiarle nuestros más íntimos sueños y anhelos. Es atraves de la oración que nuestra alma se eleva a Dios para poder conversar en una hermosa y perfectísima intimidad. Existen muchos tipos de oraciones y entre ellas podemos mencionar:  La oración mental. Que es la que realizamos con la mente, la voluntad y el corazón.  La oración vocal. Es aquella que en la que expresamos con palabras nuestras ideas, afectos y sentimientos.  La oración pública. Que es la que realiza el ministro de Dios (o sea un sacerdote) en nombre de la iglesia por los fieles y por su salvación.  La oración privada. Son las que hacemos nosotros de forma particular o común. Es de fe que Dios atiende todas nuestras oraciones hechas pues una oración nunca vuelve del cielo vacía. Jesús mismo nos confirmo esto diciéndonos que: “Todo cuanto pidan, crean que lo recibirán y se les dará” (Marcos 11, 24) y así podemos ir leyendo cada una de esas

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afirmaciones de la seguridad que nos dicen que Dios siempre nos escucha: Juan 16, 23; Lucas 11, 10; Mateo 7, 7-8. Es necesario que siempre oremos ya que es la mejor forma de comunicarnos con nuestro padre celestial, pues Jesús nos lo dijo: sin la ayuda de Dios no podremos nada, recomendándonos a orar para honrar siempre a Dios y así poder alcanzar de El todos aquellos beneficios corporales y espirituales que El tiene para nosotros. Para ello debemos orar siempre con mucha frecuencia, por la mañana y por la noche, al principiar nuestras tareas, en los viajes, en los momentos de peligro, en las tentaciones y las enfermedades así como también en la hora de nuestra muerte, no olvidándonos de pedir e interceder por nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra demás familia, nuestros amigos y demás personas, por los vivos y por los muertos así como también por la conversión de los pecadores, por nuestros sacerdotes, obispos, religiosos y religiosas, misioneros y por nuestro santo padre el Papa. Orar no solo es pedir, es también interceder.

Los sacramentos.

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os sacramentos son señales exteriores y eficaces instituidas por Jesús que nos dan y nos aumentan la gracia santificante que hemos recibidos de Dios por medio de él. En todo sacramento se es necesario que hayan tres cosas: un signo sensible o exterior (que no sea oculto a los nuestros sentidos), que sea de institución divina (que haya sido dado por Dios) y que comunique la gracia (o sea que santifique). Es de tener por cierto que la iglesia no puede instituir sacramentos pues todos los que administra son de institución divina y que fueron dados por Jesús en número de siete, los que son: I. II. III. IV. V. VI. VII.

Bautismo. Confirmación. Eucaristía o comunión. Penitencia. Unción de enfermos. Orden sacerdotal. Matrimonio.

Los sacramentos que solo podemos recibir solamente una vez son el Bautismo, la Confirmación y el Orden Sacerdotal. Esto debido que estos poseen un carácter imborrable en el alma por toda la eternidad.

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El Bautismo. El bautismo nos borra la mancha del pecado original y no hace ser hijos de Dios. El bautismo concede a quien lo recibe cuatro grandes favores que son:  Borra el pecado original.  Concede la gracia de Dios y los siete dones del Espíritu Santo.  Nos trae la virtud de la fe.  Y nos imprime el carácter espiritual de que somos hijos de Dios. Consiguiendo el que lo recibe los títulos de: hijo adoptivo de Dios, hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo y coheredero del reino de Dios. La confirmación. La confirmación es el sacramento por el cual recibimos través de la unción del crisma el Espíritu Santo para confirmarnos en la fe del bautismo y llenarnos de fortaleza y valor. La confirmación nos trae tres gracias o favores especiales:  Nos aumenta la gracia santificante y nuestra amistad con Dios.  Nos trae el Espíritu Santo con todos sus dones.  Nos confirma como hijos de Dios y como seguidores de Jesucristo. Todo esto para confirmar y perfeccionar la obra del bautismo, consagrándonos más íntimamente con Dios.

La comunión o Eucaristía. El sacramento de la comunión es el sacramento que contiene verdaderamente el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, con su alma, divinidad y presencia en las especias del vino y el pan. Fue el mismo Jesucristo quien lo instituyo en la ultima cena cuando trasformo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Fue de esta forma como Jesús decidió quedarse con nosotros, es acá donde el misterio del Emmanuel “el Dios con nosotros” se hace patente y visible, ya que en momento de la comunión, Jesús mismo se nos da por amor y se ofrece por nosotros en sacrificio agradable a Dios. Para poder recibir este sacramento debemos tener en cuenta lo siguiente:  Estar en gracia de Dios.  Saber a quién vamos a recibir.  No haber probado alimento desde una hora antes. Cuando nos acerquemos a la santa comunión debemos hacerlo con fe, amor, respeto y devoción. La comunión produce en nosotros admirables efectos, nos une con Jesús y por medio de él con el Padre y el Espíritu Santo. Al mismo tiempo aumenta la gracia santificante y nos purifica de los pecados veniales, santifica nuestros cuerpos y nuestras almas, nos fortalece para vencer las tentaciones, evitar el pecado y practicar la virtud. La confesión. La confesión o reconciliación es el sacramento por medio del cual atraves de la absolución que hace el sacerdote en nombre de Jesús recibimos el perdón de nuestros pecados y faltas si los confesamos arrepentidos.

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La confesión nos hace (si esta ha sido bien hecha) obtener tres gracias especiales las cuales son:  Nos devuelve y nos hace aumentar la gracia santificante así como la amistad con Dios.  Nos da fuerzas especiales para poder rechazar las tentaciones y el pecado.  No hace sentir antipatía por todo aquello que sea ofensa hacia Dios. Para que una confesión sea recibida dignamente y haya sido bien hecha debemos de:  Hacernos primero un examen de conciencia pidiéndole al Espíritu Santo que nos ayude en ello.  Arrepentirnos de los pecados que hemos cometido de todo corazón.  Hacernos un firme propósito de no volver a pecar.  Confesarnos con el sacerdote.  Cumpliendo con la penitencia que nos imponga el confesor. El examen de conciencia es un recordatorio que hacemos de todos aquellos pecados que hemos cometido después de nuestra última confesión y para que este sea bueno debemos de pedirle siempre al Espíritu Santo que nos ilumine y no ayude a recordar las ofensas que hemos cometido contra Dios repasando cada uno de los mandamiento para recordar contra cuáles de ellos hemos faltado. Para que el arrepentimiento sea valido debemos de cumplir tres cosas: uno el arrepentirse de todos los pecados sin excluir ninguno (a no ser por olvido), dos que el arrepentimiento no sea exterior

sino interior (que se sienta en el alma) y tres que sea sobrenatural o sea que no solo sea por los males que el pecado nos trae a nuestras vidas sino por el hecho de a haber ofendido a nuestro Padre celestial que nos ama. La unción de enfermos. La unción de los enfermos es el sacramento mediante el cual Dios por medio del sacerdote atraves de la oración y la unción con el Oleo Santo da a los que están en grave enfermedad y en peligro de muerte la salud del alma y si les conviene, la del cuerpo. El sacerdote nos unge con aceite bendecido en la frente y en las manos para que Dios nos perdone de los pecados cometidos y pide a Dios por nosotros para que, si es su voluntad, podamos sanarnos y nos de fortaleza. La unción de los enfermos dignamente recibida, como todos los demás sacramentos aumenta en nosotros la gracia santificante, borra nuestros pecados veniales y mortales aun no perdonados que el enfermo arrepentido no puede confesar, nos quita los rastros dejados por el pecado y la mala vida pasada que hemos llevado, conforta a quien la recibe en las ultimas luchas contra el demonio y ayuda a recobrar la salud del cuerpo si conviene al enfermo. El Orden sacerdotal. Este sacramento instituido por nuestro Señor, que concede la gracia de ejercer el sacerdocio para desempeñarlo santamente. Este sacramento es voluntario e imprime en el que lo recibe el carácter indeleble (es imborrable) de ser ministro de Dios. Este sacramento se llama orden porque no se da de una vez, sino que se va otorgando por grados, unos de otro (diaconado, subdiaconado, presbiterado, obispado, etc.).

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El orden sacerdotal confiere a quienes lo reciben el aumento de la gracia santificante y sacramental que aseguran el auxilio necesario para cumplir dignamente con el sagrado ministerio, comunican el espíritu con la especial infusión de sus siete dones, le imprime un carácter imborrable porque este es asociado al eterno sacerdocio de Jesús y da los poderes propios de cada orden.

El matrimonio cristiano es uno, es decir que solo puede hacerse entre un hombre y una mujer, es indisoluble y no puede romperse sino con la muerte de unos de los dos, como lo dijo Jesús : “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (Mateo 19, 6).

La dignidad sacerdotal es más sublime cuantas Dios nos has concedido en su infinito amor, pues con ella Jesús confiere la potestad sobre su cuerpo eucarístico y sobre su cuerpo místico.

 Crean un vinculo conyugal indisoluble, de modo que no hay poder humano que lo pueda romper.  Convierte al hogar domestico en templo o casa de Dios.  Legitima a los hijos.  Aumenta la gracia santificante y sacramental en ambos cónyuges.

El Matrimonio. El matrimonio es un sacramento instituido Jesús para la santificación de la unión del hombre con la mujer. Dios mismo lo instituyo en el paraíso terrenal cuando dio por compañera a Eva a Adán diciendo: “Crezcan y multiplíquense y llenen la tierra” (Génesis 1, 28) pero Jesús lo elevo a la dignidad de sacramento. Este sacramento para dar al casamiento una dignidad sobrenatural y gracia a los esposos para amarse mutuamente, educar a los hijos que Dios les diere y cumplir fielmente todos los deberes matrimoniales. Dios en su infinita sabiduría instituyo el matrimonio para un fin esencial y primordial de mantener el género humano mediante la procreación de hijos. Sus fines esenciales son:    

La vida común entre ambos cónyuges. La ayuda reciproca. La unión de espíritus y de corazones. La educación de los hijos.

El matrimonio produce en quienes lo contraen lo siguiente:

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La Santa Misa.

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a santa misa es el mismo sacrificio que Jesús llevo a cabo en la cruz que se ofrece todos los días a Dios sobre el altar por medio del sacerdote en las apariencias de vino y pan. En ella encontramos tres cosas que hacen de la misa un sacrificio real y verdadero:  Una víctima: Jesús, presente en las apariencias del pan y el vino.  Un sacerdote que es el mismo Jesús, que se ofrece así mismo en las manos del celebrante, su ministro visible.  Una inmolación, no solo mística sino también moralmente real.

Nuestra iglesia toma como dogma de fe que la santa misa es el mismo sacrificio hecho en el calvario con la única diferencia que en el calvario Jesús era visible y en la misa no lo es, en el calvario fue de forma cruel y sanguinaria y en la misa no lo es. La misa se ofrece para adorar a Dios y para darle gracias por sus beneficios, para expiar nuestros pecados y conseguir todos los beneficios espirituales y temporales. En ella ofrecemos nuestras oraciones por los demás y aprendemos más acerca de la palabra de Dios. La misa se divide en dos partes muy importantes: una es la liturgia de la palabra y la otra es la liturgia eucarística. La liturgia de la

palabra contiene lo que son los cantos y oraciones de entrada, 3 lecturas de la palabra de Dios y el sermón u homilía. La liturgia eucarística contiene lo que es el ofrecimiento y presentación del pan y el vino, el himno de prefacio, la consagración de las especias, la comunión y las oraciones y preses hasta el final de la misa. Los fines de la misa son el de tributar nuestro Padre Celestial el debido culto de adoración, el darle gracias por todos los beneficios que de Él recibimos, el de pedir e implorar misericordia por nuestros pecados y el de pedir las gracias que necesitamos para sobrellevar todas las penurias de este mundo hasta nuestro encuentro con nuestro Padre celestial y con Jesús. La santa misa tiene por sí misma un valor infinito porque infinito es el amor de aquel que se dio por amor a nosotros en el calvario., pues en ella no solo recibimos el pan de la palabra sino también el pan de vida eterna: Jesús quien se da a nosotros por nosotros.

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La Veneración hacia la Virgen María y Los Santos. María, Madre de Dios y Madre nuestra.

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ios movido por su amor misericordioso para con los hombre había pensado desde toda la eternidad a hacer hombre, naciendo de una mujer digna de Él, para remediar con su vida y con su pasión nuestro pecados y culpas. La mujer afortunada y escogida para ellos fue la Virgen María. Los cristianos sentimos un especial cariño y veneración por la Virgen María. Es muy importante conocer el motivo del Culto a María, para realizarlo de manera consciente y madura y poder dar testimonio con él de nuestra fe en Cristo y del deseo de imitar las virtudes vividas por nuestra Madre del cielo. Gracias a ella Dios pudo hacerse hombre y así traernos la salvación a todos nosotros. La llamamos nuestra madre porque de ella nació Jesús, que nos dio la vida de la gracia y quien en aquel calvario, nos la entrego como madre (Juan 19, 27), y ella cumple perfectamente su oficio de madre pues nos ama tanto que nunca ha habido y nunca habrá una madre tan amante como ella, que atienda y cuide tanto a sus hijos con cariño y amor infinito. El culto de veneración que se le daría a la Santa Madre Dios ya nos lo anuncia San Lucas en su evangelio cuando pone en palabras de la misma María, Madre de Jesús, el anuncio de la forma en que

nosotros la veríamos: "Celebra todo mi ser la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en el Dios que me salva porque quiso mirar la condición humilde de su esclava, en adelante, pues, todas las generaciones me llamarán bienaventurada". El culto que se le dedica a María se llama de veneración porque es un respeto y admiración que se le debe por haber hecho la voluntad de Dios, siendo ella un modelo de fe al cree en las palabras de Dios dadas por el ángel en el anuncio y es total y esencialmente diferente al culto de adoración que se da Jesús, al Padre y al Espíritu Santo. Los cristianos creemos que ella además, intercede por nosotros como lo hizo en las "Bodas de Caná" (Juan 2, 1-12). Ante nuestras necesidades María pide ayuda a Jesús en nuestro nombre, pero sobre todo nos invita, como lo hizo entonces: "Hagan lo que él les mande". María, con su ejemplo nos impulsa a seguir a Jesús, a obedecer la voluntad del Padre y a ser dóciles a la acción del Espíritu Santo. Gracias a su intervención como medianera e intercesora por nosotros ante su hijo Nuestro Señor, podemos obtener los favores o gracias que necesitemos, ya que ella como madre amorosa siempre está dispuesta a pedir en nombre de sus hijos todo aquello que en virtud de la voluntad de Dios les convenga. La Virgen María ha hecho muchas apariciones y tienes diversas advocaciones (o dedicaciones) en distintos lugares, por ello es común escuchar muchas nombres distintos según el lugar donde se haya realizado (por ejemplo la Virgen de Guadalupe, La Virgen de

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Lourdes, etc.) o su distinta advocaciones (como Rosa Mística, Medugorje, Auxiliadora, del Rosario, etc.).

La veneración a las imágenes y reliquias se dirige a Cristo y a los santos que ellas representan.

Los Santos.

Si somos de Cristo somos miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia. Cristo es la cabeza del Cuerpo y cada miembro es venerado en relación a su lugar en el Cuerpo. La veneración a los santos y a María se distingue de la adoración que sólo se le entrega a Dios.

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l igual que se le rinde veneración a María por ser Madre de Dios, la Iglesia también lo hace a los santos, por ser ellos también modelos de virtudes y de santidad, que imitando a Cristo, entregaron su vida como mártires, como evangelizadores y como fieles seguidores del Señor. Ellos, en virtud a su unión con Dios en el cielo, interceden por nosotros en la tierra, nos dan ejemplo y pueden ministrarnos las gracias de Dios. Ellos nos guían en el camino a la santidad, ayudándonos a crecer en virtud. La veneración a los santos no detrae de la gloria que damos a Dios porque todos los bienes que ellos poseen los han recibido como regalo de Dios y en sus pruebas acá en la tierra, Dios mismo se glorifico y su nombre se exalto. Ellos sólo reflejan las perfecciones divinas y reciben sus cualidades sobrenaturales de los méritos que Cristo ganó en la Cruz. En el lenguaje de la liturgia de la Iglesia, los santos se veneran como santuarios de la Trinidad, como hijos adoptados del Padre, hermanos de Cristo, fieles miembros del Cuerpo Místico y templos del Espíritu Santo. Si bien Jesús exigió que se honre el Templo porque es la casa de Dios, cuanto más los santos que son templos vivos del mismo Dios.

El honor a los santos es honor a Dios ya que encuentra su finalidad en Dios, quien los creó y cuyos dones y virtudes los santos expresan, ya que estos no solo son vasos de su Espíritu sino también Templos. El hombre debe alabar a Dios por la creación. Pues bien, los santos de Dios, más que otros seres, expresan la gloria de Dios. Los santos reflejan los méritos del mismo Cristo y los efectos del Espíritu Santificador que El envía. María Santísima y los santos, por su intercesión y su ejemplo, como frutos de su unión con Dios en el cielo, ministran la santificación de los fieles en la tierra, ayudándoles a crecer en virtud cristiana y así por santificar su alma y su espíritu. La veneración a los santos en ningún modo empequeñece o compite con la gloria dada a Dios, ya que de Él procede todo el bien que ellos poseen. Los santos reflejan las perfecciones divinas y sus cualidades sobrenaturales son gracias que recibieron por los méritos de Cristo ganados en la Cruz. En la liturgia de la Iglesia, los santos son venerados como santuarios de la Trinidad, hijos adoptivos del Padre, hermanos de Cristo, fieles miembros de Su Cuerpo Místico y templos del Espíritu Santo.

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Los dones y frutos del Espíritu Santo. Dones Del Espíritu Santo.

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uestra vida moral como cristianos siempre estará sostenida por los dones del Espíritu Santo, estos son disposiciones permanentes que nos hacen dóciles para seguir los impulsos y llamados del Espíritu Santo. Pero en si… ¿Qué un don? A ciencia cierta podemos afirmar que un don es un talento especial que Dios nos ha dado con un fin. Un don es un regalo o gracia concedido de forma especial y gratuita por una persona a otra. Así, pues un don espiritual es un regalo que Dios da a sus hijos, según el Espíritu Santo quiere y reparte (1ᵃ Corintios 12:11; 1ᵃ Pedro 4:10). Dios nos los confiere de forma gratuita n su infinito amor para que sean usados en beneficio de otros, no para propósitos egoístas. 1ᵃ Corintios 12:7 nos dice que los dones espirituales son otorgados para edificar a otros... no a uno mismo. Así como los dos grandes mandamientos tratan de amar a Dios y a los demás, consecuentemente, nosotros debemos usar sus talentos para ese propósito. Los dones espirituales son dados a los creyentes por el Espíritu Santo (Romanos 12:3, 6) al momento de poner su fe en Cristo para el perdón de sus pecados. En ese momento el Espíritu Santo le otorga al nuevo creyente el o los dones espirituales que Él desea que tenga (1ᵃ Corintios 12:11). Hay tres listas principales de dones espirituales. Los dones del Espíritu Santo son siete y se

enlistan de la siguiente forma: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (Isaías 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. “Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana” (Salmo 143,10). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Romanos 8,14.17) El Espíritu Santo actúa sobre los dones directa e inmediatamente como su fuerza principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas o actuadas por el mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa moción de una gracia actual. Los dones perfeccionan el acto sobrenatural de las virtudes que Dios ha colocado en nuestro corazón. La Sabiduría. La sabiduría es el gusto para lo espiritual y nuestra capacidad de juzgar según la medida de Dios. Es el primero y mayor de los siete dones. El Papa Juan Pablo II decía de la sabiduría que "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Santo Tomás Aquino), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive. "

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Este don nos Ilumina para ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios. Gracias a este don toda nuestra vida como cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos... En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu Santo. Inteligencia (Entendimiento). Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas por él. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1ᵃ Corintios 2,10), nos comunica una chispa de capacidad penetrante que hace que abramos el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido a Jesús ya resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lucas 24:32) Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno de nosotros, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (Juan 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (1ᵃ Juan 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" que les guíe.

Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos, signos de Dios!". Consejo. El de consejo ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. El don de consejo, se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone. Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores y se advierte la necesidad de quitar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en nuestro espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos. Y este don el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los mortales son tímidos y las ideas, inseguras», como dice Sabiduría 9, 14. El don de consejo actúa

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como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (Mateo 5-7). Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas. Fortaleza. Es la fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza permitiéndonos obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, sobrellevando las contrariedades de la vida así como para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente, con ella superamos la timidez y la agresividad. Y es precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a titubeos en el cumplimiento del propio deber. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.

Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, «la debilidad de la carne» (Mateo 26, 41; Marcos 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2ᵃ Corintios 12, 10). Ciencia. Este don nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Para resistir a toda tentación sutil de ver en las cosas y bienes ídolos que nos someten y se interponen en nuestra relación con nuestro Padre Celestial y para remediar las consecuencias nefastas a las que nos pueden llevar, el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. La misma palabra divina nos lo dice: "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Salmos 18/19, 2; Salmo 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Salmo 148, 1. 3). El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su

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limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa. Piedad. Este hermoso don sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre!, demuestra un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre. Este don nos hace demostrar dos tiempos de ternura:  La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gálatas 4, 4-7; Romanos 8, 15).

 La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el que lo recibe una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia y de perdón. Temor de Dios. Provoca en nosotros el tener un Espíritu contrito o arrepentido ante Dios, conscientes de nuestras culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina así como temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad pero sobre todo de temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (Juan 15, 4-7). La Sagrada Escritura afirma que "El principio del saber, es el temor de Yahveh" (Salmo 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No es ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a

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evitar pensar o acordarse de Él, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Génesis 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (Mateo 25, 18. 26). Pero esto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temordon del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta de ofender a Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de peso» (Deuteronomio 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. Como cristianos debemos ponernos ante Dios con el «espíritu arrepentido» y con el «corazón humillado» (Salmos 50/51, 19), sabiendo bien que debemos atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Filipenses, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley. Con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (Juan 15, 4-7). El crecimiento en los Dones del Espíritu Santo en nuestros corazones y almas, forma dentro de ellos perfecciones llamadas Frutos del Espíritu Santo.

Frutos del Espíritu Santo.

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os frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce frutos los cuales son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad. Como lo afirmaba San Pablo en Gálatas 5:22-23: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley". Cuando el Espíritu Santo da sus frutos en el alma, vence las tendencias de la carne. Ya que cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da fruto, como nos lo dijo Jesús: "Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mateo 26:41). Y como decía San Pablo las obras de la carne: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, rivalidades, violencias, ambiciones, discordias, sectarismo, disensiones, envidias, ebriedades, orgías y todos los excesos de esta naturaleza. (Gálatas 5, 19) Pero la naturaleza de los frutos son el Espíritu Santo y la santificación. Al principio nos cuesta mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al Espíritu Santo, Su acción en nosotros hará cada vez más fácil ejercerlas, hasta que se llegan a ejercer con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llaman frutos del Espíritu Santo.

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Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten las repugnancias que se sentían al principio. Ya no es preciso combatir ni hacerse violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio. Veamos un ejemplo sencillo, las virtudes son al igual que los árboles: los frutos de éstos, cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor. Lo mismo pasa con los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que Dios posea al alma planamente. Cuanto más se apodera Dios de un alma más la santifica; y cuanta más santa sea, más feliz es. Seremos más felices a medida que nuestra naturaleza va siendo curada de su corrupción. Entonces se poseen las virtudes como naturalmente.

Los 12 Frutos del Espíritu Santo. Caridad, Gozo y Paz. Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que pertenecen especialmente al Espíritu Santo. La caridad, porque es el amor del Padre y del Hijo. El gozo, porque está presente al Padre y al Hijo y es como el complemento de su bienaventuranza y La paz, porque es el lazo que une al Padre y al Hijo. Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro. La caridad o el amor ferviente nos dan la posesión de Dios. El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído y La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. La excluye de toda clase de turbación y de temor. La caridad es el primero entre los frutos del Espíritu Santo, porque es el que más se parece al Espíritu Santo, que es el amor personal, y por consiguiente el que más nos acerca a la verdadera y eterna felicidad y el que nos da un goce más sólido y una paz más profunda.

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Paciencia y Mansedumbre. Paciencia nos ayuda a moderar la tristeza y la Mansedumbre a moderar la cólera y los arrebatos que con a ella conlleva. Estos frutos disponen nuestra alma a la paciencia, mansedumbre y moderación. Es propio de la virtud de la paciencia moderar los excesos de la tristeza y de la virtud de la mansedumbre moderar los arrebatos de cólera que se levanta impetuosamente para rechazar el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes requiere un combate que requiere violentos esfuerzos y grandes sacrificios. Pero cuando la paciencia y la mansedumbre son frutos del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate, o si llegan a combatir, es sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza. Así los mártires se regocijaban con la noticia de las persecuciones y a la vista de los suplicios. Cuando la paz está bien asentada en el corazón, no le cuesta a la mansedumbre reprimir los movimientos de cólera; el alma sigue en la misma postura, sin perder nunca su tranquilidad. Porque al tomar el Espíritu Santo posesión de todas sus facultades y residir en ellas, aleja la tristeza o no permite que le haga impresión y hasta el mismo demonio teme a esta alma. La bondad y benignidad Estos dos frutos apuntan al bien del prójimo. La bondad es la inclinación que lleva a ocuparse de los demás y a que participen de lo que uno tiene. La Benignidad es definida como una dulzura especial y esta clase de dulzura consiste en tratar a los demás con

gusto, cordialmente, con alegría, sin sentir la dificultad que sienten los que tienen la benignidad sólo en calidad de virtud y no como fruto del Espíritu Santo. Perseverancia. La perseverancia nos ayuda a mantenernos fieles al Señor a largo plazo. Impide el aburrimiento y la pena que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma o de las demás circunstancias. La perseverancia nos hace, por ejemplo, que al final de un año consagrado a la virtud seamos más fervorosos que al principio. Fe La fe como fruto del Espíritu Santo, es la cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos naturalmente respecto a las materias de la fe. Para esto debemos tener en la voluntad un piadoso afecto que incline al entendimiento a creer, sin vacilar, lo que se propone. Por no poseer este piadoso afecto, muchos, aunque convencidos por los milagros de Nuestro Señor, no creyeron en Él, porque tenían el entendimiento oscurecido y cegado por la malicia de su voluntad. Lo que les sucedió a ellos respecto a la esencia de la fe, nos sucede con frecuencia a nosotros en lo tocante a la perfección de la fe, es decir,

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de las cosas que la pueden perfeccionar y que son la consecuencia de las verdades que nos hace creer. No es suficiente creer, hace falta meditar en el corazón lo que creemos, sacar conclusiones y responder coherentemente. Por ejemplo, la fe nos dice que Nuestro Señor es a la vez Dios y Hombre y lo creemos. De aquí sacamos la conclusión de que debemos amarlo sobre todas las cosas, visitarlo a menudo en la Santa Eucaristía, prepararnos para recibirlo y hacer de todo esto el principio de nuestros deberes y el remedio de nuestras necesidades. Pero cuando nuestro corazón está dominado por otros intereses y afectos, nuestra voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios, tendríamos una fe profunda y perfecta. Modestia, Templanza y Castidad La modestia nos ayuda a regular los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y además dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de Dios. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados, apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene, lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión y el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto

al maná. La presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más claridad que vemos los colores a la luz del mediodía. Las virtudes de templanza y castidad dan un alto a los placeres del cuerpo, reprimiendo los ilícitos y moderando los permitidos. La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los excesos que pudieran cometerse y La castidad regula o cercena el uso de los placeres de la carne. Los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor a su cuerpo, que las tentaciones cesan y lo mantienen sin trabajo en perfecta sumisión.

El Espíritu Santo actúa siempre para un fin: nuestra santificación que es la comunión con Dios y el prójimo por el amor.

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Sección de Oraciones. Acto de Contrición. Dios mío, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy y me pesa de todo corazón, porque con ellos yo he ofendido a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar y confío que por tu infinita misericordia me has de conceder el perdón de mis pecados y culpas y me has de llevar a la vida eterna. Amén. Padre Nuestro. Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; y perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación; mas líbranos del mal. Amén. Ave María. Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo bendita eres entre todas la mujeres y bendito el fruto de tu vientre Jesús

Santa María, madre de Dios ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Amén. La Salve. Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clemente! ¡oh piadosa! ¡oh dulce Virgen María! V. Ruega por nosotros santa Madre de Dios… R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo. Amén. Dulce Madre. Dulce Madre no te alejes, tu vista de mi no apartes. Ven conmigo a todas partes y solo nunca me dejes. Ya que me quieres tanto como verdadera madre, Haz que me bendiga el Padre, el Hijo y Espíritu Santo. Amén. Gloria al Padre. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,

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por los siglos de los siglos. Amén. Credo de los Apóstoles. Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo; la Santa Iglesia Católica, la comunión de los Santos; el perdón de los pecados; la resurrección de los muertos; y la vida eterna. Amén. Yo confieso. Yo confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros hermanos,

que intercedáis por mí ante Dios, Nuestro Señor. Amén. Ven Espíritu Santo Ven, Espíritu Santo, Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu. Que renueve la faz de la Tierra. Oración: Oh Dios, que llenaste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo; concédenos que, guiados por el mismo Espíritu, sintamos con rectitud y gocemos siempre de tu consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. Ven, Espíritu Creador. (Autor: Papa Juan Pablo II) Ven, Espíritu Creador, visita las almas de tus fíeles y llena de la divina gracia los corazones, que Tú mismo creaste. Tú eres nuestro Consolador, don de Dios Altísimo, fuente viva, fuego, caridad y espiritual unción. Tú derramas sobre nosotros los siete dones; Tú, el dedo de la mano de Dios; Tú, el prometido del Padre; Tú, que pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.

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Enciende con tu luz nuestros sentidos; infunde tu amor en nuestros corazones; y, con tu perpetuo auxilio, fortalece nuestra débil carne, Aleja de nosotros al enemigo, danos pronto la paz, sé Tú mismo nuestro guía, y puestos bajo tu dirección, evitaremos todo lo nocivo. Por Ti conozcamos al Padre, y también al Hijo; y que en Ti, Espíritu de entrambos, creamos en todo tiempo., Gloria a Dios Padre, y al Hijo que resucitó, y al Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén. Alma de Cristo (Autor: San Ignacio de Loyola) Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti Para que con tus Ángeles y Santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén. Oración al Ángel custodio. Ángel de Dios, tú que eres mi custodio: Ilumíname, guárdame y defiéndeme, Puesto que a ti me ha confiado la bondad divina. Amén.

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