Casas Muertas

Casas Muertas- Miguel Otero Silva Si quisiéramos seguir el rastro de aquello que, en la literatura latinoamericana del

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Casas Muertas- Miguel Otero Silva

Si quisiéramos seguir el rastro de aquello que, en la literatura latinoamericana del siglo XX, puede ser algo así como la figura de los pueblos fantasmas, derruidos u olvidados espacial y temporalmente, de seguro que tendríamos dos grandes referencias. En primer lugar, el Macondo de García Márquez en Cien Años de Soledad y, por supuesto, el Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Quizá, sólo un grupo menos amplio de lectores, señalaría también en esa lista el Ortiz, de esta historia de Otero Silva, Casas Muertas, que aún cuando fue publicada por primera vez en 1955, no ha gozado del mismo reconocimiento que aquellas otras dos novelas. Sin duda que Miguel Otero Silva es uno de los escritores más ilustres que ha tenido Venezuela. La novela Casas Muertas, no debe su importancia para las letras latinoamericanas al simple hecho de constituir la primera obra en prosa de Otero Silva –después de sus poemarios Fiebre (1931) y Agua y Cauce (1937)-, o al de haber vendido más copias que cualquier otra novela, sino, más bien, al de inaugurar para buena parte de esos nombres que van a estar codeándose durante el “boom”, un tipo de obra en donde las preocupaciones por la existencia de los pueblos y, estrictamente, de aquellos relegados, periféricos y en proceso de desaparición, ocupa el centro de la reflexión. Una reflexión que, la mayoría de las veces, está supeditada a los problemas culturales y políticos de esas zonas marginadas a donde no llega otra cosa que una niebla de silencio y destrucción. Según lo expuesto anteriormente podemos decir que en la novela Casas Muertas de Miguel Otero Silva, el poblado de Ortiz, ubicado en el estado venezolano de Guárico, es el escenario de ficción, y también una de las regiones del interior desatendidas por completo por el Gobierno de Juan Vicente Gómez (1908-1935), sólo preocupado por la élite capitalina. Este pueblo en Guárico, el corazón de la nación yace moribundo, cada día desmoronándose, con sus habitantes muriendo por las epidemias del paludismo y la hematuria. Ortiz es un pueblo olvidado: “una casa muerta entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida”. La maleza se apodera de todos los espacios: la iglesia, el hospital, la plaza. Las pestes se suceden sin dar tregua, primero la fiebre, luego el paludismo, después la hematuria y las úlceras. La naturaleza se ensaña contra él, ora por sus lluvias inclementes, ora por soles que queman la piel hasta cuartearla. Niños, mujeres y ancianos mueren a diario víctimas de enfermedades, a veces dos, otras cinco, muchos en un mismo día. A la escuela no va nadie, y si va, es sólo para

entretener las llagas del cuerpo o el dolor, porque no es una cuestión que sea útil para un lugar que se encuentra en todas formas incomunicado. Hace tiempo que dejaron de venir los turistas, o de celebrarse las fiestas en donde se bailaba y tiraban cohetes. Los caminos que conducen a él se han borrado y el único que se mantiene completamente limpio de las yerbas nacientes, y muestra relucientes sus piedras, es aquel que sube hasta el cementerio, porque a diario se transita. Es algo así como un pueblo maldito en donde apenas pueden verse unas personas, bien porque están postradas a una cama sin posibilidad de largarse, bien porque a fin de cuentas se trata de su tierra y, por lo mismo, no quieren dejarla. Pero sucede que, aun en este paisaje desalentador y moribundo, la vida continúa, y se gestan romances y envidias y se sigue trabajando en los campos para poder sobrevivir. El personaje principal es una joven llamada Carmen Rosa, que desde el comienzo muestra su visión por el progreso del pueblo. Carmen Rosa nace cuando el pueblo de Ortiz ya había comenzado a desplomarse. Entre ruinas dio sus primeros pasos y ante sus ojos infantiles fueron surgiendo nuevas ruinas. Desde su niñez vive en un ambiente lleno de desesperanza y olvido, pero esto no impide que muestre desde su adolescencia su visión de progreso. Carmen rosa prefería reconstruirse a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar las cosas deshabilitadas y celebrar grandes bailes en “landuñera”. Casas Muertas inicia su historia con el entierro de Sebastian, un muchacho de apenas veintidós años, habitante de un pueblo cercano, que conoció el amor en aquel grotesco conjunto de calles fantasmales, esto quiere decir que un entierro es de lo más común en Ortiz, mostrando así la desolación de este pueblo que todos los días muere poco a poco. Carmen Rosa, la muchacha que atiende “La Espuela de Plata”, una de las dos tiendas que quedan en el pueblo, lo conoció cuando Sebastián fue una tarde a Ortiz a apostar a los gallos, y desde entonces se prendieron y soñaron juntos. Para ese entonces quizá se pensaron fuertes, pero lo cierto es que la peste también alcanzó a este muchacho rozagante y lo único que podemos hacer, mientras Carmen Rosa continúa llorando a lo largo del libro, en un suspenso inquietante, es echar un vistazo atrás para conocer la historia de Ortiz, que no siempre fue un sitio sepulcral, y que ha vivido del pasado como ningún otro pueblo del llano. Iremos atrás hasta dos pasados diferentes: uno lejano, que no es otro que el de los tiempos faustos, memorables, cuando Ortiz tenía orquesta y cura italiano, y era la admiración de los pueblos circundantes, cuando lo habitaban personajes de alta alcurnia y las fiestas se prolongaban largos días; y otro pasado un poco más cercano, que es tanto como la vida misma de Carmen Rosa, porque

ella nació cuando las primeras pestes ya se habían asentado, y aquí vamos a conocer la manera en la que crecían los niños: que se divertían sacando calaveras de las tumbas, que a trancazos iban creciendo entre tanta muerte, aprendiendo las lecciones de la escuela, oyendo hablar sobre el pasado al cura Pernía, al señor Cartaya, o a don Epifanio; y que un poco más grandes, también se enamoraron y oyeron de revueltas y revoluciones, de dictaduras y de tantas otras cosas.

Pero el recorrido es sólo una vuelta atrás, con la cual no es posible escaparse del presente, de modo que terminamos nuevamente sobre el hecho del inicio: la muerte de Sebastián, el llanto de Carmen Rosa, quien después de ver casada a su hermana, muerto a su padre, muerto a su novio, muerto al tendero que le contaba historias cuando niña, escucha mencionar algunas palabras a Oligario – uno de los criados de su difunto padre- sobre los lugares en donde se están fundando nuevos pueblos, en las cercanías de las explotaciones de petróleo, y como aquello parece interesarle y ella es tan joven, decide reunirse con su madre, doña Carmelita, el cura, Cartaya y su profesora Berenice –a quien tanto quierepara conocer sus opiniones, porque ha llegado el momento de decidirse frente al destino que la inquieta: zarpar hacia un mundo nuevo plagado de estafadores, mujerzuelas y contrabandistas, sin nada a lo cual poder llamar propio, o, por el contrario, quedarse para perderse entre las murallas de un pueblo abocado a la miseria y el olvido. Como en todo pueblo fantasma, en Ortiz la única manera de darse cuenta que los días van pasando es merced a la muerte de la gente. Todo lo demás parece quieto, monótono, imperturbable. Ni siquiera es posible reconocer ya, qué día es este o aquel. Cuando Carmen Rosa se enamora de Sebastián que viene a Ortiz todos los domingos hay una referencia, pero fuera de eso, y para los demás, un día es un día, y entre ellos no existen diferencias Cada cosa es igual siempre: las clases del colegio, las ventas en “La Espuela de Plata”, las discusiones con el masón Cartaya, los entierros de las nuevas víctimas y los borrachos de las tiendas. Lo único que puede llegar a significar una novedad en Ortiz son los difusos carros que a veces cruzan por la carretera rumbo a Palenque, un sitio en donde se obliga a trabajos forzados a todos aquellos que en Caracas, o las grandes capitales, se atreven a contradecir las opiniones del dictador Gómez –referencia a Pérez Jiménez-. En esos carros van las familias de los estudiantes condenados, o de los otros reos, a ver si sus hijos o hermanos todavía viven, a ver si pueden hablar con ellos aunque sea un poco. Sólo esto. A veces algunos corrillos que vienen desde lejos: en tal sitio se armó Fulano, en tal otro se unieron a Mengano, las guerrillas que van formándose para contrarrestar la

ofensiva represora. Pero eso suena lejos y, en últimas, es cuestión que interesa a 2 o 3 personas en el pueblo.

Lo cotidiano no es, como en otros tiempos, la música y el canto, los cohetes, las fiestas, las misas en latín, sino esa desesperanzadora cadena de sucesos funestos Es de esperarse que cuando una plaga o una peste arremete contra un pueblo, por más alejado que se encuentre de las ciudades populosas, reciba del gobierno algún tipo de ayuda. Pero Ortiz está abandonado a su suerte. Nada se sabe del gobierno excepto que lo dirige un tirano de apellido Gómez; nada se sabe excepto que aquel manda, a quienes no están de acuerdo con sus decisiones, a morir más allá de los llanos en donde queda el pueblo. En Ortiz no hay alcalde o gobernadores, no hay juntas o asambleas, apenas una ordenanza civil, venida a menos, que el mismo Gómez mandó a ese sitio alejado para que no tuviera que pagar a la justicia un asesinato cometido. Tampoco hay médicos, ni grupos caritativos: Ortiz parece perdido en medio de la nada. Sin embargo, de a raptos aparecen representantes del poder público para, qué magnifica ironía, hacer, por ejemplo, exámenes a los niños de la escuela, y conocer su nivel respecto de los hijos de los burgueses bien alimentados, y claro, los profesores ya conocen los resultados de antemano. Bueno, y finalmente, cómo no podría aparecer el Estado si no es con un grupo de estudiantes presos, en un bus enrutado hacia Palenque, condenados ellos a enfermarse o morir. Allí mismo, la segunda y última vez que aparece por Ortiz algo que se sepa que viene del gobierno: nada más que un bus que se detiene en una tienda para dar algo de tomar a los soldados y los presos, pero suficiente para dejar la estela, entre los pocos habitantes del pueblo, de una injustita cometida contra todos aquellos que no permiten callarse la boca. Un breve destello del gobierno, una pasada apenas, y ya hay una inquietud en Sebastián, quien comprende que un grupo de muchachos no puede ser condenado a morir, y por eso, el pequeño encuentro entre él y los estudiantes será decisivo para formar su espíritu revolucionario y empezar a gestar un movimiento disidente con personas de otros pueblos; pero qué cosas tiene Ortiz, mientras Carmen Rosa pensaba que lo más posible era que su novio muriese por enrolarse en cuestiones políticas, totalmente ajenas a la tradición del pueblo, Sebastián no muere de ello, sino de una contundente fiebre fría. Acaso, como dice Carmen Rosa, mientras muere un pueblo, nace otro en alguna parte. Es decir, mientras muere Ortiz, está naciendo en otro lado –quizá

hacia el oriente- alguno otro. Pero qué difícil resulta despegarse de donde uno ha vivido, porque, a fin de cuentas, ese paisaje de puertas tiradas por los suelos, de pasto creciendo hasta en las tejas de las casas, de muros casi caídos y pintura corroída, de niños con llagas en sus manos, y hombres con heridas putrefactas, a fin de cuentas, ese paisaje es lo propio. Aventurarse hacia otro destino, sin saber la suerte qué depara, es todo un reto para los hombres que se acostumbran a cierto estado de las cosas. La muerte, para los ortizeños se ha convertido en una condición connatural, se asume sin más, a menos de que se haya tenido la valentía para escapar de ella cuando se presentó por vez primera. Al morir Sebastián, Carmen Rosa, en medio de su dolor, empieza a soñar con otros pueblos donde se vea algo más que entierros. Su idea de progreso y de tener un mejor futuro la lleva a irse de su pueblo natal, porque ella “no estaba dispuesta a derrumbarse con las últimas cosas de Ortiz” Otero Silva encuentra la manera de insertar aquí lo satírico dentro de lo que consideramos el ideologema que opone pueblo y clase dirigente. Se trata del tema de los “derechos constitucionales del venezolano”, los cuales en este pueblo no se conocían porque ellos no tenían derecho ni a la misma vida, a causa de las enfermedades que siempre los acechaban. Todos los alumnos fracasaron con la excepción de Carmen Rosa quien presenta la prueba oral y la pasa, pero al final ella se da cuenta que sola ha llegado a un quinto grado que no existirá jamás en este pueblo de muertos. Después llega el día en que Carmen Rosa decide irse de Ortiz y la señorita Berenice le pide que se quede a enseñar en la escuela con ella. Carmen Rosa responde: ¿Quiere que le cuente con los dedos los niños de este pueblo? Cuatro muchachos barrigones, cuatro muchachos con llagas, cuatro muchachos descalzos, cuatro muchachos enfermos, es todo lo que nos queda. Con este razonamiento de Carmen Rosa, Miguel Otero Silva nos recuerda una vez más el descuido criminal del gobierno hacia la salud del pueblo, de la nación. Desde el punto de vista del gobierno, todo lo sucedido parece muy natural, ya que a semejante gobierno no le “conviene” un pueblo educado y sano que pueda revelarse y causar dolores de cabeza – nuevamente recordamos a Sebastián. El texto está en continuo movimiento pendular cuyo aire es el ideologema y cuyo clima es la pugna constante de lucha de clases para un progreso. En este sentido, la novela está atravesada por el antagonismo social entre pueblo y clase dirigente, y ello tiene como principal función mostrar la realidad venezolana de la época en que la novela misma irrumpe en las letras nacionales.

El ideologema del olvido y el progreso se inserta en el discurso narrativo del texto implantando la visión de progreso en los personajes principales. Estos reclaman la verosimilitud del pueblo venezolano. Desde el contexto sociohistórico, el posicionamiento del autor, como cualquier otro ciudadano, es protagonista presencial. Se nos muestra una sociedad de enfermos, donde los malos y los buenos no existen, sólo hay enfermos. La única persona que goza de salud es Carmen Rosa quien finalmente se va del pueblo hacia Oriente a tomar parte del nacimiento de un pueblo que pareciera ofrecernos gente sana y emprendedora (pero esto no se sabe). Es por ello que en dicha novela la lucha por el progreso, sigue aún para nosotros los venezolanos más vigentes que nunca. La novela es una narración extensa, por lo general en prosa, con personajes y situaciones reales o ficticias, que implica un conflicto y su desarrollo que se resuelve de una manera positiva o negativa. Ágil y profundamente irónica, Casas Muertas es el retrato no de una época, sino de una sociedad que todavía hoy persiste, de una estructura que permite el abandono, el sentirse como una espiga frente a un tractor, y que sometiendo a ultranza su espíritu humano, lleva al hombre a formularse una pregunta tan sencilla como profunda: ¿construir algo mientras alrededor todo se destruye?.

República Bolivariana De Venezuela Ministerio Del Poder Popular Para La Educación U. E “Colegio 19 de Abril” Cabudare- Edo. Lara

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