Carlos Zanon - El Gato Con Botas de Gamuza Azul

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El 50% de lo que usted paga por este libro va directo al escritor, sin el cual no existiría. Para que usted pueda leerlo ha sido necesario el trabajo de un escritor, un editor, una correctora, un técnico en digitalización, una diseñadora web, un webmaster y un productor. Si lo piratea, ya sabe a quién roba. Si nos roba, mejor no nos lea. No va a entenderlo.

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Carlos Zanón Nacido en Barcelona en 1966, es poeta, novelista, guionista, articulista y crítico literario. Desde finales de los ochenta ha publicado cinco volúmenes de poemas que le han valido los mayores elogios y prebendas de la crítica especializada además de aparecer en varias antologías. Debuta como novelista en 2008 con Nadie ama a un hombre bueno y lanza en 2009 Tarde, mal y nunca con la que obtiene el Premio de novela negra Brigada 21. Obras: El sabor de tu boca borracha (1989); Ilusiones y sueños de 10.000 maletas (1996); En el parque de los osos (2001); Algunas maneras de olvidar a Gengis Khan (Premio Valencia de Poesía 2004); Nadie ama a un hombre bueno (2008); Tictac tictac (2010); Tarde, mal y nunca (RBA, 2010, Premio Brigada 21).

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Carlos Zanón

El gato con botas de gamuza azul

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Cuando mi padre murió me dejó por toda herencia un gato. El gato se llamaba Elvis y calzaba unas bonitas botas de gamuza azul. No me pareció bien ni mal que ésa fuera toda mi herencia ni que mis dos hermanos hubieran heredado la fábrica y las casas, las acciones en no sé qué corporaciones o el apartamento de S’Agaró. Yo tenía el gato. Nunca fui muy hombre de familia. Tampoco de animales. Pero ahí estábamos el gato y yo. Una mañana le escuché cantar ‘Heart of Rome’ y entendí por qué mi padre lo llamó Elvis. Estaba en el balcón, donde tenía la arena y los comederos. Andaba acabando con lo suyo. Sepultando la reciente y apestosa defecación. Yo hice por no sorprenderme. Toda mi vida había visto gatos hablando en la tele. Don Gato, Jinks, Silvestre. Lo raro es, si lo piensas, que el resto de gatos que te encuentras en callejones y en casas de amigos no te hablen ¿no?

—Hola. —Hello. —No jodas que solo hablas en inglés. —Bromeaba. —Oye, si no te gusta la comida que te compro… —No, no, está bien. La de salmón mola. —Okey.

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No dije nada más y eso pareció intrigarle. —Oye, ¿no te sorprende que hable? —No, para nada. ¿Acaso no puedo yo maullar? —Nunca lo había visto así –confesó. —… —¿Maullarías por mí? Lo hice. —¿Así que te gusta cantar? –le dije–. ¿Qué tal Got my Mojo working? —Necesitaré tus palmas. —Las tienes –sentencié.

La vida fue pasando con uno más en la casa. Elvis desaparecía y volvía al cabo de unos días. Yo no preguntaba. Él no daba explicaciones. Compartía el piso con nosotros mi novia de entonces, Dalia, una dominicana ni muy guapa ni muy fea, tampoco muy alegre ni muy triste. Nos habíamos conocido una noche en un garito de baile y farlopa, con reservado de sillón en la parte de arriba del local, frente a un ventilador direccionable que solo direccionaba a mi cogote. Aquel polvo urgente empezado en el sofá y acabado en el lavabo fue bueno. Tanto que la invité a vivir en mi casa. Luego todo fue distinto. Ya no hubo polvos tan buenos. A veces me pregunto si la mujer que vino a mi casa fue la misma con la que me refregué aquella noche. A partir de vivir juntos el sexo fue silencioso y lánguido como otro día más en la oficina. Al menos la convivencia no era mala. Ella

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cocinaba cualquier cosa que se le ponía por delante siempre, eso sí, con papas y yo limpiaba, hacia lavadoras y traía la comida desde el súper donde trabajo. A Elvis, Dalia no le agradaba. Y a Dalia tampoco le molaba Elvis.

—No te gusta el gato, ¿verdad? —Es un gato: pelos, malos olores, sofá ocupado. —Podemos hablar de eso. Como una pareja normal. —¿Para qué? ¿Vas a desembarazarte de él? No. Es lo único que te dejó tu buen padre. —Lo dices con ironía. —Para nada. Pero quizás deberías preguntarte por qué a tus otros hermanos les dejó dinero, casas, todo aquello que permite vivir mejor y a ti, un gato. —Ya sé por qué. A ellos les quería y a mí me adoraba. La risa de Dalia fue negra y seca, como un esputo malo, de esos que escondidos en un pañuelo señalan o peste bubónica. —Mi padre sabía que yo me valía por mí mismo y… —Juan, eres reponedor del Merca… —Mi padre era un hijo de puta, okey. No te voy a discutir eso pero reconocerás que tener a un gato con botas de gamuza azul que te despierta cada mañana entonando ‘Crawfish’ tiene su punto. —No se lo veo, tío –los sudamericanos creen que los españoles nos pasamos el día diciendo ‘tío’ y, tío, es verdad.

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—¿Sabes cuál es tu problema? —No. —¿Sabes cuál es vuestro problema? —¿Nuestro? —Sí, como país, como continente. —¿El colonialismo, las grandes corporaciones, el analfabetismo, la ausencia de autocrítica, los Estados Unidos…? —No, que en el fondo no os gusta el rock and roll. Ése es el puto problema. No lo admitís pero no os gusta. Inventasteis la salsa para destruirlo pero fracasasteis. Dalia se rió esta vez con algo más de energía y acabó de vestirse. Luego, marchó del piso cantando canciones de Juan Luis Guerra y otros idiotas. Elvis estaba en la galería. No dijo nada al principio. No hacía falta. Pero se veía que estaba conteniéndose.

Al cabo de unos minutos: —Girls, girls, girls. —Tío… —Perdona. ¿Qué es reponedor? —El que repone lo que se acaba. —¿Y se gana mucho siendo reponedor? —No. —Vaya.

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Dalia regresó aquella noche. Me hizo mi plato favorito a modo de armisticio pero yo sabía que la suerte estaba echada. Que se iría. Sino mañana, pasado. Mientras cenábamos le miraba las tetas como si tratara de memorizarlas, de no olvidarlas para rememorarlas en mi próxima soledad. Aquella noche hicimos el amor. No había cariño ni mucho menos pasión pero sí por su parte algo de agradecimiento, de pago de deudas entre amigos a los que, sin ellos saberlo, su único nexo es esa cuita. A los tres días ya no tenía novia.

El primer sábado de soltero llamé a un amigo y a otro y nada. Suele pasar. Cuando estás jodido todo el mundo tiene novia o va a ver a su madre al hospital. Miré la tele. Desde el punto de la sobremesa hasta las diez de la noche, deglutiendo mierda y películas de hombres de verdad, algo gallitos, de acción, siempre yendo hacia algún sitio. Lamenté haber librado ese sábado. Si trabajaba estaba ocupado y al menos vería a Jenny, la dependienta de Perfumería más enana y más sexy de todos los supermercados del mundo. No conseguía imaginármela en acción conmigo pero aún así me gustaba. Estaba enamorado. Mejor confesarlo de inmediato. Enamorado como un imbécil. De ella y un poco de su novio, Raúl, alto, pelo grasiento, nacionalidad meridional y Honda CMX segunda mano. Verlos alejarse del súper con el culo puntiagudo de aquel metro y nada de Jenny señalando a la Meca de mis frustraciones era como tener cemento en los pulmones. Raúl también trabaja en el súper. Sección de Congelados. A eso de las diez llamó Dalia con la excusa de saber cómo andaba. —Bien. Supongo que bien. Te añoro –le dije porque era algo verdad pero sobre todo porque andaba aburrido. —No te lo vas a creer. Yo también. ¿Quieres que…?

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La comunicación se cortó. Miré el soporte del fijo y vi una pequeña bota azul sobre la tecla del game over. Traté de golpear a Elvis, él arqueó el lomo, zarandeó sus caderas en un tic familiar y sacó las uñas. —Hazte de rogar. —¿Para qué? ¿Para acabar pagando las llamadas? —Se ha ido ella. Vuelve ella. ¿Qué papel tienes en esta historia? ¿Reponer lo que falta? —Cabrón. —Vístete. Hoy salimos. He quedado con unos amigos. —¿Gatos? —Claro, tío. —¿Y qué voy a parecer yo? ¿Cruella de Vil en versión minino? —Nunca llames minino a un gato. Primera regla. —De acuerdo. —Parecerás el tío más cool de la ciudad. El Rey de la Ciudad. —Vale, me ducho y… —Nada de ducha. Si te duchas no pillas. Esto es así. Siempre es así. Desde el principio de los tiempos. Pero parece que lo habéis olvidado y así os va. —Me lavo la cara y dientes. —Eso sí. ¿Tienes coche?

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Pasamos a buscar a un par de gatos finos, Leiber & Stoller, y a una locaza, en los bajos de una peluquería, que no dejaba de gritar aunbabalubabalambambú cada vez que nos saltábamos un semáforo en rojo. Conducía yo. Elvis iba a mi lado buscando emisoras con el dial. Pillamos el inicio de una de las primeras grabaciones de Dion y los Belmonts.

—Este tío, Dion Dimucci me gusta. —Sí, otro gigante.

A Leiber & Stoller también les gustaba. No puedo decir que la gente no nos mirara al pararnos en semáforos y demás, pero sin tampoco mucha sorpresa. Supongo que la globalización tiene estas cosas. Le pregunté a Elvis a dónde íbamos y me dijo que al Badlands. Lo conocía.

—¿Te gusta ser un perdedor? —Yo no… —Pero lo eres. No tienes novia… —La tenía. —No, ella te tenía a ti. Es muy distinto. Tenía tu casa y tu dinero y… —No… —Contéstame a una pregunta. ¿Te arañó la espalda alguna vez?

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—No. —Entonces no tenías novia. —Bueno, sea como fuere, ya no está. —Sigamos: sin novia, un trabajo en el que eres el último eslabón y seguro que andas enamoradillo de la mujer de tu jefe o de tu jefa o la Reponedora Jefa. —Vas de listo, Elvis, pero te equivocas. Me gusta mi trabajo. —Eres un pringao. En la radio empezó a sonar Are you losenome tonight? Elvis no pudo renunciar a cantar más y mejor con el coro gatuno a mis espaldas. Cuando acabó la canción, le espeté: —Vaya manera de animarme. —Soy un gato. Los gatos somos realistas. —No me creo que a mi padre le dijeras las mismas cosas. —Otras. Él sabía hacer negocios. Bueno, sabíamos. La pregunta es si quieres. —¿Si quiero qué? — Mejorar. Tener lo que deseas. Esas cosas. —Claro que sí. —Déjame ayudarte. A tu padre le hubiera gustado, si no, no me hubiera dejado en herencia al menor de sus hijos. —¿Cómo vas ayudarme? —Tú obedéceme en todo. La gente no hace dinero y tiene chicas

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maravillosas treinta años más joven que ellos por ser honrados, sinceros y amables. Sino por ser todo lo contrario y que los demás lo intuyan, lo sospechen pero nunca lo pillen. El vicio, el error no está en ser ladrón, tramposo o asesino, sino en que te pillen con las manos en el pastel. ¿Entiendes? —No hagas eso con el labio. —¿El qué? —Eso. —Es intuitivo. —De acuerdo. Estoy en tus manos. Haré lo que me digas. —Buen chico. ¡Niños –se refería a sus amigos–, ya hemos llegado! ¡Abajo y sed malos! —No sé si nos dejarán entrar. —Conozco al dueño. —Oh, por supuesto, Elvis ¿cómo no? —¿Cómo se llama la chica? —Jenny. Tiene dueño. Sección de Congelados. —Te equivocas. Tendrás pretendiente pero solo un Rey: tú.

El domingo fue de resaca pero el lunes, al volver por la tarde del trabajo, el gato me puso un lápiz y un papel encima de la mesa y me dijo que le dibujase el organigrama del supermercado. Cargo. Nombre y apellidos. Estaba Johnny Bernardo, mi supervisor directo. El de Compras, Jordi. El Delegado, Julián, y luego el de

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Zona, un tipo al que no conocíamos ni habíamos visto nunca más allá de una foto en un panel. Elvis le llamó X. Por encima de todo estaba el Supremo Amo, el Señor Mercadona. Su existencia era la de Dios para los creyentes. Si creías, no era necesario verlo. Tenías que tener suficiente con la fe. ––Los de debajo de X son fáciles. ––¿Fáciles para qué? ––Tienes que ir subiendo peldaños. Y no de uno en uno sino de tres en tres. ––¿Cómo? ––Ya verás. ¿De X, tenemos algo? ¿Un teléfono, un móvil…? ––Un correo electrónico. —Bien. —Es uno generalista pero en teoría le llegan. —¿Tienes ordenador? —Claro. —Enciéndelo.

Mientras se ponía en marcha el viejo artefacto, el gato me dijo que había vuelto a llamar Delia. ––¿Qué ha dicho? ––Preguntaba por ti. Le he dicho que llame a tu móvil. ––Es que no lo encuentro. Lo debí haber perdido la otra noche

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en el Badlands. ––Bueno, mejor. ¿No estarás pensando en volver? ––No mola estar solo. ––Ya pero, ¿cuándo quieras traer aquí a Jenny cómo le explicarás lo de Delia…? Aunque eran tonterías me gustaba oírselas decir. Además tanta seguridad no podía tener más resultado que el éxito. Yo nunca había tenido tanta seguridad en nada. Ni en saber que estaba vivo. ––¿Seguro que la tendré? —Seguro.

Aquello tardaba un mundo en arrancar. Paciencia. De todos modos tenía tantas preguntas que hacerle que siempre aprovechaba estos tiempos muertos para hacérselas.

—En los 70, ¿sí? —Los 70. —¿Por qué crees que aceleraba tanto las canciones? —En esa época el r’n’r era un apestado. Tener marcha, actualidad, era ir deprisa. Había que diferenciarse de lo melódico. —No me gusta que acelere All shook up, por ejemplo. Pasa de ser de un erotismo imparable a un jingle publicitario. —All shook up: Leiber & Stoller.

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––No, Blackwell. A ver, escribe y no preguntes. —Vale. —Vas a dirigir un mail al señor X. Es breve. Tienes que poner lo siguiente. Distinguido señor tal, bla,bla,bla… me muestro sorprendido y molesto por el mail que me ha hecho llegar entiendo que por error o como una prueba trampa para conocer de mi fidelidad a la empresa en la que trabajamos como lo haríamos en una gran familia. Estoy en contra de su iniciativa, si es que va en serio, y tomaré las medidas oportunas para limpiar el buen nombre de Mercadona por tratarse de una empresa modélica que da tantos puestos de trabajo como el mío y el suyo. Firma con tu nombre y rango de Reponedor de Mercadona de Barcelona C/Valencia/Castillejos. Envíalo. Dudaba. No entendía. Confiaba pero… Una pezuña lo envió por mí. ––Decisión, joder. ––Señor Defensor del Pueblo, Síndic de Greuges, Ministra de Igualdad y Amnistía Internacional, Conseller de Cultura, Archivo de Salamanca… ––Pero… ––No questions, man. ––Vale. Las cartas a esos organismos no las enviamos. Sino que las imprimimos casi en los mismos términos unas y otras. La diferencia es que a unos poníamos en solfa y se denunciaba que a qué poner ese término de Mercadona tan sexista en los tiempos que corren. O sea, ¿que el reparto de papeles domésticos aún tenía al ama de casa que baja al colmado a comprar la comidita 16

para su maridito e hijos? En otros, el énfasis se ponía en el sector lingüístico. ¿Estábamos en una sociedad con dos idiomas oficiales o no? Cómo mínimo debería publicitarse como Mercadona/Mercamujer. Era de justicia. Aquello era el fin del mundo. Yo no enviaría esas cartas. ––¿Y ahora? ––Paso a paso.

A los dos días, Elvis me dijo que me acompañaría al trabajo. Fuimos en coche. Lo aparqué en el propio parking del trabajo. Al salir se escondió en mi chaqueta. Llegué, por sus indicaciones, un poco más tarde de lo que me correspondía. Fui a los vestuarios y allí saltó Elvis de mi chaqueta al suelo. Me pidió que, una vez cambiado, saliera a trabajar. Si no veía lo que iba a hacer no sería cómplice. Menuda chorrada. Él era un gato yo su dueño. Siempre sería responsable de sus actos. Otra cosa era que un felino llamado Elvis reconociera o aceptara algo así. Quedamos a la hora de comer en el aparcamiento. Así lo hice. Me subí al coche y Elvis andaba sentado a mi lado, ufano y divertido.

––¿Vamos a casa? ––No. Coge Rondas. Hasta Santa Coloma. Potosí. ––Tú guías. ––Yo guío. Estuvimos unos minutos en silencio. Pasamos a toda velocidad por el litoral. El gato bajó la ventanilla y dejó que el aire caliente

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y húmedo le erizara el pelo.

—La vida, eh, mola. —Sí. —El viento, la lluvia, la música. Todas esas cosas te hacen sentir vivo, eh, ¿qué me dices? —Sí, supongo que sí. No sé. A veces tengo la sensación que llevo tanto tiempo muerto que ya no sé distinguir un estado de otro. —Eres un triste y no lo entiendo. ¿Acaso no estás enamorado? ¿Qué más quieres? Los gatos nos ponemos tristes y azules como decía aquel retrasado cuando no estamos enamorados. ––No da mucha alegría estarlo de la novia de otro. Inevitablemente, Elvis tarareó los primeros compases doo wop de ‘The girl of my best friend’. ––Todos estamos enamorados de la mujer de otro. A veces coinciden en el tiempo, pero las hembras tienen un tipo en la cabeza y has de encajar en ese molde. ––No sé. ––Estar enamorado, aunque sea en la distancia es mejor que no estarlo o de tirarte una tía distinta cada tres horas. ––Es lo que hacéis los gatos. ––Mucha leyenda hay. ––Y Elvis.

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––Nada de leyenda hay. ––¿Estaba muy solo, verdad? ––Sí, era el hombre más solo de la tierra. Rodeado de gente que le adulaba, que le reía todas las gracias, que le servía en bandeja la carne que se quería comer. ––Como un rey medieval, gordo y borracho, triste y melancólico. ––Elvis redimió a los gordos. No lo olvides. Fue de sus últimas contribuciones a la Humanidad. Gira por aquí. Aparca en un parking cerrado. Allí mismo. ––¿A dónde vamos? ––A vender material robado. ––¿Pero qué…? ––Recuerda lo que me dijiste. Yo mando y tú obedeces. ––No quiero acabar en la cárcel. ––Confía, man. El maletero del coche estaba a reventar de bolsas de dos o tres tiendas de material electrónico. Allí había wii, ordenadores portátiles última generación, juegos de Play, Blue-Ray y demás. Cogí las bolsas y seguí al gato. La tienda estaba desierta pero aún con todo el chino que nos recibió, nos hizo pasar a la oficina de dentro. Elvis me pidió que dejara las bolsas. El chino echó un vistazo. Hizo una oferta y el gato la aceptó con un ronroneo. Cogió los billetes los abrió en dos como una baraja de cartas y devolvió al chino una de ellas. Éste rió. Al salir una de las hijas del chino hizo un recibo que Elvis se guardó en una de sus botas azules.

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––Volvamos al curro. ––¿Pero qué…? ––Calla y espera. Volví al trabajo y Elvis volvió a saltar de su escondite en mi chaqueta al interior de los vestuarios. Cinco minutos antes de las nueve teníamos unos Mossos d’Esquadra en el súper. Esperaron que los clientes se fueran. Llamaron a Johnny el supervisor, a Jordi el de Compras, a Raúl y al Delegado de Zona, Julián. A mí nadie me avisó. Jenny andaba llorando detrás de cajas de perfumes y desodorantes. Me acerqué a ella.

––¿Qué pasa Jenny? ––No lo sé. Ha venido la poli. ––¿Y? ––Dicen que ha habido un robo o algo así. Han llamado a todo el mundo. Incluso a Raúl. ––¿Dónde están? ––En el vestuario. ––He de cambiarme. Voy a ver si me entero algo. —¿Me dirás algo? –me pidió poniendo su mano, cálida y pequeña, que me llenaba de vida cuando lograba olvidar que con esa misma mano hacía pajas a Raúl. ––Sí, sí… ––Me espero que se aclare todo antes de llamar a mi padre.

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––¿Tu padre? ––Sí. No entendí para qué demonios necesitaba llamar a su padre. Uno de los policías me cerró el paso. Le dice que mis cosas estaban dentro. Di mi nombre. El poli entró a pasar el recado. Al rato estaba dentro del vestuario. Estaban todos los convocados, un par de mossos y un señor que llevaba la voz cantante, trajeado y que no había visto nunca antes. No detuvo su diatriba ni por un momento. ––Mejor que salga ahora y me digan ustedes el cómo y el cuándo. Si esto lo llevan haciendo desde mucho tiempo antes y si hay más responsables. De pronto, un tercer mosso andaba rebuscando en la ropa de los empleados de Mercadona que estaban allí entre sorprendidos y asustados. Volvió con un papel en la mano y la cazadora de motero de Raúl en la otra. El mosso que dirigía la operación le echó un vistazo y se lo pasaba al hombre trajeado que, tal y como sospeché en un primer momento, era el Señor X. ––¿La chaqueta? ––Mía. ––¿Dónde comió hoy, Raúl? ––En casa. ––¿Solo? ––Sí. ––¿Y no hizo una visita a Electrodomésticos Gang?

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––¿Qué? ¡No! No sé ni dónde está eso. ––Santa Coloma. ––No, no. Silencio y miradas. Yo lentamente iba poniéndome la ropa de calle. Al lado de los vestuarios estaban los lavabos. Sabía de sobras que desde allí podría escuchar perfectamente lo que decían. ––Pues si no fue así, dígame qué hace un recibo de ese establecimiento conforme usted ha cobrado 1.000 euros por la venta de un material electrónico. Un recibo con la fecha de hoy y la hora de las 14.25 horas. ––Alguien lo habrá puesto allí, alguien que… —Sí, alguien, alguien… Esto es una vergüenza para esta empresa y para nuestros clientes. Y eso no se va a permitir. Quiero que se aclare esto aquí y ahora. No les engaño. Su despido ya está redactándose en la asesoría jurídica. Solo evitarán que Mercadona presente o no denuncia. Además de un trato de favor por parte de mossos que no los detendrán. ––Pero… Pero… ––Si se me permite –intervino uno de los mossos– les expondré una serie de cuestiones. Esta mañana alguien ha ido comprando en una serie de establecimientos diferente material electrónico con tarjetas VISA del señor Johnny Bernardo, del señor Jordi Costacurta y del señor Julián Navarro. Compras de mucha entidad que cuentan con pagos de tarjeta con firmas autógrafas. Esas compras fueron realizadas a plena conformidad por sus propietarios ya que, en teoría, conocen el PIN o firmaron ellos mismos o alguien en su nombre.

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––Yo estaba aquí –dijo Bernardo. ––Y yo –dijo Jordi. ––Yo también –añadió Julián. ––¿Y usted, Raúl? ––Yo libraba esta mañana pero… ––Estamos investigando señores. ¿Tienen ustedes las tarjetas en las chaquetas y los DNI? Sí, ¿no? Todos contestaron afirmativamente. ––Nuestra hipótesis –continuó el policía– es que ustedes entregaron tarjetas, números de PIN y demás a alguien para que realizara unas compras que luego ustedes podrían negar haber hecho ya que las firmas no coinciden con las suyas. Es decir, lo que compraran no sería nunca cargado en su cuenta. Y además si luego, enseguida lo revenden como ha sucedido este mediodía la ganancia es limpia y rápida. ––Es absurdo. ––¿Cómo explicar entonces que esas mismas tarjetas que obran ahora en su poder estaban siendo utilizadas por alguien hace unas horas? ––La teoría más plausible es que, de común acuerdo con el señor Raúl Morales, ustedes entregaran las tarjetas y que se encargara él de revenderlas en Gang. Afortunadamente el señor Gang al ver material nuevo nos puso sobre aviso. ––Todo esto es imposible. Una trampa que… ––De momento –el señor X intervino–, esto es lo que hay. Si

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reconocen el delito gravísimo, el finiquito se les hará como si el despido se debiera a causas económicas. Si no lo reconocen, podemos optar por una sanción de empleo y sueldo hasta que finalice el juicio o despido fulminante.

Salí del lavabo, sudoroso y asustado. Quería y no quería ver a Elvis. Ya entendía todo y aunque el plan era rocambolesco funcionaba. Topé con Jenny quien expectante me suplicó que la informara. Le di los hechos como comprobados y el caso resuelto. Raúl era un ladrón de mierda. Ella echó a llorar. ––Mi padre me matará. Me matará. ––¿Por qué? ––Digamos que no le gusta que salga con nadie y cuando se entere… ––¿Por qué se ha de enterar? ––Porque él sabe todo lo que pasa en cualquiera de sus supermercados. ––No entiendo… ––Guárdame el secreto, Juan. Mi padre es el que llamáis señor Mercadona. ––No jodas. ––Sí. Volvieron los lloros. La atraje hacia mí. Sus pechos apoyados contra mi barriga. No hacíamos buena pareja, pero en fin. Esos pechos que como racimos de uva se agitaban bajo su blusa blanca

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y azul bastaron para convencerme. ––Raúl nunca fue de fiar. No era para ti. Tú te mereces algo mejor. ––¿Por qué dices eso? ––Porque sí. ––Él me quiere. ––Seguro. ¿Te acuerdas de Kris? ––La de frutería. ––Se marchó por no seguir viéndole. Después de lo del aborto no podía venir cada mañana y… Los ojos de Jenny se abrieron como platos. Antes que pudiera decir algo, la interrumpí. ––No digas nada, por favor. Es una cosa entre nosotros. Yo no digo a nadie que eres la princesa Mercadona y tú no dices nada que te he dicho nada de lo del aborto y la Kris. Elvis me había escrito el guión. No era para decirlo en ese momento pero me dejé llevar por la intuición. Jenny se alejó de mí y empezó a marcar el teléfono rojo de su padre. Los imputados empezaron a salir de los vestuarios, cabizbajos y derrotados. Raúl quiso dirigirse a Jenny, pero ésta le levantó el dedo corazón y lo alzó dos metros por encima de su cabeza. Iba a salir yo cuando el señor X me llamó desde la puerta de los vestuarios. Cuando iba a entrar, me dijo: ––Aquí no. Mejor en el despacho. Le acompañé. El tipo era de zancada rápida y definitiva. No

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fuimos al despacho de siempre sino a uno del piso de arriba bien climatizado, espacioso y lleno de sillas y cuadros. ––Siéntese, Juan. Obedecí. ––Creo que usted va a ascender una serie de escalones en esta gran familia que es Mercadona… Bla bla bla. Elvis era Grande. ––Sólo hay una cosa que me tiene preocupado de usted. Recibí hace unos días un correo electrónico del que no entendí absolutamente nada. Hacía referencia a un supuesto correo mío que yo nunca le envié. ––Sería un error. ––Pero usted recibió un correo mío ¿no? ––Sí. ––¿Y qué decía? ––No sé, que quería realizar una serie de quejas de ésta, nuestra gran familia. ––Menuda estupidez. ¿Tiene usted el mail? ––Creo que no, pero lo comprobaré. ––No entiendo nada. ––A veces pasan cosas raras con eso de la informática. ––Supongo. Estudiaré el tema. ––Igual son los de Wikileaks –bromeé sin fortuna.

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Al día siguiente estaba al mando de Compras. Jenny seguía llorosa entre desodorantes. Elvis estaba eufórico. –– Gracias, tío, ahora solo falta que Jenny… ––Faltan más cosas, Juan. No podemos quedarnos a medias. ––¿Qué quieres decir? ––Mañana lo sabrás. ––¿No me lo puedes decir? ––No, mejor que no. ––Oye, ¿cómo hiciste lo de las tarjetas? ––Fácil. Conté con la ayuda de Leiber & Stoller. ––Pero los PINS, las firmas. ––Los PINS… menuda memez. Todo el mundo pone su fecha de nacimiento, la de la sus hijos. Todo el mundo tiene facebook y esos datos están allí. No hay un nadie distinto a otro nadie. La firma, cuestión de fijarse. Los gatos somos listos y desde los egipcios tenemos caligrafía propia como sabe todo el mundo. ––Uffff…eres increíble. ––Tenías que haberme visto en el 68.

Al día siguiente el súper estaba alterado. Me acerqué a uno de los corros en el que estaba Jenny. Al parecer alguien había filtrado las cartas que un anónimo gran cargo de Mercadona había denunciado por los supuestos usos discriminatorios sexistas y lingüísticos a instituciones y periódicos, que yo ya conocía y que

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casi había olvidado. Se hablaba de boicots y manifestaciones. Eran las diez y solo teníamos una decena de clientes. Elvis era una maquinaria inexorable. El nuevo supervisor vino a decirme que X quería verme. Nada más entrar me espetó algo así como un grito compungido: ––¿A qué jugamos, señor mío? ¿¡A qué!? ––No entiendo de qué me habla. ––¿No? Seguro que no. Ya averiguaré qué ha pasado. ¿Sabe que el señor Mercadona va a venir personalmente a hablar conmigo de este tema? ¿Y qué cree que me dirá? ––No lo sé. ––Fácil. Habrá rastreado mi correo y habrá localizado uno que un imbécil me envió que hacía referencia a uno que nunca envié y…

La puerta se abrió de nuevo y entró un pequeño señor con un traje dos tallas mayor. Era calva su cabeza ahuevada y un mostacho le cubría una rubicunda cara de naranja valenciana. Parecía un ratón decidido y astuto. ––Señor Mercadona… ––No sabía que no estaba solo. Pero me alegro que esté aquí, señor Juan… Conocía mi nombre. Eso coincidía con la leyenda de que el señor Mercadona sabía desde la lejanía todo de todos sus empleados. X quiso empezar a hablar pero se lo prohibió. ––Váyase sin hacer ruido y deje limpio y expedito el despacho del señor Juan.

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––Pero, pero… ––Supongo que ya sabe cómo lo sabemos, y que hemos de actuar rápido y cortar certeramente… ––Es un error, de verdad… ––La causalidad le condena entonces. Adiós. Ya había llegado arriba. Ahora sólo me faltaba la chica. Mi plan era ir enamorando a Jenny poco a poco. En eso que por una de las ventanas entraron las botas de gamuza azul y el resto del cuerpo de Elvis. ––Señor Mercadona… ––¿Quién demonios…? ––Soy un gato. Hablo. Canto. Pero quiero ayudar. ––Le escucho entonces. ––Soy amigo del chico y el chico quiere a la chica y la chica se hace la tonta porque aún sigue enamoradilla del ladrón del motero que se la estaba agenciando hasta hace nada. Y ahora se la quiere agenciar aquí, mi amigo Juan. ––¿Jenny? No hubo palabras sino una furia enloquecida que hizo transformar la apariencia tranquila del señor Mercadona en una felina y agresiva, como un león a quien hubieras pisado la cola con saña. Yo no entendía nada pero Elvis sospechó algo no sé yo si con mucho fundamento. Jenny era la amante del señor Mercadona, no solo su hija, o al menos no solo eso. Y se había enterado de lo que quizás sospechara y además que nosotros habíamos querido comprársela como una prenda que

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se van probando unos y otros. El tipo trató de agredirme pero me zafé con facilidad. Especialmente porque Elvis, quizás recordando su papel de Kid Calaghan, le asestó un par de arañazos para después, con un pisapapeles en forma de M, golpearle la cabeza hasta su definitiva fecha de caducidad. ––¿Qué haremos ahora? ––Dame tu móvil. Un par de llamadas y Leiber & Stoller se hicieron cargo del señor Mercadona. Elvis vestido con el traje de éste ya se había marchado con su chófer privado en dirección desconocida. Desde ese día él dirige los Mercadona y el hilo musical de los supermercados puede dar fe de ello. Leiber & Stoller me recomendaron que no comprara carne congelada del supermercado los siguientes meses.

Lo de Jenny tuvo un final feliz aunque sinuoso. Para limpiar la imagen de Mercadona/Mercamujer los cajeros serían hombres. Los reponedores y supervisores serían dirigidas por mujeres. Y en la cima de todo ello, mi Jenny, quien agradecida me lo recompensó más aún que ‘su padre’, enfadado, no daba señales de vida más allá de maullidos cariñosos en forma de SMS. La primera vez que salimos ya como pareja fuimos al Badlands. Allí estaba toda la panda felina menos Elvis: Setzer y los Stray Cats tocaban aquella noche. Estuvo bien. Al salir, en un rincón oscuro, mientras Jenny me limpiaba el sable, reconocí, desde el callejón, que alguien cantaba algo parecido a Blue moon. Elvis aún no había abandonado el edificio. Botas de gamuza azul y ese millón de canciones en las tripas por siempre.

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