Captulo 4 El Mamifero Articulado SURCOSPREDESTINADOS

Capítulo 41 SURCOS PREDESTINADOS ¿Existe un «programa» preestablecido de desarrollo del lenguaje? Hubo una vez un hombre

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Capítulo 41 SURCOS PREDESTINADOS ¿Existe un «programa» preestablecido de desarrollo del lenguaje? Hubo una vez un hombre que temía Que en su vida no sería Más que una máquina que recorre su camino A través de surcos fijados por el destino. y se decía: ¡No soy siquiera un autobús, soy un tranvía! [adaptación de unos versos de MAURICE EVAN HARE]

El lenguaje aparece aproximadamente a la misma edad en los niños de todas las culturas. «¿Por qué los niños empiezan a hablar espontáneamente entre los dieciocho y los veintiocho meses de edad?», se preguntaba un investigador. «Seguro que no se debe a que todas las madres comienzan a enseñarles a hablar en ese período. De hecho, no hay pruebas de que haya una enseñanza consciente y sistemática del lenguaje, de la misma manera que tampoco se da un adiestramiento específico para el mantenimiento de la posición erguida o de la postura» (Lenneberg, 1967, p. 125). Esta regularidad en la edad de aparición del lenguaje se debe atribuir a la intervención de un reloj biológico semejante al que hace que los gatitos abran los ojos a los pocos días de nacer, las crisálidas se conviertan en mariposas al cabo de unas semanas y los seres humanos se hagan sexualmente maduros hacia los 13 años de edad. No obstante, hasta hace bien poco casi nadie creía que el lenguaje estuviera sometido a una maduración biológica. Pero en 1967, E. H. Lenneberg, a la sazón biólogo de la Harvard Medical School, publicó una importante obra titulada Fundamentos biológicos del lenguaje. Buena parte de lo que se dice en este capítulo está basado en las aportaciones de esta obra pionera. Características de las conductas biológicamente programadas Las conductas que se hallan bajo control biológico presentan una serie de características especiales. En las páginas que siguen, vamos a enumerar estas características y a analizar en qué medida se hallan presentes en el lenguaje. Si logramos demostrar que el lenguaje, lo mismo que la conducta sexual o la locomoción, entra dentro de la categoría de conductas programadas por la biología, habremos contribuido a aclarar lo que se quiere decir cuando se afirma que el lenguaje es «innato». Aún no está del todo claro cuántas son las características de las conductas biológicamente programadas que se pueden enumerar. Lenneberg propuso cuatro, que se pueden subdividir en las seis que se citan a continuación: 1

Este capítulo se encuentra en el libro El mamífero articulado. Introducción a la psicolingüística de Jean Aitchison, traducción española, publicado por Alianza (Madrid) en 1992.

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1 La conducta surge antes de que sea necesaria. 2 Su aparición no es consecuencia de una decisión voluntaria. 3 Su aparición no viene determinada por sucesos externos (aunque el entorno ha de ser lo bastante «rico» para que la conducta en cuestión se desarrolle adecuadamente). 4 La instrucción explícita y la práctica intensiva tienen escasos efectos. 5 Hay una secuencia regular de «hitos» en el curso del desarrollo de la conducta, hitos que aparecen correlacionados con la edad y con otros aspectos del desarrollo. 6 Puede haber un «período crítico» para la adquisición de dicha conducta. Examinemos estas seis características de una en una. Algunas de ellas parecen poco menos que evidentes. Por ejemplo, la primera (i.e. «la conducta surge antes de que sea necesaria») corresponde al fenómeno conocido con el nombre un tanto grandilocuente de «ley de la maduración anticipatoria», y apenas necesita justificación. El lenguaje se desarrolla mucho antes de que la niña necesite comunicarse para sobrevivir. Cuando aparece el lenguaje, los padres satisfacen las necesidades primordiales de alimentación, vestido y otras demandas de la niña. Si no hubiera un mecanismo innato, el lenguaje no surgiría hasta que los padres hubiesen abandonado al niño a su propio sustento, por lo que aparecería a edades diferentes y llevaría aparejados distintos niveles de competencia lingüística en cada cultura. Sin embargo, aunque los niños difieren sensiblemente en habilidades tales como hacer punto o tocar el violín, su dominio del lenguaje presenta una variabilidad mucho más reducida. De igual modo, la segunda característica del lenguaje como conducta biológicamente programada suscita pocas dudas: «su aparición no es consecuencia de una decisión voluntaria». Es obvio que ningún niño se dice a sí mismo: «Mañana empiezo a aprender a hablar». Los niños adquieren el lenguaje sin tomar ninguna decisión consciente al respecto. Adquirir una lengua no requiere decisiones previas, a diferencia de lo que sucede con otras actividades como saltar una valla o golpear una pelota, en las que es preciso fijarse primero una meta y luego someterse a una práctica más o menos rigurosa con vistas a alcanzar esa meta. La primera parte de la tercera característica parece asimismo incuestionable: «La aparición de la conducta no viene determinada por sucesos externos». Las niñas empiezan a hablar aunque el ambiente en el que viven permanezca inalterado. La mayoría de ellas, viven en la misma casa, toman los mismos alimentos, tienen los mismos padres y siguen la misma rutina. No hay ningún hecho o suceso en su vida cotidiana que haga que de repente empiecen a hablar. Lo que ocurre es que el reloj biológico da la hora en el momento previsto. Sabemos con certeza que el lenguaje no puede aparecer antes del momento en que está programado para ello. Nadie ha logrado jamás hacer hablar a un bebé recién nacido, aunque en el momento de nacer las cuerdas vocales están preparadas para emitir sonidos y a partir de los cinco o seis meses el bebé «balbucea» algunos de los sonidos que luego empleará en el habla. Sin embargo, antes de los dieciocho meses los bebés producen muy pocas palabras. Es evidente que han de aguardar hasta alcanzar el estado biológico oportuno, un «estado» que parece depender del desarrollo del cerebro. Las emisiones de dos palabras, que tradicionalmente se han considerado la primera manifestación auténtica de lenguaje, aparecen justo en el momento en que el desarrollo hasta entonces exponencial

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del cerebro comienza a estabilizarse. El cerebro del niño no fabrica nuevas neuronas después del nacimiento. Al nacer, dispone de millones, o incluso miles de millones de estas células. Sin embargo, al principio no todas las neuronas están conectadas entre sí y el cerebro tiene muy poco peso (en torno a los 300 grs.). En el período que va desde el nacimiento hasta los dos años, se multiplican las interconexiones entre las células nerviosas y el peso del cerebro aumenta rápidamente. A los dos años, alcanza un peso de casi 1.000 grs. (Lenneberg, 1967). No obstante, hay un aspecto de la conducta biológicamente programada que a veces se interpreta incorrectamente: aunque los sucesos externos no son la causa de la conducta, es necesario que el entorno sea lo bastante «rico» en sucesos para que ésta se desarrolle como es debido. Las conductas biológicamente programadas no se desarrollan adecuadamente en ambientes empobrecidos o artificiales. Así pues, nos encontramos con la paradoja de que algunos tipos de conducta «natural» precisan de una cuidadosa «educación». Del mismo modo que Chris y Susie, dos gorilas que se criaron separados del resto de sus congéneres en el Zoo de Sacramento, se mostraron incapaces de aparearse satisfactoriamente (según un artículo aparecido en el Evening Standard), así también un ambiente lingüístico empobrecido tiende a retrasar la adquisición del lenguaje. Por ejemplo, los niños criados en instituciones exhiben un retraso en su desarrollo lingüístico. Lenneberg ha observado que los niños que pasan su infancia en orfanatos comienzan a hablar a la misma edad que los niños que viven con sus familias. Sin embargo, el lenguaje de aquéllos pronto empieza a mostrar síntomas de retraso, se hace menos inteligible y da muestras de pobreza en las construcciones. Un caso menos claro de empobrecimiento lingüístico es el estudiado por Basil Bernstein, un sociólogo del Instituto de Educación de la London University. En su (discutible) opinión, los niños que pertenecen a cierta clase de familias pueden sufrir una deprivación lingüística (Bernstein, 1972). La adquisición del lenguaje es más dificultosa en estos niños debido a que no disponen de la suficiente experiencia lingüística. Para este sociólogo, las familias de estos niños utilizan un lenguaje informal y elíptico, a diferencia del lenguaje más formal y explícito empleado en hogares en los que el niño aprende con mayor rapidez. Por ejemplo, en ciertas familias, la expresión «¡Anda por ahí!» equivale a una más elaborada como «Sal fuera a jugar y no me des la lata, que ahora estoy ocupada», empleada en otras familias. Por emplear una descripción más precisa, El número de palabras empleadas es mucho menor (...) hay un constante intercambio de frases hechas, tales como «Buah, es que hay cada vejestorio emperifollado, que pa' qué». Los significados no vienen dados tanto por las palabras que se usan cuanto por el tono de voz, los silencios, las miradas, los gestos y, sobre todo, el contacto físico.

Este mismo informante describe el choque cultural que supuso para él el ingreso en la escuela, donde se encontró con «un torrente de palabras incontenible, en su mayoría desconocidas y ordenadas de múltiples maneras» (Brian Jackson en el suplemento del Daily Telegraph). Los niños necesitan este «torrente incontenible de palabras», y los que se ven privados de él pueden sufrir retrasos en su desarrollo. Por fortuna, el problema es sólo transitorio. Los niños con un lenguaje empobrecido pueden recuperar enseguida el tiempo perdido si ingresan en un ambiente lingüísticamente mejor dotado. En suma, el factor biológico se pone en funcionamiento en cuanto el ambiente se lo permite.

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Vamos a examinar a continuación la cuarta característica de las conductas programadas biológicamente: «La instrucción explícita y la práctica intensiva tienen escasos efectos». Las capacidades que alcanza una persona en actividades tales como escribir a máquina o jugar al tenis dependen directamente de la enseñanza que reciben y de la práctica que dedican a su aprendizaje. Incluso sin ser un atleta de primera fila, se puede ganar un torneo de tenis siempre que uno reciba un entrenamiento apropiado y practique esforzadamente. Sin embargo, en el caso del lenguaje, la enseñanza explícita no produce fruto alguno. Veamos algunas pruebas de ello. Cuando se dice que «la enseñanza explícita no produce fruto alguno», la gente responde: «Naturalmente, ¿a quién se le puede ocurrir enseñar a un niño a hablar?» Pero a pesar de ello, hay muchos padres que, sin darse cuenta, tratan de persuadir a sus hijos a que les imiten. Esto se suele hacer de dos maneras: bien corrigiéndolos abiertamente, o bien mediante «aclaraciones» inconscientes. La inutilidad de las correcciones manifiestas ha sido subrayada por numerosos investigadores. Un psicólogo intentó durante varias semanas convencer a su hija para que dijera OTRO + nombre, en lugar de UN OTRO + nombre. La interacción verbal entre ellos dos era más o menos así: Niña: QUIERO UNA OTRA CUCHARA. PAPA. Padre: QUERRAS DECIR QUE QUIERES LA OTRA CUCHARA. Niña: SI, QUIERO UNA OTRA CUCHARA, POR FAVOR PAPA. Padre: ¿PUEDES DECIR «LA OTRA CUCHARA»? Niña: UNA ... OTRA … CUCHARA. Padre: DI «OTRA». Niña: OTRA. Padre: «CUCHARA». Niña: CUCHARA. Padre: «OTRA CUCHARA». Niña: OTRA ... CUCHARA. BUENO, ¿ME DAS UNA OTRA CUCHARA?

[BRAINE, 1971, p. 161] Otro investigador intentó en vano que un niño empleara correctamente el pasado del verbo SOSTENER: Niño: LA PROFE SOSTENIO LOS CONEJITOS y NOSOTROS LOS ACARICIAMOS. Adulto: ¿HAS DICHO QUE LA PROFE SOSTUVO LOS CONEJITOS? Niño: SI. Adulto: ¿QUE HAS DICHO QUE HIZO? Niño: SOSTENIO LOS CONEJITOS Y LOS ACARICIAMOS. Adulto: ¿Y LOS SOSTUVO CON FUERZA? Niño: NO, LOS SOSTENIO SUAVEMENTE.

[CAZDEN, 1972, p. 92] Curiosamente, las correcciones repetidas no sólo carecen de eficacia, sino que incluso pueden obstaculizar el desarrollo del niño. La madre de un niño de siete meses llamado Paul había depositado grandes expectativas en su hijo y le corregía una y otra vez cuando hablaba. El niño acabó desarrollando una falta de confianza en sí mismo y sus avances fueron muy lentos. Sin embargo, la madre de Jane, de catorce meses, no se

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mostraba tan ansiosa y respondía a todo lo que le decía la niña sin corregirla. Jane experimentó un desarrollo inusitadamente rápido y a los quince meses ya tenía un vocabulario de ochenta palabras (Nelson, 1973, p. 105). Así pues, es un grave error obligar a los niños a que imiten a los adultos. Los niños no pueden ser adiestrados como si fueran papagayos. La otra forma de corrección antes aludida, las «aclaraciones» que los padres efectúan de forma inconsciente a los niños, es igualmente inútil. Al hablar con los niños, los adultos acostumbran a aclarar o completar las expresiones de éstos. Si el niño dice VA COMER, la madre suele responder «Sí, voy a comer». MAMA PATATAS se convierte en «Mamá está friendo patatas» y TIRA PAPA es transformado en «Tírasela a papá». Los niños son objeto de un sinnúmero de estas aclaraciones, hasta el punto de que constituyen la tercera parte de las respuestas de los adultos. A este respecto, Brown y Bellugi hicieron el siguiente comentario: Las madres de Adam y Eve respondían a los enunciados de sus hijos utilizando aclaraciones en un 30 por ciento de los casos. Nosotros mismos lo hemos hecho muchas veces al hablar con nuestros hijos. Es muy difícil evitarlo. Al oír una frase reducida o incompleta en su lengua, el adulto se ve impelido a convertirla en la oración completa que más se le parezca. [BROWN y BELLUGI, 1964, p. 144]

Al principio, los investigadores no entendían bien cuál era el papel que debía atribuirse a las aclaraciones del adulto. Entonces, Courtney Cazden llevó a cabo un ingenioso experimento con dos grupos de niños menores de tres años y medio (Cazden, 1972). Un grupo fue sometido a aclaraciones continuas y deliberadas, mientras que el otro tan sólo escuchaba frases bien formadas que no se utilizaban como aclaraciones. Por ejemplo, si un niño decía PERRO LADRA, un adulto «aclarador» respondía «Sí, el perro está ladrando», en tanto que uno «no aclarador» decía «Eso es que quiere asustar al gato», «Pero no muerde» o «Pues dile que se calle». Al cabo de tres meses, se evaluaron los avances de cada grupo. Curiosamente, el grupo sometido a aclaraciones mostró un rendimiento lingüístico inferior al del otro grupo, tanto en la longitud media de emisión como en la complejidad gramatical de sus frases. Se han ofrecido varias explicaciones a estos inesperados resultados. Es posible que al hacer aclaraciones los adultos interpreten mal lo que los niños pretenden decir. Las aclaraciones erróneas tendrán, consiguientemente, un efecto inhibitorio. En el estudio se apreciaron algunas aclaraciones erróneas, como por ejemplo: Niño: ¿QUE HORA SON? Adulto: SE DICE «QUE HORAS SON».

Asimismo, las expresiones novedosas pueden resultar necesarias para atraer la atención del niño, ya que es muy probable que éste no reaccione a lo que considera meras repeticiones de sus propias frases. Por otro lado, se ha dicho que las aclaraciones tienen el efecto de reducir la experiencia lingüística del niño. El habla infantil puede verse "empobrecida por causa de un entorno lingüístico excesivamente limitado. Como se indicó antes, los niños necesitan una experiencia lingüística abundante y variada. Las dos últimas explicaciones se vieron confirmadas en un experimento llevado a cabo con niños rusos (Slobin, 1966, p. 144). A un grupo de bebés se les mostraba una

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muñeca mientras se les repetían tres frases diferentes: «Esto es una muñeca», «Coge la muñeca» o «Dame la muñeca». A otro grupo se le enseñaba la muñeca, pero en lugar de tres frases se les repetían treinta, por ejemplo: «Busca la muñeca», «Acuna a la muñeca», etc. El número total de palabras que escuchaba cada grupo era igual, aunque su combinación difería de un grupo a otro. A continuación, los experimentadores les enseñaban a los niños una serie de juguetes y les pedían que señalaran dónde estaban las muñecas. Para su sorpresa, los niños del segundo grupo, que habían tenido una experiencia lingüística más variada, realizaron la tarea mucho mejor que los otros niños. Así pues, podemos sacar la conclusión de que los padres que intentan adiestrar conscientemente a sus niños a base de simplificar y repetir pueden estar, en realidad, interfiriendo en su proceso normal de aprendizaje. De nada sirve hablar con una niña como si se tratara de un turista al que se le está diciendo cómo se va a un museo. Un lenguaje empobrecido resulta a la postre más difícil de aprender. Los niños parecen hallarse preparados para desarrollar una gramática por sí mismos, siempre y cuando cuenten con suficientes datos lingüísticos. La enseñanza directa es irrelevante, y los niños que aprenden antes son aquellos que se ven expuestos a una experiencia de lenguaje más rica. En otras palabras, aquellos cuyos padres les hablan de manera normal. ¿Pero qué quiere decir «hablar de manera normal»? En este punto, hay que deshacer un malentendido que tiene su origen en Chomsky. Según este lingüista, lo que los niños reciben de su entorno «consiste en gran medida en enunciados que violan reglas, ya que buena parte del lenguaje cotidiano está formado por falsos comienzos, frases inconexas y otras desviaciones del lenguaje correcto» (Chomsky, 1967, p. 441). Es verdad que algunas de las frases que los niños escuchan son incorrectas. Sin embargo, en recientes investigaciones se ha podido comprobar que el habla que escuchan los niños no es particularmente anormal. Al dirigirse a los niños, los adultos tienden a utilizar frases más cortas, aunque también cometen menos errores. Hay una diferencia notable en la forma en que una madre habla con otro adulto y con su propio hijo. En cierta ocasión, una investigadora registró. el habla normal de una madre con una amiga suya adulta. La longitud media de sus frases oscilaba entre catorce y quince palabras, y empleaba varios términos médicos polisílabos: «Estábamos haciendo una visita de rutina a los enfermos de pulmón. Fuimos pasando por todas las salas. Ya sabes que a estos enfermos se les acumula la mucosidad en el pecho, y hay que enseñarles a respirar bien para que tosan y vayan eliminando la mucosidad poco a poco. Bueno pues el caso es que no podíamos esterilizar los instrumentos, porque eran de plástico». En cambio, cuando esta mujer hablaba con su niña, utilizaba frases de cinco o seis palabras. Las palabras eran más cortas y se referían a cosas que la niña podía ver o hacer: MIRA EL CUENTO QUE TE TRAE MAMA ¿QUIERES VER EL CUENTO? MIRA EL CUENTO. ¡ANDA, FIJATE, AQUI HAY UN INDIO! ¿HAS VISTO AL INDIO? A VER, ¿SABES DECIR INDIO? DÍMELO. [DRACH, citado en Ervin-Tripp, 1971]

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Casi todos los padres simplifican automáticamente el contenido y la sintaxis de sus enunciados cuando hablan con niños. Esto no debe extrañarnos; al fin y al cabo no hablamos igual con el conductor del autobús y con un amigo. El ajuste del lenguaje a las circunstancias es un aspecto más de la capacidad humana del lenguaje. El lenguaje utilizado con los niños es tan parecido en las distintas culturas que se ha llegado incluso a decir que «puede tener una base innata en las pautas de crianza humanas», según la controvertida opinión de una investigadora (Ferguson, 1978, p. 215). El lenguaje «maternal», según se le denomina algunas veces, suele constar de oraciones cortas y bien construidas que se pronuncian lenta y claramente. En el capítulo 7 haremos algunos comentarios acerca de la relación entre la estructura del lenguaje adulto y los avances del niño en la adquisición de su primera lengua. Aquí nos hemos limitado a señalar que la instrucción explícita, basada en la corrección y la imitación, no acelera la velocidad de aprendizaje, e incluso puede llegar a obstaculizarlo. Volvamos por un momento a la cuestión de la práctica. En este terreno, se sostiene que la práctica no puede dar cuenta por sí sola de la adquisición del lenguaje. Los niños no aprenden el lenguaje a base de repetir e imitar. Esta afirmación se apoya en dos clases de pruebas. La primera de estas pruebas se refiere al desarrollo de las «flexiones» o terminaciones de las palabras. En inglés (lo mismo que en castellano) hay numerosos verbos que se conjugan de manera irregular (vg. CAME, SAW, WENT, o FUI, VINE, ROTO, PUESTO, etc.), a diferencia de otros que son regulares (vg. LOVED, WORKED, PLA YED, o COMI, TRABAJE, SUBIDO, BAJADO, etc.). Asimismo, algunos de los plurales del inglés son irregulares, como por ejemplo FEET o MICE, frente a los mucho más numerosos plurales terminados en -s (vg. CATS, GIRAFFES o PYTHONS). Los niños aprenden enseguida las formas correctas de los pretéritos o participios de verbos (y también los plurales irregulares de ciertos sustantivos) muy corrientes, tales como CAME, SAW y FEET (o en castellano VINE o ROTO). Sin embargo, más tarde abandonan estas formas correctas y las sustituyen por otras formas incorrectas «regularizadas», como por ejemplo COMED, SEED o FOOTS (y en castellano VENI o ROMPIDO) (Ervin, 1964). Esta aparente regresión tiene una enorme importancia, pues indica que la adquisición del lenguaje no puede explicarse como un proceso de «perfeccionamiento basado en la práctica» o en la pura imitación. Si así fuera, los niños jamás reemplazarían formas irregulares muy corrientes como VINE o ROTO, que oyen y utilizan muy a menudo, por otras «extrañas» como VENI o ROMPIDO que jamás han podido escuchar en su entorno. Otra clase de práctica que desempeña un papel bastante accesorio en la adquisición del lenguaje es la imitación espontánea. Lo mismo que los adultos imitan y aclaran inconscientemente las emisiones verbales de los niños, éstos también parecen imitar y «reducir» las frases que oyen decir a sus padres. Si un adulto dice «Me llevaré el paraguas», el niño dirá algo así como EVA PADAGA; o cuando oye «Abróchate bien los zapatos», responderá con una emisión reducida como BOTA TAPATO. A primera vista, puede dar la impresión de que este mecanismo de imitación desempeña un papel relevante en el desarrollo del lenguaje. Sin embargo, Susan Ervin, investigadora de la Universidad de Berkeley en California, llegó a la conclusión contraria cuando analizó las emisiones espontáneas de un pequeño grupo de bebés (Ervin, 1964). Para su sorpresa, observó que cuando una niña imita espontáneamente a un adulto, sus imitaciones no son más correctas

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que su habla espontánea. La niña suele acortar la emisión del adulto para ajustarla a la longitud media de sus propias emisiones e incluir las mismas clases de terminaciones y de «partículas» que emplea en las emisiones que no son producto de la imitación. Ni uno solo de los niños observados producían imitaciones más correctas desde el punto de vista gramatical. Incluso una niña llamada Holly produjo imitaciones que eran menos complejas que sus frases espontáneas. Así pues, según Susan Ervin, no hay un solo rastro de evidencia que apoye la idea de que el avance hacia las reglas de la gramática adulta se deba simplemente a la práctica de la imitación explícita de las frases de los adultos [ERVIN, 1964, p. 172]

En resumen, se puede concluir que la práctica, entendida como la repetición e imitación directas, no afecta por sí sola a la adquisición del lenguaje de una manera significativa. De todos modos, es necesario matizar este aserto a fin de evitar posibles malentendidos. Lo que se afirma es que sólo con la práctica no se puede explicar la adquisición del lenguaje, es decir, que los niños no aprenden exclusivamente a base de repetir frases continuamente. Esto no equivale a decir que los niños no necesiten «practicar» el lenguaje, pero sí que esta actividad no es tan importante ni tan extendida como se supone. Los niños pueden aprender mucho simplemente a base de escuchar. Se ha demostrado que la cantidad de habla manifiesta que el niño necesita ejercitar para aprender el lenguaje varía considerablemente de unos casos a otros. Algunos niños hablan poco, mientras que otros se pasan la vida parloteando y jugando con las palabras. Una investigadora escribió un libro entero acerca de los monólogos que su primer hijo, Anthony, producía espontáneamente antes de quedarse dormido. Estos consistían en una serie de letanías como las siguientes: VETE POR LAS GAFAS VETE POR ELLAS VETE ARRIBA VETE A TIRAR VETE POR LA BLUSA PANTALONES VETE POR LOS ZAPATOS [WEIR, 1962]

En cambio, para disgusto de la madre, David, su segundo hijo, no era ni mucho menos tan hablador como Anthony, aunque aprendió a hablar exactamente igual. Así pues, estas letanías repetitivas no parecen ser particularmente importantes. Los niños difieren mucho unos de otros en la cantidad de «ejercicios lingüísticos» que realizan (Kuczaj, 1983). Hasta el momento hemos examinado cuatro de las seis características de las conductas programadas biológicamente que enumeramos al comienzo de este capítulo. Todas ellas se hallan, según parece, presentes en el caso del lenguaje. El próximo apartado estará dedicado por entero a la quinta de estas características, que reza así: «Hay una secuencia regular de «hitos» en el curso del desarrollo de la conducta, hitos que aparecen correlacionados con la edad y con otros aspectos del desarrollo».

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El programa preestablecido Cuando adquieren el lenguaje, todos los niños parecen pasar por una serie de «etapas» o «hitos» más o menos fijos. La edad a la que diferentes niños acceden a cada una de estas etapas es, sin embargo, muy variable, si bien la cronología se mantiene constante. Las etapas transcurren normalmente en el mismo orden, aunque algunas de ellas puedan hallarse más próximas entre sí para algunos niños y más separadas para otros. En consecuencia, el desarrollo del lenguaje se puede dividir en una serie de fases más o menos fijas. El diagrama que aparece a continuación está considerablemente simplificado, toda vez que las etapas que se indican en él se solapan entre sí y las edades se dan sólo de forma aproximada. En cualquier caso, este diagrama puede damos una idea bastante precisa de los progresos del niño. Etapa del lenguaje Llanto Arrullo Balbuceo Pautas de entonación Emisiones de una palabra Emisiones de dos palabras Flexiones de palabras Interrogativas, negativas Construcciones raras o complejas Lenguaje desarrollado

Edad de inicio Nacimiento 6 semanas 6 meses 8 meses 1 año 18 meses 2 años 2 ¼ años 5 años 10 años

A fin de ilustrar estos progresos, procedamos a describir las sucesivas fases que ha de recorrer una típica (aunque imaginaria) niña a medida que va aprendiendo a hablar. Bauticémosla con el nombre de Bárbara, derivado del vocablo griego que designa a «extranjero» y que significa literalmente «alguien que dice 'bar-bar', es decir, que farfulla». La primera actividad vocal reconocible de Bárbara era el llanto. Durante las primeras cuatro semanas de su vida, no era otra cosa que: Un bebé llorando en la noche Un bebé llorando hasta el alba Con su llanto como único lenguaje. [TENNYSON]

En ella podían detectarse varios tipos distintos de llanto. Llanto de hambre cuando quería comer, llanto de dolor cuando le dolía la tripa e incluso llanto de placer cuando se encontraba cómodamente en brazos de su madre después de comer. De todas formas, en rigor, no es del todo acertado referirse al llanto como una etapa propiamente «lingüística», dado que se trata de una comunicación instintiva que más se parece a un sistema animal de llamadas que a un auténtico lenguaje. Esta idea se ha visto confirmada por investigaciones que parecen indicar que los diversos «mensajes» transmitidos por el llanto de los bebés son universales, dado que los padres ingleses podían identificar los «mensajes» de un bebé

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extranjero con la misma facilidad que los de los bebés ingleses (Ricks, 1975). Así pues, aun cuando el llanto contribuya a reforzar los pulmones y las cuerdas vocales (órganos necesarios para el habla), no debe considerarse en sí mismo como parte del desarrollo del lenguaje. Seguidamente, Bárbara pasó por dos etapas prelingüísticas claramente diferenciadas: la etapa de los arrullos y la etapa del balbuceo. Los antiguos estudiosos del lenguaje solían confundir estas etapas, equiparándolas algunas veces con el canto de los pájaros. Taine, autor decimonónico, hizo las siguientes observaciones acerca de su hija: Disfruta con su canturreo como si fuera un pajarillo, sonríe satisfecha con él, aunque no es más que el canto de un ave, que tras los sonidos no oculta significado alguno. [TAINE, 1877, citado en Bar-Adon y Leopold, 1911, p. 21J

La primera de estas fases, la del arrullo, se inició a la edad de seis semanas. Un observador superficial describiría los sonidos de Bárbara como un GU-GU. Sin embargo, el arrullo es difícil de describir. En algunos textos, se le denomina «gorgojeo» o incluso «maullido». Superficialmente tiene un sonido vocálico, aunque si se examinan los espectrogramas que produce, se aprecia que es muy distinto de las vocales emitidas por los hablantes adultos. El arrullo es una forma de expresión universal. Se le puede considerar el equivalente vocal de la acción de agitar los brazos y las piernas, pues del mismo modo que los bebés extienden espasmódicamente los músculos de los brazos y las piernas, así también se entrenan en el control sobre .su aparato vocal a base de arrullarse. Los sonidos consonánticos se fueron intercalando poco a poco en el arrullo de Bárbara, hasta que, hacia la edad de seis meses, éste se convirtió en un balbuceo. Daba entonces la impresión de que el bebé emitía consonantes y vocales unidas, primero en forma de sílabas aisladas y luego en series. Al principio, las consonantes eran articuladas con los labios o con los dientes, dando lugar a sonidos como MAMA, DIDIDI o PAPAPA. Al oír estas secuencias de sonidos, los padres de Bárbara estaban convencidos erróneamente de que la niña se dirigía a ellos. Esta falsa atribución explica que secuencias como MAMA, PAPA Y DADA se interpreten en todo el mundo como palabras que designan a la madre y al padre (Jakobson, 1962). Bárbara aprendió enseguida que al articular MAMA se le dispensaba una atención inmediata, aunque generalmente la utilizaba para decir que tenía hambre, y no para llamar a su madre. Este fenómeno ha sido advertido por muchos investigadores. Por ejemplo, Charles Darwin señaló que a la edad de un año, su hijo «dio un gran paso adelante al inventar una palabra para nombrar la comida, a saber, la palabra mam, aunque todavía no he conseguido descubrir qué le hizo inventar esta palabra» (Darwin, 1877, citado en Bar-Adon y Leopold, 1971, p. 28). Otro investigador observó que su hija utilizaba la expresión MAMA para pedir un pedazo de pan que él mismo (el padre) estaba untando con mantequilla. Durante el período del balbuceo, Bárbara parecía disfrutar mucho ejercitando la boca y la lengua de múltiples maneras, ya que no sólo emitía balbuceos, sino que también le encantaba hacer burbujas, gorgojeos y otros ejercicios. Superficialmente, parecía capaz de emitir una enorme variedad de sonidos de lo más exóticos. Hubo una época en que algunos investigadores pensaban erróneamente que los niños eran capaces de articular

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cualquier sonido de habla posible. En una ocasión, un psicólogo canadiense llegó a decir lo siguiente: Durante este período comienza un encantador balbuceo infantil que, aunque no es más que un simple gorgojeo, contiene en forma rudimentaria casi todos los sonidos que, una vez combinados, conforman el poderoso instrumento del habla. El niño es ahora capaz de producir, con el simple ejercicio impulsivo de la musculatura vocal, una ingente variedad de sonidos, algunos de los cuales le han de costar un enorme esfuerzo unos meses más tarde. [TRACY, 1909, citado en Bar-Adon y Leopold, 1971, p.32]

En investigaciones más recientes se ha puesto de manifiesto que la variedad de sonidos utilizados en el balbuceo no es especialmente amplia. Pero dado que el niño no ha adquirido aún un control absoluto sobre sus órganos vocales, los sonidos que emite no son equivalentes a los que producen los adultos y resultan bastante exóticos para el observador no adiestrado. En términos generales, el balbuceo abarca un período en el que el niño se dedica a experimentar y a adquirir un control muscular paulatino de los órganos vocales. Para muchos, el balbuceo es una actividad universal, aunque hay datos bastante curiosos de niños que no balbucean, lo que supone un problema para esta tesis. Por el momento, lo único que puede decirse es que el balbuceo está lo bastante extendido como para ser considerado una etapa normal del desarrollo lingüístico infantil. Hay estudiosos que han tratado de comparar el balbuceo de bebés pertenecientes a distintas comunidades lingüísticas. Por ejemplo, según parece, el balbuceo de los bebés chinos es claramente distinguible del de los bebés norteamericanos, rusos o árabes (Weir, 1966). Dado que el chino es una lengua en la que las palabras se distinguen entre sí en virtud de cambios en el «tono» o el «timbre», los bebés chinos tienden a producir emisiones monosílabas con marcadas variaciones tonales. Los norteamericanos, en cambio, producen un balbuceo polisílabo en el que la entonación se extiende a lo largo de toda la emisión. Los bebés de lenguas no tonales suenan parecido en términos superficiales, a pesar de lo cual las madres de cada lengua son capaces de distinguir a sus propios bebés (las norteamericanas a los bebés norteamericanos, las rusas a los rusos y las árabes a los árabes). Con todo, estas madres no fueron capaces de distinguir el balbuceo de los bebés de las otras dos lenguas. Este estudio pone de manifiesto que puede haber una «deriva» del balbuceo en virtud de la cual el balbuceo del bebé se va encaminando paso a paso hacia los sonidos que éste escucha en su entorno. Esta idea se ha visto confirmada en estudios posteriores (vg. Cruttenden, 1970; Vihmann et al., 1985). Así, los adultos franceses distinguen el balbuceo de bebés franceses del de los no franceses (de Boysson-Bardies et al., 1984). En este sentido, el balbuceo se aparta claramente del llanto, que carece de relación alguna con lenguas particulares. Llegados a este punto, cabría preguntarse en qué medida distinguen los bebés el habla de sus padres. A veces se supone que lo único que oyen inicialmente los bebés es una mezcolanza de sonidos, y que sólo con el tiempo llegan a distinguir unos sonidos de otros por ejemplo, una /b/ de una /p/). Sin embargo, en un trabajo reciente se ha podido comprobar que los bebés discriminan mucho más de lo que suponemos. Parecen estar especialmente presintonizados con el ritmo y los sonidos del habla, y que esta presintonización tiene lugar antes de nacer. Según un grupo de investigadores (Mehler et al., 1988), bebés franceses de cuatro días de edad eran capaces de distinguir el francés de

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otras lenguas. Este hallazgo se obtuvo dando a los bebés unos chupetes y comprobando su actividad de succión. Como es sabido, el ritmo de succión del bebé aumenta conforme se eleva su nivel de vigilancia y su interés por los estímulos. En consecuencia, la tasa de succión de los bebés franceses aumentaba significativamente cuando escuchaban frases en francés que cuando las escuchaban en inglés o en italiano. Es posible que los bebés se hubieran aclimatado al ritmo y a la entonación del francés desde su vida fetal. Empleando la misma técnica de registro de la succión, Eimas y colaboradores (1971, 1984, 1985) comprobaron que los bebés de uno a cuatro meses pueden distinguir entre las oclusivas /p/ y /b/. Los investigadores comenzaban presentando repetidas veces al bebé el sonido /b/, a continuación de lo cual presentaban el sonido /p/. Cuando sucedía esto último, el ritmo de succión del bebé aumentaba, lo que indica que había percibido el cambio. Así pues, aunque los bebés no escuchen con atención lo que dicen sus padres, sí son capaces de distinguir los sonidos desde una edad muy temprana. Un dato sorprendente es que los resultados de Eimas han sido replicados con monos rhesus y con chinchillas (Morse, 1976; Kuhl y MilIer, 1974, 1975), lo que indica que esta habilidad auditiva puede ser propia de ciertas clases de mamíferos, y no exclusiva de los humanos. En suma, la percepción del bebé humano puede ser mucho más aguda de lo que se suponía previamente, aun cuando no alcance el nivel de la del adulto hasta que transcurre cierto tiempo (Fourcin, 1978). Simultáneamente al balbuceo, y a partir de los ocho o nueve meses, Bárbara comenzó a imitar patrones de entonación. Este nuevo elemento hizo que sus emisiones sonaran tan parecidas al lenguaje, que su madre comentó: «Estoy segura de que está hablando, aunque no acabo de entender lo que dice». Un investigador alemán del siglo XVIII hizo la siguiente observación con respecto a este estadio del desarrollo lingüístico: «El niño intenta imitar las conversaciones, para lo cual produce una cascada de sonidos incomprensibles» (Tiedemann, 1782, citado en Bar-Adon y Leopold, 1971, p. 15). Las madres de habla inglesa observan a menudo que sus hijos utilizan la entonación de pregunta a base de elevar el tono al final de la emisión. Esto puede obedecer a la tendencia habitual de los padres a dirigirse al niño con preguntas como «¿Qué quieres decir?», «¿Quieres tomarte la leche?», «¿Sabes lo que es esto?», etc. Entre los doce y los dieciocho meses, Bárbara empezó a pronunciar palabras aisladas. No obstante, todavía seguía balbuceando, aunque esta actividad fue disminuyendo a medida que se iba desarrollando el lenguaje (Stoel-Gammon y Cooper, 1984). El número de palabras aisladas que se adquieren en este período varía de unos niños a otros. Algunos sólo aprenden cuatro o cinco, mientras que otros llegan a adquirir hasta cincuenta. Bárbara se situó en el valor medio de quince. Muchas de ellas eran nombres de personas y objetos, tales como GUAU-GUAU (perro), BABA (abuela) o ETA (muñeca). Poco antes de cumplir su segundo año, ingresó en la etapa, mucho más llamativa, de las dos palabras. Desde el momento en que Bárbara comenzó a juntar palabras, pareció entrar en un estado de «explosión lingüística» en el que absorbía el lenguaje como una esponja. El rasgo más destacable de esta etapa fue un drástico aumento de su vocabulario. A los dos años y medio, ya conocía varios cientos de palabras. Entretanto, experimentó un aumento gradual aunque estable en la longitud media de sus emisiones, un índice de desarrollo conocido por las siglas LME. La LME se calcula a partir de las unidades gramaticales denominadas «morfemas»; así, por ejemplo, la -5 de plural o la terminación del participio pasado regular

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-ADO (vg. terminado) o -IDO (vg. comido), cuentan cada uno como una unidad, lo mismo que las palabras corrientes como MAMA o CASA. Las palabras compuestas como CUMPLEAÑOS o GUAU-GUAU también cuentan como una sola unidad (Brown, 1973, p. 54). Muchos investigadores (aunque no todos) admiten este índice como un signo de avance, lo que no implica que un niño con emisiones más largas haya de tener necesariamente una gramática más sofisticada o con enunciados más correctos (BennettKastor, 1988; Bates el al., 1988). El aumento estable en la LME a partir de los dos años ha sido puesto de manifiesto por Roger Brown, de la Universidad de Harvard. Brown llevó a cabo un detallado estudio del desarrollo lingüístico de tres niños distintos, Adam, Eve y Sarah. La primera observación fue que la edad cronológica a la que cada niño alcanza cada nivel de LME difiere considerablemente (Brown, Cazden y Bellugi, 1968; Brown, 1973). Al comparar a Adam y Eve, se observó que Eve aventajaba mucho a Adam. La LME de Eve se situó en dos unidades hacia la edad de veinte meses, tres unidades a los veintidós meses y cuatro a los veintiocho. Adam, en cambio, no alcanzó una LME de dos unidades hasta los veintiséis meses y casi hasta los tres años de edad no alcanzó una LME de tres unidades, llegando a las cuatro unidades a los tres años y medio. Esto supone un retraso de un año con respecto a Eve.

Suponiendo que Bárbara no fuera tan avanzada como Eve, aunque aventajase a Adam, posiblemente alcanzara una LME de dos unidades hacia los dos años, una LME de tres unidades a los dos años y medio y una LME de cuatro a los tres años. En las fases iniciales de la etapa de dos palabras, hacia la edad de dos años, el habla de Bárbara era «telegráfica». Sonaba como si estuviera enviando telegramas urgentes a su madre: TERO LECHE, ¿DONDE PATO? Como ocurre con los telegramas de verdad, tendía a conservar los nombres y los verbos en el orden correcto, aunque omitía las palabras «pequeñas» como EL, UNA, HA, SU o Y. También «se comía» las terminaciones de las palabras, como la -s del plural o de algunas terminaciones de los verbos, por ejemplo DOS NENE o VENE AQUI.

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Más adelante, las palabras «pequeñas» y las flexiones se fueron agregando poco a poco. «Como si se tratara de un fino tejido que va creciendo, estos elementos comienzan a emerger entre las piezas clave de la construcción, que son los nombres y los verbos» (Brown, 1973, p. 249). En este aspecto del lenguaje, Bárbara sigue el mismo curso de desarrollo que Adam, el niño de Harvard, aunque a una edad un poco más temprana (Brown, 1973, p. 271). Entre los dos y los tres años y medio, Bárbara adquirió las siguientes formas gramaticales: 2 años

3 años

Forma progresiva –NDO Plural –s Cópula ES, ESTA, SON ESTAN Artículos EL, LA, UN, UNA 3ª persona del singular –s* Terminación de pasado –ED* Forma progresiva completa ESTOY, ESTA + -NDO Contracción de la cópula* Contracción de la forma progresiva

Cantando Zapatos azules Está dormido Es un médico Quiere (wants) un manzana Ayudé (helped) a mamá Estoy cantando Es (He’s) un médico Estoy (I’m) cantando

* Estas formas gramaticales corresponden exclusivamente a la lengua inglesa. Las dos primeras tienen sus correspondencias en castellano en la aparición de las terminaciones verbales de persona (vg. la distinción entre "",2." Y 3." persona del singular) o en la adjunción de pronombres clíticos (vg. -me, -te, -se, -la, -le, -lo) (N. del T.).

Es importante distinguir entre la emergencia o aparición de una forma gramatical por vez primera, y su verdadera adquisición, esto es, el uso sistemático de la misma en posiciones definidas por la gramática adulta. Una forma gramatical se considera adquirida siempre y cuando aparezca como mínimo en un 90 por ciento de ocasiones en los contextos apropiados (Brown, 1973, p. 258). La edad concreta a la que Bárbara adquirió cada una de estas formas no es un dato significativo, ya que puede variar mucho de un niño a otro. Lo que realmente interesa es el orden de adquisición. La secuencia resulta ser extraordinariamente similar en todos los niños de lengua inglesa. Roger Brown observó que en el caso de los tres niños examinados en Harvard, el curso evolutivo de estas formas gramaticales fue «increíblemente consistente». Hubo, no obstante, algunas diferencias de escasa importancia. Por ejemplo, Sarah adquirió la forma progresiva -NDO (-ING en inglés) después del plural, mientras que Adam y Eve lo hicieron antes. Pero en todos los niños, ambas formas (plural y progresiva) aparecieron antes que el morfema de pasado, la tercera persona del singular y la cópula. Un hecho más sorprendente si cabe es que, en los niños de Harvard, las formas verbales utilizadas como cópula (ES, ESTA, SON, ESTAN) aparecieron antes que cuando estas mismas formas eran empleadas en construcciones progresivas (vg. ESTOY CANTANDO). Asimismo, la contracción de la cópula («he is a bear» -+ HE'S A BEAR -él es un oso) se anticipó a la contracción de la forma progresiva («he is walking» -+ HE'S WALKING -él está andando). Este es un fenómeno bastante curioso, ya que aun cuando quepa esperar que todos los niños sigan un curso parecido de desarrollo, no hay, en principio, razón alguna por la que la adquisición de ciertas unidades específicas de la

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lengua haya de ser exactamente igual dentro de una determinada variante dialectal del inglés. En el capítulo 7 examinaremos algunas posibles razones de este fenómeno. También se aprecia un orden de adquisición bastante uniforme en otras construcciones más complejas, tales como las interrogativas y las negativas. Por ejemplo, en la adquisición de las llamadas interrogativas-CU (es decir, las preguntas que se formulan con palabras como QUE, POR QUE, DONDE, QUIEN, etc.), se ha observado que Bárbara, al igual que Adam, Eve o Sarah, pasó por tres etapas intermedias hasta alcanzar su formulación correcta (Klima y Bellugi, 1966). En primer lugar, justo después de cumplir dos años, colocaba la palabra-cu delante de la frase: ¿QUE ¿POR QUE ¿DONDE

MAMA PAPA NENE

COME? GRITA? ESCONDE?

Unos meses después, añadía un verbo auxiliar como ESTA, VA A, o QUIERE, al verbo principal: ¿QUE ¿POR QUE ¿DONDE

MAMA PAPA NENE

QUIERE COMER? ESTA GRITANDO? VA A ESCONDER?

Por último, poco antes de los tres años, Bárbara advirtió que el sujeto y el verbo tenían que intercambiar sus posiciones, lo que dio lugar a preguntas correctas como: ¿QUE ¿POR QUE ¿DONDE

QUIERE COMER ESTA GRITANDO SE VA A ESCONDER?

MAMA? PAPA? NENE¿

Una vez más, se ha comprobado que todos los niños tienden a seguir el mismo patrón de adquisición. Ya hemos advertido que la edad a la que tienen lugar estos cambios es un dato irrelevante. Lo que importa es el orden en que se producen. Hacia la edad de tres años y medio, Bárbara ya era capaz, lo mismo que casi todos los niños, de construir toda clase de enunciados gramaticales y además su lenguaje era razonablemente inteligible. No obstante, sus construcciones eran menos variadas que las de un adulto. Por ejemplo, tendía a no emplear pasivas «completas» como EL HOMBRE FUE ATROPELLADO POR UN AUTOBUS. Por otro lado, era capaz de mantener conversaciones sobre temas diversos. A los cinco años, Bárbara daba la impresión de haber adquirido el lenguaje de forma más o menos completa. Esto, sin embargo, no era más que una ilusión, ya que la adquisición del lenguaje aún continuaba, aunque a ritmo más lento. La gramática de un niño de cinco años difiere de la del adulto en ciertos aspectos que quizá resultan sorprendentes, aunque el niño no suele darse cuenta de sus carencias. Cuando se les somete a pruebas de comprensión, los niños enseguida atribuyen interpretaciones a las estructuras que se les presentan, aunque aquéllas son a menudo erróneas. «Los niños no manifiestan problemas de comprensión, aunque sus interpretaciones son muchas veces equivocadas» (Carol Chomsky, 1969, p. 2). Al objeto de demostrar esta afirmación, esta autora efectuó un

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estudio en el que mostraba a niños de cinco a ocho años una muñeca con los ojos vendados y les preguntaba: «¿Esta muñeca es difícil de ver o fácil de ver?» Todos los niños de cinco y seis años, y también algunos de siete y ocho, respondían que era DIFICIL DE VER. Una respuesta típica es la que dio una niña de seis años llamada Lisa: Chomsky: ¿ESTA MUÑECA ES DIFICIL DE VER O FACIL DE VER? Lisa: DIFICIL DE VER. Chomsky: ¿Y COMO HACEMOS QUE SEA FACIL DE VER? Lisa: QUITANDOLE ESTO DE LOS OJOS. Chomsky: A VER, EXPLICAME POR QUE ERA DIFICIL DE VER. Lisa: (a la muñeca) PORQUE TENIAS PUESTO ESTO QUE TE TAPABA LOS OJOS.

Algunos psicólogos han criticado esta prueba, aduciendo que, conforme a la lógica del avestruz, los niños creen que cuando se les vendan los ojos, los demás tampoco pueden verlos a ellos. Asimismo, es posible que al responder que la muñeca con los ojos vendados es difícil de ver, estén adoptando el punto de vista de la muñeca y no el suyo propio. Sin embargo, en una réplica posterior de este experimento en la que se utilizaban muñecos de animales, como un lobo y un pato, y frases como: EL LOBO ES DIFICIL DE MORDER EL PATO ESTA DESEANDO MORDER se confirmaron los resultados anteriores (Cromer, 1970). Los niños de cinco y seis años no advierten la diferencia de significado entre dos frases superficialmente similares como EL CONEJO ESTA DURO PARA COMER Y EL CONEJO ESTA ANSIOSO POR COMER. En suma, la distancia entre el lenguaje del niño y el lenguaje del adulto tarda más tiempo en desaparecer de lo que se creía. Experimentos posteriores realizados en francés, en los que se empleaban artículos definidos (LE/LA) e indefinidos (UN/UNE), han puesto de manifiesto diferencias bastante curiosas entre el uso infantil y adulto de esta distinción, diferencias que en muchos casos se mantienen hasta los doce años (Karmiloff-Smith, 1979). No obstante, las diferencias entre el lenguaje de Bárbara y el de los adultos que vivían con ella fueron desapareciendo poco a poco en los años siguientes. Alrededor de los once años, Bárbara había adquirido un dominio de la estructura de su lengua comparable al de un adulto. Al inicio de la pubertad, el desarrollo del lenguaje prácticamente había concluido, excepción hecha del vocabulario, dado que las palabras se siguen aprendiendo a lo largo de toda la vida (Aitchison, 1987a). Los principales hitos en la adquisición del lenguaje que hemos comentado en estas páginas van paralelos al desarrollo físico del niño. Sin embargo, está claro que no existe una correlación significativa entre el desarrollo lingüístico y el desarrollo motor, y se dan casos de niños que aprenden a hablar y jamás aprenden a andar, y también a la inversa. Con todo, en los niños normales, ambos tipos de desarrollo corren paralelos. Así, las etapas del desarrollo lingüístico presentan una relación más o menos directa con estadios del desarrollo físico. La transición de la etapa del arrullo a la del balbuceo tiene lugar en el momento en que el niño adopta la posición erguida, y la aparición de las primeras palabras

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coincide con la etapa en que el niño comienza a andar. La gramática empieza a hacerse más compleja a medida que se desarrolla la coordinación de la mano y los dedos. Antes de concluir este capítulo, hemos de examinar una última cuestión. ¿Es necesario que los niños adquieran el lenguaje a la edad en que normalmente lo hacen? Según reza la sexta y última característica de las conductas controladas por la maduración biológica, éstas se desarrollan dentro de un «período crítico», aunque no es imprescindible que así sea. ¿Sucede lo mismo con el lenguaje? Vamos a considerar esta cuestión. ¿Hay un «período crítico»? ¿Somos los seres humanos como los pinzones o como los canarios? Estas dos especies de aves tienen un canto en parte aprendido. Sin embargo, el canto de un pinzón permanece fijo e inalterable a partir de los quince meses de edad. Si la cría de pinzón no escucha el canto de otros congéneres antes de esa edad, no aprende a cantar normalmente (Thorpe, 1972). Los canarios, en cambio, pueden aprender a cantar durante un período mucho más dilatado (Nottebohm, 1984; Marler, 1988). En opinión de Lenneberg, los humanos, al igual que los pinzones, disponemos de un estrecho «período crítico» establecido por la naturaleza para la adquisición del lenguaje. Según este autor, dicho período abarca desde la cuna hasta la adolescencia: El lenguaje surge entre los dos y los tres años de edad merced a una interacción de la maduración y del aprendizaje autoprogramado. Entre los tres años y la primera adolescencia, las posibilidades de aprendizaje de una primera lengua siguen siendo favorables; el individuo parece mostrarse, durante esta etapa, altamente sensible a los estímulos, y conservar cierta flexibilidad innata para la organización de las funciones cerebrales responsables de la compleja integración de subprocesos que son necesarios para una fluida elaboración del habla y del lenguaje. Después de la pubertad, las capacidades de autoorganización y ajuste a las demandas fisiológicas del comportamiento verbal disminuyen rápidamente. El cerebro parece haber entrado en una fase de estabilidad, en la cual las habilidades más primarias y elementales que no han sido adquiridas hasta ese momento permanecen, por regla general, defectuosas durante toda la vida. [Lenneberg, 1967, p. 158]

Hace veintitantos años, las opiniones de Lenneberg eran comúnmente aceptadas. Los niños empiezan a hablar hacia la edad de dos años, y parece razonable pensar que después de los 13 las habilidades lingüísticas dejan de desarrollarse. Cualquiera puede recordar lo difícil que era aprender inglés en la escuela. Incluso los alumnos más aventajados tenían un acento algo raro y cometían numerosos errores gramaticales. Resultaba, por tanto, tranquilizador hallar una explicación biológica a este fenómeno. Sin embargo, si se mira detenidamente, el asunto no parece estar tan claro. Son cinco los argumentos que suelen aducirse para defender la idea de un «período crítico»: el primero de ellos se basa en el caso de los individuos que adquieren el lenguaje tardíamente. El segundo se refiere al desarrollo de los niños con síndrome de Down. En tercer lugar, está el caso de los niños que sufren daños cerebrales. El cuarto argumento se apoya en las dificultades que plantea el aprendizaje de una segunda lengua. Y por último, la supuesta sincronía del período crítico con la lateralización hemisférica. Examinemos estos argumentos.

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El estudio de tres casos de niños deprivados de contacto social, Isabelle, Genie y Chelsea, ha proporcionado evidencia en apoyo de la hipótesis del período crítico. Estos tres niños se vieron privados de experiencia lingüística hasta mucho después de la época en que se supone que los niños criados en circunstancias normales adquieren el lenguaje. Isabelle era hija ilegítima de una mujer sordomuda. Cuando fue encontrada en Ohio en los años 30, a la edad de seis años y medio, carecía de lenguaje y sólo emitía gruñidos. Madre e hija pasaban la mayor parte del tiempo solas en una habitación a oscuras. Sin embargo, después de ser hallada, Isabelle experimentó grandes progresos: «Fue pasando por las etapas normales del desarrollo lingüístico a gran velocidad. En dos años aprendió lo que en casos normales lleva seis. A la edad de ocho años y medio, ya no se le podía distinguir de otros niños normales de su misma edad» (Brown, 1958, p. 192). Por desgracia, Genie no tuvo tanta suerte. Esta niña no fue hallada hasta casi los catorce años. Nacida en abril de 1957, Genie había pasado casi toda su vida en condiciones infrahumanas y extrañas. «A partir de los veinte meses, Genie fue encerrada en una pequeña habitación... Su padre la castigaba si emitía algún sonido. Permanecía la mayor parte del tiempo enganchada por una correa a una sillita de bebé, y cuando no estaba así la introducían en un saco de dormir dentro de una cuna y la tapaban con tela metálica» (Curtiss el al., 1974, p. 529). Cuando fue encontrada, Genie no tenía lenguaje. Empezó a adquirido bastante después de iniciada la adolescencia, es decir, pasado el supuesto «período crítico». Aunque aprendió a hablar de un modo rudimentario, sus avances fueron más lentos que los de los niños normales (Curtiss, 1977). Por ejemplo, éstos pasan por una etapa en la que producen frases de dos palabras (TERO LECHE, MAMA JUEGA) Y que dura unas cuantas semanas. En cambio, en el caso de Genie, la etapa de dos palabras se prolongó durante más de cinco meses. Asimismo, los niños normales atraviesan una breve etapa en la que forman oraciones negativas colocando la palabra NO delante del resto de la frase, sin modificar nada más, como en NO MAMA VEN o NO DA ME MANZANA. Genie empleó esta forma primitiva de negación durante más de dos años. Los niños normales empiezan a formular preguntas utilizando palabras-cu (quién, qué) en la etapa de. dos palabras (¿DONDE PAPA?). A Genie, en cambio, le resultaba imposible formular este tipo de preguntas, y en alguna ocasión lo intentó infructuosamente, produciendo frases como ¿DONDE ESTA PARAR DE ESCUPIR? El único aspecto del lenguaje en el que Genie superaba a los niños de su edad era en el aprendizaje de palabras. Conocía muchas más palabras que los niños normales que se hallaban en la misma etapa de desarrollo gramatical que ella. Sin embargo, la capacidad de memorizar listas de palabras no evidencia ninguna habilidad lingüística; de hecho, los chimpancés Washoe y Sarah lo hacían con relativa facilidad. Lo importante, en cambio, es adquirir las reglas de la gramática, y es precisamente en este aspecto donde Genie tenía mayores dificultades. El lento desarrollo del lenguaje en Genie, sobre todo en comparación con Isabelle, viene a indicar que hay un punto de «inflexión» en la posibilidad de adquirir el lenguaje. Con todo, hemos de ser cautelosos, ya que dos casos individuales no pueden suministrar pruebas firmes, en especial cuando tales casos siguen planteando incógnitas. Isabelle no fue estudiada por lingüistas, por lo que su nivel de desarrollo lingüístico podría haber sido más deficiente de lo que se le atribuía. Por otra parte, Genie presentaba síntomas de lesión cerebral. En concreto, las pruebas indicaban una atrofia del

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hemisferio izquierdo, lo que supone que sólo utilizaba una parte del cerebro, precisamente aquella que normalmente no se halla asociada al lenguaje (Curtiss, 1977; Curtiss el al., 1974). Chelsea es otro caso de adquisición tardía del lenguaje estudiado recientemente (Curtiss, 1988). Se trata de una mujer adulta con problemas de audición que comenzó a adquirir el lenguaje hacia los treinta años. Al igual que Genie, su vocabulario es aceptable, pero su sintaxis es deficiente. Chelsea produce oraciones como LA MUJER ES AUTOBUS EL SALE, NARANJA PEDRO COCHE EN o PLATANO EL COMER. La extraña sintaxis de Chelsea puede obedecer a su adquisición tardía del lenguaje, aunque también puede ser debida a sus problemas de audición. Así pues, ni Genie ni Chelsea constituyen pruebas claras de la existencia de un punto de «inflexión» en la adquisición del lenguaje. Tanto una como la otra tienen además problemas no lingüísticos, lo que en parte podría explicar su lenguaje rudimentario. Según Lenneberg, otra prueba a favor de la existencia de un período crítico procede de los niños con retraso mental, en especial de los llamados «niños mongólicos» o niños con síndrome de Down (Lenneberg, 1967). Estos niños siguen el mismo curso general de desarrollo que los niños normales, aunque a un ritmo mucho más lento. Lenneberg considera, sin embargo, que los niños con síndrome de Down nunca llegan a alcanzar a los normales debido a que sus habilidades lingüísticas decaen sensiblemente en la pubertad. Otros autores, sin embargo, rechazan esta idea por considerar que el estancamiento de estos niños en el terreno del lenguaje se debe a la falta de estimulación. Por otra parte, investigaciones más recientes han puesto de manifiesto que los niños con síndrome de Down presentan un techo preestablecido en su desarrollo y que pueden alcanzar este punto máximo de desarrollo a cualquier edad, lo que en muchos casos ocurre bastante antes de llegar a la adolescencia (Gleitman, 1984). Las posibilidades de recuperación de los pacientes con lesiones cerebrales constituye otra prueba aducida por Lenneberg. Según él, si un niño menor de dos años sufría una lesión irreversible en el hemisferio del lenguaje (izquierdo), el desarrollo del lenguaje no se vería perturbado, aunque sería controlado por el hemisferio derecho. Esto se explica porque a esa edad el «período crítico» aún no ha comenzado. Por consiguiente, cuanto mayor sea el niño, mayores serán las posibilidades de que una lesión en el hemisferio izquierdo origine alteraciones permanentes. En un adolescente o un adulto, estas lesiones producirán trastornos irreversibles del lenguaje, toda vez que el «período crítico» ya habrá concluido. La afirmación de Lenneberg de que el lenguaje de los niños más pequeños sufre alteraciones menos severas a raíz de una lesión cerebral que el de los niños mayores parece haberse confirmado (Vargha-Khadem et al., 1985). Esto parece bastante lógico, ya que los cerebros jóvenes tienen mayores posibilidades de recuperación. También los bebés de mono con lesiones cerebrales se recuperan mejor que los monos adultos (Goldman-Rakic, 1982). No obstante, aún no hay pruebas concluyentes de que el período crítico se inicie repentinamente a los dos años y concluya abruptamente en la adolescencia. En lo que a la edad de inicio se refiere, Lenneberg se equivoca al suponer que los niños menores de dos años no resultan afectados por lesiones en el hemisferio izquierdo. Al contrario, los bebés que han sufrido una ablación de este hemisferio en su primer año suelen tener graves problemas de lenguaje (Dennis, 1983). Las lesiones graves en el

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hemisferio izquierdo suelen llevar aparejados trastornos muy duraderos del lenguaje, sea cual sea la edad del paciente. En cuanto a la terminación repentina del período crítico al llegar a la adolescencia, se ha comprobado que, al menos en las sociedades occidentales, aún se pueden producir cambios considerables en el dominio del lenguaje a estas edades (vg. Cheshire, 1982). Son frecuentes las quejas de los adultos acerca del lenguaje «descuidado» e incluso incomprensible de los adolescentes. Esta observación contrasta con la idea de que el lenguaje se estabiliza definitivamente a partir de la adolescencia. Sin embargo, ¿qué mejor prueba del período crítico que las dificultades que uno experimenta en su adolescencia cuando se ve obligado a aprender otras lenguas en la escuela? Esta cuestión ha despertado una viva polémica (Hatch, 1983). Al parecer, los jóvenes pueden adquirir mejor los aspectos fonéticos de la segunda lengua, mientras que la situación de la sintaxis es bastante confusa. Los aprendices de más edad experimentan rápidos progresos al principio (vg. Harley, 1986), aunque, en opinión de algunos investigadores, a la larga los más jóvenes les ganan la partida (vg. Asher y Price, 1967). Con todo, las dificultades de los aprendices de más edad también pueden explicarse por un anquilosamiento de sus habilidades de aprendizaje. Los que siguen practicando se mantienen más en forma. Esta puede ser una explicación plausible de las dificultades de quienes aprenden una segunda lengua en la escuela. Bever (1981) ha señalado que hay una discrepancia entre lo que los niños perciben y producen. Mientras se mantiene este desequilibrio, es posible que haya un canal directo que vincule ambas actividades. Con el tiempo, la percepción y la producción se colocan al mismo nivel y entonces el mecanismo que las conecta va desapareciendo gradualmente. Sin embargo, en la medida en qué el aprendizaje de segundas lenguas sigue siendo posible, este mecanismo de conexión no podrá desaparecer del todo, aun cuando el cerebro, al igual que el resto del organismo, vaya perdiendo flexibilidad a medida que nos hacemos viejos. Finalmente, vamos a examinar la idea de Lenneberg de que el supuesto crítico coincide con el período de lateralización, esto es, la especialización de uno de los hemisferios en materia de lenguaje (capítulo 3). Según este autor, el proceso de especialización acontece entre los dos y los catorce años. Sin embargo, parece que Lenneberg también se equivoca en su estimación, ya que la lateralización se produce mucho antes de lo que él señala. Hay incluso bebés menores de un año que dan muestras de lateralización. En un experimento, se presentaba a bebés de cinco y seis meses de edad sonidos y escenas visuales de movimientos de labios que podían o no estar sincronizados. Los bebés daban muestras de advertir la sincronización únicamente cuando la dirección de su mirada estaba controlada por el hemisferio izquierdo (MacKain el al., 1983). Esto parece indicar que la lateralización empieza su andadura en los primeros meses de la vida. Por otra parte, tan pronto como se somete a los niños a tareas de escucha dicótica (capítulo 3), es decir, a la edad de dos años y medio o tres, éstos dan muestras de utilizar el hemisferio izquierdo para el lenguaje (Kinsbourne y Hiscock, 1987). Por consiguiente, es posible que la lateralización ya esté consolidada a esta edad. Para muchos autores (vg. Krashen, 19734), el proceso está concluido antes de los cinco años. En resumen, todos los argumentos esgrimidos en apoyo de la tesis de que hay un período crítico claramente definido resultan poco convincentes. El deterioro cerebral de Genie y la sordera de Chelsea pueden explicar sus problemas con el lenguaje. El «techo»

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con que se topan las habilidades lingüísticas de los niños con síndrome de Down no tiene relación alguna con la adolescencia. Una grave lesión cerebral puede causar problemas a cualquier edad. Una práctica continuada puede favorecer la capacidad para aprender lenguas. La lateralización tiene lugar mucho antes de la adolescencia. No hay, pues, pruebas de que el período crítico se inicie o termine de manera repentina. Antes bien, da la impresión de que nos hallamos ante un fenómeno bien conocido de todo el reino animal, a saber, que los cerebros jóvenes son más flexibles que los cerebros adultos. Así pues, en este capítulo he intentado mostrar que el lenguaje comparte las características de las conductas biológicamente programadas. Surge antes de que sea necesario, su aparición no puede explicarse por sucesos externos ni por decisiones voluntarias del niño. La instrucción explícita y la práctica intensiva tienen escasos efectos. La adquisición sigue un curso marcado por una secuencia regular de «hitos» que aparecen correlacionados con otros aspectos del desarrollo del niño. En otras palabras, hay un mecanismo interno que desencadena y regula el desarrollo del lenguaje. Parece, sin embargo, poco probable que haya un «período crítico» rígido para la adquisición del lenguaje, aunque la experiencia temprana con el lenguaje es un factor favorecedor, ya que los cerebros jóvenes tienen mayor plasticidad. De todos modos, sería un error pensar que el lenguaje es una capacidad dirigida exclusivamente por mecanismos internos. Estos mecanismos requieren estimulación externa para funcionar correctamente. El niño necesita un entorno verbal suficientemente rico durante el período de adquisición. Esto viene a indicar que la denominada controversia entre naturaleza y cultura mencionada en el capítulo 1 puede estar mal planteada. Ambas posturas tienen razón: la naturaleza pone en marcha la conducta y establece su marco de desarrollo, aunque es necesario disponer de una experiencia adecuada para que la conducta alcance todo su potencial. La línea divisoria entre la conducta «natural» y la conducta «aprendida» no es tan nítida como se suponía. Dicho de otro modo, el lenguaje es una conducta «natural», aunque tiene que ser guiada por la experiencia para que se desarrolle convenientemente. Aunque hemos empezado a desbrozar el problema del innatismo, todavía no hemos respondido a la pregunta fundamental, a saber, ¿qué es exactamente lo que debemos considerar innato? En el capítulo 1 señalamos que Chomsky era partidario de postular una «compleja estructura interna». ¿En qué consiste esta estructura, en opinión de este lingüista? A esta cuestión vamos a dedicar el próximo capítulo.

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