Camps Victoria - Virtudes Publicas

VICTORIA CAM PS VIRTUDES PÚBLICAS COLECCION ESPASA CALPE PENSAMIENTO / CONTEMPORÁNEOS [RTUDES PÚBLICAS es una refle

Views 174 Downloads 3 File size 4MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

VICTORIA CAM PS

VIRTUDES PÚBLICAS

COLECCION ESPASA CALPE

PENSAMIENTO / CONTEMPORÁNEOS

[RTUDES PÚBLICAS es una reflexión sobre

los valores que han de contribuir al mejoramiento de la vida en común frente a la privacidad y autocomplacencia que tienden a generar tanto las liber­ tades como el bienestar creciente. Victoria Camps apuesta en este libro por una ética pública, etnocéntrica, optimista y feminista. Esta edición se enri­ quece, además, con un capítulo final consagrado a ciertos «vicios públicos» de ciudadanos y políticos que no contribuyen, precisamente, a la reconstruc­ ción de la vida pública COLECCIÓN A USTRA L ESPASA CALPE

9

( O O H É J

7 f J

I 01

VICTORIA CAMPS VIRTUDES PÚBLICAS Epüogo de la autora

COLECCIÓN AUSTRAL ESPASACALPE

COLECCIÓN A OSTRAL PENSAMIENTO/CONTEMPORÁNEOS

Director Editorial: Javier de Juan Editora: Pilar Cortés

© Victoria Camps. 1990 © Espasa-Catpe. S. A., Madrid, 1990 Maqueta de cubierta: Toño RodrlguerflNDIGO, S. C. Ilustración portada: F. del Amo y F. Solé Depósito legal: M. 4.875— 1993 ISBN 84—2 3 9 -7 3 1 0 — 7

Impreso en España Printed in Spain Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A. Carretera de Irán, km. 12,200. 28049 Madrid

ÍNDICE Prólogo ...................................................................

9

I. Virtudes públicas...........................................

15

II.

La solidaridad ...............................................

31

III.

La responsabilidad .......................................

51

IV.

La tolerancia .................................................

73

V. ¿La profesionalidad? ....................................

91

VI.

La buena educación ..................................... 109

VIL

El genio de las mujeres ................................ 125

VIII.

Identidades ................................................... 145

IX.

La corrupción de los sentimientos .............. 167

E p Il o g o a l a e d i c i ó n d e b o l s i l l o

.................... 189

I. Vicios públicos .............................................. 191 II.

Una ética pública, etnocéntrica, optimista y feminista ........................................................ 197

PRÓLOGO Cuando las creencias flaquean, nos quedan las actitu­ des. La inseguridad de los contenidos desvía la mirada hacia las formas y los procedimientos. Más que los actos en si mismos, nos cautivan las maneras de hacer o de estar. Perdonamos la transgresión de las normas, pero no la incompetencia o la falta de sensibilidad. Pues la ética es, sin duda, derecho y voluntad de justicia, pero también es arte aprendido día a día. En cierto modo, lo que de­ fiendo en este libro nace de la aceptación de la mayor parte de los tópicos de nuestra cultura. Vivimos en un mundo plural, sin ideologías sólidas y potentes, en socie­ dades abiertas y secularizadas, instaladas en el liberalismo económico y político. El consumo es nuestra forma de vida. Desconfiamos de los grandes ideales porque estamos asistiendo a la extinción y fracaso de la utopia más re­ ciente. Nos sentimos como de vuelta de muchas cosas, pero estamos confusos y desorientados, y nos sacude la urgencia y la obligación de emprender algún proyecto co­ mún que dé sentido al presente y oriente el futuro. Hemos conquistado el refugio de la privacidad y unos derechos individuales, pero echamos de menos una vida pública más aceptable y más digna de crédito. La muerte de Dios, de la que tanto se habló, ya no preocupa a nadie: la re­ ligión es parte de nuestro pasado y se conserva como una presencia lateral, al margen del pensamiento y de la vida.

/o

VICTORIA C AM PS

En cuanto al sujeto, que también había muerto, ha vuelto a aparecer, pero sin prepotencia, como principio de lo que es más propio e intransferible: el deseo, las emociones, la voluntad, el sentimiento. Quererse a sí mismo y no pri­ varse de nada es el fin inmediato e indiscutible de la exis­ tencia. La verdad o la razón no la tiene nadie, si bien los económicamente poderosos actúan como si la tuvieran y se erigen en modelos del resto del mundo. Las identidades nacionales, políticas, sociales o personales se tambalean, y una de las necesidades más perentorias en estos mo­ mentos es la de definirlas y afirmarlas. La libertad es el valor propiamente dicho, y la certeza de la libertad unida al confort del bienestar, no nos privan de una cierta sa­ tisfacción y autocomplacencia. No vivimos de espaldas a la ética. Por lo menos la nom­ bramos muy a menudo, especialmente para afear la con­ ducta ajena y legitimar la propia. Pero también porque sabemos que el motor de un posible cambio no puede ser únicamente el bienestar material. Y que todos y cada uno de nosotros —y no sólo los Estados o los políticos— com­ partimos la responsabilidad del futuro. Sabemos, además, que ese discurso tópico sobre nuestra situación no es, en absoluto, universal. No vale para una buena parte de la humanidad que ni está desarrollada, ni conoce el bienes­ tar del consumo, ni entiende de crisis del sujeto o de la razón. Hay un mundo muy cercano que precisa de ideo­ logías fuertes o de revoluciones porque no ha traspasado aún el umbral de la modernidad. Inevitablemente, la éti­ ca es etnocéntrica, y no puede dejar de serlo, si pretende partir de lo conocido, de la moral vivida. Pero el e g o ­ centrismo no debería ser un obstáculo para el reconoci­ miento de las insuficiencias del propio pensamiento. No debería obviar el recuerdo de que no somos los únicos ni el centro del universo, que hay mucho por hacer aquí y allá, y que ese hacer es posible si nos lo proponemos en serio. Entiendo que la ética será siempre un mal menor. El intento de poner parches a un mundo que no es ni puede

PRÓLOGO

11

ser perfecto. La ética habla de la justicia porque hay de­ sigualdad, habla de la amistad porque no somos autárquicos, habla de la democracia porque no hay sabios ca­ paces y competentes para gobernar sin peligro de equi­ vocarse. La conciencia de que esto es asi es un obstáculo para la construcción de diseños acabados y definitivos como remedio de lo que hay, pero no es obstáculo para la crítica constante y la insatisfacción por las muchas de­ ficiencias que constatamos. Tal vez no sepamos con cer­ teza hacia dónde hay que ir, pero sí sabemos qué es lo que no nos gusta y lo que no debería tolerarse ni per­ mitirse. La función de esta ética incompleta es, sobre todo, combatir las faltas de este mundo. Corregir la in­ diferencia y el desapego que ha producido la cultura de la opulencia. La función de la ética es enseñar a que­ rer lo que merece ser querido, educar los sentimientos para que se adhieran a los fines que promueven la justi­ cia. Básicamente, la ética realiza una labor de discer­ nimiento: distinguir qué debe ser enseñado, qué debe ser tolerado, a quién hay que ayudar, de qué hay que hablar. Aunque las grandes palabras de la moral son siempre las mismas, la forma de proponerlas o de argumentarlas cambia con los tiempos y los lugares. El discurso ético es retórico y no lógico, ha de adaptarse a las necesidades y carencias de los tiempos y las sensibilidades. Es un dis­ curso racional, puesto que es humano, pero, también por­ que es humano, no ha de prescindir de los sentimientos. La medida adecuada del valor depende de muchas cosas: de la complejidad de cada uno, del nivel de civilización, del desarrollo económico, del estado de las necesidades básicas. Más allá de ios derechos y deberes fundamen­ tales, es difícil proponer una ética universal. Lo absoluto es siempre abstracto, y lo concreto es relativo a las dife­ rencias. Si propongo aquí una ética de las virtudes es porque estoy convencida de que es la respuesta más justa a nues­ tra situación y a nuestras carencias. A ellas y desde ellas.

/2

VICTORIA CAM PS

Pienso, en principio, en las democracias consolidadas, en la razón práctica nacida de un régimen de libertades y de derechos fundamentales, con la tarea ineludible de pro­ gresar por ese camino sin abandonar ninguno de los lo­ gros ya alcanzados. Soy consciente de que sólo es licito empezar a hablar de la educación del sentimiento —y eso son las virtudes— cuando está claro que el valor ético primario e insustituible es la justicia y que los principios básicos son los que atienden a la redistribución de la ri­ queza. La justicia social es el horizonte de la socialdemocracia, aunque hoy ese horizonte aparezca un tanto nebuloso y las dificultades para no perderlo de vista sean grandes. Pero es ese mismo temor a perderlo el que hace preciso hablar de una reconstrucción de la moral como conjunto de virtudes. Esto es, una ética de actitudes e inclinaciones individuales dirigidas a hacer más justa y más digna la vida colectiva. Si la tendencia dominante de los países desarrollados es la de sucumbir a las tentaciones del individualismo liberal, algo hay que hacer para frenar el impulso hedonista a pensar sólo en uno mismo y aten­ der únicamente a los intereses más próximos. La demo­ cracia debería ser la búsqueda y la satisfacción de nece­ sidades e intereses comunes, para lo cual conviene, ade­ más de definirlos y nombrarlos, de establecer prioridades, construir un clima de colaboración y cooperación. A crear ese clima van dirigidas las que aqui llamo «virtudes pú­ blicas». Por qué apuesto por las virtudes y por qué las llamo públicas, lo explico en el primer capítulo. Los tres capí­ tulos siguientes están dedicados a analizar las que, a mi juicio, deberían ser cualidades básicas del sujeto demo­ crático: la solidaridad, la responsabilidad y la tolerancia. No son, por supuesto, valores nuevos ni. en general, de­ satendidos por la ética occidental. Pero no está de más el subrayarlos ni el pensar en ellos desde una perspectiva que no es la de Aristóteles ni la de Kant o la de Nietzsche. El quinto capítulo trata de la virtud de la profesionalidad, la única que es de verdad respetada y reconocida en núes-

PRÓLOGO

13

• tras sociedades. Una virtud válida, pero que entraña un evidente riesgo de alienación. El capítulo sexto habla de la «buena educación» en el doble sentido de la expresión: buenas maneras y educación ética. Puesto que todo el li­ bro consiste en un intento de acercar la ética a los sen­ timientos, y también porque pretendo recuperar el tér­ mino más original de la ética —la arete de los griegos—, creo que no hay que olvidar el papel fundamental de la paideia en la formación ética de la persona —que, no lo olvidemos, es formación del carácter—. El capítulo sép­ timo, «El genio de las mujeres», pretende mostrar que la propuesta de una ética de las virtudes es muy afín a la sensibilidad femenina. No defiendo una ética de las mu­ jeres, distinta de la ética de los varones —eso no sería una novedad—. Sí creo, en cambio, que la tradición o la cul­ tura femenina, tradición propia y singular porque ha con­ sistido en un mundo separado del de los hombres, ha pro­ ducido en las mujeres una serie de actitudes y un peculiar estilo de ver las cosas que no es del todo despreciable y que favorece el desarrollo de ciertos valores. Qué sé yo, tal vez mi opinión esté infundada y no sea más que una suerte de desenmascaramiento de mis propios fantasmas. No obstante, ahi queda como punto de vista que quisiera ver confirmado por otras voces. El capitulo «Identidades» se enfrenta con el problema, actual si los hay, de la bús­ queda de identidades a todos los niveles, y de la dialéctica inevitable entre la identidad personal y las identidades co­ lectivas. Finalmente, «La corrupción de los sentimientos» aborda una de las contradicciones insolubles de la ética: la rebeldía y la insumisión de los deseos a doblegarse ante el bien. Por supuesto, casi todas las ideas que aqui aparecen las debo a lecturas, discusiones o charlas con todos aquellos que, especialmente entre nosotros, gustan de pensar sobre estas cosas. Ellos saben quiénes son, y hacia todos va di­ rigido mi agradecimiento. El impulso más inmediato de estas páginas fue la invitación de la Fundación March a

14

VICTORIA CAMPS

dar un ciclo de conferencias a las que di el título de «Vir­ tudes públicas». A instancia de algunos colegas y amigos que me quieren y me escuchan, me animé a completar aquel núcleo y a convertirlo en libro. A todos, de nuevo, mi reconocimiento, asi como al jurado que me otorgó el Premio Espasa de Ensayo.

I.

VIRTUDES PÚBLICAS

¿Tiene sentido hablar de virtudes en el siglo xx? Entre nosotros, por lo menos, la palabra «virtud» está en de­ suso. Como lo está todo lo que puede recordamos la mo­ ralidad estrecha y encogida de una época que aún tenemos demasiado cerca. El proceso de laicización de la sociedad española ha dado saltos sorprendentes y ha arrasado con muchos de los demonios que poblaron el pasado. A la moral ya no la llamamos «moral», sino «ética», que suena como más universal y menos dependiente de una fe reli­ giosa. Nadie habla de «virtudes», sino, en todo caso, de «valores», palabra que la religión no hizo suya con el fer­ vor con el que se apropió de otras. El pecado ni siquiera existe. Nuestros hijos tienen el privilegio de haber des­ conocido la tortura de los exámenes de conciencia. Tam­ poco saben gran cosa sobre los diez mandamientos; si algo les suena en ese sentido son los derechos humanos. La sociedad española se ha vuelto laica, en efecto, y la ética —o la moral— se ha purificado de bastantes aso­ ciaciones anacrónicas y antimodernas. El «experimento del nacionalcatolicismo» —cito muy a propósito el titulo del importante libro de Alfonso Álvarez Bolado1— ge­ neró, además de una patria católica, una moral de pre­ ceptos referidos casi exclusivamente a las relaciones con1 1 A. Álvarez Bolado. El experimento deI nacionalcatolicismo. 19391975. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1976.

16

VICTORIA CAMPS

la Iglesia y con el sexo. Una moral, en consecuencia, cla­ ramente «privada», cuyas virtudes fundamentales eran dos: la fe y la honestidad. Ahora profesamos una ética laica. Pero ¿sabemos lo que eso significa? ¿Podríamos afirmar sin reservas que la secularización de las costumbres ha dado paso a una forma distinta de entender la vida y la convivencia? Doy por sentado que no es posible vivir de espaldas a la ética, quiero decir, ignorándola. La vida humana es constitu­ tivamente moral, no sólo en el sentido de Aranguren, se­ gún el cual somos morales porque nuestra vida está por hacer, no se nos da determinada, sino también porque el proyecto de vida, individual y colectivo, se configura ne­ cesariamente en torno a unos ideales, a unos valores, que, finalmente, o son éticos o están contra la ética. Podemos equivocarnos en nuestros juicios, actuar de buena o mala fe, pero lo que hagamos o nos propongamos, lo que de­ cidamos, cuando realmente es algo importante y no tri­ vial, será justo o injusto, leal o desleal, humano o inhu­ mano. Los criterios que la historia ha ido forjando como principios del juicio ético son aún bastante inciertos y se prestan a más de una interpretación o aplicación, pero sería falso decir que carecemos en absoluto de unos pun­ tos de referencia para valorar lo que hacemos o queremos. Así las cosas, podemos preguntarnos cuáles son hoy las señas de la moral que ha de regular nuestras vidas. Dicho más brevemente, ¿cuál es la moral que necesitamos no­ sotros, ciudadanos de un país democrático? Bajo el rótulo de «virtudes públicas» quiero aventurar una forma de res­ ponder a esa pregunta. Si escojo para ello volver a hablar de «virtudes» es por­ que creo que la moral es fundamentalmente lo que pensó Aristóteles: una especie de segunda naturaleza, una serie de cualidades, que conforman una peculiar manera de ser y de convivir con los demás. Etimológicamente, la virtud —o la arete— es aquello que una cosa debe tener para funcionar bien y para cumplir satisfactoriamente el fin a que está destinada. Los griegos hablaban de la virtud de

VIRTUDES PÚBLICAS

17

' un caballo de carreras, de un atleta o del tocador de citara. Cada uno era excelente —«virtuoso»— en la medida en que desempeñaba perfectamente su función. El «virtuo­ sismo» consiste en ese saber hacer capaz de manifestar todas las posibilidades de un arte. Si cada cosa, pues, tiene su «virtud», de acuerdo con el fin para el que ha sido hecha, también los seres humanos, en tanto que son per­ sonas, han de poseer unas cualidades, unas virtudes, que pongan de manifiesto su «humanidad». Y la moral —o la ética— no es sino el conjunto de las virtudes o la re­ flexión sobre ellas: la serie de cualidades que deberían po­ seer los seres humanos para serlo de veras y para formar sociedades igualmente «humanas». Pero no todo el mundo cree que ese lenguaje tenga sen­ tido. He dicho al principio que la virtud está desvalori­ zada haciéndome eco de una importante teoría de la fi­ losofía moral contemporánea. Me refiero a la conocida tesis del sociólogo y filósofo Alasdair Maclntyre2 según la cual no sólo no es posible ya el discurso sobre las vir­ tudes —o el discurso ético, que viene a ser lo mismo—, sino que dejó de serlo hace, por lo menos, un par de siglos. En su opinión, la Ilustración fue un proyecto errado que simplemente dejó constancia de su misma inviabilidad. Pues si hablar de virtudes significa referirse a aquellas cualidades que constituyen la excelencia de la persona, condición indispensable para que esos conceptos puedan formarse, es poseer una noción común y compartida del bien del ser humano. Sin un acuerdo sobre cuál sea ese bien, no hay forma de concebir en qué consiste la virtud o la excelencia de la persona. Los griegos, al parecer, co­ nocieron ese bien o lelos de la vida humana. Aristóteles lo dice en sus Éticas: el fin es siempre la felicidad, que no es un objetivo individual, sino colectivo: mi bien no puede ser antagónico al tuyo pues el bien lo es de toda la co­ munidad. El sentido y la unidad de la vida lo proporcio­ naba entonces el vivir conforme a la razón, esto es, con-1 1 A. Maclntyre, Tras la virtud. Critica, Barcelona. 1988.

18

VICTORIA CAMRS

forme al conjunto de «virtudes» que componían la figura del perfecto ciudadano y que Aristóteles detalla en sus tratados de ética. Posteriormente, la Edad Media vive si­ tuaciones políticas más complejas que ya no reproducen esa armónica unidad de la polis, la cual, aunque segura­ mente estuvo lejos de ser una realidad, era pensable por lo menos como ideal. En la época medieval los contenidos de la virtud son otros —la fortaleza adquiere otro sentido, la prudencia desaparece, entran en escena la autonegación o la humildad, ya que el ser humano es mera imagen de Dios—, pero hay aún algo que los unifica, y es la auto­ ridad divina, origen y fundamento de la ley. La virtud se entiende menos como disposición hacia el bien, y empieza a concebirse como disposición a obedecer unas normas. Sin embargo, hay acuerdo sobre esas normas porque se reconoce unánimemente cuál es el principio y la proce­ dencia de todas ellas. Con la época moderna todo cambia, pues el ethos ca­ racterístico de la modernidad es el individualismo liberal. Al convertirse el sujeto en el punto de partida y en el centro del conocimiento, se pone de manifiesto el desa­ cuerdo y se pierde el fundamento de la obligación. ¿Por qué ser moral? ¿De dónde nacen los deberes? ¿Cuál es el fin de la obediencia a la ley? Son las preguntas que dan pie a las distintas teorías del contrato social. La categoría central de la ética ya no es la virtud, sino el deber. Y lo que hay que explicar, en primer término, es cómo la vo­ luntad puede llegar a quererlo. Pero los esfuerzos de Hume o Kant por convencer de la utilidad, conveniencia o racionalidad de la ley o de las virtudes son inútiles. Por­ que falta esa idea de naturaleza humana que era la razón de ser de las virtudes griegas y, por otro lado, quiere prescindirse del apoyo trascendente. Pese a lo cual el discurso ético prosigue y se empeña en la búsqueda de un funda­ mento inexistente. Hasta que, finalmente, la crisis se hace visible y entra en escena el emotivismo, la única ética que expresa el sen­ tir de nuestro tiempo. Pues, efectivamente, nuestro len-

VIRTUDES PÚBLICAS

19

' guaje ético está compuesto de conceptos, principios, ideas o argumentos mezclados y confusos, cuya razón o sentido nadie tiene claros. Son conceptos heterogéneos, ideas de procedencia distinta, argumentos inconmensurables entre sí. Sin duda, el origen de las varías virtudes tuvo una ex­ plicación —la castidad de la mujer, por ejemplo, se jus­ tificó como soporte de la propiedad privada, obviando, así, problemas de legitimidad hereditaria—. Pero ese ori­ gen, con el tiempo, se fue olvidando. Y han quedado va­ lores autóctonos, que supuestamente valen por sí mismos. Extremo a todas luces falso, como Nietzsche se encargó de probar con tenacidad, desvelando la oculta genealogía de los valores. Ante todo ello, el emotivismo habla claro: la moral no es otra cosa que la expresión de unos senti­ mientos y unas actitudes, de nuestras preferencias por unas formas de conducta y nuestra desaprobación de otras. No hay una racionalidad, una razón de ser última e indiscutible de las virtudes. La función de los juicios de valor es, a fin de cuentas, expresar unos sentimientos y persuadir a otros de que vean la realidad igual que la vemos nosotros. El individualismo y la burocracia —es decir, una libertad que consiste en la ausencia de reglas y una suerte de control colectivo que inhibe los intereses egoístas y los impulsos anárquicos—, son el espacio na­ tural del yo emotivista. Un yo que representa ciertos pa­ peles —no siempre homogéneos entre sí— definidos de antemano por la sociedad. No existe para el individuo otra identidad que la de sus diversos roles, mientras que. en lo antiguo, la virtud significaba la excelencia de la per­ sona en cuanto tal, no en cuanto representante de un pa­ pel social. Incluso la virtud entendida como una bús­ queda, como aquello que impulsa a buscar la unidad y el sentido de la vida, parece inabordable. Pues esa búsqueda supone una tradición social adecuada: la tradición de las virtudes como posibilidad de «narrar» la vida, de hacer de ella un relato con unidad y coherencia propias. Tal unidad y coherencia, hemos visto, son del todo imposibles en la cultura del individualismo burocrático.

20

VICTORIA CAMPS

Hasta aquí Maclntyre, quien, a la vista del diagnóstico, aventura —sin demasiado entusiasmo ni desarrollo, todo hay que decirlo— una propuesta. Reconstruir cierto tipo de comunidades o asociaciones que otorguen unidad de fines a la vida de los seres humanos para que, de nuevo, emerjan las correspondientes virtudes. Sólo de esta forma, en su opinión, es recuperable una noción que ya parece obsoleta. Si el regreso a unas comunidades primarías no fuera una opción retrógrada, sino aceptable, ciertas ideas tan centrales para la ética como la de justicia dependerían de criterios más firmes que los manejados por las actuales teorías contractualistas, como la de Rawls. Pues al per­ derse la unidad de la vida humana y de su virtud, desa­ parece también el criterio de mérito como principio de la justicia distributiva. Los intereses privados o corporativos no pueden llegar a unificarse en un acuerdo racional. Asi, la justicia acaba definiéndose en función de unos derechos legales cuya aplicación «justa» depende, en último tér­ mino, del arbitraje de un tribunal supremo. En suma, para Maclntyre, el acuerdo y la unidad de criterios son con­ dición necesaria para la ética, la cual no sería sino una Sittlichkeit sin otro fundamento que la avenencia de las partes. Sólo en parte discrepo de la teoría de Maclntyre, cuya entidad no es de ningún modo despreciable. La pregunta por la vigencia, el sentido, de la virtud o de la ética misma, es una pregunta pendiente, pues es cierto que la confusión sobre los fines, valores, cualidades o deberes es hoy con­ siderable. Y es cierto que el aristotelismo es ya imposible porque no hay modo de cualificar universalmente la vida buena. Pero no hay modo de hacerlo porque la vida buena tiene como fin la felicidad, la cual puede entenderse de dos maneras: como felicidad individual, en cuyo caso no hay normas generales para alcanzarla, o como felicidad colectiva, esto es, como justicia, y ahí si que la ética tiene mucho que decir. En el ámbito de la vida privada todo está permitido, no hay normas, salvo la de respetar y re­ conocer la dignidad del otro con todas sus consecuencias.

VIRTUDES PÚBLICAS

21

Dentro de esos limites, es licito que cada cual busque la felicidad a su modo y manera, ejerciendo la profesión que prefiera, formando una familia o sin ella, siendo religioso o ateo, homosexual o heterosexual. Ya no es cierto, por otra parte, lo que, al parecer, lo fue para Aristóteles: que el individuo, privado de su dimensión pública, no era na­ die porque su identidad se la otorgaba la ciudadanía. En nuestro mundo ocupa más espacio la vida privada, lo que, sin embargo, no obsta para que exista también un espacio público del que no es licito desentenderse. Quiéralo o no, el individuo se encuentra sometido a los imperativos de una legislación positiva, al reglamento de una Adminis­ tración pública, a las decisiones de un gobierno, recibe los servicios de un Estado y, sobre todo, tropieza con una serie de problemas, conflictos y carencias que sólo pueden ser tratados y resueltos colectivamente. Todas esas obli­ gaciones y servicios responden, además, en las sociedades democráticas, a las directrices de unos derechos funda­ mentales suscritos universalmente, o de una Constitución voluntariamente aceptada. Cierto que la ética o la idea de excelencia debería ser anterior a esos derechos que su­ puestamente fundan los gobiernos legítimos. La sustitu­ ción de la «virtud» por el «derecho» tiene que ver segu­ ramente con la transformación de la igualdad fáctica de los ciudadanos griegos, pasando por la igualdad de todos los hombres ante Dios del cristianismo, en la igualdad formal ante la ley o la igualdad de derechos proclamada por la modernidad. Sin duda, esta igualdad es menos sus­ tantiva que aquélla, y el derecho a la igualdad o a la li­ bertad ha ido materializándose en unas leyes y costumbres con una lentitud e imprecisión notable. No hay acuerdos claros sobre el modo en que deben realizarse los derechos humanos pues tampoco tenemos una idea precisa o com­ partida de cómo debería ser la humanidad perfecta. AI carecer de una noción común del bien o de la felicidad, la ética se ha hecho formal y ha acabado siendo, en efecto, una búsqueda. Una búsqueda de contenidos, por tanto, de virtudes que descansan, como antes, en un «nosotros»

22

VICTORIA CAMPS

que no es el de la comunidad política griega ni el del reino de los cielos cristiano, sino el «nosotros» de la humanidad como tal. Obviamente, de ahí no deducimos un modelo de ser humano con las cualidades que debe tener, pero si estamos en condiciones de nombrar ciertos requisitos sin los cuales la convivencia no merece el calificativo de «hu­ mana». Si los derechos fundamentales son la igualdad y la libertad, sea cual sea la realización de cada uno de am­ bos valores, ha de ser posible hablar de unas prácticas, de unas actitudes, de unas disposiciones coherentes con la búsqueda de la igualdad y la libertad para todos. A esas disposiciones es a lo que llamo «virtudes públi­ cas». Y retengo el vocablo aristotélico de «disposiciones» para subrayar el sentido etimológico de la ética como for­ mación del carácter, modo de ser, costumbre, hábito. La ética vinculada a la autoeducación y al esfuerzo constante por lograr una excelencia en la manera de vivir. Pienso que el recuerdo de la virtud como noción central de la ética puede hacernos olvidar esa otra ética entendida so­ bre todo como deber, código o mandamiento y materia­ lizada finalmente en una sola virtud, la de la obediencia. Pues la ley —autónoma o heterónoma— siempre es eso: una obligación, una imposición contraria, en principio, a la voluntad. La virtud o disposición, en cambio, significa algo adquirido hasta el punto de que se convierte en há­ bito, algo querido por la voluntad y que acaba siendo asi­ mismo objeto del deseo. Definir a la ética como fidelidad a unos principios es tan deficiente como definirla desde la responsabilidad por las consecuencias. Pues ni los prin­ cipios son transparentes en cuanto a su aplicación, ni las consecuencias absolutamente previsibles. El formalismo ético y la complejidad del conocimiento nos llevan a bus­ car la sustantividad de la conducta moral en otra parte. Concretamente, en esa formación del carácter que previo Aristóteles. Aunque nuestras creencias sean dispares e in­ conmensurables, por muy plural que sea la sociedad con­ temporánea, si algo significa la moral, es el compartir un mismo punto de vista respecto a la necesidad de defender

VIRTUDES PÚBLICAS

23

unos derechos fundamentales de todos y cada uno de los seres humanos. Pues bien, la asunción de tales derechos si es auténtica, ha de generar unas actitudes, unas dis­ posiciones, que son las virtudes públicas. ¿Por qué virtudes públicas y no privadas? Se me ocu­ rren, por lo menos, tres razones fundamentales para de­ nominarlas de ese modo. Primero, porque la moral es pública y no privada. El ámbito de la moral, allí donde cabe y es preciso regular y juzgar, es el de las acciones y decisiones que tienen una repercusión en la colectividad o que son de interés común. Las acciones que conforman lo que podemos denominar la felicidad colectiva, que no es lo mismo que la felicidad individual. El espacio de la felicidad colectiva es el de la justicia, virtud central de la ética desde Platón. Y es pre­ ciso distinguir entre esas normas que la sociedad debería admitir como comunes —finalmente, la ley y las costum­ bres aceptadas—, y el conjunto de variables de compor­ tamiento o modos de vivir sobre los que la sociedad como conjunto no debería ni tan sólo opinar. Obviamente, el ámbito privado y el público no tienen una frontera divi­ soria inalterable: los diferentes tiempos producen costum­ bres y leyes también distintas. Pero ese relativismo no de­ bería ser obstáculo para la distinción entre lo que son los problemas de la justicia, que conciernen o deberían con­ cernir a todos los seres humanos, y lo que son cuestiones de elección personal o de gusto. Hay que poder distinguir, en suma, entre las preferencias generalizares y las que no lo son. Si la palabra «virtud» se encuentra desvalorizada es por la inflación de virtudes «burguesas» laterales, que han acabado ocupando todo el espacio de la moral. Vir­ tudes como el ahorro, la puntualidad, el gusto del orden, la laboriosidad. Virtudes que han afectado más a la vida privada —del trabajo y de la familia— que a la vida pú­ blica considerablemente desatendida desde el punto de vista de la moral burguesa. La segunda razón contextualiza a la primera. Ciertas sociedades —y la española es paradigmática— poseen

24

VICTORIA CAMPS

una tradición de moralismo pacato y mojigato con una clara tendencia a olvidar la moralidad pública en bene­ ficio de la privada. O, mejor, con la tentación de convertir lo privado en público —tentación que, dicho sea de paso, sigue arremetiendo con ímpetu—. La noción de virtud, para nosotros, permanece asociada a la represión de los pecados capitales: la ira, la envidia, la gula, la pereza, el orgullo. La moderación de los vicios propiamente dichos, como el beber, fornicar, comer bien o, sencillamente, di­ vertirse. Todo aquello que desequilibraba la medida es­ tablecida. Pues bien, precisamente por ello es necesario dirigir a la ética hacia esa zona de lo general, de lo que concierne a todos, para corregir una falsa idea de mora­ lidad. A nuestro país le ha sobrado —y me temo que aún le sobra— una buena dosis del moralismo que se ceba en juzgar y corregir las vidas privadas, olvidando por entero los asuntos que componen el supuesto bien común. Tal vez la gozosa implantación que ha tenido la palabra «ética», a diferentes niveles de nuestra cultura laica —en la escuela y en la política, por ejemplo—, se deba a la necesidad de contrarrestar, aunque sólo sea terminoló­ gicamente, la vieja moral. Vieja pero no desaparecida. Last bul not leasI. si es cierto que el ethos característico del mundo moderno es el del individualismo liberal, y si es cierto que el ser humano es constitutivamente moral, habrá que buscar el tipo de ética que convenga al indi­ vidualismo. No conduce a nada rechazar el fenómeno individualista como contrario a la ética sin más. Ni es con­ trario a la ética ni es deseable el regreso a esas comuni­ dades que añora Maclntyre. El individualismo es una conquista de la modernidad, paralela a la conquista de la libertad y a la proclamación de unos derechos humanos que son, en definitiva, derechos individuales. Las virtudes son cualidades, modos de ser individuales, que tienen una dimensión necesariamente pública porque están dirigidas a los demás. Si lo que identifica a la ética como tal es la virtud de la justicia, todas las virtudes han de ser como los complementos que esa virtud prioritaria requiere.

VIRTUDES PÚBLICAS

25

Aunque el orden económico liberal favorezca el afán adquisitivo y los valores del mercado como valores su­ premos. aunque las sociedades democráticas sean un suelo propicio para que el individuo pueda concentrarse en la contemplación de sí mismo —como ya vio Tocqueville—, pe$e a todo, el individualismo de nuestro tiempo no tiene por qué estar reñido con el descubrimiento y la apertura al otro. Es sintomático que el sujeto prepotente de la fi­ losofía y de la ciencia modernas haya cedido paso a la intersubjetividad. Los discursos actuales no se enuncian en primera persona: el «yo» ha sido sustituido por el «no­ sotros». El único fundamento sólido que la filosofía moral contemporánea ha encontrado para la ética es, precisa­ mente. el lenguaje, la necesaria comunicación, esto es, la necesidad que sentimos unos de otros. Paradójicamente, la defensa prioritaria de la libertad que vive el mundo de hoy parece traducirse en una evidente homogeneidad de las costumbres: las mismas modas, las mismas comidas, las mismas viviendas, las mismas diversiones en todo el mundo civilizado, es decir, en todo el mundo con posi­ bilidades. Una libertad, pues, que acaba siendo muy poco positiva. De ahí que, lejos de negar el individualismo, lo que debe hacerse es transformarlo en el sentido en que propone, por ejemplo, Fernando Savaler3: propi­ ciando una sociedad que favorezca la aparición de indi­ viduos. La democracia es, supuestamente, un gobierno del pue­ blo y para el pueblo, esto es, en busca de un bien o un interés común. Aunque los valores, pues, sean plurales, la búsqueda de un interés general ha de moldear la noción de virtud, de forma que —como quería Adam Smith— la virtud del individuo no consista sino en permitir que el bien público proporcione la norma de la conducta indi­ vidual. Ha de existir una cohesión en tomo al ideal de la justicia, o en torno a unos principios fundamentales que lo definan, y de donde manen unas actitudes que, a la vez. ’

Sobre todo, en Ética como amor propio, Mondadori, Madrid. 1989.

26

VICTORIA CAMPS

sean reconocimiento de esos principios y la condición de posibilidad de los mismos. Es lo que, en cierta medida, reconoce Rawls cuando escribe que «aun cuando el li­ beralismo político sea visto como neutral en el procedi­ miento y en el propósito, es importante subrayar que puede afirmar la superioridad de ciertas formas de carác­ ter moral y alentar ciertas virtudes. Asi, la justicia como equidad incluye una relación de ciertas virtudes políticas —las virtudes de la cooperación social, como la civilidad y la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equi­ dad»4. La noción común de la vida buena es un comple­ mento de la concepción ética y política de la justicia. No es preciso que el Estado mantenga una doctrina sustan­ tiva sobre el bien: basta que tenga como meta la justicia social para que de suyo sean promovidas y aprobadas las virtudes complementarias de la justicia. Mi apuesta por las virtudes tiene como una de sus mo­ tivaciones el cambio del sentido de la moral de nuestro tiempo y, en especial, de nuestra sociedad. Pretendo su­ brayar la autonomía de la moral viéndola como generada por el proceso democrático mismo. La búsqueda de un interés común ha de producir actitudes favorables a esa búsqueda. Tal teoría no es nueva, en absoluto. Por lo menos desde Stuart Mili se ha ido repitiendo la idea de que el fin de la política es la educación de los participantes en ella, que la democracia debe crear hábitos de com­ portamiento, actitudes y mentalidades comprensivas, res­ ponsables, solidarias. Piensa Stuart Mili que el objetivo del gobierno representativo debe ser «promover la virtud y la inteligencia del pueblo». Quiéralo o no, el proceso de gobierno «se moraliza» con la democracia5. Aunque la cosa es más complicada y los caminos de la democracia no siempre van en línea recta. Tiene razón Jon Elster al * John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f ihe Good», en la revista Philosophy and Public Affairs, otoño, 1988. pág. 263. * Cfr. William N. Nelson, La justificación de la democracia. Ariel, Barcelona, 1986, págs. ISI y sigs.

VIRTUDES PÚBLICAS

27

advertir que esa función moralizadora es un «producto secundario» de la democracia, no algo que ésta pueda proponerse intencionadamente. De acuerdo con sus tesis sobre los mecanismos de la acción racional, Elster piensa que el gobierno democrático no puede ni seguramente debe tener un programa de producción de ciertos efectos como el de la educación de los ciudadanos. Tenerlo im­ plicaría de inmediato la evaporación de los efectos. Los cuales se dan, efectivamente, pero por otras razones: el ejemplo, la tarea común, las costumbres los traen consigo. La política no es the agonislic display o f excellence que suele creerse. Al contrario, y citando a Tocqueville, «la democracia no proporciona a la gente el más hábil de los gobiernos, pero hace lo que el más hábil de los gobiernos jamás haría: extiende, a través del cuerpo social, una ac­ tividad incesante, una fuerza superabundante y una ener­ gía que no se encuentra en otro lugar, la cual, aunque esté poco favorecida por las circunstancias, puede hacer maravillas». En efecto, remeda Elster, la política es muy pragmática y no un bien en sí mismo, es el instru­ mento para dirimir conflictos y tomar decisiones peren­ torias y, finalmente, económicas; «el debate político se ocupa del qué hacer, no de lo que debería ser». Lo im­ portante, en la política como en el juego, es ganar, no participar6. Pero, por real y pragmática que sea la política, por im­ perfecta que sea, la simple voluntad de mejorarla debería tener ciertos efectos secundarios, como el de educar en unas ciertas virtudes, la posesión de las cuales es el reconocimiento de las obligaciones concomitantes a los derechos fundamentales. Está bien que se esgriman los de­ rechos como derechos del individuo frente a posibles agre­ siones e intervenciones del Estado o de la sociedad, pero conviene aclarar al mismo tiempo que esos derechos serán* * Jon Elster, «The market and the forum: three varictics o f political theory». en Jon Elster and Aanund Hylland. eds., Fmuidaiions o f Social Chotee Theory, Cambridge Universily Press. 1987, págs. 103-132.

28

VICTORIA CAM PS

palabras vacías si no implican unas obligaciones que afec­ tan no sólo al Estado y a las diversas instituciones, sino también a los individuos. ¿Qué pueden significar y cómo podrán realizarse los llamados derechos sociales si no ge­ neran unas actitudes propicias a ellos? Para ello hace falta la ética, para recordar que existen unos derechos los cua­ les no serán realidad sin una cierta dosis de voluntarismo personal, social y político. La teoría del contrato hobbesiana pretendía responder a la pregunta ¿cómo es posible el orden social? Dicho de otra forma, ¿qué fuerza al individuo a someterse al poder del Estado? Hoy la pregunta es otra. La economía y la política liberales abonan el terreno para que el individuo se ocupe sólo de sí mismo. Lo que la ética ha de explicarle es ¿por qué debe ocuparse también del otro? Explicárselo añadiendo que el otro es parte de mi ser pues las fronteras de la identidad personal son más que difusas. El movi­ miento ecologista, el feminismo, el pacifismo son mués* * tras de la dirección emprendida por la tarea emancipatoria de la humanidad. A favor de unos bienes insospe­ chados en otro tiempo, pero bienes que amplían el horizonte de eso que Rorty llama la «común humani­ dad»7, que es lo que, en definitiva, se trata de descubrir y conquistar. Para lo cual es importante subrayar el ca­ rácter positivo o afirmativo que han de tener las virtudes. La referencia al otro, la disposición hacia él, ha de tra­ ducirse en una voluntad expresa y explícita de acerca­ miento a sus problemas y conflictos, en el reconocimiento activo de que su vida «me interesa» también a mí. Agnes Heller, en un espléndido texto sobre las «virtudes cívicas» ha insistido especialmente en ese aspecto afirmativo que debe caracterizar a las virtudes8. 7 Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge University Press, 1989. * Agnes Heller y Ferenc Feher, Políticas de la postmodernidad, Pe­ nínsula, Barcelona, 1989, págs. 214-231.

VIRTUDES PÚBLICAS

29

Queda por enumerar la lista de esas virtudes públicas que vengo defendiendo. La primera es, por supuesto, la justicia, pero su misma prioridad la elimina de este es­ tudio. Por su importancia, la justicia es más que una sim­ ple virtud puesto que ha de materializarse, para ser eficaz y operativa, en una legislación, en unas instituciones. La justicia —los derechos de la igualdad y la libertad— es ese lelos o fin último hacia el que debería tender la so­ ciedad democrática y no puede reducirse a una cualidad o modo de ser de los individuos. Su forma de ser justos consistirá, por el contrario, en luchar por unas leyes y unas instituciones justas. Para ello es preciso que posea esas otras virtudes a las que aquí me refiero. De la justicia sólo conocemos leves y esporádicos destellos. No sabemos cómo es la sociedad justa, aunque queremos que la nuestra lo sea. Ese querer implica una predisposición que puede y debe concretarse en una serie de disposiciones. De ellas, tal vez entendamos mejor su significado negativo, lo que no son, pero esa es ya una vía para definirlas. Digámoslo ya de una vez, los miembros de una sociedad que busca y pretende la justicia deben ser solidarios, responsables y tolerantes. Son éstas virtudes o actitudes indisociables de la democracia, condición necesaria de la misma. Hoy nos encontramos, además, con otra virtud, la que cualifica el trabajo o la acción más específicamente humana: la profesionalidad. El buen profesional es, exactamente, un «virtuoso» de su trabajo. No sólo lo es, sino que recibe un reconocimiento social por ello. Pero a esa virtud puede ocurrirle algo similar a lo que ocurría con la valentía entre los griegos: puede volverse contra las demás y negarlas. Por eso la suscribo, pero con reparos. Maclntyre señala distintas acepciones de virtud, según las épocas. Para Homero, la virtud es una cualidad por la cual el individuo desempeña bien su papel social; para Aristóteles o Tomás de Aquino, la virtud es la cualidad que permite que el individuo progrese hacia el logro del fin específico humano; para Benjamín Franklin, la virtud es una cualidad útil para conseguir el éxito terrenal y

30

VICTORIA CAMPS

celestial. Hoy habría que decir que la virtud es una cualidad —o una serie de ellas— favorable al ejercicio y al perfeccionamiento de la democracia representativa. Pese a Musil y a los profetas de la posmodernidad, no podemos aceptar la idea de un hombre «sin cua­ lidades».

II.

LA SOLIDARIDAD

La solidaridad es una virtud sospechosa. No ha sido un concepto frecuente ni central de la ética, sino una no­ ción lateral con la que se ha contado sin otorgarle excesiva importancia teórica. La virtud clave de la ética ha sido, por el contrario, la justicia. Virtud cardinal que, en cierto modo, constituye la materialización de todas las demás virtudes. Y hay que decir que la justicia es, en realidad, la ética, la virtud propiamente dicha. En efecto, la justicia es la condición necesaria, aunque no suficiente, de la fe­ licidad, el fin último de la vida moral. Donde no habita la justicia, ni siquiera como ideal o como búsqueda, la dignidad de la persona es mera palabrería. A fin de cuen­ tas, la justicia intenta hacer realidad esa hipotética igual­ dad de todos los humanos y la no menos dudosa libertad en tanto derechos fundamentales del individuo. Derechos que son el requisito de una calidad de vida que debe ser objeto luego de conquista individual. Es decir, para que el individuo pueda vivir bien ha de tener cubiertas sus necesidades básicas, de forma que sus preocupaciones no se orienten exclusivamente hacia la supervivencia, sino a alcanzar una forma de vida verdaderamente humana. Ahora bien, la realización de la justicia es algo que de­ pende, en buena parte, de la buena voluntad de los in­ dividuos —o de los ciudadanos—, puesto que la justicia es básicamente una virtud política. Pero no sólo depende de la buena voluntad. Por bien dispuestos que se encuen­

32

VICTORIA CAMPS

tren los miembros de una sociedad hacia los fines e in­ tereses colectivos, éstos no verán la realidad si no en­ cuentran un soporte material e institucional adecuado y favorable.' Los buenos sentimientos —la solidaridad— ayudan a la justicia, pero no la constituyen. Por otro lado, constatamos que la justicia es imperfecta. Por tres razones principalmente. Primero, porque debe atender a las ne­ cesidades e intereses generales y toma cuerpo en la ley, esto es, en la uniformidad, la intransigencia y el castigo. La justicia distribuye y retribuye en general, no llega a todos ni puede reparar en excesivas diferencias. Segundo, la justicia nunca es total, nunca llega a realizarse del todo. Necesita ser compensada con sentimientos de ayuda, de amistad, de colaboración, de reconocimiento del otro. Tercero, porque la vida misma es injusta y la igualdad natural es un mito. ¿No es injusto envejecer y morir? ¿No hay hombres y mujeres más y mejor dotados que otros? ¿No hay países inevitablemente condenados a la miseria, por lo menos durante varias generaciones? ¿No hay, a lo largo de la vida, una serie de azares que desbaratan todas las previsiones?1. Pues bien, por todas estas razones que socavan y empequeñecen el ideal de la justicia como único fin, es preciso cuidar y atender a otro valor vecino de la justicia, el valor que consiste en mostrarse unido a otras personas o grupos, compartiendo sus intereses y sus ne­ cesidades, en sentirse solidario del dolor y sufrimiento aje­ nos. La solidaridad es, pues, una virtud, que debe ser en­ tendida como condición de la justicia, y como aquella me-* ' Pierre Aubenque, en el genial libro La prudence chez Aristoie, en­ tiende que la virtud de la prudencia caracteriza la ética aristotélica como «humanista» y «trágica» a un tiempo. La prudencia es central preci­ samente porque «la vida del hombre se mueve entre dos azares: el azar fundamental del nacimiento, que hace que la buena naturaleza no esté repartida por igual; el azar residual de la acción, que hace que los resultados no sean nunca del todo previsibles» (ibíd., P.U.F., 1963, pág. 17). Pues bien, esa indeterminación que tan bien refleja el estudio de Aubenque, obliga a confiar en virtudes de menor alcance que la de la justicia.

VIRTUDES PÚBLICAS

33

dida que, a su vez, viene a compensar las insuficiencias de esa virtud fundamental. La justicia necesita el complemento de la solidaridad, sea cual sea el grado de realización que haya alcanzado. Precisamente los países y sociedades más avanzadas, con un producto interior bruto y una renta per cápita eleva­ dos, con unos servicios sociales o públicos satisfactorios —educación, sanidad, transporte dignos y operativos—, las sociedades donde todo funciona, suelen ser la imagen más evidente de las insuficiencias de la justicia. Parece existir una relación proporcional entre la mayor abun­ dancia y riqueza de una sociedad y el menor grado de solidaridad de sus miembros. Suecia o Alemania no son un ejemplo de reconocimiento y ayuda al prójimo. Son países insolidarios en más de un aspecto, interesados en sus propios fines, con ciudadanos que alcanzan las cotas máximas del individualismo o el narcisismo. La justicia que haya en ellos no parece fruto de una real cooperación ciudadana, sino de una política social asumida y aceptada y, sobre todo, de unas condiciones de riqueza y abun­ dancia considerables. Diríase que a mayor desarrollo co­ rresponde menor grado de humanidad. El desmembra­ miento de la unidad familiar, la tecnifícación de los ser­ vicios básicos, la burocracia administrativa o las múltiples agresiones de las concentraciones urbanas muestran a dia­ rio la falta de espacios para la ayuda o la comprensión, la falta de sentimientos de compasión, generosidad o sim­ patía. Lo cual no hace sino constatar lo que he dicho al prin­ cipio: la solidaridad es una virtud sospechosa porque es la virtud de los pobres y de los oprimidos. El desahogo y el bienestar materiales, al parecer, producen individuos egoístas e insolidarios, despreocupados de la suerte del otro y de los otros. Porque donde no hay justicia, aparece la caridad. Pero mi tesis no es esa. Lo que pretendo de­ mostrar aquí es que, incluso donde hay justicia, tiene que haber caridad. Que el Estado no resuelve ni podrá resolver nunca todas las necesidades y carencias de la vida hu­

34

VICTORIA CAMPS

mana. La justicia no es perfecta ni constituye la totalidad de las exigencias éticas. Mi objetivo es explicar la soli­ daridad como condición, pero, sobre todo, como com­ pensación y complemento de la justicia. No me refiero, por supuesto, a esa caridad «cristiana» que ha servido de­ masiadas veces para encubrir lacerantes injusticias, sino a una solidaridad bien entendida que venga a contrarres­ tar, por la vía del afecto, las limitaciones de lo justo. La solidaridad es una práctica que está más acá pero también va más allá de la justicia: la fidelidad al amigo, la com­ prensión del maltratado, el apoyo al perseguido, la apuesta por causas impopulares o perdidas, todo eso puede no constituir propiamente un deber de justicia, pero sí es un deber de solidaridad. U n a v ir t u d d e s e g u n d o o r d e n

Un buen número de filósofos vendría a corroborar, de diferentes maneras, lo que he dicho hasta ahora. Empe­ cemos por Aristóteles, quien, además de insistir repetidas veces en los defectos de la ley —impersonal y universal— para aplicarse a las necesidades de cada individuo, coloca, al lado de la justicia, a la amistad. La relación amistosa es esencial para el ser humano, el animal que tiene logos, que habla y, por tanto, convive con otros. De ahí que la amistad sea más necesaria que la justicia. En efecto, es­ cribe Aristóteles, «la amistad es lo más necesario para la vida..., sin amigos nadie querría vivir aunque tuviera to­ dos los otros bienes... En la pobreza y en las demás des­ gracias consideramos a los amigos como el único refu­ gio»2. Hay que notar que el concepto aristotélico de amis­ tad es aristocrático en sumo grado: la amistad, para Aristóteles, sólo es posible entre iguales, porque no bus­ camos en ella la asistencia y ayuda del amigo —la utili­ dad: ésa es una amistad imperfecta—, sino el reconoci­ 2 Ética nicomáquea, 1115a.

VIRTUDES PÚBLICAS

35

miento de nuestro ser y de nuestras cualidades en el otro. El amigo como espejo de mi alma. Es, pues, la amistad la expresión de la autocomplacencia, del quererse uno mismo en la persona del otro que, en un sentido funda­ mental, es —diríamos— un alma gemela. Pues bien, esa amistad griega viene a cubrir una necesidad que la justicia no llega a satisfacer porque no puede hacerlo. El ámbito de la justicia no lo constituyen las relaciones interperso­ nales, sino las relaciones entre la clase de los gobernantes y la de los ciudadanos, o la relación más impersonal aún entre los ciudadanos y las leyes. La amistad como valor ético desaparece con los últimos estoicos. El cristianismo transforma esa relación en la del amor fraterno, la caridad, que es ya otra cosa: el reco­ nocimiento de la igualdad de todos los seres humanos ante Dios y el subsiguiente precepto de amor mutuo. La insistencia en el amor fraterno es tal que en demasiadas ocasiones ha contribuido al olvido del deber de justicia. No obstante, también la caridad ha sido vista como prin­ cipio político cristiano favorable a la organización y uni­ ficación de lo público. San Agustín, por ejemplo, en De civitate Dei expresa la urgencia de algo que una y rela­ cione a los hombres que han perdido su interés en el mundo común y que, sin embargo, deben seguir mante­ niendo unos vínculos comunitarios. La modernidad da un paso adelante en la conquista de la igualdad, proclama la igual condición de todos los in­ dividuos frente a la ley y adopta una actitud más defensiva que solidaria. Se trata de defender al individuo y a sus propiedades frente al poder del Estado o la intervención de la sociedad. Las éticas modernas comparten lo que llamo «el prejuicio egoísta», según el cual el individuo —egoísta por naturaleza— sólo se quiere a sí mismo. De ahí que haga falta una teoría del contrato social para ex­ plicarle las razones de la necesaria sumisión al Estado o a la ley. Sólo algún filósofo se aparta de tal esquema para basar las normas morales no en la convicción racional, sino en el natural sentimiento de simpatía. Me refiero, sin

36

VICTORIA CAMPS

duda, a Hume. En su opinión, la benevolencia es una vir­ tud «natural» que, sin embargo, necesita ser encauzada por la virtud «artificial» de la justicia, de la que, en de­ finitiva, depende el orden social. El sentimiento de be­ nevolencia —que viene a ser el nombre de la solidaridad— no basta. Pero ahi está, sin embargo, como fundamento. Adam Smith, por su parte, compara la justicia con la beneficiencia indicando que, asi como aquélla es de estricta y forzada observancia, la beneficiencia es una virtud libre, que no puede ser impuesta por la fuerza ni su falta so­ metida a castigo. Finalmente, una filosofía política nada parecida a la de Hume o Smith, como la de Rousseau, ve igualmente la necesidad de vínculos que refuercen las obli­ gaciones de la justicia. El fin de la política es la formación de una voluntad general, de una agregación de volunta­ des, pero a largo plazo. Entre tanto, es preciso mantener la cohesión social, lo que se conseguirá fomentando eso que Rousseau denomina «religión civil» y que está cons­ tituida por unos dogmas reguladores o productores del «sentimiento de solidaridad» necesario para agrupar a quienes, en principio, carecen de interés en permanecer unidos. Otro momento en la gestación de la solidaridad lo en­ contramos en la mística de la fraternidad propia de los revolucionarios franceses. Valor que, pese a haber pasado a la historia junto a los de la igualdad y la libertad, sin embargo no figura junto a ellos en el frontispicio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. No es, en efecto, casual que los tres derechos fundamentales fueran la igualdad, la libertad y la propie­ dad, valores nacidos de la desconfianza mutua y poco compatibles con una supuesta hermandad universal. Aparte de las connotaciones religiosas que el valor de la fraternidad pudiera tener, y que contribuyeron, sin duda, a hundirlo rápidamente en el olvido, nos preguntamos cómo es posible que dicho valor se desarrollara al lado del derecho de propiedad. La propiedad era la condición de la justicia, lo que daba a los ciudadanos la categoría

VIRTUDES PÚBLICAS

37

de seres libres e iguales. Entre tales derechos, la Frater­ nidad no podia ser vista sino como una semilla de con­ fusión y contradicciones inaceptables. Una igualdad «fra­ ternal» llegada a ser insoportable, como lo expresa iró­ nicamente Rivarol: «los negros en nuestras colonias y los sirvientes en nuestras casas pueden, con la Declaración de derechos en la mano, arrojarnos de nuestras posiciones. ¿Cómo es posible que una Asamblea de legisladores haya pretendido ignorar que el derecho de naturaleza no puede existir un instante al lado de la propiedad?»5. Serán los socialistas utópicos, y, más tarde, ciertos pen­ sadores anarquistas, como Kropotkin, quienes decidida­ mente conviertan a la solidaridad en la base de sus pro­ puestas. Valga a modo de ejemplo de socialista utópico, la alusión a Louis Blanc quien lamenta que la Revolución francesa olvidara una de sus dos revoluciones. La pri­ mera, de carácter individualista, en defensa de la libertad y contra el principio de autoridad, supo llevarla a cabo. Pero la otra, en nombre de la fraternidad y contra los excesos del individualismo, la doctrina que poseia en ger­ men los principios del socialismo no llegó a triunfar4. En cuanto a Kropotkin, su «moral anarquista» es, sin duda, la propuesta más optimista de la filosofía moral. Entiende que la solidaridad es una ley de la naturaleza, un senti­ miento de adhesión al grupo y a la especie irrefutable. Ese fundamento «naturalista» permite concebir la moral no como un cómputo de deberes y normas, sino como la bús­ queda del placer y la repulsa del dolor, esto es, una moral utilitaria pero que no tiene como sujeto del placer al in­ dividuo, sino a la sociedad. Pues es cierto que «en toda sociedad humana, la solidaridad es una ley de la natu­ raleza infinitamente más importante que la lucha por la* 1 A. Seboul, La Revolución Francesa, Critica, Barcelona. 1987, pá­ gina 78. * Cfr. Jesús González Amuchastcgui. Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático. Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid. 1989, pág. 250.

38

VICTORIA CAMPS

existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en sus refranes a fin de embrutecernos lo más completamente posible»5. Esa solidaridad, ese «apoyo mutuo», es el suelo sobre el que se levantan los sentimientos de la justicia, la equidad, la igualdad o la abnegación. No es de extrañar que una convicción tan radical en el sentimiento de so­ lidaridad permitiera aunar al individuo con el comunismo sin mayor esfuerzo. En definitiva, según Kropotkin, la felicidad sólo se logra a través de la cooperación. El marxismo, y no sólo él, también los existencialismos y los positivismos de principios de siglo, arrasaron y ba­ rrieron los restos de una moral basada, a fin de cuentas, en la buena voluntad del individuo. Nada iba a cambiar si no cambiaban antes las condiciones materiales, y tal vez ni siquiera esa transformación conseguiría cambiar al individuo. Esas criticas radicales fueron provechosas y acabaron definitivamente con el individualismo metodo­ lógico —con el solipsismo al fin— de las teorías típicas de la modernidad. A pesar de Nielzsche, la incapacidad del individuo para pensar en solitario es hoy evidente. Prueba de ello es la importancia teórica adquirida por el lenguaje. O, mejor, por la comunicación. Que uno de los libros fundamentales de la filosofía de hoy se titule Teoría de la acción comunicativa no es un hecho desprovisto de significado. Aun asi, pese al lugar central de la comunicación como espacio de donde deben brotar las decisiones éticas, se insiste poco, por parte de los filósofos de la moral, en la formación de unas costumbres —de un ethos— que fa­ vorezca y ayude al procedimiento democrático en busca de la justicia y que, a su vez, compense las deficiencias de ese movimiento. Dos son las teorías que hoy marcan el camino de la filosofía moral y política: la teoría de la justicia de John Rawls y la teoría de la acción comuni­ cativa de Habermas. Pues bien, en ambos casos, de lo que 5 P. Kropotkin, La moraI anarquista, cit. por Ángel J. Cappcllelti, El pensamiento de Kropotkin, Zero. Madrid, 1978, pág, 125.

VIRTUDES PÚRUCAS

39

se trata es de proporcionar los criterios de la sociedad justa —bien ordenada, dice Rawls—, o de la decisión y acuerdo justo y racional, según Habermas. Criterios ge­ nerales para que la acción colectiva sea justa, pero con insuficiente atención a las mediaciones, al escenario, a las costumbres o a las virtudes que deberían poseer los miem­ bros de las sociedades que quieren regirse por tales cri­ terios. Rawls, en su Teoría de la justicia, afirma que el «sentido de la justicia», que es el principio de la socia­ bilidad humana, la manifestación del amor a la huma­ nidad, es una actitud natural cuyo valor moral, sin em­ bargo, no precede sino es una consecuencia del consenso sobre los principios de la justicia. Es cierto que, en escritos posteriores, Rawls matiza dicha tesis explicando cómo la prioridad de la justicia sobre las distintas ideas del bien no significa que la justicia y el bien no se complementen entre si. Significa tan sólo que una doctrina política liberal no puede imponer una concepción común de vida. Pues hay que distinguir entre una concepción «política» y una concepción «comprehensiva» —religiosa, moral— de la justicia. Si esta última proporciona —digámoslo asi— una idea o modelo de lo que debe ser una buena persona, la concepción política no lo hace porque es una «concepción de la política, no de la vida entera». Ello quiere decir que si tiene ideas del bien, deben ser ideas políticas, subor­ dinadas, por tanto, a la concepción política de la justicia o de los bienes primarios. El liberalismo político se apoya en la neutralidad tanto del procedimiento como de los objetivos. Puede, ciertamente, afirmar y alentar ciertos valores o virtudes morales, pero sólo porque contribuyen a afianzar la justicia. «Asi, el análisis de la justicia como equidad incluye el análisis de ciertas virtudes: las virtudes de la justa cooperación social, tales como la cortesía y la tolerancia, la razonabilidad y el sentido de la equidad»6. Pero sólo serán compatibles con el liberalismo político las* * John Rawls, «The Priority o f Right and Ideas o f the Good». en Philosophy and Public Affairs, Fall, 1988. págs. 251-276.

40

VICTORIA CAMPS

virtudes políticas sujetas a los principios de la justicia o dirigidas al fin de la cooperación social. A diferencia de las teorías platónica o aristotélica, de las religiosas me­ dievales o de los Estados católicos o protestantes de la primera modernidad, la forma liberal de pensar excluye toda ideología sobre la conducta esencial de la persona. A fin de cuentas, la sociedad justa debe permitirlo todo, cualquier forma de vida, salvo aquella que impide la im­ plantación de la justicia misma. Ha de intentar que los fines de la justicia se cumplan, alentando un cierto grado de lo que Rawls llama «virtudes políticas», que son las virtudes de la participación democrática. Sin embargo, de ahí no se sigue —no se sigue de una teoría política libe­ ral— que la vida política sea el ideal o la mejor forma de vida. He de decir que comparto totalmente esa visión de Rawls de las «virtudes politicas» como las únicas virtudes de las que debe hablar la ética, es decir, comparto la con­ cepción de las virtudes como algo que no configura ne­ cesariamente una forma de vivir, sino que consiste en el conjunto de cualidades que debería poseer el ciudadano de una sociedad en busca de la justicia. Sólo le reprocho a Rawls que no dedique más espacio que el párrafo citado a desarrollar y especificar el sentido y alcance de las «vir­ tudes politicas». La teoría de la acción comunicativa de Habermas no propone un modelo de sociedad ni —lo que me interesa ahora— un modelo de persona. Por el contrario, sitúa el origen y fundamento de la ética en la comunicación hu­ mana puesto que sólo a través del diálogo será licito ob­ tener acuerdos éticos, es decir, racionales. Tiene que ser, por supuesto, un diálogo que cumpla él mismo las con­ diciones exigidas por la racionalidad, un diálogo simé­ trico. Dicho de otra forma, el diálogo de la democracia perfecta. Si ésta fuera realidad, todas las decisiones serían justas. Ahora bien, dado que la simetría total de los par­ ticipantes en cualquier tipo de diálogo —más aún en el politico— no existe ni existirá nunca. Dado que el dis­ curso político —y ético— trata siempre de cuestiones opi-

VIRTUDES PUSUCAS

41

nubles, de puntos de vista cuya validez no es objetiva, el diálogo justo no podrá medirse sólo por el criterio de si­ metría, sino también por la dosis de buena disposición, de voluntariedad, de deseo de cooperación y no entor­ pecimiento. La solidaridad —además de la simetría— es un deber y una exigencia del diálogo racional. Pero, por lo que yo sé, Habermas habla poco de esa buena dispo­ sición hacia el diálogo y demasiado de las condiciones de la comunicación perfecta. Los dos grandes santones de la filosofía moral contem­ poránea reciben críticas de otras perspectivas no del todo afines con sus puntos de partida. El sociólogo Maclntyre es uno de ellos. A su juicio, ninguna virtud —ni la justicia ni la solidaridad— es posible en estos tiempos, puesto que no somos una «comunidad», no tenemos unos mismos fines ni compartimos idénticos intereses. La ética, para Maclntyre, habría terminado en un cómputo de deberes sin fundamento ni explicación, y la única forma de sal­ varla sería por la transformación de nuestras sociedades desmembradas en comunidades menores al estilo de la ciudad griega. Una solución a todas luces ¡nviable, im­ pensable, e incluso, indeseable. Cercano a él, sin embargo, el neopragmatista americano Richard Rorty, tal vez el primer y más rotundo detractor de los discursos fundamentalistas, afirma la inutilidad de la pregunta ¿por qué ser solidario y no cruel? Sólo los teólogos y metafisicos piensan que hay respuestas teóricas satisfactorias a pre­ guntas como esa. Por el contrario, hay que afirmar que «tenemos la obligación de sentirnos solidarios con todos los seres humanos» y reconocer nuestra «común huma­ nidad». Explicar en qué consiste ser solidario no significa tratar de descubrir una esencia de lo humano, sino insistir en la importancia de ver las diferencias (raza, sexo, reli­ gión, edad), sin abdicar del «nosotros» que nos contiene a todos. Se puede —y se debe— ser etnocéntrico haciendo cada vez más amplio el universo común del «nosotros». La solidaridad es. en suma, una posibilidad —y un im­ perativo— de ningún modo contraría al cuidado de cada

VICTORIA C.AMPS

42

uno por su propia persona. Ni los nietzscheanos ni los habermasianos tienen razón en sus posturas radicales —irracionalista una, fundamenlalista la otra—: es posible unificarlas en ese empeño que Rorty llama «el liberal iró­ nico» 7. La s pa r a d o ja s d e la DE LA COMUNICACIÓN

s o c ie d a d

Una de las inquietudes de nuestro tiempo es la bús­ queda de identidades nuevas: necesitamos una idea de so­ cialismo, una idea de Europa, una idea de nuestras rela­ ciones con América o con el tercer mundo, una idea de quienes somos más allá de puros trabajadores y consu­ midores. Esa búsqueda supone fomentar una serie de ac­ titudes y sentimientos que indiquen cómo queremos ser. Es una búsqueda que requiere cambios teóricos y prác­ ticos más radicales de los que se han producido con la posmodernidad, cuya manifestación tal vez más caracte­ rística ha sido la llamada «debilitación» del pensamiento: el abandono de las teorías fuertes de la racionalidad a favor de teorías que entienden la acción racional como algo menos lineal y coherente, como estrategias no siem­ pre programables o previsibles. Ese giro que asume con todas sus consecuencias la vieja convicción de que «la carne es débil» aun cuando la razón sea fuerte —véanse las propuestas de Jon Elster o Derek Parfit—, es ya una muestra de que el paradigma de la filosofia para com­ prender la acción humana y proponer comportamientos racionales ha cambiado. El punto de partida no es ya la conciencia solipsista, sino la intersubjetividad comunica­ tiva, es decir, el lenguaje con sus reglas y usos fácticos, la experiencia de la comunicación con todas las asimetrías, 7 Cfr. A. Maclntyre, Tras la virtud, Critica, Barcelona. 1988, y Ri­ chard Rorty, Contingency. irony, and solidarity, Cambridge University Press, 1989.

VIRTUDES PÜBUCAS

43

estereotipos y manipulaciones que la conforman. Las con­ cepciones de la persona más innovadoras —así, la de Derek Parfit— tienden a alejarse tanto del egoísmo meto­ dológico hobbesiano, como de las teorías impersonales utilitaristas, para tener más en cuenta «lo que hacemos todos juntos» —ensuciar los ríos y los mares, contaminar el aire, exterminar especies animales, acabar con los bos­ ques—. El principio y el fin de la vida personal no está nada claro. Lo prueban también temas de discusión tan corrientes hoy día como los del aborto o la eutanasia: ¿cuándo empieza o acaba realmente la vida y de qué cri­ terios depende el determinarlo?8. En la base de todas estas dudas se encuentra la gran duda epistemológica sobre el sentido de la verdad. No son ya las ciencias humanas las únicas que condicionan la validez de sus asertos al modo de descubrirlos. También las ciencias naturales se ven abandonadas a la contingencia de la comunidad de cien­ tíficos. De ahí ía debilidad o fragilidad del pensamiento que corrobora la afirmación de Wittgenstein: «todo lo que es podría ser de otra manera». Si el punto de partida teórico es la comunicación o la intersubjetividad, el camino a favor de una justicia soli­ daria debería ser fácil. Pero ni la teoría ni, mucho menos, la práctica se desarrollan en ese sentido. La sociedad de la comunicación y de la información es una realidad pa­ radójica en la que conviven con idénticos derechos el plu­ ralismo de puntos de vista y el individualismo. Desde am­ bas perspectivas no es posible resolver ninguno de los con­ flictos que nos desazonan colectivamente: los desastres ecológicos, el hambre del tercer mundo, las enfermedades imprevistas como el SIDA, los accidentes y catástrofes insospechados, las consecuencias de las nuevas tecnolo­ gías. En muchos casos no hay opiniones formadas para hacer frente a tales desastres; en otros, los intereses cor" Cfr. Derek Parfit. Reasons and Persons, Oxford University Press. 1984. Y también. Jon Elster, Uvas amargas. Sahre la subversión de la racionalidad. Península. Barcelona. 1988.

44

VICTORIA CAMPS

porativos o privados impiden analizar con justicia las si­ tuaciones o incluso reparar en ellas. En cualquier caso, los criterios de la justicia tropiezan con una indiferencia generalizada respecto a aquellos asuntos que teóricamente debieran concernirnos a todos, pero que en realidad nos afectan menos que otros problemas que vemos más cer­ canos. Los medios de comunicación informan puntual­ mente de todo, pero de un modo tan frío, que todos los males del mundo siguen sin afectar realmente a nadie. Diriase que los «pecados» de nuestro tiempo son pecados sin pecador. La pluralidad de puntos de vista y el desin­ terés mutuo son indicios de patente insolidaridad y de falta de responsabilidad. No faltan exigencias ético-politicas para una solución —o, por lo menos, comprensión— de cuanto nos concierne á todos. Exigencias que apuntan unánimemente al Estado como único y principal respon­ sable de los problemas comunes. Por supuesto que sin un poder centralizador que controle, priorice y proporcione recursos, ninguna cuestión colectiva llegará a verse como problema que debe ser atendido *. Pero tanto para recabar esa atención como para mantenerla y apoyarla, conviene predicar la solidaridad. Una de las lacras de la sociedad actual es, por ejemplo, la droga. Las medidas para eli­ minarla son diversas, desde la atención médica y recu­ peración de la drogodependencia a la despenalización de la droga, pasando por la persecución de sus agentes. To­ das esas medidas precisan de intervenciones poderosas y centralizadas, pero, al mismo tiempo, necesitan la soli­ daridad de los ciudadanos a todos los niveles. Lo mismo cabe decir de la deficiente calidad de tantas vidas, de las desigualdades vergonzosas a lodos los niveles —poder, sexo, nacionalidad, raza—. Responder a tales desigual­ dades implica, ciertamente, cambios en la política eco­ * Tiene razón sobre este punió Francisco Laporta en «Sobre la pre­ cariedad del individuo en la sociedad civil y los deberes del Estado de­ mocrático», en Sociedad civil o Estado. ¿Reflujo o retorno de ia sociedad civil?, Fundación Friedrich Ebert. Madrid, 1988. pág. 29.

VIRTUDES PÚBLICAS

45

nómica, pero también en las actitudes sociales, en la con­ cepción del ciudadano y de sus obligaciones. Es muy cierta la observación de que el Estado benefactor tiende a tratar los problemas de la vida privada —vejez, enfer­ medad, educación— «de una forma juridico-burocrática, que en vez de lograr la integración social, lo que fomenta es la desintegración de esos ámbitos de vida»l0. El objetivo de una sociedad con exigencias éticas es la ordenación justa y la plena conciencia por parte de los individuos de sus obligaciones y actitudes —de sus vir­ tudes o disposiciones— como ciudadanos. Lo que signi­ fica que han de cambiar ciertas instituciones —los par­ tidos políticos, por ejemplo, no parecen el mejor sistema de engendrar conciencia cívica; a su lado, en cambio, los movimientos sociales se muestran más convincentes y con mayor poder de convocatoria—, y han de cambiar tam­ bién las actitudes. Y quizá sea menos difícil que cambie lo primero que lo segundo. El desarrollo del feminismo lo muestra con creces: una vez han cambiado las leyes y, jurídica o institucionalmente, la igualdad de sexos es casi un hecho, las actitudes siguen favoreciendo la desigualdad y la discriminación. ¿Por qué? Porque es más fácil cambiar una ley que modificar las costumbres de los individuos. Asi, a la exigencia de justicia —de leyes justas— hay que añadirle la de ser solidario y responsable porque —in­ sisto— la justicia atiende sólo a lo general y, desde la generalidad, no siempre se favorece al más necesitado ni sale ganando el que debería ganar. La falta de solidaridad revierte en una deficiente vida pública. Una vida pública como el compromiso por ir descubriendo los intereses comunes de la sociedad. Aquí deberíamos recordar las lecciones de la teoría del contrato social rousseauniana que entiende el contrato como la cooperación en la producción de la voluntad general. No como Hobbes, y en parte también Rawls, que conciben Reyes Mate, en Socialismo y cultura, Jávea. 1988 (ponencia me­ canografiada).

46

VICTORIA CAMPS

el contrato como una hipótesis lógica que explica y jus­ tifica el poder estatal o los principios de la justicia: hay que acatar esos principios porque, en un supuesto estado de naturaleza —de imparcialidad e igualdad— todos los suscribiríamos. Más que esa explicación filosófica, la práctica conduce al convencimiento de que existe o debe existir una suerte de cooperación entre los miembros de una sociedad para hacerla más justa. Es decir, un pacto de solidaridad. Reconozcamos, sin embargo, que no todo es negativo en la tendencia al individualismo. Junto al aspecto condenable —egoísmo, no compromiso, indife­ rencia, hedonismo, culto a la propia persona, incluso corporativismo—, el individualismo ha generado un disgusto por la violencia, por los apartheid. una preocupación por los derechos humanos fundamentales que son, ante todo, derechos del individuo, una sobrevaloración de la tole­ rancia. El individuo se busca y se cuida a sí mismo, pero tiende a reconocer el igual valor que le debe al otro. Res­ peta las ideas que no son las suyas. De no ser así, no reprobaríamos unánimemente ciertos fanatismos, no sólo por crueles e inhumanos, sino por anacrónicos ". Por otra parte, la conquista de la vida privada por la modernidad, tal vez produzca, con el tiempo —y por el hastío de la misma privacidad— un flujo contrario hacia la vida pú­ blica. Es la tesis de A. Hirschmann según la cual las os­ cilaciones de lo público a lo privado y viceversa son co­ rrientes en el devenir de las sociedades12. Asi como la ideología de la mano invisible de Adam Smith facilitó el tránsito de lo público a lo privado —¿por qué ocuparse de los asuntos públicos si funcionan bien atendiendo cada cual a sus asuntos privados?—, es posible que la actual ideología de lo privado se vea contrarrestada por una cre­ ciente incidencia en lo público. Lo que significa compen-*1 " Cfr. Lipovelsky, La era del vacio, Anagrama. Barcelona, 1986. 11 A. O. Hirschmann, Interés privado y acción pública. Fondo de Cultura Económica, 1986.

VIRTUDES PÚBLICAS

47

sar esas escasas y limitadas solidaridades que nacen en la vida privada y en las corporaciones de diverso tipo. No nos llevemos, sin embargo, a engaño. El discurso a favor de la solidaridad —de una justicia solidaria— no debe ser entendido como la sustitución del deber de jus­ ticia por la educación en la solidaridad. He insistido, creo que suficientemente, en que se trata de valores comple­ mentarios. Tampoco ha de entenderse la propuesta como el suspiro nostálgico por otro tipo de asociaciones o co­ munidades más homogéneas y unitarias. Tres últimos puntos evitarán —creo— la tendencia hacia esas inter­ pretaciones que pretendo ahuyentar. 1. No me he referido a un tipo de «solidaridad or­ gánica» como la que Rousseau pretende fomentar con la idea de una «religión civil» En ciertos ambientes, hoy parece que se espera de la ética un efecto similar al que, en otro tiempo, consiguió la religión. Pero la ética no va por ahí, por el «rearme moral de la sociedad». Esos «rear­ mes» son siempre peligrosos, puesto que apuntan gene­ ralmente a valores muy poco sociales, a virtudes dema­ siado privadas. Vivimos en una «época crítica» que de ningún modo ha de ser reemplazada por una «época or­ gánica» —según el lenguaje saintsimoniano— polarizada en torno a unas mismas creencias y convicciones. El plu­ ralismo es un valor que debe ser incluso fomentado contra la uniformidad que impone el imperativo del consumo. Pero se pueden mantener ideas distintas, convicciones dis­ pares y ser, a la vez, comprensivo, tolerante y solidario con quienes, a pesar de sus ideas, siguen siendo tan hu­ manos como cualquiera. A fin de cuentas, ser solidario es —como indica Rorty— ensanchar el ámbito del «noso­ tros». 2. La solidaridad debe ser selectiva. Y como criterio de selección, el tercer principio rawlsiano —el principio M Comparto, respecto a la «religión civil», la actitud irónica de Salvador Gincr en Ensayos civiles. Península. Barcelona. 1987, pá­ ginas 169-188.

4H

VICTORIA CAMPS

de la diferencia— es, sin duda, el más adecuado. Hay que tender los brazos de la solidaridad a los más desposeídos, a los que no ven reconocida su categoría de ciudadano o de persona. Esos que —volviendo a Rorty— están situa­ dos en el ámbito despectivo y despiadado del «ellos». Esa selección no siempre es fácil. Lo vio muy bien Spinoza cuando escribió que los afectos que experimentamos como necesarios son más intensos que los que no vivimos como tales pues «el deseo que surge del conocimiento ver­ dadero del bien y el mal puede ser extinguido o reprimido por otros muchos deseos que brotan de los afectos que nos asaltan» M. 3. La virtud de la solidaridad debe extenderse a todos los niveles: de lo más privado a lo más público. El afin­ camiento en la privacidad ha desarrollado, sin duda, la solidaridad para con los semejantes más próximos —el prójimo literalmente—. Esa solidaridad no es sino un modo de egoísmo, de atender únicamente a los intereses parciales y privativos de cada uno. Y lo mismo que es predicable de los individuos, lo es también de los grupos o las corporaciones. Si creemos —como lo creo— que la función básica de la ¿tica es descubrir ese inevitable «in­ terés común», la tarea implica el olvido o el abandono de muchos intereses privados. Cualquier causa pública, co­ lectiva, afecta a intereses particulares o corporativos que, en principio, se resisten a reconocer esa causa como buena y válida. E igual ocurre lo contrario: supuestos intereses públicos se anteponen a intereses grupales marginados. ¿Es posible ser solidario? ¿No estaremos imaginando una forma de vida tan alejada de la nuestra como la ima­ ginada por Platón en su República? ¿Es lícito mostrarse optimista? La mejor respuesta me viene de un filósofo tan poco utópico como es Gadamer. Contra tantas visiones catastrofistas, contra tantos lamentos por la pérdida de los valores de la modernidad, Gadamer rechaza y niega las razones de ese punto de vista. Porque, dice, «si real14

Ética, IV, prop. XV.

VIRTUDES PUSUCAS

49

mente ocurriera que no hubiera un simple trazo de soli­ daridad entre los seres humanos, fuera cual fuera la so­ ciedad, la cultura o clase a que pertenecieran, en tal caso los intereses comunes estarían constituidos sólo por los ingenieros sociales o por los tiranos, es decir, por una fuerza anónima o directa». Eso, sin embargo, no ocurre porque «el desplazamiento de la realidad humana nunca va tan lejos que deje de existir cualquier forma de soli­ daridad. Platón lo vio muy bien: no hay una ciudad tan corrupta que no realice algo de la verdadera ciudad: esa es, en mi opinión, la base para la posibilidad de la filosofía práctica»19. Sin duda alguna, sólo desde la fe y la con­ fianza en un mundo cada vez más solidario, sólo desde la seguridad de que la cooperación no desaparecerá de la tierra, es posible hablar de la razón práctica.

" Cfr. Richard J. Bcmstcin. Beyond Ohjeclivism and Relativixm. University o f Pcnnsyivania Press, Philadcphia. 1983. Appcndix.

III.

LA RESPONSABILIDAD

Sólo el ser libre es responsable. Sólo quien decide au­ tónomamente prefiriendo una entre dos o más posibili­ dades está en condiciones de responder de lo que hace. La responsabilidad, la autonomía y la libertad son lo mismo. Pero lo que en teoría se dice fácil, en la práctica es mucho más confuso. Decimos que somos libres, au­ tónomos, responsables, pero ¿entendemos realmente qu¿ significa cada uno de esos atributos del sujeto ético? La responsabilidad ha solido ir vinculada al sentimiento de culpa, ¿se mantiene aún tal vinculación? ¿Puede hablarse también de responsabilidad cuando está ausente la rela­ ción de causalidad entre un hecho y su agente y los males no son imputables a nadie en particular? ¿La responsa­ bilidad se predica sólo de los hechos pasados o también de las acciones futuras? Responder a preguntas como esas es, sin duda, complicado. Pero dejarlas sin respuesta equi­ vale a usar un lenguaje sin sentido. Veamos, para empe­ zar, qué pueden decirnos al propósito cuatro filósofos muy representativos del mundo en el que estamos. C uatro

t e o r ía s d e la r e s p o n s a b il id a d

El primero es Nietzsche, quien tiene una actitud ambi­ valente con respecto a la responsabilidad. Empieza por hacerla objeto de la misma crítica devastadora que des­

52

VICTORIA CAMPS

carga contra la moral. Luego, la rescata como atributo del ser autónomo no encadenado por la sociedad y las costumbres. En efecto, el sentido de la responsabilidad es inherente a la cultura; la civilización ha hecho al hombre «necesario uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla y, en consecuencia, calculable». Es la responsabilidad que nace como mala conciencia o sentimiento de culpa: «con ayuda de la eticidad, de la costumbre y de la camisa de fuerza social, el hombre fue hecho realmente calculable». Y así el hombre sometido a la eticidad, sólo es capaz de obedecer y de seguir las costumbres impuestas por la sociedad, puesto que la civilización prefiere cualquier costumbre a la falta de ellas. Sin embargo, el individuo autónomo —el que no es ético— es el ser de voluntad propia, al que «le es lícito hacer promesas y responder de sí». Es aquel que posee la medida del valor, que es su propia medida y no precisa de criterios ni de pautas ex­ trañas. Es el que ha superado la eticidad y la domesti­ cación. que no es esclavo, sino libre1. Si el espíritu ético y domesticado tiene la obligación de responder ante los demás, ante la sociedad que le esclaviza y le subyuga, y se siente sobre todo responsable de sus actos inmorales, desviados, el espíritu libre, por el con­ trario, sólo debe responder ante sí mismo, no necesita mi­ rar a nadie ni compararse con nadie, puede ser auténti­ camente innovador. De esta forma, Nietzsche aniquila la responsabilidad moral y burguesa entendida como la ade­ cuación de la conducta a un código normativo y unifor­ mados Propone, en cambio, la responsabilidad de quien, porque es único, sólo puede responder de sí y ante si mismo. Una responsabilidad, en definitiva, reducida a monólogo, sin el vigor dialéctico de la respuesta a un su­ jeto otro. Para Nietzsche. la libertad consiste en la ca­ pacidad de no tener que rendirle cuentas a nadie sino a uno mismo.* Cfr., sobre lodo. La genealogía de la moral y Aurora.

VIRTUDES PÚBLICAS

53

Olro crítico de la responsabilidad y de la moral bur­ guesa es Sartre. También, en su caso, la responsabilidad se configura en tomo a una especial noción de libertad. Paradójicamente, la libertad sartríana hace a cada uno responsable no de su estricta individualidad, sino de la humanidad en general. «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres.» En efecto, a partir de la ontologia desarrollada en L'etre el le néant, Sartre hace el esbozo de una moral de situación que, a la vez, es universal por­ que es pura forma. Nadie debe proteger su decisión en un código o en un consejo o en una ideología. Eso es obrar con mala fe. La decisión ha de ser enteramente libre, «in­ ventada» en cada caso, porque cada caso es distinto. Al mismo tiempo, «nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos», con nuestra opción elegimos un pro­ totipo, una imagen del hombre que pensamos que debería ser2. El objetor de conciencia, por ejemplo, no elige sólo para sí: elige una conducta generalizable y que pretende transformar las costumbres y legalidades vigentes. Es res­ ponsable de su elección y de lo que representa como op­ ción futura. Nuestra responsabilidad ante nosotros y ante los demás es, así, tremenda. Tanto que produce «angus­ tia» puesto que ya no hay Dios que respalde ninguna de­ cisión. La célebre afirmación de Dostoiewski, «si Dios no existe, todo está permitido», muestra, paralelamente a la tesis sartríana, el abandono del ser humano, su falta de excusas y agarraderos. Ni Dios ni una supuesta naturaleza humana están ahi para justificar ninguna actitud. La li­ bertad es una condena. Ni hay una moral predeterminada, anterior a la acción, ni hay otra verdad que la que los hombres eligen como tal. Si optan por el fascismo, la ver­ dad será el fascismo. Esa ausencia de valores a priori de la acción concreta1 1 Cfr., especialmente. El existencialismo es un humanismo. Sur. Bue­ nos Aires. 1948.

54

VICTORIA CAMPS

—no hay esencias, sino existencias— quiere subrayar, en realidad, la importancia de la acción para que los valores sean un hecho. El único criterio de la ética sartriana es, en efecto, actuar, hacer, inventar, en nombre de la liber­ tad. Sartre no aboga por el quietismo o por el inmovilismo. Ahora bien, esa libertad total, desarraigada, sin ningún contenido ni determinación, estará muy lejos de fundamentar una libertad política o una lucha emanci­ padora. Al contrario, como ha visto con lucidez Federico Riu, la libertad ontológica sartriana nos lleva «al más ab­ soluto inmovilismo escéptico o a una total irresponsabi­ lidad». Si la moral burguesa conducía a una existencia mediocre, el «desarraigo» conduce a la ataraxia. Pues «pretender» como Sartre que una forma de vida despo­ jada de su pasión radical, de su impulso y fuerza primi­ genios, puede seguir siendo una vida de acción y, más aún, una vida en la que el hacer alcance su máxima expresión, es pretender lo imposible por contradictorio con los pos­ tulados ontológicos establecidos. Pensemos en un revo­ lucionario como el que imagina Sartre. Sostiene la con­ vicción de que la vida es injustificable, de que los valores son una invención, de que toda meta conlleva el peligro de degenerar en «espíritu de seriedad». ¿Podemos ima­ ginar un monstruo mayor? Es el tipo de monstruo que Camus ha pintado en Los Justos en la figura del terrorista puro, cuyo secreto anhelo es, a fin de cuentas, hacer saltar el mundo en mil pedazos3. En efecto, cualquier acción permanece injustificada para aquella existencia que carece de la pasión y del arraigo procurados por los otros y por la comunidad humana. La responsabilidad es una noción burguesa, y lo que hacen tanto Nietzsche como Sartre al rechazar la moral burguesa es acabar al mismo tiempo con la idea de res­ ponsabilidad. La voluntad de poder o la libertad ontológica anulan al otro como aquel con quien inevitable­ 5 Federico Riu, Ensayos sobre Sartre. Monte Ávila Editores, Ca­ racas, 1968.

VIRTUDES PÚBLICAS

55

mente debo enfrentarme de continuo para unirme a él o a lo que representa, o para negarlo, pero sin perder ese punto de referencia. Desvincularse de cualquier otro es desvincularse de la realidad, y el formalismo es aún ma­ yor. Si uno se mira sólo a sí mismo, como quiere Nietzsche, no necesita responder de sí pues toda respuesta exige un interpelante o un interlocutor. A su vez, la responsa­ bilidad absoluta sartriana, la responsabilidad ante o por la humanidad entera, es, sin duda, excesiva. Ciertamente, nuestras opciones no pasan inadvertidas, determinan el presente y, de algún modo, el futuro de la humanidad que es una construcción nuestra, pero nada de eso ocurre desde esa soledad radical, trágica y terriblemente angus­ tiosa que Sartre pronostica. Creo que no me equivoco al afirmar que la ética nace del conflicto con el otro o los otros, de la necesidad de oponernos o de no compartir del todo ciertos puntos de vista. La moral solitaria del superhombre nietzscheano carece de motivaciones, y lo mismo le ocurre a la moral descontextualizada por miedo a la mala fe que predica Sartre. Las preferencias morales no pueden proceder asi, de la nada o de la invención pura. Son, por el contrario, la expresión o consecuencia de unas pasiones y de unos lazos en lugar o por oposición a otros. La defensa por parle de Antigona de la ley no escrita es, tal vez, el primer y más radical ejemplo de lo que quiero decir. Por fortuna, el pensamiento actual ha sustituido ya definitivamente al sujeto solipsista, de donde procedían esas visiones de una supuesta moral auténtica, por la pri­ mera persona del plural. El individuo aislado no existe ni es capaz de hacer nada sin el concurso de los otros. Quizá se deba al marxismo más que a ninguna otra ideología la profunda convicción de que la conciencia es radicalmente social, reflejo de la realidad en la que se forma y a la que pertenece. El antisocialismo visceral de Nietzsche, y la lu­ cha de Sartre por conciliar los ideales marxistas con una idea de libertad, en el fondo, aun burguesa, impiden que uno y otro asuman de veras la crítica de la conciencia solipsista que hoy damos por supuesta.

56

VICTORIA CAMPS

Pese a todo, el pensamiento marxista no es tampoco el mejor punto de partida para analizar en todas sus di­ mensiones el tema de la responsabilidad. Más bien, hay que reconocer que el determinismo inherente a ciertas ver­ siones del marxismo conduce a la inhibición de respon­ sabilidades. En definitiva, si todo es una producción so­ cial, el individuo acaba desentendiéndose de lo que ocurre y opta por no responder de nada. La responsabilidad y la culpa son dos conceptos que se dan la mano: uno se siente responsable de haber hecho algo que no era ade­ cuado, que no debía hacerse, algo anormal, imprevisto o fuera de lugar. Se siente impelido a buscar respuestas por­ que el orden de los acontecimientos no las proporciona, sino le exige explicaciones. Dicho de otra forma, alguien le hace culpable de una conducta inesperada. Cierto que hay también una responsabilidad difusa, la responsabili­ dad de quien tiene poder para tomar decisiones y tiene que dar cuenta de ellas. En tal caso, uno se siente res­ ponsable no porque haya hecho algo contrario a lo es­ perado, sino porque necesariamente tiene que actuar en algún sentido, puede escoger entre diferentes opciones y esa elección afecta a más de una vida. Digamos, pues, que uno se siente responsable después de la acción y antes de ella. La primera forma de responsabilidad es la que Nietzsche aborrecía; la segunda es la que angustiaba a Sartre. Y hay que decir que ni una ni otra son obviables; porque somos parte de distintos colectivos, porque vamos echando raíces aquí y allá, porque venimos de un pasado y proyectamos un futuro, estamos obligados a dar cuenta ante los otros de lo que hacemos, a título personal o plu­ ral. Es decir, cada uno es responsable, pero no desde el vacío de una existencia sin normas previas, porque eso es falso. La responsabilidad supone diálogo, disparidad, opcionalidad, pluralidad de perspectivas; y también, previ­ sión, expectativa, integración, orden. Porque la relación con los otros es inevitable y nece­ saria cuando pensamos en la ética, Max Weber denomina

VIRTVDES PÚBLICAS

57

con acierto «ética de la responsabilidad» a la ética del político. El político, en efecto, no puede atenerse sólo a sus convicciones o principios como la sola justificación de sus acciones. Contrariamente al parecer de Kant que no dudó en hacer suya la máxima fíat iustitia percal mundos, Weber piensa que el político ha de velar por la conser­ vación del mundo además de procurar que éste sea justo. La Verantwortungselhik, ética de la responsabilidad o dis­ posición a tomar en cuenta las consecuencias de las pro­ pias decisiones, se contrapone, asi a la Gesinnungsethik, que sería una ética de la intención o de los principios, más atenta a los fines últimos que a los medios empleados para alcanzarlos, y legitimada por la buena voluntad indepen­ dientemente de los resultados. Weber llega a esa doble ética desde la convicción de que no bastan las buenas in­ tenciones ni es posible justificar racionalmente unos fines últimos universales y mínimamente concretos. Es bueno, sin duda, que uno sea pacifista, pero, al mismo tiempo, ha de responsabilizarse de las consecuencias de todo tipo —políticas, económicas, sociales, éticas— a que conduce su forma de entender y de poner en práctica el pacifismo. Los grandes valores, universales y abstractos, se dicen de muchas maneras. El mismo Weber, por otro lado, dista mucho de suscribir una mera ética del éxito político. Aun­ que afirme que el hombre de acción ha de adherirse a la ética de la responsabilidad, no por ello piensa que sea posible actuar responsablemente e inmoralmente a un tiempo, ni que haga falta ser inmoral para ser responsa­ ble, ni tan sólo que ser responsable signifique no tener principios o no dejar que éstos muevan la conducta. Al contrario, el político verdaderamente responsable es, siempre para Weber, el que exclama, como hizo Lutero ante la Dieta de Worms: Ich kann niclit anders, hier stehe ich, «no puedo hacer más, aqui me detengo». Es decir, el politico responsable es el que mantiene su principios y convicciones irrenunciables y, a la vez, tiene en cuenta las consecuencias4.* * Véase Max Weber, La ciencia como profesión. La política como profesión. Espasa Calpc. Madrid. 1993.

58

VICTORIA CAMPS

El texto de Weber ha tenido varias lecturas. La más corriente es la que lo interpreta como la conclusión de que la ética y la política están condenadas a no ir nunca juntas. Pero es una lectura absurda, especialmente si nos fijamos en el término Verantworlung que traducimos por «responsabilidad» o por «consecuencias». La palabra ale­ mana muestra perfectamente el sentido dialéctico de la «respuesta responsable». Weber sabe muy bien que vive en una época «politeísta», donde los dioses son muchos y ninguno es el verdadero, una época desidcologizada y sin identidades claras. En tales condiciones, los principios, son, desde luego, un punto de referencia, una ayuda, pero necesitan ser aplicados, interpretados, «mediatizados». Lo que equivale a decir que tos principios solos son in­ suficientes para justificar la acción porque se encuentran bien con el fanatismo, bien con la legitimación de cual­ quier cosa. Ellos solos no constituyen razón suficiente para apostar en este o aquel sentido. En realidad, la razón de las opciones políticas la constituyen las consecuencias previsibles: ¿qué significa ser pacifista a finales del si­ glo xx?, ¿qué significa optar por una economía de mul­ tinacionales?, ¿qué significa proponer un salario social? Está claro que las consecuencias pueden ser de muy di­ verso tipo y que su tipificación nos lleva de nuevo al te­ rreno de los principios. No es lo mismo buscar el éxito o la conservación del poder, que buscar el bienestar social o la protección del marginado. A Weber no podía ocul­ társele tan importante extremo. Sin duda, en ningún mo­ mento, pensó en sustentar una actitud maquiavélica. Pienso, por el contrarío, que su insistencia en el valor de las consecuencias como medida de la responsabilidad po­ día derivar de dos convicciones: I) la convicción de que las grandes ideas acaban siendo abstractas y vacías si son universales, si son dioses universalmente aceptados; 2) la convicción de que quien ostenta el poder de la acción co­ lectiva ha de responder de ella, a muchos y diferentes ni­ veles, ante aquellos a quienes representa. El oficio del po­ lítico demócrata es ser responsable, responder ante el elec-

VIRTUDES PUSUCAS

59

lorado de las consecuencias de sus actos. ¿No es esa falta de responsabilidad lo que, a fin de cuentas, se echan en cara mutuamente los politicos? ¿El no cumplir lo que pro­ metieron o el no corresponder a las expectativas de quie­ nes les eligieron como representantes? Pedirle al político que sepa adaptar las consecuencias de sus actos a sus prin­ cipios es, sencillamente, pedirle coherencia, pedirle que no defraude y que actúe con transparencia. No otra cosa pe­ día Kant al exigir publicidad a las opciones políticas. Por­ que lo que se hace público puede ser discutido, criticado y derogado. Otra interesante acepción de responsabilidad es la que se encuentra en el texto de Hanna Arendt sobre «La crisis de la educación». Parte Arendt de la crisis de la educación en Norteamérica motivada, a su juicio, por una serie de innovaciones pedagógicas y de ideas subyacentes a las mismas que no viene ahora al caso discutir con detalle. Frente a esa práctica educativa deficiente, considera que educar debe consistir en «asumir la responsabilidad del mundo», pero no en el sentido de totalidad sartriano, sino como el empeño concreto de padres y maestros de cargar con la responsabilidad doble de asegurar la vida y desa­ rrollo del niño y la continuidad del mundo. El niño, en efecto, reclama y exige una protección frente al mundo, y éste, a su vez, necesita ser protegido de las innovaciones caóticas o simplemente destructivas de las generaciones nuevas. Lo importante es, pues, que el niño sea intro­ ducido en un mundo, y hacerlo es la función de los adul­ tos. En ello consiste la autoridad. Concretamente, en la capacidad y la competencia del adulto para decirle al niño: «este es nuestro mundo». Por otra parte, es evidente que hoy asistimos a un descrédito total de la autoridad. Todo el mundo rechaza la responsabilidad frente al mundo: «La autoridad ha sido abolida por los adultos, lo cual sólo puede significar una cosa: que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el cual han colocado a los niños.» La autoridad ha desaparecido, y ha sucedido asi tanto en la vida pública —en la poli-

60

VICTORIA CAMPS

tica— como en la vida privada —en la familia y en la escuela—, pues esa parece ser la forma en que el hombre moderno expresa su descontento o disgusto ante la rea­ lidad: negándose a asumir la responsabilidad de sus hijos. Ahora bien, tal actitud es sencillamente nefasta si tenemos en cuenta que educar es enseñar, que para educar hay que transmitir saberes. De ahi que Hanna Arendl acabe su escrito diciendo que la esencia de la educación es el con­ servadurismo: la educación debe ser conservadora para preservar lo nuevo y revolucionario de cada niño y para no menospreciar ni la autoridad ni la tradición. Suele ocu­ rrir, por el contrario, que se invierten los papeles, y son los adultos los que hacen suya la tarea de los jóvenes que consiste en la decisión del mundo futuro. La falta de res­ ponsabilidad —o de autoridad— significa, en este caso, un dejar de asumir el papel correspondiente, resistirse a madurar y a enseñar los contenidos de la propia expe­ riencia que, irremediablemente, es ya más larga y debería ser más rica que la de los niños*. Las cuatro teorías revisadas proporcionan elementos suficientes para reconstruir el significado de la respon­ sabilidad y las distintas dimensiones del concepto. La res­ ponsabilidad tiene que ver con la libertad o autonomía del individuo así como con su capacidad de comprometerse consigo mismo y, sobre todo, con otros hasta el punto de tener que responder de sus acciones. Esa relación de com­ promiso, de expectativas o exigencias hace que la respon­ sabilidad sea una actitud esencialmente dialógica. Final­ mente, sólo son autónomos aquellos seres que son capaces de valerse por si mismos a ciertos efectos, que pueden tomar decisiones, que ostentan un cierto poder y, en con­ secuencia, algún tipo de autoridad. Así, pues, ningún ser humano mayor de edad puede esquivar la misión de tener que responder de algo frente a alguien, porque, ineludi-5 5 Hanna Arcndt, Alain Finkielkraut. La crisi de la cultura. Editorial Pórtic, Barcelona. 1989.

VIRTUDES PÚBLICAS

61

blemente, ha de encontrarse en situaciones de poder, de toma de decisiones, que le exigirán la satisfacción de unas demandas. El simple hecho de tener cosas, de poseer, desde una familia a un trabajo, pasando por propiedades de muy diverso tipo, lleva anejas diferentes responsabi­ lidades. Esto es asi porque uno vive entre otros semejantes y es interpelado por ellos de continuo y a cualquier pro­ pósito. La autonomía nunca es absoluta, no excluye co­ nexiones y ligazones: nadie es totalmente autosuftciente ni actúa sólo para sí mismo. Las relaciones sociales —fa­ milia, escuela, trabajo, ocio— constituyen una red de in­ terdependencias. Esa recíproca necesidad de interpelación se materializa en un diálogo más o menos puro, es decir, más o menos igualitario. En suma, pues, nadie que asuma su mayoría de edad puede inhibirse de dar respuestas a los sucesivos requerimientos con que se encuentra. Tiene que responder porque se le exige hacerlo. Es decir, tiene que ser responsable, pero para poder serlo, tiene que ser interpelado. El movimiento ha de ser doble: asunción de unos compromisos, y exigencia de que esos compromisos se cumplan satisfactoriamente. La responsabilidad es la respuesta a una demanda, implícita o explícita, a una ex­ pectativa de respuesta. Falta

df. i d e n t i d a d e s y c o m p r o m is o s

La exigencia de responsabilidades supone compromisos e identidades claros. Y las identidades hoy se encuentran escasamente definidas. Hay, ciertamente, identidades po­ derosas, con contenidos bastante diáfanos, que precisan sin equívocos cuáles son las obligaciones y las respuestas, que deben satisfacer quienes se subsumen bajo dichas identidades. Parece que, en teoría, es posible precisar en qué consiste ser un buen médico, un buen pintor, un buen futbolista, incluso un buen catalán. La adecuación al con­ cepto se mide, en tales casos, por unos resultados verificables: el éxito, la fama, la cotización o la mera obser­

62

VICTORIA CAMPS

vancia de unas normas. Más confuso es ya decidir, por ejemplo, en qué consiste ser un buen político, una buena madre o un buen hijo. No es que falten las exigencias o las obligaciones: es que las formas de realizarlas son más variables, y cualquier intento de definición se acerca mu­ cho al estereotipo. De ahi no se sigue, sin embargo, que las responsabilidades se limiten a los códigos de deberes establecidos. Y Weber aquí nos sirve de ayuda. Pues es muy posible que su indecisión entre los principios y las consecuencias procediera de la convicción de que los prin­ cipios, si son claros, son rígidos. En cuyo caso, no con­ ducen a una ética pura, sino a una ética fanática. Asi, el hombre de acción no puede escudarse sólo en principios, puesto que es, a su vez, responsable de la aplicación de los mismos. Digamos, pues, que los principios vagos son el requisito de una moral responsable. Pero también que la ambivalencia de los principios conlleva la crisis de iden­ tidad. En tal caso, la responsabilidad moral y la legal di­ fieren poco. Unas normas positivas determinan su alcance y sus límites. Las identidades débiles, con normas igual­ mente poco sólidas, en cambio, si bien confieren una ma­ yor autonomía y poder de innovación al sujeto respon­ sable, precisamente porque cargan sobre sus espaldas un peso mayor, amenazan con una fácil pérdida del sentido de la responsabilidad. Pues ocurre que cuando las identidades y los compro­ misos son débiles, tienden a mantenerse sólo las obliga­ ciones formales que son, a su vez, las más generalizables y las más fáciles de precisar. Asi, será buen profesor el que no falta a clase y es puntual en su trabajo, será buen político el que sabe mantener contentos a sus electores o el que no cae en corrupciones demasiado evidentes, será un buen hijo el que no decepciona a sus padres. En una palabra, es buena persona la que no crea problemas. Si antes decíamos que la responsabilidad requiere la inter­ pelación y el compromiso, la escasa responsabilidad que se observa hoy tal vez dependa de la pobreza y cortedad de las interpelaciones, del hecho de que a cada quien se

VIRTUDES PÚBLICAS

63

le exija sólo que cumpla con sus obligaciones formales y no se meta en historias o asuntos que no le conciernen. La imprecisión de las obligaciones morales que tenemos, reduce la responsabilidad a las únicas obligaciones que pueden definirse con exactitud: las que pueden medirse con un reloj, pagarse con un sueldo o verificarse con unas simples facturas. No es raro que esta sociedad tan confusa, por una parte, y meticulosa, por otra, no nos agrade. Que el es­ cepticismo nos aguarde en cada esquina. Pero el escep­ ticismo y la responsabilidad son incompatibles, como lo son el escepticismo y la ética. No todo vale igual, es pre­ ciso creer en algo aunque sea vago, y es ineludible elegir y tomar decisiones. Aunque nuestra libertad no sea tan absoluta como quería Sartre, si es cierto que algo pode­ mos hacer y algo podemos cambiar. Si no partimos de ahí, la ética está de más. Pero tal convicción implica que respondamos de nuestras decisiones y elecciones. Hanna Arendt lo ve muy bien: la educación es una tarea obligada que supone una cierta seguridad. La misión de educar equivale a la misión de enseñar algo, de responder de una visión del mundo. Por el contrario, el escepticismo genera pasividad, el «no voto porque no sé a quien votar, no me siento representado por nadie». Lo que implica, de nuevo, ausencia de lazos que interrelacionen, imposibilidad de producir compromisos auténticos. Pero si, por una parte, hoy parece inviable el compromiso con una idea, porque ninguna merece que se apueste por ella o ninguna está lo suficientemente clara para que sepamos, al apostar, a qué nos comprometemos; si, por otra parte, la sociedad se ha vuelto tan compleja, que nunca encontramos un solo fac­ tor como único causante de un efecto; si lo que tenemos son resultados, consecuencias, daños, cuyos responsables parecen haberse esfumado o son indeterminables, ¿cómo entender o recuperar la noción de responsabilidad? En el año 1967 Noam Chomsky escribe un famoso ar­ ticulo titulado «La responsabilidad de los intelectuales». Con él podemos considerar que se clausura una época que

64

VICTORIA CAMPS

culmina con el mayo del 68. Empieza Chomsky en su ar­ tículo refiriéndose a los crímenes de guerra y a la «res­ ponsabilidad de los pueblos», para analizar a continua­ ción la responsabilidad de los intelectuales. Ésta, a su jui­ cio, consistiría en «decir la verdad y denunciar la men­ tira», aunque los intelectuales no parecen sentirla así. Para demostrarlo, aporta una serie de textos de analistas políticos que, a propósito de la guerra de Vietnam, en lugar de asumir esa teórica responsabilidad, defienden otra verdad, la del «interés nacional». Y no parece haber excepciones a esa actitud de connivencia con los órganos de poder. «Cuando consideramos la responsabilidad de los intelectuales, nuestra preocupación básica debe ser su papel en la creación y en el análisis de la ideología»6. Esto es, el intelectual se responsabiliza porque tiene desde donde hacerlo, se ha comprometido con unas ¡deas y ha de responder de ellas. Tal es, sin duda, el presupuesto en el que descansa la figura del intelectual responsable de Chomsky —que difiere poco de la Freischwebende InteUigenz de Mannheim—. Pero ocurre que vivimos en el tiempo del «fin de las ideologías», según ha señalado Da­ niel Bell, y ese intelectual independiente y radical ha sido sustituido por el experto, el cual no aspira a criticarlo o a cambiarlo todo, porque carece de competencia para ello, sino a reparar o solucionar pequeños problemas con­ cretos. Chomsky se hace cargo de tal objeción, pero está muy lejos de compartirla y suscribirla. En su opinión, Bell silencia el consenso real de los intelectuales con el Estado del Bienestar: es éste el que no precisa de un cambio ra­ dical y al que le estorban los intelectuales con ideología. El fin de las ideologías puede ser un hecho, pero Bell no explica las razones de ese fin. Sean cuales sean esas razones, lo cierto es que las ideo­ logías hoy no son potentes y se han debilitado —como decia— las señas de identidad individuales y grupales. Es* * Noam Chomsky, La responsabilidad de los intelectuales, Ariel. Bar­ celona. 1969.

VIRTUDES PÚBLICAS

65

difícil que alguien se pregunte «¿qué he hecho yo?» ante un problema o un daño colectivo —como puede ser un régimen totalitario, una guerra, o la miseria de ciertos sectores. No «¿qué he hecho yo para que esto ocurra?», sino «¿qué he hecho o qué estoy haciendo para que no ocurra?». Y quien no se plantea esa pregunta no tiene derecho a acusar a nadie ni a exigirle a nadie responsa­ bilidades. Ciertamente, el fin o la debilidad de las ideologias ha traído consigo una restricción de las respon­ sabilidades a lo más inmediato, a esos compromisos formales cuya transgresión o no cumplimiento puede me­ dirse sin error. La

r e s p o n s a b il id a d s in c u l p a

Es cierto que hoy se está produciendo un cambio en la noción de responsabilidad, y no sólo en la moral, sino también en la civil. La responsabilidad moral pretende llegar más lejos que la responsabilidad civil. Esta última es, en principio, más fácil de precisar que la moral, puesto que el mal moral es más difuso y menos específico que el daño legal. Razón por la cual la responsabilidad moral se convierte en una idea imprecisa y de mayor alcance que la civil. Más allá de las exigencias legales, uno es moralmente responsable de lo que hace o deja de hacer: un padre de familia divorciado, obligado por la ley a man­ tener simbólicamente a sus hijos, es responsable moral­ mente de mantenerlos de verdad. La responsabilidad mo­ ral trasciende todos los ámbitos particulares y definidos, aunque también los incluye. Los incluye y los trasciende en la medida en que la responsabilidad de ser una buena persona y de contribuir a la construcción de una sociedad justa y bien ordenada no significa realizar una imagen perfectamente previsible y determinable. Si el bien y el mal legal están definidos por la positividad del derecho, no existe un código moral que establezca sin ambigüedades

66

VICTORIA CAMPS

—con ambigüedades aun mayores que las legales— en qué consiste el bien absoluto. Sin embargo, y aunque la responsabilidad moral se­ guirá siendo un concepto más amplio que el de respon­ sabilidad civil que requerirá siempre de códigos más es­ pecíficos, esta última noción está sufriendo una serie de transformaciones que vale la pena tener en cuenta. La responsabilidad civil revisa desde hace tiempo su propio concepto e intenta corregir la idea derivada del derecho justinianeo según la cual sin culpa o negligencia no se está obligado a reparar ningún daño. En efecto, hoy sabemos que el daño no siempre tiene un culpable claro y que la ausencia de correlación directa y obvia entre daño y culpa no debe eximir del deber moral o incluso legal de reparar el daño. El principio de «responsabilidad sin culpa» de­ rivado de la convicción de que no debe quedar un solo daño sin reparar, está sustituyendo al anterior. Se pasa, de este modo, de una noción individualista, subjetiva y decimonónica de los daños, a una noción social y obje­ tiva, a un derecho de daños por el resultado y no sólo por la culpa, a un derecho de daños más impersonal pues —como observa Diez Picazo— «hoy, en muchos casos, estamos en presencia de una responsabilidad sin injusto, sin culpa o, incluso, sin causa». O, más exactamente, nos encontramos ante la llamada «responsabilidad objetiva». El tránsito de uno a otro sistema implica revisar ideas tan ligadas a la noción tradicional de responsabilidad como que la culpa no deriva siempre de una relación de casua­ lidad entre la conducta de un agente y el daño ocurrido, ya que las acepciones de «causa» no son univocas. O hay que modificar el punto de vista de que no basta resarcir de los daños, sino que es preciso prevenirlos. O que el resarcimiento puede ser un deber incluso cuando no hay culpable ni causante porque nos encontramos ante daños inevitables. En nuestra sociedad, «el principio de imputabilidad no debe intervenir porque ya no se trata de re­ laciones de individuo a individuo, sino de relaciones de

VIRTUDES PÚBLICAS

67

grupos entre si, o de relaciones de grupos con indivi­ duos»7. ¿Quién debe, entonces, asumir los riesgos? A los juristas parece preocuparles, sobre todo, la efi­ cacia de los distintos sistemas de responsabilidad, la po­ sibilidad de hacer un cálculo preventivo que funcione y no sea muy costoso. Pero hay, además, razones de tipo político y moral que revalorizan el sistema de responsa­ bilidad objetiva, entendida como responsabilidad ante el daño posible —evitable o inevitable— por parte de quien está en mejores condiciones de actuar contra el riesgo. Si el fin de la llamada «responsabilidad objetiva» es, ante todo, la seguridad de los ciudadanos, existen también otros problemas legalmente inabarcables, por ahora, pero no menos considerables. Los problemas en tomo a la cuestión de los daños o sufrimientos de los que debe res­ ponsabilizarse la colectividad porque no es justo que siempre sufran los mismos. Se trata, a fin de cuentas, de un capitulo de la justicia distributiva: ¿quién tiene la obli­ gación. porque reúne más condiciones para ello, de cargar con el dolor ajeno o colectivo? Numerosos ejemplos subrayan la importancia e interés de esa ampliación de la idea de responsabilidad. La com­ plejidad y anonimato derivado de las nuevas técnicas, la ampliación del ámbito de los servicios, los accidentes in­ controlables, hacen muy difícil el reconocimiento de esa relación entre un acreedor y un deudor que, según Nietzsche, estaba en el origen de la noción de responsabilidad. El daño producido ha de ser reparado, pero es difícil im­ putarle ese daño a un supuesto deudor o incumplidor de un también supuesto compromiso. La responsabilidad frente a un daño no siempre se encuentra vinculada a la 7 Joaquín Bisbal Méndez, «La responsabilidad extracontraclual y la distribución de los costes del progreso», en Revista de Derecho Mer­ cantil, Barcelona. 1983, págs. 175-224. Además de este excelente resu­ men sobre el tema, véase también Guido Calabresi. El coste de los ac­ cidentes. Análisis económico y jurídico de la responsabilidad civil, Ariel, Barcelona. 1984.

VICTORIA CAMPS

68

noción de culpa. Tenemos al daño frente al daño más que al daño frente a la culpa. ¿Quién es responsable de un accidente aéreo, de la desaparición de la capa de ozono, de la drogadicción, del hambre, del SIDA? Males que de­ ben ser reparados, independientemente de que puedan serle imputados a alguien. Pues bien, si el compromiso que debería fundar la responsabilidad civil es impreciso, más lo será el compromiso que ha de fundar la respon­ sabilidad moral. Mientras la moral fue subsidiaria de la religión, de un Dios, el mal —el pecado— consistía en desobedecer su ley. Uno era responsable —culpable— de incumplir una promesa o un compromiso con el Creador de todo, creador incluso de la distinción entre el bien y el mal. Desaparecida esa relación como base del juicio moral, los daños o los males que hoy han venido a sus­ tituir a los antiguos pecados son aquellos que afectan a toda la humanidad —la miseria, la guerra, la degradación ecológica, la dominación—, que no siempre cuentan con un o unos culpables claros. Males, sin embargo, que de­ ben ser reparados, de los que alguien ha de responder. El

su je t o d e la r e s p o n s a b il id a d

Todas las variables barajadas hasta ahora nos llevan a una especie de «responsabilidad sin sujeto». Aunque en ello haya una cierta contradicción, pues si responsabilidad viene de respuesta, debe haber un alguien que responda. Lo que podríamos llamar la «responsabilidad social cor­ porativa» es una expresión vacia, encubridora de rea­ lidades que merecen otros nombres e inexistente como tal. Distintas voces han denunciado el hecho de que el intelectual ha dejado de ser la conciencia de la sociedad —si es que alguna vez lo fue de veras— por incompeten­ cia, por desorientación o por desidia. En su lugar, el po­ lítico ha asumido una especie de «responsabilidad uni­ versal», como dice Oskar Lafontainc. En efecto, hace falta un chivo expiatorio, y ése es la política, culpable de todos

VIRTUDES PÚBLICAS

69

los fracasos económicos o administrativos: «Cuando se necesitan chivos expiatorios es que algo no funciona en la conciencia de responsabilidad social, que es uno de los componentes esenciales de la cultura política. Parece que son demasiadas las personas que entienden la Constitu­ ción estatal representativa como un sistema de “respon­ sabilidad representada”. Con su papeleta de voto también introducen en las urnas su responsabilidad social. Este grotesco malentendido somete al político, lo quiera éste o no, a una enorme tensión respecto a lo que se espera de él»s. Todo se politiza. La sociedad de servicios nos ha acostumbrado a que los asuntos colectivos caigan sobre las espaldas de la Administración, la que, a su vez, se encuentra incapaz de atender a todo. Pero si el político se responsabiliza, dejan de votarle. La misma política electoral le obliga a hacer falsas promesas, a compro­ meterse. En determinadas materias —la ecología, el pa­ cifismo— se ha conseguido una cierta responsabilidad so­ cial. Pero, por lo general, la responsabilidad carece de sujeto identificable y el peso de la culpa se descarga —sim­ bólicamente— en los políticos. Todo ello tiene que ver con varios fenómenos. Con el fenómeno de una sociedad de servicios que promete y no llega a dar. La política fiscal es, en si misma, difícilmente cuestionable desde unos supuestos de justicia social, pero se hace vulnerable si carece de las compensaciones jus­ tamente esperadas en sanidad, educación, jubilación, de­ sempleo. La misma deficiencia en los servicios pone obs­ táculos a la educación cívica y al comportamiento res­ ponsable: ¿por qué no usar siempre los servicios sanitarios de urgencia si es la única forma de ser atendidos a tiempo? A las insuficiencias de la sociedad de servicios hay que añadir la pasividad y desinterés de los ciudadanos que se despreocupan de las cuestiones colectivas porque no les conciernen directamente, o, lo que es más lamentable, mu' Oskar Lafontainc. La sociedad del futura, Sistema, Madrid, 1989, pág. 22.

70

VICTORIA CAMPS

chas actividades de grupos o asociaciones dirigidas a en­ frentarse a problemas generales pasan inadvertidas, de­ sapercibidas porque carecen de medios para atraer la atención de los «medios» que suele estar centrada en la clase política o en otras clases parejamente poderosas. Añádase a todo ello la falta de señas de identidad men­ cionada antes: o los colectivos saben muy bien cuáles son sus compromisos, o, de lo contrario, no asumen, seria­ mente, ninguna responsabilidad. Quedan sólo los com­ promisos formales, las obligaciones de superficie. ¿Habrá que cargar todas estas incapacidades en las cuentas de una democracia representativa que despierta poquísimos entusiasmos? La democracia es lo contrario de cualquier sectarismo: teóricamente, en la democracia deben caber todos, todos los que acepten sus reglas del juego. Ello significa que no se admiten ideologías con afán imperialista. La extensión de la democracia es tan ilimi­ tada que disminuye su intensión, desaparecen aquellas no­ tas que le otorgarían un sentido preciso, sentido que, por otra parte, sería incompatible con la idea misma de de­ mocracia. La gobemabilidad se complica cuando las opi­ niones son plurales, se imponen, entonces, los pactos y las consiguientes deserciones de ideas previamente asu­ midas. Volvemos a la cuestión de las identidades débiles. Ningún demócrata tiene derecho a adherirse a unas creen­ cias que le obliguen a ignorar o suprimir a quien no las tiene. Eso es terrorismo puro. Los compromisos y las obli­ gaciones generalizables se limitan a cuestiones de proce­ dimiento y a aceptar lo que salga. El principio de las de­ cisiones cambia, porque no se decide tanto de acuerdo con unas convicciones, como de acuerdo con el querer del pue­ blo. Dicho de otra forma, se admiten convicciones distin­ tas y que se impongan las que ganen. Puesto que un juego de tal calibre con mucha gente se hace inviable, los ju­ gadores son sólo unos cuantos, los representantes de los ciudadanos. Lo cual implica que éstos —se consideren o no bien representados— tiendan a desertar de sus impli­ caciones en la vida política, reduzcan sus responsabili­

VIRTUDES PÚBLICAS

71

dades al ámbito —más preciso— de su vida privada, y exhiban una pasividad total con respecto a los asuntos públicos. Es la pasividad, la falta de participación, el ab­ sentismo electoral que lamentan todas las democracias ac­ tuales incapaces de entusiasmar, incapaces de generar la magia inherente a los grandes ideales. El sujeto de la responsabilidad social que, al parecer, ha desaparecido, es el sujeto de la democracia cuyo pa­ radero tampoco está nada claro. Aristóteles estaba con­ vencido de que las obligaciones del individuo eran ni más ni menos que las del ciudadano pues uno y otro eran el mismo ser. La ética cristiana —medieval— reconocía a un individuo autónomo, independiente de la sociedad, pero no independiente de Dios cuya ley debía obedecer para vivir dignamente. El siglo xvi individualiza aún más al sujeto de forma que lo deja solo ante sí mismo, ante la razón que, teóricamente, es una sola, la misma para to­ dos. Ser virtuoso es, entonces, ser racional. En cada mo­ mento, pues, parece haber un criterio del bien con el que hay que comprometerse y actuar en consecuencia. Pero hoy ya no existe tal criterio. El único criterio de racio­ nalidad es el diálogo, la democracia y los acuerdos que salgan de ella. De ahí que el compromiso sea con una realidad indescriptible salvo en la forma, de resultados parcialmente previsibles, una realidad que, además, está aún lejos de ser perfecta en cuanto a la pulcritud del pro­ cedimiento que es lo que la constituye. Nos satisfaga o no, ese es el criterio ético de nuestro tiempo, como tal debe aceptarse y desde él ir construyendo la moral de cada día. Conviene, por lo demás, ir aprendiendo el sentido de la responsabilidad social, que equivale a descubrir el su­ jeto de la democracia. Tarea que no puede significar otra cosa que un reparto de responsabilidades para que el daño también esté mejor distribuido. Es, sin duda, una cuestión de justicia distributiva, porque no es justo de ningún modo que siempre sean los mismos los que carguen con el sufrimiento del mundo. La responsabilidad social ha de consistir básicamente en dar prioridad a las miserias y

72

VICTORIA CAMPS

contradicciones, darles prioridad como problemas y se­ ñalar quién o quiénes han de compensarlos. La realidad presente obliga a pensar la responsabilidad más allá de la relación causa-efecto o de la relación de culpabilidad derivada de una promesa incumplida o una ley transgredida. Tal visión era más propia de los tiempos en que el sujeto debía responder ante alguien concreto, identificable. Ese esquema vale sólo para fenómenos in­ mediatos, ante los que es posible preguntarse ¿quién lo ha hecho? Pero existen multitud de otros daños que exigen otra pregunta y, por tanto, otra respuesta. No la respuesta a ¿quién lo ha hecho?, sino la respuesta a ¿cómo hacer para evitarlo? Tomar conciencia de la importancia y la urgencia de esa segunda respuesta implica determinar quién es el sujeto de la responsabilidad social o el sujeto de la democracia y asumir el papel que nos toca en esa decisión. La construcción de la democracia, en efecto, precisa de esa respuesta por el presente y el futuro y no sólo por el pasado. Nos lo enseñan, así, ciertos movi­ mientos contestatarios muy actuales, como son la protesta ecologista o antimilitarista: movimientos hacia el futuro. Mirar sólo al pasado es, sin duda, peligroso: los meros ajustes de cuentas acaban en el terror o en la inacción. La ética moderna de tradición cristiana se origina y se funda en la promesa. Yahvé ordena a Moisés «cumplid mi ley y os llevaré a la Tierra Prometida». La sociedad moderna, por otro lado, se funda sobre el contrato social. Pero los términos de hoy son distintos. ¿Con quién pactar si nadie detenta a priori la autoridad suficiente? La moral no puede resultar de la promesa ni de las buenas inten­ ciones aunque deba contar también con ambas cosas. La moral nace de la autonomía, la decisión libre y el con­ flicto. Conflicto porque el mundo, como dio a entender Wittgenstein, no es del todo «mi mundo». Y no lo es por­ que el ideal de humanidad es en él irreconocible.

IV. La t o l e r a n c i a

LA TOLERANCIA c o m o v ir t u d l ib e r a l

La tolerancia es la virtud indiscutible de la democracia. El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni la razón absolutas, son el fundamento de esa apertura y generosidad que supone el ser tolerante. Sin la virtud de la tolerancia, la democracia es un engaño, pues la in­ tolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las dife­ rencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida. En la época de las comunicaciones es lógico que el plu­ ralismo se acentúe y que la tolerancia se consolide y acre­ ciente. Y es lógico también que la apertura sin limites, des­ mesurada, produzca un cierto temor. ¿A dónde vamos a llegar? ¿Dónde acaba la tolerancia y empieza la permisi­ vidad? ¿Es lo mismo la tolerancia que la total libertad de costumbres? No olvidemos que las virtudes para Aristó­ teles eran un término medio muy proclive a sucumbir en el vicio por exceso y por defecto. ¿Cuál es, pues, la medida justa, el término medio de la tolerancia? Aunque la tolerancia sea la virtud democrática por ex­ celencia, no todas las democracias son iguales. Hay, por lo menos, una democracia liberal y una socialdemocracia. Y la lucha por la tolerancia coincide cronológicamente con la lucha por el liberalismo. Lo que significa que los pro­

74

VICTORIA CAMPS

blemas de la primera serán a su vez los problemas del se­ gundo. A grandes rasgos, puede decirse que la historia de esa lucha tiene dos momentos ineludibles. El primero lo representa Locke con su Epístola de Tolerantia, alegato en favor de la libertad religiosa. El segundo lo representa el On Liberty de John Stuart Mili, defensa a ultranza de la libertad como tal. En efecto, la tolerancia empieza siendo tolerancia reli­ giosa. Locke, modelo a un tiempo de religiosidad y anti­ dogmatismo, supo ver con lucidez que la religión era un peligro para la paz y el orden públicos. Si las épocas po­ liteístas —como la griega— no tuvieron necesidad de pro­ clamar la tolerancia, si es urgente hacerlo con el cristia­ nismo, religión monoteísta pero dividida en cantidad de iglesias y credos con convicciones distintas. La voluntad de representar al único Dios revierte en un sinfín de guerras y agresiones que amenazan a la convivencia de los indi­ viduos y a la integridad de los estados. Conviene separar las funciones de la religión y de la política: aquélla es un asunto privado, de convicciones personales, mientras que la política es pública. La máxima evangélica, «dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios», es la que anima toda la disertación de Locke a favor de la tolerancia. La teoría de que no es lícito mezclar los campos de lo público y lo privado, y también el principio de la caridad cristiana. Pues ¿qué puede haber más opuesto a la caridad y el amor que la defensa de unas creencias con las armas de la violencia? En cambio, «la tolerancia con los que tie­ nen opiniones religiosas diferentes está tan de acuerdo con el Evangelio y con la razón que parece una monstruosidad que haya hombres tan ciegos en medio de una luz tan bri­ llante» '. La sociedad civil o política y la sociedad religiosa tienen fines distintos y deben tener autoridades de tipo y natu-1 1 Locke. Carta sobre la tolerancia. Gouda (Holanda). 1689. tra­ ducción castellana. Grijalbo. Barcelona. I97S.

VIRTUDES PÚBLICAS

75

raleza diversos. Si el mantenimiento del orden político au­ toriza a tomar ciertas medidas, no es lícito, en cambio, tomarlas y perseguir a otro o a otros en nombre de la Iglesia o el Evangelio. En el fondo de las argumentaciones de Locke late la convicción de que nadie posee la verdad religiosa y que los asuntos del alma son objeto de fe y de adhesión personal. Son cuestiones que al Estado no deben incumbirle. A fin de cuentas, la tolerancia no viene a sa­ tisfacer sólo un derecho individual, sino a resolver una fas­ tidiosa e inagotable cuestión política. Dos siglos después de que Locke escribiera su Carta so­ bre la tolerancia, John Stuart Mili publica su breve tratado Sobre la libertad, tal vez la más entusiasta y completa de­ fensa de la libertad individual que se haya escrito en la historia de la filosofía moral. Proteger las libertades indi­ viduales significa, para Mili, proteger al individuo de las intervenciones y opresiones de la sociedad, impedir la au­ todeterminación a la que cada cual tiene derecho. La pri­ mera y fundamental libertad es, sin duda, la de conciencia y expresión, el derecho a no dejarse aplastar por la mayoría social o por la opinión dominante. La individualidad es un valor, uno de los ingredientes del bienestar, y hay que protegerla y conquistarla como sea. El ámbito de la liber­ tad humana está constituido por aquel dominio que afecta a cada uno más directa e intimamente: el pensamiento y el sentimiento, la opinión sobre cualquier tema, se refiera al campo de la ciencia, la moral o la teología. El principio comprende también «la libertad de gustos y de fines», para vivir como a cada cual le plazca y apetezca, sin que nadie tenga derecho a mezclarse ni estorbar las opiniones pri­ vadas. Se añaden a ambas libertades una tercera: la liber­ tad para unirse a otros con el fin que sea. En resumen, pues, la libertad de conciencia se materializa en la libertad de expresión o de opinión, en la libertad de gustos y formas de vida y en la libertad de reunión o asociación. Sólo habrá un limite —según Mili— al disfrute de la libertad indivi­ dual y es el daño a otros que puede derivarse de tal de­

7(5

VICTORIA CAMPS

recho. En tal caso, y sólo entonces, es licito reprimir la libertad12*. Antes, sin embargo, de hablar de los limites, veamos un poco más cuál es la base y cuáles los terrenos en los que la tolerancia ha querido imponer sus derechos. La base la constituyen dos convicciones compartidas tanto por Locke como por Mili: 1) la convicción de que la ver­ dad total no la tiene nadie; 2) el deber del respeto mutuo derivado del reconocimiento de una igualdad fundamen­ tal de todos los humanos. Es más, el respeto no es sólo un deber, es, al mismo tiempo, una necesidad. Dado que nadie tiene el monopolio de la razón es preciso e inevitable escuchar opiniones ajenas, dialogar, contrastar opiniones. La participación es un requisito ineludible del gobierno y del progreso democrático. Así pues, la tolerancia se apoya en una certeza epistemológica y en una certeza moral: no hay verdad absoluta y el imperativo moral por excelencia —como ya dijo Kant— es el respeto a las personas. Prin­ cipio que consiste en la combinación de tres ideas que tomo de un texto de Albert Weale: «La primera es que las personas tienen fines y propósitos en sus vidas que son significativos para ellos. La segunda es que las personas son capaces de reflexionar sobre sus circunstancias y ac­ tuar según razones que derivan de tales reflexiones. La tercera es que los fines que dan sentido a las vidas de la gente son el producto de su reflexión, esto es, que tales fines son, en parte, escogidos por ellos mismos y derivan parte de su valor de tal hecho. El respeto a las personas, por tanto, implica la idea de que hay que permitir que las personas actúen según su propia concepción de lo que es bueno y valioso para ellos, y que en la medida en que hagan eso están expresando su naturaleza de seres racio­ nales y reflexivos» \ 1 Cfr. Stuart Mili, On Liberty, Collins, Glasgow, 1962. págs. 137-138. Traducción castellana. Sobre la libertad. Espasa Calpe, Madrid, 1991. ’ Albert Weale. «Toleration, individual differences. and rcspect for persons», en John Horlon and Susan Mcndus. cd.. A spectsof Toleration. Mcthucn, Londres, 1985, pág. 28.

VIRTUDES PÚBLICAS

77

Asi, el imperativo del respeto mutuo descansa en el su­ puesto de que los individuos tienen diferentes opiniones de lo que es bueno para ellos, y tienen además el poder de autodeterminarse para alcanzar esos bienes. La liber­ tad que estamos defendiendo no es sólo la libertad «ne­ gativa» —según la conocida distinción de Isaiah Berlín—, sino la libertad «positiva», la libertad de autogobernarse y de construir la propia vida4.

Los LÍMITES

DE LA TOLERANCIA

La libertad de conciencia y la libertad de estilos de vida son la consecuencia inmediata de las teorías modernas sobre la tolerancia. Parecen dos libertades distintas, pero no lo son. Ambas tratan de corregir la intolerancia reli­ giosa, la cual no tiene sólo consecuencias teóricas que afectan únicamente a las creencias, sino prácticas. De la fe en el Dios verdadero se sigue el conocimiento de la vida buena con sus virtudes y sus vicios. Admitir creencias re­ ligiosas dispares implica, por el contrario, tolerar también puntos de vista distintos sobre el amor y el sexo, la en­ fermedad, el dolor y la muerte, el trabajo y el ocio, las relaciones con Dios y con los hombres. Todas esas dife­ rencias en cuanto a creencias y costumbres —religión y formas de vivir— han resultado ser difícilmente tolera­ bles. En especial las referidas a la raza y al sexo. En efecto, los descubrimientos geográficos de la modernidad, el con­ tacto con otras etnias, revelaron la existencia de costum­ bres distintas y valores diferentes. Pusieron de manifiesto el relativismo de cualquier punto de vista. Pero la reacción inmediata no consistió en asumirlo, sino en combatirlo y rechazarlo. Los descubrimientos fueron decididamente etnoccntricos: colonizaron cultural y materialmente, des­ truyeron prácticas y no toleraron creencias que aparen­ 4 Isaiah Berlín. Cuatro ensayos sobre la libertad. Alianza Universi­ dad. Madrid, 1988.

78

VICTORIA CAMPS

temente obstruían o simplemente se apartaban de las pro­ pias. El tiempo, sin embargo, ha ido corrigiendo la tendencia al dogmatismo y al etnocenlrismo a ultranza. Y algo similar, aunque quizá más lento, ha ocurrido con los temas del sexo. Los pecados del sexo han sido repri­ midos y castigados en todo el mundo, y siguen siéndolo en países o comunidades ya, por fortuna, minoritarias. El adulterio, la homosexualidad, el onanismo han sido per­ seguidos más allá de los lugares donde estaban vigentes unas creencias religiosas contrarias a tales prácticas. No­ temos, sin embargo, que en uno y otro caso, en materia de raza o de sexo, finalmente el conflicto es y ha sido religioso —o ha sido disfrazado de tal guisa—. Ha sido la moral «con adjetivos», la moral «católica», «puritana», «shiíta» la que ha determinado la perversidad de ciertas costumbres o prácticas. Tanto Locke como Stuart Mili predicaron la tolerancia, hablaron de ella en sentido positivo, como forma de en­ sanchar los horizontes de la libertad. Ninguno de los dos filósofos dejó de ponerle límites a su uso pues ambos com­ prendieron que no todo es tolerable. Asi, Locke, ciñéndose a lo religioso, declaró que eran tolerables todas las creencias, pero no así la increencia. El ateo no era fiable, pues ¿quién confiará en la palabra o el juramento de aquel que carece de vínculos con lo más alto, con quien, en definitiva, es el garante de todo el sistema? Por ello, «los que niegan la existencia de un poder divino no han de ser tolerados de ninguna manera»$. El ateismo es, en la opi­ nión de Locke, intolerable, y lo será asimismo todo aque­ llo que atente peligrosamente contra los principios cons­ titutivos del Estado. La Iglesia y la sociedad política no deben enfrentarse por cuestiones ideológicas, y es, a fin de cuentas, el poder político quien debe poner limites a los desórdenes producidos por las confesiones religiosas. Digamos que Stuart Mili es más tolerante. Y más vago en sus criterios limitadores. Entre otras cosas, porque le* * Locke, Epístola de Tolerando.

VIRTUDES PÚBLICAS

79

interesa más fijar limites a la sociedad que al individuo. No obstante, también éste debe frenar sus impulsos de decirlo todo o de hacer cualquier cosa cuando sus opi­ niones o prácticas ofendan o lastimen a sus prójimos. La idea kantiana de que la libertad de uno empieza cuando acaba la libertad del otro puede verse reflejada incluso en un autor tan distante de Kant como lo fue Stuart Mili. El problema de las libertades empezó a estar menos claro cuando Marx rompió el encanto de la idea denun­ ciando las libertades formales. No es cierto que la libertad signifique siempre progreso y emancipación. Depende de quién la defina y para qué o hacia dónde se instrumentalice. Hay libertades que no son nada más que un en­ gaño, pseudolibertades al servicio de fines muy poco ex­ plícitos. Y lo que vale para la libertad, vale igualmente para la tolerancia. No puede afirmarse sin más que la tolerancia es un valor en si. De hecho, la tolerancia fa­ vorece el orden y la cohesión social, porque diferencia los poderes institucionales. Pero ya no está tan claro que pro­ mueva la libertad de todos y de cada uno, pues el orden y la cohesión que favorece es el de las sociedades existen­ tes que distan de ser sociedades de iguales, libres de do­ minación y de violencia. Ocurre, pues, que el todo social puede estar marcado por signos descalificadores para el ejercicio de la tolerancia. En concreto, una sociedad au­ toritaria y represiva se aprovecha de la tolerancia para sus fines. La tolerancia se vuelve, en tal caso, «tolerancia represiva». Es la conocida tesis del lider intelectual del 68, Herbert Marcuse para quien la tolerancia «es un fin en sí sólo cuando de verdad es universal, practicada por go­ bernantes y gobernados, por señores y siervos, por los verdugos y por sus víctimas». Lo que significa que la to­ lerancia no debe ser indiscriminada, que no son tolerables la falsedad ni el error. Ciertas ideas no deben ser expre­ sadas, ciertas políticas no deben ser propuestas, ciertos comportamientos no deben permitirse. De lo contrario, «la tolerancia se convierte en un instrumento para la pervivencia de la esclavitud», puesto que «la tolerancia de la

80

VICTORIA CAMPS

libertad de expresión es el modo de mejorar, de progresar en la liberación, no porque no exista una verdad objetiva, y el mejoramiento deba ser necesariamente un compro­ miso entre una variedad de opiniones, sino porque hay una verdad objetiva que debe ser descubierta, reconocida sólo en el aprendizaje y la comprensión de lo que puede ser y debe ser hecho a fin de mejorar la suerte de la hu­ manidad. Este común e histórico “debe” no es inmedia­ tamente evidente, al alcance de la mano: debe ser des­ cubierto a partir del “cortar a través”, del “dividir”, del “desmenuzar” el material dado, separando lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto. El sujeto cuyo "mejoramiento” depende de una progre­ siva praxis histórica es el hombre en tanto que hombre, y tal universalidad se refleja en la de la discusión que no excluye a priori ningún grupo de individuos»6. «El lelos de la tolerancia es la verdad.» No obstante, ¿cuántas «verdades» —llamadas «herejías»— han sido perseguidas y destruidas por los poderes constituidos? Una condición necesaria del descubrimiento de la verdad es la posibilidad de disentir de los puntos de vista oficiales. Es al propio Mili a quien Marcusc recuerda al propósito. La tolerancia abstracta, pura, llega a impedir el disenso y, finalmente, invalida el mismo proceso democrático. En las sociedades avanzadas y dominadas por el poder tec­ nológico, en las «democracias con organizaciones totali­ tarias», el disenso está bloqueado porque no es posible que se forme una opinión distinta, que aparezcan signi­ ficados diversos de los establecidos por los poderes po­ líticos y económicos. «El todo determina la verdad», y el resultado es «la neutralización de los opuestos». Asi la tesis, «trabajamos para la paz», unida a la antitesis igual­ mente aceptada, «preparamos la guerra», da lugar a la sorprendente síntesis «preparando la guerra, trabajamos ‘ Herbcrt Marcusc, «La tollcranza repressiva», en R. P. WollT, B. Moorc. H. Marcuse. Critica delta tolleranza. Einaudi. Turín, 1968, pág. 85.

VIRTUDES PÚBLICAS

81

para la paz». Uno busca la objetividad cuando se en­ cuentra con opiniones contrapuestas. Pero la «democracia totalitaria» impide «el disenso cualitativo». En consecuencia, Marcuse cree que los criterios de la falsa tolerancia remiten a los de violencia revolucionaria o reaccionaria, adoctrinamiento progresivo o regresivo. ¿Cuál es la distinción entre verdadero y falso, progresivo y regresivo? No es válida, en principio, como respuesta, la diferencia entre dictadura y democracia puesto que, a fin de cuentas, las democracias no son nunca el gobierno del pueblo. El criterio debe encontrarse en otro lugar, y parece ser el siguiente: los movimientos, las rebeliones procedentes de las clases oprimidas, han significado siempre una lucha progresiva contra la injusticia, cosa que no puede decirse de los cambios históricos en sentido contrario, de arriba abajo. Por ello, «la tolerancia liberadora habrá de signi­ ficar la intolerancia contra los movimientos de derecha y la tolerancia de los movimientos de izquierda». Conviene hacer de la tolerancia una fuerza liberadora, impedir que sirva a la sociedad represiva, a neutralizar la oposición y a inmunizar contra formas de vida nuevas y mejores. Con­ viene superar la contradicción entre el ideal de la tolerancia —meta de la era liberal— y el proceso económico y político de las sociedades industriales avanzadas que ha llevado a administraciones omnipresentes, reflejo de los intereses do­ minantes. Conviene, por fin, proclamar un «derecho a la resistencia» de las minorías oprimidas y dominadas, de­ recho a usar medios extralegales para oponerse y subvertir un orden que no está hecho para ellas. Las tesis de One-Dimensional Man abonan la crítica de la tolerancia represiva como propia de las sociedades de­ mocráticas avanzadas. Sociedades en las que prolifcran las falsas necesidades impuestas por el capitalismo. Ahí el individuo es incapaz de actuar autónomamente porque lo hace en constante mimesis de su sociedad. El disenso está bloqueado porque los individuos han perdido la ca­ pacidad de razonar. Se ha olvidado, en una palabra, el sentido perseguido por la tolerancia de la época liberal.

82

VICTORIA CAMPS

el supuesto de que todos los individuos pueden llegar a autodeterminarse. Efectivamente, «el carácter de omnicomprensión de la tolerancia liberal estaba, por lo menos en teoría, basado en la afirmación de que los hombres eran individuos (potencialmente) que podían aprender a oír, a ver y a sentir por sí mismos, a desarrollar sus pro­ pios pensamientos, a tratar de conseguir sus verdaderos intereses, derechos y capacidades, incluso contra la au­ toridad y las opiniones establecidas»7. En suma, Marcuse rechaza la tolerancia que no con­ duce al progreso o a la verdad. Piensa, además, que la verdad existe objetivamente aunque sea desconocida. Descubrirla y encontrarla es tarea de todos. Sólo es ad­ misible, pues, la tolerancia que descansa en un régimen de igualdad real. Mientras tanto, y puesto que las socie­ dades de iguales no existen, se impone elegir otros crite­ rios consistentes en tolerar las opiniones de la izquierda y no las de la derecha, puesto que son las primeras y no las últimas las que suponen progreso. Hoy huelga comentar que la evolución de los términos de «izquierda» y «derecha», asi como el actual desarrollo político de la Unión Soviética y la Europa del Este, des­ califican casi globalmente las tesis de Marcuse. ¿Qué es la izquierda y qué la derecha? No sólo ¿qué son ahora?, sino ¿qué han sido? ¿Pensamos ahora que la izquierda de entonces era tolerable sin más? ¿No tenemos más clara la distinción entre los regímenes dictatoriales y los demo­ cráticos —eso que Marcuse elude a toda costa—? Hoy no diríamos, en cualquier caso, que la derecha es intolerable, sino que ciertas prácticas —sean ejercidas por la derecha o por la izquierda— lo son: el terrorismo, la tortura, el engaño o la manipulación de la información. A las puer­ tas de la revolución del 68 las cosas realmente aparecían de muy distinta manera. Eso disculpa, en parte, la pro­ pensión al dogmatismo del filósofo. Pese a todo, su crítica 7 H. Marcuse, op. cit., y One-Dimensional Man. Bcacon Press. Bos­ ton, 1964.

VIRTUDES PÚBLICAS

83

no fue en vano y, aunque no sea aceptable en bloque, hay que reconocer que aporta ideas nada despreciables en la reflexión sobre la tolerancia. En especial, la ¡dea de que la tolerancia no siempre es un valor indiscutible. Las ca­ tegorías del pensamiento liberal no incluyeron entre sus previsiones a Hitler o Stalin. Un ingenuo optimismo llevó a confiar excesivamente en el buen aprovechamiento de las potencialidades humanas. Pero, tras las dos guerras mundiales, nuestra actitud es muy distinta, aunque no coincida del todo con la de Marcuse. Otro rasgo nos dis­ tancia de él y nos acerca quizá de nuevo al liberalismo: la inseguridad sobre la existencia de una verdad y un pro­ greso objetivos. Esa verdad que, según Marcuse, estaba ahí, al alcance de la mano y debía ser aprehendida con la ayuda y colaboración de todos, ha desaparecido de nues­ tros horizontes. Y puesto que no hay verdad, la tolerancia vuelve a ser para nosotros un bien en si mismo, la con­ dición del procedimiento democrático. Es cierto que la administración social y política y que el sistema econó­ mico son represivos, pero tal vez no hasta el extremo de impedirnos tomar conciencia de ello. La tolerancia, aún en la represión, facilita esa toma de conciencia. En tal sentido, ciertas críticas a Marcuse, como la de Maclntyre, son plenamente acertadas, en la medida en que trata de sustituir el lelos de la verdad —establecido por Marcuse como fin de la tolerancia— por el de la racionalidad. Y aún ésta entendida en un sentido muy «leve»: la racio­ nalidad como exposición a la falsabilidad y a la crítica de las propias creencias u opiniones *. El

b ie n s in g u l a r y e l b ie n c o m ú n

Pese a lodo, quizá sea incorrecto decir sin más que la tolerancia es un fin en sí porque hace posible el proce­ dimiento democrático. Por dos razones fundamentales. * A. Maclntyre, Herhert Marcuse. Alt exposilion and a polemic. The Viking Press. Nueva York, 1970, págs. 90-91.

84

VICTORIA CAMPS

La primera reincide en las tesis de Marcuse, y consiste en la puesta en cuestión del pluralismo democrático como tal: si la democracia es imperfecta, la tolerancia será ine­ vitablemente parcial. No todos se sabrán bien represen­ tados ni con el mismo derecho a expresarse. La segunda, intenta establecer criterios entre lo que debe y lo que no debe ser tolerado. Dicho de otra forma, en primer lugar, para que la tolerancia sea una virtud de la demo­ cracia deben poder ejercerla todos los individuos o grupos de individuos. En segundo lugar, no todo debe ser tolerado por igual. Veamos ambas razones más des­ pacio. No creo que nadie discuta la primera tesis de que el pluralismo no es real. Nuestra sociedad es corporativa y carece de voz y de reconocimiento quien no puede inte­ grarse en un grupo o en una corporación. Las fuerzas entre las que se debaten los programas políticos, econó­ micos, sociales, culturales de la sociedad son fuerzas de­ signares: asociaciones, colectivos, movimientos de di­ verso tipo. Pero no todos los individuos forman parte de ellas. Ni, lo más importante, esas corporaciones represen­ tan todos los intereses de los miembros de la sociedad. Los varios estratos de marginados, digamos que enrique­ cen el pluralismo social sin que, en cambio, participen como representantes de ese pluralismo. Sólo los indivi­ duos que pueden agruparse tienen derecho a un puesto en el sistema. Es decir, aunque en teoría se les reconozcan sus derechos, de hecho, ven negada su existencia. Tal es la razón por la cual ha escrito Robert Paul Wolff que «el pluralismo no es explicitamente una filosofia del privile­ gio o de la injusticia —es una filosofia de la igualdad o de la justicia cuya aplicación favorece en concreto la de­ sigualdad ignorando la existencia de determinados grupos sociales»9. Wolff considera abominable la teoría del pluralismo• • Robert Paul WolIT. «Al di lá della tollcranza», en varios autores. Crítica delta lotleranza. Ginaudl, Milán, 1968, pág. 45.

VIRTUDES PÚBLICAS

85

propia de la democracia liberal. Al impedir que se expre­ sen quienes carecen de una identidad socialmente reco­ nocida, no hay forma de construir una teoría o un programa que contemple un «interés general». Sabemos, desde Rousseau, que ese interés no se construye única­ mente con la suma de los intereses particulares. Si la so­ ciedad la forman las corporaciones, no hay intereses que conciernan a toda la sociedad. Hay, más bien, intereses contrapuestos y concertaciones o pactos entre ellos. O el único interés común de mantener el sistema, esto es, un interés puramente proccdimental. Ocurre, pues, que los intereses de los desposeídos jamás aparecen en el juego de fuerzas porque nadie los defiende ni los representa. Según Wolff, la diferencia entre el socialismo y el pluralismo está en que aquél avanza programas en nombre de un bien general, mientras el pluralismo no puede hacerlo pues «no reconoce, ni en teoría ni en la práctica, la posibilidad de una radical reorganización de la sociedad». Wolff escribía lo dicho —como Marcuse— en 1965. Hoy, a la vista de nuestros confusos socialismos tal vez no sea tan fácil man­ tener esa misma distinción. La tarea que hoy tiene pen­ diente el socialismo es, precisamente, la concepción de la igualdad: cómo, sin ser dogmáticos, hemos de entender esos mínimos de igualdad sin los cuales la libertad se queda en mero símbolo10. La segunda razón por la que la tolerancia ha de ser matizada es que no todo debe ser tolerado por igual. En ética el «todo vale» es inadmisible y conduce al nihilismo. Filósofos tan liberales como Locke y Stuart Mili consi­ deraron prescriptivos ciertos limites a la tolerancia. Y Marcuse, llegó a descalificarla precisamente por esconder esos límites. Si hoy nos parece imposible hablar de verdad y error, esa inseguridad no puede eximirnos, sin embargo, ” Cfr. sobre esa idea de igualdad, el libro reciente de M. A. Quinlanilla y R. Vargas Machuca. La utopia racional. Espasa-Calpe. Madrid. 1989.

VICTORIA CAMPS

86

del deber de elegir que es, en definitiva, el punto de par­ tida de la ética y de cualquier teoría de las virtudes. Tengamos en cuenta que la tolerancia es una forma de expresar el respeto a los demás aceptando sus diferencias. Pero, sobre todo, somos tolerantes cuando esas diferen­ cias nos importan “ . No necesitamos tolerar lo que nos es indiferente. Lo que significa, por tanto, que la tolerancia no es ni debe ser lo mismo que la indiferencia. Por el con­ trario, se tolera lo diferente, lo molesto, lo que parece equivocado porque no coincide con lo propio. «Tolerar» significa «soportare, «aguantar», un ejercicio «pasivo» pero que supone un esfuerzo o un cierto sufrimiento. Pues bien, ese sufrimiento ¿tiene que llegar hasta el extremo de un absoluto laisser faire? ¿O existen ciertas cosas que uno no tiene por qué tolerar? De hecho, Mili indica que «el daño a los demás» es el único criterio que permite inter­ venir en la conducta ajena no permitiendo que el otro haga lo que pretende hacer. Asi establece el célebre cri­ terio del paternalismo, según el cual «el único fin por el que la humanidad puede intervenir, individual o colecti­ vamente, en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros es la autoprotección. Que el único propósito que permite el ejercicio correcto del poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su volun­ tad, es la prevención del daño a los demás»,J. Sólo para prevenir el daño a otros o a uno mismo es lícita la intervención en la conducta ajena, es decir, la in­ tolerancia con los puntos de vista distintos a los míos. El problema aquí consiste en aclarar qué debe entenderse por daño. Pues si se tratara sólo del daño físico, los cri­ terios de lo que significa lastimar a otro estarían media­ namente claros, pero ¿cómo especificar o identificar el lla­ mado daño moral? Si ser tolerante implica propiamente soportar aquellas acciones que no nos resultan indiferen­ tes, ello quiere decir que toleramos lo que nos desagrada.*1 " Cfr. A. Weale, op. cit., pág. 18. 11 O» Liberty, cap. IV.

VIRTUDES PÚBLICAS

87

lo que desaprobamos. ¿Y tolerar lo que nos disgusta y desaprobamos no equivale a sufrir el daño moral de ver subvertidas o agredidas aquellas creencias que más nos importan? Es evidente que la tolerancia respecto a ciertas opiniones implica indiferencia o incluso desprecio res­ pecto a otras. Pensemos en los terrenos donde la intole­ rancia se ha cebado con más intensidad: la religión, el sexo, las ideologías políticas. En todos ellos nos encon­ tramos ante opiniones que suelen ser incompatibles: to­ lerar el adulterio significa negar el valor intangible de la monogamia, tolerar el pluralismo de partidos, significa reconocer que todos valen lo mismo puesto que tienen los mismos derechos, tolerar que unas niñas shiítas lleven el shador a la escuela significa, al parecer, aceptar la bandera del islamismo con todas las consecuencias. Ser tolerante equivaldría entonces a carecer de convicciones firmes, de ideas normativas de la conducta, carecer, en definitiva, de moral. ¿Es realmente así? Creo que tanto las críticas al pluralismo por ficticio y engañoso, como el intento de poner límites a una tole­ rancia indiscriminada nos llevan al mismo lugar. Uno de los defectos del pensamiento actual es el miedo al dog­ matismo, que viene favorecido por la homogeneidad de ideales y formas de vida impuestos por el consumo. En realidad, la autonomía es, la mayoría de las veces, ilu­ soria. Y el miedo a discrepar nos instala en el formalismo menos comprometido. Un formalismo que acaba admi­ tiéndolo todo porque, al parecer, no hay criterios firmes para descalificar nada. Un formalismo que, además, se sustenta en un suelo poco firme porque no es cierto que carezcamos de la distinción entre vicio y virtud o entre el dolor y el placer constructivos o destructivos de la per­ sona o de la sociedad. Carecemos, sin duda, de unos cri­ terios tan sólidos y tan completos que nos permitan de­ cidir en cada caso, al aplicarlos, qué debemos hacer, sin riesgo de equivocarnos. Pero poseemos una memoria del bien y del mal moral —sobre todo del mal— que nos sirve de punto de referencia. Cierto que las situaciones no se

88

VICTORIA CAMPS

repiten ni son idénticas. Pero el miedo al error no exime de la necesidad de actuar y de la obligación de elegir. Es más, como individuos debemos tener unas nociones de lo que es bueno o malo para nosotros. Pero, sobre todo, la sociedad precisa de una noción del bien o el mal colectivos —de la justicia o la injusticia—. Puede que ambas ideas del bien y el mal —la individual y la colectiva— no coin­ cidan siempre: de hecho, esa es la fuente básica del con­ flicto moral. Por eso, la sociedad democrática pluralista y tolerante debe tener claros y poder explicitar cuáles son los intereses colectivos —el interés general— que han de prevalecer sobre los intereses particulares. Eludir el es­ fuerzo de establecer esa jerarquía o esas prioridades es, a fin de cuentas, tolerarlo todo y renunciar a los principios fundamentales de una sociedad no totalmente liberal. La ética se fundamenta en unos absolutos, en una idea transcultural de la justicia que significa el rechazo de las situaciones de discriminación, dominio y violencia. La condena de las dictaduras o de los terrorismos, el reco­ nocimiento de la igualdad sexual o étnica, el derecho a la educación, el deber de proteger a niños y ancianos, son notas constitutivas de la idea general de justicia de las que nadie está autorizado a discrepar si pretende saber lo que tal idea implica. Por otro lado, la cultura consumista lo subsume todo bajo unas mismas categorías, y son los va­ lores de esa cultura los que se imponen sobre los valores de la justicia. El lelos de la modernización no es la hu­ manidad, sino la homogeneidad operada por las normas del mercado. En ese ambiente, es fácil que la tolerancia sea ejercida equivocadamente, donde no se debe ejercer. O que se convierta en indiferencia respecto a todo. Cuando el criterio debería ser el de consentir y tolerar todo aquello que pueda enriquecer y ampliar nuestra co­ mún noción de justicia, y no tolerar, en cambio, lo que entorpece o ensombrece los ideales teóricamente asumi­ dos como constitutivos del concepto de justicia. En los últimos años —digamos después del 68, en los setenta y los ochenta—, la tolerancia ha sido la aliada del

VIRTUDES PÚBLICAS

W

antidogmatismo, nacida de la convicción de que no hay una verdad absoluta o para todos y que, por consiguiente, todas las opiniones se complementan porque cualquier punto de vista es parcial. Pienso que esa idea de tolerancia es ya peligrosa e insuficiente. Como lo sería la vuelta a ideologías dogmáticas. Parece como si nos encontráramos en un tiempo en el que la salida del liberalismo implicara la caída en el fascismo, sin opciones intermedias. No tiene por qué ser así. De hecho estamos instalados en un soidisant socialismo cuyas reglas del juego conviene ir acla­ rando. Vuelvo al punto de partida. La tolerancia es la virtud más característica de la democracia pluralista. Pero, en tal caso, el pluralismo debería ser real y de algún modo, habría de precisarse cuáles son los daños colectivos que han de poner limites a la tolerancia. El fascismo se define por la ausencia de pluralismo y por una precisión unila­ teral del daño colectivo. En tal precisión funda el derecho a la intolerancia. El liberalismo, por el contrario, tiende a convertirse en el absoluto laisser faire: hay pluralismo formal y tal vez el único daño previsto sea la amenaza a la sociedad abierta de estilo popperiano. El socialismo debería distanciarse de ambos extremos y cargar con una doble obligación. La primera, saber distinguir los bienes y los daños in­ dividuales que no merecen una sanción social. La socie­ dad española tiene sobre sus espaldas una tradición de «moralismo» exageradamente concentrado en esas cues­ tiones que pertenecen al ámbito de lo privado. La curio­ sidad morbosa que muestra el auge actual de cierta pren­ sa viene a decir que, pese al relajamiento innegable de las costumbres, el moralismo pacato, el puritanismo, la urgencia por juzgar formas de vida ajenas no ha desaparecido, sino que sigue muy militante. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, hay que tener una noción de daño colectivo. No matar, no robar, no torturar son daños paradigmáticos y reco­

90

VICTORIA CAMPS

nocidos como tales, pero no siempre fácilmente recono­ cibles en la práctica. Hay fines que a veces obnubilan la verdadera dimensión de los medios empleados para con­ seguirlos y revisten de dignidad a lo que, por definición, es indigno. Hay modos de robar o de torturar poco ma­ nifiestos, pero que no por ello dejan de merecer repro­ bación. Hay objetos del daño y de la violencia que van siendo descubiertos —la naturaleza, los animales, los an­ cianos—. Un programa ético que asume la tolerancia como virtud fundamental, ha de atreverse a nombrar y señalar los comportamientos intolerables. La dificultad consiste en mantener a salvo el pluralismo sin caer en el nihilismo del «todo vale». En una sociedad plural, no todos comparten la misma noción de daño, y no siempre hay acuerdo sobre quién merece ser castigado. La democracia obliga a convivir a seres de opiniones y creencias no coincidentes. Y la convivencia ha de ser no sólo posible, sino agradable. Por eso es preciso desgravar de coacción social aquellas prácticas verdaderamente irre­ levantes para el bienestar colectivo. Y, al mismo tiempo, no permitir otras formas de conducta que por sí solas envilecen el todo social. Hoy descreemos de los criterios generales porque, al aplicarlos, acaban siendo dogmáti­ cos. Marcuse es un ejemplo. No sabemos tampoco exac­ tamente cómo es la sociedad que quisiéramos. Pero nos engañamos a nosotros mismos si decimos que la incerti­ dumbre se extiende a lo que no queremos y detestamos.

V.

¿LA PROFESIONALIDAD?

La palabra «excelencia» que, como es sabido, traduce a la griega arete, no está ausente de nuestro vocabulario. In Search o f Excellence es el titulo de un auténtico bestseller —¡un millón de ejemplares!— publicado en 1982 en Estados Unidos y traducido a todos los idiomas en pocos años. Es el manual del perfecto ejecutivo, un es­ tudio de las empresas norteamericanas más sobresalientes para desentrañar los secretos de la mejor gestión. Nada hay en el libro especialmente interesante salvo esa cone­ xión entre la excelencia —la virtud— y la profesionalídad. No es una casualidad que el ejecutivo aparezca como la Figura del virtuoso triunfante, el individuo identificado plenamente con su profesión y su trabajo. Un modelo que. por otro lado, tiende a ser imitado por todos y a todos los niveles. La nuestra es una sociedad de profesionales. El trabajo bien hecho y, sobre todo, exitoso, con marcas externas de prosperidad es el fin de la praxis, la actividad que vale por ella misma. Y ciertamente es así: lo que nues­ tro mundo reconoce, elogia y aplaude unánimemente es el éxito que confirma la profesionalídad. D

e la

«p r a x i s »

g r ie g a a la m o d e r n a

Cuando Aristóteles se pregunta por el tipo de actividad susceptible de ser virtuosa, distingue entre dos tipos de acción: la acción productiva —poiesis— y la acción pro­

92

VICTORIA CAMPS

píamente dicha —praxis—, aquella que posee un valor inmanente independientemente del producto obtenido. La praxis puede ser buena o mala, virtuosa o viciosa. Y es la repetición de acciones virtuosas la que hace al hombre bueno. No todos los hombres pueden realizar actividades de ese tipo: a los esclavos o a los artesanos les está vedado hacerlo puesto que necesitan trabajar para sobrevivir. Aunque la poiesis es una acción de acuerdo con una ¡dea —hay, por tanto, en ella un momento de contemplación o iheoria—, la actividad más racional es la praxis que, en Aristóteles, se identifica con la práctica política, esto es, el comportamiento, las acciones, dirigidas a hacer reali­ dad el fin último del ciudadano griego que es la felicidad. No todos los ciudadanos, sin embargo, realizan bien y como es debido esa actividad: unos entienden que la fe­ licidad es sólo placer, o sólo riqueza, o sólo honor. No entienden que la vida verdadera es la del filósofo, la bús­ queda desinteresada del saber. Pero el prototipo del vir­ tuoso en Aristóteles es un ser activo: quiere decir que la acción que lleva a cabo incluye una dosis de contempla­ ción y de teoría, pero no es contemplación pura, la cual es privativa de los dioses y no de los humanos en quienes la acción es inevitable. La actividad contemplativa —la sabiduría— es la más excelente, pues el intelecto es en nosotros lo mejor. Es la actividad más continua, la más independiente y la más ociosa, en el buen sentido del ocio, la única que parece elegirse por sí misma, mientras que la actividad política es penosa y suele elegirse por fines ajenos a ella, como la gloría y el honor. Aun asi no es licito afirmar sin más la superioridad de la vida contem­ plativa sobre la vida activa. Tal vida «sería superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo de divino en él; y la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano»1. Objetivamente, pues, la teoría pura es superior a cualquier otra actividad, re-* '

Ética nkomáquea. 1177b. 25-30.

VIRTUDES PÚBLICAS

93

bajarla o menospreciarla sería injusto. Sin embargo, lo que propiamente le corresponde al ser humano no es esa forma de vida, sino la política. El sujeto de la virtud es el hombre público puesto que la vida privada carece de interés: es idion. estúpida. Los hombres son. sobre lodo, ciudadanos; si se encierran en si mismos no viven una vida racional ni humana. El animal político, por otra parte, tipifica una acción que no tiene nada que ver con la del homo faber. Una pretensión de los tiranos griegos fue, precisamente, de­ salentar esa vida pública de valor inmanente convirtiendo el agora en un mercado, en el lugar de compra y venta de artículos o bienes. Anulaban, asi, la actividad por la que el ciudadano deliberaba y decidía, la actividad por la que el ciudadano se sentía dueño de si mismo. La anulaban convirtiéndola en trabajo. La ética griega es, sin embargo, una ética muy aristo­ crática, una ética para los privilegiados que viven en el interior de la polis y participan de sus decisiones. La edad moderna proclamará de un modo más radical la igualdad «natural» de todos los hombres. Igualdad que va pro­ duciendo una uniformización cada vez mayor de los in­ dividuos hasta llegar a la actual sociedad de masas. De ahí que, junto a la defensa de la igualdad, sea preciso conquistar la privacidad, un espacio que preserva al individuo de la intromisión pública —social o estatal—. En síntesis, la innovación de la modernidad frente a la antigüedad griega se resume en los dos puntos si­ guientes. I. La sociedad es una sociedad de productores. El tra­ bajo —«la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos» como escribe Locke— es una actividad necesaria para sobrevivir. La riqueza —la propiedad— otorga el derecho de ciudadanía. Ser propietario significa ser señor del propio cuerpo y del producto del propio trabajo. Sig­ nifica, al mismo tiempo, tener cubiertas las necesidades básicas, ser libre, poder actuar. Así, la propiedad viene a ser un derecho fundamental pues es signo de igualdad y

94

VICTORIA CAMPS

fomenta la iniciativa privada imprescindible para la buena evolución del mercado. Dice Locke, primer teorizador de tal derecho, que el trabajo es el medio para hacer propio lo otorgado comunitariamente por Dios a los hombres. A cada uno, en consecuencia, según su trabajo. La acti­ vidad productiva es la forma de ganarse la vida y se con­ vierte, asi, en la actividad primera y fundamental: iguala a todos los humanos y les garantiza la supervivencia, el orden, la convivencia. Esa igualdad individualiza a la ac­ ción humana y, en cierto modo, la degrada si seguimos comparándola con la acción propia de la polis. Pero la degradación no es vista como tal. Por el contrario, Adam Smith habla con poco entusiasmo de las ocupaciones im­ productivas, importantes, a veces, inútiles y frívolas, casi siempre. Son profesiones que valen poco porque su valor perece en el mismo momento de su prestación. Eso les ocurre a los «militares, clérigos, abogados, médicos, li­ teratos, cantantes y bailarines». La acción humana es ya, para Smith, pura poiesis y se valora por lo que produce. Ante ella no vale nada «esa no próspera raza de hombres comúnmente nombrados hombres de letras»2. 2. La conversión de la sociedad en sociedad de pro­ ductores privaliza la vida. Los asuntos públicos quedan en manos del Estado cuya función es proteger los intereses y propiedades de los individuos. Lo que significa, por lo menos dos cosas. Primero, que el ciudadano se desen­ tiende de la vida pública para introducirse en la vida del trabajo y de la familia. De otra parte, la vida del hogar es el espacio de la transparencia y reconocimiento de la individualidad, allí donde cada uno puede actuar con li­ bertad y ser compensado de las frustraciones de la vida volcada al exterior. Es en la vida privada donde el indi­ viduo muestra y goza de su identidad como propietario. Pero el hombre privado no existe para los demás, es anó­ nimo, un propietario entre otros. La acción realizada pri­ vadamente carece de reconocimiento público. Es cierto1 1 Adam Smith. The Weaith o f Naliona. V, ii.

VIRTUDES PUSUCAS

95

que el homo faher tiene una esfera pública, pero no es la política, sino el mercado. El homo faher se relaciona con los demás intercambiando productos. El trabajo lo realiza privadamente. La revolución burguesa, con la conquista de la igualdad y de la individualidad, ahoga cualquier tipo de reconocimiento social. No hay un estilo de vida ex­ celente ni unas señales públicas de la virtud. Por el con­ trario, las virtudes propias del burgués son las que ador­ nan la vida privada, las que carecen de dimensión pública porque configuran una determinada forma de vivir —una forma de entender la familia, las relaciones laborales, po­ líticas o con la Iglesia—. De hecho, son los valores reli­ giosos, los más difundidos y universales —católicos, pro­ testantes, calvinistas, pietistas— y la concepción de la per­ sona que deriva de ellos los que se reconocen como virtudes. Marx pensó que la alienación era, básicamente, alie­ nación del yo. Por eso quiso emanciparlo liberándolo de la labor, del trabajo hecho por necesidad. Creía, al mismo tiempo, que el fin del trabajo alienado representaría la plena dedicación a lo que hoy llamamos ocio, cultivo de los hohhies. Entonces, las cosas, los productos, dejarían de ser extraños al perder su valor como valor de cambio. Dejarían de tener solamente el valor que les otorga el mer­ cado. Simultáneamente, ya no haría falta vender la propia fuerza de trabajo para asegurar la subsistencia. Recor­ demos el párrafo famoso de La ideología alemana donde se anuncia que en la sociedad comunista «habrá hombres que hacen esto hoy y aquello mañana, que cazan por la mañana, van a pescar por la tarde, crían el ganado al atardecer, son críticos después de cenar, sin que por ello se conviertan en cazadores, pescadores, pastores o críti­ cos». Dicho de otra forma, en la sociedad comunista no existiría ni la división del trabajo ni la especialización pro­ fesional con todas las miserias que esa departamentalización del conocimiento y del trabajo implica. Pero la alienación que padece el hombre moderno no es la del yo, sino la del mundo —ha replicado Hanna

66

VICTORIA CAMPS

Arendt—. La única actividad considerable es el trabajo, la producción, la fabricación. El resultado de la moder­ nidad ha sido una inversión entre la contemplación y la acción: aquélla no guía a esta última, sino al revés. El garante del conocimiento es el experimento, lo que el hombre ha hecho. Y el criterio valorativo es la eficacia, la utilidad. La razón se convierte en razón instrumental. Max Weber muestra cómo la ética protestante significa la concentración en el yo: el yo, en efecto, es la motivación más profunda de la acción humana. Según la ideología puritana, el individuo se siente «llamado» a realizar un oficio (Beruf), el cual es la prueba material de la gracia divina. La organización racional del trabajo, la empresa burguesa o el espíritu capitalista son, pues, la consecuen­ cia inmediata del ethos puritano. De todo ello Hanna Arendt extrae la conclusión de que «la alienación del mundo y no la propia alienación, como había creído Marx, han sido la señal de contraste de la época mo­ derna» 3.

E l «e t h o s » d e l t r a b a j o e n l a s o c i e d a d INFORMATIZADA: LA PROFESIONALIZACIÓN

En el libro III de El Capital dice Marx que el reino de la libertad es el de aquellas actividades autocompensadoras y que son su propio fin. Es lo que Aristóteles llama praxis. Pero —sigue Marx— la misma actividad puede ser sentida como poiesis o como praxis. Y, sin duda, es así: tanto el trabajo profesional como otras actividades que ocupan diariamente la vida de los hombres y mujeres de nuestra sociedad —cuidar niños, hacer deporte, escribir, comprar o vender— pueden ser consideradas trabajos que valen por sí mismos o trabajos que, si no se materializan en un producto, no valen nada. No otra ha sido la tra­ ’ Hanna Arendt, La condición humana. Scix y Barral, Barcelona. 1974, pág. 333.

VIRTUDES PÚBLICAS

97

gedia de las mujeres: trabajar improductivamente, tra­ bajar sin sentido. Aunque no sólo de las mujeres, que quede claro: cualquier actividad laboral —que la mayoría de las veces no merece el nombre de actividad «profesio­ nal»— acostumbra a ser vista como algo gratificante o como una maldición según se obtenga de ella algo valioso —es decir, un buen sueldo o una buena renta— o sea agradable por sí misma. Y hay que reconocer que para muy poca gente el trabajo es la dimensión más importante de su vida; es importante por necesidad pero no porque constituya una fuente de sentido. Contrariamente a la pre­ visión marxista, el trabajo hoy sigue siendo abstracto, no ha conseguido la identificación del individuo con la so­ ciedad. Es, ante todo, un medio de adquisición de riqueza y de poder. La automatización de la producción está significando un cambio en el sentido y la concepción del trabajo. Ya no es lo mismo el derecho al trabajo que el derecho a un lugar de trabajo o el derecho a un sueldo. Por causa de la revolución microelectrónica, «el tiempo de trabajo ya no podrá ser la medida del valor de cambio ni el valor de cambio la medida del valor económico. El sueldo, por tanto, no será una función de la cantidad de trabajo ni el derecho a un sueldo estará subordinado a la ocupación de un lugar de trabajo»4. Cualquier política de trabajo ha de enfrentarse a la situación derivada del hecho de que el tiempo de trabajo, la necesidad de mano de obra, se re­ ducen más y más con la consiguiente extensión del paro. Es preciso distribuir el trabajo de otra manera o pensar una política salarial que compense el desequilibrio. El trabajo, sin embargo, no desaparece. Por el contra­ rio, y según Adam Schaff, «es la motivación fundamental de los actos humanos en la sociedad contemporánea»5. El aburrimiento que produce el paro es una patología so-* " A. Gorz, Los caminos del paraíso, Laia, Barcelona, 1983, pág. 52. * Adam SchalT. ¿Qué futuro nos aguarda?. Critica. Barcelona. 1987, pág. 136.

98

VICTORIA CAMPS

cial cuyos efectos conocemos de sobra, en especial en la población joven: alcoholismo, drogas, marginación, de­ lincuencia. Lo que, en cambio, ha ocurrido es un cambio en el ethos del trabajo —la actitud ante el trabajo— res­ pecto a la actitud tipificada por Max Weber. Gracias a ,la técnica y al desarrollo en general, por un lado, los ofi­ cios se han banalizado, han dejado de ser elitistas, porque casi todo el mundo puede acceder a ellos: todo el mundo sabe idiomas, estudia, viaja, hace deporte. Al propio tiempo, se exige una cspecialización cada vez mayor para los trabajos altamente cualificados. Y puesto que la ocu­ pación laboral es, propiamente, el signo de la identidad personal, todo el mundo aspira a la profesionalizadon, a ser un buen experto en su oficio. La profesionalización se ha extendido, y todos queremos ser buenos profesionales. Lo cual no quiere decir ya seguir una vocación de origen celestial, sino que la profesionalidad es el criterio social de la excelencia personal. Ser un buen médico, un buen ar­ quitecto, un buen modisto o un buen cantante. No im­ porta cuál sea el oficio ni —casi— el sexo, sino la calidad profesional de quien lo ejerce. El buen profesional se hace trabajando. Sea o no productivo su trabajo —sea o no poiesis—, lo cierto es que vale en tanto praxis, actividad autogratificante que, además, recibe un reconocimiento social como lo merecía la dedicación a la política en el mundo de los griegos o la categoría de propietario de los modernos: el buen profesional posee una identidad social. La evolución que va del encierro en la privacidad a la ostentación profesional hacia fuera, tiene como base el paso del individualismo moderno al «colectivismo» de la sociedad postindustrial que es, básicamente, una sociedad de servicios. Daniel Bell ha distinguido, al propósito, tres etapas —sociedad preindustrial, industrial y postindus­ trial—, con tres formas distintas de relación. En la pri­ mera, la vida humana consiste en un «juego contra la na­ turaleza»; en la segunda, es «un juego contra la naturaleza fabricada»; en la tercera, es «un juego entre personas»: entre el médico y el paciente, el profesor y el alumno, los

VIRTUDES PÚBLICAS

99

miembros de un equipo de investigación o de un equipo de fútbol. El tercer juego precisa «cooperación y recipro­ cidad más que coordinación y jerarquía», pues estamos en una sociedad comunal. Ocurre, sin embargo, que la cooperación entre los hombres es más difícil y complicada que el trato con las cosas6. Habría que añadir que, en lugar de la cooperación lo que se ha producido es la corporatización que consagra la ideología de la profesionalización. Pues cada profesión dispone teóricamente de una serie de conocimientos propios inaccesibles a otros grupos e incuestionables desde fuera, lo cual asienta el poder y la superioridad de los profesionales que pertenecen a una determinada corporación 7. Dos ejemplos se me ocurren como figuras representa­ tivas del «buen profesional»: el ejecutivo y el deportista olímpico. En cierto modo, el ejecutivo es el modelo de habitante de las sociedades urbanas, una pieza prioritaria del funcionamiento social puesto que en sus manos están las claves de la producción del dinero. Su comportamiento se ajusta sin problemas aparentes a las cualidades y for­ mas imperantes en las grandes concentraciones urbanas: agresión, competitividad, dureza, impiedad. Es el em­ pleado de una sociedad de servicios, superburocratizada y administrada, donde más importante que tener ideas es saber ejecutarlas. Un ambiente sin jerarquías preestable­ cidas, donde puede destacar cualquiera sea cual sea su origen y sin otro bagaje que un envidiable curriculum. Es el self-made man disciplinado, enérgico, seguro de lo que hace y de que lo hace bien, decidido, inteligente, prag­ mático. El ser que se hace y se representa a sí mismo: inasequible al desaliento en el trabajo, sabe mostrarse dis­ tendido, simpático y divertido en el ocio. Es el personaje * Daniel Bell, The Cultural Conlradiclions o f Capilalism, Harpcr, Nueva York, 1976, págs. 146-149. 7 A. y M. Mattelart — Pensar sobre los medios, Fundesco, Madrid. 1987— desarrollan esta idea aplicándola a los profesionales de la co­ municación.

VICTORIA CAMFS

100

de éxito, de moda, superrico, sobrado de iniciativa, líder indiscutible. Ha llegado a la cumbre de su carrera y re­ presenta la excelencia lograda. La segunda figura, similar a la del yuppie por los valores que representa, es la del jugador en competiciones olím­ picas, el jugador profesional. No es un simple deportista, sino profesional del tenis, del atletismo, de la gimnasia o de la natación. Quizá le interese participar en el juego, pero le interesa mucho más ganar y, sobre todo, se ha propuesto rebasar la última marca, superarse a sí mismo. Su fin es, como en el caso anterior, la perfección de la profesión misma. Vive sólo para ella —se entrena, se vi­ gila, no come, no engorda, mantiene una flexibilidad y agilidad increíbles, duerme lo justo—, para obtener unos centímetros más en el salto, unos segundos menos en la carrera, la transparencia de la pirueta. El doping que tanto preocupa y da que hablar es, de hecho, una medida banal si se compara con el montón de renuncias, sacrificios, die­ tas, horas —todo puro artificia— con vistas a lograr una performance irreprochable. La

v ir t u d c o m o é x it o

Ambos modelos transmiten —es cierto— una moral del trabajo bien hecho, pero algo más que eso. No se trata de la moral del trabajo bíblica, calvinista o marxista: el trabajo no es un castigo ni la prueba del favor divino ni algo que dignifica. Es la ocasión del encumbramiento, el pedestal del éxito y la fuente de riqueza. Porque, en nin­ guno de los dos casos, el oficio permanece escondido en el ámbito de la vida privada. La medida de la profesionalidad la da la idea que la profesión tiene de si misma, pero también el reconocimiento externo que merece. Las virtudes que acompañan a la profesionalidad no son la sobriedad o el ahorro, sino la ostentación y el despilfarro. El winner o el number one es una figura pública requerida por los medios de comunicación y con poco espacio para

VIRTUDES PÚBLICAS

101

' lo privado. Como afirma el psicólogo Ernst Becker, todo individuo de nuestro tiempo necesita dos cosas: sentirse parte de algo y sobresalir. Afirmar su ser, pero arropado por algo que lo integre como elemento imprescindible y valioso del conjunto social. Y está claro que los empre­ sarios y los deportistas constituyen una pieza irrenunciable de la cultura actual. De no ser así, no habría bofetadas en los estadios, ni las Facultades de Ciencias Económicas y Empresariales serían las primeras en llenarse. ¿Casa esa fijación en la vida profesional, la voluntad de competir y superarse, la necesidad de ganar y ser el mejor, el deber cívico de ganar dinero, con otras tenden­ cias igualmente evidentes de la sociedad contemporánea, como el hedonismo consumista, la apatía, la indiferencia o la tolerancia? Son, creo, fenómenos complementarios. Pues el dinero y el bienestar son la prueba externa e in­ dudable de la excelencia. Si la ética calvinista del trabajo propugnaba el ahorro y la austeridad, ahora se predica el lujo, la ostentación, la prosperidad. El hombre de éxito debe mostrarlo. En cuanto a la indiferencia respecto a asuntos colectivos más generales, respecto a la misma po­ lítica, es un complemento de lo anterior. El buen profe­ sional sólo puede dedicarse a su profesión, es un experto y carece de tiempo para otras cosas. Se busca a si mismo y se desentiende de lo otro. No es egoísmo, porque forma parte de algo que es, a su vez, parte de la sociedad. La politica, por su parte, la dedicación a los asuntos públicos, cuenta con sus propios profesionales. No es preciso, en­ tonces, que otros se inmiscuyan en su campo. Volviendo a Aristóteles, su praxis contenía un cómputo de virtudes —la sabiduría, la prudencia, la justicia, el va­ lor, la templanza, la generosidad, la magnificencia—, y el hombre virtuoso poseía esa grandeza de espíritu —la magnanimidad— que era la prueba externa, ante los de­ más, de su excelencia y superioridad. En la sociedad de profesionales, en cambio, cada profesión tiene sus cuali­ dades específicas, que no tienen nada que ver con esas virtudes públicas —solidaridad, responsabilidad, toleran­

102

VICTORIA CAMPS

cia— a las que me vengo refiriendo. La política es una profesión más con virtudes exclusivas. El buen político es el que gana las elecciones por su eficacia, habilidad, po­ der de seducción o fiabilidad. Todo confirma la tesis de GofTman repetida por Maclntyre: las normas de los in­ dividuos de la sociedad corporativa son las de sus roles, no las que deberían regir la conducta humana en cuan­ to tal. A lo que tal vez deberíamos replicar que las cosas, cier­ tamente, son así porque el mundo cambia y se transforma. Que aceptarlo implica pensar la ética desde otra perspec­ tiva y que cualquier vuelta al pasado es, por definición, retrógrada. Asi, las virtudes públicas en las que pienso no parten de una relación comunitaria nueva, sino tratan de compensar la falta de comunidad: parten de la realidad democrática imperfecta, esto es, de la exigencia del diá­ logo para tomar decisiones respecto a los problemas co­ lectivos, el primero de los cuales y condición del proce­ dimiento democrático mismo es recabar la dignidad de individuos para cada uno de los miembros de la sociedad. Ser individuos significa poder desarrollar la propia au­ tonomía, lo que Berlín llama la «libertad positiva», a tra­ vés de una actividad que no resulte totalmente alienante como lo es, en demasiadas ocasiones, la actividad pro­ fesional que, a fin de cuentas, ocupa la mayor parte —o la más intensa— de nuestras vidas. De ahí que convenga valorar la profesionalización en todas sus dimensiones. Una de sus caras es decididamente buena puesto que sin duda es signo de progreso: el trabajo especializado es necesario como lo es la competencia en la especialización. Además, quien se sabe un buen pro­ fesional disfruta con su trabajo o, por lo menos, con el reconocimiento que obtiene de él. En cierto modo, con­ vierte la producción en praxis. Pero otros dos aspectos de la profesionalización son menos positivos. El primero de ellos es lo que podríamos llamar la profesionalización ab­ soluta. La identificación con la profesión hasta el punto de que sólo el trabajo tiene sentido e interés. La especia-

VIRTUDES PÚBLICAS

103

‘lización llevada al extremo de que ninguna otra cosa me­ rece excesiva atención. En tal caso, el individuo reduce sus posibilidades de acción, la limita a un ámbito muy estrecho. El profesional es, ciertamente, eficaz y respon­ sable, pero lo es sólo respecto de lo que le compete y de lo que sabe, de un área reducida y pequeña. De nuevo Andró Gorz se refiere a tal peligro al tiempo que recoge ciertas ideas del libro de Ivan Illich. Disabling Professions: «La confianza en uno mismo, la autonomía, la capacidad para preocuparse de uno mismo y de los otros, se han visto despreciadas: los hijos son abandonados en manos de educadores profesionales o ante la pantalla del tele­ visor, la gente compra discos o casetes en lugar de apren­ der a tocar un instrumento; las cosas se tiran a la basura en lugar de arreglarlas; nos unimos a un grupo terapéutico en lugar de pedir ayuda y consejo a los amigos; el mo­ ribundo es enviado al hospital y los viejos llevados al hospicio, etc. La falta de tiempo ha ido destruyendo las relaciones sociales y la comunicación, y también los vínculos comunitarios y la capacidad de la gente para ayudarse, y ha sido necesario ampliar las formas insti­ tucionales de asistencia social, así como la red de servicios comerciales. Pero ambas cosas deben ser pagadas, lo que convierte la falta de tiempo disponible en una fuente de gastos tanto públicos como personales»*. Sin duda Gorz exagera. La deshumanización de tantas relaciones que fueron en tiempos más personales no deriva sólo de la profesionalización, sino de otros fenómenos como la di­ solución de la familia cuyas causas son variadas y com­ plejas. Pero si quiero retener esta idea: si la virtud, la ex­ celencia de la praxis se mide por la profesionalidad, la medida es muy pobre y es parcial. La vida queda reducida a la dimensión del oficio bien hecho, y el individuo con esa identidad se encuentra alienado del mundo y de los otros. La idolatría del yo —el individualismo— llega a extremos peligrosos para la misma autonomía del sujeto. * Op. cit., pág. 161.

104

VICTORIA CAMPS

Y, sin duda, a extremos peligrosos para la construcción de un interés común social. La sociedad fragmentada en corporaciones y sus correspondientes profesiones carece de alguien capaz de trascender su limitado punto de vista para ver un poco más lejos. Es como si en medicina nos quedáramos sólo con los especialistas. Por supuesto que los necesitamos y los exigimos, pero también hace falta el médico de cabecera. El segundo aspecto negativo de la profesionalidad es la pérdida de autonomía, cuando el fin perseguido se vuelve ajeno y extraño a la praxis misma. El profesional está esclavizado por el dinero, la prosperidad, el éxito, o es­ clavizado por los imperativos de la profesión misma. Es cierto que la idea de un trabajo totalmente desalienado es una utopia irrealizable* Precisamente, la automatiza­ ción del trabajo alimenta la esperanza de que éste se re­ duzca a los mínimos para que pueda crecer el tiempo de ocio, dedicado a otras actividades más agradables y au­ tónomas. Pero la misma división del trabajo hace que éste sea más abstracto que nunca, que cada oficio sea parte de una totalidad que ningún individuo controla. De he­ cho, es realmente más autónomo el trabajo de un agri­ cultor antiguo, que el de un microcirujano, por ejemplo. ¿Diremos, entonces, que éste vive más alienado que aquél? No si entiende como praxis aquella actividad que da sen­ tido a la vida humana. Decir que eso lo consigue el ejer­ cicio de la profesión, por digno y encumbrado que sea el trabajo al que uno se dedique, es de una pobreza extrema. Pues la praxis bien entendida no ha de tener una identidad definida, no una identidad más definida que la de la hu­ manidad misma que, como sabemos, tiene muchas ma­ neras de decirse y realizarse. Que hoy nos falte una iden­ tidad humana —como, al parecer, no les faltaba a los griegos— es un signo de progreso. Entenderlo de otra forma, sentirlo como una falta, conduce a buscar a cual­ quier precio la identidad perdida y encontrarla en lo más inmediato, en la vida profesional. En tal caso, la vida toda se confunde con la vida profesional y ésta deja de ser au­

VIRTUDES PÚBLICAS

105

tónoma porque el individuo no es capaz de distanciarse de ella y tomarla como una parte de su existencia. Tanto el yuppie como el jugador olímpico hacen de su profesión mera poiesis, una actividad, en definitiva, productora de riqueza y éxito. El jugador «profesional» no puede ya valorar la actividad deportiva por si misma porque la ha dirigido hacia otro fin. Digámoslo de otro modo: si la vida humana ha de tener un lelos, un sentido, éste no ha de ser ni definido ni concreto. No ha de ser ni más de­ finido ni más concreto que el fin único de la vida: la felicidad. Y los caminos de la felicidad —que serian los de la emancipación— nadie los conoce. Pero sí sabemos que no son sólo los caminos del éxito, de la riqueza o de la gloria. La profesionalidad será una virtud pública en la medida en que sirva a los intereses comunes de la sociedad. No en la medida en que sirva sólo al mantenimiento y con­ servación de los roles, funciones y corporaciones existen­ tes. Y será una virtud privada en la medida en que ayude al individuo a serlo realmente, a ser autónomo y no es­ clavo de sus actividades. Lo cual no tiene nada que ver con el trabajar más o menos, en una u otra cosa, es una cuestión de actitud ante el trabajo o el ocio. Aristóteles insistió en la importancia de la vida contemplativa —que no es sino la vida «ociosa»— porque esa dedicación im­ pedia la identificación total con cualquier función u ofi­ cio. Tener ocio suficiente para la contemplación signifi­ caba —en palabras de Ollé-Laprune— «no estar tan li­ gado a la propia obra que, en ciertos momentos, uno no pueda liberarse de ella y reencontrase como maestro de sí»9. Volviendo a Gorz. «la reducción del tiempo de tra­ bajo no tiene nada de emancipador si conduce sólo a am­ pliar el tiempo dedicado al consumo material o inmate­ rial. La reducción del tiempo de trabajo no es un objetivo emancipador si no va unida a la reducción de la esfera de* * L. Ollé-Laprune, Essai sur la morate d'Arislole. París, 1881, pági­ nas 59-60.

106

VICTORIA CAMPS

actividades económicas y mercantiles en provecho de una expansión de la esfera de las actividades desarrolladas por si mismas, por gusto, placer, vocación, pasión, amor»,0. Sabemos, sin embargo, que la sociedad de productores en que vivimos necesita consumidores y no se contenta con determinar cuáles son los bienes necesarios, sino que pre­ tende determinar asimismo los superfluos. Las diversio­ nes, el lujo, los placeres pueden llegar a ser actividades tan heterónomas como las ocupaciones profesionales. La actividad humana autónoma y con sentido no puede estar determinada sólo por los valores existentes. Et mundo griego no supo verlo así y su ética, en realidad, ratificó los valores sociales. Pero la modernidad ha conquistado un grado mayor de autonomía y nuestra obligación como filósofos es pensar en cómo llevarla a cabo. El nuevo eihos del trabajo fija unos valores que no representan un me­ joramiento de la calidad de vida. Para que ésta progrese debemos pensar qué sentido debería tener hoy la praxis, la actividad que nos dignifica a cada uno de nosotros y a la humanidad. El ser propietario de Locke ha cedido el paso al ser que no sólo quiere tener, sino ser. Pero el listón del ser queda muy bajo si lo determinamos sólo por un hacer dirigido al poder y a la riqueza, un hacer para tener. Los filósofos y los sociólogos han tenido una fácil pro­ pensión a distinguir a los hombres de las mujeres por el tipo de actividad que realizan. El sociólogo de la cultura, Simmel. distinguió lo masculino y lo femenino porque, según decía, el hombre «hace» y la mujer «es». Eugenio d'Ors expresaba algo similar diciendo que el hombre es «trabajo» y la mujer «juego», o que el hombre es «his­ toria» y la mujer «cultura». Quizá tuvieron razón, pero habrá que añadir que, en este extremo, las mujeres harán bien en no imitar la actividad masculina. La no identidad con este o aquel valor social, la distancia voluntaria res10 Op. cil., págs. 95-96.

VIRTUDES PÚBLICAS

107

'pecto a los papeles que la sociedad le asigna, incluso la dispersión en las ocupaciones, no han de ser siempre en­ tendidos como un signo de alienación. Al contrario, vive más alienado del mundo y de los otros quien se juega toda la vida a una sola causa, a la causa de labrarse una única identidad.

VI.

LA BUENA EDUCACIÓN

Decimos que una persona está «bien educada» cuando se comporta correctamente, conoce y practica las normas de cortesía y etiqueta al uso, no pierde la compostura y sabe estar en cualquier parte. La educación, sin embargo, no se reduce a ese aspecto externo y convencional de los buenos modales o el guardar las formas. Es una categoría más amplia que abarca todos los niveles de la socializa­ ción o de la integración en sociedad. Asi, la buena edu­ cación implica, además de ese «saber hacer» y saber estar, una cierta instrucción —una carrera, un oficio— y un cierto grado de cultura. Y significa también poseer una formación global de la personalidad, una autonomía para dirigir la propia vida en uno u otro sentido. Me propongo ahora tratar de la educación en el sentido más amplio, pero sin obviar en absoluto, antes teniéndolo muy pre­ sente, el sentido restringido con que solemos decir que una persona es bien educada. La tomemos como la tomemos, la educación no está libre de valores. Tiene que ser ideológica. Si educar es dirigir, formar el carácter o la personalidad, llevar al in­ dividuo en una determinada dirección, la educación no puede ni debe ser neutra. Las finalidades educativas son valores en la medida en que son opciones, preferencias, elecciones. Educar no consiste en buscar un fin necesario: éste se da sin que presuponga ningún esfuerzo. Consiste, por el contrario, en buscar unos fines posibles y preferidos

no

VICTORIA CAMPS

porque se juzgan mejores que otros. ¿De dónde proceden los fines de la educación? ¿Los propone la sociedad —es­ cuela, padres, iglesias, partidos? ¿Se fundan en alguna concepción de lo que deberla ser la persona? ¿Tenemos criterios para distinguir la buena educación de la que no lo es? Si la educación es, más que nada y ante todo, un proceso de socialización y hace posible la integración de cada uno en sociedad, la educación inducirá a ser normal, a adoptar las costumbres al uso. Educar consistirá, pues, en enseñar a comer, a saludar, a hablar, a pensar, a obe­ decer o a mandar; consistirá asimismo en transmitir los conocimientos tenidos por básicos o fundamentales, en sentar las bases para una vida sana, normal y exitosa. Ahora bien, si decimos que la educación es valorativa es porque pensamos que no ha de limitarse a reproducir per­ sonajes iguales a los ya existentes. La educación muestra que es valorativa cuando es critica y progresista y no se conforma con las maneras de ser vigentes si las juzga dis­ cutibles. Por el contrario, intentará cambiarlas por otras. En este sentido, la educación presupone una cierta con­ cepción de la persona y de la sociedad. Lo cual no sig­ nifica que sea precisa una antropología o una teoría social para hacer teoría de la educación. Hace tiempo que hemos renunciado a pergeñar teorías globales de cualquier cosa. Más bien hay que decir que la capacidad crítica de la educación procede de la constatación de una práctica edu­ cadora deficiente, poco convincente, del disgusto ante unas formas de vida que no pueden ser vistas con com­ placencia. La práctica educativa ofrece siempre patolo­ gías que la reflexión pedagógica debería denunciar y tra­ tar de transformar. La negación de lo que es, la discon­ formidad, el conflicto, son el punto de partida de la ética y deben serlo también de la educación que es un com­ ponente imprescindible del discurso ético. Ninguna ciencia, ninguna disciplina, puede darnos una concepción de la persona o del mundo lo suficientemente completa como para deducir de ahí una forma de vivir justa, solidaria, libre, o un programa pedagógico progre­

IU

VIRTUDES PÜBUCAS

sista. Las religiones o ideologías que, en otro tiempo, con­ formaron esos programas, aparecen fusionados con ideas ajenas a ellas mismas o no merecen aceptaciones unáni­ mes. Nos quedan los principios, derechos, criterios que nuestra historia ha ido registrando y aceptando como fun­ damentales. Los derechos humanos, o las diversas cons­ tituciones, son el marco desde el que juzgamos la práctica. Al propio tiempo, observamos cómo las realidades socia­ les que, teóricamente, reconocen y suscriben los derechos fundamentales y la Constitución, de hecho se mueven por otros motivos y por otros fines: el éxito, el dinero, la fama o el poder. No es que esos fines sean despreciables, son bienes estimables, pero no los únicos ni, en ocasiones, los prioritarios. La educación no debería dejarse instrumentalizar por esos valores que, a fin de cuentas, acaban siendo los más efectivos y reales. Parte de la función de señalar finalidades y objetivos consistirá en saber discer­ nir y jerarquizar entre los varios tipos de valores. La edu­ cación habrá de combinar los valores aceptados y los que, de hecho, no son prioritarios pero deberían serlo. Para decirlo más rápidamente, la función de la educación ha de ser doble: la socialización, por una parte, y la forma­ ción moral de la persona, por otra. La s o c i a l i z a c i ó n

o las

«b u e n a s

m a n era s»

Durkheim entendió que el primer objetivo de la edu­ cación era «la socialización metódica de las jóvenes ge­ neraciones». Tenía una visión excesivamente estática de la realidad y una concepción demasiado funcionalista de la moral. Si, por el contrario, creemos que la realidad se construye socialmente —como lo piensan Berger y Luckman—, la socialización será vista como una tarea de in­ tegración e innovación al mismo tiempo. Cuando nos la­ mentamos de que nuestra sociedad carece de valores, que­ remos decir que el pragmatismo y el individualismo lo invaden todo hasta el punto de que ahogan cualquier otro

U2

VICTORIA CAMPS

tipo de motivación. Decimos que hacerse ricos y vivir bien es el único objetivo de nuestros jóvenes. Quizá porque también ha acabado siéndolo el de sus padres. El bienes­ tar, sin duda, es el ftn imperante. Pero el bienestar —lo sabemos de sobra— no se consigue sólo con dinero y pro­ piedades. Los objetos del deseo son también otros. Lo que ocurre es que la publicidad no los menciona o, si lo hace, los convierte en bienes de consumo adquiribles con di­ nero. La salud, la compañía, el amor, la inteligencia, el apoyo social, la seguridad, las ilusiones son bienes reco­ nocidos. Bienes que la educación ha de saber distinguir y salvar de la confusión en que los envuelve el imperativo del consumo y situarlos en el lugar que les corresponde. La educación ha de saber explicar el sentido que tienen, y ha de darles sentido si carecen de él. El conflicto entre la autonomía personal y la adaptación social ha de ser resuelto sin renunciar a ninguno de ambos propósitos, haciendo el esfuerzo de juzgar y seleccionar los valores necesarios para vivir en una sociedad ordenada y justa. Si pensamos ahora en los valores que la educación ac­ tual ha hecho suyos, nos encontramos con tres de ellos que están indiscutiblemente unidos a la práctica educativa de nuestro tiempo. Son el pluralismo, la autonomía y la tolerancia. En efecto, los puntos de vista, las creencias, las ideas que profesan los adultos, son plurales. Y dada la pluralidad, la educación pretende ser autónoma: los padres, maestros, profesores o quienquiera que lleve a cabo una tarea educativa, quieren decidir cómo educar, independientemente de los Estados o las religiones —o dependiendo voluntariamente de unos u otras—. Si hay pluralidad y autonomía, significa que todo se vuelve acep­ table y tolerable, siempre y cuando se respeten, claro está, los principios constitucionales. El pluralismo, la auto­ nomía y la tolerancia son los valores propios de una edu­ cación democrática, opuestos a los valores autoritarios, dogmáticos, sectarios de otros tiempos y otro gobierno. Los valores de la democracia son abiertos y laicos. Los valores abiertos, sin embargo, tienen, como tantas

VIRTUDES PÚBLICAS

113

¿Iras cosas, los defectos de sus virtudes. En primer lugar, como no encierran ningún dogmatismo —más bien lo te­ men— no dicen qué se debe hacer. A nuestra educación le faltan ideas, contenidos. Le faltan incluso contenidos sobre las «formas» que es por donde debe empezar la edu­ cación. Las buenas maneras son fundamentales si educar significa formar el carácter e indicar las señales de la ex­ celencia de la persona. Son fundamentales también si edu­ car es enseñar a convivir, a vivir bien con los demás. Y las normas de la buena convivencia tienen que ser claras y explícitas para que todos y cada uno sepan qué pueden exigir y qué pueden esperar unos de otros. Pero el miedo al dogmatismo se ha proyectado en miedo e incompren­ sión hacia la disciplina, y la ausencia de disciplina ha he­ cho tambalear las bases de la buena educación. Minimizar el valor de la disciplina es ignorar lo que los griegos ya sabían y aceptaban: que la virtud es hábito, costumbre, repetición de actos, es decir, disciplina. Ciertas maneras de comportarse —con orden, con limpieza, sin dar voces, sin agredir—, cierto modo de ocultar o manifestar los sen­ timientos, de estar con los otros, son el primer paso para inculcar y dar a entender en qué consiste el respeto al otro. Los hábitos, las formas, las maneras de transmitir el res­ peto mutuo, pueden ser diversas, pero es imprescindible que sean de algún modo determinado. Los niños no en­ tienden de teorías; aprenden por los ojos y por los oidos, lo que ven y lo que oyen, dia a día, sin equívocos ni am­ bigüedades. La repetición es fundamental para la creación de hábitos, y para repetir una regla hay que sabérsela bien y proponerla con convicción. Es un error confundir la tolerancia con la ausencia de normas. En la falla de precisión y de claridad de las normas de educación incide la tendencia hacia el liberalismo abso­ luto. El laisser j'aire, laisser passer, en educación, es inad­ misible. Por muy individualista que sea nuestra sociedad, la autonomía o la libertad necesitan del reconocimiento del otro. Los esclavos no eran libres porque no eran vistos como personas. Para que haya libertad, tiene que haber

VICTORIA CAMPS

114

antes una mínima y elemental igualdad: todos somos per­ sonas, y educar es enseñar a tratar a las personas. Pero respetar la igualdad no significa tratar a todo el mundo por igual. Otra vez, hacen falta normas que digan quién es quién y qué trato o qué tipo de respeto es debido en cada caso. Pero el antiautoritarismo y la voluntad de di­ solver las relaciones verticales entre padres e hijos, maes­ tros y alumnos, han producido una confusión y falta de criterio respecto a la idea misma de igualdad. ¿Hay que saber escuchar? ¿Está bien ceder el paso o el asiento? ¿Por qué hay que comer en orden y al ritmo de los demás? Son dudas que descansan en la falsa idea de que esas normas elementales de la buena educación han de tener un por qué, una explicación. Al no haberla y descubrirse su gratuidad, se deduce que son inútiles y carecen de importan­ cia. El resultado es la deficiencia y la inseguridad mani­ fiestas en cualquier tipo de relación. Uno acaba no sa­ biendo qué hacer ni cómo comportarse en ninguna parte. Se olvida, así, que es función de la educación enseñar el tratamiento igualitario, a saber, que todos somos perso­ nas y ocupamos lugares distintos. Pues ni la libertad ni la autonomía serán reales sin una integración social que im­ plique la conciencia de la igualdad así como de la dife­ rencia de todos los ciudadanos. U

n a e d u c a c ió n

«d é b il »

El primer problema con que se enfrenta la educación democrática es, pues, la debilidad ideológica, el no tener nada que ofrecer o que la oferta sea demasiado vacilante. Es paradigmático, en España, el ejemplo de la religión. Nuestra sociedad ha pasado de la educación nacionalcatólica a la asepsia religiosa más absoluta. La opción, en la enseñanza primaria y secundaria, entre ética o religión, fue un mal comienzo o una mala comprensión de lo que debía ser la secularización de la educación. No debía ha­ berse planteado el dilema entre una materia y la otra, sino

VIRTUDES PUSUCAS

H5

haber pensado en dar la religión de una manera más uni­ versal y menos catequética. Pero no se hizo, y ahora un buen número de nuestros estudiantes universitarios son puros analfabetos en temas de religión. Y, por otra parte, ciertas asociaciones de padres siguen reclamando la reli­ gión al viejo estilo. Lo mismo habría que decir de la dis­ ciplina, palabra odiosa, lo reconozco, pero inevitable en las cuestiones que estoy tratando. De una formación de los niños y adolescentes casi militar se pasó al desorden y desconcierto esencial. Lo cual ni facilita la tarea peda­ gógica ni favorece la madurez de los alumnos. No es sólo el ámbito escolar el afectado por tales medidas; también el familiar se resiente de lo mismo. Lo que fue llamado en su época «educar en libertad» no ha encontrado nor­ mas suficientemente flexibles para que sean adaptables a diversas circunstancias y, al mismo tiempo, procuren unas pautas de comportamiento inequivocas. Carecer de ellas, por otra parte, es pedirles a los niños que aprendan a decidir antes de tiempo, obligarles a ser adultos cuando su obligación es ser niños. Constatamos, además, que la abolición de castigos, represiones y posibles traumas no ha producido individuos más recios y firmes. Al contrario, a veces parecen más dóciles y sumisos, menos rebeldes y más complacientes de lo que fueron sus educadores. La forma más extrema de contestación para los jóvenes de hoy es la objeción de conciencia. La insumisión, pues, ante la única norma férrea con que se encuentran. Las demás son revocadas a la menor disputa. No son más insumisos porque no pueden. ¿Cómo van a serlo ante otras barreras si éstas no existen? ¿Y cómo van a inter­ venir en la vida pública si la encuentran dirigida y mo­ nopolizada por una generación bien nutrida, que los mira por encima del hombro porque los siente débiles, y que actúa de espaldas a ellos porque no los necesita? La edu­ cación «débil» produce seres desorientados y superprotegidos. Creo que el desconcierto que da origen a todas estas reflexiones es consecuencia a su vez de dos cosas: una

116

VICTORIA CAMPS

concepción equivocada de lo que significa ser progresista, y una falta de sentido de la responsabilidad en la edu­ cación. Un texto de Hanna Arendt sobre «La crisis de la educación»1explica inmejorablemente ambos puntos. Hanna Arendt atribuye lo que ella entiende como la crisis de la educación norteamericana a una reforma que se resume en tres puntos fundamentales: 1) la idea de que existe un mundo de los niños, en el que éstos son autó­ nomos y, en cierto modo, deben autogobernarse; 2) el he­ cho de que la pedagogía moderna se haya convertido en una ciencia de la educación en general, libre de la materia a enseñar; 3) la sustitución, en la enseñanza, del aprender por el hacer, del saber por el saber hacer, del trabajo por el juego. Dicha reforma, según Arendt, ha resultado un fracaso total, el cual debe inducirnos a pensar qué es la educación para evitar nuevos errores y corregir los viejos. De tal diagnóstico, nuestra autora deduce las conclu­ siones siguientes. Los adultos tienen la responsabilidad de introducir al niño en su mundo. Y para hacerlo, deben ejercer su autoridad. Ahora bien, «la autoridad ha sido abolida por los adultos, lo cual sólo puede significar una cosa: que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el que han colocado a los niños». Educar es enseñar, transmitir un saber, mostrarles a los niños el mundo. El maestro, en la escuela, representa a todos los adultos, y dice, «este es nuestro mundo». Pero si los adul­ tos rechazan su mundo porque ni les gusta ni lo quieren, el rechazo del mundo representa al mismo tiempo el re­ chazo de asumir la responsabilidad de la educación de los niños, la responsabilidad de enseñar. Pues si es posible enseñar sin educar, no es posible educar sin enseñar nada. Por eso, afirma Hanna Arendt que la educación ha de ser «conservadora». En el sentido de preservar lo nuevo y revolucionario que pueda haber en cada niño y preservar a la vez el mundo contra las posibles innovaciones del* ' Hanna Arendt, Alain Finkielkraut, La crisi Je la cultura, Pórtic, Barcelona, 1989. Cfr. ’mfra. el capitulo sobre «La responsabilidad».

VIRTUDES PÚBLICAS

//7

ñiño. En efecto, «la educación es el punto en el que se decide si queremos suficientemente al mundo para asumir la responsabilidad del mundo y, además, salvarlo de la ruina que sería inevitable sin la renovación y sin la llegada de los jóvenes y las generaciones nuevas. También por la educación discernimos si queremos a nuestros hijos lo su­ ficiente para no ahuyentarlos de nuestro mundo ni aban­ donarlos a su propia suerte, ni privarles de la oportunidad de emprender algo nuevo, algo no previsto por nosotros, sino más bien prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común». Las palabras de Hanna Arendt son la reflexión más lúcida que conozco sobre los fallos que están impidiendo que la educación sea de veras progresista y responsable. En efecto, la innovación no significa esa nietzscheana «transmutación de todos los valores». Hay valores viejos que deben ser conservados, aunque lo sean en contextos diferentes de los antiguos. Ni la obediencia ni la disciplina son de por si rechazables. La educación necesita esos va­ lores si consiste, como es evidente, en crear hábitos y cos­ tumbres y en formar el carácter. Los niños, por otra parte, piden la seguridad que sólo los adultos pueden darles, necesitan puntos de referencia claros, aunque sólo sea para transgredirlos y criticarlos luego. Innovar no es des­ truir, sino discernir qué hay en lo aprendido que convenga conservar y de qué manera hay que hacerlo. Para ese dis­ cernimiento ha de darse una mínima certeza sobre el valor de lo que uno está haciendo, y un afecto, una pasión, una cierta adhesión al mundo que uno está enseñando a des­ cubrir. La educación ha de ser autoritaria. Pero ser autoritario, no significa imponer las propias ideas sin atender a ra­ zones, sino tener autoridad. Esto es, hacer valer la supe­ rioridad —de experiencia, de conocimientos, de años, en suma— que el adulto tiene sobre el niño. No confundir los niveles, pues la confusión en lugar de llevar a unas relaciones más satisfactorias, aumenta las distancias o, simplemente, desorienta a todo el mundo, educadores y

VICTORIA CAUPS

118

educados. El adulto ha vivido más y ha tenido que for­ marse opiniones y criterios de más de una cosa. Tiene autoridad para enseñar, y debe defenderla y responsabi­ lizarse de ella. Las generaciones jóvenes aprenderán de los adultos —lo quieran ellos o no— qué conocimientos son más apreciados, qué merece su estima y aprecio, cuá­ les son sus preferencias, ilusiones y esperanzas y cuáles los móviles de su comportamiento. Lo aprenderán aunque nadie se lo enseñe explícitamente. Porque educar es dar muchas más cosas de las que se pueden estudiar o explicar en clase o de las que se pueden resumir en unas reglas explícitas. Educar es transmitir un estilo de vida. Los ni­ ños observan y copian, erigen modelos, que tal vez más adelante querrán revocar. Tener autoridad es, en defini­ tiva, ser consciente de que. aun a pesar nuestro, somos el punto de referencia de las nuevas generaciones. E d u c a c ió n

y d e m o c r a c ia

¿En qué consiste, pues, la buena educación, la educa­ ción para la democracia? Sólo es posible definirla con una petición de principio: es buena la educación que enseña cosas buenas, aquello que nosotros consideramos que vale la pena saber y aprender. Ha sido esa ¡dea la que nos ha llevado, a quienes ahora tenemos que cargar con el peso de la educación, a fijarnos en aquellos valores que no­ sotros, en nuestra educación, echamos en falta, y a re­ chazar los valores que nos dieron y que no compartimos. Max Scheler o Sartre han dicho muy bien que el valor es el nombre de una falta, de algo que no existe y debería existir. Por tal razón, la educación —y toda tarea valorativa— ha de ser vista como un experimento. Es difícil, si no imposible, decir a priori qué educación querríamos. Pero es preferible equivocarse y rectificar, que dejar de actuar —dejar de educar— por miedo a hacerlo mal. Son ellos, los que son educados, quienes se encargarán de co­

VIRTUDES PÚBLICAS

119

rregir los errores recibidos a medida que se vayan ha­ ciendo autónomos. Las oscilaciones de la juventud son una muestra de los aciertos y errores de la práctica que los ha educado. Las encuestas y la experiencia nos dicen que los jóvenes de hoy son conformistas y buscan la comodidad y el bienes­ tar. Que aprecian el trabajo duro, como medio para en­ riquecerse. Que se sienten menos rebeldes e incomprendidos que los jóvenes de hace veinte años. Que no tienen prisa por librarse y huir de la encerrona familiar. Son, en cierto sentido, menos independientes y más respetuosos con las instituciones. Pasan de ellas o las admiten como un ritual más. Les atrae el éxito y se interesan poco por la politica. Saben que la vida es difícil y que hay que com­ petir para ganar. La masificación de la enseñanza y la escasez de puestos de trabajo les ha hecho creer que el trabajo y el éxito se rigen por una lógica meritocrática: vence el que acumula más títulos, mejores notas, un cu­ rriculum más denso. Ninguno de esos valores respetados por los jóvenes es despreciable, aunque sólo sea porque son los valores rea­ les de nuestras sociedades y hay que tenerlos en cuenta. Pero guiarse sólo por ellos representa un retroceso y un empobrecimiento cultural. Que los jóvenes eviten el fra­ caso, que valoren las comodidades y el bienestar, que acepten las reglas de la competición y el mercado, no está mal. Después de haber leído tanto a Nietzsche. es difícil no creer que los valores espirituales, cuando faltan los materiales, son un síntoma de debilidad moral. Ya lo ha­ bía notado Aristóteles: sin riquezas o bienes materiales, incluso sin una cierta dosis de buena suerte, ser virtuoso es una quimera. Pero aunque sea imprescindible tener las necesidades básicas cubiertas, la satisfacción de las ne­ cesidades materiales —sean básicas o superíluas— es el primero, pero no el único fin de la vida. Contrarrestar esa tendencia a tender sólo al bienestar material y a tomar como modelo los procedimientos del mercado, es la tarea básica de una «buena educación».

120

VICTORIA CAMPS

La sociedad competitiva es individualista e injusta, no hay igualdad de oportunidades, y los educadores pueden ha­ cer poco para resolver problemas de justicia distributiva. No les compete a ellos resolverlos, sino a quien tiene po­ der y medios para hacerlo. Sí pueden en cambio, reclamar y exigir más justicia. Y pueden, sobre todo, enseñar a vivir mejor, en medio de la desigualdad y la competitividad, y a pesar de ellas. El objetivo lejano pero definitivo de una buena educación seria la felicidad de cada uno, puesto que la felicidad colectiva está más allá de sus alcances. Seria, pues, enseñar a vivir bien. Ese saber vivir tiene dos dimensiones fundamentales. a) Saber vivir con uno mismo. Es decir, vivir recon­ ciliado con las tareas que llenan la vida y, en especial, con las tareas profesionales. He dicho ya que nuestra sociedad valora por encima de todo la profesionalidad. Al mismo tiempo, son pocos los profesionales que gozan con su tra­ bajo, que hacen de la profesión no mera poiesis, sino pra­ xis. Hanna Arendt señala como uno de los fracasos de la educación el intento de sustituir el saber por el saber cómo, el trabajo por el juego. El trabajo se presenta en­ tonces bajo una dimensión inadecuada, puesto que no es ni simple diversión —ya que supone esfuerzo y sacrifi­ cio—, ni vale sólo por los beneficios prácticos o materiales que reporta. Por otra parte, la contraposición creciente entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio hace que aumenten las expectativas de diversión. Resulta penoso trabajar cuando el trabajo sólo tiene sentido como medio para descansar, divertirse o jubilarse, para dejar de tra­ bajar. Se habla mucho de fracaso escolar, y poco del otro fracaso, el profesional, el fracaso y el trauma de tener un trabajo que repele, con el que uno no se siente identificado o a gusto. Educar para saber vivir con uno mismo consiste en eso tan aristotélico de aprender la medida que debe tener cada cosa. El trabajo, el descanso, el juego, el de­ porte han de tener la dimensión, el espacio, el tiempo y el valor adecuados. Ni el trabajo es puro juego, ni es sólo un medio para obtener dinero y fama. Lo ideal sería que

VIRTUDES PÚBLICAS

121

trabajo y ocio llegaran a confundirse, que el uno fuera prolongación del otro. Y aunque es difícil que el trabajo pueda librarse de dimensiones alienantes, porque la vida toda está llena de ellas, no es imposible enseñar a com­ pensar la obligación con ocupaciones gratificantes y humanizadoras. Partiendo de la base de que enseñar a tra­ bajar y a descansar del trabajo para «divertirse» —en el sentido etimológico del término—, no consiste en trans­ mitir una teoría. Es, por el contrario, mostrar una prác­ tica, al tiempo que se enseña a leer y a resolver problemas o a multiplicar, a estudiar, a saludar, a comer o, sencilla­ mente, a escuchar. b) Saber vivir con ¡os demás. Las relaciones interpersonalcs han de partir de la aceptación de dos valores. Primero, el ya mentado valor de las formas, de las buenas maneras, de lo que estrictamente se entiende por «buena educación». Es preciso que existan unas reglas de cortesía aceptadas por todos como base de la convivencia. Esta­ mos hablando, sin duda, del aspecto de la educación más irracional y arbitrario. Pero también son arbitrarias las reglas de la sintaxis o de la ortografía, y ahi están, sin ellas no seria posible escribir ni hablar. Podrán ser estas o aquellas reglas, pero es necesario que las haya y que todo el mundo las respete. Las normas de la buena edu­ cación indican de qué modo ha de entenderse la igualdad de unos y otros. Los ancianos, los profesores, los padres, los enfermos, los minusválidos, los jóvenes, los niños —ahora, incluso, los animales—, cada estrato social pide y exige ser puesto en su lugar y ser tratado con el respeto y la dignidad que merece. Que el lugar sea distinto no implica que la persona quede degradada. Al contrario, la confusión y la ausencia de diferencias es un obstáculo para reconocer qué tipo de respeto se le debe a cada uno. Añadamos a lo dicho que la relación con el otro tiene que ser solidaria. Repito que no es competencia de los educadores hacer justicia y corregir la desigualdad de oportunidades. La educación refleja las injusticias de la sociedad, cuyo mercado excluye aún a muchos de su ám­

122

VICTORIA CAMPS

bito. Que la educación, en las sociedades desarrolladas, se haya extendido a todos los ciudadanos, que se haya logrado una escolarización primaria total, no significa que esa educación sea justa. Los más desfavorecidos son las primeras victimas del fracaso escolar, entre otras cosas porque la educación no fue pensada para ellos. Por eso, porque la sociedad es injusta y hay que luchar contra la injusticia, debe fomentarse el valor de la solidaridad. La solidaridad entendida como una forma de compensar las injusticias y de fomentar un sentido de la justicia inexis­ tente. Es preciso que los niños conozcan y sientan las pro­ fundas desigualdades de la sociedad y del mundo en el que viven. Que las conozcan de un modo más vivo que el que resulta de la visión de niños famélicos tercermundistas por televisión, y que aprendan a sentirse solidarios de los más desprotegidos. La solidaridad es un senti­ miento cercano a la amistad, al afecto, a la comprensión. Insuficiente para resolver las injusticias, pero condición necesaria para la renuncia al egoísmo que se traduce en desinterés por los otros. Si creemos que el bienestar se ha convertido en el primer valor de la sociedad de consumo, hay que entender y dar a entender que el bienestar es un valor universalizable y ha de hacerse general. Pero no nos engañemos. La ética o la virtud no se en­ señan explícitamente, aunque se aprenden. Quiero decir que se enseñan de muchas maneras, siempre, a todas ho­ ras, y no sólo en el aula, como quien enseña una lección de historia. Vale para ello lo que Jon Elster2 dice acerca de la democracia: no puede ni debe haber una educación democrática explícita. Seria contraproducente. La praxis democrática tiene efectos beneficiosos, pero éstos son pro­ ductos laterales de la democracia, no objetivos de ella misma. El método asambleario cuyo fin es la misma asamblea, no educa en la participación, más bien produce inhibición y cansancio. Asi, la política democrática no debe ser narcisista ni quererse sólo a si misma. No es un1 1 Jon Elster, Uvas amargas, Península. Barcelona. 1989, cap. II.

VIRTUDES PÚBLICAS

123

Tin en sí, antes bien un procedimiento para tomar deci­ siones que conciernen a toda la sociedad. Del mismo modo, la educación en la virtud —la educación ética o la educación sin más— no es un fin en si. El fin de la edu­ cación no es hacer seres buenos y virtuosos, sino socializar y perpetuar un cierto orden social. Los beneficios éticos que produzca la educación serán efectos colaterales de un procedimiento que en si mismo es bueno porque llama a la colaboración y a la unidad. Serán el subproducto de una práctica que inculca hábitos, que pone de manifiesto actitudes y maneras de hacer y de vivir. No olvidemos que las primeras discusiones entre los sofistas y Sócrates versaron en tomo al tema de si era o no posible enseñar la virtud, porque vieron que la virtud no se adquiría sólo ni básicamente a partir de conocimientos teóricos, como se adquieren, en cambio, la matemática o la geometría. La ética es un saber práctico que se enseña de distintas maneras y constantemente. Es la forma de ser y de com­ portarse, de trabajar y divertirse, de hablar y pensar, de estar con los demás y con uno mismo lo que pone de relieve los valores básicos de cada ser humano. Educar debería consistir en algo tan simple como mostrar a los neófitos en la vida la propia forma de vivir.

VII.

EL GENIO DE LAS MUJERES «Si sigo con mis visiones fragmen­ tarías, el mundo entero deberá cambiar para que yo pueda estar en él.» CLArice LlSPECTOR. La pasión según G. H.

Suelo estar poco de acuerdo con lo que escribe el papa Woytila. Sin embargo, no me desagrada el tono de la Carta Apostólica Muíieris dignitatem, hecha pública en octubre de 1988, de donde extraigo la expresión que da título a este capítulo. La Carta es ambigua, lo reconozco, y permite por lo menos dos lecturas contrapuestas. Em­ pieza el Papa haciendo un recorrido por textos del Anti­ guo y el Nuevo Testamento que ponen de relieve, ensalzan y elogian, con profusión de adjetivos laudatorios, la dig­ nidad y la vocación de las mujeres, su «riqueza esencial», su originalidad y absoluta igualdad de derechos con el hombre. Pero la disertación pontificia no acaba en eso, porque el propósito final es otro. A fin de cuentas, de lo que se trata es de ratificar la exclusión de la mujer del sacerdocio. Llegar a tal conclusión después del preámbulo apologético a favor de la igualdad incondicional con el varón parece tomadura de pelo, pero se nos asegura que no lo es. Basta acudir a las mismas fuentes bíblicas para encontrar las citas que aclaren la aparente contradicción. La mujer es, en efecto, igual al varón en derechos, en

126

VICTORIA CAMPS

sabiduría y en recursos, pero el lugar y la función de am­ bos en la Iglesia no son los mismos, porque ella también es esencialmente distinta. Su misión como esposa y madre no es ser sacerdote, papel obviamente masculino a juzgar por el comportamiento de Jesucristo al fundar la Iglesia y escoger discípulos varones. La dignidad de la mujer re­ side en otra parte: concretamente, en la capacidad de ser amada y de amar, por la cual Dios le ha confiado de un modo especial al ser humano. En los designios divinos, las funciones masculina y femenina están diferenciadas. Jesucristo tiene atenciones especiales —e insólitas para su época— con las mujeres, pero hace sacerdotes a los hom­ bres. Éstos tienen un lugar especifico en la Iglesia. El de las mujeres, en cambio, está en otra parte, aunque ni en la Carta papal ni a lo largo de la historia de la Iglesia se ha dicho claramente dónde se encuentra ese lugar ni qué hay que hacer en él. El ser «esposa» y «madre» no ha tenido una institucionalización tan determinada como el ser «pastor» o guia espiritual, que se le encomendó al hombre. Sin embargo, ahí está explícita en la Carta a los Efesios tan citada y discutida, la obligación de amar y el derecho a ser amada que corresponden solamente a la mujer. Una bonita teoría que, en la práctica, ha dado resultados más bien penosos. Sea como sea, y aunque la lectura de la Carta Pastoral nos deje, como es usual en los mensajes de Woytila, per­ plejas y decepcionadas, no me parece justo desdeñarla sin más como una nueva muestra de pensamiento retrógrado. Es cierto que el mensaje global da la impresión de un querer dorar la pildora un tanto cínico, reconozcámoslo. Tras reafirmar con bellas palabras la casi superioridad de la mujer sobre el hombre, el Papa la invita suavemente a quedarse donde está y a no meterse en asuntos que nunca fueron de su incumbencia. La lectura podría ser ésta, y quizá deba serlo, pero cabe otra más innovadora, aunque seguramente menos fiel a las intenciones de su autor. En unos momentos en que la no discriminación sexual está teóricamente aceptada y los derechos e igualdad de las

VIRTUDES PÚBLICAS

127

. mujeres también teóricamente suscritos, cuando el femi­ nismo busca nuevos desarrollos porque los primeros pa­ sos ya están dados, el Pontífice viene a decir que empe­ ñarse en ocupar e imitar incluso los papeles masculinos no sea tal vez la mejor opción. No sólo hay otras muchas cosas que hacer, sino que el mundo necesita visiones y orientaciones más originales y menos trilladas. Posible­ mente, sobren argumentos a favor del sacerdocio de las mujeres. Por mi parte, sin embargo, no es esa la cuestión que me interesa. Prefiero entender las palabras de Juan Pablo II como muestra de un cierto discurso feminista o femenino, que invita a no repetir lo ya hecho y a intentar sendas menos usuales. Pues estoy convencida —y es lo que quiero defender aquí— que el discurso de la mujer, en un mundo de igualdades aún vacilantes y recién des­ cubiertas, es cierto, pero igualdades al fin, debería ser otro. Esto es: no sólo igual al del varón, sino original, innovador y distinto con respecto a él. En ese sentido —y sólo en ese— suscribo el siguiente párrafo, al final de la Mulieris dignitatem: «En nuestros dias los éxitos de la ciencia y de la técnica permiten alcanzar, de modo hasta ahora desconocido, un grado de bienestar material que, mientras favorece a algunos, conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso unilateral puede lle­ var también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el momento presente, espera la manifestación de aquel “genio” de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque “la mayor es la caridad” (1 Cor, 13, 13).» Sólo la última frase de la cita —que no es de Woytila, sino de San Pablo— no me­ rece mi aprobación. La mayor de las virtudes no es la caridad, sino —como he dicho repetidamente a lo largo de este libro— la justicia, si bien la caridad o el amor han de ser vistos como complementos necesarios de esa virtud principal. Y tal vez sea cierto que las mujeres, iguales pero distintas, y, además, relegadas durante siglos a un papel

128

VICTORIA CAMPS

subordinado, secundario e inferior, estén en mejores con­ diciones de mostrar al mundo esa sensibilidad hacia los otros que el orgullo y la preponderancia masculinos, por la razón que sea, ha mantenido oculta. En cualquier caso, de la incorporación de la mujer al trabajo y a la vida pública, algo positivo debería seguirse. Algo positivo más universal, quiero decir, que la pura liberación de cada una de las mujeres, la cual, dicho sea de paso, y a juzgar por algunos de los resultados que va produciendo —es­ quizofrenia, stress, doble jornada—, es más que discu­ tible. El discurso feminista ha cumplido una primera y larga fase reivindicativa, después de la cual se encuentra un tanto desorientado y silencioso. La igualdad, por su­ puesto, no está conseguida a todos los niveles ni en todos los aspectos, pero si hay conciencia de que la discrimi­ nación es injusta. Digamos que la no discriminación se­ xual es ya una de las notas irrenunciables del ideal de justicia. No es posible hablar de justicia sin incorporar al concepto esa forma de igualdad. A partir de ahi, la nueva andadura del feminismo debería tener un carácter dis­ tinto, menos reivindicalivo y más creativo, menos teórico y más ejemplar, menos palabras y más hechos, o ambas cosas a la vez. Existe ya, es cierto, un llamado «feminismo de la diferencia» que ha acabado discurriendo paralela­ mente al «feminismo de la igualdad», con adeptas a uno y otro bando. Ambos discursos dicen verdades, y ambos se equivocan en sus exageraciones. Adherirse al discurso de la diferencia no debería significar dejar de proclamar la igualdad de derechos, y adherirse al discurso de la igual­ dad no debería implicar una propuesta de simple imita­ ción y repetición de lo masculino. Nuestro pensamiento y nuestro lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen y necesidades, sin duda. No es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje y escoger otro, porque no hay otro, ése es también el nuestro. Pero si cabe ponerlo en cuestión desde una historia que es obviamente distinta. Es en este sentido en el que cabe defender, a mi juicio, la diferencia

VIKTVDES PÚBLICAS

129

. femenina. Diferencia no sólo fisiológica y biológica —la menos importante a mis efectos—, sino, sobre todo, his­ tórica y cultural. Nuestra historia —la historia de las mu­ jeres— ha sido otra, distinta de la de los varones, y ha tenido que producir unas actitudes y una manera de ser, una psicología, que no coincide con la de ellos. Yo no hablaría —como hace el Papa— de una esencia de lo fe­ menino, pues me repelen los «esencialismos» y no quiero referirme, además, a dalos necesarios e intangibles. Hablo de datos contingentes, que podrían ser otros, pero que. hasta ahora y, en general, han sido estos. Unos datos que muestran una serie de características bastante determi­ nadas. La subcultura femenina, precisamente por su in­ ferioridad con respecto a la cultura predominante, ha dado origen a una serie de «valores» propios y, en muchos casos, contrapuestos a los típicamente masculinos: la pa­ ciencia, la falta de agresividad o de competencia, la dis­ creción, la ternura, la receptividad. Desde Aristóteles, que sepamos, se habla de unas «virtudes» de la mujer distintas de las del varón, porque la función de la mujer, en la casa y en la polis, es también diversa. Si «hombre» es sinónimo de autoridad, «mujer» es sinónimo de obediencia: la fuerza del varón estriba en el mando, la de la mujer en la sumisión. De hecho, las virtudes morales son, en su mayoría, atributos masculinos; a la mujer le convienen sólo las virtudes reclamadas por las funciones que desempeña '. Si la palabra «virtud», en su acepción latina «virtus» tiene una raíz que alude claramente a la virilidad, a la potencia, a la fortaleza, al valor, que se muestra en la fuerza física y en el dominio de las emociones, las vir­ tudes propiamente femeninas consistirían, en cambio, en la afirmación de todas esas actitudes consideradas no vi­ riles, muestras de debilidad más que de fuerza. Por su­ puesto que tales valores aparecen, como negativos y ni­ hilistas, porque son la antitesis del poder, las cualidades que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados.1 1 CXr. Aristóteles. Política, V.

130

VICTORIA CAMPS

Pero ¿es imposible verlos desde otra perspectiva? ¿Han de ser negados sencillamente porque su genealogía muestra un origen indigno? ¿O podrían llegar a afirmarse como valores una vez puedan ser predicados de seres libres e iguales? Ha habido una diferencia evidente en las funciones asignadas a ambos sexos. Y se trata, por supuesto, de funciones asignadas a las mujeres por el sexo masculino, como expresión del dominio y la opresión. Está claro y sería absurdo negarlo. Pero ¿se deduce de ahi que esas funciones no hayan generado unos valores? ¿Cuál es la razón para oponerse a considerar esas cualidades como tales, esto es, como valiosas? Discrepo de la conocida tesis de Simone de Beauvoir según la cual los supuestos valores femeninos no lo son porque fueron inventados por los hombres para cebarse más y mejor en su dominación. Asi es, no cabe duda, pero ¿por qué dar por supuesto que en ese reparto de virtudes los varones no se equivocaron y se asignaron a si mismos precisamente lo menos valioso? ¿Por qué tiene que valer más la fuerza que la debilidad, el mando que la sumisión, el autodominio que el senti­ mentalismo, la coherencia que la dispersión? Lo cierto es que ninguno de tales valores es absoluto: en unos casos, el mando es más valioso y eficaz, en otros es más inteli­ gente la sumisión; en unos casos, la debilidad puede ser más potente que la fuerza, la liberación de las emociones más' humana que el autodominio, la dispersión más abierta y enriquecedora que la coherencia. Él reparto de valores es. sin duda, injusto pero no porgúele dé ej .nom­ bre de «valor» a lo qtie~nó lo es, sino porque es un reparto desigual, en el que unos gozan de la posibilidad de escoger y mostrarse fuertes o débiles, racionales o emotiy.os,iuitoritarios o sumisos a sulíñtqfo, mientras a las otras sólo se les permite mostrarse como seres débiles. Dada, sin em­ bargo, la ocasión de elegir una u otra manera de ser, ¿no es más inteligente, y más prometedor incluso, reservarse la opción de mostrarse poderoso o débil, según vengan

VIRTUDES PÚBLICAS

131

las circunstancias, que la obligación de ser y parecer po­ deroso sea cual sea la situación? «Las mujeres tendrían que ser capaces de asumir crítica y libremente su propia tradición, de medirse con ella, de rechazar sus elementos negativos y de reivindicar, en cam­ bio, aquellos otros que —cualquiera que haya sido su fun­ ción— revelan hoy una potencialidad positiva. No ten­ drían que olvidar que “los valores” no son sólo la función que han tenido: si así fuera, toda la cultura —incluidas la poesía y la ciencia— se tendrían que rechazar, porque de un modo u otro, todos sus elementos han representado un instrumento de opresión de la mayoría de personas de alguna época» 2. Estoy totalmente de acuerdo con estas palabras. Conviene, en efecto, que las mujeres asuman su tradición, pero despojándola del contexto en que se ha gestado. De lo contrario, incurrimos en una postura reac­ cionaria y anacrónica. No se trata de quedarse en el pa­ sado ni de aferrarse a él. Tampoco se trata —como se­ guramente alguien habrá pensando ya— de «hacer de la necesidad virtud»; puesto que nos han hecho asi, apro­ vechemos lo que ya tenemos. Al contrario, se trata de aceptar que la historia y la tradición de las mujeres ha producido una especial manera de ser que, durante años, ha sido exclusivamente, una manera «servil» y sometida a otros, pero que puede mantenerse superado el servi­ lismo. Es la esclavitud lo rechazable, no los valores que genera la esclavitud, que no son más que la respuesta hu­ mana a una situación de por si inadmisible. Si esto no es cierto, habrá que aceptar la tesis contraria: que los valores por antonomasia no son los producidos por la esclavitud, sino los otros, los que han producido la esclavitud, es de­ cir, el poder, la fuerza, el mando. Quiero insistir algo más en el carácter antiesencialista de esta propuesta. Las «virtudes femeninas» —llamé­ moslas así aunque la denominación me satisface poco—1 1 Giulia Adinolfi, «Sobre las contradicciones del feminismo», en Mientras Tanto, 1979, pág. 16.

132

VICTORIA CAMPS

son virtudes creadas por la tradición, no las marcas de la excelencia de la mujer en cualquier caso. Quiero decir que son cualidades que han existido de hecho, y que es preciso conservar y salvar porque son realmente cualidades. No son desdeñables en la medida en que puedan contribuir a equilibrar el conjunto de las sociedades y del mundo que conocemos. No son, en ningún caso —y ahí discrepo con el Papa— cualidades propias de una función que la mujer debe desempeñar porque es la suya. No hay función específica de la mujer o del hombre: una y otro —cada uno y cada una— desempeñan sus respectivos «oficios», tareas y ocupaciones, y son, por lo demás, igualmente «personas». Pero aunque no haya funciones especificas, ha habido funciones atribuidas, las cuales han desarro­ llado disposiciones y actitudes concomitantes. Por ello y sólo por ello pienso que existe un bagaje femenino redimible y no despreciable, como algo bueno y valioso para todos, no sólo para las mujeres; bueno y valio­ so, pues, para la liberación y el progreso de la huma­ nidad. Aunque es cierto que hoy se extiende un rumor cercano a lo que estoy defendiendo, no obstante, la línea del fe­ minismo más duro es la contraria. Celia Amorós, por ejemplo, en un excelente texto en el que se enfrenta al tema de la ausencia de las mujeres en la vida politica con­ trapone los espacios masculino y femenino como «el es­ pacio de los ¡guales» —el de ellos—, y «el espacio de las idénticas» —el de ellas—. La diferencia entre unos y otras consiste en que si bien los hombres pueden considerarse iguales entre sí —individuos o sujetos con entidad pro­ pia—, puesto que comparten una misma tradición y for­ man parte de la misma historia, las mujeres, en cambio, son sencillamente la negación de eso: carecen de tradición, de historia, de valores propios, de una identidad que les permita individuarse y crear un espacio suyo genérico. Carecen de lugar porque están donde las han puesto. No son iguales sino idénticas porque son «chicas para todo» que sirven para lo que haga falta, son, en definitiva, mu-

VIRTUDES PUSUCAS

133

■jeres y nada más que mujeres. Como los negros son negros y los gitanos, gitanos, idénticos también a tal respecto. Las mujeres, pues, no merecen la inclusión en la clase política porque no son iguales ni comparables a los que, desde siempre, han estado en ella. Se las relega, entonces, a papeles secundarios —secretarias, maestras, enferme­ ras—, precisamente los papeles que favorecen el desarro­ llo de las virtudes de la sumisión y la debilidad de las que hablábamos. Celia Amorós no apuesta por el cultivo de esas diferencias, sino más bien por lo contrario: la lucha por conquistar ese espacio de iguales del que carece­ mos y que nos daría entrada franca en el mundo masculinizado3. Por mi parte, he de decir que estoy de acuerdo sólo en parte con los presupuestos de tal plan­ teamiento. Es cierto que el espacio de las mujeres no es aún un espacio de «¡guales», si el modelo de la igualdad es el masculino (y tiene que serlo puesto que es el único referente posible en la dialéctica hombre-mujer). Pero pienso que la desigualdad no radica en carecer de tradi­ ción, historia, cultura, valores. Las mujeres poseen, re­ pito, historia y tradición. Lo que ocurre es que no les gusta ni la quieren como propia. La rechazan y pretenden olvidarla, porque el modelo masculino es, en todos los sentidos, más atractivo. Pero la historia está ahí, la que­ ramos o no. Y habida cuenta que la mujer tiene que de­ cidirse y elegir, integrarse en ese mundo masculino o man­ tenerse en el suyo, e integrarse de una forma masculina o de otra que aún está por ver cómo es, ¿por qué no pro­ bar esa segunda opción?, ¿por qué empeñarse en olvidar la totalidad del pasado y no sólo aquellas partes que me­ recen ser olvidadas? Escribe Cioran: «Si prefiero las mujeres a los hombres es porque ellas tienen la ventaja de ser más equilibradas, es decir, más complicadas, más perspicaces y más cínicas, ’ Celia Amorós. «Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre poder y principio de individuación», en Arbor, Madrid, diciembre de 1987, págs. 113-127.

134

VICTORIA CAMPS

por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere una esclavitud milenaria»4. ¿Es eso cierto? ¿Confiere su­ perioridad la esclavitud? ¿Y confiere una superioridad re­ cuperable y digna? Dicho así, por supuesto, es inacepta­ ble. Pero sí es cierto que la esclavitud o la impotencia, la debilidad, pueden tener dos respuestas: o bien ese senti­ miento de superioridad, o el más puro resentimiento y deseo de destruir al poderoso. Posiblemente, el resenti­ miento sea la actitud más espontánea y natural, mientras que la superioridad venga sólo mediatizada por alguna ideología, por creencias que apuntan a otros mundos o a premios mayores. Pero sea cual sea el origen de ambos sentimientos, lo cierto es que históricamente —y pese a las interpretaciones de Nietzsche— se han dado ambas respuestas, y que ha habido esclavos finalmente más po­ derosos que sus dueños. ¿Quién hubiera hecho caso, si no, a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo? Amo y es­ clavo se necesitan el uno al otro para seguir existiendo o afirmándose. Asi pues, no es disparatado hablar de la su­ perioridad de los siervos y de los vencidos. Eso mismo que los distancia y los margina del mundo de los pode­ rosos y de los vencedores, les permite ver con mayor lu­ cidez las miserias de ese mundo para no desearlo del todo ni tal cual es. Quien no tiene ya nada que perder, puede carecer de libertad material, pero posee una libertad de pensamiento mucho mayor. Obviamente, esa no es la so­ lución. Pues suele ocurrir que a la mayoría de los opri­ midos les Taita conciencia de que lo son y no desarrollan, por tanto, la reflexión necesaria para despreciar al do­ minador y a su mundo. Y ocurre también que con el puro sentimiento de superioridad, sin una igualdad por lo me­ nos básica, no se va a ninguna parte y la superioridad es sólo ficticia. Ahora bien, cuando el pensamiento se ha hecho autorreflexivo y ha tomado conciencia de si mismo, cuando, además, la esclavitud más oprobiosa y material está superada, entonces sí uno o una es capaz de sentir 4 E. M. Cioran, Ese maldito yo. Tusqucts, Barcelona. 1987, pág. 89.

VIRTUDES PÚBLICAS

135

«esa superioridad que le confiere una esclavitud milena­ ria» y aprovecharse de ella. Lo que conviene aclarar y precisar ahora es qué hay de positivo y valioso en el conocimiento que la mujer, tras varios años de reivindicación de sus derechos, ha adqui­ rido de si misma y de su historia. Limitarnos a hablar de cualidades como la sumisión y la paciencia es. a la postre, negativo. Tiene que haber algo más para que valga la pena subrayarlo. Los lugares que ha ocupado la mujer desde siempre, el tipo de relaciones a que se ha visto constre­ ñida, la variedad de teclas que tiene que tocar ahora que empieza a estar supuestamente liberada de viejas opresio­ nes, las dependencias que le imponen el cuerpo y la fisio­ logía, la educación para la autosuficiencia, la facilidad de trasvase de una a otra esfera, todo ello ha tenido que influir —y no sólo desfavorablemente— en su especial o específica visión del trabajo, del poder y de la propia iden­ tidad. Veámoslo más despacio. 1. El trabajo de las mujeres se ha visto, durante siglos, limitado a la casa y a los hijos, a la relación —como es­ cribe el Papa— de esposa y madre. Ese supuesto «trabajo» doméstico, paradigma de la miseria femenina donde la haya, implica una experiencia que no tiene por qué ser únicamente negativa. Al verse forzada a la proximidad de la realidad cotidiana, la mujer ha podido desarrollar —no quiere decir que todas lo hayan hecho, ni que lo hayan hecho sólo ellas— relaciones más afectivas y más prag­ máticas, un lenguaje más concreto, claro y preciso, menos abstracto, una aproximación a las cosas más intuitiva. Son tópicos, sin duda, que se han repetido hasta la náu­ sea, pero los tópicos no son falsos; tienen una base real que los sustenta. La liberación del trabajo doméstico, no remunerado y más esclavo, por lo mismo, que cualquier otro, ha ido dirigida a la búsqueda de otro trabajo más público, remunerado, y opcional, dentro de los limites que ya conocemos. Pues bien, ese segundo trabajo no ha aca­ bado ni acaba de perder el carácter de un trabajo «adi­ cional». No sólo porque no es posible atender a tantas

136

VICTORIA CAMPS

cosas, sino porque tampoco se quiere renunciar a ninguna de ellas. Las mujeres no han querido —o no se han atre­ vido, pero habría que analizar si no es lo mismo— re­ nunciar a nada: ni a los hijos ni a dejar de tenerlos, ni a llevar las riendas de la familia ni a soltarlas. El resultado, en verdad, es poco halagüeño: la llamada «doble jornada» no parece muy liberadora. Pero, preguntémonos, ¿lo es para el varón una jornada única cargada de rutina o de stress? El trabajo dignifica sólo en la medida en que no se vuelve servil y agobiante. Y ¿quién es más vulnerable al servilismo del trabajo? Dejo asi la pregunta pues vol­ veré a ella más adelante. 2. Por lo que respecta al poder, las mujeres han go­ zado de un poder minúsculo y ridiculo, pero real: el poder doméstico. En las familias, el varón representa, de puertas afuera, la autoridad, pero quienes disponen y deciden son las mujeres. Si ellas quieren, por supuesto. Pues bien, esa experiencia del poder doméstico, el menos lucido de los poderes —lo reconozco—, ha sido suficiente, sin em­ bargo, para ensayar y conocer el lado mísero y triste que tiene cualquier forma de poder. Veo en ello una de las explicaciones de algo que, hoy por hoy, parece indiscu­ tible: que la mujer no ambiciona el poder con mayúscula, el político. Lo acepta si se lo ofrecen, pero se resiste a buscarlo. Por lo menos, no lo busca con la insistencia y el tesón con que lo hace su contrincante masculino. ¿Por qué razón? Por una suerte de escepticismo y hastio res­ pecto a las ventajas de todo aquello que exige «dedicación exclusiva» o que demanda una cierta voluntad de servicio. Porque quien tiene algún poder ha de renunciar a muchas otras cosas, y las mujeres no acaban de estar dispuestas a ello. 3. Finalmente, si ante el trabajo y ante el poder, la mujer se resiste a encerrarse en compartimentos estancos y da muestras de mayor flexibilidad, ello implica que la identidad de las mujeres sea mucho más frágil y compli­ cada. Tiene razón Celia Amorós: la única identidad ine­ quívoca de las mujeres es la de ser mujeres. ¿Pero es eso

VIRTUDES PÚBLICAS

137

* un defecto? Quiero decir, ¿es más satisfactoria la identi­ ficación con una profesión, que es la otra posibilidad? La necesidad —o la voluntad— de compartir responsabili­ dades múltiples, de estar al mismo tiempo en muchos si­ tios, de representar diversos papeles, hace que la función de la mujer sea más ¡nespecifica que la del varón. A esa forma de vida, de la que salen las hoy llamadas «supermujeres», suele llamársele «esquizofrenia», y esa patolo­ gía es el lado negativo del asunto. Pero hay un lado po­ sitivo: la «autonomía», la libertad o la autosuficiencia que consiste en no identificarse con la propia obra hasta el punto de perder el control sobre uno mismo. La menor «profesionalidad» de las mujeres, su distancia respecto a lo que hacen, su tendencia a estar más dispuestas a tirar la toalla si los imperativos del trabajo se vuelven ago­ biantes, no son, a mi juicio, muestras de flaqueza o de vulnerabilidad, sino de un mayor dominio de sí y de una distinta valoración de las identidades y jerarquizaciones sociales. Si el yo es esa medida crítica que no debería con­ fundirse con sus distintas representaciones, antes mante­ nerse alejado de todas ellas, es evidente que las mujeres saben y pueden preservar ese yo mejor que los varones. Las generalizaciones son injustas, falsas y poco dignas de crédito. Pero es imposible teorizar sin generalizar. Ob­ viamente, hay más de una mujer que escapa a mi carac­ terización, y seguramente más de un hombre que podría muy bien entrar en ella. Pero eso no importa para nada. Hablo de una tendencia que creo que tiene su fundamento histórico y cultural, y que es reconocible en una serie de datos empíricos. Hablo, además, de una opción que creo valiosa y que, por tanto, exige una cierta dosis de volun­ tarismo. No es simplemente que las mujeres sean asi, es que no deberían renunciar a serlo, deberían preservar y potenciar esas cualidades, esos aspectos positivos de una existencia dominada por otros. El no protagonismo, la formación singular, la memoria y voluntad de servicio a la que es difícil renunciar porque quedan aún muchas hue­ llas, mueven a actuar y ser de otra manera, a desplegar

138

VICTORIA CAMPS

otras disposiciones y otras actitudes. Desde la distancia, una es más capaz de observar las faltas y defectos y de ejercer una oposición más militante. Pero una oposición —quiero subrayar esto— que no consista sólo en la queja y el lamento, en repetir qué infelices somos, sino que sea, al mismo tiempo, acción en favor de algo diferente. Cual­ quier forma de vida, por marginada que se encuentre, ge­ nera un ethos, un estilo y un tono, un talante. Lo que debería exigirse a sí misma la mujer, ahora que empieza a hacerse cargo de su situación, es no perder de vista su ethos más propio para hacer suyo el del varón. Porque el ethos de la mujer no es pura negación. Si le cuesta más embarcarse en ciertas empresas, no es por frivolidad ni por falta de empuje. Es por causa de un sano pragma­ tismo que le impide perder la vida en algo o por algo que no merece la penas. «Es obvio que los valores de las mujeres difieren a me­ nudo de los valores creados por el otro sexo», escribió Virginia Woolf4. Pues las mujeres suelen ser más respon­ sables y más sensibles a las necesidades ajenas. He ahi la explicación de su actitud más comprensiva y diferente para con los demás, la explicación también de una mayor confusión de juicio y de criterio por esa tendencia a con-5 5 Mi amiga Amelia Valcárcel opina, sin embargo, que a la mujer no se le puede exigir algo asi como la salvación del género humano puesto que los varones no han hecho aún suya tal exigencia. Tampoco, pues, ha de convertirse en autocxigcncia femenina hasta tanto no este ple­ namente lograda la igualdad moral. Hoy por hoy dicha igualdad más bien nos obliga a reivindicar para nosotras el «derecho al mal» que, para los hombres, es ya un derecho indiscutible. Por mi parte, pienso que, efectivamente, el despectivo «dama de hierro» se predica sólo de mujeres que lo merecen, y no se usa un equivalente para los varones que actúan por el estilo o peor. Sin embargo, me resisto a predicar la generalización del mal ni siquiera como via para conseguir la igualdad. (Cfr. Amelia Valcárcel, «El derecho al mal», en El viejo topo, septiembre. 1980.) * Virginia Woolf, A Room o f One's Own, Harcourt. Londres, pá­ gina 76.

VIRTUDES PÚBLICAS

139

temporizar con todo y con todos. Las impecables obser­ vaciones de la mujer más libre y femenina de la historia del feminismo, son corroboradas por psicólogos y psicólogas, por pedagogos y pedagogas. Sean cuales sean las causas y las razones, el desarrollo psicológico de la niña es distinto al del niño y, en consecuencia, varia de igual modo la evolución de la conciencia moral de una y otro. La pedagoga norteamericana Carol Gilligan investiga y profundiza en esa tesis ignorada, a su juicio, por los má­ ximos teóricos del desarrollo moral en el niño, Piaget y Kohlberg. Ninguno de ellos tiene en cuenta para sus teo­ rías la diferente psicología de la niña con respecto al niño, por lo que sus conclusiones resultan únicamente válidas para la mitad del universo que pretenden estudiar. Apo­ yándose en otros científicos menos conocidos, y en ex­ periencias y estudios realizados por ella misma, la autora de In a Differenl Voice, va mostrando de qué modo la niña construye una realidad social diferente de la del niño y tiende a responder a los conflictos y dilemas de carácter moral de un modo específico y diverso asimismo de las respuestas habituales por parte del sexo contrario. Ya la observación de los juegos infantiles muestra que las niñas suelen ser más pragmáticas, más cooperativas, y más pro­ pensas a cultivar las relaciones íntimas. Los niños, en cambio, se sienten fascinados por las reglas y las respetan por encima de las personas, son más competitivos y agre­ sivos y más amantes de los grandes grupos que de rela­ ciones individuales. Esa primera disposición ante el juego, se traduce luego en una respuesta paralela, en ambos ca­ sos, a los problemas morales, de tal forma que las niñas desarrollan una moral atenta a las fidelidades personales, mientras la moral de los niños atiende más a los derechos y a la justicia. En efecto, vemos que «cuando una em­ prende el estudio de las mujeres y deduce formas de de­ sarrollo de sus vidas, empieza a emerger el esbozo de una concepción moral diferente a la descrita por Freud, Piaget o Kohlberg, la cual configura una descripción diferente del desarrollo. En dicha concepción, el problema moral

140

VICTORIA CAMPS

surge del conflicto de responsabilidades más que de la competición de derechos y requiere para su resolución una manera de pensar contextual y narrativa, y no formal y abstracta. Tal concepción de la moralidad, vinculada con el cuidado, centra el desarrollo moral alrededor de la com­ prensión de la responsabilidad y de las relaciones mutuas, del mismo modo que la concepción de la moral como justicia vincula el desarrollo moral con la comprensión de los derechos y las reglas»7. Dos tipos de ética, pues —la «ética de la justicia» y la «ética del cuidado»—, se presentan como criterios de la perspectiva moral masculina y femenina. Las mujeres an­ teponen la amistad y el cuidado de las relaciones, el no hacer daño, a la justicia o la defensa de la ley moral que tienden a provocar la adhesión de los varones. Para las mujeres, la inmoralidad coincide con el egoísmo y el bien con el sacrificio y la autoentrega. Ante tal constatación, Gilligan no esquiva la pregunta evidente sobre el conflicto previsible entre esa moral de la entrega y la responsabi­ lidad por los otros, y la lógica de los derechos derivada de la reivindicación de la igualdad sexual, la cual debería desencadenar y propiciar la autonomía y el autodesarrollo de la mujer. El conflicto se da, en efecto, pero también es posible la integración y complementariedad de las dos perspectivas éticas de forma que el cuidado y la dedica­ ción a los demás no sea obstáculo para que la mujer se cuide a sí misma. A fin de cuentas, la razón de ser y de progreso de la ética es la tensión entre objetivos de dis­ tinto orden, que fuerzan a preferir unos bienes sacrifi­ cando otros. El diálogo entre la moral masculina y la fe­ menina —concluye la autora—, «no sólo proporciona una mejor comprensión de la relación entre los sexos, sino que da lugar a un retrato más comprensivo del trabajo de los adultos y de las relaciones familiares» *. ? Carol Gilligan, In a D iffem u Voice, Harvard Universiiy Press. 1982, pág. 19. ' Ibid., pág. 174.

VIRTUDES PÚBLICAS

141

’ El libro de Gilligan roza el peligro de incurrir en la afirmación de una «esencia de la feminidad» y deducir de ella dos éticas inconmensurables, tal es su insistencia en una evolución psicológica privativa de las mujeres. Aun­ que me cuesta compartir dicho extremo, coincido con ella en más de un punto. Especialmente, en la convicción de que hay una visión femenina del mundo y de las relaciones con los otros, de donde nacen exigencias y actitudes es­ pecíficas. Que las raíces o la explicación de esa perspectiva sean psicológicas o culturales importa poco. Lo intere­ sante, a mi juicio, es la valoración positiva de la diferen­ cia. Positiva precisamente porque es distinta y porque re­ presenta una manera de ver y de comprender, una actitud ante la realidad y ante los demás capaz de equilibrar o contrarrestar los estilos de vida hasta ahora privilegiados. También las pedagogas se hacen eco del cultivo de la diferencia, y desde él abogan por una educación menos neutra y universalista. Puesto que la enseñanza, especial­ mente en la escuela primaria —