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Brecha digital Las artes visuales, su entusiasmo acrítico por los medios digitales, su exitosa nostalgia de los soportes analógicos y el riesgo de la caducidad.

¿Qué pasó con el arte digital? Traten de remontarse al final de los noventa, cuando abrimos nuestras primeras cuentas de correo electrónico. ¿No había entonces una sensación generalizada de que el arte visual también se volvería digital, empleando las nuevas tecnologías que empezaban a transformar nuestras vidas? Pero por algún motivo la empresa nunca llegó a tomar verdadero impulso, lo que no significa decir que los medios digitales no han logrado infiltrarse en el arte contemporáneo. Casi todo el arte utiliza hoy nueva tecnología en alguna –si no en la mayoría– de las etapas de su producción, difusión y consumo. Instalaciones de video multicanal, imágenes tratadas con Photoshop, impresiones digitales, archivos armados a partir de “cortar y pegar” (el mejor ejemplo es The Clock [El reloj], la obra de Christian Marclay de 2010): estas formas son ubicuas, y su omnipresencia se ve facilitada por la accesibilidad y el precio asequible de cámaras digitales y software de edición. Hay muchos ejemplos de arte que hace uso de Second Life (Cao Fei), de la gráfica de los juegos para computadoras (Miltos Manetas), de clips de YouTube (Cory Arcangel), de apps de iPhone (Amy Sillman), etc.1 Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que el aspecto y el contenido del arte contemporáneo han sido curiosamente indiferentes a la total agitación que provocó la revolución digital en nuestro trabajo y en nuestro ocio? Si bien muchos artistas utilizan tecnología digital, ¿cuántos realmente enfrentan la pregunta

Claire Bishop

por lo que significa pensar, ver y filtrar sentimiento a través de lo digital? ¿Cuántos lo tematizan o reflexionan con profundidad sobre cómo experimentamos, o cómo nos modifica, la digitalización de nuestra existencia? Se me hace extraño poder contar con los dedos de una mano las obras de arte que parecen asumir esta tarea: los flirteos entre Frances Stark y varios ciberamantes italianos en su video My Best Thing (Lo mejor que tengo, 2011); el video de Thomas Hirschhorn en que un dedo va haciendo pasar morosamente por una pantalla táctil espantosas imágenes de cuerpos destrozados por una explosión, deteniéndose cada tanto para ampliarlas, hacer zoom o avanzar a la siguiente (Touching Reality [Tocando la realidad, o bien Realidad conmovedora], 2012); los guiones frenéticos e intrincados de los videos de Ryan Trecartin (como K-Corea INC.K [Section A], 2009). Cada una de estas obras sugiere los objetos efímeros, eternamente desechables y rápidamente cambiantes, de la era virtual y su impacto en nuestro consumo de relaciones, imágenes y comunicación; cada una articula algo de la problemática oscilación entre intimidad y distancia que caracteriza nuestro nuevo régimen tecnológico, y propone una inconmensurabilidad entre nuestras vidas tenazmente psicológicas y las pantallas a las que estamos pegados. Pero estas excepciones solo hacen más visible la regla. Hay, por supuesto, toda una esfera de arte de “nuevos medios”, pero se trata en sí mismo de un campo especializado. En

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raras ocasiones se superpone al mundo del arte mainstream (galerías comerciales, el Premio Turner, los pabellones nacionales en Venecia). Si bien esta división es de por si sintomática, este ensayo se concentra en el mundo del arte mainstream y su respuesta a lo digital. Y cuando se observa el arte contemporáneo desde 1989, el año en que Tim Berners-Lee inventó la World Wide Web, sorprende que una proporción tan ínfima parezca abordar el modo en que las formas y los lenguajes de los nuevos medios han alterado nuestra relación con la percepción, la historia, el lenguaje y los lazos sociales. De hecho, parece que las tendencias que más han prevalecido en el arte contemporáneo desde los noventa se aunaran en su aparente huida de lo digital y lo virtual. El arte de la performance, la práctica social, la escultura basada en el ensamblaje, la pintura sobre lienzo, el “impulso archivístico”, el film analógico y la fascinación con el diseño y la arquitectura modernistas: a primera vista, ninguno de estos formatos parece tener algo que ver con los medios digitales, y cuando se discute sobre ellos, por lo común es en relación con prácticas artísticas previas desarrolladas a lo largo del siglo xx.2 Pero cuando examinamos más de cerca estas formas dominantes del arte contemporáneo, su lógica operacional y sus sistemas de recepción resultan estar íntimamente conectados con la revolución tecnológica que atravesamos. No estoy diciendo que estas estrategias artísticas sean reacciones conscientes (o denuncias implícitas) frente a la sociedad de la información; en cambio, sugiero que lo digital es, en un nivel profundo, la condición configurante –incluso la paradoja estructurante– que determina la decisión de los artistas de trabajar con ciertos formatos y medios. Su presencia subterránea es comparable al ascenso de la televisión como telón de fondo del arte de los sesenta. Un término que podría utilizarse para describir esta dinámica –la de una preocupación presente pero negada, siempre

activa pero en apariencia enterrada– es negación: lo sé, pero de todas maneras… La fascinación con los medios analógicos es un obvio punto de partida para examinar la relación reprimida del arte contemporáneo con lo digital. Manon de Boer, Matthew Buckingham, Tacita Dean, Rodney Graham, Rosalind Nashashibi y Fiona Tan son sólo algunos nombres de una larga nómina de artistas atraídos por la materialidad del film y la fotografía predigitales. Hoy, ninguna muestra está completa si no incluye algún tipo de tecnología aparatosa y obsoleta, el suave ruido sordo del carrusel de un proyector de diapositivas o el zumbido de un rollo de película de ocho o dieciséis milímetros. El interés repentino de los artistas contemporáneos por los “medios antiguos” a fines de los noventa coincidió con el surgimiento de los “nuevos medios”, en particular la aparición del dvd en 1997. De la noche a la mañana, el vhs se volvió obsoleto y su equipo de proyección y estética propios quedaron abiertos a un nuevo uso nostálgico, pero una tecnología aún más antigua, el celuloide, fue y sigue siendo la favorita. Hoy, la suave calidez del film da una sensación de intimidad en comparación con la fría dureza de la imagen digital, con su exceso de información visual (cada imagen fija contiene muchos más detalles que los que el ojo humano podría necesitar).3 Entre tanto, numerosas apps y programas de software simulan lo analógico sin esfuerzo, sin el trabajo de revelar y procesar; hoy es posible llevar en el celular películas teñidas del tono elegíaco del Súper 8. ¿Por qué entonces seguir trabajando con equipo analógico “real”? Artistas como Dean, la vocera más destacada de los medios antiguos, plantean su apego al celuloide como una fidelidad a la historia, a la destreza, al carácter físico del proceso de edición; la desaparición de la película real es una pérdida que debe lamentarse. La textura suntuosa de los medios indiciales es incuestionablemente seductora, pero si algo también la hace deseable es la impresión de que

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es escasa, rara, preciosa. Un film digital se puede copiar rápidamente y a bajo costo, ad infinitum; no sucede lo mismo con un film de dieciséis milímetros.4 Rosalind E. Krauss ha invocado a Walter Benjamin para dilucidar el uso de medios analógicos en la obra de William Kentridge y James Coleman, recurriendo a la opinión de aquel según la cual el potencial utópico de un medio puede liberarse en el preciso momento en que se vuelve obsoleto. Pero hoy es necesario someter a escrutinio esta afirmación. El recurso al argumento de Benjamin, tan estrechamente ligado a las vanguardias históricas, suena casi a nostalgia cuando se lo aplica a estos artistas jóvenes, en especial cuando el film analógico parece más estar de moda que obrar a contrapelo. (Parece llamativo además que esta discusión no haya tenido lugar hace décadas, cuando el video comenzó a suplantar el celuloide). Se diría que el predominio persistente

de los rollos de film analógico y las diapositivas en el mundo del arte mainstream habla menos de estética revolucionaria que de viabilidad comercial. Otra modalidad contemporánea empapada de lo analógico es la práctica social.Vale la pena recordar que los primeros textos de Nicolas Bourriaud sobre estética relacional contraponían el anhelo de los artistas de relaciones cara a cara al carácter incorpóreo de Internet; lo físico y lo social se impulsaban contra lo virtual y la representación. En la década pasada, el arte preocupado por lo social ha tendido a favorecer el intercambio intersubjetivo y las actividades de entre casa (la cocina, la jardinería, la conversación), con el objeto de reforzar un lazo social fragmentado por el espectáculo. Sin embargo, las relaciones sociales no están hoy mediadas por la imaginería unidireccional de los medios (punto de apoyo de la teoría de Guy Debord),

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sino por la pantalla interactiva, y las soluciones ofrecidas por el “arte útil” y las obras en colaboración con el mundo real se entrelazan sin interrupción con los protocolos de la Web 2.0, introducidos en 2002: ambos despliegan un lenguaje de plataformas, colaboraciones, espectadores activos y “prosumidores” que coproducen contenido (en vez de consumir pasivamente la información que se diseña para ellos).5 Como se ha visto tantas veces en la última década y recientemente en la VII Bienal de Berlín –cuyo curador, el artista Artur Zmijewski, invitó a activistas de Occupy a permanecer en el Instituto

de Arte Contemporáneo durante el desarrollo de la muestra–, los resultados de estas coproducciones son difíciles de incluir en el formato tradicional de la exposición. En 2001, un clarividente Lev Manovich observó que, al poner en primer plano la comunicación bidireccional como actividad cultural básica (en oposición al flujo unidireccional de un film o un libro), Internet nos exige reconsiderar el paradigma mismo de objeto estético: ¿la comunicación entre usuarios puede convertirse en materia de una estética?6 El carácter central de esta pregunta para la práctica social es evidente: para que se la reconozca como arte, ¿es necesario que la obra cuya premisa es un modelo dialógico, de prosumidor, y que busca un impacto en el mundo real, asuma la representación o la forma de un objeto? La pregunta de Manovich también alude a ciertas prácticas de escultura más tradicionales. El predominio reciente del montaje y la “no monumentalidad” en la realización de objetos ha sido descripto de manera productiva por Hal Foster como escultura “precaria” (respecto de la obra de Isa Genzken y otros), incluso si la tendencia se manifiesta con mayor frecuencia en forma de destreza retro, como se ve en los complejos collages y tapices de la última Bienal del Whitney. Ambas variantes sugieren algunas de las presiones que los regímenes actuales de tecnología y comunicación han colocado sobre el objeto, que cada vez se vuelve más frágil y provisional, como si así afirmara la subjetividad (y la tangibilidad) frente a la superficie sellada e impenetrable de la pantalla. Más aún, mientras que la obra de Genzken ejemplifica un modelo más antiguo de bricolaje, en el que se tratan los elementos encontrados como materias primas cuyas historias son incidentales, la estrategia que ha prevalecido desde los noventa ha sido mantener la integridad cultural del artefacto reutilizado, para invocar y prolongar su historia, sus connotaciones, sus estados de ánimo. Libros, performances, films y objetos de diseño modernista son incorporados a nuevas obras de arte y kw

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reconducidos a un nuevo propósito: piensen en los estantes de chucherías organizadas con cuidado por Carol Bove o Rashid Johnson, o en las copias que hace Paulina Ołowska de pinturas de la artista polaca Zofia Stryjenska (18911976). Esta tendencia se manifiesta también en otras disciplinas: poesía, teatro, danza, todas ellas han establecido sus propias formas de reconducción en sincronía con las artes visuales, desde la obra Gatz, de Elevator Repair Service, de ocho horas de duración (que utiliza El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald), pasando por los poemas de Rob Fitterman (que reconducen, o se podría decir también readaptan, tuits anónimos y reseñas de Yelp), o las reversiones de Richard Move de la coreógrafa modernista Martha Graham. Estas formas de reconducción o readaptación difieren del arte de apropiación de los ochenta, cuando los artistas se apoderaban de imágenes de la historia del arte (Sherrie Levine) o de la publicidad (Richard Prince) con vistas a cuestionar el lugar del autor y la originalidad y a la vez llamar la atención, una vez más, sobre los aprietos de la imagen en la era de la reproducción mecánica. En la era digital predomina un conjunto diferente de preocupaciones. La acción de reconducir se alinea con los procedimientos de reformateo y codificación, el ajuste permanente de archivos preexistentes. Frente a los recursos infinitos de Internet, la selección emerge como una operación clave: construimos nuevos archivos a partir de componentes que ya existen, en lugar de partir de cero. Los artistas cuya obra gira alrededor de la elección de objetos para la exhibición (Bove, Johnson) o que reutilizan el arte previo (Ołowska con Stryjenska, Simon Starling con Henry Moore, Ryan Gander con Mondrian) están poniendo en primer plano la importancia de las estrategias de selección, aun si el resultado es decididamente analógico.Ya no se trata de cuestiones de autoría y originalidad; en cambio, el énfasis está en la recontextualización significativa de artefactos existentes.

Cualquier consideración de esta tendencia a reunir, reconfigurar, yuxtaponer y exhibir conduce rápidamente a la influyente teoría de Foster sobre el impulso archivístico. Para este autor, la expresión denota aquel arte que emprende “una indagación idiosincrática de figuras, objetos y acontecimientos particulares del arte moderno, la filosofía y la historia”.7 Los archivos de los artistas son fragmentarios y materiales –escribe Foster– y reclaman una “interpretación humana” antes que un “reprocesamiento maquínico”; aquí traza con claridad una línea entre lo subjetivo y lo tecnológico.8 Los artistas recurren a archivos y a la vez los producen, exhibiendo una voluntad paranoica de conectar lo que no puede ser conectado.9 Los ejemplos de Foster son Dean, Sam Durant y Hirschhorn, pero igualmente podríamos considerar a Kader Attia, Zoe Leonard o Akram Zaatari. Refutando a menudo las taxonomías establecidas como principio sistemático de organización para su trabajo, estos artistas adoptan lógicas subjetivas o sistemas arbitrarios. Presentadas como colecciones cuidadosamente desplegadas, sus instalaciones delatan hasta qué punto hoy cualquier persona con una computadora personal se ha convertido en un archivista de facto, almacenando y clasificando miles de documentos, imágenes y archivos de música. (Muchas veces siento que más que escuchar música, hago el mantenimiento de mi colección de iTunes, descargando nuevas adquisiciones, categorizándolas y desprendiéndome de las pistas no deseadas). Comparar estas formas domésticas de colección con los arreglos físicos de chucherías y objetos que realizan los artistas nos devuelve una vez más al aura enrarecida de lo indicial y a cuestiones de suministro y demanda. Los artistas seleccionan y reúnen no sólo durante la producción de obras particulares sino también en las muestras que curan. En los noventa, esta práctica estaba en deliberada armonía con el contexto institucional (Fred Wilson, Mark Dion), pero en la última década ha tomado una forma más automática, tal que subordina las

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conexiones legibles o didácticas entre obras al imperativo de la sensibilidad individual, como por ejemplo en la muestra “The Russian Linesman” (El juez de línea ruso, 2009), curada por Mark Wallinger; “Rebus” (Pictograma, 2009), de Vik Muniz, o la popularísima “The Tomb of the Unknown Craftsman” (La tumba del artista desconocido, 2011), curada por Grayson Perry. “An Aside” (Un aparte), de Tacita Dean, es un caso ejemplar. Como lo detalla Dean en el catálogo de esta muestra de 2005 montada en el Camden Arts Centre de Londres, las obras de Lothar Baumgarten, Paul Nash y Gerhard Richter (entre otros) fueron seleccionadas sobre la base del azar, lo anecdótico y la coincidencia. Desde una perspectiva del siglo xx, se trata de la lógica de la dérive. Desde una perspectiva del siglo xxi, es el acto de surfear: la búsqueda de conexiones espontáneas y subjetivas a través de la asociación libre aleatoria de la navegación de la Web. En los sesenta, se entendía este tipo de deriva como un éxodo de la lógica impuesta por el planeamiento urbano de posguerra; hoy, la dérive  es la lógica de nuestro campo social dominante, Internet. Un efecto colateral significativo de la era de la información es que la investigación es hoy más fácil que nunca. Mientras el archivo digital crece de manera exponencial –en un momento, Google almacenaba libros a una tasa de tres mil por día–, el fenómeno del arte de investigación prolifera en tándem. A diferencia de las generaciones anteriores de artistas-investigadores (como Dan Graham, Hans Haacke y Martha Rosler), que tendían a examinar las condiciones sociales, políticas y económicas de su presente, el arte contemporáneo basado en investigación (por ejemplo, el de Andrea Geyer, Asier Mendizabal o Henrik Olesen) exhibe una notoria preocupación por el pasado y revisita historias marginales o pensadores ignorados. Algunos artistas incluso emplean deliberadamente trabajosas metodologías que prescinden de Google: por ejemplo, Material for a Film

(Material para un film, 2004-2007), de Emily Jacir, una investigación sobre la vida del poeta Wael Zuaiter, el primero de muchos artistas e intelectuales palestinos asesinados por agentes israelíes en los setenta. La obra intenta reconstruir la mayor cantidad posible de información sobre la vida de Zuaiter, reuniendo objetos que pertenecieron al poeta o eran importantes para él (libros, postales, películas, discos), y los textos ubicados sobre las paredes narran a la manera de un diario los esfuerzos que hizo Jacir para encontrar esos objetos. Por lo común, la presentación del arte basado en investigación y las instalaciones archivísticas se empeñan en conferir aura y valor a objetos físicos elegidos con cuidado; objetos, además, que permanecen fijos y estáticos en lugar de ser adaptables por los usuarios. Obras como estas reafirman el acuerdo paradójico forjado por el arte contemporáneo frente a los nuevos medios: la variabilidad y modulación ilimitadas de la imagen digital son desmentidas por la imposición de una edición “limitada” y una estética de objeto único precioso (impresiones en sepia, vitrinas, cajas de chucherías, etc.). Se lo reconozca o no, las posibilidades de búsqueda que aporta Internet se han hecho sentir también en otros aspectos del arte contemporáneo. A principios de los setenta Susan Hiller reunió una serie de trescientas cinco postales que encontró en ciudades costeras británicas, que llamó Dedicated to the Unknown Artists (Dedicado a los artistas desconocidos, 1972-1976). Cada postal lleva el epígrafe mar agitado y representa el mismo motivo: un océano turbulento, bastante sombrío, vulnerando estructuras humanas. Treinta años después, Zoe Leonard exhibió más de cuatro mil postales de las cataratas del Niágara, agrupadas por tipo, que rastrean la evolución de la maravilla natural en destino turístico entre 1900 y 1950 (You See I Am Here After All [Ya ves que al fin y al cabo estoy aquí], 2008). Las postales, adquiridas sobre todo a través de eBay, dan testimonio de las posibilidades que brinda la capacidad de búsqueda de Internet.

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Pero, a su vez, nuestro consumo de la obra refleja el cambio en los parámetros de la percepción contemporánea: es imposible captar en su totalidad cuatro mil postales, y entonces los ojos apenas recorren la superficie, en el vistazo a velocidad de ametralladora con la que navegamos noticias y reseñas en nuestros smartphones. El poeta Kenneth Goldsmith, fundador de UbuWeb, se refiere al equivalente literario de este tipo de obras como la “nueva ilegibilidad”: habla de libros como su Day (Día, 2003), que reproduce una edición del New York Times e invita a una lectura fragmentaria y azarosa antes que a una completa y lineal. En la Red, escribe Goldsmith, “analizamos texto –utiliza el término ‘parse’, que se refiere a un proceso binario de clasificación de lenguaje– más que leerlo, para abarcar toda la información que pasa frente a nuestros ojos”.10 Hoy, muchas muestras (organizadas por curadores más que por artistas) son modelo de esta nueva ilegibilidad como condición de recepción. documenta 11 (2002) fue significativa en muchos aspectos, y no el menor de ellos que inaugurase la tendencia a incluir más obras de las que el espectador tiene posibilidades de ver; en este caso, seiscientas horas de películas y video.Ya no se pregunta cuán grande es una muestra, sino cuánto dura: una pequeña galería puede contener días enteros de arte. El resultado es que filtramos y picoteamos, ojeamos y seguimos adelante. Lo que quiero decir es que el arte contemporáneo mainstream repudia la revolución digital y a la vez depende de ella, aun –o especialmente– cuando este arte prefiere no hablar abiertamente acerca de las condiciones de vida en los nuevos medios y a través de ellos. Pero ¿por qué el arte contemporáneo se resiste tanto a describir nuestra experiencia de vida digitalizada? Después de todo, la fotografía y el film fueron adoptados rápidamente y con entusiasmo en la década de 1920, al igual que el video a fines de los sesenta y en los setenta. Estos formatos, sin embargo, estaban basados en la imagen, y su importancia y el desafío que representaban para el arte visual eran evidentes. Lo digital, por contraste, es código, inherentemente ajeno a la percepción humana. Es, en lo básico, un modelo lingüístico. Si uno convierte cualquier archivo .jpg en .txt podrá ver sus componentes: una receta confusa de números y letras, sin sentido para el observador promedio. ¿Hay una sensación de temor que subyace al repudio de los nuevos medios por parte de las artes visuales? Frente a la multiplicidad infinita de los archivos digitales, es preciso reafirmar el carácter único del objeto de arte de cara a su difusión ilimitada e incontrolable a través de Instagram, Facebook, Tumblr, etc. Cuando se pide en préstamo a una galería el dvd de un artista, en general este llega en un sobre de papel blanco, con una etiqueta que dice claramente copia sólo para ver; cuando un coleccionista compra un ejemplar de la edición limitada del mismo dvd , lo recibe

Imágenes. Vidriera de editoriales independientes, 2007, p. 45; publicaciones de Belleza y Felicidad, p. 46. Cortesía de Fernanda Laguna. Claire Bishop es historiadora, crítica de arte y profesora en la City University of New York. Ha publicado Art: A Critical History (Londres, Tate, 2005) y Artificial Hells: Participatory Art and the Politics of Spectatorship (Londres y Nueva York, Verso, 2011) y colabora regularmente en Artforum. Este artículo apareció originalmente en Artforum de septiembre de 2012 y se publica aquí con autorización de la autora.

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Notas 1. Incluso formas tradicionales de arte, como la pintura, se apoyan en algún sistema digital: los .pdf enviados a la prensa o a los coleccionistas, los archivos .jpeg de los sitios web de las galerías, etc. 2. Por el momento dejaré aparte la pintura. Sus exponentes más recientes (al menos en Estados Unidos) han utilizado deliberadamente referentes digitales: Wade Guyton y Kelley Walker, por ejemplo, producen pinturas híbridas analógico-digitales. En lugar de descargar imágenes de Internet, Walker las obtiene en libros tomados de bibliotecas, luego las escanea y modifica en su computadora, antes de transferirlas a la tela como pinturas únicas. Sin embargo, estas obras utilizan la tecnología (y de manera bastante ornamental) más que reflexionar sobre lo visual digital per se. Ver “The Painting Factory: A Roundtable Discussion” en The Painting Factory, catálogo de la muestra, Los Angeles Museum of Contemporary Art (Nueva York, Rizzoli, 2012), pp. 11-12. 3. La fascinación con lo analógico no es exclusiva del arte contemporáneo; para citar solo un ejemplo, el sitio web de la tienda Urban Outfitters ofrece más de sesenta productos relacionados con cámaras, la mayoría de los cuales se basan en película de treinta y cinco milímetros o Lomografía. 4. Por supuesto que los archivos digitales también están sujetos a degradación por cambio de tamaño o compresión; los productos de esos procesos se conocen como lossies. 5. Como el arte de performance, la práctica social depende de manera creciente del correo electrónico y la fotografía digital para su producción y documentación. 6. Lev Manovich, The Language of New Media (Cambridge, ma, The mit Press, 2001), pp. 163-164. En palabras del activista e investigador del derecho Lawrence Lessig, ya no vivimos en una cultura de “sólo lectura” sino en una de “lectura/ escritura”. 7. Hal Foster, “An Archival Impulse”, October N° 110 (otoño de 2004), p. 3. 8. Ibíd., p. 5. 9. Ibíd., p. 21. 10. Kenneth Goldsmith, Uncreative Writing (Nueva York, Columbia University Press, 2011), p. 158. Su formulación enfrenta y toma como punto de partida las actuales teorías del barrido visual y la visión sacádica. Los antecedentes de su trabajo son tanto literarios como artísticos: Ser americanos (1925), de Gertrude Stein, y One Million Years (Un millón de años, 1969), de On Kawara. 11. Cuando se trasladan las operaciones de cortar y pegar a la literatura, como lo hacen Goldsmith y muchos de sus colegas, lo que está en juego es bastante diferente, ya que la economía de la literatura es mucho más pequeña y débil y no tiene un “original” del que hablar. 12. Goldsmith, Uncreative Writing, p. 14.

en un envoltorio cuidadosamente elaborado, firmado y numerado por el artista. Irónicamente, cuando promueve su teoría de la “escritura no creativa”, Goldsmith se refiere al arte contemporáneo de los ochenta como un modelo para la poesía, y cita la historia del siglo xx como una crónica del hurto y el robo, desde Duchamp hasta Warhol y Levine. En la práctica, el ataque de las artes visuales contra la originalidad no llega más lejos que eso: siempre se apoya en un respeto por la propiedad intelectual y por la autoría asignada de manera cuidadosa (difícilmente pueda decirse que Warhol y Levine son anónimos, y su estatuto de mercado es protegido con uñas y dientes por sus galerías).11 A diferencia del mundo de la poesía, donde el flujo de capital es escaso y las obras pueden circular libre y virtualmente en la Red, el persistente doble apego del arte visual a la propiedad intelectual y al carácter físico amenaza con poner en peligro su relevancia misma en las próximas décadas. En cien años, ¿el arte visual habrá sufrido el mismo destino que el teatro en la era del cine? Goldsmith señala que la base lingüística de la era digital trae consecuencias para la literatura que son potencialmente tan aplastantes y revitalizadoras como la llegada de la reproducción mecánica para el arte visual: “Con el ascenso de la Red, la escritura ha encontrado con su fotografía”.12 Es revelador que dos de las obras que mencioné antes, las de Trecartin y Stark, pongan el lenguaje en el centro de su estética. Es posible que hoy sea la literatura, y en particular la poesía por la que aboga Goldsmith en Uncreative Writing (Escritura no creativa), la que está tomando la posta de la vanguardia, encontrando formas de verbalizar la experiencia adecuadas a las nuevas circunstancias tecnológicas. Las soluciones híbridas que busca en la actualidad el arte visual, analógicas en apariencia, digitales en estructura, parecen siempre más inclinadas hacia lo primero, tan favorecido por el mercado. Si lo digital tiene algún significado para el arte visual, es la necesidad de evaluar esta orientación y cuestionar los supuestos más atesorados por el arte. En la perspectiva más utópica, la revolución digital abre una nueva realidad desmaterializada, sin autoría y no comercializable de la cultura colectiva; en el peor de los casos, señala la obsolescencia inminente del propio arte visual. H Traducción de Silvina Cucchi

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