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David Bohm SOBRE EL DIÁLOGO Edición de Lee Nicho1 Traducción de David González Raga y Fernando Mora K editorial air

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David Bohm

SOBRE EL DIÁLOGO Edición de Lee Nicho1

Traducción de David González Raga y Fernando Mora

K

editorial

airós

Numancia, 117-121 08029 Barcelona

AGRADECIMIENTOS

Título original: ON DIALOGUE O 1996 by Sarah Bohm para el material original de David Bohm; Lee Nicho1 por la selección y labor de edición. O de la edición española: 1996 by Editorial Kairós, S.A. Primera edición: Junio 1997 ISBN: 84-7245-379-0 ~--_.l".l____ Dep. Legal: B-21.46211997

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Fotocomposición: Beluga y Mleka s.c.p., Córcega, 267,08008 Barcelona Impresión y encuadernación: Índice, Caspe, 118-120,08013 Barcelona

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema infomático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.

El editor desea expresar su gratitud a Paul y Sherry Hannigan por su buen humor, su apoyo técnico y sus comentarios durante la elaboración del manuscrito; a Sarah Bohm, Claudia Krause-Johnson y Mary Helen Snyder por leer sus primeras pruebas; a Arleta Griffor por desenterrar «Sobre la comunicación» y a James Brodsky y Phildea Fleming por la concepción del opúsculo original. Mi especial agradecimiento también a Sarah Bohm, Arthur Bravesman, Theresa Bulla-Richards, Adrian Driscoll, David Moody y Lynn Powers por su apoyo y sus comentarios críticos en un esfuerzo por presentar la obra de David Bohm a un público lo más amplio posible.

Sobr, -!dialogo es el documento más amplio, hasta la fecha, sobre el proceso al que David Bohm se refería simplemente con el término «diálogo». Esta edición, revisada y ampliada, del opúsculo original del mismo título tiene la doble intención de servir como manual práctico de trabajo para aquellos que estén interesados en el diálogo y de proporcionar un adecuado fundamento teórico a quienes deseen sondear las profundas implicaciones de la visión dialogística del mundo sostenida por Bohm. La práctica del diálogo es tan antigua como la civilización, si bien en los últimos tiempos ha aparecido una gran diversidad de prácticas, técnicas y definiciones en torno al térmíno «diálogo». Y aunque ninguna de ellas pueda reivindicar ser la visión «correcta», es posible, con todo, diferenciar las distintas visiones y determinar las implicaciones de cada una de ellas. La presente edición de Sobre el diálogo, de David Bohrn, tiene el objetivo de clarificar el significado subyacente, el propósito y la originalidad del trabajo llevado a cabo por Bohm en este campo. En su opinión, el diálogo es un proceso multifacético que7 trasciende, con mucho, las nociones típicas al uso sobre la char- 4 la Y el intercambio de comunicación. Desde su punto de vista, el diálogo es un proceso que explora un rango inusitadamente m ~ l i de o la experiencia humana, desde nuestros valores más rluefidos hasta la naturaleza e intensidad de nuestras emociones,

1

rrólogo

ncll

do y la identidad. En este sentido, el diálogo co'nstituye una invitación a determinar la validez de las definiciones tradicionales '1 A lo largo de toda su carrera como físico teórico, Bohm w dio cuenta de que el quehacer científico, a pesar de su pretensión de perseguir la «verdad», se halla tan contarni ambiciones personales, la defensa a ultranza de la peso de la tradición que ha terminado sacrificando la participación creativa en la consecución de los objetivos c ciencia, Basándose parcialmente en este tipo de observaciones, Bohm solía señalar que gran parte de la humanidad se halla atrapada en una red de intenciones y acciones tan contradictorias que no sólo da lugar a una mala ciencia sino que ademb genera una desintegración personal y social que, en su opinibn, trasciende las diferencias culturales y geográficas y afecta has-, ta tal punto a la humanidad que hemos terminado nos a ella. Para ilustrar el significado de esta disgregación, Bohrn solía recurrir al ejemplo de un reloj que hubiera sido fragmentos aleatorios, Dichos fragmentos son di 110s que participaron en su construcción. Las piezas mantienen una relación integral entre sí y pueden ser art mente en una totalidad funcional, mientras que los carecen de toda relación. Del mismo modo. los ~ r o 1o

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del pensamiento humano todo tipo de cosas, pero bien podríamos decir que no somos , sino el conocimiento mismo el que sabe todas esas cosas. Lo que estoy tratando de decir es que el conocimiento -que es pensamiento- es autónomo y se transmite de una persona a otra. La especie humana -al igual que un conjunto de ordenadores conectados a la misma base de datos- posee un sustrato de conocimiento que ha ido creciendo con el correr de los siglos y se halla rebosante de contenidos. Pero, aunque el conocimiento, o el pensamiento, conozca todos esos contenidos, no sabe que lo está haciendo, es decir, se conoce inadecuadamente y no cree estar haciendo nada especial. Por ello concluye: «yo no soy el responsable de ninguno de estos problemas. Yo no soy más que una herramienta». Todo pensamiento se basa en pensamientos anteriores y procede obviamente de la memoria. Acumulamos el conocimiento a través de la práctica y la experiencia; pensamos en algo, lo organizamos, lo integramos en la memoria y, de este modo, termina transformándose en conocimiento. Y, aunque una parte de este conocimiento sea práctico, también se trata de un tipo de memoria y se halla ligado a alguna parte del cuerpo o del cerebro. Todo forma parte del mismo sistema. Michael Polanyi ha hablado, en este sentido, del conocimiento tácito, un tipo de conocimiento que, pese a hallarse presente, no puede formularse

La naturaleza del pensamiento colectivo

verbalmente. Usted sabe montar en bicicleta y, cuando está a punto de caer, se las arregla para enderezarla nuevamente pero no puede explicar cómo lo hace. Existe una fórmula matemática que demuestra la proporcionalidad existente entre el ángulo de giro al que recurre para enderezar la bicicleta y el ángulo de caída. Pero, aunque usted utilice empíricamente esa fórmula, ignora hasta su misma existencia. Todo nuestro cuerpo efectúa de continuo innumerables e indescriptibles ajustes que lo mantienen en funcionamiento. Éste es el conocimiento tácito, un tipo de conocimiento que poseemos sin poder, no obstante, hacer nada al respecto. Se trata de una prolongación de algo que aprendimos en el pasado. Así pues, nuestra experiencia -nuestro conocimiento, nuestro pensamiento, nuestra emoción y nuestra práctica- forman parte integral del mismo proceso. Nuestro lenguaje, además, establece una distinción entre «el pensamiento» y «lo pensado». «El pensamiento» tiene que ver con el presente tenso, una actividad en curso que puede incluir la sensibilidad crítica hacia lo que va mal, la aparición de nuevas ideas y tal vez, de manera ocasional, algún tipo de percepción interior. Lo «pensado», por su parte, atañe al participio pasado. Tenemos la creencia de que, después de haber pensado en algo, eso implemente se desvanece, pero el hecho es que el pensamiento no se evapora sino que, de algún modo, va a parar al cerebro y deja algo -una huella- que se convierte en lo pensado. Y, a partir de ese momento, lo pensado opera de manera automática. Así pues, lo pensado es la respuesta de la memoria, del pasado, de lo que ya ha ocurrido. Debemos establecer, pues, una clara distinción entre el pensamiento y lo pensado. Lo mismo ocurre en el caso del «sentimiento». El término «sentir» se refiere al presente activo, un presente en el que la sensación se halla en contacto con la realidad. Pero también resultaría útil diferenciar entre «el sentimiento» y «lo sentido», las sensaciones que hemos registrado. Cuando la recordamos, una experiencia traumática del pasado puede hacernos sentir muy incómodos. La nostalgia, al igual que la mayor parte de las

Sobre el diálogo

sensaciones que experimentamos, también proviene del pasado y bien podríamos decir, en este sentido, que son «sentidas». Pero el-hecho es que, si no son más que grabaciones que vuelven a activarse, tendrán escasa relevancia a la hora de proporcionarnos una respuesta a la situación inmediata que estemos viviendo. Es muy importante que nos demos cuenta de que nuestra cultura nos proporciona una imagen errónea de lo pensado y de lo sentido, como si lo pensado y lo sentido fueran ajenos y pudiéramos controlarlos. Pero los sentimientos y los pensamientos no son dos cosas diferentes sino que constituyen aspectos de un mismo proceso. Ambos proceden de la memoria, donde es muy probable que se hallen entremezclados. La memoria también afecta al cuerpo y las sensaciones y el recuerdo de un estado anterior de tensión corporal puede llegar a tensarnos físicamente. Resulta, por tanto, imposible, cuando la memoria se pone en funcionamiento, separar la función intelectual de la función emocional, química y muscular porque el conocimiento tácito es un tipo de recuerdo que engloba a todas esas distintas facetas. Los estudios neurocientíficos sobre la estructura del cerebro sugieren que el pensamiento se origina en el córtex cerebral -en los lóbulos prefrontales- y que el centro emocional se halla ubicado en una región mucho más profunda. Pero existe clara evidencia de que ambas estructuras se hallan interconectadas por un puñado de nervios. Consideremos, por ejemplo, la primitiva respuesta refleja de luchar, huir o quedarse inmóvil. Cierto programa de televisión ilustraba perfectamente este tipo de funcionamiento mostrando, entre otras cosas, a un controlador aéreo que se hallaba enojado con un jefe que le maltrataba. Pero nuestro sujeto tenía que permanecer en su puesto de trabajo y no podía escapar. Tampoco podía pelear con él ni quedarse paralizado sin hacer nada. A pesar de ello, sin embargo, el cerebro de nuestro sujeto vertía determinados agentes neuroquímicos en su sistema, del mismo modo que si se tratara de un ataque en la jungla. El hecho es que este proceso estimula al

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cuerpo y le lleva a funcionar en condiciones pésimas, impidiendo también, al mismo tiempo, la posibilidad de pensar racionalmente (porque tal cosa requiere de un cerebro adecuadamente calmado). De este modo, cuanto más piense el sujeto peor se sentirá, porque sus pensamientos seguirán complicando las cosas. Sería interesante rastrear la evolución e identificar los pasos que han conducido a este estado de cosas. Podríamos aducir, en este sentido, a modo de hipótesis, que el «nuevo cerebro» -es decir, los lóbulos frontales y el neocórtex que posibilita el pensamiento complejo- se ha desarrollado tan rápidamente que no ha podido establecer una relación armoniosa con las estructuras cerebrales más antiguas. Las funciones más remotas del cerebro -como las emociones y demás- podían responder a las exigencias inmediatas del medio animal mediante la respuesta de huida, de lucha o de inmovilización. Luego apareció el neocórtex, capaz de proyectar todo tipo de imágenes muy realistas, pero el «viejo cerebro» nunca llegó a aprender muy bien la diferencia existente entre una imagen y la realidad, porque nunca tuvo necesidad de ello. Jamás había estado sometido a una estructura capaz de producir tantas imágenes, como ocurre con el caso de un perro, por ejemplo, que no puede imaginarse a otro perro a menos que lo esté viendo directamente. Cuando la evolución arriba al estadio del chimpancé -que puede pensar en otro chimpancé aunque aquél no se halle presente-, la mera imagen de un chimpancé puede desencadenar la misma respuesta que la presencia de un chimpancé real. Y esto comenzó a confundir las cosas porque la imagen suscitaba la aparición de las mismas respuestas de «luchar, huir o permanecer inmóvil», de los agentes neuroquímicos, etcétera. Es así cómo el nuevo cerebro, que no puede relacionarse directamente con las cosas, confunde al viejo cerebro y provoca una serie concatenada de errores. Tal vez sea éste uno de los caminos que nos han conducido hasta donde ahora nos encontramos. Pero no podemos olvidar-

La naturaleza del pensamiento colectivo

Sobre el diálogo nos de que, en la actualidad, el medio fundamental en que se mueve el cerebro antiguo ya no es la naturaleza sino el nuevo cerebro, encargado ahora de filtrar la naturaleza que llega hasta nosotros. Y es evidente que la civilización empeora las cosas porque, en la medida en que se desarrolla, es cada vez más compleja, llena de leyes, autoridades, policías, cárceles y ejércitos, lo cual origina una considerable tensión. Y cuanto más se desarrolle la civilización en su conjunto, mayor será la tensión. Esto ha sido así durante milenios, pero todavía no tenemos claro lo que podemos hacer al respecto. Parece una amenaza tan evidente que resulta extraño que la gente no se dé claramente cuenta de ella. Pero el hecho es que lo que se lo impide es el mismo proceso del pensamiento, un proceso, al mismo tiempo, colectivo e individual. Los pensamientos, las fantasías y las imágenes colectivas influyen en nuestra percepción. Cada cultura dispone de sus propios mitos, fantasías colectivas que suelen introducirse en nuestro campo perceptivo -con matices, en cada caso, personales- como si se tratara de realidades tangibles. Sin embargo, somos incapaces de damos realmente cuenta de este hecho. Ése es precisamente el problema. Hay un orden superior de hechos, y no ver directamente los hechos es el auténtico punto de partida. Creo que podemos llegar a comprender mejor el motivo por el cual los conceptos y las imágenes tienen un efecto tan poderoso si nos damos cuenta de que el pensamiento nos ofrece una representación de la experiencia. Y el término «representación» resulta sumamente apropiado en este contexto porque su significado es el de «re-presentar», es decir, presentar de nuevo. Así pues, mientras que la percepción nos presenta algo, el pensamiento, por su parte, nos lo re-presenta como una abstracción. Un mapa, por ejemplo, es un tipo de representación. Se trata, obviamente, de algo mucho más limitado que el territorio que representa, pero nos proporciona una abstracción útil porque se centra en aquello que puede ser más interesante para nuestros propósitos, dejando al mismo tiempo de lado los detalles irre-

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levantes. Un mapa, pues, se halla estructurado y organizado de tal forma que resulta adecuado y provechoso. De este modo, la representación no es simplemente un concepto, sino un conjunto de conceptos. Otro ejemplo nos lo proporciona el caso de un conferenciante que despierta en las mentes de quienes le escuchan diferentes representaciones sobre el significado de sus palabras. Cuando escuchamos a alguien, se suscita en nuestra mente -tal vez en nuestra imaginación- algún tipo de representación, como si lo estuviéramos percibiendo. Pero esta representación no es idéntica a la cosa representada, sino que es comparativamente muy abstracta, destacando ciertos puntos que pueden resultar de interés con respecto a la percepción original. Constantemente, pues, estamos articulando este tipo de re-presentaciones. El hecho es que la representación no sólo se halla presente en el pensamiento, o en la imaginación, sino que se funde con la experiencia o la percepción real. Dicho de otro modo, la representación se entremezcla con la «presentación», de forma tal que lo «presentado» (como percepción) ya es, en buena medida, una re-presentación, es decir, «una nueva presentación». Así es como tenemos lo que podríamos llamar una «presentación netas, la resultante de la actividad de los sentidos, del pensamiento y posiblemente de algún tipo de intuición, elementos todos que se entremezclan para configurar una presentación neta. Sintetizando, pues, el modo en que experimentamos algo depende de la forma en que nos lo representemos ... o nos lo malrepresentemos. Si usted se representa a sí mismo como una persona noble, capaz y honesta, esa representación influirá en la percepción que tenga de sí mismo y así será también como usted se perciba. Ahora bien, otra persona puede brindarle una representación diferente, por ejemplo, que es un mentiroso y un estúpido, una representación que también influirá en la «percepción» que tenga de sí mismo y que puede llegar a conmocionar profundamente todo su sistema neurofisiológico. En tal caso, la presión a la que

Sobre el diálogo se halla sometido el pensamiento para representarse la situación de un modo más adecuado constituye el origen mismo del autoengaño. Nosotros no solemos percatamos de la relación biunívoca existente entre la representación y la presentación, porque el pensamiento parece incapaz de darse cuenta de que esto es precisamente lo que ocurre. Se trata de un proceso tan inconsciente, implícito y tácito que no nos damos cuenta de la forma exacta en que sucede. Por alguna razón, sin embargo, el pensamiento los confunde. Es como si la información penetrase a través de los sentidos y, una vez en el cerebro, se entremezclara con otro flujo de información procedente del pensamiento, dando origen a lo que hemos denominado «presentación neta». Pero tenemos que subrayar que todo esto ocurre sin que nosotros seamos conscientes de ello. Rara vez -si es que tal cosa ha sucedido- la especie humana ha llegado a darse cuenta de este punto. Quizás unas pocas personas lo hayan sabido pero, en términos generales, somos completamente inconscientes de ello. Quisiera señalar también que no estoy valorando este proceso y no estoy concluyendo que sea bueno o malo. Lo que funciona mal no es lo que está ocurriendo sino el hecho de que no nos demos cuenta de ello. Poco podríamos hacer si no existiera la menor conexión entre la representación y la presentación. Si queremos emprender algún tipo de acción no basta con que nos la representemos en la imaginación o en el pensamiento sino que también debemos tenerla presente en nuestra percepción. Un leñador, por ejemplo, se representaría un bosque como una fuente de madera, un artista como algo digno de ser pintado y quien sólo desee dar un paseo como un lugar muy atractivo. Hay innumerables representaciones posibles del bosque y cada una de ellas nos lo presentará de manera diferente. Generalmente, lo que no se nos representa como algo interesante no suele llamar nuestra atención. Si no es representado como algo valioso e interesante, tampoco se nos presentará de

La naturaleza del pensamiento colectivo esa manera y, en consecuencia, no despertará nuestro interés. Existen ocasiones, sin embargo, en las que debemos forjarnos representaciones que se ajusten a nuestros intereses. En tal caso, podemos decirnos, por ejemplo, «necesito representármelo de cierta forma para poder hacer algo», lo cual mantendrá vivo nuestro interés y nuestra atención mientras llevamos a cabo la acción. No hay nada equivocado en ello; de hecho, resulta incluso absolutamente necesario porque, para emprender algún tipo de acción, es imprescindible que las cosas se nos presenten de esa forma. No es posible actuar en base a una representación abstracta imaginaria sino que necesitamos de una presentación concreta. La falta de conciencia acerca de este proceso es crucial. Si alguien dice, por ejemplo, «la gente de esta clase es mala», y usted lo acepta, la representación del pensamiento influirá en la presentación perceptual. Y, una vez que lo haya aceptado, se convertirá en un pensamiento tácito e implícito que se presentará como si de una percepción se tratara la próxima vez que vea a una persona de esa clase y la «maldad» se percibirá entonces como algo inherente a ella. Uno no se dice «soy consciente de que alguien me ha dicho que ese tipo de personas son malas, pero el hecho es que pueden, o no, serlo. Mejor será que observe detenidamente para comprobar si es cierto». En lugar de ello, «lo que son» parece presentársenos «ahí fuera» y, a partir de ese momento, pensamos en ello como si fuera un hecho completamente ajeno al pensamiento. El pensamiento comienza entonces aparentemente a confirmarse a sí mismo y a crear «hechos» que realmente no son tales. El mismo significado etimológico del término latino «hecho» se refiere a «lo que ha sido hecho» o, por decirlo de otro modo, lo que ha sido «manufacturado». En cierto sentido, tenemos que establecer un hecho, pero este tipo de hecho está siendo elaborado de manera equivocada, a partir de un hecho que, por así decirlo, no ha sido manufacturado de la forma adecuada, porque no sólo mezclamos nuestro pensamiento con el

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«hecho» sino que, además, ignoramos que lo estamos haciendo. Es imprescindible que el pensamiento participe del hecho, pero no nos damos cuenta de que eso está sucediendo. De modo que, si afirmamos que se trata de un hecho «puro» que simplemente está «ahí», le otorgamos un valor extraordinario que nos lleva a concluir: «iCómo puede alguien negar este hecho? Es evidente la clase de personas que son». Debemos comprender que la mayor parte de nuestras representaciones son creaciones colectivas, lo cual les otorga un enorme poder. Y, como no queremos estar al margen del consenso general, solemos tomar el hecho de que todo el mundo esté de acuerdo con respecto a algo como una prueba de su validez. Continuamente nos hallamos bajo la presión de aceptar determinadas representaciones y verlas de ese modo. Lo que llamamos «yo», por ejemplo, se nos representa de una forma que determina, en consecuencia, la manera en que se nos presenta. Pero se trata de una representación fundamentalmente colectiva, cuyas características generales están determinadas por la colectividad y en que el papel del individuo se limita a los detalles concretos. El consenso general afirma que cada uno de nosotros posee un yo, porque eso es lo que parece demostrar nuestra partida de nacimiento, nuestro nombre y nuestra identidad. Son muchos, por ejemplo, los países en los que está instaurado el uso de un carnet de identidad, disponemos de una cuenta corriente en el banco, podemos comprar terrenos, labramos una profesión, etcétera. Todas éstas son representaciones de lo que somos y, en consecuencia, así es como se nos presentan. Veamos ahora el ejemplo del arco iris. Aparentemente, todo el mundo ve el mismo arco iris, es decir, que existe una representación colectiva consensual del arco iris. Pero la física, que se dedica a observar las cosas «literalmente», nos dice que «el arco iris no existe como tal. Lo único que hay es un cúmulo de pequeñas gotas de agua que reflejan y refractan la luz del sol. Cada persona tiene su propia percepción del arco iris, pero como las distintas percepciones se parecen mucho entre sí, todo

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el mundo cree estar viendo el mismo arco iris». (También podría argumentarse, no obstante, que, al adoptar este punto de vista, uno está confundiendo lafisica con la realidad.) El asunto es que la mayor parte de nuestras representaciones colectivas -como la nacionalidad, la religión, la General Motors o el ego, por ejemplo- son de la misma naturaleza que el arco iris. Son muchas las cosas importantes que consideramos una realidad sólida que se asemejan al arco iris. Y esto no está mal, porque el problema consiste en ignorar lo que está ocurriendo y terminar otorgando a la representación la categoría de hecho independiente. Si fuéramos capaces de darnos cuenta de lo que sucede no aparecería ningún tipo de problema, porque podríamos valorar adecuadamente el «hecho». Nuestra errónea comprensión es la que nos lleva a otorgar un valor extraordinario a «hechos» que, en sí, tienen escasa relevancia. Hemos aplicado esta noción a unos pocos ejemplos que se hallan fuera de nosotros. Pero, si vamos un poco más allá, nos daremos cuenta de que también resulta aplicable a lo que se halla en nuestro interior y entre nosotros (como la comunicación y el diálogo, por ejemplo) y descubriremos la auténtica importancia de la representación en el intercambio de comunicación. Supongamos que varias personas se reunen y aportan determinadas representaciones sobre cómo son los demás o cómo son ellos mismos. Luego, en la medida en que van comunicañidose, esas representaciones se van transformando, 1s cual modifica también nuestra presentación y, en consecuencia, afecta también a la relación. Nuestras relaciones dependen de la forma en que nos representamos a los demás y en que nos presentamos nosotros mismo a ellos. Y todo esto, a su vez, depende de las representaciones impuestas por el colectivo. Cuando las cosas parecen funcionar bien no hay modo de saber si algo está mal porque, de algún modo, hemos aceptado la creencia de que lo que ocurre es independiente del pensamien20.Cuando las cosas se representan y luego se presentan, no hay forma posible de ver lo que está ocurriendo, porque existe una

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enorme presión colectiva que nos impide prestar atención a lc que se halla fuera del campo de representación. La única posi. bilidad de que disponemos surge cuando aparece un problema cuando algo nos sorprende, cuando se evidencia una contradicción y las cosas no parecen funcionar tan bien como creía. mos. Pero no debemos considerar este proceso como un «problema», porque no tenemos idea de cómo resolverlo y no podemos encontrar una solución. Una de nuestras representaciones más comunes es que todo lo que hacemos discurre en el tiempo. Es por ello que determinamos, por ejemplo, un objetivo y nos ocupamos de buscar la forma de alcanzarlo. Porque así es como nos lo presentamos y como creemos que debemos afrontar las cosas, Hasta que no concibamos, pues, la existencia de una dificultad -que las cosas no funcionen- no comenzaremos a damos realmente cuenta de cuál es el problema. La dificultad, de hecho, radica en que la mayor parte de las personas toman como «hechos» cosas que nada tienen que ver con ellos. Es necesaria una transformación radical de nuestro modo de ver el mundo. Nosotros vemos el mundo en función de las representaciones colectivas generales que sostiene nuestra sociedad y nuestra cultura y, en consecuencia, sólo podremos lograr una nueva presentación del mundo cuando abandonemos la representación consensual. Si usted se me presenta como una persona peligrosa, me encogeré de hombros y pasaré de largo, pero si me lo represento de manera diferente, mi actitud cambiará radicalmente. También deberíamos tener cuidado con las falsas representaciones. Podríamos, en este sentido, por ejemplo, decir que «la solución consiste en amamos los unos a los otros», y aunque ciertamente se trate de una intención muy loable, está basada, no obstante, en una falsa representación. Todo cambio genuino y real en la presentación deberá implicar un cambio en el ser. Consideremos ahora, por último, una representación muy frecuente en nuestra sociedad, la de que «uno tiene que cuidar

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de sí mismo e ir con cuidado con los demás, porque son peligrosos y no se puede confiar en ellos», una representación que da lugar a una respuesta, no sólo extema sino también interna y una reacción neuroquímica que pone en marcha cierta tensión corporal. Y, si bien es cierto que el mundo es un lugar peligroso, este planteamiento es inadecuado. El mundo no es hostil porque la gente sea intrínsecamente mala, sino por las falsas representaciones que normalmente damos por sentadas. Tenemos que ver con claridad la causa correcta y, en consecuencia, no podemos acercamos a las personas como si fueran intrínsecamente peligrosas, sino como víctimas de falsas representaciones. El cambio de representación abre entonces la puerta de transformaciones más profundas. No estoy afirmando que esto sea sencillo -ni tampoco que sea complejo-, a fin de cuentas es algo que ignoramos, sino simplemente que nos abre las puertas y nos brinda una visión más amplia. Si realmente aprendiéramos a ver la forma en que el pensamiento produce presentaciones a partir de representaciones, descubriríamos el truco e inmediatamente dejaríamos de estar engañados. Mientras ignoremos cuál es el truco nos parecerá algo mágico, pero en el mismo momento en que tengamos un conocimiento directo, todo experimentará una transformación. Son muchos los mundos posibles y todos ellos dependen de nuestra representación, especialmente de nuestra representación colectiva. Para construir un «mundo» se requiere más de una persona y, en consecuencia, la clave radica en la representación colectiva. Lo que quiero destacar aquí es que no basta con que una persona cambie su representación -aunque eso, por cierto, estaría muy bien-, sino que el verdadero cambio radica en la transformación de nuestras representaciones colectivas.

4. EL PROBLEMA Y LA PARADOJA Hemos visto el amplio abanico de problemas que asolan a la humanidad, problemas que crecen y crecen hasta terminar generando perturbaciones de índole mundial. Y, al tomar conciencia de esta situación, uno puede tener la sensación de hallarse frente a problemas que trascienden con mucho las posibilidades de la inteligencia y la cooperación del ser humano. Todas estas contradicciones y confusiones tienen el común denominador de coincidir en que nos encontramos ante un cúmulo de problemas. Pero, hablando en términos generales, uno no tiene la sensación de que hayamos considerado siquiera la posibilidad de que la palabra «problema» -con todo lo que ello significa- describa adecuadamente el funcionamiento de los asuntos humanos. Tal vez nos sorprenda descubrir, cuando profundicemos en el significado de la palabra, que el hecho de tratar las dificultades que nos asedian como «problemas» está impidiendo precisamente su adecuada superación. La palabra «problema» deriva un término griego que significa «proponer». Así pues, su significado etimológico es someter a discusión o consideración una idea propuesta para la resolución de determinadas dificultades o insuficiencias. De este modo, por ejemplo, en el caso de que alguien deba llegar a un determinado destino, se le puede sugerir tomar un tren y entonces discutir sobre el problema de tomarlo a tiempo, pagar el billete, etcétera. De modo similar, los barcos a vela eran conside-

Sobre el diálogo

rados medios de transporte tan lentos y poco fiables que los hombres se propusieron la idea de viajar en buques de vapor, lo cual les llevó a tratar de resolver técnicamente el problema y de llevarlo a la práctica. Es evidente, en términos generales, que la mayor parte de nuestras actividades prácticas y técnicas giran en torno a la resolución de una amplia gama de este tipo de problemas. Pero si queremos que nuestra actividad tenga sentido, no debemos olvidar que la idea de formular algo como si se tratara de un problema va acompañada de una serie de presupuestos tácitos e implícitos. Entre ellos, por ejemplo, se encuentra la creencia de que las cuestiones planteadas son racionales y se hallan libres de contradicciones. En ocasiones, por ejemplo, nos planteamos descuidadamente problemas absurdos que se asientan en presupuestos falsos o contradictorios. En el dominio técnico y práctico, terminamos dándonos cuenta, más pronto o más tarde, de que nuestra pregunta carece de sentido y descartamos el «problema» como algo absurdo. Durante mucho tiempo, por ejemplo, la gente trató de inventar la máquina del movimiento perpetuo hasta que el desarrollo del conocimientd científico evidenció que tal posibilidad contradecía las leyes fundamentales de la física y terminó poniendo fin a tal intento. Todo esto resulta bastante claro en el dominio práctico y técnico, pero ¿qué ocurre cuando nos adentramos en el dominio de los problemas psicológicos y de los problemas que aquejan a las relaciones humanas? ¿Acaso tiene algún sentido formularnos este tipo de problemas o se trata, por el contrario, de un dominio en el que los presupuestos que se hallan tras las cuestiones sometidas a discusión son falsos, contradictorios y absurdos? Consideremos, por ejemplo, el caso de un hombre que súbitamente descubra su susceptibilidad a la adulación. Esa persona bien podría creer que debe ser inmune a la adulación y, en tal caso, plantearse el problema de superar su tendencia a «caer» en las redes de todo aquél que le adule. No es difícil, sin embargo,

El problema y la paradoja

darse cuenta de que ese «problema» se asienta en presupuestos absurdos, porque resulta evidente que el origen del deseo de ser alabado radica en la sensación profunda de inadecuación, una sensación tan dolorosa que debe ser reprimida, excepto en aquellos momentos en que las críticas u otros indicios similares llamen momentáneamente la atención sobre esa desagradable sensación. De este modo, apenas llega alguien y dice que, después de todo, esa persona es buena, capaz, inteligente, hermosa, etcétera, la incómoda sensación de dolor reprimido desaparece y se ve reemplazada por una sensación positiva de bienestar, una sensación que debe ir acompañada de la creencia de que le están diciendo la verdad puesto que, de otro modo, no proporcionaría el menor consuelo. Así pues, para «defenderse» del «peligro» de descubrir que tales alabanzas no son ciertas, nuestro sujeto se halla predispuesto a creer en todo lo que le dicen, en cuyo caso, como es bien sabido, se arriesga a la posibilidad de ser utilizado de mil modos diferentes. En esencia, pues, el error que origina esta situación se asienta en una forma sutil de autoengaño que queda patente en el mismo momento en que el sujeto se plantea el «problema» de dejar de engañarse a sí mismo. Porque es evidente que el mismo intento de superar la tendencia a engañarse a sí mismo se hallará contaminado por el deseo de aliviar el dolor que origina la situación y, en tal caso, el autoengaño resulta casi inevitable. Podríamos decir, hablando en términos más generales, que cuando algo funciona psicológicamente mal, resulta confuso formular la situación en términos de «problema» y que sería mucho más adecuado hablar de paradoja. La paradoja implícita, por ejemplo, en el caso que nos ocupa, es que, aunque nuestro hombre parece saber y comprender la absoluta necesidad de ser sincero consigo mismo, también experimenta, no obstante, la absoluta «necesidad» de engañarse para liberarse de la insoportable sensación de ineptitud y alcanzar cierto bienestar interior. Lo que se requiere, en tal caso, no es un procedimiento para «resolver el problema», sino detenerse a considerar aten-

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tamente el hecho de que, mientras el pensamiento y el sentimiento se hallen sometidos a demandas y «necesidades» tan contradictorias, no habrá modo alguno de poner nuevamente las cosas en su sitio. Es necesaria mucha energía y mucha seriedad para «permanecer» consciente de este hecho sin tratar de «fugarse» de él y permitir que la mente deje de ser consciente del estado real de las cosas y escape hacia cualquier otro lado. Este tipo de atención -que va, por cierto, mucho más allá de lo meramente verbal o intelectual- puede permitirnos tomar una conciencia real de la raíz de la paradoja y llegar incluso, cuando alcanzamos a verla, sentirla y comprenderla, a terminar disolviéndola. Debo subrayar, sin embargo, que la paradoja no podrá ser resuelta mientras siga siendo considerada como un problema, ya que en tal caso el «problema» no hará más que crecer y generar una confusión incesante. No debemos olvidar que uno de los rasgos característicos del pensamiento -un rasgo, por cierto, necesario para el pensamiento racional adecuado- es que, cuando la mente se formula el problema, el cerebro se pone a trabajar ininterrumpidamente hasta dar con la solución. Así pues, cuando una persona abandona un auténtico problema (la necesidad, por ejemplo, de conseguir alimento) antes de dar con la solución adecuada, el resultado puede llegar a ser desastroso. Este tipo de funcionamiento sería frívolo e implicaría una falta de seriedad malsana. En el caso contrario, es decir, cuando la mente considera las paradojas -que carecen de «solución»como problemas, queda atrapada en ellos, porque cada aparente solución termina demostrando su inadecuación y da origen a nuevas cuestiones de naturaleza más confusa, si cabe, todavía. De este modo, una paradoja cuyas raíces se asienten en la temprana infancia (una paradoja que se haya originado en una situación en la que el niño haya experimentado falta de adecuación, por ejemplo) puede perdurar durante toda la vida, cambiando de continuo de matices y creando una confusión cada vez mayor. Así pues, el hecho de tomar conciencia del

El problema y la paradoja

desorden mental y de describirlo como problema sólo agudiza y confunde más todavía la paradoja. Resulta imprescindible, pues, comprender la diferencia existente entre un problema y una paradoja y responder adecuadamente a cada uno de estos casos. Pero esta distinción no sólo es importante psicológicamente para el individuo, sino también para el ámbito de las relaciones humanas y para establecer un orden apropiado en la sociedad. Resulta, pues, incorrecto describir una dificultad en las relaciones humanas como si de un problema se tratara. Hoy en día, por ejemplo, estj ampliamente aceptado que los padres no pueden camianicarse 1 ibre y fácilmente con sus hijos. La paradoja, sin embargo, es que todos los implicados, que parecen comprender por cierto su humanidad común y su interdependencia, tienen la necesidad de abrirse a los demás pero sienten, no obstante, que sirs «necesidades» son ignoradas o rechazadas, de modo que se sienten «heridos» y terminan reaccionando con un «mecanismo de defensa» que les impide escuchar realmente lo que se les está diciendo. Una paradoja similar opera también de continuo en la sociedad entre los grupos de distinta edad, raza, clase social, nacionalidad, etcétera. Veamos, por ejemplo, el caso del nacionalismo. Todo el mundo parece comprender la necesidad de una comunicación sincera de los sentimientos que compartimos en tanto que seres humanos. Pero cuando una determinada nación se halla en peligro, la reacción de miedo y agresividad es tan fuerte que todo el mundo está rápidamente dispuesto a dejar de tratar al enemigo como un ser humano y a utilizar bombas y matar a los niños de la otra nación, aun cuando a nivel individual se horroricen ante la mera mención de tales atrocidades. Pero lo cierto es que aceptan la censura consistente en coincidir en que lo verdadero es falso, porque creen que ese engaño es necesario para la supervivencia de su nación. Así pues, el nacionalismo es una gran paradoja y carece de todo sentido considerarlo como si de un problema se tratara. El absurdo de tal

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procedimiento resulta patente cuando nos preguntamos cómo puede uno estar dispuesto a matar a los niños de la otra nación y, sin embargo, amar a los de la propia, porque esta pregunta no tiene respuesta y el intento de hallarla sólo genera más confusión. Debemos prestar atención a esa pauta paradójica que ha terminado dominando nuestro pensamiento y nuestro sentimiento, una pauta que va más allá incluso del ámbito de la sociedad y de las relaciones humanas e impregna el pensamiento y el lenguaje humano. Y, puesto que todo lo que hacemos se halla modelado y conformado por nuestra forma de pensar y de comunicarnos, estas pautas paradójicas tienden a extender la confusión a todas las facetas de nuestra vida. Pero este omnipresente conjunto de pautas se asienta, en ú1tima instancia, en una paradoja «radical». Veamos ahora, para tratar de comprender esta paradoja, el hecho de que el contenido del pensamiento se refiere habitualmente a cierto objeto o estado de cosas externo. Uno puede pensar, por ejemplo, en una silla, una casa, un árbol, una tormenta, la órbita de la Tierra, etcétera, objetos, todos ellos, esencialmente independientes del proceso de pensamiento que tiene lugar en nuestra mente, el cual, a su vez, también es esencialmente independiente del contenido de nuestro pensamiento (es decir, que nuestro pensamiento es libre de tomar ese contenido o de dejarlo y ocuparse, a su vez, de cualquier otro contenido relevante). Es evidente que la independencia relativa existente entre la actividad del pensamiento y su contenido es apropiada cuando uno piensa en cuestiones prácticas y técnicas. Pero no resulta difícil advertir que este enfoque genera una pauta de actividad. paradójica cuando comenzamos a pensar en nosotros mismos (especialmente en nuestros sentimientos y pensamientos). Porque resulta evidente que no existe -ni puede existir- la menor separación o distancia entre nuestro pensamiento y nuestro sentimiento y lo que pensamos al respecto. Si volvemos ahora al ejemplo del hombre susceptible a las

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alabanzas a causa de la represión del recuerdo de algún sentimiento doloroso de incapacidad, no nos resultará difícil damos cuenta de que ese recuerdo forma parte de su pensamiento y, viceversa, que todos sus pensamientos posteriores están condicionados por él, de tal suerte que no dudará en aceptar lo falso como verdadero si con ello puede llegar a liberarse, aunque sea de manera provisional, de la emergencia del recuerdo doloroso. Es evidente, en tal caso, que el proceso del pensamiento no se halla separado ni es, en modo alguno, independiente de su contenido. En consecuencia, cuando una persona se plantea el problema de tratar de controlar o superar su tendencia a engañarse a sí misma, queda atrapada de inmediato en «la paradoja radical» de que la actividad de su pensamiento termina siendo controlada por aquello que parece tratar de controlar. Desde la antigüedad, los seres humanos han creído que la codicia, la violencia, el autoengaño, el miedo, la agresividad y otras formas de reacción que conducen a la corrupción y a la confusión contaminan su pensamiento y su sentimiento. Y la mayor parte de las veces esta situación ha sido considerada como un problema que han tratado de resolver intentando controlar de muchos modos diferentes el desorden de su propia naturaleza. Toda$ las sociedades, por ejemplo, han establecido una serie de castigos y recompensas (con el objetivo de atemorizar o premiar, respectivamente, a la gente y así encarrilarla hacia el camino correcto). Pero la inadecuación manifiesta de esta tentativa ha llevado al establecimiento de todo tipo de sistemas morales, éticas y nociones religiosas, con la esperanza de que las personas llegasen a controlar, por sí mismas, sus pensamientos y sentimientos «malos» o «incorrectos», un intento que tampoco ha terminado produciendo el resultado deseado. El hecho es que resulta imposible poner fin al desorden de la naturaleza humana considerándolo como un problema y que tales intentos, muy al contrario, no hacen más que añadir confusión a la confusión y producir, a largo plazo, más daño que bien. En el momento presente, la humanidad se enfrenta a un au-

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mento casi explosivo de las dificultades generadas por todos los intentos de resolver los desórdenes de nuestro pensamiento y de nuestro sentimiento como si de problemas se tratara. Hoy, pues, resulta más urgente que nunca prestar atención no sólo al estado de cosas externo sino también a la torpeza y falta de sensibilidad interna que nos permiten seguir ignorando la paradoja de nuestra mente y nuestro corazón en que se asienta la confusión externa. El ser humano debe cobrar conciencia de la profunda paradoja en la que se hallan inmersos los sentimientos e ideas que tiende a identificar erróneamente como su «yo más profundo», puesto que una mente atrapada en esa paradoja inevitablemente caerá en el autoengaño y creará todo tipo de ilusiones que prometan liberarle del dolor que necesariamente acompaña a esa contradicción. Tal mente no puede darse cuenta de las relaciones reales existentes entre el individuo y la sociedad. Por ello, cualquier intento de «resolver los problemas de uno mismo» y «los problemas de la sociedad» no sólo se revelará inútil sino que, de hecho, generará más dificultades adicionales. Obviamente, esto no significa que debamos renunciar a todo intento de poner orden en la vida del individuo y de la sociedad y que no nos concentremos en el desorden mental que impide acabar con las dificultades que nos asedian puesto que, de hecho, el trabajo interno y el trabajo externo van de la mano. Pero no debemos olvidar los siglos de hábito y condicionamiento durante los cuales la tendencia prevalente ha sido la de creer que «estamos básicamente en lo cierto» y que nuestras dificultades se originan en causas externas que pueden ser consideradas como si de problemas de tratase. De hecho, aun en el caso de que nos demos cuenta de nuestro desorden interno, solemos creer que podemos identificar y señalar claramente lo que funciona mal o aquello de lo que carecemos, como si fuera algo diferente o independiente de la actividad del pensamiento con el que nos planteamos el «problema». Pero, como ya hemos visto, el mismo proceso del pensa-

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miento mediante el cual consideramos nuestros «problemas» personales y sociales se halla condicionado y controlado por el mismo contenido que parece estar considerando, de modo que, hablando en términos generales, este pensamiento no puede ser libre ni tampoco realmente sincero. Lo que necesitamos, en suma, es una toma de conciencia profunda e intensa que trascienda el mundo de lo imaginario, una conciencia que vaya más allá del análisis intelectual de nuestro confuso proceso de pensamiento y pueda penetrar en los contradictorios presupuestos y estados emocionales en los que se asienta la confusión. Esta conciencia implica la disposición a darnos cuenta de las múltiples paradojas que impregnan nuestra vida cotidiana, nuestras relaciones sociales y los pensamientos y sentimientos que parecen constitituir el «yo más profundo» de cada uno de nosotros. En esencia, por tanto, necesitamos estar con la vida en su totalidad e integridad, pero con una atención seria, perseverante y cuidadosa al hecho de que nuestra mente, tras muchos siglos de condicionamiento, suele quedar atrapada en las paradojas y tratar equivocadamente las dificultades resultantes como si de problemas se tratasen.

5. EL OBSERVADOR Y LO OBSERVADO No solemos darnos cuenta de la forma en que nuestras creencias inciden sobre la naturaleza de nuestra observación, pero el hecho es que determinan nuestra forma de ver las cosas, de experimentarlas y, en consecuencia, afectan a todo lo que hacemos. Bien podríamos decir que vemos a través de nuestras creencias y que éstas constituyen, en cierto modo, una especie de observadoi-. El significado del término «observar» viene a ser el de «recoger con el ojo» y, del mismo modo, «escuchar» significa «recoger con el oído». De este modo, todo lo que se halla en la habitación en la que nos encontramos es recopilado y, atravesando la pupila y la retina -o el oído-, llega hasta el cerebro. El observador, pues, es el que selecciona, recopila y agrupa la información relevante y la organiza en una imagen dotada de significado. Y eso es precisamente lo que hacen las creencias, recopilar y agrupar la información relevante y estructurarla y organizarla de un determinado modo. No convendría, pues, olvidar que nuestras creencias funcionan como una especie de observador que influye poderosamente sobre lo que está observando y, a su vez, se ve influido por ello. Porque lo cierto es que existe muy poca diferencia entre el observador y lo observado. En el caso, por ejemplo, de que estemos observando nuestras emociones, las creencias «ob-

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servadoras» se ven profundamente afectadas por nuestras emociones, del mismo modo que ocurre en sentido contrario. Si decimos, por ejemplo, que las emociones son el observador y determinan el modo en que organizamos las cosas, nuestras creencias se convierten entonces en el objeto de observación. En cualquiera de los casos, lo observado se ve profundamente afectado por el observador y viceversa. Ambos, en suma, forman parte del mismo proceso y no existe ninguna separación realmente significativa entre ambos. Si, por otra parte, observo una silla que se encuentra al otro lado de la habitación, lo que ocurre en mí no se ve muy afectado por la silla, ni la silla se ve muy afectada por lo que sucede en mí. Podríamos decir, en tal caso, que el observador es cualitativamente diferente de lo observado, algo que no ocurre cuando observamos nuestras emociones o nuestros pensamientos. Pero lo que veamos cuando observemos a la sociedad o a otra persona dependerá de nuestras creencias y su reacción emocional influirá sobre nosotros modificando significativamente nuestra observación. Es imposible, pues, sostener, a partir de un determinado estadio, la distinción entre el observador y lo observado, y debemos concluir, como solía decir Krishnamurti, que el observador es lo observado. Y si tenemos dificultades para reunirlos -si no podemos llegar a integrar las creencias con las emociones- las cosas funcionarán mal. Si yo digo que estoy observando mi mente, pero no tengo en cuenta mis creencias, la imagen que obtendré será errónea porque las creencias son lo que está observando. Ése es un problema típico de la introspección, ya que cuando alguien dice «estoy observándome internamente» no suele estar considerando sus creencias ... que son precisamente el observador. Imaginemos un programa de televisión sobre el tema del observador y lo observado en el que una persona desempeñaría el papel del observador y otra el de lo observado. En tal caso, una persona podría observar cuidadosamente los gestos de la

El observador y lo obseri~

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otra mientras ésta, por su parte, mostraría su incomodidad al S, observada. Esto es precisamente lo que ocurre en la mente, 1 que el pensamiento crea una imagen del observador y una im gen de lo observado y se atribuye a sí mismo el papel de pei sador (quien está produciendo el pensamiento y llevando a cal la observación) pero, al mismo tiempo, también está atrib yendo su ser a lo observado (como solemos hacer habitua mente con nuestro cuerpo). Del mismo modo que puedo observar la habitación en que me hallo ubicado, también puedo observar mi cuerpo. Pe también sé que soy mi cuerpo y que lo experimento a través I las sensaciones. Y esta experiencia es reproducida intername te, a través de la imaginación y la fantasía, como la imag del observador y lo observado. Y, como ocurre con el caso d cuerpo, ésta parece ser la realidad, la realidad del yo. Tal vez el pensamiento haya terminado identificándose cc la imagen de un observador, de un pensador, porque, de e modo, su autoridad parece proceder de un ser que sabe lo q piensa. Si todo funcionara de manera mecánica -como ocui en el caso de un ordenador- las cosas no tendrían mucho sen do, pero si suponemos que hay un pequeño ser dentro del orc nador las cosas parecen muy diferentes. Ilustremos esto con el ejemplo que nos proporciona un cie y su bastón. En el caso de que sostenga el bastón con firme: sentirá que el bastón es su «yo» y que el contacto con el mun tiene lugar en el extremo de su bastón. Si, por otra parte, sc tiene el bastón con suavidad, su «yo» no se hallará tanto en bastón como en su mano. Pero también podría ocurrir que di ra «"yo" puedo mover la mano, de modo que ésta no debo "yo"» y llegará, en consecuencia, a la conclusión de que «de haber algo mucho más interno -un "yo"- que está moviendo mano». Y este proceso de profundización podría seguir dicil do «eso no soy yo, eso no soy yo ... Yo puedo observar toc esas cosas que, por tanto, no son esenciales a "mí"», hasta 1 gar, por ejemplo, a la sensación de los músculos y de los ór

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nos internos y pensar «yo estoy observando todo esto desde dentro y, en consecuencia, no soy nada de ello». Y así podría proseguir, pelando las distintas capas de la cebolla, por así decirlo, en la esperanza de llegar, en algún momento, a alcanzar la misma esencia, ese centro que realmente sería «yo». En cualquier punto podría decir «debe haber una especie de "yo" esencial más profundo que observa todo eso». Ésta es la modalidad de pensamiento más extendida al respecto. Desde mi punto de vista, sin embargo, el pensamiento es un sistema que pertenece a la cultura y a la sociedad, algo que evoluciona a lo largo de la historia y crea la imagen ilusoria de una entidad individual que se atribuye la causa del pensamiento. Él es el que genera la sensación de un individuo percibido y experimentado y el que acaba determinando que el pensamiento reclame ser el único que puede decidir lo que son las cosas y qué hacer con la información. Porque ésta es la imagen que emerge gradualmente, el pensamiento nos dice lo que son las cosas y «nosotros» terminamos decidiendo qué hacer con esa información. Prestemos ahora mucha atención y tratemos de darnos cuenta de dónde radica el error. Quizás podemos comenzar a dudar diciendo «todo lo que que subyace a esto es cuestionable». Pero es muy frecuente que lo primero que aparezca se asiente en el mismo presupuesto que debe ser cuestionado. Es cierto que podemos cuestionar una creencia, pero sólo podremos hacerlo desde otra creencia. De modo que tendremos que permanecer muy atentos a todo lo que hagamos. Pareciera que hubiese un «dudador» que dudase, algo que se halla «detrás de lo que está detrás», alguien que está observando el errorpero que no es observado. Pero el mismo «error» que debemos observar se halla en quien está observando porque ése es el lugar más seguro en el que ocultarse. Ocúltese en el observador y jamás podrá ser encontrado.

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6. LA SUSPENSIÓN, EL CUERPO Y LA PROPIOCEPCI~N Estamos tratando de profundizar cada vez más para llegar a percatamos de la esencia del proceso global que se oculta detrás del yo o del observador. El asunto es que, cuando escuchamos -u observamos- a través de un «escuchador», no estamos, en realidad, escuchando plenamente, porque una parte de nosotros se mantiene detrás -en reserva, por así decirlw escuchando el resto. Hay ocasiones, sin embargo, en las que todos nosotros escuchamos sin «escuchador» y observamos sin la mediación de un observador. Cuando emprendemos una determinada actividad, por ejemplo, no solemos estar observándonos a nosotros mismos ejecutando la acción sino que simplemente actuamos, algo que no es fácil de hacer porque, para ello, debemos profundizar en nuestra observación. Comencemos preguntándonos qué es lo que vamos a observar o escuchar. Supongamos, por ejemplo, que nos han atacado y nos sentimos violentos. Lo primero que hace una persona que experimenta agresividad es actuar (ya sea física, verbal, gestualmente, etcétera) sin saber que lo está haciendo, sin darse cuenta siquiera de que está siendo agresivo, pensando, tal vez, «tengo razón» o «me han agredido y debo responder». Quizás en algún momento posterior pueda darse cuenta de lo que está ocurriendo y pensar «soy agresivo y no debiera serlo». Entonces ... es cuando s. 4 t 4 -:,; t* i ' -2. ,p& d4 ?) F,!. 1 15

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