Bob Dylan El Rockero Que Merece Un Nobel

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Bob Dylan

El rockero que merece un Nobel Aunque no se considera a sí mismo un poeta, el autor de "Blowin in the Wind" es uno de los mayores virtuosos de la lengua inglesa del siglo XX y de lo que va del XXI. Con años de retraso --salvo por algunas excepciones notables-- los académicos y los críticos literarios reconocieron ese talento, y en 1996 comenzaron a llegar, desde Estocolmo, las primeras noticias sobre la candidatura de Dylan al máximo premio de la literatura.

"No me llamo poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista del trapecio", le contestó Bob Dylan a Nora Ephron en una entrevista de 1965. No había en la respuesta soberbia disfrazada de pudor sino, más bien, la comprensión definitiva y temprana de que, como en el famoso cuento de Franz Kafka, el individuo que practica un arte no necesita otra cosa que su instrumento, un entrenamiento intransigente y un instinto imperioso. Dylan es más y menos que un poeta: es un artista. Un acróbata temerario de las palabras. Y, sin embargo, salvo por algunas excepciones notables, tardaron mucho los académicos y los críticos literarios en percatarse de que ese hombre desdeñoso y reticente, insoportablemente genial, de formación azarosa y plagiado por músicos de dudosa reputación era uno de los mayores virtuosos de la lengua inglesa de todo el siglo pasado y de lo que va del XXI. Sin ir más lejos, las primeras noticias acerca de la candidatura de Bob Dylan al premio Nobel de Literatura empezaron a llegar recién hacia fines de 1996, cuando se organizó en Estocolmo un comité de campaña, apoyado, desde los Estados Unidos, por el poeta Allen Ginsberg

-miembro además de la American Academy of Arts and Letters- y Gordon Ball, profesor de la Universidad de Virginia. En su justificación, Ginsberg afirmaba: "Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo". Y Ball, por su lado, escribió: "Aunque es conocido como músico, sería un grave error ignorar sus extraordinarios logros en el campo de la literatura. Dylan ha devuelto la poesía de nuestra época a su transmisión primordial a través del cuerpo, revivió la tradición de los trovadores. Su obra excede los límites de la cultura popular". Ambos comentarios eran tan precisos como protocolares. Desde entonces, su nombre ha rodado por los escritorios nórdicos. A esta altura de las cosas, Dylan no necesita ese premio. Recibió ya distinciones variopintas, desde el Oscar por la canción "Things Have Changed" (incluida en la película Fin de semana de locos ) hasta, en junio de este año, el Príncipe de Asturias de las Artes ("es una de las máximas figuras de la canción, en la que combina, de una manera magistral, la belleza de su poesía y su compromiso ético", fue el dictamen del jurado) pasando por varios Grammy. Además, en los últimos ocho años grabó tres de los discos más rotundos de su carrera: Time Out of Mind (1997), Love and Theft (2001) y Modern Times (2006). Mientras tanto, se puso a la venta hace una semana un disco triple antológico, que recupera 51 de sus canciones más relevantes, se espera el primer remix de uno de sus temas ("Mostly Likely You Go Your Way (And I ll Go Mine)", se editó localmente en DVD Don t Look Back -el documental de D. A. Pennebaker que registra una gira por Inglaterra del año 1965- y se presentó en Venecia la película biográfica I m Not There (ver nota en página 13). Y, acaso lo más importante de todo, también este mes las editoriales Global Rhythm y Alfaguara acaban de publicar en España (el volumen llegará a Buenos Aires en diciembre) Letras 1962-2001 , puntual edición bilingüe, en traducción de Miquel Izquierdo y José Moreno, del equivalente en inglés Lyrics 1962-2001 . A los sesenta y seis años, sigue siendo el más contemporáneo de nuestros contemporáneos. No sería exagerado decir que si Bob Dylan no hubiera existido, el mundo sería un lugar radicalmente distinto, tal vez menos rico, seguramente más desamparado. "Algunos dicen que soy un poeta" La transformación de Robert Allen Zimmerman -el nombre con el que nació el 24 de mayo de 1941, en Duluth, un pueblo al norte de Minnesota- a Bob Dylan, el nombre con el que eligió identificarse por primera vez en Twin Cities, implicó mucho más que un fenómeno de nominación: marcó el nacimiento de su identidad como poeta. El hecho de que tomara prestado el nombre de otro poeta, el inglés Dylan Thomas (un dato que siempre refutó con escasa persuasión) y que esa elección tuviera lugar en un arrabal de los Estados Unidos impone un emblema certero a cuya tentación resulta difícil no ceder: la del antropófago dispuesto a deglutir materiales culturales de diversas procedencias y a ignorar las excluyentes distancias entre lo alto y lo bajo. Dylan fue el primer poeta cuya voz habló multiplicada en miles de bares por los parlantes de los juke boxes . Como dijo Allen Ginsberg: "Fue un riesgo artístico tentar si el gran arte podía enlatarse en un juke box . ...l probó que eso era posible". Las canciones son objetos tridimensionales: comprenden la palabra, la música y la voz. Pero Dylan advirtió siempre que lo importante de sus canciones eran las palabras y, en segundo lugar, la música. "Hace mucho tiempo que escribo canciones, y las letras de las canciones no las escribo simplemente para cubrir el expediente, las escribo para que se puedan leer. Si se le quita aquello que es propio de la canción -el ritmo, la melodía- todavía las puedo recitar", explicó a mediados de la década del sesenta.

¿Por qué los poemas que hacen las canciones de Dylan son tan buenos? Esa es la pregunta que se hizo, y respondió con imbatible maestría, el crítico inglés Christopher Ricks -profesor, aunque ya retirado, de las universidades de Cambridge y Boston- en Dylan s Visions of Sin , el libro más brillante que se haya escrito sobre las letras del autor de "Blowin in the Wind". En línea con los requisitos de otro crítico, William Empson, Ricks se propone no tanto constatar que los poemas son buenos sino mostrar cómo es que llegaron a serlo. A lo largo de la visita apasionante a los siete pecados capitales que propone el título, Ricks teje un entramado de las citas -deliberadas o involuntarias- y de las referencias ocultas que recorren, como vetas, sus poemas, desde John Donne y Lord Byron hasta Philip Larkin. Dylan posiblemente sea uno de los poetas en lengua inglesa con mejor oído desde el victoriano Alfred Tennyson y, como observa agudamente Ricks, uno de los grandes rimadores de la historia de la literatura en su lengua. Los ejemplos son numerosos, pero bastaría decir que los pares skull ("calavera") y Capitol ("Capitolio"), de la canción "Idiot Wind" en el disco Blood on the Tracks (1975), sense (aquí "sentido común") y coincidence ("coincidencia") de "It s All Over Now, Baby Blue", o crave ("deseo") y grave ("tumba"), de "Someday Baby" en Modern Times exceden por completo las meras exigencias de consonancia de un canción y arman unidades de sentido tan asombrosas como imprevistas, hechas de la colisión productiva entre el sonido y el sentido. Precisamente Larkin, que solía escribir una columna sobre jazz en el Daily Telegraph en la que cultivaba su intolerancia para cualquier música posterior a los años veinte, tuvo la perspicacia de comentar elogiosamente Highway 61 Revisited (1965) y de asegurar: "Hay un larguísimo tema, ´Desolation Row , cuya melodía es encantadora y que probablemente tenga una letra inaudible y misteriosa porque se limita a murmurarla". Dylan sabía maniobrar con los énfasis entre el sonido y el sentido. Sabía qué palabras debían pronunciarse y por qué. "Un poema es una persona desnuda. Algunos dicen que soy un poeta", escribió en las notas a Bringing It All Back Home (1965). Iluminaciones Dylan encontró desde muy temprano -sobre todo desde The Freewheelin Bob Dylan (1963), su segundo disco- la llave maestra para convertir su vida en una obra de arte, aunque sin incurrir en la poesía confesional. Acaso la vida de un hombre resulte insuficiente para explicar su obra, pero es seguro que la obra de un artista puede explicar su vida. La maduración de Dylan como poeta fue supersónica. Hasta que la fama le estalló en la cara, su poética avanzó con la velocidad de un quasar. Bringing It All Back Home , Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde (1966) son la secuencia anfetamínica de ese movimiento. Dylan se comportó siempre como un quintacolumnista del pasado. Nunca se demoró en los dobleces de su propia historia; en cambio, se ocupó de encontrar y crear afinidades entre tradiciones disímiles. Con palabras y músicas que muchos habían leído y escuchado antes, armó una constelación de escandalosa singularidad. Hay aquí desajuste cronológico mínimo pero no menor: los letristas de rock de los sesenta, John Lennon y Paul McCartney incluidos, se formaron con los textos de Dylan, pero Dylan no se formó con las letras de rock sino con el blues, el folk y la poesía moderna. En Crónicas , el libro fragmentario de memorias que publicó en 2005, Dylan cuenta el modo minucioso en que estudió, por ejemplo, las canciones de Robert Johnson, el cantante de blues rural de los años treinta, casi completamente olvidado a comienzos de los sesenta: "Copié las letras para examinar con detenimiento la construcción, la asociación libre que usaba, las luminosas alegorías, las verdades envueltas en la abstracción del sinsentido". Dylan conocía ya en profundidad las largas tiradas de versos parecidas a sermones del cantante folk Woody

Guthry, su ídolo de juventud. A la alquimia le faltaba un único elemento, que llegó por mera coincidencia o como un azar travestido en destino. Suze Rotolo, su novia de los sesenta, la misma chica que aparece en la tapa de Freewheelin , lo introdujo hacia 1961 en la obra del poeta francés Arthur Rimbaud, sobre todo Una temporada en el infierno y las "Cartas del vidente". "Todo tenía sentido", explica Dylan. "Ojalá alguien me lo hubiera mencionado antes". Rimbaud fue el reactivo que hizo posible la condensación imaginaria del folklore de Guthry y los blues de Johnson con la prosa espontánea de Jack Kerouac, otro de los nombres decisivos en la educación artística de Dylan, especialmente en su manera de escribir a golpes de sueños o iluminaciones, sin volver nunca atrás. El procedimiento era claro. Como él mismo dijo: "Escribo siguiendo cadenas de imágenes". En este sentido, la electrificación musical de Dylan -tan deplorada en su momento y entendida como una traición al folk- fue, además del efecto del espíritu de los tiempos, una demanda inmanente de los textos. Era el pensamiento de Dylan, antes que los instrumentos que usaba, aquello que se había vuelto eléctrico. Las palabras acarrearon el sonido y el timbre de los instrumentos. El relato que arman muchas de sus canciones no progresa según las consecuciones de la retórica. "Tengo ideas y las escribo, nada más", dijo en alguna de esas conferencias de prensa de los años sesenta, verdaderas performances de la provocación en las que desnudaba, con respuestas a contrapié, la inepcia de los cronistas. Dos grandes líneas recorren la poesía de Dylan. Una, vinculada al folk, pero también al poema Kaddish de Ginsberg, acumula historias y episodios. La cantante Joni Mitchell observó una vez que Dylan instalaba mesetas melódicas para extender sobre ellas una narración completa. Así funcionan, entre otras canciones, "A Hard Rain s A-Gonna Fall", o "Highlands" incluido en Time Out of Mind (1997). Otra, más cercana a Rimbaud, es la que moldea "Visions of Johanna", canción del disco Blonde on Blonde (1966) en la que las estrofas acumulan secuencias de imágenes engarzadas por conexiones subterráneas o virtuales. Otra cosa es la religión. La entonación mística de muchas de sus canciones procede de William Blake, pero, sobre todo, de la Biblia. La relación de Dylan con la Biblia fue compleja y viró del interés literario a la conversión religiosa. Hacia fines de la década de 1970, abandonó la religión judía -a la que retornó sin embargo últimamente-, abrazó el cristianismo ("Jesús me tocó el hombro y acepté su invitación", explicó) y grabó Slow Train Coming (1979) y Saved (1980), discos con letras de encendida devoción y débil poderío poético que, sin embargo, se leen como el testimonio de una experiencia y preceden a la resurrección lírica de Oh Mercy (1989). Criptógrafo consumado, Dylan cifra las lecturas y la biografía en cada una de sus letras. En la apocalíptica "Not Dark Yet", canción que Ricks vincula inteligentemente con la "Oda a un ruiseñor" de John Keats, se lee el verso: "Detrás de toda belleza hubo siempre algún dolor". No habrá una descripción más perfecta, y a la vez más innecesaria, de Planet Waves (1974) y Blood on the Tracks , discos conmovedores en los que convirtió en drama su divorcio con Sara Lownds. Esos versos son autónomos, con un sentido volátil que espera ser completado. Y el enigma no se menoscaba al saber, por ejemplo, que "el caballo de Paul Revere" mencionado en "Tombstone Blues" es en verdad un saludo al poema "The Landlord s Tale: Paul Revere s Ride" de Henry Longfellow. La ambigüedad es, para el poeta, una estrategia de la supervivencia. Los poemas de Dylan son irreductibles. No se les puede dar jaque mate porque se salen siempre del tablero. Como toda la poesía que vale la pena recordar, sus versos son talismanes. Los arabescos de las palabras siguen diciendo algo cuando se pensaba que ya lo habían dicho todo. Algo semejante ocurre con el hombre que los escribió.

Por Pablo Gianera

LA NACION

Sábado 13 de octubre de 2007

REVOLUCIÓN SIN SANGRE

El hogar de la libertad

Con Joan Baez, en el Newport Folk festival, de 1963.

En la voz de este hombre resuena una época. En la voz de este hombre -nasal, ligeramente áspera, algo desganada; la voz de un poeta que escudriña el mundo que lo rodea y sus volcánicos estados de ánimo- se escucha el eco provocador de los beatniks , el ansia de libertad de los defensores de los derechos civiles, los furores incendiarios del rock. Si prestan ustedes atención, descubrirán la palabra de Malcolm X, el clamor pacifista de una multitud ululante, el viaje psicodélico que abre las fronteras a una nueva percepción, el manifiesto beat de Jack Kerouac, el frenesí de los cuerpos entregados al placer sexual, el fraseo sin ataduras de Charlie Parker, las hileras de cadáveres embolsados al regreso de Vietnam, la efervescencia cultural y la desbordante vitalidad que contagia una miríada de poetas alucinados, músicos trashumantes, comediantes de stand up y bohemios sin remedio que agitan las callecitas del Greenwich Village a comienzos de los años 60. Una revolución sin sangre, escribirá Allen Ginsberg. En la voz de este hombre y en su música en permanente estado de transformación -guitarra acústica y armónica en los comienzos, rock electrificado después, y más tarde Dylan, sin etiquetas que aprisionen su rebelión estética y moral-, se percibe esa vitalidad y también la asentada tradición de la cultura norteamericana más honda: los sonidos ancestrales del blues arcaico traen el drama de los negros y las guitarras mansas del folk, la sensibilidad del hombre rural. Es música de raíces profundas y, sin embargo, algo la torna irresistiblemente actual, escrita con la urgencia del cronista de época y el lirismo del poeta, y con la sabiduría temprana y por eso inesperada de un profeta o un chamán. Cuando todo pase (todo: los fulgores electrificados del rock, la experimentación con las drogas, la sonoridad atemporal de la música country a la que regresará de cuando en cuando, los desplantes desafiantes a la prensa, el alumbramiento del folk rock, la conversión al

cristianismo, la consagración artística definitiva, el concierto para Bangladesh -el primero de carácter humanitario, que en 1971 reunió en el Madison Square Garden a artistas como Eric Clapton y George Harrison-, los enigmas sobre la fe, las numerosas apariciones en el cine, los baches creativos y la resurrección, los homenajes al artista de culto y la constante revisión de su obra), cuando todo eso pase, Eric Clapton evocará aquella aparición fulgurante que habría de ejercer una influencia medular sobre varias generaciones de artistas y dirá que era lo más viejo que podía ser un hombre joven y lo más negro que podía ser un hombre blanco. Y Bruce Springsteen lo pondrá en estos términos: "Así como Elvis liberó nuestros cuerpos, Bob liberó nuestras mentes". ¿Lo ven? El pelo revuelto, la mirada un poco soñolienta, un aire ensimismado y levemente desafiante, todavía no el gesto francamente huraño que lo acompañará cuando sea una celebridad. Esto que estamos escuchando es "Masters of War", de la primera época de Bob, y ustedes van a reencontrarse con este himno pacifista cada vez que alguien recuerde el tiempo en que Dylan era "una conciencia que canta". Así lo presentó Steve Allen en su show televisivo, en 1964, cuando ya se habían editado The Freewheelin Bob Dylan (1963) y The Times They Are A-Changin (1964), cuando una parte del mundo lo adoraba y lo consideraba el gran heredero de la tradición del blues , el jazz y la música folk. Dijo que era un árbitro moral y un predicador y luego Billboard diría que la poesía de Dylan nace de una conciencia dolorosa, de la tragedia que subyace a la condición humana contemporánea. Bob siempre quiso escapar de eso, siempre se hizo el desentendido con esas cosas. Pero después, a lo largo de los efervescentes años 60, el muy cabrón escribía "Blowin in the Wind" y "A Hard Rain s AGonna Fall" y "With God in Our Side" y "Restless Farewell", y cantaba junto a Joan Baez en el célebre mitin político de 1963 en que Martin Luther King decía que tenía un sueño, y entonces volvía a erigirse en El Sumo Sacerdote de la Protesta o en El Arzobispo de la Anarquía o en El Gran Buda de la Revuelta y le decíamos: "Gracias, Bob, una vez más nos abriste los ojos y despertaste nuestras conciencias en este mundo que se desmorona sin remedio". El muchachito con aire de James Dean llegó a Nueva York en 1961 y desde entonces se convirtió en un espíritu trashumante, integró la bohemia que agitó la vida nocturna de Greenwich Village y vivió en casas cuyas bibliotecas reavivaron su fértil imaginación y su curiosidad sin límites, como antes lo había hecho la radio, acercándole al oído (y sobre todo al corazón) las voces de cantantes folk y bluseros como Johnny Cash o Muddy Waters. Cuando Dylan se pregunte cuántos caminos debe andar un hombre antes de que lo llamen hombre antes de que lo llamen hombre (es decir, cuando en buena parte de su obra se interrogue sobre el alma humana, envolviendo esas inquietudes existenciales en los ropajes engañosamente ligeros de la música popular), resonarán en esos textos las lecturas tempranas de Gogol y Balzac, de Voltaire y Rousseau, de Faulkner y Pushkin, autores que en los tiempos de su azarosa educación sentimental ha leído con voracidad, según confiesa en el primer volumen de una autobiografía que tendrá segunda y tercera partes ( Crónicas , 2004), y lo ha hecho con ese atropello propio de la adolescencia, pero estimulado por una sed de conocimiento que lo llevará a Lord Byron, Longfellow y Poe, y luego a Archibald McLeish, Carl Sandburg y Robert Frost, portales todos ellos de un universo poético que se abrirá a los ojos del joven trovador e irá moldeando su lirismo junto a las invenciones de la generación beat , de Kerouac a Lawrence Ferlinghetti, de Ginsberg a Gregory Corso. (La relación con Ginsberg habrá de ser particularmente rica: en octubre de 1971 grabarán temas que pasarán a integrar el álbum Holy Soul Jelly Roll, Songs and Poems , con algunos textos escritos por ambos, versiones de poemas de William Blake y un staff que incluirá a Corso.)

Woody Guthrie, el viejo maestro del folk, ha sido la piedra de toque. En los días en que Dylan llegó a Nueva York, en 1961, la lectura de su autobiografía ( Bound for Glory ) y naturalmente sus discos alumbraron un mundo nuevo y produjeron una verdadera conmoción en el joven músico. Bob Dylan (1962), el primer álbum de su carrera, grabado para el sello CBS a instancias del productor John Hammond, incluirá en medio de una sucesión de covers "Song for Woody", tributo al viejo maestro y el primer tema que lleva la firma del compositor. Bob interpreta esas canciones en el Café Wha? y en The Gaslight, dos locales del Village donde comienza a configurarse un estilo personal: sencillas estructuras folk , temas tradicionales que Dylan modifica a su capricho con observaciones personales, imágenes surrealistas y una ironía devastadora. Pero de pronto todo cambia: Newport, 1965. Dylan ha escuchado el llamado de su intuición, se ha desentendido de sus fans puristas y por eso conservadores, se ha conectado a 220 vatios. Una llamarada relampaguea en la escena del rock. ¿Escuchan los abucheos? Un espectador le ha preguntado dónde quedó Woody Guthrie, Bob, qué ha sido del músico folk que había venido a resguardar nuestra gran tradición. Quizá no ha debido regresar a Newport, ni haber desafiado a su público con una versión electrificada de "Maggie Farm". Mírenlo a Pete Seeger, correteando por el backstage con ganas de cortar los cables y poner fin a este bochorno. Bob acaba de desembarcar en las convulsionadas aguas del rock y desde hoy empezará a compartir escenarios y grabaciones de estudio (y a trasladar a esos registros discográficos el ímpetu, la espontaneidad y el vigor de los shows en vivo, como sucederá en Highway 61 Revisited ) con algunos de los músicos más influyentes de los próximos cuarenta años: The Grateful Dead, Johnny Cash, Bruce Springsteen, Joni Mitchell, Van Morrison, Neil Young, George Harrison, Tom Petty y The Heartbreakers, Roy Orbison, Bono, los Rolling Stones. Todos ellos habrán de escuchar su obra con veneración, seguros de que hay en su palabra una verdad revelada y en su música portentosa, el signo inconfundible de una época que acaba de nacer. Bringing It All Back Home (1965) traerá esa nueva energía rock era en uno de sus lados, y también tres temas que habrán de incorporarse a los grandes momentos musicales de Dylan: "Mr. Tambourine Man" (poco antes un éxito de los Byrds), "Gates of Eden" y "It s Alright, Ma (I m Only Bleeding)". El nuevo Judas presentará en vivo ese material y todo habrá cambiado, primero en Newport y luego en Manchester, escenario de otro día de furia de sus fans. Bob publicará Highway 61 Revisited (1965, con abundantes citas al blues del Mississippi, la intervención del guitarrista Mike Bloomfield y un tema esencial para la música popular del siglo XX, "Like a Rolling Stone") y Blonde on Blonde (1966). Quizá sea el mejor Dylan de todos los tiempos, artífice de una obra monumental en la que deberán anotarse más de 100 intervenciones en compilaciones y soundtracks, y casi 70 álbumes personales si se consideran bootlegs y remasterizaciones , y en la que hoy fulguran temas esenciales para la música popular del siglo xx: "The Times They Are A-Changin ", "Mr. Tambourine Man", "Hurricane", "Positively 4th Street", "Knockin on Heaven s Door", "Just Like a Woman", "Highway 61 Revisited" y otras que merecieron sucesivas versiones de otros artistas. Un cuerpo artístico inspirador a cuyas cumbres el músico se asomará cada vez que sorprenda con algunas de sus frecuentes resurrecciones discográficas ( Blood on the Tracks , 1975 ; Time Out of Mind , 1997 ; Love and Theft , 1991 ), durante interminables giras como la Rolling Thunder Review o toda vez que la industria exhume rarezas grabadas tanto en estudios como en directo ( The Bootleg Series , volúmenes 1-7).

Antes de filmar el video que promoverá el nuevo álbum, Dylan , el músico aceptó publicar un aviso en un sitio web en el que convocaba a sus sosías para que interviniesen en el clip . Un ejército de replicantes provenientes de todas partes del mundo -pelo ensortijado y anteojos oscuros, botas y camisa a cuadros, aire displicente de rock star - respondió a ese llamado con la confianza y la religiosidad con que se responde al pedido de un maestro. En la primera escena de No Direction Home (2005), el retrato documental con el que retorna a este universo musical Martin Scorsese, años después de haber filmado El último vals (1978), el concierto de despedida de The Band, un Dylan ya maduro dice que todo lo ha hecho para algún día volver a casa. Es el retorno a los sentimientos más puros, a la edad de los sueños. De algún modo, la obra de Dylan es también un hogar al que cada tanto conviene regresar. Es en sus canciones donde todos guardamos las mejores ilusiones de nuestra juventud, donde resplandecen la poesía y el anhelo de libertad, la sed de justicia y el deseo de un mundo más humano. Por Víctor Hugo Ghitta

La película de Haynes

LA NACION – 13 de Octubre 2007

Cate Blanchett encarna al músico en los años 60.

"God, I m glad I m not me." ("Gracias a Dios que no soy yo.") (Bob Dylan, leyendo un artículo sobre sí mismo en 1965. Citado en el pressbook de I m Not There. ) En un fragmento del documental sobre Bob Dylan realizado por Martin Scorsese en 2005, No Direction Home , Izzy Young, propietario del Folklore Center de Greenwich Village, Nueva York, y uno de los primeros descubridores de Dylan, comenta: "...l hablaba de ideas contemporáneas, sus letras parecían escritas en tiempo presente, pero también sonaban como si las hubiera escrito hace doscientos años. Sonaba actual y antiguo al mismo tiempo". La afirmación podría aplicarse a la nueva película de Todd Haynes, I m Not There , una aproximación a la vida y obra de Dylan. El film de Haynes contiene una de las más audaces propuestas conceptuales que el cine haya contemplado: una aproximación al músico mediante la confección de seis álter ego de diferentes edades, razas y sexos que encarnan diversas aristas de la personalidad del artista. Markus Carl Franklin da vida a un niño negro de 10 años con alma de bluesman, que responde al nombre de Woody Guthrie ("mi último héroe" según Dylan); Christian Bale es Jack Rollins, el Dylan abocado a la cúspide del universo folk; Ben Whishaw interpreta al Dylan-poeta encarnado en Rimbaud; Heath Ledger es Jude Griffin, un actor que queda trastornado tras retratar a Dylan en una película; Cate Blanchett mimetiza al

Dylan más inconformista de los 60 bajo el nombre de Jude Quinn; y Richard Gere es un "Billy" McCarty que evoca al "Billy" más dylaniano: The Kid. Haynes renuncia a confeccionar una simple biografía, da la espalda a la hagiografía y evita caer en la simplificación del panfleto. El director aborda la compleja identidad del ser humano tras el artista. La lucha del hombre por dar forma al genio. Mucho se ha teorizado sobre la condición iluminada del artista cuando se encuentra en plena creación. Existe en ese proceso una suerte de posesión en la que el artista emerge de entre las sombras del hombre y, fuera de sí, se entrega al alumbramiento del arte. Puede que en ese momento, el hombre ya no esté allí, y puede que por eso el film de Haynes se titule I m Not There (No estoy allí). En ese caso, estaríamos ante una de las más lúcidas reflexiones sobre el ejercicio artístico jamás realizadas. Haynes se empareja con la figura de Dylan por su capacidad para esbozar un discurso nuevo a partir de la apelación a obras pasadas. I m Not There puede verse como una excitante recreación del universo estético-fílmico de la década de los 60. No faltan en la cinta referencias explícitas a películas como Don t Look Back (1967), documental canónico sobre Dylan realizado por D. A. Pennebaker, a Masculin féminin (1966), de Jean-Luc Godard, a Fellini 8½ (1963), a A Hard Day s Night (1964), de Richard Lester y a la más tardía, aunque imprescindible, Pat Garret & Billy the Kid (1973), de Sam Peckimpah. Además de la evocación de un mito forjado en el pasado I m Not There se instituye en lo que un crítico de The Village Voice , Nathan Lee, ha definido como "una película sobre la lucha por la conservación de la libertad, la creatividad y la integridad política en una cultura bombardeada por los medios de comunicación en tiempos de guerra". La lucha a la que hace referencia Lee es mostrada en el film a través de la batalla dialéctica entre Griffin-DylanBlanchet y un periodista encarnado por Bruce Greenwood. Un combate ético en el que Haynes pone en escena la resistencia del músico a someterse a una cultura del espectáculo poblada por una jauría mediática que aspira a vampirizar la identidad del artista. Con un arrollador sentido de la ironía, Haynes pone en imágenes un sofisticado discurso sobre la condición camaleónica del artista y su tendencia a elaborar una representación del propio yo al borde de la egolatría. Y si la apuesta conceptual del director deviene un éxito es gracias a su brillante ejecución formal, en la que se entremezclan diferentes texturas fílmicas (color, blanco y negro, diferentes porosidades y saturaciones) y formatos audiovisuales (el falso documental-homenaje, el documento en vivo, el drama familiar, el western crepuscular...), todo integrado en un flujo cohesionado y libre en sus asociaciones temáticas. En el documental de Scorsese, Allen Ginsberg expresaba la siguiente idea sobre el vigor lírico de los textos de Dylan: "La poesía son palabras con el poder de ponerte los pelos de punta, que reconocés al instante como una forma de verdad subjetiva que contiene una realidad objetiva". Cambien el término "palabras" por "imágenes" y tendrán la mejor definición del influjo poético de I m Not There , la gran película de Todd Haynes.

Manuel Yañez Murillo

La Nación

Sábado 13 de octubre de 2007