Blushing, Cuando Sonrojarse Duele

Título de la edición en inglés: When Blushing Hurts iUniverse, Inc. New York, Bloomington, 2008 Queda prohibida toda r

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Título de la edición en inglés: When Blushing Hurts

iUniverse, Inc. New York, Bloomington, 2008

Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.

© Uqbar editores, 2009 Teléfono 2247239 Av. Las Condes 7172 A, Las Condes Santiago de Chile www.uqbareditores.cl © BLUSHING. CUANDO SONROJARSE DUELE © Enrique Jadresic RPI Nº 170.659 ISBN: 978-956-8601-49-2 Dirección editorial: Isabel M. Buzeta Page Asistente editorial: Carla Morales Ebner Diseño portada: Draft Pintura de portada: «sin título», Carmen Aldunate, 1974 Diagramación: Salgó Ltda. Impresión: Salesianos Impresores Impreso en Chile / Printed in Chile

A quienes sufren y por pudor no se atreven a pedir ayuda.

«Ruborizarse es la más peculiar y la más humana de todas las expresiones.» Charles Darwin

«El hombre es el único animal que se sonroja. O necesita hacerlo.» Mark Twain

ÍNDICE

Agradecimientos

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Prefacio a la edición en español Prólogo

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P r i m e r a pa r t e

Itiner ario personal/médico Introducción

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Capítulo I

Descubriendo las emociones

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43

Capítulo II

Carta a mi médico

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Capítulo III

Rubor Facial Patológico (RFP) ¿una enfermedad?

...........

47

.............................

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Capítulo IV

Retomando la práctica clínica Capítulo V

Opciones de tratamiento en el Trastorno de Ansiedad Social (TAS)/Fobia Social y en el Rubor Facial Patológico (RFP)

............................

67

S e g u n d a pa r t e

Luz al final del túnel Capítulo VI Lucía D.

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Capítulo VII Bárbara F.

...............................................

Capítulo VIII Benjamín S.

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................................................

113

Capítulo X Daniel M.

...............................................

117

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125

...................................................

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Epílogo

Anexo

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Capítulo IX Martín P.

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Bibliografía

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AGR ADECIMIENTOS

E n esta tierra remota que es mi país, tuve la suerte de que algunos

pacientes se encontraran conmigo mientras buscaban ayuda para aliviar su rubor facial incontrolable. Lo que me narraron despertó en mí un gran interés y curiosidad intelectual, pero, a la vez, pulsó una fibra más íntima: me sentí identificado y conmovido. Si he decidido narrar parte de las historias de algunos de ellos, es porque considero que hacerlo puede ayudar a otras personas que, en silencio y soledad, comparten, sin saberlo, el mismo incomprendido padecimiento en variadas partes del mundo. Mi mayor deuda de gratitud es con esos pacientes, quienes confiaron en mí y me autorizaron a convertir sus testimonios biográficos en componente importante de este texto. No sólo les agradezco la generosidad de permitir a otros acceder a la experiencia vivida sino también la resonancia creadora de sus palabras, las que me incentivaron a contar fragmentos de mi propia historia, similar a la de ellos en muchos aspectos. Agradezco, además, al doctor Claudio Suárez, quien fue mi médico y me puso en contacto con los principales protagonistas de estos relatos. Mi reconocimiento, también, a la doctora Estela Palacios, gran colaboradora en lo que concierne a la investigación de la dolencia que afecta a estos pacientes. 13

P R E FA C I O A L A E D I C I Ó N E N E S PA Ñ O L

E sta obra trata sobre el rubor, es decir, sobre la más fina de las

formas del padecer. Cuando este se torna invalidante es inevitable quizás recordar una frase del poeta Arthur Rimbaud: por delicadeza yo perdí mi vida. Pocas veces uno tiene la posibilidad de enfrentarse a un libro que no sólo cumple con la premisa básica de cualquier exposición médica como es la de ayudar a quien sufre una enfermedad, sino que constituye en sí un ejemplo de finura, de respeto y hondor. Partiendo de la propia experiencia, Enrique Jadresic, médico psiquiatra, ha escrito un libro al cual ningún lector podría rehusarse porque éste finalmente es un retrato de la más entrañable de las manifestaciones humanas como es precisamente el sonrojo, de la más emocionada y tumefacta, en cierto sentido también de la más expuesta y por lo mismo indefensa. El rubor es un signo y sólo en culturas devoradoras y competitivas como las nuestras, puede ser experimentado por quienes se ruborizan fácilmente como menoscabo y, por ende, como patología. Nuestras enfermedades son sobre todo culturales, formas como las distintas sociedades han históricamente leído el padecer, y por consiguiente el que muchos seres humanos se sientan atormentados por su incontrolable rubor habla mucho más del mundo, de su dureza y de su a veces inconsciente crueldad, que de la persona 15

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

que se ruboriza. Quienes sufran por su rubor encontrarán aquí un camino, una puerta de salida que cumple con los más exigentes parámetros científicos y este libro les será de una ayuda invaluable. Para los otros también lo será: emergeremos de su lectura más amplios, más comprensivos y generosos, más conscientes. Enrique Jadresic ha escrito un libro que también es un poema: le ha vuelto a dar un significado a la palabra delicadeza. Raúl Zurita

Poeta chileno Premio Nacional de Literatura 2000

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P R Ó LO G O

L a lectura de un libro como «blushing» genera una multitud de

reflexiones, preguntas y enfoques que van más allá del examen de un texto eminentemente didáctico o de una colección de casos clínicos, características ambas que también se aplican con largueza, por cierto, a este volumen. Al plantearme el porqué de esta fascinante diferencia, la respuesta emerge clara y elocuente: el libro tiene como elemento nuclear el testimonio de una experiencia personal, de una vivencia clínica intensa y decisiva, un caso princeps descrito con coraje, sensibilidad genuina, empatía y honestidad. Esta sola razón justificaría plenamente la atención que se le preste, pero afortunadamente para sus lectores, el libro ofrece mucho más. Tiene, sin duda, los méritos de un aporte original sobre una entidad clínica mucho más frecuente que lo que pudiéramos imaginar, de conceptos sindrómicos, nosológicos y terapéuticos de primer orden y del llamado universal a un acercamiento desprejuiciado, objetivo y enterizo a seres humanos que sufren, muchas veces en silencio, la dramática ambigüedad de «la más humana de las expresiones». Debo puntualizar que la riqueza de información clínica, científica y técnica del libro es realmente extraordinaria. La distinción en torno a emociones «básicas» y «superiores» vis-a-vis 17

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

rubor facial, es precisa y pertinente. La anotación de que «su pura adscripción al ámbito del miedo o la angustia… es equívoca», abre un profundo debate en torno a lo que son respuestas adaptativas, expresividad emocional, secuencias neuro-psicológicas (o a la inversa) y criterios diagnósticos. En este último campo, la descripción fenomenológica de la escena del autor presidiendo una reunión de curso en el colegio, es admirablemente reveladora; las reflexiones y preguntas que sucedieron a la experiencia (secuencia sintomática, temor irracional, expectativas, percepciones, comentarios, interpretaciones de terceros) y aun las interrogantes en torno a las diferencias inter-generacionales respecto al rubor facial, son válidas y consistentes. La discusión sobre si el Rubor Facial Patológico (rfp) es una enfermedad cobra actualidad, dados los debates presentes y por venir en relación a sistemas diagnósticos y de clasificación en psiquiatría. La respuesta de Jadresic es clara: el rfp debe ser considerado un síntoma mórbido o un trastorno psiquiátrico cuando es desencadenado por «estímulos psicológicos menores, produce sufrimiento psíquico y empieza a interferir con el desenvolvimiento escolar o laboral, la vida sentimental o las relaciones interpersonales». Citando a Edelmann, uno de los pocos autores de habla inglesa que ha escrito sobre el tema, establece distinciones clínicas necesarias, base de diagnósticos diferenciales que, en el contexto nosológico, son también indispensables. El capítulo sobre opciones terapéuticas es ciertamente esencial en la estructura y propósitos del libro. La farmacoterapia y la terapia cognitivo-conductual son citadas en primer término, abordaje claramente justificado, tanto para el rfp como para su cuadro congénere, el trastorno de ansiedad social o tas. El uso combinado de estos afrontes es una alternativa igualmente válida. El énfasis mayor y más novedoso, sin embargo, se da con la simpatectomía 18

P r ó lo g o

torácica endoscópica (ste), procedimiento conocido desde buen tiempo atrás pero indudablemente perfeccionado por la tecnología moderna. El caso del autor y varios otros incluidos en el rico catálogo de la segunda parte del volumen, son contribuciones valiosas a la literatura sobre el tema. Cada caso (documentado con escalas de medición y testimonios personales) ofrece una perspectiva y vivencias singulares: desde la triste realidad del ostracismo social hasta el goce del «redescubrimiento» personal; desde la depresión profunda y el auto-reproche intenso hasta la decisión de «aprender a vivir de nuevo»; desde la exploración de una enigmática «incidencia familiar» hasta el «abismante cambio de personalidad» como resultado del tratamiento. El carácter etnográfico de estas revelaciones, el calor humano de gratitudes bien sentidas, son valores añadidos de esta obra. Las citas al comienzo y las notas al final de cada capítulo, son –aquéllas– palmariamente decidoras, y –éstas– sumamente informativas. Y debe quedar claro que, hasta donde se puede precisar, éste es el primer libro en español sobre el tema, un laurel más que hace justicia a la calidad, visión y talentos del autor. Conozco a Enrique Jadresic desde hace muchos años. Sé de su ilustre abolengo intelectual, conozco su brillante trayectoria profesional, aprecio sus contribuciones institucionales a la psiquiatría y medicina chilenas e hispano-hablantes, y he sido testigo de su alta calidad docente. A la distancia en tiempo y espacio, me unen a él y a muchos colegas de Chile, una amistad que es más bien fraternidad intensa y cálida, reafirmada por intereses comunes en el área que escogimos como élan vital de nuestra actividad profesional. He admirado una vez más, al leer blushing, su habilidad expositiva, su pluma elegante y poética, su honestidad reflexiva y su capacidad clínica. Me aúno a su llamado a psiquiatras y profesionales de la salud a participar activamente en el estudio 19

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

de este y otros cuadros clínicos, a abordar con pasión pero también con objetividad áreas de controversia y debate, a explorar la aplicabilidad transcultural de todo fenómeno clínico, a fomentar la investigación y mejorar el nivel de información del gran público en torno a las realidades clínicas que afrontamos día a día. Dice Enrique en su libro que las emociones son ingrediente esencial de la identidad individual. Puede inferirse de ello que si esa vida emocional es rica y sensible, la identidad de quien la goza será vital y sólida, plenamente humana. Porque, como dijera Anatole Broyard (1992): «El médico, al igual que el escritor, debe hablar por sí mismo, expresarse con voz que trasmita el timbre, el ritmo, la dicción y la música de su genuina humanidad…» Enrique Jadresic lo ha logrado. Renato D. Alarcón, M.D., M.P.H. Professor of Psychiatry Mayo Medical School Rochester, Minnesota

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P r i m e r a pa r t e

ITINER ARIO PERSONAL/MÉDICO

INTRODUCCIÓN

«… los médicos no frecuentan esos «submundos», esos abismos de aflicción que, por así decirlo, actualmente se encuentran fuera de los límites de la medicina, y por ello no escriben trabajos acerca de quienes padecen esas enfermedades.» Oliver Sacks

A muchos llamará la atención este libro. En primer lugar, por-

que aún se ha escrito muy poco sobre el rubor facial. Enseguida, porque la mayoría de las personas da por descontado que el ruborizarse es tan sólo una reacción natural del ser humano frente a ciertas situaciones. ¿Es realmente así? ¿No puede, acaso, la más humana de las expresiones convertirse en un tormento? Pretendo mostrar que a veces el rubor facial es fuente de sufrimiento y puede, si se justifica, ser tratado1. Me valdré de la memoria, esa capacidad de guardar información, mantenerla almacenada y recurrir a ella cuando es necesario. 1

Desde la partida, deseo aclarar que no me refiero a la mera fobia a enrojecer o eritrofobia, sin rubor facial perceptible a simple vista, sino que al rubor facial (súbito enrojecimiento), visible fácilmente para los demás. Como se verá en los capítulos i y iii, este tipo de rubor facial, detectable en el encuentro interpersonal, puede ser normal si es proporcional a la situación que lo provoca, no produce sufrimiento psíquico al individuo y no interfiere con el nivel de funcionamiento habitual del sujeto. En cambio, estimo que es anormal si es desproporcionado a la situación que lo desencadena (se produce frente a señales psicológicas menores o sin motivo aparente), si genera sufrimiento a la persona, si interfiere con su nivel de rendimiento acostumbrado y/o con su desenvolvimiento social. Por cierto, cuando el rubor facial tiene este último carácter, la eritrofobia se presenta casi de regla. 23

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Evocaré lo vivido personalmente y lo conocido a partir de la experiencia con mis pacientes, todo lo cual me ha ayudado a construir y preservar mi propia identidad, pero al mismo tiempo a delinear la de otros. En efecto, en medicina, pero sobre todo en psiquiatría, definir el presente en referencia al pasado más que al ahora o al futuro, abre un espacio fértil donde explorar e identificar el perfil de una persona. Es más, entrar junto a los pacientes, con empatía2, en sus experiencias biográficas, es un enorme aporte de la memoria, enriquecedor lo mismo para el que acude por ayuda como para aquél que intenta brindarla. Desde luego, a los médicos aficionados a escribir nos sucede con frecuencia que cuando queremos llevar al papel los paisajes a los que la memoria nos permite acceder, nos vemos obligados a definir por cuál de dos derroteros vamos a transitar: si por aquel que exige el escueto y riguroso, aunque frío, idioma del científico; o por aquel más subjetivo y personal del individuo. Por cierto, el quehacer profesional nos impulsa más al primero, ya que desde que somos estudiantes se nos enseña a evitar caer en lo «subjetivo», en lo emocional. En consecuencia, aunque mi talante al escribir este libro va más por el lado de desarrollar la dimensión subjetiva, procurando transmitir calidez y amenidad, alejándome de la necesidad de ser «científico», intuyo que inevitablemente quedará en

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El vocablo empatía deriva del término griego em (en) y pathos (sentimiento). El término alude a un proceso emocional a través del cual nos introducimos en el mundo interno de otra persona y, por tanto, experimentamos de manera indirecta dicho mundo. El psiquiatra Sydney Bloch ha señalado que la empatía es una condición imprescindible para cualquier persona que pretenda curar. Propone que el logro de una actitud empática y compasiva con los pacientes y sus familias pasa necesariamente por considerar los aspectos humanos y científicos como igualmente importantes y complementarios. Véase Bloch S., 2005.

Introducción

evidencia, en alguna medida, la tendencia predominante del médico a ser objetivo y a hablarle al intelecto. Igualmente, es posible que el texto adquiera un tinte didáctico, por mi condición de profesor universitario. Con todo, deseo subrayar que los dos caminos posibles, por completo diferentes, son –como todo lo opuesto– complementarios: no se excluyen sino que se nutren mutuamente. Lo mismo ocurre cuando el médico atiende a sus pacientes; se es mejor profesional si se le concede tanta importancia a la precisión científica como a la vertiente del afecto y la compasión. Acto seguido, debo decir que me anima, por sobre todo, el propósito de ayudar a las personas, en su mayoría adolescentes y adultos jóvenes, que sufren por su tendencia fácil a ruborizarse. Si bien se desconoce en forma precisa la frecuencia del Rubor Facial Patológico (rfp), los estudios actuales permiten suponer que entre el cinco y el siete por ciento de la población sufre de este trastorno (ver Capítulo iii). ¡Cuanto habría deseado que existieran libros como éste cuando era adolescente, textos con cuyas historias verídicas las personas pudieran identificarse! Para ser fiel a mi objetivo, he debido superar mi pudor y la reticencia natural a exponer también aspectos de mi «caso», en la convicción de que no tengo alternativa si mi anhelo es que mis palabras, además de trasmitir el conocimiento alcanzado como médico, reflejen, muy de cerca, la experiencia emocional vivida, tanto como profesional como paciente. Para alguien que lleva más de veinticinco años ejerciendo la profesión y ha podido apreciar los notables progresos de la medicina y la tecnología, es una constatación cotidiana que los recursos terapéuticos han aumentado y se han perfeccionado. Se trata de un hecho conocido, del que a menudo dan cuenta los medios de comunicación. A la par, sin embargo, los médicos clínicos percibimos otros cambios, a los cuales se les presta bastante menos 25

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

atención. Uno de ellos es, indiscutiblemente, el impacto favorable de Internet en el grado de información disponible ahora para nuestros pacientes. Por cierto, no siempre se trata de información confiable y bien balanceada. En lo que concierne a los problemas que suscita el rubor facial frecuente o excesivo en la vida de las personas, y a uno de sus posibles tratamientos –la opción quirúrgica–, materias sobre las que trata principalmente este libro; deseo subrayar algunos hechos. Uno de ellos es que, casi invariablemente, los pacientes que me son derivados para una evaluación psiquiátrica previa a la simpatectomía3 (hoy por hoy su número supera con creces el centenar) se han enterado de que la cirugía constituye una alternativa terapéutica en el rubor facial patológico (rfp) a través de Internet. Sin duda, la red se ha convertido en una fuente de información fácilmente accesible donde las personas pueden consultar acerca de dolencias sobre las cuales muchas veces no se atreven a preguntar a sus médicos. Me alegro de que así sea pero, desde luego, me gustaría que también esas personas se sintieran más cómodas y acogidas por sus médicos para compartir estos asuntos de su psicología íntima. Por otra parte, cabe mencionar que en Internet se aprecia una ausencia casi completa de libros dedicados, como motivo principal, al rubor facial. En inglés, uno de los pocos textos disponibles es el escrito por el psicólogo del Reino Unido, profesor Robert Edelmann4, el que si bien es muy útil, casi no incluye los tratamientos

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La palabra simpatectomía deriva del griego sympathein (sentir por) y ektome (escisión). El término se refiere a la escisión de una porción del sistema nervioso simpático, una de las dos subdivisiones del sistema nervioso autónomo. En los capítulos iv y v encontrará más información sobre este procedimiento quirúrgico. Ver Edelmann R. J., 1990/2004.

Introducción

farmacológicos y menos la cirugía. En español, lamentablemente no he hallado ninguno. Por lo mismo, me pareció necesario escribir este volumen ya que en los últimos cuatros años he incursionado, en forma inesperada, en el tema apasionante del rfp y su solución quirúrgica, campo que conocen muy pocas personas en el mundo. Menos en la privilegiada doble condición, primero de paciente y, luego, de médico de otras personas con el mismo padecimiento. Dar testimonio de lo vivido me ha parecido, entonces, además de un desafío personal, una suerte de imperativo ético. Más aún, si se considera que me asiste la convicción de que lo que aquí comunico tiene aplicabilidad transcultural, siendo de potencial ayuda para gente que se ruboriza en lugares tan diferentes como el extremo austral de Sudamérica, Manchester o Yokohama. Dado el carácter del libro, he cambiado los nombres de mis pacientes, los de los lugares donde viven o de donde provienen y algunos otros detalles circunstanciales. Sin embargo, en sus relatos escritos u orales habita una presencia vivificadora que he tratado de respetar, tanto al transcribirlos como al añadir observaciones mías. Finalmente, deseo aclarar que si bien la descripción de lo sucedido con la mayoría de los protagonistas de estas historias después de la cirugía llevará esperanza a muchos; esto no significa desconocer la ayuda que otras opciones terapéuticas pueden brindar a personas con los mismos trastornos, especialmente si se trata de casos más leves.

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Capítulo I

DESCUBRIENDO LAS EMOCIONES

«El hombre, más que un animal racional, es un animal sentimental» Miguel de Unamuno

E n lo que a mí atañe, los primeros recuerdos desagradables que

tengo asociados a la ruborización fácil se remontan a los años de la pubertad y la adolescencia. Podría citar varios ejemplos, pero voy a mencionar uno que me resulta fácil evocar. En el colegio una vez presidía una reunión de curso en mi calidad de vice-presidente, en ausencia del presidente, y por motivos que el tiempo fue desdibujando y que hoy he olvidado, sentí de pronto arder mis mejillas, lo que me generó una automática e intensa sensación de embarazo (turbación), que probablemente no hizo más que aumentar el rubor, lo que dio inicio a una alternancia de sonrojo y angustia, los cuales se iban potenciando mutuamente. No obstante la torpeza mental e incluso física que acompaña casi invariablemente, en distinto grado, a los que se sonrojan, atiné a decirle a la profesora jefe que me sentía mal y que iba a ir un momento al baño. –Jadresic –dijo ella–, pero usted está presidiendo la sesión, no puede salir dejando acéfalo al curso. No hubo caso. La angustia que me generaba el rubor que se iba instalando en mi cara, irrevocable, me hizo salir raudamente de la sala, en un esfuerzo por desprenderme del rojo de mis mejillas, quedando mi profesora jefe entre estupefacta y resignada.

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B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Tengo la impresión que el efecto halo1, que opera beneficiando a aquellos que gozan de una buena imagen frente a los demás –los hermanos Jadresic teníamos fama de buenos alumnos–, me salvó, ya que durante mi ausencia la profesora evitó el desbande de mis compañeros. Fui al baño, me mojé la cara y el pelo y regresé, algo más compuesto, a la sala de clases. En retrospectiva, en línea con las consideraciones anteriores, es pertinente resaltar que la presencia de otros –mis compañeros– fue un elemento crucial en la connotación negativa que la experiencia tuvo para mí. Por cierto, lo que me perturbaba no era el rubor en sí, ni la posibilidad de que el sonrojo presagiara o constituyera un indicador de enfermedad. Al menos hasta ese momento, tampoco me importaba el escrutinio de los demás. El temor irracional que sentía se relacionaba con el significado de humillación y vergüenza que se asociaba al inesperado suceso de rubor del cual fui protagonista. Cuando escribo esto, a décadas de sucedido el episodio, me resulta curioso reflexionar que de seguro no me habría sentido angustiado si me hubiera puesto colorado y sudado sólo en presencia de mi mismo. Es paradójico –pienso– que el hombre sea un animal tan gregario y que, al mismo tiempo, la presencia de otros pueda ser tan intimidante. No obstante el carácter de vivencia clave que tuvo el episodio que he descrito, en aquella época no relaté nada de esta experiencia desagradable a mis padres, tal vez porque el hacerlo no 1

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Efecto halo es un sesgo cognitivo que hace pensar que atributos limitados se aplican al todo. Por ejemplo, si un niño es bonito, tendemos a pensar que es más inteligente. Del mismo modo, si sabemos que una persona está en tratamiento psiquiátrico, tendemos a ver indicios de enfermedad mental en simples actos normales de la persona. El efecto halo consiste en generalizar a partir de una característica específica, aun cuando el resto de las características no apunten en el mismo sentido.

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

calzaba con mi naturaleza o, simplemente, porque entonces los progenitores establecían más distancia con los hijos. Como resultado, los adolescentes de mi generación no nos sentíamos en confianza para contarles a nuestros padres los problemas que nos aquejaban, al menos en el ambiente en que yo me desenvolvía. Por lo demás, me atrevería a decir que en aquel tiempo tampoco se nos ocurría exteriorizarles las emociones más íntimas a otras personas mayores (por ejemplo, a los profesionales de la salud mental) y que, en general, la sociedad no promovía la creación de ambientes propicios para la apertura de las emociones2. Ciertamente el episodio debe haber dejado alguna huella en mí, operando como una suerte de «refuerzo negativo» y favoreciendo que evitara, para sortear la angustia, las situaciones de exposición pública. En efecto, los episodios de rubor facial se repitieron y, con ello, desarrollé un deseo de pasar desapercibido que antes no conocía. Mas, ocasionalmente irrumpía la aspiración de decir algo en presencia de otros, ya que a veces yo sentía que, de verdad, tenía algo significativo que aportar. Así, recuerdo el último día de clases en el colegio, a fines de 1973. Me debatía en una ambivalencia enorme que casi me inmovilizaba: por una parte, me moría de ganas de hablar en público frente a mis compañeros y nuestra profesora jefe y, por otra, temía hacerlo por la posibilidad 2

Al respecto, estimo que la introducción del concepto de inteligencia emocional, término acuñado por dos psicólogos de la Universidad de Yale (Meter Salovey y John Mayer) y difundido mundialmente por el también psicólogo Daniel Goleman, con el que la gente está crecientemente familiarizada, ha sido un aporte a la cultura psicológica de las personas. Se refiere a la capacidad de sentir, entender, controlar y modificar estados anímicos propios y ajenos. Dada la gran valoración de la inteligencia en el mundo en que vivimos, la denominación ha tenido el merito de conferir estatus a una serie de talentos, entre ellos la empatía, que otrora eran escasamente reconocidos. 31

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

de que se reeditara la experiencia del rubor. Finalmente, no sin antes experimentar ese visceral desasosiego tan propio de la angustia, logré concretar mi meta con éxito y sin contratiempos. Sólo que –debo confesar– para darme coraje y vencer el desafío auto impuesto, bebí previamente, casi por instinto, un poco de licor de menta, el primer brebaje alcohólico que encontré, el cual subrepticiamente saqué de la licorera de mi padre. Horas más tarde, saber que me había atrevido a hablarle a mis compañeros me producía una enorme complacencia interior, sobre todo que se trataba de una época en que –en mi país– eran en especial los partidos de fútbol y las concurridas reuniones políticas (aparte, naturalmente, de la conquista amorosa) las vitrinas en las que los jóvenes podían sobresalir. Por eso, expresarse en público representaba un mecanismo para autoafirmarse. Con todo, estaba consciente de que el haber recurrido al alcohol, hecho que sólo uno de mis compañeros pudo descubrir, y que sorprendido me enrostró, ensombrecía bastante el logro. Tal vez porque soy hijo de un psiquiatra y una especialista en psicología (aunque el campo de competencia de mi madre es la psicología del arte), desde muy temprano en mi vida supe que las emociones, con ese nombre –ya que tener padres abocados a la salud mental permite crecer familiarizado con los nombres técnicos de las experiencias primordiales–; eran un componente esencial de la vida humana. Recuerdo haberle escuchado alguna vez a mi padre que las personas muchas veces se movían por las emociones y que los argumentos del intelecto a menudo son una suerte de justificación de la conducta que acompaña a la emoción. Del mismo modo, tempranamente –debo haber tenido unos 13 ó 14 años– advertí en mí lo que en algún momento había aprendido; que la emoción es una experiencia indisoluble, constituida por varios aspectos: una vivencia psíquica, un acontecer fisiológico, 32

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

con presencia de síntomas físicos (entre otros, palpitaciones, sudoración, temblor, boca seca, malestar gastrointestinal, tensión muscular, rubor facial o palidez) y, simultáneamente, una conducta. No hace mucho tiempo, mientras leía una novela de un destacado psiquiatra y escritor, un párrafo retuvo mi atención más tiempo de lo esperado; lo transcribo porque ilustra muy bien los aspectos fisiológicos y conductuales mencionados, como también una característica general de la emoción y, en especial, del rubor facial: su delatora ingobernabilidad. El texto al que hago mención muestra como uno de los personajes, Julius, conductor de una psicoterapia grupal, detecta fácilmente, a través de la vista, la exacerbación automática de una de las partes del sistema nervioso de uno de sus pacientes, es decir, ilustra cómo la emoción delata al que la vive y, simultáneamente, expone lo que los profesionales de la salud saben; que está anclada al cuerpo: «Philip siguió en silencio y sacudió levemente la cabeza [conducta no verbal]. Pero su cara enrojecida [aspecto fisiológico] decía un montón de cosas. Julius advirtió que, al fin y al cabo, Philip también tenía un sistema nervioso autónomo» [sustrato anatómico de la emoción]3. Pero se debe tener presente que la emoción, uno de los ingredientes esenciales de la identidad individual, irrumpe de distintas formas. Precisamente, en la actualidad la mayoría de los expertos en neurociencias reconoce seis emociones básicas: la rabia, el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la sorpresa. Estudios hechos en diversas partes del mundo muestran que las expresiones faciales que se asocian a estas emociones son universales y tienen una base 3

La novela citada es un libro súper ventas que trata sobre una psicoterapia de grupo narrada por un psicoterapeuta, de nombre Julios Hertzfeld. La obra es Un año con Schopenhauer. Su autor es el conocido psiquiatra y psicoterapeuta existencial Irvin Yalom (Yalom I., 2004). 33

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

genética. Más aún, estas emociones, como por ejemplo el miedo, son compartidas con los animales, hecho que hoy ningún zoólogo pondría en duda y que la mayoría de las personas comunes y corrientes acepta como algo natural. Pues bien, existen también otras emociones, las que por falta de una denominación mejor se han llamado emociones superiores (higher emotions) o emociones secundarias. A pesar de que esta gama de emociones no está tan bien descrita como las más básicas, puedo señalar que entre ellas se incluyen experiencias como la culpa, la turbación o embarazo (embarrassment), la vergüenza y la simpatía. Varias de estas emociones dependen de lo que la persona que las experimenta piensa sobre los demás, pero también de lo que esta persona cree que los otros están pensando sobre ella. En el caso de la turbación o embarazo, se trata de un estado emocional desagradable que se experimenta al saber que un acto o condición individual, ya sea social o profesionalmente inaceptable, ha sido presenciado o puesto en evidencia por otros. La turbación se parece a la vergüenza, excepto que la vergüenza puede ser motivada por un acto que sólo uno, en su intimidad, conoce. En la primera, en cambio, la presencia del otro es indispensable4. Además, por lo general se entiende que la turbación es producida por un acto meramente inaceptable en lo social, más que por una conducta reprobable desde el punto 4

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No obstante, se ha descrito, y también me ha tocado entrevistar, personas que reportan haberse sonrojado en privado. Cuando ello ocurre, las situaciones que describen son, aunque solitarias, de carácter interpersonal. Varios pacientes me han relatado ruborizarse mientras hablaban por teléfono (o, por ejemplo, al recibir un llamado telefónico obsceno). En estos casos, se trata de personas que si bien están físicamente solas, viven una situación interpersonal y, además, están expuestas a una atención social que no buscaron y que les resulta desagradable.

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

de vista moral. Es en este contexto, en el de las emociones superiores o secundarias –por supuesto–, que cabe incluir al rubor facial. Su pura adscripción al ámbito del miedo o la angustia (o ansiedad, usaré los dos términos indistintamente) –emociones primarias– es equívoca, ya que pese a relacionarse con el sistema nervioso autónomo, el sonrojo es diferente. Mientras la ansiedad es una emoción más elemental, el rubor facial –como después veremos– se asocia principalmente a las emociones auto-conscientes («self-conscious emotions»), tales como el embarazo, la vergüenza o la culpa. Estas emociones, más elaboradas, tendrían por «función», según algunos autores, incentivar la adherencia a las normas sociales5. Aquí cabe consignar que las emociones son connaturales a la experiencia humana y que –cuando son normales– promueven una adecuada respuesta adaptativa ante situaciones de tensión, peligro o amenaza. Es más, muchos piensan que no existen las emociones negativas y que sólo dos factores las convierten en potencialmente negativas: el tiempo de permanencia y las cogniciones, es decir, los pensamientos que las acompañan. Según esta lógica, dentro de ciertos límites, la rabia puede servir para proteger un territorio que se cree amenazado, la tristeza puede ayudarnos a sanarnos a través de la introspección, el miedo nos protege de los peligros circundantes y la culpa nos permite redimirnos. Por analogía, el rubor facial podría cumplir una función social, representando un modo de comunicación. Esto nos lleva de inmediato a la necesidad de distinguir el rubor como experiencia subjetiva, del rubor como señal, es decir, como mensaje para los congéneres. Al respecto, hay evidencia empírica para la hipótesis de que el rubor

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Véase Keltner D., 2003. 35

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que acompaña al embarazo puede atenuar la evaluación negativa6. Con todo, deseo centrar la atención del lector principalmente en el rubor facial desproporcionado a la situación que lo provoca o que se presenta sin un motivo aparente. En otras palabras, en el rubor facial vivenciado como algo ajeno que invade al individuo, percibido como una experiencia psíquica perturbadora, carente de «legitimidad» por así decirlo y que genera dolor psíquico. En el terreno de la medicina, en la actualidad resulta interesante comprobar que las técnicas de neuroimágenes están mostrando que todas las emociones a las cuales nos hemos referido, tanto las superiores como las más básicas, se asientan en circuitos neuronales específicos, cuya localización se puede identificar a través de sofisticadas tecnologías médicas, entre otras, la resonancia magnética funcional 7.

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En experimentos se le ha mostrado a una serie de sujetos viñetas con imágenes de incidentes públicos (como botar un pila de tarros en un supermercado), manipulando la situación para que en un caso el actor que se veía en las viñetas apareciera ruborizado; en otra mirara avergonzado a su alrededor y, como tercera opción, saliera de la tienda sin mostrar reacción alguna. Cuando a los sujetos que observaron las imágenes se les pidió que juzgaran las situaciones, se vio que interpretaban los incidentes como menos graves cuando el actor se sonrojaba o se mostraba avergonzado. De los protagonistas de los incidentes simulados, se percibía al actor que se ruborizaba, como el menos responsable de los tres, siendo evaluado menos negativamente que aquéllos que aparecían avergonzados o dejaban el supermercado sin mostrar reacción alguna. El que se ponía colorado era percibido como más confiable, simpático y merecedor de afecto que el que se avergonzaba. Véase De Jong PJ., 1999. La resonancia magnética funcional (rmf ) es un procedimiento clínico y de investigación que permite mostrar en imágenes las regiones cerebrales que ejecutan una tarea determinada. En inglés suele abreviarse fMRI (por functional magnetic resonance imaging). Para realizar una rmf no se requiere administrar inyecciones de sustancia alguna.

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

Volvamos a mi propia experiencia con las emociones. Posteriormente, en la universidad las cosas no me fueron fáciles. En primer lugar, venía de un liceo público, el número ocho de hombres, lo cual se traducía en una preparación académica para encarar los estudios superiores notoriamente más pobre que la de la mayoría de mis compañeros que provenía de colegios particulares; enseguida, entré a medicina con un apellido que me daba visibilidad, especialmente en el ambiente médico. Un tío mío, hermano de mi padre, había sido decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y candidato a rector de la misma universidad, y mis padres trabajaban en el mismo hospital donde yo estudiaba. No era infrecuente, por tanto, escuchar de parte de los profesores, frases como la siguiente: –Vamos a ver, ¿quién es Jadresic? A los docentes, varios de los cuales identificaban o conocían personalmente a mis padres, les resultaba natural querer preguntar quién era el joven Jadresic, desconociendo por completo lo que eso generaba en mí. En efecto, experimentaba una gran ansiedad anticipatoria cada vez que se iba a pasar lista a los alumnos, o que era probable que se interrogara a alguno de ellos, pues temía –creyendo que mis posibilidades de ser llamado eran mayores– sonrojarme. Ya en esa época, está claro, sufría de una fobia a ruborizarme en público, esto es de una eritrofobia o ereutofobia. Lo más angustiante era comprobar, a través de lo que decían mis pares, que a menudo efectivamente me ruborizaba y que no podía hacer nada al respecto. Muchos se preguntarán si acaso no estaré incurriendo en una especie de egocéntrica exageración. No lo creo. El dolor genuino, físico o psíquico, siempre es –en definitiva– subjetivo y auto referente. Para mí era un problema, una experiencia muy desagradable, 37

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egodistónica8, que yo sentía extraña, «foránea», ajena a mi mismo y a la naturaleza centrífuga, ávida de tener amigos, que yo creía tener. Además, escapaba al control de mi voluntad, me impedía ser soberano de mi cuerpo y, en la medida que se repetía una y otra vez, iba erosionando, lentamente pero sin pausa, y en forma eficiente, la valoración que yo hacía de mi mismo. Paralelamente, el tema de las expectativas de los otros no era un asunto menor. Ese año, en las pruebas de ingreso a la universidad, mi hermano mellizo tuvo un muy meritorio desempeño, alcanzando, sorpresivamente, el puntaje más alto del país en la denominada Prueba de Aptitud Académica (paa). Ciento treinta mil estudiantes de todo Chile habían dado la prueba y él obtuvo la calificación máxima. Esto nos provocó una justificada gran alegría familiar y el «triunfo» de mi hermano lo sentí como propio. Él entró a ingeniería y yo a medicina. El problema se me originó cuando, iniciado el año académico, en la facultad alguna gente supuso que el muchacho del gran logro era yo, por lo que comenzaron a escudriñar (al menos así lo sentía yo), impulsados por un variopinto abanico de motivaciones, si mi rendimiento estaba a la altura de las expectativas que ellos se habían hecho. Por supuesto, no cumplí con lo que yo suponía los otros esperaban de mí, por lo que –distinguiéndome entonces una exacerbada sensibilidad y una naturaleza complaciente–, durante mucho tiempo me sentí poca cosa y a veces quise cavar un hoyo y, sencillamente, sumergirme por largo tiempo bajo tierra. Pero no me rendí. Creo que ello 8

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En psiquiatría se contraponen los términos egosintonía y egodistonía. Significan, en palabras simples, lo que la persona acoge y lo que rechaza. «Egosintónico» denota un fenómeno que se acepta como propio y que se vive como una respuesta adecuada a la situación. «Egodistónico», en cambio, alude a un fenómeno que se rechaza como algo ajeno, impuesto, que contraviene la propia naturaleza.

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

se debió, en parte, a esa tenacidad tan característica de las familias de inmigrantes como la mía, procedente de Croacia –como las hay tantas en mi país–, pero también a la ausencia de alternativas académicas para los jóvenes, de todos los estratos socioeconómicos, tan típica de esa época en Chile. En efecto, hasta la década del 90, cuando irrumpieron las universidades privadas, si un joven entraba a estudiar una profesión era casi inconcebible desertar, y el cambiarse de carrera era tan sólo una opción muy lejana en el horizonte de las posibilidades. En fin, desde los primeros años de la universidad me transformé en un amigo de la constancia y, si he logrado materializar algunas de las metas que me propuse hace años, ello se debe en buena medida a ese atributo, hoy tan subestimado, de la perseverancia. Entre otros recuerdos de entonces, viene a mi memoria cuando en una ocasión un compañero me propuso estudiar juntos matemáticas asumiendo, intuyo, que yo era una lumbrera y le podía enseñar. Casi sin opción, accedí pero no pude disimular mi ineptitud, por lo que a poco andar se hizo evidente que era él quien en realidad debía instruir al otro. Lamentablemente, ya en aquel tiempo, 1974, se había instaurado –en forma abrupta diría yo– un régimen de competencia muy fuerte entre los estudiantes locales, en parte promovido por el régimen militar recién llegado que, temiendo que los estudiantes nos deshiciéramos en protestas, acentuó la exigencia académica al extremo. Como sea, mi compañero dejó mi casa tan pronto se sintió defraudado, contribuyendo, sin quererlo, a mi desazón íntima. Así pues, sólo luego de un gran y mantenido esfuerzo, me fue posible aprobar el primer año de la carrera de medicina. Con el tiempo mi rendimiento fue mejorando ostensiblemente, pero el costo psicológico que debí pagar los primeros años de universidad fue alto, tanto por la mala preparación con que llegué desde el liceo a la universidad, como por mi ya 39

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descrita tendencia natural a sonrojarme. Si tuviera que sintetizar en qué consistió dicho precio, diría que en un desagradable sentimiento de insuficiencia que me llevó años superar. Con la convicción de que aquellos que leerán este libro buscando ayuda para apagar el ardor de su rostro se sentirán identificados, deseo agregar que mientras cursé estudios universitarios, muchas veces recurrí a diversos mecanismos de defensa o camuflaje, en un esfuerzo por ocultar mi tendencia a ruborizarme. Entre ellas: tan pronto como llegaba la primavera y los días soleados eran más frecuentes, me exponía en forma prolongada al sol para broncearme y así disimular el rubor facial que no sólo a menudo me echaba a perder el día (sobre todo cuando los demás lo percibían y me hacían comentarios por ello), sino que además me hacía vivir en un estado de ansiedad permanente, como «loro en el alambre», según la expresión que los chilenos conocemos. Tiempo después, a los meses de egresar, me dejé crecer la barba, también en un esfuerzo por esconder el rostro, con escaso éxito por supuesto. Cuando, más adelante, revisemos algunos testimonios de otras personas, quedarán de manifiesto algunas otras estrategias usadas por los pacientes que sufren de rfp. Por ahora, daré cuenta del recurso tal vez más curioso al que apelé, siendo más joven, en mi lucha contra la ruborización facial: sabiendo que eran las situaciones inesperadas las que con mayor facilidad encendían mi rostro, por ejemplo, que alguien me saludara más o menos intempestivamente sin que yo estuviera «preparado»; adopté por costumbre anticiparme y saludar siempre yo primero. Con esta práctica evitaba ser sorprendido. Pero lo más interesante fue el efecto colateral que esta conducta tuvo en mi vida: si bien en reuniones o cuando había mucha gente tendía a inhibirme, en las calles o los pasillos (del hospital, por ejemplo) solía, reitero –impulsado por mi estado de hipervigilancia constante–, saludar anticipadamente a cuanta 40

Capítulo I Descubriend o las emo ciones

persona se me cruzara que potencialmente pudiera saludarme. Así, sin proponérmelo, me hice de muchos conocidos y también de muchos amigos. Tanto es así que años después recorría un día los pasillos del Hospital del Salvador con un compañero de curso que, sorprendido por como la gente me saludaba, me comentó que yo debía postular a algún cargo de representación popular9. Desde hace algún tiempo, la vida me ha llevado a conocer, y a tratar de ayudar, a muchas personas con el mismo tipo de padecimiento que me acompañó tantos años y para el cual hasta hace poco no existió tratamiento. Aunque felizmente, hoy las posibilidades terapéuticas son diversas, tanto en el más conocido Trastorno de Ansiedad Social (tas) o Fobia Social, entidad mórbida de la cual uno de los síntomas es el rubor facial (ver capítulo iii); como en el rfp no asociado a tas, el conocimiento de estos temas es aún deficiente, incluso entre los profesionales de la salud. Esto, más el hecho de que los pacientes rara vez consultan, explica que, lamentablemente, la mayoría de los enfermos permanezca sin tratar.

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En la experiencia con personas que sufren de rubor facial y solicitan ayuda, he encontrado, esporádicamente, pacientes que adoptan el mismo mecanismo de defensa. Ignoro si es un recurso consciente o inconsciente. 41

Capítulo II

C A R TA A M I M É D I C O

Epistola enim non erubescit (Una carta no se ruboriza) Cicerón

A fines de junio de 2003 escribí la siguiente carta: Dr. Claudio Suárez Presente

Santiago, 27 de Junio de 2003

Estimado Claudio: Soy un colega tuyo, especializado en psiquiatría, y tuve ocasión, recientemente, de leer el artículo acerca de la simpatectomía endoscópica publicado en «El Mercurio». Como probablemente ya te lo han hecho saber otros pacientes que han acudido a tu consulta por el artículo, me sentí identificado y esperanzado. Si bien había leído hace tiempo (buscando en Internet) acerca de la operación, me sorprendió lo simple del procedimiento y decidí recurrir a ti. Te escribo simplemente porque así ordeno mis ideas y me aseguro de que cuando conversemos esta tarde no se me olvide nada. Desde siempre, pero particularmente desde la adolescencia, he tendido a experimentar enrojecimiento facial y sudoración de las manos muy fácilmente y en grados que me han ocasionado mucho sufrimiento psicológico, los que creo que he combatido más o menos bien a costa de una enorme fuerza de voluntad y con la ayuda de medicamentos, los cuales más adelante paso a explicarte. Pero todavía lo sigo pasando mal y por eso te consulto. Por los 43

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pacientes que has atendido debes saber todas las implicancias psicológicas que esto ha tenido en mi vida. Recuerdo, de adolescente, subir a los vehículos del transporte público y enrojecer automáticamente al sentirme observado (más de alguna vez dejé pasar el autobús, por ejemplo, si intuía que podía ser objeto del escrutinio de los demás); o bien, debido al sudor de mis manos, mojaba las hojas de las pruebas cuando estaba nervioso y, especialmente, las carpetas de plástico que no absorben el sudor. Por supuesto, dar la paz durante la misa 1 también era un problema para mí. A causa de mi tendencia a ruborizarme, me sentí limitado durante mi adolescencia. Aunque era pintoso 2 y un buen tipo, pololeé 3 muy poco porque los síntomas de que te hablo y que tú bien conoces por tus pacientes, me inhibían enormemente en todo sentido. Como suele ocurrir con las personas con este tipo de trastornos, de adolescente a veces recurría intuitivamente al alcohol como ansiolítico. Aunque gracias a Dios nunca he sufrido de una depresión, con este problema de la hiperactividad autonómica lo he pasado pésimo. La ansiedad excesiva, particularmente en situaciones sociales, ha sido una constante en mi vida y, aún a mis años, sufro innecesariamente por este síntoma. En la Escuela de Medicina siempre fui más bien introvertido (no me atrevía ni a preguntar ni a opinar en clases), pero sí querido e integrado, al menos así lo sentía yo. Con gran esfuerzo, obtuve uno de los puntajes más altos del país al graduarme de médico, pudiendo acceder de este modo a la

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Entre los católicos, el gesto de dar la paz durante la celebración de la misa, constituye una práctica habitual. Consiste en saludar sobria, pero fraternalmente a los más cercanos y, por lo general, se traduce en estrechar las manos con los vecinos. Para los pacientes con hiperhidrosis palmar la necesidad de realizar un gesto tan sencillo se puede tornar en un tormento. Adjetivo coloquial (Chile y Honduras) que según la Real Academia Española (rae) denota a una persona que tiene buena presencia, por apariencia corporal o por vestimenta. De pololo (Bolivia y Chile). Alude a mantener relaciones amorosas de cierto nivel de formalidad (rae).

C a p í t u l o I I C a r ta a m i m é d i c o

única residencia en psiquiatría, pagada, de mi generación. Hasta ahí nunca había tomado nunca un ansiolítico o un tranquilizante. Algún tiempo después de titularme, y luego de realizar un postgrado de tres años en Inglaterra 4, rápidamente me di cuenta de que lo iba a pasar muy mal si no pedía ayuda. Crecientemente fui comprobando que iba a tener que asumir cargos y responsabilidades y de algún modo estar expuesto al escrutinio de los demás. Sufría pensando en los síntomas neurovegetativos que podía tener frente a la exposición pública y que, en efecto, muchas veces tuve. Consulté a un par de psiquiatras y la vida me cambió cuando descubrí los ansiolíticos. Gracias a las benzodiacepinas y a los beta bloqueadores (los cuales uso regularmente cuando tengo que dar una clase, asistir a reunión de Directorio 5 o ser entrevistado para la televisión), pero fundamentalmente apelando a mi fuerza de voluntad (diciéndome a mi mismo: «¡Esto no me lo va a ganar!»), he logrado hacer una buena carrera profesional, casarme y tener dos bellos hijos. Ahora bien, probablemente sabes que hoy en día se están utilizando los antidepresivos Inhibidores Selectivos de la Recaptura de Serotonina (ISRS), tales como la fluoxetina, la paroxetina o la sertralina para manejar bastante exitosamente los trastornos de ansiedad. En mi caso, y en el de otros pacientes 4

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Hice mi especialización en psiquiatría en Londres, en el Maudsley Hospital. Al contrario de lo que se pudiera pensar, creo que la estadía en el Reino Unido, lejos de ayudarme a superar los problemas asociados al ruborizarme, contribuyó a perpetuarlos. La investigación transcultural ha mostrado que las tasas de sonrojo en situaciones de embarazo que reportan los ingleses (55%), son más altas a la de todos los otros países estudiados. En Inglaterra, el embarazo y el ruborizarse son importantes constructos culturales. Casi se podría decir que para los ingleses ser mirado (sobre todo si la mirada se prolonga más allá de lo juzgado conveniente) se transforma fácilmente en una alegoría de ser violentado. No deja de ser interesante constatar que la tasa de desviación de la mirada, al sentirse embarazados, que reportan los ingleses (41%) es mucho mayor que la que experimentan los italianos (8%) o los japoneses. Véase Leary M.R. et al, 1992. A la sazón me desempeñaba como Secretario General de la Sociedad de Neurología, Psiquiatría y Neurocirugía de Chile. 45

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que me toca ver, no puedo usarlos, porque si bien me producen alivio importante, me ocasionan una muy desagradable sudoración de manos y pies (la de las manos es muy incómoda, la de los pies me da lo mismo). En suma, por todo lo que te cuento me gustaría evaluar en conjunto contigo la posibilidad de operarme. Siento que los costos que pago por tener el problema que te expongo son muy altos: lo paso mal, tengo que estar tomando remedios y, a pesar de mi edad, me sigo poniendo rojo, por lo que estoy cansado de escuchar alusiones (sin mala intención pero que igual incomodan) del tipo, «ya se subió al guindo, doctor» y otras parecidas que te deben resultar familiares. Además, posiblemente en octubre asuma como Presidente de la Sociedad de Neurología, Psiquiatría y Neurocirugía por dos años y quisiera minimizar las chances de que los problemas que te cuento me sigan ocurriendo. Desde luego, he leído sobre el procedimiento quirúrgico y ese es uno de los temas principales que quisiera conversar contigo. No sufro de hiperhidrosis axilar y la hiperhidrosis de los pies no me incomoda 6. He escuchado que los mejores resultados se dan en la hiperhidrosis palmar y en el enrojecimiento facial, precisamente los dos problemas que más me afectan. En fin, agradezco tu opinión y orientación al respecto, Enrique Jadresic PD: Preferiría guardarme la carta y que sólo retuvieras su contenido 7.

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La hiperhidrosis es una enfermedad primaria, es decir, no secundaria a otro trastorno sino de origen espontáneo, caracterizada por la sudoración excesiva, en condiciones fisiológicas normales. Se localiza generalmente en manos, axilas, cara y pies. Como era tal vez esperable, probablemente debido a la ansiedad que experimenté ese día que consulté por primera vez a Claudio Suárez, olvidé guardarme la carta una vez que él la había leído; presumo que quedó retenida entre los papeles de la ficha. Tiempo después mi colega me la hizo llegar discretamente.

Capítulo III

R U B O R FA C I A L PAT O L Ó G I C O ( R F P ) ¿UNA ENFERMEDAD?

T odos los seres humanos nos sonrojamos alguna vez. Se trata de

una experiencia universal, propia de la especie humana. Ya Charles Darwin, el naturalista inglés, en su libro La Expresión de las Emociones en los Animales y el Hombre, publicado en 1872, sostuvo que ruborizarse era «la más peculiar y la más humana de todas las expresiones»1. Es más, destinó un capítulo entero al tema de ruborizarse (blushing), fenómeno que –señaló– consiste en un enrojecimiento del rostro (especialmente las mejillas), orejas y cuello, y en ocasiones otras partes del cuerpo «provocado por lo que otros piensan de nosotros». En una revisión más reciente, se define la experiencia de ruborizarse como «un enrojecimiento u oscurecimiento del rostro, orejas, cuello, y parte superior del pecho, que ocurre en respuesta a percibir el escrutinio o la evaluación social»2. La denominación inglesa flushing se refiere al mismo fenómeno, pero en ausencia de un precipitante psicológico3. Tanto el ruborizarse como la experiencia del flushing se pueden acompañar de un sentimiento subjetivo de calor en el área afectada. 1 2 3

Darwin C., 1872/1955. Leary M.R. et al., 1992. Ray D., Williams G., 1993. 47

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Ahora bien, en una época en que desde diversos campos han surgido críticas o cuestionamientos a la así llamada «medicalización»4 de la vida, me parece no sólo legítimo sino también conveniente hacerse algunas preguntas: ¿puede considerarse realmente el rubor facial como una enfermedad?; ¿no será sólo una invención de profesionales interesados en vender tratamientos farmacológicos y ofrecer otras opciones, incluso quirúrgicas, para tratarlo? ¿No será esta otra manifestación de la «medicalización» de la conducta humana? Por cierto, se trata de preguntas valiosas, las cuales plantean temas profundos y complejos, incluso de orden filosófico. Pese a que dar una respuesta acabada a estas interrogantes no es el propósito de este libro, deseo hacer algunas observaciones al respecto. Mi parecer es que todas las enfermedades humanas, trátese de una diabetes o una esquizofrenia, son creaciones hechas por el hombre. No hay verdaderas enfermedades, sino conceptos operacionales que describen fenómenos que se dan en la naturaleza, los que usamos porque nos son útiles para aliviar el sufrimiento humano y comunicarnos entre nosotros. En otras palabras, se puede decir que cuando se dan ciertos fenómenos naturales que nos afectan negativamente, los llamamos enfermedades. Esto es cierto para todas las patologías, trátese, por ejemplo, de cuadros infecciosos virales o de trastornos psiquiátricos como la depresión. Así pues, la presencia de un virus de la gripe en el organismo no define la existencia de una enfermedad; recién cuando la persona 4

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Se ha denominado «medicalización» al proceso a través del cual problemas no médicos son definidos y tratados como temas médicos. Entre otras materias, algunos han cuestionado la pertinencia de incorporar al ámbito médico al climaterio, el envejecimiento, algunas disfunciones sexuales, el jet lag, la intoxicación por cafeína y el alcoholismo. Para una actualización sobre el tema, ver Conrad P., 2007.

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empieza a experimentar síntomas se puede hablar de ella. De la misma manera, «sentirse triste» no significa estar deprimido, a menos que la vivencia de tristeza sea muy intensa y/o se acompañe de otros síntomas e interfiera con el funcionamiento normal del individuo. Si así sucede, hablamos de «depresión clínica» y la tratamos del mismo modo como trataríamos el dolor o la fiebre. Algo similar ocurre con el rubor facial inducido por estímulos psicológicos. El simple hecho de ruborizarse no le otorga al síntoma el estatus de enfermedad o trastorno. Más aún, ponerse rojo en ciertas situaciones es no sólo apropiado sino esperable. Este es el rubor facial normal. En mi opinión, sólo cuando el rubor facial se desencadena por estímulos psicológicos menores, produce sufrimiento psíquico e interfiere en forma significativa con el desenvolvimiento escolar o laboral, la vida sentimental o las relaciones interpersonales, amerita ser considerado un síntoma mórbido o un trastorno psiquiátrico y, si el paciente lo desea, tratado. Curiosamente, no he encontrado en la literatura científica un término que diferencie en forma explícita los dos tipos de rubor facial recién descritos; el normal, que es esperable en ciertos contextos y no limita al sujeto; del enrojecimiento que ocasiona importante «dolor psíquico» y perturba el funcionamiento cotidiano de la persona, de allí su carácter mórbido. Para esta última forma de padecimiento he acuñado la expresión rubor facial patológico (rfp), ya utilizada en la introducción5. Espero que los casos 5

Hasta donde sabemos, no está descrita la distinción conceptual, como tal, entre rubor facial normal y rubor facial patológico. Además, resulta llamativa la ausencia de libros dedicados al rubor facial. En inglés, aparte del libro del profesor Robert J. Edelmann, Coping with blushing, 1990/2004, más recientemente W. Ray Crozier nos proporcionó una revisión documentada, aunque accesible, que sitúa el sonrojo dentro del contexto de las «emociones sociales del embarazo/turbación, la vergüenza y la timidez». Ver Crozier W.R., 2006. 49

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que se describirán en la segunda parte de este libro convenzan a los lectores de la necesidad de hacer la distinción conceptual entre ambos tipos de rubor facial6. Una segunda consideración que debe hacerse es si el rfp es un síntoma o un signo. En medicina, síntoma es la referencia subjetiva que da un enfermo por la percepción o cambio que puede reconocer como anómalo o causado por un estado patológico o enfermedad. El signo, en cambio, es una evidencia objetiva (no subjetiva) de la presencia de una enfermedad o trastorno. A propósito de esto, me parece que, desde un punto de vista clínico, al considerar el rfp se deben contemplar ambos aspectos; la experiencia subjetiva como la evidencia objetiva. En torno a este tema, el profesor de psicología Robert Edelmann, ha señalado que las personas con rubor facial crónico (lo que nosotros llamaríamos rfp) pueden diferenciarse de las personas no afectadas de cuatro modos distintos, a saber:7 Primero, su fisiología los hace ponerse rojos más fácilmente, ya que tienen una mayor tendencia a que sus variables corporales, por ejemplo, su frecuencia cardiaca o la temperatura del cuerpo, 6

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Desde otro punto de vista, Leary M.R. y colaboradores han descrito dos tipos de ruborización facial. Por una parte, el clásico rubor facial, de aparición rápida (en segundos), en el rostro, cuello y pabellones auriculares, que se propaga de modo uniforme por las áreas afectadas. Enseguida, estos investigadores describen la ruborización en oleadas (creeping blush), que ocurre más lentamente, apareciendo primero como manchas rojas localizadas preferentemente en la parte superior del pecho o en el cuello. Posteriormente, a lo largo de minutos, se extiende hacia arriba, comprometiendo la parte superior del cuello, la zona de las mandíbulas y las mejillas. Aun en su momento de máxima intensidad, el enrojecimiento en oleadas se presenta en forma de manchas y no de manera uniforme. Ver Leary M.R. et al., 1992; o Cía A.H., 2004. Véase Edelmann R. J., 1990/2004.

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se alteren con el ejercicio o el estrés. Segundo, su rubor puede ser más visible: algunos estudios (no todos) muestran que los pacientes presentan un rubor de coloración más intensa que los no afectados. Tercero, por naturaleza pueden ser más proclives a concentrarse en sus pensamientos y reacciones corporales. Cuarto, y en relación con lo anterior, pueden tender a sobredimensionar tanto la posibilidad de enrojecer como el enrojecimiento mismo. En otras palabras –dice Edelmann–, aunque las personas que se ruborizan crónicamente pueden ponerse colorados más fácilmente y su rubor ser más visible, esta posibilidad no es necesariamente lo central en el desencadenamiento de la experiencia de turbación o embarazo (embarrassment). Un aspecto crucial parece ser que los que se ruborizan en forma crónica muchas veces son más sensibles a sus reacciones corporales, están más pendientes de ellas y tienen más temor de enrojecer. En este sentido, es interesante tener presente que si bien, como dije antes, la vivencia de embarazo es un acompañante habitual del rubor facial, su presencia no es invariable. De hecho, aunque son la excepción, hay personas que se sonrojan y no sienten la desagradable sensación de aquel que se ruboriza con facilidad, como también, por otro lado, hay personas que pueden experimentar embarazo y no ruborizarse. Desde la perspectiva psiquiátrica, Pierre Janet (1903), en un trabajo pionero sobre las fobias, distinguió dentro de las que llamó fobias a situaciones sociales algunas variantes, como la eritrofobia (temor a sonrojarse). Cabe reconocer, no obstante, que según las concepciones más actuales de los trastornos mentales, la enfermedad que más se asocia al rubor facial es el Trastorno de Ansiedad Social (tas), antiguamente denominado Fobia Social (aquí usaré indistintamente ambos términos). Se trata de una afección que afecta al 13% de la población general en algún momento de la 51

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vida. Según un estudio, hasta el 50% de los pacientes que sufren de tas declara ruborizarse frecuentemente8. Pero incluso en los casos de Fobia Social en que no aparece el rubor facial, se presentan los fenómenos que suelen acompañar al rubor: la turbación o embarazo (embarrasment), la desviación de la mirada, el dejar de prestar atención al observador o interlocutor y, en un número considerable de casos, una sonrisa o mueca nerviosa. Según la décima versión de la Clasificación de Enfermedades (cie-10) de la Organización Mundial de la Salud9, la Fobia Social o tas se caracteriza por un temor marcado a ser el foco de atención o a comportarse de manera embarazosa o humillante, lo que conduce a la evitación. De acuerdo al Manual Diagnóstico y Estadístico de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría (dsm-iv-tr)10, el tas se presenta cuando hay un miedo persistente y marcado a distintas situaciones sociales o a desempeños en público por temor a que resulten bochornosos. Habitualmente se distingue dos modalidades de tas: el tas específico (cuando sólo se teme algunas situaciones particulares), del tas generalizado, que incluye individuos que temen y evitan múltiples situaciones sociales o la totalidad de ellas. Pues bien, siendo el rubor facial, o sus concomitantes, un componente tan habitual del tas, ¿por qué este libro está centrado en el rubor facial, fundamentalmente en el que tiene connotación patológica (rfp), y no en el tas? Hay varias razones. El motivo principal es que si bien este volumen fue escrito por un médico, está concebido como un texto que procura

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Amies P.L. et al., 1983. World Health Organization, 1993. American Psychiatric Association, 2000.

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representar las preocupaciones de los pacientes; y a los pacientes no les aflige el tas sino el delator sonrojo de sus mejillas. De igual modo, las madres que atienden a sus hijos, o las personas cuya salud de pronto se deteriora, se afligen –al menos en un primer momento– más por el decaimiento, la fiebre, el dolor o la angustia que advierten y su posible pronta solución, más que por la construcción teórica y el andamiaje de conocimientos que los médicos han levantado en torno a ese padecimiento concreto. Dicho de otra manera, la persona no ha sido hecha para la medicina, sino al revés. Una segunda razón para circunscribirme a un síntoma determinado es llamar la atención sobre un fenómeno que se suele trivializar, asumiendo siempre, y en forma automática, que se trata de una experiencia normal, en circunstancias que cuando adquiere la categoría de síntoma (lo cual sólo la evaluación cuidadosa puede determinar), corresponde explorar, si el paciente lo desea –que es lo habitual cuando se decide a buscar ayuda– las alternativas terapéuticas que existen. En tercer lugar, la creencia de que los criterios diagnósticos actuales corresponden a entidades biológicas que existen en la realidad, es sólo una ilusión. Este planteamiento hecho por el psiquiatra español Julio Sanjuán, descansa en la tremenda paradoja que supone no contar, hasta la fecha, con un sólo marcador biológico que tenga la suficiente especificidad como para ser incluido dentro de los criterios diagnósticos en ningún trastorno psiquiátrico. De allí que, como señala este autor, hoy muchos investigadores están más en la búsqueda del correlato biológico con síntomas concretos (entre otros, alucinaciones, desconcentración, angustia) que buscando el vínculo de la biología con enfermedades incluidas en las clasificaciones actuales, cuyo estatus 53

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nosológico es incierto11. Así, sería perfectamente razonable buscar el, o los, correlato(s) biológico(s) del rfp. En cuarto lugar, es cierto, según nuestra experiencia, que el rfp se asocia comúnmente al tas, pero ello no excluye que a veces se presente el rfp sin el tas, en el sentido de que si bien hay síntomas de ansiedad social, no se cumplen todos los criterios para el diagnóstico. P e r s p e c t i va e v o l u c i o n a r i a

Es iluminador reparar en que a pesar de que Darwin reconoció no tener explicación para el fenómeno de la ruborización facial, desde una visión evolucionaria (también llamada evolucionista) de la psicología o la psiquiatría, se han establecido similitudes entre el sonrojarse de los humanos y conductas de despliegue o exposición (display) que exhiben ciertos animales, útiles para apaciguar a sus pares. En efecto, las conductas de despliegue de los animales reducen las posibilidades de ataque de miembros de su misma especie. De la misma manera, se ha sostenido que, entre los humanos, la ruborización facial reduciría las reacciones negativas de los observadores12. Más aún, no se puede ignorar el empeño, sobre todo en el género femenino, de simular el rubor de las mejillas con colorete. Se trata de una costumbre que ha persistido en numerosas culturas a lo largo de los siglos. Pues bien, a la luz de lo descrito y siguiendo la lógica evolucionaria, uno se podría plantear: ¿por qué si el ruborizarse desdibuja

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Sanjuan J., 2000. Véase Stein D.J., Bouwer C., 1997.

C a p í t u l o I I I R u b o r F a c i a l Pa t o l ó g i c o ( R F P ) ¿ u n a e n f e r m e d a d ?

la amenaza, la gente podría querer no sonrojarse? Al respecto, cabe expresar que a los pocos médicos que trabajamos en esta área, la realidad nos muestra que la mayoría de las personas que nos consultan no lo hacen por el rubor facial normal, ocasional, que, sabemos, es un ingrediente de la vida misma. Por lo general, los que nos piden ayuda son los que se ruborizan muy fácilmente y sufren porque les molesta enrojecer cuando resulta socialmente inapropiado; esto es, cuando el rubor irrumpe en un contexto donde no es esperado (por ejemplo, cuando uno se encuentra con alguien conocido en la calle, aun delante de familiares, o al hablar por teléfono). Se tolera mejor enrojecer cuando pareciera apropiado socialmente, como podría ser al recibir un reconocimiento o al ser festejado con motivo de cumplir años. Por el contrario, es principalmente el ponerse colorado en ausencia de precipitantes claros lo que resulta perturbador, tal vez porque la situación se puede interpretar como que se oculta algo indebido que se hizo (como cuando la gente se ruboriza al ser objeto de bromas por algo que ostensiblemente ha hecho en privado) o que la persona se ha descontrolado en una situación que no lo ameritaba, que no era amenazante (lo cual puede afectar al individuo por sentir que se lo va a considerar tímido, torpe o, en lenguaje actual, un perdedor). La perspectiva evolucionista ha planteado la hipótesis de que la ansiedad patológica refleja que la disposición natural del hombre, durante la evolución, a monitorizar y reaccionar frente a lo amenazante, se convirtió en algunos en un sistema de «lucha o huída» mal calibrado, que yerra en el sentido de excederse en los resguardos contra la amenaza. Desde la misma óptica se puede plantear que, en el caso de quienes se ruborizan patológicamente, hay una alteración parecida. En otras palabras, en algunas personas el proceso de evolución de un mecanismo defensivo devino en una respuesta emocional adaptativa excesiva o en un sistema que 55

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

se activa erróneamente, generando, frente a estímulos menores, el rubor facial que vemos en nuestros pacientes y las distorsiones cognitivas y pensamientos irracionales que suelen acompañarlo. A partir de un enfoque algo distinto, pero también evolucionario, se ha postulado que las emociones serían, en realidad, no un número limitado a no más de una docena (habitualmente se habla de entre siete y doce), sino muchas más. Entre ellas se incluyen las emociones auto-conscientes (self-conscious emotions), que comprenden el embarazo, la vergüenza y la culpa, las cuales facilitan la adherencia a las normas sociales13; y otras emociones como la compasión o la gratitud, que son vitales para el funcionamiento de las relaciones entre las personas. En fin, me complace comprobar que en el último tiempo las revistas médicas han comenzado a publicar cada vez más artículos sobre el rubor facial, a veces sacando el síntoma del contexto del tas14. Ello no invalida, como he dicho, que la mayoría de las veces el rfp se presenta sólo como un componente, aunque uno de los principales, del tas. Considero que esta mayor preocupación de la comunidad médica por el rubor facial, sobre todo por aquél que es invalidante y deteriora en forma importante la calidad de vida, es naturalmente positiva. Ella ha servido, por ejemplo, para crear conciencia de que también hay causas no emocionales de lo que se podría llamar «rubor facial», aunque en realidad aquí la denominación no corresponde porque el síntoma se da en ausencia de 13

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La mayor adherencia a las normas sociales facilita la cohesión social. La otra cara de la moneda serían los sujetos menos propensos a experimentar selfconscious emotions quienes, se postula, incurren más a menudo en conductas antisociales. Autores como C. Darwin y E. Goffmann hace ya mucho tiempo expusieron variantes de estas hipótesis. Por algo, se suele decir del que no cumple las normas que es un sinvergüenza. Nicolau M., 2006.

C a p í t u l o I I I R u b o r F a c i a l Pa t o l ó g i c o ( R F P ) ¿ u n a e n f e r m e d a d ?

un precipitante psicológico (flushing). Lo menciono porque dichas causas siempre deben ser investigadas cuando las personas acuden por ayuda. Así, sabemos que el ejercicio o el calor ambiental pueden producir una vasodilatación facial fisiológica. Igualmente, después de la menopausia se presentan episodios de coloración facial rojiza en ausencia de precipitantes psicológicos. Se denominan bochornos o sofocos (hot flushes) y se asocian a una disminución en los niveles de estrógenos. También muchos medicamentos y el alcohol pueden desencadenar rubor facial, además de algunas comidas. A veces la rosácea, un cuadro dermatológico15, puede ser precedida de una tendencia prolongada a ruborizarse. En esta misma línea, se sabe que enfermedades sistémicas menos frecuentes, como el síndrome del carcinoide y la mastocitosis, pueden producir coloración roja de la cara pero, reitero, en estos casos no se identifican desencadenantes emocionales.

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La rosácea, o acné rosácea, es una afección crónica de la piel que consiste en la inflamación de las mejillas, la nariz, la barbilla, la frente o los párpados, y que puede aparecer como enrojecimiento, vasos sanguíneos prominentes similares a una araña, inflamación o erupciones en la piel parecidas al acné. Se presenta preferentemente en gente de piel clara, con tendencia a sonrojarse, principalmente mujeres, aunque los hombres resultan afectados con mayor intensidad. No es curable, pero habitualmente se puede controlar con tratamiento. En mi práctica clínica con paciente, con rubor facial he visto numerosos casos que han sido tratados por dermatólogos. 57

Capítulo IV

RETOM AND O LA PR ÁCTICA CLÍNICA

La psiquiatría es la más científica de las humanidades y la más humanista de las ciencias. Sir Martin Roth

P odría decirse que mi vida transcurrió en forma acelerada después

de visitar y entregar la carta que había escrito durante la mañana, al doctor Suárez. Como mi intuición me había dicho que ocurriría, esa misma tarde, luego de la consabida evaluación médica, el doctor afirmó que en su opinión yo era un buen candidato para la cirugía, es decir, según él la intervención quirúrgica probablemente me ayudaría. Al cabo de un mes, a fines de julio de 2003 –y luego, por cierto, de los exámenes pertinentes– fui operado. A la única persona que le conté de mi intervención fue a mi esposa; tal es la vergüenza que despierta todo aquello asociado al tema del rubor facial, que nunca contemplé otra opción que no fuera decírselo exclusivamente a ella. Han pasado más de cuatro años desde la operación y recién hace algunos meses, conversando una tarde con mi madre, le referí el problema que me había afligido tanto tiempo y le señalé que me había sometido a la cirugía. En un mensaje electrónico de esa época le escribí, evadiendo lo principal: «¿Será que con los años uno se atreve a contar cosas que antes no comunicaba?» En realidad, si bien el mensaje expresa algo que en mi opinión sucede, esto es, que a medida que somos mayores nos resulta más fácil decir lo que nos pasa y reconocer lo que nos atormenta, en el fondo mi retraso en hacerla partícipe de lo que había 59

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

ocurrido sólo tenía una explicación: me daba vergüenza decir que me había operado por el rubor facial (no así, o muchísimo menos, revelar que la hiperhidrosis palmar era la otra razón). Ciertamente, en una época como la actual, de competencia sin contemplaciones, de reduccionismos extremos, de simplistas y apresuradas distinciones entre winners y loosers, confesar sentimientos que aquel que los padece considera de insuficiencia es difícil, aun ante los seres que sabemos que nos quieren. Ahora detengámonos un momento a hacer una reflexión. En el contexto de lo que nos ocupa, es pertinente resaltar la importancia de todo lo que concierne al sentido personal, dimensión del vivenciar humano que la medicina frecuentemente relega a un segundo plano, en especial cuando está frente a una afección que conoce poco. Así, a menudo olvidamos que no necesariamente las prioridades del médico y el paciente son coincidentes. En forma reiterada, el trabajo con pacientes que se ruborizan me sugiere que en interacciones anteriores con profesionales de la salud ha habido falta de sintonía. En las entrevistas que realizo, a menudo me quedo con la sensación de que en la relación paciente-médico que me precedió, mientras el primero, el paciente, probablemente se sentía agobiado, dando la impresión de ser monopolizado por su aflicción; el otro, el profesional de la salud, de seguro se hallaba enredado, estribando su dificultad no tanto en incorporar las nuevas ideas sino en el liberarse de las antiguas, sobre todo en lo que dice relación con el diagnóstico. No digo que encasillar no sea esencial, ciertamente lo es, pero descubrir el significado personal más profundo que nuestro paciente otorga a su dolencia (e incluso a su existencia) es, conjuntamente con el diagnóstico, una obligación ineludible de todo aquel que, como el psiquiatra, hace del encuentro interpersonal lo más importante de su quehacer. 60

Capítulo IV Retom and o la pr áctica clínica

Pero, retomando mi caso, deseo hacer hincapié en que aun sabiendo, racionalmente, que contaba con el apoyo incondicional de seres tan cercanos como mis familiares, en un primer momento me resultó imposible relatarles fragmentos de mi biografía que ellos ignoraban por completo. Es más, mi padre y mis hermanos aún no saben que me operé y cabe la posibilidad de que recién se enteren a través de la lectura de este libro. Tal vez, pensarán muchos lectores, confiar en aquellos que uno ama y acudir a buscar ayuda es sencillo, pero para los que experimentan más intensamente (o sobredimensionan) las emociones auto-conscientes, como el embarazo, la vergüenza o la culpa, verbalizar lo vivido es extraordinariamente difícil. De ahí a la soledad hay sólo un corto paso. Como alguien dijera alguna vez, del mismo modo que la enfermedad es la peor de las desgracias, la soledad es la peor de las secuelas de la enfermedad1. En lo que atañe a la evolución de mi caso, después de años de pasarlo mal por algo que yo no controlaba y que no me atrevía a contar, de pronto descubrí que muchos otros se hallaban sumergidos en el mismo desagradable y prolongado silencio. Un mutismo del cual la mayoría no se atreve a salir por un temor injustificado. Pese a no haber hecho nada inapropiado, temen no ser comprendidos. Pues bien, una vez verificada la operación de simpatecto2 mía , debí enfrentar algunas complicaciones menores, un cierto 1

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La expresión pertenece a John Donne y es citada por Oliver Sacks en su libro Despertares, página 65, Ver Sacks O., 2005. La simpatectomía es un procedimiento quirúrgico conocido desde hace varias décadas. No obstante, recién con la introducción de las técnicas de videocirugía se convirtió en un procedimiento sencillo y accesible para los casos más severos de hiperhidrosis y rubor facial. Para una descripción véase el capítulo V. 61

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

grado de irritación a nivel de la tráquea, hipersensibilidad leve en el pecho y la espalda. Lamentablemente, a medida que avanzaron los días desarrollé también una neuritis intercostal3, la cual, además de producirme un dolor quemante intenso, permanente, durante varias semanas, me preocupó muchísimo porque como médico sabía que en ocasiones esos dolores no desaparecen. Recuerdo vívidamente que, entonces, el más mínimo roce de la piel contra la ropa exacerbaba hasta lo indescriptible el dolor que sentía. Es más, recurriendo a los resabios de mis antiguas habilidades manuales, de la época en que condicionado por mis genes maternos quise ser pintor, transformé una pezonera de mujer en transparente armadura que adhería con cinta adhesiva a mi areola derecha para evitar todo posible roce de la camisa contra el pezón, protección a la que apelé durante varios días. Trato de no exagerar, y lo que menos quisiera es parecer un psiquiatra delirante, pero lo que yo sentía era una lanza ardiente que se incrustaba en el espesor de mi tórax a través del pezón de ese lado4. En aquella época reflexioné muchas veces en torno a la experiencia del dolor, haciéndoseme comprensible, incluso, el que algunas personas lleguen a suicidarse por sufrir un dolor físico intolerable. Afortunadamente, semanas después, todo pasó. ¿Cúanto influyeron los numerosos medicamentos que me prescribió mi médico (analgésicos potentes, carbamazepina, gabapentina en altas dosis)? Lo desconozco y, si lo 3

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La neuritis intercostal es una lesión inflamatoria de un nervio intercostal. Se asocia a dolor, a menudo intenso, localizado en el torso, el brazo o la piel de esas áreas. Puede deberse a diversas causas, entre ellas la simpatectomía. No es una complicación común de este tipo de intervención. Cuando se debe a la cirugía, generalmente, sana en tres o seis semanas. Debo precisar que en mi caso, por una lesión antigua en el pulmón derecho, el cirujano optó por ingresar a ese lado del tórax a través del pezón derecho y no de la axila como se hace habitualmente.

Capítulo IV Retom and o la pr áctica clínica

miro desde la óptica del paciente que fui, debo reconocer que ahora me importa bastante poco. Lo cierto es que, pese a todo, apenas 48 horas después de operado volví a dictar mis clases habituales, aunque esporádicas, en la Escuela de Postgrado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. No recuerdo la primera clase que impartí inmediatamente después de la intervención, pero mirando las cosas en perspectiva, presumo que probablemente recurrí –como durante años lo había hecho– a algún tipo de ayuda farmacológica para disminuir mis niveles de ansiedad frente a una situación que, pese a serme cada vez más familiar, involucraba ser expuesto al escrutinio de los demás. Después de haber vivido durante tres décadas en una constante expectación ansiosa, aun apareciendo los beneficios de la simpatectomía bastante pronto después de la operación, comprobé que se precisa aprender a habituarse a que la vida se vive con un nivel de activación y alarma menor a la acostumbrada, lo cual toma algún tiempo. A la semana de haberme operado, el doctor Suárez me pidió que evaluara a una paciente que sufría de rfp e hiperhidrosis palmar. Recuerdo bien la ambivalencia que ello me provocó. Por una parte, interpreté la solicitud de mi colega como un reconocimiento que me halagaba y me ponía feliz la idea de ayudar a alguien que había sufrido los mismos problemas que yo. Por otro lado, constituía un desafío para el que no sabía si estaba preparado ya que entrañaba volver a evocar y lidiar con una forma de padecimiento que había vivido demasiado de cerca y del que deseaba escapar. El hecho es que le contesté a mi colega que podía contar conmigo. Si bien cuando lo consulté nunca estuvo en mis planes dedicarme a prestarle colaboración profesional en forma sistemática, estaba muy agradecido de él, de modo que cuando me llegó su solicitud no titubeé en acogerla. Pese a mis sentimientos encontrados, fue la decisión correcta. 63

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

No obstante, extrañamente (al menos así me pareció en ese minuto), ante la inminencia de ver a esa primera paciente con rubor facial, me sucedió que, de pronto, después de casi veinte años de ejercer como psiquiatra, me sentí muy ansioso, casi como si estuviera debutando en la especialidad. Ya había sido operado y se suponía que había adquirido una suerte de inmunidad (si bien tenía claro que con la operación el rubor no desaparece, sólo sus visitas se hacen más esporádicas y su intensidad, menor). Sin embargo, no lo podía negar: estaba nervioso. A pesar de haberme operado, entonces mi mayor temor era –todavía– ruborizarme. Ello no sucedió. Aun así, un cierto grado de inseguridad me acompañó el primer tiempo que hice evaluaciones para el doctor Suárez. Entre otros factores, creo que contribuyó a esa vacilación el que no tenía claridad sobre si debía contarles a los pacientes la experiencia vivida, esto es, mi propia experiencia personal (después de todo, los únicos que sabían de mi problema eran el equipo médico que me intervino quirúrgicamente y mi esposa; ni siquiera el resto de mi familia estaba enterada). Por suerte, a poco andar me fui tornando menos sensible a los estímulos que antes precipitaban el rubor, lo cual me infundió una enorme seguridad y, en lo que respecta a la relación con quienes acudían a verme en calidad de pacientes, sin saber cómo, empecé a contarles que me había operado. Además, el propio vínculo que iba estableciendo entonces con las personas me dictaba qué hacer. Así, muy pronto le explicité al doctor Suárez que lo autorizaba a contarles a los pacientes que el psiquiatra que los iba a evaluar había sufrido lo mismo que ellos e, igualmente, que había sido su paciente en el quirófano. Después de hacer esto, de compartir mi secreto con quienes me consultaban, me sentí muy contento; me gratificaba percibir que ellos se sentían comprendidos y que me lo dijeran. Pude constatar que muy a menudo estas personas habían 64

Capítulo IV Retom and o la pr áctica clínica

consultado a numerosos especialistas, dermatólogos, neurólogos, psiquiatras, psicólogos, hipnotizadores, entre otros, pero pocas veces habían sentido que los profesionales entendían su padecimiento. Se trataba de personas que en su mayoría los habían intentado ayudar genuinamente, mas sin éxito. Asimismo, descubrí que en las escasas oportunidades en que los pacientes plantearon la posibilidad quirúrgica, no fue raro que los profesionales tendieran a minimizar la importancia del síntoma y, muchas veces, a descalificar categóricamente, en forma precipitada, la opción de la cirugía. Desde entonces, invariablemente he evaluado en mi calidad de médico y psiquiatra a los pacientes que recurren al doctor Suárez por la posibilidad de operarse, lo cual me ha ido convenciendo de que la evaluación psiquiátrica es necesaria. En lo posible he procurado acompañarlos, si no personalmente, a través de correos electrónicos, en el proceso que muchos de ellos llaman «soltar el freno» que, cual camisa de fuerza invisible, ha interferido por años en la ejecución de sus proyectos de vida, impidiéndoles, por así decirlo, abrazar el mundo. De este modo, agradezco a la noble profesión que escogí, la cual –en un inesperado giro del destino– me ha llevado, en los últimos años, a trabajar y ayudar a hermanos del mismo padecimiento. Con muchos de quienes me han consultado he mantenido una relación continuada en el tiempo, aunque por lo general a través de Internet. Inesperadamente, entonces, he conocido de cerca más de un centenar de historias humanas, todas llenas de sentido y muchas impactantes, esperanzadoras. Otras, muy pocas, de dolor no mitigado y frustración. Probablemente, si este libro alcanza alguna difusión, conoceré muchas más. Suceda o no, lo que he buscado es validar el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres incomprendidos que, con fundamento o no, ansían librarse del fuego de sus mejillas. 65

Capítulo V

O P C I O N E S D E T R ATA M I E N T O E N E L T R A S T O R N O D E A N S I E D A D S O C I A L ( TA S ) / F O B I A S O C I A L Y E N E L R U B O R FA C I A L PA T O L Ó G I C O ( R F P )

E s esencial tener presente que la mera aparición de ansiedad en

situaciones sociales no justifica la instauración de un tratamiento. Se hace el diagnóstico de Fobia Social, recordemos, sólo cuando el temor conduce a la evitación de situaciones laborales, sociales o interpersonales. De modo excepcional los clínicos hacen el diagnóstico en ausencia de evitación, únicamente si las situaciones temidas se enfrentan con gran angustia o sufrimiento. En la práctica, pese a que cada vez más se demuestra lo beneficioso que es el tratamiento oportuno del tas, a menudo los pacientes no consultan, y si lo hacen es generalmente después de presentar complicaciones tales como una depresión mayor o un trastorno por abuso de sustancias, principalmente de alcohol. Aunque el rubor facial rara vez lleva a los pacientes con tas a consultar, cuando ello ocurre, la mayoría de las veces el impulso a hacerlo nace luego de una visita a Internet. La investigación respalda la utilidad de dos modalidades terapéuticas en la Fobia Social: algunos medicamentos y una forma específica de psicoterapia llamada terapia cognitivo-conductual (tcc), cuyo componente central es la terapia de exposición gradual.

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T r ata m i e n t o fa r m a c o l ó g i c o d e l ta s / F o b i a S o c i a l

En el caso del tas generalizado, muchos consideran que los isrs, un tipo de antidepresivos que, entre otros efectos, incrementan los niveles del neurotransmisor serotonina, son el tratamiento de elección. Ejemplos de este tipo de medicamentos son la paroxetina (el primer psicofármaco aprobado formalmente en Estados Unidos de Norteamérica para el tratamiento del tas), la sertralina, la fluoxetina, el citalopram y la fluvoxamina. Si bien se trata de fármacos en general bien tolerados, no están exentos de efectos secundarios, en especial las primeras semanas de tratamiento. Es común que produzcan dolor de cabeza, náusea e insomnio transitorios. Además, suelen disminuir el deseo sexual y retrasar la respuesta orgásmica, síntomas que sólo a veces se atenúan o cesan con el tiempo. Igualmente, se ha visto que otro tipo de antidepresivos, los isrns (inhibidores selectivos de la recaptura de noradrenalina y serotonina), como la venlafaxina y la duloxetina, son eficaces, aunque también producen efectos colaterales. Asimismo, estudios iniciales con otros compuestos, como la gabapentina y la pregabalina, muestran resultados alentadores. Para el tas no generalizado, que agrupa a personas con fobias sociales específicas como hablar en público, son útiles los beta-bloqueadores como el propanolol o el atenolol. P s i c o t e r a p i a d e l ta s / F o b i a S o c i a l

Con respecto a la psicoterapia, la evidencia científica indica que la tcc, forma de psicoterapia usada en varios trastornos de ansiedad, sería especialmente útil en el Trastorno de Pánico y en el tas. Reúne dos componentes, el cognitivo y el conductual. El componente 68

C a p í t u l o V O p c i o n e s d e t r ata m i e n t o e n e l TA S / F o b i a S o c i a l y e n e l R F P

cognitivo ayuda a las personas a tomar conciencia y luego a modificar los patrones de pensamiento que les impiden sobreponerse a sus temores. Por ejemplo, se puede ayudar a un paciente fóbico social a cuestionar su creencia de que está siendo constantemente observado y juzgado por los demás. El componente conductual, a su vez, busca cambiar las reacciones de los pacientes a las situaciones que les provocan ansiedad. Un elemento fundamental de este componente es la exposición gradual, en la que las personas confrontan las situaciones temidas en forma cuidadosa y estructurada. Su propósito es, además, aprender nuevas conductas al comportarse de modo distinto y monitorizar las reacciones. Se implementa con el apoyo y la guía del terapeuta, una vez que éste y el/la paciente se sienten cómodos y estiman que están dadas las condiciones. La tcc para la Fobia Social también incluye el entrenamiento en el manejo de la ansiedad (anxiety management training), que puede contemplar técnicas de control respiratorio y ejercicios de relajación muscular, susceptibles de ser puestos en práctica in situ. A veces parte de la tcc se puede realizar en un contexto grupal, lo que facilita el compartir las experiencias; el desarrollo de un sentido de ser aceptado por los demás y el enfrentamiento de desafíos conductuales en un ambiente de confianza. Algunos estudios sugieren que el entrenamiento en habilidades sociales puede ser útil en el tratamiento del tas. No obstante, no está claro si lo que se precisa son técnicas y prácticas específicas, o simplemente apoyo en el funcionamiento social general y exposición a las situaciones sociales temidas. T r ata m i e n t o fa r m a c o l ó g i c o d e l r f p

En cuanto al rubor facial –uno de los motivos que puede llevar a los pacientes con tas a consultar–, es interesante consignar la investigación 69

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

de Connor y colaboradores1, la cual constituye el primer estudio riguroso (en terminología científica: «doble-ciego, controlado con placebo») que indica que un fármaco, específicamente la sertralina, sería útil para tratar el rubor facial asociado a la ansiedad social. Otros medicamentos que se han usado para el rubor facial son los beta-bloqueadores, mencionados antes como opciones terapéuticas en el caso de fobias sociales específicas (justamente por atenuar la sintomatología física propia de la ansiedad), y la clonidina, agonista adrenérgico utilizado clásicamente como antihipertensivo, al cual con el tiempo se le han encontrado otros usos, por ejemplo, aliviar los bochornos propios del climaterio. T r ata m i e n t o p s i c o l ó g i c o d e l R F P

En lo psicológico, se ha postulado que se podría inhibir el sonrojo haciendo caso omiso de la atención de los demás. Una manera de hacerlo sería eliminando el estigma asociado al sonrojo facial, de modo de no afligirse al comenzar a enrojecer. Lo cierto es que hay reportes en que a través de la intención paradójica, en la cual se pide a los pacientes que se sonrojen cuando sienten que se están ruborizando, se ha logrado disminuir la frecuencia del rubor facial en personas con tendencia crónica a ponerse coloradas2. D u r a c i ó n d e l t r ata m i e n t o

Muchos se preguntarán, ¿cúanto tiempo debe mantenerse el tratamiento? En lo que concierne a la farmacoterapia, no hay una 1 2

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Connor K.M. et al., 2006. Boeringa J.A, 1983.

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respuesta inequívoca. Por razones de costo, los estudios científicos no suelen prolongarse más allá de seis meses luego de concluida la fase aguda de la prescripción, pero lo que se desprende de ellos, como también de la práctica clínica, indica que las personas que suspenden los medicamentos después de ese período tienen más chance de volver a presentar síntomas que aquellos que continúan tomándolos. En mi práctica profesional, en general, acostumbro aconsejarles a los pacientes que se mantengan en tratamiento por alrededor de un año, con posterioridad a lo cual suspendo gradualmente la medicación y observo si reaparecen los síntomas, en cuyo caso reanudo los fármacos por un tiempo prolongado o en forma indefinida. La tcc es de tiempo limitado, y se prolonga, por lo general, sólo algunos meses. Tiene la ventaja de que sus efectos son más duraderos. Una alternativa interesante, considerando que los pacientes tienden a responder más rápido a la medicación que a la tcc, es comenzar el tratamiento usando simultáneamente ambas modalidades terapéuticas y, después de un tiempo, ir quitando de a poco los remedios. Otra opción es iniciar el tratamiento con medicamentos, suspenderlos luego gradualmente y, enseguida, instaurar la tcc para prevenir recurrencias. T r ata m i e n t o q u i r ú r g i c o d e l R F P a s o c i a d o a TA S / F o b i a S o c i a l

En los casos de pacientes con rubor facial intenso objetivable, que no hayan respondido a la tcc o a la farmacoterapia, cabe considerar la opción quirúrgica llamada simpatectomía torácica endoscópica (ste) o simpatectomía videotoracoscópica (svt); (en el resto del libro 71

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

usaré sólo la primera denominación). En líneas generales, dicha modalidad terapéutica se sustenta en el hallazgo de que la actividad del sistema nervioso simpático de estos pacientes está alterada. Por ejemplo, un trabajo reciente sugiere que la eritrofobia se asocia a una tendencia del rubor facial a disiparse más lentamente3. Mi propia experiencia personal apunta en este sentido. Así, después de la operación se me hizo evidente que si bien todavía me ruborizaba (aunque con menos intensidad), cuando esto sucedía el sonrojo era notoriamente más fugaz, lo que contribuyó a tranquilizarme y esto, a su vez, facilitó que los episodios de rubor fueran cada vez más esporádicos. Lo expuesto es congruente con la explicación de que lo que la ste hace, en definitiva, sería –a través de actuar a nivel de un esfínter post-capilar– evitar la retención de sangre en el rostro4. Los beneficios de la simpatectomía en el tratamiento de la sudoración facial se conocieron en la década de 1930; y en el tratamiento de la sudoración palmar, en la de 1950. En el caso del rubor facial, este tratamiento se propuso por primera vez en 19855. Sin embargo, en la práctica, el hecho de tener que hacer una gran cirugía a ambos lados del tórax (donde se encuentran las fibras nerviosas del sistema simpático) hacía imposible la intervención. Recién con el advenimiento de las técnicas de videocirugía (cirugía con mínimas heridas y la utilización de cámaras especiales de video), a partir de la década de 1990, se convirtió en un procedimiento sencillo. En Latinoamérica, la utilidad de la ste para tratar el rfp sólo se ha hecho conocida en el ambiente médico en los últimos cinco años.

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Drummond P.D. et al., 2007. Dr. Claudio Suárez, (comunicación personal). Wittmoser R., 1985.

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El procedimiento se realiza bajo anestesia general, en un pabellón de cirugía. Se hace una pequeña incisión de menos de un centímetro en la axila derecha, por donde se introduce una mini cámara de video de fibra óptica que permite a los cirujanos visualizar con completa claridad todo el interior del tórax. Se localiza la cadena de ganglios simpáticos y con la ayuda de un instrumento especial, que se introduce por otra pequeña incisión en la axila, se procede a seccionar y cauterizar una reducida porción de la cadena simpática a nivel de la segunda, tercera o cuarta costilla. En el caso de rubor, hiperhidrosis facial e hiperhidrosis de las manos, se secciona el ganglio T2 (si el paciente sufre exclusivamente de hiperhidrosis palmar se secciona únicamente T3). Si además hay hiperhidrosis axilar asociada, a veces se extiende la sección a T4 (si la hiperhidrosis es meramente axilar, se secciona sólo T4). Por unas dos horas, es necesario dejar un delgado drenaje a nivel de la incisión inicial. El procedimiento se repite en forma idéntica al otro lado. La intervención, aunque lógicamente no está exenta de los riesgos inherentes a cualquier cirugía, es bastante segura. La duración del acto quirúrgico es inferior a una hora y, por lo general, el paciente permanece hospitalizado una noche para ser dado de alta al día siguiente en la mañana. Algunos casos pueden ser operados en forma ambulatoria. La mejoría sintomática es rápida y habitualmente en horas, días, o semanas, se aprecian las ventajas de la operación. Entre el 80-90% de los pacientes refiere disminución significativa del rubor facial y una mejoría ostensible en su calidad de vida6. En la práctica, los pacientes relatan disminución de la intensidad y/o 6

Véanse, por ejemplo: Adair A. et al., 2005; Drott C. et al., 2002; Jeganathan R. et al., 2008; y Licht P.B. et al., 2006. 73

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frecuencia y/o duración de los episodios de rubor facial, lo que se traduce, en la mayoría de los casos, en creciente seguridad en uno mismo, mayor participación en actividades sociales (las cuales antes solían evitarse) y en, no rara vez, progresos en el ámbito laboral, o de las relaciones interpersonales. Las complicaciones son raras pero están descritas7. En cuanto a los efectos secundarios postoperatorios, el más frecuente es la sudoración compensatoria. Se describe entre el 44-86% de los pacientes8. Se caracteriza por la tendencia, en general permanente, a sudar en forma excesiva en distintas partes del cuerpo, en especial a nivel del tronco, lo que por supuesto aumenta con el ejercicio o durante los días calurosos. Su intensidad varía de un paciente a otro. Debido a la sudoración excesiva, entre el 1-2% de las personas intervenidas se arrepiente de haberse operado y, por lo mismo, algunos grupos de cirujanos en vez de seccionar la cadena simpática la «clipean», sin cortar ni extirpar ningún segmento, pensando en la posibilidad de revertir el procedimiento si la sudoración compensatoria es invalidante, pero no está claro el grado de regresión de esta molestia luego de retirar los clips. Además, las reinervaciones (que determinan la reaparición de síntomas) son más frecuentes con este método9. Hay trabajos que han revisado las potenciales complicaciones de la ste en detalle10, entre otras, el Síndrome de Horner (1%); neumotórax o derrame pleural (2%); neuritis intercostal –como la que sufrí personalmente– (1-6%); reinervación simpática con

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Ojimba T.A, Cameron A.E., 2004. Schick C.H., Horbach T., 2003. Suárez C. et al., 2005. Burlan A.D. et al., 2000.

C a p í t u l o V O p c i o n e s d e t r ata m i e n t o e n e l TA S / F o b i a S o c i a l y e n e l R F P

reaparición de síntomas hasta un año después de la operación (2%) y sudoración gustatoria, al comer ciertos alimentos (1%). En Suecia, uno de los países pioneros en este campo, la operación se realiza mucho menos desde hace algunos años. Probablemente influyó en ello la notoriedad pública que adquirieron algunos casos de pacientes que desarrollaron complicaciones. A su vez, en 2004 las autoridades sanitarias de Taiwán prohibieron la intervención en menores de 20 años11. Al respecto, mi opinión es que, muy probablemente, debido a lo sencillo que se tornó el procedimiento quirúrgico con la llegada de las técnicas videotoracoscópicas, muchos pacientes fueron intervenidos sin necesitar la operación. Ello seguramente alteró la relación riesgo/beneficio y pasaron al primer plano los efectos secundarios, lo cual afectó la reputación de este tipo de cirugía y contribuyó a las consecuencias señaladas. Lo anterior pone de relieve la necesidad de que los profesionales de la salud, en especial los de la salud mental, presten debida atención al rubor facial, se familiaricen con la evaluación de estos pacientes, colaboren con los equipos quirúrgicos y manejen en forma adecuada las diversas formas de tratamiento psicológico y farmacológico disponibles en la actualidad, con el objeto de que la operación se realice sólo cuando es estrictamente necesario12. 11

12

Ver detalles en: www.wikipedia.org/wiki/Endoscopic_thoracic_sympathectomy Debido a que el rubor facial y la sudoración palmar se han tratado ya hace largo tiempo a través de la simpatectomía, y porque los estudios biológicos indican que el sistema nervioso simpático es el mediador de estos síntomas en la Fobia Social, se ha estimado que es ético estudiar, también, el posible efecto de este tipo de cirugía en el tas. Hasta ahora, los trabajos disponibles muestran resultados esperanzadores. Un estudio de nuestro grupo es, hasta donde sabemos, el único –al menos en Latinoamérica– en que un psiquiatra realizó una evaluación psiquiátrica clínica y psicométrica de los pacientes, con el fin de mejorar el filtro pre-operatorio. En efecto, utilizando 75

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Finalmente, se debe enfatizar que es imprescindible recurrir al consentimiento informado con detalle previo a la cirugía. Nuestra experiencia, y la de otros autores13, es que la simpatectomía para tratar el rfp puede incrementar, en el caso de no ser exitosa, los sentimientos de impotencia y depresión en el paciente; incluso en ausencia de efectos secundarios, debido a la sensación de que se han agotado todos los recursos, sin esperanza de cura. Es importante analizar antes de la cirugía esta posibilidad. En este contexto, la práctica nos muestra que frente a una operación sin resultado terapéutico, para el paciente es más fácil enfrentar la situación si es acompañado por un psiquiatra. Ello permite, además, la posibilidad de considerar, y eventualmente instaurar (de nuevo, si se ha utilizado antes) un tratamiento con antidepresivos, el que además de tener un efecto elevador del ánimo puede –como hemos visto– contribuir a atenuar el rubor.

13

76

la evaluación clínica y varias escalas para medir ansiedad social, me correspondió evaluar a 58 pacientes chilenos que consultaron por la posibilidad de operarse por rfp, de los cuales finalmente 48 fueron seleccionados para ser sometidos a una ste a nivel de T2. De estos 48 pacientes, en 46 (95,6%) se logró satisfacción y control de su enfermedad. En dos pacientes el resultado fue no satisfactorio. No hubo desarrollo de Síndrome de Horner en esta muestra; en ningún paciente la sudoración compensatoria fue severa. Tampoco hubo mortalidad o complicaciones operatorias. Este estudio sugiere que el filtro utilizado, consistente en una evaluación psiquiátrica previa, permite mejorar los resultados reportados en otras series. Ver Suárez C. et al., 2005. Por cierto, en general, se considera la cirugía en pacientes incapacitados por su patología, que no han respondido a otras modalidades terapéuticas. En lo que respecta a los casos que se describirán en los capítulos siguientes, si bien el común denominador es el rfp, todos ellos tenían grados importantes de ansiedad social y muchos satisfacían los criterios actuales de tas. Véase Nicolau M., et al., 2006.

S e g u n d a pa r t e

LUZ AL FINAL DEL TÚNEL

Capítulo VI

LUCÍA D.

L a señora Lucía D. nació en Santa Cruz, en el corazón del valle

de Colchagua. Sus padres aún viven y ella es la quinta de seis hermanos, cuatro de los cuales están radicados actualmente en los Estados Unidos de Norteamérica. Como muchos otros chilenos que nacieron en 1973, desde pequeña se habituó a que, a menudo, la sola mención de su año de nacimiento despertaba entre sus connacionales diferentes tipos de comentarios, mas rara vez indiferencia. A ellos debía atender por haber venido al mundo el año en que ocurrió el golpe militar que derrocó al presidente Allende. Pero, con el tiempo, comenzó a darse cuenta que ese tipo de observaciones era cada vez menos frecuente. «La memoria pasa por cedazo todo», o algo similar, debe haber pensado la señora Lucía. Me había sido derivada por el doctor Suárez, luego que ella lo fuera a visitar después de haber visto un programa sobre medicina en televisión, donde se mencionaba al médico a propósito del tratamiento quirúrgico de la hiperhidrosis y el rubor facial. Según me contó cuando la entrevisté, en el colegio era amistosa y desenvuelta. «Me ofrecía para todos los actos», expresó. Además, fue buena alumna. Primero estudió en un liceo de niñas, donde no tuvo ningún tipo de problemas. Dos años antes de salir 79

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

del colegio se cambió a un liceo mixto, lugar en el que su vida prosiguió siendo fluida y fácil, pero tal vez se mostró levemente más opacada por la presencia masculina. Después se incorporó a una universidad regional (la que en realidad era un centro de formación técnica), donde se graduó, al cabo de cinco semestres, de Técnico Agropecuario. La evalué en mi consulta en Santiago en junio del 2005. Entonces tenía 32 años, su matrimonio era bueno y con su marido, un año mayor (un sujeto sociable, que trabaja en ventas), tienen dos hijos; una pequeña entonces de ocho años y un varón, a la sazón de seis. Me contó que llevaba diez años trabajando jornada completa en una viña y que, según recordaba, empezó a ruborizarse desde que entró allí. Le ocurría especialmente – según decía– «cuando no estoy preparada». Notaba que sucedía cuando estaba expuesta a los demás, cuando le hacían preguntas en público, sobre todo si esto ocurría en forma inesperada y si tenía que hablar con sus superiores. Sin embargo, a costa de un gran esfuerzo le había ido bastante bien laboralmente. Es más, ascendió hasta desempeñarse en tareas que debería hacer un ingeniero (estaba a cargo del aseguramiento de la calidad de los vinos). Intuía que podría, a la larga, sustituir a su jefe (quien deseaba que ello ocurriera), pero sabía que el rubor facial disminuía sus opciones. La señora Lucía había consultado antes por el asunto del rubor. Inicialmente a un psiquiatra, quien le indicó alprazolam, el que sintió que algo le ayudaba; y, luego, a un psicólogo que le hizo psicoterapia, sin éxito. Refiriéndose a las consecuencias del rubor facial, señaló: «Ya me da lata, me tiene cansada» (después de todo, eran diez años los que arrastraba el problema). «Me siento tan tonta», añadió. En otras palabras, a juzgar por los resultados en su trabajo, le estaba yendo bien, pero interiormente lo estaba 80

Capítulo VI Lucía D.

pasando muy mal; la invadían sentimientos de minusvalía, carecía de confianza en si misma y veía que existía una buena probabilidad de desperdiciar interesantes posibilidades laborales. Al cabo de algunos días, envié un informe por correo electrónico al doctor Claudio Suárez. En él consigné algunos aspectos médicos y biográficos básicos, como también los resultados del examen clínico. Entre ellos, expresé que el rubor había sido muy evidente durante la entrevista. En efecto, en esa atmósfera de hermandad que compartimos por unos minutos, tan propia de seres que han padecido lo mismo, pude presenciar que pese a sentirse acogida, Lucía se hallaba incomoda por el encendido color púrpura que se había instalado en sus mejillas. Aproveché la ocasión para pedirle que me contestara unas encuestas que, le dije, le volvería a solicitar completara tiempo después, si es que se operaba. En el informe expuse que me llamaba la atención que el inicio de su problema había sido algo más tardío que lo visto en la mayoría de los pacientes que me había tocado evaluar, cuyos síntomas tendían a debutar en la pubertad o adolescencia. Proseguí, luego, manifestando que en mi opinión Lucía sufría mucho por el tema del rubor. Por último, a la luz de lo que más le interesaba a ella, que era obviamente atenuar o desprenderse del inoportuno rubor, concluí: La señora Lucía D. sufre de Rubor Facial Patológico, sin Hiperhidrosis asociada. Su relación de pareja es buena y tiene una sana personalidad de base. Es muy buena candidata para beneficiarse de una simpatectomía a nivel de T2. Por aquel entonces, ya había evaluado a más de cincuenta pacientes y me sentía con más confianza y seguridad para aportar 81

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

con mi opinión, la cual me parecía que podía ser útil. No sólo conocía las vicisitudes asociadas al tratamiento quirúrgico, sino también me mantenía estudiando constantemente el tema y cada vez era mayor mi experiencia clínica con este tipo de pacientes. Por otra parte, hasta donde yo sabía, en el país no había otros profesionales de la salud mental trabajando, ya sea solos o en conjunto con equipos de cirugía, en la dolencia que ahora nos ocupa, por lo que –asumía– era razonable que Claudio Suárez recurriera a mí. No supe más de Lucía hasta cerca de diez meses después, cuando le envié por correo electrónico un mensaje preguntándole si se había operado y si es que había valido la pena la intervención. A los dos días, por la misma vía, recibí el siguiente texto: Hola Doctor: Qué bueno que me escribió, tengo bastante que contarle, me hubiese gustado ir a verlo, ¡¡pero no faltan los varios que me cortan el tiempo!! Me operé el 23 de julio del 2005. Y los resultados fueron inmediatos. En cuanto a la operación, el doctor dijo que me había recuperado demasiado rápido, ya que  los calmantes que me dio sólo los tomé el día siguiente de operarme, porque no continué con  dolores. Lo peor fue cuando desperté de la operación y sentía un dolor en el pecho (como si me lo hubiesen hundido), pero eso duró como 24 horas. Me operé un día sábado y, como nadie en mi familia sabía lo que me pasaba (excepto mi esposo, quién se tuvo que quedar con mis dos hijos), viajé sola a Santiago y me volví al día siguiente. Gracias a Dios todo salió muy bien. Ya el día lunes de vuelta al trabajo pude ver lo efectivo que había sido, y claramente comenzó a cambiar mi vida. Frente a situaciones que antes me ponían tensa,  al principio estaba igual de nerviosa, pero con la diferencia que ahora no me ponía roja, sino que comenzaba a sudar por la espalda y el 82

Capítulo VI Lucía D.

estómago. Esto fue al principio, ahora ya manejo muchísimo mejor estas situaciones, me siento mucho más segura en mis planteamientos y puedo discutir sin tener que callarme, cosa que hacía antes porque me ruborizaba y mi opinión no la seguía defendiendo. Siento una gran tranquilidad y estoy feliz. Antes solía tener dolores de cabeza y sentía pena, rabia, ¡¡a veces llegué a pensar que me iba a dar algo a la cabeza y que iba a morir o volverme loca!! Me desvelaba pensando: «¿Por qué me pasa esto?». Uno de mis temores era que después de operarme iba a cambiar mi personalidad para mal, que –como se dice en buen chileno–, ¡¡me podía subir por el chorro!! Ya que iba a desaparecer ese freno que tenía y podía ponerme peleadora o tal vez prepotente, pero nada de eso ocurrió (¡¡qué bueno!!). Hoy ya no tengo tanta sudoración, sólo cuando realizo deportes, y, en todo caso, tampoco es excesiva (para ser más clara, no mojo la polera 1). Ante situaciones tensas, como ya sé que no me voy a ruborizar por 2 nada , mi actitud de entrada ya es más relajada y estoy muy tranquila, a veces me río sola de este cambio, ¡¡es increíble!! ¡¡Nunca pensé que sería tan sencillo hacer desaparecer este tormento de tantos años!! Le agradezco al doctor Suárez y a usted por dedicarse a este problema, ya que es desconocido y nadie lo habla; más que a una enfermedad uno lo asocia a problemas de personalidad. Creo que Dios me puso en el momento

1

2

Denominación que se utiliza en Chile para referirse a una camiseta deportiva de manga corta. Como se señaló en el capítulo v, por lo general, la ste disminuye significativamente la intensidad, la frecuencia y la duración del rubor facial, pero no lo suprime. Esto es lo que se le comunica a las personas que se van a operar. Rara vez he escuchado a los pacientes reportar un cese completo de la ruborización. En todo caso, no se debe subestimar la importancia que puede tener la expectativa de una supresión total del rubor, en términos de contribuir cognitivamente a enfrentar en forma más relajada las situaciones que con más frecuencia desencadenan el rubor. 83

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

preciso ante la televisión cuando emitieron el programa del doctor Suárez, sino todavía estaría con el problema, aún pensando que no existe solución. Bueno, doctor, esto es, en parte, mi historia ¡¡Si necesita otros antecedentes, no dude en escribirme que yo encantada le cuento!! Un abrazo, Lucía D.

Por cierto, agradecí a Lucía su testimonio. También, como le había dicho que lo haría, le solicité que me respondiera las mismas encuestas que me había contestado cuando me visitó en la consulta. En suma, se trata de tres conocidos cuestionarios que los psiquiatras suelen usar en distintas partes del mundo para cuantificar el grado de ansiedad social que una persona experimenta frente a ciertas situaciones. Además, miden la intensidad de las conductas de evitación y, uno en particular, cuantifica la severidad de los síntomas fisiológicos asociados a la ansiedad3. A continuación, expongo gráficamente los puntajes pre y post-operatorios de los cuestionarios completados por Lucía. Se pueden visualizar cuantitativamente los cambios experimentados tras la cirugía, según lo respondido nueve meses después de efectuada la ste. En la Figura VI-1 se puede apreciar que su grado de ansiedad social, «grave» según la Escala de Ansiedad de Liebowitz4, al momento de consultar, pasó a «leve» después de la cirugía.

3

4

84

Se trata de las siguientes tres escalas: Escala de Ansiedad Social de Liebowitz (Liebowitz Social Anxiety Scale, LSAS); Escala Breve de Fobia Social (Brief Social Phobia Scale, BSPS); e Inventario de Fobia Social (Social Phobia Inventory, SPIN). Véase Liebowitz M.R., 1987.

Capítulo VI Lucía D.

120 105

97

90

Puntaje pre-operatorio

75

Puntaje post-operatorio

60 45

35

30 15 0 Puntaje: 82 o mayor = Ansiedad social grave 52 - 81 = Ansiedad social moderada 51 o menor = Ansiedad social leve

Figura VI-1. Cambio en los niveles de ansiedad social de Lucía, paciente con rubor facial patológico, después del tratamiento con ste, según la Escala de Ansiedad de Liebowitz.

La Figura VI-2 muestra un descenso muy significativo en el nivel de ansiedad social de la paciente, según la Escala Breve de Fobia Social5. 60 50

Puntaje pre-operatorio

44

Puntaje post-operatorio

40 30 18

20 10 0 Puntaje: 18 o más = Trastorno de Ansiedad Social

Figura VI-2. Disminución de los niveles de ansiedad social de Lucía después del tratamiento con ste, según la Escala Breve de Fobia Social.

5

Véase Davidson J.R.T. et al., 1997. 85

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

A su vez, la Figura VI-3 muestra una disminución importante en los niveles de ansiedad social reportados tras la cirugía, en comparación a lo que sucedía con ella en la época en que optó por pedir ayuda. De acuerdo con el Inventario de Fobia Social6, mientras antes de la ste Lucía reunía con creces el puntaje necesario para ser diagnosticada como portadora de un tas, después del procedimiento quirúrgico su puntaje de nuevo estaba lejos del puntaje mínimo, de 19, necesario para ser diagnosticada como fóbica social. 50 Puntaje pre-operatorio

40

35

Puntaje post-operatorio

30 20 9

10 0 Puntaje: 19 o más = Trastorno de Ansiedad Social

Figura VI-3. Niveles de ansiedad social de Lucía antes y después de la ste, según el Inventario de Fobia Social.

Ahora bien, a los médicos nos gusta cuantificar o monitorizar la atenuación de los síntomas que se produce como consecuencia del tratamiento. Al respecto, la Figura VI-4 indica que, en circunstancias que Lucía calificó su enrojecimiento facial de «extremo» antes de la cirugía, escogió la opción «nada» cuando se le consultó sobre su nivel de sonrojo después de ser intervenida. 6

86

Véase Connor K. et al., 2000.

Capítulo VI Lucía D.

4

4

3 Puntaje pre-operatorio Puntaje post-operatorio

2

1 0

0 Puntaje:

0 = Nada 1 = Leve (infrecuente y/o no estresante) 2 = Moderado (frecuente y/o algún estrés) 3 = Grave (constante, domina la vida de la persona y/o claramente estresante) 4 = Extremo (incapacitante y/o extremadamente estresante)

Figura VI-4. Grado de enrojecimiento facial reportado por Lucía al encontrarse en una situación que implica estar en contacto con otras personas, o cuando se está pensando en dicha situación, antes y después de la ste.

Además, añadí una encuesta adicional para determinar el nivel general de satisfacción de Lucía con el tratamiento quirúrgico. Esta fue contestada 16 meses después de la operación. Como se puede apreciar en la Figura VI-5, ella eligió la respuesta «significó mucha ayuda» o «estoy muy satisfecha» como la respuesta que mejor representaba su parecer en ese momento7. 7

La determinación del grado de satisfacción con la operación se hizo utilizando el mismo método usado por Pohjavaara P. et al., 2003. En síntesis, la evaluación contempla los siguientes ítems: grado de satisfacción general, impacto en el rendimiento laboral, impacto en las relaciones sentimentales o amorosas, impacto en otras relaciones sociales (principalmente amistades). Por razones de espacio, aquí se grafica sólo el grado de satisfacción general de Lucía con la intervención. Puedo agregar, no obstante, que usando la misma escala de puntaje que se muestra en la Figura VI-5, Lucía reportó que la operación le había significado «mucha ayuda» en el ámbito laboral, «alguna ayuda» en el aspecto amoroso y «mucha ayuda» en lo referido a sus otras relaciones sociales (principalmente amistades). 87

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

5

5

4

3

Puntaje

2

1

0 Score: 1 = Me arrepiento de la operación 2 = Significó nada de ayuda 3 = Significó alguna ayuda 4 = Significó bastante ayuda / satisfecho(a) 5 = Significó mucha ayuda / muy satisfecho(a)

Figura VI-5. Grado de satisfacción general con la operación de Lucía.

Pronto van a ser dos años desde que la señora Lucía D. se operó. Tan sólo cinco días antes de escribir estas líneas supe de ella por última vez. La llamé por teléfono al trabajo, donde me comunicaron que el día anterior había dado a luz su tercer hijo y, por tanto, hacía uso de su merecido permiso maternal. Ignoro cómo le ha ido en el trabajo, pero, sin duda, en este momento no está pensando en él. Nos hemos visto apenas una vez, aquel día de invierno en que llegó esperanzada a mi consulta de Providencia y la entrevisté para informarle a ella y a Claudio Suárez, como psiquiatra, pero también como paciente avezado, sobre la pertinencia de la ste. Sin embargo, parece que nos hubiéramos conocido toda la vida. La tranquila y dilatada conversación que tuvimos ayudó, 88

Capítulo VI Lucía D.

pero mucho han hecho los diversos mensajes electrónicos que hemos intercambiado. A continuación transcribo el último que me envió: Estimado Doctor:

Santa Cruz, 2 de Abril de 2007

¿Cómo van los avances del libro que pensaba escribir? Cuando esté listo lo compraré y se lo regalaré a mi esposo, porque aunque siempre me ha apoyado en todo, no dimensiona lo complicado que puede resultar este problema. ¡¡Al leerlo se terminará de convencer que la operación era realmente necesaria y cuánto me ha ayudado!! ¡¡Desde acá le envío toda mi energía para alentarlo a terminar el libro, que de seguro será un oasis en medio del desierto para otros como yo!! Saludos, Lucía D.

89

Capítulo VII

B Á R B A R A F.

B árbara, que nació en 1972, vive en Santiago. De padre agricultor,

y madre enfermera, quienes residen en Talca, fue la menor de dos hermanas. Es psicóloga, está casada con un ingeniero y tiene dos hermosos hijos; el mayor, con un retraso global en el desarrollo, lo que ha influido fuertemente en que Bárbara priorice su rol de madre y no trabaje fuera del hogar. Aunque es la primera de su entorno en buscar ayuda por su propensión a ruborizarse en exceso y/o fácilmente, no es la única de su familia cuyas mejillas se tiñen de rojo en respuesta al más tenue estímulo. En efecto, cuando era niña, el lozano cutis de su madre, septuagenaria en la actualidad, se coloreaba con suma rapidez y por eso muchos la llamaban «manzanita». Ignoro con qué intención; si le molestaba y si alguna vez lo consideró un problema. Pero para Bárbara el rubor facial sí representó durante mucho tiempo un motivo de sufrimiento, lo cual narra ella misma: «Desde pequeña recuerdo haber tenido gran facilidad para ruborizarme y haber sido objeto frecuente de comentarios y de burlas por ello. Comentarios como «¡¡mira, qué tierna… se puso roja!!» o «¡parece que le dio vergüenza!!», siempre me molestaron y desagradaron muchísimo. ¡Con cuánta facilidad me culpaba y castigaba por ello! Nunca entendí el 91

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

porqué, o más bien el para qué de dichos comentarios. No me causaban ni una sola gracia, si es que a eso apuntaban; sólo me hacían avergonzarme y sentirme aún más mal de lo que ya me sentía. Son contadas las veces en que manifesté directamente mi enojo, ya que la mayoría de ellas prefería aguantar y disfrazar la «humillación» que ello me provocaba con una sonrisa forzada que me hacía sentir aún más estúpida y «tontona».

Es evidente que quienes se burlan de alguien que se sonroja, rara vez dimensionan el impacto de sus palabras. Casi como una sombra, el deterioro de la autoestima acompaña a quien es objeto de las bromas. Ahora bien, conforme Bárbara fue creciendo y enfrentando los desafíos que impone la existencia, el desmoralizante rubor –que no pocos banalizan, asegurando que es meramente un problema de juventud que desaparece con el tiempo–, no la abandonó. Veamos cómo vivía ella estos síntomas y de qué modo y cuánto cambió esto después de ser operada: «No sé si con los años el rubor facial se me fue agudizando, pero siento que comenzó a complicarme la vida. Nunca pensé, seriamente, en quedarme encerrada en mi casa, pero que sentí ganas de hacerlo, las sentí. Bastaba, por ejemplo, encontrarme con algún conocido en el supermercado o en la calle para que mi cara se prendiera como el fuego. ¡Pero qué vergüenzas pasé! Algunas francamente graciosas. Claro, hoy después de la operación, todo lo veo de otra manera y me causa gracia, pero en su momento de verdad que sufrí mucho. El último tiempo, previo a la operación, andaba tremendamente deprimida y angustiada, veía mi problema casi como una desgracia existencial, que me hacía hacer cosas que yo no quería hacer y que me impedía hacer otras cosas que sí deseaba lograr. Había una parte mía que quería salir, conocer gente, reírse, soltarse, opinar, preguntar, ser feliz en resumidas cuentas, pero este problema, este «maldito problema», me lo impedía.» 92

C a p í t u l o V I I B á r b a r a F.

En el párrafo anterior, como en otros testimonios que he tenido la oportunidad de leer, se aprecia cómo un síntoma presuntamente menor, en este caso el rubor facial, puede erosionar, no sólo la autovaloración, sino también la voluntad y el deseo de vivir. Así, Bárbara habla de «desgracia existencial». Por otra parte, la última aseveración, relativa a que parte de Bárbara quería, como antes hemos expresado en forma de metáfora, «abrazar al mundo», denota o pone de manifiesto, el carácter de «freno» que para muchos de los que consultan tiene el rfp. Al respecto, cabe destacar una característica fenomenológica del modo de vivir el rubor que observamos a menudo en los pacientes, que es la sensación de que el rubor no habita, por así decirlo, dentro de ellos –no forma parte de su ser– sino que se impone desde afuera. De allí que con frecuencia los pacientes hablen de un freno que los limita, de un cristal que los encierra, de fuerzas contrapuestas en pugna. En otras palabras, muchos relatan sentir algo así como que hay un puzzle o un mosaico cuyas piezas no calzan: por un lado está la naturaleza expansiva, centrífuga, que ellos perciben dentro de si mismos y los impulsa a lo gregario, a compartir con los demás y, por otra, está este «maldito» cristal invisible que los aísla del mundo y que hasta ahora, al menos en los casos más graves, sólo el procedimiento de la ste puede fracturar eficazmente1. 1

Como médico, me resulta interesante contrastar la fenomenología descrita con lo que sucede en la depresión, donde –por lo general– los pacientes consideran la «oscuridad» depresiva como algo que llevan dentro, en su ser más íntimo, no como algo ajeno venido desde el exterior. Por otro lado, la experiencia con las personas que se operan de rubor facial me retrotrae a la época en que estudiaba medicina y solía singularizar a los pacientes que veía en cirugía como individuos, por decirlo así, mucho menos «enfermos» o cuyo entramado patológico era mucho más circunscrito que lo que observaba en 93

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Sigamos atentamente el relato de Bárbara: «Comencé a sentir ganas de aislarme, ojalá de no ver a nadie, desaparecer, huir… hasta que un día en que ya no daba más, después de un hecho francamente «bochornoso y oprobioso» (sin exagerar) en el supermercado, llegué llorando al auto en donde me esperaba mi marido. Recuerdo que él no entendía nada, jamás le había contado a él ni a nadie de la esclavitud a la cual estaba sometida. Quizá algo sospechaba, me imagino, pero a mí jamás se me habría ocurrido contarle algo tan mío, tan doloroso y «tan indigno». Los demás lo ven como gracioso, como posible de controlar y que probablemente lo estás exagerando, pero es algo que hay que vivir para lograrlo entender. Entonces fue cuando mi marido me comentó que hace algunos años, en alguna revista o diario, había leído que existía una operación que buscaba terminar con dicho problema. Me metí a Internet y, ¡oh! para sorpresa mía existía dicha operación y, aún mejor, ésta se realizaba aquí en Chile. Confieso que si la hubiesen hecho en China, a China viajaba. De verdad, que lo estaba pasando mal, muy mal, me sentía muy cansada, agotada. Había ciertas «situaciones de ruborización» que podían tener alguna explicación lógica, pero otras, francamente no tenían ningún asidero».

los pacientes, por ejemplo, de medicina interna Así, muchas veces me llamó la atención que los pacientes de cirugía conceptualizaban lo que les sucedía como algo externo, ajeno a ellos en cierto sentido y que los comprometía menos globalmente (por decirlo así, era la vesícula la enferma, no tanto ellos). En este sentido, cuando atiendo personas que consultan por rubor facial, todavía me sorprende que se trate de pacientes que dan la impresión de estar sanos en lo fundamental (como las personas que veía en cirugía), no obstante su profundo sufrimiento. 94

C a p í t u l o V I I B á r b a r a F.

Lo cierto es que en la evaluación que le hice en junio del 2005, me pareció que Bárbara se beneficiaría de una ste. Así se lo hice saber a ella y al doctor Claudio Suárez y, semanas después, la paciente entraba al quirófano. Salió al cabo de una hora, luego de una cirugía sin contratiempos. Como había ocurrido conmigo al evaluar por primera vez a una paciente para una posible ste, a Bárbara también la escoltó una intensa ansiedad cuando acudió nuevamente a la consulta del doctor Suárez para su control post-operatorio. Así lo vivió ella: «Con el doctor Suárez quedamos de juntarnos después de la operación y confieso que yo estaba aterrada. ¿Habrá resultado la operación? ¿Y si pertenezco al porcentaje de pacientes que no responden bien? No podía ser tanta maravilla. No podía imaginar mi vida sin este problema. ¿Cómo sería la vida, mi vida, sin ruborizarme, sin tener que andar escapando y escondiéndome? No sé si me habré o no puesto roja en aquella oportunidad, ya no lo recuerdo, pero lo que sí puedo asegurar es que mi vida sí cambió, y para bien, después de la operación».

Veamos qué pasó exactamente y cómo evalúa Bárbara el resultado de la cirugía: «Ya no me complican el caminar por la calle y sorpresivamente encontrarme con alguien, tampoco el tener que ir a las reuniones de apoderados de mis hijos; opinar dentro de un grupo, que me llamen la atención o mencionen mi nombre y/o me hagan algún comentario en público. Tiene que ser mucho, pero realmente muy terrible la situación, para sentir que voy a enrojecer. Lo que sí confieso que he sentido, ha sido algo así como una especie de presión en la cara, como una corriente que pasa y luego se va. Es por todo estos cambios, que varias veces al día me he descubierto dando las gracias a Dios, al doctor que me operó y también 95

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

a mi marido por la buena acogida y ayuda que me dieron, porque eso ha significado para mí esta operación: una TREMENDA AYUDA. De los efectos colaterales, que iba a transpirar y que eventualmente podían resultar muy desagradables, la verdad es que ni me acuerdo. Mi cuerpo, espalda y piernas transpiran algo más, pero nunca tanto como para que me aproblemen. Quizá nunca fui muy buena para transpirar, no lo sé, pero sería muy exagerado decir que he andado complicada con el tema. Si he mojado blusa o pantalones, jamás he visto ni he recibido comentario alguno al respecto».

De pronto, lo que la mayoría de las personas da por sentado (caminar sin angustia por la calle, escuchar el nombre de uno sin sentir inmediatamente que las mejillas se impregnan de rojo), pasa a ser –para el que sufre por el rubor facial y se ha operado con éxito– un feliz «descubrimiento». En lo que atañe a los efectos secundarios de la cirugía, Bárbara es afortunada ya que prácticamente no presenta sudoración compensatoria. Si menciona la transpiración en su relato, es porque se lo pregunté expresamente. Han transcurrido dos años desde que se operó y, mirado su caso desde una perspectiva temporal, me aventuraría a decir que no sólo ha devenido en un ser más feliz sino también más sabio. Dan testimonio de ello algunas palabras que me hizo llegar hace algún tiempo: «Por último, quisiera señalar que cuesta en un primer momento, o por lo menos eso es lo que a mí me sucedió, acostumbrarse a vivir sin este problema, a hacerse la idea de que el «bendito rubor facial» ya no te acompaña para todos lados. Pero es importante no perder la calma, ya que los resultados y la tranquilidad aparecen y se empiezan a sentir paulatinamente en el tiempo. Llega un momento en que dicho 96

C a p í t u l o V I I B á r b a r a F.

problema deja sorpresiva y silenciosamente de ser tema y centro de tu vida 2. Sin embargo, algo muy importante es que las expectativas con respecto a la operación sean realistas, en el sentido de no pensar que porque te operaste te vas a trasformar en otra persona, algo así como en el «rey (o reina) de la asertividad» y de la seguridad en sí mismo, a toda prueba y en todo momento. No, ello no lo creo posible, ni menos lo veo como un ideal de funcionamiento a alcanzar. En lo que sí creo, y pienso que es bueno y sano, ya sea antes o después de la operación, es en intentar descifrar el mensaje que hay detrás de este problema. Mensaje que nos puede decir mucho acerca de nosotros mismos, de nuestras características de personalidad y formas de ser; mensajes que nos envía nuestro cuerpo y, a través de éste, nuestro problema o limitación. Tal como dice una muy conocida y respetada psiquiatra chilena, la doctora Adriana Schnake, «generalmente nos enojamos y peleamos con aquella parte del cuerpo que nos muestra limitación o nos molesta de alguna manera, por lo que no le hablamos y menos

2

Sin exagerar, me atrevería a decir que para la mayoría de los pacientes con rubor facial que he visto, su afección pasa a ser el tema y centro de su vida. Bárbara nos cuenta que si la operación a que se sometió la hubiesen hecho sólo en China, hacia allá habría viajado. Varias veces he escuchado comentarios similares, que dan cuenta de los extremos a que están dispuestos las personas con tal de lograr una solución a su problema. Por lo mismo, me asombra constatar que un tiempo después de la operación la atención de los pacientes deja de girar alrededor del rubor facial. Con ello, los numerosos estímulos que suscitan el rubor o la ansiedad anticipatoria (entre otros, tener que ir a lugares públicos, hablar en público), e incluso el mismo fenómeno de ruborizarse, adquieren su real dimensión. Poniéndolo en otros términos, ponerse colorado pasa a ser una posibilidad, pero sale del primer plano del vivenciar psíquico. A propósito de esto, puedo citar el caso de un joven paciente varón que ni siquiera pololeaba (no tenía novia) y, sin embargo, se atormentaba por la posibilidad de sonrojarse el día que contrajera matrimonio. Sospecho, si se operó, que esos temores se han ido disipando. 97

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

la escuchamos». Por lo tanto, la invitación, me atrevería a decir, es a aprovechar esta oportunidad, créanmelo, esta gran ocasión que nos brinda nuestro querido y queridísimo rubor facial, para explorarlo con cariño y acogida, intentando conocerlo y acercarnos un poco más a él y, por ende, a nuestro verdadero ser»3.

3

98

A los que son amigos de cuantificar, les puedo contar que, usando los mismos criterios aplicados en el caso de Lucía D. (ver capítulo vi), esto es, recurriendo a una escala de 1 a 5, los siguientes son algunos de los grados de satisfacción de Bárbara con la operación, según ítems: grado de satisfacción general con la operación = 5 («significó mucha ayuda/muy satisfecha»); impacto en ámbito amoroso = 3 («significó alguna ayuda»); e, impacto en otras relaciones sociales (principalmente amistades) = 5 («significó mucha ayuda/muy satisfecha»). Se trata de una evaluación hecha dos años después de la ste.

Capítulo VIII

BENJAMÍN S.

L a vida de Benjamín empezó a cambiar cuando escribió «rubor

facial» en Google. Hasta entonces, casi un tercio de sus 34 años se sintió a la deriva. Aunque se aventuraba a buscar una solución al que él consideraba su principal problema, no lograba encontrar un camino. En la actualidad vive en la región de Aysén, en el sur de Chile, donde ejerce su profesión de ingeniero en pesca en una salmonera. Aunque estuvo casado, su relación matrimonial no duró más de un año, lo cual atribuye, en buena parte, al régimen de trabajo que debe cumplir. –Lo que pasa es que trabajo 20 días en la salmonera y luego regreso por otros diez a Puerto Montt. No hay mujer que aguante –explica, mientras se acomoda en el asiento frente a mí, en la consulta–. Esa no es vida para una esposa. Le hago ver que lo percibo sereno. Admite estarlo y luego agrega: –Si en la vida yo supiera que no me voy a poner colorado estaría tan tranquilo como estoy conversando con usted en este minuto. Se le apreciaba plácido y esperanzado pero, sin duda, influía poderosamente (como me lo reconoció por escrito en el testimonio que me enviaría meses después) el conocer de primera fuente 99

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

la experiencia de un simpatectomizado y la posibilidad de poner término a años de sufrimiento. A continuación, transcribo una parte del vívido relato preoperatorio de Benjamín: «Comencé hace unos quince años a experimentar en distintos grados un desagradable sonrojo en mi rostro en diferentes circunstancias sociales. En un principio intenté obviar este problema, no considerarlo como tal, sin embargo, la intensidad y la frecuencia me obligaron a buscar ayuda médica. Consulté varios profesionales a lo largo de estos años (unos seis), pero al no diagnosticar la patología correctamente los tratamientos no fueron efectivos y en consecuencia mi problema persistió. Recuerdo que me sugerían exponerme a las situaciones que me generaban sonrojo, se suponía que gradualmente y de tanto repetirlo en algún momento comenzarían a disminuir los síntomas; cosa que por supuesto no ocurrió y que significó además una verdadera tortura para mí. Como abandoné los tratamientos por considerarlos poco adecuados, me quedó un margen de duda: ¿qué pasaría si iniciara y terminara el tratamiento según lo indicado por el médico? Me embarqué entonces en un tratamiento de cuatro años, (¡¡cuatro años!!); me diagnosticaron fobia social, de la que por supuesto padezco, y me recetaron antidepresivos y ansiolíticos, pero nuevamente al tratar sólo los efectos y no la causa difícilmente pude experimentar algún tipo de mejoría significativa; supongo que los antidepresivos ayudaron a mantener un cierto nivel de optimismo, sin embargo, honestamente nunca me sentí tan diferente… el rubor persistía».

Sigamos atentamente lo que Benjamín nos quiere comunicar: «Reconozco que no fue fácil aislar el problema, es cierto que era evidente que me sonrojaba con facilidad, pero lo atribuía a un sinfín de otras 100

Capítulo VIII Benja mín S.

causas, cuestioné mucho mi capacidad de lucha, mi fortaleza mental, no sabía que sonrojarse era un problema por sí mismo y lo suponía un efecto de algo que estaba mal en mi mente; por lo mismo, me entregaba con pasión a la terapia y al tratamiento farmacológico esperando encontrar la solución allí, cosa que por supuesto no ocurría, lo que me generaba mucha frustración».

Pero, ¿en qué consiste concretamente?, ¿qué se siente?, se pregunta Benjamín respecto del rubor facial. Él mismo responde: «Es temor… temor a ponerse rojo y a que los demás vean mi rostro como un tomate, vergüenza de sentir que otra vez ocurrió, que no lo pude controlar, que quedé en evidencia una vez más. ¿Qué más se siente? Derechamente humillación y un sentimiento de inferioridad que te va hundiendo gradualmente y que te lleva a un lugar cercano a la depresión, porque además intentas de todo y nada resulta; claro, mientras no se trate la causa verdadera, los efectos seguirán manifestándose, entonces a lo anterior le sumas un enorme desgaste psicológico, ya que tu mente no para de luchar para evitar que los síntomas aparezcan y como los eventos de sonrojo son muy frecuentes e intensos, la vida entera se va tiñendo de negro, hasta que llega un punto en que no das más y sientes que lo mejor es quedarse encerrado y no salir nunca a ningún lado, porque cada salida se convierte en una tortura, porque siempre está latente la posibilidad de otra humillación, porque sientes que no lo controlas y que esto te controla a ti; porque te cuestionas todo y lo único que quieres es hablar con alguien sin ponerte colorado. Llegué incluso a no usar la palabra rojo, a no pensarla, a no mirar los objetos de ese color, a evitarlo absolutamente; intenté estrategias mentales para no ponerme colorado, concentrarme sólo en el momento, pensar sólo en mi respiración, etc.; me acerqué mucho a lecturas y prácticas de corte alternativo espiritual como, por ejemplo, reiki y meditación, intentando 101

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

una solución que, por supuesto, nunca llegaba …; uno tiende a esconderse, a ocultarse, a taparse, para que los demás no vean lo que pasa; me dejo crecer la barba, uso gorra cada vez que puedo y no me separo de las gafas de sol, me aíslo y evito persistentemente el contacto social. Desarrollé una fobia social, temor a ponerme colorado y ansiedad anticipatoria; como se ve, un panorama nada alentador. Sufro porque sé que si salgo al «mundo» en cualquier momento me sonrojaré y si no lo hago, terminaré encerrado en las paredes de mi casa. O sea, atrapado dentro de mí en cualquiera de los dos casos. Si uno está muy complicado y no hay posibilidad de escape, una alternativa para salir del paso es la bebida, claro que abusar de ella puede generar un problema adicional; sin embargo, en varias ocasiones fue mi tabla de salvación, supongo que habrá muchos casos de adicción al alcohol que tienen su génesis en el rubor facial patológico» 1.

Benjamín menciona sus años de azoramiento, sus períodos más aciagos. Una vez más, se refiere también a los infinitos disfraces y amuletos personales que –como a otros– le permitieron «sobrevivir» en medio del laberinto sin salida en el que se hallaba. Escucharlo en mi consulta o leer sus relatos era, para mí, verme en un espejo. Tanto entendía su sufrimiento que –habiendo leído recién que era fácil desencadenar el rubor facial en una persona propensa diciéndole que estaba roja–, cuando lo entrevisté me fue imposible hacer la prueba con él. Así, más que por reparos éticos, cuando entrevisto pacientes y llego a este tema, abandono mi ac-

1

102

A menudo los pacientes con tas y/o rfp abusan de sustancias, especialmente del alcohol. A su vez, muchas personas dependientes del alcohol reportan ansiedad social preexistente. Finalmente, de todos los pacientes que sufren de trastornos de ansiedad, los que más abusan del alcohol son los fóbicos sociales.

Capítulo VIII Benja mín S.

titud cerebral habitual y evito inducir deliberadamente el sonrojo en quien tengo al frente por un tema de solidaridad humana, de compasión o, si se quiere, de complicidad inevitable con un igual. Si en ese contexto el rubor aparece, es bienvenido, pero más bien sutil que efusivamente. A su vez, si durante la evaluación médica el matiz escarlata no viene a teñir las mejillas de quien me pide ayuda, no lo llamo, confío en la palabra de mi paciente. Pero mejor que siga Benjamín: «Mis peores años han sido los universitarios, recuerdo que durante mucho tiempo entraba a clases unos segundos antes de que comenzara la clase y me retiraba apenas terminaba, luchando en todo momento para que el sonrojo no apareciera 2. Como me sentía terriblemente angustiado, obviamente mis capacidades intelectuales estaban muy por debajo de lo que acostumbraba, por lo que al rubor se sumaba mi pobre rendimiento académico. A pesar de todas las complicaciones que me genera el rubor y contra todo pronóstico, terminé dos carreras, me casé y encontré empleo en mi profesión, pero a costa de una enorme fortaleza interior, a costa de restringir mucho mis actividades sociales y a casi creer que eso 2

Lo descrito por Benjamín me recuerda mi propia experiencia. Cuando estudiaba en la universidad, durante un tiempo me tocó ser alumno de mi padre (precisamente, de psiquiatría). Sus clases empezaban, en teoría, a las 2:30 p.m. Como él solía llegar unos cinco a 10 minutos atrasado, habitualmente el lapso que transcurría desde las 2:30 p.m. en punto, cuando por lo general la totalidad de los alumnos –incluyéndome– esperaba sentado en la sala, hasta el momento en que él llegaba, acostumbrada ser una especie de tormento para mí: mis compañeros tendían, sin mala intención, a hacerme bromas simpáticas aunque predecibles («estuvo buena la siesta», «…se trató de una opípara comida», etc.). No me importaban las bromas, en absoluto, incluso me hacían gracia, pero sí me molestaba la involuntaria vigilancia exacerbada que ello me provocaba y me afligía la posibilidad de que, una vez más, mi hipersensible fisiología me jugara una mala pasada frente a los demás. 103

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

es correcto; a costa de desarrollar un «cuero de chancho» increíble, ya que demasiadas veces sufrí muchas vergüenzas y debí enfrentar las mismas personas al día siguiente como si nada (creo que sólo el que padece esto puede comprenderlo a cabalidad). Me olvidé de lo que significa disfrutar de las actividades sociales, ya que el temor a sonrojarme siempre está presente y eso domina mi mente, aunque intente evitarlo; casi me olvidé de ser feliz y me acostumbré a conformarme con una vida plana. Se afectó además mi vida laboral y afectiva»3. «¿Qué otras estrategias se usan para sobrevivir? La evitación, o sea rechazar de plano todas las actividades sociales donde pudiera gatillarse el problema. Se comprenderá entonces que como todas las actividades sociales son posibles generadoras de eventos de sonrojo, te vas dando cuenta que no te quedan muchos lugares donde sentirte cómodo; por lo mismo, cuestiones tan cotidianas como ir a clases, utilizar el trasporte público, salir de compras, etc., se convierten en una tortura que se acaba sólo cuando vas a dormir, y ni eso, porque sabes que al otro día seguirá todo igual»4. 3

4

104

A propósito del posible menoscabo laboral que puede afectar a las personas con rfp, deseo citar el caso de una paciente, cajera en un banco. Luego de la ste experimentó un cambio favorable tan radical en su ámbito de trabajo que fue promovida a ejecutiva de cuentas. Pues bien, tan exitoso fue su desempeño como tal que al cabo de un año de la operación se había ganado todos los premios por rendimiento. Es más, su caso generó una investigación en el banco, impulsada por las autoridades, dirigida a averiguar porqué una funcionaria tan excepcional no había sido promovida antes. De la entrevista realizada a Benjamín, cabe destacar, además, una observación que hizo, la cual da cuenta de la discrepancia que se aprecia, no rara vez, entre la percepción que tiene la persona con rfp acerca de sí mismo y la visión que tienen los demás. Al respecto, señaló: «la gente encuentra que soy distante, frío…y es porque me estoy protegiendo». Se trata, por cierto, de un buen ejemplo, que muestra cómo, en el ámbito de lo psicológico, a veces las apariencias engañan.

Capítulo VIII Benja mín S.

Luz al final del túnel

«De alguna manera y conforme el tiempo avanza uno va manejando, o tal vez acostumbrándose, a padecer el rubor; hay días y momentos en que no todo es tan malo; por cierto que es así, sin embargo, es un problema que desgasta, agota, deprime. Hace poco tiempo coloqué las palabras rubor facial en el buscador Google y se desplegaron varias páginas, entre ellas la del doctor Claudio Suárez, quien describía que lo que me ocurría tenía una génesis relacionada con el funcionamiento del sistema simpático y que con una cirugía se podía corregir. Imaginarán la enorme felicidad que esto me produjo, sin embargo, no fue tan duradera, ya que leí también las opiniones de gente que se operó y se arrepintió de haberlo hecho, fundamentalmente por un efecto de esta cirugía que se conoce como sudoración compensatoria: lo que el cuerpo deja de transpirar por la cara, o las axilas, o las manos, según corresponda, se traduce en mayor sudoración por otros sectores. Mis temores finalmente se disiparon al conocer de primera fuente la experiencia de un simpatectomizado y la posibilidad de poner término a años de sufrimiento me genera una expectativa de calidad de vida que consideraba vedada e inalcanzable. Por último, quiero aclarar que esto no es timidez, no es tampoco el sonrojo de un adolescente que descubren en una travesura, tampoco es algo que se solucione con fuerza de voluntad o con empeño, es patológico… no quiero que aparezca como lo peor que le pueda ocurrir a una persona, pero tampoco quiero que se minimice, que se relativice, que se mire por encima del hombro; no, este testimonio lo entrego para que, si se llega a publicar, quienes lo lean y se reconozcan puedan buscar una solución concreta. No me muestro como víctima, sólo expongo lo que ha sido mi vida padeciendo rubor facial patológico de la manera más objetiva posible. Por lo pronto me encuentro ahora a menos de un mes de la cirugía confiando en Dios en que todo saldrá bien». 105

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Benjamín fue de los pocos pacientes que llegó acompañado a la consulta. Con él venía su padre, de nombre Adrián, un señor amable, jubilado prematuramente, que rondaba los 60 años. Lo hice pasar a mi oficina y se incorporó a la conversación: –Yo hasta el día de hoy me pongo rojo. En el colegio siempre pagaba las consecuencias. Aunque no hubiera hecho nada malo me encendía. «Adrián es el culpable», decían mis compañeros y, por supuesto, lo pasaba mal5. Don Adrián contó que él siempre le decía a Benjamín que ruborizarse era normal, no obstante llamarle poderosamente la atención que casi no hiciera vida social y que, cuando salía, siempre lo hacía de noche. En concreto, la operación de Benjamín se llevó a cabo a fines de enero del 2006. En marzo del 2007, al hacerme llegar su opinión sobre el proceso terapéutico vivido, consignó: «La decisión de intervenirme la tomé luego de consultar un especialista en el tema, quien además se había sometido a la misma operación. Me dio mucha confianza y tranquilidad el hecho que un profesional serio 5

106

Una constatación frecuente, al entrevistar a individuos que consultan por rubor facial, o a sus parientes, es que muy a menudo otros familiares de primer grado sufren el mismo padecimiento, aunque no siempre con la misma intensidad. Un ejemplo extremo que ilustra esta tendencia a la agregación familiar del rubor es el caso de una familia del norte de Chile, la cual me tocó evaluar. Luego de que una de las hermanas se operara, y quedara muy satisfecha con el resultado, le siguió otra y así sucesivamente. Finalmente, la totalidad de cinco hermanos (cuatro mujeres, la menor de 15 años, y un varón) fueron operados para atenuar su propensión exacerbada a ruborizarse. Todos ellos quedaron muy satisfechos con los efectos de la intervención, lo cual está documentado en testimonios escritos y a través de instrumentos psicométricos. Sorprendentemente (o tal vez no) en los próximos días evaluaré a la madre de todos ellos, ya que ansía evaluar la opción quirúrgica luego de comprobar el cambio acaecido en sus hijos.

Capítulo VIII Benja mín S.

de la salud se hubiera operado satisfactoriamente. Con respecto a la operación misma, ésta se realizó bajo anestesia general y debo reconocer que el postoperatorio fue complicado, sobre todo las primeras 12 horas, debido a que sentí mucho dolor en el pecho. Sin embargo, el dolor fue desapareciendo gradualmente y pude abandonar la clínica al día siguiente de la intervención, con molestias muy leves». «Mi evaluación con respecto al resultado de la operación es bastante satisfactoria, ya que el objetivo de la misma es eliminar el sonrojo y, en mi caso, si bien me he puesto colorado en un par de ocasiones, siento que el problema se ha reducido notablemente en frecuencia e intensidad. Además, y producto de lo anterior, los niveles de ansiedad disminuyen en forma considerable, conforme se van sucediendo episodios donde antes aparecía el rubor y ahora no. Se va generando entonces una confianza donde antes no existía y, en general, puedo ir por la vida mucho más tranquilo que antes, y eso es lo que agradezco, ya que ahora no me paso todo el tiempo pensando en cómo voy a evitar sonrojarme, ni evitando a las personas. En todo caso éste es un proceso gradual, no de un día para otro, sobre todo para alguien que pasó muchos años viviendo la vida de una determinada manera. El cambio de conducta se va generando paso a paso, hay que vencer patrones de comportamiento muy arraigados, pero es un camino que vale la pena recorrer, sobre todo ahora que tengo los recursos para ello». «Aclaro que no ha disminuido en un 100% el sonrojo, pero sí a niveles que me satisfacen; y si tuviera que operarme para obtener el mismo resultado que experimento ahora, lo haría sin dudar». «Con relación a los efectos secundarios, éstos son dos, sudor compensatorio (de hecho sudo bastante en el pecho y la espalda), y sequedad en las manos. Con respecto al sudor, ahora debo poner atención a qué 107

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

tan abrigado me visto para evitar mojar la ropa, ya que es muy evidente y se convierte en una molestia, pero por supuesto no mayor al sonrojo. Con respecto a la sequedad en las manos es algo que suele ser imperceptible y carece de importancia para mí». «Por último, deseo señalar que haber encontrado una solución a mi problema fue, sin exagerar, como encontrar agua en el desierto o una isla en medio del mar. El hecho de descubrir que existe una causa fisiológica desterró de mi mente la idea de que estuviese loco y que le diera mil vueltas en mi cabeza a inverosímiles soluciones. En fin, ha sido un gran hallazgo». «Mi recomendación final a quien se sienta identificado: opérese».

Acto seguido, podrán ver los puntajes pre y post-operatorios de los cuestionarios completados por Benjamín. Se aprecian los cambios experimentados tras la cirugía después de transcurridos cuatro meses desde que se efectuó la ste. 90

Puntaje pre-operatorio

75

Puntaje post-operatorio 56

60 45

25

30 15 0 Puntaje: 82 o más = Ansiedad social grave 52 - 81 = Ansiedad social moderada 51 o menos = Ansiedad social leve

Figura VIII-1. Cambio en los niveles de ansiedad social de Benjamín, paciente con rubor facial patológico, después del tratamiento con ste, según la Escala de Ansiedad de Liebowitz. 108

Capítulo VIII Benja mín S.

En la Figura VIII-1 se observa que su grado de ansiedad social, «moderada» según la Escala de Ansiedad de Liebowitz6 al momento de consultar, pasó a «leve» después de la operación. A continuación, la figura VIII-2 revela que mientras en la evaluación pre-operatoria Benjamín podía ser diagnosticado como portador de un tas, de acuerdo a la Escala Breve de Fobia Social7, cuatro meses después de la cirugía no satisfacía los criterios para tal diagnóstico. 50

Puntaje pre-operatorio 39

40

Puntaje post-operatorio

30 20 11 10 0 Puntaje: 18 o más = Trastorno de Ansiedad Social

Figura VIII-2. Disminución de los niveles de ansiedad social de Benjamín después del tratamiento con ste, según la Escala Breve de Fobia Social.

Por su parte, la Figura VIII-3 también muestra, si utilizamos como criterio el Inventario de Fobia Social8, que antes de la ste Benjamín podía ser diagnosticado como fóbico social, no así luego de la cirugía.

6 7 8

Véase Liebowitz M.R., 1987. Véase Davidson J.R.T. et al., 1997. Véase Connor K. et al., 2000. 109

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Puntaje pre-operatorio

40

34

Puntaje post-operatorio

30 20 11 10 0 Puntaje: 19 o más = Trastorno de Ansiedad Social

Figura VIII-3. Niveles de ansiedad social de Benjamín antes y después de la ste, según el Inventario de Fobia Social.

Con respecto a la cuantificación del síntoma, la figura VIII-4 indica que mientras Benjamín evaluó su enrojecimiento facial como «grave» antes de la cirugía, optó por la opción «leve» cuando se le consultó sobre su nivel de sonrojo después de ser intervenido. 4 3

3

Puntaje pre-operatorio Puntaje post-operatorio

2 1

1

0 Puntaje: 0 = Nada 1 = Leve (infrecuente y/o no estresante) 2 = Moderado (frecuente y/o algún estrés) 3 = Grave (constante, domina la vida de la persona y/o claramente estresante) 4 = Extremo (incapacitante y/o extremadamente estresante)

Figura VIII-4. Grado de enrojecimiento facial reportado por Benjamín al encontrarse en una situación que implica estar en contacto con otras personas, o cuando se está pensando en dicha situación, antes y después de la ste. 110

Capítulo VIII Benja mín S.

Cuando a través del correo electrónico, diez meses después de la ste, le envié a Benjamín una encuesta para cuantificar su nivel general de satisfacción con la operación, me contestó, como es habitual en él, de inmediato. En una escala que va de 1 a 5 (en que 1 significa «me arrepiento de la operación» y 5, «significó mucha ayuda/muy satisfecho»), la respuesta que mejor lo identificó fue aquella que indica que la cirugía «significó bastante ayuda» o «estoy satisfecho»9. Han transcurrido 17 meses desde la operación de Benjamín. Cuando lo evalué, le planteé la posibilidad de que nos viéramos para un control médico después de la operación. No fue necesario; el intercambio epistolar ha bastado. Concluiré citando palabras de él, que me hizo llegar hace algún tiempo: «[…] todo salió bien. Me pasa lo que me dijeron que me iba a pasar, o sea, sufro de sudoración compensatoria en un grado mayor al que supuse. Sin embargo, estoy contento con mi decisión y muy conforme con los resultados ya que no he vuelto a padecer los síntomas que experimentaba antes». «Con respecto al control, tengo que ser bien sincero con usted, la verdad es que siento que ya tengo los recursos suficientes para darle a mi vida el rumbo que deseo, estoy súper claro con mis objetivos y comenzando a experimentar paz donde antes sólo había angustia».

9

Aplicando el mismo método usado por Pohjavaara P. et al., 2003, esto es, usando una escala de 1 a 5, Benjamín reportó que la operación le había significado «bastante ayuda» en el ámbito laboral, «alguna ayuda» en el aspecto amoroso y «alguna ayuda» en sus otras relaciones sociales (en especial amistades). 111

Capítulo IX

M A R T Í N P.

C onocí a Martín, un muchacho de 17 años que cursa actualmente

su último año de colegio, hace un año atrás. Es el cuarto de cinco hermanos y su familia vive en un barrio acomodado de Santiago. Acudió a mi consulta acompañado de sus padres. A la sazón, me contó que en los dos o tres años precedentes le habían transpirado mucho las manos: –Me limita en lo de dar la mano, no saludo. Por cierto, se trataba de algo que yo ya había advertido. Luego me refirió que si bien desde siempre había tendido a ruborizarse con facilidad, aquello había aumentado notoriamente en los últimos meses. La aflicción dibujada en su rostro, carmesí, hacía innecesaria las palabras. Aun así, expresó que la situación lo afectaba cada vez más, en términos de sus relaciones sociales, autoestima, ánimo y rendimiento escolar. Añadió, cuando estuvo a solas conmigo, que un hermano mayor se burlaba a menudo de él, cosa que los progenitores, sobre todo el padre, trivializaban. En la infancia era más bien travieso, divertido, según él. Ante una pregunta mía, replicó: –Antes tenía mucha personalidad, la he ido perdiendo, me he ido apagando. Pierdo el interés por el estudio, antes me iba mejor. 113

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

Atribuía sus cambios en el modo de ser a los síntomas antedichos, los cuales –reconoció– eran desencadenados principalmente por estímulos emocionales. Cuando hice pasar a los padres, en ausencia de Martín, la madre, más comprensiva, me relató: –Lo he encontrado llorando, siendo que él normalmente no es de llorar. Agregó: –No quiere ir a misa para no dar la paz. A su vez, el padre, algo displicente, dijo: –No sé si tiene que ver con la transpiración de las manos, con el rubor, o si es una crisis adolescente. Lo que sí sé es que contamina a la familia, enrarece el ambiente. La cara larga le puede llegar a cien metros de distancia. En algunas ocasiones en que Martín se había quejado del rubor facial, su padre le había dicho: –¡Que alegas si a mí me pasa lo mismo! A todas luces sus progenitores lo habían notado opaco, que salía menos y «sin ánimo para nada». No era el retoñó que habían conocido, bueno para imitar, alegre, desenvuelto. Cuando les expliqué que su hijo estaba sufriendo mucho y que las consecuencias psicológicas de la Hiperhidrosis Palmar y el rfp podían ser graves, la actitud de ambos cambió. Martín había sido tratado previamente por varios dermatólogos, sin éxito. Entre otros tratamientos, se le habían hecho seis sesiones de iontoforesis. Ahora bien, su madre, esperanzada luego de una conversación con una amiga cuya hija se había operado, estaba informándose sobre la posibilidad quirúrgica. En ese contexto, volvió donde uno de los dermatólogos para pedirle su opinión. Este le manifestó, esta vez, que lo que tenía Martín se le iba a pasar y que si fuera hijo de él no lo operaría. 114

C a p í t u l o I X M a r t í n P.

Por mi parte, yo le expresé que, habiendo vivido el problema y considerando mi experiencia con la cirugía, si Martín fuera hijo mío yo le aconsejaría la intervención. En el informe médico que emití, entre otras cosas, señalé: En suma, presenta una Hiperhidrosis Palmar y RFP 1. Además sufre de una depresión. Muy probablemente se beneficiaría de una simpatectomía. Aunque cabe considerar la posibilidad de dejarle un antidepresivo (una evaluación psicométrica corroboró el diagnóstico de depresión), le comunico a los padres que los antidepresivos pueden aumentar la sudoración. Mi pronóstico es que, de ser operado, este muchacho tendrá una mejoría anímica impresionante. No supe de Martín hasta ocho meses después. Vía correo electrónico, me enteré que los antidepresivos no habían sido necesarios. Se había operado y consideraba, según los cuestionarios que me contestó, que la ste le había significado «alguna ayuda». Su madre, más enfática, me envió el siguiente mensaje: Estimado Enrique: Miles de disculpas por el atraso. Supongo que Martín te mandó las respuestas. En cuanto a lo que yo observé, fue un cambio abismante en su personalidad. Está mucho más seguro, lleno de amigos, más simpático, relajado, responsable y feliz. La operación fue un éxito en todo sentido. Es otro Martín. ¡MUCHAS GRACIAS POR TODO! 1

Debo reconocer que si bien en mis primeros informes explicitaba los síntomas de ansiedad social o la presencia de un tas bien definido asociado, con el tiempo fui omitiendo la alusión a los síntomas de ansiedad social y a las conductas de evitación. Ello obedeció, no a que no estuvieran presentes, sino, por el contrario, al hecho de que se presentaban prácticamente de regla. Así, la afirmación de que un paciente era buen candidato para la simpatectomía suponía, en forma implícita, que había un tas o síntomas de ansiedad significativos. 115

Capítulo X

DANIEL M.

A lguna vez leí que ver era una metáfora de poseer. Se podría

postular que por ello, al observar a sus pacientes, los médicos se esmeran en ser cuidadosos, evitando generar en la otra persona la sensación de que la intimidad es invadida. Puede ser. El hecho cierto es que cuando tengo al frente a una persona que sufre de rubor facial, y percibo que se está sonrojando, noto que automáticamente procuro dar señales de que ignoro lo sucedido. Es algo visceral, instintivo, una respuesta refleja que apunta a evitarle incomodidad al otro. Más que un tema de tratar de evitar la asimetría de poder, buscando la horizontalidad en la relación médico-paciente, creo que es la respuesta empática de alguien que experimentó muchas veces el desmoralizante desagrado que significa ruborizarse frente al más tenue estímulo. Cuando conocí a Daniel M. en agosto del 2005, noté que, pese a sus 35 años, se ruborizaba fácilmente. Tal vez por eso, al mirarlo, traté de no verlo. Aunque no dijo nada, intuyo que me lo agradeció1. De profesión ingeniero civil, me contó que era casado

1

Al respecto, es interesante comprobar los fenómenos «en espejo» que se pueden dar en el contexto de las relaciones interpersonales y, sobre todo, como en este caso, en el contexto de la relación médico-paciente: mientras mi paciente 117

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

y tenía un hijo. Entonces, y hasta ahora, se desempeña en un importante ministerio público. Había recurrido al doctor Suárez porque contra todos los pronósticos, propios y de otros, la tendencia a ruborizarse que lo afectaba desde que era niño no se le había pasado con el tiempo2.

2

118

se ruborizaba y, con ello, manifestaba su deseo de pasar desapercibido, se podría decir que en mi empecinamiento por ignorar lo que estaba viendo, yo –el observador– realizaba la misma acción del observado. Según la neurociencia actual, se denominan neuronas espejo a un cierto tipo de neuronas que se activan cuando un animal o persona desarrolla la misma actividad que está observando ejecutar por otro individuo, especialmente un congénere. Se supone que dichas neuronas juegan un rol importante dentro de las capacidades, tales como, la empatía y la imitación, que son determinantes para vincularse exitosamente con otros en la vida social. Algunos autores consideran que el descubrimiento de las neuronas espejo es uno de los hallazgos científicos más relevantes de los últimos años. En la misma línea de los fenómenos «en espejo», a continuación incluyo un fragmento del testimonio escrito que me fuera enviado hace pocos días por un paciente que sufre de rfp e hiperhidrosis facial: «En lo que concierne a mi trabajo, me ha tocado relacionarme con mucha gente, he tenido que liderar reuniones, pero en cada momento está latente la posibilidad de sufrir los molestos síntomas. El temor a sonrojarme y a la sudoración me ha llevado a mantenerme en silencio y a optar por el bajo perfil. Como anécdota, puedo relatar que a veces cuando hablo con algunas personas (especialmente mujeres) me empieza a transpirar la nariz y la persona que tengo al frente, suele quedarse callada, pero tiende a pasarse la mano por su nariz. Es como una reacción espejo o algo así». La conducta humana depende no sólo del temor sino que de múltiples otros atributos, como la voluntad, la motivación, los valores, etc. Por lo mismo, como ya he sostenido, la evitación no siempre está presente en las fobias sociales. De hecho, los clínicos muchas veces vemos pacientes que intuitivamente y en forma reiterada enfrentan las situaciones sociales en un intento por superar sus temores. Lo mismo es válido para todas las fobias humanas y, en efecto, la nosología actual considera fobias cuadros donde, con sufrimiento y angustia, las personas enfrentan las situaciones temidas. Ahora bien, algunos autores han subrayado el hecho de que, en comparación a otras fobias, las fobias sociales (y en particular la eritrofobia) responden menos a las terapias de exposición (autoadministradas o guiadas por un

Capítulo X Daniel M .

–Desde chico me pongo rojo por todo– expresó, mientras respiraba ya más sereno. Lo aliviaba, también, el que acababa de entregarme la nota escrita, con un diagnóstico preliminar, que acostumbra enviarme el doctor Suárez cuando me deriva a sus pacientes3. –El problema no me afectó en la educación básica, pero sí comenzó a hacerlo a comienzos de la media. En relación con esto, hace pocos días reflejó, en un testimonio escrito, la situación vivida durante la educación secundaria: «Me gustaría retroceder en el tiempo, unos 25 años. Estoy en una sala de clases, siento cierta angustia luego de una situación incómoda; una plancha como diríamos en buen chileno. Veo a mis compañeros reírse, y a los más cercanos decir: «¡M. te pusiste rojo!» Oigo al profesor diciendo

3

terapeuta). Esto pudiera explicar lo sucedido con Daniel y muchos otros pacientes; esto es que, a pesar de la exposición repetida –por años– a estímulos sociales, los temores persisten. En la práctica clínica no se debe subvalorar la importancia del texto manuscrito, habitualmente en un recetario, que el médico que refiere entrega al paciente. Está destinado al colega que se consultará y en él se da cuenta de las razones de la derivación. Se trata de una costumbre que con el tiempo ha tendido a perderse. En lo que atañe a los pacientes con rfp/tas, es especialmente útil. Además de ser un documento tangible, «habla» por el paciente, cuestión fundamental cuando se trata de una patología de la cual cuesta reconocerse portador. A propósito de esto, recuerdo el caso de una paciente que sufría de rfp e iba someterse a una ste, hecho que no se atrevía a contarle a su marido. Pues bien, como sabía que la operación también era eficaz para la hiperhidrosis, diagnóstico del que no sufría pero que le resultaba más fácil «confesar», montó una «campaña» para convencer a su cónyuge de que sufría de sudoración excesiva al punto de requerir cirugía. Así, empezó a quejarse de que traspiraba mucho, de que hacía calor, etc. Por cierto, la situación ameritó una breve pero oportuna intervención psicoterapéutica, que alivió a la paciente y permitió que su esposo no sólo conociera el motivo real de la intervención sino que también le brindara su apoyo. 119

B lu s h i n g . C ua n d o s o n r oj a r s e d u e l e

que a todos nos pasa y me veo a mí mismo sintiendo que no puedo detener el color rojo de mis mejillas. Así fue como mi rubor facial se me hizo consciente, es decir, me empecé a dar cuenta de que en situaciones de exposición a público, no podía controlar ponerme colorado. Esto gradualmente se fue haciendo más angustioso, porque empezó a afectar mi vida. Me ponía rojo en clases, en la micro 4, en la casa en almuerzos familiares, cuando estaba con muchos amigos, si me tocaba hablar en público; si me hablaba alguna niña (si eran varias era peor aún), cuando tenía que pagar alguna cuenta y había alguna fila detrás mío, etc.»

Como suele ocurrir, no pasó mucho tiempo sin que comenzaran a hacerse evidentes las consecuencias de los síntomas en la vida de Daniel: «Todo esto me fue llevando a aislarme, a tener pocos amigos, a evitar situaciones sociales, a hacerme el enfermo si me tocaba disertar, y a estar siempre atento a controlar el rubor facial. A veces lo lograba en parte. También me sentía aliviado si había otra persona con el mismo problema. Sin embargo, el síntoma siguió afectando mi manera de relacionarme con los demás, haciendo que siempre tratara de mantener un bajo perfil, de no figurar, de no destacar, aunque tenía muchísimas cualidades para hacerlo, tanto en el aspecto físico como intelectual. Lo mismo me pasaba con los sentimientos, me daba vergüenza expresarlos porque me ponía rojo. Esto me hizo tímido con las mujeres, me ruborizaba con mis pololas (más aún con sus padres); lo que me llevó a tener muchas relaciones cortas, en las que no expresaba mucho compromiso y afecto, aunque lo sintiera».

4

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Término coloquial (Chile) con que se denomina al microbús.

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«Luego, en la universidad, sucedió lo mismo, siempre estuve tratando de dominar mi rubor facial, hasta el final. Incluso programé mi defensa de tesis para un día sábado en la mañana, para que pocas personas asistieran a ella. En esta magnitud me afectó el color de la vergüenza; se transformó en un serio PROBLEMA y empezó a dominar mi vida».

En la entrevista que tuvimos, pude apreciar el tremendo impacto negativo que su sintomatología le provocaba en el ámbito laboral. En efecto, en aquella época informé por escrito a Claudio Suárez: El señor Daniel M. en la actualidad se siente limitado en su trabajo. Desde hace cuatro años le han ofrecido varias jefaturas pero las rechaza por este problema. Aduce que no está preparado a pesar de sentirse capaz. Es altamente probable que en el futuro vuelva a tener nuevas ofertas de ascenso laboral y por eso se decidió a consultar una vez más (diez años antes recurrió a un psiquiatra en el sur de Chile, sin éxito). Todo lo anterior hacía sentir muy mal a Daniel. Experimentaba una enorme desazón y se sentía culpable por defraudar a su familia y negarle la oportunidad de una mayor tranquilidad económica. A mí, como psiquiatra, me interesaba aplacar su angustia pero también impedir que cayera en el pantano de la depresión, a la que estaba muy expuesto si no era tratado con prontitud. No ignoraba que su madre había tenido varios episodios depresivos y deseaba evitarle el mismo sufrimiento. Pero las repercusiones de sus síntomas no omitían ningún aspecto de su existencia: «En mi vida familiar, me casé sólo por el civil, en una ceremonia muy privada; evité el matrimonio por la iglesia por lo mismo de siempre: 121

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el rubor facial. Con mis hijos (luego de que lo conocí tuvo dos más) compartía muy bien; en mi hogar hacía como que no pasaba nada, o de cierta manera, me controlaba más. Eso sí, no iba a reuniones de curso, ni paseos de fin de año, evitaba presentaciones, etc.»

Con la perspectiva que da la mirada una vez transcurrido cierto tiempo, aliviado hoy de sus molestias, nuestro paciente deja atrás la vergüenza y puede narrar y compartir con otros el mundo silencioso en el que se hallaba sumergido. Por decirlo así, abandona el «egocentrismo neurótico» en que el trastorno suele situar a los enfermos y es capaz de ver más allá de la inmediatez de los síntomas: «Me imagino que a muchos de los que están leyendo esto, lo descrito les parece familiar. Tal vez entiendan la angustia que llegué a sentir, la impotencia de no mostrarme más por temor al rubor, de no poder ser protagonista de mi propia vida». Y, ansioso por revelarnos el desenlace de su historia, prosigue: «Fueron pasando los años, hasta que por fin llegó la Internet, y por ese medio descubrí que en el siglo 21, ya había un tratamiento quirúrgico para remediar este problema. Me decidí inmediatamente y fui a una consulta. Pero de ahí me derivaron al doctor Jadresic, quien me recomendó que hasta que me decidiera, probara con fármacos, y que luego le contara mi experiencia».

Después de entrevistar a Daniel, elaboré un informe médico en que señalé que presentaba rfp e hiperhidrosis a nivel axilar y de la ingle. Asimismo, sostuve que se trataba de un buen candidato para la simpatectomía. Con todo, le sugerí –efectivamente– tomar sertralina 50 mg/día permanente, a modo de prueba. En forma simultánea, le indiqué que podía tomar un comprimido de 122

Capítulo X Daniel M .

propanolol de 20 mg. y medio comprimido de alprazolam de 0,50 mg. (juntos) antes de someterse a situaciones de escrutinio público. No lo he vuelto a ver. Nos reunimos tan sólo una vez. Ello no me ha impedido tener la convicción más plena de que nuestro encuentro fue provechoso. El relato que me envió hace pocos días, a través del correo electrónico, lo demuestra: «La verdad, y la suerte para mí también, fue que estos remedios me hicieron efecto rápidamente. En pocas semanas empecé a notar que ya no me ponía tan rojo, que no me angustiaba ni evitaba tanto las situaciones sociales. Esto fue cada vez mejor a medida que pasaba el tiempo, me sentía más seguro, empecé hablar en público sin alterarme ¡ME ENCANTÓ! Y aunque pueda sonar exagerado, estaba comenzando una nueva vida para mí, una vida sin rubor facial. Me sentí tan bien que acepté una jefatura, tanto tiempo postergada (en la actualidad tiene una jefatura a nivel nacional); empecé a dar clases; ya no temo al público; ni a las filas… ni a llamar la atención».

Daniel asume el costo de tener que tomar medicamentos a diario. A la luz de los beneficios que ello le reporta, no lo lamenta. Expresa con claridad su pensamiento: «Llevo dos años con fármacos, consumiéndolos diariamente, sin sentir dependencia, y si mi opinión importa y puede ayudar a otros, recomiendo totalmente esta solución. La probabilidad de querer operarme ha disminuido hasta el punto de casi no considerarla, pero no cierro la puerta a esa posibilidad».5 5

Después de dos años de tratamiento con un comprimido de sertralina de 50 mg. al día (a lo que agrega la combinación de propanolol y alprazolam antes de situaciones específicas), Daniel evalúa su grado de satisfacción con 123

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Me pareció importante incluir el testimonio de un paciente respondedor a los fármacos. La razón es que, al escribir este libro, mi mayor interés ha sido generar conciencia en un sentido general acerca de la connotación de sufrimiento que ruborizarse tiene para algunas personas, como plantear que existen distintos tratamientos, y no promover una alternativa terapéutica específica.

el tratamiento farmacológico de la siguiente manera: grado de satisfacción general «significó bastante ayuda»; impacto en el rendimiento laboral «significó bastante ayuda»; impacto en su relación sentimental «significó alguna ayuda»; e impacto en otras relaciones sociales (principalmente amistades) «significó bastante ayuda». El método usado fue el mismo aplicado en el Capítulo vi. Además, se le pidió que contestara por escrito la pregunta: «En caso de sentir que el tratamiento farmacológico para el rubor facial ha sido una ayuda ¿a través de qué mecanismo específico cree que lo ha aliviado?» Se le ofrecieron tres posibles respuestas: 1 = el tratamiento me ha ayudado haciendo que me sonroje menos y/o más a lo lejos»; 2 = me sonrojo igual pero ya no me importa tanto; 3 = me sonrojo menos y/o más a lo lejos y además ya no me importa tanto. No vaciló en responder que, en su opinión, el medicamento le había ayudado haciendo que se ruborizara menos y/o más a lo lejos (respuesta 1). 124

E P Í LO G O

Ruborizarse es más bien una afección corporal que una virtud. Aristóteles

P arafraseando a Aristóteles, quien sostuvo que el rubor es más

bien una afección corporal que una virtud, espero haber podido demostrar que el rubor facial puede convertirse en un síntoma y en una fuente de sufrimiento. A pesar de ser una expresión personal tan enigmática, única y, a la vez, universal1, rara vez es objeto de estudio. De allí que para muchos lectores, profesionales de la salud entre ellos, lo que se expuso en este libro debe haber resultado una suerte de descubrimiento. No tanto así para el lector 1

Durante el siglo 19, científicos, filósofos y teólogos discutieron extensamente acerca de si la población que no era de raza blanca se ruborizaba o no. Algunos teólogos sostuvieron que el hecho de que sólo los blancos se ruborizaban los situaba en una posición moral única y fundamentalmente diferente a la de otras razas o animales. La discusión alcanzó connotaciones no sólo morales sino también políticas. Si los no blancos no se ruborizaban, y, por lo tanto, no eran completamente humanos, era lícito convertirlos en esclavos y colonizar sus tierras. Como Darwin lo hizo ver, la población de raza negra y otros grupos de piel oscura experimentan aumento del flujo sanguíneo de la cara en situaciones sociales que en los blancos inducen sonrojo visible. La diferencia estriba en que en ellos sólo se traduce en un oscurecimiento mayor de la piel o bien simplemente no es observable. De allí que algunos autores han recomendado usar un término más general para el fenómeno y han propuesto la denominación vasodilatación facial social. Véase Leary M.R. et al., 1992. 125

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previamente interesado en el tema, acostumbrado a navegar por Internet, quien habrá comprobado el contraste entre la proliferación de testimonios de personas sometidas a simpatectomías, que se halla en el ciberespacio, y la precariedad de información dirigida a los pacientes, proveniente de fuentes médicas confiables. La información disponible se encuentra comúnmente desplegada en las páginas web de equipos de cirujanos abocados a realizar simpatectomías; o en foros de discusión, por lo general promovidos por pacientes descontentos con la cirugía, accesibles en el espacio virtual. La necesidad de que otros profesionales de la salud se inmiscuyan es evidente. En este sentido, sé que mi trabajo como psiquiatra en esta área se encuentra, incidentalmente, entre los pioneros en Latinoamérica; ello constituye un motivo adicional para dar a conocer los fragmentos biográficos expuestos y las cavilaciones en torno a este tema. Después de lo vivido en forma personal y de lo conocido a través del relato de otros, creo que la medicina tiene un potencial transfigurador enorme en este campo. Mi propósito inicial suponía incluir los testimonios de muchos otros pacientes cuyo entusiasmo y disposición a colaborar reconozco encomiables. Haciéndome partícipe de sus narraciones personales, sus relatos han devenido en mágica urdimbre, donde se visualizan, entremezclados, afecto, ánimo catártico y espíritu solidario. Pese a que mi intención era, también, abordar otras materias vinculadas a lo que Darwin y Twain coincidieron en designar, acertadamente, la más humana de las expresiones, he desistido de tocar otros tópicos en aras de la concisión. Sin embargo, he procurado mostrar, con alguna sutileza, que ruborizarse en ciertas personas tiene un matiz diferente, que se trata de un síntoma al que le debemos prestar atención, cuyo tratamiento, incluso a veces quirúrgico, se justifica e, indirectamente, que haríamos bien en 126

E p í lo g o

contribuir a eliminar el estigma asociado al sonrojo, de modo que las personas dejen de preocuparse si se ruborizan. Permítaseme, brevemente, un alcance personal. De forma insospechada, este libro empezó a gestarse tiempo después de la operación a que me sometí cuando, por un lado, sentía que tenía mucho que decir y, por otro, la intervención me significó, como efecto colateral, empezar a acostumbrarme a vivir con las manos secas, lo cual me hizo cambiar la pintura –en la cual había empezado a incursionar– por el teclado. Con ello, mi interés por la simultaneidad de la imagen devino en atracción por el fluir temporal de la narrativa. Prescindiendo de si las musas lograron o no su cometido, he disfrutado sumergirme en el talante creativo que supone la escritura referida a la experiencia vivida. Así, agradezco a este libro hacerme grata la experiencia de comunicar. En lo que atañe al lector, más allá de los conceptos teóricos vertidos, espero –en alguna medida– haberlo podido conmover. Si no ha sido así, me consuelan unas palabras que ignoro a quien pertenecen, las cuales hago mías ahora: «Creo en los textos que se atreven, aunque no logren todo lo que busquen».

127

ANEXO1

1

Se expone la opinión de 72 pacientes consecutivos, portadores de rfp, con o sin hiperhidrosis asociada, que solicitaron tratamiento. Todos sufrían síntomas de ansiedad social, y muchos tas, según la Asociación Americana de Psiquiatría (2000). Recibieron psicofármacos o fueron sometidos a una ste.

Anexo

70 60

53

Porcentaje

50 40

Farmacoterapia 29

30

18

20 10 0

0

0

1

2

3

4

5

Puntaje Puntaje: 1 = Me arrepiento del tratamiento farmacológico 2 = Significó nada de ayuda 3 = Significó alguna ayuda 4 = Significó bastante ayuda / satisfecho(a) 5 = Significó mucha ayuda / muy satisfecho(a)

Figura A-1. Grado de satisfacción con la farmacoterapia de 17 pacientes con rfp, con o sin hiperhidrosis asociada. Fueron tratados con sertralina 50-100 mg al día.

70 60 49

Porcentaje

50 40

36

STE

30 20 10 0

5

9

0 1

2

3

4

5

Puntaje Score: 1 = Me arrepiento de la operación 2 = Significó nada de ayuda 3 = Significó alguna ayuda 4 = Significó bastante ayuda / satisfecho(a) 5 = Significó mucha ayuda / muy satisfecho(a)

Figura A-2. Grado de satisfacción con la operación (ste) de 55 pacientes con rfp, con o sin hiperhidrosis asociada. 131

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