BATAILLE, GEORGES - El Aleluya y Otros Textos

Georges Bataille: El aleluya y otros textos Prólogo y selección de Fernando Savater El Libro de Bobillo Alianza Editor

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Georges Bataille: El aleluya y otros textos

Prólogo y selección de Fernando Savater

El Libro de Bobillo Alianza Editorial Madrid

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Titulo original: Extractos de Sur Nietzsche. Volonté de chance Théorie de la Religion-Le coupable. L’AUelwabL’expérience intérieure Traductor: Fernando Savater

© Sur Nietzsche. Volonté de chance: Editions Gallimard, Paris, 1967 © Théorie de la Religion: Editions Gallimard, Paris, 1973 © Le coupable. L'Alleluiah: Editions Gallimard, Paris, 1973 © L’expérience intérieure: Editions Gallimard, Paris, 1954 © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1981 Calle Milán, 38; * 200 00 45 ISBN: 84-206-1817-9 Depósito legal: M. 9.733-1981 Compuesto en Fernández, S. A. Oudrid, 11. Madrid-20 Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono IGARSA Paracuellos del Jarama (Madrid) Printed in Spain

Bataille: demasiado para el cuerpo

«Reconocer dos clases de posible: lo po­ sible diurno y lo posible prohibido. Hacer, si es posible, que lo primero sea igual a lo segundo; ponerlos er el camino real de lo imposible fascinante, que es el más alto grado de lo compréhensible.» (Reñí CHAR)

Aquel hombre dijo: «No estoy nada inclinado a pen­ sar que lo esencial de este mundo sea la voluptuosidad. El hombre no está limitado al órgano del placer. Pero ese inconfesable órgano le enseña su secreto.» Ese se­ creto es el exceso. Ir más allá es perderse, sentir la con­ vulsión violenta que desplaza el centro de gravedad del yo y precipita el palpitante resto que todavía somos al abismo de lo imposible, donde acaban los derechos y las razones, donde la reciprocidad queda abolida. No es que la carne anegue con su imperio jadeante al espíritu, sino al contrario: le brinda la posibilidad de rebasar la cárcel con la que el propio espíritu, que gusta de darse formas, se ha querido atar a sí mismo. Allí sujeto, repetitivo, idéntico a sus propios límites, el espíritu se reduce a lo utilitario, se institucionaliza en forma de herramienta, no admite otros objetivos que los de conservación y pro­ ducción. Producción que es reproducción, familiarismo, estatismo. Pero el órgano inconfesable del placer surge y posibilita una exploración hacia territorios más peligro­ sos. Por sí sólo no lograría nada, desde luego: es el

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espirita quien suelta las tiendas y maneja el látigo, quien susurra balbuceos aniquiladores capaces de trastornar las conexiones instrumentales mejor trabadas y más respeta­ bles. El erotismo es, literalmente, demasiado para el cuerpo. Una experiencia tan incontrolable, tan improba­ ble también, que sólo puede llevarla a cabo, aunque no soportarla sin resquicios ni perdición, lo que en sí mismo es vocación de perpetuo salto al vacío. El éxtasis anula la funcionalidad del hombre y le obliga a gastarse sin cálculo: ya nada se conserva ni se ahorra para cuando '' lleguen malos tiempos, ni siquiera el tiempo mismo, des­ autorizado por ese espasmo al que tampoco el instante sabría servir de receptáculo. N o hay intercambio en el goce, lo sentimos por los manuales higiénicos del buen joder socializado, porque el vínculo de la sociedad resulta dinamitado, junto con los restantes instrumentos. Tam­ poco en la muerte hay intercambio, ese orgasmo irrevo­ cable al que nos predisponen las «pequeñas muertes» del goce erótico. Y así: Tus pechos se abren como el ataúd y me rien desde el más dlá, tus dos largas caderas deliran, tu vientre está desnudo como un estertor; eres bella como el .miedo, estás loca como una muerta. Siempre me ha sorprendido el airecillo très comme il faut con d que aparece Georges Bataille en las fotogra­ fías que de él conozco. Planchado pelo blanco, serena expresión distinguida, atuendo correcto y convencional... Apenas un punto inquietante en la forma de sonreír leve­ mente, con los labios apretados, su boca sensual. Parece lo que juega a ser: un erudito y respetable bibliotecario. Un retrato le muestra precisamente en la biblioteca de Orléans que dirigió hasta su muerte: en primer término, dos o tres personas toman concienzudamente notas de los volúmenes prestados (una señora de edad con abrigo de cuello de piel y sombrero modelo flan, un grueso caba­ llero que pudiera estar preparando un documentado tra-

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bajo sobre la Doncella, etc..., mientras tras ellos, con un curioso aire furtivo y apresurado, transcurre Bataille, seguido de una púdica jovendta que parece ignorarle. La escena tiene un toque insuperable de placidez de vida provinciana; una explosión que está ocurriendo en otra parte, un maremoto suspendido, camuflado... ¿Quién fue Bataille? ¿El místico sádico, dudoso compañero de viaje del surrealismo, que se estrelló y se volvió a estrellar contra el puritanismo dogmático de Bretón? ¿El funda­ dor del «Colegio de Sociología» con Roger Caillois y Mi­ chel Leiris, donde su estudio sobre lo sagrado y el deseo de reincorporarlo con fuerza a la vida moderna les hizo plantearse seriamente la necesidad de realizar un sacrifi­ cio humano en París, proyecto aplazado por falta de víctima idónea? ¿El autor de novelas divinamente eróti­ cas que firmaba con el seudónimo de Pierre Angélique? ¿El teórico de la religión, bajo la inspiración antropológica de Marcel Mauss y filosófica de Kojéve? ¿El asiduo de la orgía, de la embriaguez, del burdel? ¿O, sencillamente, el discreto bibliotecario de Orléans? De sus muchos ros­ tros, sólo uno no ofrece duda y fue Michel Foucault quien lo formuló así: «Hoy ya lo sabemos, Georges Bataille es uno de los escritores más importantes del siglo». De po­ cos nos sería tan difícil prescindir. Su voz entrecortada, extrañamente intensa, no pretende la acumulación a la teoría, sino su desvanecimiento. El texto debe ayudamos a prolongar y reforzar una experiencia que, sin embargo, se resiste a dejarse encerrar en lo que puede ser dicho. Es la intimidad lo que está en juego, lo que se pone en juego, arriesgadamente: intimidad en la que se diluyen, hundidos en la noche de una carcajada demoledora que se ríe del saber como un místico podría reírse de Dios, los proyectos, los derechos, las identidades. El pensamiento debe dar cuenta de la desmesura, pero ésta a su vez lo aniquila, revienta sus costuras hasta hacerlo irreconocible, asemejándolo al gruñido jubiloso y obsceno que acompaña a la eyaculación. ¿Dónde queda entonces el sagrado es­ pejo de la verdad, el riguroso y sistemático orden del concepto? Bataille no renuncia a la palabra, pero tampoco

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sacrifica a su posibilidad la grandeza indómita de la expe­ riencia que le parece esencial. Tal como él mismo dijo, «lo que cuenta no es ya el enunciado del viento, sino el viento». «Llamo experiencia a un viaje al punto extremo de las posibilidades del hombre.» Todo lo que no es ese punto extremo, esa cumbre, nos mantiene en el terreno cosificador de la instrumentalidad. Contemplándose según los paradigmas regulares que le permiten moverse por el orden de las cosas y utilizarlas, el hombre se convierte en cosa para sf mismo y se esclaviza en la pura conser­ vación de su servicialidad: no se es menos esclavo por estar avasallado a sí mismo. La experiencia que Bataille propone es la conquista de una auténtica soberanía, es decir, el acceso a una cumbre en la que el hombre pueda encontrarse plenamente extirpado de la funcionalidad y su posibilismo para enfrentarse sin ambages con lo impo­ sible, esto es, con su propia esencia impracticable. El or­ den de lo sagrado ha sido el ámbito privilegiado de esta impracticabilidad esencial de lo humano y ha tratado de renovarlo y conmemorarlo a través de la destrucción de lo útil y de la transgresión ritual de las normas sociales: sacrificios, fiestas... En el orden de lo profano han pre­ tendido algo semejante la licencia báquica de la orgía y el erotismo, amén de la poesía, que es lo que pudiéramos llamar «el lenguaje de lo imposible». Diversos caminos para trepar hasta la altura que se define así: «La cumbre responde al exceso, a la exuberancia de las fuerzas. Eleva al máximo la intensidad trágica. Se une a derroches de energía sin mesura, a la violación de la integridad de los seres.» Es un punto de éxtasis, en el que se revela — pero no como luz, sino como noche, como no-saber, como agobiante y desgarradora imposibilidad— la negatividad radical, inobjetivable, que constituye al hombre. Las pala­ bras rebotan en último término al intentar penetrar en esta nigredo extrema, en la que perdición y liberación se trasmutan vertiginosa e incesantemente la una en la otra. Gimo señalan Alain Arnaud y Gisèle Escoffon-Lafargue en su Bataille recientemente publicado y sin duda muy

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esdarecedor: «Encontramos aquí de nuevo la experiencia mística, ella también experiencia de algo "inefable”, del silencio como único discurso, de la soberanía silenciosa. ¡La soberanía es la vehemencia de lo Imposible! » Un nuevo místico, pues, como señaló Sartre; pero, como en tantas otras ocasiones, Sartre permaneció ciego ante lo más importante, la peculiaridad desafiante de Bataille. La mística de la que aquí se trata es la aniquila­ ción extática de lo teleológico, pero también de lo teoló­ gico; consiste en profanar hasta el límite el objeto-Dios hasta convertirle (o hacerle estallar) en la posibilidad más extrema del hombre, en el punto donde desaparece toda su objetividad y se transforma en subjetividad sin cálculo ni contenido, en intimidad desfondada, estertorosa, po­ tente y fútil. «Dios es un cerdo», dice Bataille. Pero no nos engañemos: esta blasfemia no es, como quisiera el sentido común teológico, una oración invertida, sino la crisis de los valores ahincados en lo utilitario que arropan el desconcierto trágico del hombre. «El comienzo que entreveo al borde de la tumba es el cerdo aue en mí ni la muerte ni el insulto pueden matar. El terror al borde de la tumba es divino y me hundo en el terror del que soy hijo.» Conviene recordar que estos aullidos surgen en el contexto de una profundización radical del erotismo («Mi madre») y se prolongan en esta declaración que trastorna soberanamente no sólo cualquier teología con­ creta, sino el proyecto teológico mismo: «D ios es el horror en mí de lo que fue, de lo que es y de lo que será tan h o r r i b l e que a todo precio yo debería negar y gritar con todas mis fuerzas que niego que eso fuese, que eso sea o que eso será, pero mentiría.» Mística, pues, de la afirmación trágica, es decir, mística de Nietzsche, pero no de Teresa de Avila o del maestro Eckart. Mística que no rebasa toda la facticidad y sus normas para desem­ bocar finalmente — aunque no sea más que como aspi­ ración hacia lo inalcanzable— en una plenitud absoluta­ mente trascendente y de la que por tanto sólo podemos tener atisbo y complacencia por vía negativa, sino mística de la inmanencia más incuestionable y de la recusación

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más enérgica de plenitud absoluta: esto es, mística que no tiene otro contenido, sino la experiencia de la condi­ ción misma de la inmanencia como imposibilidad radical de la plenitud. Y aquí, sí, risa, despedazamiento, júbilo y horror. Afirmación, en suma. Esta antología de textos pretende reunir una muestra suficiente de lo que Georges Bataille llamó su Summa Ateológica, que comprende «La experiencia interior» (1943), «El culpable» (1944) y «Sobre Nietzsche. Vo­ luntad de suerte» (1945). Complemento interesante de estas obras me parece su admirable «Teoría de la reli­ gión» (1948), de la que, pese a su profunda unidad, también me he atrevido a seleccionar algunos capítulos. Por supuesto, estas calas en una obra singularmente rica y cuyas reiteraciones y balbuceos tienen un poder hipnó­ tico — incantatorio— no aspiran a sustituir la lectura de los libros completos de que provienen, sino a inducir a ella. Femando S a v a t e r

De La experiencia interior

Este libro es el relato de una desesperación. Este mun­ do se le da al hombre como un enigma a resolver. Toda mi vida — sus momentos extraños, desordenados, no me­ nos que mis pesadas meditaciones— se me ha pasado en resolver el enigma. Llegué, efectivamente, hasta el final de problemas cuya novedad y extensión me exaltaron. Habiendo entrado en regiones insospechadas, vi lo que ningún ojo vio jamás. Nada más embriagador: la risa y la razón, el horror y la luz siendo al fin penetrables..., no había nada que yo no supiera, que no fuera accesible a mi fiebre. Como una maravillosa insensata, la muerte abría o cerraba sin cesar las puertas de lo posible. En este dédalo, yo podía perderme a voluntad, entregarme al arrobo, pero podía a voluntad discernir las vías, habilitar al decurso intelectual un paso preciso. El análisis de la risa me había abierto un campo de coincidencias entre los datos de un conocimiento emocional común y riguroso y los del conocimiento discursivo. Los contenidos perdién­ dose unos en otros, las diversas formas de derroche (risa, heroísmo, éxtasis, sacrificio, poesía, erotismo u otros) 15

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«Winfnn por sí mismas una ley de comunicación que regu­ lase los juegos del aislamiento y de la pérdida de los seres. La posibilidad de unir en un punto preciso dos clases de conocimiento hasta ahora extrañas la una para la otra o confundidas groseramente, daba a esta antología su inesperada consistencia: el movimiento del pensa­ miento se perdía por entero, pero por entero se reencon­ traba, en un punto donde ríe el unánime gentío. Expe­ rimenté un sentimiento de triunfo: ¿puede que ilegítimo, prematuro?..., me parece que no. Padecí pronto lo que me sucedía como un peso. Lo que me desquició los ner­ vios fue haber acabado la tarea: ¡mi ignorancia se refería a puntos insignificantes, ya no había enigmas que resol­ ver! ¡Todo se derrumbaba! Me desperté ante un enigma nuevo y éste supe en seguida que era insoluble: este enigma llegaba a ser tan amargo, me dejó en una impo­ tencia tan abrumadora que lo experimenté como Dios, si existe, lo experimentaría.

Hay en las cosas divinas una transparencia tan grande que uno resbala hacia el fondo iluminador del reír a partir incluso de intenciones opacas. Vivo la experiencia sensible y no la explicación lógica. Tengo de lo divino una experiencia tan loca que se reirán de mí si hablo de ella. Entro en un callejón sin salida. Ahí toda posibilidad se agota, lo posible se hurta y lo imposible causa estra­ gos. Estar frente a lo imposible — exorbitante, induda­ ble— cuando ya nada es posible es, a mi modo de ver, hacer una experiencia de lo divino; es lo análogo de un suplicio. Hay horas en que se rompe el hilo de Ariadna: no soy más que enervamiento vacío, no sé lo que soy, tengo hambre, frío y sed. En tales momentos recurrir a la vo­ luntad carecería de sentido. Lo que cuenta es el asco por la actitud viable, el asco de lo que he podido decir, es­ cribir, que podría atarme: experimento mi fidelidad como una sosería. No hay salida en las veleidades contradicto-

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tías que me agitan y es eso lo que me satisface de ellas. Dudo: no veo en mí más que grietas, impotencia, vana agitación. Me siento podrido, cada cosa que toco está podrida. Se precisa un coraje singular para no sucumbir a la tentación y continuar — ¿en nombre de qué?— . Empero yo continúo, en mi oscuridad: el hombre continúa en mí y pasa por ello. Cuando profiero en mi fuero interno: ¿Qué es esto?, cuando permanezco ahí sin respuesta con­ cebible, creo que en mí mismo, finalmente, ese hombre debería matar lo que soy, llegar a ser hasta tal punto él mismo que mi estupidez deje de hacerme risible. En lo tocante a ... (escasos y furtivos testigos quizá me adi­ vinen) les pido que vacilen: pues estando condenado a llegar a ser hombre (o más) me es preciso morir ahora (para mí mismo), darme a luz a mí mismo. Las cosas no podrían seguir siendo lo que son por más tiempo. Las posibilidades del hombre no podrían limitarse a ese cons­ tante asco de sí mismo, a ese repetido reniego de mori­ bundo. No podemos ser indefinidamente lo que somos: palabras que se anulan las unas a las otras y, juntamen­ te, basamentos indestructibles, que nos creemos el fun­ damento del mundo. ¿Estoy despierto? Lo dudo y sería capaz de llorar. ¿Seré el primero sobre la tierra en sen­ tir que la impotencia humana me vuelve loco? Aspectos en los que vislumbro el camino recorrido. Hace de esto quince años (puede que un poco más), vol­ vía yo de no sé dónde por la noche, tarde. La calle de Rennes estaba desierta. Viniendo de Saint-Germain atra­ vesé la calle de Four (por el lado de Correos). Tenía en mi mano un paraguas abierto y creo que no llovía. (Pero yo no había bebido: lo digo y estoy seguro de ello.) Te­ nía ese paraguas abierto sin necesidad (excepto una de la que hablo más adelante). Entonces era yo muy joven, caótico y lleno de embriagueces vacías: una ronda de ideas inconvenientes, vertiginosas, pero llenas ya de pre­ ocupaciones, de rigor y crucificantes, tenían libre curso... En ese naufragio de la razón, la angustia, la decadencia solitaria, la cobardía, la mala ley, encontraban su sitio:

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la fiesta empezaba de nuevo un poco más tarde. Lo cierto es que esta exuberancia, junto con el choque con lo «imposible», estallaron en mi cabeza. Un espacio cons­ telado de risas abrió su abismo oscuro ante mí. Al cruzar la calle de Four, adiviné a esa «nada» desconocida, repentinamente... negué esos muros grises que me en­ cerraban, me abalancé en una especie de arrobo. Reía divinamente: el paraguas se había cerrado sobre mi ca­ beza y me cubría (me cubrí a propósito con este sudario negro). Reí como quizá no me había reído nunca, el fondo mismo de cada cosa se abría, puesto al desnudo, como si yo estuviese muerto. No sé si me detuve, en medio de la calle, enmascaran­ do mí delirio con un paraguas. Quizá di saltos (esto es ilusorio, sin duda): estaba convulsivamente iluminado, me reía, según pienso, mientras corría. La duda me angustia sin tregua. ¿Qué significa la iluminación? ¿Sea de la naturaleza que fuere? ¿Incluso si el brillo del sol me cegase interiormente y me abrasa­ se? Un poco más o un poco menos de luz no cambian nada; de todos modos, solar o no, el hombre no es más que el hombre: no ser más que el hombre, no salir de ahí; es el ahogo, la pesada ignorancia, lo intolerable. «Enseño el arte de convertir la angustia en delicia», «glorificar»: todo el sentido de este libro. La aspereza en mí, la «desdicha», no es más que la condición. Pero la angustia que se transforma en delicia sigue siendo la angustia: no es la delicia, ni la esperanza, es la angustia, que hace daño y quizá descompone. Quien no «muere» por no ser más que un hombre, no será nunca más que un hombre. La angustia, evidentemente, no se aprende. ¿Se la provocará?, es posible, pero no creo. Se pueden agitar las heces... Si alguien se confiesa angustiado, es preciso mostrarle la nulidad de sus razones. Imagina una salida para sus tormentos: si tuviese más dinero, una mujer, otra vida... La ingenuidad de la angustia es infinita. En lugar de ir a la profundidad de su angustia, el ansioso parlotea, se degrada y huye. Sin embargo, la angustia

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era su oportunidad: fue elegido en la medida de sus pre­ sentimientos. Pero qué fracaso si la elude: no sufre menos y se humilla, se hace bruto, falso, superficial. La angustia eludida hace del hombre un jesuíta agitado, pero en el vacío. Temblando. Permanecer inmóvil, de pie, en una oscu­ ridad solitaria, en una actitud sin gesto de suplicante: súplica, pero sin gesto y, sobre todo, sin esperanza. Per­ dido y suplicante, ciego, medio muerto. Como Job en su muladar, pero no imaginándose nada, caída va la noche, desarmado, sabiendo que se está perdido. Sentido de súplica.— Lo expreso así, en forma de ora­ ción: « ¡Oh, Dios Padre, Tú, que, en una noche de desesperación, crucificaste a Tu hijo, que, en esa noche de carnicería, a medida que la agonía llegaba a ser im­ posible — de gritar— te hiciste lo Imposible Tú mismo y experimentaste la imposibilidad hasta el horror, Dios de la desesperación, dame ese corazón, Tu corazón, que desfallece, que se exaspera y que no tolera ya que Tú seas! » No se capta de qué forma debemos hablar a Dios. Mi desesperación no es nada, pero ¡la de Dios, en cambio! N o puedo vivir o conocer cosa alguna sin imaginarla vi­ vida o conocida por Dios. Nosotros retrocedemos de po­ sibilidad en posibilidad, en nosotros todo recomienza y nada se juega irreversiblemente, por el contrario en Dios: ¿en ese «salto» del ser que El es, en su «de una vez por todas»? Nadie llegará hasta el límite de la súplica sin situarse en la extenuante soledad de Dios. Pero en mí todo recomienza, nada se juzga irreversi­ blemente. Me destruyo en la infinita posibilidad de mis semejantes, que aniquila el sentido de ese «mí». Si al­ canzo, por un instante, el mundo extremo de lo posible, poco después habré huido, estaré en otra parte. ¿Y qué sentido tiene el más extremo absurdo: añadir a Dios la repetición ilimitada de los posibles y ese suplicio del ser caído, gota a gota, en la multitud de las desdichas del hombre?; ¡como un rebaño perseguido por un pastor in­ finito, el borreguerío balador que somos huiría, huiría

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inacabablemente del honor de una reducción del Ser a la totalidad! A mi, al idiota, Dios le habla al oído: una voz como de fuego viene de la oscuridad y habla — llama fría, ar­ diente tristeza— al... hombre del paraguas. A la súplica, cuando desfallezco, responde Dios (¿cómo?, ¿de quién reír en mi cuarto?...). Yo estoy en pie, sobre cumbres diversas, tan tristemente ascendidas, se entrechocan mis diferentes noches de espanto, se duplican, se ayuntan y esas cumbres, esas noches..., ¡gozo indecible!..., me detengo. ¿Acaso soy...? un grito — derribado boca arri­ ba, desfallezco. La filosofía nunca es súplica, pero sin súplica no hay respuesta concebible: ninguna respuesta precederá ja­ más a la pregunta; y qué significa la pregunta sin an­ gustia, sin suplicio. En el momento de volverse loco, acaece la respuesta: ¿cómo podríamos oírla de otro modo? Lo esencial es el punto extremo de lo posible, donde Dios mismo ya no cabe, desespera y mata. Olvido de todo. Profundo descenso en la noche de la existencia. Súplica infinita de la ignorancia, ahogarse de angustia. Deslizarse por encima del abismo y, en la obs­ curidad impenetrable, experimentar su horror. Temblar, desesperar, en el frío de la soledad, en el silencio eterno del hombre (estupidez de toda frase, ilusorias respuestas de las frases, sólo el silencio sin sentido de la noche responde). Haberse servido de la palabra Dios para al­ canzar el fondo de la soledad, pero no saber ya nada, es­ cuchar su voz. Ignorarla. Dios, última palabra que quiero decir que toda palabra faltará, un poco más adelante: advertir su propia elocuencia (no hay forma de evitar­ la), reírse de ella hasta el alelamiento ignorante (la risa no tiene necesidad de reírse, ni el sollozo de sollozar). Más allá, la cabeza estalla: el hombre no es contempla­ ción (sólo tiene paz huyendo), es súplica, guerra, angus­ tia, locura. La voz de los buenos apóstoles: tienen respuesta para

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todo, indican los límites, discretamente, la marcha a seguir, como el maestro de ceremonias en el entierro. Sentimiento de complicidad en la desesperación, la locura, el amor, la súplica. Alegría inhumana, desenfre­ nada, de la comunicación, pues desesperación, locura, amor, no hay un punto del espacio vado que no sea desesperadón, locura, amor y aún más: risa, vértigo, náusea, pérdida de sí hasta la muerte.

Por definidón, d extremo de lo posible es ese punto en el que, pese a la posidón, ininteligible para él, que tiene en el ser, un hombre, tras haberse desprendido de espejismos y terrores, avanza tan lejos que no se puede concebir una posibilidad de ir más lejos. Inútil es decir hasta qué punto es vano (pese a que la filosofía se enderre en este callejón sin salida) imaginar un juego puro de la inteligenda sin angustia. La angustia es no menos que la inteligenda un medio de conocimiento y el punto extremo de lo posible; por otra parte, es vida no menos que conodmiento. La comunicadón también es, como la angustia, vivir y conocer. £1 punto extremo de lo posible supone risa, éxtasis, proximidad aterrorizada de la muer­ te; supone error, náusea, agitación incesante de lo posi­ ble y de lo imposible, y, para acabar, roto ya, en cualquier caso, por grados, lentamente querido, el estado de súplica, su absorción en la desesperadón. Nada de lo que un hombre puede conocer, a este fin, podría ser eludido sin la decadencia, sin pecado (pienso, para agravarlo, siendo la apuesta más arriesgada, en la peor de las desgracias, en la deserdón: para quien se ha sentido llamado una vez, ya no hay razón ni excusa, no le cabe más que aguantar a pie firme). Cada ser humano que no va hasta el punto extremo es el servidor o el enemigo del hombre. En la medida en que no provee, por cualquier tarea servil, a la subsistenda común, su deserdón colabora a dar al hom­ bre un destino despredable. El conodmiento vulgar o d conocimiento hallado en la risa, la angustia o cualquier otra experiencia análoga,

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se hallan subordinados por igual — esto se desprende de las reglas que siguen— al punto extremo de lo posi­ ble. Cada conocimiento vale dentro de sus límites, pero queda por saber lo que vale si el punto extremo se da, lo que una experiencia última le añade. En primer lugar, en el punto extremo de lo posible todo se derrumba: incluso el edificio mismo de la razón, tras un instante de valor insensato, ve disiparse su majestad; lo que sub­ siste, pese a todo, como un lienzo de pared resquebra­ jado, acrecienta, no calma el sentimiento vertiginoso. Vana impudicia de las recriminaciones: era preciso, nada resiste a la necesidad de ir más lejos. Si fuese necesario, la demencia sería el precio. Un destino despreciable... Todo es solidario en el hombre. Hubo siempre en algunos la feroz voluntad — aunque fuese de un modo difuso— de ir lo más lejos que el hombre podía. Pero ¿y si el hombre dejase de quererse a sí mismo con tal ferocidad?; esto iría acom­ pañado del debilitamiento de todo querer — en cualquier sentido que tal querer se ejerza (encantamiento, comba­ te, conquista). Para ir hasta el límite del hombre, es necesario en un cierto punto no ya soportar, sino forzar la suerte. Lo contrario es la dejadez poética, la actitud pasiva, el asco por una reacción viril, que decide: es la decaden­ cia literaria (el pesimismo bello). La condenación de Rimbaud, que hubo de dar la espalda a la posibilidad que alcanzaba, para reencontrar una fuerza de decisión intacta en él. El acceso al punto extremo tiene por con­ dición el odio no de la poesía, sino del afeminamiento poético (ausencia de decisión, el poeta es mujer, la in­ vención, las palabras, le violan). Opongo a la poesía la experiencia de lo posible. No se trata tanto de contem­ plación como de desgarramiento. Es, empero, de la «ex­ periencia mística» de lo que yo hablo (Rimbaud la prac­ ticó, pero sin la tenacidad que puso más tarde en inten­ tar fortuna. A su experiencia le dio salida poética; en general, ignoró la sencillez que afirma — veleidades sin

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futuro en las letras— , eligió la efusión femenina, la es­ tética, la expresión incierta, in-voluntaria).

Quiero dar una vez más el esquema de lo que yo Hamo experiencia pura. En primer lugar, alcanzo el pun’to extremo del saber (por ejemplo, imito al saber abso­ luto, poco importa de qué modo, pero esto supone un esfuerzo infinito del espíritu que quiere el saber). En­ tonces sé que no sé nada. Ipse, he querido serlo todo (por el saber) y caigo en la angustia: la ocasión de esta angustia es mi no-saber, el sinsentido irremediable (aquí di no-saber no suprime los conocimientos particulares, sino su sentido, les quita todo sentido). Después, puedo S*ber qué es la angustia de la que hablo. La angustia supone el deseo de comunicar, es decir, de perderme, pero no la completa resolución: la angustia testimonia de mi miedo de comunicarme, de perderme. La angustia viene dada en el mismo tema del saber: ipse, por el sa­ ber, quisiera serlo todo, esto es, comunicarme, perder­ me, y, sin embargo, seguir siendo ipse. Para la comu­ nicación, antes de que ésta tenga lugar, se ponen el sujeto (yo, ipse) y el objeto (en parte indefinido, en tan­ to que no se le capta enteramente). El sujeto quiere apoderarse del objeto para poseerlo (esta voluntad se ¿erra al ser comprometido en el juego de las composi­ ciones, véase el Laberinto), pero no puede sino perderse: el sinsentido de la voluntad de saber adviene, sinsentido de todo lo posible, haciendo saber al ipse que va a per­ derse y el saber con él. Mientras el ipse persevera en su voluntad de saber y de ser ipse dura la angustia, pero si el ipse se abandona y consigo el saber, si se entrega al no-saber en este abandono, el arrobo comienza, En el arrobo, mi existencia vuelve a encontrar un sentido, pero el sentido se refiere de inmediato al ipse, se convierte en mi arrobo, un arrobo que yo ipse poseo, dando satisfac­ ción a mi voluntad de serlo todo. En cuanto vuelvo a éste punto, cesa la comunicación, la pérdida de mí mis­

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mo, dejo de abandonarme, me quedo ahí, pero con un saber nuevo. El movimiento vuelve a empezar a partir de ahí; ese nuevo saber puedo elaborarlo (acabo de hacerlo). Llego a esta noción: que sujeto, objeto, son perspectivas del ser en el momento de inercia, que el objeto al que se tiende es proyección del sujeto ipse que quiere llegar a serlo todo, que toda representación del objeto es fantas­ magoría resultante de esta voluntad ingenua y necesa­ ria (se ponga el objeto como cosa o como existente, poco importa), que es preciso llegar a hablar de comunicación dándose cuenta de que la comunicación le quita la silla tanto al objeto como al sujeto (esto se hace claro en la cumbre de la comunicación, mientras que hay comu­ nicaciones entre sujeto y objeto de la misma naturaleza, entre dos células, entre dos individuos). Puedo elaborar esta representación del mundo y verla en primer lugar como solución de todo enigma. De repente, advierto lo mismo que con la primera forma de saber, que este supremo sabet deja como un niño de noche, desnudo en lo más espeso del bosque. Esta vez, y es lo más grave, el sentido de la comunicación está en juego. Pero cuando la comunicación misma, en un momento en que había desaparecido, inaccesible, me aparece como un sinsentido, alcanzo el colmo de la angustia, en un impulso desesperado, me abandono y la comunicación se me da de nuevo, el arrobamiento y la alegría. En este momento, la elaboración ya no es necesaria, está hecha: de inmediato y por el arrobo mismo penetro de nuevo en la noche del niño perdido, en la angustia, para volver más tarde al arrobo y así de nuevo sin otro final que el agotamiento, sin otra posibilidad de dete­ nerme que un desfallecimiento. Es el goce que da suplicio. ¿De qué forma el ser humano particular accede a lo universal? Al salir de la irrevocable noche, la vida le arroja niño

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en el juego de los seres; es entonces satélite de dos adultos: recibe de ellos la ilusión de la suficiencia (el niño mira a sus padres como dioses). Este carácter de satélite no desaparece en absoluto a continuación: reti­ ramos a los padres nuestra confianza, la delegamos a otros hombres. Lo que el niño encontraba en la exis­ tencia aparentemente firme de los suyos, el hombre lo busca en todos los lugares en que la vida se anuda y se condensa. El ser particular, perdido en la multitud, de­ lega en los que ocupan el centro el cuidado de asumir la totalidad del «ser». Se contenta con «tomar parte» en la existencia total, que guarda, incluso en los casos sencillos, un carácter difuso. Esta gravitación natural de los seres tiene por efecto la existencia de conjuntos sociales relativamente estables. En principio, el centro de gravitación está en una ciu­ dad; en las antiguas condiciones, una ciudad, como una corola que encerrase un doble pistilo, se formaba en torno a un soberano y a un dios. Si varias ciudades se reúnen y renuncian a su papel de centro en provecho de una sola, un imperio se ordena en torno de una ciudad entre otras, en la que la soberanía y los dioses se con­ centran: en ese caso, la gravitación en torno de la ciudad soberana empobrece la existencia de las ciudades peri­ féricas, en el seno de las cuales los órganos que forma­ ban la totalidad del ser han desaparecido o se depau­ peran. Gradualmente, los compuestos de conjuntos (de ciudades, después de imperios) acceden a la universali­ dad (tienden hacia ella, por lo menos). La universalidad está sola y no puede luchar contra los semejantes (los bárbaros no son semejantes en abso­ luto). La universalidad suprime la competición. En tanto que se opongan fuerzas análogas, una debe crecer a ex­ pensas de las otras. Pero cuando una fuerza victoriosa permanezca sola, esta forma de determinar su existencia con ayuda de una oposición falta. El Dios universal, si entra en liza, no es ya, como el dios local, un garante de una ciudad en lucha contra sus rivales: El está solo en la cumbre, se deja confundir incluso con la totalidad de

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las cosas y no puede conservar en El la «ipseidad» más que arbitrariamente. En su historia, los hombres se em­ peñan así en la extraña lucha del ipse que debe llegar a ser el todo y no puede llegar a serlo más que muriendo. [Los «dioses que mueren» han tomado figura de univer­ sales. El Dios de los judíos fue, en primer lugar, «dios de los ejércitos». Según Hegel, la derrota, la decadencia del pueblo judio habría arrojado a su dios del estado per­ sonal, animal, de los dioses antiguos, al modo de exis­ tencia impersonal y primitiva — de la luz— . El Dios de los judíos no tenía ya la existencia del combate: erí la muerte de su hijo alcanzó la verdadera universalidad. Nacida del cese del combate, la universalidad profunda — el desgarramiento— no sobrevivió a la reanudación del combate. Los dioses universales, en lo que pueden, huyen por otra parte de esa universalidad criminal en la guerra. Alá, arrojado a la conquista militar, escapa de esta forma al sacrificio. Saca al mismo tiempo al Dios de los cris­ tianos de su soledad: lo compromete, a su vez, en un combate. El Islam se marchita desde que renuncia a su conquista: la Iglesia declina de rechazo.] Buscar la suficiencia constituye el mismo error que encerrar el ser en un punto cualquiera: no podemos en­ cerrar nada, sólo encontramos la insuficiencia. Intenta­ mos situarnos en presencia de Dios, pero el Dios vivo en nosotros exige de inmediato morir, no sabemos apre­ henderle más que matándole. [Sacrificio incesante nece­ sario para la supervivencia, hemos crucificado, de una vez por todas, y, sin embargo, cada día, de nuevo, cru­ cificamos. Dios mismo crucifica. «Dios — dice Angeles de Foligno (capitulo L V )— ha dado a su hijo amado una pobreza tal que jamás hubo ni jamás habrá un pobre igual a él. Y , sin embargo, tierte el Ser en propiedad. Posee la sustancia y ésta es suya de tal modo que dicha pertenencia está por encima de la palabra humana. Y , sin embargo, Dios le ba hecho pobre, como si la sustan­ cia no fuese suya.» «Pertenencia por encima de la pala­ bra...», ¡singular inversión!, la «propiedad de la sustan­ cia», la «pertenencia», no existe en verdad más que en

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la «palabra», y sólo la experiencia mística, la visión, se sitúa más allá de la palabra y no puede ser más que evo­ cada por ésta. Pero el más allá que es la visión, la expe­ riencia, se refiere al «sin embargo, Dios le ha hecho pobre», no a la pertenencia, que no es más que una categoría discursiva. La pertenencia está ahí para ampliar la paradoja de una visión.] - Lo que brilla en el desvarío de la cumbre sale a la luz, por otra parte, desde que la vida comienza su erranza. La necesidad de un cebo — la necesidad, en la que la autonomía del ser humano se ha encontrado, de imponer su valor al universo— introduce desde el comienzo un desarreglo en toda la vida. Lo que caracteriza al hombre desde el principio y preludia la ruptura lograda de la cumbre no es tan sólo la voluntad de suficiencia, sino la atracción tímida, solapada, del lado de la insuficiencia. Nuestra existencia es una tentativa exasperada de per­ feccionar el ser (el ser perfecto sería el ipse transforma­ do en todo). Pero el esfuerzo es sufrido por nosotros: él es quien nos pierde, ¡y qué perdidos estamos de todas las maneras! No nos atrevemos a afirmar en toda su plenitud nuestro deseo de existir sin límites: nos da miedo. Pero aún nos inquieta más al sentir un momento de alegría cruel en nosotros en cuanto surge la eviden­ cia de nuestra miseria. La ascensión hacia una cumbre en la que el ser alcan­ za lo universal es una composición de partes en la que una voluntad central subordina a su ley los elementos periféricos. Incansablemente, una voluntad más fuerte en busca de suficiencia arroja las voluntades más débiles en la insuficiencia. La insuficiencia no es tan sólo la reve­ lación de la cumbre: brilla a cada paso, cuando la com­ posición arroja a la periferia lo que la compone. Si la existencia arrojada a la insuficiencia mantiene su aspi­ ración a la suficiencia, prefigura la situación de la cum­ bre, pero aquel a quien sigue la suerte, ignorando el fracaso, la percibe desde fuera: el ipse que pretende lle­ gar a ser el todo no es trágico en la cumbre más que para sí mismo, y, cuando su impotencia se manifiesta

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exteriormente, es «risible» (no puede, en este último caso, sufrir él mismo, si llegase a ser consciente de su impo­ tencia, abandonaría su pretensión, dejándola para quien sea más fuerte que él, lo que sólo es imposible en la cima). En un compuesto de seres humanos, sólo el centro posee iniciativa y arroja los elementos periféricos en la insignificancia. Sólo el centro es la expresión del ser compuesto y prima sobre los componentes. Posee sobre el conjunto un poder de atracción que ejerce incluso, parcialmente, sobre un dominio vecino (cuyo centro es menos fuerte). El poder de atracción vacía los compo­ nentes de sus elementos más ricos. Las ciudades se vacían lentamente de vida en provecho de una capital. (El acen­ to local llega a ser cómico.) La risa nace de desniveles, de depresiones dadas brus­ camente. Si le retiro la silla..., a la suficiencia de un serio personaje sucede súbitamente la revelación de una insuficiencia última (se les retira la silla a los seres fala­ ces). Me siento dichoso, pese a todo, del fracaso sufrido. Y pierdo mi seriedad yo mismo, riendo de él. Gimo si fuera un alivio escapar a la preocupación por mi sufi­ ciencia. No puedo, cierto es, abandonar esa preocupación de una vez por todas. La rechazo solamente si puedo hacerlo sin peligro. Me río de un hombre cuyo fracaso no compromete mi esfuerzo por la suficiencia, un per­ sonaje periférico que se daba aires de grandeza y com­ prometida la existencia auténtica (imitando sus aparien­ cias). La risa más feliz es la que provoca un niño. Pues el niño debe crecer y de la insuficiencia que revela, de la que me río, sé que se seguirá la suficiencia del adulto (para eso está el tiempo). El niño es la ocasión de in­ clinarse — sin profunda inquietud— sobre un abismo de insuficiencia. Pero, lo mismo que el niño, la risa crece. En su forma inocente, tiene lugar en el mismo sentido que el com­ puesto social: lo garantiza, lo refuerza (es rechazo hacia la periferia de las formas débiles): la risa coordina a los que reúne en convulsiones unánimes. Pero la risa no sólo

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alcanza la región periférica de la existencia, no tiene por único objeto los ingenuos o los niños (los que se han hecho vacíos o los que lo son todavía); por una inver­ sión necesaria, vuelve del niño al padre, de la periferia al centro, cada vez que el padre o el centro traicionan a su vez su insuficiencia. (En ambos casos, reímos por otra parte de una situación idéntica: pretensión injustificada de suficiencia.) La necesidad de la inversión es tan im­ portante que tuvo otrora su consagración: no hay com­ puesto social que no tenga en contrapartida la refutación de sus fundamentos; los ritos lo muestran: las saturna­ les o la fiesta de los locos invertían los papeles. [ Y la profundidad en la que el sentimiento que determinaba los ritos ciegamente descendía, la muestran suficientemen­ te los lazos numerosos, íntimos, entre los temas del car­ naval y la ejecución de los reyes. ] Si comparo ahora el compuesto social con una pirá­ mide, aparece como un dominio del centro, de la cumbre (es éste un esquema grosero, incluso penoso). La cumbre arroja incesantemente a la base en la insignificancia y, en este sentido, oleadas de risas recorren la pirámide re­ futando gradualmente las pretensiones de suficiencia de los seres situados más abajo. Pero la primera red de esas oleadas salidas de la cumbre refluye, y la segunda red recorre la pirámide de abajo arriba: el reflujo refuta esta vez la suficiencia de los seres situados más en lo alto. Esta refutación, en contrapartida, hasta el último instante, respeta la cima: no puede dejar, empero, de alcanzarla. En verdad, el ser innumerable es en cierto sentido estrangulado por una convulsión repercutida: la risa, en particular, no estrangula a nadie, pero ¿y si con­ sidero el espasmo de las multitudes (que nunca son abar­ cadas con una sola mirada)?, el reflujo, ya lo he dicho, no puede dejar de alcanzar la cumbre. ¿Y si la alcanza?, es la agonía de Dios en la noche oscura.

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La « c o m u n i c a c i ó n »

... De una partícula simple a otra no hay diferencia de naturaleza, no hay tampoco diferencia entre ésta y aquélla. Hay esto que se produce aquí o allá, cada vez en forma de unidad, pero esta unidad no persevera en sí misma. Ondas, olas, partículas simples, no son quizá más que los múltiples movimientos de un elemento ho­ mogéneo; no poseen más que una unidad huidiza y no rompen la homogeneidad del conjunto. Sólo los grupos compuestos de numerosas partículas simples poseen ese carácter heterogéneo que me diferen­ cia de ti y aísla nuestras diferencias del resto del univer­ so. Lo que se llama un «ser» no es nunca simple, y si posee la unidad duradera, la tiene sólo de modo imper­ fecto: está trabajada por su profunda división interior, permanece mal cerrada y, en ciertos puntos, atacable des­ de el exterior. Es cierto que ese «ser» aislado, extraño a lo que no sea él mismo, es la forma bajo la cual se te aparecen en primer lugar la existencia y la verdad. Es a esa diferen­ cia irreductible — que tú eres— a la que debes referir el sentido de cada objeto. Sin embargo, la unidad que eres tú te huye y se escapa: esa unidad no sería más que un dormir sin sueños si el azar dispusiese siguiendo tu más ansiosa voluntad. Lo que tú eres depende de la actividad que une los elementos sin número que te componen, de la intensa comunicación de esos elementos entre ellos. Son conta­ gios de energía, de movimiento, de calor o transferencias de elementos que constituyen interiormente la vida de tu ser orgánico. La vida no está nunca situada en un punto particular: pasa rápidamente de un punto a otro (o de múltiples puntos a otros puntos), como una corriente o como una especie de fluido eléctrico. Así, donde qui­ sieras captar tu sustancia intemporal, no encuentra más que un deslizamiento, los juegos mal coordinados de tus elementos perecederos.

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Más allá, tu vida no se limita a ese inaprehensible fluir interior; fluye también hacia fuera y se abre ince­ santemente a lo que corre o brota hacia ella. El torbe­ llino duradero que te compone choca con torbellinos se­ mejantes con los que forma una vasta figura animada con una agitación mesurada. Pero vivir significa para ti no solamente los flujos y los juegos huidizos de luz que se unifican en ti, sino los trasvases de calor o de luz de un ser a otro, de ti a tu semejante o de tu semejante a ti (incluso en este instante en que me lees, el contagio de mi fiebre que te alcanza): las palabras, los libros, los momentos, los símbolos, las risas no son sino otros tan­ tos caminos de ese contagio, de esos trasvases. Los seres particulares cuentan poco y encierran inconfesables puntos de vista si se considera lo que cobra movimiento, pasando del uno al otro en el amor, en trágicos espectáculos, en los transportes de fervor. Así que no somos nada, ni tú ni yo, al lado de las palabras ardientes que podrían ir de mí hacia ti, impresas en una cuartilla: pues yo no habré vivido más que para escribirlas, y, si es cierto que se dirigen a ti, tú vivirás por haber tenido la fuerza de escucharlas. (Igualmente, ¿qué significan los amantes, Tristán, Isolda, considerados sin su amor, en una soledad que los abandona a cualquier ocupación vulgar?, dos se­ res pálidos, privados de lo maravilloso; nada cuenta más que el amor que los desgarra a ambos.) Yo no soy y tú no eres, en los vastos flujos de las cosas, más que un punto de parada favorable a un resur­ gir. No tardes en tomar una conciencia exacta de esta posición angustiosa: si te sucediese apegarte a metas encerradas en esos límites en los que nadie más que tú está en juego, tu vida sería la de la mayoría, estaría «privada de lo maravilloso». Un breve alto: el complejo, el dulce, el violento movimiento de los muchos hará de tu muerte una espuma que salpica. Las glorias, la mara­ villa de tu vida dependen de ese rebrotar de la oleada que se anudaba en ti en el inmenso fragor de catarata del cielo. Las frágiles paredes de tu aislamiento en donde se

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compenetraban las múltiples paradas, los obstáculos de la conciencia, no habrán servido más que para reflejar un instante el brillo de esos universos en el seno de los cuales tú no dejas jamás de estar perdido. Si no hubiese más que esos universos móviles, que no encontrarán nunca remolinos que capten las corrientes demasiado rápidas de una conciencia indistinta, cuando anuda no sabemos qué brillante interior, infinitamente vago, con los más ciegos movimientos de la naturaleza, carecen de obstáculos, esos movimientos serían menos vertiginosos. El orden establecido de las apariencias ais­ ladas es necesario para la conciencia angustiada por las crecidas torrenciales que la arrastran. Pero si se lo toma por lo que parece, si encierra en un apego miedoso, no es sino la ocasión de un error risible, una existencia mar­ chita que marca un punto muerto, un absurdo y pequeño acurrucamiento, olvidado, por poco tiempo, en medio de la bacanal celeste. De un extremo al otro de esta vida humana que nos ha tocado en suerte, la conciencia de la escasez de esta­ bilidad, incluso de la profunda falta de toda verdadera estabilidad, libera los encantos de la risa. Como si brus­ camente esta vida pasase de una soledad vacía y triste al feliz contagio del calor y de la luz, a los libres tumul­ tos que se comunican las aguas y los aires: los estallidos y los rebrotes de la risa suceden a la primera abertura, a la permeabilidad de aurora de la sonrisa. Si un conjunto de personas ríe de una frase que decela un absurdo o de un gesto distraído, pasa por ellas una corriente de intensa comunicación. Cada existencia aislada sale de sí misma a favor de la imagen que traiciona el error del aislamiento fijo. Sale de sí misma en una especie de fácil estallido, se abre al mismo tiempo al contagio de una ola que repercute, pues los que ríen se transforman en conjunto como las olas del mar, no existe entre ellos ta­ bique divisorio mientras dure la risa, no están ya más separados que dos olas, pero su unidad es igualmente indefinida, tan precaria como la de la agitación de las aguas.

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La risa común supone la ausencia de una verdadera angustia y, sin embargo, no tiene otro origen que la an­ gustia. Lo que la engendra justifica tu miedo. No se puede concebir que, caído, no sabes de dónde, en esta inmensidad desconocida, abandonado a la enigmática so­ ledad, condenado para acabar de hundirte en el sufri­ miento, no te sientas presa de la angustia. Pero del aislamiento en que envejeces al seno del universo dedi­ cados a tu pérdida, te es posible adquirir esta conciencia vertiginosa de lo que tiene lugar, conciencia, vértigo, a los que no llegas más que anudado por esta angustia. No podrías llegar a ser el espejo de una realidad desgarra­ dora si no debieras romperte... En la medida en que opones un obstáculo a las fuer­ zas desbordantes, estás abocado al dolor, reducido a la inquietud. Pero aún te es posible percibir el sentido de esta angustia en ti: de qué forma el obstáculo que eres debe negarse a sí mismo y preferirse destruido, por el hecho de que forma parte de las fuerzas que lo rompen. Esto no es posible más que con esta condición: que tu desgarramiento no impida el ejercicio de tu reflexión, lo que exige que un deslizamiento se produzca (que el des­ garramiento sea solamente reflejado, y deje por un tiem­ po intacto al espejo). La risa común, que supone aparta­ da la angustia, cuando en ese mismo instante provoca rebrotes de ella, es sin duda la forma principal de este trampear: no es al que ríe a quien hiere la risa, sino a uno de sus semejantes — y aun esto sin excesiva cruel­ dad. Las fuerzas atareadas en destruimos encuentran en nosotros complicidades tan felices — y, a veces, tan vio­ lentas— que no podemos apartarnos simplemente de ellas, como el interés nos aconseja. Estamos obligados a conceder la «parte del fuego». Rara vez los hombres están en disposición de darse la muerte — y no como el deses­ perado, sino como el hindú que se arroja regiamente bajo una carroza festiva— . Pero sin llegar a entregarnos, po­ demos entregar una parte de nosotros mismos: sacrifi­ camos bienes que nos pertenecen o aquello que nos ata

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con tantos lazos, de lo que nos es tan difícil distinguir­ nos: nuestro semejante. Seguramente esta palabra, sa­ crificio, significa esto: que los hombres, por obra de su voluntad hacen penetrar algunos bienes en una región peligrosa, donde proliferan fuerzas destructivas. De este modo, sacrifiquemos aquello de lo que reímos, abando­ nándolo, sin ninguna angustia, a cualquier desgravación que nos parezca ligera (la risa indudablemente no tiene 2a gravedad del sacrificio). Sólo en otro podemos descubrir cómo dispone de nos­ otros la exuberancia ligera de las cosas. Apenas percibi­ mos la vanidad de nuestra oposición, cuando el movi­ miento nos arrastra; basta que dejemos de oponernos, y comunicamos con el mundo ilimitado de los risueños. Pero nos comunicamos sin angustia, llenos de alegría, imaginando no prestar asidero en nosotros mismos al movimiento que dispondrá empero de nosotros, algún día, con un rigor definitivo. Sin duda ninguna, quien ríe es él mismo risible y, en un sentido profundo, más que su víctima, pero importa poco que un ligero error — un deslizamiento— vuelque la alegría en el reino de la risa. Lo que arroja a los hom­ bres de su aislamiento vacío y los mezcla con los movi­ mientos ilimitados — por lo que se comunican entre ellos, precipitados con ruido unos contra otros, como las olas— no podría ser más que la muerte si el horror de ese yo que se repliega sobre sí mismo fuese llevado a sus lógi­ cas consecuencias. La conciencia de una realidad exterior — tumultuosa y desgarradora— que nace en los replie­ gues de la conciencia de sí — solicita al hombre que perciba la vanidad de esos repliegues, que los «sepa» en un presentimiento, destruidos— , pero solicita también que duren. Como espuma que es en la cima de la ola, solicita ese deslizamiento incesante: la conciencia de la muerte (y de las deliberaciones que aporta a la inmen­ sidad de los seres) no se formaría si uno no se acercase a la muerte, pero deja de ser tan pronto como la muerte lleva a cabo su obra. Y por eso esta agonía, algo así como fija, de todo lo que es, que es la existencia humana en

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el seno de los cielos — supone la multitud espectadora de los que sobreviven un poco (la multitud superviviente magnifica la agonía, la refleja en las facetas infinitas de múltiples conciencias, en donde la lentitud fija coexiste con una rapidez de bacanal, donde son contemplados el rayo y la caída de los muertos): el sacrificio precisa no solamente víctimas, sino también sacrificadores; la risa no sólo exige los personajes risibles que somos, quiere también la muchedumbre inconsecuente de los reidores...

H

egel

Conocer quiere decir: referir a lo conocido, percibir que una cosa desconocida es la misma que otra conocida. Lo cual supone o un suelo firme en el que todo reposa (Descartes), o la circularidad del saber (Hegel). En el primer caso, si el suelo se hurta bajo nuestros pies...; en el segundo, incluso en la seguridad de tener un círculo bien cerrado, se advierte el carácter insatisfactorio del saber. La cadena sin fin de las cosas conocidas no es para el conocimiento más que la completa realización de sí mismo. La satisfacción versa sobre el hecho de que un proyecto de saber, que existía, ha alcanzado sus fines propuestos, se ha cumplido, que nada queda ya por des­ cubrir (al menos de importante). Pero este pensamiento circular es dialéctico. Arrastra la contradicción final (que atañe al círculo entero): el saber absoluto, circular, es no-saber definitivo. Suponiendo efectivamente que yo lo alcanzase, sé que no sabría entonces nada más que lo que ya sé. Si «mimetizo» el saber absoluto, heme aquí Dios yo mismo por necesidad (en el sistema, no puede, ni si­ quiera en Dios, haber conocimiento que vaya más allá del saber absoluto). El pensamiento de este yo mismo —del ipse— sólo ha podido hacerse absoluto llegando a serlo todo. La fenomenología del espíritu reúne dos ele­ mentos esenciales que completan un círculo: es el per­ feccionamiento gradual de la conciencia de sí (del ipse

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humano), y el llegar a serlo todo (llegar a ser Dios) de ese ipse que completa el saber (y de este modo destruye la particularidad en él, realizando, pues, la negación de sí mismo, llegado a ser el saber absoluto). Pero si de esta forma, como por contagio e imitación, realizo en mí el movimiento circular de Hegel, defino, más allá de los límites alcanzados, no ya algo desconocido, sino algo incognoscible. Incognoscible no a causa de la insuficien­ cia de la razón, sino por su naturaleza (e incluso, para Hegel, no podría preocuparse uno de éste más allá mas que a falta de poseer el saber absoluto...). Suponiendo así que yo sea Dios, que yo esté en el mundo con la seguridad de Hegel en sí mismo (que suprime la sombra y la duda), sabiéndolo todo e incluso por qué el conoci­ miento acabado exigía que el hombre, las particularida­ des de los yoes y de la historia se produjesen, en ese preciso momento se formula la pregunta que hace pe­ netrar la existencia humana, divina..., lo más profunda­ mente en la oscuridad sin retomo; ¿por qué es preciso que haya lo que yo sé'í ¿Por qué es necesario? En esta pregunta se oculta — no aparece a primera vista— un desgarramiento extremo, tan profundo que sólo el silen­ cio del éxtasis le responde. Esta pregunta es distinta de la de Heíddeger (¿por qué el ser y no más bien la nada?) bajo el respecto de que sólo se plantea cuando todas las respuestas concebi­ bles, aberrantes o no, han sido dadas a las preguntas su­ cesivamente formuladas por el entendimiento: de este modo hiere el corazón mismo del saber. Hay una evidente falta de orgullo en el emperramien­ to en querer conocer discursivamente hasta el fin. Pa­ rece, empero, que a Hegel no le faltó orgullo (no fue siervo) más que aparentemente Tuvo, indudablemente, un irritante tono de predicador, pero en un retrato suyo en edad avanzada, imagino que leo el agotamiento, el horror de haber llegado al fondo de las cosas — de ser Dios— . Hegel, en el momento en que se cerró el siste­ ma, creyó durante dos años volverse loco: quizá tuvo miedo de haber aceptado el mal — que el sistema justi­

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fica y hace necesario— ; o quizá uniendo la certeza del saber absoluto con el final de la historia — con el paso de la existencia al estado de vacía monotonía— se vio, en un sentido profundo, transformarse en muerto; pue­ de ser incluso que esas diversas tristezas se reunieran en él en ese horror más profundo de ser Dios. Me parece en cualquier caso que Hegel, repugnándole la vida extá­ tica (la única solución directa de la angustia), debió re­ fugiarse en una tentativa, a veces eficaz (cuando escri­ bía o hablaba), pero vana en el fondo, de equilibrio y de acuerdo con el mundo existente, activo, oficial. Como cualquier otra, claro está, mi existencia ya de lo desconocido a lo conocido (refiere lo desconocido a lo conocido). No hay en esto ninguna dificultad; creo poder, tanto como cualquier otra persona que conozca, dedicarme a las tareas del pensamiento. Esto me es ne­ cesario tanto como a otros. Mi existencia está compuesta de gestiones, de movimientos que dirige a los puntos que convienen. El conocimiento está en mí, así lo en­ tiendo para cada afirmación de este libro, unido a esas gestiones, a esos movimientos (estos últimos están uni­ dos a mis temores, a mis deseos, a mis alegrías). El conocimiento en nada es distinto de mí mismo: lo soy, es la existencia que soy. Pero esta existencia no le es réductible: esta reducción exigiría que lo conocido sea el fin de la existencia y no la existencia el fin de lo conocido. Hay en el entendimiento un punto ciego: que recuer­ da la estructura del ojo. Lo mismo en el entendimiento que en el ojo es difícil de localizar. Pero en tanto que el punto ciego del ojo carece de importancia, la naturaleza del entendimiento quiere que el punto ciego tenga en él más sentido que el entendimiento mismo. En la me­ dida en que el entendimiento es auxiliar de la acción, el punto es tan desdeñable como en el ojo. Pero en la medida en que se considere en el entendimiento el hom­ bre mismo, quiero decir una exploración de lo posible del ser, el punto absorbe la atención: ya no es el punto el que se pierde en el conocimiento, sino el conocimien-

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to en él. La existencia de este modo cierra el círculo, pero no lo logra sin incluir la noche de la que no sale más que para entrar de nuevo. Como iba de lo desco­ nocido a lo conocido, le es preciso invertirse en la cum­ bre y volver de nuevo a lo desconocido. La acción introduce lo conocido (lo fabricado), des­ pués el entendimiento que le es anejo refiere, uno tras otro, los elementos no fabricados, desconocidos, a lo co­ nocido. Pero el deseo, la poesía, la risa, hacen incesante­ mente deslizarse a la vida en sentido contrario, yendo de lo conocido a lo desconocido. La existencia finalmente descubre el punto ciego del entendimiento y se absorbe inmediatamente en él todo entero. Sólo podría suceder otra cosa si una posibilidad de reposo se ofreciese en algún punto. Pero no sucede nada de eso: lo único que permanece es la agitación circular — que no se agota en el éxtasis y vuelve a comenzar a partir de él. Ultima posibilidad. Que el no-saber sea aún saber. ¡Entonces yo estaría explorando la noche! Pero no, es la noche la que me explora... La muerte sacia la sed de no-saber. Pero la ausencia no es el reposo. Ausencia y muerte están incontestablemente en mí y me absorben cruelmente, con toda certeza. Incluso en el interior del círculo acabado (incesante), el no-saber es fin y el saber medio. En la medida en que se toma a sí mismo como fin, se hunde en el punto ciego. Pero la poesía, la risa, el éxtasis no son medios para otra cosa. En el sistema, poesía, risa, éxtasis, no son nada; Hegel se libra de ellos apresuradamente: no co­ noce otro fin que el saber. Su inmensa fatiga se une, a mi modo de ver, al horror del punto ciego. La completa realización del círculo era para Hegel la completa realización del hombre. El hombre completamen­ te realizado era para él necesariamente «trabajo»: ya podía serlo, puesto que él, Hegel, era «saber». Pues el «saber» trabaja, lo que no hacen ni la poesía, ni la risa, ni el éxtasis. Pero poesía, risa, éxtasis, no son el hom­ bre completamente realizado, no proporcionan «satisfac­ ción». A no ser que se muera en ellos, se les abandona

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como un ladrón (o como se deja a una chica después de hacer el amor), atontado, arrojado estúpidamente en la ausencia de muerte: en el conocimiento distinto, la acti­ vidad, el trabajo.

Se g u n d a

d ig r e s ió n

so b r e e l é x t a s is

e n e l v a c ío

La impaciencia, el rechazo, hacen pasar de estallidos de iluminación, suaves o fulgurantes, a una noche más y más amarga. Al pie del primero de los textos transcritos añadí: «En vano el amor pretende aprehender aquello que va a cesar de ser. La imposibilidad de satisfacción en el amor es una guía hacia el salto perfeccionador al mismo tiempo que, de antemano, es el entierro de cada ilusión posible.» Lo que llamo rechazo («contestation») no tiene sola­ mente el aspecto de proceso intelectual (del que hablo a propósito de Hegel, Descartes — o en los principios de la introducción). Incluso a menudo falta ese aspecto (en Angeles de Foligno, según parece). El «rechazo» es tam­ bién un movimiento esencial al amor — que nada puede saciar— . Lo que hay de presuntuoso en la frasecita, cita­ da a menudo, de san Agustín, no es la primera afirma­ ción: «Nuestro corazón está inquieto», sino la segunda: «Hasta el momento en que repose en Ti.» Pues hay en el interior del hombre tanta inquietud en el fondo que no está al alcance de ningún Dios — ni de ninguna mu­ jer— el apaciguarlo. Cuando se apacigua por una mujer o Dios, es sólo durante un tiempo: la inquietud volvería pronto si no estuviese por medio la fatiga. Dios, sin duda, en la inmensa escapatoria de dominios vagos, puede multiplicar durante largo tiempo nuevos apaciguamientos para una inquietud siempre renovada. Pero el apacigua­ miento morirá antes que la inquietud. H e dicho (en la segunda parte): «El no-saber comu­ nica el éxtasis.» Afirmación gratuita y decepcionante.

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Está fundada en la experiencia — si se la vive... Si no, permanece en suspenso. Del éxtasis es fácil decir que no puede hablarse. Hay en él un elemento irreductible, que se mantiene «inefa­ ble», pero el éxtasis, en eso, no difiere de otras formas: de él tanto — o más— que de la risa, del amor físico — o de las cosas— puedo tener y comunicar el conoci­ miento preciso; la dificultad estriba, empero, en que, siendo menos comúnmente experimentado que la risa o las cosas, lo que digo de él no puede resultar familiar y fácilmente reconocible. El no-saber comunica el éxtasis — pero solamente si la posibilidad (el movimiento) del éxtasis pertenecía ya, en algún grado, a quien se desnuda del saber. (La res­ tricción es tanto más válida cuando desde un comienzo he aspirado al punto extremo de lo posible, y no hay posibilidad humana a la que no me sienta obligado, en estas condiciones, a recurrir.) El movimiento anterior al éxtasis del no-saber es el éxtasis ante un objeto (sea éste el punto puro — como lo quiere la renuncia a las creen­ cias dogmáticas— , o alguna imagen conmovedora). Si este éxtasis ante el objeto es primeramente dado (como una posibilidad) y si suprimo, después, el objeto — como el «rechazo» hace, fatalmente— , si por esta razón penetro en la angustia — en el horror, en la noche del no-saber— el éxtasis está próximo y, cuando llega, me abismo más lejos que todo lo imaginable. Si yo hubiera ignorado el éxtasis ante el objeto, no habría alcanzado el éxtasis en la noche. Pero iniciado como yo lo estaba al objeto — y mi iniciación representaba la penetración más honda de lo posible— no podía por menos de encontrar el éxtasis más profundo en la noche. A partir de entonces, la no­ che, el no-saber, será en cada ocasión el camino del éxtasis en que me perderé. Decía antes respecto a la posición del punto que, a partir de ella, el espíritu es un ojo. La experiencia tiene a partir de entonces un marco óptico, en tanto que en ella se distingue un objeto percibido de un sujeto que percibe, como un espectáculo es diferente de un espejo.

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El aparato de la visión (el aparato físico) ocupa, por otro lado, en ese caso el mayor espacio. Es un espectador, son ojos los que buscan el punto, o, al menos, en esta opera­ ción, la existencia espectadora se condensa en los ojos. Este carácter no cesa si la noche cae. Lo que se halla entonces en la oscuridad profunda es un áspero deseo de ver cuando, ante ese deseo, todo se hurta. Pero el deseo de la existencia así disipada en la noche recae en un objeto de éxtasis. El espectáculo deseado, el objeto, en espera del cual la pasión se exorbita, es aquello por lo cual «muero porque no muero». Este objeto se desvanece y la noche se presenta: la angustia me ata, me reseca, pero ¿y esa noche que substituye al objeto y ahora es lo único que responde a mi espera? Repentinamente lo sé, lo adivino sin gritos, ¡no es a un objeto, sino a e l l a a quien esperaba! Si no hubiera bus­ cado el objeto, nunca la habría encontrado. Fue preciso que el objeto contemplado hiciese de mí este espejo se­ diento de fulgor en que me he convertido para que la noche se ofreciera finalmente a mi sed. Si yo no hubiese ido hacia e l l a como los ojos van hacia el objeto de su amor, si la espera de una pasión no la hubiese buscado, e l l a no sería más que la ausencia de la luz. Mientras que mi mirada exorbitada l a encuentra, se abisma en e l l a , y no solamente el objeto amado hasta el furor no es echado de menos, sino que poco falta para que olvide —desconozca y envilezca ese objeto sin el cual, sin em­ bargo, mi mirada no habría podido «exorbitarse», des­ cubrir la noche. Al contemplar la noche, no veo nada, no amo nada. Permanezco inmóvil, fijo, absorbido en e l l a . Puedo ima­ ginarme un paisaje de terror, sublime, la tierra abierta como un volcán, el cielo lleno de fuego, o cualquier otra visión que pudiese «encantar» al entendimiento; por be­ lla y conmovedora que sea, la noche supera esa posibi­ lidad limitada y, sin embargo, e l l a no es nada, no hay nada de sensible en e l l a , ni siquiera al final de la oscu­ ridad. En e l l a todo se desvanece, pero, exorbitado, atravieso una profundidad vacía y la profundidad vacía

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me atraviesa a mí. En e l l a me comunico con lo «des­ conocido» opuesto al ipse que soy; llego a ser ipse, desconocido para mí mismo, dos términos se confunden en un mismo desgarramiento, apenas diferente de un vacío — no pudiendo distinguirse de él por nada que yo advierta— , más diferente, empero, que el mundo de mil colores.

De los diversos sacrificios, la poesía es el único del que podemos alimentar, y renovar, el fuego. Pero la mi­ seria es en ella aún más perceptible que en los otros sacrificios (si consideramos la parte concedida a la pose­ sión personal, a la ambición). Lo esencial es que, por sí solo, el deseo de la poesía hace intolerable nuestra miseria: ciertos de la incapacidad que tienen los sacrifi­ cios de objetos para liberarnos verdaderamente, experi­ mentamos a menudo la necesidad de ir más lejos, hasta el sacrificio del sujeto. Lo cual puede no tener consecuen­ cias, pero si sucumbe, el sujeto levanta el peso de la avidez, su vida escapa a la avaricia. El sacrificador, el poeta, al tener que llevar la ruina inaplacablemente al mundo inaprehensible de las palabras, se fatiga pronto de enriquecer un tesoro literario. Está condenado: si perdiese el gusto del tesoro, dejaría de ser poeta. Pero no puede dejar de ver el abuso, la explotación que se hace del genio personal (de la gloria). Cuando dispone de una parcela de genio, un hombre acaba por creer que es «suya», como pertenece al agricultor una parcela de tierra. Pero igual que nuestros antepasados, más tímidos, sintieron ante las cosechas y los rebaños — que tenían que explotar para vivir— que había en tales cosechas y rebaños un elemento (que cualquiera reconoce en un hombre o un niño) que no se puede utilizar sin escrú­ pulo, lo mismo repugnó, en primer lugar, a unos cuan­ tos, que se «utilice» el genio poético. Y cuando se experimenta la repugnancia, todo se oscurece, hay que vomitar el mal, hay que «expiarlo». Si se pudiese, lo que se querría, sin duda alguna, es

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suprimir el mal. Pero el deseo de suprimir no tuvo por efecto (el genio permanece obstinadamente personal) más que la expresión del deseo. Testigo de ello estas frases, cuyas resonancias íntimas ocupan el lugar de una efica­ cia externa de la que carecen: «Todos los hombres — ha dicho Blake— son semejantes por su genio poético.» Y Lautréamont: «La poesía debe ser hecha por todos, no por uno.» Quisiera que se intentase, honradamente, como se pueda, dar a estas intenciones algún curso efectivo: ¿es por ello menos la poesía el hecho de unos cuantos a los que el genio visita? El genio poético no es el don verbal (el don verbal es necesario, puesto que se trata de palabras, pero ex­ travía a menudo): es la adivinación de las ruinas secre­ tamente esperadas, a fin de que tantas cosas estereoti­ padas se deshagan, se pierdan, se comuniquen. Nada es más infrecuente. Este instinto que adivina, con seguridad exige incluso, de quien lo posee, el silencio, la soledad: y tanto más inspira, tanto más cruelmente aísla. Pero como es instinto de destrucciones exigidas, si la explo­ tación que los más pobres hacen de su genio pretende ser «expiada», un sentimiento oscuro guía a menudo al más inspirado hacia la muerte. O tro, que no sabe o no puede morir, a falta de destruirse por completo, destruye en él por lo menos la poesía. (Lo que no suele captarse: que dado que la literatura no es nada si no es poesía, y siendo la poesía lo con­ trario de su nombre, el lenguaje literario — expresión de los deseos ocultos, de la vida oscura— es la perversión del lenguaje incluso un poco más que el erotismo lo es de las funciones sexuales. De ahí el «terror» haciendo estragos finalmente «en las letras», como la búsqueda de vicios, de excitaciones nuevas, al final de la vida de un libertino.) La risa en las lágrimas.— La ejecución de Dios es un sacrificio que, haciéndome temblar, me deja empero reír­ me, pues en él no sucumbo yo menos que la víctima

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(cuando el sacrificio del hombre salvaba). En efecto, lo que sucumbe con Dios, conmigo, es la mala conciencia que tenían los oficiantes al hurtarse del sacrificio (el azoro del alma que huye, pero que es testaruda, segura de su salvación eterna y gritando, evidentemente, que no es digna de ella). Este sacrificio de la razón es, en apariencia, imagina­ rio, no tiene consecuencias sangrantes ni nada parecido. Difiere, sin embargo, de la poesía en que es total, no dispensa gozo más que por un deslizamiento arbitrario, que no se puede mantener, o por una risa desenfrenada. Si consiente una supervivencia azarosa, sólo es olvidán­ dose de sí misma, como tras la cosecha queda la flor de lo recogido. Este sacrificio extraño que supone un postrer estado de megalomanía — sentimos que nos transformamos en Dios— tiene, empero, repercusiones habituales en un caso: aunque el goce nos sea hurtado por un desliza­ miento y la megalomanía no sea consumada completa­ mente, estamos condenados a hacernos «reconocer», a querer ser un Dios para la multitud; condición favora­ ble para la locura, pero para nada más. En todos los casos, la consecuencia última es la soledad, y la locura no puede hacer sino aumentarla, por la falta de con­ ciencia que tiene de ella. Si alguien se satisface con la poesía no tiene la nos­ talgia de ir más lejos, es libre de imaginar que un día todos conocerán su reinado y, habiéndose reconocido en él, le confundirán consigo mismo (un poco de ingenui­ dad abandona irrevocablemente a este fácil arrobo: sa­ borear la posesión del porvenir). Pero puede, sí puede, ir más lejos. El mundo, la sombra de Dios, lo que el mismo poeta es, pueden a menudo parecer sellados por la ruina. Hasta tal punto que lo desconocido, lo imposi­ ble, que en último término son, se hace ver, pero enton­ ces se sentirá tan solo que la soledad le será como otra muerte. Si se va hasta el final, es preciso borrarse, sufrir la soledad, sufrirla duramente, renunciar a ser reconocido:

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estar en ello como ausente, insensible, sufrir sin volun­ tad y sin esperanza, estar en otro lado. El pensamiento (a causa de lo que tiene en su fondo) debe ser enterrado vivo. Lo hago público sabiéndolo de antemano descono­ cido, debiendo serlo. Es preciso que su agitación acabe, que permanezca oculto, o casi, vejestorio arrinconado, sin prestigio. No puedo, ni él puede conmigo, más que hun­ dirse en ese punto en el sinsentido. El pensamiento des­ tructor y su destrucción es incomunicable a la multitud, se dirige a los menos débiles. Lo que en la risa está oculto debe seguirlo estando. Si nuestro conocimiento va más lejos y llegamos a co­ nocer eso que está oculto, lo desconocido que destruye el conocimiento, ese nuevo conocimiento que nos vuelve ciegos, es preciso dejarlo en la sombra (donde estamos), de tal suerte que los otros permanezcan ciegos ingenua­ mente. El movimiento extremo del pensamiento debe darse por lo que es: extraño a la acción. La acción tiene sus leyes, sus exigencias, a las que responde el pensamiento práctico. Prolongándose más allá en busca de una lejanía posible, el pensamiento autónomo sólo puede acotar el dominio de la acción. Si la acción es «abuso», el pen­ samiento no utilitario sacrificio, el «abuso» debe tener lugar con todo derecho. Inserto en un ciclo de fines prác­ ticos, un sacrificio tiene por finalidad, lejos de condenar, hacer posible el abuso (el uso avaro de la cosecha es posible una vez terminadas las prodigalidades de las pri­ micias). Pero con el pensamiento autónomo se rehúsa a juzgar en el dominio de la acción, a cambio el pensa­ miento práctico no puede oponer reglas válidas para el prolongamiento de la vida en los lejanos límites de lo posible.

P r in c ip io s

1) Si así lo quiero, reír es pensar, pero es un mo­ mento soberano.

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2) Decir que riendo abro el fondo de los mundos es una afirmación gratuita. El fondo de los mundos abier­ tos no tiene en sí mismo sentido. Pero justamente es por eso por lo que le puedo relacionar otros objetos de pensamiento. 3) En el conocimiento común (que la filosofía supe­ ra, pero al cual está unido), todo objeto de pensamiento se refiere a un sólido. Este punto de partida lo es de tai modo que ningún otro es concebible: el conocimiento procede de lo sólido, dado como lo conocido, a lo que se asimila, para conocerlo, lo que se conoce todavía. 4) Toda operación que refiere el pensamiento a la posición de un sólido, le subordina. No solamente por su fin particular, sino por el método seguido: el objeto sólido es un objeto que puede hacerse y emplearse. Es algo conocido lo que puede hacerse y emplearse (o lo que se asimila para conocerlo a lo que puede hacerse y emplearse). El buen sentido refiere el mundo a la esfera de la actividad. 5) Volviendo sobre una actitud (afirmada desde hace mucho tiempo), diré ahora: — que no he recibido (aceptado) un mundo subor­ dinado que me quisiese a mí mismo subordinado; — que yo consideraba lo revelado por un estallido de risa como siendo la esencia de las cosas, a la que yo accedía libremente; — que yo no hacía ninguna diferencia entre reírme de una cosa y aprehender su verdad; que yo imaginaba no ver un objeto del que no me reía 2; — que no eran solamente los temas cómicos, sino en general la existencia de «lo que es», y en particular yo mismo, lo que me hacía reír; — que mi risa me comprometía, me ponía plena­ mente en juego y no conocía límite alguno; — que yo tenía ya una vaga conciencia de la inver­ sión que yo esperaba; pensaba yo que, explicada la risa, sabría lo que significan el hombre y el universo: que,

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por el contrario, inexplicada la risa, el conocimiento se desviaba de lo esencial; .— pero todo esto por el argumento de autoridad. 6)

Hoy añado:

— no veo el objeto del que no me he reído, sino so­ lamente una relación con la esfera de la actividad (rela­ ción de este objeto con un sólido, con lo que no puede hacerse ni emplearse; — igual que el conocimiento común refiere los obje­ tos a los sólidos, es decir, al momento de la actividad subordinada, yo puedo referirlos al momento soberano, en el que me río. 7) Referir los objetos de pensamiento a los objetos soberanos supone una operación soberana, que difiere de la risa y, generalmente, de toda efusión común. Es la operación en la cual el pensamiento detiene el movi­ miento que le subordina y, riendo — o abandonándose a alguna otra efusión soberana— , se identifica con la rup­ tura de los lazos que la subordinaban. 8) La operación soberana es arbitraria y, aunque sus efectos la legitiman desde el punto de vista de las operaciones subordinadas, es indiferente al juicio de ese punto de vista. 9) El «yo pienso» de Descartes se une, pese a todo, a la conciencia que tenemos de no estar subordinados, pero: — esta conciencia no puede estar en el punto de par­ tida del conocimiento objetivo; — el pensamiento en su forma desarrollada — y su­ bordinada— que sólo más allá del «yo pienso» aprehen­ día Descartes no tiene su fundamento en sí misma, sino en el manejo de los sólidos; — la referencia de los objetos con el pensamiento libre de cadenas es un punto de llegada; antes del cual se desenvuelve la multitud de operaciones sin las que jamás el pensamiento tendría un «objeto» que no fuese

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subordinado (la idea de libertad designa en principio un poder de elección entre dos o más subordinaciones). 10) En la operación soberana, no solamente el pen­ samiento es soberano (como sucede cuando reímos), sino también su objeto es soberano, y reconocido como tal, independientemente de su inserción en el orden útil: lo que es, no está subordinado a nada y, revelándose como tal, hace reír, etc. 11) Aunque la operación soberana no hubiera sido posible más que una vez, la ciencia que refiere los obje­ tos de pensamiento a los momentos soberanos3 sigue siendo posible (no presenta dificultades insolubles). Encuentra, empero, obstáculos: — no solamente la operación soberana no se subor­ dina a nada, sino que es indiferente a los efectos que puedan derivarse de ella; si quiero intentar, a posteriori, la reducción del pensamiento subordinado al soberano, puedo hacerlo, pero lo que es auténticamente soberano no tiene cura, en todo momento dispone del yo de modo diferente (esto es lo que dice mi primera parte); — la subordinación voluntaria de las operaciones de pensamiento subordinadas al momento soberano, aun­ que no introduce una presuposición particular (como una teología o una filosofía) — sino tan sólo la posición de un momento del ser arbitrariamente elegido (al que podrían referirse o no referirse los objetos de pensa­ miento)— no permite proceder al azar como lo hace por lo común la ciencia, que no avanza más que hasta donde puede y deja plácidamente, a falta de medios adecua­ dos, problemas decisivos sin resolver. Yo debía desde el comienzo operar de forma global, desde el comienzo lle­ gar a proposiciones elegidas por otra razón que la posi­ bilidad de establecerlas: una aproximación, incluso un error, era de entrada preferible a nada (yo podía volver sobre él después, no podía en ningún caso dejar un vacío): la descripción que he debido hacer no podía ver­ sar más que sobre el conjunto del cuadro. Este método procedía de la autenticidad de mi empeño, esta autenti­

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cidad se impone por sí misma, y si puedo, para hablar de ella, describir un aspecto que se presenta al exterior, no podría probarlo por consideraciones que sólo un es­ píritu subordinado podría introducir. 12) De las consecuencias de un tal uso del pensa­ miento se desprende por otra parte una posibilidad de malentendido: el conocimiento que refiere los objetos al momento soberano se arriesga finalmente a ser confun­ dido con ese momento mismo. Este conocimiento que se podría llamar liberado (pero que prefiero llamar neutro) es el uso de una fun­ ción desprendida (liberada) de la servidumbre que es su principio: la función refería lo desconocido a lo cono­ cido (a lo sólido), mientras que a partir del momento en que se desprende, refiere lo conocido a lo desconocido. 13) A lo que he dicho parece oponerse el hecho de que sin el esbozo, al menos, de un conocimiento neutro, una operación soberana no podría representarse. Yo puedo, si quiero, tener una actitud, una conducta sobera­ na, pero si pienso — cuando el hombre no puede distin­ guirse de su pensamiento— , tomo a mi cargo, en prin­ cipio, el carácter subordinado de las operaciones comu­ nes del pensamiento. El pensamiento soberano (sin el cual, a fin de cuentas, los momentos soberanos simples se insertarían en el orden de las cosas) quiere una coin­ cidencia consciente de un momento soberano y de una operación de pensamiento. Pero si algún movimiento, algún esbozo de conodmiento neutro, comienza una ope­ ración soberana, los desarrollos posibles de ese nuevo modo de conocimiento son distintos . La operación soberana compromete esos desarrollos: son los residuos de una huella dejada en la memoria y de la subsistencia de las funciones, pero en tanto que acaece, es indiferente y se burla de esos residuos *. La o p e r a c i ó n s o b e r a n a

14) Esencialmente, el conocimiento neutro, en el in­ terior del dominio común, invierte el movimiento del

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pensamiento. En un sentido, es también un nuevo domi­ nio, pero éste es un aspecto secundario (este nuevo do­ minio podría también, lo mismo da, no deiar percibir, entre otros, nada que pueda diferenciarle). El movimien­ to que funda la operación soberana está también fun­ dado en ella: pero sobre todo (aunque el esfuerzo, a cada momento, me parece vano, como al calvinista las obras) esta operación es el fin, es el camino de una ex­ periencia. 15) En primer lugar, esta disciplina es un método de meditación. Su enseñanza está más cerca del de los yoguis que del de los profesores. La menos inexacta ima­ gen de una operación soberana es el éxtasis de los santos. 16) Me gustaría, para describirla mejor, situarla en un conjunto de conductas soberanas aparentes. Son, fuera del éxtasis: — — — — —

la la la la la

embriaguez; efusión erótica; risa; efusión del sacrificio5; efusión poética6.

17) Este esfuerzo de descripción tiende a precisar el movimiento al que referir, a continuación, los diferentes objetos de pensamiento, pero en sí mismo es obligado ya establecer las referencias con el momento soberano de algunos objetos de pensamiento comunes. 18) Las conductas que acabo de enunciar son efu­ siones en tanto que ordenan pocos movimientos muscu­ lares importantes y consumen energía sin otro efecto que una especie de iluminación interior (que, a veces, precede a la angustia — incluso, en algunos casos, todo se reduce a la angustia— ). 19) Precedentemente designé la operación soberana con los nombres de experiencia interior o de punto ex­ tremo de lo posible. La designo ahora bajo el nombre de meditación. Cambiar de palabra supone el fastidio de emplear alguna palabra (operación soberana es, de todos los nombres, el más fastidioso: operación cómica

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s e ría en cierto sentido menos engañoso); me gusta más meditación, pero tiene una apariencia piadosa. 20) En la risa, el sacrificio o la poesía, incluso, en parte, en el erotismo, la efusión se obtiene por una modificación, voluntaria o no, del orden de los objetos: la poesía dispone cambios en el plano de las imágenes, el sacrificio, generalmente, destruye los seres, la risa re­ sulta de diversos cambios. En la embriaguez, por el contrario, el sujeto mismo resulta modificado voluntariamente: lo mismo sucede en la meditación. 21) La embriaguez y la meditación tienen también esto en común: ambas efusiones vagas se unen, pueden al menos unirse, a otras efusiones determinadas. A la modificación del sujeto responde como consecuencia apropiada tal modificación del objeto — erótico, cómico— en la embriaguez. Esto sucede ilimitadamente en la me­ ditación. El origen de la efusión es igualmente, en am­ bos casos, la actividad del sujeto: en la embriaguez, un tóxico la provoca; en la meditación, el sujeto se rechaza a sí mismo, se acosa (por capricho, a menudo incluso con alegría). 22) En la meditación, el sujeto, exhausto, se busca a sí mismo. Se rehúsa el derecho de quedar encerrado en la es­ fera de la actividad. Se rehúsa, empero, esos medios exteriores que son los tóxicos, las parejas eróticas o las alteraciones de ob­ jeto (cómicas, sacrificiales, poéticas). El sujeto resuelto se busca a sí mismo, se da a sí mismo, cita en una sombra propicia. Y, más enteramente que merced a un tóxico, se pone en juego a sí mismo, no a los objetos. 23) La meditación es una comedia; el mismo meditador es cómico. Pero también una tragedia en la que es trágico. Pero lo cómico de una comedia o lo trágico de una tragedia son limitados. Mientras que quien me­ dita es presa de algo trágico, o de algo cómico ilimitados.

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24) La efusión más próxima a la meditación es la poesía. La poesía es, en primer lugar, un modo de expresión natural de la tragedia, del erotismo, de lo cómico (in­ cluso antes de cualquier heroísmo): expresa en el orden de las palabras los grandes derroches de energía; es el poder que tienen las palabras de evocar la efusión, el gasto inmoderado de las propias fuerzas: añade así a la efusión determinada (cómica, trágica...) no solamente las oleadas y el ritmo de los versos, sino la facultad par­ ticular al desorden de las imágenes de aniquilar el con­ junto de signos que es la esfera de la actividad. Si se suprime el tema, si, al mismo tiempo, se admite el escaso interés del ritmo, una hecatombe de palabras sin dioses ni razón de ser es para el hombre un medio privilegiado de afirmar, por una efusión desprovista de sentido, una soberanía sobre la cual, aparentemente, nada hace presa. El momento en que la poesía renuncia al tema y al sentido es, desde el punto de vista de la meditación, la ruptura que le opone a los balbuceos humillados de la ascética. Pero cuando llega a ser un juego sin regla, y en la imposibilidad, por su carencia de tema, de deter­ minar efectos violentos, el ejercicio de la poesía mo­ derna se subordina, a su vez, a la posibilidad. 25) Si la poesía no fuese acompañada de una afir­ mación de soberanía (que proporciona el comentario de su ausencia de sentido), estaría como la risa y el sacri­ ficio, o como el erotismo y la embriaguez, inserta en la esfera de la actividad. Inserta no significa completa­ mente subordinada: la risa, la embriaguez, el sacrificio o la poesía, el mismo erotismo, subsisten en una reserva, autónomos, insertos en la esfera, como niños en la casa. Son dentro de sus límites, soberanos menores, que no pueden rechazar el dominio de la actividad. 26) Está claro, en este punto, que se ha planteado la cuestión del poder y la poesía no ha podido evitarla. No es, finalmente, más que una evocación; no cambia más que el orden de las palabras y no puede cambiar el

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mundo. El sentimiento de la poesía está unido a la nos­ talgia de cambiar, más que el orden de las palabras, el orden establecido. Pero la idea de una revolución a par­ tir de la poesía lleva a la de la poesía al servicio de una revolución. No tengo otra intención más que poner en evidencia el drama disimulado bajo las palabras: siendo limitada, la poesía no podía afirmar la plena soberanía, la negación de todos los límites: estaba, desde un prin­ cipio, condenada a la inserción; saliendo de sus límites, debía unirse (intentar unirse) a tal rechazo de hecho del orden de las cosas. 27) Ahora bien, ¿qué significa el rechazo — político, de hecho— del orden establecido? Reivindica el poder y podría, teóricamente, hacerlo en nombre de lo que exce­ de a la necesidad servil (éste hubiera sido el principio de una revolución poética). Actúan diferentemente, es un hecho, pero no deben contradecirse en ese punto. Las posiciones mayores de las soberanías políticas (se en­ tiende de las del pasado, fundadas sobre el heroísmo y el sacrificio7) estaban no menos que las menores inser­ tas en la esfera de la actividad. La idea clásica de soberanía se une a la de mando*. La soberanía de los dioses, de Dios, de los monarcas, doblega toda actividad; pero se ve por esto mismo más dañada que la de un estallido de risa o la de un niño. Pues comprometiendo el orden de las cosas, se convertía en su razón de ser y dejaba de ser independiente. En esas condiciones, la soberanía que se pretende soberana abandona inequívo­ camente el poder a los que quieren tenerlo auténticamen­ te de la ineluctable necesidad. 28) La soberanía es rebelión, no es el ejercicio del poder. La auténtica soberanía rechaza... 29) La plena soberanía difiere de la menor en esto: que pide la adhesión sin reservas del sujeto, que debe, si es posible, ser un hombre libre, teniendo en la esfera de la actividad recursos reales. 30) La operación soberana presenta desde el co­ mienzo una dificultad tan grande que se la debe buscar en un deslizamiento.

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El esclavo-sujeto del cristianismo atribuía (refería) la soberanía al dios-objeto, cuyo designio exigía que se apoderasen de él, en efecto, como de un objeto de pose­ sión. El dios de los místicos es, en rigor, libre (relativa­ mente), pero el místico no lo es (por el contrario, se ha sometido voluntariamente a la servidumbre moral). 31) Un budista es más orgulloso. El cristiano se somete, con dolor, al imperio de la actividad, cree leer en ella la voluntad divina, que quiere su subordinación. El budista niega este imperio, pero, a su vez, se conduce como un esclavo: se considera caído, y la soberanía que quiere para sí mismo, debe situarla en el otro mundo. Se empeña de este modo en la contradicción de un tra­ bajo en vísta de un momento soberano. 32) Pero el hombre no tiene ningún trabajo que ha­ cer más que el de asegurar y reparar sus fuerzas. Pero el trabajo de la ascética se une a la condena ¡de todo momento soberano que no sea aquel al que se apunta! Sea cual fuere su poder de seducción y los éxitos que, pese a sus principios, haya conocido, la tradición mís­ tica, gravada con presuposiciones subordinadas, es tam­ bién superficialidad, equívoco, un pie apretado por el zapato. 33) No podemos de ninguna manera fabricar a par­ tir de un estado servil un momento soberano: la sobera­ nía no puede adquirirse. Puedo tomar conciencia de ello en la operación soberana, pero la operación presupone un momento soberano, no puede fabricarlo. 34) Esta soberanía no puede ni siquiera ser definida como un bien. La deseo, pero ¿seguiría deseándola si no tuviese la certeza de que igual podría reírme de ella? Sobre tal cumbre (que es más bien la punta de una aguja) puedo vivir con esta condición: que en todo mo­ mento pueda decir: «¿soberano?, pero ¿por qué?». De­ fino un conocimiento neutro describiendo momentos so­ beranos: mi soberanía le acoge como el pájaro canta y no me agradece en nada mi trabajo. 35) Escribo para anular un juego de operaciones subordinadas (es, como todo, superfluo).

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36) La operación soberana, obtiene su autoridad sólo de sí misma, expía al mismo tiempo esta autoridad9. Si no la expiase, tendría algún rasgo de utilitarismo, buscaría el imperio, la duración. Pero la autenticidad se los niega: no es más que impotencia, ausencia de duración, destrucción llena de odio (o alegre) de sí mis­ ma, insatisfacción. 37) Quiero, empero, definirla finalmente con un poco más de precisión. No es que se deba o pueda de­ cir..., pero lo dice, reuniendo por una vez la totalidad del «m editador»...

De El culpable

. .

El

ángel

El erotismo es cruel, lleva a la miseria, exige ruinosos gastos. Es demasiado oneroso para estar además unido a la ascética. Como contrapartida, los estados místicos, ex­ táticos, que no comportan ruina material o moral, no carecen de servicios contra uno mismo. La experiencia que tengo del uno y de los otros me hace ver claramente las consecuencias contrarias de estas dos clases de excesos. Para renunciar a mis costumbres eróticas debería inven­ tar un nuevo medio de crucificarme: no tendría que ser menos embriagador que el alcohol. La representación de un rostro ascético, de ojos ardosos y huesos salientes, me oprime cuando pienso en mí mismo. Mi padre ciego, órbitas huecas, una larga nariz de pájaro delgado, gritos de sufrimiento, largas risas si­ lenciosas: ¡me gustaría parecerme a él! ¡No puedo de­ jar de interrogar a las tinieblas y tiemblo por haber tenido ante mis ojos, durante toda mi infancia, a este asceta involuntario, angustioso! 59

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Al encontrar el destino que no puede eludir, un hom­ bre tiene en primer lugar un movimiento de retroceso: saliendo del desenfreno y del éxtasis, he encontrado el camino de la austeridad. Esta mañana, el simple pensa­ miento de la ascética me devolvía la vida: no imaginaba yo nada más deseable. No puedo representarme ahora la misma imagen sin. asco. Me rehúso a volverme hostil, con los ojos hundidos, adelgazado. Si es cierto que ése es mi destino, aunque no puedo huirle, tampoco puedo soportarlo. Me propongo una primera forma de ascética: una com­ pleta sencillez. La movilidad extrema, la alternancia de exaltaciones y depresiones, vacían la existencia de conte­ nido: nada peor que un exceso de ardientes veleidades. Imagino, finalmente, la pobreza como una curación. Anoto una imagen que describe (bastante mal) una visión extática: «Un ángel aparece en el cielo: no es más que un punto brillante que tiene el espesor v la opacidad de la noche. Tiene la belleza de una luz interior, pero, con una vacilación imperceptible, el ángel levanta una espada de cristal que se rompe.» Este ángel es el «movimiento de los mundos», pero vo no puedo amarle como un ser análogo a los otros. Es la herida o la fisura que, disimulada, hace de un ser «un cristal que se rompe». Pero aunque no pueda amarle como a un ángel ni como a una entidad distinta, lo que yo he aprehendido de él libera en mí el movimiento que me da el deseo de morir y la necesidad de dejar de ser. Es envilecedor reducir la voluptuosidad del pesar, tan­ to más voluptuosa cuanto más daño hace el pensar, a la vulgaridad de un tema literario. Cuando la voluptuo­ sidad tiene los ojos de la ascética, cuando el tormento roe ingenuamente, aquello de que se trata se sitúa en el cielo, en la noche, en el frío, no en ¡a historia de las letras. «Dios — dice Angela de Foligno (cap. 55)— ha dado a su Hijo, al que amaba, una pobreza tal que* nunca hubo ni habrá jamás un pobre como él. Y, empero, tiene el Ser como propiedad. El posee la sustancia, y ésta es tan

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suya que esa pertenencia está por encima de la palabra humana. Y, sin embargo, Dios le ha hecho pobre, como si la sustancia no hubiese sido suya.» Sólo se trata de virtudes cristianas: la pobreza, la humildad. Que la sustancia inmutable no sea, ni siquiera para Dios, la soberana satisfacción, que el despojo y la muerte sean el más allá necesario de la gloria de Aquel que es la eterna beatitud — de forma tan buena como cualquiera posee el ilusorio atributo de la sustancia— , una verdad tan ruinosa no podía ser accesible desnuda para una santa. Y, sin embargo, a partir de una visión extática, no puede ser evitada. La miseria del cristianismo es la voluntad de huir, por la ascética, de un estado en el que la fragilidad, la nosustancia, es dolorosa. Le hace falta, sin embargo, sacri­ ficar la sustancia — que asegura con tanto esfuerzo. No hay ser sin fisura, pero vamos de la fisura sufrida, de la decadencia, a la gloria (la fisura amada). El cristianismo alcanza la gloria huyendo de lo que es (humanamente) glorioso. Debe figurarse, en primer lugar, la puesta a buen recaudo de lo que, frente a la fragili­ dad de las cosas de este mundo, es sustancial: el sacri­ ficio de Dios se hace entonces posible y su necesidad entra en juego de inmediato. Comprendido de este modo, el cristianismo es la expresión adecuada de la condición humana: el hombre no accede a la gloria del sacrificio más que desembarazado del malestar en el que le dejaba la inestabilidad. Pero está al nivel de los que se debili­ tan rápidamente — los que no pueden soportar una em­ briaguez sin día siguiente (la del erotismo, la de la fies­ ta)— . El punto en que abandonamos al cristianismo es la exuberancia. Angela de Foligno lo alcanzó y lo describió, pero sin saberlo. Existe el universo y, en medio de su noche, el hom­ bre le descubre partes, se descubre a sí mismo. Pero se trata siempre de un descubrimiento inacabado. Cuando muere, un hombre deja tras de sí supervivientes conde­ nados a derruir aquello en lo que él creyó, a profanar lo que veneró. Creo que el universo es de tal modo, pero,

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seguramente, los que me sigan descubrirán mi error. La ciencia humana debería fundarse sobre su acabamiento; mientras permanezca inacabada, no es ciencia, no es más que el producto inevitable y vertiginoso de la voluntad de ciencia. La grandeza de Hegel es haber hecho depender la cien­ cia de su acabamiento ( ¡como si pudiera haber un cono­ cimiento digno de ese nombre en tanto que se elabora! ), pero del edificio que él hubiera querido dejar no subsis­ te más que un gráfico de la parte de construcción ante­ rior a su tiempo (gráfico que no se había establecido antes de él, que no se ha establecido después). Necesa­ riamente, el gráfico que es La fenomenología del espíritu no es, pese a todo, más que un comienzo, es el fracaso definitivo: el único acabamiento posible del conocimiento tiene lugar si digo de la existencia humana que es un comienzo que no será acabado jamás Aunque esta exis­ tencia alcanzase su posibilidad extrema, no podría en­ contrar la satisfacción, al menos la de las exigencias que viven en nosotros. Podría definir estas exigencias como falsas a juicio de una verdad que le perteneciese en una posición de semisueño. Pero, según su propia regla, esta verdad no puede ser tal más que con una condición: la de que yo muera v conmigo lo que el hombre tiene de inacabado. Y eliminado mi sufrimiento, dejando de arrui­ nar nuestra suficiencia lo inacabado de las cosas, la vida se alejaría del hombre; con la vida, su verdad lejana e inevitable, pues inacabamiento, muerte v deseo insa­ ciable son para el ser la herida jamás cerrada, sin la cual la inercia — la muerte absorbiendo en la muerte y no cambiando ya nada— la encerraría. En el extremo de la reflexión aparece que los datos de la ciencia valen en la medida que hacen imposible una imagen definitiva del universo. La ruina que la ciencia j ha hecho, y continúa haciendo, de las concepciones fijas j constituye su grandeza y, más precisamente que su gran­ deza, su verdad. Su movimiento desprende, de una oscu­ ridad plena de apariciones ilusorias, una imagen austera de la existencia: un ser encarnizado en conocer y ante

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la posibilidad de conocer que le escapa, permanece en último término, en su sabia ignorancia, como un resultado inesperado de la operación. La cuestión planteada era la del ser y la sustancia y lo que se me aparece con viva­ cidad (lo que hace que, en el instante en que escribo, el «fondo de los mundos» se abra ante mí, que no haya en mí ya diferencia entre el conocimiento y la «pérdida de conocimiento» extático), lo que se me aparece, es que allí donde el conocimiento ha buscado el ser, ha encon­ trado lo inacabado. Hay identidad del objeto y del sujeto (el objeto conocido, el sujeto que conoce) si la ciencia inacabada, inacabable, admite que el objeto, inacabado él mismo, es inacabable. A partir de aquí se disipa el malestar resultante de la necesidad experimentada ñor el inacabado (el hombre) de encontrar lo acabado (Dios); la ignorancia del futuro (la Unwissenheit um die Zunkunft que Nietzsche amaba) es el estado extremo del conocimiento, el incidente que el hombre representa es la imagen adecuada (y por ello mismo inadecuada) del inacabamiento de los mundos. En la representación del inacabamiento he encontrado la coincidencia de la plenitud intelectual y de un éxtasis, algo que yo no había podido alcanzar hasta entonces. Me preocupo poco de llegar a mi vez a la posición hegeÜana: supresión de la diferencia entre el objeto — que es conocido— y el sujeto — que conoce (aunque esta posi­ ción responda a la dificultad fundamental)— . Desde la pendiente vertiginosa que subo, veo ahora la verdad fun­ dada en el inacabamiento (Hegel la fundaba en el aca­ bamiento), pero ¡eso sólo es un fundamento en aparien­ cia! H e renunciado a aquello de lo que el hombre tiene sed. Me encuentro — glorioso— llevado por un movi­ miento descriptible tan fuerte que nada le detiene y que nada podría detenerle. Eso es lo que sucede, que no puede ser justificado ni recusado a partir de los princi­ pios: no es una posición, sino un movimiento que man­ tiene cada operación posible en sus límites. Mi concep­ ción es un antropomorfismo desgarrado. No quiero re­ ducir, asimilar, el conjunto de lo que es a la existencia

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paralizada de servidumbres, sino a la salvaje imposibili­ dad que soy, que no puede evitar sus límites y no puede tampoco mantenerse en ellos. La Unwissenheit, la igno­ rancia amada, extática, se convierte en ese momento en la expresión de una sabiduría sin esperanza. En el extre­ mo de su desarrollo, el pensamiento aspira a su «pena capital», precipitado, por un salto, en la esfera del sacri­ ficio, y, lo mismo que una emoción crece hasta ei ins­ tante desgarrado del sollozo, su plenitud la lleva hasta el punto en donde sopla un viento que Je abate, donde hace estragos la contradicción definitiva. En toda realidad accesible, en cada ser, hay que bus­ car el lugar sacrificial, la herida. Un ser sólo es vulne­ rable en el punto en que sucumbe, una mujer bajo la ropa, un dios en la garganta del animal del sacrificio. El que, odiando la soledad egoísta, ha intentado per­ derse en el éxtasis, ha agarrado la extensión del cielo «por la garganta», pues debe sangrar y gritar. Una mujer desnuda abre un campo de delicias (no estaba turbadora decentemente vestida): así la extensión vacía se desgarra y, desgarrada, se abre a quien se pierde en ella de la misma manera que el cuerpo en la desnudez que se entrega a él. La historia está inacabada: cuando este libro sea leído, el menor de los escolares sabrá el desenlace de la guerra actual; en el momento en que escribo, nada puede darme la ciencia del escolar. Un tiempo de guerra revela el in- I acabamiento de la historia hasta tal punto de que es chocante morir unos pocos días antes de su fin (es como , leyendo un libro de aventuras, dejarlo a diez páginas del : desenlace). El acuerdo con el inacabamiento de la historia — implicado en la muerte— no es más que muy rara- ! mente accesible a los vivos. Sólo Nietzsche escribió: «Ich liebe die Unwissenheit um die Z u k u n f t » P e r o i el partisano ciego muere seguro del resultado que desea. La ciencia es, como la historia, algo inacabada: moriré sin respuesta a los problemas esenciales, ignorando para siempre los resultados que cambiarán las perspectivas ¡

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Rumanas (que cambiarían las mías como cambiarían las ¿e los supervivientes). Los seres están inacabados los unos en relación con Jos otros, el animal en relación con el hombre, este último e n relación con Dios, quien no está acabado más que por ser imaginario. Un hombre se sabe inacabado, imagina pronto el ser acabado, lo imagina verdadero. Dispone a partir de en­ tonces no sólo de lo acabado, sino también, por contra­ posición, de lo inacabado. Lo inacabado dependía hasta entonces de su impotencia, pero, al disponer de lo acaba­ do, el exceso de su poder libera en él el deseo de lo inacabado. A su gusto puede hacerse humilde, pobre, gozar en Dios de su humildad, de su pobreza; imagina al mismo Dios sucumbiendo al deseo del inacabamiento, al deseo de ser un hombre y pobre, y de morir en un suplicio. La teología mantiene el principio de un mundo aca­ bado en todo tiempo, en todos los lugares y hasta en la noche del Gólgota. Basta que Dios sea. Hay que matar a Dios para percibir el mundo en la mutilación del inaca­ bamiento. Se impone entonces al pensamiento que, a todo precio, habría que acabar este mundo, pero lo imposible está ahí, lo inacabado: todo lo real se rompe, está hen­ dido, la ilusión de un río inmóvil se disipa y, una vez fluyente el agua dormida, oigo el ruido de la catarata próxima. Dada la ilusión del acabamiento — humanamente— en la persona de una mujer vestida, apenas se desnuda en parte: su animalidad se hace visible y su visión libera en mí mi propio inacabamiento... En la medida en que los seres parecen perfectos, permanecen aislados, cerra­ dos sobre sí mismos. Pero la herida del inacabamiento les abre. Por lo que puede ser llamado inacabamiento, desnudez animal, herida, los diversos seres separados se comunican, toman vida, perdiéndose en la comunicación de uno con otro. Encontrándome en estado de embriaguez, hace ya mucho, sobre el andén del Metro Strasbourg-Saint-Denis, 3

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utilicé para escribir el dorso de una fotografía de mujer! desnuda. Escribí, entre sinsentidos: «No comunicarse significa la necesidad sangrante de comunicarse.» Fuera [ de mí, no había perdido la conciencia y padecía en si-1 lencio una intolerable necesidad de gritar, de estar des-1 nudo. En todos los planos el mismo sufrimiento: la necesidad de perderse llena de dolor la vida entera, perol el ser escapa al acabamiento de esa necesidad. La insa- ; tisfacción inscrita en la agitación de la historia, el movi-j miento de la ciencia derrumbando toda posibilidad de reposo, la imagen de Dios sin otra salida que el suplicio,! la prostituta enferma y que no puede más, levantando su I vestido, son otros tantos medios de esta «comunicación experimentada como desnudez», sin la que todo está vacío.

E

l

punto

d e é x t a s is

Hace poco más de un mes he comenzado este libro a favor de un cataclismo que venía a ponerlo todo en cuestión y me libraba de empresas en las que yo me hundía. Una vez estallada la guerra, llegué a ser incapaz de esperar; exactamente, de esperar una liberación que es para mí este libro. El desorden es la condición de este libro, es ilimitado en todos los sentidos. Me gusta que mis humores y mis excesos no tengan meta. Sin embargo, una voluntad con­ tinúa, burlándose de mi impaciencia, lejana, indiferente a los peligros que la atraen. Más allá de la agitación,! exterior a la ambición mensurable, está el deseo que tengo de ir hasta el final de un destino evidente: ni menos evidente ni menos indefinible que un ser amado. Me gustaría morir por ese destino. He querido y encontrado el éxtasis. Llamo a mi des­ tino el desierto y no temo imponer ese misterio árido. Ese desierto al que he accedido, lo deseo accesible parar otros, a los que sin duda falta. Tan sencillamente como pueda, hablaré de las vías p o r,

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¡as que he encontrado el éxtasis, en el deseo de que otros lo encuentren de la misma manera. La vida es un efecto de la inestabilidad, del desequili­ brio. Pero es la fijeza de las formas lo que la hace po­ sible. Yendo de un extremo a otro, de un deseo a otro, ¿el abatimiento a la tensión exaltada, el movimiento se precipita, no hay más que ruina y vacío. Debemos limitar recorridos bastante estables. No es menos pusilánime te­ mer la estabilidad fundamental que vacilar en romperla. La inestabilidad sin cese es más sosa que una regla rigu­ rosa: no podemos desequilibrar (sacrificar) más que lo que es. Desequilibrio, sacrificio , son tanto mayores cuan­ to su objeto estaba en equilibrio, estaba acabado. Estos principios se oponen a la moral necesariamente nivela­ dora, enemiga de la alternancia. Derruyen la moral román­ tica del desorden tanto como la moral contraria. El deseo del éxtasis no puede rechazar el método. No puedo tomar en cuenta las objeciones habituales. Método significa violencia hecha a los hábitos de rela­ jamiento. Un método no puede comunicarse por escrito. El es­ crito da la pista de los caminos seguidos: otros caminos siguen siendo posibles; la única verdad general es la subida, la tensión, inevitables. Ni el rigor ni el artificio son humillantes. El método es un nadar a contracorriente. La corriente humilla: los medios de ir contra ella me parecerían agradables aun­ que fuesen peores. Los flujos y los reflujos de la meditación se parecen a los movimientos que animan a la planta en el momento en que la flor se forma. El éxtasis no explica nada, no justifica nada, no aclara nada. No es más que la flor, ni menos inacabada ni menos perecedera. La única salida: tomar una flor y mirarla hasta el acuerdo, de suerte que explique, aclare y justifique, siendo inacabada y siendo perecedera. El camino atraviesa una región desierta: región, em­ pero, de apariciones (de delicias o de espantos). Más allá, el movimiento perdido de un ciego, los brazos alza­

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dos y los ojos completamente abiertos, mirando fijamente al sol y convirtiéndose él mismo, interiormente, en luz. Imagínese un cambio tan vivo, un abrasamiento tan sú­ bito, que la idea de sustancia parezca vacía: lugar, exte. rioridad, imagen, otras tantas palabras que se hacen va­ cías; las palabras menos desplazadas — fusión, luz— son de naturaleza inaprehensible. Es difícil hablar de amor , palabra quemada, sin fuerza, en razón misma de los suje­ tos y objetos que la hunden comúnmente en su impo­ tencia. ¿Hablar de alma y de Dios? ¿Del amor que une estos dos términos? ¿Se expresará una especie fulgurante de amor por medio de los dos términos menos hundidos en apariencia? Esto es entonces, en verdad, el hundimiento más profundo. Un tren eléctrico entra en la estación Saint-Lazare; en el interior estoy sentado junto a la ventanilla. Me aparto de la debilidad que no ve ahí más que una insignifican­ cia en la inmensidad del universo. Si se presta al uni­ verso un valor de totalidad acabada, es posible, pero si hay solamente universo3 inacabado, cada parte no tiene menos sentido que el conjunto. Me avergonzaría de buscar en el éxtasis una verdad que, elevándome al plano de un universo acabado, quitase sentido a «la en­ trada de un tren en la estación». El éxtasis es comunicación entre dos términos (esos términos no son necesariamente definibles), y la comu­ nicación posee un valor que no tenían los términos: los aniquila — de igual modo, la luz de una estrella aniquila (lentamente) a la estrella misma. El inacabamiento, la herida, el dolor necesario para la ! comunicación. El acabamiento es su contrario. La comunicación exige un defecto, una «falla»; entra, como la muerte, por un defecto de la coraza. Pide una coincidencia de dos desgarraduras, en mí mismo y en otro. Lo que parece sin «falla» y estable: un conjunto en apariencia acabado (una casa, una persona, una calle, un

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paisaje, un cielo). Pero la «falla», el defecto, puede sobre­ venir. Un conjunto tiene necesidad del espíritu que le con­ sidera: sólo es uno en el espíritu. E igualmente el de­ fecto de conjunto no aparece más que en el espíritu. El «conjunto» y el «defecto de conjunto» están dados uno y otro a partir de elementos subjetivos, pero el «defecto de conjunto» es real profundamente. Siendo el conjunto una construcción arbitraria, la percepción del defecto equivale a ver la construcción arbitraria; el «defecto de conjunto» sólo es real profundamente porque es percibi­ do por medio de una imperfección de lo arbitrario; la imperfección se sitúa, como la construcción, en lo irreal: remite a lo real.

Hay. fragmentos móviles, cambiantes: la realidad objetiva; un conjunto acabado: la apariencia, la subjetividad; un defecto de conjunto: el cambio situado sobre el plano de la apariencia, pero revelando una realidad móvil, fragmentada, inaprehensible. Un hombre, una mujer, atraídos el uno hacia el otro, se unen por la lujuria. La comunicación que les mezcla depende de la desnudez de sus desgarraduras. Su amor significa que no ven el uno en el otro su ser, sino su herida, y la necesidad de perderse: no hay deseo mayor que el del herido por otra herida. Un hombre solo y herido, pretendiéndose perdido, se sitúa ante el universo. Si ve en el universo un conjunto acabado, está delante de Dios. Dios es una puesta en conjunto — conforme a la costumbre humana— de todo lo que podría ocurrir. La desgarradura del conjunto apa­ rente pertenece ella también al plano de la apariencia: la crucifixión es la herida por la que el creyente se comu­ nica con Dios. Nietzsche ha representado la «muerte de Dios» como provocando, más adelante, la vuelta a la «realidad móvil, fragmentaria, inaprehensible». Hay que poner en el mismo plano:

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el universo risible, una mujer desnuda, un suplicio.

Imaginándome supliciado, caigo en trance. La desnudez me provoca la necesidad dolorosa de es­ trujar. Pero el universo me deja indiferente, no me hace reír: todavía es una noción vacía. El éxtasis, cierto es, no tiene el universo por objeto. El objeto del éxtasis tampoco es una mujer ni un supli­ cio. Una mujer invita a perderse en ella humanamente. El suplicio asusta. El éxtasis no puede tener un objeto perfectamente asustante, ni demasiado humano. Vuelvo al universo risible: si es risible debe diferir de la idea de un universo cuya idea no me hace reír; el «universo risible» es, sin duda alguna, una transposición: imaginándome algún elemento risible, lo he traspuesto, manteniendo en mi espíritu su aspecto sensible, mientras que, por el pensamiento, niego en él su aspecto par­ ticular. Incluso al comienzo, yo no afrontaba nada en particu­ lar. Afrontaba, sin precisar, cualquier cosa risible. Pre­ sento ahora una historia (la última que me han contado): un hombre subido sobre un banco pinta una bombilla de azul, llegando difícilmente con el pincel a la bombilla; otro llega y, acercándose, le dice con la mayor seriedad del mundo: «Agárrate al pincel, que voy a retirar el ban­ co.» Hubiera podido no contar ninguna historia, pero, en este caso concreto, «el cambio se produce en el plano de la apariencia». El espíritu afronta un conjunto cohe­ rente — al que pertenecen la bombilla, el pincel y el pintor— : tal conjunto no tiene realidad más que en el espíritu, hasta tal punto que movimientos del espíritu bastan para cuartearlo. Pero lo que aparece no es el vacío. Desgarrado el telón de las apariencias, por un instante, I a través del desgarrón, el espíritu percibe el «universo risible». El «cambio sobre el plano de la apariencia» era ne- ,

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cesario para volver a la «realidad móvil, fragmentada, inaprehensible». Entre una «mujer», un «suplicio» y el «universo ri­ sible» hay una especie de identidad: me producen ganas de perderme. Aún es ésta una consideración limitada. Lo que cuenta es la alteración del orden habitual, final­ mente, la imposibilidad de la indiferencia... Volveré más adelante a proseguir este razonamiento, que el sueño interrumpe (conduce a dificultades fatigo­ sas). Acabo de contemplar dos fotografías de suplicio. Esas imágenes me han llegado a ser familiares: una de ellas era, empero, tan horrible que he desfallecido. He tenido que dejar de escribir. He ido, como hago a menudo, a sentarme ante la ventana abierta: apenas sentado, he caído en una especie de éxtasis. Esta vez ya no dudaba, como dolorosamente lo había hecho la víspera, de que un estado tal fuese más intenso que la voluptuo­ sidad erótica. No veo nada: eso no es ni visible ni sensible. Eso da tristeza y agobio por no morir. Si me represento, angustiado, todo lo que he amado, deberé suponer las realidades furtivas a las que mi amor se ape­ gaba como otras tantas nubes tras las cuales se ocultaba lo que está ahí. Las imágenes de arrobamiento traicio­ nan. Lo que está ahí tiene la estatura del espanto. El espanto lo ha hecho venir: ha sido preciso un violento estrépito para que eso esté ahí. De nuevo esta vez, repentinamente, recordando lo que está ahí, he tenido que sollozar. Me levanto con la cabeza vacía, a fuerza de amar, de estar hechizado. Voy a decir cómo he llegado a un éxtasis tan intenso. En la pared de la apariencia he proyectado imágenes de explosión, de desgarramiento. En primer término, había logrado hacer en mí el mayor silencio. Esto me ha sido posible, más o menos, todas las veces que lo he querido. En este silen­ cio, a menudo soso, evocaba yo todos los desgarramien­ tos imaginables. Representaciones obscenas, risibles, fú­ nebres, se sucedieron. Imaginaba la profundidad de un volcán, la guerra o mi propia muerte. No dudaba de

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que el éxtasis pudiera prescindir de la representación de Dios. Tenía yo un asco picaro por la idea de monjes o monjas «renunciando a lo particular por lo general». El primer día en que el muro ha cedido me encontraba por la noche en un bosque. Durante parte de la jornada había experimentado un violento deseo sexual, rehusán­ dome a buscar satisfacción. Había decidido ir hasta el extremo de ese deseo «meditando», sin horror, las imá­ genes a las que se unía. Días oscuros se han sucedido. Cuando las complicida­ des de la fiesta faltan, queda, intolerable, la alegría: una muchedumbre agitándose vanamente sin comer. Hubiera debido gritar la magnificencia de la vida: no podía. El exceso de alegría se transformaba en excitación vacía. Hubiera debido no ser más que un millar de voces gri­ tando al cielo: los movimientos que van «de la noche trágica a la gloria deslumbrante del día» embrutecen a un hombre sentado en su habitación: sólo un pueblo podría soportarlos... Lo que un pueblo soporta y vuelve ardiente me deja descuartizado. No sé ya lo que quiero; excitaciones hos­ tigadoras como moscas, igualmente inciertas, pero con un I interior en ascuas. Tras choques, aislamientos, vueltas, en el momento del agotamiento, el resultado no puede ser, según parece, más que una perdición — en el límite i de lo imposible. Imagino que tal perdición es inevitable. Esta sed sin sed, esas lágrimas de niño en la cuna, no sabiendo lo que quiere ni por qué llora, servirían de última verba, de emisión final, a nuestro mundo de soles muertos ahitos de sol vivo. Nadie entraría en esa esfera de pequeñas sedes y de pequeñas lágrimas sin un absurdo de bebé; sin este absurdo, sus palabras se descompondrían en el vacío: nadie entraría ahí hablando verdaderamente todavía, I satisfaciéndose de la esfera común donde cada palabra guarda un sentido. Se vanagloriaría solamente, pensando, I con una mentira, añadir la última palabra a lo que se dice. No vería que la última palabra no es una palabra,

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que, si se trastoca todo, nada queda por decir: bebés que aúllan no pueden crear lenguaje, no sienten necesidad de ello. Lo que sé y puedo decir: La sed sin sed quiere el exceso de bebida, las lágrimas quieren el exceso de alegría. Y el exceso de bebida quiere la sed sin sed; el exceso de alegría quiere incluso la impotencia para llorar en el sentimiento de las lágri­ mas. Aunque estén solos en el origen de la sed y de las lágrimas, mis excesos por lo menos quieren esa sed y esas lágrimas. Si otros, gritando de sed, llorando o con los ojos secos, quieren también hablar, me río de ellos un poco más que de los niños: hacen trampa, pero no saben hacerla bien. Si yo grito o lloro, no ignoro que mi alegría se libera así: igualmente, sigue siendo el ruido del trueno si no oigo más que un fragor en la lejanía. No me falta memoria y me transformo casi en un bebé, en lugar de en un filósofo que vive de su tristeza o en un poeta maldito (como ocurriría si yo no tuviese más que una mitad o un cuarto de memoria). Aún más: que tal miseria, que tal sufrimiento — mudos— , sean la últi­ ma exhalación de lo que somos, eso se encuentra en el fondo de mí como un secreto — una connivencia secreta con la naturaleza inaprehensible, ininteligible, de las cosas— . Vagidos de alegría, risas pueriles, agotamientos precoces, de todo eso estoy hecho, todo eso me entrega desnudo al frío y a los golpes de la suerte, pero, con todo mi corazón, quiero ser entregado, quiero estar desnudo. A medida que lo inaccesible se abre a mí, abandono la primera duda: el miedo de una beatitud deliciosa e insípida. A medida que contemplo sin esfuerzo el objeto de mi éxtasis, puedo decir de ese objeto que desgarra: como un filo de navaja, corta y ese punto grita, ciega. No es un punto, puesto que invade. La desnudez pro­ vocativa, la desnudez ácida, es la flecha lanzada hacia él. Lo que es «comunicado» de ese punto a un ser, de un ser a ese punto, es una pérdida fulgurante. La necesidad de perderse es la verdad más íntima y

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la más lejana, verdad ardiente, movida, sin nada que ver con la sustancia supuesta. La particularidad es necesaria para la pérdida y para su fusión. Sin la particularidad (en tal punto del planeta, un tren entra en una estación, o cualquier otra cosa así de vacía) no habría nada «liberado». La diferencia entre el sacrificio (lo sagrado) y la sustancia divina — teológi­ ca— es fácil de discernir. Lo sagrado es lo contrario de la sustancia. El pecado mortal del cristianismo es asociar lo sagrado a lo «general creador de lo particular». Nada es sagrado que no haya sido particular (aunque dejando de serlo). El éxtasis es diferente del placer sexual experimentado, menos diferente del placer dado. Yo no doy nada, estoy iluminado por una alegría (im­ personal) exterior, que adivino, cuya presencia me parece segura. Me consumo de adivinarla, como estoy consumido por una mujer que abrazo profundamente: el «punto clamoroso» del que he hablado es semejante al «punto de placer» del ser humano, su representación íntima es semejante a la del «punto de placer» en el momento de la convulsión. Quería hablar de los «medios de éxtasis» tan clara­ mente como pudiese. Lo he conseguido mal; sin embar­ go, me hubiese gustado. El método de la meditación se avecina a la técnica del sacrificio. El punto de éxtasis se pone al desnudo si rom­ po interiormente la particularidad que me encierra en mí mismo: de la misma manera, lo sagrado sustituye al ani­ mal en el momento en que el sacerdote le mata, lo des­ truye. Si una imagen de suplicio me salta a la vista puedo, espantado, apartarme de ella. Pero estoy, si la miro, fuera de m í... La horrible visión de un suplicio abre la esfera donde se encerraba (se limitaba) mi particularidad personal, la abre violentamente, la desgarra. No se sigue de esto que, a través del desgarrón, acceda yo al más allá que llamo, en términos vagos, « e l f o n d o d e l o s m undos».

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Términos inadmisibles, pero que, aun siendo excesiva­ mente vagos, deben seguir siéndolo: nunca ese carácter vago, en efecto, se atenuará más que por medio de pre­ cisiones negativas. En primer lugar: « E l f o n d o d e l o s m u n d o s » no es Dios. Definitiva­ mente, una vez vislumbrado ese « f o n d o d e l o s m u n d o s » , se anula la posibilidad de estancamiento inmutable que anunciaba un vocablo irrisorio...; en segundo lugar: « E l f o n d o d e l o s m u n d o s » no opone nada a ese mo­ vimiento vertiginoso, catastrófico, que arrastra con nos­ otros al abismo todo lo que, de una inmensidad profun­ da, espantosa, emerge — o pudiera emerger— de sólido. (La visión de un «fondo de los mundos» es en verdad la de una catástrofe generalizada, que nada limitará ja ­ m á s . . . La visión de la « m u e r t e d e D i o s » no difiere de e lla , la cual nos hace chocar, violentamente, con el sueño teológico, y es la única que responde, en definitiva, a la exieencia más honrada.) El hombre está hecho a la medida de la muerte, hasta tal punto que, lejos de sucumbir al espanto, es la visión del espanto lo que le libera. En lugar de evitarla, yo profundizo la desgarradura. La vista de un suplicio me conmovía, pero muy pronto la soporté con indiferencia. Evoco ahora los innumera­ bles suplicios de una multitud agonizante. A la larga (o puede que de una sola vez) la inmensidad humana pro­ metida al horror sin límite... Cruelmente, ensancho la desgarradura: en ese mo­ mento alcanzo el punto del éxtasis. La compasión, el dolor y el éxtasis se compaginan. Un hombre tiene a veces el deseo de escapar de los objetos útiles: de escapar del trabajo, de la servidumbre del trabajo, que los objetos útiles han mandado. Han ordenado en el mismo movimiento la particularidad ce­ rrada (la visión a corto plazo egoísta) y todo el pedes­ trismo de la vida. El trabajo ha fundado la humanidad, pero, en su cumbre, la humanidad se libera del trabajo.

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Llega el momento de hurtar una vida humana a la acti­ vidad limitada y de oponer el pesado abandono del sueño a la necesidad de los movimientos mecánicos. Llega el momento de detener en el espíritu la huida del discurso v de absorberla en ese vacío con tanta calma que las imágenes y las palabras que sobrevengan aparezcan ex­ tranjeras, sin atractivo. La simple concentración es falaz, irritante. Se opone al movimiento natural de la vida hacia el exterior (habi­ tualmente, es cierto, ese movimiento aborta, lleva a obje­ tos útiles). El atontamiento voluptuoso en que entra el espíritu es tanto más fatigoso cuanto que ha dependido de artificios. Es bueno observar una posición del cuerpo relajada, pero a la vez estable y «surgiente». Hay oportunidades personales, pero podemos primeramente confiarnos a al­ gunos recursos eficaces: respirar profundamente, concen­ trar la atención en el aliento, como en el secreto adi­ vinado de toda la vida; al flujo de las imágenes, « fin de remediar la huida de las ideas por el hecho de aso­ ciaciones sin fin, podemos proponer la equivalencia del lecho inmutable de un río, con la ayuda de frases o pala­ bras obsesionantes. ¿Parecen inadmisibles estos proce­ dimientos? Pero los que los recusan toleran a menudo más: están a las órdenes de mecanismos a los que estos procedimientos pueden poner fin. Si es odioso intervenir (a veces es inevitable amar lo que sería agradable execrar), lo más grave no es la coerción sufrida, sino el peligro de una seducción exce­ siva. La primera operación libera y embruja; la libera­ ción asquea a la larga; es soso y no es viril vivir em­ brujado. Durante algunos días, la vida alcanza la oscuridad vacía. De ello resulta un maravilloso relajamiento: al espíritu se le revela el poder ilimitado, el universo a disposición del deseo, pero la turbación se introduce pronto. En un primer movimiento, los preceptos tradicionales son indiscutibles, son maravillosos. Los tengo de uno de

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mis amigos, que los tuvo de fuente oriental. No ignoro las prácticas cristianas: son más auténticamente dramá­ ticas; les falta un primer movimiento, sin el cual per­ maneceremos subordinados al discurso. Raros son los cristianos que han salido de la esfera del discurso, llegando a la del éxtasis: hay que suponer en su caso disposiciones que hicieron la experiencia mística inevitable, a despecho de la inclinación discursiva esen­ cial del cristianismo.

La suavidad y la beatitud me repelen. No tengo nada por encima del humor salvaje.

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... una suerte rara — mi suerte— en un mundo que se hace espantoso, me hace temblar. Las circunstancias de mí vida me paralizan. ¿Quizá? Pero tengo la convicción de percibir un día, en su transparencia, «todo lo que es», muertos y vivos. K la puesta del sol, habiendo comenzado a caer la noche, con el cielo brillante de estrellas, pero tachado por nubes largas, la colina...: más allá — quizá— se extienden espacios que no son más que sueños o necesidades de espacio. No me preocupo de verlos: me bastan mis risas o mis lágrimas, imposibles como lo es este mundo. Mi picardía se juega de parte a parte, y la irrealidad que la soporta se contem­ pla ahí. Se contemplará diferentemente en otra ocasión. Vuelta a la vida animal, tumbado sobre una cama, con una garrafa de vino tinto y dos vasos. Nunca vi hundirse, me parece, el sol en un cielo más llameante, sangre y oro, bajo innumerables nubes rosas. Lentamente, la inocencia, el capricho y esa especie de esplendor derrumbado me exaltan. La suerte es un vino embriagador, pero es silenciosa: en el colmo de la alegría, quien la adivina pierde el aliento. Estoy obsesionado por la imagen del verdugo chino de mi fotografía, atareado en cortar la pierna de la víctima

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por la rodilla: la víctima atada al poste, con los ojos extraviados, la cabeza hacia atrás, la mueca de los labios que deja ver los dientes. La hoja ha penetrado en la carne de la rodilla: ¿quién soportará que un horror tan grande exprese fielmente «lo que él es», su naturaleza al desnudo? Relato de una experiencia ardiente, hace algunos meses. Me presenté, a la caída de la noche, en un bosque: caminé una hora y luego me oculté en una alameda som­ bría donde quería librarme de una gravosa obsesión se­ xual. Entonces yo imaginaba esencial — en un punto determinado— romper en mí la beatitud. Evoqué la ima­ gen de un «pájaro de presa degollando a un pájaro más pequeño». Imaginé en la noche las altas ramas y el follaje negro de los árboles animado contra mí, contra la beati­ tud, con la cólera del pájaro de presa. Me pareció que el ave sombría se precipitaba sobre m í... v me abría la garganta. Esta ilusión de los sentidos era menos convincente que otras. Me sacudí y creo haberme echado a reír, liberado de un exceso de horror y de incertidumbre. En plena oscu­ ridad, todo estaba claro. En el camino de vuelta, pese a un estado de extrema fatiga, marché sobre gruesos guija­ rros, que habitualmente solían torcerme los pies, como si fuese una sombra ligera. En ese momento yo no buscaba nada, pero el cielo se abrió. Y vi, vi lo que sólo impide ver una gravedad expresamente querida. La agitación per­ dida de un día asfixiante había finalmente roto, volatili­ zado, la cáscara. Yo iba andando; ante mí el cielo negro se iluminaba a cada instante. De una lejana tormenta emanaban sin cesar relámpagos, vacilantes, mudos, inmensos; de repente, los árboles recortaban sus altas siluetas sombrías sobre un fondo de plena luz diurna. Pero la fiesta del cielo era pálida comparada con la aurora que se alzó. No exacta­ mente en mí: no puedo, efectivamente, asignar una sede fija a lo que no es más aprehensible ni menos brusco que el viento. Había sobre mí, por todos los lados, aurora; tuve la

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certeza de que era así; y, como había guardado poca con­ ciencia en mí, me sentí perdido en esa aurora: la violen­ cia es fofa, el filo de navaja mejor afilado está embotado al lado de aquella aurora. Una beatitud inútil, no que­ rida, hoja estrechamente apretada en la mano desnuda, que sangra de alegría. Con la pasión y la lucidez malvada de que soy capaz, he querido, en mí, que la vida se desnude. Desde que hay estado de guerra escribo este libro, todo el resto está vacío a mis ojos. No quiero más que vivir: alcohol, éxtasis, existencia desnuda como una mujer desnuda — y turbada. En la medida en que la vida que soy se revela a mí y, al mismo tiempo, porque yo la he vivido sin ocultar nada, se hace visible al exterior y no puedo más que sangrar interiormente, llorar y desear. Mis risas felices, mis noches de alegría y todas mis malicias agresivas, esa nube desgarrada en el viento no es quizá más que un largo sollozo. Me ha dejado helado, abandonado al deseo de desnudeces imposibles. Lo que estrujo ávidamente. Más allá: lo que no es­ trujo, lo imposible y lo maravilloso. Todo se agota, resuel­ to en un hipo. Chicas desnudas (a medio desvestir) como un hipo, como un suelo que cruje. Lo que tienen de glacial los vapores de azufre, un vien­ tre en lo alto de unas medias, en complicidad con los ojos, sin esperanza de amor; lo que tiene de fiera y cruel­ mente dulce la desnudez. La desnudez femenina aspira a la desnudez masculina tan ávidamente como aspira a la angustia el placer ar­ diente. Una pipa, dos cuellos postizos blancos, un cuello pos­ tizo azul, cuatro sombreros de mujer negros: cuatro som­ breros de formas diferentes para poner sobre las tumbas a guisa de cruz. La desnudez de los seres es tan provocativa como su tumba: huele mal y me río de ello. La tumba no es me­ nos inevitable que el desnudamiento.

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Lo que hay que pedir al ser amado: ser presa de lo imposible. (Lo que precede no fue escrito plenamente sereno. Había bebido.) Aborrezco las frases... Lo que he afirmado, las convic­ ciones que he compartido, todo es risible y está muerto: no soy más que silencio, el universo es silencio. El mundo de las palabras es risible. Las amenazas, la violencia, el poder que hechiza, pertenecen al silencio. La profunda complicidad no es expresable en palabras. Comportarse como un amo significa no rendir cuentas jamás; me repugna la explicación de mi conducta. La soberanía es silenciosa o depuesta. La santidad que viene aspira al mal. Quien habla de justicia es justicia él mismo, propone un justiciero, un padre, un guía. Yo no propongo la justicia. Traigo la amistad cómplice. Un sentimiento de fiesta, la licencia, de placer pueril —endemoniado. Sólo un ser «soberano» conoce el éxtasis. ¡A no ser que el éxtasis esté concedido por Dios! La revelación unida a mi experiencia es la de un hom­ bre ante sus propios ojos. Supone una lubricidad, una maldad, que no detiene el freno moral; amistad feliz por lo que es sencillamente malvado, lúbrico. El hombre es su propia ley, se desnuda ante sí mismo. El místico tenía ante Dios la actitud de un súbdito. Quien pone el ser ante sí mismo tiene la actitud de un soberano. La santidad pide la complicidad del ser con la lubri­

cidad, la crueldad y la burla. Al hombre lúbrico, cruel y burlón, el santo le aporta su amistad, una risa de connivencia. La amistad del santo es una confianza que se sabe traicionada. Es la amistad que el hombre tiene por sí mismo, sabiendo que morirá, que podrá emborracharse de muerte.

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No podemos saber si el hombre, en general, es buena o mala suerte. El hecho de atenernos a una moral de com­ bate revela un juicio ambiguo, que une la buena suerte a lo que somos y la mala a una peste encarnada en los malvados. Un juicio claro acoge, por el contrario, el he­ cho del mal y del combate del bien contra el mal (la herida incurable del ser). En el juicio ambiguo, el valor no es ya condicional, el bien, que nosotros somos, no es una suerte, sino algo debido, es el ser que responde al deber ser: todas las cosas están combinadas, trucadas, parecen como arregladas por un Dios en vista a fines indiscutibles. El espíritu humano está construido de tal manera que no puede hacer entrar a la suerte en sus cuentas más que en la medida en que los cálculos que la eliminan permiten olvidarla, no tenerla más en cuenta. Pero, yendo hasta el fin, la reflexión sobre la suerte desnuda justa­ mente el mundo de las previsiones en que le cierra la razón. Como la del hombre, la desnudez de la suerte —que decide en último término, en definitiva— es obs­ cena, asqueante: es, en una palabra, divina. Pendiente de la suerte, el curso de las cosas en el universo no es menos deprimente que el poder absoluto de un rey. Mis reflexiones sobre la suerte están al margen del desarrollo del pensamiento No podemos, empero, tener otras más despojadoras (más decisivas). Bajando a lo más profundo, quitan la silla a quien, del desarrollo del pensamiento, esperó la posibilidad de sentarse, de reposar. Podemos y debemos reducir a la razón o, por la ciencia, al conocimiento razonado, una parte de lo que nos afecta. No podemos suprimir el hecho de que en un punto toda cosa y toda ley se decidieron según el capricho del azar, de la suerte, y que la razón no intervino al final más que en la medida en que lo autoriza el cálculo de proba­ bilidades. Cierto es, la omnipotencia de la razón limita la del azar: esta limitación basta en principio, el curso de las cosas obedece ampliamente a leyes que, siendo razonables, podemos discernir, pero se nos escapa en sus extremos.

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En los extremos vuelve a encontrarse la libertad. ¡El pensamiento no puede alcanzar los extremos! En los límites de las posibilidades que nos pertenecen, no alcanza, por lo menos, más que de dos maneras: 1) Le es posible percibir y, fascinado, contemplar la extensión abierta de las catástrofes. El cálculo de proba­ bilidades restringe su alcance, pero anula tanto menos su sentido (o, mejor, sinsentido), dado que, humanamente, la muerte hace de nosotros los resultados de ese imperio. 2) Una parte de la vida humana que escapa al trabajo accede a la libertad: es la parte del juego que admite el control de la razón, pero determina, en los límites de la razón, breves posibilidades de salto más allá de esos lími­ tes. Este es el juego, que, lo mismo que las catástrofes, es fascinante, que permite vislumbrar, positivamente, la seducción vertiginosa de la suerte.

Capto el objeto de mi deseo: incluso me uno a ese objeto, vivo en él. Es tan cierto como la luz, como la primera estrella vacilante de la noche, maravilla. Quien quisiera conocer conmigo ese objeto, debería hacerse a mi oscuridad: ese objeto lejano es extraño y, sin embargo, familiar: no hay jovencita de frescos colores que aspi­ rando el aroma de las flores no lo haya tocado. Pero su transparencia es tal que un aliento la empaña y una pala­ bra la disipa. Un hombre traiciona la suerte de mil maneras, de mil maneras traiciona lo que es. ¿Quién osaría afirmar que nunca sucumbirá a los rigores de una tristeza puritana? La traicionaría también no sucumbiendo a ella. La trama de la suerte concede a cada eslabón la sombra y la luz. Es acosándome, mutilándome, en un camino de horror, de depresión, de rechazo (y además de desórdenes, de exceso), como la suerte me alcanzó, la ligereza, la total ausencia de peso de la suerte (aunque sólo fuese un ins­ tante, hacerse pesado es perder la suerte). No la habría encontrado si la hubiese buscado. Al hablar no dudo ya de que traiciono: no escapo a la traición burlándome yo mismo de traicionar o de que otros lo hagan. Yo estoy entero en ello, toda mi vida y mis fuerzas están abocadas

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a la suerte: eso no es en mí más que ausencia, inanidad..., reír y estar tan alegre. La suerte: imagino en la tristeza de la noche la punta de un cuchillo que entra en el cora­ zón, una felicidad exhaustiva de no poder ya más... Demasiada luz, demasiada alegría, demasiado cielo; la tierra demasiado vasta, un caballo rápido, escucho las aguas, lloro la luz; la tierra gira en mis pestañas, las piedras ruedan en mis huesos, la anémona, la luciérnaga, me traen el desfallecimiento; en un sudario de rosas una lágrima incandescente artuncia el día.

Dos movimientos de naturaleza opuesta buscan la suer­ te, el uno de rapto, de vértigo; el otro, de acuerdo. El uno quiere la unión brutal, erótica; la mala suerte se precipita, vorazmente, sobre la suerte, la consume o, por lo menos, la abandona, marcándola con un signo nefasto: un movimiento abrasador — la mala suerte sigue su curso o acaba en la muerte— . El otro es adivinación, voluntad de leer la suerte, de ser su reflejo, de perderse en su luz. Frecuentemente, los movimientos contrarios se comple­ mentan. Pero si buscamos el acuerdo buscado en la aver­ sión de la violencia, la suerte es abolida como tal, empe­ ñada en un curso regular, monótono; la suerte nace del desorden y no de la regla. Exige el albur, su luz brilla en la oscuridad negra; la erramos poniéndola al abrigo de la desdicha, y el fulgor la abandona en cuanto se la yerra. La suerte es más que la belleza, pero la belleza saca su fulgor de la suerte. La inmensa multitud (la mala suerte) hace hundirse la belleza en la prostitución. No hay suerte que no esté mancillada. No hay belleza sin fisura. Perfectas, la suerte y la belleza no son ya lo que son, sino la regla. El deseo de la suerte es en nos­

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otros como un diente doloroso, al mismo tiempo que su contrario, quiere la turbia intimidad de la desdicha. Nadie podría imaginar sin el dolor una consumación de la suerte en un tiempo de rayo y la caída que sigue a la consumación. La suerte, idea arácnida y desgarradora. La suerte es difícil de soportar; es común destruirla y hundirse. La suerte se quiere impersonal (o es la vani­ dad, el pájaro en la jaula), inaprehensible, melancólica, se desliza en la noche como un canto... No puedo representarme el modo de vida espiritual, más que impersonal, dependiendo de la suerte y no de su tensión de la voluntad. He visto sobre un tejado grandes y sólidos ganchos, plantados a media pendiente. Si suponemos un hombre cayendo desde la cima, por suerte podría engancharse en uno de ellos por un brazo o una pierna. Precipitado desde la cima de una casa, me aplastaría contra el suelo. Pero ¡si ahí hay un gancho, podría detenerme al pasar! Un poco después podría decirme: «Un arquitecto previó un día ese gancho sin el cual yo estaría muerto. De­ bería estar muerto: pero no ha sido así, sigo en vida, habían puesto un gancho.» Mi presencia y mi vida serían ineluctables: pero no sé qué de imposible, de inconcebible sería su principio. Advierto ahora, al representarme el impulso de la caí­ da, que nada existe en el mundo más que por haber encontrado un gancho. Ordinariamente evitamos ver el gancho. Nos conce­ demos a nosotros mismos un carácter de necesidad. Se lo concedemos al mundo, a la tierra, al hombre. Con el gancho que ordena el universo, me he abis­ mado en un juego de espejos infinito. Ese juego tenía el mismo principio que la caída bloqueada por un gan­ cho. ¿Se irá más lejos en la intimidad de las cosas? Yo temblaba, no podía más. Un arrobo íntimo, enervante hasta las lágrimas: renuncio a describir este sabbat; to­ das las orgías del mundo y de todos los tiempos con­ fundidas en esta luz.

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¿Lo diré? Importa muy poco: desde que de nuevo alcanzo la suerte, el arrobo me es accesible hasta el punto de que en un sentido ya no ha cesado. Experimento raramente la necesidad de asegurarme de él: lo hago por debilidad. A veces por abandono, en plena impureza, en la espera de la muerte. Lo que hizo cesar la angustia en mí: todo valor es suerte, su existencia depende de la suerte, que yo lo encuentre depende de la suerte. Un valor es el acuerdo de un cierto número de hombres, cada uno de ellos ani­ mado por la suerte, concertados por la suerte, la suerte en su afirmación (ni voluntad, ni cálculo, a no ser des­ pués). Imaginé esta suerte no bajo una forma matemá­ tica, sino como un toque que concierta el ser con lo que le rodea. El ser mismo es el acuerdo, acuerdo con la mis­ ma suerte en primer lugar. Una luminosidad se pierde en lo íntimo y lo posible del ser. El ser se pierde, con­ tenido el aliento, reducido al sentimiento del silencio, el acuerdo está ahí, que fue perfectamente improbable. Los golpes de suerte ponen al ser en juego, se suceden, enriquecen el ser en potencia de acuerdo con la suerte, con poder de revelarla, de crearla (siendo la suerte el arte de ser o el ser, el arte de acoger la suerte, de amarla). Poca distancia entre la angustia, el sentimiento de la mala suerte, y el acuerdo: la angustia es necesaria al acuerdo, la mala suerte a la suerte, el insomnio de la madre a la risa del niño. Un valor que no estuviera fundado sobre la suerte estaría sujeto a contestación. El éxtasis está ligado al conocimiento. Accede al éxtasis, a la búsqueda de una evidencia, de un valor incontestable, dados de antemano, pero que, en mi im­ potencia, yo no había sabido encontrar. Lo que puede ser finalmente objeto de mi saber responde a la cues­ tión de mi angustia. Voy a profetizar: voy finalmente a decir y saber «lo que es». Si bien sólo la voluntad de angustia interroga, la res­ puesta, si llega, quiere que sea mantenida la angustia. La respuesta es: la angustia es tu destino: tú no sa-

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brías, tal como eres, saber lo que eres, ni lo que es —ni nada— . Sólo escapan a esta derrota definitiva la vulgaridad, la engañifa, la trampa en el imperio de la angustia. La angustia, segura de su impotencia, ya no interroga o su interrogación queda sin esperanza: un movimiento de suerte no interroga nunca y se sirve a este fin del movimiento contrario, de la angustia, su cómplice, con la que se une y sin la cual perecería. La suerte es el efecto de una puesta en juego. Este efecto no es nunca el reposo. Vuelta a poner en juego sin cesar, la suerte es el desconocimiento de la angustia (en la medida en que la angustia es deseo de reposo, de satisfacción). Su movimiento lleva al único verdadero fin de la angustia: a la ausencia de respuesta; no puede acabar con la angustia, pues a fin de ser suerte y nada más le falta desear que subsista la angustia y que la suerte permanezca en juego. Si no se detuviese en el camino, el arte agotaría el movimiento de la suerte: el arte sería entonces otra cosa y algo más que el arte 4. La suerte, sin embargo, no puede hacerse gravosa; la ligereza la pone al abrigo de ese «algo más». Quiere el éxito inacabado, pronto privado de sentido, que pronto habrá que dejar por otro. Apenas aparecida su luz se apaga, a medida que nace otra. Quie­ re ser jugada, vuelta a jugar, puesta en juego inacaba­ blemente en nuevas partidas. La suerte personal tiene poco que ver con la suerte; su prosecución es lo más a menudo el mal matrimonio de la vanidad y de la angustia. La suerte es tal a condi­ ción de una transparencia impersonal, de un juego de comunicaciones que la pierde infinitamente. La luz de la suerte es mantenida velada en los éxitos de las artes, pero la suerte es mujer y espera que le quiten el vestido. La mala suerte o la angustia mantienen la posibilidad de la suerte. No sucede lo mismo con la vanidad ni con la razón (ni, generalmente, con los movimientos que apartan del juego).

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La belleza fugitiva, sofocante, que encarna la suerte en un cuerpo de mujer, se alcanza en el amor, pero la posesión de la suerte exige los dedos ligeros, inaprehensores, de la misma suerte. Nada es más contrario a la muerte (al amor) que interrogar, temblar, querer excluir las ocasiones desfavorables, nada es más vano que la reflexión agotadora. Accedo al amor en una indiferencia hechizada, el insensato contrario de la indiferencia. La gravedad es tan exclusiva de la pasión que tanto da no reparar nunca en ella. El amor, único horizonte, es de­ bilidad, comedia o sed de sufrir. La suerte apela a un desorden a través del cual se atan y vuelven a atarse sus lazos. El énfasis, los prejuicios, las reglas del amor, re­ presentan la negación, pese a la cual es ardiente (pero respondemos a la suerte poniendo contra nosotros «suer­ tes» de nuestro pleno grado). Aunque sólo fuese un instante, hacerse pesado es per­ der la suerte. Toda filosofía (todo saber, excepto la suerte) es reflexión sobre un residuo átono, sobre un curso regular sin suerte ni mala suerte. Reconocer la suer­ t e 5 es el suicidio del conocimiento: la suerte, oculta en la desesperación del sabio, nace del arrobo de lo insen­ sato. Mi seguridad se funda en la estupidez de mis seme­ jantes (o en la intensidad de mi placer). Si yo no hu­ biese antes agotado, medido, dado vueltas a lo posible del espíritu, ¿qué me quedaría por decir? Un día ten­ taré a la suerte y, desplazándome como un silfo sobre huevos, haré creer que camino: mi sabiduría parecerá mágica. Puede que yo cierre la puerta a los otros — ¡su­ poniendo que alcanzar la suerte exija no saber nada de ella!— . El hombre mantiene una línea de suerte legible en sus «costumbres», una línea que es él mismo, un estado de gracia, una flecha lanzada. Los animales jue­ gan, el hombre juega, es la flecha que corta el aire, no sé dónde caerá, no sé dónde caeré. De pocas cosas tiene el hombre más miedo que del juego. No puede detenerse en el camino. Pero me equivoco al decir el hombre... Un hombre es también lo contra­

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rio de un hombre: ! la inacabable puesta en cuestión de lo que designa su nombre! Nadie se opone a la mala suerte que consuma tempes­ tuosamente la suerte más que cediendo a la avaricia de la suerte. La avaricia es más hostil a la suerte, la arruina más enteramente que la tempestad. La tempestad revela la naturaleza de la suerte, la desnuda, exhala su fiebre. A la luz equívoca de la tempestad, la impureza, la cruel­ dad y el sentido perverso de la suerte aparecen tal como son, dotados de una magia soberana. En una mujer, la suerte es reconocible en la huella, legible en los labios, de los besos dados en una hora de tempestad a la muerte. La muerte es en principio lo contrario de la suerte. Empero, la muerte se une a veces a su contrario: así la muerte puede ser la madre de la suerte. Por otra parte, la suerte, diferente en esto de la ra­ reza matemática, se define por la voluntad que colma. La voluntad^ por su lado, no puede ser indiferente a la suerte que solicita. No podríamos concebir la voluntad sin la suerte que la cumple ni la suerte sin la voluntad que la busca. La voluntad es la negación de la muerte. Es incluso indiferencia ante la muerte. Sólo la angustia introduce la preocupación de la muerte, paralizando la voluntad. La voluntad se apoya sobre la certeza de la suerte, con­ traria al temor de la muerte. La voluntad adivina la suer­ te, la sujeta, es la flecha lanzada hacia ella. La suerte y la voluntad se unen en el amor. El amor no tiene otro objeto que la suerte, y sólo la suerte tiene la fuerza de amar. La suerte está siempre a merced de sí misma. Está siempre a merced del juego, siempre en juego. Si fuese definitiva, la suerte no sería ya suerte. Recíprocamente, si hubiese en el mundo un ser definitivo, no habría ya suerte en él (la suerte en él habría muerto). La fe irrazonada, el abrasamiento de la suerte, atraen la suerte. La suerte está dada en su calor mismo, no en el azar exterior, objetivo. La suerte es un estado de

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gracia, un don del cielo, permite lanzar los dados sin retomo y sin angustia. El atractivo de lo acabado depende de su carácter in­ accesible. La costumbre de trampear dota del vestido de la suerte a un ser definitivo. Esta mañana, la frase «en una mujer, la suerte...» me ha desgarrado. Sólo la idea que los místicos dan de su estado responde a mi desgarramiento. No puedo ya dudar de ello: la suerte es lo que la inteligencia debe aprehender para limitarse a su dominio propio, a su acción. Igualmente, la suerte es el objeto del éxtasis humano, siendo lo contrario de una respuesta al deseo de saber. E l o b j e t o d e l é x t a s i s e s l a a u s e n c ia d e r e s p u e s ­ d e l e x t e r io r . L a in e x p l i c a b l e p r e s e n c i a d e l hom bre e s la r e s p u e s t a q u e la v oluntad s e da, s u s p e n d id a s o b r e e l v a c ío d e u n a i n i n t e l i g i b l e n o ­ c h e ; e s a noche, d e un ex tr em o a l o tro, t ie n e e l im p u d o r d e u n g a n c h o . ta

La voluntad aprehende su propia ignición, discierne en si misma un carácter de sueño, una caída de estrellas, inaprehensible en la noche. De la suerte a la poesía, la distancia depende de la inanidad de la poesía pretendida. El uso calculado de las palabras, la negación de la poesía, destruye la suerte, reduce las cosas a lo que son. La perversión poética de las palabras está en la línea de una belleza infernal de los rostros o de los cuerpos, que la muerte reduce a nada. La ausencia de poesía es el eclipse de la suerte. La suerte es, como la muerte, el doloroso «pellizco del amante, deseado y que da miedo». La suerte es el punto doloroso en que la vida coincide con la muerte: en el goce sexual, en el éxtasis, en la risa y en las lágrimas. La suerte tiene el poder de amar la muerte, y empero ese deseo la destruye (menos ciertamente que el odio o el miedo a la muerte). El trazado de la suerte es difícil de seguir: a merced del horror, de la muerte, pero no puede separarse de ellos. Sin el horror, sin la muerte, en

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una palabra, sin el riesgo del horror, de la muerte, ¿dón­ de estaría el encanto de la suerte? «No hay jovencita de frescos colores, respirando el aroma de flores, que no la haya tocado. Sin embargo, su transparencia es tal que se la empaña con el aliento y que una palabra la disipa.» Discernir en el menor movimiento la audacia de un juego es algo que no puedo hacer angustiado: en la angustia la flor está marchita, la vida tiene el olor de la muerte. Vivir es lanzar los dados locamente, pero sin retomo. Es afirmar un estado de gracia y no alarmarse de las consecuencias posibles. En la preocupación por las con­ secuencias comienzan la avaricia y la angustia. La segunda depende de la primera, es el temblor que da la suerte. A menudo la angustia castiga una avaricia naciente, ha­ ciéndola internarse en su perversión acabada, que es la angustia. La religión es la puesta en cuestión de todas las cosas. Las religiones son los edificios que han formado las res­ puestas variadas: a cubierto por esos edificios, continúa una desmedida puesta en cuestión. De la historia de las religiones diferentes subsiste enteramente la pregunta, a la que hay que responder; en profundidad, la inquie­ tud es lo que queda, las respuestas lo que se disipa. Las respuestas son las tiradas de dados, afortunadas o desafortunadas, sobre las que se juega la vida. La vida se ha jugado tan ingenuamente incluso, que éstas no po­ dían ser percibidas como resultados del azar. Pero sólo lo puesto en juego era la verdad de la respuesta. La respuesta tendía al renovamiento del juego, mantenía la puesta en cuestión, la puesta en juego. En segundo lu­ gar, empero, la respuesta retira del juego. Pero si la respuesta es la suerte, la puesta en cuestión no cesa, la apuesta no deja de ser total, la respuesta es la misma puesta en cuestión. La suerte reclama la vida espiritual: ésta es la apuesta más completa. En los acechos tradicionales de la suerte — de los naipes a la poesía— no podemos más que ro­ zarla. (Al escribir, recibo de la suerte, un toque ardiente,

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arrebatador, que dura pocos instantes, en la cama en que «scribo; permanezco fijo, no pudiendo decir nada sino que es preciso amarla hasta el vértigo: ¡hasta qué punto la suerte se aleja, en esta aprehensión, de lo que per­ cibía mi vulgaridad!) Nada excede más violentamente los límites del enten­ dimiento. En último caso, podemos representamos la extrema intensidad, la belleza y la desnudez. Nada de un ser dotado de la palabra, nada de Dios, soberano señor... Algunos instantes más tarde, ya el recuerdo de esto es inconsistente. Una visión de esta naturaleza no puede insertarse en este mundo. Se une a este enunciado: «Lo que está ahí, que empero sigue siendo insensato, es im­ posible.» Lo que está ahí: ¡la fragilidad misma!, en tanto que Dios es el fundamento: lo que no habría podido, en ningún caso, no ser. Mi curiosidad intelectual pone la suerte fuera de mi alcance: la busco y me huye como si acabase de errarla. Y empero de nuevo... Esta vez la he visto en su trans­ parencia. Como si nada fuese, sino en esta limpidez — en la suspensión del gancho— . Nada, si no lo que hubiera debido y podido no ser, y que muere, se consume y juega. La transparencia se me aparecía bajo una luz nue­ va: precaria en sí misma, en tela de juicio, no pudiendo existir más que a ese precio. El cielo en la puesta de sol me deslumbra, me mara­ villa, pero no por eso es un ser. Imaginad una mujer incomparablemente bella y muer­ ta: no es un ser, no es nada aprehensible. Nadie está en la habitación. Dios no está en la habitación. Y la habitación está vacía. La suerte tiene la naturaleza de una flecha. Es esta flecha, que difiere de las otras y sólo mi corazón resulta herido. Si caigo herido de muerte es ella y ninguna otra, al fin ella. Mi corazón tiene el poder de hacerla ella. Ella no es ya distinta de mí. ¿Cómo reconocer la suerte sin haber dispuesto para ella un amor que se oculte? Un amor insensato la crea, lanzándose de cabeza en

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silencio. ¡Caía desde lo alto del cielo, como el rayo, y era yo! Pequeña gota rota por el rayo, en un breve ins­ tante: más brillante que un sol. No tengo en mí, o ante mí, ni a Dios ni al ser: sólo inciertas conjunciones. Mis labios ríen: reconocer la suerte en ellos: ¡la suerte! E l « A l e l u y a ». C a t e c is m o d e D ia n u s

Debes saber en primer lugar que cada cosa que tiene un rostro manifiesto posee también uno oculto. Tu ros­ tro es noble: tiene la verdad de los ojos con los que captas el mundo. Pero tus partes peludas, bajo el ves­ tido, no tienen menos verdad que tu boca. Esas partes, secretamente, se abren a la basura. Sin ellas, sin la ver­ güenza aneja a su empleo, la verdad que ordenan tus ojos sería avara. Tus ojos se abren ante las estrellas y tus partes pelu­ das se abren ante... Ese globo inmenso en el que te acu­ clillas se eriza en la noche de sombrías y altas montañas.. Muy arriba, sobre las crestas nevadas, está suspendida la transparencia estrellada del cielo. Pero de una cima a otra se mantienen abiertos abismos en los que a veces repercute la caída de una roca: el fondo claro de esos abismos es el cielo austral, cuyo brillo responde a la oscu­ ridad de la noche boreal. Igualmente, la miseria de las sentinas humanas será un día para ti el anuncio de goces fulgurantes. Ya es hora de que en cada cosa que conozcas, tu lo­ cura sepa advertir el reverso. Te llegó la hora de que inviertas en el fondo de tu ser una imagen insípida y triste del mundo. Te quisiera perdida ya en esos abismos en los que, de horror en horror, entrarás en la verdad. Un río fétido nace en la cavidad más dulce de tu cuerpo. Te evitas a ti misma, alejándote de esa inmundicia. Si­ guiendo por un instante su triste surco, tu desnudez desatada se abre a las dulzuras de la carne.

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No busques ya ni la paz ni el reposo. Este mundo del que procedes, que eres, no se entregará más que a tus vicios. Sin una profunda perversión del corazón, te pare­ cerías al escalador dormido para siempre cerca de la cumbre, no serías más que gravidez abatida, más que fatiga. Lo que en segundo lugar debes saber es que nin­ gún placer merece ser deseado, sino el deseo del placer mismo. La búsqueda en la que te empeñan tu juventud, tu belleza, no difiere menos de la representación de los voluptuosos que la de los curas. ¿De qué otro modo es­ taría la vida de una voluptuosa sino abierta a todos los vientos, abierta desde un primer momento al vacío del deseo? De una forma más cierta que un asceta moral, una perra ebria de placer experimenta la vanidad de todo placer. O , mejor, el calor experimentado por ella al sabo­ rear en la boca un horror es el medio de desear mayores horrores. No es que debas apartarte de una búsqueda sagaz. La vanidad del placer es el fondo de las cosas, que no se alcanzaría si fuese percibido desde un principio. La apariencia inmediata es la dulzura a la que es preciso que r Ce abandones. Debo explicar ahora que la dificultad elevada en el se­ gundo punto no debe descorazonar. Es el poco de sabi­ duría o, mejor, la laxitud moral de los hombres de antaño lo que les impulsaba à huir de lo que les parecía vano. Es fácil hoy advertir la debilidad de estas con­ ductas. Todo es vano, todo es engaño, Dios mismo es la exasperación de un vacío, si nos internamos en las vías del deseo. Pero el deseo permanece en nosotros como un desafío al mundo, incluso aunque le hurte infi­ nitamente su objeto. El deseo es en nosotros como una risa: nos burlamos del mundo desnudándonos, entregán­ donos sin límites al deseo de desear. Tal es la ininteligible suerte a la que nos ha destinado el rehúse a aceptar la suerte (o el carácter inaceptable de la suerte). No podemos lanzarnos a la prosecución de signos a los que se une el vacío y, al mismo tiempo, el mantenimiento del deseo. No podemos subsistir más que

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en la cima, no alzándonos sino sobre escombros. Al menor relajamiento seguirían la sosería del placer o el hastío. No respiramos más que en el límite extremo de un mundo en el que los cuerpos se abren — en el que la desnudez deseable es obscena. Dicho de otro modo, no tenemos posibilidad más que de lo imposible. Estás en poder del deseo al abrir tus piernas, exhibiendo tus partes sucias. En cuanto dejases de experimentar esa posición como prohibida, el deseo moriría de inmediato, y con él la posibilidad de placer. No buscando ya el placer, renunciando a ver en un engaño tan evidente la curación de los sufrimientos y la salida, dejarás de ser desnudada por el deseo. Sucumbirás a la prudencia moral. No subsistirá en ti más que una forma apagada, retirada del juego. Sólo en la medida en que la idea de placer te engaña, te entregas a las llamas del deseo. No debes ignorar ahora qué crueldad te es necesaria: sin una decisión de una audacia injustifica­ ble, no podrías soportar el sentimiento amargo que tiene la sedienta de placer al ser víctima de su sed. Tu cordura te aconsejaría renunciar. Solamente un movimiento de santidad, de locura, puede mantener en ti el sombrío fuego del deseo que supera de todas formas los furtivos fulgores de la orgía. En este dédalo que resulta de un juego, en el que el error es inevitable y debe ser infinitamente renovado, es necesario nada menos que la ingenuidad del niño. Sin duda no tienes ninguna razón para ser ingenua, como tampoco la hay de ser feliz. Te será preciso, sin embargo, tener la audacia de perseverar en ello. El esfuerzo des­ mesurado que las circunstancias te exigen es evidente­ mente agotador, pero no te queda la opción de estar agotada. Si cayeses en poder de la tristeza, no serías más que un desecho. Una singular alegría, nada fingida, en modo alguno falsa, una alegría de ángel es necesaria en las angustias del placer. Una de las duras pruebas reservadas a quienes nada detiene, atañe sin duda a la necesidad en que están de expresar un horror indecible. Cuando no pueden más que

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teírse de este horror, pues no lo han encontrado más que para reírse de él o, mejor, para gozar de él. No debes, por otra parte, asombrarte si parecen sucumbir a la desdicha en el instante mismo en que han llegado a su meta. Tal es la ambigüedad, generalmente, de las cosas humanas. La certeza del horror lleva tanto más rápida­ mente a la alegría cuanto que está pura de reserva. Todo en mí se disuelve en un explosivo y voluptuoso furor de vivir que sólo se expresa suficientemente en la desespe­ ración. Esta impotencia definitiva para aprehender, esta inexorable necesidad de no encerrar nada, ¿serían acaso soportadas sin una ingenuidad de niño? Lo que yo espero de ti rebasa de esta forma la reso­ lución sagaz tanto como la desesperación o el vacío. Te hace falta sacar del exceso de lucidez el infantilismo, que lo olvida (el capricho, que aniquila). El secreto de vivir es sin duda la destrucción ingenua de lo que debía des­ truir en nosotros el gusto de vivir: es la infancia que triunfa sin grandes frases sobre los obstáculos que se oponen al deseo, es el tren desenfrenado del juego, el secreto del escondite donde, cuando eras pequeña, sucedió que te levantaste la falda... Si el corazón te late, piensa en los minutos de obsce­ nidad de un niño. En el niño están separados diversos momentos: ingenuidad, juego jubiloso, suciedad. Un adulto une esos momentos: alcanza en la suciedad la alegría ingenua. La suciedad sin la vergüenza pueril, el juego sin la ale­ gría del niño, la ingenuidad sin el movimiento alocado de la infancia, tales son las comedias a las que reduce la seriedad de los adultos. La santidad, por otro lado, mantiene el fuego con el que ardía la infancia. La peor impotencia es la seriedad completa. La desnudez de los senos, la obscenidad del sexo, tie­

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nen la virtud de operar aquello con lo que, de niña, no has podido más que soñar, sin poder hacer nada. ¡Abrumado por las tristezas heladas, por los horrores majestuosos de la vida! En el colmo de la exasperación. Hoy me encuentro al borde del abismo. En el límite de lo peor, de una dicha intolerable. Es en ía cumbre de una altura vertiginosa donde canto mi aleluya: el más puro, el más doloroso que puedas oír. La soledad de la desdicha es un halo, un vestido de lágrimas, con el que podrás cubrir tu desnudez de perra. Escúchame. Te hablo al oído en voz baja. No sigas desconociendo mi dulzura. Ve en esta noche plena de angustia, desnuda, hasta el recodo del sendero. Mete los dedos en tus repliegues húmedos. Será dulce sentir en ti la acritud, la viscosidad del placer — el olor mojado, el olor soso de carne feliz— . La voluptuosidad contrae una boca ávida de abrirse a la angustia. En tus riñones, dos veces desnudos por el viento, sentirás esas rupturas cartilaginosas que hacen deslizar entre las pes­ tañas el blanco de los ojos. En la soledad de un bosque, lejos de los vestidos aban­ donados, te acuclillarás dulcemente como una loba. El rayo de olor a fiera y las lluvias de la tempestad son los compañeros de angustia de la obscenidad. Levántate y huye: pueril, alocada, riendo de puro miedo. Ha llegado el tiempo de ser duro, me es preciso trans­ formarme en piedra. Existir en el tiempo de la desdi­ cha, amenazado...; hacer frente, inconmovible, a even­ tualidades desarmantes y, para eso, abismarse en sí mis­ mo, ser de piedra, ¿respondería algo mejor al exceso del deseo? La voluptuosidad excesiva, abrasando el corazón, lo devasta y le obliga a la dureza. Las brasas del deseo dan al corazón audacia infinita. Gozando hasta no poder más o emborrachándote a muerte, apartas la vida de retratos pusilánimes.

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Las pasiones no favorecen la debilidad. La ascética es un reposo comparado a las vías febriles de la carne. Imagina ahora, sin abrigo concebible para ti, la ex­ tensión que se abre a la desdicha. Lo que debes esperar: el hambre, el frío, las crueldades, la cautividad, la muerte sin asistencia... Imagina el sufrimiento, la desesperación y el despojamiento. ¿Creías escapar a esta caída? Ante ti, el desierto maldito: escucha esos gritos a los que nadie nunca responderá. No lo olvides: ahora eres la perra a la que abruma el furor de los lobos. Este lecho miserable es tu país, tu único auténtico país. De todas formas, las furias de cabelleras de serpiente son las compañeras del placer. Te llevarán de la mano —atiborrándote de alcohol. La calma de un convento, la ascética, la paz del co­ razón, se proponen a esos desdichados a los que obse­ siona la preocupación por un abrigo. Ningún abrigo es imaginable para ti. El alcohol y el deseo abandonan a las violencias del frío. El convento retira del juego, pero un día la religiosa ardió por abrir las piernas. Por un lado, la búsqueda del placer es cobarde. Pre­ tende el apaciguamiento: el deseo, por el contrario, está ávido de no saciarse jamás. El fantasma del deseo es necesariamente mentiroso. Lo que se da como deseable está enmascarado. La máscara cae un día u otro y en ese momento se desenmascaran la angustia, la muerte y el aniquilamiento del ser pere­ cedero. En verdad, tú aspiras a la noche, pero es nece­ sario dar un rodeo y amar rostros amables. La posesión del placer que anunciaban esos rostros deseables pronto se reduce a la posesión desarmante de la muerte. Pero la muerte no puede ser poseída: ella desposee. Es por lo que el lugar de la voluptuosidad es el lugar de la decep­ ción. La decepción es el fondo, es la última verdad de la vida. Sin la decepción agotadora — en el mismo ins­ tante en que fallan las fuerzas— no podrías saber que la avidez de gozar es la desposesión de la muerte. Lejos de ser una cobardía, la búsqueda del placer es

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la avanzada extrema de la vida, el delirio de la audacia. Es la astucia que utiliza en nosotros el horror de ser saciado. Amar es, sin duda, la posibilidad más lejana. Infinita­ mente, los obstáculos escamotean el amor al furor de amar. El deseo y el amor se confunden: el amor es el deseo de un objeto a la medida de la totalidad del deseo. Un amor insensato no tiene sentido más que yendo hacia un amor más insensato. El amor tiene esta exigencia: o su objeto te escapa o tú escapas de él. Si él no te huyese, tú huirías del amor. Los amantes se encuentran en la condición de des­ garrarse. Uno y otro tienen sed de sufrir. El deseo debe en ellos desear lo imposible. Si no, el deseo se saciaría, el deseo moriría. En la medida en que triunfa la parte de lo insaciado, es bueno saciar el deseo y perderse en el seno de una felicidad indecible. En ese momento, la felicidad es la condición de un deseo acrecentado; la saciedad, fuente de la eterna juventud del deseo. Deja de desconocer quién eres. ¿Cómo te quieres hu­ millada, obligada a abordar a los otros con un rostro que no es el tuyo? Podrías responder a las conveniencias y gozar de la estima de los humillados. Sería fácil apreciar en ti los aspectos por los que trabajarías en la falsificación sin salida. Poco importaría saber si mientes. Responderías con una actitud servil a la servidumbre de la mayoría, hurtando tu existencia a la pasión. En esta condición serías la señora N ... y yo oiría tus elogios... Debes elegir entre dos caminos: ser «recomendada» como una de las suyas a los miembros de una humanidad que el horror del hombre ha fundado o abrirte a la liber­ tad de deseos que exceden los límites recibidos. En el primer caso, cederías a la fatiga... Pero ¿cómo olvidar el poder que te pertenece de po­ ner en ti el ser mismo en juego? Mide el exceso de

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sangre que te calienta bajo el gris del cielo: ¿podrías disimularlo mucho tiempo bajo el vestido? ¿Ahogarías por mucho tiempo ese grito de furor y excesiva volup­ tuosidad que otros habrían reducido a esos propósitos baladíes que la buena crianza exige? ¿Serías menos fas­ cinante embriagada de vergüenza de lo que lo es la des­ nudez de la noche? Sólo la intolerable alegría de quitarle el vestido está a la medida de la inmensidad..., en donde sabes que es­ tás perdida: la inmensidad, como tú, no tiene vestido, y tu desnudez, que se pierde en ella, tiene la sencillez de los muertos. En ella, tu desnudez te expone inmensa­ mente: estás crispada, descoyuntada de vergüenza, y tu obscenidad te pone en juego inmensamente. (Silenciosa y desnuda, ¿acaso no es a la intimidad del universo a la que te abre un vértigo intolerable? ¿Y no es el universo mal acabado lo que bosteza entre tus pier­ nas? Pregunta sin respuesta. Pero tú misma, abierta sin vestido a la risa infinita de las estrellas, ¿dudarías de que el vacío lejano no sea al mismo tiempo más pesado que lo es esa inconfesable intimidad que se disimula m ti?) Tumbada, la cabeza hacia atrás, con los ojos perdidos en las corrientes lechosas del cielo, ¡abandona a las es­ trellas... el más dulce fluir de tu cuerpo! Aspira el olor sulfuroso y el olor a seno desnudo de la vía láctea: la pureza de tus riñones abrirá tus sueños a la caída en el espacio inconcebible. Las conjunciones de las orugas desnudas de los sexos, esas calvicies y esos antros rosáceos, esos rumores de algaradas, esos ojos muertos: esos largos hipos de furor risueño son los momentos que responden en ti a la fi­ sura insondable del cielo... Los dedos se deslizan en la hendija donde la noche se disimula. La noche cae en el corazón, y caídas de estrellas surcan la noche en que tu desnudez, como el cielo, está abierta. Lo que fluye en ti en el placer — en el horror dulzón de la carne— , los otros lo escamotean a la inmensidad

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de la muerte... ¡Lo escamotean a la soledad del cielo! Por eso te hace falta huir, ocultarte en el fondo de los bosques. Lo que en la voluptuosidad desgarra, llama al vértigo de la soledad: ¡la voluptuosidad exige fiebre! Sólo tus ojos blancos pueden reconocer al blasfemo que unirá tu herida voluptuosa al vacío del cielo estrellado. Nada hay a la medida de tus furores excepto la in­ mensidad silenciosa de la noche. Negando a los seres limitados, el amor los devuelve al infinito del vacío, los limita a la espera de lo que no son.

En el suplicio de amar, me escapo de mí mismo. Y, desnudo, accedo a la transparencia irreal. No sufrir más, no amar más, me limita, por el con­ trario, a mi pesadez. El amor-elección se opone a la lubricidad. El amor, que purifica, vuelve sosos los placeres de Ja carne. A la sucia curiosidad del niño le suceden transportes e inge­ nuidades llenas de trampas. Cuando uno mira las células sencillas asexuadas, la reproducción de una célula proviene, según parece, de una impotencia para mantener en su integridad el sistema abierto. El crecimiento del ser minúsculo tiene por re­ sultado lo demasiado lleno, el excesivo desgarramiento y la pérdida de la unidad. La reproducción de los animales sexuados y de los hom­ bres se divide en dos fases, de las que cada una tiene esos mismos aspectos de algo demasiado lleno, de exce­ sivo desgarramiento y de pérdida. Dos seres se comuni­ can, en la primera fase, por el canal de sus desgarrones. Ninguna comunicación es más violenta. El desgarrón ocul­ to (como una imperfección, como una vergüenza del ser) se desnuda (se confiesa), se pega glotonamente al otro desgarrón: el punto de encuentro de los amantes es el delirio de desgarrar y de ser desgarrado. La fatalidad de los seres finitos los deja en el límite de ellos mismos. Y este límite está desgarrado. ( ¡De aquí el sentido desgarrador de la curiosidad!)

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Sólo la cobardía y el agotamiento mantienen aparte. Inclinada sobre el vacío, lo que, en su profundidad, adivinas es el horror. ; De todos lados se acercan otros cuerpos desgarrados; enfermos contigo del mismo horror, están enfermos de la misma atracción. La hendija, bajo el vestido, es peluda. En el vacío abierto al desorden de los sentidos, los extenuantes jue­ gos de luz del placer hacen temblar. El vacío desesperante del placer, que infinitamente nos compromete a huir más allá de nosotros mismos, en la ausencia, sería irrespirable sin la esperanza. En un send io , la esperanza es engañosa, pero nadie sufriría la ctfacción del vacío si la apariencia contraria no interviene. En el trance, el vacío no es todavía verdaderamente vado, sino la cosa o el emblema de la nada que es la basura. La basura hace el vacío en lo que asquea. El vacío se revela en el horror que la atracción no supera. O que supera mal. La verdad, el fondo de desesperación del desenfreno, es su aspecto inmundo, que asquea. La imagen de la muerte que es la basura propone al ser un vacío que asquea; la basura hace el vacío en tomo a ella. La huyo con la energía de la desesperación: pero no solamente mi energía, mi miedo y mi temblor la hu­ yen. La nada, que no es, no puede separarse de un signo... Sin el cual, como no es, no podría atraemos. El asco, el miedo, en el momento en que el deseo nace de lo que da miedo, y da náuseas, son la cumbre de la vida erótica: el miedo nos deja al borde de desfallecer. Pfero el signo del vacío (la basura) no sólo tiene el poder de traer el desfallecimiento. Le hace falta, uniéndose a los colores seductores, concertar su horror con ella a fin de mantenemos angustiados en la alternativa del deseo y de la náusea. El sexo está unido a la basura: es el orificio de ella; pero no es el objeto del deseo más que si la desnudez del cuerpo maravilló. Joven, bella, tus risas, tu voz, tu brillo, atraen a un

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hombre, que no espera sino la hora en que el placer, imitando en ti la agonía, te llevará al límite de la locura. Tu desnudez, bella, ofrecida — silencio y presentimien­ to de un cielo sin fondo— , es semejante al horror de la noche, cuyo infinito designa: lo que no puede definirse — y que, sobre nuestras cabezas, levanta un espejo de la muerte infinita. Espera de un amante los sufrimientos que le borran. Nadie es sino un poder de abrir en uno mismo el vacío que le destruirá. Es lo que exige la rabia, la rebelión y la obstinación odiosa, al mismo tiempo cínica, tierna, ju­ bilosa, siempre al borde de la náusea. Ese juego de la seducción y del miedo, en el que infi­ nitamente el vacío, hurtando el suelo, abandona el exceso de alegría, en el que prende la bella apariencia, a su opuesto, el sentido del horror, es tal que liga esos con­ trarios que reúne. Los seres de carne, alternativamente vestidos, desnudos, condenados a servirse uno a otro de espejismo, y más tarde a derruir tales espejismos, a re­ velar la angustia, la basura, la muerte, que están en ellos, están perdidos por el juego que les juega y les entrega a lo imposible. Tu amor es tu verdad si te abandona a la angustia. Y el deseo en ti no ha deseado más que para desfallecer. Pero si es cierto que ante ti lleva en él la muerte, si el poder que tiene de atraerte, es el de ha­ certe entrar en la noche, un instante, entrégate sin lími­ tes al furor pueril de vivir: no tienes a partir de ahora más que vestidos desgarrados y tu desnudez sucia se promete al suplicio de los gritos. Dos seres se eligieron en vista del naufragio sexual, siguiendo las atracciones más fuertes. Sólo en ellos lo posible está en juego por completo. La fuerza requerida es mayor; la belleza, la fuerza y el valor son signos de un desfallecimiento. Pero el valor de una virtud super­ ficial se agita a fin de hundirse en el horror del ser. El deseo va del vacío de la belleza a su plenitud. La perfecta belleza, sus movimientos vivos, imperiosos e irrefutables, tienen el poder de abrasar el desgarro, y al mismo tiempo de detener, de sujetar. El desgarrón da a

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la belleza su halo fúnebre. Une, en condiciones favora­ bles, a la pureza de las líneas una posibilidad de turba­ ción infinita. Los dos amantes se dan juntando su desnudez. Se des­ garran así y permanecen mucho tiempo uno y otra unidos a sus desgarrones. La belleza es del otro mundo, es vacía, es el desga­ rramiento que falta a la plenitud. La nada: el más allá del ser limitado. La nada es, en rigor, lo que no es un ser limitado, es, en rigor, una ausencia, la de límite. Considerado desde otro punto de vista, la nada es lo que desea el ser limi­ tado, ¡el deseo que tiene por objeto lo que no es el que desea!

En su movimiento inicial, el amor es la nostalgia de la muerte. Pero la nostalgia de la muerte es el movimien­ to en que la muerte es superada. Superando la muerte, apunta al más allá de los seres particulares. Esto es lo que desvela la fusión de los amantes que confunden su amor con el que cada uno tiene por el sexo del otro. Así el amor unido a la elección resbala sin fin en el momento de la orgía anónima. El ser aislado, en la orgía, muere, o por lo menos, durante un tiempo, deja lugar a la horrible indiferencia de los muertos. En el deslizamiento de un ser en el horror de la orgía, el amor alcanza su significación íntima, en el límite de la náusea. Pero el movimiento inverso, el movimiento de la reversibilidad, puede ser el más violento. En ese mo­ mento, el elegido (el ser particular) se reencuentra, pero ha perdido la apariencia aprehensible unida a límites precisos. De todas formas, por el hecho de haber sido elegido, el objeto de la elección es la fragilidad y la inaprehensibilidad mismas. Las pocas oportunidades que hubo de encontrarle, precisamente a él, las pocas opor­ tunidades que hay de conservarle, le suspenden, de un modo que vuelve intolerable el deseo, sobre la nada de lo que no es. Pero no sólo es la partícula ínfima, en­ tregada de antemano al vacío inmenso: precisamente el

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exceso de vida y de fuerza en él le ha hecho cómplice de lo que le aniquila. La irreemplazable particularidad es el dedo, que muestra el abismo y marca su inmensi­ dad. Ella misma es la revelación provocativa de la men­ tira que es... La particularidad es la de una mujer que muestra a su amante sus obscoena. Es el índice que designa el desgarrón, el estandarte del desgarrón, si se quiere. La particularidad es necesaria a quien busca ávidamen­ te el desgarrón. El desgarrón no sería nada si no fuese el de un ser y, justamente, el de un ser elegido por su plenitud. El exceso de vida y su plenitud son los medios que tuvo de subrayar el vacío: esta plenitud y ese exceso son tanto más los suyos cuanto que le disuelven, que quitan la barandilla que separa al ser de ese vacío. De aquí esta paradoja profunda: no es el simple desgarrón lo que nos desgarra intensamente, sino la particularidad rica, absurda, delirante, que entrega a la angustia. La particularidad del ser elegido es la cumbre, es en el mismo instante el ocaso del deseo. El hecho de alcanzar la cumbre quiere decir que habrá que descender de ella. A veces, la particularidad, por sí misma, se vacía de sen­ tido, resbala a la posesión regular, se reduce lentamente a la insignificancia. Más allá de impulsos unidos a la obscenidad perdida, alcanzarás la extensión en que reina la amistad. Esta extensión en la que, de nuevo, te hallarás desarmada, es tanto más pesada cuanto que de ella está suspendido este largo y quebradizo relámpago: la conciencia de una des­ dicha igual a la tuya. Lo que en esta conciencia com­ pletará tu desenlace es esta certeza: que el relámpago hace deseable el desenlace. La desdicha compartida es también una alegría, pero no es dulce más que a condi­ ción de ser compartida. El hecho de hundirse con otro en las voluptuosidades del desenlace la altera: el desen­ lace de cada uno de los amantes se refleja entonces en el espejo que el otro es para él. Es un lento, es un deli­ cioso vértigo que prolonga el desgarramiento de la carne.

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La figura del ser amado saca de aquí su carácter pun­ zante y su seducción insensata. Cuanto más inaccesible es el objeto del deseo, mejor comunica el vértigo. Lo que da el mayor vértigo es la unicidad del ser amado. El vértigo de la unicidad no es el simple vértigo, sino la alegría que hace diez veces mayor un vértigo intole­ rable. Y, sin duda, para acabar, la particularidad (la unicidad) se pierde, el vacío llega a ser entero y la ale­ gría se transforma en desdicha (muere el amor que no puede exceder de la unicidad ni de la alegría). Pero más allá de la unicidad que se pierde comienzan las unicida­ des diferentes, más allá de una alegría transformada en desdichas, nuevos seres transforman en alegría nuevos vértigos. El ser aislado es un error (que refleja, invirtiéndola, la desgracia de la multitud), la pareja que finalmente llega a ser estable es la negación del amor. Pero lo que va de un amante a otro es el movimiento que pone fin al aislamiento, que le hace por lo menos tambalearse. El ser aislado es puesto en juego, abierto al más allá de sí mismo, incluso, más allá de la pareja, a la orgía. Quiero ahora hablarte de mí. Los caminos que he mos­ trado son los que yo he recorrido. Cómo representar las fatigas en que me hundo. Deja en mí hablar a la fatiga. Mi cabeza está tan hecha al miedo, mi corazón está tan cansado, la ruina lo ha con­ quistado tantas veces, que mejor podría contarme entre los muertos. Esforzándome cada día en aprehender lo inaprehensible, buscando de desenfreno en desenfreno... y rozando el vacío hasta morir: me encerraba en mi angustia. Para mejor desgarrarme en los desgarrones de las chicas. Cuan­ to más miedo tenía, más divinamente aprendía lo que un cuerpo de prostituta tenía que decirme de vergonzoso. El trasero de las chicas aparecía para acabar rodeado de una aureola de fulgor espectral: vivía ante ese fulgor. Buscando en una hendija el lejano extremo de lo po­

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sible, tenía conciencia de romperme y de exceder mis fuerzas. La angustia es lo mismo que el deseo. He vivido hasta agotarme numerosos deseos, y, toda mi vida, la angustia me cortó las alas. Cuando niño, esperaba el redoble de tambor que anunciaba la salida de la clase; y espero hoy el objeto de mi angustia hasta no poder más de esperar. Me habita un terror que se apodera de mí bajo cualquier pretexto. En este momento, lo que amo es la muerte. Quisiera huir, escapar del estado presente, de la soledad, del hastío de la vida cerrada sobre sí misma. Me sucede, en la angustia, el confesar mi cobardía, el decirme: otros son más de compadecer que yo y no es­ tán como yo, pateando, dando con la cabeza contra las paredes. Me levanto oprimido por la vergüenza: descu­ bro entonces en mí una segunda clase de cobardía. Era evidentemente cobarde estar angustiado por tan poco, pero también es cobarde huir de la angustia, buscar la seguridad y la firmeza en la indiferencia. En el extremo opuesto de la indiferencia (el hecho de sufrir «por nada») comienza una subida al Carmelo: aunque también con­ viene, en plena desgracia, erguirse y enfrentarse al horror. La severa ley aceptada por los que no tienen la nos­ talgia de la cumbre es suave y deseable. Pero si se trata de ir más lejos (lo más lejos posible), falta la suavidad. Deseo quitarles los vestidos a las chicas, insaciable de un vacío, más allá de mí mismo, en el que hundirme. Una desesperación de niño, la noche, las tumbas, el árbol del que aserrarán mi ataúd agitado por un viento violento: el dedo deslizado en su intimidad, tú, roja y con el corazón golpeante, la muerte que entra largamente en ese corazón... Pasado el umbral más allá del cual reinan el silencio, el m iedo..., en una oscuridad de iglesia, tu trasero es la boca de un Dios que me inspira una tristeza diabólica. Callarse y morir largamente: tal es la condición del desgarramiento sin fin. En esta silenciosa espera, el más

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dulce tocamiento despierta al placer. Que tu espíritu se reencuentre en el júbilo de la indecencia. A partir de ahí, deslizándote en un silencio y en un retroceso sin fondo, sabrás de qué abandono, de qué muerte está he­ cho el mundo. Lo imaginarás, y lo que había velado tu vestido experimentará las consecuencias: tantas desnude­ ces lúcidas al borde de un mismo abismo, derribadas por un mismo júbilo, angustiadas de la misma manera. Estás marcada. No intentes huir ya. Ciertas facilidades son engañosas. Ni tu mala fe ni tu ironía pueden reem­ plazar la fuerza. Una vez que la perrería ha llegado a ser tu posibilidad, sea cual fuere la forma en que inten­ tes escapar de ella, te encontrará. No es que estés atada por el placer. Pero no puedes más que ir, abierta, feliz, al encuentro de lo peor. Lo que lleva más allá de la pobreza de las horas, las tristezas que hicieron de tu vida el límite de la muerte, no pueden dejar el espíritu va­ cante. No volverás a bajar ni queriendo. No te engañes: esta moral que escuchas, que enseño, es la más difícil, no deja esperar ni sueño ni satisfacción. Te pido la pureza del infierno o, si lo prefieres, del niño: no te será hecha promesa alguna a cambio y nin­ guna obligación te atará. Escucharás, viniendo de ti mis­ ma, una voz que lleva a tu destino: es la voz del deseo y no la de los seres deseables. El placer, en verdad, apenas importa. Es recibido co­ mo una añadidura. El placer o el júbilo, el aleluya in­ sensato del miedo, es el signo de una extensión en la que el corazón se desarma. En este más allá semilunar, en el que cada elemento está roído, las rosas húmedas de lluvia se iluminan con una luz de tormenta... Vuelvo a ver a la desconocida enmascarada, cuya an­ gustia le quitaba el vestido en el burdel, disimulado el rostro y desnudo el cuerpo: el abrigo, el vestido y la ropa interior esparcidos por la alfombra. Es para alcanzar esta región de sueño para lo que nos servimos del trampolín del placer. Y, sin duda, el placer no se encuentra más que a condición de arruinar las dis­ posiciones recibidas, de ordenar un mundo espantoso.

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Pero la recíproca también es cierta. No encontraríamos la iluminación desdichada bajo la que la verdad se des­ vela si el placer no asegurase nuestras insoportables gestiones. Tu negocio en este mundo no es ni asegurar la sal­ vación de un alma sedienta de paz ni procurar a tu cuer­ po las ventajas del dinero. Tu negocio es la búsqueda de un incognoscible destino. Por eso debes luchar con odio contra los límites que opone a la libertad el sistema de las conveniencias. Por eso deberás armarte de un secreto orgullo y de una insuperable voluntad. Las ven­ tajas que te ha dado la suerte — tu belleza, tu brillo y el ímpetu de tu vida — son necesarias a tu desgarramiento. Claro está, este testimonio no será verdaderamente revelado: la luz que emanará de ti se parecerá a la de la luna que ilumina la campiña dormida. Sin embargo, la miseria de tu desnudez y el trance de tu cuerpo ener­ vado de estar desnudo no bastarán para arruinar la ima­ gen de un destino limitado de los seres. Lo mismo que el rayo que cae abre su verdad a los que toca: así la muerte eterna, revelada en la dulzura de la carne, alcan­ zará a raros elegidos. Contigo, esos elegidos entrarán en la noche en que se pierden las cosas humanas: pues sólo la inmensidad de las tinieblas disimula, al abrigo de las servidumbres del día, una luz de brillo tan fulgurante. Así, en el aleluya de la desnudez, aún no estás en la cumbre en la que se revelará la verdad completa. Más allá de transportes morbosos, deberás reír todavía, al entrar en la sombra de la muerte. En ese momento se resolverán en ti y se desatarán esos lazos que obligan al ser a la solidez: y no sé si deberás llorar o reír al descubrir en el cielo a tus innumerables hermanas...

De ietzsche De Sobre Sobre N Nietzsche

La aspiración extrema, incondicional, del hombre ha sido expresada por Nietzsche por vez primera indepen­ dientemente de un fin moral y del servicio de un Dios.

Nietzsche no puede definirla de manera precisa, pero ella le anima: la asume de parte a parte. Arder sin res­ ponder a ninguna obligación moral, expresada en tono dramático, es sin duda una paradoja. A partir de ahí es imposible predicar o actuar. De ello se desprende un re­ sultado que desconcierta. Si cesamos de hacer de un estado ardiente la condición de otro, ulterior y dado como un bien aprehensible, el estado propuesto parece una fulguración en estado puro, una consumación vacía. A falta de referirla a algún enriquecimiento, como la fuerza y el esplendor de una ciudad (o de un Dios, de una Iglesia, de un partido), tal consumación no es ni si­ quiera inteligible. El valor positivo de la pérdida no pue­ de en apariencia darse más que en términos de provecho.

De esta dificultad no tuvo Nietzsche conciencia clara. Debió constatar su fracaso: finalmente, supo que había hablado en el desierto. Al suprimir la obligación, el bien, 111

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al denunciar el vacío y la mentira de la moral, derruía el valor eficaz del lenguaje. La celebridad tardó y, des­ pués, cuando llegó, le fue preciso retirar la escala. Nadie respondía a su espera. Me parece deber decir hoy: los que le leen o le admiran le escarnecen (él lo supo, lo dijo). ¿Salvo yo? (simplifico). Pero intentar, como él pedía, seguirle es abandonarse a la misma prueba, al mismo extravío que él. Esta total liberación de lo posible humano que él de­ finió es sin duda de todos los posibles el único que no se ha intentado (me repito: simplificando, salvo en mi caso [? ]). En este punto actual de la historia, imagino, de cada una de las doctrinas concebibles, que ha sido predicada, que, en cierta medida, su enseñanza fue se­ guida de efectos. Nietzsche, a su vez, concibió y predicó una doctrina nueva, se lanzó a la búsqueda de discípulos, soñaba con fundar una orden: odiaba lo que obtuvo..., ¡vulgares alabanzas! Hoy tengo a bien afirmar mi desconcierto: he inten­ tado sacar de mí las consecuencias de una doctrina lú­ cida, que me atraía como la luz: he cosechado angustia y, muy a menudo, la impresión de sucumbir.

La cu m b re y e l o c a s o ¡Nadie ha de seguirte aquí a escondidas! T u mismo pie ha borrado detrás de ti el ca­ mino, y sobre él está escrito: imposibilidad. Z a ra t r u s t a , E l viajero.

Las cuestiones que trato a continuación atañen al bien y al mal en su relación con el ser o los seres. El bien se presenta en primer lugar como bien de un ser. El mal parece un perjuicio inferido — a algún ser, evidentemente— . Puede que el bien sea el respeto a los seres y el mal su violación. Si tales juicios tienen algún sentido, puedo extraerlos de mis sentimientos.

Sobre Nietzsche

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Por otro lado, de manera contradictoria, el bien está ligado al desprecio del interés de los seres por sí mismos. Según una concepción secundaria, pero que interviene en el conjunto de los sentimientos, el mal sería la exis­ tencia de los seres — en tanto que implica su separación. Entre tales formas opuestas, la conciliación parece fá­ cil: el bien sería el interés de los otros. Pudiera suceder, en efecto, que la moral entera repo­ sase sobre un equívoco y derivase de solapamientos. Pero antes de acceder a las cuestiones implicadas en el enunciado que precede, mostraré la oposición bajo una luz diferente. Cristo crucificado es el más sublim e de to­ dos los sím bolos — incluso ahora.

1885-1886

Tengo intención de oponer no ya el bien al mal, sino la «cumbre moral», diferente del bien, al «ocaso», que no tiene nada que ver con el mal y cuya necesidad determi­ na, por el contrario las modalidades del bien. La cumbre responde al exceso, a la exuberancia de las fuerzas. Lleva a su máximo la intensidad trágica. Se conecta con los gastos de energía sin tasa, con la viola­ ción d e la integridad de los seres. Luego está más próxi­ ma del mal que del bien. El ocaso — que responde a los momentos de agota­ miento, de fatiga — concede todo el valor al cuidado de conservar y enriquecer el ser. De él provienen las reglas morales. Mostraré en primer lugar en la cumbre que es el Cristo crucificado la expresión más equívoca del mal.

La condena a muerte de Jesucristo es considerada por el conjunto de los cristianos como un mal. Es el mayor pecado jamás cometido. Este pecado incluso posee un carácter ilimitado. No sólo son crimínales los actores del drama: la falta in­ cumbe a todos los hombres. En tanto que un hombre

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El aleluya y otros textos

hace el mal (cada hombre está por su parte obligado a hacerlo), crucifica a Cristo. Los verdugos de Pilatos crucificaron a Jesús, pero el Dios que clavaron en la Cruz fue ejecutado en un sacri­ ficio: el agente del sacrificio es el Crimen, que infini­ tamente, desde Adán, cometen los pecadores. Lo que la vida humana esconde de espantoso (todo lo que lleva en sus repliegues de sucio e imposible, el mal condensado en su fetidez) ha violado tan perfectamente al bien que uno no puede imaginar algo que se le aproxime. La ejecución de Cristo ataca al ser de Dios. Las cosas ocurrieron como si las criaturas no pudie­ sen comulgar con su Creador más que por medio de una herida que desgarrase su integridad. Tal herida es querida, deseada por Dios. Los hombres que se la infieren no son por ello menos culpables. Por otro lado — no es esto lo menos extraño— tal cul­ pabilidad es la herida que desgarra la integridad de cada ser culpable. De este modo, Dios herido por la culpabilidad de los hombres y los hombres a los que hiere su culpabilidad para con Dios, encuentran, aunque penosamente, la uni­ dad que parece ser su fin. Si hubiesen guardado su integridad respectiva, si los hombres no hubiesen pecado, Dios por un lado y los hombres por otro hubieran perseverado en su aislamien­ to. Una noche de muerte, en la que el Creador y las criaturas juntamente sangraron, se desgarraron mutua­ mente y se pusieron en entredicho desde todos los ángu­ los — hasta el límite extremo de la vergüenza— resultó ser necesaria para su comunión. De este modo, la «comunicación», sin la cual para nosotros nada sería, está asegurada por el crimen. La «comunicación» es el amor y el amor mancilla a los que une.

El hombre alcanza en la crucifixión la cumbre del mal. Pero es precisamente por haberla alcanzado por lo que dejó de estar separado de Dios. Donde se ve que la «co-

Sobre Nietzsche

115

tnunicación» de los seres está asegurada por el mal. El ser humano, sin el mal, se hallaría replegado sobre sí mismo, encerrado en su esfera independiente. Pero la ausencia de «comunicación» — la soledad vacía— sería sin duda alguna un mal aún mayor. La posición de los hombres es insostenible. Deben «comunicar» (tanto con la existencia indefini­ da como entre ellos): la ausencia de «comunicación» (el repliegue egoísta sobre sí mismo) es evidentemente lo más condenable. Pero la «comunicación», al no poderse hacer sin herir o mancillar a los seres, es ella misma culpable. El bien, de cualquier manera que se lo enfoque, es el bien de los seres, pero en el intento de alcanzarlo se nos hace preciso entrar en litigio — en la noche, por el mal— con esos mismos seres en relación con los cua­ les le pretendemos. Un «principio» fundamental puede expresarse como sigue: La «comunicación» no puede realizarse de un ser ple­ no e intacto a otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos puesto en juego, situado en el límite de la muerte, de la nada la cumbre moral es un momento de puesta en juego, de suspensión del ser más allá de sí mismo, en el límite de la nada.

El hombre es, en efecto, el más cruel de los animales. Hasta ahora, como más feliz se ha sentido en la tierra ha sido asistiendo a tragedias, corridas de toros y crucifixiones; y cuando inventó el infierno, he aquí que éste fue su cielo en la tierra. Z a r a t r u s t a , E l convaleciente.

Para mí es importante mostrar que, en la «comunica­ ción», en el amor, el deseo tiene la nada por objeto. Así sucede en todo «sacrificio».

Hablando en general, el sacrificio, y no sólo el de Jesús, parece haber dado lugar a la sensación de crimen 2:

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El aleluya y otros textos

el sacrificio está del lado del mal, es un mal necesario para el bien. El sacrificio sería por otra parte ininteligible si no se viese en él el medio por el que los hombres, univer­ salmente, se «comunicaban» entre sí, al mismo tiempo que con las sombras con las que poblaban los infiernos o el cielo. Para hacer más perceptible el lazo entre la «comuni­ cación» y el pecado — entre el sacrificio y el pecado— yo representaría en primer lugar que el deseo, entendamos el deseo soberano, que roe y alimenta la angustia, com­ promete al ser a buscar el más allá de él mismo. El más allá de mi ser es en primer término la nada. Es mi ausencia lo que presiento en el desgarramiento, en el sentimiento penoso de una carencia. La presencia del otro se revela a través de ese sentimiento. Pero no logra revelarse plenamente más que si el otro, por su lado, se inclina sobre el pretil de su nada o si cae en ella (si muere). La «comunicación» no tiene lugar más que entre dos seres puestos en juego — desgarrados, sus­ pendidos, inclinados uno y otro sobre su nada. Esta forma de ver las cosas da del sacrificio y de la cópula carnal una misma explicación. En el sacrificio unos hombres se unen ejecutando a un dios al que perso­ nifica un ser vivo, víctima animal o humana (por este mismo acto, se unen entre ellos). El mismo sacrificado — y los asistentes— se identifican en cierta manera a la víctima. De este modo se inclinan en el momento de la ejecución sobre su propia nada. Aprehenden en ese mis­ mo instante a su dios que resbalaba hacia la muerte. El abandono de una víctima (así, en el holocausto, en el que se la quema) coincide con el golpe que hiere al dios. El don pone parcialmente en juego el ser del hombre: así le permite, en un fugaz momento, unirse al ser de su divinidad que la muerte ha puesto en juego al mismo tiempo.

Sobre Nietzsche

117 Sería espantoso creer aún en el pecado; por el contrario, to do lo que hacemos, aunque debiésem os repetirlo un millar de veces, es inocente. 1881-1882

Más a menudo que el objeto sagrado, lo que el deseo tiene por objeto es la carne y, en el deseo de la carne, el juego de la «comunicación» aparece rigurosamente en su complejidad. El hombre, en el acto de la carne, franquea manci­ llando — y mancillándose — el limite de los seres.

El deseo soberano de los seres tiene lo que está más allá del ser por objeto. La angustia es el sentimiento de un peligro unido a esta inagotable espera. En el dominio de la sensualidad, un ser de carne es el objeto del deseo. Pero lo que en ese ser de carne atrae no es inmediatamente el ser, es su herida: es un punto de ruptura en la integridad del cuerpo y el orificio de la basura. Esta herida no pone realmente la vida en peli­ gro, sino sólo su integridad, su pureza. No mata, pero mancha. Lo que tal mancha revela no difiere esencial­ mente de lo que la muerte revela: el cadáver y la excre­ ción expresan ambos la nada, el cadáver por su parte participa de la mancha. Un excremento es una parte muerta de mí mismo, que debo expulsar de mí, hacién­ dola desaparecer, acabando de aniquilarla. En la sensua­ lidad como en la muerte, no es la nada misma la que atrae. Lo que nos cautiva en la muerte, dejándonos ano­ nadados, pero llenos, en silencio, de un sentimiento de presencia — o de vacío— sagrados, no es el cadáver tal como es. Si vemos (o nos figuramos) el horror que la muerte es realmente — cadáver sin adecentar, podredum­ bre— no experimentamos sino asco. El piadoso respeto, la veneración reposada e incluso dulce, en la que nos complacemos, se refiere a aspectos artificiales — tal como la aparente serenidad de los muertos a los que una venda hace dos horas cerró la boca. Igualmente en la sensua­ lidad, la trasposición es necesaria al atractivo de la nada. Tenemos horror por la excreción, incluso un asco insu-

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El aleluya y otros textos

perable. Nos limitamos a sufrir el atractivo del estado en que tiene lugar — de la desnudez, que puede, previa elección, ser atractiva inmediatamente por la textura de la piel y la pureza de las formas— . El horror a la excreción, hecha aparte, en la vergüenza, a la que se añade la feal­ dad formal de los órganos, constituye la obscenidad de los cuerpos — zona de la nada que nos es preciso fran­ quear, sin la que la belleza no tendría el lado suspendido, puesto en juego, que nos condena— . La desnudez bo­ nita, voluptuosa, triunfa finalmente en la puesta en juego que efectúa la mancha (en otros casos la desnudez fra­ casa, permanece fea, toda ella, al nivel de lo mancillado). Si evoco ahora la tentación (a menudo independiente de la idea de pecado: nos resistimos a ella frecuente­ mente, temiendo consecuencias molestas), advierto, acu­ sada, la prodigiosa puesta en movimiento del ser en los juegos carnales. La tentación sitúa el extravío sexual frente al hastío. No siempre somos presa del hastío: la vida reserva la posibilidad de numerosas comunicaciones. Pero que lle­ gue a faltar: lo que el hastío revela entonces es la nada del ser encerrado en sí mismo. Si no se comunica, un ser separado se marchita, se depaupera y siente (oscuramen­ te) que solo, él no es. Esa nada interior, sin salida, sin atractivo, le repele, sucumbe al malestar del hastío y el hastío, de la nada interior, le remite a la nada exterior, a la angustia. En el estado de tentación, tal remisión — a la angus­ tia— se recrea inacabablemente en esa nada ante la que nos coloca el deseo de comunicar. Si considero con inde­ pendencia del deseo, y por decirlo así en sí misma, la nada de la obscenidad, no advierto más que el signo sen­ sible, aprehensible, de un límite en donde el ser llega a faltar. Pero en la tentación, esa nada exterior aparece como respuesta a la sed de comunicar. El sentido y la realidad de esta respuesta son fáciles de determinar. No comunico más que fuera de mí, soltán­ dome o arrojándome fuera. Pero fuera de mí, yo no soy. Tengo esta certeza: abandonar el ser en mí, buscarlo

Sobre Nietzsche

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fuera, es arriesgarme a malograr — o aniquilar— aquello sin lo que la existencia del exterior no se me habría aparecido siquiera, ese «mí» sin el que nada de «lo que es para mí» sería. El ser en la tentación se encuentra, si puedo atreverme a decirlo así, triturado por la doble tenaza de la nada. Si no se comunica, se aniquila — en ese vacío que es la vida que se aísla— . Si quiere comu­ nicarse, se arriesga igualmente a perderse. Sin duda, no se trata más que de la mancha y la man­ cha no es mortal. Pero si cedo a condiciones desprecia­ bles — tal como pagar a una mujer pública— y no muero, estaré, sin embargo, arruinado, degradado ante mi propio juicio: la cruda obscenidad roerá el ser en mí, sobre mí su naturaleza excremencial chorreará, ante esa nada que la basura lleva consigo, que a cualquier precio hubiera debido separar, rechazar de mí, estaré sin defensa, desar­ mado ante ella, me abriré a ella por una agotadora herida. La larga resistencia a la tentación hace resaltar con claridad este aspecto de la vida carnal. Pero el mismo elemento entra en toda sensualidad. La comunicación, por débil que sea, quiere ser puesta en juego. No tiene lugar más que en la medida en que los seres, inclinados fuera de sí mismos, arriesgan al juego, bajo una amenaza de degradación. Por esto los seres más puros no ignoran las sentinas de la sensualidad común (no pueden, por mucho que se empeñen, permanecerle extraños). La pureza a la que se apegan significa que un aparte inaprehensible, ínfima, de ignominia, basta para capturarles: presienten, en la extrema aversión, lo que otro agota. Todos los hom­ bres, a fin de cuentas, j...n por las mismas causas.

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El aleluya y otros textos Para aquel predicador de las pequeñas gen­ tes acaso fue bueno que él sufriese y pade­ ciese por el pecado del hombre. Pero yo me alegro del gran pecado como de m i gran con­ suelo. Z a r a t r u s t a , Del hom bre superior.

... el bien supremo y el mal supremo son idénticos. 1885-1886

Los seres, los hombres, no pueden «comunicarse» — vi­ vir — más que fuera de sí mismos. Y como deben «comu­ nicarse», deben querer ese mal, la mancha, que poniendo su propio ser en juego, los vuelve penetrables el uno para el otro. Escribí en otro momento {La experiencia interior, pá­ gina 147): «Lo que eres depende de la actividad que une los elementos innumerables que te componen, de la inten­ sa comunicación de tales elementos entre sí. Son conta­ gios de energía, de movimiento, de calor, o transferencias de elementos que constituyen interiormente la vida de todo ser orgánico. La vida nunca está situada en un punto particular: pasa rápidamente de un punto a otro (o de múltiples puntos a otros puntos) como una corriente o como una especie de fluido eléctrico...» Y más adelante (p. 148): «Tu vida no se limita a ese inaprehensible fluir interior; fluye también hacia fuera y se abre incesante­ mente a lo que se vierte o surge hacia ella. El torbellino duradero que te compone choca con torbellinos semejan­ tes con los cuales forma una vasta figura animada por una agitación medida. Así, vivir significa para ti no sólo las fluencias y los huidizos juegos de luz que se unifican en ti, sino también los trasvases de calor o de luz de un ser a otro, de ti a tu semejante o de tu semejante a ti (incluso en este instante en que me lees, el contagio de mi fiebre que te alcanza): las palabras, los libros, los monumentos, los símbolos, las risas, sólo son otros tantos conductos de ese contagio, de esos trasvases...» Pero estos ardientes recorridos no suplantan al ser

Sobre Nietzsche

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aislado más que si éste consiente, si no a aniquilarse, por lo menos a ponerse en juego — y por ese mismo gesto, a poner en juego a los otros. Toda «comunicación» participa del suicidio y del crimen.

El horror fúnebre la acompaña, el asco es su signo. ¡Y el mal aparece, bajo esta luz, como una fuente de vida! Es derruyendo en mí mismo, en otro, la integridad del ser, cómo me abro a la comunión, cómo accedo a la cumbre moral. Y la cumbre no es padecer, sino querer el mal. Es el acuerdo voluntario con el pecado, el crimen, el mal. Con un destino sin treguas que exige para que los unos vivan, que los otros mueran.

¡Y todo esto fue creído como moral! Ecra­

sez l ’infâme! ¿Se me ha comprendido? Dioniso contra el

Crucificado... E c c e H om o (Alianza E d ., p. 132).

Distinguir los casos no es más que una indigencia: incluso una ínfima reserva ofende a la suerte. Lo que para uno no es más que exceso perjudicial para el exceso mismo, no lo es para otro, situado más lejos. ¿Puedo considerar nada de lo humano ajeno a mí? Una vez ago­ tada la más pequeña suma, abro una perspectiva de puja infinita. En esta móvil desbandada se deja entrever una cumbre. Como el punto más alto — el grado .más intenso — de atractivo por sí misma, que pueda definir a la vida. Una especie de brillo solar, independiente de las con­ secuencias.

He presentado el mal en lo que precede como un me­ dio por el cual nos es preciso pasar si queremos «comu­ nicarnos».

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El aleluya y otros textos

H e afirmado: «el ser humano, sin el mal, estaría re­ plegado sobre sí m ismo...»; o «el sacrificio es el mal necesario para el bien»; y más adelante: « ... el mal apa­ rece... ¡como una fuente de vida!» Introduje de esta manera una relación ficticia. Dejando ver en la «comu­ nicación» el bien del ser, relacioné la «comunicación» con el ser al que, justamente, supera. En tanto que «bien del ser», es preciso decir en verdad que «comunicación», mal o cumbre están reducidos a una servidumbre que no pueden tolerar. Las nociones mismas de bien o de ser hacen intervenir una duración, la preocupación por la cual es ajena al mal — a la cumbre— por esencia. Lo que es querido en la «comunicación» es por esencia la supera­ ción del ser. Lo rechazado, por esencia, en el mal es el cuidado por el tiempo futuro. Es en este sentido preci­ samente en el que la aspiración a la cumbre, el movi­ miento del mal — es en nosotros constitutivo de toda moral — . Una moral en sí misma no tiene valor (en el

sentido fuerte del término) más que si cuenta con la superación del ser — rechazando la preocupación por el tiempo futuro. Una moral es válida en la medida en que nos propone ponernos en juego. Si no, no es más que una regla de

interés, al que falta el elemento de exaltación (el vér­ tigo de la cumbre, que la indigencia bautiza con un nombre servil, im perativo ). Frente a estas proposiciones, la esencia de la «moral vulgar» se evidencia con la mayor claridad en lo referente al tema de los desórdenes sexuales. En tanto que unos hombres se encarguen de dar a otros una regla de vida, deberán apelar al mérito y pro­ poner como fin el bien del ser — que se cumple en el tiempo futuro.

Si mi vida se pone en juego por un bien aprehensible — como por la ciudad o por alguna causa útil— mi con­ ducta es meritoria, lo que vulgarmente se tiene por mo­ ral. Y por idénticas razones, mataría y saquearía con­ forme a la moral.

En otro dominio, está mal dilapidar las riquezas en

Sobre Nietzsche

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jugar o beber, pero bien en mejorar la suerte de los pobres. El sacrificio sanguinario es execrado (derroche cruel). Pero el mayor odio del cansancio tiene por objeto la libertad de los sentidos. La vida sexual contemplada con relación a sus fines es casi toda ella exceso — salvaje irrupción hacia una cumbre inaccesible. Es exuberancia que se opone por esencia a la preocupación por el tiempo futuro. La nada de la obscenidad no puede ser subordinada. El hecho de no ser supresión del ser sino tan sólo concepción que resulta de un contacto, lejos de atenuarla acrecienta la reprobación. Ningún mérito le está ligado. La cumbre eró­ tica no se alcanza, como la heroica, al precio de duros sacrificios. Aparentemente, los resultados no están en pro­ porción con las penas. Sólo la suerte parece disponerlo. La suerte también desempeña su papel en el desorden de las guerras, pero el esfuerzo, el valor, dejan una parte considerable al mérito. Los aspectos trágicos de las gue­ rras, opuestos a las suciedades cómicas del amor, acaban de alzar el tono de una moral que exalta la guerra — y sus beneficios económicos...— y que abruma a la vida sen­ sual. Dudo aquí todavía de haber iluminado con la su­ ficiente claridad la ingenuidad del prejuicio moral. El argumento de mayor peso es el interés de las familias, lesionado evidentemente por el exceso sensual. Confun­ dida incesantemente con el rigor de la aspiración moral, la preocupación por la integridad de los seres se despliega penosamente. La esencia de un acto moral es, para el juicio vulgar, estar provisto de cierta utilidad — aportar al bien de algún ser un movimiento en el que el ser aspire a superar al ser— . La moral según esta manera de ver no es más que una negación de la moral. El resultado de este equívoco es oponer el bien de los otros al del hombre que yo soy: el deslizamiento reserva en efecto la coincidencia de un desprecio superficial con una sumisión profunda al ser­ vicio del ser. El mal es el egoísmo y el bien el altruismo.

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El aleluya y otros texto* La moral es cansancio,

1882-1885

Esta moral es menos la respuesta a nuestros ardientes deseos de una cumbre que un cerrojo opuesto a tales deseos. Como el agotamiento llega pronto, los dispendios desordenados de energía, a los que nos compromete el empeño en romper el límite del ser, son desfavorables a la conservación, es decir, al bien de ese ser. Ya se trate de la sensualidad o del crimen, hay ruinas implicadas tanto del lado de los agentes como del de las víctimas. No quiero decir que la sensualidad y el crimen res­ ponden siempre, o ni siquiera habitualmente, al deseo de una cumbre. La sensualidad persigue su desorden ba­ nal — y sin verdadera fuerza— a través de existencias simplemente relajadas: nada es más corriente. Lo que con una natural aversión llamamos placer, no es en el fondo más que la subordinación a unos seres grávidos de esos excesos de goce a los que otros más ligeros acce­ den para perderse. Un crimen de capítulo de sucesos tiene pocas cosas en común con los turbios atractivos de un sacrificio: el desorden que introduce no es querido por lo que es, sino que está puesto al servicio de intere­ ses ilegales, que difieren poco, si se los mira insidiosa­ mente, de los intereses más elevados. Las regiones des­ garradas que designan el vicio y el crimen no dejan de indicar la cumbre hacia la que tienden las pasiones. ¿Cuáles eran los momentos más altos de la vida sal­ vaje? ¿Dónde se traducían libremente nuestras aspiracio­ nes? Las fiestas, cuya nostalgia aún hoy nos anima, eran el tiempo del sacrificio y de la orgía.

Sobre Nietzsche

125 La felicidad que encontramos en el devenir no es posible más que en el aniquilam iento de lo real de la «existencia», de la bella apariencia, en la destrucción pesimista de la ilusión — es en el aniquilamiento de la apa­ riencia, incluso de la más bella, donde la feli­ cidad dionisíaca alcanza su colmo.

1885-1886

Si ahora contemplo, a la luz de los principios que he dado, el éxtasis cristiano, me es fácil percibirlo como un solo movimiento que participa de los furores de Eros y del crimen. Más que ningún fiel, el místico cristiano crucifica a Jesús. Su amor mismo exige a Dios que se ponga en juego, que grite su desesperación en la Cruz. Él crimen de los santos por excelencia es erótico. Se emparienta con esos transportes, con esas fiebres tortuosas que in­ troducía los ardores del amor en la soledad de los con­ ventos. Esos aspectos de extremo desgarramiento que chocan en la oración al pie de la cruz no son extraños a los estados místicos no cristianos. El deseo es en todos los casos el origen de los momentos de éxtasis y el amor que constituye su movimiento tiene siempre en algún punto el aniquilamiento de los seres por objeto. La nada que está en juego en los estados místicos es ora la nada del sujeto, ora la del ser afrontado en la totalidad del mundo: el tema de la noche de angustia se vuelve a en­ contrar en cierta forma en las meditaciones de Asia. El trance místico, sea cual sea la confesión de la que dependa, se agota intentando superar el límite del ser. Su íntima llamarada, llevada al último grado de intensi­ dad, consume inexorablemente todo cuanto da a los seres, a las cosas, una apariencia de estabilidad, todo lo que tranquiliza, lo que ayuda a soportar. El deseo eleva poco a poco al místico a una ruina tan perfecta, a un derroche tan perfecto de sí mismo, que en él la vida es comparable al brillo solar.

126

El aleluya y otros texto.

En cualquier caso está claro, se trate de yoguis, clej budistas o de monjes cristianos, que esas ruinas, esaj consunciones religadas al deseo no son reales: en eUosl el crimen o el aniquilamiento de los seres es represen-1 tación. El compromiso que, en materia moral, se ha establecido en todas partes es fácilmente mostrable: los desórdenes reales, grávidos de desagradables repercusiones, como son las orgías y los sacrificios, fueron recha­ zados en la medida de lo posible. Pero como persistiese el deseo de una cumbre a la que tales actos respondían, permaneciendo los seres en la necesidad de encontrar, «comunicándose» el más allá de lo que son, símbolos (ficciones) sustituyeron a las realidades. El sacrificio de la misa, que representa la ejecución real de Jesús, no es más que un símbolo en el renovamiento infinito que de él hace la Iglesia. La sensualidad tomó forma de efusión espiritual. Los temas de meditación reemplazaron a las orgías reales, ya que el alcohol, la carne y la sangre se habían convertido en objeto de reprobación. De esta ma-| ñera la cumbre que respondía al deseo ha permanecido accesible y las violaciones del ser con las que se relaciona no tiene ya inconvenientes, pues no son más que repre­ sentaciones del espíritu.

Y en lo tocante a la decadencia, quien no muere prematuramente es una imagen de ella bajo todos los aspectos, o poco le falta; cono­ ce, pues, por experiencia propia los instintos allí implicados; durante casi la mitad de su vida, el hombre es un decadente.

1888

La sustitución de las cumbres inmediatas por cumbres espirituales no podría en ningún caso hacerse si no admi­ tiésemos la primacía del futuro sobre el presente, si no sacásemos consecuencias del inevitable ocaso que sigue a la cumbre. Las cumbres espirituales son la negación de lo que podría ser presentado como moral de la cumbre. Provienen más bien de una moral del ocaso.

Sobre Nietzsche

127

El deslizamiento hacia formas espirituales exige una primera condición: se necesitaba un pretexto para re­ chazar la sensualidad. Si suprimo la consideración del tiempo futuro, no puedo resistir a la tentación. No me resta más que ceder sin defensa al menor apetito. Ni si­ quiera es posible hablar de tentación: no puedo ya ser tentado, vivo a merced de mis deseos, a los cuales no pueden ya oponerse más que las dificultades exteriores. A decir verdad, este estado de feliz disponibilidad no es concebible humanamente. La naturaleza humana no pue­ de en cuanto tal repudiar la preocupación por el futuro: los estados en los que tal preocupación ya no nos alcanza están por encima o por debajo del hombre. Sea como fuere, no escapamos al vértigo de la sen­ sualidad más que representándonos un bien, situado en el tiempo futuro, que aquélla arruinaría y que debemos preservar. No podemos, pues, alcanzar las cumbres que se encuentran más allá de la fiebre de los sentidos, sino a condición de introducir una meta ulterior. O si se quiere, lo que es más claro — y más grave— , no alcan­ zamos las cumbres no sensuales, no inmediatas, más que a condición de proponernos un fin necesariamente su­ perior. Y este fin no está situado solamente por encima de la sensualidad — a la que frena— , sino que también debe estar situado por encima de la cumbre espiritual. Más allá de la sensualidad, de la respuesta al deseo, esta­ mos efectivamente en el dominio del bien, es decir, del primado del futuro sobre el presente, del de la conser­ vación del ser sobre su pérdida gloriosa. En otros términos, resistir a la tentación implica el abandono de la moral de la cumbre, proviene de la moral del ocaso. Cuando sentimos que la fuerza nos falta, cuan­ do declinamos, entonces condenamos los derroches exce­ sivos en nombre de un bien superior. En tanto que una efervescencia juvenil nos anima, estamos de acuerdo con los dilapidamientos peligrosos, con todas las clases de apuestas temerarias. Pero que las fuerzas nos falten, o que comencemos a advertir sus límites, que declinemos, y nos preocuparemos de adquirir y acumular bienes de

128

El aleluya y otros textos

todas clases, de enriquecernos en previsión de las dificul.l tades del porvenir. Actuamos. Y la acción, el esfuerzo, no pueden tener más fin que una adquisición de fuerzas. Pero las cumbres espirituales, opuestas a la sensualidad — por el hecho mismo de oponerse— que se inscriben en el desarrollo de una acción, se unen a los esfuerzos eneaminados a un bien que hay que ganar. Las cumbres ya no provienen de una moral de la cumbre: una moral del ocaso las designa menos a nuestros deseos que a nues­ tros esfuerzos. En m i recuerdo falta el que yo m e haya esforzado alguna vez — no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica — . «Que­ rer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo» — nada de esto lo conozco yo po r experiencia propia.

(E cce H omo, Alianza Ed., p . 52).

De este modo, el estado místico está condicionado, por lo común, por la búsqueda de salvación. Según toda verosimilitud, el lazo que une una cumbre como el estado místico con la indigencia del ser, con el miedo, con la avaricia — expresados en los valores del ocaso— tiene algo de superficial y, en profundidad, debe ser falaz. No por ello es menos manifiesto. Un asceta en su soledad persigue un fin para el que el éxtasis es un medio. Trabaja en su salvación: lo mismo que un nego­ ciante trafica con vistas a un provecho, lo mismo que un obrero se desloma con vistas a un salario. Si el obrero o el negociante fuesen tan ricos como desearan, si no tuviesen ninguna preocupación por el porvenir, ningún temor de la muerte o la ruina, abandonarían de inme­ diato el andamio, los negocios, buscando al azar de la ocasión los placeres peligrosos. Por su lado, es en la me­ dida en que sucumbe a la miseria del hombre, cómo un asceta tiene la posibilidad de emprender un largo trabajo de liberación. Los ejercicios de un asceta son humanos justamente

Sobre Nietzsche

129

porque difieren poco de una labor de agrimensura. Lo más duro es sin duda advertir finalmente este límite: sin el cebo de la salvación (o cualquier otro cebo semejante) ¡no se habría encontrado la vida mística! Unos hombres han debido decirse o decir a otros: es bueno actuar así o de tal otro modo, para obtener tal resultado, tal ga­ nancia. No hubieran podido sin tan grosero artificio tener una conducta de ocaso (la tristeza infinita, la seriedad risible necesarias al esfuerzo). ¿No está esto claro? Man­ do al diablo la preocupación por el futuro: ¡de inme­ diato, estallo en una risa infinita! En ese mismo momen­ to, he perdido toda razón para hacer un esfuerzo.

Vem os nacer una especie híbrida, el artis­ ta, alejado del crimen por la debilidad de su voluntad y su tem or a la sociedad, no lo suficientem ente maduro para el manicomio, pero que tiende curiosamente sus antenas hacia estas dos esferas.

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Es preciso ir más lejos. Formular la critica es comenzar ya el ocaso. El mismo hecho de «hablar» de una moral de la cum­ bre proviene de una moral del ocaso. Una vez mandada al diablo la preocupación por el futuro, pierdo también mi razón de ser e incluso, en una palabra, la razón. Pierdo toda posibilidad de hablar. Hablar, como hace un momento, de moral de la cum-. bre, ¡es algo particularmente risible! ¿Por qué razón, con qué fin que superase la misma cumbre, podría yo exponer esta moral? Y, en primer lugar, ¿cómo edificarla? La construcción y la exposición de una moral de la cumbre supone un ocaso por mi parte, supone una acep­ tación de las reglas morales provenientes del miedo. En verdad, la cumbre propuesta como fin ya no es la cum­ bre: la reduzco a la búsqueda de un provecho, puesto

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que hablo de ella. Al presentar el perdido desenfreno como una cumbre moral, cambio enteramente su natura­ leza. Precisamente me privo así de la posibilidad de acceder en él a la cumbre. El disoluto sólo tiene oportunidad de llegar a la cum­ bre si no tiene intensión de ello. El momento extremo de los sentidos exige una inocencia auténtica, la ausencia de pretensión moral e incluso, de rechazo, la conciencia del mal. i

Como el castillo de Kafka, la cumbre no es finalmente sino lo inaccesible. Se nos escapa, al menos en la medida en que no dejamos de ser hombres: de hablar. N o se puede por otra parte oponer la cumbre al ocaso como el mal al bien. La cumbre no es «lo que hay que alcanzar»; ni el ocaso «lo que hay que suprimir». Lo mismo que la cumbre no es finalmente más que lo inaccesible, el ocaso es desde un comienzo lo inevitable. Apartando algunas confusiones vulgares, no he supri­ mido, sin embargo, la exigencia de la cumbre (no he suprimido el deseo). Si bien confieso su carácter de in­ accesible — se dirige uno hacia ella solamente a condi­ ción de no querer dirigirse— , no tengo razón, sin em­ bargo, para aceptar — como el hecho de hablar exige— la soberanía incontestada del ocaso. No puedo negarlo: el ocaso es lo inevitable y la cumbre misma lo indica; si la cumbre no es la muerte, tiene tras de sí la necesi­ dad de bajar. La cumbre, por esencia, es el lugar donde la vida es imposible en su límite. No la alcanzo, en la muy débil medida en que la alcanzo, más que derro­ chando fuerzas sin regatear. No dispondría de fuerzas para dilapidarlas de nuevo más que a condición, por mi esfuerzo, de recuperar las que he perdido. Por otra parte, ¿qué soy yo? Inscrito en límites humanos, no puedo sino disponer incesantemente de mi voluntad de actuar. Dejar de trabajar, de esforzarse de alguna manera hacia una meta en definitiva ilusoria, ni pensar en ello. Incluso

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supongamos que me planteo — en el mejor de los casos— el remedio de los cesares, el suicidio: esta posibilidad se me presenta como una empresa exigente — cierta­ mente que con una pretensión apaciguadora— , por la que colocó antes del cuidado del momento presente el del tiempo futuro. No puedo renunciar a la cumbre, es cierto. Protesto — y quiero poner en mi protesta un ardor lúcido e incluso seco— contra todo lo que nos pide ahogar el deseo. No puedo, sin embargo, sino aceptar riendo el destino que me obliga a vivir como un menesteroso. No sueño con suprimir las reglas morales. Derivan del inevi­ table ocaso. Declinamos sin cesar y el deseo que nos destruye renace con nuestras fuerzas reestablecidas. Pues­ to que debemos conceder en nosotros su parte a la im­ potencia, ya que no tenemos fuerzas ilimitadas, tanto vale reconocer en nosotros esta necesidad, que sufríamos incluso negándola. No podemos igualar ese cielo vacío que nos trata infinitamente como un asesino, aniquilán­ donos hasta al último. Sólo puedo decir, tristemente, de la necesidad sufrida por mi, que me humaniza, que me da sobre las cosas un indudable imperio. Puedo rehusar­ me, sin embargo, a no ver en ello un signo de impotencia. y siempre de nuevo, de tiem po en tiem po, el género humano decretará: «¡Hay algo de lo cual ya no es lícito en absoluto reírse!» Y el precavidísimo filántropo añadirá: «¡No sólo el reír y la sabiduría gana, sino también lo trágico, con toda su sublim e sinrazón, for­ ma parte d e los medios y necesidades de la conservación de la especie!» ¡Y en consecuen­ cia! ¡En consecuencia! L a G aya C ie n c ia ,

I.

Los equívocos morales constituyen sistemas de equi­ librio bastante estables, en relación con la existencia en general. Sólo pueden discutirse parcialmente. ¿Quién po­ dría recusar la parte concedida a la abnegación? ¿Y cómo asombrarse de que se compagine con un interés común bien comprendido? Pero la existencia de la moral, la

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desazón que introduce, prolongan la interrogación mucho más allá de un horizonte tan próximo. No sé si, en las largas consideraciones que preceden, he hecho com­ prender hasta qué punto la interrogación final era des­ garradora. Desarrollaré ahora un punto de vista que, pese a ser exterior a las simples cuestiones que he querido plantear, acusa, sin embargo, su alcance. En tanto los movimientos excesivos a los que el deseo nos conduce pueden ir unidos a acciones útiles o juzga­ dos como tales — útiles, claro está, para los seres decli­ nantes, reducidos a la necesidad de acumular fuerzas— podía responderse al deseo de la cumbre. De este modo, los hombres hacían antaño sacrificios, incluso se entrega­ ban a orgías — atribuyendo al sacrificio, a la orgía, una acción eficaz en beneficio del clan o de la ciudad— . Este valor benéfico lo posee por su parte esa violación del otro que es la guerra, justificadamente, en la medida en que se ve seguida por el éxito. Más allá del estrecho beneficio de la ciudad, visiblemente pesado, egoísta, pese a las posibilidades de abnegación individual, la desigual­ dad en el reparto de los productos en el interior de la ciudad — que se desarrolla como un desorden— obligó a la búsqueda de un bien de acuerdo con el sentimiento de la justicia. La salvación — la preocupación por una sal­ vación personal después de la muerte— llegó a consti­ tuir, más allá del bien egoísta de la ciudad, el motivo de actuar, y, en consecuencia, el medio de religar a la acción el ascenso a la cumbre, la superación de sí mismo. En el plano general, la salvación personal permite esca­ par al desgarramiento que descompone la sociedad: la injusticia llega a ser soportable, pues ya no es inapelable; se comenzó incluso a unir los esfuerzos para combatir sus efectos. Más allá de los bienes definidos como otros tan­ tos motivos de acción sucesivamente por la ciudad y por la Iglesia (la Iglesia, a su vez, llegó a ser lo análogo a una ciudad y, en las cruzadas, se murió por ella), la posi­ bilidad de suprimir radicalmente la desigualdad de las condiciones definió una última forma de acción benéfica, motivando el sacrificio de la vida. Así se desarrollaron

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a través de la historia — y constituyendo la historia— las razones que un hombre puede tener para marchar hacia la cumbre, para ponerse en juego. Pero lo difícil, más allá, es subir hacia la cumbre sin razón, sin pretexto. Ya lo he dicho: nuestro hablar de la búsqueda de la cumbre es una puerta falsa. Para alcanzarla, el único medio es hablar de otra cosa. En otros términos, puesto que toda puesta en juego, todo ascenso, todo sacrificio es, como el exceso sensual, una pérdida de fuerzas, un derroche, debemos motivar en cada caso nuestros derroches por una promesa de ga­ nancia, engañosa o no. Si se contempla esta situación en el marco de la eco­ nomía general, es extraña. Puedo imaginar un proceso histórico acabado que re­ servase posibilidades de acción como un viejo que se sobrevive, eliminando el ímpetu y la esperanza más allá de los límites alcanzados. Una acción revolucionaria fun­ daría la sociedad sin clases — más allá de la cual ya no podría nacer una acción histórica— o al menos puedo suponerlo así. Pero debo hacer sobre este tema una adver­ tencia. De forma general, sucede que humanamente la suma de energía producida es siempre superior a la suma necesaria para la producción. De ahí esa continua exce­ siva plenitud de energía espumeante — que nos lleva inacabablemente a la cumbre— que constituye esa parte maléfica que intentamos (bastante vanamente) gastar en favor del bien común. Repugna al espíritu en el que manda la preocupación por el bien y el primado del por­ venir afrontar dispendios culpables, inútiles o incluso dañosos. Así, pues, los motivos de acción que proporcio­ naron hasta hoy pretextos para derroches infinitos nos faltarían: la humanidad volvería a encontrar, entonces, en apariencia, la posibilidad de tomarse un respiro...,