As de Los Espias

Durante ocho años, haciéndose pasar por periodista alemán, el soviético Richard Sorge trabajó sin ser descubierto en Tok

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Durante ocho años, haciéndose pasar por periodista alemán, el soviético Richard Sorge trabajó sin ser descubierto en Tokio, la capital más propicia en el mundo de entonces para las actividades de espionaje. Sus maquinaciones lograron alterar el curso de la segunda guerra mundial.

Este artículo ha sido tomado de la Revista SELECCIONES DEL READER'S DIGEST de Junio de 1967 escrito por William Gordon Prange para ser empleado con fines de Instrucción.

Sobre el Autor: William Gordon Prange (16 de julio de 1910 - 15 de mayo de 1980) fue profesor de Historia en la Universidad de Maryland de 1937 a 1980, con una pausa de nueve años (1942 - 1951) cuando prestó su servicio militar en la etapa de la postguerra y ocupación de Japón, cuando fue el historiador en jefe del grupo del general Douglas MacArthur. Fue durante este tiempo que a partir de material recolectado y a muchas entrevistas que tuvo con ex militares japoneses y civiles sobrevivientes de la guerra, obtuvo la información que más tarde recopilaría en sus libros. Varios fueron nombrados "bestsellers" por el periódico New York Times, incluido el At Dawn We Slept and Miracle at Midway. (Amanecer dormidos y Milagro en Midway). Esta historia de Richard Sorge se basa en el estudio que hizo de documentos publicados e inéditos —libros, artículos y otros testimonios escritos en japonés, ruso, alemán, francés e inglés—, así como en un sinnúmero de entrevistas que luego se publicaron en el libro “Target Tokyo: The Story of the Sorge Spy Ring” (Objetivo Tokio: La historia de la Red de Espionaje de Sorge), publicado en 1984.

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El Inicio En setiembre de 1933 llegó a Tokio un nuevo elemento del cuerpo de corresponsales extranjeros que, según todas las apariencias, parecía ser un buen ciudadano alemán. Uno de sus primeros actos fue presentarse a la embajada de Alemania. —Soy Richard Sorge —explicó, mostrando credenciales intachables—. Representaré el Frankfurter Zeitung en calidad de corresponsal. De elevada estatura, elegante, trigueño y bien parecido, Sorge mostraba indicios de llevar en las venas sangre eslava, a juzgar por la inclinación de los ojos azules y la prominencia de los pómulos. Tenía 37 años. En el donaire de su porte había un asomo de temeridad, compensado con el aspecto de intelectual que le daban su frente ancha, de pensador, y el título universitario que autorizaba a llamarlo Herr Doctor. Aunque había solicitado ingresar en el partido, distaba mucho de ser un nazi apasionado. Mostraba, por el contrario, una mundana urbanidad, muy grata dentro de la sosegada atmósfera de la embajada (donde, siete meses después del ascenso de Hitler al poder, todavía se notaba una perceptible frialdad hacia los fanáticos nacionalsocialistas). Las relaciones periodísticas de Sorge eran importantes. El Frankfurter Zeitung, su principal representado, había sido, entre los grandes diarios, uno de los últimos en sucumbir al dominio nazi, y todavía se consideraba como el mejor diario del Tercer Reich. Además Sorge llevaba cartas de otros dos periódicos muy conocidos: una revista financiera de Berlín y un diario holandés, el Algemeen Handelsblad, de Amsterdam. El encargado de negocios de la embajada, quien lo recibió, quedó bien impresionado. —Todo parece estar en orden —le dijo devolviéndole el montón de documentos. Durante los meses siguientes Richard Sorge trabajó asiduamente, con muy buenos resultados, y comenzó a acreditarse como corresponsal de prensa. Su incipiente carrera en Tokio se amenizaba con un peligro potencial. Un día conoció en la embajada a un periodista japonés llamado Aritomi Mitsukado, reportero del Jiji Shimpo. Aritomi se le pegó inmediatamente como una lapa; le ofrecía interminables consejos útiles, y se hizo tan asiduo acompañante suyo que casi no permitía que el alemán se apartase de su vista. Sorge consintió en que Aritomi le buscara alojamiento permanente en un hotel, y parecía aceptar de buen grado su insistente oferta de amistad. Pero ya antes de que el gerente del hotel le advirtiese que Aritomi había sido espía del ejército japonés, Sorge había llegado a la conclusión de que aquel periodista de Tokio trabajaba por cuenta de la Junta Metropolitana de Policía, que lo sometía a la vigilancia de rutina para todos los extranjeros recién llegados al Japón.

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Como vigilante, Aritomi era increíblemente torpe, y Sorge observaba sus esfuerzos con el olímpico desprecio que puede sentir un ajedrecista avezado cuando lo reta a jugar un niño de diez años. Pues Richard Sorge era desde hacía mucho tiempo espía soviético profesional, un as como apparatchik de la Sección Cuarta (información militar) del Ejército Rojo. Estaba a la sazón embarcado en lo que habría de ser una de las operaciones de espionaje más extraordinarias de todos los tiempos.

La formación de un espía Richard Sorge había nacido en Rusia, cerca de la gran ciudad petrolera de Bakú. Su madre era rusa; su padre, alemán, ingeniero empleado por la empresa petrolera del Cáucaso. Cuando Richard tenía tres años de edad la familia se trasladó a Berlín, y aún no se había graduado en el instituto de segunda enseñanza cuando estalló la guerra de 1914. Sorge se alistó en las filas alemanas y fue herido de gravedad tres veces. Durante los periodos de convalecencia comenzó a pensar en las causas económicas v políticas del conflicto. Leyó asiduamente escritos de izquierda y salió de la guerra convertido en marxista sincero. Abandonando sus proyectos iniciales de estudiar medicina, obtuvo su doctorado en ciencias políticas por la Facultad correspondiente de la Universidad de Hamburgo, y se inscribió en el partido comunista, al cual sirvió fielmente como minero del carbón, recaudador de fondos, agitador, profesor y periodista. En 1924 el Comintern le pidió su colaboración para fundar una Oficina de Información Militar en su sede en Moscú. Demostró gran aptitud para el trabajo, se dio de baja en el partido comunista de Alemania para afiliarse en el de la Unión Soviética y secretamente se hizo ciudadano de la U.R.S.S. Destinado al Ejército Rojo, lo enviaron tiempo después a Shanghai, donde dirigió un valioso apparat de espionaje. A comienzos de 1933 lo llamaron a Moscú para encargarle que montara una red de espionaje en el Japón. El encargo era un simple ensayo, pues nadie sabía si tal cosa era posible o no; y Sorge parecía el candidato menos apropiado para ello, pues indudablemente en aquel país sería muy notoria su condición de extranjero. Con todo, sus amos soviéticos lo consideraron el hombre idóneo para realizar esa obra. Como disfraz, simplemente aprovecharía su aspecto muy alemán, y aun lo acentuaría. Iría a Tokio en calidad de periodista; así tendría entrada en todas partes, conocería a muchas personas, tendría derecho a hacer preguntas. Podría desaparecer durante semanas enteras, y

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aparecer luego en los más extraños lugares sin llamar siquiera la atención. Su oficio le ofrecía la base perfecta para las operaciones de espionaje. Pero tenía que volver a Alemania para conseguir las debidas credenciales y obtener corresponsalías de algunos periódicos, y ello sería como andar por la cuerda floja sobre un abismo. Desde enero, al asumir Adolfo Hitler el cargo de Canciller, todos los comunistas estaban sometidos a feroz represión en Alemania. El partido había sido proscrito, sus publicaciones destruidas, sus afiliados perseguidos o presos. Sorge había participado activamente en el movimiento clandestino rojo en muchas partes de Alemania, y difícilmente habría callejuela o Bierstube donde no lo reconocieran; era posible también que su nombre figurase en muchas de las listas "de vigilancia" que aparecían en todos los puestos fronterizos. Más a veces la fortuna parece favorecer a los audaces. Provisto de los papeles necesarios — Moscú se había encargado de eso—, Sorge fue admitido sin incidente en la nueva y extraña Vaterlund, donde por todas partes se veían uniformes, lemas, banderolas, bandas de música y marchas de los "camisas pardas". Acomodándose al nuevo ritmo febril, sacó pasaporte alemán, obtuvo varias cartas de presentación para gente influyente de Tokio, y se comprometió a enviar crónicas al Frankjiirter Zeitung, a dos diarios de Berlín y a la revista Zeitschrijt fur Geopolitik. El problema más peliagudo era lograr que lo aceptaran en las filas nazis. Con ese fin, leyó rimeros de papeles de propaganda nazi, se aprendió de memoria la palabrería imperante, emuló los gestos de moda y estudió el Mein Kampf hasta poder recitar páginas enteras de memoria. En poco tiempo gritaba y discutía como el que más. Sus nuevos amigos de la esvástica acogieron gustosos en su seno a aquel nuevo camarada que tanto prometía, y lo llevaron a tal número de fiestas donde corría la cerveza que Sorge, temeroso de que la propia lengua lo vendiera, resolvió no volver a probar una gota de alcohol. Para un recio bebedor como él, aquello constituía un sacrificio supremo. Cuando al fin hizo la solicitud de ingreso en el partido nazi, Sorge estaba en ascuas, pues la Gestapo examinaba cuidadosamente a todos los solicitantes. Pero nuevamente le favoreció la suerte ... quizá porque el partido estaba abrumado de peticiones de las multitudes que deseaban seguir la corriente política de Hitler, o posiblemente porque en el momento más oportuno algún agente soviético infiltrado en la Gestapo había eliminado todas las pruebas comprometedoras del expediente de Sorge. Este tuvo que salir de Berlín cuando se tramitaba aún la solicitud, pero por fin le concedieron el carnet del partido. Le llegó al Japón casi un año después.

Se prepara la conspiración Desde un principio Sorge cultivó amistades en la colonia alemana de Tokio conquistándose sistemáticamente el favor de los empleados de la embajada, asistiendo a las funciones del Club Alemán y la Cámara Alemana de Comercio, y frecuentando la Sociedad Alemana de Asia Oriental, de Tokio. Con energía infatigable se propuso comprender al Japón; acumuló una SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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formidable colección de obras de historia, economía, cultura y política japonesas, y escribía despachos que lo señalaron como corresponsal extraordinariamente perspicaz y bien informado. Nuevamente volvió a ser cliente consuetudinario de los bares, y aun entre el alegre círculo de periodistas se distinguió como bebedor extraordinario. Atraía hipnóticamente a las mujeres, las conquistaba con facilidad y elegancia y las abandonaba igualmente, sin dejar resentimientos. Moscú le había concedido dos años para sentar las bases de la futura red de espionaje, y durante ese tiempo no debía intentar ninguna operación. Su incipiente apparat comenzó con tres colaboradores. El primero que se presentó era un alemán conocido como "Bernhardt", graduado en la Escuela de Radio de Moscú, quien estaría encargado de armar y manejar un aparato de telegrafía sin hilos. Luego llegó un joven yugoslavo llamado Branko de Voukelitch, que pasaba por fotógrafo de una revista francesa. El tercero, enviado porque Sorge había solicitado un japonés que hablase perfectamente el inglés, fue Miyagi Yotoku, artista de 30 años, de cabellera desgreñada, que había emigrado a California a los 16 años de edad y allí se había afiliado al partido comunista. Los contactos se hacían con extraordinaria cautela. Cuando buscaron a Miyagi en California, por ejemplo, le dieron un billete de un dólar para identificarse; le ordenaron ir a Tokio, donde leería las columnas de anuncios personales del Advertiser de Japón en busca de determinada contraseña. Por fin, el 14 de diciembre, la descubrió: "Deseo comprar ukiyoe" (cierto tipo de grabado japonés). Al responder al anuncio se puso en contacto con Voukelitch, mostró su billete y lo comparó con otro similar que le enseñó el yugoslavo. Los números de serie eran consecutivos. Establecida su identidad, llevaron a Miyagi a presencia de Sorge, para que se conocieran. Sorge había estado en Tokio unos cuatro meses antes de que llegara el primer mensajero de Moscú: un escandinavo. Conversando en inglés, los dos discurrieron durante algunos minutos por el vestíbulo del Hotel Imperial y luego convinieron en encontrarse al día siguiente en una excursión de turismo. Sólo entonces entregó Sorge los datos que había recogido en sus actividades de espionaje. A cambio de ello recibió un paquete que contenía dinero para cubrir los gastos del apparat durante varios meses. Las visitas esporádicas de tales mensajeros eran el único contacto personal de Sorge con Moscú.

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En 1934 el espía dio dos pasos que mejoraron considerablemente las perspectivas de la red de espionaje. Primero, tomó en alquiler una casa de dos pisos, en el número 30 Nagasazaki-machi de Azabu-ku. Desvencijada, falta de pintura y con el jardín lleno de maleza, era lugar propicio para un periodista bohemio y descuidado. Buscó una vieja ama de llaves, le dio instrucciones de ir a trabajar cada mañana temprano y salir a eso de las tres de la tarde. Aquel arreglo le dejaba las tardes y las noches libres para recibir subrepticiamente cualquier visita o emprender otras actividades sociales. Y el hecho de que aquella vivienda quedase a muy corta distancia de la comisaría de policía Toriizaka era excelente para efectos de disfraz. ¿Qué espía iba a establecerse deliberadamente a la sombra de una comisaría de policía? Por iniciativa propia Sorge enganchó a un segundo japonés para la red. Era Ozaki Hotsumi, rechoncho y bonachón periodista con quien había Ozaki Hotsumi trabajado en Shanghai. Sorge lo conocía como hombre cauteloso y sagaz, amén de comunista consagrado, aunque no vinculado oficialmente al partido. Ozaki iba a convertirse en uno de los auxiliares más valiosos del apparat. 'En mayo de 1935 llamaron a Sorge a Moscú. Viajó por la vía de Nueva York, donde un agente comunista le proporcionó un pasaporte falso con objeto de que en su documento legítimo no constase que había ido a Rusia. Actuando como su propio correo llevó consigo un gran volumen de material, contraviniendo así las instrucciones expresas que le prohibían incurrir en tales riesgos. El general Semion Petrovitch Uritskii, perspicaz jefe de la Sección Cuarta, lo recibió cordialmente y en las consultas que siguieron se mostró optimista respecto al porvenir del apparat de Tokio. Se había llevado a cabo va la fase inicial. En adelante Sorge se concretaría a dos cuestiones: ¿tiene el Japón intenciones de atacar a la Unión Soviética? Si es así ¿hasta qué punto está equipado para llevar adelante la guerra? Fuera de esto Sorge tendría carta blanca "para seleccionar los problemas en los cuales habrá de trabajar, a medida que vaya viendo cómo se desarrolla la situación".

Aparición de Max Clausen

Max Clausen

Lo que necesitaba urgentemente la camarilla de Sorge era un nuevo radiofonista. Bernhardt había resultado muy poco eficiente. Aterrado, sin duda, por el riesgo que corría, había tardado varios meses en instalar el emisor y luego trasmitía la menor cantidad posible de mensajes. Cada trasmisión lo sobrecogía de miedo y, por la gran tensión nerviosa en que vivía, comenzó a beber en exceso. Exasperado, Sorge decidió al fin relevarlo del cargo v lo embarcó con destino a la Unión Soviética.

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Como sustituto pidió que le enviaran a Max Clausen, joven mecánico alemán, grandote, velludo y desaprensivo, que había sido radiofonista suyo en Shanghai. Moscú otorgó su consentimiento, pese a que Clausen había dado que hacer como agente. En Shanghai había trabado relaciones con una viuda joven' finlandesa, muy guapa, y aplazó el matrimonio únicamente porque la tramitación oficial requerida podría acarrear complicaciones comprometedoras. Ana 110 era comunista, y los patronos soviéticos de Max no aprobaban enlaces, legítimos o ilegítimos, con extraños al partido. En agosto de 1933 habían ordenado a Max Clausen que fuese a Moscú. Para disimular, debía viajar por Asia en compañía de una señora que el partido designaría entre sus agentes de confianza. Pero Max se negó. Sabía que Ana era muy celosa y no le toleraría que fuese de viaje tan lejos con otra mujer. Desafiando al Kremlin, anunció que haría el recorrido acompañado por' su novia, Ana Wallenius. Max ganó la partida, pero tuvo que pagar el precio de un período de semi-destierro en la Estación de Tractores de Motor, de la República del Volga, donde conquistó reputación por su pericia en el manejo de radiotransmisores y otras máquinas. Al pedirlo Sorge para el Japón, se consideraron tan valiosas sus habilidades especiales que Moscú, haciendo excepción a su costumbre, convino en pasar por alto sus actos de indisciplina. A fines de noviembre de 1935 Clausen llegó a Tokio. Era simplemente un técnico. Sin embargo, la red no comenzó a funcionar realmente hasta que sus hábiles y voluminosos dedos abrieron las comunicaciones con Moscú.

A toda máquina La primera prueba importante del apparat se produjo a principios de 1936, cuando Tokio fue presa de una rebelión extraña y aparentemente insensata. El 26 de febrero unos 1400 soldados, dirigidos por oficiales de baja graduación, atacaron y tomaron varias edificaciones gubernamentales, mientras que patrullas de asesinos armados con metralletas buscaban a ciertos funcionarios en sus casas. Fueron muertos dos ministros del gabinete, mientras que el primer ministro, almirante Okada Keisuke. escapó porque los criminales mataron equivocadamente a su cuñado, en vez de matarlo a él. Los oficiales disidentes emitieron entonces un largo y apasionado manifiesto, incomprensible para los extranjeros. Habían ocurrido los más desconcertantes sucesos, y Sorge pidió inmediatamente a sus colaboradores de espionaje que le ayudasen a esclarecerlos. Por entonces la red funcionaba a toda máquina. Voukelitch no era ya un simple fotógrafo, sino también corresponsal de la Havas, agencia oficial francesa de noticias, y ese contacto le abría muchas puertas. El joven artista Miyagi, que de espionaje no sabía nada cuando lo llamaron de California, había demostrado desde entonces habilidades insospechadas como agente secreto. Se especializaba en cuestiones militares tales como fuerzas, armamentos, moral y movimientos de las unidades del ejército japonés, y a la sazón estaba en vías de formar una red secundaria propia. SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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Eugen Ott

Ozaki se había procurado un cargo, de notable valor estratégico, en un programa de investigación patrocinado por el diario Asahi Shimbun. Conocida por Toa Mondai Chosa Kai (Sociedad para el estudio de los problemas de Asia Oriental), servía como centro de difusión de ideas tocantes a varios aspectos de las relaciones del Japón con China y Manchuria, y entre sus socios se contaban especialistas en economía del continente, analistas políticos, representantes del Ministerio de Relaciones Exteriores, del Ejército y la Armada, delegados del estado mayor general y otros varios representantes del gobierno, la industria y la intelectualidad del Japón. Si tal organismo hubiese sido planeado por Sorge, no le habría podido ser más útil.

Mientras los tres investigaban el "incidente" del 26 de febrero desde su propio punto de vista, Sorge lo averiguaba a través de la embajada alemana. —Es muy importante esclarecer las causas de la crisis —repetía, e insinuaba que él con el embajador Herbert von Dirksen, el agregado naval, capitán Paul Wenneker, y el agregado militar, teniente coronel Eugen Ott, debían investigar cada cual por su cuenta y reunir los resultados de sus descubrimientos. Su prestigio en la embajada era tal que fue aceptada la propuesta, y en particular obtuvo del agregado militar, coronel Ott (con quien había trabado una entrañable e íntima amistad) informaciones valiosísimas acerca de los militares japoneses, incluso "varias clases de folletos, volantes y panfletos escandalosos". Estos y otros documentos recogidos por la embajada tenían tal importancia que Sorge cerró la puerta de la oficina que le habían cedido y, con una cámara fotográfica minúscula, los retrató página por página para después remitirlos a Moscú. El análisis que hizo Miyagi resultó notablemente exacto. El alzamiento, le dijo a Sorge, era prematuro, estaba mal organizado y pésimamente armado, y terminaría pronto. Efectivamente, a los cuatro días, las tropas leales dominaban la situación. En un informe posterior Miyagi señalaba que la política japonesa hacia la Unión Soviética (que para Sorge era el quid del problema) dependería de cuál facción saliera vencedora del incidente. Como aquel que dominase al Ejército dominaba al Japón, la camarilla que estuviese en el poder dictaría la política exterior. Miyagi calculaba que los moderados, capitaneados por el general Ugaki Kazushige (cuyo secretario era viejo amigo suyo) seguirían en el mando, y que en ese caso la Unión Soviética no estaría amenazada en plazo inmediato por el Japón. Sorge tomó todos los informes y apreciaciones recibidos de Ozaki y Miyagi, y los incorporó en una extensa memoria que presentó a la embajada alemana. Ott, que lo estimaba en alto grado, trasmitió generosamente una copia a uno de sus superiores en Berlín, y este, inmensamente complacido, solicitó más informes de tan alta calidad. El documento no solo SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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puso por las nubes las acciones de Sorge con Dirksen y Ott, sino que le proporcionó un magnífico pretexto para emplear los recursos de la embajada en sus futuras investigaciones. Además sus bien documentados artículos sobre la rebelión aumentaron su prestigio ante sus colegas periodistas y ante toda la colonia alemana. Sorge salió extraordinariamente bien en la primera prueba verdadera de su eficacia como espía soviético en Tokio. Demostró excepcional habilidad para asimilar y depurar las informaciones, para reconocer el momento oportuno y aprovecharlo, para poner discordia entre sus rivales a fin de sacar ventaja. El extenso informe enviado a sus superiores (con un mensajero, pues el emisor de Clausen aún no había sido probado) les demostró que no se habían equivocado al elegirlo. Desde ese momento en adelante la red de espionaje de Sorge cobró en sus operaciones un ímpetu que habría de mantener durante los cinco años siguientes.

Mujeres en el "apparat" Durante algunos meses después de que Clausen marchó a Tokio, Ana Wallenius se quedó en Rusia, al parecer como rehén de la Sección Cuarta. No le permitieron que se reuniera con su prometido hasta que este logró establecer buenas comunicaciones radiofónicas, demostrando así que aún se hallaba firmemente atrapado en las garras de Moscú. Al fin pudo ella reunirse con Max en Shanghai, donde se casaron. Como lugar para hacer las emisiones, Max exigía una casa de madera de dos pisos situada en alguna vecindad densamente poblada: de madera, porque el metal interfería en la onda; de dos pisos, porque la mayor altura le ayudaba en la trasmisión; en un sector populoso, porque dificultaría a la policía la-labor de buscar por todas las viviendas cada vez que sus primitivos detectores de onda indicasen aproximadamente el sector. Como medida de seguridad, se hacían todas las emisiones en inglés: si usaran el idioma ruso y los japoneses descubrieran la clave, podrían comprometer a Moscú; si usasen el alemán, peligraría la posición de Sorge en la embajada. El negocio que fundó Max para disimular sus actividades (un taller de fotocopia) obtuvo buenos resultados económicos desde un principio, lo cual debió de satisfacer grandemente a Ana, capitalista de corazón. Cuando Max trasmitía a Rusia desde su casa, ella le ayudaba asomándose a una ventana del segundo piso para adverarle de cualquier persona extraña que se aproximase a la casa. Pero aquel servicio a la U.R.S.S. no alteraba en nada las opiniones que solía expresar sin reservas acerca de la Unión Soviética. —El comunismo no es bueno —le dijo a Edith, ex esposa de Branko Voukelitch— La vida en Rusia es espantosa. Quizá fue la franqueza con que Ana expresaba su sentir antisoviético lo que decidió a Sorge a usarla como correo; o tal vez quiso complicarla en las actividades de la red para lograr su silencio. El hecho es que la enviaron a Shanghai con 30 rollos de microfilms; y regresó a Tokio SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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envuelta en una capa de pieles, como recompensa de Max por haber cumplido su peligrosa misión. Sorge nunca usó a su amante como correo, ni con ningún otro propósito de espionaje. Ishii Hanako era una hermosa japonesita empleada como camarera en el bar Rheingold, de propietarios alemanes, que Sorge frecuentaba. Una tarde de dio la casualidad de que Hanako sirvió a la mesa de Sorge. Este se interesó por ella, comenzó a invitarla y establecieron unas relaciones a las cuales él fue tan fiel como lo permitía su naturaleza. Sorge fue generoso con Hanako. Al saber que se interesaba por la música, le compró un piano alemán, le pagó lecciones de canto y piano, y hasta alquiló una casa para ella al enterarse de que el apartamento que habitaba era muy pequeño para que cupiera el piano. Sin embargo, trató cuidadosamente de impedir que ella se enterase de sus verdaderas actividades. —Está reputado como hombre muy brillante —dijo la vieja ama de llaves a Hanako cuando se encontraron a solas las dos—. Sé también que trabaja mucho. Amasan, como llamaba Sorge a su fiel criada, arrugó la frente con perplejidad, y prosiguió explicando: —Es algo distinto de los hombres que tienen esposa. No obstante, ha cambiado desde que te conoció —y dedicó a la joven una sonrisa de aprobación maternal. Hanako dirigió la mirada al escritorio de Sorge; como de costumbre, parecía un nido de urraca. —¿El señor siempre tiene el escritorio tan desordenado? —Siempre —respondió Amasan, resignada—. Con un trocito de papel que se le pierda, pone el grito en el cielo. Como no sé leer idiomas extranjeros, una vez tiré un papel que creí inútil y... ¡has de ver la que se armó! Desde entonces, por muy desordenado que lo encuentre, le dejo el escritorio tal como está.

¡Clausen, Clausen, Clausen! Japón vivía entonces la manía del espionaje como una especie de sicosis colectiva; se decretaban días de anti espionaje y semanas de anti espionaje; se inventaban lemas, se imprimían carteles y se hacían exhibiciones con el mismo fin en las vitrinas de las tiendas. El espía que pintaban siempre era un hombre de raza blanca, por lo cual para Sorge, Clausen y Voukelitch cualquier error podría equivaler al suicidio. Y a pesar de todo eso, incurrieron en descuidos. SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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Una tarde llegó Clausen a casa de Voukelitch para hacer una emisión de radio; comenzó a palparse desesperadamente todos los bolsillos, y al fin comprendió, horrorizado, que debió de olvidar la billetera en un taxi. Además de unos 230 yenes, llevaba allí su licencia de conducir, con su retrato y sus huellas digitales, amén de varios partes que iba a trasmitir a la Unión Soviética, entre ellos un informe de gastos de las operaciones de la red, escrito en inglés de puño y letra de Richard Sorge. Al día siguiente Max llamó por teléfono a la sección de la policía para objetos perdidos, con la esperanza de que la hubiese devuelto alguien sin reparar en su sospechoso contenido. Pero nadie había llevado la cartera allí. Clausen y Voukelitch no se atrevieron a decírselo a Sorge, y pasaron los días siguientes temblando de miedo. Tan solo se sintieron aliviados cuando, trascurrido cierto tiempo, comprendieron que quien hubiese hallado la cartera se contentó con los 230 yenes y tiró los papeles. Pero fue el mismo Sorge quien más imprudentemente invitó al desastre. Le deleitaba la velocidad, le atraía el peligro y se complacía en desafiarlo. Poco después de la inauguración de una agencia de motocicletas alemanas en Tokio, Sorge, como era inevitable compró una potente Zündapp negra. Montar en ella era el único deporte que se permitía. Su novia japonesa lo acompañaba en muchos paseos, aferrándosele nerviosa a su cintura mientras atravesaban vertiginosamente las calles de Tokio o iban, dando rebotes, por los estrechos caminos de la campiña. A eso de medianoche del viernes 13 de mayo de 1938, después de una velada en que se había empinado el codo más de la cuenta, Sorge salió haciendo eses del Hotel Imperial, montó en su Zündapp y emprendió la estrepitosa carrera hacia su casa. De pronto apareció frente a él un muro. Sintió como un estallido espantoso y un repentino e intenso dolor dentro de la cabeza. Inutilizado por el choque traumático, quedó tendido en la calle hasta que un transeúnte lo descubrió y llamó una ambulancia. Algún tiempo después se encontró en el hospital de San Lucas, adonde solían llevar a los extranjeros. Por verdadero milagro no tenía heridas graves en el cuerpo; en cambio, había sufrido todo el efecto del choque en la cabeza. Uno de los manubrios se le había enterrado en la boca, destrozándole varios dientes y desgajándole virtualmente por dentro la mandíbula. Sin embargo, cuando los enfermeros intentaron llevarlo en camilla hacia el quirófano de la sala de urgencias, Sorge se resistió firmemente. SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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—¡Clausen! ¡Clausen! ¡Clausen! —gritaba, mientras se debatía con toda la fuerza de su voluntad para no perder el conocimiento. No se atrevía a aceptar el alivio de la anestesia mientras no pudiese desembarazarse de algunos documentos sumamente comprometedores. Llevaba varios informes, escritos en inglés, listos para radiarlos a Rusia, V una suma en billetes de banco norteamericanos. Naturalmente, no podía consentir que algún médico, enfermero o enfermera le encontrara aquellos papeles acusadores. Así que Sorge recurrió a la última gota de su férrea voluntad para ahuyentar los puntos negros que le danzaban en los ojos. De ninguna manera podía permitirse el lujo de quedar inconsciente. Alguien telefoneó a Max Clausen, quien por fin se presentó en el hospital de San Lucas. Al verlo, Sorge ordenó imperiosamente a los médicos y enfermeras que salieran de la habitación e hizo señas a Max para que se acercase a su cama. —Vacíame los bolsillos —le dijo penosamente a través de los labios tumefactos. Max tomó al instante los informes escritos en inglés y el dinero. Sorge dio en seguida un profundo suspiro de alivio, cerró los ojos y perdió el conocimiento. Durante las semanas de convalecencia que siguieron, Hanako solía visitarlo fielmente todos los días. Tal vez la preocupación de la muchacha hizo desistir a Sorge de comprarse, otra motocicleta. Ella no se cansaba de repetirle llorosa: —¡ Abunai des! ¡Abunai des! (¡Es peligroso! ¡Es peligroso!) O quizá Sorge mismo pensó en el riesgo que con su accidente había corrido la seguridad de sus operaciones. Fuera como fuese, al reponerse compró un automóvil pequeño, marca Datsun y color crema, que lo llevaba a todas partes segura aunque sosegadamente.

Golpe de contraespionaje El prestigio de Sorge en la embajada alemana era ya extraordinario (circunstancia que debía en gran parte a Ozaki). Cuando Japón invadió por primera vez a China en 1937, el periodista japonés había escrito un artículo en que vaticinaba una guerra larga. Tal punto de vista no era popular en el Japón, donde se creía que China sería una presa fácil, pero al prolongarse mes tras mes el conflicto armado, se iba viendo cada vez con más claridad que Ozaki tenía razón, y su prestigio aumentaba en la misma medida. Sorge opinaba lo mismo que Ozaki con respecto al "incidente de China", y en la embajada alemana se había hecho eco de los pronósticos del japonés acerca de la duración de la guerra. Por consiguiente su fama, ya muy buena, ganó más puntos, y hasta lo invitaron a dar una conferencia al personal de la embajada acerca de la situación en China. Pero también su buena estrella era un factor importante. A principios de 1938 se le presentó a Sorge una brillante oportunidad. Su amigo Eugen Ott, que ya era mayor general, fue nombrado SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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embajador para remplazar a Dirksen, quien se retiraba por motivos de salud. Sorge y Ott habían hecho desde un principio amistad íntima. Ambos habían sido heridos en el frente occidental y los dos eran aficionados al ajedrez. Con el permiso de Moscú, Sorge había informado a Ott de todas las averiguaciones de Ozaki y Miyagi que él estimaba prudente comunicarle, y le había proporcionado al mayor general un conocimiento del Japón que Ott no hubiera conseguido por las vías diplomáticas y militares corrientes. Los conocimientos así obtenidos por Ott sobre asuntos japoneses habían influido, indudablemente, para que lo nombraran embajador (raro honor, pues el ascenso de un agregado militar al puesto diplomático principal era extraordinario). ' Como embajador, Ott dependía aun más que antes de Sorge, y los agregados militar y naval consultaban con él sus problemas. Solían llevarle los borradores de telegramas e informes importantes para que les hiciese observaciones. —¿Qué piensa de esto? —le preguntaban como ávidos alumnos. —Si esto necesita algún cambio ¿cómo cree usted que se debe hacer? El embajador Ott había llegado, inclusive, a emplear a Sorge como emisario alemán, enviándolo a Manila, a Cantón y a Hong Kong con rango diplomático, para que no tuviese que pasar por las revisiones aduanales ni policiacas. Cuando Sorge se hallaba aún en el hospital, tras su accidente de motocicleta, ocurrió algo que hizo más valiosa para Rusia la buena posición de su espía en la embajada alemana, y fue la defección del general ruso de tercer grado G. S. Lyushkov, quien abandonó su puesto cerca de la frontera de Manchukúo y cayó en manos del Ejército japonés de Kuantung. Encantados con tan distinguida cuanto inesperada presa, los japoneses lo condujeron inmediatamente a Tokio para interrogarlo. Sus declaraciones fueron tan copiosas y reveladoras que la embajada alemana, a la cual mantenía informada el alto mando japonés, propuso que Berlín enviase una misión especial para interrogar a Lyushkov sobre asuntos que podían afectar a los intereses alemanes. —¿Desean ver el informe de esa misión? —preguntó Sorge a sus jefes sovieticos. La respuesta fue categórica: la red debía hacer un esfuerzo máximo para obtenerlo. —Va a ser muy difícil conseguir todos los datos —explicaba Sorge a Moscú, exagerando, como era habitual en él, las dificultades de su oficio. En efecto, fue sumamente sencillo. Al llegar la misión especial con un informe de varios centenares de páginas, la embajada obtuvo una copia que inmediatamente mostraron a Sorge. Revelaba la existencia de un elemento de oposición en Siberia. El espia halló "sorprendentemente detalladas" las informaciones referentes al Ejército Rojo de Siberia. Se asentaba, por ejemplo, que había aproximadamente 25 divisiones en Siberia y Mongolia Exterior, y se describía su situación, constitución y efectivos.

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Sorge estimó que la mitad del informe, por lo menos, merecía fotografiarse para trasmitirlo a la Sección Cuarta. Hizo un buen servicio a la Unión Soviética señalándole inmediatamente lo que el enemigo en potencia había podido aprender. Sobre todo, presentó un informe de inestimable valor al advertir que Lyushkov había revelado la clave militar, pues sus amos soviéticos pudieron cambiar oportunamente la cifra y tapar así un peligroso escape de su depósito de espionaje militar en Extremo Oriente.

Bajo vigilancia Cuando el príncipe Konoye Fumimaro ocupó el cargo de primer ministro a mediados de 1937, la camarilla de Sorge estuvo de plácemes. Miyagi era amigo íntimo del secretario del general Ugaki Kazushige, ministro de Relaciones Exteriores en el gabinete de Konoye Y el nuevo ministerio dio empleo como consejero en asuntos chinos a Ozaki, quien al mismo tiempo se asoció al famoso Grupo del Desayuno (el Asameshi Kai) o reunión de personas distinguidas que formaban una especie de "grupo asesor extraoficial" del jefe de gobierno. Solían reunirse a la hora del desayuno dos veces al mes para tratar asuntos importantes y, naturalmente, eran una valiosa fuente de informaciones para Ozaki. Tales contactos permitieron a Sorge enviar a Moscú cálculos de la producción agrícola, el alimento disponible de la pesca obtenida, el potencial de sus industrias bélicas y muchos otros datos, además de predicciones, basadas en informes concretos, de las intenciones políticas. Gracias a eso, Moscú fue una de las capitales mejor informadas en cuanto se refería a asuntos de Extremo Oriente. A los 18 meses de estar en el poder, cayó el gabinete de Konoye, pero Ozaki quedó en el Asameshi Kai, y pocos meses después obtuvo un empleo en la sección de investigaciones del Ferrocarril Meridional de Manchuria. Tal puesto era aun más estratégico que el de asesor del gabinete, pues el ferrocarril mantenía las más estrechas relaciones posibles con el ejército de Kuan- tung. Además, sus funciones en la Sección de Investigaciones le daban acceso a informes de política interior v exterior, economía, movimientos del ejército de Kuantung y en general, de organización militar japonesa. Se puede decir, en verdad, que Ozaki gozaba de una butaca de primera fila para observar cualquier paso importante que Japón pensara dar contra Rusia. En setiembre de 1939, cuando Hitler sumió a Europa en la guerra atacando a Polonia, el ambiente de la embajada alemana se tornó visiblemente más estricto. Durante varios meses el embajador Ott había estado tratando de lograr que Sorge ingresara oficialmente en el cuerpo diplomático. Sorge se las había arreglado para negarse sin ofenderlo, pero el Ministerio de Relaciones Exteriores alemán ya estaba apoyando al embajador y ofrecía a Sorge el puesto de agregado de prensa. Era asunto delicado, pues un puesto oficial, con horas fijas de trabajo, estorbaría seriamente sus actividades de espía, y además requeriría una minuciosa investigación de sus antecedentes que podría resultar desastrosa.

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Sorge rechazó la propuesta, lo cual enfureció a Ott. Para calmar a su amigo y no perder tan valioso contacto, Sorge ideó una fórmula de transacción. Aún se resistía a ser empleado oficial, pero firmó un compromiso formal "de desempeñar continuamente funciones de colaborador privado del embajador Ott" y además de "seguir proporcionando diversos informes a la embajada". En octubre de 1939 la Tokko (policía secreta japonesa) comenzó a investigar discretamente a Sorge. No tenía ninguna sospecha concreta de él, pero sí tres razones poderosas para vigilarlo: era extranjero, periodista y frecuentaba la embajada alemana. Los extranjeros, en general, eran contaminadores intelectuales de ideas antijaponesas y posibles corruptores de la juventud. Los periodistas andaban metiendo las narices en asuntos que no les incumbían. .'Y quién sabe qué conjuraciones se fraguan tras las puertas de las embajadas? El agente destinado a vigilar a Sorge fue Saito Harutsugu, de 28 años de edad, joven bien parecido, bien presentado e inteligente, que se sentía muy orgulloso con su categoría de espía de la Tokko. Ambicioso y sereno, Saito no se precipitó en la tarea de acechar a Sorge. Lenta y cautelosamente fue anotando las costumbres y la rutina de su hombre. A veces comenzaba la vigilancia desde que Sorge salía de su casa; en otras ocasiones lo esperaba en uno de los bares que solía frecuentar . . . teniendo buen cuidado siempre de no dejarse ver de Sorge. Así. con mucha cautela, y nunca durante más de una o dos horas cada vez, Saito espiaba al espía.

Desencanto de un agente secreto "Entre las formaciones del Ejército japonés", preguntaba Moscú por radio el 3 de marzo de 1940, existen realmente las divisiones 106, 109. 110, 114 v 108? Si es así, investigue y diga en qué lugares están acantonadas". "Es indispensable que obtengamos detalles de las fábricas de aviones exigían el 2 de mayo". "También necesitamos un cálculo de la producción de cañones en 1939 y conocer las medidas que se están tomando para incrementarla". Tales solicitudes llegaban frecuentemente de Moscú, y la trasmisión de las respuestas de Sorge mantenía muy ocupado a Clausen. Durante 1939 había trasmitido 50 veces: casi una vez por semana. Algunas emisiones duraban dos y tres horas, y como cada mensaje requería previamente un laborioso cifrado, Clausen vivía sometido a una enorme tensión nerviosa, sobresaltado siempre por el temor de ser descubierto. Lo dominaba el pánico mientras se sentaba a la mesa de cifrar o ante el aparato emisor; temblaba cada vez que tocaban a la puerta o sonaba el teléfono. Una semana de tensión como aquella hubiese sido suficiente para volver loco a cualquiera. Sin embargo Max la había resistido durante casi cuatro años, pero en la primavera de 1940 sufrió un ataque cardiaco tan grave que el médico le ordenó guardar cama durante cuatro meses. Podía abandonar el negocio de las fotocopias durante unos pocos meses, pues marchaba bien en manos de sus competentes empleados, pero Sorge le advirtió claramente que debía seguir SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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manejando el emisor de radio. Clausen improvisó una mesa inclinada para la cama, aparentemente para leer acostado, pero en realidad para cifrar y descifrar despachos; y siguió trasmitiendo y recibiendo como de costumbre. Después que Max llevaba en cama dos meses, Sorge accedió a enviar a Moscú un mensaje radiado: "Clausen ha sufrido un infarto cardiaco. Maneja el inalámbrico acostado". Dos días después Max captó el siguiente mensaje: "Dicen que el Ejército japonés procede a la movilización general de reservas. Averigüe e infórmenos cuál es el propósito". El rumor era falso. No había tal movilización general. Pero Max no podía menos de resentirse por la fría indiferencia de sus amos ante su enfermedad. Con el tiempo se repuso del infarto, pero comenzó a declinar su entusiasmo por el comunismo. En la economía bélica japonesa habían tenido auge las edificaciones y, por consiguiente, hubo gran demanda de fotocopias de planos; así pues, el negocio de Max prosperaba. No puede seguir siendo revolucionario ardiente quien conduce un Mercedes Benz y al lado lleva a su esposa envuelta en costosas pieles. Aunque la realista Ana servía ocasionalmente de correo, lo hacía a regañadientes, y no desperdiciaba oportunidad de malquistar a Max con sus amos soviéticos. En el otoño de 1940 la Sección Cuarta resolvió hacer economías en sus operaciones en Tokio. "Por causa de la guerra, es más difícil obtener divisas extranjeras", anunciaba. "Nuestras remesas, por tanto, se reducirán a 2000 yenes al mes. El resto del dinero que se requiera para las operaciones de la red debe salir de las utilidades del negocio de Clausen". Para Max eso era el colmo. Aunque la Unión Soviética había aportado el capital para el negocio, si este había prosperado era gracias a su hábil dirección personal. ¡Y ahora Moscú quería echar mano de sus utilidades! —No puedo aceptar tales instrucciones —anunció iracundo al asombrado Sorge. Y no las aceptó. Por el contrario, utilizó 20.000 yenes para inaugurar una sucursal en Mukden. Desde entonces tampoco trasmitía todo el material que le entregaba Sorge con ese fin. Comenzó a recortar y abreviar los partes, reduciendo así el tiempo en que se veía expuesto al peligro, por el cual ya no sentía el mismo entusiasmo.

Advertencia a Moscú A principios de 1941 el peligro amenazó a Sorge en el lugar donde se sentía más seguro: la embajada alemana. A oídos de Wilhelm von Ritgen, jefe de la sección de prensa del Reich, habían llegado quejas por los dudosos antecedentes de Sorge, el corresponsal que le había estado enviando informes tan enjundiosos y cuidadosamente preparados acerca de la SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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situación del Japón. Como director del NS Partei-Korrespondenz, Ritgen consideraba indispensables aquellos informes, y no quería que algún agente de la Gestapo, quizá por exceso de celo, fuera a cegarle la valiosa fuente de información. Por ese motivo pidió que investigaran a fondo a Richard Sorge, para poner en claro de una vez para todas, las sospechas absurdas del partido contra el gran corresponsal del Frankfurter Zfitung en Tokio. La investigación tuvo resultados ambiguos. Aunque no reveló ninguna prueba concreta de que Sorge fuese agente soviético, demostró que muy bien podía serlo. No obstante. Ritgen pensó que debía mantener en activo a un periodista tan valioso. El jefe del servicio secreto exterior. Walter Schellenberg, coincidió con aquella apreciación y sometió el asunto a su superior, Reinhard Heydrich, jefe de la Policía de Seguridad. Heydrich resolvió que Sorge podía continuar trabajando, aunque sometido a observación. En mayo de 1941 llegó a la embajada como oficial de seguridad el tristemente célebre "carnicero de Varsovia", Coronel Joseph Meisinger, de la Gestapo. Llevaba instrucciones secretas de vigilar a Sorge e informar a Berlín de lo que averiguara. El embajador Ott nunca llegó a tratar afablemente al nuevo funcionario, pero Sorge lo tomó bajo su protección y pronto supieron todos que se habían hecho buenos amigos. Si Sorge tomó esa determinación es porque debió de olfatear el peligro con el instinto animal y certero sin el cual ningún espía puede sobrevivir durante mucho tiempo, pues él y Meisinger formaban una pareja en verdad extraña. El caso es que la suerte lo siguió favoreciendo, y Meisinger rindió a Berlín un informe favorable. Los acontecimientos internacionales se sucedían a un ritmo acelerado por momentos. Un día llegó de Berlín un emisario muy importante, el coronel Oskar Ritter von Niedermaver, con la misión de investigar "hasta qué punto estaría Japón en condiciones de participar en una guerra contra Rusia". Niedermayer llevaba una carta de presentación para Sorge del ex embajador Dirksen y, ante el hechizo de la hospitalidad del espía, le confió que se había decidido ya iniciar la guerra germano-soviética, y que Alemania se había propuesto tres objetivos: 1) ocupar a Ucrania, granero de Europa; 2) capturar por lo menos un millón de prisioneros para que trabajaran en la agricultura y en la industria alemanas; 3) eliminar la amenaza a la frontera

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oriental del Reich. Hitler pensaba que Alemania debía combatir algún día contra Rusia, y que había llegado ya la hora. Atando cabos de las informaciones fragmentarias que traían otros correos (y llegaban a razón de casi uno a la semana), se fue haciendo su composición de lugar. El teniente coronel Schol, que había sido agregado militar alemán en Tokio, se detuvo poco tiempo en esta ciudad cuando iba de camino a ocupar un puesto en Tailandia, y cándidamente reveló las instrucciones muy secretas que llevaba: —La guerra germano-soviética se iniciará el 20 de junio; puede postergarse durante unos días, pero todos los preparativos ya están completos. En la frontera oriental se concentran de 170 a 190 divisiones alemanas, todas ellas blindadas o motorizadas. El ataque se desatará en todo el frente, aunque su fuerza principal se dirigirá primero a Moscú y Leningrado, y virará luego a Ucrania. Para iniciar la guerra no enviarán ningún ultimátum, sino que la declararán después de iniciada la batalla. En el lapso de dos meses puede desmoronarse el Ejército Rojo y caer el régimen soviético. En ese caso, durante el invierno se abriría el ferrocarril transiberiano para establecer contacto con el Japón. Aquella era una noticia sensacional. Hitler había firmado en 1939 un pacto de no agresión con Stalin (en que secretamente se repartían a Polonia), y ahora se preparaba cínicamente para traicionar al dictador soviético. Sorge llevó a toda prisa el informe a Clausen y le ordenó que lo trasmitiera en seguida. Luego esperó impacientemente algún indicio de que la Unión Soviética estuviera aprovechando tan oportuno aviso. No hubo nada. Ni siquiera un acuse de recibo; ni aun la petición de más detalles. Según su costumbre, Clausen había extractado mucho el informe, pero aun así la única respuesta recibida al fin fue un lacónico telegrama que decía: "Dudamos de la veracidad de su información". Dio la casualidad de que, al recibo de tan rudo mensaje, Sorge estaba con Clausen. Se enfureció; poniéndose en pie de repente, comenzó a pasear por la habitación de un lado a otro, con la cabeza agarrada a dos manos, mientras preguntaba vociferando: —¿Por qué no me creen esos miserables? ¿Por qué desatienden así nuestros partes?

¿Hacia dónde irá el Japón? MIENTRAS esperaba impotente la Blitzkrieg alemana, Sorge comenzó a beber excesivamente y a veces solía entregarse a la desesperación. Al parecer no había manera de avisar oportunamente del peligro que acechaba a su patria. Al sobrevenir el golpe se comprobó que su informe había sido desdichadamente exacto. Hitler atacó el 22 de junio, v alcanzó tan extraordinarios triunfos que la existencia misma de Rusia pareció amenazada. Los soviéticos comenzaron a preocuparse desde ese instante. ¿Pensaba Japón aprovechar la situación desesperada de Rusia dándole una puñalada por la espalda a través de Siberia? SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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"Con respecto a la guerra germano-soviética, ¿qué decisión ha tomado el gobierno japonés acerca de nuestro país?" radiografiaba nerviosamente Moscú. "¿Hay movimiento de tropas hacia nuestras fronteras". La embajada alemana no podía dar a Sorge la respuesta. Aunque nominalmente Alemania y el Japon eran aliados (habían firmado, junto con Italia, el Pacto Tripartito el 27 de setiembre de 1940) Japón, por lo visto, no estaba ávido de sacarle las castañas del fuego a Alemania. Cuando el embajador Ott trató de persuadir al gobierno japonés de que había llegado la hora de ayudar a sus aliados atacando a Rusia por el oriente, los japoneses se mostraron extrañamente evasivos. Con ininterpretable cortesía, se negaron a comprometerse. Hacía poco, para consternación de Alemania, Japón había firmado con Rusia un pacto de neutralidad. ¿Se sentía, entonces, obligado por este pacto? El embajador Ott no podía saberlo. Tampoco pudo Ozaki descubrir inmediatamente las intenciones del Japón, aunque el Grupo del Desayuno se había estado reuniendo semanalmente. En la primera junta celebrada por el Grupo después de comenzada la invasión de Rusia, discutieron los nuevos sucesos con variados sentimientos. Siguiendo con gran respeto los progresos de la máquina bélica nazi, algunos de los más impresionables temían que no se detuviese hasta llegar a Vladivostok. Tal perspectiva no era especialmente alentadora. Los alemanes eran magníficos aliados . . . con tal que se mantuvieran separados por los océanos y un continente. Pero, por otra parte ¿no sería aquella una oportunidad mandada del cielo para atacar a Rusia por Siberia, reclamar un trozo de territorio para el Imperio del Sol Naciente y librarse, quizá de una vez por todas, de la amenaza soviética? La conclusión final fue negativa: "Aunque el Japón se uniese a Alemania en la guerra, sería muy difícil derrotar a Rusia". Así recuerda Matsumoto Shigeharu (a la sazón jefe de la agencia japonesa de noticias Domei) la síntesis de la decisión tomada. En cuanto a conquistar territorios, "solo los rusos pueden sobrevivir en el clima de Siberia. Hace mucho frío allí para los japoneses". Pero no podía negarse el hecho de que Japón había iniciado por entonces la movilización general, posiblemente en preparación de un ataque contra Rusia. Los militares, que al fin y al cabo detentaban el poder, parecían dispuestos a la conquista. Una facción (a la cual Ozaki daba su apoyo en el Grupo del Desayuno) abogaba por hacer caso omiso de Rusia y buscar la expansión hacia el sur. Allí, en las fértiles tierras de Indochina, Malaca, las Indias Orientales Holandesas y Filipinas, había petróleo y materias primas para alimentar los fuegos del Imperio, así como territorios, bajo cielos benignos, para los millones sobrantes de japoneses. Sorge no podía comunicar a Moscú las intenciones del Japón mientras el gobierno no resolviera algo. Y. evidentemente, todavía no había determinado qué rumbo tomar.

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Se estrecha el cerco LA BUENA estrella de la pandilla de Sorge estaba tocando a su fin. Durante varios años habían estado operando con gran actividad y casi sin contratiempos. Pero ya estaban viviendo horas de más y se acercaba el día de entregar cuentas. El desgreñado pintor Miyagi que sufría de tuberculosis y se inclinaba a mostrarse áspero, lo presentía con siniestro fatalismo. Había redoblado las precauciones e hizo un arreglo para enseñar pintura una vez a la semana a Yoko, la hijita de Ozaki, como pretexto para visitar su casa. Esperaba, no obstante, que la policía le echara el guante de un momento a otro. También Max Clausen estaba nervioso. En los últimos días una serie de incidentes espeluznantes había afectado mucho su serenidad. Un día, mientras estaba trasmitiendo, le cayó de visita un agente de la Kempei Tai. Presurosamente interrumpió Max la corriente eléctrica del trasmisor y, cerrando con llave la habitación del segundo piso, fue a la planta baja a recibir a su visitante. Por fortuna se trataba de una simple inspección rutinaria para cubrir las apariencias. En otra ocasión, apenas Max comenzaba la trasmisión, cuando ¡un obrero de reparaciones apareció en el tejado, cerca de su ventana! Tales incidentes podrían ser mera coincidencia, pero 110 cabía duda del interés demostrado por cierto agente de la Tokko: Aoyama Shigeru, vecino de Sorge, de la estación Toriizaka de la policía. Aoyama se presentaba con frecuencia, cuando había salido Max, a interrogar a la criada, que informaba fielmente a su amo de las visitas. A Aoyama le llamó la atención Max por primera vez, por casualidad, cuando investigaba a un vecino suyo, oficial francés que estaba complicado en "algún asunto de faldas". Día tras día el ¡oven agente interrogaba a la criada de Clausen con la esperanza de obtener alguna información sobre el donjuanesco francés. La escuchaba a medias cuando ella le charlaba de sus señores, y no se atrevía a mandarle callar por temor de que se sintiese ofendida y no hablase más. Un día la criada pronunció una frase que interesó vivamente a Aoyama: —Mi patrón se levanta a medianoche y manipula una máquina que tiene botones brillantes. ¡Pobre Clausen! ¡Ay de todos sus esfuerzos para que su sirvienta ignorara sus actividades! Si hay algo que una criada oriental no sepa de la casa de sus amos, será porque no vale la pena de saberse. Como el mismo Aoyama era aficionado a la radio, reconoció la descripción y tuvo al punto una inspiración. Recordó que hacía poco un oficial de radiocomunicaciones le había preguntado si sabía de alguien en el sector de Azabu que manejase un trasmisor de onda corta no registrado. ¿Podría ser que hubiese dado con el pez gordo, así por casualidad? Desde ese instante no se apagó ni un momento su intenso interés por Max Clausen. No obstante, fue un joven llamado Ito Ritsu, asistente de Ozaki en el Ferrocarril Septentrional de Manchuria, quien sin querer dirigió a la Tokko hacia la red de Sorge. Detenido por comunista, Ito se convirtió en delator a pesar suyo. La Tokko le preguntó si sabía de algunos SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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afiliados al partido comunista entre los japoneses recientemente repatriados de los Estados Unidos (ya que aquel era un grupo especialmente sospechoso). Haciendo memoria, Ito recordó que la patrona de su casa tenía una tía que había regresado de los Estados Unidos pocos años antes y que a menudo se jactaba de ser comunista. He aquí una camarada tan insignificante —pensó probablemente —que podría sacrificarse con el menor costo para la causa. Así que Ito la delató. Aquella señora, Kitabayashi Tomo, dirigía la escuela de modistas Los Ángeles, situada en Onda, 2-74 Shibuya-ku, Tokio. Poco más o menos un mes más tarde, se le presentaron, libreta en mano, dos jóvenes agentes de la Sección de Extranjeros de la Tokko, elegantemente uniformados. Sentían mucho molestarla —explicaron—, pero se trataba solo de una encuesta periódica rutinaria. ¿Podrían hacerle algunas preguntas? La Tokko no tenía intenciones de detenerla entonces. Tales personajes menores se encontraban dentro del trabajo habitual y ya sabían dónde podían hallarla en caso de necesidad. Aunque siguieron vigilándola después del superficial interrogatorio, no sabían cuánto se habían acercado al filón principal. Con todo, los métodos infinitamente pacientes de la Tokko iban por fin a dar fruto, pues la señora Kitabayashi y su esposo habían recibido pensionistas en Los Ángeles en 1932 y, entre todos los jóvenes japoneses que vivieron en California con ellos, habían alquilado una habitación a un joven pintor llamado Miyagi Yotoku.

La última trasmisión SORGE se había entregado completamente al problema que le encomendó Moscú ¿Cuáles eran las intenciones del Japón? Informó acerca de la movilización general v trasmitió lo que pudo con relación al movimiento de tropas hacia la frontera siberiana. Al enterarse Ozaki del acuerdo que se había tomado en la Conferencia Imperial del 2 de julio, Sorge comunicó también el resultado. El Japón marcharía hacia el sur, pero podría atacar también a la U.R.S.S., si las circunstancias así lo pedían . .. (decisión délfica, indescifrable). Pero se cernían nubes de tormenta en las relaciones del Japón con los Estados Unidos, y Sorge opinaba que la guerra entre estos dos países era un posibilidad clara. Si Japón resolvía combatir contra los Estados Unidos, era evidente que no querría luchar también contra la Unión Soviética. La confirmación de tal postura llegó el 20 de agosto, en una conferencia de cuatro días entre los altos jefes del ejército de Kuantung y el estado mayor japonés. —El ejército de Kuantung ha resuelto no guerrear contra Rusia —le dijo a Ozaki un compañero del Ferrocarril Septentrional de Manchuria— y por eso sus representantes están ahora en Tokio, hablando con ¡as autoridades centrales. El cargo de Ozaki en el Ferrocarril Septentrional de Manchuria lo llevó a Dairen, y allí siguió a Hsiking y Hotien, observando cuidadosamente las operaciones ferroviarias. Complacido pudo comprobar que no había grandes movimientos de tropas ni de material. En Hotien tuvo la suerte excepcional de ganarse la confianza del director de estadísticas de la Oficina General de SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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aquella sucursal. Dicho funcionario le informó que antes de la gran movilización de julio, el ejército de Kuantung había ordenado súbitamente al ferrocarril que se preparase a recibir 100.000 toneladas diarias de cargamento bélico durante 40 días; puso sobre aviso, además, a los directores de la vía férrea para que "tuviesen listos 3000 obreros ferroviarios experimentados y esperasen un ataque contra el Ejército Rojo". Solo al principio se había cumplido la orden según el plan. Luego el número de obreros ferroviarios se redujo paulatinamente primero a 1500, luego a 1000 y finalmente a 150. En el momento de su conversación con Ozaki "solo unos diez se habían empleado". No es posible exagerar la importancia que tenía esta información para Ozaki. Ahí había, por primera vez, pruebas fehacientes: hechos concretos y escuetos, directamente tomados de la fuente, del proyecto de una enorme operación contra la Unión Soviética y de su abandono posterior. Era aquel el tipo de pruebas que los realistas funcionarios de la Sección Cuarta podían apreciar. El sábado 4 de octubre de 1941, día en que Sorge cumplía 46 años, Clausen envió aquellos informes a la Sección Cuarta. Trasmitiendo desde casa de Voukelitch, pasó la esencia del informe de Ozaki acerca de su viaje por Manchuria, y las seguridades finales dadas por Sorge de que la patria comunista estaba a salvo de una guerra en dos frentes, al menos por el momento. "El Extremo Oriente soviético puede considerarse a salvo de un ataque japonés", informaba Sorge a sus amos, "al menos hasta fines del próximo invierno. Sobre este punto no hay la menor duda. La agresión japonesa se producirá solamente si se destaca la mayoría de las tropas de Siberia al frente occidental, o si se desatara en Siberia la guerra civil". El efecto que tuvo tan precisa re-velación en la estrategia soviética es difícil de apreciar con exactitud; la Unión Soviética no ha publicado jamás los detalles del consiguiente movimiento de tropas, pero no cabe duda que influyó en las determinaciones tomadas por los altos dirigentes en uno de los momentos de mayor peligro en la larga historia rusa. A fines de 1941 la Unión Soviética retiró más de la mitad de las fuerzas que tenía en el Extremo Oriente y las lanzó al combate en el oeste. Y esos contingentes fueron suficientes para cambiar el sino de !a guerra ante Moscú, cuyas puertas batían ya los triunfantes ejércitos alemanes. La información que llevó a ejecutar el imponente desplazamiento de tropas fue la última que llegó a Moscú procedente del grupo de Sorge. No volvería a trasmitir ningún otro parte. Esa noche Sorge acompañó a Hanako al bar Lohmeyer, a tomar una copa para celebrar el sexto aniversario de haberse conocido. Se sintió incómodo allí. —Este lugar junto al mostrador no me gusta —dijo de repente—. Hay muchos agentes de la policía. La condujo entonces a una mesa situada hacia el centro del salón. Formaban una pareja llamativa esa noche: la apariencia apuesta y magnética de Sorge contrastaba con la pálida SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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esbeltez de Hanako, que llevaba un atractivo vestido occidental . . . pero su conversación era lúgubre. Trataban de la posibilidad de la guerra con los Estados Unidos. —Las cosas han ido ya demasiado lejos para que puedan arreglarse —decía Hanako—. El incidente de China se está prolongando y han muerto muchos. El gobierno del Japón es partidario de la guerra. Luego añadió, más jovial: —Quizá Japón os imite a los alemanes y ensaye la guerra relámpago. —Si Japón declara la guerra a los Estados Unidos —respondió Sorge—, no ganará jamás. Será derrotado de manera aplastante. Al disponerse a pagar la cuenta, Sorge pidió a Hanako que lo esperase afuera. Eran apenas las 6:30 y comenzaba a caer la tarde en Tokio cuando él salió del bar para reunirse con ella. —Me parece que no debes venir a casa conmigo esta noche —le dijo—. La Tokko nos está siguiendo. Es preferible que te quedes en casa de tu madre. Cuando mejoren las cosas, te pondré un telegrama. Los ojos grandes y llorosos de Hanako lo interrogaban en silencio. —¿Te sentirás muy solo? —Aunque así sea, estaré bien —repuso él—. Mejor vete ya. Al alejarse Hanako y dirigirse hacia la Ginza, no la asaltó el negro presentimiento de que había visto a Sorge por última vez.

Falla un intento de suicidio AL FIN la Tokko se decidió a detener a la propietaria de la escuela de costura, señora Kitabavashi Tomo, y la interrogaron en forma pausada, cortés y rutinaria. De su vida solo les interesaba realmente un aspecto. Al aprehenderla llevaba consigo una suma de dinero norteamericano. ¿Quién le había dado aquellos dólares y por qué? La señora replicó a aquella pregunta con la verdad ... no toda, claro está. Su buen amigo Miyagi Yotoku a veces le daba dinero en recuerdo de su vieja amistad. Había sido su pensionista en Los Angeles y habían seguido visitándose en el Japón. Con un poco más de suave insistencia. Tomo confesó que Miyagi y ella habían sido camaradas, afiliados al partido comunista de los Estados Unidos. De los voluminosos archivos de la Tokko unos dedos diestros sacaron en poco tiempo el expediente de Miyagi: nacido en Okinawa, de una familia emigrante; trasferido a California a SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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los 16 años, repatriado al Japón; pintor profesional; tuberculoso. No era persona muy pudiente que se dijera; y mucho menos estaba en condiciones de hacer regalos cuantiosos en efectivo a su antigua casera, y sobre todo en dólares, por amistad desinteresada. Un joven artista enfermo y una costurera vieja y fea no serían, seguramente, protagonistas de un idilio apasionado. ¿Por qué, entonces, daría Miyagi el dinero a la señora Kitabayashi? La Tokko no se figuraba aún que Miyagi pudiera ser espía, pero resolvió detenerlo para interrogarlo. Tres agentes tocaron a su puerta. Siguieron a su casera escaleras arriba antes que la mujer pudiera protestar, y encontraron a Miyagi en cama. —Tenemos algunas preguntas que hacerle —le dijo uno de ellos—. ¿Podría venir con nosotros? Miyagi sé dejó detener con estoica dignidad. Hacía muchos meses venía esperando que le cayera sobre el hombro la mano de la autoridad. Mientras se vestía, los detectives registraron la alcoba. Hallaron varios documentos encima de las mesas, totalmente a la vista. Al examinar aquellos papeles por poco se les salen los ojos de sus órbitas. Entre ellos había un estudio completo de las reservas de petróleo del Japón en Manchuria. Aquel era un dato ultra secreto. El petróleo formaba la sangre de las venas del Imperio, era tan valioso que se distribuía, como quien dice, con cuentagotas. Sin embargo en aquella covacha de un segundo piso había un informe completo de las existencias que poseía el Japón y los lugares donde se habían almacenado; y los informes no solo estaban consignados en japonés, sino también en traducción inglesa, cuidadosamente escrita a máquina. En ese momento los agentes de la Tokko comprendieron algo de la verdadera naturaleza del caso que tenían entre manos: habían salido a pescar una sardina y dieron con un tiburón. Aquella tarde, en la estación Tsukiji de la policía, un detective interrogó a Miyagi durante tres horas. El pintor confesó que eran suyos los documentos, pero pasó la mayor parte del tiempo respondiendo preguntas referentes a su pasado. La Tokko era muy minuciosa y por lo visto no tenía prisa. El interrogatorio se reanudó a las diez de la mañana del día siguiente, con un grupo de seis agentes de la Tokko sentados alrededor de una larga mesa, en un salón de conferencias del piso alto. Miyagi quedó atrapado entre seis fuegos: de todas direcciones le disparaban preguntas. Contestaba sin vacilar las que eran de carácter general: pero las que se relacionaban, aunque fuera remotamente, con el espionaje, lo hacían guardar porfiado silencio. Los agentes de la Tokko no fueron nada suaves con Miyagi. Lo amenazaban, le gritaban, lo injuriaban con todos los insultos pintorescos en que abunda el idioma japonés, y él seguía impávido, desafiante. Lo halagaban, lo lisonjeaban, y tampoco lograban nada. Hacia mediodía todos los protagonistas se sentían rendidos y desconcertados.

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Haciendo una pausa para almorzar, cuatro de los agentes policiacos se retiraron y quedaron dos custodiando a Miyagi. Pidieron el almuerzo para el detenido, pero este no quiso tocarlo, explicando que no tenía apetito. Después de almorzar volvieron dos de los detectives para relevar a los que habían quedado con el reo y llevarles la comida. Durante el brevísimo instante en que estuvo abierta la puerta, Miyagi se incorporó, se volvió bruscamente y de un salto se echó de cabeza por la ventana abierta hacia la calle, diez metros más abajo. Pensando únicamente en que el pez gordo se le escapaba de entre las manos, uno de los detectives, Sakai Tamatsu, ordenó a gritos que rodearan el edificio; luego, con gran estruendo, se precipitó por la ventana detrás del reo. Cuando los demás salieron apresuradamente al exterior, encontraron a perseguidor y perseguido tendidos cuan largos eran sobre el pavimento. Ambos estaban sin resuello, pero todavía con mucha vida. Alguien llamó un automóvil de la policía para que los llevaran al hospital. Miyagi, que era el menos herido de los dos, no quiso entrar hasta que hubiesen acomodado bien a Sakai. Dio la casualidad de que Miyagi había caído sobre unos matorrales espesos que amortiguaron el golpe, así que escapó con algunas contusiones y cortaduras superficiales, además de la distensión de los músculos del muslo. Al comprobar que sus heridas eran leves, sus captores lo condujeron otra vez y a toda prisa a la comisaría de policía para reanudar el interrogatorio.

Un gato ante la ratonera Miyagi era otro hombre; saltó por la ventana, siguiendo la tradición japonesa del suicidio honroso, esperando sinceramente que aquel fuera su último acto en la Tierra. Al no venir en su ayuda la muerte, la conmoción que sufrió no fue solo corporal, sino también mental. Había experimentado nada menos que la resurrección y sintió la necesidad de confesar, para poder empezar bien la nueva vida. Así pues, al volver a la sala de conferencias, Miyagi abrió su alma. Habló larga y detalladamente. Fue como si hubiera sacado el corcho de una botella de champaña; toda la historia de la red de espionaje de Sorge brotó como el líquido espumoso y embriagante. La policía escuchó embelesada y perfectamente suspensa por las revelaciones.

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LA TOKKO detuvo a Ozaki Hotsumi el 15 de octubre a las 6 de la mañana; lo aprehendió en la biblioteca de su casa. No estaba preocupado y siguió impávido a los agentes hasta la comisaría Meguro de la policía. Creía que lo estaban fastidiando por sus escritos de intelectual de tendencias liberales. Pero el oficial inquisidor muy pronto lo hizo caer en la cuenta de su error: —No estamos interrogando al Ozaki japonés, sino al Ozaki espía del Comintern —le advirtió bruscamente. Ozaki resistió los interrogatorios durante 18 horas, pero a medianoche buscó alivio de la insoportable tensión. —Contaré todo lo que sé —les dijo—. Así que déjenme descansar y pensar un poco. La policía consintió, muy aliviada allá en el fondo. Comprendía que, sin la confesión de Ozaki, no podría encausar a los tres extranjeros: Richard Sorge, Branko Voukelitch y Max Clausen. Entre tanto la señora Ozaki, desesperada, trataba de averiguar a qué obedecía la detención de su marido. Telefoneó a su amigo Kichi Michizo, uno de los secretarios privados de Konoye y también integrante del Grupo del Desayuno, que esa misma mañana se reunía. Antes de la reunión Kichi acababa de enterarse por el Ministerio del Interior de que el caso era de comunismo. Llegó tarde y encontró al grupo discutiendo la forma de sacar al Ejército japonés del atolladero chino. Al irrumpir Kichi con la extraordinaria noticia de que su compañero Ozaki había sido detenido, no se volvió a hablar más del Ejército. La sesión completa se ocupó en especular acerca del increíble suceso. Sorge también tenía un día de preocupaciones. Cuando esa tarde llegó Max Clausen a verlo a su casa, Sorge le entregó un último manojo de despachos para trasmitir. Opinaba que la labor de la red había concluido; habían confirmado y enviado a Moscú el valioso informe de que Japón no pensaba atacar a la Unión Soviética. Sorge mismo quería cambiar de ambiente, así que entre los mensajes estaba una solicitud de nuevas instrucciones; el seguir en el Japón no tendría sentido ya. - Debería regresar el grupo a la patria roja o debería emprender nuevas actividades en Alemania? Clausen examinó por encima los papeles; luego se los devolvió a Sorge diciéndole: —Es muy temprano todavía para trasmitir estos despachos. Mejor guárdalos tú por ahora. El que Sorge no amonestara agria-mente a Max por su atrevimiento era indicio de que el primer apparatchik de Rusia no tenía el humor de otras veces. La preocupación y la incertidumbre le roían las entrañas, porque, inexplicablemente, ni Ozaki ni Miyagi se habían presentado a cumplir sendas citas con él. ¿Habrían sido detenidos? Sorge olfateaba el inminente peligro. A raíz de la confesión de Miyagi, la Tokko había dado instrucciones al viejo "Némesis" de Sorge, Saito, de intensificar su vigilancia: no dejarlo escapar; no permitir que se suicidase; no darle el menor indicio de la inminencia de la captura. Saito alquiló una habitación de planta alta en la SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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casa de enfrente, y el 15 de octubre acechaba la de Sorge con la atención obsesiva del gato cazador frente a la madriguera de los ratones. Al día siguiente Sorge se sentía aun más nervioso y deprimido. Después de tener una larga sobremesa con Max en un restaurante a la hora del almuerzo, regresó a su casa y. como de costumbre, dejó el coche en un garaje cercano, parte ya de la red policiaca que lo estaba rodeando. Cada vez que guardaba allí su automóvil, la policía entraba inmediatamente a registrarlo. En aquella ocasión al primer examen apareció una copiosa cantidad de dinero metido en sobres. El registrador lo contó inmediatamente, lo llevó a la policía, donde fotografiaron los billetes, y lo devolvió al dueño del garaje. Esa tarde, siguiendo instrucciones, el propietario del garaje se presentó en casa de Sorge para devolverle el dinero. La policía le había encargado que, informara cuáles eran las actividades de Sorge durante la tarde de ese día. Al tocar a la puerta el visitante, Sorge, Clausen y Voukelitch estaban como en consejo de guerra, discutiendo nerviosamente la ausencia de dos hombres del grupo. Sorge hizo pasar al dueño del garaje, contó los billetes y separó de ellos una recompensa adecuada. Pero debió de sorprenderle y alarmarle su imprudente descuido. ¿Por qué se retrasaban las detenciones? El gobierno del primer ministro Konoye se tambaleaba. En tales circunstancias, el fiscal Yoshikawa Mitsusada comprendía que era inútil esperar la aprobación del gabinete para ventilar públicamente un escándalo que, sin duda, habría de provocar su caída. Konoye tenía interés personal en echar tierra al asunto de Sorge. Sin embargo, el 16 de octubre cayó el gobierno de Konoye, y el gabinete que lo sucedió, presidido por el general Hideki Tojo, no tuvo inconveniente en poner a su antecesor en situación comprometida. Al fiscal Yoshikawa no le fue difícil, pues, obtener permiso del Ministerio de Justicia para arrestar a los extranjeros. Por la mañana del 18, temprano, tres grupos de agentes de la Tokko capturaron a Sorge, a Clausen y a Voukelitch cuando estaban aún en la cama.

"Adiós, amigo mío" EL ARRESTO de Sorge produjo una reacción inmediata y violenta en la embajada alemana. Como los japoneses no habían anunciado aún los cargos que se le imputaban, por todo el edificio corrió, con la noticia, una mezcla de asombro e incredulidad. Furibundo, el embajador Ott mandó al instante una protesta oficial al Ministerio de Relaciones Exteriores, y con ella la exigencia, en términos perentorios, de ver a Sorge. El fiscal Yoshikawa dio largas a la solicitud hasta que pudiese obtener la confesión firmada por Sorge de ser espía. Y no tardó en lograrlo. Las pruebas fehacientes eran abrumadoras: los demás integrantes del grupo habían confesado todo y la Tokko encontró los cuadernos de cifra de Clausen, su aparato emisor y un montón de despachos sin trasmitir, redactados en inglés. Sorge comprendió que no había razón para seguir negando su participación en las actividades de

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espionaje, pero no quería ver a Ott, pues le sería muy penoso enfrentarse al hombre a quién venía traicionando desde hacía tanto tiempo. Yoshikawa no compartía la misma opinión: — Puede que tengan ustedes ideas políticas opuestas; pero, como amigo, debe despedirse de él. Sorge convino de mal grado, y Yoshikawa concertó la entrevista. Al entrar en el salón de conferencias con su séquito, el porte del embajador Ott era orgulloso, firme, airado y muy serio. Dejó constancia inconfundible de haber sido ofendido. Al tomar asiento la delegación alemana, hicieron pasar a Sorge, que entró con aspecto compungido. La conversación fue ceremoniosa: Ott recorrió una lista de preguntas previamente aprobadas, y el diálogo trascurrió poco más o menos así: Ott: ¿Cómo está usted? Sorge: Estoy bien. Ott: ¿Qué tal la alimentación que recibe? Sorge: Es satisfactoria. Ott: ¿Lo tratan bien? Sorge: Sí. Después de unos diez minutos de tal intercambio, Ott llegó al final de las preguntas preparadas. Mirando fijamente a su amigo, el embajador la preguntó si tenía algo que decir. Hubo un momento de embarazoso silencio en que Sorge devolvió la mirada de su interlocutor con una expresión seria y ominosa. Con voz de campana fúnebre, baja y solemne, pero claramente audible, dijo: —Señor embajador, esta es nuestra despedida definitiva. Le ruego presentar mis respetos a su familia. Al oír tales palabras, Ott palideció y pareció envejecer veinte años. Por lo visto, comprendió en ese momento el verdadero significado de la situación. Ott y todo su séquito seguían sentados, inmóviles como estatuas. El silencio era insoportable. Por fin Sorge se puso en pie, hizo una ligera venia al embajador y salió para volver a su celda de prisionero. En el tiempo trascurrido hasta que se cerró la puerta, había cambiado radicalmente la actitud de Ott, quien rogó a Yoshikawa: —Por el bien de nuestros dos países, investigue usted este caso a fondo. Aclárelo totalmente. SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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Con el tiempo, por la traición de Sorge a su amistad y porque se aprovechó alevosamente del amigo, Ott se vio obligado a renunciar al cargo de la embajada. Ese fue el fin de una prometedora carrera diplomática. Salió de Tokio arruinado y decepcionado.

El premio para un espía fiel SORGE pasó bastante bien la vida en la cárcel . . . mejor que muchos ciudadanos japoneses acosados por los impuestos fuera de aquellos muros. Según la ley japonesa, el reo que poseyera dinero podía gastarlo a su antojo. En el momento de ser capturado, Sorge tenía 1000 yenes y cerca de 4000 dólares en billetes norteamericanos. Tal suma alcanzaba para mucho en el Japón al iniciarse el decenio de 1940. Y le vino bien, pues su prisión se iba a prolongar bastante. En mayo de 1942 se publicó por fin la noticia de las detenciones, y hasta mayo de 1943 no comenzaron los procesos. La suerte de los componentes de la red fue variable. El joven pintor Miyagi murió tuberculoso durante la vista de la causa. Voukeiitch, el fotógrafo y periodista yugoslavo, fue sentenciado a cadena perpetua y murió de neumonía en la cárcel 16 meses después. A Max Clausen lo condenaron a cadena perpetua, y a Ana a tres años. A ambos los libertaron los norteamericanos en 1945, con el indulto de los presos políticos, y los dos viven hoy en Alemania Oriental. A la señora Kitabayashi, la costurera por quien comenzó a desenredarse la madeja, se le impuso condena de cinco años de presidio. A muerte solo fueron condenados Sorge y Ozaki. Sorge aceptó serenamente la sentencia. Acogiéndose a la ley, los sentenciados apelaron automáticamente de las dos condenas, y Sorge no creía aún que iba a morir. Se aferraba a la esperanza de que la Unión Soviética hiciera cualquier arreglo que le diese la libertad. Bien sabía que, en la abrumadora mayoría de los casos de espías capturados, el país prefería sacrificar al agente antes de verse comprometido. Pero era vanidoso en sumo grado y nunca se había considerado entre la mayoría. Se creía Sorge el único, Sorge el personaje sin el cual la causa no podría salir adelante. Se jactaba, en realidad, de ser demasiado valioso para que la Sección Cuarta* lo abandonase, y decía que Stalin iba a concertar algún convenio para canjearlo. Desgraciadamente sus patronos del Kremlin no eran de la misma opinión. En los últimos años la Unión Soviética ha ensalzado mucho la memoria de Sorge. Una calle de Bakú lleva su nombre; Richard Sorge se llama un barco que hace viajes marítimos regulares; la figura apuesta y ominosa del espía adorna un sello de correos de la U.R.S.S. y lo han declarado Héroe de la Unión Soviética. Pero en su hora crítica, cuando el gobierno ruso hubiera podido ayudarlo, le volvió estudiadamente la espalda, negó que la red de espionaje de Sorge hubiese existido siquiera y afirmó descaradamente que todo aquel escándalo era una conjuración de Tokio para desacreditar a los liberales japoneses y comprometer a Rusia. SELECCIONES DEL READER’S DIGEST – JUNIO 67 -

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Ozaki primero, y Sorge después, murieron en la horca el 7 de noviembre de 1944.

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Monumento a Sorge en Baku

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