Arendt Hannah - Tiempos Presentes

TIEMPOS PRESENTES Hannah Arendt Edición a cargo de Marie Luise Rnott Traducción de R. S. Carbó Título del original e

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TIEMPOS PRESENTES

Hannah Arendt Edición a cargo de Marie Luise Rnott

Traducción de R. S. Carbó

Título del original en alemán: Z«r Zeit. Politiscbe Essays © 1986 & 1999 by Europáische Verlagsanstalt/Rotbuch Verlag, Hamburg Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, ¡Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, en el año europeo de las lenguas Traducción: R. S. Carbó Ilustración de cubierta: Alma Larroca

Primera edición: marzo del 2002, Barcelona

D erechos reservados para todas las ediciones en castellano O Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 Io-I a 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico: [email protected] http: / / www.gedisa.com ISBN: 84-7432-889-6 D epósito legal: B. 11.193-2002 Impreso por: Limpergraf Mogoda 29-31 Barbera del Valles Impreso en España Printed in Spain

índice

Nosotros, los refugiados ..........................................................

9

I'l «problema alemán» ..............................................................

23

Visita a Alemania 1950 ..............................................................

41

Europa y América .....................................................................

69

Little Rock ...................................................................................

91

D esobediencia c i v i l ...................................................................

113

200 años de la revolución americana .....................................

153

E p í l o g o ..........................................................................................

171

Epílogo a la r e e d ic ió n .................................................................

179

Notas

............................................................................................

185

El «problema alemán» no esningún problema alemán . . .

207

C r o n o lo g í a ....................................................................................

219

Obras de H annah Arendt publicadas en c a s te lla n o ...........

222

Nosotros, los refugiados

Ante todo, no nos gusta que nos llamen «refugiados». N osotros mismos nos calificamos de «recién llegados» o «inmigrantes». Nuestros periódicos son para «americanos de lengua alemana» y por lo que sé, no hay hasta hoy ningún club cuyo nom bre indi­ que que sus miembros fueron perseguidos po r Hitler, o sea, que son refugiados. Hasta ahora se consideraba refugiado a aquel que se veía obli­ gado a buscar refugio por sus actos o sus ideas políticas. Y, cier­ tamente, nosotros también tuvimos que buscar refugio pero an­ tes no habíamos hecho nada y la mayoría no albergábamos ni siquiera en sueños ninguna clase de opinión política radical. C o n nosotros el concepto «refugiado» ha cambiado. «Refugiados» son hoy en día aquellos de nosotros que tuvieron la mala suerte ile encontrarse sin medios en un país nuevo y necesitaron la ayu­ da de los comités de refugiados. Antes de la guerra éramos aún más susceptibles frente al tér­ mino «refugiados». Hacíamos todo lo que podíamos para de­ mostrar a los demás que éramos inmigrantes totalmente corrien­ tes. Explicábamos que habíamos tom ado voluntariamente el camino hacia un país de nuestra elección y negábamos que nues­ tra situación tuviera nada que ver con el «llamado problema ju­ dío». Eramos «inmigrantes» o «recién llegados» que un buen día 9

habíamos abandonado nuestro país porque ya no nos gustaba o por tactores puramente económicos. Q ueríam os conseguir un asiento nuevo para nuestra existencia, eso era todo. H ay que ser muy optimista o muy fuerte para construir una existencia nueva, así que manifestemos un gran optimismo. De hecho, nuestra confianza es admirable, aunque lo digamos nosotros mismos, pues ahora, por fin, se ha reconocido nuestra lucha. Al perder nuestro hogar perdimos nuestra familiaridad con la vida cotidiana. Al perder nuestra profesión perdimos nuestra confianza en ser de alguna manera útiles en este mundo. Al perder nuestra lengua perdimos la naturalidad de nuestras re­ acciones, la sencillez de nuestros gestos y la expresión espontá­ nea de nuestros sentimientos. Dejar a nuestros parientes en los guetos polacos y a nuestros mejores amigos morir en los campos de concentración significó el hundimiento de nuestro m undo privado. Pero inmediatamente después de nuestra salvación (y a la ma­ yoría hubo que salvarnos varias veces), comenzamos una nueva vida e intentamos seguir lo mejor que pudimos los buenos con­ sejos de nuestros salvadores. N os decían que debíamos olvidar y lo hicimos más rápidam ente de lo que nadie pueda imaginar. N os daban a entender amablemente que el nuevo país sería nues­ tra nueva patria y al cabo de cuatro semanas en Francia o seis en América pretendíamos ser franceses o americanos. Los más opti­ mistas incluso llegaron a afirmar que habían pasado toda su vida anterior en una especie de exilio inconsciente y que sólo gracias a su nueva vida habían aprendido lo que significaba tener un ver­ dadero hogar. Es verdad que a veces hacemos objeciones al con­ sejo bienintencionado de olvidar nuestra actividad anterior y que, cuando lanzamos nuestros antiguos ideales po r la borda porque está en juego nuestra posición social, también lo hacemos con gran pesar. Pero con la lengua no tenemos ningún problema: los más optimistas después de un año ya están firmemente con­ vencidos de que hablan inglés tan bien como su propia lengua materna y, al cabo de dos años, juran solemnemente que dom i­ nan el inglés mejor que ninguna otra lengua (de la alemana, ape­ nas se acuerdan ya).1 10

Para olvidar sin dificultades, preferimos evitar cualquier alu­ sión a los campos de concentración y de internamiento por los que hemos pasado en casi toda Europa, ya que eso podría interpretar­ se como una manifestación de pesimismo o de falta de confianza en nuestra nueva patria. Además, nos han insinuado a menudo que nadie desea oírlo; el infierno ya no es una representación religiosa o una fantasía sino algo tan real como las casas, las piedras y los ár­ boles. Evidentemente, nadie quiere ver que la historia ha creado n n nuevo género de seres humanos: aquellos a los que los enemi­ gos meten en campos de concentración y los amigos en campos de internamiento. N o hablamos de este pasado ni siquiera entre nosotros. En lu­ gar de ello, hemos encontrado nuestro propio modo de encarar el futuro incierto. Puesto que todo el m undo planea y desea y es­ pera, nosotros también lo hacemos. Sin embargo, aparte de estos comportamientos humanos comunes intentamos dilucidar el fu­ turo de una manera algo más científica. Después de tanta desgra­ cia queremos asegurarnos un porvenir a prueba de bombas. P or eso dejamos a nuestras espaldas la tierra con todas sus incertidumbres y dirigimos los ojos al cielo. Pues en las estrellas - y no en los periódicos- está escrito cuándo H itler será vencido y cuándo nosotros seremos ciudadanos americanos. Las estrellas son nuestras consejeras, más dignas de confianza que todos nuestros amigos. En ellas leemos cuándo es pertinente ir a comer con nuestros benefactores o qué día es el más opo rtun o para re­ llenar uno de los innumerables cuestionarios que actualmente acompañan nuestra vida. A veces ni siquiera nos fiamos de las est relias y preferimos que nos lean la mano o interpreten nuestra letra. De esta manera sabemos poco de los acontecimientos políticos pero mucho de nuestro querido yo, aunque el psicoanálisis ya no esté de moda. H an pasado aquellos tiempos felices en que, aburridos, las damas y los caballeros de la alta sociedad converlían en tema de conversación las geniales impertinencias de su tierna infancia. Ya no tienen el más mínimo interés en cuentos de lantasmas, lo que les pone la carne de gallina son las experiencias reales. Ya no hay necesidad de encantar el pasado, bastante em ­ brujado está el presente. Y así, a pesar de nuestro proclamado 11

optimismo, nos agarramos a cualquier hechizo que conjure a los espíritus del futuro. N o sé qué experiencias y pensamientos nocturnos pueblan nuestros sueños. N o me atrevo a pedir detalles porque yo tam­ bién prefiero ser optimista. Pero me imagino que, al menos p or la noche, pensamos en nuestros muertos o nos acordamos de aquellos poemas que un día amamos. Incluso entendería que nuestros amigos de la costa oeste, durante las horas de toque de queda, tuvieran la extraña ocurrencia de que no somos «futuros ciudadanos» sino, de m om ento, «extranjeros enemigos». N a tu ­ ralmente, a pleno día somos extranjeros enemigos sólo «formal­ mente», y todos los refugiados lo saben. Pero, aunque sólo sean motivos «formales» los que nos disuadan de salir de casa después del anochecer, no es fácil evitar hacer de vez en cuando lúgubres conjeturas sobre la relación entre las formalidades y la realidad. H ay algo que no encaja en nuestro optimismo. Entre noso­ tros hay algunos optimistas peculiares que difunden elocuente­ mente su confianza y al llegar a casa abren la espita del gas o de forma inesperada hacen uso de un rascacielos. Parece que dan prueba de que nuestra manifiesta alegría se basa en una peligrosa disposición a la muerte. Crecimos con la convicción de que la vida es el bien más alto y la muerte el ho rror más grande y hemos sido testigos y víctimas de horrores peores que la muerte sin p o ­ der descubrir ideal más elevado que la vida. A unque la muerte ya no nos asustaba, estuvimos bien lejos de querer o de ser capaces de jugarnos la vida por una causa. En vez de luchar - o reflexio­ nar sobre cómo arreglárselas para resistir- nosotros, los refugia­ dos, nos hemos acostumbrado a desear la muerte a nuestros ami­ gos y parientes. Si alguien muere, nos imaginamos alegremente todos los disgustos que se habrá ahorrado. Finalmente, muchos entre nosotros acaban deseando ahorrarse también unos cuantos disgustos y actúan en consecuencia. Desde 1938, desde la entrada de Hitler en Austria, hemos vis­ to con qué rapidez el elocuente optimismo puede transformarse en callado pesimismo. C on el tiempo nuestra situación ha em ­ peorado, llegamos a ser aún más confiados y nuestra tendencia al suicidio ha aumentado. Los judíos austríacos, liderados po r

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Schuschnigg, fueron una gentecita encantadora a la que todos los observadores imparciales admiraron. Realmente era admirable lo convencidos que estaban de que no les podría pasar nada. Pero cuando los alemanes entraron en el país y los vecinos no judíos comenzaron a asaltar las casas judías, los judíos austríacos em pe­ zaron a suicidarse. A diferencia de otros suicidas, nuestros amigos no dejan nin­ guna explicación de su acto, ninguna acusación, ninguna queja contra un m undo que obliga a un ser desesperado a mantener con palabras y hechos su buen hum o r hasta el final. Dejan cartas de despedida m uy corrientes, docum entos irrelevantcs. En co n ­ secuencia, nuestros discursos fúnebres también son breves, apu­ rados y llenos de esperanza. N adie se preocupa por los motivos porque a todos nos parecen obvios. Estoy hablando de hechos desagradables y, aún peor, para c o rro ­ borar mi visión de las cosas, ni siquiera dispongo del único argu­ mento que hoy en día impresiona a la gente: los datos numéricos. Incluso aquellos judíos que niegan ferozmente la existencia del pueblo judío, nos conceden, en cuanto a números, unas buenas expectativas de vida. ¿C óm o podrían probar, si no, que sólo unos pocos judíos son criminales y que en la guerra muchos ju ­ díos mueren como buenos patriotas? Gracias a sus esfuerzos por salvar la vida estadística del pueblo judío, sabemos que éste exhi­ be las cifras de suicidio más bajas de todas las naciones civiliza­ das. Estoy bastante segura de que estos datos ya no son válidos, cosa que no puedo docum entar con nuevas cifras pero sí con la experiencia reciente. Suficiente para aquellos espíritus escépticos que nunca estuvieron completamente convencidos de que las medidas de un cráneo ofrecieran una idea exacta de su contenido o de que las estadísticas de criminalidad mostraran el exacto ni­ vel moral de una nación. En cualquier caso, los judíos europeos, vivan donde vivan, ya no se com portan según los pronósticos de la estadística. Actualmente, los suicidios se dan no sólo entre gente víctima del pánico en Berlín y Viena, en Bucarest o en Pa­ rís, sino también en Nueva York y Los Ángeles, en Buenos Aires y Montevideo. 13

Por el contrario, m uy raramente tenemos noticia de suicidios en los guetos y campos de concentración. Es verdad que recibi­ mos escasos informes de Polonia, pero al menos estamos bastan­ te bien informados sobre los campos de concentración alemanes y franceses. En el campo de Gurs, por ejemplo, donde tuve la oportunidad de pasar una temporada, sólo oí hablar de suicidio una vez y se trataba de una propuesta de acción colectiva, de una especie de acto de protesta al parecer para poner a los franceses en una situa­ ción incómoda. C uando algunos de nosotros observamos que de todos modos nos habían metido allí «pour crever», el hum or ge­ neral cambió bruscamente, y se convirtió en un afán apasionado de vivir. Generalmente, se consideraba que quien interpretaba aquel infortunio como una adversidad personal y, por consi­ guiente, ponía fin a su vida personal e individualmente tenía que ser un asocial anómalo que se desinteresaba del desenlace general de las cosas. Por eso, tan pronto esta misma gente volvía a su p ro ­ pia vida individual y tenía que enfrentarse a problemas aparente­ mente individuales, sacaba otra vez a la luz ese insano optimismo colindante con la desesperación. N o so tro s somos los prim eros judíos no religiosos que han sido perseguidos y los prim eros que reaccionamos no sólo in extrem is con el suicidio. Q u izá tengan razón los filósofos cuando dicen que el suicidio es la última, la extrema garantía de la libertad humana: no tenemos la libertad de crear nuestra vida o el m u ndo en que vivimos pero sí somos libres para des­ deñar la vida y abandonar el m undo. Seguramente los judíos piadosos no pueden adm itir esta libertad negativa. Ven en el darse m uerte un asesinato, la destrucción de lo que el hom bre nunca puede crear, una introm isión, p o r lo tanto, en los d ere­ chos del creador. A d o n a i nathan v yadonai lakach («El señor lo da, el señor lo toma»); y habitualm ente añaden: baruch schem adonai («alabemos el nom bre del señor»). Para ellos, el suici­ dio, com o el asesinato, significa un ataque blasfemo a toda la creación. U n ser h um ano que se mata a sí mismo está afirm an­ do que la vida no merece vivirse y que el m u n d o no es digno de albergarle.

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Pero nuestros suicidas ni son unos locos rebeldes que arrojan desprecio a la vida y al mundo ni intentan al matarse matar al niiiverso entero. Su modo de desaparecer es callado y modesto; parece que quieran disculparse por la solución violenta que han encontrado a sus problemas personales. P or lo general, siempre habían opinado que los acontecimientos políticos no tenían nada i na »* .1. una sociedad aparentemente normal. C uando los n.i/rt .i|>• I il• m » la «vivencia del frente» no sólo despertaban los m in tdn d. \\ «comunidad del pueblo» de las trincheras sino laminen mim h i..... los dulces recuerdos de un tiempo en que el individuo di ,|»l» ........ ... actividad y fuerza destructiva extraordinarias. Sin duda, en Alemania la situación era más propu u .» I » m|> tura con todas las tradiciones que en ninguna otra p.u ir, »«»•, i •11n se explica por el desarrollo tardío de Alemania com o iu< mu, |uu su historia política desafortunada y p o r la carencia d r lod.i» j«« riencia dem ocrática. Y sobre todo por el hecho de