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El Espíritu Santo en los orígenes de la Iglesia S. Guijarro, X. Pikaza, E. Romero Cuadernos de Teología Deusto Núm. 16

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El Espíritu Santo en los orígenes de la Iglesia S. Guijarro, X. Pikaza, E. Romero Cuadernos de Teología Deusto Núm. 16

Universidad de Deusto •





Facultad de Teología

































Cuadernos de Teología Deusto

Cuadernos de Teología Deusto Núm. 16 El Espíritu Santo en los orígenes de la Iglesia Santiago Guijarro Oporto Xabier Pikaza Eugenio Romero Pose

Bilbao Universidad de Deusto 1998

Los Cuadernos de Teología Deusto pretenden tratar con rigor y de una manera accesible a un público amplio, temas candentes de la teología actual. La serie está promovida por la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, pero cada número se debe a la responsabilidad y libertad de su autor. Estos cuadernos son flexibles y abiertos a una problemática muy amplia, pero tienen una especial preocupación por hacer presente la reflexión cristiana en lo más palpitante de la vida eclesial y social de nuestro tiempo.

Consejo de Dirección: José María Abrego Rafael Aguirre Carmen Bernabé

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

Publicación impresa en papel ecológico © Universidad de Deusto Apartado 1 - 48080 Bilbao I.S.B.N.: 978-84-9830-920-1

Indice Autores de los Cuadernos de Teología Deusto . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1. El Espíritu Santo en la vida de Jesús Santiago Guijarro Oporto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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2. El Espíritu de Jesús y sentido de la historia Xabier Pikaza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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3. El Espíritu Santo en la conciencia de la primera Iglesia Eugenio Romero Pose . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Cuadernos de Teología Deusto, núm. 16

© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Etica periodística. Aproximaciones a la ética de la información por Xabier Etxeberria*

Autores de los Cuadernos de Teología Deusto Santiago Guijarro: Nació en Toledo. Es Licenciado en Sagrada Escritura y Doctor en Teología. Actualmente imparte clases de N.T. en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca. Ha sido durante muchos años Director de la Casa de la Biblia donde ha dirigido la traducción de la Biblia publicada por esa misma Institución, así como sus Comentarios al A.T. y N.T. Otras obras son: La buena noticia de Jesús (Madrid, 1987); Comentario al Ev. de Mateo (Estella, 1989). Xabier Pikaza: Nació en Orozco (Vizcaya). Es doctor en Filosofía y Teología. Profesor en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca. Es religioso mercedario. Es autor de innumerables obras, entre las cuales se pueden citar: Antropología bíblica (Salamanca, 1993); Para comprender hombre y mujer en las grandes religiones (Estella 1996); Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca, 1998). Eugenio Romero Pose: Nació en Bayo (La Coruña). Doctor en Patrística. Ha sido Director del Instituto Compostelano y de la Revista Compostelanum. Rector del Seminario de Santiago de Compostela. Ordenado Obispo en 1997, actualmente es Obispo auxiliar de Madrid. Entre sus obras están: Símbolos eclesiales en el comentario al Apocalipsis 1,13-3,22 de Ticonio (1984). Dirige la colección Fuentes Patrísticas donde ha hecho la traducción, la introducción y las notas críticas a varias obras, entre ellas la Demostración de la predicación apostólica de Irineo de Lion.

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Etica periodística. Aproximaciones a la ética de la información por Xabier Etxeberria*

Prólogo Las viejas verdades cristianas hay que estar diciéndolas siempre de nuevo. La fidelidad al sentido originaria de la fe no consiste en repetir simplemente las fórmulas antiguas, sino que implica un esfuerzo por hacerlas significativas en las circunstancias sociales y culturales de una historia cambiante. El Papa Juan Pablo II ha invitado a toda la Iglesia, en la Tertio Millenio Adveniente, a renovar durante 1998 la experiencia del Espíritu con vistas a preparar el jubileo del año 2000. En la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto hemos respondido a esta invitación, entre otras cosas, con un esfuerzo por profundizar teológicamente en el significado del Espíritu en la existencia personal, en la comunidad cristiana y en la vida social. Presentamos aquí una reflexión que pretende unir la seriedad de los planteamientos con la relevancia cultural y vital de un tema clave de la fe cristiana, y haciéndolo además de una manera comprensible a un público amplio. En este número de los Cuadernos de Teología Deusto, Santiago Guijarro presenta el origen y evolución de la experiencia del Espíritu en Jesús y los discípulos, y después en las dos primeras generaciones cristianas tal como aparece en el Nuevo Testamento. Xabier Pikaza profundiza en la dimensión carismática de Jesús tal como es presentada por la exégesis actual. Monseñor Eugenio Romero Pose presenta el inicio de la rica reflexión sobre el Espíritu en los primeros padres de la Iglesia, especialmente en San Irineo.

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El Espíritu Santo en la vida de Jesús por Santiago Guijarro Oporto Universidad Pontificia de Salamanca

Introducción Los primeros cristianos tenían la certeza de que el Espíritu Santo actuaba en sus vidas. Leyendo las casi trescientas referencias a El que encontramos en los escritos del Nuevo Testamento es fácil advertir que no se trataba de una certeza teórica, sino de una convicción existencial muy intensa basada en la experiencia. Se sentían inundados por una fuerza que actuaba en ellos y a través de ellos. Esta fuerza que llenaba toda su existencia personal y comunitaria les introducía en una nueva vida y en una nueva comprensión de sí mismos, del mundo y del proyecto de Dios, y tenía como consecuencia un nuevo estilo de vida. La presencia del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento es abundante y compleja. Un indicio de la importancia que tuvo esta experiencia en los diversos grupos cristianos es la frecuencia con que aparece el Espíritu en los escritos que produjeron. Las cartas auténticas de Pablo son las que contienen más referencias. Ellas son el mejor testimonio de lo que significó el Espíritu para los cristianos de la primera generación. En los escritos atribuidos a Pablo en la segunda generación las referencias al Espíritu son mucho menos numerosas. En esta segunda generación cristiana la obra lucana es la que mayor protagonismo da a la acción del Espíritu en la vida de las comunidades cristianas. Finalmente, hemos de tener en cuenta la experiencia que ha quedado recogida en el evangelio y en las cartas de Juan por su frescura y vitalidad. Llama la atención, sin embargo, la escasa presencia del Espíritu en la tradición sinóptica. Estos sencillos datos sugieren ya por dónde debemos encaminar nuestra investigación, y apuntan hacia algunos de los problemas con los que se enfrenta quien quiera conocer de cerca la experiencia del Espíritu que tuvieron Jesús y los primeros cristianos. Los enumero al comienzo para tenerlos en cuenta a lo largo de la exposición: © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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1. El testimonio sobre el Espíritu Santo que encontramos en los escritos del NT refleja la experiencia de diversos grupos cristianos de diversas épocas (primera y segunda generaciones), que vivieron en diversos lugares (Palestina y diáspora cristiana). 2. Lo que encontramos en estos escritos es el reflejo de una experiencia sobre la que se ha reflexionado. No hemos de buscar en ellos una visión sistemática ni unitaria, sino una experiencia plural, aunque es cierto que a veces se dan coincidencias importantes en algunos aspectos. 3. La experiencia del Espíritu entre los cristianos de la primera generación sólo nos es accesible directamente a través de las cartas de Pablo. Sabemos que en esta época existieron otros grupos de seguidores de Jesús, pero su experiencia del Espíritu nos ha llegado a través de testimonios tardíos, principalmente a través del libro de los Hechos. 4. Por el contrario, de la segunda generación cristiana, época en la que se escribieron la mayor parte de los libros del NT, tenemos una variada gama de testimonios sobre la vivencia del Espíritu. La mayor parte de ellos se encuentran en las cartas atribuidas a Pablo y en la obra de Lucas, que están relacionadas con la tradición paulina, y también en los escritos de la tradición joánica, que representan un contexto vital y una tradición diferentes. 5. Las pocas menciones del Espíritu en la tradición sinóptica nos invitan a preguntarnos si los primeros cristianos proyectaron su experiencia del Espíritu en la vida de Jesús, o si por el contrario fue la experiencia que Jesús tuvo del Espíritu la que sirvió de base a la que más tarde tuvieron ellos. 6. Se plantea, finalmente, un problema que no es posible abordar ahora ni siquiera esbozándolo, pero que sí quiero mencionar. Me refiero a la distancia cultural que existe entre nosotros y los primeros cristianos. Para ellos la palabra «espíritu» tenía connotaciones que no tiene para nosotros, y para nosotros tiene connotaciones que no tenía para ellos. Tendremos que tener mucho cuidado para no proyectar sobre los textos que ellos produjeron las resonancias que para nosotros tiene el Espíritu después de veinte siglos de teología cristiana. Estas consideraciones indican la complejidad de la experiencia del Espíritu que tuvieron Jesús y los primeros cristianos. En las páginas que siguen no me propongo hacer un estudio exhaustivo de dicha experiencia. Primero analizaré la relación entre Jesús y el Espíritu en su pascua y en su ministerio, y después me centraré en la experiencia del Es© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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píritu que tuvieron las comunidades relacionadas con la tradición paulina durante la primera y segunda generaciones cristianas. He elegido esta tradición porque es la que nos ha legado un mayor número de testimonios. Para completar mi exposición habría que estudiar las referencias al Espíritu o a la acción de los profetas en los escritos del cristianismo palestinense, y sobre todo el testimonio de la acción del Espíritu en los escritos joánicos, que refleja la rica experiencia de un grupo distinto de comunidades cristianas durante la segunda generación. 1. La experiencia del Espíritu en la pascua y en la vida de Jesús Según el testimonio de las principales tradiciones del NT, en la Pascua se dio una estrecha vinculación entre Jesús y el Espíritu. Comenzaré explorando esta convicción compartida por diversos grupos cristianos de épocas y tendencias diversas, y después abordaré los pasajes de la tradición sinóptica en los que Jesús habla del Espíritu o se describe la acción de éste en su vida. El Espíritu y el Resucitado Según el evangelio de Juan el don del Espíritu fue una consecuencia de la pascua-glorificación de Jesús. Explicando las palabras de Jesús sobre el agua viva que brotará de sus entrañas, el evangelista comenta: «Decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él. Y es que aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.» (Jn 7,39). Esta misma convicción aparece en los anuncios del Paráclito, en los que el mismo Jesús afirma: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré.» (Jn 16,7). Por eso en el evangelio de Juan la venida del Espíritu no es un acontecimiento separado de la Pascua, sino que tiene lugar en una de las apariciones del Resucitado. Los discípulos reciben el Espíritu, no en forma de lenguas de fuego como en el relato de Pentecostés, sino a través del mismo aliento de Jesús (Jn 20,22). El Espíritu es, pues, un don que procede directamente del Resucitado, y está vinculado al momento de su partida de este mundo. En la obra de Lucas la Resurrección de Jesús y la venida del Espíritu sobre los discípulos son dos acontecimientos diferentes. Lucas sitúa entre ambos un período de cuarenta días, los que separaban la fiesta de Pascua de la de Pentecostés, para separar ambos momentos y dar así relevancia propia a la venida del Espíritu. Sin embargo, esta separación es sólo aparente, porque en los primeros capítulos de Hechos el Espíritu © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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es, ante todo, un don del Resucitado. En la última aparición que se describe en el evangelio, Lucas pone en boca de Jesús estas palabras: «Os voy a enviar el don prometido por mi Padre. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza que viene de lo alto.» (Lc 24,49). A esta promesa se refiere el mismo Jesús en el encuentro con sus discípulos narrado en los primeros versículos de los Hechos (Hch 1,4-5). Pero donde más claramente aparece esta relación entre la venida del Espíritu y la Pascua de Jesús es en estas palabras del primer discurso de Pedro: «El poder de Dios lo ha exaltado, y él habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado, como estáis viendo y oyendo.» (Hch 2,33). La venida del Espíritu es, también para Lucas, un acontecimiento directamente relacionado con la resurrección de Jesús; es «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7). Estos testimonios tomados del evangelio de Juan y de la obra de Lucas revelan que los cristianos de la segunda generación relacionaban la venida del Espíritu con la Pascua de Jesús. Para ellos el Espíritu era un don pascual, y había sido derramado sobre los discípulos por mediación de Jesús después de su resurrección-glorificación. Se trataba del mismo Espíritu que había acompañado a Jesús desde el principio de su ministerio. Juan y Lucas son, de hecho, los dos evangelistas que más insisten en la presencia del Espíritu en los comienzos del ministerio de Jesús (Lc 3, 22; 4,1. 14. 18; Jn 1,32. 33). Podemos preguntarnos si también los cristianos de la primera generación relacionaron el don del Espíritu con la resurrección de Jesús. En las cartas de Pablo hay dos pasajes en los que aparece esta vinculación. El primero de ellos se encuentra en el exordio de la carta a los Romanos, y el segundo en el capítulo octavo de esta misma carta, en el que Pablo nos ha dejado la reflexión más detallada y articulada sobre la acción del Espíritu en la vida del creyente. El primero de estos pasajes es interesante, porque Pablo cita en él una confesión de fe aprendida tal vez durante su estancia en la comunidad de Antioquía. En ella se afirmaba que Jesús había «nacido de la estirpe de David según la carne» y había sido «constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificador» (Rom 1,3-4). Es un texto muy concentrado y difícil de interpretar, pero no cabe duda de que en él se relaciona la resurrección del Jesús con la acción del Espíritu. Mucho más explícito es el pasaje del capítulo octavo. Pablo contrapone las actitudes de aquellos que viven según «la carne» a las de aquellos que viven según el Espíritu, y muestra cómo estos últimos están llamados a participar de la victoria de Jesús sobre la muerte, porque participan del mismo Espíritu, pues «si el Espíritu de Dios que resu© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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citó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros». (Rom 8,11). Pablo presupone que la manifestación del Espíritu en la resurrección de Jesús es el punto de referencia para entender la acción del Espíritu en los creyentes. Estos dos pasajes relacionan explícitamente la resurrección con la acción del Espíritu, pero en un sentido muy distinto al que hemos visto en Juan y Lucas. No aparece en ellos tan claramente que el Espíritu es un don del Resucitado, sino la fuerza de Dios que se ha manifestado en la resurrección de Jesús. Hay en Pablo, sin embargo, otros pasajes en los que de forma indirecta y menos explícita, aunque no menos clara, puede reconocerse la convicción que Juan y Lucas hicieron explícita más tarde. En cuatro lugares Pablo establece una íntima vinculación entre Jesús y el Espíritu. Le llama el «Espíritu de Jesús» (Roma 8,9), el «Espíritu del Hijo» (Gál 4,6), el «Espíritu del Señor» (2Cor 3,17) y el «Espíritu de Jesucristo» (Flp 1,19). En todos estos casos se refiere al Resucitado, no al Jesús terreno, y manifiesta así que el Espíritu es un don del Resucitado. Más adelante veremos que la vida «en Cristo» y la «vida en el Espíritu» son para Pablo expresiones casi equivalentes, pues «el que se une al Señor se hace un solo Espíritu con él» (1Cor 6,17). James Dunn, después de estudiar detenidamente los textos paulinos en los que aparece la relación entre Jesús y el Espíritu concluye que «cuando Pablo quiere encontrar lo específico de la experiencia dada por el Espíritu, no lo halla en el Espíritu carismático en cuanto tal, ni en el Espíritu escatológico en cuanto tal, sino en el Jesús Espíritu, en el Espíritu con los rasgos de Cristo. El tiene la experiencia del Espíritu como poder que brota del Señorío de Jesús, como poder que reproduce para el creyente la relación filial de Jesús con el Padre, como poder que renueva el carácter del creyente conforme al modelo de Cristo. Los únicos carismas, el único Espíritu carismático de que Pablo quiere oír hablar es el Espíritu de Cristo, o sea, Cristo, que es el Espíritu vivificante». Así pues, aunque con formas y matices diversos, los cristianos de las dos primeras generaciones tuvieron la convicción de que el Espíritu, tal como ellos lo experimentaban, estaba estrechamente vinculado a la Pascua de Jesús, hasta el punto de que lo consideraron un don del Resucitado. Este es el punto de partida más firme para conocer la experiencia que los primeros cristianos tuvieron del Espíritu. Desde él hemos de dirigirnos, en primer lugar hacia los testimonios de los evangelios que relacionan a Jesús con el Espíritu durante su ministerio, para averiguar si Jesús experimentó en su vida la acción del Espíritu y cuál es el sentido que él dio a esta experiencia. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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El Espíritu en la vida de Jesús Como ya dije al comienzo, las menciones del Espíritu en los evangelios no son muy abundantes. Comienzo con una sencilla clasificación de los pasajes en que aparece y con una valoración sobre el origen prepascual de los mismos. Hay que descartar, en primer lugar, los cuatro dichos que Juan pone en boca de Jesús (Jn 3,5-8; 4,23-24; 6,63; 20,22) y los anuncios del Paráclito. Todos estos pasajes reflejan la teología del evangelista y por tanto reflejan la experiencia de los cristianos de la segunda generación. También hay que descartar, debido a su carácter redaccional, dos dichos de Jesús (Lc 4,18 = Is 61,1; 11,13) y dos comentarios narrativos (Lc 4,14; 10,21) que sólo se encuentran en Lucas, así como el envío final de los discípulos en Mateo (Mt 28,19) y la cita de Is 41 en Mt 12,18. Descartados estos pasajes, que son claramente redaccionales, nos quedan un total de ocho referencias: cuatro dichos de Jesús, un dicho del Bautista y tres menciones narrativas sobre la acción del Espíritu en Jesús. Dichos de Jesús: 1 2 3 4

Si yo expulso los demonios... Quien hable contra el Espíritu Santo Quien hable contra el Espíritu Santo El Espíritu hablará por vosotros

Mt 12,27s Lc 11,19s Mt 12,32 Lc 12,10 Mt 12,31 Mc 3,29 Mt 10,20 Mc 13,10 Lc 12,12

Dicho del Bautista: 5 El que bautizará con Espíritu Santo y fuego

Mt 3,11 Mc 1,8 Lc 3,16 (Jn 1,33)

Menciones narrativas: 6 En el bautismo de Jesús 7 Impulsado por el Espíritu fue al desierto 8 Jesús concebido por obra del Espíritu

Mt 3,16Mc 1,10 Lc 3,22 (Jn 1,32) Mt 4,1 Mc 1,12 Lc 4,1 Mt 1,18.20 Lc 1,35

De los cuatro dichos de Jesús, el cuarto, en el que se promete la asistencia del Espíritu en momentos de persecución, refleja una situación posterior de las comunidades cristianas, que aparece repetidamente en el libro de los Hechos. Los otros tres, que contienen en realidad dos dichos distintos de Jesús, pueden ser asignados, en principio, a la tradición prepascual. En favor del dicho del Bautista sobre el bautismo de Jesús con Espíritu Santo y fuego puede aducirse el hecho de la atestación múltiple, © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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pues se encuentra también en Juan, pero es sospechoso desde el punto de vista histórico, porque refleja muy claramente la polémica de los primeros cristianos con los discípulos de Juan Bautista, de la que encontramos numerosos indicios tanto en Hechos como en Juan (véase p. e. Hch 19,1-7). No podemos, por tanto, considerarlo como una tradición prepascual. Nos quedan las tres referencias narrativas a la acción del Espíritu en Jesús. Ninguna de ellas puede ser considerada críticamente como una tradición prepascual. El relato del bautismo de Jesús es una composición teológicamente muy densa en la que, entre otras cosas, se aplica a Jesús la convicción del judaísmo de que el Espíritu vendría sobre el Mesías. Algo parecido puede decirse a propósito del relato de las tentaciones, en el que se pone de manifiesto la asistencia del Espíritu en el momento de la prueba. La referencia a la concepción de Jesús por obra del Espíritu es una tradición muy antigua, como muestra el hecho de que Mateo y Lucas, que tanto difieren en sus respectivos relatos de la infancia, coincidan en este dato. Sin embargo, difícilmente puede considerarse una tradición prepascual. Así pues, si queremos conocer cuál fue la experiencia que Jesús tuvo del Espíritu tendremos que comenzar estudiando el dicho sobre el poder con el que Jesús expulsa los demonios, y las dos versiones (Q y Mc) del dicho sobre el pecado contra el Espíritu Santo, pues estos dos dichos de Jesús pertenecen con mucha probabilidad a la tradición prepascual. El dicho sobre el origen del poder de Jesús para expulsar demonios procede del documento Q. Respondiendo a la acusación de que expulsaba los demonios con el poder de Belzebú, Jesús afirma: «Si yo expulso los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿con qué poder los expulsan? Por eso ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios con el dedo (Mt: Espíritu) de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,19-20 // Mt 12,2728). La mayoría de los estudiosos opina que este dicho procede de Jesús. Se discute cuál es la forma que tenía en Q. El dicho es exactamente igual en Mateo y en Lucas excepto en una palabra. Según Mateo Jesús expulsa los demonios con el poder del «Espíritu» de Dios, y según Lucas con el «dedo» de Dios. Ambas versiones pueden aducir argumentos en su favor, pero tal vez esto no sea tan importante, pues en ambos casos el poder de Jesús se atribuye a una fuerza procedente de Dios. Jesús tuvo conciencia de que este poder actuaba a través de él, y también de que a través de los exorcismos que realizaba con este poder el Reinado de Dios estaba comenzando a hacerse presente. En este dicho aparecen dos elementos centrales del ministerio de Jesús: sus © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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exorcismos y el anuncio de la llegada del Reinado de Dios; y ambos son legitimados diciendo que Jesús actúa con el poder (Dedo-Espíritu) de Dios. El segundo dicho, que habla del pecado contra el Espíritu Santo, se ha transmitido en dos versiones, una procedente de Marcos y otra del documento Q. La versión de Marcos, que se encuentra en forma abreviada en Mateo, se refiere sólo al pecado contra el Espíritu Santo, y dice así: «Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, [los pecados y cualquier blasfemia que digan,] pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás [; será reo de pecado eterno.].» (Mc 3,28-29 // Mt 12,31). La versión de Q, sin embargo, distingue entre el pecado contra el Espíritu y el pecado contra el Hijo del hombre: «Al que diga algo contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que lo diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.» (Mt 12,32 // Lc 12,10). Es muy probable que se trate de dos versiones de un mismo dicho, y que la versión más antigua era la de Marcos. El logion de Q parece haber sido ampliado distinguiendo entre la blasfemia contra el Hijo del hombre y contra el Espíritu, una tendencia que observamos más tarde en la versión de este mismo dicho en el Evangelio de Tomás. Se ha discutido sobre el origen de este dicho. ¿Se originó en las controversias sobre la presencia del Espíritu en las primeras comunidades? ¿O más bien tuvo su origen en el ministerio de Jesús? En favor de esta segunda hipótesis puede aducirse el hecho de que Mateo, tan sospechoso con la actividad de los profetas carismáticos (Mt 7,22s), no habría incluido este dicho en su evangelio si no se tratara de una tradición antigua. Hemos de pensar, más bien, que este dicho se originó en la controversia que suscitaron los exorcismos de Jesús durante su ministerio. Jesús respondió con él a las acusaciones de sus adversarios, que veían actuando en sus exorcismos al príncipe de los demonios. Llama la atención la seriedad con que Jesús toma esta crítica, indicio de la importancia que daba a sus exorcismos como manifestación del Reinado de Dios. Me he detenido en estos dos dichos de Jesús, porque son el acceso más seguro a la experiencia que Jesús tuvo del Espíritu. En ellos se revela que Jesús tomó en serio las acusaciones de sus adversarios acerca del origen del poder que exhibía en sus exorcismos. Quien actuaba a través de Jesús no era el príncipe de los demonios, sino el mismo Espíritu de Dios, lo cual significaba que en sus exorcismos estaba comenzando a hacerse presente el Reinado de Dios. El tema de fondo es, pues, el del origen de la autoridad de Jesús. Estudiándolo podríamos precisar más la experiencia que Jesús tuvo del Espíritu. Es un tema muy debati© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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do hoy en los estudios sobre el Jesús histórico, y no es posible plantear ahora ni siquiera mínimamente el problema. Sólo citaré unas palabras de Geza Vermes, quien después de analizar si la autoridad de Jesús procedía de su interpretación de la Escritura o de otra fuente habitual en el judaísmo de su tiempo, concluye que, tanto Jesús como Juan Bautista, fundamentaron su autoridad directamente en Dios: «La gente creía en el origen celestial de la enseñanza de Jesús y de Juan, reforzada en el caso del primero por su patente poder sobre la enfermedad corporal y mental, y eso les dispensaba a ambos de la necesidad de demostrar la veracidad de su doctrina. Sus palabras estaban dotadas de autoridad, no porque estuvieran confirmadas por las Escrituras, sino porque los dos eran reverenciados como profetas inspirados por el Espíritu de Dios.» Esta autoridad de Jesús, que procedía de Dios y se manifestaba en sus exorcismos, en sus curaciones y en su enseñanza con autoridad, ponía de manifiesto la acción del Espíritu a través de él. Por eso, aunque las referencias explícitas al Espíritu en labios de Jesús son muy escasas, podemos afirmar que se consideró a sí mismo como ungido por el Espíritu de Dios, y tuvo conciencia de que éste actuaba a través de él. Esto justifica el hecho de que los primeros cristianos, más conscientes de la acción del Espíritu en Jesús desde su propia experiencia carismática, subrayaran esta presencia del Espíritu en momentos importantes de su vida, especialmente en su bautismo. Lo que hicieron no fue proyectar hacia atrás la experiencia que ellos estaban viviendo, sino explicitar la experiencia que Jesús vivió: que el poder de Dios actuaba en él y a través de él, para anunciar y hacer presente el Reinado de Dios. Después de esta incursión en la experiencia que Jesús tuvo del Espíritu, volvemos a nuestro punto de partida, la acción del Espíritu en la Pascua, y desde él vamos a tratar de adentrarnos en la experiencia del Espíritu que tuvieron los primeros cristianos. 2. La experiencia del Espíritu en la primera generación cristiana La primera generación cristiana suele localizarse temporalmente entre el año 30 y el 70 d.C., es decir, entre la resurrección de Jesús y la destrucción de Jerusalén. Las cartas que Pablo y sus colaboradores dirigieron a las comunidades fundadas por ellos fueron escritas en la segunda mitad de esta etapa y reflejan la vivencia de este grupo de comunidades veinte años después de la resurrección de Jesús. La pregunta que en seguida se plantea ante esta constatación es: ¿qué sabemos acerca de la vivencia del Espíritu que tuvieron las comunidades © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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cristianas en estos veinte años? Para responderla tenemos el testimonio de los doce primeros capítulos de Hechos y las fórmulas tradicionales que el mismo Pablo incorporó en sus cartas. Las comunidades anteriores a Pablo El libro de los Hechos es un relato muy elaborado desde el punto de vista teológico, pero ha conservado recuerdos históricos muy interesantes sobre los primeros años del cristianismo. Su grado de fiabilidad histórica depende, en gran parte, de las tradiciones que utiliza. En los doce primeros capítulos del libro aparecen numerosos detalles que revelan una experiencia carismática muy intensa. En ellos se advierte un notable entusiasmo escatológico, reflejado en la convicción de vivir los últimos días, en la importancia del templo y en la comunión de bienes. El recuerdo de los prodigios y señales realizados por los Doce y los Helenistas, apunta también a una experiencia carismática intensa, lo mismo que la importancia que se da a los profetas y al espíritu de profecía (Hch 11,27-29; 13,1; 15,32; 21,10-12; 21,9). En esta misma línea habría que entender la autoridad con que actuaban aquellos primeros cristianos: «en nombre de Jesús» o «llenos del Espíritu Santo». El grupo de los Helenistas, compuesto probablemente por los judíos de lengua griega que se habían hecho cristianos, es el que mejor refleja todos estos rasgos. Esteban, por ejemplo, es presentado como modelo de carismático, pues no sólo estaba «lleno de fe y de Espíritu Santo... de gracia y de fuerza, y realizaba grandes prodigios y señales en medio del pueblo» (Hch 6,5. 8), sino que además hablaba con una sabiduría inspirada en el Espíritu (Hch 6,10). Felipe, otro del grupo de los Siete, es presentado como un gran exorcista, en el que la gente veía actuando el poder de Dios (Hch 8,7. 10). Sabemos que el grupo de los Helenistas fue el que llevó el evangelio hasta Antioquía, y que Pablo pasó algún tiempo en esta comunidad antes de comenzar su tarea como misionero. Podemos presuponer que fue allí donde aprendió las confesiones de fe y los himnos que luego cita en sus cartas. Estudiando estos elementos tradicionales, que también aparecen en otros escritos del NT, advertimos que la imagen que Lucas nos ofrece de los Helenistas tiene un fundamento histórico. En estos credos e himnos pueden identificarse algunas fórmulas tradicionales en las que se refleja esta misma experiencia del Espíritu: «Dios nos ha dado su Espíritu» (Hch 5,32; 15,8; Rom 5,5; 11,8; 2Cor 1,22; 5,5; 1Tes 4,8; 2Tim 1,7; 1Jn 3,24; 4,13); «habéis recibido el Espíritu» (Jn 20,22; Hch 2,33. 38; 8,15. 17. 19; 10,47; 19,2; Rom 8,15; 1Cor 2,12; 2Cor 11,4; Gal 3,2.14; 1Jn 2,27); «el Espíritu de Dios habita en © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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vosotros» (1Cor 3,16; 6,19; Ef 2,21 1Pe 2,5; EpBern 16,10); o la de 1Cor 6,11: «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu». Estas fórmulas se originaron probablemente en el contexto de la celebración del bautismo y de la catequesis, y su presencia en escritos de diversas tradiciones revela su antigüedad. A través de ellas y de los testimonios de Hechos antes citados accedemos a una experiencia del Espíritu que continuó después en las comunidades paulinas. Las comunidades paulinas Cuando llegamos a las cartas de Pablo encontramos un terreno firme para hablar de la experiencia del Espíritu entre los primeros cristianos. Es cierto que su vivencia nos llega a través de la visión personal de Pablo, pero el carácter epistolar de su testimonio hace pensar que sus escritos son un fiel reflejo de las situaciones a las que se refiere. Sabemos que las comunidades a las que se dirige, excepto la de Roma, fueron evangelizadas por Pablo y sus compañeros, y podemos pensar que la experiencia de estas comunidades tiene que ver con la vivencia que él mismo tuvo del Espíritu. Varios pasajes de sus cartas hablan de ella. El más explícito de todos es, probablemente, una afirmación sobre su autoridad para instruir a la comunidad sobre aspectos éticos. Pablo justifica esta autoridad diciendo: «pues también yo creo tener el Espíritu de Dios» (1Cor 7,40). En Rom 9,1 manifiesta la convicción de que el Espíritu Santo le asiste interiormente, y en otro lugar reconoce que el Espíritu actuó a través de él cuando anunció el evangelio a los corintios: «Mi palabra y mi predicación no consistieron en sabios y persuasivos discursos; fue más bien una demostración del poder del Espíritu.» (1Cor 2,4). Estos tres pasajes se refieren a la actividad apostólica de Pablo, y están relacionados con otros en los que fundamenta su autoridad como apóstol en el hecho de haber recibido el Espíritu y en manifestaciones extraordinarias de este Espíritu en él y a través de él (2Cor 12,1-5). Pablo tenía, pues, una intensa experiencia del Espíritu que transmitió a sus comunidades. Esta experiencia inicial, vivida probablemente en la comunidad de Antioquía con el grupo de los Helenistas, se fue matizando en la relación con las comunidades por él fundadas. En sus cartas aparecen dos circunstancias de muy distinto signo que probablemente le ayudaron a madurar aquella experiencia inicial: las controversias con los «espirituales de Corinto» y la polémica con los «misioneros judeocristianos» venidos de Jerusalén. Las controversias con los primeros le ayudaron a descubrir los peligros de una vivencia indiscriminada e incontrolada del Espíritu, y a establecer algunos criterios fundamentales para discernir los dones espirituales (1Cor 12-14). Por su parte, la © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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polémica con los misioneros judeocristianos que cuestionaban el fundamento de su condición de apóstol, le ayudaron a subrayar la centralidad del Espíritu, y no de otros avales humanos, como fundamento de la fe y de la comunidad cristiana (2Cor 10-13; Gál 3, 1-5). Estos problemas se plantearon en el espacio de una década, que es el tiempo en que se escribió el epistolario paulino. Pablo respondió a ellos de forma casi inmediata, y parece que a lo largo de estos años su forma de concebir la acción del Espíritu no varió sustancialmente. Voy a exponer ahora, en una apretada síntesis algunos de sus rasgos más sobresalientes. El Espíritu era para Pablo y sus comunidades, ante todo, un don de Dios. El uso del pasivo divino (p.e en Rom 5,5) y la mención explícita de Dios como sujeto indican que la fuente de este don estaba solamente en Dios. Se trataba del Espíritu que procedía de Dios y que Dios daba. Ya en 1Tes 4,8 Pablo afirma rotundamente que es Dios «quien os da su Espíritu Santo». Como ya vimos antes, Pablo está citando aquí una fórmula tradicional. Más característico de la experiencia de Pablo es el hecho de que este Espíritu se recibe gracias a la fe. La relación entre estos dos términos en Pablo es uno de los ejes de su teología del Espíritu y deben situarse en el contexto de su experiencia misionera. Pablo estaba convencido de que el Espíritu actuaba cuando él predicaba el evangelio, y de que su acción determinaba tanto el contenido como la forma de su predicación. Esta actuación del Espíritu se manifestaba principalmente en la acogida del mensaje por parte de los que le escuchaban. El pasaje más expresivo de esta experiencia se encuentra en la recriminación que dirige a los Gálatas por haberse dejado convencer por los predicadores judeocristianos: «¡Gálatas insensatos!) ¿Quién os ha embrujado? ¿No os puse ante los ojos a Jesucristo crucificado? Solamente quisiera saber esto de vosotros: ¿Recibísteis el Espíritu por haber cumplido la ley o por haber respondido con fe?» (Gál 3,1-2), y un poco más adelante subraya que «este Espíritu lo recibimos gracias a la fe» (Gal 3,14). Por eso, con toda razón puede Pablo llamar a este Espíritu «Espíritu de fe» (2Cor 4,13) o «Espíritu que procede de la fe» (Gál 5,5). Este Espíritu, recibido cuando se acoge con fe la predicación del mensaje sobre Jesucristo resucitado, es también el que luego capacita a los creyentes para confesar el nombre de Jesús, de modo que: «Nadie que hable movido por el Espíritu de Dios puede decir: “Maldito sea Jesús”. Como tampoco nadie puede decir: “Jesús es Señor”, si no está movido por el Espíritu Santo.» (1Cor 12,2-3). La acción del Espíritu en quienes lo han recibido gracias a la fe se manifiesta en una nueva existencia que los introduce en el misterio © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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pascual de Cristo. Por eso, para Pablo vivir «en el Espíritu» es sinónimo de vivir «en Cristo». La novedad de la vida que da el Espíritu viene de la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, como explica el mismo Pablo a los corintios, después de recordarles la situación en que se encontraban antes de creer: «Habéis sido purificados, consagrados y salvados en nombre de Jesucristo, el Señor, y en el Espíritu de nuestro Dios.» (1Cor 6,9). De esta incorporación a Cristo brota una novedad que sobrepasa el antiguo régimen de la ley, pues: «Por la muerte corporal de Cristo habéis muerto a la ley... somos como muertos respecto a la ley que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del Espíritu y no según la vieja letra de la ley.» (Rom 7,4. 6). La expresión más concentrada de lo que supone esta incorporación a Cristo es la de 1Cor 6,17: «el que se une al Señor se hace un solo Espíritu con él». Es en la unión con Cristo donde se da la plena participación en la nueva vida que da el Espíritu. Esta nueva vida en el Espíritu que el creyente recibe por su incorporación a Cristo le introduce en una nueva sabiduría, muy distinta de la sabiduría humana, y le da una capacidad de discernimiento que no procede de él, sino de Cristo: «El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. Por el contrario, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no depende del juicio de nadie. Porque, “¿quién conoce el pensamiento del Señor para poder darle lecciones?” Nosotros, sin embargo, poseemos el modo de pensar de Cristo.» (1Cor 2,13-15). El modo de pensar de Cristo es el que da la capacidad de hacer un discernimiento que está por encima de la sabiduría humana. Uno de los efectos de este nuevo conocimiento que da el Espíritu es el descubrimiento que hace el creyente de su condición de hijo de Dios. Pablo se refiere a él en dos pasajes. El más antiguo se encuentra en la carta a los gálatas y dice así: «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abba”, es decir, “Padre”. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios.» (Gal 4,6-7). Sólo el Espíritu puede hacer revelar a quienes lo reciben su condición de Hijos. El otro pasaje se encuentra en la carta a los romanos y es mucho más explícito: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: “Abba”, es decir, “Padre”. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.» (Rom 8,14-17). Hay dos novedades importantes con respecto a la formulación de Gálatas. Primero, la acción del Espíritu en el creyente está mucho más precisada: es un Espíritu de filiación que hace hijos a quienes lo reciben y los permite llamar a Dios Padre. Y segundo, que esta condición de hijos y de coherederos procede de la participación en el misterio pascual de Cristo. Ahora bien, la nueva vida que da el Espíritu no consiste sólo en un conocimiento nuevo y en una nueva conciencia de la propia condición, sino que debe traducirse en un nuevo estilo de vida. Pablo resume las consecuencias éticas de la vida en el Espíritu en esta afirmación rotunda: «Si vivimos según Espíritu, comportémonos también según el Espíritu.» (Gál 5,25). En otros pasajes utiliza expresiones muy parecidas a ésta en las que claramente se alude a este nuevo comportamiento nacido de la vida en el Espíritu: «caminar según el Espíritu» (Gál 5,16; 2Cor 12,18), o «dejarse conducir por el Espíritu» (Gál 5,18; Rom 8,14). Pablo pasa aquí, como en otros muchos lugares del indicativo al imperativo, de la afirmación de fe a las consecuencias éticas que ésta encierra. Y es en el imperativo de la ética donde se prueba si realmente se ha recibido el Espíritu y donde se desenmascara al espíritu que no procede de Jesús. La «vida según el Espíritu» y «el comportamiento según el Espíritu» son al mismo tiempo un don de Dios y el resultado de una decisión del hombre, que todavía se haya atrapado por sus propias inclinaciones. Dicho con palabras de Pablo: se da un enfrentamiento entre la carne y el Espíritu, «porque la carne está en contra del Espíritu y el Espíritu en contra de la carne» (Gál 5,17). Este enfrentamiento entre la carne y el Espíritu es otro de los temas centrales de la pneumatología paulina. La «carne» designa los criterios humanos, la forma de pensar y de vivir antes de creer en Jesucristo; desde el punto de vista ético y existencial, puede decirse que la «carne» es el hombre cerrado sobre sí mismo, que confía más en sus propias fuerzas que en la gracia de Dios. Por eso, «vivir según la carne» es a veces sinónimo de «vivir según la ley». El pasaje más elaborado sobre este tema se encuentra, de nuevo en la carta a los Romanos: «Los que viven según la carne, a ella subordinan su sentir; mas los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu. Ahora bien, sentir según la carne lleva a la muerte; sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. Por eso el sentir de la carne es contrario a Dios, puesto que ni se somete a la ley de Dios ni puede someterse. Así pues, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís según la carne, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si algu© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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no no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo.» (Rom 8,5-9). En esta lucha entre la carne y el Espíritu se decide la vida del hombre, pues «quien siembre en la carne, de la carne cosechará corrupción; mas quien siembre en el Espíritu, a través del Espíritu cosechará vida eterna.» (Gál 6,8). La razón de esta lucha encarnizada entre la carne y el Espíritu que vive el creyente se explica por el hecho de que el Espíritu aún no ha sido derramado plenamente. Pablo utiliza dos términos muy precisos para describir en qué poseen los creyentes este Espíritu: primicia (Rom 8,23) y anticipo (2Cor 1,22; 5,5). El primero procede del ámbito agrícola y designa la primera gavilla que anticipa y representa toda la cosecha. El segundo procede de las transacciones comerciales, y designa la suma que se adelanta, con el compromiso de pagar el importe total. Esta conciencia de poseer el Espíritu sólo como primicia o anticipo revela la convicción de que el Espíritu es un don escatológico. Si ahora lo poseen sólo parcialmente, llegará un momento en que lo poseerán plenamente. Sólo en la consumación de la historia el don del Espíritu se derramará en toda su plenitud. Quisiera señalar, finalmente, las principales manifestaciones de esta vida en el Espíritu, que se opone a la vida según la carne. Aunque no estoy seguro de que Pablo hiciera tal distinción, creo que podemos distinguir entre los frutos del Espíritu y los dones del Espíritu. Los primeros son de carácter general, y se contraponen a los frutos de una vida según la carne. La lista más detallada se encuentra en Gál 5,22-23: amor (Rom 5,5; 15,30), alegría (Rom 14,17), paz (Rom 14,17), comprensión, amabilidad, bondad, fe (2Cor 4,13), mansedumbre, y dominio de sí. En otros pasajes también se mencionan justicia (Rom 14,17) y vida (Gál 6,8; Rom 8,6. 11; 2Cor 3,6). Pablo subraya especialmente el don de la libertad, que brota de la condición de hijos antes mencionada. La misma presencia del Espíritu es ya condición de libertad, porque «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Cor 3,17). Su concepto de libertad está enraizado en la experiencia del éxodo. Es, por tanto una «libertad de» y una «libertad para». Libertad de la carne y de la ley, es decir de la tendencia del hombre a cerrarse sobre sí mismo. Libertad para transformarse cada vez más a imagen de Cristo (2Cor 3,18) y sobre todo para amar al prójimo. Pablo lo resume así: «Es cierto, hermanos, que habéis sido llamados a la libertad. Pero no toméis la libertad como pretexto para la carne; antes bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor. Pues toda la ley se cumple, si se cumple este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» (Gál 5,13-14). Por su parte, los dones del Espíritu, los carismas, tienen una finalidad y una manifestación comunitaria. Esta fue una experiencia muy im© Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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portante en la comunidad de Corinto. Pablo trata detenidamente el tema en 1Cor 12-14, mostrando un equilibrio admirable. Algunos de estos dones parecen haberse desbordado y la comunidad recurre a la autoridad del apóstol para que ponga luz en el desconcierto que esta situación ha creado. El responde afirmando la importancia y validez de los carismas para la vida de la comunidad, pero aporta también claves de discernimiento siguiendo la consigna que él mismo había dado a los tesalonicenses en la primera de sus cartas: «No apaguéis el Espíritu; no menospreciéis los dones proféticos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno.» (1Tes 5,19-21). Los criterios para este discernimiento son fundamentalmente dos: el primero es si contribuyen a la unidad y a la edificación de la comunidad (1Cor 12,5-7), y el segundo es si están inspirados en el amor (1Cor 13). Este recorrido por los principales pasajes de las cartas paulinas en los que se habla del Espíritu revela la importancia que éste tuvo en la vida de aquellos primeros cristianos, y también la reflexión que Pablo y sus comunidades fueron haciendo. No hay en todo el NT otra experiencia del Espíritu más viva y más directa que la que encontramos en estos primeros escritos. La pregunta que surge al abandonar la primera generación cristiana es si esta experiencia continuó entre los cristianos de la segunda generación y qué formas concretas revistió en ella. 3. La experiencia del Espíritu en la segunda generación cristiana La segunda generación cristiana suele situarse entre los años 70 y 110 d.C. El paso a esta nueva etapa en la historia del cristianismo naciente viene determinado por la destrucción de Jerusalén y por la muerte de apóstoles. Desde el punto de vista literario, el rasgo más sobresaliente es que en ella se escribieron la mayor parte de los escritos del Nuevo Testamento. Esta es la explicación de que sea esta la época de la que nos han llegado más testimonios sobre la experiencia que los primeros cristianos tuvieron del Espíritu. Los escritos de esta época están vinculados a diversas tradiciones, que empalman con las tradiciones de la primera generación. En el ámbito de la tradición paulina deben situarse Efesios y Colosenses; las Pastorales y la obra de Lucas. Estos escritos pertenecen a épocas diversas y proceden de contextos diferentes, pero tienen en común el hecho de remitirse a la autoridad de Pablo. En estos escritos ha quedado reflejada la experiencia del Espíritu de las comunidades vinculadas a Pablo durante la segunda generación. Veamos primero la experiencia reflejada en las cartas, y luego la que aparece en la obra de Lucas, sobre todo en el libro de los Hechos. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Las cartas de los discípulos de Pablo La vivencia del Espíritu en las cartas de los discípulos de Pablo es diferente a la que hemos visto en la primera generación. Hemos de distinguir entre Efesios y Colosenses por un lado, y las Pastorales por otro. Efesios menciona catorce veces al Espíritu y Colosenses sólo dos. En ambas cartas se utiliza una terminología muy parecida a la de Pablo, pero esta semejanza es sólo formal. El Espíritu es, ante todo, la fuerza que hace crecer la comunidad (Ef 3,16), es un Espíritu de oración y de revelación (Ef 6,18; 1,17). Por dos veces se utiliza la expresión «sellados con el Espíritu» (Ef 1,13 y 4,30) tal vez para referirse al rito del bautismo. En ningún caso se relaciona la acción del Espíritu con la idea de éxtasis, y ni siquiera se menciona la palabra «carisma» tan importante en las cartas de Pablo. En las cartas pastorales la distancia con respecto a la experiencia de las comunidades paulinas de la primera generación es aún mayor. El Espíritu Santo se menciona seis veces y la palabra carisma aparece dos. De las seis menciones del Espíritu, dos se encuentran en fórmulas fijas (1Tim 3,16; 2Tim 4,22). En otros casos se trata del Espíritu profético (1Tim 4,1). El cambio de perspectiva de las Pastorales se percibe claramente en la vinculación del Espíritu con la tradición recibida y del carisma con el oficio eclesial. En 2Tim 1,14 el Espíritu aparece como guardián de una tradición recibida, y no como mediación a través de la cual Jesús habla en nuevas situaciones. Y en 1Tim 4,14; 2Tim 2,6 el carisma se refiere a un oficio eclesial concreto y no a un don carismático. La trayectoria que se describe en Efesios y las Pastorales supone un cambio notable con respecto a las cartas de Pablo. Aquí se habla de una experiencia del Espíritu muy distinta; una experiencia que se va fijando en fórmulas y se va concretando en oficios duraderos. No sabemos por qué se produjo esta evolución, pero podemos sospechar que lo que encontramos en estos escritos de la segunda época paulina podría deberse a una reacción para controlar ciertas exageraciones y desvíos. En el transfondo queda, sin embargo, aquella primera experiencia como instancia crítica de una evolución posterior, que seguramente fue necesaria, pero que no puede tomarse como única referencia para todos los tiempos. El libro de los Hechos La obra de Lucas, contemporánea o posterior a las Pastorales, es un ejemplo de recuperación de la experiencia carismática de los primeros cristianos. En lo que hoy conocemos como el libro de los Hechos, que © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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es la segunda parte de esta obra, los recuerdos históricos y la exhortación pastoral se funden para ofrecernos una visión integradora de los orígenes cristianos, fruto de una reflexión madura hecha con suficiente distancia temporal y desde una amplia experiencia eclesial. Es cierto que el Espíritu no aparece en ella con la misma fuerza que en las cartas de Pablo, sino en formulaciones más estereotipadas y formando parte de un esquema teológico. También es cierto que la experiencia personal del Espíritu, lo que Pablo llamaba «vivir en el Espíritu», se ha difuminado, dejando paso a una vivencia más comunitaria. Pero todo esto no puede oscurecer la importancia que Lucas concede al Espíritu y a sus manifestaciones en la vida de la Iglesia. Voy a exponer de manera muy breve los principales rasgos de la acción del Espíritu en la Iglesia, que están de alguna manera resumidos en el segundo capítulo del libro. En él se enuncian, como en una obertura, los tres grandes temas que después Lucas va retomando: la irrupción del Espíritu (Hch 2,1-13) impulsa a los discípulos a dar un testimonio valiente de Jesús (Hch 2,14-41) y como fruto de este testimonio y del Espíritu en que son bautizados los que creen, se consolida la comunidad cristiana (Hch 2,42-47). Espíritu, misión y comunidad son, en efecto, los tres temas que van resonando a lo largo de todo el libro, y ya desde el principio se presentan de forma articulada, de modo que se vea que es el Espíritu quien impulsa la misión y quien consolida la comunidad; que es la comunidad impulsada por el Espíritu quien lleva a cabo la misión; y que gracias a la misión aumenta y se consolida la comunidad. La efusión del Espíritu es para Lucas, como he dicho antes, un don del Resucitado (Hch 2,33). El Espíritu que se ha derramado sobre los discípulos es el mismo que había acompañado a Jesús a lo largo de todo su ministerio (Lc 3,22; 4,1.14; y sobre todo Lc 4,18 = Is 61,1), hasta el punto de que en algunos casos se le llama «Espíritu de Jesús» (Hch 16,7). Jesús mismo se lo había prometido a sus discípulos (Lc 24,49) y su promesa se cumple el día de la fiesta judía de Pentecostés. Lucas pone un marco solemne a esta efusión del Espíritu, que probablemente se fue dando de una manera progresiva (Hch 2,1-4). Esto es lo que hace pensar el hecho de que en el libro se describan otros tres «pentecostés» en los que el Espíritu irrumpe sobre los discípulos en momentos muy diversos: la primera persecución (Hch 4,31); la llegada del evangelio a casa de Cornelio (Hch 10,44-46); y la predicación de Pablo en Efeso (Hch 19,5-6). Todos estos pasajes ponen de manifiesto que Pentecostés fue una experiencia continuada, cuyas constantes aparecen de diversas formas en estos cuatro relatos. En primer lugar, aparece que el Espíritu es un © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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don a la Iglesia. Su venida acontece siempre en un clima comunitario: cuando la comunidad está reunida en oración (Hch 1,14; 4,31), cuando los apóstoles predican (Hch 10,44) o después de recibir el bautismo (Hch 19,7). En segundo lugar, su manifestación es inclusiva y hace que el horizonte de la iglesia se vaya ampliando cada vez más. Primero desciende sobre los discípulos de la comunidad de Jerusalén, después sobre un pagano y su familia en Cesarea y finalmente sobre un grupo de discípulos de Juan Bautista en Efeso. Finalmente, los efectos que produce: hablar en lenguas, anunciar el mensaje, profetizar y proclamar las grandezas de Dios, orientan su acción en dos direcciones: la consolidación de la comunidad (profecía y alabanza) y la actividad misionera (predicación del mensaje, y tal vez el hecho de hablar en lenguas). De estos dos aspectos Lucas subraya, sobre todo, el segundo. La efusión del Espíritu tiene que ver sobre todo, con la evangelización, que consiste en dar testimonio de Jesucristo resucitado. Las últimas palabras de Jesús a sus discípulos describen esta función del Espíritu y señalan las principales etapas del relato: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra.» (Hch 1,8). El Espíritu es, pues, un don para la misión y por eso asiste especialmente a quienes se dedican a la predicación y extensión del mensaje. Lucas lo expresa con una fórmula fija «llenos del Espíritu Santo», que aplica a Pedro (Hch 4,7), a los Siete (Hch 6,3-5), a Bernabé (Hch 11,22-24) y a Pablo (Hch 9,17; 13,6-10). Otras veces estos mensajeros del evangelio y el Espíritu aparecen unidos para dar conjuntamente testimonio de Jesús (Hch 5,30-32) o facilitar la acogida de los paganos en la Iglesia (Hch 15,28). En los pasajes en que aparece explícitamente esta relación entre los mensajeros del evangelio y el Espíritu, descubrimos algunos rasgos característicos de esta relación. Observamos, en primer lugar, que el Espíritu Santo asiste de forma especial a algunas personas y las capacita para dar testimonio de Jesús en las situaciones más adversas, para romper las fronteras estrechas del judaísmo y anunciar decididamente el evangelio a los paganos, y para reconocer la acción de Dios, allí donde otros sólo descubrían motivos de sospecha. Además, quienes están llenos del Espíritu Santo son capaces de hablar con toda valentía, sin miramientos ni respetos humanos (Hch 2,29; 4,13. 29. 31; 9,28; 13,46, etc.). Finalmente aparece que los apóstoles y demás ministros del evangelio son, ante todo, testigos (Hch 1,8; 2,32; 3,15; 5,32, etc). Pedro, Andrés, Esteban, Felipe, Bernabé y Pablo no son sino instrumentos en manos del Espíritu, que es el verdadero protagonista de la misión. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Este protagonismo del Espíritu en la misión aparece, sobre todo, cuando tiene lugar la primera evangelización de los paganos fuera de Jerusalén, y en la actividad misionera de Pablo. El encuentro de Felipe con el ministro etíope (Hch 8,26-40) es obra del Espíritu, como se subraya al comienzo y al final del mismo (Hch 8,29. 39), y lo mismo hemos de decir del encuentro de Pedro con Cornelio (Hch 10,1-11,18). Cuanto sucede en este episodio no depende de la iniciativa de Pedro, sino del Espíritu (Hch 10,19-20. 44-48). Esta actuación del Espíritu a través de Pedro, cuya autoridad era indiscutible, pone las bases para la misión a los paganos llevada a cabo en Antioquía por los helenistas que habían huido de Jerusalén, un episodio que Lucas ha colocado inmediatamente después de éste, sin duda intencionadamente. Este mismo protagonismo del Espíritu aparece en dos momentos importantes de la misión de Pablo. El es quien elige a Bernabé y a Pablo y los envía (Hch 13,1-4), y es también quien guía y orienta la misión en los momentos más decisivos (Hch 16,6-10; 19,1-7). Es evidente que para Lucas el verdadero protagonista de la misión es el Espíritu. Lucas concede también importancia a la acción del Espíritu en la comunidad cristiana. Este rasgo aparece ya en Hch 2, donde los que reciben el bautismo, y con él el Espíritu, forman una comunidad viva. La relación del bautismo con el Espíritu aparece con llamativa insistencia en el libro de los Hechos. En unos casos el don del Espíritu parece ser una consecuencia del bautismo, que a su vez ha de ir precedido por un verdadero arrepentimiento (Hch 1,4-5; 2,38; 8,14-16), pero en otros, como en el caso de Cornelio y su familia el bautismo es consecuencia de la irrupción del Espíritu (Hch 10,47-48). En Hechos se distingue entre el bautismo de Juan, el bautismo en el nombre de Jesús y el bautismo con Espíritu Santo (Hch 19,1-7). En la visión de Lucas los dos primeros son insuficientes. Sólo a través del bautismo con Espíritu Santo se produce la incorporación a la comunidad cristiana. Esta comunidad formada por aquellos que han recibido el don del Espíritu Santo vive con un nuevo estilo de vida, cuyos rasgos característicos se encuentran en los sumarios de la vida comunitaria que Lucas ha ido intercalando en la primera parte del libro (Hch 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). La novedad de este estilo de vida se advierte cuando comparamos lo que se dice de la vida de la comunidad de Jerusalén antes de Pentecostés y después. Antes, encontramos a una comunidad expectante, cuyo única actividad común es la oración (Hch 1,14). Después de Pentecostés, sin embargo, encontramos una comunidad mucho más viva y activa: «Los que habían sido bautizados perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones.» (Hch 2,42; véase también 2,43-47). Esta nueva vida © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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que anima a la comunidad es fruto de la acción del Espíritu, es la nueva vida de la que participan todos los que reciben el Espíritu al bautizarse. Sabemos que los sumarios de Hechos reflejan una visión idealizada, en la que se han reunido las mejores experiencias vividas por diversas comunidades. Lucas quiere mostrar a través de ellos lo que sucede cuando una comunidad se deja guiar por el Espíritu, y transmitir la certeza de que una comunidad es tanto más viva cuanto más se deja transformar por El. En el relato de Lucas descubrimos algunos ecos de la experiencia carismática de las comunidades vinculadas a Pablo en diversas épocas. Los planos se funden a veces y es difícil saber si está refiriendo una experiencia sucedida en la primera generación, o si refleja lo que vivían los cristianos de su comunidad, o incluso si lo que hace es exhortar a la comunidad a la que se dirige para que dé más cabida en su vivencia comunitaria y en su misión a la acción del Espíritu. En todo caso, tenemos aquí una vivencia distinta a la que hemos descubierto en las cartas de los discípulos de Pablo. Ya dije al principio que lo que encontramos en el NT no es una visión sistemática, sino retazos de experiencia, que en su variedad muestran cómo esta experiencia puede vivirse de distintas formas en diversas circunstancias. Observaciones finales Después de este recorrido por los principales textos que hablan de la experiencia del Espíritu entre los primeros cristianos, cabe hacer algunas observaciones. En primer lugar, es necesario tener en cuenta que mi exposición ha estado centrada en la experiencia de las comunidades paulinas, que fue donde esta experiencia se vivió con más intensidad y con más matices. Para tener una visión más completa de la experiencia del Espíritu que tuvieron los primeros cristianos, sería necesario estudiar también las otras tradiciones. Tendríamos que preguntarnos cómo se vivió esta acción del Espíritu durante la primera generación en la comunidad de Jerusalén, en las otras comunidades judeo-cristianas, o entre los seguidores galileos de Jesús que transmitieron los dichos del documento Q. En la segunda generación tendríamos que estudiar la tradición petrina y sobre todo la joánica. En todos estos casos, excepto en el de la tradición joánica, sólo contamos con indicios indirectos. En el caso de la tradición joánica, sin embargo, contamos con un testimonio directo que refleja una experiencia viva del Espíritu en la segunda generación. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Desde el punto de vista teológico, en los pasajes de la tradición paulina que he presentado, aparecen ya algunos temas importantes, que me limito a enumerar: En primer lugar, se plantea el tema de la relación entre Jesús y el Espíritu. Observamos, por un lado, una íntima vinculación, y por otro un proceso de diferenciación. Con formulaciones diversas, las distintas tradiciones neotestamentarias subrayan la relación entre la Pascua y la efusión del Espíritu. El Espíritu es un don del Resucitado, pero es al mismo tiempo el Espíritu de Jesús. Lucas y Juan dirían que el Espíritu es la nueva forma de presencia de Dios entre los discípulos de Jesús después de su Pascua. Otro aspecto importante es la acción del Espíritu en la vida del creyente. Es un tema desarrollado sobre todo por Pablo cuando habla de la «vida en el Espíritu». Este es un aspecto importante de la espiritualidad cristiana, que Juan retoma en la segunda generación, cuando habla del nuevo nacimiento y del nuevo culto en el Espíritu (Jn 3,5-6; 4,23-24). La acción del Espíritu en la vida comunitaria es un aspecto subrayado de diversas formas por todas las tradiciones. El Espíritu es, ante todo, un don comunitario, que está en función del bien común, que concede y estimula los diversos carismas que animan la vida comunitaria. En este contexto debe situarse, como una constante interpelación para la Iglesia, la tensión que Pablo supo mantener entre la dimensión carismática de la Iglesia y autoridad de su ministerio apostólico para discernir qué carismas contribuían a la edificación de la Iglesia y cuáles no. Finalmente, aunque se trata de un aspecto típicamente lucano, es interesante no olvidar la centralidad del Espíritu en la acción evangelizadora de la Iglesia. El libro de los Hechos, como hemos visto, presenta al Espíritu como el verdadero protagonista de la misión, lo cual hace que nos preguntemos cómo hacer que sea él quien guíe las iniciativas evangelizadoras de nuestras iglesias. Son aspectos de la teología sistemática, espiritual y pastoral que en el NT están apenas esbozados. Todos ellos se han ido clarificando a lo largo de la historia de la Iglesia gracias a una vivencia y a una reflexión inspiradas por el Espíritu. El NT no es sino el testimonio de cómo empezó esta nueva «vida en el Espíritu» que es propia del cristianismo.

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El Espíritu de Jesús y sentido de la historia. Estudio de Teología Bíblica por Xabier Pikaza

La tradición ha recordado a Jesús como carismático judío (galileo), poderoso en obras y palabras (Hech 2, 22; cf. F. Josefo, AJ 18, 3, 3), presentándole, a la vez, como sabio (mayor que Salomón) y profeta (mayor que Jonás; cf. Lc 11, 31 par). Algunos le han tomado como mesías (cf. Mc 8, 27-33 par), pero cuando le preguntan quién es, pidiéndole identidad, parece que él responde aludiendo de manera misteriosa a un como hijo del humano, en palabra que nos sitúa en contexto apocalíptico. Quizá debamos presentarle como portador del reino, alguien que ha dicho (con su voz y con su vida) ¡se ha cumplido el tiempo, llega el reino! (Mc 1, 15 par).1

1 He presentado los elementos fundamentales de la historia de Jesús en Este es el Hombre. Manual de Cristología, Sec. Trinitario, Salamanca 1997, 29-100. Sobre lo que sigue cf.: AGUIRRE, R., Aproximación actual al Jesús de la historia, Univ. Deusto, Bilbao 1996; BARTOLOMÉ, J. J., El evangelio y Jesús de Nazaret, CCS, Madrid 1995; BORG, M., Jesus in Contemporary Scholarship, Trinity, Valley Forge, PENN 1994; BROWN, R. E., The Death of the Messiah I-II, Doubleday, New York 1994; CHARLESWORTH, J. J., Gesù nel Giudaismo del suo tempo, Claudiana, Torino 1994; CROSSAN, J. D., Jesús. Vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona 1994; GNILKA, J., Jesús de Nazaret. Historia y mensaje, Herder, Barcelona 1993; KAYLOR, R. D., Jesus the Prophet: His vision on the Kingdom on Earth, Knox, Louisville KY 1994; MEIER, J. P., A Marginal Jew, I-III, Doubleday, New York 1991/6 (=Jesús, un judío marginal I, EVD, Estella 1998); SANDERS, E. P., Jesus and Judaism, SCM, London 1985; Id., Gesù. La verità storica, Mondadori, Milano 1995; SCHWEITZER, A., Investigación sobre la vida de Jesús (sólo 1.ª Parte), San Jerónimo, Valencia 1990 (=Geschichte der Leben Jesu Forschung I-II, Siebenstern, München 1966); SEGALLA, G., La «terza» ricerca del Gesù storico, StudPatavina 40 (1993) 463-517; SMITH, M., Jesús el mago, M. Roca, Barcelona 1988; STUHLMACHER, P., Jesús de Nazaret. Cristo de la fe, Sígueme, Salamanca 1996; THEISSEN, G. Y MERZ, A., Der historische Jesus. Ein Lehrbuch, Vandenhoeck, Göttingen 1996 (= El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1998); VERMES, G., Jesús, el judío, Muchnik, Barcelona 1977; WITHERINGTON, B., The Jesus Quest. The Third search for the jew of Nazaret, Paternoster, Carlisle 1995; WRIGHT, N. T.,

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Desde ese fondo quiero evocar los elementos principales de su visión de la historia, su compromiso personal en favor de los marginados y su relación con el Espíritu Santo, en un camino que queda truncado y abierto por su muerte. Lo haré de un modo sintético, en forma de exégesis teológica, más que de análisis concreto de los textos. Supongo conocidas las grandes tradiciones bíblicas y los pasajes principales; por eso no los cito, limitándome a trazar, en forma sistemática (=esquemática) algunos rasgos sobre la relación entre el Espíritu y la historia. 1. Tiempo del reino. Teorías fundamentales Los títulos citados (sabio y profeta, hijo de humano y Cristo, portador del reino) no pueden separarse de la vida de Jesús, sino que van entrelazados en su mismo mensaje y proyecto de reino. De esa forma, como pregonero y servidor de nueva humanidad queremos presentarle, descubriendo su lugar dentro del tiempo. Lo haremos en general, evocando algunas teorías significativas de los últimos decenios, sin fijarme en detalles, estudiando sólo aquellas que sirvan para trazar nuestra postura, orientándonos desde ahora en el estudio del tiempo de Jesús. Por eso hemos querido sistematizar (=simplificar) las diferentes teorías, partiendo de las dos principales (escatología consecuente y realizada), para aludir desde ellas a otras dos, que nos parecen derivadas (escatología existencial e histórico-salvífica). Esta últimas nos sirven para indicar, ya desde ahora, que entre el futuro del reino y su presente se abre un tipo de decisión y/o actividad creadora, que iremos precisando en todo lo que sigue.2 —La escatología apocalíptica o consecuente ha sido defendida de un modo poderoso por A. Schweitzer (y también por otros autores como J. Weiss, M. Werner y E. Grässer). Según ella, Jesús esperó la venida de un «reino futuro», inminente, de tipo apocalíptico, en la lí-

The NT and the Victory of the People of God I, SPCK, London 1992; Id., Jesus and the Victory of God II, SPCK, London 1996. 2 Varias de las obras ya citadas analizan el carácter escatológico de Jesús. Cf. además: BULTMANN, R., Historia y escatología, Studium, Madrid 1974; Teología del NT, Sígueme, Salamanca 1981; CULLMANN, O. Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968; Id., La historia de la salvación, Ediciones 62, Barcelona 1967; DODD, Ch. H., Las parábolas de Jesús, EVD, Estella 1997; HAHN, F., Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im frühen Christentum, FRLANT, 83, Göttingen 1962; PENNA, R., I ritratti originali di Gesù il Cristo I, San Paolo, Milano 1996, 134-143; SEGALLA, G., La Cristologia del Nuovo Testamento, Paideia, Grescia 1985; STROBEL, A., Kerygma und Apocalyptik, Vandenhoeck, Göttingen 1967, 53-84.

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nea de algunas esperanzas judías de aquel tiempo. No habló del presente: no quiso cambiar cosas en el tiempo de la historia, ni ofreció el Espíritu de Dios a los pobres y posesos, para liberarles ya en el mundo. Juzgó que la historia había terminado y no podía cambiar ya; sólo había tiempo para el reino. Pensó al principio que ese reino llegaría durante el mismo tiempo de su vida; tras un primer fracaso, lo esperó para un momento posterior, aunque cercano, tras su muerte: él mismo (Jesús) retornaría como Hijo de Hombre, para juzgar y culminar (destruir) la historia, suscitando el Reino de Dios. Pero Jesús murió y su reino no ha venido todavía; sobre el hueco formado por esa decepción surgió la iglesia. —C. H. Dodd y con él otros pensadores anglicanos y católicos vienen defendiendo un tipo de escatología evangélica o pascual ya realizada. Así interpretan de un modo simbólico los signos apocalípticos del Hijo de humano y las crisis del cosmos (fin del tiempo externo), suponiendo que Jesús anunció sólo el cambio de lo humano, expresado en las parábolas (especialmente en la del sembrador): el reino está presente en el corazón de aquellos que escuchan su mensaje, no en señales míticas de tipo apocalíptico. Eso significa que ha llegado el fin de los tiempos. El mundo externo sigue; a nivel de historia externa o mundana continúa la marcha política de estados y pueblos. Pero en el sentido más profundo la historia verdadera de la revelación de Dios y su presencia sobre el mundo ha culminado ya por medio de Jesús, tal como Pablo y Juan lo han destacado. Ha descendido el Espíritu de Dios y los creyentes (los que acogen el mensaje de Jesús) viven ya a nivel de historia culminada: han descubierto la verdad, moran en el plano de lo eterno. Ya no falta nada, está todo realizado en fe (cumplido el tiempo, salvados los fieles), aunque todavía externamente no se vea. —Escatología existencial y decisión creyente. Muchos exegetas han querido y quieren (queremos) vincular los dos aspectos anteriores (escatología consecuente y realizada); entre ello, R. Bultmann supone que Jesús anunciaba con lenguaje mitológico el fin externo de este mundo (como dice Schweitzer); pero lo hacía no para evocar sucesos exteriores (que aún debieran realizarse), sino para destacar el carácter escatológico de la existencia actual del ser humano. Bultmann puede aceptar la tesis básica de Dodd (escatología realizada), pero introduciendo en ella una variante significativa: la novedad «eterna» de Jesús se expresa y realiza en la experiencia interior de los creyentes. El mundo objetivo sigue imperturbado, la historia continúa, pero en la experiencia más profunda de aquellos que aceptan su mensaje el tiempo ha terminado. Jesús no ha querido anunciar ni preparar un despliegue exterior de acontecimientos cósmicos (fin del mundo), ni sociales (transformaciones en la vida política de los pueblos); él se ha limitado a procla-

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mar y reflejar con su vida la presencia de la salvación (de Dios) en cada uno de los fieles. Por eso, no se puede hablar de historia cristiana, sino sólo de historicidad: de un modo auténtico de vivir, en decisión y libertad creyente, ante el misterio de Dios. Sólo en ese plano interior, existencial, se expresa y despliega el Espíritu de Dios. Sobre la historia externa Jesús no sabe nada, ni tampoco los cristianos. —Escatología sucesiva o de la historia. También O. Cullmann ha querido vincular el aspecto consecuente y realizado de la escatología, pero no en forma existencial (como Bultmann), sino a través de un fuerte programa de temporalización de la vida de Cristo y del mensaje de la Biblia. Dios mismo se expresa, a su entender, a lo largo del tiempo, es decir, en un proceso de surgimiento cósmico (creación), despliegue social (Antiguo Testamento), concentración personal (Jesús), apertura misionera (iglesia) y culminación universal (escatología entendida como fin del mundo y cumplimiento del proceso de la historia). Ese proceso sigue abierto hacia un futuro todavía no cumplido, pero se centra y recibe su máximo sentido en la pascua de Jesús ya realizada en el centro del tiempo, de manera que las esperanzas apocalípticas de AT y de Jesús se mantienen operantes e influyen de manera poderosa en los humanos: el proceso del tiempo se entiende como un reloj de arena en el que todo se concentra en Jesús para expandirse luego hacia el futuro hasta abarcar sin excepción a todos los humanos. Por eso, no se puede hablar sólo de historicidad, sino de historia de la salvación, que está relacionada con la historia profana (política y social) de los pueblos, aunque no puede identificarse con ella: la historia sacral constituye el corazón y la verdad más honda de la historia profana; Dios mismo se desvela y se realiza en ella, mostrando su sentido y verdad originaria3.

Estas son las interpretaciones fundamentales sobre el sentido histórico y/o escatológico del mensaje y vida de Jesús. El lector habrá advertido que no es fácil concordar en este tema ni definir el sentido de la historia. Estrictamente hablando, ninguna de las cuatro posturas admite una historia cristiana que influya en el proceso creativo de lo humano: ellas hablan más bien de un futuro apocalíptico que vendrá de pronto a destruir la historia (Schweitzer), de un presente supra-temporal que se desvela por encima de ella (Dodd) o de una historicidad existencial distinta de la historia social (Bultmann). Sólo Cullmann ha querido introducir la historia de la salvación en la profana, pero a mi

3 He desarrollado el tema en Introducción a O. CULLMANN, Cristología del NT, Sígueme, Salamanca 1998.

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entender no lo ha logrado, pues sitúa ambas historias como paralelas, una al lado de la otra, conforme a una visión donde vincula el dualismo protestante (separación de gracia y naturaleza) con el presupuesto ilustrado de una historia profana neutral. Observará el lector que he intentado introducir el mensaje y vida de Jesús dentro del proceso humano de la historia (y viceversa), superando esa división moderna (protestante) de naturaleza externa y gracia. Descubrirá que mi propósito no es fácil, que se quede en un nivel de intentos: aporto caminos más que soluciones.4 Creo, sin embargo, que ellos merecen la pena, tanto desde un punto de vista exegético como dogmático y pastoral: los cristianos debemos expresar el sentido de Jesús y su mensaje en el centro de nuestra humanidad concreta y sólo de esa forma podremos ofrecer signos de salvación en esta nueva humanidad post-moderna. El problema es de práctica, más que de teoría: no se trata de «saber» lo que Jesús pensó del tiempo, sino de obrar como él obró, descubriendo de esa forma la presencia del su Espíritu.5 Vuelvo a situarme así en el centro de la vieja polémica entre Bultmann y Cullmann, para estudiarla mejor, desde el «tiempo de Jesús», en el lugar donde se despliega su Espíritu.6 Superando la pura historicidad y una historia sagrada que se aísla de la profana, busco en Jesús el principio de la historia, en perspectiva de compromiso de liberación, es decir, allí donde su Espíritu «expulsa» a los demonios. De esa forma anuncio el tema de los apartados que siguen (Jesús y el tiempo, el Espíritu liberador), que culminarán con el estudio de la muerte y pascua de Jesús.

4 Entre las obras significativas sobre el tema cf.: Cf. H. URS VON BALTHASAR, Teología de la historia, Encuentro, Madrid 1992; J. DANIÉLOU, El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1963; J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969; W. Pannenberg (ed.), Revelación como historia, Sígueme, Salamanca 1975; O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1967; B. FORTE, Teología de la historia, Sígueme, Salamanca 1995. En clave de análisis cultural y filosófico, cf. K. LÖWITH, El sentido de la historia, Aguilar, Madrid 1973. 5 Me hubiera sido fácil indicar algunos signos de presencia del Espíritu de Dios en el mundo actual, a finales del 2.º milenio (democracia, derechos humanos, respeto a las minorías, transparencia informativa...), vinculándolos de algún modo a Jesús. Pero he querido plantear el tema en un nivel más hondo, llegando a la raíz del proyecto de Jesús, al lugar donde se vincula utopía apocalíptica (plano de Schweitzer) y presencia salvadora de Dios (plano de Dodd). 6 Estudié ya el tema en Exégesis y filosofía. El pensamiento de R. Bultmann y O. Cullmann, Casa de la Biblia, Madrid 1972.

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2. Jesús y el tiempo. Apocalíptico, sabio, profeta Jesús ha sido un carismático, abierto de manera creadora al reino de Dios. Todo nos permite suponer que su mensaje ha podido incluir rasgos que a nosotros nos parecen opuestos, de manera que nos cuesta unirlos, pues nuestra forma de entender la «coherencia» no es la suya. Desde ese fondo, quiero decir ya desde ahora que le veo como apocalíptico (cercano a lo que dice Schweitzer) y sabio (portador de un mensaje cercano a lo que Dodd llama escatología realizada).7 Su novedad se encuentra, precisamente, en la manera de vincular ambos aspectos, no de un modo puramente existencial (Bultmann) o en el proceso de la historia de la salvación (Cullmann), sino a través de su propia entrega profética (mesiánica).8 La aportación de Jesús no está en su forma de pensar el tiempo externo (o la historicidad existencial), sino en la de asumir la acción de Dios y entender (realizar) personalmente la nueva humanidad. No ha querido definir el tiempo desde fuera, como una entidad independiente, sino como elemento de su propia entrega por el reino. Entre el futuro de ese reino (que vendrá) y el presente de la acción de Dios (ha venido), sitúa su existencia. Ciertamente, no ha resuelto problemas científicos, ni ha organizado técnicamente las estructuras de la vida social. Pero ha hecho algo previo, más valioso: asume el camino profético de curación y paz definitiva de la historia, apareciendo como creyente (Dios le envía a realizar su obra) y servidor de los humanos (viene a ofrecerles camino de reino).9

7 Ha planteado nuevamente el tema J. T. SANDERS, The Criterion of Coherence and the Randomnes of Charisma: Poring through some Aporias in the Jesus Tradition, NTS 44 (1998) 1-25. 8 Identifico metodológicamente el aspecto profético y mesiánico de Jesús, desde su compromiso personal por el reino. Estudio más amplio en E. COTHENET, Prophétisme: DBS 8, 1222-1337; H. KRÄMER, R. RENDTORFF; R. MEYER; G. FREIDRICH, profhvthz TWNT 6, 833-863; C. H. PREISKER, Profeta: DTNT 3, 413-420; G.F. HAWTHORNE, Prophets: DJG 636642; D.E. AUNE, Prophecy in Early Christianity and the Ancient Mediterranean World, Eerdmanns, Grand Rapids MI 198; D. HILL, NT Prophecy, J. Knox, Atlanta 1979. Vinculan lo profético y mesiánico: E. P. SANDERS, Jesus and Judaism, SCM, London 1995; M. CASEY, From Jewish Prophet to Gentile God: The Origins and Development of NT Christology, J. Knox, Louisville KY 1991; J. P. MEIER, A Marginal Jew I-III, Doubleday, New York, 1991ss; R. D. KAYLOR, Jesus al Prophet, His vision of the Kingdom of Earth, J. Knox, Louisville KY 1994 y G. TEISSEN Y A. MERZ, Der historische Jesus, Vandenhoeck, Göttingen 1996. Cf. también N. T. WRIGHT, Jesus and the victory of God I- II, SPCK, London, 19921996; R. PENNA, I Ritratti originali de Gesù il Cristo, San Paolo, Milano 1996. 9 Desde ese fondo, para interpretar mejor el tema, podemos situarlo en el contexto de los modelos de culminación histórica de la filosofía moderna. Para Kant la historia

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Desde este fondo, partiendo de las teorías escatológicas ya evocadas, trazaré su identidad, destacando algunos rasgos que permitan entender mejor su forma de enfrentarse con el tiempo y de crear la historia. No ha sido un militar celota (que cambiar por fuerza el orden viejo), ni tampoco un rey (que organizar con poder la sociedad). Tampoco actúa como escriba que traduce e interpreta las leyes anteriores de su pueblo, sino que actúa como mensajero del reino de Dios. Dentro de su acción he querido destacar, de un modo sistemático, quizá un poco forzado, tres momentos: es apocalíptico, sabio y profeta-mesías. Hay otros rasgos, otros momentos, en la vida y destino de Jesús, pero éstos me parecen los más significativos. He querido ser esquemático, quizá repetitivo; pero pienso que así queda más claro el sentido de su historia.10 1. Mensajero apocalíptico, hijo del humano Había otros títulos y/o nombres que Jesús podía haber tomado para definirse, tanto en línea política (mesías) como transcendente (enviado de Dios, revelador de los misterios), pero él ha querido presentarse, paradójicamente, con un símbolo que, evocando rasgos de culminación apocalíptica, viene a presentarle, como miembro de la humanidad: es un/el hijo del humano. Eso es lo que ha querido ser y ha sido Jesús: un (hijo del) humano, alguien que abre a los demás camino de humanización, en autoridad (ofrece perdón, se sitúa por encima del sábado legal) y entrega de la vida (está dispuesto a morir por aquello en lo que cree). De esa forma, mirado en forma radical, este simbolismo apocalíptico (el Hijo del humano es un personaje celeste, descendiendo del cielo a liberar a los mortales) sitúa paradójicamente a Jesús en el lugar de la culminación antropológica: es el humano plenamente realizado. acaba y culmina allí donde todos los humanos pueden relacionarse pacíficamente (cumplimiento de esa forma su egoísmo y su necesidad grupal); Hegel postula una transparencia o comunicación racional, que se dará allí donde los humanos, superado su antagonismo, se reconozcan unos a los otros; Marx relaciona ese fin de la historia con el comunismo y Comte con el triunfo de la ciencia. Jesús no habría condenado esos intentos, pero a su entender hay algo previo y más importante: el descubrimiento de la voluntad de Dios que quiere vincular en amor y vida a los humanos y la propia decisión de los humanos que, por encima de todas las teorías, se comprometen desde a vivir en comunión gratuita de amor. Ahí recibe sentido la historia. 10 En Este es el Hombre. Manual de Cristología, Sec. Trinitario, Salamanca 1997, 3161, sistematizo la historia de Jesús en diez notas principales. Ahora me fundo en lo allí dicho, destacando de manera sistemática tres notas o aspectos de la historia mesiánica de Jesús. Advertirá y comprenderá el lector mi esquematismo metodológico.

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—Por un lado, este título o nombre arraiga a Jesús en el lugar de las imágenes apocalípticas: está convencido de que llega el final de los tiempos, de que puede revelarse y se revela el Ser Humano (con rasgos que la tradición antigua vinculada a un mesías transcendente: cf. Daniel 7, 1 Henoc o 4 Esd). Jesús comparte así el transfondo cultural y religioso de su entorno. Por eso, algunos investigadores de tipo existencial (defensores de un Jesús centrado en la transformación moral de los humanos) piensan que él (mensajero sobrio y comedido del reino de Dios) no podía emplear este lenguaje «mitológico» de catástrofe cósmica y venida de un delegado casi angélico de Dios. —Por otro lado, este mismo título nos sitúa en el centro de la más honda experiencia antropológica. Al vincularse con el Hijo del humano, Jesús ha proyectado las imágenes y esperanzas apocalípticas en el mismo centro de su mensaje y acción en favor del reino. Por eso, en contra de quienes afirman que no pudo hablar del Hijo del humano, estamos convencidos de que lo hizo, situando su proyecto de reino en el contexto de transformación utópica de lo humano.

La misma esperanza apocalíptica radicalizada lleva al convencimiento de que el reino de Dios está ya presente. Sin dejar su carácter futuro, sin perder sus elementos simbólicos externos (caída de los astros, guerra total, fin del mundo, venida del gran Juez), el futuro de la apocalíptica puede concebirse como realizado. Este fenómeno de actualización de la esperanza se había dado de algún modo en Qumrán: entre el futuro de la salvación de Dios (expresada en formas apocalípticas) y el presente de la vida humana no existe contradicción, sino vinculación paradójica. Todo nos permite suponer que Jesús tomó como presente y realizado (en forma salvadora) aquello que Juan Bautista anunciaba como futuro (en forma de condena). Esta es su novedad radical, este el principio de su mensaje: ha historificado el futuro apocalíptico en su propia vida y obra, en su tarea de liberación en favor de los posesos, con la fuerza del Espíritu de Dios.11

11 Ph. Vielhauer y otros han opuesto la «mitología apocalíptica de futuro» (que no es propia de Jesús) y el mensaje kerigmático de salvación y/o reino de Dios (propio de Jesús), como he señalado en Este es el hombre 94-87. En línea contraria: G. THEISSEN, Biblical Faith, SCM, London 1984, 83-122. Sobre el Hijo del humano, además de obras clásicas como H. E. TÖDT, Der Menschensohn in der synoprishen Ueberlieferung, Mohn, Gütersloh 1959; F. H. BORSCH, The son of Man in Myth and History, SCM, London 1967; C. Colpe, oJ uiJo; tou' aJnqrwvpou: TDNT 8, 400-478, cf. B. LINDARS, Jesus, Son of Man, SPCK, London 1983; J. MATEOS Y F. CAMACHO, El Hijo del Hombre. Hacia la plenitud humana, Almendro, Córdoba 1995.

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2. Sabio escatológico, experto en humanidad Como venimos suponiendo, suelen distinguirse dos términos: apocalíptica y escatología. Pienso que ha llegado el momento de precisarlos, indicando sus matices: —La apocalíptica (cf. A. Schweitzer) evoca la crisis exterior y futura de los tiempos, con elementos cósmicos (caída de astros, destrucción del mundo viejo), sociales (guerras, convulsiones espantosas) y temporales (fin del orden histórico actual, creación de un orden nuevo). De ordinario, intervienen en ella personajes mitológicos y/o sobrenaturales (ángeles y demonios, enviados celestes, incluso monstruos infernales). —La escatología alude al cumplimiento religioso (humano) de la historia y en ella se acentúan los aspectos más antropológicos, tanto de carácter personal (cambio de los individuos) como social (transformaciones de las relaciones interhumanas). En esta perspectiva se situaban Dodd y Bultmann; en ella queremos situarnos ahora nosotros, no para negar el aspecto apocalíptico, sino para reinterpretarlo.

Jesús se ha presentado, sin duda, como sabio escatológico, siendo un humano «semejante a los demás en todo, menos en el pecado» (cf. Hebr 4, 15). Ciertamente, es humano, pero uno más, sino alguien que ha proclamado e iniciado «el fin del tiempo», es decir, el cumplimiento de las esperanzas israelitas: aquí y ahora, en su mensaje y por su vida, los antes pecadores pueden acoger la gracia de Dios y reconciliarse. Nadie, que yo sepa, había dicho y realizado, de manera consecuente, tales cosas dentro del contexto israelita. Son muchos los que actualmente interpretan a Jesús en esa línea: ha conocido y desvelado el sentido y meta de la vida humana, descubriendo de esa forma su valor permanente. También otros judíos del tiempo (profetas y guerreros, esenios y maestros de la ley) se creyeron enviados, pero no entendieron el reino de Dios a la manera de Jesús: como perdón universal y apertura a los necesitados y excluidos del entorno. Ciertamente, Jesús enseña el mensaje de Dios y reconoce la autoridad de la Escritura, pero su palabra no es un comentario a ella, sino expresión directa de la voluntad divina. Así ofrece a los humanos el conocimiento de la presencia oculta y poderosa de Dios, del cambio social y personal de la existencia, como muestran los dichos sobre la renuncia a la violencia, el amor mutuo o la venida del reino en las parábolas. También aquí se puede y debe destacar la paradoja: —Sabio actual, tiempo del mundo. Como maestro de la vida auténtica, Jesús enseña a superar los agobios antiguos, para que viva-

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mos desde la otra ribera de la vida: en nivel de gratuidad, superación de la violencia, amor paciente, no juicio. Quien le escucha y sigue su doctrina sabe que la historia ha culminado, de manera que hombres y mujeres pueden realizarse en gratuidad (sin violencia ni venganza sobre el mundo). —Sabio ante el futuro. Pero, al mismo tiempo, la sabiduría de Jesús está fundada en la certeza de que llega el reino de Dios. Su enseñanza es verdad porque viene y/o actúa Dios Padre, transformándolo todo con su gracia. Si desapareciera el futuro, las palabras de sabiduría de Jesús correrían el riesgo de volverse vacías. El hoy de Dios se encuentra lleno del mañana de la vida que llega, de la plenitud que estamos aguardando.

Esta vinculación paradójica entre presente y futuro de la sabiduría de Jesús constituye el centro y raíz de su visión de la historia. Mirada desde aquí, la oposición entre escatología consecuente y realizada resulta secundaria: el problema no está en saber si vendrá o si ya ha venido, encerrándonos así en la espiral infinita de los cálculos marginales sobre el tiempo. La novedad de Jesús se encuentra en su manera de expresar la densidad de su tiempo. Estando inmerso en la «prisa de Dios» (¡viene el reino!), Jesús habla y actúa como si el tiempo se hubiera parado culminado, destacando así el sentido del hoy como despliegue de gracia liberadora, por medio del Espíritu Santo. Aquí está su grandeza de sabio que confía en la infinita transcendencia de Dios (¡Padre!) y vive en el presente de su amor inmenso. Frente a quienes buscan ansiosos el futuro de la historia (en línea apocalíptica), como si Dios tuviera que salvarles desde fuera, Jesús va expresando su actualidad y salvación en el mismo presente cualificado de la vida de los hombres y mujeres de su pueblo, especialmente entre los pobres. Por eso le llamamos el Sabio por excelencia.12 3. Profeta comprometido en favor de los humanos. Le hemos presentado como apocalíptico y sabio, diciendo que ha proclamado, al mismo tiempo, una escatología consecuente y realizada: ha vinculado ambos lenguajes desde el fondo de su vida profética 12 Desarrollan una visión sofiánica de Jesús: E. SCHÜSSLER FIORENZA En memoria de Ella, DDB, Bilbao 1989, 145-204; Jesús: Miriam’s Child, Sophia’s Prophet, Continuum, New York 1994; W. WITHERINGTON III, The Christology of Jesus, Fortress, Philadelphia 1984; Jesus the Sage: The Pilgrimage of Wisdom, Fortress, Minneapolis 1994. Cf. también J. D. G. DUNN, Christology in the making, SCM, London 1980, 163-212 y P. BONNARD, La Sagesse en Personne, annoncée et venue: Jésus Christ, LD 44, Cerf, Paris 1966.

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(mesiánica al servicio del reino. Esta unión no ha sido un tema de teoría, asunto a resolver a nivel de principios generales o demostraciones, sino argumento de vida, misterio vinculado a todo su despliegue personal. De esta forma, se va definiendo (y define su proyecto de reino) a medida que se va comprometiendo por su causa. Los evangelios no ofrecen su proceso biográfico en forma sucesiva, de manera que ignoramos el posible desarrollo de su identidad mesiánica (a no ser que entendamos de modo historicista textos como Mc 8, 27-38 par). Pero estamos seguros de que Jesús no tenía resuelto el proyecto de su vida mesiánica desde el principio de su actuación pública, sino que lo ha ido descubriendo y resolviendo en su camnino, al servicio de la meta o cumplimiento de la historia. No teoriza, abre un camino de salvación, en nombre de Dios, con la fuerza de su Espíritu. No queda al margen del camino, ni mira las cosas desde arriba, se introduce en la trama de la acción (y la pasión) humana para introducir en ella los gérmenes del reino. El mismo viene a presentarse de esa forma como sentido de la historia: —Profecía y compromiso personal. El tiempo y sentido del reino se va iluminando ante Jesús en la medida en que pone su vida en favor de la justicia del reino, es decir, de los pobres. Entre las imágenes apocalíptica (del futuro inminente) y su acción sapiencial (maestro y sanador en el presente) va emergiendo su propia tarea, el compromiso de su entrega personal en favor de los humanos. —Del mensaje a la persona. En un principio, este aspecto puede parecer secundario: lo que importa no es el profeta sino su profecía, su promesa de futuro, su palabra de presente. Pero después, a lo largo de su decisión por el reino y en la meta pascual de su vida, los creyentes van descubriendo que Jesús mismo ha condensado y encarnado la verdad del reino.

Esto significa que el futuro del reino (el sentido de la historia) se identifica de algún modo con el despliegue personal de Jesús, con su acción y vida mesiánica. Quizá él no lo haya advertido de un modo reflejo, ocupado con está en la obra de Dios y en la liberación de los marginados, pero a lo largo de su vida va mostrándose cada vez con más fuerza el carácter decisivo de su entrega personal: él mismo aparece como la verdad del reino. Así lo han descubierto y ratificado los creyentes al interpretar de un modo mesiánico su vida. La resurrección no es para ellos algo que vendrá sólo después, sino expresión del sentido escatológico de esa vida. Los discípulos esperaban una solución externa a sus problemas (que Alguien desde fuera resolviera sus dificultades). Pues bien, el evangelio © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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pascual les sitúa ante el mismo Jesús, a quien descubren como sentido y culmen personal (mesiánico) de la historia. De esa forma, el fin y/o cumplimiento de la historia se vincula al testimonio del mismo Jesús: al tipo de vida que ha vivido, a la función liberadora que ha realizado, al futuro que ha esperado... Para el nuevo cristiano la historia acaba (y empieza) allí donde Jesús la ha entregado en favor de los demás, poniéndose al hacerlo en manos de Dios, en esperanza de resurrección.13 4. Apocalíptico y sabio, siendo profeta Los tres elementos se vinculan, ofreciendo el entramado mesiánico (cristiano) de la culminación de la historia. Desde ese fondo, más que hablar de una escatología consecuente o realizada (o existencial y sucesiva), debemos hablar de una escatología que siendo apocalíptica y sapiencial, es profética (es decir, mesiánica, encarnada en la propia entrega personal de Jesús). Ciertamente, al comenzar su ministerio, Jesús podía saber lo que significan estos dos aspectos de la tradición israelita: apocalíptico y sapiencial; pero sólo en el proceso de su ministerio y en la meta de su vida ha podido vincularlos, recreándolos en su persona. Así podemos definirle como profeta del final (realizador del reino de Dios) porque es mensajero apocalíptico y sabio escatológico. Le llamamos igualmente mesías, en el sentido nuevo que él mismo (desde Dios, por el Espíritu) ha dado a su existencia. La historia anterior se encontraba a su juicio marcada por un tipo de opresión y lucha mutua, marginación e impureza. Pero en esa misma historia había resonado la palabra de esperanza a través de los profetas. Pues bien, Jesús ha tomado esa palabra en serio, viniendo a presentarse como aquel que puede cumplirla (culminarla) sobre el mundo. Siendo fiel al dinamismo israelita de la historia, pero desarrollándolo desde su propia opción mesiánica, Jesús despliega el proceso final de realización de lo humano. Ciertamente, él puede calcular algunas consecuencias de su acción, pero sin determinarlas de antemano. Actúa en libertad y queda en manos de la respuesta (y libertad) de aquellos que le acogen o rechazan (de discípulos y gente, de autorida13 En esta línea se sitúan algunos trabajos significativos citados en notas anteriores. Además cf: J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva. Ensayo general de Cristología I, Eapsa, Madrid 1974; J. SOBRINO, Jesucristo Liberador, Trotta 1991; J. ALISON, Cristología de la no violencia, Sec. Trinitario, Salamanca 1996. Entre los sistemáticos sigue siendo importante la aportación W. PANNENBERG, Fundamentos de Cristología, Sígueme, Salamanca 1974. En esta perspectiva podríamos hablar de un tiempo mesiánico.

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des religiosas y sociales), de manera que ellos mismos definen su historia, determinando así su mesianismo. Jesús queda así en manos de la respuesta de Dios, que, conforme al dogma cristiano, ha querido acogerle por la pascua: ha caminado hacia la meta de lo humano, pero no ha podido anticipar (forzar) la respuesta de Dios. Desde ese fondo trazamos, de una manera tanteante, algunos de los rasgos principales de la gran paradoja de la culminación histórica de Jesús. El no ha sido un teórico en la línea de Kant o Hegel, sino un hombre de praxis: ha trazado un proyecto, ha sembrado en el campo de la humanidad (cf. Mc 4). Lógicamente, debe esperar la reacción de Dios y los humanos, conforme a las tres líneas ya indicadas: —Primer nivel. Línea apocalíptica. Jesús ha podido pensar que la historia acaba externamente pronto, quizá en sus propios días o en su muerte, quizá después de un breve lapso. Sabe que Dios le ha enviado a ofrecer a los pobres la invitación final al banquete del reino (Lc 14, 16-24), sabe que su gesto de comida compartida es anuncio (anticipo) de ese reino y de esa forma invita a los pecadores y perdidos de su pueblo. Dios mismo le ha enviado para anunciar y realizar los signos de culminación del orden viejo de este mundo, no en forma de guerra, no escribiendo o comentando libros sabios, sino ofreciendo a los pobres el mensaje y curando a los enfermos de la tierra. El comienza, Dios mismo sostendrá y culminará su obra. Está convencido de que acaba el orden viejo del templo de Jerusalén, de manera que entrarán en el reino prometido hombres y mujeres de todos los confines de la tierra. En este contexto ha empleado, con la tradición de su entorno, las imágenes apocalípticas. Jesús puede afirmar que el reino viene ya, con signos de poder celeste. Pero al mismo tiempo deja el tiempo y forma de su venida en manos de Dios. Por eso, no calcula, ni organiza estructuras de administración social para un largo tiempo de futuro intramundano, sino que vive y quiere que los suyos vivan, ya desde ahora, desde la verdad y gracia del reino (como si hubiera ya venido), como si la historia hubiera terminado. —Segundo nivel. Línea sapiencial. Liberado de las ataduras de lo provisional, de la necesidad de mantener por fuerza (con violencia y castigo) la estructura de la vieja historia de la tierra, Jesús ha proclamado ante los hombres y mujeres que le escuchan un tipo de vida reconciliada, en perdón y gratuidad por siempre. No tiene que ganar ninguna guerra (contra los celotas), ni cumplir ansiosamente ninguna ley sacral (contra esenios y/o fariseos), sino que quiere vivir en paz desde la luz de Dios. De esta forma, aquello que la perspectiva apocalíptica entendía en claves de fin inmediato del tiempo, se traduce ahora en la certeza

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de la existencia humana se encuentra ya reconciliada, desde ahora, aquí abajo, de manera que se expresan en el mundo viejo los valores del nuevo reino de Dios. Esta es la paradoja del evangelio: el aspecto sapiencial, la sabiduría de una vida reconciliada, gozosa brota de la misma certeza de que la historia antigua ha terminado. No son dos realidades distintas, como pensaban, oponiéndose entre sí, los defensores de la escatología consecuente y realizada, sino dos momentos de la misma experiencia originaria: allí donde se lleva hasta el extremo la visión apocalíptica, allí donde se dice que el fin ya se ha acercado, ha llegado, cesan las preocupaciones viejas, los recelos, envidias, batallas. Los humanos ya no tienen nada que guardar, nada que ganar ni que perder: viven ya la pura gracia de Dios y en actitud de gracia pueden comportarse. Miradas las cosas en esta perspectiva, puede afirmarse que desaparece la urgencia del final, la angustia (o esperanza) del gran cambio, pues el cambio ya ha llegado y los humanos ya conforme a los valores de la vida (perdón, gracia) que vendrá. —Vinculación de niveles. Línea profética. Como heredero de las tradiciones israelitas de fidelidad y entrega de la vida, Jesús ha iniciado un camino «martirial», testimonial de donación de sí mismo, que culmina en la pascua que la iglesia celebra en forma eucarística: el sentido central de su camino de reino (pan compartido) se condensa y realiza en su entrega personal en favor de los demás. Futuro apocalíptico (reino que vendrá) y presente sapiencial (reino ya venido) se identifican en su mismo camino personal. Jesús no ha sido un simple vidente de futuro (apocalíptico), ni un puro maestro de presente (filósofo sapiencial), sino un hombre de acción, profeta de la vida. Por eso, lo que ha proclamado en su palabra de futuro y lo que ha enseñado en su sabiduría de presente se condensa y concreta en su tarea personal: su mismo gesto de fidelidad al reino, viene a presentarse así como encarnación de la nueva historia mesiánica. En el centro de esa historia no están ya los gestos exteriores de revelación apocalíptica, ni una forma de tranquilidad sapiencial de filósofos que viven alejados de este mundo, sino la actitud y «suerte» (destino, providencia) personal de la vida que Jesús se ha entregado a Dios, dándose en favor de los humanos.

Estos tres elementos se vinculan paradójicamente y constituyen la identidad escatológica y personal de la historia de Jesús14, de manera 14 Tomados por aislado pueden oponerse: lo apocalíptico y lo sapiencial parecen abrirse hacia caminos humanos diferentes (aunque debemos recordar que ya la tradición israelita los había vinculado, introduciéndolos en su mismo «canon»: los libros apocalípticos, como Dan y 1 Henoc, están llenos de elementos sapienciales y los libros sapienciales, como Sab y Test XII Pat, contienen elementos apocalípticos).

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que en ella se condensa y revela el sentido de la historia humana. Como he venido diciendo, esta historia no se puede resolver haciendo teorías sobre la naturaleza o realidad humana, sino a través del compromiso de la propia vida. Quien quiera saber lo que esa historia mesiánica supone debe entrar en ella, pues el Cristo sólo revela su secreto a quienes le acompañan. La novedad de Jesús ha estado en su determinación profética (mesiánica) en favor del reino.15 No ha resuelto problemas de libro, como hacemos exegetas o teólogos de oficio, sino que se ha comprometido en una obra práctica (como en una especie de apuesta), poniendo su vida al servicio de Dios, vinculando en su acción profética (en su persona) los elementos apocalípticos y sapienciales de la tradición israelita.16 Ambos elementos se vinculan en su entrega profética y/o mesiánica. La ley de Moisés podía separarse de su historia personal; el sistema de Filón de Alejandría o las respuesta legales de Hillel, el Sabio, resultan independientes de sus vidas. Pero el mensaje-proyecto de Jesús se vincula a su persona de modo que sólo en ella encuentra su sentido (su plenitud o su fracaso).17 15 Este compromiso es una apuesta: Jesús ha descubierto en su vida los signos de (la acción de) Dios en favor de los pecadores y los pobres; en favor de ellos ha apostado, proclamando como heraldo final la llegada de ese reino, apostando por ellos con la propia entrega de su vida. Este compromiso es una opción: Jesús ha optado por el reino, entregando para ello su propia vida, en gesto de solidaridad (curaciones, comida compartida) y en palabras de enseñanza (reconciliación, perdón gratuito). Según eso, Jesús ha sido, al mismo tiempo, un vidente apocalíptico y un maestro sapiencial que ha vinculado y recreado ambos aspectos en su vida de profeta (mesías, mensajero, de reino). Por un lado, anuncia la llegada de Dios, el fin de su obra (de manera que parece que todo lo que existe ha de acabar en esta misma generación). Pero, al mismo tiempo, propone un camino de reconciliación y perdón, de profundización personal y de conocimiento humano ya definitivo. 16 La misma certeza de que la vieja historia termina (ha terminado: elemento apocalíptico) le libera del ansia de la creatividad afanosa, de la autojustificación moralista, de la defensa propia, de manera que él puede proponer a los humanos un tipo de vida gozosa, ya pacificada, más allá de los afanes destructivos de este mundo (en plano sapiencial). 17 Más que como simple vidente o maestro, Jesús aparece como encarnación del reino, anticipación personal del futuro de la historia. Esto nos hace pasar de una exégesis utópica (interpretar los signos del final que llega) o filosófica (sopesar la verdad y/o viabilidad del proyecto humano de Jesús) a una interpretación personal (individual y social) de su mensaje. El mismo va mostrándose como liberado del reino: vive y se entrega, que ama y espera, más allá del miedo afanoso de la muerte. Así aparece como sentido de la historia. Podrán desaparecer (o reinterpretarse en forma eclesial o existencial) los signos apocalípticos; tendrán que retraducirse los aspectos más sapienciales. Quedará Jesús, su vida hecha signo y camino de la nueva historia.

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3. Tiempo del espíritu. Expulsión de los demonios Los rasgos anteriores se condensan y culminan en la obra más significativa de Jesús: sus exorcismos. Ciertamente, ha realizado otras tareas y misiones de carácter también escatológico: ha compartido el pan (mesa, banquete mesiánico) con los pecadores y las muchedumbres del entorno, anunciando así y anticipando la llegada del reino; ha convocado a los marginados y pecadores de Israel, ofreciéndoles un puesto en el banquete de Dios; ha llamado de un modo especial a Doce discípulos, simbolizando en ellos la plenitud del pueblo israelita, la promesa cumplida de las doce viejas tribus... Pero en el centro de su vida y mensaje queremos situar su kainê didakhê (Mc 1, 27), la enseñanza liberadora de sus exorcismos.18 1. Exorcismos. Sentido teológico y escatológico Esta es la enseñanza de la vida de Jesús, su forma de vincular el futuro de Dios y el presente de su acción mesiánica: libera a los humanos oprimidos por el Diablo. De esta forma, todos los aspectos anteriores de su vida desembocan en su praxis de exorcista. Jesús ha descubierto el poder de la destrucción que oprime a los humanos dentro de esta vieja historia. Los demonios, dirigidos por Satán, el Diablo, su príncipe simbólico, son encarnación de la historia pecadora: construyen su «reino» destruyendo a los humanos, viven suscitando enfermedades, edifican su justicia falsa sobre la injusticia de la historia. Frente a ellos ha elevado Jesús su palabra liberadora, al servicio de la humanidad reconciliada. —Sus exorcismos evocan un contexto de fuerte mitología apocalíptica. Parece acercarse la última batalla entre Dios y Satán, Espíritu de Luz y Angel de tinieblas (por utilizar un lenguaje de Qumrán). Pues bien, según Jesús, esa batalla no se expresa de forma cósmica, ni a través de una lucha militar, sino allí donde él se enfrenta y vence a los demonios que atenazan y destruyen a los pobres. Ha llegado el fin del tiempo viejo, está siendo derrotado el Diablo, Dios se viene a revelar en su plenitud como divino. 18 Además de obras citadas, cf. BORG, M., Conflict, Holiness and Politics in the Teaching of Jesus, Mellen, Lewiston NY 19884; CROSSAN, J. D., Jesús: biografía revolucionaria, Grijalbo, Barcelona 1996; DUNN, J. D. G., Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981, 123-160; HULL, M. , Hellenistic Magic and the Synoptic Tradition (SBT 28), SCM, London 1974; KEE, H. C. , Medicina, milagro y magia en tiempos del NT, Almendro, Córdoba 1992; SMITH, M., Jesús, el Mago, M. Roca, Barcelona 1988; THEISSEN, G., Miracle Stories of the Early Christian Tradition, Clark, Edinburgh 1983; TRAUTMANN, M., Zeichenchafte Handlungen Jesu, FB 37, Würzburg 1980.

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—Pero, en otra perspectiva, esos exorcismos revelan un hondo sentido sapiencial (de liberación ya realizada). Ellos actualizan la sabiduría de Jesús, su nueva doctrina, capaz de expulsar a los demonios (cf. Mc 1, 21-28). La «mitología apocalíptica» se traduce así en claves de salvación presente, de experiencia de transformación actual del ser humano. Todo el futuro de Dios (apocalíptica) se anticipa de esa forma en su gesto de liberación humana. —El profetismo de Jesús emerge precisamente en el lugar donde se vinculan ambas líneas. Ciertamente, Jesús es profeta de Dios (a quien invoca en cercanía como Padre), pero su actuación se expresa de un modo especial en su ayuda a los pobres y/o posesos. Aquí se vinculan futuro y presente; este es el centro y sentido de la historia, la acción liberadora.

El culmen de la historia está vinculado a la obra carismática de «expulsión» de los demonios. Este es el fin del tiempo viejo, el momento nuevo de la revelación de Dios. La nueva humanidad se inicia (el fin comienza) allí donde libera a los posesos, presentándose como mensajero de Dios y portador de su Espíritu.19 Ciertamente, Jesús ha realizado una obra de exorcista: de forma consciente, programada, casi sistemática, ha curado muchos «posesos» de su entorno, interpretando esa acción sanadora como signo de la actuación de Dios. Muchos se admiran y descubren precisamente a Dios en sus gestos de exorcista. Otros, en cambio, le acusan de expulsar a los demonios (espíritus impuros) empleando para ello el poder de Beelzebul (nombre popular de Satán, príncipe de esos demonios). Jesús se defiende acusando a sus acusadores y presentando su obra como signo de la acción escatológica de Dios, que por medio de su Espíritu puro (santo, creador de humanidad) expulsa a los espíritus impuros (perversos, destructores de lo humano). Así se enfrentan dos poderes: Dios (Espíritu de santidad) y Satán (espíritus impuros, destructores de lo humano). Aquí culmina y se decide el sentido de la historia: acaba la historia de opresión antigua, empieza la libertad. Así lo indica éste que recojo de forma cumulativa:

19 La tradición sinóptica llama a Jesús «ungido por el Espíritu» (Mc 1, 9-11 par): no se ha limitado a prometer la venida del Espíritu, como Juan» (Espíritu santo vinculado al fuego escatológico del juicio), sino que actúa con su fuerza, como Lc 4, 18 ss. ha destacado. Por otra parte, la promesa de Espíritu aparece vinculada a la culminación escatológica: cuando os persigan... no os preocupéis de lo que tenéis que hablar; no sois vosotros los que habláis... hablará el Espíritu Santo (Mc 13, 11 par). Este texto ha sido probablemente creado por la iglesia en momento de persecución, para animar y sostener a los creyentes, pero en su fondo hay una experiencia: el Espíritu sostiene la obra de Jesús y la vida de sus discípulos.

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a. (Jesús) fue a casa y se juntó de nuevo tanta gente que no le dejaban ni comer. Al enterarse sus hermanos fueron a echarle mano, pues decían: ¡está loco! Pero los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: ¡tiene a Beelzebul! y por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios (Mc 3, 20-22). b. El los llamó y les puso estas comparaciones: ¿Cómo podrá Satanás expulsar a Satanás? Si un reino se divide, ese reino no puede mantenerse, si una casa se divide, esa casa no puede mantenerse; pues si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide no podrá mantenerse en pie, está perdido (Mc 3, 23-26). c. Y si yo expulso a los demonios por Beelzebul ¿en virtud de quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. c’. Pero si yo expulso a los demonios con el Espíritu (Lc: dedo) de Dios es que el reino de Dios ha llegado a vosotros (Mt 12, 2728; cf. Lc 11, 19-20). b’. Nadie puede entrar en la casa de Fuerte y tomar su hacienda si primero no le ata; entonces podrá apoderarse de su casa (Mc 3, 27). a’. Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los humanos, los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, carga con un pecado perpetuo. Es que ellos decían ¡tiene un espíritu inmundo! (Mc 3, 28-30).

Hemos seguido básicamente el texto de Marcos, organizándolo de forma concéntrica (a y a’, b y b’), abriendo en el centro (c y c’) un hueco para el texto de Mt-Lc, donde Jesús aparece uniéndose a los hijos de los fariseos (cf. Mt 12, 27), pero oponiéndose a los fariseos (Mt 12, 24; en Mc 3, 33 escribas) y diciendo que él expulsa a los demonios por medio del Espíritu de Dios. El texto nos sitúa en el centro de la controversia histórica sobre Jesús, en el lugar donde se decide el sentido de su obra, el futuro y presente de la historia. Aquí no podemos estudiarlo con detalle, limitándonos a evocar su impacto desde el transfondo de nuestra discusión sobre el sentido de la historia.20 20 Además de comentarios a evangelios y obras citadas en las dos notas anteriores, cf: C. K. BARRET, El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca

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La terminología de fondo (santo, impuros) y la oposición de Dios y lo satánico en la historia pertenecen al transfondo de la teología israelita. Pero en Jesús hallamos una fuerte novedad: el enfrentamiento y victoria de Espíritu de Dios no se realiza a través del sacrificio ritual del templo (expiación de Lev 16), ni por medio de una guerra escatológica de tipo litúrgico-militar (como en Qumran), ni a través de una irrupción final del enviado divino (Hijo de hombre de Dan 7 o 1 Henoc, Hombre de 4 Es 14), sino por medio de su acción de exorcista. —Los exorcismos se sitúan dentro del transfondo ritual y apocalíptico de Israel, en línea de expiación , pero Jesús no necesita el macho cabrío de Azazel para enviarlo al desierto (como en Lev 16), sino que vence de manera directa a demonios, realizando aquello que Dan 7, el libro de la Guerra de Qumrán o 1 Hen 37 ss han simbolizado en forma apocalíptica (mitológico-guerrera y forense). —Jesús actualiza y cumple esa esperanza de futuro en el presente de su acción liberadora. No niega lo anterior, no lo critica, pero lo introduce en su propia obra, presentándose a sí mismo como liberador escatológico de Dios, profeta de los últimos tiempos. De esa forma, su mensaje de reino supera el nivel de los ritos y/o anticipaciones apocalípticas, para probarse y verificarse en su misma acción concreta de exorcista.

Se ha discutido y se sigue discutiendo si había por entonces exorcistas judíos al estilo de Jesús, o si él representa una innovación cualitativa.21 Dejo la discusión particular a los historiadores, para situar el tema en el transfondo que he evocado. Para los exorcistas judíos, si los hubiere, el tema de la expulsión de los demonios debía intepretarse desde el

1978; CHEVALLIER, M. A., Aliento de Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1978, 131 ss.; J. de Goitia, La fuerza del Espíritu, Bilbao 1974; HOLLENBACH, P. W., Jesus Demoniacs and Public Authorities. A Socio-Historical Study: JAAR 49 (1981) 567-588; E. SCHWEIZER, El Espíritu Santo, Sígueme, Salamanca 1998, 65 ss. He ofrecido una visión más amplia del tema, con bibliografía básica en Espíritu de Dios contra demonios, en Trinidad y comunidad humana, Sec. Trinitario, Salamanca 1990, 45-80. 21 Jesús pregunta a los fariseos: Y si yo expulso a los demonios por Beelzebul ¿en virtud de quién los expulsan vuestros hijos? Se ha solido suponer que estos hijos de fariseos eran exorcistas judíos de aquel tiempo. Sin embargo, como me ha indicado el Prof. Santiago Guijarro, estos hijos de los fariseos podían ser discípulos de Jesús, de manera que el texto reflejaría una controversia familiar (paralela en algún sentido a la que evoca Mc 3, 20-21.31-35 entre Jesús sus parientes): por un lado estarían Jesús y sus discípulos exorcistas (entre ellos algunos hijos de los fariseos); por el otro los fariseos tradicionales, que le acusan de endemoniado. Quede así el tema, aquí no puedo estudiarlo en más profundidad, mientras espero las aportaciones que sin duda ofrecerá D. Santiago Guijarro.

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contexto de la ley nacional, de la razón israelita. Por el contrario, a los ojos de Jesús los exorcismos fueron signo y prueba de la acción definitiva de Dios, de la irrupción del reino. 2. Obra de Jesús, presencia del Espíritu Estamos ante el cambio cualitativo de Jesús, en el lugar donde se expresa y ratifica su nueva de la historia, vinculada a la actuación del Espíritu de Dios: por un lado, él puede aceptar la simbología apocalíptica del cambio de los tiempos (con la destrucción de Satán); por otro, afirma que ese cambio se realiza por su misma actuación como exorcista, pues en ella viene a desvelarse el Espíritu divino. El centro de la historia es la lucha entre dos «espíritus»: —Por un lado está el Espíritu santo, presencia salvadora de Dios, su poder liberador o, quizá mejor, recreador. Jesús asume la tradición israelita que prometía la venida del Espíritu no sólo sobre el mesías (rey, profeta, sacerdote, Hijo del humano), sino sobre el conjunto del pueblo. Parecía que ese Espíritu se había mantenido silencioso tras los últimos profetas. Los esenios de Qumrán lo vinculaban al despliegue de su pureza ritual y comunitaria; otros esperaban su actuación al fin de los tiempos o centraban su presencia en el cumplimiento de la ley... Pues bien, en gesto de consecuencias revolucionarias, Jesús declara que el Espíritu de Dios se manifiesta y actúa a través de su acción liberadora en favor de los posesos. —Por otro lado están los espíritus impuros, entendidos como poder de destrucción, principio antidivino que pervierte la historia. Muchos apocalípticos judíos los veían encarnados en el imperio romano y en los restantes poderes políticos perversos (como supone no sólo Dan 7, 1 Henoc y 4 Esdras, sino el mismo Ap Jn). Otros judíos, como los de Qumran, pensaban que ellos se expresaban en el culto pervertido de Jerusalén o en aquellos que rompían las normas de pureza israelita. Pues bien, Jesús les ha visto en los enfermos y expulsados, los posesos y pecadores de su pueblo.22

Desde aquí viene a entenderse el sentido de la historia, el compromiso mesiánico. Para los qumramitas, luchar contra Satán significaba 22 Sobre el sentido político de Satán en Ap, cf.: MOWINCKEL, S., El que ha de venir. Mesianismo y mesías, AB 38, FAX, Madrid 1975; SCHLIER, H., Jesucristo y la historia en el Ap, en Id., Problemas exegéticos fundamentales del NT, FAX, Madrid 1970; FIORENZA, E. Sh., The Book of Revelation. Justice and Judgement, Fortress, Philadelphia 1985; STAUFFER, E., Cristo y los Césares, Escerlicer, Madrid 1956; WENGST, K., Pax Romana and the Peace of Jesus Christ, SCM, London 1987 (1.ª ed. 1986); Y. COLLINS, The Combat Myth in the Book of Revelation, HDR 9, MISSOULA MO 1976; Crisis and Catharsis: The Power of the Apocalypse, Westminster, Philadelphia 1984.

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formar parte de su grupo de pureza; en línea semejante parecían mantenerse los fariseos (se oponen a Satán quienes cumplen la Ley nacional israelita). Pues bien, en contra de eso, Jesús ha vinculado a Satán con los perdidos y expulsados de su pueblo, sacando una conclusión inversa a la de grupos anteriores: luchar contra Satán no es separarse de los «impuros», sino ayudarles, rescatándoles del poder diabólico, ofreciéndoles el camino del reino. Por eso, sus exorcismos tienen gran importancia teológica y escatológica.23 —Importancia teológica. El Dios del Espíritu. Frente a los distintos grupos judíos que anunciaban la venida futura del Espíritu, en contra de los mismos separados de Qumran que descubrían su presencia en la lucha escatológica que enfrenta sobre el mundo actual a los poderes del bien y de lo malo, los cristianos afirman que Dios ha desplegado su Espíritu por medio de la acción liberadora de Jesús. Esta es la «prueba» máxima de Dios, su manifestación privilegiada. Aquí se decide el sentido de la historia humana: en la acción liberadora de Jesús que, con la fuerza del Espíritu Santo, cura a los que estaban poseídos por espíritus impuros, alejados de la comunión de libertad y gracia humana. Lógicamente, quienes «pequen contra el Espíritu Santo», rechazando la obra de Jesús, no podrán ser perdonados. —Certeza escatológica. Escatología liberadora. La certeza de que Jesús ha realizado su obra con la fuerza del Espíritu y el convencimiento consiguiente de que, a través de sus exorcismos, llegan el tiempo mesiánico-escatológicos, determina la existencia de los cristianos y acaba separándoles de todos los restantes grupos o grupúsculos judíos del entorno. Llegamos así al centro de la escatología liberadora de Jesús. Pasan a segundo plano otros problemas que podrían llevarnos a construir una teoría general del tiempo (futuro, presente...); se coloca en el centro de la historia la gracia y exigencia de liberación de los posesos y oprimidos. Este es el lugar de Dios, su altar y santuario: aquí se despliega su presencia mesiánica y se decide la historia de Dios, por medio del Espíritu.

Hemos presentado a Jesús como carismático, pero no en la línea de algunos extáticos posteriores de su iglesia (evocados por Lucas en Hech 2 y por Pablo en 1 Cor 12-14), expertos en lenguas, sino como un profe-

23 Cf. E. SJÖBERG, Esprit, Genève 1971, 92 ss., 100 ss. (=Pneuma, TWNT VI, 330 ss); M. - A. CHEVALLIER, L’ Esprit et les Messie dans Le Bas-Judaïsme et le Nouveau Testament, EHPR 49, París 1958, 1-50; F. LENTZEN-DEIS, Die Taufe Jesu nach den Synoptikern, FTS 4, Frankfurt 1970, 127 ss.

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ta/mesías sanador, opuesto a la opresión del Diablo, amigo de posesos. Este es su carisma, centro de la historia: la liberación de los oprimidos (cf. Lc 4, 18-18). Le hemos llamado vidente apocalíptico, pero no es maestro de visiones sobre el conflicto final de los tiempos (en la línea del Ap de Jn); ciertamente, Jesús evoca y/o anticipa el futuro de la salvación de Dios sobre la humanidad, utilizando imágenes de la tradición israelita (gran banquete, unión de pueblos, venida del Hijo del humano), pero su visión fundamental ha consistido en la tarea práctica de liberar a los posesos, entrando para ello en conflicto con los poderes establecidos de su tiempo. Por eso le podemos llamar profeta sabio, experto en exorcismos. No habla en lenguas, no cultiva visiones extáticas, sino que, avanzando en la línea de la mejor tradición israelita, ha traducido la experiencia y acción del Espíritu en la liberación de los posesos. No se le puede criticar ni aceptar por su doctrina aislada, sino por lo que hace en favor de los demás, iniciando por ellos un camino de liberación escatológica.24 Esta es la paradoja de Jesús a quien hemos presentado como carismático no extático y vidente no visionario, experto en liberación. Ha descubierto la destrucción satánica en los hombres y mujeres oprimidos y enfermos de su entorno, en los impuros, marginados, excluidos de la sociedad sagrada israelita y se ha sentido llamado a liberararlos. Por eso ha iniciado allí la batalla escatológica, la guerra final de Dios, el culmen de la historia. Jesús resuelve el conflicto apocalíptico del fin de los tiempos del modo más sencillo, más humano: a través de su acción liberadora, vinculando la acción del Espíritu de Dios (llegada del reino) a su persona y obra. El no queda fuera, no mira las cosas desde arriba, sino que introduce su acción y destino dentro del mensaje. Por eso, lo que importa no es que Jesús aluda al Espíritu en general, sino el modo en que lo hace, desde la experiencia concreta de su obra, precisamente allí, en el cruce y culmen de todos los caminos (apocalíptico, sapiencial, profético). Los exorcismos de Jesús, entendidos como lugar de actuación del Espíritu de Dios, constituyen el sentido de la historia. Buscaban otros grandes soluciones: guerras exteriores, derrumbamientos cósmicos, transformaciones nacionales o sacrales. El ha descubierto que la batalla decisiva se realizaba en un lugar más hondo, más sencillo: en la «lu-

24 Sobre Jesús como carismático, cf. J. D. G. DUNN, Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981.

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cha» contra la opresión de los demonios, que es el eje y palanca, el corazón y fuerza de la historia. Los humanos quieren que venga un Dios o Diablo y lo resuelva todo de una forma superior, maravillosa. Pues bien, Jesús ha realizado ese deseo a través de su acción «natural», de exorcista. Aquí se revela Dios, donde se alcanza la meta de la historia. Si yo expulso a los demonios con el Espíritu (Lc: Dedo) de Dios es que ha llegado sobre vosotros el reino de Dios (Mt 12, 28; Lc 11, 20).25

Como enviado de Dios y con la fuerza de su Espíritu, Jesús ha curado a los posesos, mostrando así la llegada del reino. Algunos fariseos le acusan de hallarse en connivencia con el Diablo, rey de los demonios, que le ha dado su poder para que engañe al pueblo (en esa línea, cf. Mt 4, 1-11 par). El se defiende afirmando que actúa con la fuerza del Espíritu de Dios. 3. Discusión sobre Jesús Este es un texto central de discusión sobre la historia, que viene a convertirse en discusión sobre Jesús. Los apocalípticos buscaban «signos», los sabios doctrina (cf.1 cor 1), Jesús, en cambio, aparece como profeta discutido. —Está en juego su visión apocalíptica. Sus adversarios suponen que es un infiltrado (espía) de Satán, aparentando buenas obras para engañar mejor a los humanos, empezando por los israelitas: él pertenece a la historia final de engaño de la tierra. Pues bien, Jesús responde defendiendo su actuación mesiánica. Satanás, el Fuerte, tenía la «casa» del mundo dominada, mantenía a los humanos poseídos bajo su dictado. Pues bien, ha llegado uno Más Fuerte, capaz de atarle y liberar a sus «cautivos»: ha llegado Jesús (Mt 12, 29 par) en quien culmina la historia, dividiéndose en dos partes: hasta ahora dominaba el Diablo (historia satánica); ahora actúa el Espíritu mesiánico (historia liberada).26

25 Para situar el tema en su contexto histórico-literario, cf. H. WINDISCH, Jesus und der Geist nach synoptischer Ueberlieferung, en Estudies in Early Crhisziasity (ed. por S. J. Case), New York, 1928, 209-236. Además de la obra ya citada de C. K. BARRET, El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, cf. G. R. BEASLEY-MURRAY, Jesus and the Spirit, en Mélanges Bibliques en hommage au R. P. Bêda Rigaux, Gembloux 1970, 463-478. 26 Desde ese fondo ha de entenderse la exclamación gozosa (casi extática) de Jesús que exclama, en otro contexto: ¡He visto a Satanás caer, como un astro, del cielo!

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—Está en juego la obra sapiencial de Jesús, su programa de reconciliación y gratuidad interhumana. La sabiduría aislada, como simple conocimiento, resulta incapaz de liberar a los humanos, suscitando la «nueva creación». Sólo es verdadera sabiduría aquella que cura al ser humano, arrancándole de la opresión diabólica, haciéndole capaz de asumir en libertad y amor su propia vida. A lo largo del AT (desde Gen 1 hasta Ez 37) resulta clara la vinculación entre Espíritu de Dios y obra creadora. Pues bien, en el reverso de la acción de Dios se encuentran los espíritu impuros de violencia, expresados en la opresión y muerte (como puede mostrarse relacionando el exorcismo de Mc 5, 1-20 par con Ez 37). La sabiduría entendida como diálogo en libertad y vida en gratuidad, desde el don de Dios, sólo puede expresarse allí donde la fuerza del Espíritu libera a los posesos.27 —Jesús actúa como profeta de Dios, poniendo su vida al servicio de la liberación, dentro de un contexto de disputa, pues no todos los hombres y mujeres del entorno aceptan su forma de actuar en favor de los posesos: algunos prefieren que los pobres sigan oprimidos, que la historia continúe siendo campo de batalla donde triunfan y se imponen ellos (los más fuertes). Los que critican a Jesús buscan una liberación partidista, que no ponga en riesgo sus privilegios de señores del sistema. Quizá quieren la paz universal para cuando llegue el fin del tiempo; pero ahora, mientras el mundo esté regido por las leyes de la historia vieja, necesitan mantener sus razones, las ventajas del sistema. Por eso, inician la disputa en torno a los exorcismos. Está en juego el valor de la acción de Jesús: ¿Es emisario de Dios y actúa con la fuerza de su Espíritu? ¿no será un agente Satán, el Diablo? La respuesta de Jesús es decidida: ¡actúa con la fuerza del Espíritu de Dios le avala; por eso, en su misión irrumpe el reino! La cristología de este dicho es de carácter pneumatológico: como enviado de Dios y con su Espíritu, Jesús libera la historia humana.28

(Lc 10, 18). Satanás aparece vinculado a los astros perversos, como poder cósmico de destrucción humana; pero ha caído ya, ha comenzado la liberación humana. Transfondo apocalíptico del tema en cf. X. PIKAZA, Lectura de la Biblia. El Ap, EVD, Estella 1998; desarrollo gnóstico posterior en S. PÉTREMENT, Le Dieu Séparé, Cerf, Paris 1984, 79 ss. 27 Sin exorcismos no hay sabiduría verdadera. Los gerasenos de Mc 5, 1-20 (que se oponen a la acción de Jesús) y los escribas de Jerusalén de Mc 3, 22 (Mt 12, 24 los presenta como fariseos), que condenan a Jesús como emisario de Satán, pervierten la sabiduría de Dios, hacen imposible la reconciliación humana. Este es el misterio y tarea del saber mesiánico: liberar a los oprimidos, empezando por los más posesos. 28 Sobre este fondo puede y debe evocarse el riesgo supremo de destrucción de la historia: todo se les podrá perdonar a los humanos, los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, carga con un pecado perpetuo (Mc 3, 28-30 par). Estamos ante el riesgo final: quien afirme

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La nueva historia empieza, según eso, por el Espíritu de Dios. No hay posible evasión, no podemos buscar un paraíso imaginario, donde se resuelvan las contradicciones de la tierra, a nivel de fantasía interior. Como venimos indicando, el aspecto apocalíptico (visión del fin) y sapiencial (reconciliación interhumana) se vinculan y realizan por los exorcismos. El Espíritu de liberación es la meta de la historia. Acaba así el mundo viejo, irrumpe y se expresa el nuevo: allí donde Jesús (y sus discípulos) van curando a los humanos, superan la opresión de Satán sobre la tierra y llega el reino. Unos esperaban signos exteriores (caída de los astros...); otros preferían refugiarse en su sabiduría; Jesús, en cambio, nos lleva al lugar donde, asumiendo y siguiendo su acción liberadora, nosotros mismos podemos superar la historia de opresión del mundo, suscitando el reino. 4. Muerte de Jesús: fin y principio de la historia La paradoja del tiempo mesiánico culmina con la muerte de Jesús, que es poderoso (posee la fuerza del Espíritu y realiza sus signos sobre el mundo) siendo el más débil (queda en manos de aquellos que le acusan, juzgan y condenan). El evangelio ha descubierto así una clara continuidad entre el juicio de quienes le acusan de emisario de Satán (Mc 3, 22-30 par) y el de aquellos que le condenan a muerte (Mc 1415 par): le han matado precisamente por la libertad que iba ofreciendo a los posesos, oponiéndose a su visión de la historia. Son muchos los que preferían y prefieren la injusticia antigua, la seguridad mundana y social de la historia vieja que se funda en la opresión del Diablo: acusan a Jesús y silencian su voz porque no quieren que la historia de opresión acabe. Jesús, en cambio, ha muerto poniendo su vida al servicio de la nueva historia de la libertad. Así lo han entendido en la pascua los cristianos, como indicaremos a manera de esquema en lo que sigue.

que Jesús es delegado de Satán niega su acción liberadora, rechaza la acción del Espíritu, sigue inmerso (ya para siempre) en la espiral de violencia y muerte de la vieja historia humana. Desde la perspectiva de este texto podemos entender otras palabras de la tradición sobe la dynamis (poder) o exousia (autoridad) de Jesús: cf. Mc1, 22.27; 2, 10; 5, 30; 6, 14; Lc 4, 14; 24, 49. Desde su propia debilidad, Jesús aparece lleno de poder: tiene la fuerza de Dios, por eso actúa de manera sorprendente, en signos y prodigios salvadores. Cf. J. GOITIA, La fuerza del Espíritu, Bilbao 1974, 73-79; E. SCHEWEIZER, Pneuma, TWNT, VI, 394-396.

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1. Han matado a Jesús: ¡que la opresión continúe! Le han condenado los poderes de la historia vieja, que Pablo identifica con la Ley. No podemos (ni debemos) fijar aquí todos sus rasgos, sino sólo aquellos que influyen más en nuestro tema. Para un trabajo más extenso habrá que consultar la bibliografía especializada.29 —A Jesús le han juzgado y matado porque su visión del humano en contra de los «valores» (nacionales, estatales, económicos) de la historia establecida, controlada por sacerdotes de Jerusalén y soldados de Roma. Le han tomado como perturbador, le han juzgado peligroso, le han ajusticiado. Su muerte no ha sido «equivocación» o malentendido (como siguen suponiendo quienes la espiritualizan de manera partidista), sino un acto consciente y consecuente de justicia intramundana: el proyecto de historia de Jesús resultaba peligroso, pues había (y hay, incluso entre cristianos) otras formas de entender y aprovechar la historia. —La muerte de Jesús se inscribe en la lógica de poder y violencia de la vieja historia de este mundo. El ha sido uno más entre los miles y millones de ajusticiados de la tierra. Con ellos, entre los expulsados de la buena sociedad, con los proscritos y posesos, ha muerto: sus jueces y verdugos han pensado que al matarle limpiaban este mundo de la mala simiente de utopía igualitaria y de perdón que él predicaba. Su juicio se inscribe entre los muchos juicios que se siguen dictando para mantener el orden de la historia.30

Siendo un acontecimiento particular, la muerte de Jesús viene a presentarse como lugar del juicio universal. Precisamente aquí han venido a culminar y condensarse los poderes de la historia que busca su seguridad en la ley de Dios (Israel) y en el poder sagrado (Roma). Unos y otros, sacerdotes jerosolimitanos y soldados imperiales, representantes de la historia en su conjunto le han matado. De esa forma han dictado su condena. Para mantener su identidad y privilegios, sacerdotes y soldados unidos viven de matar, en sacrificio sacral violencia militar. La historia entera se vuelve institución de muerte, como lo indica Platón en un pasaje central de su República donde, evocando quizá la figura de Sócrates, traza la suerte del justo sobre el mundo. Este sería el lugar de referencia y centro del camino de la historia: 29 La he recogido básicamente en Este es el Hombre. Manual de Cristología, Sec. Trinitario, Salamanca 1997. He destacado los agentes históricos de la muerte de Jesús en Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 1993. 30 El juicio de Jesús ofrece rasgos propios. Ha muerto como testigo de un reino universal; le han matado porque es portavoz de perdón gratuito, promotor del reino. En su muerte se anuda y condensa el problema básico de la justicia de Dios, la posibilidad de salvación para los pobres y expulsados del sistema.

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Ahora imaginemos a un hombre justo y noble... dispuesto no a parecer bueno, sino a serlo. Quitémosle, pues, la apariencia de bondad; porque si parece justo tendrá honores y recompensas por parecer serlo y entonces no veremos claro si es justo por amor a la justicia en sí o por los gajes y honras (que ello implica). Hay que despojarle, pues, de todo, excepto de la justicia... (Pues bien) el hombre justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos y tras haber padecido toda clase de males será al fin empalado (crucificado) y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo sino sólo parecerlo (Rep II, 361-362).

Lo que en Platón era teoría se vuelve relato básico en los evangelios, que cuentan el juicio, pasión y muerte de Jesús en el centro de la historia (cf. Mc 14-15 par). Aquí desembocan y culminan las historias de la humanidad: los humanos seguimos edificando nuestra ciudad sobre la muerte; hemos vivido y vivimos de matar a los que llamamos culpables. Este es, en perspectiva de vieja humanidad, el argumento final de la historia: edificamos nuestra justicia expulsando y matando a los que parecen estorbarnos. De la muerte vivimos, en la muerte acabamos. Este es el triunfo del espíritu impuro, reinado de Satán, que está en el fondo del asesinato de Jesús (como supone Jn 8): la historia que se destruye a sí misma. No hacen falta imágenes apocalípticas (en el relato base de la pasión no existen): los evangelios han contado sobriamente la condena (el fin) de toda historia cuando narran la muerte de Jesús. 2. Ha muerto por nosotros: la historia ha terminado No ha muerto simplemente porque le han matado de un modo arbitrario jueces y/o verdugos, sino porque ha entregado su vida, invirtiendo el proceso normal de la historia precedente. Sacerdotes y soldados edifican sobre cadáveres el templo o palacio de su historia. Jesús, en cambio, edifica la historia sobre la entrega de su vida (cf. Mc 12, 10-11 par). Vivir es para Jesús comunicarse: regalar lo que se tiene, darse a sí mismo por los otros. Así lo ha hecho, como venimos indicando. Por eso, la muerte no le ha sorprendido destruyéndole por fuerza, sino que él mismo ha optado por ella, haciéndola camino de reino. —Jesús ha vivido para morir, es decir, para entregar su vida en favor de los demás. Sus exorcismos aparecen así, de alguna forma, como anticipación de muerte: se ha enfrentado al realizarlos con los poderes establecidos de Israel y Roma, poniendo en marcha un proyecto de humanidad contrario a los intereses de los poderosos. Su © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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vida es para él un ejercicio de amor (de entrega) en favor de los otros. —Ha mantenido hasta la muerte (con la muerte) su pretensión profético-mesiánica. Ha subido a Jerusalén como profeta-delegado de Dios, para anunciar la venida del Reino, ofreciendo signos de gratuidad y vida compartida, pero los defensores del sistema de la historia le han matado. Habían sido asesinados otros profetas y justos, como sabe bien la Biblia Hebrea. Al final de ellos muere Jesús, mensajero de la nueva historia.31 —Es muy probable que Jesús haya concedido algún valor «salvífico» a su muerte, integrándola en su proyecto de reino. De lo contrario, sus discípulos no podrían haberla visto luego como expresión de la providencia, en ámbito de pascua. Mc 15, 34 afirma que murió llamando a Dios; la tradición dirá más tarde (con toda razón) que entregó la vida por obedecer a Dios, por cumplir plenamente su mensaje.

Normalmente, alguien fracasa si muere ajusticiado. Pues bien, aquí se invierte esa visión: fracasan precisamente aquellos que le matan, triunfa y se mantiene el gesto de fidelidad del ajusticiado, su entrega mesiánica de amor, que supera las fronteras de la muerte. Muriendo como muere, Jesús ha mostrado que cree en Dios por encima de la violencia de la tierra: confía en el Espíritu de Dios que es fuerza del reino, principio de vida, allí donde parece dominar la muerte. En manos de ese Espíritu se entrega, como en gesto de supremo exorcismo. Fue curando Jesús a los posesos, mostrando en ellos el poder del Espíritu de Dios. Ahora es el mismo Jesús quien viene a presentarse como máximo poseso, condenado por sacerdotes y soldados en manos del Satán de la muerte. Así muere, dominado por la violencia destructora de la historia, preguntando por el Dios de la vida desde el abismo de la muerte. Sobre la cruz de Jesús se plantea en toda su crudeza el problema de la relación entre el Espíritu de Dios y la historia humana, problema que sólo Dios puede resolver.32

31 Jesús ha muerto solo, sin la compañía de sus discípulos (acompañado según tradición por otros «delincuentes» comunes). Los romanos han sabido distinguir entre el líder y los seguidores, a quienes no consideran peligrosos (tampoco Herodes mató a los seguidores del Bautista). Los discípulos de Jesús le han abandonado (aunque posiblemente había simpatizantes suyos en Galilea, además de las mujeres de Mc 15, 40-41 par). 32 He tratdo de la historia y la violencia en Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 1993. Cf.: R. GIRARD, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1983; El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982; El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986; BARBAGLIO, G., ¿Dios violento?, EVD, Estella 1993; SCHWAGER, R., Brauchen wir einen Sündenbock? Gewalt und Erlösung in den biblischen Schriften, München 1978.

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3. Dios le ha resucitado. Nueva historia Jesús había dicho que el tiempo (la vieja historia) se ha cumplido. Ahora sabemos que ella ha terminado no porque la acabe Dios o la destruyan los monstruos apocalípticos, sino porque los jueces de Israel y Roma la han cumplido condenando a Jesús, que ha muerto en violencia (le matan a Jesús) y fidelidad esperanzada (entrega la vida en manos de Dios). Pero allí donde la antigua acaba comienza desde Dios, por su Espíritu (cf. Rom 1, 3-4), la nueva historia pascual de Jesús resucitado. Externamente sigue el mundo viejo, las violencia y poderes de la tierra (representados por Satán). Pero en su más honda realidad ellos han sido derrotados para siempre, de manera que podemos vivir en el amor de Jesús resucitado.33 —Jesús ha esperado la victoria mesiánica de su obra (ha muerto pidiendo que Dios le responda), pero es difícil suponer que él haya prometido o anunciado su resurrección concreta (individual) de la manera en que luego la expresa o celebra la iglesia. Los textos donde él anuncia esa resurrección (Mc 8, 31 par; 9, 31 par; 10, 32-34 par) han sido recreados por la comunidad cristiana, en términos de catequesis posterior. Ha dejado la historia abierta, ha esperado la salvación de la historia. —Jesús no ha dejado resueltos en su muerte (o antes de ella) los problemas que sus seguidores encontrarán después, a lo largo de su nueva historia. Hemos aludido varias veces a la riqueza (polivalencia) de su mensaje/camino: ha iniciado un movimiento, ha esperado en Dios. Sólo así se explica el hecho de que sus discípulos hayan encontrado luego grandes problemas sobre la manera de portarse en la nueva historia pascual: cumplir (o no cumplir) la ley judía, incluir (o no incluir) en la comunidad actual a los gentiles. —Jesús ha ofrecido muy hondas enseñanzas sobre el servicio mutuo, instaurando un grupo de Doce servidores simbólicos, pero no se ha ocupado en establecer una institución jerárquica concreta (de tipo judío o gentil, monárquico o aristocrático...), encargada de mantener o animar su obra por un tiempo largo (a lo largo de la historia). Por eso, serán los propios cristianos los que, en proceso postpascual que aún continúa, descubrirán y expresarán el nuevo sentido pascual de la historia. 33 Cf. W. WINK, Naming the Powers; Id., Unmasking the Powers; Id., Engaging the Powers, Fortress, Philadelphia 1984, 1986, 1992. Sobre la resurrección de Jesús y la historia escatológica cf. P. CODA, Acontecimiento pascual. Trinidad e Historia, Sec. Trinitario, Salamanca 1994; H. KESSLER, La Resurrección de Jesús, Sígueme, Salamanca 1989; X. LÉON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973; H. SCHLIER, De la resurrección de Jesucristo, DDB, Bilbao 1970; U. WILCKENS, La resurrección de Jesús. Estudio histórico-crítico del testimonio bíblico, Sígueme, Salamanca 1981.

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Jesús ha muerto. Hubiera sido normal que su movimiento terminara, como otros de aquel tiempo (cf. Gamaliel en Hech 5, 33-42); pero no sólo se ha mantenido, sino que ha podido desplegarse y evolucionar de manera sorprendente. En el mismo lugar donde la vieja historia acaba (cruz de Jesús, su sepultura), se ha iniciado un nuevo camino de historia (cristiana, eclesial) que sigue definiendo nuestro mundo. Jesús actuaba con el Espíritu de Dios sobre los posesos, ofreciendo vida allí donde la humanidad parecía condenada por siempre a la violencia y a la muerte. Pues bien, sus seguidores creen que Dios ha ratificado por la pascua el mensaje de Jesús, convirtiéndole en principio de misión salvadora, historia nueva, para todos los humanos. La experiencia pascual de la iglesia contiene diversos elementos, pero en el fondo de ellos late la certeza de que la causa de Jesús sigue adelante, ratificada por el mismo Dios. De esa forma, animados por el Espíritu de Jesús, como supone de forma unánime el testimonio del NT (cf. Mc 1, 8 par; 13, 10-11 par; Lc 24, 47-48; Hech 1; Jn 20, 21-22), los cristianos han ido recorriendo la nueva historia mesiánica: —Plano apocalíptico. Han seguido esperando con Jesús el culmen de la historia, pero ahora no esperan sólo el fin del tiempo, sino que aguardan a Jesús resucitado, que ha de venir pronto. Esta espera ansiosa de la pascua (=parusía) ya iniciada define la experiencia de los primeros grupos de cristianos, tanto en Galilea como en Jerusalén, tanto en la misión paulina con en la de otros grupos apostólicos. —Plano sapiencial. Esperando a Jesús, los cristianos se sienten enriquecidos ya por su presencia, de manera que la pascua no es sólo experiencia de futuro (anticipación de la parusía), sino transformación radical de la existencia individual y comunitaria. Esta es la sorpresa de la historia, repetida una y otra vez en las comunidades cristianas: esperando la llegada de Jesús, sus discípulos aprenden a vivir conforme a su evangelio, en gesto de reconciliación y presencia del Espíritu Santo, como muestran de forma convergente Pablo (cf. 1 Cor 12-14) y Lucas (cf. Hech 1 ss.). —Plano profético. La nueva historia cristiana queda pronto definida por la presencia de Jesús, cuyo recuerdo ha sido evocado por los evangelios. Esta es la nueva sorpresa: los discípulos esperaban la vuelta de Jesús, mientras cumplían sus palabras; pero pronto, en el hueco del Señor pascual, que no vuelve por ahora como esperaban, va emergiendo la figura y obra del Jesús histórico, como salvador y ejemplo, como principio de compromiso concreto en favor de la causa del reino. Así lo ha expresado de forma ejemplo el evangelio de Mc y luego, de formas convergentes y distintas, Mt, Lc (e incluso Jn). © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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La historia cristiana queda definida por la figura histórica de Jesús en los envangelios: él es principio y sentido de la nueva andadura humana.34

Desde aquí se ha de entender la nueva historia cristiana. Ella es, por un lado, historia pascual, abierta a la esperanza de su parusía, en anhelo gozoso del fin de los tiempos. Pero ella es, al mismo tiempo, historia mesiánica enraizada en el camino concreto de Jesús en Galilea; lógicamente Mc 16, 1-8 par envía a los discípulos del Cristo a Galilea, para que reinicien allí su camino, en gesto de liberación y vida compartida. Esto significa que los cristianos han de acostumbrarse a vivir a dos niveles: en un plano mesiánico siguen amenazados por las fuerzas de la vieja realidad del mundo, la violencia de la historia que ha matado a Jesús en el Calvario, teniendo que seguirle en el camino de entrega de la vida; pero, en otro plano, ellos se saben ya salvados, habitantes de un mundo ya salvado en Cristo. Esta nueva historia pascual, expresada por un lado como seguimiento histórico de Jesús en este mundo y por otro como experiencia anticipada de resurrección, se encuentra definida por la presencia del Espíritu Santo, que ahora aparece plenamente como poder de liberación (victoria sobre Satanás), siendo fuente de experiencia carismática (que debe traducirse en formas de comunitaria) y fuerza misionera (testimonio de la gracia de Jesús abierta a todos los humanos). Pero con esto desbordamos el campo de nuestro trabajo, pasando de la historia de Jesús a las visiones posteriores de la historia cristiana dentro de la iglesia. Baste lo ya dicho. Sólo nos queda recordar que, a veces, los cristianos posteriores hemos corrido el riesgo de encerrar el Espíritu de Jesús dentro de las estructuras eclesiales (como si fuera sólo un don y poder de la jerarquía), o en formas carismáticas desligadas de la historia de la humanidad (en la lectura particular de la Biblia, en una vivencia individual o comunitaria de desbordamiento). Pues bien, quien haya seguido el argumento de estas páginas sabrá que el Espíritu de Jesús actúa de manera preferente a través de su acción liberadora, acogiendo, curando y ofreciendo espacio de vida compartida a los marginados del sistema. Es ahí donde se define y revela el sentido de la historia. Salamanca 13 de Marzo de 1998

34 Sobre el sentido «histórico» de los evangelios y especialmente de Mc, cf: grafía . R. A. BURRIDGE, What are the Gospels. A comparison with the graeco-roman biography, SNTS MS 70, Cambridge UP 1995; KELBER, W., Mark’s Story of Jesus, Fortress, Philadelphia 1979; MANICARDI, E., Il cammino de Gesù nel Vangelo di Marco (AnBib 96), Roma 1981; RHOADS, D. Y MICHIE, D., Mark as Story, Fortress, Philadelphia 1982.

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El Espíritu Santo en la conciencia de la primera Iglesia1 por Eugenio Romero Pose

Introducción Intentar presentar, desde los inicios de la literatura cristiana hasta las más avanzadas formulaciones teológico-dogmáticas de los siglos IV/V, cuanto los distintos frentes de pensamiento nos han transmitido sobre la expresión del Espíritu Santo no deja de ser una osadía. Equivale a mostrar los aspectos más nucleares de la esencia del cristianismo y de la teología cristiana. Es obvio que aquí señale sólo algunos aspectos con vistas al diálogo posterior. Renuncio a ofrecer un «status quaestionis» de la investigación moderna y de las principales aportaciones sobre el Espíritu Santo en la teología patrística, que coinciden, en parte, con las indagaciones cristológicas y exegéticas de la primera literatura cristiana. Podría ser un modo válido de afrontar el tema que me han propuesto, pero tengo para mí que interesaría a pocos y, por otra parte, sería necesario más tiempo del que ahora dispongo. Haré la exposición en dos partes: en la primera, de carácter histórico, trataré de aproximarme al ámbito religioso-cultural en el que nace y se va haciendo la primera teología del Espíritu Santo. Una pneumatología pluriforme que corresponde a las plurales tradiciones teológicas de los primeros siglos. Hacer ver cómo la revelación del Dios trinitario —y también la pneumatología— fue capaz de salir al paso, y responder, a las acuciantes y diversas preguntas de los cristianos de las distintas iglesias y geografías. Ya es un tópico el repetir, una vez más, que es en la primera teología cuando se dio la mayor pluriformidad teológica. 1 Es el texto de la conferencia pronunciada en la Facultad de Teología de Deusto (Bilbao) el 12 de frebrero de 1998.

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Dado que no es posible ofrecer el amplio espectro de las pneumatologías en la época patrística, la segunda parte de la exposición será de cariz más teológico. Escojo un autor y, siguiendo sus palabras, trataré de ofrecer la teología del Espíritu Santo latente en el conjunto sistemático de toda su obra. Ese autor es Ireneo de Lyón, representante de las más rica teología antignóstica. Espero que, al final, deduzcan el por qué de esta opción y elección. I. Parte El cristianismo es tal porque ha tomado conciencia de que el Dios revelado es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La teología primera no tuvo otro cometido que hacer ver, en los distintos contextos culturales que le ha tocado vivir, cómo se puede conciliar la unicidad de Dios con la afirmación de que Jesucristo y el Espíritu Santo son asimismo el Dios uno, y qué consecuencias tiene para el hombre el creer que el Espíritu Santo es Dios. Este convencimiento es lo que le concede a la teología cristiana el carácter más propio y singular. Sin este convencimiento no habría habido teología cristiana ni nos hubiera interesado la mayor parte de la literatura patrística llegada hasta nuestros días. Esta persuasión es el aspecto que distingue a la teología cristiana de las restantes teologías. Es sabido que desde los días en que se redactan los escritos neotestamentarios, y a lo largo de los tres primeros siglos de cristianismo, la ocupación teológica primaria fue la cristología, la persona de Jesucristo. Y en oblicuo, y paulatinamente, la pneumatología, el Espíritu Santo. Los intentos de explicación eran tan plurales como urgente era dar una respuesta —en lo que a la cristología y en la pneumatología se refiere— ante las más diversas teologías ambientales, en especial, la judía y las helénicas. También el judaísmo y el helenismo tenían su «pneumatología» y, en contraste con ellas, se erige el edificio de la pneumatología cristiana. Pero a la par y en el seno de la cristología/as, desde los primeros pasos testimoniados en la literatura cristiana, aparecen las sobrias, y a veces equívocas, afirmaciones pneumatológicas a la sombra de las indicaciones que la Escritura ofrecía sobre el Espíritu Santo, en las que resalta la relación entre el Espíritu y la inspiración bíblica, Espíritu y Jesús, Espíritu y comunidad cristiana. Espíritu/Palabra, Pneuma/Logos, Espíritu/Iglesia. La primera teología madura sobre el Espíritu Santo aparece propiamente en el siglo II se prolonga en el III y llega a su culmen en los © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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siglos IV y V. Es de subrayar que la pneumatología se elabora con hondura en plena controversia gnóstica. Aun más, es la teología de las principales escuelas gnósticas la que da los primeros pasos en orden a una vertebración teológica trinitaria, y por lo tanto, a las primeras especulaciones sobre el Espíritu. En otras palabras, la pneumatología se piensa en una grave tensión entre ortodoxia y heterodoxia, si bien la heterodoxia se adelantó a la ortodoxia. Muy pronto surgieron las primeras desviaciones sobre el Espíritu, de modo especial aquéllas que intentaron separar el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, de la creación. Un buen ejemplo es el montanismo y las conocidas tentaciones gnósticas, por no referir otras tentaciones y movimientos aparecidos en siglos posteriores. Toda crisis de la comunidad cristiana va acompañada de una controversia acerca de la comprensión del Espíritu Santo. Las diversas y distintas tradiciones teológicas de los siglos II y III que representaban a la Magna Iglesia —tradición asiática, alejandrina y africana—, en paralelo a la tradición gnóstica, trataron de acoger lo que la exégesis y la reflexión gnóstica aportaba, sobre todo por su entendimiento extremo con el lenguaje y los esquemas filosófico platónicos. Lucharon por distanciarse de las peligrosas especulaciones sobre Dios, sobre todo de las gnóstico-míticas, pero al mismo tiempo se esforzaron por hablar acerca de Dios y de alejarse del monoteísmo o monarquianismo judío al mismo tiempo que afirmaban la divinidad del Hijo y del Espíritu y se fijaban asimismo en la dimensión soteriológica, característica de toda la teología prenicena, y de modo especialísimo de la teología del Espíritu Santo. La Pneumatología se expone en función de la economía. Los escritos apostólicos, de fines del siglo I y de la primera mitad del siglo II tratan de avanzar acercando a la terminología griega las indicaciones bíblicas sobre el Espíritu. Se quiere ahondar en el ser y vida trinitarios sin rechazar pero tampoco sin dejarse cegar por los atractivos de las expresiones y concepciones presentes en la literatura platónica o pseudoplatónica. Las reflexiones sobre el Espíritu, al lado de la indiscutible presencia del Espíritu Santo en la Regla de la fe, aparece en todos los exegetas de las distintas Iglesias pero adquiere toda su fuerza, cual agua de riachuelos que desemboca en el magno océano de la teología de la segunda mitad de los siglos II y III. Me refiero concretamente a los grandes teólogos gnósticos, en los que la pneumatología es la explicación mítica de los pasajes bíblicos —en especial a Valentín y a los teólogos partidarios de la teología mítica y al corpus literario denominada literatura apostólica (Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Pseudobernabé, © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Didaché, Pastor de Hermas); y a los sistematizadores de la tradición cristiana que pusieron los cimientos para la evolución posterior. Entre los asiáticos: Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo Antioqueno, Ireneo, Hipólito; entre los alejandrinos: Clemente y Orígenes; y entre los africanos: Tertuliano, uno de los más importantes creadores del lenguaje trinitario. Si se prescinde de la teología de estos autores y de sus interpretaciones bíblicas no es posible entender en toda su hondura las formulaciones pneumatológicas del siglo IV. La teología del Espíritu Santo, desde sus orígenes al siglo III ha dado pie a uno de los lugares donde más se ha acercado el cristianismo a la filosofía helénica. Harto se ha discutido la relación cristianismo-filosofía; la utilización y significado del vocablo Pneuma (Espíritu) ha originado las opiniones más contrapuestas sobre el encuentro del cristianismo con el helenismo. A este propósito es de recordar lo escrito por Pablo Martín, quien teniendo en cuenta las tesis de Loofs, Gerlitz, Kretschmar, Harnack, etc. afirma una vez más que no es el helenismo (resp. la filosofía) decisivo en la afirmación de la fórmula triádica cristiana, y en particular la del Espíritu Santo. En los Padres Apostólicos no hay pruebas válidas de un influjo literario directo de la filosofía o de la mitología aun cuando se debe admitir un influjo en la reflexión teológica sobre estas fórmulas por parte de las especulaciones medioplatónicas. El origen del esquema triádico soteriológico se debe buscar en el seno de la tradición de la primera comunidad cristiana, y la reflexión cristiana encuentra elementos comunes con explicaciones cosmogónicas, filosófico-soteriológicas de la cultura helenista. Los primerísimos frentes del pensamiento cristiano están formados por las escuelas gnósticas que valientemente, osadamente, construyeron una teología del Espíritu Santo en la que se atreven, al filo de la exégesis, a describir —mediante un lenguaje mítico-matrimonial— la prehistoria y la historia del Espíritu masculino (P e H) y femenino (el Espíritu Santo personal). La pneumatología es la gran disciplina teológica de los gnósticos que afectaba a la filosofía, a la cristología, a la soteriología y a la antropología. Frente a las comunidades gnósticas heterodoxas, que se consideraban como las transmisoras del auténtico saber cristiano, emerge la teología de la Magna Iglesia, los ortodoxos, que «conscientes —escribe A. Orbe— de la oscura indefinible parádosis, afirman una y otra vez el origen del Espíritu Santo y rehúyen su inquisición». Y en el marco de la Gran Iglesia es menester descubrir la Pneumatología frente a las propuestas de la teología judía en la que el monarquianismo y la unicidad es innegociable y frente a las especulaciones de procedencia platónica © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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(gnosis). La Magna Iglesia va tomando conciencia y avanza en la teología del Espíritu de modo plural. Así la tradición asiática, alejandrina y africana; por no añadir otras posibles tradiciones dogmático-exegéticas. Inútil querer hablar de una sola teología sobre el Espíritu en la época patrística, especialmente la prenicena. Más que decir lo mismo buscaron sentir lo mismo. Los PP. Apostólicos y los Apologistas no se contentan con repetir fórmulas sino que logran pensar el por qué de la salvación que Dios nos ofrece y se insiste, sobre todo, en la dimensión salvífica del Espíritu Santo. Mucha es la diferencia de la teología sobre el Espíritu Santo en una y otra tradición, en uno y otro autor, aun cuando todas ellas se aferran a la confesión de la Regula fidei, sobre todo en la praxis litúrgica eucarística y bautismal. La tradición alejandrina (Clemente, Orígenes) representa la teología más cercana a la reflexión gnóstica tanto en la exégesis como en la pneumatología. Fue, por otra parte, la que ha significado más a lo largo de los siglos. En la secuela de los alejandrinos se sitúan los grandes Capadocios y, aunque con nuevos matices, la mayor parte de los occidentales. En cambio los asiáticos —los más cercanos a los círculos joanneos, a la cultura semítica— se niegan a especular sobre Dios en sí mismo independientemente de la historia de la creación y de la salvación. No le es dado a la creatura adentrarse en el misterio mismo sino únicamente decir una palabra sobre lo que se le ha revelado de Dios en la creación y en la historia. Los alejandrinos, por su parte, y también los africanos —más allegados a los paradigmas de la teología gnóstica, a los círculos culturales helénicos— se atreven a discurrir acerca del misterio en sí mismo, sobre la generación del Verbo y el dinamismo interno trinitario hasta el punto de correr el riesgo de erigir la razón en árbitro del misterio, a especular sobre Dios. Es apasionante el camino recorrido por el pensamiento sobre la pneumatología por la Iglesia desde sus orígenes hasta Nicea. Fue un itinerario en el que se hacían presentes las incertidumbres y las tentaciones a volver a posiciones arcaicas, entre otras razones, por la equivocidad del vocablo Pneuma, la inclinación a identificar al Espíritu con el Cristo superior, por las permanentes actitudes subordinacionistas y binitaristas y por las imprecisas concepciones cristológicas. Nos los resume con precisión A. Orbe, el más grande estudioso de la primera teología del Espíritu Santo: «En la teología prenicena, y aun postnicena, pocos temas hay tan oscuros como el de la procesión del Espíritu. La dificultad radica en las fuentes mismas de la revelación, nada explícitas sobre el © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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particular, y lo que es peor demasiado genéricas. Falta un término, un nombre personal. “Espíritu”, denominación muy vaga, más vale para significar, aun en Dios, la natura común que una denominada persona». Las ambigüedades del término (Spiritus) crea problemas a la exégesis. Junto a la imprecisión hay una vigorosa búsqueda de formulación, de conceptualización, un laborioso trabajo de orden semántico y teológico para expresar lo que desborda el concepto humano, lo que es la gran novedad en el N.T. De hecho, la abundante presencia del término y la acción del Espíritu Santo, fuertísimamente resaltada en cada página de los evangelistas, engloba toda la novedad del Testamento Nuevo. Y no menos apasionante es constatar que la evolución de la teología del Espíritu Santo corre paralela a las conquistas teológicas en el ámbito de la cristología. Cuanto más se ahonda y avanza en la cristología más espacio se concede a la Pneumatología. Nicea, después de la reflexión y exposición sobre el Espíritu Santo por parte de los más grandes pensadores de los siglos II y III, se redujo a afirmar: «Creemos en el Espíritu Santo». El Niceno contempló más deshelenizar que tomar partido por las plurales posiciones teológicas. Sorprende muy positivamente la lacónica afirmación del concilio del año 325. La conciencia de la Iglesia se ceñía más a una confesión que a las necesarias, múltiples y complejas exposiciones teológicas. La conciencia de la Iglesia gravitaba más sobre la celebración, herencia de un acontecimiento, que sobre la comprensión sistemática del mismo, compresión que no dejaba de ser buscada, pero que no agotaba la transmisión de la afirmación apostólica. Nicea, atento al debate cristológico, dejó abierto el segundo período de la teología sobre el Espíritu Santo, el tiempo en el que se abre la disputa sobre el Espíritu Santo, especialmente contra Macedonio y Eunomio, que culmina con la definición de Constantinopla (381) en el que se define la personalidad del Espíritu Santo. A los prenicenos alejandrinos preocupaba la procesión del Espíritu, a los postnicenos el dilucidar la personalidad del mismo. Nombres como Atanasio, Basilio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nazianceno, Hilario y Agustín y otros nombres con no menos participación y peso en la polémica —Mario Victorino, Novaciano, Dionisio de Roma y de Alejandría, etc.— ocupan un largo capítulo de la reflexión dogmática sobre el Espíritu Santo. La teología del Espíritu Santo en los siglos IV y V constituye el culmen de la reflexión cristológica y es, asimismo, el referente de la esencia del cristianismo. En efecto, en este tiempo se prolonga la teología del Espíritu Santo siguiendo las huellas de la anterior reflexión cristológica. Oriente y Occidente no participan al unísono en la explanación penumatológica y el © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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influjo en la teología griega le correspondería a los Capadocios, mientras que en la teología latina sería a S. Agustín, presente en Occidente hasta la disputa del Filioque, expresión hispánica —probablemente antipriscilianista— que señala la distancia de ambas tradiciones. Muestra de que la controversia pneumatológica aparece en el corazón de todas las controversias eclesiales y teológicas. Es imposible, en el marco de esta exposición, diseñar la evolución de la teología del Espíritu Santo a lo largo de cuatro siglos. Pero no está de más el observar, a modo de síntesis, primero: que lo que es alma de la Iglesia es lo que con más dificultad se toma conciencia. Es en la teología del Espíritu Santo donde se hace más asequible, y con más fuerza, que el Dios silencioso y escondido recibe el nombre de Espíritu Santo. Segundo: desde los escritos primeros la pneumatología presenta un denominador común: el Espíritu es Dios que se comunica. He aquí la raíz de la indestructible conexión a la cristología. Todavía más la cristología es la parte más eminente de la pneumatología. Esta es el lugar donde se encuentra la filosofía con la teología, de la filosofía con la religión; o si queremos, el punto de encuentro de la inmanencia con la transcendencia. En palabras de Atanasio: Dios se hace sarkoforo para que el hombre sea pneumatoforo. Ante la imposibilidad de apuntar las líneas de fuerza de la teología/exégesis gnóstica, alejandrina y africana, tanto tertulianea como agustiniana. Y al no poder aludir a los muchos e importantes autores, me ciño a la más desconocida, y a la que no tuvo tanto éxito en los siglos posteriores, a saber, a la teología asiática (asiata) y más en concreto a un nombre: S. Ireneo. Estoy firmemente convencido que es una tradición con capacidad para revitalizar la cristología (resp. pneumatología) y la exégesis. II. Segunda parte Ireneo, catequizado en Esmirna y posteriormente obispo de Lyón, siguiendo tradiciones denunciadas en S. Justino, hace caer gran parte del peso de la teología del Espíritu en la unción de Cristo. Para la tradición ireneana no cabe hablar de Dios si no es a partir de la historia de la salvación. Unción del Verbo y creación (el Génesis) El Verbo —«esto es el Hijo, estaba siempre con el Padre. Y también la Sabiduría, esto es el Espíritu, estaba delante (del Padre) antes de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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toda la creación» (AH IV,20,3)— es ungido por el Padre, es cristificado, para que la creación participe de la unción paterna, y para que ésta (el Espíritu) lleve dinámicamente al cosmos a su plenitud, a la salvación. «...Es uno solo el Espíritu de Dios que todo lo dispone» (AH IV,36,7).

Por la Unción cósmica el Verbo es el mediador universal entre el Padre y la creación. La unción del Verbo, el Espíritu que consolida lo creado, manifiesta que el Padre crea para ungir y unge para salvar. El Espíritu —Unción— es la revelación de que la creación y la salvación se abrazan; el Espíritu mira a la salvación de la creación. Ireneo acerca tanto a Dios a la creación —frente a las posiciones gnósticas— que la acción de Dios Padre, Hijo y Espíritu manifiesta su presencia; y que la creación es el primer acto de salvación. Hablar de Espíritu es seguir paso a paso la historia de la creación, desde el inicio hasta su culminación. «En efecto —escribe Ireneo— siempre le asisten el Verbo y la Sabiduría, el Hijo y el Espíritu. Por su medio y en su virtud hizo libre y espontáneamente todas las cosas» (AH IV,20,1). «Pues para todo le asiste su prole y ornato, a saber, el Hijo y el Espíritu, el Verbo y la Sabiduría» (AH IV,7,4).

«A imagen y semejanza»: La teología de las Manos de Dios Pero la creación por antonomasia —la gran obra de Dios es la plasmación del hombre (Opera Dei plasmatio hominis). En ella es donde refulge que todo fue creado para el hombre; que la criatura es por puro don, aunque no lo sepa; es la imagen de Dios llamada a recibir la semejanza de su Creador; es icono fruto de la acción, plastheis, de las Manos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que a lo largo de la historia van haciéndole (creándole y salvándole) hasta su madurez (escatología). «...el Padre... otorga el Espíritu a todos los seres...: a unos, por creación, el (Espíritu) de la creación, que es hechura...» (AH V,18,2). «No nos hicieron por tanto ni nos modelaron los ángeles —pues tampoco podían los ángeles hacer la imagen de Dios (cf. Gen 1,26)— ni otro alguno fuera del Verbo de Dios... Porque Dios no necesitaba de ellos para hacer lo que en su interior había predifinido llevar a cabo, como si le faltaran manos» (AH IV,20,1).

Aceptar la acción de las Manos del Padre, contemplar al Hijo y al Espíritu Santo, es acoger la originalidad de la antropología cristiana. En © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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efecto, el hombre —todo Adán— es imagen de la verdadera imagen de Dios que es Jesucristo. El Verbo encarnado es el paradigma del primer Adán y a la luz de éste se crea a aquél. El Espíritu artífice del hombre hará que podamos ver al Dios invisible en la visibilidad de su Imagen, que es Cristo, y alcanzar el que esta imagen de la Imagen, el hombre, llegue a ser semejante al Creador. «Mediante las manos del Padre —el Hijo y el Espíritu— hácese en efecto el hombre, no una parte del hombre, a semejanza de Dios» (AH V,6,1-2).

El Espíritu nos remite a la creación y salvación, nos refiere a lo que es el dinamismo de Dios para que la mediación creadora del Verbo alcance su plenitud con la divinización llevada a cabo por el Espíritu. El Espíritu es la unción cósmica con miras a la unción de la humanidad. «Sería el colmo de la blasfemia afirmar que el templo de Dios (todo el hombre), habitáculo del Espíritu del Padre, y los miembros de Cristo no participan en la salud, y acaban, al contrario, en la perdición» (AH V,6,1-2).

Dios Padre Creador por medio de su Imagen, su Hijo, en el Espíritu impone dignificar y rescatar la verdad divina de las realidades creadas, en especial la realidad humana, la cual emprendió su caminar a lo largo de la historia —vocablo inseparable del término creación—, escenario en el que se manifiesta la eficacia del Espíritu, pues es el Espíritu, quien da el incremento al hombre recién creado para que desde la infancia llegue a la madurez, desde la imperfección a la perfección, desde la mortalidad a la inmortalidad. «Y por eso, en todo este tiempo, el hombre modelado al principio por las manos de Dios —esto es, el Hijo y el Espíritu— es hecho a imagen y semejanza de Dios» (AH V,28,4). «¿Qué hará toda la gracia del Espíritu, dada a los hombres por Dios? Nos hará semejantes a él y llevará a cabo el beneplácito del Padre, como quien modela al hombre a imagen y semejanza de Dios» (AH V,8,1).

El fin del hombre es que alcance ser semejante al Creador, no es una creación acabada sino en un permanente hacer, y quien le conduce al hombre a la similitud divina es el Espíritu. En otras palabras, el Espíritu al hombre va haciéndole Dios —Deus facit homo autem fit— hasta el punto que el Espíritu Santo realice en la carne de todo hombre lo que hizo posible en la carne del Nazareno. El Espíritu Santo es el gran defensor de la carne pues unido a ella hará que ésta sea transformada, llegue a su meta.

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Jesucristo, el ungido (Christós), es la imagen de Dios que se manifiesta en cada hombre, y a cada hombre o imagen de la Imagen (de Cristo) el Espíritu le acompañará hasta que llegue a la plenitud, a la asemejación con Dios. «Pues Dios plantó la viña del linaje humano mediante la plasmación de Adán y la elección de los patriarcas; se la entregó empero a los colonos mediante la Ley de Moisés; la rodeó con un seto, esto es, cercó el campo que habían de cultivar y construyó una torre, (esto es) eligió a Jerusalén; y cavó un lagar, (esto es) dispuso el receptáculo del Espíritu profético» (AH IV,36,2). La finalidad de la creación del hombre es que el hombre llegue a tener lo que el Creador tiene. Dios va acostumbrando, habituando a los hombres a llevar su Espíritu para que el hombre llegue a tener las costumbres de Dios. El Espíritu hace que los hombres «acostumbrados a Dios» puedan contemplar la Encarnación y esperarla. Pues en la Encarnación —abrazo de carne y Espíritu— el hombre puede contemplar en carne quién es él y quién es Dios. «Así pues, los hombres contemplarán a Dios para vivir, hechos inmortales mediante la visión y llegados hasta Dios...» (AH, IV,20,6). «Pues el hombre mediante el beneplácito del Espíritu había de contemplar a Dios» (AH IV,20,8). «Porque los portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, esto es, al Hijo que es quien los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les regala la incorruptibilidad. Sin el Espíritu Santo es pues imposible ver el Verbo de Dios y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, porque el Hijo es el conocimiento del Padre y el conocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espíritu Santo. Pero el Hijo, según la bondad del Padre, dispensa como ministro al Espíritu Santo a quien quiere y como el Padre quiere» (Epideixis 7).

El Espíritu profético Todas las intervenciones de Dios en la historia de la salvación preparaban y miraban a la venida en carne de su Hijo. Esta preparación, anuncio, es obra del Espíritu. «Un solo y mismo Espíritu anunció por los profetas cuál sería y dónde tendría lugar la venida del Señor» (AH III,18,3). «... pues no es el hombre quien profiere las profecías, sino el Espíritu de Dios, el cual... hablaba en los profetas y discurría ora en nombre de Cristo ora en el del Padre» (Epid. 49). «Así pues, el Espíritu muestra al Verbo; a su vez los profetas anunciaron al Hijo de Dios; más el Verbo lleva consigo el Espíritu, y © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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así es El mismo quien comunica a los profetas el mensaje y eleva al hombre hasta el Padre» (Epid. 5).

El Espíritu que anuncia que el hombre vería a Dios —inconcebible para el saber humano— es el Espíritu profético. Lo propio del Espíritu, el dinamismo de Dios en la historia, es orientar a los hombres hacia el Hijo en carne pero no podía hacer que el hombre fuese hijo en verdad pues se necesitaba la mediación de la carne para que el hombre fuese de verdad hijo y el Espíritu ya no fuese profético sino de filiación. El Espíritu profético anunciaba que el Hijo de Dios se haría hombre para que los hijos de los hombres se hiciesen hijos de Dios. «...como heraldos de la revelación de nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, anunciaban que de la estirpe de David había de florecer su cuerpo...» (Epid. 30).

Mas la novedad del Espíritu se manifiesta con el Testamento Nuevo, el que nos trae la novedad del Espíritu que innueva y vivifica al hombre: «Sabed que trajo toda la novedad, con presentarse tal como había sido anunciado...» (AH IV,34,1). «(El Espíritu) que al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios» (Epideixis 6).

El Espíritu en la carne El Espíritu en la creación, en la plasmación del hombre, en la historia de la salvación, era Espíritu profético, pero era menester la Encarnación para constatar la gran novedad, novedad que aporta el Espíritu: la presencia y la eficacia de Dios en la carne. El Espíritu se desvela y revela en la carne, pues en carne somos hechos hijos de Dios. «Así pues, el Espíritu Santo descendió por la “economía”...; y el Unigénito Hijo de Dios, que es también el Verbo del Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos se encarnó en el hombre en favor del hombre y llevó a plenitud toda la “economía” humana: Jesucristo nuestro Señor, uno solo y el mismo, como el mismo Señor testimonia, los apóstoles confiesan y los profetas proclaman» (AH III17,4). «... Fruto empero del Espíritu operante es la salvación de la carne. ¿Qué otro fruto visible ofrece el Espíritu invisible, sino llevar la carne a madurez y hacerla capaz de incorrupción? (AH V,12,4).

La Encarnación —este era el designio de Dios cuando crea al hombre— manifiesta el proceso por el que el Espíritu ha de apropiarse, paulatinamente, de la carne de Jesús hasta alcanzar la unidad perfecta © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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—carne/Espíritu— en la resurrección. Este proceso hacia la realización es obra del Espíritu Santo, el que conduce dinámicamente la carne y su historia hasta su glorificación. El Verbo encarnado, la carne de Dios, levanta la carne —al hombre— hasta Dios. Dios se hace creación para que el hombre se salve mediante la creación, mediante la carne de Jesús. La creación, la carne, es el lugar concretísimo de la actuación del Espíritu. Este actúa dinámicamente en la carne, para cristificarla, desde el primer momento de la encarnación. El Espíritu lleva a su destino, a su meta, a la carne. «No basta la mediación del Verbo, escribe A. Orbe, en su naturaleza y persona divina, para deificar al hombre. Se requiere la del Verbo hecho hombre, para levantar por camino inverso el hombre a Dios. Ni el hombre es capaz de subir al Padre Dios sin el Hijo Dios. Ni Dios Padre darse a conocer al hombre, sin su Hijo hombre». «Porque si no hubiera de salvarse la carne, en modo alguno se hubiera encarnado el Verbo de Dios» (AH V,14,1). «... el cual después de haber tomado la carne y después de haber sido ungido por el Padre en el Espíritu llega a ser Jesucristo... Así pues, el Verbo de Dios era hombre... El Espíritu de Dios reposaba sobre Aquél que por medio de los profetas había prometido ungirlo, para que nosotros, participando de la abundancia de la unción, fuésemos salvados» (AH III,9,3).

La carne, la cristología, es el referente privilegiado para la pneumatología, para la acción del Espíritu. De ahí que hay que recorrer el camino de la carne de Dios, de la Encarnación del Verbo, para desvelar más que la persona del Espíritu su acción y desde ahí su ser personal. Acercarse a la obra del Espíritu en la carne de Cristo. Ireneo no tiene miedo a los adopcionismos de naturaleza. Por ello, lo que el Espíritu hace en la carne de Jesucristo es para que entreveamos lo que hará en la nuestra. El Espíritu hace que la carne de Jesús se haga salvación de nuestra carne. El Jordán: la Unción de la carne Ireneo resalta, con la teología patrística prenicena, el bautismo. La pneumatología encuentra en la escena del Jordán su declaración más patente. La exégesis del Jordán es la referencia para la teología del Espíritu. En el bautismo del Jordán es Ungida la carne del hombre Nazareno con el Espíritu Santo. Esta unción ha lugar en el Jordán y no en Nazaret ni en Belén. En el acontecimiento del Jordán no cambia la persona que unge, el Padre, no cambia la persona ungida, el Verbo, ni la © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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propia unción, el Espíritu. Lo que muda es la naturaleza ungida, el hombre, y la humanidad, la Iglesia, a la que se ordena la unción. «En el nombre de Cristo se entiende a Aquel que unge, Aquel que fue ungido y la Unción misma con que fue ungido. El que unge es el Padre y el Hijo es ungido, en el Espíritu, que es la Unción. ...indicándonos al Padre que unge, al Hijo que fue ungido la Unción, que es el Espíritu» (AH III,18,3).

La unción cósmica se torna en unción antropológica. El Jordán, la unción del Espíritu, es el acto inicial de la nueva nueva y definitiva, la Iglesia. El Espíritu creador y vivificador, el que junto al Hijo, cual Mano del Padre, había estado presente desde la creación actuando la salvación y conduciendo a los hombres, profetas y justos, a que se abriesen al acontecimiento de la encarnación, ahora en el Jordán se adentra, se posa y descansa en la carne de Jesús y se habitúa así a vivir en la carne humana. «Juan Bautista, el precursor, cuando preparaba y disponía al pueblo a recibir el Verbo de la vida, hizo saber que éste era el Cristo sobre quien el Espíritu de Dios había descansado unido con su carne» (Epid. 41).

Esta Unción, el Espíritu, habilita a Jesús para su nueva misión mesiánica y sanadora. No hay misión sin Espíritu ni Espíritu sin Jordán. Ni hay misión sin dimensión y presencia pública. El Espíritu del Jordán hace que el hombre privado de Nazaret se convierta en el hombre público y «entregado» para a todos anunciar la Buena Nueva. Es ungido en el Jordán, constituido Salvador, para que pueda ungir a los demás. La salvación nos viene de lo que ha acontecido en la carne de Jesús en el Jordán. Dios se hace costumbre de la carne en la carne del Nazareno por medio del Espíritu. El Espíritu es habituarse Dios a nosotros para que nosotros recibamos la costumbre de Dios. Jesús personalmente no necesita la Unción, el Espíritu, pero la recibe para nosotros. «Precisamente para esto descendió (el Espíritu) también sobre el Hijo de Dios, hecho hijo del hombre. Con él se habituaba a habitar en el género humano y a reposar sobre los hombres y a habitar en la creatura de Dios; realizaba en ellos la voluntad de Dios y los renovaba haciéndolos pasar de la vejez a la novedad de Cristo» (AH III,17,1).

El Jordán es la novedad del Testamento Nuevo. El Espíritu habilita —en la Unción— la carne de Jesús para los actos mesiánicos. Por el Espíritu Jesús es cristificado en su naturaleza humana en favor de la Iglesia. © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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En los inicios de la creación el Creador miraba a la encarnación. Y en el Jordán la mirada se proyectaba hacia el futuro: que el Espíritu poco a poco se iría posesionándose de la carne de Jesús hasta hacerlo en la carne perfecto Hijo de Dios. El Espíritu en la vida pública del Nazareno va empujando la carne humana, su existencia en la historia, a modo de despliegue del bautismo en el Jordán. Cada acto de Jesús es revelación de la acción del Espíritu en su carne y anticipación de la pasión y resurrección. El Tabor: en el camino hacia la meta (resurrección) El Tabor, la escena de la Transfiguración, es un hito importante en el camino de Jesús hacia la entrega total. Es escena donde se manifiesta con luminosidad el Espíritu del Jordán. Jordán y Tabor son inicio y camino de la meta: la resurrección. La Unción, el Espíritu, en el ungido, la carne de Jesús, tiene su momento escatológico más denso en la resurrección, momento esperado por Dios, abrazo definitivo del Espíritu a la carne, del Creador a la creatura. Por el Espíritu hay creación del mundo y del hombre, sabemos lo que ésta significa en la encarnación. La encarnación llega a su plenitud con la resurrección, momento en que el Espíritu se adueña totalmente de la carne: confiriéndole la cualidad de Dios, la carne es constituida en instrumento teofánico. La carne de Jesús es divinizada por querer de Dios y por obra del Espíritu. La resurrección es el destino que Dios quiere para la humanidad, y esta meta es obra del Espíritu. Si podemos hablar de unción por el Espíritu en el Jordán y éste como anuncio de lo que sería el hombre, en la resurrección ya podemos tocar lo que el Espíritu hace posible en la carne histórica; la resurrección es el momento cumbre del Espíritu. Resurrección en unción creadora sobre la carne muerta. El Espíritu actúa sobre la historia vivida y entregada y allí donde hay nada, fragilidad suprema, es donde la unción se produce en plenitud. La resurrección no es desencarnación ni reencarnación sino glorificación. Pentecostés prolonga en la Iglesia y en la historia el misterio de la unción La carne de Jesús sellada definitivamente por el Espíritu hace posible comunicarlo a los hombres. Pentecostés es la Iglesia, cuerpo de © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Cristo, ungida por el Espíritu. Pentecostés prolonga en la Iglesia y en la historia el misterio de la unción del Jordán, del Tabor y de la Resurrección. La cristología del Espíritu se prolonga en la eclesiología. «Este Espíritu después lo donó a la Iglesia enviando desde el cielo al Paráclito sobre toda la tierra...» (AH III,17,3). «El Verbo (dispuso) el nuevo camino de la piedad y de la justicia, e hizo brotar ríos en abundancia, diseminando el Espíritu Santo sobre la tierra, según había prometido mediante los profetas, que extendería al fin (en los últimos tiempos) el Espíritu sobre la faz de la tierra» (Epid. 89).

Se prolonga en la cristología vivificando: «Se manifestaba asimismo el suave y pacífico descanso de su reino; pues el vendaval que rompe los montes y al terremoto y al fuego siguen los tranquilos y pacíficos tiempos de su reino, en los que el Espíritu de Dios, con todo sosiego, vivifica e incrementa al hombre» (AH IV,20,10).

De la misma manera que a Adán le fue confiado el soplo de la vida, a la Iglesia se le ha confiado el Espíritu. En Pentecostés el grupo encerrado en el Cenáculo se hace grupo abierto, público, cuerpo. El envío y misión es comunitario y público. «A la Iglesia, en efecto, fue confiado el Don de Dios, como el soplo a la criatura plasmada, a fin de que todos los miembros sean vivificados mediante su participación; en ella (Iglesia) fue depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arra de incorrupción, confirmación de nuestra fe y escala de nuestro ascenso a Dios» (AH III,24,1).

En Pentecostés refulge la empatía del Espíritu de Dios con la carne humilde y sencilla, continuadores de la carne ungida de Jesús. El Espíritu es el aliado de los sencillos y de los simples. «...para dar a entender que Cristo constituiría hijos de Dios, de libres y de esclavos, según la carne otorgando de modo parecido a todos el don del Espíritu que nos vivifica» (AH IV,21,3).

En palabras de Paciano: «Cristo vino para salvar la carne, no la abandonó al poder de la muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya... Estas son las bodas del Señor por las que se unió a la naturaleza humana... De estas bodas nace el pueblo cristiano, al descender del cielo el Espíritu Santo» (S. Paciano). © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Y el único que llena de certeza y da el conocimiento perfecto: «... gracias al descendimiento del Espíritu Santo, entonces se llenaron de certeza sobre todas las cosas y alcanzaron el conocimiento perfecto...» (AH III,1,1).

El Espíritu de vida nos protege con sus alas y «es columna y cimiento de la Iglesia» (AH III,11,8). La iniciativa de la unción es siempre de Dios. La Iglesia es el milagro de la unción de la carne por el Espíritu Santo, es el milagro de la carne transformada esperanza de la transformación de toda carne. Iglesia son «los que conocen la misma donación del Espíritu... y esperan la misma salud de todo el hombre» (AH V,20,1).

Y en la Epideixis: «... el óleo de la unción es el Espíritu Santo con el que es ungido, y sus compañeros son los profetas, los justos, los apóstoles y todos los que participan del reino, es decir, sus discípulos» (Epid. 47).

El Espíritu Santo dado a la Iglesia es el Pedagogo que acompaña el proceso de incorporación (bautismo) y maduración hasta llegar a la plenitud (resurrección). «Al presente recibimos de su Espíritu una partecilla que nos disponga y prepare a la incorrupción, habituándonos poco a poco a captar y sostener la vista de Dios» (AH V,8,1). «De hecho la resurrección de los creyentes es también obra de este Espíritu cuando el cuerpo acoge nuevamente el alma, y a una con ella resucita por la fuerza del Espíritu Santo y es introducida en el reino de Dios» (Epid. 42).

Y es, asimismo, el que inicia la Misión y se muestra sobre todo en la epíclesis eucarística. Creación, bautismo y eucaristía reflejan perfectamente la acción del Espíritu en la humanidad. «(en la eucaristía) le ofrendamos lo que le pertenece enseñando de manera congruente la comunión y unidad de la Carne y del Espíritu. Pues así como el pan venido de la tierra, en recibiendo la invocación de Dios, ya no es pan común, sino Eucaristía y consta de dos cosas, terrena y celeste, así también nuestros cuerpos, al participar de la Eucaristía, ya no son corruptibles, con la esperanza de la resurrección» (AH IV,18,5). © Universidad de Deusto - ISBN 978-84-9830-920-1

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Y termino: «... por encima de todos el Padre, y El es cabeza de Cristo; a través de todos el Verbo, y él es cabeza de la Iglesia; y en todos nosotros el Espíritu, y él es el agua viva que da el Señor a quienes creen rectamente en él y le aman y profesan un solo Padre, que está por encima de todos y a través de todos y en todos nosotros» (AH V,18,2).

Y en la Epidexis: «El Espíritu Santo por cuyo poder los profetas han profetizado y los padres han sido instruidos en lo que concierne a Dios, y los justos han sido guiados por el camino de la justicia, y que al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios» (Epid. 6).

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