Antonio Gamoneda - El Libro de Los Venenos (1998, Siruela)

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A ntonio Gamoneda

SIRUELA/BOLSILLO

LIBRO DE LOS VENENOS

LIBRO DE LOS VENENOS Corrupción y fábula del Libro Sexto de Pedacio Dioscórides y Andrés de Laguna, acerca de los venenos mortíferos y de las fieras que arrojan de sí ponzoña

ANTONIO GAMONEDA

E d i c i o n e s Siruel a

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación pu ed e ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea e léctrico, quím ico, m ecán ico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin perm iso previo del editor. Esta obra ha sido publicada con la Ayuda de la D irección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, del Ministerio de Cultura. En sobrecubierta: Hirudines. D io sc ó rid e s de Andrés de Laguna, e d ición de Amberes (1555). Biblioteca N acional de Madrid Diseño gráfico: G. Gauger & J. Siruela 1." ed. en «La Biblioteca Sumergida», 1995 © A ntonio Gamoneda, 1995 © Ediciones Siruela, S. A., 1995, 1997 Plaza de Manuel Becerra, 15. «El Pabellón» 28028 Madrid. Tels.: 355 57 20 / 355 22 02 Telefax: 355 22 01 Printed and made in Spain

INDICE

N oticia Nota a la ed ición

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LIBRO DE LOS VENENOS Prefacio De las cantáridas De las orugas del pino De los buprestes De la salamandra D el ephém ero D el dorycnio Del acónito De la m iel heracleótica D el culantro D el psilio De la cicuta

21 53 57 58 59 61 64 65 68 68 69 71

Del tejo Del licor del cárpaso De la yerba sardonia Del hyoscyam o, llam ado en Castilla beleño De la mandrágora Del licor del papáver o adorm idera, llam ado m econio y opio Del phárico Del tóxico De la ixia De la cerusa De los hongos Del yeso De la sangre y de algunos hum ores y m iem bros De la leche que tiene m ezcla de cuajo Del lithargirio Del azogue De la cal, de la sandaraca y del oropim ente De la liebre marina De la rana llamada rubeta y de la de las lagunas De las sanguijuelas Del eléboro y de algunas cosas que se dan para cobrar salud De cosas que cuotidianam ente sirven al uso 8

73 74 75 77 80 83 86 88 92 94 96 104 105 111 113 116 120 122 123 127 131 135

De las fieras que arrojan de sí veneno y de ciertas causas De las señales del perro rabioso y de los m ordidos De los rem edios contra las m ordeduras de los perros rabiosos Del regim iento conveniente a los m ordidos de algún perro rabioso De los phalangios De la escolopendra Del alacrán De la pastinaca marina Del m usgaño o musaraña De la víbora De la am phisbena Del dryno D el hem orroo y de la dipsada D el hydro Del cencro D el ceraste D el áspid D el basilisco De la cura com ún a las heridas de las fieras que arrojan de síponzoña Fin

135 142 147 151 155 158 159 162 164 166 171 172 174 178 181 184 186 195 199 211

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Noticia

El lector de este Libro de los venenos tendrá que decidir por sí mismo la especie de la obra que tiene en sus manos. Puede resolver que consiste en un tratado científico enraizado en la antigüedad, acrecentado en tiempos renacentistas y nuevamen­ te desarrollado en nuestros días con noticias relativas a virtudes, saludables o mortales, generadas por seres y materias de los tres reinos: probablemente no se habrá equivocado. Puede, de otra manera, sentir el cuerpo de un texto narrativo, más alguna divagación medianamente lírica, sobre los efectos de un reper­ torio de venenos, o lo que es igual, la pasión química, la com­ postura y los movimientos del ánimo de los envenenados, en­ tendiendo que las ocurrencias tienen que ver con la crueldad de Mitrídates Eupátor, rey del Ponto (132 a 63 a. d ej. C.), y con la diligencia, fría hasta en el amor, de Kratevas, médico y botá­ nico en la servidumbre científica de Mitrídates, personajes am­ bos de probada, aunque nebulosa, existencia histórica. Enten­ dido de esta manera el discurso, también podría leerse, sin grandes posibilidades de error y a causa de su inclinación na­ rrativa, como una disforme novela cuyos protagonistas (además de los sanadores y los enfermos, de los envenenadores y los en­ venenados) serían las plantas mortales y las salutíferas, las bes11

tías de la ponzoña, los miembros, los órganos, los humores, las substancias... Yo no puedo resolver por cuenta del afectuoso lector: es­ toy perfectamente instalado en la confusión, no me interesa poco ni mucho la clasificación en géneros de la escritura y lo único que he logrado distinguir (y gozar) como razón de mi trabajo es la energía poética del lenguaje (la de Dioscórides, la de Laguna y, con mayores esfuerzos, la mía propia), de modo que, convencido de que los llamados géneros no son otra co­ sa que poesía diversamente preparada, me retiro del problema. No ocultaré, sin embargo, la declaración de las fuentes y los extravíos concertados hasta ultimar el presente literal del Libro de los venenos, título que, como puede comprobarse en la interior portada, puede aparecer también en forma más proli­ ja y parecida a la de su origen, acompañado por una expresión cautelar que advierte lapidariamente: «Corrupción y fábula». La ciencia de Dioscórides y Laguna oculta y manifiesta a la vez una fabulosa materia literaria; fabulosa por su belleza y por sus mentiras. Pues bien, tengo que declarar «corrup­ ción» porque yo he desviado la lengua de Laguna al profun­ dizar en su rhythmica; tengo que declarar «fábula» porque la ciencia empírica y el galenismo están (al día de hoy, quiero decir) en su natural destino, que es la poesía; y también por­ que yo he hecho obra de ficción inm oderada al pensar los ve­ nenos en los cuerpos y los espíritus. Pero he prometido declarar las fuentes además de los extravíos. Dioscórides (Anazarba, Cilicia, cerca de Tarso, siglo I), recogiendo conocimientos en su coetáneo Plinio y en su ante­ cesor Kratevas (autor éste de un Léxico botánico, de un Tratado de los simples y de otros escritos cuya existencia defiendo), or­ 12

denó uno que hoy sería compendio farmacológico; el códice constaba de cinco «libros», según los hermeneutas rigurosos, con lo cual empieza ya el misterio del libro sexto, que es el de la completa doctrina Sbbre los venenos y el asunto que aquí in­ teresa. En la Edad Media, el códice de Dioscórides se copió y tradujo al latín y al árabe en numerosas ocasiones, y esto fue causa de quebrantos y mixturas en su letra. Más fiables pare­ cen las versiones renacentistas, abundantes las grecolatinas y, más tarde, las italianas, alemanas, francesas y castellanas. El conciliador en nuestra lengua fue Andrés de Laguna, segoviano, hijo de converso, traductor de Galeno y médico de papas, a pesar de algunos ribetes erasmistas que le encuentra Marcel Bataillon, quien le tiene también por autor del Viaje de Turquía. Por lo que concierne a la versión de Laguna, las copiosas ano­ taciones que añade están enriquecidas por su cumplida con­ dición de humanista (traductor numeroso de Aristóteles y Ga­ leno), pero a mí, dicho sea a pecho abierto, poco se me da de estas sabidurías del segoviano, que me tiene cogido y hasta ce­ gado por la soberanía de las palabras, con lo que, pidiendo ser perdonado, digo que no me importa otra verdad o mentira que el resplandor de la obra en dichas palabras, y que a éste sirvo sin miramientos, de modo que entro en cirugía lingüís­ tica cuando me parece que Laguna se pone enfadoso, y, cuan­ do estoy yo en turno, vuelvo del revés, si falta hace, al mismí­ simo Hipócrates, y esto sólo por no desbaratar la que me parece proporción íntima del discurso. También debo confe­ sar que, por las que consideré necesidades actuales de com­ posición, hay merma del arcaísmo en la interpretación que ha­ go del castellano. El Dioscórides de Andrés de Laguna se imprimió inicial­ mente en Amberes (1555), y, después de su muerte, en Sala­ manca. Siguen, ya en el siglo XVII, otras ediciones en Valencia y 13

Madrid. Importa, pienso yo, el título completo de la obra, que, letra por letra, es así: «PEDACIO DIOSCORIDES ANAZARBEO, ACERCA DE LA MATERIA MEDICINAL, Y DE LOS VENENOS MORTIFEROS, TRADUZIDO DE LENGUA GRIEGA, EN LA VULGAR CASTELLANA, E II LUSTRADO CON CLARAS Y SUBSTANTIALES ANNOTATIONES, Y CON LAS FIGURAS DE INNUMERAS PLANTAS EXQUISITAS Y RARAS, POR EL DOCTOR ANDRES DE LAGUNA MEDICO DE IULIO III: PONT. MAX.». A su vez, el Libro de los venenos reza de la siguiente mane­ ra: «LIBRO SEXTO DE PEDACIO DIOSCORIDES ANAZAR­ BEO, ACERCA DE LOS VENENOS MORTIFEROS, Y DE LAS FIERAS QUE ARROJAN DE SI PONCOÑA, TRADUZIDO DE LA LENGUA GRIEGA EN LA VULGAR CASTELLANA, E ILLUSTRADO CON SUCCINTAS ANNOTATIONES, POR EL DOCTOR ANDRES DE LAGUNA, MEDICO DE IULIO III. PONT. MAX.». Por lo que a mí concierne, despreciando prejuicios aún vigentes sobre la originalidad y la autoría de las obras litera­ rias, he entrado en el texto con crueldad de enamorado, com­ pletando su doctrina como mejor he sabido, ayudándome la mayor parte de las veces de los propios Dioscórides y Laguna, hurtándoles ciencia de todos los restantes cinco libros, y, tam­ bién, que la tarea fue larga, con tratados o citas de enésima mano, procedentes de más autores de los que soy capaz de ma­ nejar con algún método. Unos se me dieron en solemnísimos volúmenes, otros en capítulos o fragmentos traídos a cuento por segundones que no hacen al caso. Por puro vicio (hay nombres que son como frutos en la boca), voy a escribir aquí todos los autores principales que re­ cuerde. Lo hago sin orden ni concierto. Así: Plinio (el prime­ ro entre sus iguales), Hipócrates (inolvidable cuando habla de la «enfermedad sagrada»), Nicandro (cuyos poemas Teriaca y 14

Alexifármaca me proporcionaron ánimo transgresor), Galeno (que trata precisamente de los antídotos), Teofrasto (muy aprovechable en relación con las plantas), Aristóteles (prodi­ gioso sobre la vida, la sensación, la respiración, la muerte, la generación y la corrupción), Plutarco (que cuenta de Mitrídates), Asclepíades (que entendía del pulso) y el majestuoso Vir­ gilio. De la parte oriental, Avicena y el anónimo hispano-árabe Umadt-al-Tabib; medievales, las Etimologías, de Isidoro, y el La­ pidario de Alfonso X, más algún retal de Bernardo Gordonio y el poético y un tanto destartalado Macer Floridas. Sobre anima­ les ponzoñosos, tomé del imprescindible Claudio Eliano, del Pkysiologo Griego y del Bestiario de Cambridge. Me quedó sin com­ pulsar, y bien que lo sentí, el Dioscórides de Mathiolo, del cual habla Laguna con reverencia. En ningún caso, ésta es la ver­ dad, pretendí manejar saberes inalcanzables, pero en el orden del acarreo estético puede que haya sacado ventaja a algunos sabios. A. G.

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Nota a la edición

Libro de los venenos recoge las «voces» de tres autores di­ ferentes: en letra redonda los textos de Pedacio Dioscórides; en cursiva los de Andrés de Laguna; y en redonda y cuerpo m enor los apuntes de Antonio Gamoneda. (N. del E.)

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LIBRO DE LOS VENENOS

P refacio

n este libro, que será el último de nuestra fatiga, trataré de la facultad y fuerza de los venenos y de los remedios saludables contra ellos. Diré primero del modo preservativo, el cual tuvieron los antiguos por muy difícil a causa de que los que quieren dar secretamente veneno despojan de su natural amargor a las substancias mortífe­ ras y les quitan su hediondez con gomas aromáticas. Tam­ bién las mezclan con aquellas medicinas que suelen dar­ se para conservar la salud y las deslíen en las purgas o las esconden en el interior de las viandas. Por ello, los que vi­ ven con temor y sospecha deben huir de los guisados ex­ quisitos y no beber ni comer arrebatadamente sin gustar primero en lo más sutil el sabor de aquello que beben y comen. Esta es, pues, la vía y manera para que los hombres no se dejen atosigar, aunque hay otra cautela mucho más eficaz: que quienes recelen ser ayudados en el ne­ gocio mortal tomen causa preservativa que debilite la fuerza de los venenos y los haga impotentes, para lo cual sirven los higos secos y la simiente de los nabos. Resisten así mismo contra el veneno las hojas de la nepeta y la tie­ rra llamada lemnia, tomándose de la una o de la otra una dracma hervida con vino. Los que coman en ayunas las hojas de la ruda con el meollo de una nuez y, junta­ mente, dos higos y un grano de sal no serán nunca ofendidos. Las medicinas llamadas antídotos tienen esta misma fuerza, y así son las que se hacen del scinco y de la sangre, la que tiene metridato por nombre y la desco­ nocida triaca. Hay también complexiones de cuerpos que resisten naturalmente a cualquier veneno y, así mis­ mo, algunas disposiciones, engendradas de cualidades de aquellas cosas que se comen y beben, que embotan y 21

resuelven su malignidad y le impiden derramarse por to­ do el cuerpo. Pero como con los que van por el mundo peregri­ nando se avienen semejantes peligros, me parece nece­ sario decir alguna cosa para avisarlos. Conviene ante to­ do que el caminante, si le fuera posible, haga la cocina en lugar descubierto y allí apareje lo que ha de comer y beber, y si esto no se lograse cómodamente, mirará con reposada advertencia el techo debajo del cual se hayan de guisar las viandas, porque de los lugares altos suelen caer algunos animalej os mortíferos, como son los phalangios, las salamanquesas y otros géneros de serpientes. Conviene también mirar en la profundidad del vino, tras el olor del cual suelen ir estas serpientes que, muchas ve­ ces, por beberlo, vomitaron en él su ponzoña o, cayendo dentro, murieron ellas y causaron la muerte de los tristes que después bebieron. Y esto debiera bastar para asegurarse el hombre de cualquier traición y sospecha y preservarse de todo géne­ ro de veneno, mas si voluntariamente o por maldad de otros ya lo hubiese bebido, será necesario no diferir el re­ medio, porque si esperamos a considerar las señales, no habrá después espacio para el socorro.

D

ioscórides y Andrés de Laguna, por descuido o por ser m ateria averiguada en otro lugar de su obra, omi­ ten, al nom brarlos en este Libro de los Venenos, la naturale y virtudes contrarias de algunos de éstos y de muchos rem e­ dios. Los declaro yo ayudándome de ellos mismos y de otros autores, en particular de Plinio. Soy responsable de las fal­ sedades y desviaciones que a este respecto aquí acontezcan y hago aviso de que nadie debe fiar su m uerte ni su vida de poderes atribuidos por mí a la naturaleza o la ciencia. Soy responsable también, aunque éste será caso de malicia pro­ 22

curada, de los mismos vicios en relación con el literal ecuá­ nime de la traducción de Laguna y de sus anotaciones, y es­ tos vicios provendrán de mi voluntad de mostrar, a costa de parlamentos que me parecieron vanos y de algunos parti­ culares de la lengua arcaica, el arte de palabra encubierto por la ciencia. Entrando al conocim iento particular de venenos y re­ medios, digo que la yerba nepeta la hay hortense y salvaje; que sirve a las mujeres en la regla dolorosa; que su zumo ahuyenta a las serpientes y desvanece los flemones de la garganta; que es abortiva y cura la elefantiasis, también lla­ mada lepra árabe. La tierra lem nia se retira de la hum edad de fosas abiertas en la isla de Lemnos, donde se usaba en sacrificios; mezclada con sangre de cabra, socorre en la di­ sentería. La dracm a vale tres escrúpulos y parece necesario añadir que el escrúpulo vale veinte granos. De la ruda, que nace cerca de las higueras, se dice que tiene fuerza contra los espíritus malignos, pero lo cierto y probado es que mez­ clada con arrayán libra de las postillas; con miel y piedra alum bre cura la sarna, la pleuresía y la lepra griega, que es la que roe a los engendrados en tiempo de m enstruación; por sí sola, reprim e las pasiones intrínsecas y las poluciones nocturnas. El scinco es una lagartija plateada cuya carne, aplicada a los riñones, levanta la lujuria. Sobre los antído­ tos que se hacen del scinco y de la sangre nos instruye Ga­ leno; del m etridato y de la triaca tam bién dice algo, pero es vano este afán pues, habiendo perm anecido secretas, ya en tiempo de Laguna —él mismo nos lo dice— , ni se hallan ni se conocen algunas materias muy im portantes que habían de entrar en ellos. Del m etridato sé que, con otras muchas substancias, había de ponerse opio, agárico y aceite de ví­ boras; de la triaca dice Isidoro de Sevilla que es también medicina hecha de serpientes, y yo sé que se le añadía be­ leño y que todo lo demás es olvido. Los phalangios son arañas muy ofensivas de las que 23

los autores tratarán más adelante, pero conviene advertir ya que también se llama phalangios a unas flores blancas, semejantes en suavidad al lirio, que son antídoto contra los animales de su nom bre. Las salamanquesas se parecen al lagarto, pero tienen los pies con cuatro uñas y no tienen boca, sino sólo una lengua que les sale del pecho; m udan la piel y se la comen y, en las demás ocasiones, se alim entan de rocío; no mata su m ordedura, pero entorpece y saca de sí a los mordidos.

S

i los propios atosigados conocen la especie del vene­ no que les aflige o los que se hallaron presentes al tiempo que bebían dan testimonio, corriendo luego a los remedios particulares y propios fácilmente a su natural estado y disposición primera podremos restituirlos. Y di­ go esto porque yo no soy de la opinión de quienes tienen estos casos por incurables, y querría me dijesen por qué respecto, curándose las malas disposiciones, que manan de causas intrínsecas y engendradas dentro de nuestros cuerpos, las que nacen de venenos extrínsecos no recibi­ rán también medicina. Sin duda todas las enfermedades son igualmente curables o incurables, según el vigor de las causas y las dis­ posiciones y habilidades del cuerpo, pero si los atosigados hubiesen perdido el habla, o estuviesen borrachos, o por no querer ser librados nos encubriesen la cualidad del ve­ neno, en tal caso usaremos súbito de aquellas cosas que comúnmente son a cualquier tósigo útiles. Para lo cual no se hallará más general remedio que la evacuación del tósigo por los más propincuos lugares antes que cobre fuerzas. De modo que, sin tardar más, conviene darles a beber aceite caliente y constreñirlos a vomitar. Mas no ha­ llándose a mano el aceite, en su lugar les daremos man­ teca y cocimiento de malvas, más linaza con enjundia de 24

ganso, o algún caldo de carnes grasas con lejía de ceniza. Estas cosas no sólo evacuarán con facilidad por vó­ mito, sino que purgarán por abajo el veneno y harán que no exulcere los miembros por donde haya de pasar, lo cual se puede colegir de que si alguien, queriendo llagar un miembro con cal viva, heces de vino o cantáridas, lo untase primero con aceite, no alcanzará la corrosión. Además, el vómito, no sólo es útil porque evacúa y extirpa la materia dañosa, sino también porque nos mues­ tra el veneno tomado, en razón del olor, del color o de los cuajarones familiares: el meconio por su amargura; el albayalde y el yeso por la color lívida; la rubeta y la liebre marina por el gran hedor y grave cualidad del vómito. Después de haber evacuado por arriba el veneno, para que no queden reliquias de él en el vientre, con un agudo clister evacuaremos también lo que estuviese reza­ gado en las tripas. A este efecto sirven el nitro molido, las carnes gordas y todas las viandas que se guisan con en­ jundia, por cuanto relajan el vientre, embotan la agudeza de los venenos y, opilando los poros, hacen que la virtud venéfica no se distribuya con celeridad. Hay además, contra todo veneno, otros remedios muy apropiados, como son el abrótano, el erísimo, la raíz del eringio, el nardo céltico, el castóreo, el meollo de la férula verde, la flor del nerio, el zumo de los marrubios, el silphio o su lágrima, el aristoloquia luenga, la simiente de la ruda salvaje y las hojas del cestro, dicho por otro nombre betónica.

E

l ganso más a propósito por la virtud de su enjundia es el cebado con leche y miel para aum entar el hígado. La cal viva es piedra quem ada hasta volverla blanca; añadida de agua, abrasa y cría costras. La m oscarda cantá­ rida abunda en las fresnedas y en las selvas que forman 25

unas flores azules de las que hace alimento; es sabido que las cantáridas excitan la lujuria; suministradas con pruden­ cia, purgan a los hidrópicos; excesivas, hacen orinar san­ gre. El m econio es zumo sacado por artificio de adorm i­ deras y de él trataré en otro lugar. Albayalde se llama a la substancia blanquísim a que resulta del plomo som etido al vinagre. El yeso se saca de una piedra escamosa y blanca que, después de quem ada, se muele y cierne; aplicado con clara de huevo, restaña la sangre hem orrágica. La rana ru­ beta es la especie perniciosa que se cría entre zarzas; la lie­ bre de mar, pescado sin espina cuya hem bra, vista de una m ujer preñada, la hace malparir. Clister es la ayuda que se adm inistra por el ano para purificar el vientre; suele, el más simple, hacerse con he­ bras de mercurial, yerba macho y hem bra a la que llaman ortiga m uerta. El nitro es sal terrestre; su vapor se encien­ de en llamas cuya claridad es azul; mitiga el cansancio y es unción contra las calenturas paroxismales y la sarna; con enjundia de asno, socorre a los m ordidos de los perros. El abrótano, yerba lom briguera, abunda en los terra­ plenes de Toledo; su flor amarilla tienta al cerebro, suaviza la ciática y las angustias de la orina, suelda las heridas fres­ cas y exterm ina las serpientes caseras; es yerba eficaz con­ tra los hechizos de los im potentes. El erísimo nace en los muladares, espabila la virtud genital, cura los suspiros y las fístulas y vale contra el cáncer oculto. Al eringio le dicen cardo corredor; nace en lugares ásperos y en las riberas del mar; contra las yerbas venenosas, se da cocido en caldo de ganso; las raíces son rem edio frente a las ranas negras y las culebras anfibias. La yerba llamada nardo céltico y azúmbar aprovecha en la ictericia y en el crecim iento del hígado. El castóreo es preparación de los testículos del castor; se apli­ ca, con opio, para el dolor de oídos, y, por sí solo, para la provocación del m enstruo. Por cierto que es adm irable la 26

ocurrencia del castor al que en el Nuzhat persa llaman pe­ rro del agua y perro póntico: cuando se siente perseguido de los cazadores, con los dientes se arranca los testículos, que abandona, com prando así la vida. La férula o cañaheja, dicha hinojo de culebra, dilata las llagas y ayuda a los que escupen sangre. El nerio, que otros llam an adelfa, es veneno m ortífero para los perros y los asnos, pero no para los caballos; tam bién m ueren, si beben agua en que se en­ cuentre infuso, las ovejas y las cabras; vale, sin embargo, contra la punción de los phalangios y resuelve las aposte­ mas. (Por apostema hay que entender sangre, hiel, flema o melancolía que se endurece entre dos telas carnales y las une; conviene aquí recordar, buscando sanidad, que el fu­ ror de la m elancolía se acrecienta con las legumbres.) Los marrubios, como el erísimo, nacen en los m uladares y sus hojas son gravemente amargas; cocidas con miel, se dan a los tísicos. El silphio no es otra cosa que el benjuí, que ali­ via las enferm edades frías de la cabeza. La yerba aristoloquia puede ser macho o hem bra; el macho socorre a las mujeres en el parto y sana la perlesía; la hem bra, bebida con pim ienta y mirra, expele, malográndola, la criatura, pero conviene a los que sufren de asma y a los que tienen el bazo crecido. El cestro o betónica es una yerba sutil que purga la flema, deseca a los hidrópicos, desm enuza la pie­ dra de los riñones, rehace los espíritus y sana la gota coral y la manía ciega, además de suavizar las convulsiones tusí­ genas de los que tienen cavernas en los bofes; su olor enlo­ quece a las serpientes de tal m anera que, teniéndola cerca, ellas mismas se matan.

D

e los accidentes que suceden a los venenos, se pue­ den colegir los remedios comunes, porque sus fuer­ zas engendran disposiciones semejantes. Difícilmente hallaremos un veneno que cause bravos dolores de estó­ 27

mago, de tripas, de hígado, de riñones y de vejiga; que engendre hipo y temblor del cuerpo; que resfríe y quite el habla; que retraiga el miembro, apague el pulso de las arterias y acorte el anhélito; que engendre sueños graves y vahídos de cabeza; que traiga sed y mueva efusión de sangre; que, reteniendo la orina, haga salir de tino, ron­ car, perder las fuerzas y levante, en suma, muchas y dife­ rentes aflicciones, las cuales, tomadas una a una por sí y reducidas a disposiciones universales, mostrarán un pe­ queño número de accidentes comunes. Porque la corro­ sión de la lengua y de la boca, la inflamación de la vejiga y los riñones, la orina retenida y sangrienta, y, finalmen­ te, las puncturas y encendimiento de muchas partes, no sólo sobrevienen tras beber las cantáridas, sino también en la aflicción que traen las orugas del pino, los buprestes y la salamandra. Así mismo, el sueño grave, el ronqui­ do, el entormecimiento de todos los miembros y la priva­ ción del sentido no sólo suceden a los que bebieron el zumo de las adormideras; también a los que recibieron la cicuta o la mandragora. No sólo el beleño hace desvariar, sino que así cumple el acónito y la miel que se coge en Heraclea de Ponto; ni sólo los hongos ahogan, pues la sangre de toro, el albayalde y el yeso tienen la misma fuer­ za. En suma, será difícil hallar una señal sola que baste a descubrir la cualidad de un veneno, aunque alguna vez pueda sacarse por conjetura en aquellos que con gran ce­ leridad despachan. En los que engendran largas disposi­ ciones, la cura no tiene gran dificultad en sí, a causa de que, perdida la propia y primera cualidad, se reducen a ser una especie de enfermedades diuturnas, las cuales de­ clararán su naturaleza y remedio.

P 28

or anhélito ha de entenderse el aliento o resuello. Las orugas del pino son gusanos rojos que se posan en los

pinos y, por miedo del invierno, se encierran en capullos que tejen diestram ente; sirven en los em peines salvajes. El bupreste es tam bién gusano pero con pies; en virtud se asemeja a las cantáridas y su olor es maligno. De la sala­ m andra dice Laguna no pocas verdades además de proba­ das mentiras, como se verá, aunque ninguna de ellas al­ cance a las del Bestiario de amor, de Richard de Fornival, cuando certifica que la salam andra es un pájaro blanco que se alim enta de fuego. Los antiguos atribuían a la cicu­ ta frialdad extrem a, de m anera que, si la pacían los asnos, congelaba su sangre y quedaban los animales tiesos antes de morir, lo cual ocurre tam bién a los hom bres; en aplica­ ción exterior, relaja el m iem bro genital y consum e los tes­ tículos de los niños; su flor es blanca y su olor ofende. De la m andrágora dice Dioscórides que es útil en los hechizos; IMinio, que ha de ser arrancada a cuchillo m ientras se mi­ ra a Poniente y tam bién que puede ser m acho o hem bra; otros, que el oficial ha de protegerse con m anoplas de piel de perro, que la raíz grita al sentir el cuchillo y que sus gri­ tos enloquecen a los vivientes; tam bién, que tiene un olor grave y poder sobre el cerebro, ya que, si se da cocida con vino, hace dorm ir hasta que no se siente el torm ento del acero o del fuego. Hay tres especies de beleño; dos que tie­ nen la sim iente negra y las flores purpúreas, y otra en que la simiente y la flor son blancas; tom ar de las dos primeras enloquece; respirar sobre la flor blanca trae sueños suaves y luminosos; en Francia, y no sé por qué, le llaman diablo de las gallinas. Al acónito, que en la form a y color es pare­ cido al trigo, en castellano le dicen centella; tam bién en Castilla, distinguen dos clases: el matalobos y la yerba de ballesteros; ambas tienen valor contra la punción del ala­ crán, según Dioscórides, y es parecer de Plinio que, con só­ lo el olor del acónito húm edo, se vence la infección pro­ ducida por la m ordedura del mur. De la miel que se cría en H eraclea de Ponto se sabe que la hacen las abejas to­ 29

m ando substancia en las flores azules del acónito, que allí es abundante; engendra locura; com iéndola, los pastores salen de sí y se ayuntan con las bestias.

D

ebo decir ahora la sanidad que conviene a cada una de aquellas cosas que tienen virtud maléfica, las cua­ les, además de las ya dichas, son: entre los animales, la r na rubeta y la muda de las lagunas; de las simientes, las del culantro, el ajenuz y la zaragatona; de los licores venéficos, el opocárpaso, el zumo de la thapsia, el del cohombro sal­ vaje y el que sale de la mandrágora; raíces venenosas son el eléboro, la ixia, el agárico negro y el cólquico; entre las yerbas, el taxo, el solatro furioso, la sardonia, el papáver cornudo, el phárico y la ruda; por fin, son mortíferos mi­ nerales el oropimente, la sandaraca, el lithargirio, el plo­ mo y el azogue.

A

lgo he dicho ya de la rana rubeta; de la que llaman mu­ da sé que es blanca y sigilosa y que hace derram ar el semen. La yerba culantro, aplicada con miel, rem edia lo carbunclos y las llagas de los testículos, pero su zumo hace desvariar. Del ajenuz, tam bién llamado nigela, se aprovecha la simiente, que es negra y olorosa; instilado con ungüento en las narices, sana las cataratas que aún no han madurado; con orina vieja, arranca las verrugas; el sahum erio de los ta­ llos y hojas acaba con las lombrices y las pulgas, pero lo más notable es que esta yerba m edra con las maldiciones. El em­ plasto de zaragatona reprim e los ombligos salidos. El opo­ cárpaso es m irra contrahecha. La thapsia se parece a la cañaheja; conviene al asma y devuelve el cabello a los tiñosos; también, si creemos a Dioscórides, restituye el capillo a los circuncisos incompletos. El cohom bro salvaje o cogombrillo amargo es de m enor tam año que el hortense; sana las llagas SO

(le los párpados, se usa contra los piojos y la hidropesía y arranca el gargajo de la caña de los pulmones. El eléboro lo hay blanco y negro; cura los hum ores melancólicos, repara la cólera y la tristeza, sana la locura, la sarna, la lepra blan­ ca, el tétanos y las cuartanas; el negro es sahum erio contra los espíritus adversos, y el blanco no se ha de dar en día llu­ vioso ni tampoco a los tímidos. La ixia es un hum or pegajo­ so que se logra en las raíces del cardo que llaman camaleón blanco; tomado con vino agrio, expele las lombrices. El agá­ rico, hongo que se manifiesta en Agárica, es útil contra el dolor de riñones y las ventosidades histéricas. El cólquico, también llamado ephém ero, es nocivo, en su raíz roja, a la manera de los hongos; nace en lugares sombríos y parece li­ rio en su flor, que es blanca y pestilente. El taxo no es yerba sino árbol cuya sombra es dañina hasta la m uerte; el humo de sus hojas y ramas ahuyenta a los ratones. El solatro fu­ rioso, mal conocido de Dioscórides y del propio Laguna, no es otra cosa que la belladona; la planta tiene la flor violácea y el fruto negro; de éste se hace un ungüento cuya frialdad entra en los tuétanos y no tiene otra virtud segura que la de la consunción vital, aunque en mis días se le considera fár­ maco conveniente a los espasmos intestinales; las cortesanas lo utilizaban para agrandar las pupilas y, al parecer, rebaja­ do con vino, trae imaginaciones blancas. La yerba sardonia es especie de ranúnculo; nace en las sombras húm edas y su flor es dorada y hedionda; los mendigos la usan para hacer­ se llagas de m ucha misericordia. El papáver cornudo no es otro que la adorm idera, especie que com prende a la ama­ pola, aunque también existen la adorm idera negra y la blan­ ca; pero la simiente es siempre negra y, dada con escrúpulo, ofrece, más suaves, virtudes semejantes a las del opio, que es su lágrima: enfría el cerebro y las uñas, llama al sueño y, se­ gún dice Dioscórides, su zumo debe darse con castóreo o azafrán en los dolores supremos, lo cual pienso que se haga para que entre más suavemente al corazón. Nada sé del phá31

rico, salvo que era parte del sinapismo adicto a la pleuresía húm eda. Majada con hiel de gallina, la ruda salvaje, hecha nociva aquí por Dioscórides, pone luz en los ojos cansados o viejos. El oropim ente es arsénico amarillo, a modo de rejalgar, que, en las minas, mana de las venas más cocidas del oro; sirve para el cauterio y, aplicado frío, hace caer los pe­ los y mata los piojos de los halcones. La sandaraca es arsé­ nico blanco que se usa contra la podredum bre de las uñas. El lithargirio, betún m ineral que, por fuego, se exprim e de la escoria de la plata; en forma de ungüento tiene gran po­ der contra la sarna. El plomo se cría también junto a la pla­ ta y, para su farmacia, debe ser lavado m ucho tiempo con un majadero y agua de lluvia en almirez de piedra; también es útil el plomo quemado, lo que se hace poniéndolo al fuego y m eneándolo suavemente con una verga de hierro; su va­ por es dañino para los pulmones y los ojos, pero el plomo lavado repara las durezas del esfínter y el quem ado es ben­ dición para las llagas que van cundiendo por el cuerpo. El azogue es argento vivo; sublimado, se llama solimán; causa perlesía incurable y, bebido, con su peso desgarra los miem­ bros internos y la hem orragia baja envuelta en hiel y triste­ za; algunas mujeres lo usaban para quitar los barros de la piel y pasar por más blancas. i los hombres m antuvieran entre sí aquella fe y hermandad que se guarda entre las más feroces y bravas fieras, o si la naturaleza les diera el mismo conocimiento e instinto que reci­ bieron de ella los animales brutos, con el cual sienten luego lo que más les conviene y huyen siempre lo pernicioso, Dioscórides no tuviera ocasión de añadir este de los venenos mortíferos a los libros de su autoridad. M as como el hombre no tenga mayor ene­ migo que el hombre, siendo de él perseguido no solamente con armas diabólicas sino también con m il géneros de ponzoñas de las cuales no le es fácil guardarse, fu e movido este autor a escri32

hir la forma preservativo y curativa de todo género de veneno. Porque, cierto, si el mundo fuera tan inocente que no su­ piera, para dañar al prójimo, ayudarse de tan infernales artes, es­ tuviera excusada nuestra fatiga, mas como sea ya tan ordinario el atosigar y, así, en nuestros días, se atosiguen más fácilmente los hombres que los ratones, acarreará a mi parecer mucho mayor pro­ vecho que daño comunicar esta ciencia a todos, por donde sa­ biendo que estamos prevenidos y armados contra sus maleficios y que no se pueden encubrir sus traiciones, quizá los que usan de semejantes mañas no serán tan atrevidos en asaltamos. Plinio es de opinión inclinada a que la tierra crió los ve­ nenos mortíferos de lástima y compasión de nosotros para que nunca viniésemos al término de morir poco a poco, roídos por el hambre, o ahorcados ignominiosamente, o, a fuerza de hierros, hechos pedazos, sino que con un traguillo lo hiciésemos sin pena V después de muertos no nos tocasen las fieras. Solían antiguamente tener siempre consigo, así los prínci­ pes como los plebeyos y populares, vanos géneros de ponzoña pa­ ra matarse en una necesidad y por esta vía huir otra muerte más dura y menguada. Porque eran tantas las asperezas que en aque­ llos tiempos se usaban, que muchos excelentes varones, viendo que eran llevados por las plazas algunos inocentes en jaulas, acompañados de perros y gatos y cortadas las narices y orejas con grandísimo vituperio, tenían por más acertado tomar con sus propias manos la muerte. Demóstenes, habiendo sido preso para ircibir muerte acerbísima, rogó a los alguaciles que le dejasen es­ cribir dos reglas al rey Antípatro, que mandaba quitarle la vida; conseguida esta licencia, se entró en cierto escriptorio y sorbió el tósigo, que traía siempre en un cañoncico tras el oído, con el cual feneció sus días y se libró de los tormentos aparejados.

D

ioscórides y Laguna van al conocimiento de las subs­ tancias que llevan a la m uerte, pero, al exponer las re­ laciones de estas substancias con la voluntad de los hom33

bres, olvidan el caso y circunstancia en que ésta aparece aún más grave y exquisita que en la exhalación de los sui­ cidas; hablo de la frialdad y la quietud de los que adm inis­ tran venenos por misericordia. Los historiadores desprecian los signos de la piedad pensando que no son más que formas de poesía. Las adver­ tencias de Plinio carecen de valor: racionales aparte, no es posible atribuir piedad a la naturaleza, ya que en ella no existe razón sino movimiento. Dice Plutarco que el lugar del prendim iento y m uer­ te de Demóstenes fue el templo de N eptuno en la isla de Calauria, en el día anual en que las mujeres ayunan en ho­ nor de Ceres. Después de beber el tósigo, Demóstenes re­ prendió con dulzura a Arquías, enviado de Antípatro; lue­ go cubrió y reclinó la cabeza para advertir el m om ento en que la substancia se posara en el corazón, y así se estuvo hasta que ésta se hizo sentir. Sollozó una sola vez.

E

l veneno en griego se llama phármaco, y éste es nombre co­ m ún a las medicinas santas y salutíferas y alas malignas y perniciosas, pues no hay veneno tan pestilente que no pueda vir en algo a la sanidad, aunque de sí sea tan enemigo del hom­ bre que por la mayor parte lo corrompe y despacha. De modo que el veneno y el mantenimiento son de condición muy contraria, porque éste se convierte en carne de nuestros miembros y el veneno la altera y transmuda en sus pestíferas cualidades. La residencia de los venenos es en animales, en plantas o en minerales. Son animales venenosos aquellos cuya naturaleza repugna a la humana, de los cuales unos son mortíferos al ha­ cer de ellos alimento y otros matan hiriendo y con su ponzoña in­ ficionando la sangre. El veneno de éstos suele sin peligro gustar­ se, como la ponzoña que derrama de sí la víbora, la cual es blanca como la leche y dulce como la miel. Entre las fieras que con su punctura o mordisco despachan, están los escorpiones, los 34

áspides, las amphisbenas, los drynos, los cenaros y las cerastes. Por plantas venenosas entiendo las que, comidas, no sola­ mente no se convierten en loable mantenimiento apto para refo­ cilar los miembros, sino que corrompen y pervierten aquel que ha­ llan ya engendrado en las venas, y estas plantas son el eléboro, d acónito, el napelo, el ranúnculo, la cicuta y el beleño, con otras que luego diré. Entre los minerales, tienen facultad venenosa aquellos que no sólo comidos o bebidos, sino aplicados con algún licor por de fuera, corroen y arruinan la constitución y substan­ cia de cualquier parte humana, como hacen el solimán, el oropimente y la sandaraca. es lo mismo que alacrán; tiene cuatro ojos y E scorpión m ata a sus propios padres; la ponzoña que infunde

es más fuerte en hora del mediodía; Plinio dice que la uña es mortal para los varones y las doncellas por la m añana, li­ brándose sólo las mujeres cumplidas, y que los que han de morir agonizan durante tres días; se sabe tam bién que las hembras em preñan por sí mismas con el ferm ento del calor y que su peor enemigo es el gavilán. El áspid, m ordiendo, causa estupor, frío, pasmo universal y m uerte, y el de Libia ciega a los hom bres con su aliento. La am phisbena es ser­ piente de dos cabezas; dicen que, si oye el llanto de un ni­ ño, se acerca para alim entarlo con dulzura, y se lee en el Physiologo que tal am or está en su naturaleza porque estas serpientes nacen de la putrefacción del tuétano que hay en el espinazo de cadáveres hum anos, aunque algunos pien­ san que sólo son útiles los de las mujeres encintas. Del dryno dan señas más adelante Dioscórides y Laguna. También del cencro, pero conviene saber además que es culebra que pone cuatro huevos. La ceraste es como víbora con dos cuernecillos; no anda de frente sino de lado y, al andar, sue­ na como silbido; su m ordedura hace perder el juicio. El napelo nace entre berros y es mortal para los lobos. 35

Del ranúnculo hay cuatro especies que difieren en la flor, que puede ser blanca o dorada; una de estas especies se pa­ rece m ucho al culantro y la otra es hedionda; todas convie­ nen en la condición corrosiva y en ser nocivas para las ove­ jas; se usan para suavizar las hem orroides y desprender las uñas enfermas. El solimán es argento sublimado; algunos lo llaman fuego m uerto o, simplem ente, sublimado, por­ que ésta es la m anera de hacerlo: se somete a las llamas has­ ta levantar sus volátiles, separándolos así de las materias gruesas. En cuanto a las partes hum anas, piensa G ordonio que se dan únicam ente en tres órdenes: los sólidos, que poseen bulto y form an la consistencia de los miembros; los hum ores líquidos, que conciernen a la sangre, la flema, la m elancolía y la cólera; y los espíritus, substancias altam en­ te sutiles que mueven las virtudes recónditas en el cerebro, el corazón y el hígado. onviene considerar que, entre los venenos, unos obran con sus excesivas cualidades elementales, como el ranúnculo y el zumo de la lechuga; otros con propiedades ocultas, nacidas de la influencia de las estrellas, como la piedra imán y el diaman­ te; y otros, finalmente, con las unas y con las otras, como el na­ pelo y el oropimente. Entre los que ofenden con el vigor excesivo de las cualidades elementales existe en el obrar grandísima dife­ rencia, por ser unos calientes y otros fríos, unos húmedos y otros secos en demasía. Estos venenos son más fáciles de corregir y em­ botar, acudiendo a cada uno de ellos con su cualidad contraria, que los que dañan con la forma específica, la cual no se puede negar en muchos géneros, visto que la triaca, siendo de sí cali­ dísima, socorre a los que bebieron euphorbio, veneno también en extremo caliente, lo cual no haría si la propiedad saludable y ge­ nerosa de la triaca no venciese la malicia y furor de las cosas que con virtud secreta arruinan y corrompen. 36

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l euphorbio es árbol que rezum a un licor acre y vehe­ m ente en la lengua; éste es venenoso, pero, en los he­ ridos de serpiente, ha de m eterse, sajándola, dentro de la cabeza, de donde pasa a las venas capitales; en emplasto, instaura la m em oria y hace caer las escamas de los huesos. os venenos combaten al cuerpo humano por los cinco sen­ tidos. El basilisco no sólo introduce su ponzoña por los miembros mordidos; también de hito en hito mirándonos la sue­ le arrojar, como saeta de amor, por nuestros ojos a las entrañas, a unque para que pueda enclavamos cumple que le miremos ju n ­ tamente nosotros, de arte que los rayos visuales se encuentren, y éste es el más sutil veneno de todos, al cual bien se podría com­ parar aquella delicada ponzoña que cada día por los ojos beben los amadores. También suelen hacer los turcos, de rejálgar y de otros ve­ nenos graves, una suerte de tinta tan maligna y perniciosa que escrita una carta con ella y leída sin anteojos inficiona y derri­ ba luego al lector, de lo cual no debemos maravillamos, pues los libros recién impresos nos dan vahídos de cabeza y debilitan la vista, de donde se puede colegir que la vista no se forma derra­ mándose a fuera los rayos visuales por nuestros ojos, sino reci­ biendo por ellos en el cerebro las especies vivíficas. Emponzoña también y mata, oído, el silbo del basilisco y el de ciertas serpientes egipcias, lo cual acaece penetrando aquel pestífero anhélito por los poros auditorios a los ventrículos del ce­ rebro. Que pueda penetrar el veneno por las narices, a vueltas de ios olores, y derramarse por todo el cuerpo, cada día se conoce por experiencia. En la misma forma las fiebres se engendran de un aire pestífero que, entrando por la boca y por las narices, inficio­ na al corazón. Se imprime en el gusto más palpablemente que en los otros sentidos la malignidad y fuerza de los venenos, por ser la len­ 57

gua muy esponjosa y tejida de nervios y también de muchas ve­ nas, por los cuales instrumentos se distribuye luego al cerebro, al hígado y al corazón la ponzoña, y este sentimiento se debe atri­ buir al tacto, por razón del cual sienten su deleite y dolor todas las partes del cuerpo. aguna habla con solvencia de los poderes del basilisco, pero no dice que su cuerpo es negro y su cabeza agu­ da; que está sembrado de manchas blancas y que su condi­ ción es tan fuerte que con el silbo ahuyenta a las demás ser­ pientes. Tiembla, sin embargo, ante el gallo y, si éste canta, le tom an convulsiones y muere. El veneno atraído por los espíritus de la visión se de­ posita precisamente en las celdas frontales del cerebro, donde se guardan las virtudes fantásticas y sensibles. En cuanto a las fiebres pútridas del aire, pienso, con Aristóteles, que por las narices van a los hum ores y no a los miembros sólidos, como es el corazón. xisten venenos tan virulentos que, en tocando cualquier X ^ í miembro desnudo, así matan; de esta condición era una yerba que me mostraron en cierto jardín de Padua, traída allí de Levante, que aún no sé cómo perdonó al jardinero que la trans­ puso. Otros, aún más crueles, sin tocar a parte alguna de nues­ tro cuerpo nos inficionan por cualquier medio. De este natural debía de ser el veneno de aquella pestilencial serpiente que, según Avicena, siendo alanceada de un hombre de armas, le mortificó el brazo y el cuerpo todo, pasando el vigor de la ponzoña por el asta de la lanza a la mano y de ésta a los otros miembros, ni más ni menos que por el sedal y la caña penetra la fuerza de la tre­ mielga y entormece el brazo del pescador. 38

es pez que vive en el légamo; inmóvil, con L asutremielga fuerza hiende las aguas y entorpece y pasma a otros

peces cercanos en los que tiene alimento; su carne hace re­ tornar el intestino recto cuando se sale afuera. lf a espuma que se lanza por la boca del perro rabioso tiene J l ^ / tanta eficacia que, en tocando la carne de cualquier hom­

bre, le hace rabiar como si del mismo perro fuese mordido. El ás­ pid llamado ptyas, acompasando bien la distancia, se allega tan­ to al que quiere ofender que puede arrojarle su cruel saliva a la cara, con la cual súbito le inficiona. Hay muchos venenos que puestos por fuera sin mezcla de humor no dañan, y aplicándose deshechos en agua o aceite a la carne sana, o en polvo a las llagas y heridas frescas, son tan corrosivos que corrompen luego los miembros. Esta naturaleza tie­ nen casi todos los minerales y, con ellos, algunas yerbas, como la qite llaman de ballesteros, con que se inficiona la sangre de los venados, por donde a la carne de los animales muertos con yer­ ba no la tengo por saludable, aunque digan algunos que juntar mente con el animal muere el veneno. A lo menos una cosa cons­ ta por experiencia: que comida la que está en tomo de la herida, purga por arriba y por abajo violentísimamente. Acostumbran en Italia, los padres y hermanos de los ren­ didos, envenenar las hilas y todos aquellos paños que les dan pa­ ra curar las heridas, lo cual hacen por quitárselos de delante y no ver la infamia de su linaje. Con lo que casi todos los que se rinden, si salen del palenque heridos, a poco mueren envenena­ dos por las mismas llagas, de modo que sus deudos y amigos en casa les quitan las vidas que alcanzaron de sus enemigos. Tan­ to valen los humanos respetos, tanto las locuras y vanidades. Fue común opinión de los antiguos médicos y philósophos que de tal suerte una persona se podría acostumbrar al veneno comenzando a comerlo en cantidad muy pequeña y acrecentán­ dola después poco a poco, que al fin se sustentase de él como de 39

familiar y loable mantenimiento. Lo cual, en aquellos venenos que obran solamente con las cualidades elementales, puede veri­ ficarse; como en el beleño, la mandrágora, el papáver y la cicu­ ta, con la que, según refiere Galeno, se mantenía cierta vejezuela ateniense. Porque en los otros, que ofenden con la propiedad oculta, no me parece llevar la razón camino, visto que éstos no pueden convertirse en la substancia del cuerpo humano. Por donde tengo por burla lo que hallo escrito en algunos doctores árabes: que cierta doncella, muy acabada y hermosa, fue mante­ nida desde niña con el napelo para cautamente atosigar a al­ gunos reyes y príncipes que después con ella tuviesen conversa­ ción venérea, porque ni el napelo puede convertirse en nutrimiento congruente, ni, si se convirtiese, dañar a otro, pues entonces de­ jaría de ser veneno, aunque se pueda verdaderamente decir que el anhélito de los emponzoñados es maligno y pernicioso. No ofenden las ponzoñas igualmente a todos ni tampoco en tiempos iguales, porque unos resisten más y otros menos al veneno y la pestilencia, de suerte que la temprana muerte, o la tardía, no sólo proceden del vigor del veneno sino también de la resistencia de los que lo reciben, y así, tengo por resuelto que ningún venéfico puede dar veneno que mate en tiempo limita­ do, si después de bien explorada la naturaleza y vigor de aquél que despachar quiere, no coteja la fuerza del bebedizo, lo cual, además de ejercicio grande, requiere una discreción que no sue­ le hallarse en hombres que viven de semejantes artes. Los venenos calientes y corrosivos matan abrasando y ro­ yendo los miembros interiores por donde pasan; los fríos, conge­ lando la sangre y entormeciendo todos los instrumentos de los sen­ tidos; los húmedos, relajando los miembros y sus facultades; y, finalmente, los secos, desecando la substancia del corazón y con­ sumiendo sus espíritus vitales. Algunos venenos tienen tal pro­ piedad que ofenden particularmente a un cierto miembro, pero no por eso deja de ser necesario que todos ellos penetren y lleguen al corazón antes que quiten la vida, para lo cual sirve infinito su propia sutileza y la anchura de los vasos y poros por donde tienen 40

que derramarse, de modo que despacharán más presto aquellos que tengan más delgadas las partes y hallen más abierto y de­ sembarazado el camino. Por ello, no solamente por ser más fuer­ tes pueden resistir al veneno unos más que otros, sino también por temr las venas y arterias, que han de distribuir al corazón la pon­ zoña, más angostas y estrechas. De ahí que la cicuta, siendo pa­ ra los hombres veneno, sea mantenimiento para los estorninos, porque en nosotros pasa del estómago prestamente a causa de la gran abertura, y en el vientre de aquéllos se detiene más largo tiempo por la estrechura de las venas, y, deteniéndose, se digiere y convierte en natural substancia.

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lvida Laguna que, siendo en el cuerpo las venas es­ trechas, se tiene el corazón frío, lo cual es resistencia y fuerza frente a las ponzoñas cálidas.

abiendo dicho ya las diferencias generales de los vene­ nos, conviene decir también de las cautelas que deben te­ mor los príncipes y los ricos y caudalosos para huirlos, visto que los pobres pocas veces suelen ser asaltados de semejantes traiclones. Si no tiranizan con exacciones a los súbditos y tratándolos blandamente les administran entera justicia, se harán amar y te­ mer y no darán ocasión a que alguno secretamente se les atreva. Y por cuanto la sucesión suele ser causa de parricidios abomi­ nables, no deben esperar los padres al último día para dar su ha­ cienda a los hijos, sino ponerlos en posesión de ella al estar en virtud y en edad cumplidos; tampoco los mayorazgos deben dejar que perezcan de hambre sus hermanos menores, sino ayudarlos a vivir y favorecerlos, recordando que aunque las constituciones humanas pongan diferencia entre ellos dando la substancia a los frrimogénitos y dejando a los otros desnudos, la naturaleza los hi­ zo iguales. 41

Además de esto, se harán servir de ministros honrados y bien nacidos, a los cuales procurarán tener contentos, acaricián­ dolos con graciosas palabras y no dejándolos venir a términos en que por pobreza o necesidad cometan alguna fealdad o vileza, pues muchas veces la avaricia de los señores es causa de la mal­ dad de los criados y, contrariamente, la liberalidad y franqueza los esfuerza en amor y solicitud. Importa mucho tener un buen cocinero, conocido de largos tiempos y aprobado por incorrupto, pues la vida del señor cuel­ ga de la bondad y diligencia de éste, quien habrá de ser también limpio y delicado en su oficio para que tenga todos los vasos e ins­ trumentos de la cocina relucientes, y el techo debajo del cual se guisa libre de hollín y de telarañas, porque del descuido de esto suelen suceder graves inconveniencias, como la desgracia que, en Florencia, soterró en día y medio a un convento entero de frailes, sólo por una enconada araña que cayó en la olla e inficionó cuanto en ella se contenía. A sí mismo, el copero, pues ha de traer también la vida del señor entre manos, tiene que ser sagaz, cauteloso, amigo y teme­ roso de Dios y celoso de su honra, porque el medio más fácil y el alcahuete más ordinario para introducir los venenos es el agua o el vino, de lo cual tenemos ejemplo en Alejandro Magno, que, en la flor de su juventud y en la cumbre de su nombre y gloria, fue atosigado con el veneno del agua Stygia, enviada en una uña de muía por Antipático, sucesor suyo; atribuyéndose la mal­ dad a Philippo, médico de Alejandro, en la integridad del cual tenía el desdichado rey tanta fe y confianza que, habiendo sido amonestado por letras de Parmenion para que se guardase de Philippo, corrupto por dineros para matarle, y recibido este avi­ so cuando el médico le presentaba una purga, tomó Alejandro el vaso con la mano derecha y, comenzando a beberlo, dio con la iz­ quierda la carta de Parmenion a Philippo. Digo, en suma, que si los que tratan las viandas y breba­ jes de cualquier príncipe le quieren hacer traición, servirán de poco aquellas ceremoniosas salvas que suelen hacerse a los gran42

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des, visto que los que a la mesa del señor sirven con semejantes cargos, llegan tan rellenos y hartos que aun probando cualquier ponzoña difícilmente les ofenderá, cuanto más que no hacen otra cosa que, con un cortezoncillo de pan, tocar los bordes de cada plato y, después, sorber un traguillo de agua o de vino que no basta para enjuagar los dientes. De modo que tal cautela más sirve de ceremonia y fausto que de preservación cierta. Bien entendían esto aquellos augustos Césares que, primeramente, procuraban hacerse servir de inviolables ministros, y, después, para vivir en mayor seguridad, se armaban y apercibían con re­ medios contra todo género de veneno. Fue el primero que dio au­ toridad y crédito al antídoto metridato, ni más ni menos que Mitrídates, rey del Ponto, el cual, siendo vencido ya de Pompeyo y constituido en extrema calamidad, bebió cierto veneno mor­ tífero y lo dio a beber a sus propias hijas porque no viniesen en poder de los romanos, y, muriendo ellas, él no sintió accidente alguno a causa de que con el antiguo uso de aquel remedio ha­ bía preparado las entrañas de tal manera que ninguna ponzo­ ña alcanzaba a ofenderlas, por lo que hubo de rogar a Pysto, su familiar, que lo degollase, con lo que muñó con hierro el que con veneno no pudo.

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e Alejandro, a quien Laguna alaba sin continencia, sé por libros olvidados el vértigo que él confundía con el sufrimiento propio de los dioses y que le movía a sueños terribles que se prolongaban en la vigilia; como cuando, fuera de sí, soñó la m uerte de Hefestión y que m andaba ra­ par las crines de todos los caballos y acémilas, abatir las mu­ rallas, crucificar a los ancianos, apagar el fuego, sem brar los campos de sal y cesar la música en toda el Asia, y lo pu­ so en práctica al despertar porque la m uerte de Hefestión era cierta. Y tam bién se sabe de la madre de Alejandro que, encinta de éste, acudía a los misterios envuelta en grandes serpientes, con lo que Alejandro, estando en su vientre, ha­ 43

bría de gozar de la afición de la madre. Esta m ujer diría a su hijo que había sido engendrado por Quien, al poseerla, se hacía sentir como fuego, y Alejandro entendió que su com plexión ardiente era parte en la fuerza de la divinidad, siendo esta locura la causa de su poder. Pero, secretam en­ te, lloraba su bastardía y era temible en m anera inesperada, sin más razón que estar dom inado por la melancolía o el frenesí. Pienso que estaba herido por la gota coral, que es corrupción de la flema con inflamación de las cámaras del cerebro, manifiesta en ataques frenéticos con elevación vio­ lenta y colgamiento de la mente, que arrastra el cuerpo con ella, y se sigue de alteración fría de los espíritus que repo­ san en los senos del corazón. A esta dolencia también se lla­ ma mal sagrado y epilepsia y sus causas son conform es con muchos de los pasos de Alejandro, del que aún cabe pre­ guntarse por qué en los templos del Asia sacrificaba al Mie­ do. Ninguna incógnita, sin embargo, debe reducir la honra de este rey casi divino, capaz, como fue, de derrotar a los escitas afligido por la diarrea. Dioscórides cita al griego Kratevas, llamado tam bién Rizotomo, que quiere decir el que arranca raíces, servidor científico de M itrídates Eupátor, rey, hace dos mil y más años, del Ponto Euxino, cuyo im perio se extendía desde el Bosforo hasta las grandes mesetas al oriente del Mar Negro. Kratevas fue, quizá, el padre verdadero del antídoto metridato y, con seguridad, el creador de la inm unidad de Mi­ trídates. Esta seguridad se funda en el literal del códice existente en la Biblioteca Secreta del Vaticano, que relata las experiencias con venenos realizadas por Kratevas si­ guiendo las más de las veces órdenes de Mitrídates. Este có­ dice, con el Léxico Botánico, que se guarda en la Biblioteca de París, y con el Tratado de los Simples, que se custodia en la Librería de Viena, podría ser toda la obra que dejó Kra­ tevas. Estas escrituras debieron de pasar a manos de Pompeyo (con las memorias del propio Mitrídates, que hem os 44

ile «lar por perdidas) cuando, vencido el Eupátor y voluntaI lamente yugulado por la obediencia de un servidor gálata, ya artes de Castilla abadejos, las cuales, aunque deshacen admi­ rablemente la piedra y purgan el agua de los hidrópicos, bebidas en gran cantidad hacen orinar sangre y corroen los riñones y la vejiga, a causa de su calor excesivo, que poseen en el cuarto gra­ do. Además de esto, tienen estos animalejos tanta eficacia en pro­ vocar a lujuria, que algunos, por el demasiado uso de ellos, vi­ nieron a desainarse y a morir como villanos tiesos. No obstante, cierto huésped mío en París los tenía confitados ordinariamente en una cajuela, y los comía, ni más ni menos que almendras, siempre que quería sacar de flaqueza fuerzas. Aquel tal debía de tener los miembros interiores de acero, o, por la vieja costumbre, había hecho del corrosivo veneno medicina cordial. Obran con tanta vehemencia y ardor las cantáridas, que aplicadas por de fuera a cualquier parte sana del cuerpo con un poco de levadura, la abrasan y alzan vejiga en ella, de donde fá ­ cilmente podemos conjeturar lo que deben de hacer en los interio­ res miembros, siendo mucho más tiernos y delicados. Pues como sea así, que toda indisposición pida remedios contrarios a la causa que la produjo, socorreremos los daños de las cantáridas con cosas frías, grasas, lenitivas y glutinosas, pues con éstas templaremos el gran encendimiento que en las par­ tes dejó el veneno, y mitigaremos el dolor de los miembros exulce­ rados. Se da en tal caso a beber, y en gran cantidad, la substan­ cia de la cebada, después de cocida, deshecha y pasada por la estameña. Se da también, y no con menos suceso, la leche de ca­ bras en acabándola de ordeñar. 55

Sirven al mismo efecto las raíces de los malvaviscos, el ja ­ rabe violado, el de nenúfar y el zumo de las verdolagas y de siemprevivas; la leche sacada de la simiente de adormideras y de las pepitas de melón; el aceite de almendras dulces y del blan­ co papáver, tomando cada uno de ellos en cantidad de seis on­ zas, y, finalmente, el cocimiento de malvas bebido con azúcar. Es excelente remedio diez o doce granos del alkakengi deshechos en agua de cebada. Estas medicinas sirven no solamente contra las moscas cantáridas, sino también contra toda corrosiva pon­ zoña. Se echan así mismo todas estas cosas con jeringa en el ca­ ño y dentro de la vejiga, principalmente cuando estas partes es­ cuecen y parece que están inflamadas, y en este caso es muy útil una clara de huevo mezclada con agua rosada. Se aplican tam­ bién por de fuera, sobre la vedija y por toda la verga, emplastos y ungüentos aptos para templar las inflamaciones, como son el que recomienda Galeno y las yemas de huevos batidas con acei­ te rosado. Se hace para el mismo efecto un baño muy conve­ niente de las hojas y raíces del beleño cocidas en agua, con las cuales podemos también cocer la flor de las violetas y añadir después los aceites. Refiere Galeno, de opinión de Asclepíades, que el verdade­ ro remedio de las cantáridas son sus pies y sus alas dadas con miel en forma de lamedor, a cuya sentencia parece que él mismo se inclina, no obstante que la academia universal de los médicos árabes defiende la opinión contraria, afirmando por cosa cierta que el veneno de las cantáridas consiste en la cabeza, en los pies y en las alas de ellas. Por donde pareciéndome a m í difícil con­ certar tales causas, juzgo que será bueno que, mientras se averi­ gua esta lite, no se den ni sus alas ni sus pies por la boca.

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l nenúfar nada en las aguas quietas, tiene la flor blan­ ca y es provocativo del sueño. La yerba verdolaga nace en los pedregales por los que se extiende derram ando una flor amarilla; sirve en la inflamación del colon, así como pa56

i ;i adorm ecer el apetito de fornicar. Las malvas cunden en los huertos y albañales; en cataplasma, ablandan los diviesos y el catarro. Alkakengi es nom bre arábigo de la planta que llaman vejiga de perro; su fruto es rojo y resuelve la icteri­ cia. Leo ahora en el códice de Kratevas: «Hallé cantáridas en la madreselva. Parecía que hir­ viesen entre llamas azules y su fetidez invadió mi casa. So­ bre paños limpios, sometí sus cuerpos a la fuerza del sol y, desecadas, se rom pían en partículas fulgentes. Pienso que esta virtud es debida a las flores violentas que las cantáridas liban. »En la lengua de Akan, bitinio de sesenta años, la­ drón, puse dos óbolos de esta ceniza, sin perdonar ningún miembro de la moscarda. H abiendo pasado la cuarta parte de un día recogido en un ángulo de la estancia, Akan me hizo llamar con engaños. Estaba sentado en un charco de sangre y al inclinarm e sobre sus ojos inmóviles y amarillos me escupió en el rostro. Al día siguiente, en las telas del hí­ gado, vi otra vez el resplandor polvoriento.»

De las orugas del pino

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l que trague la oruga del pino, luego le sobreviene furor del paladar y gran inflamación de la lengua, con tan bravo dolor de tripas que piensa el paciente que le son roídos los miembros interiores, además del hastío que siente y del insólito ardor universo. A éstos los soco­ rreremos en la misma forma que a los que tragaron can­ táridas, salvado que usaremos con ellos del óleo melino (que se hace de membrillos y aceite) en lugar del común. 57

De los b uprestes

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e les representa en el gusto a los inficionados con buprestes un sabor semejante al nitro hediondo y les aflige un dolor muy recio de vientre y de estómago, con hinchazón de estas partes a la manera de los hidrópicos. Además de esto, se les estira el cuero de todo el cuerpo y se les detiene la orina. Convienen a estos pacientes todas aquellas cosas que socorren a los que tragaron cantáridas. Más particularmente les aprovechan los higos secos y su cocimiento con vino. Hacen también al caso, cuando ya el peligro afloja, los dátiles de Thebas, majados con cla­ rea. Es útil también cualquier género de peras y la leche humana.

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a clarea es vino blanco con miel y canela; alivia el es­ píritu si se toma al amanecer.

e los buprestes y de las orugas del pino conviene saber que aunque tienen facultad venenosa y mortífera, suele acae­ cer pocas veces, y éstas por gran desastre, que maten o inficionen gravemente al hombre, porque las orugas enderezan todo su ma­ leficio contra los pobres pinos, y los buprestes, encubiertos por la yerba, engañan a los bueyes inocentísimos, ya que, tragados ju n ­ tamente con ella, de tal suerte los hinchan que los hacen reven­ tar.

D

espreció Kratevas la experiencia en cuerpos humanos de las orugas del pino y los buprestes, habiendo sabi­ do por palabra de campesinos que ambas especies, por sí o majadas en vinagre, encendían la lujuria y llagaban las en-

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trañas, pero de m anera incom pleta y grosera por lo que to­ caba a la furia genital y sin que alcanzasen a dar la m uerte en el extremo de las corrupciones interiores. Cuenta úni­ cam ente haber contem plado la agonía de un buey viejo y blanco de los que se m antenían para el servicio de los sa­ cerdotes, y es su opinión que m oría no por estar tomado del bupreste, como afirmaban los criados, sino por el exce­ so de yerba viciosa que hervía en sus entrañas.

D e la salam andra

A

los que comieron salamandra se les inflama la len­ gua, se les impide el sentido juntamente con la pa­ labra y les tiemblan los miembros con entormecimiento y horror, acompañado de alguna relajación. Además de es­ to, se les tornan lívidas ciertas partes del cuerpo, y, mu­ chas veces, prevaleciendo el veneno, de tal suerte se co­ rrompen que estas partes se les caen a pedazos. A éstos, después de hechas todas las diligencias instauradas para socorrer a los que bebieron cantáridas, les daremos resi­ na de pino, o gálbano con miel en forma de lamedor, y las hojas de las ortigas, cocidas con las flores del lirio en aceite. Sirven también los huevos de la tortuga terrestre o marina y el caldo de ranas con las que se haya cocido la raíz del cardo corredor.

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l gálbano es goma blanca de una planta olorosa que, echada en el fuego, ahuyenta a las serpientes; por lo demás, atrae hacia fuera la m ateria infecciosa, ablanda los flemones y saca del útero las criaturas m uertas y la pesa­ dum bre de la madre. Las tortugas terrestres nacen en los 59

desiertos por generación del rocío; adultas, enloquecen en la lujuria. Las marinas o galápagos roncan al dorm ir sobre las aguas y empollan sus huevos mirándolos. a salamandra, en su figura, se parece a la lagartija, sal­ vo que tiene el vientre más ancho, la cabeza muy aplasta­ da y el cuero todo manchado de estrellas. Su complexión es tan fría que, echada sobre el fuego, si es pequeño, lo mata, ni más ni menos que la nieve o el yelo, de donde vinieron a persuadirse los hombres de que la salamandra se conservaba en las llamas y se mantenía de ellas, lo cual es falso, pues consta por la experien­ cia que si la constriñen a estar mucho tiempo sobre las brasas, al fin se muere y quema. Es mortal la salamandra no sólo comida o bebida, sino también mordiendo ella, como las otras serpientes emponzoña­ das. Su saliva es tan virulenta y maligna que de cualquiera par­ te desnuda que toque hace caer el pelo, introduciendo en ella unas manchas blancas como albarazos. Es tan perniciosa la sa­ lamandra que sólo de trepar por un árbol, de tal suerte inficiona toda su fruta que cuantos coman de ella fenecerán sin dilación; y así, se tiene por popular veneno a causa de que no sólo em­ ponzoña las frutas, sino también las aguas cayendo dentro de las fuentes y pozos, y por esta vía es causa de la perdición del pue­ blo. Está escrito que murió una fam ilia entera por haber comido del pan cocido en un homo que había sido calentado con leña infecta de este animal pestífero. A los daños que de la salamandra proceden acudiremos con los remedios que se administran contra el opio y contra cual­ quiera otro veneno frío. Porque, cuando Dioscórides amonesta que después de hechas todas las diligencias que suelen hacerse contra las cantáridas demos a lamer la resina, quiere que, tras los remedios universales y habiendo confortado la virtud vital con los antídotos comunes, usemos de los particulares y apropia­ dos para resolver aquella frialdad venenosa, y de éstos son la re60

sina del pino y el gálbano. Abundan las salamandras en Istria y en Esclavonia.

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eceneo, sacerdote, me envió desde Trhacia, donde se dan negras y violentas, una salam andra en vasija hú­ meda, alim entada durante el viaje con lombrices y moscas; también otra, decapitada y conservado su cuerpo en miel. «Durante quince noches puse el animal vivo sobre la piel de Ara, arm enio de dieciséis años, envuelto con la sa­ lam andra (desnudo y con las manos atadas) en un saco de cáñamo. El hom bre no recibió daño aunque la substancia del animal apareciese algunas mañanas sobre sus labios. «Torné las cenizas de la conservada en miel y las mez­ clé con aceite de beleño para preservar su frialdad. De esta mixtura resolví que el arm enio tomase hasta seis veces en seis días, y entonces vi su cuerpo azul como leche corrom ­ pida y que había perdido todos los cabellos. «Otro tanto tiempo dejé pasar hasta que, movido a piedad, le hice m orir a cuchillo, ya que, tom ado por una le­ pra blanquísima, seguía vivo aunque se le habían secado los ojos y el miembro. «Pienso que la prim era salam andra no carecía de vir­ tud, sino que, siendo especie fugitiva que vive en el silen­ cio, tuvo miedo del llanto.»

D el ephém ero

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os que han tragado el ephémero, llamado de algu­ nos cólquico y bulbo salvaje, sienten por todo el cuerpo comezón, como si les fregasen con ortigas o ce­ bolla albarrana, y por dentro, mordicación, ardor y pesa­ 61

dum bre de estóm ago. A dem ás de esto, creciendo la en­ ferm edad, purgan p o r abajo unas superfluidades san­ grientas, mezcladas con raeduras de tripas. Socorrerem os a éstos provocándoles vómitos y echán­ doles clisteres, y, antes que cobre el veneno fuerza, les da­ rem os a beber un cocim iento de hojas de roble o de serpol, o zumo de centinodia o de arrayán. Así mismo, la camisilla interior de la castaña, bebida cruda con algún zum o de los ya dichos y orégano con lejía. Tam bién se tiene p or exce­ lente rem edio la leche de borrica.

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a cebolla albarrana es silvestre y purpúrea; am arga al gusto de m anera hirviente; se da, con miel, a los hi­ drópicos; vale contra los sabañones y las verrugas; dicen que, colgada sobre la puerta, preserva la casa de hechice­ rías contrarias. El serpol es yerba hortense y salvaje que serpea por tierra; con su olor ofende a la escolopendra; sirve a los le­ tárgicos y frenéticos y, preparada con vino, deshace las du­ rezas del bazo. La centinodia crece en los cem enterios; es provechosa para los oídos que m anan m ateria hedionda y en los vómitos coléricos. El arrayán, que tam bién llaman mirto, es árbol de dos especies, blanca y negra, aunque Plinio llega a decir que del arrayán hay once géneros; del ne­ gro se obtiene un vino sin virtud alcohólica; el blanco tiene flores con cinco pétalos y expande un olor muy suave; éste refresca el sudor y cura las hinchazones de las ingles; tam­ bién elimina las viruelas y la alopecia; de su m édula se ha­ ce un aceite lenitivo; de sus ramas floridas, coronas para los héroes que no han derram ado sangre.

A 62

lgunos creen del nombre del ephémero — que quiere decir de un día — que se debe a que despacha en veinticuatro

horas. Por donde conviene súbito, antes que se haga fuerte, echar­ le fuera del cuerpo. Contra el ephémero podemos administrar sin escrúpulo todos aquellos remedios, así universales como parti­ culares, que fueron aprobados contra el veneno de las cantári­ das. Conviene además saber que no solamente la pellejuela de la castaña, sino también la carne, sirve contra los venenos agudos Vcorrosivos. Y porque los anacardos y, con ellos, la staphisagria, comidos o bebidos incautamente, suelen acarrear gravísimos accidentes, casi iguales a los del ephémero y a los de las mos­ cas cantáridas, acudiremos a sus daños con los mismos reme­ dios. fruto del anacardo parece el corazoncillo de un pá­ E ljaro; su alm endra fortifica la m em oria y ayuda en la

Irialdad de los nervios. No he podido averiguar con certe­ za la naturaleza de la staphisagria; sospecho que, a pesar de la prevención de Laguna, pueda ser zanahoria silvestre, que ayuda a concebir. En cuanto al ephém ero, escribe Kralevas que lo hizo traer de la Cólquida, cuyo rey estaba suje­ to a Mitrídates, por saber que los bulbos negros cogidos en este país eran fuertes y rápidos en el negocio de la m uerte. Aquí averiguo yo que Laguna no conoció, a pesar de sus días vaticanos, el manuscrito de Kratevas, pues considera veloz al ephém ero m atando en veinticuatro horas y el có­ dice atestigua que lo hace en menos de seis. También se en­ gaña Dioscórides cuando, en otro lugar, dice que «comida la raíz del cólquico, mata como los hongos». No es así; no ahoga porque el’ crecim iento de su materia oprim a la res­ piración, sino porque, intrínsecas, la raíz lleva consigo subs­ tancias que adorm ecen la fuerza de los bofes, lo cual se cumple por química y sin que la raíz se acerque a ellos en »u carne, y de esta m anera se priva de aire al corazón. Esto dice Kratevas (y está m odernam ente probado) antes de na­ rrar cómo, de Sarmacia, le fueron enviados dos jóvenes sa63

nos e iguales entre sí, que eran herm anos nacidos de la mis­ ma placenta. Estos se am aban de m anera que, pensando que uno de ellos había de morir, ambos querían ser el que comiese el cólquico, lo cual resolvió Kratevas dándoselo a los dos, cada uno en una celda y en el mismo tiempo y can­ tidad. O currió que los labios y uñas de ambos se pusieron negros a la par y que su cabeza se derrum bó sobre el pecho en el mismo instante (que fue antes de que se cumpliese la cuarta parte de un día) y que ambos sonreían en el yelo ar­ terial, ya del lado de la m uerte, como sorprendidos por vi­ siones idénticas.

D el dorycnio

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los que han tragado el dorycnio, llamado de algu­ nos solatro furioso, se les representa un sabor de le­ che en el gusto, se les hincha de humedad la lengua y les sale a borbollones mucha sangre del pecho. También sue­ len purgar por abajo negras reliquias. Antes que se muestren estos accidentes, serán re­ medio común el vómito y los clisteres, pero les socorre­ mos en particular con aguamiel o leche de borrica. Son también saludables el vino paso con anís, las pechugas de gallina, las langostas marinas y los camarones.

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l solatro furioso no es el verdadero dorycnio, con el zumo del cual, antiguamente, se inficionaban los hierros de las lanzas para dar muerte más veloz. Pero es verdad que el solatro furioso (el cual es frígidísima especie) suele engendrar accidentes semejantes a los que acarrea el dorycnio: bebida una dracma de su raíz con vino, deprava el entendimiento y el juicio y represen64

r ta muchas cosas gratas y jocundas al hombre; bebido en canti­ dad doblada, le tiene fuera de sí tres días. Digo, pues, que el dorycnio (al cual llamaron uva de raposa los árabes) y el solatro furioso traen inconvenientes semejantes y a sus daños se acude con los mismos remedios.

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ioscórides no habría entrado en confusión a propósi­ to del dorycnio y el solatro si se hubiera detenido en la anotación de Kratevas que dice: «Puse el aceite negro en sus oídos y me di cuenta de su juventud al colocar un espe­ jo bajo las pupilas giratorias. Perseguía la sombra azul de los patios. De pronto, arrodillado, inició una canción que, siendo incom prensible, expresaba gratitud: cantaba como si se sintiera escuchado por un dios. Yo mandé abrir las puer­ tas y el joven núm ida empezó a andar hacia una hebra de luz que señalaba el límite de la noche; era feliz y de su cuer­ po se desprendían heces blancas: la belladona avanzaba fría y los espíritus se engrosaban en las cámaras del cere­ bro. Es cierto que hay una clemencia ciega en las substan­ cias que procuran ebriedad antes de la muerte». Kratevas había realizado su experiencia con el solatro furioso, lo cual se prueba en el hecho de que, aun siendo en lo demás semejante, si es sometido al dorycnio, las he­ ces del envenenado feliz son negras.

D el acónito

' ^ 1 acónito, al pronto, cuando se bebe, se muestra dulce y constrictivo en la lengua, y tras esta dulcedum­ bre da vahídos de cabeza, principalmente cuando se en­ dereza el paciente. Además de esto, hinche de humedad A ^á

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los ojos, crea pesadum bre en el pecho y debajo de las cos­ tillas, y hace salir p or abajo m uchas ventosidades. Evacuado el veneno, se dará al p acien te u n coci­ m iento de m arrubios o de ajenjos, de siem previva o de abrótanos, de cam elea o de camepitys. A provecha tam ­ bién u n a dracm a de opobálsam o con m iel o leche. H a­ cen el m ism o propósito el cuajo del cabrito y de la lie­ bre, dados a b eb er con vinagre. Vale igualm ente el vino en que se haya apagado escoria de h ierro. T ienen virtud la lejía y el caldo de las gallinas. os ajenjos se dividen en comunes y pónticos; ambos son muy amargos y medicinales; im piden la em bria­ guez y espantan los ratones; majados, valen contra los dolo­ res de los hipocondrios; con agua de lluvia y hiel de bueyes, sacan el zumbido de los oídos; por sí o, mejor, con vinagre, eliminan los hastíos y el aborrecim iento de la comida natu­ ral. La siempreviva nace entre los muros y en las zanjas sombrías; la hay mayor y menor, y, de la menor, se dan ma­ cho y hem bra; en cualquier especie y género, la siemprevi­ va restaña las heridas frescas y reprim e las inflamaciones hirvientes. La camelea es yerba cuyo fruto se parece al del mirto, y este fruto tiene sabor tan agudo que le dicen pi­ m ienta salvaje. Nada sé de la camepitys. Del cuajo, en mo­ do general, baste saber que es la substancia blanca que se para en las entrañas de los animales que aún viven de la le­ che de sus madres. ay diversas especies de acónito, como ya está declarado, H pero todas ellas se curan con los mismos remedios, entre los cuales, se celebra la perfecta triaca, dada a beber en cantidad de dos dracmas con vino en que se haya cocido raíz de aristoloquia luenga o de genciana. A los que bebieron acónito, además de las

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señales que les atribuye Dioscórides, les viene gran aflicción de es­ tómago y temblores universales.

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ratevas hizo traer acónito, que florecía azul junto a las aguas manantiales (al acónito le llaman napelo y cen­ tella, quizá porque su raíz resplandece como el alabastro en la cercanía de una lámpara, aunque tam bién pudiera ser porque con él se enciende suavemente el opio) y dispuso del alcaloide, más allá de lo que pide la ciencia, com pran­ do la palabra hasta la m uerte de un tal Cippo, blasfemo y conocedor de lenguas; para ello le prom etió la salvación de Shu, adolescente asiático. Tomado del acónito, Cippo declaró su pasión según se puede leer en el códice: «Durante un tiempo, sintió mo­ vimientos desconocidos en su lengua y que los espíritus más graves abandonaban su cuerpo con dulzura; después, frialdad en las venas; a esto siguió un gran vértigo, como si durante mucho tiempo contem plase el abismo. Con los ojos cerrados quiso explicarme la existencia y la forma de un gránulo de luz que se movía en su interior, y cómo esta visión era cada vez más débil hasta que únicam ente sentía las tinieblas. Luego, ya con los ojos abiertos y vaciados de mi­ rada, me aseguró ver algunos rostros que conservaba en su corazón. Pienso que mentía. Después, para consolarse y ofen­ derm e, me habló con detalle de los ojos de Shu; de cómo, en las aguas sostenidas entre delicadas membranas, nadaba (semejante a como lo había sentido en sí mismo) un átomo de fuego que se extendía dulcem ente cuando él, Cippo, to­ maba la cabeza de Shu en sus manos. »Pasada la sexta parte de un día, dejó de contestarme. Su boca exhalaba corrupción y en su rostro lucía aún la maldad. Me di cuenta de que el coma entraba en el espesor del cerebro. Así perm aneció dos días y al tercero dejó de la­ tir.» 67

De la m iel h eracleótica

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e halla en H eraclea de Ponto, d on d e se engendra el acónito, u n a suerte de m iel que, com ida o bebida, causa accidentes sem ejantes a los del acónito, y, así, se co­ rrigen sus daños con los m ismos rem edios. Fácilm ente se restituyen aquellos que la tom aron dándoles a beb er cla­ rea con algunas hojas de ruda.

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e esta miel, que las abejas tom an del rocío que cae so­ bre las flores del acónito (de éste hay m uchedum bre en las solanas de H eraclea), no hace otra m ención Kratevas que la de un pastor póntico que, inocente y olvidado de las mujeres del servicio, a fuerza de ham bre comió de ella más de la que le convenía, que era ninguna, lo cual le sacó de sentido y volvió frenético y lascivo de m odo que copulaba con los carneros y sus propios herm anos le hicieron m orir en el interior de una cisterna.

D el culantro o se puede encubrir el culantro. Bebido, vuelve ron1. n! ca la voz y engendra un furor com o el de los em ­ briagados, acom pañado de palabras deshonestas, adem ás de que esparce p or todo el cuerpo del que lo bebe su pro­ pio olor, que recuerda la orina de las acémilas. Socorrere­ mos a los que haya ofendido dándoles a beber vino con ajenjos. Podem os así m ism o darles huevos destem plados con salm uera, o la salm uera m ism a bebida p o r sí. 68

vicena quiere que solamente el culantro verde, y no el se­ co, tenga facultad venenosa y estupefactiva, con la cual engendre vahídos, furores, borrachez y bobería, y que el seco ha­ ga los efectos contrarios. Esto repugna a la razón, visto que cual­ quier planta seca, aunque tenga menos humor que la verde, no por eso deja de poseer la misma propiedad y virtud, aunque más remisa y flaca. Porque si la simiente del culantro, después de se­ ca, produjese efectos contrarios a los que produce la verde, sería necesario que se permutase en otra especie y naturaleza contra­ ria. Por tanto, concluyo que los que indiscretamente tienen en fre­ cuente uso el culantro, se someten a muchas y muy crueles enfer­ medades, las cuales poco a poco se engendran y, después, cuando no se catan, acuden sin que se sepa de dónde proceden. Verdad es que, estando bien preparado con vinagre, el culantro pierde mucha de su maldad y se vuelve más agradable al gusto, co­ brando un no sé qué útil a la cabeza.

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D el p silio

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l psilio eng end ra notable frialdad y entorm ecim iento de todo el cuerpo, con revolución de fuerzas y tristeza. A los daños del psilio convienen aquellas subs­ tancias que son útiles en los que acarrea el culantro.

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l psilio, llamado en Castilla zaragatona, sirve para refres­ car la lengua desecada de las calores febriles; bebido, cau­ sa con su excesiva frialdad gran estrechura del anhélito y an­ gustias graves de corazón. De estos inconvenientes, la cura verdadera consiste en evacuar el veneno por arriba o por abajo, y en confortar después los miembros resfriados con antídotos, co­ mo son la triaca y la confección de alkermes.

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el culantro y el psilio pensaba Kratevas que ninguno de ellos era yerba mortal, siendo el psilio únicam ente útil para reprim ir los ombligos y el culantro para perfum ar las salsas. Por burla y por dar noticias a Mitrídates, hizo her­ vir las semillas separadas y que así las bebiesen Látide y Mu­ da, esclavos recibidos de Pharnaces en pago de servicios secretos. Estos esclavos eran de nación cólquida, limpios e inclinados a la dulzura, mas perezosos en ablandar los cue­ ros y m oler la sal. No se juntaban con mujeres y entre ellos hacían el matrimonio. No quería Kratevas extrem ar el castigo y, una vez que bebieron, m andó encerrarlos en una celda blanca, donde él pudiese verlos y oírlos. Y cuenta que Muda, en quien obra­ ba el psilio, pedía amor a Látide con lengua torpe y crecida dentro de la boca, y que, habiendo entrado en la celda pa­ ra examinar los cuerpos, pudo sentir que en Látide latían veloces los hipocondrios. Pasado un día, vio que Muda dejaba caer por sí la ori­ na, como viejo o niño de teta, y que llamaba a su madre so­ llozando, y dice Kratevas que este infantilismo y esta m odo­ rra significan espesor de los espíritus cerebrales. Látide, muy de otra m anera, se erguía delante de Mu­ da como un áspid y le escupía al hablarle: «Mi asno mete su verga en la boca de tu madre. Anda a llorar al prostíbulo». Con ésta y otras suciedades ofendía Látide a Muda. Al fin, Kratevas, confirm ado en su pensam iento sobre las yerbas, se aburrió de la doble locura y m andó que los despertasen con vergajazos y que bebiesen salmuera. Vuel­ tos los hom bres en sí, entraron en una gran tristeza.

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De la cicuta

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a cicuta eng end ra vahídos de cabeza, y de tal suer­ te ofusca la vista que no ve nada el paciente. Le so­ brevienen zollipos, se le turba el sentido, se le hielan las partes extrem as y, finalm ente, se le ataja el anhélito y así viene a ahogarse pasm ado. P or ello, al principio procu­ rarem os evacuarla p o r vóm ito, com o en los otros vene­ nos, purgando después p o r abajo lo que haya descendi­ do a las tripas. H echo esto, vendrem os al rem edio más soberano de todos, que será darle a beber vino puro. Tam­ bién, a los que pensem os que conviene, darem os leche de borrica. Sirven así m ism o la pim ienta y el castóreo, la ru d a y la yerbabuena. Tam bién el am om o, el cardam o­ m o y el estoraque, bebiendo u n a onza. O la m ism a can­ tidad de sim iente de ortigas, o el laserpicio, dado a beber con aceite. son hipo convulsivo y sollozos; tam bién se les Z ollipos llama singultos; vienen de la elevación del hígado y es

accidente angustioso que estorba el tránsito de los m ori­ bundos. El amomo es una especie de vid silvestre e índica cuya simiente, negra y picante, se bebe contra el bazo cre­ cido. El cardamomo, yerba con granos olorosos y acres que se dan a los que sufren de perlesía. Del laserpicio se sabe que, pastándolo, las ovejas duerm en y las cabras estornu­ dan.

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a cicuta o ceguta, congelando la sangre y mortificando el calor natural, con su frialdad intensa despacha. El ver­ dadero remedio es echarla luego del cuerpo, antes que penetre su facultad en los senos del corazón, y, después, corregir con calorí71

ficas medidas la mala cualidad que dejó en el estómago y en los otros miembros intrínsecos. A este efecto sirve por excelencia dracma y media de genciana, bebida en cocimiento de díctamo.

K

ratevas cuenta cómo, obediente a Mitrídates, hubo de hacer m orir al cantor Alceo, padre de Estratónice, la concubina de mayor dignidad en la casa del Eupátor, quien sabía que este anciano hablaba de él con desprecio en los mercados. Tenía Kratevas noticia de la suavidad de la m uerte de­ bida a la cicuta lacónica, y, para usar de ella con Alceo, su amigo, se la hizo traer, purísima, de Esparta. Y estando el anciano en casa de Kratevas, éste se la sir­ vió encubierta en vino griego. Atardecía en las terrazas y Al­ ceo bebió lentam ente delante de las sombras. «En el espacio de una hora, sus pupilas broncíneas se hicieron grandes y profundas a costa del anillo am arillen­ to y de la blancura de la córnea. Acercándome, llamé a Al­ ceo por su nom bre, pero ya se habían cerrado sus oídos y no había m irada dentro de sus ojos. »Bajo mis manos, su frente se hizo sentir fría y húm e­ da a causa de que la cicuta convierte en finísimo hielo la sangre de las celdas cerebrales, de lo cual vienen sordera e imbecilidad como si el pensam iento colgase fuera del m un­ do. »E1 cuerpo de Alceo se irguió en m anera convulsa, pero ya había desertado su alma y no daba de sí otra señal que un derram am iento de heces coléricas.» El dietam o de Candía hace abortar y, puesto, saca las astillas hincadas en la carne.

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D el tejo

E

l hervido de las bayas del árbol llamado comúnmen­ te smilax, y de algunos thymo, así como de los lati­ nos taxo, si se bebe, induce por todo el cuerpo una gran frialdad, ahoga y da muerte muy presta y acelerada. Sus inconvenientes requieren los mismos remedios que la ci­ cuta.

N

o solamente tragado el tejo mata, sino con su sola sombra; mas esto no siempre, sino cuando florece. A sí lo amones­ ta Plutarco en el comentario tercero de su Symposio. Así mismo es mortífero el tejo a las bestias que lo suelen rumiar, como sucede con los bueyes. Nunca pierde el tejo las hojas. Su fruto es sabroso y dulce. Vuelve negros a los pajarillos que de él se ceban, y, comi­ do de los hombres, engendra fiebres continuas y disenterías, de lo que se puede conjeturar que su complexión es más caliente que fría, a pesar de que a sus daños se acude con los remedios de la cicuta, la cual es inclinada al yelo. La adelfa, en ofender es se­ mejante al tejo, siendo veneno mortífero de las bestias y de los hombres, y sus daños se remedian con los mismos remedios que se dan contra el acónito.

D

emetrio, servidor de Pompeyo, queriendo saber si existía virtud mortal en la sombra del tejo, se acogió a ella y perm aneció pacífico hasta que sintió un gran frío y que se endurecía en él la túnica del corazón. Aún se estuvo acostado bajo las ramas inmóviles hasta advertir enloqueci­ dos los pulsos y que la propia vida pasaba en figuras delan­ te de sus ojos. Cuando comenzó a ver únicam ente una luz quieta y vacía, hizo la señal convenida y sus criados le saca­ ron fuera del círculo negro. Convaleció y quedó para la vi73

da, que fue larga y sometida al espanto de las desaparicio­ nes conocidas en el límite.»

D el licor d el cárpaso 1 licor del cárpaso engendra sueño m uy grave y aho­ ga. A sus daños valen los rem edios de la cicuta. I licor del cárpaso, llamado en griego opocárpaso, es una goma que viene mezclada con la mirra, en lugar de la algunas veces, bebida por yerro, fue causa de muerte a musegún nos testifica Galeno en el primer libro de los antídoratevas, por razón oculta, entró en obediencia de Pharnaces, hijo de M itrídates, cuyo poder pendía de la voluntad del padre. Mónima, segunda esposa de éste, aborrecía a Pharnaces y procuraba volver contra él el áni­ mo del Eupátor. Kratevas resultó envuelto en estos odios y, habiendo caído Mónima en estado febril con ferm entación leve de la cólera, lo que hubiera podido resolverse con acederas, hi­ zo que, encubierto, bebiese el opocárpaso, tras lo cual en­ tró Mónima en grave sopor y, en diez horas, su respiración era fría y sus deposiciones blancas. Enojado, Mitrídates hizo llamar a Aristión, que cura­ ba por cirugía. Mónima mostraba las uñas negras y las ore­ jas transparentes. A la desesperada, Aristión descubrió el hígado y lo sometió a cauterio, pero ya de sus telas interio­ res fluía un aceite oscuro aunque acerado como substancia 74

de centella, y M ónima despertó tan sólo el tiem po de mal­ decir. Dice Kratevas que, tras una última convulsión, sintió, envuelta en bilis, salir su alma por la boca.

De la yerba sardonia

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a yerba llamada sardonia es una especie de ranúncu­ lo. Ingesta, perturba el sentido y de tal suerte retira y tuerce los labios que parece que engendra risa. A los que la hubiesen tragado, será remedio útil y particular darles a beber, después del vómito, aguamiel y leche en cantidad y hacerles unciones con medicinas ca­ lientes por todo el cuerpo. Aprovechará también meter­ los en un baño de agua y aceite, dentro del cual conviene fregarlos con diligencia. En suma, requieren la misma cu­ ra que los que padecen de retracción de nervios. TT TT

aman los herbólanos a esta especie de ranúnculo

Jl ^ i apium risus, porque, mascada, tuerce con su dema­

siado calor los labios y hace reír y regañar los dientes. Socorren contra esta yerba los mismos remedios que sirven contra el espas­ mo, y no contra todo espasmo sino contra aquel que nace de las ebulliciones héticas y efímeras, que con estas cualidades nos ofen­ de el ranúnculo. Se tiene pues en este caso por remedio excelente la borrachera, y, así, conviene a los pacientes darles a beber vino en gran cantidad para que duerman largo tiempo. Es también muy saludable el zumo del toronjil. Por lo demás, procuraremos confortar los nervios con fomentaciones hechas de aceite o vino, en el que hayan hervido la salvia, el cantueso y otras yerbas de este jaez. Tienen propiedad admirable en este negocio el aceite 75

vulpino y el de castóreo, con cada uno de los cuales conviene un­ tar toda la espina, principalmente aquella parte donde la cerviz se junta a la cabeza.

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e los ranúnculos violentos describe Plinio hasta cua­ tro géneros, y uno de ellos, cuyas flores tienen el co­ lor del azufre, debe de ser el apium risus, que en Castilla llaman revientabueyes y yerba de fuego. Del nom bre gené­ rico, ranúnculo —ya dicho por los griegos batrachion—, no sé la causa cierta aunque bien pudiera ser el que toda es­ pecie de yerba ranúnculo se da en tierras encharcadas. La salvia es mata blanquecina y aromática; hervida, alivia la comezón de la entrepierna, hace fecundas a las mujeres viejas, ayuda a orinar y conviene a los tísicos. El aceite vul­ pino es el zumo de la que llaman cola de zorra; seca las ri­ jas sangrientas. De la región de Uta, en la isla de Cerdeña, se había hecho traer Kratevas algunos manojos de sardonia, con su blanca cabellera de raíces, y los puso en cultivo en lugar re­ cogido del jardín, hincándolos en tierra que m antenía ane­ gada con agua de lluvia. Sabía el Rizotomo —que éste era el sobrenom bre de Kratevas— que los antiguos sardos usa­ ban esta yerba para sacrificar a los ancianos, lo cual hacían con arrebatada crueldad. Y de esta misma usó él, apartado de la serenidad científica, llegados el día y la causa, que fueron al hacerse manifiesta la preñez de Ibrah, asiática, es­ clava, de trece años, a la que Kratevas amaba sin haberla to­ cado aún en su virginidad. Fue averiguado que el autor de la preñez —Kratevas no dice su nación ni su nom bre— era un mozo, poco más que un niño, servidor de Tigranes, el prim er general póntico de M itrídates, y a este Tigranes com pró Kratevas el es­ clavo por cuanto quiso, sin pararse en avaricias —que eran muchas, según se sabe por las actas que tratan de la servi76

dum bre a Pompeyo después de la m uerte de Mitrídates— . Y escribe Kratevas: «De la flor amarilla amasada en el vinagre, puse dos onzas repartidas en los oídos y en los ojos, en las narices y en los labios, en el interior del prepucio y en la profundi­ dad del ano. Hervía la carne y rezumaba una substancia se­ mejante a cardenillo adelgazado en leche. Los gritos llega­ ron a resultarm e molestos. Añadí más vinagre al preparado y le ordené abrir la boca. Obedecido, hice que recibiese en su interior la sardonia líquida. El hom bre puso en el aire un solo y gran alarido que fue debilitándose hasta adquirir suavidad musical, y así dio paso a una risa m uda sobre el crujido de los dientes. Con las horas, la necia sonrisa se in­ movilizó; uñas y párpados se mostraban azules, indicando la interior gangrena; hedía y sus orejas parecían talladas en hielo. Era mozo fuerte y tardó dos días en morir.»

D el hyoscyam o, llam ado en C astilla b eleñ o

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l hyoscyamo hace salir de tino, pero se deja curar fá­ cilmente. Se tiene por remedio contra todos sus da­ ños el aguamiel y también la leche, sobre todo la de la borrica, o, faltando ésta, la de cabra; también el coci­ miento de higos pasos. Sirven al mismo efecto los piño­ nes y la semilla de los pepinos. Es a propósito la grana de las ortigas y el nitro con agua. Además, la cicorea, la mos­ taza, el mastuerzo y el rábano. Por lo demás, haremos que reposen los envenenados, ni más ni menos que co­ mo se hace con los borrachos.

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a cicorea es endibia salvaje; rezum a un licor blanco que tem pla el encendim iento del hígado. De la mos­ taza hay dos especies; la más valiosa es la que tiene el tallo velloso y la semilla, que aquí viene a ser el fruto, pequeña y roja; refregada con higos, conviene a la ciática; en emplas­ to, cura la tiña; m etida en sinapismo vale mucho contra las enferm edades frías del pecho. los que tragaron el beleño sobreviene gran relajación de A juncturas, se les apostema la lengua, se les hinche la bo­

ca de espuma, se les inflaman y paran turbios los ojos, se les es­ trecha el aliento y les acude sordera con vahídos de cabeza y co­ mezón en las encías y en todo el cuerpo. Además de esto, se les embota el sentido y les toma la gota coral. A l hyoscyamo negro re­ fiere Avicena todos aquellos daños que atribuyeron a la cicuta Dioscórides y Paulo Egineta. Es eficaz remedio contra el hyoscya­ mo la pimienta, bebiéndose de ella dos dracmas con algún vino oloroso. a pim ienta es el fruto de un árbol de Indias parecido al enebro, y este fruto son los granos menudos, blancos antes de m adurar y negros después, ni más ni menos que las olivas; es especie aromática y los antiguos la recom endaban, preparada con hiel de toro y heces de aceite, para resolver la cólera; Dioscórides la encarece, con miel, para la esquinancia, que es la enferm edad madre de las anginas, y, con pasas, para las flemas de la cabeza; también, en forma de la­ medor, contra las pasiones del pecho. Pienso que Kratevas conoció únicamente el beleño ne­ gro, que se hizo traer de tierras húm edas de Iberia. Este negro, que lo es en sus semillas, tiene las flores purpúreas. Consiguió abundancia de él cultivando la simiente en almácigos. 78

Pretextando misericordia, había recogido Kratevas en su casa, para que viviera ociosa entre los criados, a una m u­ jer como de cincuenta años, antigua sacerdotisa m enor en los templos de Assur, encargada de lavar las estatuas de los dioses después de los sacrificios, y la trataba con dulzura sin más interés que el de hacerle probar algunas substancias. H abiendo recolectado el beleño en día sereno, sepa­ ró Kratevas los frutos minúsculos y, mayándolos, logró un zumo que puso en mixtura con aceite de adorm ideras. Serwa, que así se llamaba la mujer, consintió una vez más en las experiencias de su protector, y éste las relata de la si­ guiente manera: «Fue lo prim ero espesar al fuego parte de la m ateria y untar con ella los sobacos de Serwa, quien, cum plida una hora de la unción, me miró feliz para decirm e que no sen­ tía peso en su cuerpo, que había música en su pensam ien­ to y que se sentía llamada a nadar en la luz. »Cesó el engaño con las horas v, habiéndole hecho beber hasta cinco escrúpulos del beleño, dio prim ero en desconocerme y olvidar su nom bre y los rostros familiares, entrando luego en un sueño de m ucha gravedad. Advertí que su sangre se enfriaba y extendía con gran lentitud por las venas. »Pasados siete días, despierta y en estado de gran de­ bilidad, le suministré hasta dos habas egipcias. Su erección lite súbita como lengua de áspid. Convulsa y con desmesu­ ra de pupilas, invocaba a Istar mezclando súplicas y obsce­ nidades, lo cual significa visiones y necedad violenta. Tuve piedad de esta m ujer y le hice beber, sujetando sus dientes, en cantidad de medio acetábulo, sabiendo yo que, con el peso de esta dosis, la facultad venéfica alcanzaría el cora­ zón. Así fue y, pasada la noche, el fámulo cirujano que ha­ bía separado los huesos de la cabeza, me m ostró una gran ¡nllamación de las cámaras cerebrales, con lo cual quedé confirmado en que Serwa llegó a sentir, como verdad física, 79

alguna semejanza con las palabras o el cuerpo de los dio­ ses.»

De la m andrágora

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ebido el caldo de la mandrágora se sigue un pro­ fundísimo sueño, resolución de virtud y tan pertinaz porfía de dormir que el accidente no difiere en nada de la letargia. Antes, pues, que acaezca alguna de estas seña­ les, conviene provocar vómito y darle a beber aguamiel al paciente. Además, procuraremos despertarle y moverle el cuerpo, y le daremos a oler euphorbio, pimienta, mosta­ za, castóreo y ruda, majada con vinagre cada una de estas cosas. A este efecto sirve también la pez líquida y el humo del pábilo de la candela. No despertando el paciente con estos beneficios, le aplicaremos cosas que hagan estornu­ dar.

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l euphorbio es semilla que entra como fuego por las narices. La pez, resina negra, se adm inistra en unción contra las inflamaciones de la campanilla y de las agallas; con cera, arranca las uñas sarnosas; con incienso, reduce las fisuras del ano. La pez líquida y negra se logra carbonizando m adera de pino y se em plea también contra la roña de los ganados y, mezclada con sal, para dar tiempo en las m orde­ duras de las serpientes; vale asimismo para las uñas que se pudren y saca la costra de los carbunclos.

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a mandrágora ofende principalmente al cerebro, templo y domicilio del ánima, por donde, súbito tras el vómito (el

cual no tiene que ser muy forzado), procuraremos revocar y di­ vertir la materia hacia abajo con clisteres agudos, fricciones ás­ peras de brazos y piernas, ventosas aplicadas a las nalgas, liga­ duras fuertes de extremidades y, finalmente, con sanguijuelas ¡tuestas al sieso. No aprovechando estas diligencias, acudiremos a la cabeza, rayéndola y fregándola con pimienta molida o con clavos de especias. Mas no despertando el enfermo con esto, apli­ caremos ventosas al colodrillo y encima de él usaremos de algu­ nos emplastos vesicatorios, como el que se hace de levadura y mos­ cas cantáridas, para revocar los humores de dentro a fuera. Con un cañoncico, soplaremos también la pólvora del eléboro blanco dentro de las narices y le untaremos la frente y sienes con aceite de castóreo, por cuanto algunos tienen por sospechoso el rosado en tan frías disposiciones, bien que, aunque sea frío, todavía conforta el cerebro, reprime los humores que corren a la cabeza y revuelve los que están ya en ella arraigados, por los cuales res­ pectos lo consiente Galeno en el puntual principio de cualquier letargía. El fruto de la mandrágora, cuando se come maduro y Ubre de la simiente, es grato al gusto y no hace notable daño, mas, comido verde, abrasa la lengua y engendra encendimiento ¡>or todo el cuerpo, cosa de no creer de planta fría en el cuarto grado. Comidas las nueces mételas, vulgarmente llamadas vómi­ cas, no solamente matan a los perros sino también a los hombres, causando accidentes gravísimos y semejantes a los de la man­ drágora, por cuanto emborrachan, dan vahídos de cabeza, obs­ curecen la vista y engendran sudores fríos, precursores de la muerte, ya vecina. Estos inconvenientes se curan con los reme­ dios del opio, como referiremos en el siguiente capítulo. sieso no es otra cosa que el vergonzoso ano. La m an­ E ldrágora, que ya he dicho que la hay macho y hem bra,

es notable, en cuanto a sus potencias y figura, principal­ mente por la raíz, que en la hem bra es negra por fuera y 81

blanca por dentro, siendo únicam ente blanca la del macho. Una y otra suelen adoptar formas con semejanza hum ana. Por lo demás, tienen hojas dentadas, una sola flor y algunos frutos que, con m enor fortaleza, participan en la propie­ dad del raigón. Se crían en los terrenos bajos y húm edos, pero, en la Bética y en Siria, la más deseada, cuando con ella se pretende hacer fecunda a una mujer, es la que crece en la cercanía de los patíbulos. Ha de arrancarse guardán­ dose de vientos contrarios, dentro de un círculo m arcado a cuchillo en la tierra. Todo esto es por preservar la vida del colector y la fuerza de la raíz. Entre los usos que pueden procurar salud, cuenta que reduce y limpia las rijas que ma­ nan en los ojos y que ayuda a expulsar la bilis, pero ha de saberse que, si se dan más de dos óbolos, es m ateria mortal. Se entiende en el códice que Kratevas, desde su in­ fancia, sentía tem or de las pasiones que m anan de la m an­ dragora, y era su opinión que quien la daba a otro para mal era parte en el daño, recibiéndolo él incluso en el extrem o de la m uerte, y que esto era siempre si no se tenía pacto con seres saturnales. Sea como fuere y presum iendo cuali­ dad letárgica en este fruto, encargó a un hom bre de su con­ fianza que arrancase una m andrágora hem bra, y este hom ­ bre lo hizo conjurando la tierra con orina de m ujer y envolviéndose el rostro y las manos con la piel de un perro blanco. Habló Kratevas con Aristión y negociaron las poten­ cias de la m andrágora de m anera que éste, teniendo que abrir el bazo de un hom bre de respeto, lo hizo sin dolor dentro de un profundísim o sueño. A este fin y obedecien­ do a Kratevas, puso a espesar al sol el zumo de la raíz y se lo dio a beber adelgazado con vino. No bastando, alcanzó la letargia m etiéndole la m andrágora por el ano. El varón despertó y Kratevas lo relata envaneciéndose de su ciencia y menospreciando la de Aristión. 82

Del licor d el papáver o adorm idera, llam ado m econio y opio

los que toman opio les sobreviene un profundísi­ mo sueño, con gran frialdad y comezón tan inten­ sa que, muchas veces, aumentándose la fuerza de la pon­ zoña, ella sola basta para despertarlos. Además de esto, transpira por todo el cuerpo el olor del opio. Socorrere­ mos a los que lo han bebido dándoles oximel con sal o miel con aceite caliente. Es también útil el vino con ci­ namomo y el vinagre hirviendo. Así mismo les ayuda el orégano con lejía, la simiente de la ruda con panace y la pimienta con oximel y ajedrea. A estos atosigados convie­ ne despertarlos dándoles a oler substancias agudas y, a causa de la gran comezón, bañarlos en agua caliente. Les aprovecha, en saliendo del baño, sorber caldos gordos y beber con aceite los tuétanos de los huesos. hortense no debe confundirse con el erráti­ E lco,papáver que es la amapola; tiene la caña atravesada de fís­

tulas y la flor con pétalos blancos, rosados o violáceos; su si­ miente cura la elefantiasis, pero ha de adm inistrarse con escrúpulo porque, en su naturaleza, es enem igo del hom ­ bre y con una sola onza da la m uerte. De la adorm idera se obtiene el m econio m ediante cocimiento a fuego manso, y este zumo es provechoso para los ojos encendidos, admi­ nistrado con yema de huevo y azafrán; tam bién, con leche de mujer, para las heridas frescas. El opio es la lágrima que la adorm idera destila naturalm ente m ediante cortes obli­ cuos; tiene olor muy ofensivo y, como el meconio pero con mayor fuerza, es provocativo del sueño. Del opio se extrae morfina, que sirve para resolver el dolor y olvidar toda pe­ sadumbre; por sí mismo vale a los gotosos; sus vapores en­

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gendran sueños viciosos y este placer m ata enfriando el ce­ rebro. El oximel es miel y vinagre blanco; ha de cocerse diez veces. El cinamomo es el árbol de la canela. La lejía, en tiempos de Laguna, no pasaba de ser agua cocida con ceniza; ésta usaban las lavanderas, pero, siendo de maderas nobles, se mezclaba con las medicinas cáusticas y, por sí misma, servía para encorar las llagas. Panace es la planta de que se hace el licor opopónaco; tiene la flor dorada y la simiente olorosa y picante. El opopónaco es una grasa ama­ rilla y amarga que purga la flema gruesa, extirpa los car­ bunclos y alivia la sofocación de la m adre y la pasión histé­ rica. La ajedrea cunde en lugares atravesados por vientos africanos; da sabor a los guisados y estimula el apetito ve­ néreo.

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ajo especie de medicina, suele muchas veces matar el opio por la gran inadvertencia y temeridad de los médicos. Por­ que como este licor, así bebido como aplicado, con su facultad es tupefaciente corrompa totalmente el sentido de cualquier parte y por este respecto haga que el dolor no se sienta, suelen algunos médicos indiscretos, cuando se queja mucho el paciente o cuan­ do no puede dormir, darle a beber sin duelo medicinas opiáceas, con las cuales se adormece de un tan pesado sueño que no des­ pierta jamás. Conviene administrar el opio muy cautamente y de arte que pensando en quitar el dolor no quitemos la vida al en­ fermo. Dado a beber, no se puede encubrir a causa de su abomi­ nable hediondez, salvo si se da en cantidad tan pequeña que no sea bastante para ofender. Causa gran comezón, porque como su excesiva frialdad apriete y condense todos los poros, impide la evaporación de la cólera, la cual, detenida entre el cuero y la car­ ne, con su agudeza y calor hace aquel sentimiento. De esta mis­ ma razón procede que si tenemos alguna parte del cuerpo muchos días constreñida con algún defensivo, al fin sentimos en ella tal ardor que con las uñas la queremos hacer pedazos. Además de las 84

señales arriba dichas, a los que bebieron gran cantidad de opio se les para amarilla la cara, los labios gruesos y verdinegros, las u ñas del color del plomo y los ojos turbios y congelados. Fuera de esto, se les relaja la mejilla inferior, se les engruesa la lengua, se les acorta el anhélito y, finalmente, les sucede zollipo y pasmo. Conviene, pues, fregar a éstos con paños ásperos todo el cuer/>; tirarles de la barba, de las orejas y de las narices; provocarles es­ tornudos con pólvoras fuertes; echarles ventosas; atarles los miem­ bros y untarles el cuerpo con acáte de castóreo. veces se han m encionado la cólera y los hu­ B astantes mores coléricos, pero no he dicho gran cosa sobre lo

«Iue esta pasión pueda ser en el pensam iento de Dioscóri(les y Laguna. Bajo las fiebres, la cólera es esparcim iento de l;i hiel que está en la vesícula, debajo del hígado, y esta hiel es negra (color de centella m uerta, decían los castellanos) como sombra con alguna luz dentro; en estado de salud, esle hum or es suavemente amarillo, además de seco y amar­ go; encendido, levanta fiebre pútrida. Cuenta Kratevas que, siendo él servidor de Pompeyo, »e le acercó Flaco, capitán de Sila en Q ueronea y en tiem­ po de las prim eras guerras con Mitrídates. Flaco, viejo de sesenta años, tenía en sí gran sufrimien­ to a causa del carbunclo que roía sus intestinos; presentaba diarreas sangrientas y, en su cuerpo y rostro, el azul de la cianosis. Tomado por la vejez, tem ía a la m uerte y al dolor, gastado ya el ánim o que había usado en las batallas. Flaco ofreció a Kratevas un dinero, que debió de ser mucho, si le liberaba de sus dolores, y Kratevas lo aceptó prom etiendo ayudarle tam bién en la tristeza. Y lo relata de la siguiente manera: «En la m añana, Flaco venía a mi casa y yo le daba dos granos de opio con azafrán y vino viejo, con lo que queda­ ba ajeno a sufrim iento por un día. Y, pasado el tiempo, em­ 85

pezó a venir cada vez más tem prano, de modo que muchos días vio am anecer ante mis puertas. Advirtiendo yo que el carbunclo comía en él hasta dejarlo impedido, com encé a enviarle la preparación por un criado y yo mismo le visita­ ba en su lecho. Flaco me daba cuenta de cómo, bebido el opio, su vientre y su espíritu dejaban de sufrir, y que em­ pezaba a sentir el espacio exterior como en la suavidad de un sueño, con todas las cosas ordenadas y suspensas como las partes de una música que no se dejaba oír. Con el tiem­ po, vencido por las súplicas de Flaco, hube de sum inistrar­ le hasta el vigésimo de una onza, lo cual le hacía dorm ir sin manifestaciones, aunque él, al despertar, hablaba de una luz tranquila cuyas partículas entraban en su cuerpo. »Pero llegaron días en que no bastaba este peso de opio para atajar la miseria, y Flaco, apenas cerraba los ojos, salía de sí con horribles gritos. La piedad hizo que le ofre­ ciese hasta una onza de zumo de papáver diluido, la cual Flaco bebió lentam ente. Al otro día, en la habitación malo­ liente, vi su rostro ennegrecido y, en sus labios, también ne­ gra, la huella de su última sonrisa.»

D el phárico

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l que tiene por nombre phárico se parece en su sa­ bor al nardo salvaje y engendra perlesía y espasmos. Conviene, pues, a los que lo hubieren tragado, darles ajen­ jos con cinamomo y mirra o con el nardo gálico, llamado de algunos serine. O dos dracmas de spica nardi; o la raíz de la íride con azafrán. Les raeremos también la cabeza y les aplicaremos un emplasto hecho de cebada, ruda y vi­ nagre. 86

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a spica nardi es raíz de nardo siriaco. El azafrán, bien conocido en las cocinas, es planta cuya flor morada tie­ ne unas hebras como oro encendido y éstas son propiam en­ te el azafrán; dice Laguna que su virtud es tal que, sostenido algún tiempo en la mano, es como si tocara el corazón; cuentan otros que, en las fiestas y sacrificios, los que se co­ ronaban con flores de azafrán no eran tomados por la em­ briaguez; está aceptado que, con huevos o leche de mujer, sirve para el hum or insano de los ojos.

E

l phárico en nuestros tiempos no es conocido aunque fue muy vulgar en los siglos pasados, y por ello no sé decir de él otra cosa sino que su malignidad y ponzoña se embotaba y co­ rregía antiguamente con el olor suave de los membrillos, según refiere Philarko.

L

a ligereza de Laguna y del propio Dioscórides al hablar del phárico, se dan la mano con la de Kratevas, quien dice únicam ente que esta yerba toma su nom bre de la isla de Pharos, en cuyos arenales marinos crecía al igual que en los de otras costas asiáticas. Habla después, sin detenim ien­ to, de un esclavo imbécil que vagaba por las cuadras y patios del palacio de Mitrídates. A este esclavo, durante diez días, había adm inistrado el phárico hervido siguiendo el consejo de una hechicera de Alejandría, y esto sólo para averiguar si la yerba tenía propiedad mortal, según porfiaba la hechice­ ra, y si la hiel de cabra era antídoto repentino. De todo ello no quedó más que la imbecilidad probada del menesteroso a quien todos ofendían. Este, al ser de noche, se retiraba a un establo y, abrazado a un buey blanco, gemía durante ho­ ras el nom bre de su madre. 87

D el tóxico

1 tóxico, según parece, se llamó así porque los bár­ baros teñían con él sus saetas. El tóxico inflama lue­ go la lengua y los labios y vuelve locos de atar a los que lo hayan bebido, tentándoles el sentido con imaginaciones, por donde con dificultad se remedian y muy pocas veces escapan. Conviene, pues, atar muy bien a los atosigados y ha­ cerles por fuerza beber aceite rosado y constreñirles a re­ vesarlo. Aprovecha la simiente del nabo grueso y redon­ do, pero principalmente es útil la sangre de cabrón. Sirven al mismo efecto las cortezas del roble, del haya y de la encina. Hacen también al propósito los membrillos majados con poleo, el amomo y el fruto del bálsamo. Si con estos remedios escapan del tóxico, están mucho tiempo en la cama y, después de levantados, viven tontos y atónitos lo que les queda de vida. en griego, significa la saeta y el arco, de donde vi­ T oxon, no a llamarse tóxico este género de veneno porque anti­

guamente los bárbaros (debajo de cuyo nombre los griegos enten­ dían todas las naciones extranjeras) inficionaban con su licor las saetas para matar más presto. Por esta razón se podría tam­ bién llamar tóxico el eléboro, que llamamos en Castilla yerba de ballesteros, visto que con su zumo se suelen teñir las saetas para matar diestramente a los inocentes venados. Y dado que por los tóxicos entendió Plinio los venenos llamados tóxicos (quiero de­ cir aquellos que se hacían del zumo del tejo), todavía conviene te­ ner por cierto que el tóxico fuese una yerba particular y muy ve­ nenosa, la cual no solamente bebida, sino también aplicada sobre cualquier herida fresca, se mostraba mortal, y por la gran malignidad de ésta todos los venenos vinieron a llamarse tóxicos. 88

Se persuadieron algunos de que el tóxico de Dioscórides y el napelo de los árabes fuesen una cosa misma, y, cierto, no sin alguna razón, por cuanto, según Avicena, con el napelo se in­ ficionaban las saetas antiguamente. Sabemos, de otra parte, que no se halla en los árabes que el napelo engendre tan furio­ sa locura que convenga atar a los pacientes, lo que sí se lee del tóxico. Además de esto, dice Avicena que el napelo hace salir los ojos de su lugar, que da vahídos de cabeza y que los que esca­ pan quedan casi siempre tísicos o sujetos a gota coral, daños que no se atribuyen al tóxico. Avicena cura a los que bebieron napelo con cierto ratón salvaje que pace las raíces del mismo na­ pelo, con manteca y con la raíz de las alcaparras, y estos reme­ dios son diversos de los del tóxico. Siendo pues diferente el napelo del tóxico, yo me inclino a creer, con Andrea Mathiolo, que el tóxico de los griegos y el maligno veneno que llaman tu so m los árabes sean la misma cosa. Todo ello visto que Avicena, hablando del tu so m , dice que causa inflamación de lengua y de labios, y que perturba el entendimiento engendrando accidentes de locura y manía. Sir­ ve también a confirmarnos en esta opinión la gran afinidad de los nombres, porque este vocablo, tusom , parece corrompido de (oxon.

de Laguna, pensaban de la tisis que las llagas E ndetiempo los livianos o pulm ones nacían de un hum or acre

que, engendrado en la cabeza por un mal viento o por ham ­ bre o por tristeza, caía hasta ellos. Las alcaparras son matas espinosas de las que se aprovecha la m enudez del fruto; se crían en lugares ásperos y en los muladares; hacen estériles los terrenos en donde prosperan; algunas especies son tan violentas que corroen las encías; para condim entar los gui­ sos, se conservan en salmuera; es cierto, a su favor, que pur­ gan las superfluidades sangrientas. Andan Dioscórides y Laguna con las opiniones sueltas 89

y cruzadas sin por ello errar de m anera patente. Yo puedo, con la autoridad de Mattioli, confirm ar que el tóxico no tiene nada con el napelo, que se cría entre berros; ni con el tejo, del que ya se ha dicho algo en este libro; ni tam po­ co con el acónito, aunque éste se em pleara tam bién para em ponzoñar saetas. Mejor se entiende que el tóxico sea la misma cosa con el eléboro y el veratro, aunque, en tratados distintos, al prim ero se le atribuyan hasta cuatro géneros (blanco, fétido, verdal y negro) y del veratro sólo cuenta el que llaman blanco, se desprecia el negro, salvo para sahu­ marlo en conjuros, y no se dice que existan otros. Me aven­ go a considerar, de uno y de otro, del eléboro y del veratro, sólo los que dicen blancos, resolviendo que ambos son uno y el mismo y que éste es el tóxico. Es decir, yerba de balles­ teros que mata sin rem edio a bueyes y caballos y, hecha ali­ mento de varones, prim ero los enloquece y luego acaba con ellos. En modo contrario y según la opinión antigua, las mujeres vírgenes que por otra causa desatinan, pueden sanar con sus raíces puestas en miel. Este veratro o eléboro que dio en llamarse tóxico se cría en Capadocia, y a esta na­ ción atribuye Kratevas el que pasó por sus manos. H abiendo logrado Mitrídates una gran victoria y he­ cho suyas algunas ciudades sujetas a Roma, ordenó una ma­ tanza que no había de perdonar a mujeres, niños ni escla­ vos. Y Kratevas tuvo capricho de estudiar la m uerte sobre varones de calidad, para lo cual se hizo traer a tres sacer­ dotes de Esculapio en Pérgamo, los tres sanos y prudentes, y prim ero ordenó que los encerrasen en un foso de ser­ pientes, donde pudo ver que los tres hom bres tenían poder y conversación con los reptiles, que eran áspides y amphisbenas y quedaban pacíficos en sus manos. Irritó esto a Kra­ tevas y, habiendo hecho que los hombres ayunasen duran­ te seis días jun to con las serpientes, hizo dar a uno de ellos un óbolo de veratro, dos al otro y tres al tercero. Tras esto, no fueron necesarias ni posibles muchas observaciones, 90

pues el que había tomado tres óbolos cayó con el corazón herido velozmente por una invencible frialdad, y el que había tomado dos se manifestó en el acto frenético, persi­ guiendo al que sólo tom ara un óbolo, el cual únicam ente sollozaba, y a éste estranguló con sus manos el que enlo­ quecía, retirándose después a un extremo del foso, que es­ taba excavado en sílice, y golpeando allí su cabeza contra las piedras hasta hacerla estallar. Cuenta Kratevas que las serpientes pasaban con dulzura sobre los cuerpos de los tres hombres.

E

l tóxico de los griegos no se halla ni conoce en nuestros tiempos, mas del napelo tenemos a cada paso gran copia en Italia. Su raíz está toda entretejida como una red; las hojas son semejantes a las de la artemisa mayor; las flores, purpúreas. Estas, cerradas, se parecen mucho a calaveras, y abiertas se ase­ mejan a las de la ortiga muerta, aunque mayores. Sus tallos son altos como dos codos; la simiente, negra, menuda y encerrada en unos cornezuelos pequeños. Es muy súbita en ofender la malig­ nidad de este veneno, por donde conviene acudir con gran pres­ teza a sus daños, provocando vómitos y confortando el estómago y el corazón, y para este efecto es muy celebrada la confección dia­ musco, bebida con vino y tierra sigillata. Prefiere el conciliador a cualquiera otro remedio el polvo de esmeralda, del cual manda dar dos dracmas con vino, mas esta cura no se puede adminis­ trar sino a Pontífices y Emperadores, pues dos dracmas de esme­ raldas perfectas valen poco menos que dos ciudades. Posee virtud admirable contra el napelo el aceite de escorpiones, que mitiga to­ dos sus accidentes y restituye notablemente las fuerzas. Con él han de untarse la tetilla izquierda, los pulsos y las sienes del mi­ serable atosigado.

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L

a artemisa es yerba semejante al ajenjo en la figura y en el amargor. Tuvo, en Grecia, consideración sagrada y se decía que los caminantes, llevándola consigo, no sentían el cansancio. Sentándose la mujer sobre su cocimiento, es ayu­ da en los partos, pero, verde y colocada de noche sobre el vientre, la hace abortar; bebida el agua en que haya cocido, deshace las durezas histéricas; aplicada con grasa de cas­ trón, hace que se suman los ganglios; tiene fuerza lom bri­ guera; es fama, más difícil de creer aún que el negocio de los caminantes, que, molida y tomada a la par, engendra amor y benevolencia entre los hermanos atravesados por el rencor. Todo esto queda dicho a causa de haber traído La­ guna el napelo otra vez a cuestión, estando ya sentenciado que ha de ser el acónito que llaman uva lupina.

De la ixia

C

u a n d o se bebe, la ixia, llam ad a p o r o tro n o m b re u lo p h o n o , re p re se n ta u n sab o r y u n o lo r sem ejan­ tes al d el albahaca. A dem ás d e esto, in flam a fu e rte m e n te la len g u a, saca d e tin o al h o m b re , d e tie n e todas las eva­ cuaciones d el c u erp o y en g e n d ra , co n desm ayos, g ran ru id o y e stru e n d o en el v ien tre sin q u e d e él salga su p er­ flu id ad alguna. Es saludable p a ra los q u e la hayan recibi­ d o b e b e r infusión d e ajenjos y g ran c a n tid a d d e vino. Les sirve tam b ién la sim iente d e la ru d a salvaje, la raíz del silphio y el co cim ien to d e trag o ríg an o . Es provechoso b e b e r u n ó b o lo d e n a rd o co n vino, o n u eces m ajadas con resin a y ru d a. D e estas cosas, de cad a u n a , se p o n d rá u n a dracm a. Les d arem o s tam b ién a b e b e r zu m o d e cam elea y d e ajenjos. D e éstos, dos onzas co n vin ag re caliente. 92

J

que en Castilla es orégano cabruno, re­ E llajatragorígano, el vientre y purga la cólera; se da a los que sufren de hastío y a los que tienen estragado el estómago. La camelea recuerda al torbisco; saca las flemas; es peligrosa y lia de darse con tino porque corroe la caña de los pulm o­ nes. ir a ixa o ixia no es otra cosa que un humor pegajoso, a maJ L ^ ñera de engrudo, que se halla congelado en las raíces del camaleón blanco. Este venenoso humor se llama también ulop h o n o porque mata todo género de animales. Avicena lo llamó aldabac. La raíz del camaleón blanco, si se limpia bien la go­

ma venéfica, no es nociva al hombre, aunque mata los perros, los puercos y los ratones; contrariamente, sirve a la vida huma­ na en las enfermedades pestilenciales. Pero debemos guardamos de la raíz del camaleón negro, la cual corroe súbito las entrañas y, con gran dolor y revolvimiento de estómago, causa temblores de todo el cuerpo, retracción de nervios, vómitos espumosos, zo­ llipos, torturas de rostro y privación de voz y de anhélito. Se re­ median sus daños con leche bebida caliente aún de la ubre y con zumo de acelgas y tisana hecha de trigo.

hom bre de la Galacia que, con el tiempo, hi­ E lzomismo a M itrídates el servicio de la degollación, ayudaba iiI Rizotomo

en la búsqueda botánica, y cuenta éste que re­ colectaba yerbas que luego le traía en obsequio. Y habién­ dole ofrecido algunos ejemplares de camaleón blanco, Kralevas, con fuego de sarmientos y caldera de bronce, separó la goma de la raíz y obtuvo veinte dracmas de ixia. Y escri­ be que, teniendo la redom a consigo, vio acercarse a Vale­ ria, rom ana manumisa, aún bella aunque pasada ya la ju ­ ventud, que tenía bajo su mano el aceite y los lienzos en la casa de Kratevas. Y dice éste que, llevado por una inspira­ 93

ción ciega, hizo que Valeria bebiese de la ixia, ordenándo­ le después que se retírase. No m urió Valeria sino que padeció convulsiones, ic­ tericia y olvido; convaleció de estos sufrimientos y quedó si­ lenciosa para siempre. Pasados cien días, la vio Kratevas en­ tre la blancura de los lienzos que se tendían en los patios, y escribe que le pareció, y sintió miedo, que la m irada de Valeria fluía de más allá de ella misma.

De la cerusa

N

o se p u e d e e n c u b rir la ceru sa p o r resp ecto d e su n a tu ra l color, p o rq u e , e n sien d o to m ad a, e m b la n ­ q u ece el palad ar, la len g u a, las en cías y las com isura d o n d e se ju n ta n u n o s d ien tes co n o tro s. E n g e n d ra , a d e­ m ás d e esto, singultos, seq u e d a d e n la le n g u a y friald ad d e las ex trem id ad es d el cu erp o , co n p e rtu rb a c ió n d el sen tid o y p esa d u m b re d e los m iem b ro s. C onviene d a r p resto co cim ien to d e m alvas o de higos secos; tam b ién , sim ien te d e ¿yonjolí m ajad a con vino o cuescos d e d u ­ raznos co n ag u a de ceb ad a. Son ú tiles los huevos d e las palom as b eb id o s co n in cien so . Sirve la go m a d e los ci­ ru elo s y la q u e se co n g ela e n el olm o, y, n o m en o s, el li­ co r q u e e n las vej iguillas d e este árb o l se halla. Es ig u al­ m e n te a p ro p ó sito el zu m o de la th ap sia y el lico r d e la escam onea.

A

l ajonjolí, en su semilla, lo llaman tam bién alegría, nadie sabe por qué, y no es otra cosa que el aceitoso sésamo. Los cuescos de durazno son la alm endra del fruto áspero, padre del m elocotón, que venía de Persia. La esca­ 94

r

monea, que es blanca en su flor, mata a las criaturas en el vientre. unque la cerusa, la cual se llama albayalde en Castilla, sea muy provechosa para encorar las llagas y para enjal­ begar los hocicos, tomada por la boca es mortífera; engendra as­ pereza de garganta, punctura de estómago, hinchazón de vientre y una pasión del pecho que al fin ahoga. Conviene socorrer con fyresteza, haciendo vomitar con agua caliente que tenga aceite de azucenas, dando después diuréticos que provoquen la orina, aunque éstos ha de ser con vino excelentísimo.

K

ratevas tenía puesta su voluntad en las artes botánicas, pero la obediencia a M itrídates le condujo a otros rei­ nos y ciencias. De la cerusa cuenta que hizo traer de Rodas la renom brada por su pureza, conseguida som etiendo el plomo, libre de galena azul, a vinagre rojo que se inmovili­ zaba por diez días bajo el sol del verano o sobre fuego en­ cubierto con un manto de ceniza. De esta m ateria blanquísim a y volátil hizo Kratevas ra­ ción para Silano, legionario de Aquilio, derrotado en Pérgamo, que la tomó de su propia mano. Este hom bre tenía la córnea limpia y un gran sosiego en los pulsos, y dice Kra­ tevas que no le sintió llorar. Pasadas las horas, trascendía de su boca un fuerte he­ dor y, quizá para velar el sufrimiento, había cerrado los pár­ pados. Así vivió seis días, siempre en silencio, y la m uerte sólo se advirtió al ver la cabeza caída sobre el pecho. Tenía el vientre crecido y, en su interior, el cirujano halló gran cantidad de flemas blancas.

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De los hongos e los ho n g o s, u n o s o fe n d e n co n su n atu raleza y

X J r otro s con su can tid ad , p e ro todos ah o g an , ni m ás n i

m en o s q u e la soga a los ah o rcad o s, p o r lo q u e conviene so co rrer sú b ito al p acien te. Es rem ed io ad m irab le la lejía d e sarm ien to s o la d e p eral salvaje, b e b id a co n vinagre y sal. T am bién, las m ism as peras, cocidas co n los ho n g o s, les q u itan la fu erza d e ahogar. Así m ism o ap ro v ech an los huevos d e gallina co n u n a d racm a d e aristoloquia. Sirven tam b ién los ajenjos, la m iel, el to ro n jil y la raíz y sim ien­ te de la p an acea, adem ás d e la hez del vino, q u e m a d a y b eb id a co n agua, la cap arro sa con vinagre y, fin alm en te, el rá b a n o y el m astuerzo.

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e la aristoloquia faltaba decir que hay hasta cuatro ra­ zas, siendo más valiosa la que llaman redonda, que arranca las escamas de los huesos y ayuda a los perláticos. Panacea, mejor dicha panace, es la yerba que procura el li­ cor opopónaco, que se da a los que tienen la vejiga sarno­ sa, aunque no suele valerles porque esta pasión de la sarna, que es melancolía corrom pida, pesa gravemente en los miembros profundos y es mortal si se posa en el corazón; tan sólo libra la vejiga introduciendo miel por el ano. Se llama caparrosa a la flor del cobre; mezclada con opio, hace un cauterio suavísimo. El mastuerzo es yerba de Babilonia que exterm ina con su perfum e a las serpientes y hace m adurar los diviesos.

T 96

odos los hongos, por escogidos que sean, si se comen sin discreción, dan la muerte ahogando. Siendo de naturale­ za esponjosos, luego que entran en el estómago beben en sí todos

los humores que hallan, con los cuales se hinchan de tal mane­ ra que ni pueden ir atrás ni adelante, y, así, comprimen los ins­ trumentos de la respiración, y por este respecto, impidiendo el an­ hélito, ahogan. Además, se dan suertes de hongos que no sólo con su cantidad, sino también con su cualidad venenosa despa­ chan, y de esta naturaleza son todos los verdes, los azules y los violados, porque no sólo se hinchan comidos, sino que también se corrompen y, corrompiéndose, corroen los intestinos, y, al fin, arrancan el alma. Por donde el verdadero remedio es no gustar­ los, sino tenerlos por sospechosos pues traen la muerte consigo. Mas la malignidad de los que con sólo su cantidad ofenden se puede corregir con cocerlos primero mucho en tres o cuatro aguas, hasta que se hinchan todo lo que pueden hincharse, y después freírlos bien con aceite y adobarlos con pimienta y vinagre, y, fi­ nalmente, siendo de esta suerte guisados, dar en un muladar con ellos, porque así — yo fiador — no ofendan. o hacen justicia Dioscórides y Laguna al género de los hongos, donde los hay certificados en bondad. Así, es posible que la seta del cardo, comida con exceso, encienda la cólera, pero, puesta en su fiel, alienta gloriosamente so­ bre las carnes guisadas. El cham piñón, que se multiplica en cuevas oscuras, aunque hum ilde en sabor, adelgaza la san­ gre de los viejos. Las trufas quiere Avicena que engendren melancolía, pero esta atribución no está probada y sí la be­ lleza de su perfum e y la suavidad del alimento. El agárico, que nace en Sarmacia sobre el cuerpo de los alerces, alivia los sudores nocturnos de los tísicos y provoca dulcem ente la orina, y así, con estas y otras virtudes, podría hacerse larga la nómina. el mundo tan al sabor de su paladar y domina en él A nda tanto la imperiosa gula, que aunque vean la muerte al

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ojo no dejarán los hombres de rendirse a sus apetitos desordena­ dos. Yo pierdo mi tiempo en balde divertiéndolos del uso de los hongos maléficos, y por eso me parece será mejor, aunque no me­ recen ser socorridos los que a sabiendas toman con sus propias manos la muerte, traerles aquí algunas cosas con que se restitu­ yan cuando vienen a extremos tan inconvenientes. Conviene pues en los tales provocar vómito dándoles a beber un buen golpe del cocimiento de rábanos, reiterándole dos y tres veces y otras tantas haciéndoles revesar, para lo cual también es útil la gallinaza blanca, bebida con vinagre. Evacuaremos así mismo por abajo los hongos con clisteres muy solutivos a los cuales se añadirán siempre dos dracmas de agárico por trociscar, siendo el agárico también medicina convenientísima por la boca. Evacuada la mayor parte de los malignos hongos, confor­ taremos el afligido estómago para que digiera lo que resta de ellos, untándole por fuera con el aceite nardino y fortificándole por dentro con el electuario diatrion piperion, o con la diagalanga, o con el diamusco, y, si posible fuera, désele el admirable metridato, lo que habrá de hacerse con excelentísimo vino. Con esta orden sané tres mujeres de doña Isabel de Luna el año cuarenta y ocho en Roma, que de haber comido una olla de hongos vinieron a términos de ahogarse. Eran antiguamente muy frecuentes en uso, y tenidos por vianda muy delicada, los hongos llamados boletos, que a Clau­ dio Emperador hicieron muy mal provecho, pues le mató su mu­ jer, Agñpina, con ellos. a gallinaza es excrem ento de gallina y la adm inistra­ ción no sería a hum o de pajas, ya que las gallinas tie­ nen un natural empírico que las hace huir de los gargajos del envenenado. El nardino es aceite de olivas verdes envuelto con amomo, nardo, m irra y bálsamo. El electuario diatrion pi­ perion se hace con tres géneros de pim ienta y miel para las 98

enfermedades húm edas del bazo; ha de templarse de modo que su encendim iento y hervor no pase de las prim eras ve­ nas. No sé dar razón de la diagalanga; parece nom bre en­ cubierto por depravación de la letra. Plinio y otros autores piensan que los hongos son en­ fermedad de los árboles, una especie de sarna por abrasa­ miento del sol y corrupción del rocío, sin otra utilidad que ayudar a los seborreicos en el desprendim iento de la caspa, y Dioscórides, seguido por Laguna, derram a fantasía afir­ mando la indom able ponzoña de los que nacen cerca de clavos con herrum bre, paños podridos, cueva de serpiente o agua infecciosa. Siendo verdad que la m uerte anda suelta entre los hongos, no lo es esta condenación universal. Tienen razón, en modo general, Dioscórides y Laguna, declarando vene­ nosos a los que cambian de color y term inan siendo violá­ ceos o negros al ser cortados; no yerran avisando que el cornezuelo del centeno gangrena la cresta de los gallos y, en los hom bres racionales, los dedos y narices y todos los lugares donde prosperan los sabañones; es verdad que son innum erables los hongos maléficos y, entre ellos, como rei­ na tenebrosa, la amanita faloide, vulgo m eaperros, que, en­ friando el cerebro, mata en seis horas de convulsiones tetá­ nicas, pero esto no ha de servir para negar, en muchos otros, sus potencias saludables, algunas de las cuales que­ dan ya dichas, ni las temibles maravillas que, con alguna inocencia, proclama el códice de Kratevas. Relata éste que, habiendo acom pañado a Diofanto en una expedición al Quersoneso, tuvo ocasión de trato con pastores de caballos que del Septentrión asiático descen­ dían a Crimea para com erciar con pieles desconocidas en las orillas pónticas. Estos pueblos eran tártaros y obedecían a chamanes que guardaban secretas algunas substancias, y éstas eran parte en su dignidad y fuerza. Se decía que tales substancias contenían poder de visión antes y después del 99

instante y en todos los lugares de la tierra, por lejanos que fuesen, hasta alcanzar los m ontes y lagos donde se escon­ den los dioses y los m uertos. La naturaleza de los chamanes era conocida, pero no podía decirse entre los suyos porque el nom bre llevaba con­ sigo la causa activa por la cual estaban vivos y m uertos al mismo tiem po y en sus ojos no había distinción entre lo vi­ sible y lo invisible. Era sabido que descendían de unos a modo de dioses, que, en tierras y tiempos tam bién innom ­ brables, habían sido derrotados por seres aún más fuertes. Con estos chamanes, así lo confiesa, quería tener co­ mercio Kratevas, y debió de lograrlo porque hace promesa de dar cuenta de ello en un códice distinto, que no llegó a escribir o que se ha perdido, y porque ya en éste habla de una sera de hongos que, envueltos en turba, se multiplica­ ban con el calor del camino en su regreso a Pérgamo. Estos hongos, según el hilo de los nom bres y la ciencia botánica, eran la am anita muscaria (llamada así porque m ueren las moscas que entran en su aura) que brota en el verano asiá­ tico y, en Siberia, es una existencia sagrada. También se en­ cuentra entre nosotros y no es imposible hallarla en la pro­ fundidad de los hayedos. Los catalanes la llaman rey tiñoso. Y dice Kratevas finalmente: «Los frutos asiáticos se conservaron frescos en la tur­ ba que yo mismo hum edecía con aguas limpias, y, pasada una lunación, pedí a M itrídates tres hom bres de los que re­ tenía en Amasia para las obras públicas, y lo hice porque és­ tos pertenecían a naciones tibarenas y cálibes, próximas y semejantes a la de los pastores nómadas que visitaban el Cáucaso. Eran medianos de estatura pero tenían la espalda fuerte y completos los dientes. Ya en mi casa, hice que les quitasen las cadenas y que los custodiasen en patios sepa­ rados. »Ofrecí al prim ero de ellos cinco frutos frescos y pe­ queños, y éste, que entendía de nuestras lenguas y conocía, 100

a lo que se ve, la especie frutal, me rogó un día de plazo pa­ ra poder comerlos antes del amanecer, “a la hora de hacer sonar las flautas”, dijo, tom ado quizá por la sabiduría de los recuerdos. Así lo hice y, al día siguiente, masticados los fru­ tos, vi en media hora que le provocaban vómitos y que los retenía apretando los dientes. Después comenzó a mecer acompasadamente la cabeza y a cantar en lengua descono­ cida; más tarde, se desnudó, y su miembro estaba rígido, y bailó en modo giratorio hasta que su cuerpo no pudo sos­ tenerse y cayó en un gran sueño del que despertó en diez horas, y, habiéndole yo preguntado, besó mis manos y me hizo relato de cómo había rem ontado suavemente un gran río y llegado a su país en tiempo solar de recolección, y en­ contró a los suyos en salud, incluso a los m uertos muy anti­ guos. Luego, había bebido espum a dorada con los jóvenes y, según la costumbre, yacido dulcem ente con su herm ana en el lecho y acariciado los cabellos de su madre. »A1 segundo le puse en las manos cinco frutos entre pequeños y grandes, y rehuía dos que le hice tragar por la fuerza. No tuvo vómitos, sin embargo. Vi aum entar el diá­ metro de sus pupilas, que fulgían en la oscuridad como si el fuego abriese círculos en sus ojos consum iendo las par­ tes del agua. H abiéndole ofrecido un cuenco de leche fres­ ca, la derram ó con violencia y, en sus movimientos, que eran como danza convulsa, ponía gran fuerza corporal, de modo que hubo instantes en que vi sus piernas por encima de mi cabeza. D urante algún tiempo, se inmovilizó vigilan­ te, y pude darm e cuenta de que sentía los pasos y el olor de las mujeres de la casa que abandonaban sus lechos, de la misma forma que un animal cuyo oído y olfato le avisaran agudísimos. De pronto, comenzó a sollozar y, después, a pronunciar palabras incomprensibles sumidas en alaridos, al tiempo que con las uñas abría sus propias carnes. Hubo un tiempo en que pareció sosegarse, pero sólo fue el nece­ sario para orinar varias veces en el regazo form ado por sus 101

manos y beber el líquido, caliente y amarillo como el de una acémila, el cual debía de llevar consigo la substancia fre­ nética, ya que fue a más aullando y, con inalcanzable lige­ reza, trepó sobre el medianil de los claustros y se perdió en la profundidad de la casa, donde, más tarde, los criados lo hallaron ahorcado por sí mismo. »Hice que el tercero, después de mostrárselos, co­ miese, majados, cinco frutos grandes, los que, aterrorizado, quería rechazar, y pronto presentó síntomas de paroxismo m ediante durísimas convulsiones en las que se oía la con­ tracción de los huesos al tiempo que sus globos oculares sa­ lían de entre los párpados y manaban sangre sus oídos. Al cabo de estas violencias, se derrum bó como un animal cor­ pulento y, ahogado en sus propios líquidos, dejó de latir. »Pude saber, pues, que el fruto asiático es causa de lo­ cura feliz o de desesperanza y m uerte según la cantidad, y pensando en la alegría y salud del prim er cálibe, al que mantuve en mi casa largo tiempo y por ella me seguía si­ lencioso y prudente como animal agradecido, quise sentir en mí la suavidad de tales sueños, para lo cual, en el secre­ to de mi cámara y antes de un amanecer, puse en mi boca dos frutos pequeños y limpios, los cuales eran amargos co­ mo hiel de perro, pero dejaban finalm ente una gran fres­ cura que se extendió por todo mi cuerpo de modo que lle­ gué a notar algún frío, y, más tarde, lo que me pareció vaciamiento de espíritus, como si éstos, sin hacerse sentir, saliesen del corazón y se aquietasen suspendidos sobre mi cuerpo. «Quedaba en mí una alegría sin causa que no cesó al sobrevenir fuertes náuseas, que contuve como había visto hacer al cálibe, y, habiendo cesado, vi los muros verdes de la cámara arder en su geometría, y que, de un gran espacio, descendían hacia mí, sin llegar a tocarme, sucesivas pirá­ mides de luz que no cegaba porque era a la vez poderosa y sutil. Estas pirámides salían unas de otras, habitadas por co­ 102 j

lores ante los que nada eran los colores de la existencia. Después vi construcciones de oro que crecían incesantes, y sobre ellas se cernían grandes pájaros blancos que se mo­ vían con lentitud precisa y semejaban astros vivientes. Sen­ il tam bién una música que carecía de divisiones y en su razón y grados no era distinta del silencio, y mi cuerpo par­ ticipaba de sus átomos, los cuales se movían com poniendo vientos pacíficos. »Todas aquellas cosas eran tan verdaderas que, pues­ tas al lado de los seres y materias de la convivencia natural, éstos no serían más que apariencias vacías. No parecía exis­ tir tampoco el tiempo; sin embargo, en cierto punto, em­ pecé a descender y lo hacía creyendo que aquel abismo no cesaría nunca en su profundidad, mas no fue así porque, sin advertir el modo, me encontré caído y desnudo en mi cámara, y, aún dentro del sueño, pude escuchar mi propio llanto. »No queriendo despertar, me arrastré hasta alcanzar el vaso de plata que contenía aún algunos pequeños frutos, y comí tres de ellos y volví a estar libre de pesadum bre. En­ tonces, mis visiones entraron en mudanza: sentí ríos an­ chos y profundos en los que mi cuerpo era uno con su cau­ dal, y en ellos pude llegar a una tierra blanca y carente de sombras, que, siempre en silencio, fue poblándose de ani­ males sin especie y de seres hum anos cuyos rostros eran y no eran los de algunos m uertos amados. Se sentía que el tiempo de la eternidad era m enos que un relám pago y, qui­ zá por ello, que aquella existencia se daba en grados de na­ turaleza desconocida, aunque sus formas sin peso se incli­ naban a la tristeza. »En este lugar, comencé a sentir, sin llegar a verlo, un vapor que se extendía sobre arenales y ruinas y estaba for­ mado por agregación de espíritus. Y supe que aquello no era otra cosa que el futuro mortal, que aquí se entendía co­ mo pasado. Pude ver la ruina de las naciones pónticas y IOS

que, en el espesor de la niebla, no se distinguía la consis­ tencia de los reyes de la de los esclavos, sino que todos eran parte informe de una misma desaparición. »Otra vez sentí mi llanto y, habiéndose sumido la nie­ bla, me encontré cerca de las ruinas y, dentro de ellas, pu­ de ver cómo, también llorando, Pysto, el servidor gálata de Mitrídates, muy envejecido, hacía entrar su cuchillo en la garganta del señor, y éste era un pálido anciano que, sin­ tiendo entrar el acero, sólo manifestaba indiferencia, como si contemplase una inm ensidad vacía. »La sangre de M itrídates avanzaba creciente hacia mí, y, con el tem or de ver tam bién mi propia m uerte, desper­ té.» D el yeso

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am b ién el yeso b eb id o , e m p e d e rn e cié n d o se lu eg o e n el estóm ago, ah o g a. P o r d o n d e conviene a c u d ir co n aquellos m ism os rem ed io s q u e fu e ro n ad m in istrad o s c o n tra los h o n g o s y, adem ás, co n el co cim ien to d e m al­ vas, q u e, p o r ser e n sí graso, h ace fluidas y lúbricas las p a r­ tes p o r d o n d e pasa y n o p e rm ite q u e sean corroídas. Son tam b ién ú tiles el aceite co n aguam iel, el co cim ien to d e higos secos, la lejía d e h ig u e ra y el to m illo co n vinagre. C onviene e c h a r clisteres d e l co cim ien to m ism o d e m alvas e n g o rd a d o co n m a n teca d e buey.

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l yeso engendra los mismos accidentes que el albayalde y re­ quiere la misma cura. Es excelente remedio el estiércol de ratón bebido con vino en cantidad de una dracma.

despreciaba los instrum entos mortales que no K ratevas lo son por su cualidad invisible, es decir, intrínseca y

pertinente a la ciencia, como es, en su pureza, el caso de los auténticos venenos, y evitó la experiencia con el yeso, opinando quizá que la mortal papilla, endurecida en las entrañas y bofes del condenado, no era sino un modo de ahorcar por dentro al hom bre, y tan grosero como la cuer­ da por fuera. Además que, pienso yo, la m uerte deducida de yerbas o animales repentinos es causa fina que las más de las veces tom a al sujeto desprevenido y feliz, pero, em barcan­ do un azumbre de agua con piedras requem adas, no hay bobo que no entre en advertencia. Este asunto del yeso tie­ ne, pues, más de bárbaro suplicio que de sutil atosigam ien­ to, y así lo da a entender Kratevas en cortas líneas, recor­ dando la ocasión en que M itrídates dispuso la m uerte de Aquilio Nepote, el rom ano ambicioso, ordenando que por la boca y el ano lo rellenasen con oro derretido, y dice Kra­ tevas que mejor adm inistración habría en haberlo reventa­ do con yeso.

De la sangre y de algunos hum ores y m iem bros

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a san g re d el to ro acab ad o d e d eg o llar im p id e el re­ suello p o rq u e tap a la cañ a de los p u lm o n es con u n espasm o v eh em en te. A dem ás, a los q u e la hayan beb id o , se les p a ra la len g u a b e rm eja y se les tiñ e n los dientes. A q u í h u irem o s el vóm ito a causa d e q u e los cu ajaro n es d e sangre, levantados co n la fu erza d el revesar, m u ch o m ás se a p rie ta n y co n d e n sa n e n el g arg u ero . C onviene d a r to­ das aquellas substancias q u e resuelven la san g re cuajada y relajan el v ien tre. Son útiles los higos, verdes y llenos d e su p ro p ia lech e, beb id o s co n vinagre; sirven tam b ién el 105

n itro y to d a su erte d e cuajo, ig u alm en te co n vinagre o co n zum o d e laserpicio. A provechan la sim iente d e las berzas y la lejía. Es así m ism o b u e n a la coniza y el zu m o d e la zarza. Es m e n e ste r co n serv ar flu id o el v ien tre d e es­ tos atosigados, p a ra q u e p u rg u e n p o r ab ajo las m aterias líquidas y h ed io n d as. F in alm en te, les ap licarem o s e n es­ tó m ag o y v ien tre em plastos d e ceb ad a y aguam iel.

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a coniza es planta macho o hembra; el macho tiene la flor amarilla y las hojas de la hem bra huelen a miel; puesta al fuego, exterm ina las pulgas; con aceite, refrena el paroxismo.

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a sangre de toro es tenida por maléfica ya que se cuaja muy presto y, cuajada, no puede salir del estómago ni de aque­ llas partes en las cuales se atraviesa. Suele hacerlo en la nuez y en la caña de los pulmones, por donde pasa el resuello, y en el garguero, que es el camino del estómago. Así que por cuajarse y por no poderse digerir después de cuajada, oprime y ahoga, como nos puede hacer de ello fe, aunque muy lamentablemente, aquel excelente varón, Themístocles, que por no ser constreñido del rey Artajerjes a pelear contra su propia patria, de la cual había si­ do desterrado sin merecerlo, delante de muchos amigos dio triste fin a sus días bebiendo la mortífera sangre de toro.

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as opiniones de Laguna sobre Temístocles me parecen desconcertadas. Pienso que éste fue hom bre sagaz y ágil en la recaudación de impuestos, que, habiéndosele tor­ cido la prosperidad entre los griegos enfrentándole a Cimón de Atenas y Pausanías de Esparta, se humilló al aquem énida Artajerjes por un precio que no fue poco, sino que m edraba con una satrapía sobre tres ciudades «para pan, vi106

no y demás condimentos» (de éstas escogió a Magnesia para las solemnidades y la colecta de mancebos) y otras dos «pa­ ra la tapicería y los vestidos», según el texto de Plutarco, quien también cuenta cómo en la corte le llamaban «la ser­ piente griega», y atribuye a su miedo a Cimón, que estaba confabulado con los egipcios, la ocurrencia de la m uerte, que fue de la siguiente manera: Temístocles sacrificó a los dioses, saludó a los notables, bebió la sangre de toro y, en una hora, dejó de sentir, «habiendo vivido sesenta y cinco años, la mayor parte de ellos en magistraturas y mandatos». Nunca gastó Kratevas una palabra con el uso, mortal o no, de la sangre de toros y bueyes, que debió de conside­ rar materia sucia y apropiada para el suicidio de los carni­ ceros pobres. JL maligna que aun los paños que con ella sean tocados, des­ pués que quinientas veces se laven son inútiles para hacer hilas, porque alteran e inficionan las heridas y llagas. Se sabe por la ex­ periencia que se turban y avinagran los vinos en entrando en la bodega una mujer que menstrua. Se secan y se vuelven estériles to­ das aquellas plantas que sean tocadas por ella; se embotan los fi­ los de cualquier arma; se cubren de orín el hierro y el cobre, y el marfil y los espejos pierden su resplandor recibiendo en sí la virtud de su resuello. Huyen las hormigas y las abejas del olor de la san­ gre menstrual y, engulléndola los perros, luego mueren rabiando. Con ser tan hediondo y pestífero el menstruo, sólo la mu­ jer, entre todos los animales, cada mes a él está sujeta, y de esta infección, como de propia materia, se confeccionan y engendran los Reyes y Emperadores. fam ás conciben aquellas mujeres a las cuales nunca visi­ ta la purgación, dado que se les cuaja la criatura. Se vuelve bo­ rracha la mujer con cuya sangre menstrual se mezcla una gota de vino, lo que prueba que la infección a su misma generatriz es 107

pestífera. No entendiendo esta malignidad, suelen algunas ne­ cias dar esta sangre, mezclada con vino tinto, a sus mandos y amigos para hacerse querer de ellos, de tal manera que a ellos los abrasan y a sí mismas se hacen beodas y viudas. La sangre menstrual, bebida líquida y fresca, enciende fie­ bre continua, cama inexpugnable sed, saca de tino al hombre y engendra una perpetua risa, fuera de razón y propósito, más un movimiento espasmódico de todo el cuerpo. Y, así, creo que el bre­ baje que a Calígula dio su mujer Cesonia para que la quisiese bien, fue sangre menstrual, pues se tomó loco y furioso, según re­ fiere Suetonio. Conviene, a los que la hayan bebido, relajarles el vientre. Estando la sangre totalmente cuajada, les daremos a comer la flor de la violeta, y a beber agua de lengua de buey y de endibia. Con estos brebajes podemos mezclar polvo de coral rojo y de per­ las, que el uno y el otro son remedio admirable. Son benéficas las tabletas de diamargariton frío y las de triasándali. Es necesario bañarles en agua fría y aplicarles cataplasmas al corazón y a los pulsos, que se harán de agua rosada con alguna mezcla de vi­ nagre y pólvoras cordiales. Del resto, el regimiento de los que ha­ yan bebido el menstruo tiene que ser como el de los que padecen fiebre efímera o corrupción de humores.

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l médico de cada día se asoma, a veces, en las ilustra­ ciones de Laguna a Dioscórides. Lo podemos ver cuan­ do se va de palabras tras las sangrías o las sanguijuelas, y también ahora, a propósito del menstruo, del que no parece saber más que los físicos macedonios o sármatas, y hasta es­ te saber habría de sobrarle, pienso yo, cerca de la Santidad de Julio III. Nada dicen, pues, Kratevas o Dioscórides de es­ ta miseria femenil, pero, ya que lo hace el segoviano, quie­ ro yo añadir cuatro cosas que tengo averiguadas y que ata­ ñen al pensamiento de romanos, asiáticos y griegos, que son los padres de mi escritura. 108

Plinio da por seguro que las yeguas m alparen con la sola m irada de la m ujer purgante, y quiero recordar que, en alguna historia y como de pasada, deja dicho que el m enstruo huele como la flor de la caléndula, que se cría en los cem enterios y, curiosamente, además de servir a las es­ crófulas, ataja la sangría excesiva de las anémicas. Galeno afirma que si una m ujer se m ira en un espejo durante la purgación, aparece en éste una nube sangrienta. Las gen­ tes pónticas atribuían la hem orragia a la maldad de un ser llamado Añera, que no llegaba a dios aunque era algo más que serpiente. En Persia sacaban a las pobres ino/.uelas fue­ ra de las murallas y decretaban im puro al hom bre que re­ cibiese el mismo viento que cualquier purgante. Y muchos pueblos, entre ellos algunos griegos, tenían legislado que ésta no había de acercarse a las aguas de los ríos y mares, cuidando así de no envenenar los peces. Triunfe Laguna con sus fantasías y farmacias, que son, en forma y núm ero, como si los bebedores de m enstruo fuesen más que los de vino m anchego, pero a mí una sola verdad me asombra después de tanta ciencia, ya sea ésta vieja o de mis días, y es que, en todos los siglos y hemisfe­ rios, ha sido cosa cumplida que las hijas de los pobres re­ glen más tarde que las herederas de los poderosos. así mismo venenos mortíferos la hiel del leopardo, la de S onla víbora y la del perro marino; el cerebro del gato y un hu­

mor amarillo que se halla en la punta de la cola del ciervo. La hiel del leopardo induce accidentes semejantes a los que causa el napelo, y se cura con los mismos remedios. La de la ví­ bora mata con tanta celeridad que apenas da lugar a adminis­ trar los remedios, entre los cuales el más soberano es la triaca con agua de toronjil. La del perro marino, por pequeña cantidad que se trague de ella, mata en el espacio de siete días, pero se cura dan­ do a beber al paciente manteca de vaca con canela y cuajo de lie­ 109

bre. El cerebro del gato causa grandes vahídos de cabeza y vuelve a los hombres tontos y tan fuera de razón y juicio que no saben lo que dicen ni lo que hacen. La necedad les queda para siempre si pronto no los socorren con oximel esquilítico y zumo de rábanos y, tras el vómito, les dan a beber diez granos de almizcle oriental. El huelgo, el pelo, el diente y el rayo visual del gato son tenidos tam­ bién por venenosos. El humor de la cola del ciervo causa bravas angustias del corazón, que alberga los espíritus animales, pero es singular re­ medio el polvo de esmeralda o de jacinto bebidos tras el vómito. El castóreo, si es corrompido y dañado, posee tanta malignidad que vuelve furioso al que lo come, quien, tomado por una gran fiebre, muere casi siempre en un día. Buscando el remedio, provocaremos el vómito hasta que no se sientan en él reliquias de castóreo, y entonces convendrá dar al paciente dos dracmas de la simiente de culantro. Vemos así que no solamente la sangre de toro, sino también los humores de otros animales llevan consigo el morbo, que es fuerza de la muerte.

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l perro marino es pez como de una vara al que tam ­ bién llaman mielga; salvo la hiel, que es hum or amari­ llo que se esconde debajo del hígado, toda su carne es pro­ vechosa y blanca. Nada hay escrito por Kratevas que corrobore el dis­ curso de Laguna sobre las hieles, miembros, hum ores y es­ píritus, por donde no quito ni pongo opinión, que habría de ser pobre en autoridad. Muy subido, sin embargo, me parece que el fluido visual del gato (que es verdad que en su proporción carga tanto fósforo como una centella) al­ cance a ser venenoso, ni más ni menos que el del basilisco, y que la cola del ciervo lleve consigo un hum or verde y ser­ pentino, pero algo hay en esta ilustración de Laguna, que concierta con el códice de la Secreta, y es que Kratevas es­ lío

cribe que, en agasajo y burla de un funcionario fúnebre de los Lágidas, traído por M itrídates para com poner la momia de Laodicea, su herm ana y esposa (que ya la tenía conde­ nada a m uerte), en agasajo y burla, digo, ofreció a este fun­ cionario un almuerzo en el que, con mojama de esturión y lomos de iguana (que, para asombro de los historiadores americanos, está probado que la traían viva y exquisita del Sudán), le presentó un plato secreto que consistía en el ce­ rebro de diez gatos con huevos de paloma y níscalos. Y la burla negra pasaba por hacer com er al egipcio el meollo, y con él los espíritus, del animal que, como se sabe, era sa­ grado en sus templos. Y fue verdad que, con el sacrilegio, quedó el físico vacío de la cabeza y tonto de orinarse y ol­ vidar su nom bre, lo cual fue causa intempestiva de que Mi­ trídates hubiera de aplazar el suplicio y las honras fúnebres de Laodicea. Huelgo es respiración pacífica de animales entredor­ midos.

De la leche que tiene m ezcla de cuajo

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sta lech e ah o g a co n fu ria y a rre b a tad a m e n te p o r ra­ zón d e los cu ajaro n es e n q u e se convierte. S o co rre­ rem os a los q u e la hayan b eb id o , d án d o les cuajo d esh e­ ch o e n vinagre. T am bién, las hojas d el calam en to y el zu m o o la raíz d e l silp h io . L es a p ro v e c h a n así m ism o el thym o y la lejía con su resid en cia y asiento. N o les d a­ rem os cosa salada p o rq u e se les cu ajará m ás la lech e y se les to rn a rá req u esó n . N o co n v ien e tam p o co provocarles el vóm ito si n o q u erem o s q u e los cu ajaro n es su b an a las angosturas d e la g arg an ta y los ah o g u en . 111

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hymo puede ser aquí tomillo o serpol; no lo aclaran Dioscórides ni Laguna; pienso que sea el serpol, ya que el tomillo, aunque tónico y lom briguera, no tiene gran fuerza y era mal conocido de los griegos. T o infama Dioscórides la leche cuajada, como siniestraX nI mente interpretan algunos, sino la que bebiéndose líqui­

da viene después a cuajarse súbito en el estómago y a engendrar accidentes semejantes a los de la sangre de toro, y esto no a cau­ sa de veneno sino porque aquella congelación oprime y cierra los instrumentos del resuello. Suele cuajarse la leche en el vientre también por otras causas como calor o frialdad en demasía, o, también, por aci­ dez. No debe, pues, servirse la leche sin primero mezclarla con un poco de miel o sal. Valen también el poleo y la ajedrea si se cuecen o mezclan con ella, pero conviene advertir que así como el cuajo pervierte la leche líquida y deshace la ya cuajada en el vientre, la sal la conserva siempre líquida y, si se mezcla con la ya congelada, la empedemece. La cura, pues, de la leche cua­ jada en el vientre consiste en la recta administración de aque­ llas causas que la pueden resolver y disgregar, entre las cuales se celebran la lejía y el vinagre preparado con cebolla albarrana. o repara Kratevas en la leche con cuajo, como tampo­ co reparó en el yeso ni en la sangre de los bueyes, con­ siderando que las causas indigestas (y ésta es la cualidad de la leche que se endurece repentina en las entrañas) nada tienen con las ponzoñas convenientes a capitanes y prínci­ pes. O tro tanto creo yo, y es por ligera curiosidad y pro­ pósito m enor por lo que caigo aquí en la anotación de al­ gunas simplezas útiles que ponderan los antiguos; éstos, unánimes, se maravillan de que todo animal con manos o 112

pies o con ambas cosas, tan pronto sale de la m adre al m un­ do y aún ciego, ya da con los pezones. Por lo demás, son unos tam bién en decir que, para cada animal, la mejor leche es la de la hem bra de su espe­ cie, y así para el hom bre, si no la pudiese hallar, debe acu­ dir a la de burra y en segundo lugar a la cabruna, siendo la más gorda e inconveniente la de las ovejas y teniendo la de la vaca y la de la yegua crudezas intermedias. Se sabe tam bién por ellos que la leche, que participa naturalm ente en miles de remedios, por sí misma es, la de cabra, muy conveniente para los epilépticos y los sarnosos, y la de mujer, tom ada de los pechos, reparación segura de las cavernas de los tísicos.

Del lithargirio

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l lith arg irio d a g ran p esad u m b re al estóm ago, al v ien tre y a to d o s los intestinos, y, algunas veces, h o ­ rad a co n su peso las tripas y d e tie n e la o rin a. A dem ás de esto, se les h in c h a el cu erp o a los q u e lo hayan b eb id o y se les vuelve d e co lo r d e p lo m o . A provecha b e b e r la si­ m ien te d e o rm in o salvaje, la m irra, a razón d e o ch o dracmas, los ajenjos, el hisopo y la flor del ligustro. Es tam­ b ién rem ed io el estiércol d e las palom as salvajes.

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l orm ino es yerba olorosa que, sin demasía, levanta la virtud genital. La flor del hisopo es purpúrea y azul; con higos, purga; con miel y sal, ayuda en la m ordedura de las serpientes de agua. El árbol ligustro tiene la flor blanca y la simiente negra; de él se saca un aceite que ablanda y pacifica los nervios. 113

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l lithargirio, llamado en Castilla almártaga, pone en condición de ahogarse a todos los que lo beben. El remedio más generoso y pronto es la mirra, de la cual basta con dar a la vez dos o tres dracmas, aunque Aetio manda dar solamente tres óbolos, por lo que creo que el texto de Dioscórides está deprava­ do. También el aceite fresco de almendras suele ser medicina. Sirven así mismo los caldos de tripas gordas echados en cliste­ res. La limadura de plomo ofende como el lithargirio, y tam­ bién las escamas y la espuma del hierro tienen facultad corrosi­ va y ponen sequedad en los cuerpos. Conviene socorrer al pa­ ciente dándole a beber mucha leche, echándole clisteres con el cocimiento de la cabeza y pies de un camero y humedeciéndole con baños de agua dulce en la que se hayan hervido ranas y vio­ letas. Dicen algunos que la piedra imán, con zumos mercuria­ les y acelgas, es antídoto contra la limadura del hierro, pero co­ mo esta piedra sea en sí venenosa y haga lunáticos a los que la toman, me parece que esta experiencia se debería probar con los mismos que la proponen. Estas son sutilezas de ingenios vanos que, porque la piedra imán atrae hacia sí el hierro, dan luego por definitiva sentencia que evacuará también su escama, no entendiendo que la detendrá consigo en el vientre, mientras las dos no sean expulsadas por la naturaleza. Se dan a beber contra la piedra imán la limadura del oro y el polvo de esmeralda. Son venenos mortíferos la escama y la li­ madura del cobre porque causan disenterías y vómitos con grave corrosión de estómago y de todos los interiores miembros. A todos estos daños debemos acudir con substancias que, resfriando, hu­ medezcan, dándolas a beber y aplicándolas también por fuera al estómago.

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o hacen grandes clamuras Dioscórides ni Laguna de la gravedad del lithargirio y ésta es ligereza extraña. El nom bre de lithargirio vale, en griego corrupto, por es­

pum a de plata, aunque tam bién lo hay de plomo, y, en los dos casos, es una escoria violenta que se saca por fuego, por agua o por cuarentena solar. Veneno mortal es, como se ve­ rá más adelante, pero no estorba sobre los barros de la piel y, con aceite de rosas, en la urticaria salvaje. Laguna habla aquí tam bién, sin mentir, de las lima­ duras del hierro y del plomo, pero en llegando a la hipóte­ sis de la evacuación por piedra imán, incurre en irreveren­ cia injuriando a los valedores de este artificio, dado que entre ellos se encuentra la majestad de Alfonso Diez, que, en el Lapidario, defiende a la letra que «si a algún hom bre dieron a beber lim adura de hierro, moliendo la piedra que en caldeo llaman magnitat y dándosela a beber con aceite, saldrá el tósigo por abajo». No alcanzo yo a oponer doctrina sobre que la piedra imán, es decir, la magnitat, pueda dar en venéfica, pero me parece que tam bién aquí discurre liviano el maestro, sin medir las dosis ni reparar en el precio de los antídotos. No haré pleito de las maldades que atribuye a la lim adura de cobre y, más aún, sospecho que se queda corto en la verdad, pero sí diré lo que él olvida y afirma el Rey Sabio: que el co­ bre, bien molido y con óleos, es salvación para la sarna de los ojos. Volviendo ahora al lithargirio, traslado lo que el có­ dice de Kratevas relata. «Los ojos de M itrídates entraban en los míos y tuve miedo. Su voz y el adem án de sus manos eran según las costumbres de amistad, pero advertí una suavidad fría en las aguas que me miraban. Esto sucedía en la casa grande de Sinope, cuyos corredores hube de seguir, guiado por el brillo cano de su trenza en pasajes profundos. Yo atendía a la trenza como a un haz de filos en el instante exacto de abandonar los círculos influidos por las antorchas. Sin duda, su corazón estaba atravesado por la ira, y yo le com­ prendía en sus ojos y en los cabellos retorcidos sobre la es­ 115

palda. Así supe cuanto debía saber antes de alcanzar la última poterna. »Me deslum bró la luz en una terraza batida por el mar. Detrás de M itrídates llegué hasta el interior del pabe­ llón que custodiaba Arcas, doméstico secreto. Allí, erguida en su lecho, vi a la vieja reina Laodicea, terrible bajo los blanquísimos cabellos que descendían sobre el rostro. No debía m orir aún. Este era el deseo del Eupátor. »Era ya tarde. No lo deduje de los signos del sufri­ m iento, sino de la oscuridad profunda de las uñas y del he­ dor del cuerpo. Volví la cabeza para decir mi pensamiento al rey, pero éste había desaparecido; aún perm anecía en la estancia su oquedad. »Encontré, acercando mi rostro al espesor de los vó­ mitos, restos de un lithargirio grosero. En aquel día y en la m añana siguiente, quise hacer entrar en Laodicea un acei­ te en el que había cuajado m irra beótica, pero ella lo escu­ pió sobre mis manos. Pienso que el lithargirio hervía ya en sus intestinos, lo cual deduje del pulso febril, im propio de la vejez, que es fría y seca. »Su cuerpo fue arrojado en secreto al mar. Era sabi­ do, pero nadie en Sinope osaba pronunciar el nom bre de Laodicea ni hacía entender el suicidio.»

Del azogue

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l azogue in d u c e los m ism os accid en tes q u e el lithai> g irio y se cu ra co n los m ism os rem ed io s. P ero , e n e*> te caso, ap ro v ech a esp ecialm en te b e b e r lech e e n abun« d a n c ia y d esp u és volverla p o r vóm ito.

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el azogue sublimado, que llamamos solimán en Castilla, no hay duda ni controversia, sino que es sabido que mata Itiesto. Tampoco se pone en duda que lo haga el azogue precipi­ tado, llamado también polvo de mercurio, si se da en gran can­ tidad, aunque algunos, con suceso admirable, suelen suminis­ trar por la boca dos o tres granos de este polvo contra los dolores del mal francés, ya que purga y atrae materia de las juncturas. Acerca del azogue hay removido entre los médicos altercado, por cuanto unos lo tienen por venenoso y mortífero y otros no le atri­ buyen tal facultad. La mayor parte se resuelve en que bebido en abundancia mata, como dio de sí triste razón un boticario infe­ liz de que hace mención Pedro de Ebano. Una cosa puedo yo testificar del azogue: que muchas veces he visto, por mano de ciertas hechiceras pestilenciales, darlo a cu­ charadas a los niños contra la alferecía, de los cuales no me acuerdo que alguno con tal remedio escapase. Por donde me per­ suado de que ya que no les hiciese otro daño, a lo menos con su peso y con la facultad que tiene de penetrar, les horadaba los in­ testinos y les aceleraba la muerte. Por tanto, las matronas cuer­ das y honradas, no confien a semejantes furias la salud de sus hijos, sino que llamen a excelentísimos médicos que con expe­ riencia y juicio hagan lo que el arte y la razón ordenan. Se curan los daños del solimán y del polvo precipitado con los mismos remedios de las moscas cantáridas, y los del argento vivo con los que requiere el almártaga. que la alferecía ataca mayormente a los caba­ E sllosverdad y a los niños. Ayuda la flor purpúrea del áster, que

«• dará hervida en agua de lluvia. Esta flor, con enjundia de asno, es tam bién cataplasma provechosa para la inflama­ ción de las ingles y para retraer el sieso salido de los viejos. No pone claro Laguna en este libro los grados y dife­ rencias del azogue simple, el sublimado y el precipitado. El primero y padre de los otros es metal líquido y fugitivo al 117

que llaman también mercurio; se da natural en las minas, donde su vapor entra en los tuétanos de los hombres y los mete en perlesía y parálisis; se logra cociendo cinabrio; por la boca es mortal; tiene un rem edio dudoso en las lim adu­ ras de oro y su bondad más probada es que, quemado, ex­ term ina los piojos. El azogue sublimado es el que se saca de elevar por fuego los volátiles intrínsecos, que, enfriándose, dan en un líquido más corrosivo aún que el azogue simple, y a este lí­ quido se añaden y mezclan medias libras de caparrosa y sa­ litre más seis onzas de azufre; lo usaban las mujeres para em palidecer el rostro, pagando m añana la blancura de hoy con el encogim iento del cuero y la podredum bre de los dientes. Y el azogue precipitado son los polvos que vienen de calcinar el m ercurio con aguafuerte. Veneno es tam bién, pero éste tiene la virtud, adm inistrado con discreción, de raer sin dolor las carnes corrom pidas y m erm ar el sufri­ m iento en la coyuntura de los huesos cuando éste deriva de las bubas. Relata Kratevas cómo recogió en su casa a Kish, ser­ vidora de Laodicea m adre en la prisión, esclava de origen incierto, silenciosa y bella, vencida ya en su juventud. El botánico sintió a la m ujer y la obtuvo de M itrídates en ser­ vidumbre. Pero éste, que tenía el pensam iento tornadizo, pasados los días hizo llegar a Kratevas un vaso cerrado y la disposición de que de él se hiciese alim ento para la escla­ va. El griego reconoció, entristecido, la substancia: m ercu­ rio sublimado y encendido con la flor del cobre, que él mismo había presentado a M itrídates en días de trabajo con los simples. La obediencia y la astucia crecieron en su corazón. Temeroso de M itrídates pero deseando la m irada de Kish, resolvió prolongar su m uerte de modo que alcanzase a te­ nerla consigo algún tiempo. Cada día, por su propia mano, 118

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hacía que tomase tres óbolos del sublimado desleído en miel de Armenia, más otros tres de mirra beótica (la misma que desperdició Laodicea), y así se cum plieron treinta días. De este tiempo y su tránsito da cuenta y detalle la escritura de Kratevas, que, en sus últimas láminas, dice de la siguien­ te manera: «La parvedad del solimán hubiera llagado los intesti­ nos y el hígado al segundo día, pero el calor del cuerpo ha­ cía que la miel extendiese lubricidad entre las mem branas interiores y la substancia, viniendo después la m irra a di­ solver algo de la ebullición fría. Ella me dejaba hacer y su m irada era grande sobre mis manos, pero el dolor debía de crecer en sus entrañas porque la sangre se retiraba de su rostro y cerraba sus párpados, lo cual sentía yo como si los párpados se cerrasen dentro de mí. »Cada día la encontraba vestida en su túnica y con el cabello recogido. Yo le ponía el vaso en sus manos y ella me miraba por encima de él m ientras bebía. En la séptima vez, apareció oscuridad en sus labios y esto aum entaba su belle­ za. En siete días más, los huesos de su rostro se dejaban ver como frutas de sombra en la transparencia de la piel, y la visión morbífica era tam bién belleza creciente en torno a los ojos, semejantes a los de una dulcísima bestia lastimada. »Vi patente que la m irra y la miel ya no bastaban a re­ frenar la furia del solimán. Diez días después, sus cabellos eran blancos y toda su piel tenuem ente azul, y sólo tomán­ dole los brazos alcanzó a incorporarse en el lecho. Una vez más sentí sus ojos en m í y tam bién el descendim iento de los párpados, y así cinco días hasta que, en la m añana del sex­ to, vi que su lecho estaba ensangrentado y sus ojos dura­ mente abiertos, inmóviles en la eternidad. La hem orragia surtía de las partes sucias inferiores.»

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De la cal, de la sandaraca y del oropim ente a cal, la san d araca y el o ro p im e n te e n g e n d ra n d o ­ lo res d e estó m ag o y tripas, m ás grave co rro sió n , p o r lo q u e conviene d a r a los p acien tes substancias q ue m ezcladas co n los v en en o s p u e d a n e m b o ta r su agudeza, v irtu d q u e se atribuye al zu m o d e las m alvas, p o r te n e r e n sí m u c h a lu b ricid ad .

a cal se saca de grandes cárcavas en la tierra, y dice Dioscórides que tam bién de las caracolas del mar. Las piedras han de quemarse y es como si el fuego entrase en ellas. Se desprenden de esta fuerza con el agua y, ya ex­ haustas, dan en cal m uerta. Estando en su poderío, la cal quem a y engendra costras, hace caer los pelos y, en el inte­ rior del hom bre, horada la vejiga y el hígado. Su benigni­ dad aparece, ya muerta, poniéndola con agua rosada sobre llagas. La sandaraca son las venas más cocidas del rejalgar y, quitado esto y su color sangriento, es una misma cosa con el arsénico blanco y el oropim ente amarillo. Hiede como azufre; con pez, arranca las uñas sarnosas y, con aceite, re­ duce las inflamaciones del ano. Puede sublimarse con el fuego y, dado por la boca, mata. El oropim ente es el arsénico amarillo, más encendido que la sandaraca y menos que el rejalgar blanco, sus her­ manos, que todos ellos son escoria del oro. Con resina, re­ para la alopecia y, con grosura de puerco, levanta sin dolor las postillas.

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o sólo la cal, la sandaraca y el oropimente traen estos do­ lores, también el arsénico blanco, el cardenillo y el agua­

fuerte causan accidentes entre sí semejantes, por donde requieren la misma cura. Se tiene por remedio particular del arsénico una dracma de cristal de montaña en polvo, bebida con aceite de al­ mendras.

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l arsénico blanco sublimado, por sí o con sal, difícil­ m ente encuentra par en su malignidad. El aguafuerte noble, el que es m ortal y disuelve la plata, distinto del que se vierte en los fregaderos y letrinas, se hace hirviendo vi­ nagre recio y cardenillo; el cardenillo ha de ser decantado durante diez días con la orina de niños sanos. Del uso m ortal del arsénico habla muy brevemente Kratevas y se hace sentir alguna causa oculta en esta breve­ dad. Tiene, sin embargo, conocim iento fuerte de la expe­ riencia en su longitud; sabe que el arsénico virgen, tomado por la hum edad, arde con llama semejante en el color al li­ rio cárdeno, y este color se m uda al del azafrán si se hace adición de azufre. Pero su esfuerzo es para el sublimado blanco, dos veces purificado por el fuego, del cual dice que es «nieve en extrem o seca, cuyos átomos carecen de peso, y es tan cernida en su pureza que no tiene olor ni sabor», siendo esta limpieza, añade, «la form a de sigilo que con­ viene cuando la obra es con príncipes». Y, en contra de su costumbre, que es la de hacer una escritura desnuda y libre en el secreto, no da nom bre o seña y se limita a decir, co­ mo para sí mismo: «infuso en la libación, pasa a las entra­ ñas sin am argura y sólo trasciende un poco de niebla en la m irada y de tem blor en las manos antes de que, buscando reposo para la cabeza, se acom ode en su asiento y, con una sola contracción, el cuerpo deja de latir y las venas se en­ frían, y, m uerto, conserva el señor toda su serenidad y gra­ cia». Yo, por señales casi invisibles del códice y por seme­ janzas en la confusión de los historiadores, pienso que el 121

asunto mortal fue con uno de los Ariarates familiares: el rey de Capadocia, casado con una herm ana del Eupátor, o el propio hijo de Mitrídates. Considero también que Kratevas pudiera escribir de esto en tiempos en que, por temor, que­ ría velar ante Pompeyo, su nuevo y último señor, algunos hechos de su vida.

De la lieb re m arina

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os q u e b e b ie ro n su b stan cia d e la lieb re m a rin a sie n te n e n el gusto sab o r d e p eces h e d io n d o s y des­ pués, co n el tiem p o , les d u ele el v ien tre y se les re tie n e la o rin a, la cual, si se evacúa, suele salir p u rp ú re a . A d e­ m ás, se c u b re n d e su d o r y e c h a n p o r vó m ito cólera, m ez­ clada alg u n as veces co n sangre. A éstos co n v ien e d a r le­ ch e d e b o rric a y u n co cim ien to d e raíces d el ciclam in o , o u n a d ra c m a d e e lé b o ro n e g ro , o lic o r d e escam o n ea. T ien e ta m b ié n eficacia la ce d ria d e sh e c h a e n vino y la san g re d e g an so b e b id a calien te. T e n ie n d o los atosigados capital o d io a to d o s los o tro s peces, c o m e n d e b u e n a ga­ n a los can g rejo s d e río m ajados co n vino, d e su erte q u e, si los d ig ieren , se co n v ierten e n so b e ra n o rem ed io .

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l ciclamino es la artemisa. Cedria es el licor del cedro; cierra las llagas que se form an en el canal de la verga y templa el ardor de la orina; limpia la sarna de los perros y bueyes y exterm ina las garrapatas; con unto de ciervo, ale­ ja a las serpientes; con mirra, m antiene frescos los cuerpos difuntos y, en esto, aventaja a la mumia, que se hacía fer­ m entando betún durante tres días en el vientre de algunos muertos ahorcados o pobres. 122

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a ponzoña de la liebre marina engendra por todo el cuerpo amarillez, más hinchazón en el rostro y tal angostura de los instrumentos de la respiración que pocos escapan sin hacer­ se perfectos tísicos. Así que, ofendiendo particularmente al pul­ món la liebre marina, la leche de borrica y la de la mujer, ma­ mada de los pezones, son remedios solemnes. También la carne asada de la raposa.

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a liebre m arina daría en la figura del calamar si no fue­ se por la cabeza, que se inclina a la terrestre y de ahí su nombre; no hay hueso ni espina en ella. Se ha visto, en la desem bocadura del Nilo, que la hem bra preñada vomita una piedra verde que lleva consigo en el estómago, y esta piedra, si la toca una mujer también preñada, la hace mal­ parir. Pero la preñez de este animal ha de entenderse oví­ para y exterior, pegada a las ingles en sartas que raram ente se logran, ya que, sucia y cruel, las come la propia madre. Dicen algunos que su carne es transparente, que causa vó­ mito a quien la mira y que, comida de un varón, no se li­ brará éste de su hedor hasta la m uerte. Una sola bondad tie­ ne: puesto su cuerpo seis días al sereno y majado con ortigas, libra de pelos el cuero de las vírgenes.

De la rana llam ada rubeta y de la de las lagunas

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a ra n a ru b e ta o la q u e llam an d e las lagunas, causa g ran h in ch azó n e n el cu erp o , con u n a am arillez tan in ten sa q u e p a re c e n boj aquellos q u e la b eb iero n . A de­ m ás d e esto, se les acorta el an h élito , les h ie d e ab o m in a­ b lem en te la b o ca y, algunas veces, co n tra su v oluntad, se les va la esperm a. P ero se cu ran fácilm ente b e b ie n d o dos 123

dracm as d e raíz d e ju n c ia olorosa. T am b ién conviene for­ zarlos a cam in ar y c o rre r co n furia, p o r razó n d el en to rm ecim ien to d e m iem b ro s q u e tien en .

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l boj es árbol siempre verde; su fruto lo aborrecen los pájaros y su m adera se hunde en el agua. A los que por causa de la rana rubeta derram an la esperma, se puede cu­ rar, antes de que se desaínen (además de con la juncia olo­ rosa, que nace cerca de las aguas, refresca el cerebro y, en emplasto, extingue las barbas de las m ujeres), dándoles la flor del iris ensopada en vinagre.

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a zarza, en latín, tiene por nombre ru b u s, de donde vino a llamarse rubeta la rana que se cría entre zarzas, la cual es tan infecta que no solamente ofende a los que la comen, sino también a aquellos que tomen las yerbas o beban el agua que ella hubiese tocado. Por donde, seca y en polvo, es veneno mortífero, no menos cruel que el napelo. Mueve vómitos y disenterías, per­ turba el entendimiento, engendra vehementes espasmos y, a cada momento, causa desmayos y angustia de corazón. Se tiene por re­ medio contra esta ponzoña la sangre del galápago marino, bebi­ da con cuajo de liebre y vino. Son también eficacísimos en este ca­ so la quintaesencia triacal de Andrea Mathiolo y el aceite de escorpiones. Sirven así mismo el polvo de esmeralda y la piedra que existe dentro de la cabeza de la rubeta, de donde podemosju z­ gar la suma providencia de la naturaleza que, juntamente con la ponzoña, nos da el antídoto para que sin dilación lo aplique­ mos y recibamos la salud del mismo animal que hizo el daño.

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ebería decir más llanam ente Laguna que la rana ru­ beta no es otra cosa que el sapo, llam ado tam bién es­ cuerzo, engendrado de podredum bre y dulcísimo cantor

nocturno; el que escupe un zumo que mejor es que no cai­ ga en los ojos. Aceptado que la rubeta tenga una piedra en su cabeza, esta piedra, al parecer, molida y con unto, arre­ gla el dolor de los vacíos. También dicen de la rubeta otros misterios, como es el de que tenga dos hígados y cada uno de ellos valga de rem edio contra el otro. Kratevas, cuyos códices conocemos puestos en latín por Pompeyo Leaneo, gramático de Pompeyo el Grande, tenía su voluntad semejante en la diversidad a las fuerzas que habían dado forma a su vida, de modo que en él cabe encontrar un sentim iento piadoso en la vigilancia de la ac­ tividad, color, figura, intim idad y potencias de un ser halla­ do vivo, ya sea raíz de olor o sierpe dormida, y tam bién una frialdad asiática a la hora de observar el pulso de los tortu­ rados. Aborrecía, no obstante, la suciedad y nadie vio nun­ ca ensangrentadas sus manos o su túnica. Así resulta el hom bre, según las disposiciones de la naturaleza y la suje­ ción a las necesidades propias y los deseos de los poderosos. Hipsicracia, concubina de Mitrídates y, a la vez, capitán de su policía y ejércitos (tan varonil era su ánim o), exigió de Kratevas concurso para resolver, en modo que alcanzase res­ peto de las naciones bárbaras, la ejecución de un centenar de escitas, resto de una horda vencida. Los escitas eran nó­ madas y aparecían repentinos en la degollación, el saqueo y el incendio, que éstos eran los tres tiempos de su entrada en las ciudades. Luego, desaparecían. Viajaban con un gran re­ baño de caballos y acémilas del que tomaban la m ontura y el alimento, pues comían su carne y bebían la leche de las ye­ guas. Los apresados por Hipsicracia, cuyo pensam iento era duro y claro como el de su dueño, habían sido conducidos a los fosos. Kratevas (en su escritura es posible advertir mie­ do, asco y, finalmente, indiferencia o proxim idad del olvi­ do) hace la últim a parte de su relato con las siguientes pa­ labras: 125

«Dispuse que a estos hom bres no se les diese de co­ mer y sí agua con sal, que les bajaban en odres, y que así permaneciesen en los fosos, lo cual empezó a cumplirse, y, los que se atrevían a beber el agua, penaban más duram en­ te y se les llagaba y corrom pía la lengua. Pero, en su mayor parte, se estaban quietos bajo el sol, que era castigo de m u­ chas horas por ser las paredes del foso inclinadas y retardar la sombra. Algunos intentaron escalarlas y los guardianes no los m ataban sino que los devolvían a la profundidad con pértigas. »A1 principio, estos hom bres gritaban en su lengua salvaje, pero pronto olvidaron las palabras y el coro única­ m ente gemía de m anera bestial. Vi que muchos, ya enlo­ quecidos, daban en estrangular a aquel de los suyos que te­ nían más cerca, y estos cuerpos se sacaban velozmente con garfios para que no se alimentasen con ellos. »Durante cinco días, con pequeñas redes, treinta es­ clavos se abrían por los marjales del interior, entre las espa­ dañas y los espinos, y capturaban cada vez centenares de sapos cantores que, machacados, se extendían luego en te­ rrazas donde el sol los hacía primero hervir y los desecaba después hasta dar su carne y hum ores en espantosa moja­ ma. »En el día duodécimo, vi que el ham bre y la ración de las rubetas tenían proporción entre sí, y ordené que se la hiciesen llegar a los escitas en cuévanos de mimbre, más al­ gunas vasijas de barro, esta vez con agua limpia. »Feroces, se arrojaron sobre los cuévanos tom ando con ambas manos la comida infecciosa a la que dieron fin en corto tiempo. Después, empezaron a disputar por las va­ sijas y muy pocos lograron el agua, dado que se quebraban en las violencias. »Esto era en la hora del amanecer. Los más vomita­ ban ya cuando el sol empezó a tener alguna fuerza. Al me­ diodía, sus cuerpos estaban hinchados y crujían en con­

tracciones duras de los nervios. Otros arañaban la tierra y aullaban más alto y feroz que las bestias antes de agonizar por herida, y todos dejaban caer excrementos líquidos y sangrientos. Con el sol aún en alto, empezaron a herirse entre ellos, arrancándose los cabellos y los ojos, como si la ración de rubetas levantase furias y fuerzas sobre la des­ trucción de las entrañas. Vi las pupilas giratorias y las len­ guas negras. «Cumplido el deseo de Hipsicracia, ya que los hom ­ bres habrían de m orir con la oscuridad, al apartarm e vi, en el extrem o del foso, a uno de ellos que, separado de los enloquecidos, había al parecer despreciado las rubetas. Se m antenía erguido en la serenidad. Consideré la aparición de un hom bre aún noble y herm oso después de la tortura. Le vi sonreír m ientras se abría las venas con los restos de una vasija y ordené que no se le molestase.» justamente Dioscórides como ponzoñosa y maligna a I nfama la rana de las lagunas, por la cual entiende la muda, que se

cría en cenadales hediondos. Pero como los daños de ésta sean menores que los de la rubeta, se curan con más remisos y livia­ nos remedios.

De las sanguijuelas

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as sanguijuelas q ue se trag an co n el agua, si a la b oca d el estóm ago al b ajar se asieron, a tra e n h acia sí aq u e­ llas partes, d e m o d o q u e los pacientes sien ten có m o son in terio rm en te chupados, y este sen tim ien to es indicio de los anim alejos. Las despegan la salm uera, el lico r cirenaico, las hojas d el silphio, las acelgas y la nieve b eb id a con 127

vinagre aguado. Se gargarizan tam b ién p a ra el m ism o efecto el n itro y la caparrosa. Si las sanguijuelas se p eg aro n a la garganta, después d e h a b e r m etid o al q u e p ad ece d e ellas e n u n b añ o d e agua caliente, se le d a rá agua fría p ara q u e la ten g a e n la b oca y co n esta in d u stria se desasirán.

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ioscórides y Laguna no dicen que las sanguijuelas son gusanos herm afroditas, que pueden ayunar durante cuatro meses y que, si no se les hace soltar las venas, toman en sangre ocho veces su peso; ignoran además la piedra tarnycen, que atrae a las sanguijuelas y es capaz de arrancar las que están agarradas a los miembros interiores; esta piedra rompe también las verrugas y se coge en una cueva del m on­ te Sinaí. El licor cirenaico no es diferente del que se saca del laserpicio, a no ser en que su planta se trae de Cirene.

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uelen, los que tragaron sanguijuelas, escupir sangre viva y muy roja, de donde cobran un gran miedo creyendo que sa­ le de los pulmones. Mas se conocefácilmente la diferencia porque la que resulta del pecho sale con tos y se muestra muy sutil y es­ pumosa, pero la que derraman las sanguijuelas no da señal de espumas y viene poco a poco sin sacudimientos; aunque algunas veces sale con vómito, y esto es cuando las sanguijuelas se asie­ ron a la túnica del estómago. Es pues fácil despegar las agarradas a la garganta, por­ que, tocándolas con vinagre o echándoles un poco de ceniza ju n ­ to a la boca, luego, sin más tardar, sueltan. Hace también que desasgan el perfume de las chinches quemadas. Pero para despe­ garlas del estómago conviene usar los exquisitos remedios que nos describe Dioscórides, entre los cuales el del baño y el agua fría es excelente y probado, porque rehuyendo naturalmente el calor, se van tras el refrigerio y entonces es fácil escupirlas. 128

Mueren las sanguijuelas con acáte crudo, con lejía, con sal y con todas las materias que son veneno para las lombrices. Haríamos agravio a las sanguijuelas si, habiendo habla­ do del daño que, tragadas, suelen acarrear, no hiciésemos ju n ­ tamente mención del servicio que muchas veces nos hacen, cuan­ do queremos abrir con ellas las almorranas o sacar la sangre de cualquiera otra parte del cuerpo. Pues es cierto que aplicadas al sieso evacúan toda la sangre melancólica que se jun ta en aque­ llas cabezas de venas que en tal lugar se rematan, y por este mis­ mo respecto son útiles en la apoplejía, la gota coral y los vahídos de cabeza. Aplicándose sobre la carne desnuda, toman la sangre colérica y, así, no nació otro más soberano remedio para sangrar a los niños, visto que, sin darles dolor y sin enflaquecerles en na­ da, les chupan la maldad de las calenturillas.

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as lombrices son aborrecidas como gusano lúbrico que pone suciedad en las tripas y prurito en el ano, pero será justo decir tam bién de ellas que su ceniza es poderoso rem edio contra la ictericia. Melancolía es hum or frío y seco que alim enta los hue­ sos y el bazo, y es también el nom bre de su enferm edad, que trae heces de sangre negra revueltas con hiel y tristeza. Se sabe que, aunque con dolor, las alm orranas son benefi­ ciosas para los melancólicos, y que éstos y los tísicos deben purgarse únicam ente por abajo. De la apoplejía decían los antiguos que era pasmo y estupor de los nervios en todo el cuerpo, con privación de sentido, y, llegando a esta circuns­ tancia, tenían por beneficioso dar al paciente torm ento de cuerdas, decidido que así le liberaban del entum ecim iento y anestesia nacidos de la causa intrínseca.

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o puedo dejar de clamar contra la pestilencial costumbre de España, donde, luego que sienten un poco de ardor en 129

cualquier niño de teta, llaman a un cruel barbero, el cual, con un navajazo de duros filos, le hiende sin piedad las piernas dt arriba abajo, deshaciéndose en gritos la criaturilla desventurada, de suerte que muchas veces se amortece y pasma. Me persua­ do que de todos los niños de teta sajados que murieron, el sajamiento fue la causa, y de cuantos convalecieron, la bondad y clemencia divinas. Porque si dice Galeno que hasta que llegue a catorce años no se debe sacar sangre a ningún muchacho, ¿en qué discreción o juicio cabe que a los recién nacidos les abramos con navajones ? Una cosa os puedo afirmar: que de nada de mi niñez me acuerdo salvo de una saja que mefue hecha siendo yo de catorce meses, la cual aún ahora me escuece, porque tengo todas las pantorrillas hendidas y en ellas unos verdugones altos como ri­ betes, los cuales se resienten y escandalizan gravemente cada vez que los toco, pensando que vuelve el barbero. Esta es desventura fatal y siniestra constelación de los reinos de España, que no se­ pamos enseñar virtud ni letras a un niño si no es a poder de azo­ tes y mojicones, ni darle salud si no es abriéndole las entrañas. Lo digo porque la saja en los niños no es medicina sino carnice­ ría. No quiero decir que en los más crecidillos y en las personas de angostas venas las sajas no puedan ser saludables, pero se de­ ben administrar con tanto primor que la sola puntica de la na­ vaja hiera el cuerpo. Con todo esto tengo por muy convenientes las sanguijue­ las, pero antes que las metamos en uso las tendremos purgadas de mucho tiempo, guardándolas en vasijas de vidrio y mudán­ doles a menudo el agua, sin echarles cosa que coman, con le cual pierden toda la viscosidad y el veneno, quedando purifi­ cadas y hambrientas, de modo que velozmente asen. Cuando queremos aplicarlas al sieso, conviene primero raer la parte y después lavarla, pues si sienten alguna hediondez jamás aga­ rran, que se pican de asquerosas y delicadas. Cumplida esta di­ ligencia, se toma la sanguijuela blandamente, con algún pañizuelo, y se aplica. Mas en caso que no quiera asir prontamente, cumple bañar el salvohonor con un poco de sangre de palomi­ 130

no y asirá de este modo sin tardanza. Puestas tres o cuatro en esta manera, las dejaremos hartar hasta que se muestren muy llenas, y entonces ellas se caerán por sí mismas o nosotros las haremos caer echándoles un poco de ceniza en las bocas. Gale­ no, para evacuar mayor cantidad, manda cortar las colas a los animalejos porque así lo que sorben por una parte se les va por la otra, de modo que jamás se ven hartos ni hacen fin de atraer. Pero el cortar las colas no ha de ser al través (porque así les cor­ taríamos los nervios o hebras que valen por instrumentos de atracción) sino de abajo arriba, con tijeras. Yo, cuando quiero hacer evacuación señalada después de caídas, hago sentar al enfermo sobre un cocimiento de malvas hirviente, el cual relaja de tal suerte las venas mordidas que en un cuarto de hora sal­ drán por ellas más de tres libras de sangre y, vuelto el paciente a la cama, las venas se cierran luego de suyo, o nosotros, con algodón quemado o con clara de huevo, haremos que pronto se cierren.

D el eléboro y de algunas cosas que se dan para cobrar salud

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dministraremos también cautamente ciertas cosas que se suelen dar para remediar a los pacientes, las cuales, muchas veces, los meten en no menor incon­ veniente que los otros venenos, y estas cosas son el elé­ boro blanco, la thapsia, el zumo del cogombrillo amar­ go y el agárico negro, que ahogan o purgan más de lo que conviene. Acudiremos a la sofocación que causen con aquellos mismos remedios que dimos contra los hongos y atajaremos la purgación excesiva con substan­ cias que tengan virtud de restreñir las evacuaciones. No debemos tampoco descuidarnos de aquellas que, aun131

que al parecer ofenden ligeramente, todavía suelen ser peligrosas, del número de las cuales son la ruda salvaje, la nigela y los flecos tiernos del cardo que tiene por nom­ bre cactus.

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ombra aquí Dioscórides el eléboro, que ya sabemos que es la misma cosa con el veratro y el tóxico, y nada nuevo hay que deducir del códice de Kratevas, pero, siendo la yerba tan asistida en sus diversos nom bres, no estorbará que aún nos detengamos en ella. Plinio atribuye las virtudes más firmes al eléboro ne­ gro y dice que los bueyes y los caballos m ueren con éste y no con el blanco, y que tam bién es el negro el que convie­ ne a las vírgenes locas y tiene fuerza con los espíritus. Re­ com ienda arrancarlo con la prisa y reverencia que se usan con la m andrágora y esto tanto por su poder oculto como porque hiere gravemente el cerebro con el vapor que suel­ ta de sí. Añade que hace estornudar, que espabila la inteli­ gencia de los modorros, que rem edia las fístulas y que ata­ ja el romadizo de las bestias. Del blanco predica pocas bondades y advierte que no se dé jam ás en día lluvioso y tampoco a los viejos y los tími­ dos. El zumo de la thapsia es substancia salvaje que, por fuera, se aplica a los tiñosos y a las grietas de las caballerías. En jarabe o clister puede sacar de penas a un hom bre ro­ busto. Del cogombrillo amargo, que nace en los muladares, se hace el que Teofrasto llamó elaterio, preparación furio­ sa que rom pe las verrugas y las apostemas de detrás de las orejas. En solución interna, si se da más de dracm a y media, purga para la eternidad. De la thapsia y el elaterio nada dice Kratevas, y tam ­ poco del agárico negro aunque lo tenía a mano en Cilicia. 132

Parece que es hongo con algunas virtudes, pero insufrible si no se le debilita con jengibre y clavos. abiendo tratado Dioscórides de las cosas tenidas por ve­ nenosas y de los daños que de ellas manan, hace men­ ción ahora de algunas, muy solutivas, que como saludables pa­ ra purgar el cuerpo suelen administrarse, las cuales puso por ejemplo para que por ellas juzgásemos de otras semejantes, y son el turbith, la escamonea, la coliquíntida, la brionia y el tártago. Teniendo pues entendido que todas las medicinas que po­ seen facultad purgatoria son contrarias a la naturaleza huma­ na, quiso este autor damos aviso para que las ordenásemos con gran tiento, y no a Dios y a la ventura, como hada cierto mé­ dico toledano, el cual, después de haber jugado toda la noche, escribía súbito diez o doce recetas varias, las ponía debajo del al­ mohada, y a la mañana siguiente daba la primera que encon­ traba al primero que le traía la orina, y con ella, juntamente, la vida o la muerte, según la suerte lo encaminaba. Digo, pues, que toda solución vehemente, si no se da en cantidad muy pe­ queña, conturba el cuerpo y mueve humores, de suerte que, co­ mo dice Dioscórides, ahoga o purga más de lo que conviene. Por­ que los humores movidos oprimen las telas interiores y suben a los pulmones, causan sofocación, y, evacuándose, dejan el cuer­ po vacío y debilitado. A la sofocación acudiremos con los remedios apropiados contra los hongos; a la purgación extremada por los solutivos violentos, con medicinas estípticas; pero antes que se administren conviene usar de otras blandas y abstersivas, con las cuales se despida o, a lo menos, temple y refrene el phármaco. Lo que yo suelo hacer cuando alguna medicina purga más de lo que deseo es: primeramente hago beber al paciente un vaso de cocimiento de cebada, tras el cual le doy carne de mem­ brillos para que la conserva dulce conforte las parles enflaque133

cidas y relajadas. Y no siendo bastante esta industria, doy clis­ teres del mismo cocimiento, añadiendo azúcar y yemas de hue­ vos. Tras los cuales, después de haber sido administrados cinco o seis veces, ordeno otros que tengan fuerza de restreñir, como son los de zumo de llantén, leche de vaca acerada y yemas de huevos cocidas con vinagre. Untóles así mismo todo el vientre con aceite de arrayán, sobre la cual unción les echo polvo de ro­ sas, de coral, de incienso y de almástiga. La evacuación de los solutivos nunca me puso en necesidad, porque los flujos causa­ dos por medicinas son más fáciles de atajar que los que manan de causas ocultas. ,

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urbith se llama a una yerba roja, preñada de licor, cu­ ya raíz es resinosa y la flor encarnada y blanca; quita los sueños graves, pero, si se toma sin prudencia, rae los in­ testinos. La escamonea es planta viciosa cuyo nom bre vale también para el licor que provee; licúa violentamente por abajo. La coliquíntida puede darse macho o hem bra y la hem bra es más indecisa; limpia el cerebro, vale en el asma y apaga los acúfenos. La brionia es vid blanca y salvaje; rom ­ pe las apostemas de agua y de viento y se aplica en las lla­ gas gangrénicas; con su fruto se pelan los cueros y se le­ vanta la sarna; en la mujer, el zumo acrecienta la leche, pero la hace malparir. Tártago es purga feroz, más apro­ piada para vacas que para individuos humanos. Estípticas son las substancias que estriñen y desecan superfluidades y humores excesivos; abstersivas, las que lim­ pian el intestino con suavidad. El llantén nace espontáneo en lugares húmedos y es yerba muy venenosa para las gallinas. Leche acerada —tam­ bién el vino, el agua y otros líquidos naturales— es la que ha recibido la tintura y virtud del acero, que ha de echarse muy encendido. Almástiga es resina de lentisco; tiene vir­ tud de restreñir, suelda los huesos, perfum a el aliento y re­ 134

laja el cerebro; si envejece en el árbol, se convierte en bichejos alados, semejantes a las moscas que nacen de las ve­ jigas del olmo.

De cosas que cuotidianam ente sirven al uso

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ambién el agua fría, mucha y bebida de golpe, o el vino copioso en saliendo del baño o después de ha­ ber corrido violentamente causan sofocación, pero libra del peligro una sangría súbito administrada.

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os ejercicios violentos y los baños calientes abren y relajan los poros del cuerpo. De suerte que, si tras un ejercicio ve­ hemente o luego en saliendo del baño se echa el hombre a pechos un gran golpe de agua o de vino, llega el humor hasta el cora­ zón sin ser digerido, a causa de la dilatación de las venas, y con su cualidad oprime y ahoga. De esta manera y sin otra ponzoña pudo ser que muriese el Delphin de Francia, por un gran jarro de agua fría que se bebió saliendo de un juego de pelota muy ca­ luroso y sudado.

D e las fieras que arrojan de sí veneno y de ciertas causas

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n este punto hemos de tratar de los venenos mortí­ feros y de las fieras que arrojan de sí ponzoña, para que lo que toca al negocio medicinal quede perfecta­ mente acabado, por cuanto tal doctrina no es menos ne135

cesaría que todas las otras a los que ejercitan el arte mé­ dica, visto que con ayuda de las causas que se aplican en ella suelen los hombres librarse de dolores y afanes. Se di­ vide esta doctrina en dos supremas y generales partes, de las cuales aquella que trata de los animales que arrojan de sí ponzoña tiene por nombre Theriaca y Alexiphármaca la otra, que disputa de los venenos. De los animales que arrojan de sí materia ponzoño­ sa y de los venenos mortíferos se hallan pocos que engen­ dren sus accidentes lentamente, y muchos que luego des­ pachan. Además de esto, los hombres que guiados de su natural y propia maldad determinan matar con veneno a otros, buscan ponzoña que no dé treguas. Algunos tam­ bién, perseguidos de su conciencia malvada y como deses­ perados o por algún desastre oprimidos, con odio gran­ dísimo de la vida tragan voluntariamente veneno para matarse. Estos, después, siendo en la hazaña sorprendi­ dos o tornando en sí y arrepintiéndose, tienen necesidad de súbito socorro. No faltan otros que untando las saetas o inficionan­ do los pozos y las fuentes maquinen arrebatada muerte a sus adversarios, los cuales, aunque no sientan al pronto el maleficio, lo sienten no mucho después, si luego y en el principio no se ataja con aptos y convenientes remedios, que si esperamos a socorrerlos cuando la fuerza mortí­ fera hubiere ya señoreado los cuerpos, trabajaremos en vano. Atribuyen los antiguos tres constituciones a los cuer­ pos humanos; una por la que viven sanos, otra que los ha­ ce vivir enfermos y la tercera, por razón de la cual, aunque al parecer tienen salud, fácilmente resbalan de ella, ca­ yendo en los peligros y enfermedades a causa de la facul­ tad corrupta que en los cuerpos está encerrada, como po­ demos ver en los mordidos de algún perro rabioso, que todavía no tienen miedo del agua, y en aquellos que ha136

biendo tragado cantáridas no padecen aún dificultad de orina. Infieren que, según aquellas tres constituciones de nuestros cuerpos, se divida también el arte en tres miem­ bros, a saber: el que conserva la sanidad, el que preserva de peligros y enfermedades y el que cura las indisposicio­ nes presentes. Contra lo cual conviene decir que, según su discurso, no solamente tres constituciones, sino cuatro, en el cuerpo humano se hallan, visto que hay algunos que aunque no son enfermos están dispuestos y en potencia propincua a serlo, por razón de causa latente, y otros que, dejando de ser enfermos, no tienen salud perfecta, lo cual se verifica en aquellos que saliendo de enfermedad tienen falta de substancia. Pero en la misma forma que la industria curativa es parte del arte medicinal, conviene decir que lo es tam­ bién la preservativa, entendido que, para preservar los espíritus principales, usamos de remedios vehementes, sajando profundamente, quemando, cortando a cercén miembros y aplicando medicinas corrosivas, aunque al­ gunos sean tan ignorantes que no quieran llamar reme­ dios a los preservativos y sea cierto que no se puede fá­ cilmente entender por qué razón lo niegan, ya que el vocablo preservación y la manera de hacer denotan cla­ ramente remedio. Además de esto, por causa de tal divi­ sión, no consideran a los que, encontrándose en lugares pestíferos, aún no son infectos de la pestilencia, aunque están prontos a serlo por razón del aire corrupto. Digamos, pues, que no conviene contar las partes del arte medicinal según el número de las disposiciones que sobrevienen a los cuerpos humanos, sino que la na­ turaleza de cada cosa debe ser discernida según sus pro­ pias señales. No solamente a los accidentes engendrados de los venenos mortíferos y de las fieras que arrojan de sí pon­ zoña, sino también a los remedios contra ellos se suele 11a137

mar obscuros, porque no se puede dar su cierta causa, la cual duda, por ser difícil, toca a los que con observación y experiencia son en el arte ejercitados. Ciertamente, no es del todo verdad que a tales acci­ dentes no se les puede llamar causa, puesto que lo super* fluo y lo que no sirve para cosa ninguna se saca difícil­ mente por conjetura, y aún, si miramos sus propiedades, confesaremos que carecen totalmente de causa. Porque el accidente que sirve a la curación y muestra el camino de ella, éste, ni es incomprensible ni carece de causa, antes alguno, impelido de él, podrá seguramente afirmar que tiene facultad de conducir al conocimiento de las matri­ ces ocultas e inciertas, las cuales, aunque por la mayor par­ te no puedan comprenderse de los sentidos, todavía, con­ feridas unas con otras, al fin se iluminan. Podrá el hombre conocer esto en las víboras y es­ corpiones y en otros muchos semejantes animalejos, con­ siderando consigo mismo que aunque en su especie sean cortos de cuerpo y del sentido apenas comprensibles, son causa de gravísimos dolores y peligros, no obstante que algunos de ellos, por su exigüidad, no se disciernen fácilmente y son muy flacos de fuerzas respecto de otras fieras. Pero ¿tan grande juzgaremos la cantidad infusa por la punctura del escorpión o de cualquiera otro ani­ mal de aquellos que ordinariamente nos corrompen la carne? ¿O cuánta será la ponzoña que, en mordiendo el phalangio, entra por la herida y atormenta el cuerpo universo? No es posible, pues, discernir por cierto la can­ tidad de estos venenos porque son en extremo grado pe­ queños. También es común y aprobada opinión de todos que las tales fieras poseen virtud mortífera, la cual, mez­ clada con nuestros cuerpos es causa de los daños que so­ brevienen. No se hallará hombre tan obstinado y amigo de disputar que a otra causa atribuya las semejantes mo­ lestias y no a la ponzoñosa materia que, tocando sola138

mente una parte, desde allí se derrama por todo el cuerpo. Quieren los empíricos que toda especie de causa se someta a las diferencias constituidas por ellos, pero engá­ ñame en esto por no haber usado de división exquisita, y los dogmáticos llaman causas a todas aquellas que en par­ te preparan y en parte son continentes, así las llagas que en las ingles se engendran y las calenturas que de ellas ma­ nan. Porque se huelga mucho con las diferencias de cau­ sas, llamando continentes a unas y a otras primitivas o manifiestas, diremos que, según la una y la otra manera, es causa la que engendra corrupción, visto que es primiti­ va por cuanto precede al efecto y preocupa la substancia del cuerpo, así como continente, porque se halla presen­ te mientras perseveran las disposiciones y, apartándose ella, se apartan todos sus accidentes. Pareciéndonos, pues, bastar lo dicho acerca de esta materia, estatuyamos por sentencia cierta que la facultad creadora de la corrupción es una eficacísima causa inte­ rior. De modo que unas veces la evacuaremos por aquellas partes que le dieron entrada; otras, antes que descienda a lo profundo del cuerpo y dañe las entrañas, la detendre­ mos en alguna parte no principal; y otras, finalmente, la des­ leiremos y templaremos con apropiados brebajes, cuando no se pueda excusar su distribución por las venas. Se de­ tienen y doman los venenos, para que no se derramen, con perfusiones y medicinas agudas aplicadas a la parte doliente, las cuales tienen facultad de lavar la ponzoña. Se apagan también y se vencen los venenos con comer vian­ das disolutas. Finalmente, contra los venenos es útil pur­ gar el vientre y provocar sudor. quehacer infinito este luengo discurso y no me­ M enosha adadolos intérpretes latinos, los cuales andan tan fuera 139

de tino como los que habiendo perdido el camino real en tiempo cubierto y obscuro, ya medio desesperados, soltando la rienda, dejan ir al caballo por donde quiere, y a las veces, atravesando barrancos y despeñaderos, siguen el sonido de algún cencerro persuadiéndose sea la campana del lugar hacia donde caminan. De suerte que a la mañana, hechos pedazos y llenos de rasguños, se hallan diez o doce leguas más atrás de donde partieron. Mas la causa de esta confusión que se halla en los latinos, varones excelentes, fue, a mi parecer, la notable dificultad del tex­ to y, juntamente, la falta de integérrimos códices que les mostra­ sen el camino derecho. Cuanta diligencia y solicitud haya pues­ to yo en exprimir la esencia y la intención de Dioscórides, podrán juzgar los que mi traslación confieran con el ejemplar griego. Constituyen comúnmente los médicos tres especies de cau­ sas morbíficas, de las cuales la primera llaman procatártica, pri­ mitiva, manifiesta y externa, porque siendo la primera de todas ofende desde fuera los cuerpos y, en haciendo el daño, se aparta como la piedra en los descalabrados. A la segunda llaman ante­ cedente porque tras la primera o externa, de la cual fue engen­ drada, precede siempre al efecto y pocas veces lo desampara. La tercera y última de todas se dice inmediata y conjunta, y ésta es la que, estando presente, conserva acrecentándose, acrecienta dis­ minuyéndose y, finalmente, faltando, hace despedir el efecto por ella misma producido. Algunos ponen sólo dos especies de causas, primitiva y antecedente, fundándose en que toda causa antecede al efecto, a la cual antecedente dividen después en remota y conjunta. Pero, para que mejor podamos entender esto, no será inconveniente pro­ poner un ejemplo acerca de los mismos venenos. Pongamos que una víbora mordió a Julio en el pie o que Antonino le dio vene­ no. En tal asunto diremos que así la víbora como Antonino fue­ ron causa primitiva y externa de los accidentes, por cuanto, he­ cho el daño, se huyen y apartan. El veneno derramado por todo el cuerpo se deberá llamar causa antecedente remota, porque no produce inmediatamente el último efecto, que es la cruel calentu140

ra, sino mediante la putrefacción y corrupción de humores que engendra, la cual es causa conjunta y última de la fiebre. Mas porque algunas veces concurren muchas causas an­ tecedentes entre la procatártica y la conjunta, quiero dar otro ejemplo más familiar. Cayó Fabio de un corredor abajo. La caí­ da fue causa de que se diese un golpe sobre uno de los costados. El golpe causó dolor; el dolor atracción y concurso de humores; el concurso de humores engendró una apostema, quiero decir una pleuresía confirmada; a la pleuresía sucedió angustia y estre­ chura de anhélito; y a la estrechura putrefacción, tras la cual, consiguientemente, se ordenó calentura continua. Diremos, pues, en el caso propuesto, que la caída de Fabio fue causa procatártica y primitiva, ya que, dado el golpe, cesó el caer. La putrefacción será causa inmediata y conjunta, visto que intercede entre ella y la calentura. El golpe, el dolor, la atracción, el concurso de los humores a la parte doliente, la hinchazón o apostema y, finalmente, la estrechura de anhélito, se deberán lla­ mar causas antecedentes o intercedentes, entendido que son acti­ vas entre la primitiva y la última causa, aunque unas sean más remotas delfín que otras. De donde podemos conocer fácilmente que no toda causa antecedente, cesando, expulsa el efecto por ella producido, pues puede alguna vez cesar el concurso y movimien­ to de los humores a la parte doliente (el cual consta ser antece­ dente causa) sin que cese la hinchazón engendrada. onvienen grandes cautelas en la lectura de este tramo de Dioscórides y Laguna, porque no cabe escapar a la lección de las pasiones verídicas: considérese, sin ir más allá, que el amor que llaman hereos es enferm edad propia del ce­ rebro y mana de corrupción de la virtud fantástica, que es­ tá en la primera celda; los testículos pueden ser causa en cuanto a la causa conjunta, pero el hígado lo es en cuanto a la antecedente. De otra m anera, el Hato que hay dentro de los cuerpos y algunas veces pasa a las venas, es tenido 141

por causa antecedente cuando empuja la sangre al cerebro o hincha la casulla del corazón, a lo que sigue, por vía res­ pectiva, dolor de las m eninges y sofocación, pero consta sin embargo que el flato es soplo aéreo, con lo cual cabe sos­ pechar que la causa pueda ser externa y procatártica. Yo pienso que, tras la caída de Fabio, el dolor no es cau­ sa sino accidente procatártico y conjunto, aunque sea in­ trínseco con la apostema que sucede al derram e de la cóle­ ra o de la melancolía, y aún habría que considerar la forma depurativa, que bien pudiera estar en la corrupción de la m em brana de los bofes, antes de poner el núm ero a las cau­ sas pleuríticas. abiendo ya tratado en los capítulos anteriores Dioscórides H de todos aquellos venenos que tomados por la boca nos ofenden capitalmente, de aquí en adelante disputa de las fieras emponzoñadas que nos inficionan hiriéndonos.

De las señ ales d el perro rabioso y de los m ordidos

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e querido hablar de la mordedura del perro rabio­ so primero que de las otras, por cuanto este animal es doméstico y familiar al hombre, además de que suele rabiar y morir rabiando. De sus daños es muy difícil guar­ darse, por lo que incurren los hombres en muy negros peligros si no son socorridos con extremada diligencia y convenientes remedios. Suele por la mayor parte rabiar el perro cuando el tiempo es en extremo hirviente o cuando fatigan mucho los fríos. El perro que rabia, huye así del comer como 142

d e l b e b e r; a rro ja g ra n c a n tid a d d e flem a p o r la b o c a y las n arices; m ira c o n ojos tu rb io s; se m u e stra m elan có lico y sin la d ra r a rre m e te a to d o s, m o rd ie n d o ig u a lm e n te a las fieras y a los h o m b re s, y n o m e n o s a los fam iliares q u e a los ex trañ o s. Al p rin cip io , la m o rd e d u ra n o d a grave to rm e n to , salvo el d o lo r d e la h erid a; d espués, e n su tiem p o , e n ­ g e n d ra la e n fe rm e d a d llam ad a h id ro fo b ia, p o r el g ran m ied o d e las aguas q u e los m o rd id o s tie n e n , la cual sue­ le v en ir co n retracció n d e nervios, rojez d e to d o el cu er­ p o y en especial d el rostro, su d o r y olvido. A lgunos d e los m o rd id o s h u y en y a b o rre c en la luz; otro s c o n tin u a m e n te se d u elen ; otros, fin alm en te, la d ra n d o a m a n e ra d e p e­ rros, m u e rd e n a cu an to s se les p a ra n d e la n te y, m o rd ié n ­ doles, les in fu n d e n la m ism a rabia. H asta ah o ra, n o h e visto q u e haya escap ad o n in g u ­ n o de los q u e cayeron en la h id ro fo b ia, a u n q u e E u d em o h ace m en ció n d e u n o q u e se lib ró y o tro s afirm an q u e T h em iso n , h a b ie n d o sido m o rd id o y, d esp u és, o cu p ad o d e la rabia, alcanzó salud. E sto m ism o c u e n ta n algunos d e o tra m an era: q u e T h em iso n , m éd ico , m ien tras c o n d o ­ lién d o se d e u n am igo (el cu al ya te n ía g ra n h o rro r a las aguas) lo c u ra b a y servía, cayó e n la m ism a indisposición, d e la cual escapó desp u és d e m u ch o s to rm en to s. E sta e n ­ fe rm e d a d es m u y trabajosa y difícil, a u n q u e yo sané d e ella a m u ch o s, siem p re an tes d e q u e se sin tiesen sus acci­ d en tes.

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l perro es un animal familiar, agradecido y fidelísimo al hombre, lo cual se podría fácilmente probar con muchos que, habiendo sido desamparados de sus deudos, amigos y servi­ dores, hallaron en los perros presidio, fe y lealtad contra el furor de sus enemigos. De la fidelidad de este animal hallamos nota­ bles ejemplos en las historias naturales, principalmente en el ca­ ite

/titulo cuarenta del libro dieciocho de Plinio, donde leemos que cinto perro peleó valerosísimamente con unos salteadores en de­ fensa de su señor, al cuerpo del cual, después de muerto a fuerza de muchas heridas, hizo centinela guardándolo de los buitres y bestias. También otro perro epirota, conociendo al homicida de su señor, no dejó de ladrar tras él y de morderle hasta que confesó. Dícese que un perro de Jasón Licio, después de muerto su amo, no quiso comer más y pereció de hambre. Habiendo sido conde­ nado a morir Tulio Sabino con sus criados, en tiempo que Apio Junio y Publio Silio eran cónsules, no pudieron echar jamás dt la cárcel al perro de uno de ellos, desde la cual acompañó a su amo hasta el lugar de la ejecución y, después de ajusticiado, no se quiso apartar del cuerpo, sino que daba sobre él grandes aulli­ dos, con admiración de todo el pueblo romano. Añade más Pli­ nio: que como uno, de entre toda la turba, arrojase al perro nc sé qué cosa de comer, la recogió y la llevó luego a la boca del di­ funto para ver si le podía resucitar, y que después de arrojado su cuerpo al Tíber, nadó sobre él procurando sustentarlo. Las raras virtudes de este animal deberían mover a los hombres a servir con mayor devoción y amor a aquéllos cuyo pan comen, pero la cosa va de suerte que cada uno imita a los perros en el ladrar y mor­ der, mas no en la fe y lealtad que guardan. Digo, pues, que este animal, aunque por el amor y afición que nos tiene debiera ser inmortal o a lo menos libre de dolores y afanes, todavía está sujeto a infinitas enfermedades y principal­ mente a la rabia, en la cual le suele precipitar muchas veces el hervor del verano, así como la sed y el hambre no socorridas. Por estas causas se engendra una cólera tan adusta y mordaz en el canino estómago, ya por su naturaleza colérico, que humeando el cerebro quita luego el sentido y excita los accidentes. Acontece también que el frío del invierno, repeliendo el calor a las partes internas del cuerpo, las inflama y enciende, de donde puede tam­ bién nacer la rabia. Suelen así mismo rabiar los perros por haber comido carnes hediondas, inficionadas con yerbas o tocadas de rayos, o por haber bebido agua corrupta.

La manera de conocer al perro rabioso es muy fácil. Si vié­ semos uno bermejo y flaco que, llevando los ojos muy encendidos, la cola caída, la boca llena de espuma y la lengua salida afuera y teñida de humor colérico, arremete sin propósito y sin ser irri­ tado al primero que topa, y corriendo sin orden y sin concierto sú­ bitamente se para y con un desatinado furor muerde a los que aún no había visto, éste trae consigo las señales de la rabia. No conviene cerrar la herida de los mordidos, sino dila­ tarla y tenerla abierta cuarenta días, si no queremos que caigan en elformidable temor del agua, pues aunque al principio no pa­ rezca nada la mordedura ni sobrevengan accidentes furiosos, to­ davía después, poco a poco, derramándose la ponzoña por todo el cuerpo, comienzan a perder la memoria y el tino, huyen de con­ versación, se vuelven tristes y melancólicos, duermen con mucha dificultad, se despiertan cada hora con sobresaltos horribles, no responden cosa a propósito y, finalmente, cuando la enfermedad está confirmada y no reciben remedio, tienen tanto temor del agua (la cual, bebida, sería su remedio) que si se la presentan de­ lante gritan, aúllan, tiemblan, sudan, se muerden las manos y se amortecen con frecuentes desmayos. De este incomprensible es­ panto suele asignarse por causa que como los desdichados hayan perdido ya su natural complexión (la cual era caliente y húme­ da) y en su lugar se les haya introducido en los huesos otra muy maligna y contraria, esta tal adventicia se hace fuerte en las en­ trañas. De modo que, así como el diablo en los endemoniados re­ siste a la cruz y al agua bendita (las cuales armas bastan a ex­ terminarle), y delante de éstas suele hacer mil bravuras, ni más ni menos esta otra complexión extranjera (la cual como maligno espíritu ya tiene depravado el entendimiento del hombre) repug­ na furiosamente a las cosas de temperamento húmedo y frío y principalmente al agua cuyas cualidades le son totalmente con­ trarias. De donde resulta que los tristes desventurados, huyendo siempre del agua, se consumen y secan de sed y mueren enclavi­ jados a causa de la fiebre ardentísima que los resuelve. Otros asignan distinta razón: que los mordidos de perro 145

rabioso se recelan tanto del agua porque ven siempre en ella otro perro pronto a morderlos, y así se dice que cierto philósopho gra­ ve, habiendo caído en el mismo miedo y siéndole propuesto un ba­ ño por único y singular remedio, no obstante ver dentro un perrazo aparejado, venció con su fortaleza de ánimo la falta de persuasión de los accidentes, y después de haber estado un rato suspenso, por fin, diciendo qué cosa tiene el perro que hacer con el baño, se arrojó dentro animosamente, de suerte que lavándose todo el cuerpo y bebiendo a despecho de la corrupta imaginación, refrenó la ponzoña. Podríamos dar también por causa de este terror vehemente que los que vinieron a tales términos tengan perdida la imagina­ ción y piensen que aquel espumoso humor que allá dentro los ator­ menta sea el agua misma que les es presentada. Siendo alguien mordido, si no consta que el perro autor ra­ biaba, para certificarnos bien del negocio aplicaremos sobre la mordedura nueces majadas, y, dejándolas así toda la noche, las quitaremos a la mañana y las echaremos a alguna gallina para que las coma; si el perro mordió con rabia, la gallina morirá al día siguiente, mas si no fue rabioso, no recibirá detrimento. Si sobásemos también una miga de pan con la sangre ex­ primida de la mordedura de algún perro rabioso y la echásemos a otro perro, ni la comerá ni se allegará de gran trecho a ella. De es­ tas señales podremos conocerfácilmente cuándo será bueno cerrar o entretener abierta la herida. Escribe Galeno que de todos los animales suele rabiar so­ lamente el perro, pero vemos lo contrario por la experiencia, pues el caballo, el camello, el león, la raposa y la mona dan en arre­ batados por la rabia. También es de creer que rabiaba el gato que mordió a aquel español cuitado, enterrado en Nuestra Señora del Pópulo, en Ploma, cuyo epitafio dice: Hospes disce novum mortis genus: improba felis Dum trahitur, digitum mordet, et intereo. Piensa Avicena que aunque los mordidos comiencen a co­ rroborar gran temor del agua, todavía se debe tener esperanza de 146

salud mientras mirándose en un espejo se reconocen. Dice más: que algunos de ellos orinan con gran dolor ciertos pedazos de carne, formados a manera de cachorrillos, lo cual, si es verdad, acontece por la imaginación vehemente que, en ellos, siempre en­ vuelta con perros, les hace producir semejantes figuras, como di­ cen que las mujeres paren a veces negritos por haber tenido, al tiempo de concebir, a los tres Reyes Magos delante, lo cual puede por cortesía y piadosamente creerse. engo para mí que la fiebre hidrófoba es de las que lla­ man pútridas y conciernen a los humores, aunque es cierto que, en el cerebro, alcanzará a roer las virtudes racio­ nal y fantástica, que se albergan en la primera y segunda de las cámaras, lo cual trae consigo la visión de que en el agua nadan las entrañas de los perros.

De los rem edios contra las m ordeduras de los perros rabiosos lP \v os m an eras hay d e c u ra r las m o rd e d u ra s d e los pejL J ' rros rabiosos; u n a co m ú n , a trib u id a a las m o rd e d u ­ ras d e todos los anim ales q u e a rro ja n de sí p o n zo ñ a, y o tra p articu lar y p ro p ia, so lam en te p a ra los m o rd id o s d e p erro s q u e rab ian , la cual a u n o s suele ser p ro v ech o sa en ex trem o y a otro s in ú til y sin pro v ech o , p rin c ip a lm e n te a los q u e h ace m u c h o q u e fu e ro n m ord id o s. D igam os p ri­ m ero d e ésta y d esp u és tratarem o s d e la co m ú n . C onviene a n te to d o q u e m a r cangrejos d e río con lu m b re d e sarm ien to s d e vides blancas y g u a rd a r su cen i­ za m uy b ien m o lid a, y, sem ejan tem en te, polvo d e g encia­ na, m o lid o y p asad o p o r u n cedazo; y o frecién d o se alg ú n 147

m o rd id o d e p e rro rabioso, m ezclarem os dos cu ch arad as d e la cen iza d e los cangrejos y u n a d el polvo d e g en cian a co n cu atro cyatos d e vino, y se lo d arem o s ju n to a b e b e r desde el d ía p rim e ro h asta el cu arto , p o rq u e así conviene al p rin cip io , p ero , si d esp u és d e la m o rd e d u ra h u b iesen pasad o en m ed io dos o tres días, les d arem o s el trip le d e lo q u e al p rin cip io dijim os. Este rem ed io dio salud a m u ­ chos, a u n q u e p ara estar m ás fortalecidos c o n tra el p eli­ gro, n o será in co n v en ien te u sar tam b ién d e los otro s re ­ m edios. N o d eb em o s tem er tan to en los m o rd id o s las h erid as m uy g ran d es com o las p eq u eñ as y sem ejantes a rasguños, visto q u e p o r las g ran d es suele evacuarse fu rio sam en te h arta can tid ad d e sangre, la cual p u e d e tra e r consigo al­ g u n a p arte d e la p o n zo ñ a, lo q u e e n las m en o res n o aco n ­ tece. A dem ás d e esto, conviene siem pre, e n las h erid as grandes, c o rta r la carn e despedazada, sajar los b o rd es y, si rehúye y se retira la carn e infecta, asirla co n anzuelos. E n sum a, cu m p le a b rir p ro fu n d a m e n te los labios, así d e las h erid as g ran d es co m o d e las p eq u eñ as, p a ra q u e h acién ­ dose copiosa evacuación d e sangre, se divierta el v en en o y n o se distribuya p o r el cu erp o . Sirven tam b ién n o ta b le m e n te las ventosas, aplica­ das con m u c h a llam a, p a ra resolver la fu erza d e la p o n ­ zoña. Así m ism o, el cau terio es re m e d io n a tu ra l c o n tra cu alq u ier h e rid a de fiera q u e arro ja d e sí v en en o , p o r cu an to el fuego, sien d o m ás p o te n te , n o so lam en te d o m a el v en en o , sino q u e tam b ién le im p id e q u e acu d a a las p artes in tern as. A dem ás, la carn e cau terizad a d a u n va­ lien te ap arejo p ara la cu ració n , a causa d e la llaga q ue p e rm a n e c e e n ella largo tiem p o , p e ro conviene te n e r cui­ d ad o d e q u e, al caer las costras, n o se su eld e la h e rid a m ás p ro n to d e lo q u e conviene, sino q u e se conserve la llaga a u n q u e esté sucia y ap o stem ad a, p a ra lo q u e hem o s d e ad m in istrar sobre ella salm u era y ajo silvestre m ajado 148

así co m o cebolla y lágrim a cirenaica. A p liq ú en se tam b ién gran o s d e trigo m ascados y p o r m ascar, p o rq u e los e n te ­ ros, h en ch id o s co n la m ateria, d ilatan m an ifiestam en te la h e rid a , y los m ascados c o b ra n u n n o sé q u é d e la saliva en ayunas, c o n tra rio y re p u g n a n te a la fuerza d e la p o n zo ñ a. M as si antes d el cu ad rag ésim o d ía se h u b ie se n en co ra d o las llagas, las ab rirem o s co n o b ra d e m anos, c e rc en án d o ­ las a lre d e d o r y cau terizán d o las o tra vez. P asado el tiem ­ p o , las d ejarem o s cerrar, cu b rién d o las co n u n em plasto d e sal, y n o m u ch o s días d espués, les ap licarem o s o tro d e m ostaza.

C

yato es m edida que vale diez cucharadas. Tanto como las ventosas y el cauterio, vale en las m ordeduras pon­ zoñosas la aplicación del culo desplumado de un gallo vivo, sean perro o serpiente la causa primitiva y externa. En cuan­ to a la virtud de la saliva, Eliano enseña que el gargajo de hom bre, echado en la boca de las mismas bestias, mete la putrefacción en sus vientres.

T

odo nuestro intento en las mordeduras de los perros rabio­ sos ha de ser evacuar la ponzoña por el mismo lugar por donde fue concebida, y para este efecto conviene tener siempre la herida patente y abierta, pues de tal abertura no se puede seguir daño y sí de dejarla cerrar. A esta causa, la purgación de vien­ tre y todo género de sangría, si no es la que se provoca de la mis­ ma parte doliente, es tenida por muy dañosa y no debejamás pro­ curarse, salvo cuando el veneno anda ya derramado por todo el cuerpo porque la superficie exterior lo revoca a las partes inter­ nas. Alabó Galeno el polvo de los cangrejos quemados en cazue­ la de cobre, y de este polvo, siguiendo la doctrina de Eskron, da­ ba una gran cucharada cada mañana, mezclando incienso y 149

gene ¡ana, y esto cuarenta días continuos. Dice Galeno, que no vio perecer hombre de los que usaron de este remedio. Se tiene por excelente, bebida con agua, una dracma de asphalto. Celebra Avicena ciertas composiciones hechas de las cantáridas para provo­ car la orina y, con ella, juntamente, la sangre, evacuación que dice ser señal de convalecencia en los mordidos. La triaca, prepa­ rada como conviene, lo cual tengo por difícil, es remedio solemne contra todos estos inconvenientes así bebida como aplicada. Pu­ sieron escrúpulo algunos en el cauterio, diciendo que conforta y aprieta todas las partes a que se aplica, y que, así, por este respecto y por razón de la escara que engendra sobre las heridas, reprime hacia dentro el veneno y no lo deja expirar. Lo cual, aunque pa­ rezca sensato, todavía no me convence, visto que, si no por otra razón, a lo menos por el dolor y calor que causa en la parte cau­ terizada atrae hacia ella los humores del cuerpo, con los cuales conspira el veneno. Así que no repruebo el uso de los cauterios en las mordeduras, los cuales serán mucho más a propósito admi­ nistrados con oro o plata. Se suelen también cauterizar las partes con medicinas de virtud cáustica, como son la cal, el solimán y el oropimente, aunque a veces engendran gran corrupción. De es­ te vicio carece el polvo de fuanes de Vigo, llamado vulgarmente precipitado, por donde, para gastar seguramente la carne y tener abierta la herida, no podremos aplicar cosa más conveniente. En suma, todas las substancias mordaces y agudas que tienen fuerza de corroer, son útiles, aplicadas en los principios, a las mordeduras de perros rabiosos.

E

l asphalto es betún natural que, derram ado, flota sobre las aguas; este licor mineral, acercado al fuego, llena el aire interyacente con su espíritu, y, sin tocar la llama, infla­ ma el vapor contiguo; abunda en Judea y Babilonia; mana también en Sicilia y allí lo usan en las lámparas; también se pone sobre las heridas cuando los perros se m uerden entre

sí.

Yo, con Laguna, ya he dudado de que se pueda lograr la triaca, por m ucho que Plinio diga que la receta está gra­ bada en el tem plo de Esculapio, ordenando la reunión de serpol, panace, trifolio, eneldo, hinojo y apio, y se sepa que han de ponerse también gálbano y rábano negro. Precipitado, ya está dicho, es separación, en una mix­ tura, de la pólvora y el disolvente; el que preparaba Juanes de Vigo, que no era de Vigo sino de Rapallo y murió de ma­ la m anera siendo protom édico en Verona, se lograba calci­ nando el azogue con aguafuerte.

D el regim iento con venien te a los m ordidos de algún perro rabioso

L

a cura coloca los rem edios, p e ro el reg im ien to con­ veniente a los m o rd id o s d e p erro s rabiosos d eb e o r­ d en arse tal que, resistiendo valerosam ente al v en en o , em ­ b o te su facultad y le im p id a q u e p e n e tre a la reg ió n in te rn a del cuerpo, d ad o q ue ciertas cosas tom adas p o r la boca re­ sisten el insulto d e la virtud m ortífera. Es útil, sin llegar a curativo, b e b e r vino p u ro y así m ism o lech e, co n o cid o q u e los q u e tie n e n cu id ad o d e to­ m a r estas cosas, d eb ilitan la ag u d eza d e la p o n zo ñ a. T am ­ b ié n los ajos, las cebollas y los p u e rro s sirven, ya q u e se d ig ie re n y distribuyen d ifícilm en te y sus cu alid ad es p e r­ m a n e c e n m u ch o s días e n el estóm ago. U sarem os adem ás d e las m edicinas p re p a ra d as co n ­ tra to d o v en en o ; digo d e la triaca, d e la eu p ato ria, del m etrid ato y de todas las otras q u e d e m u ch o s sim ples aro ­ m áticos co n stan , los cuales, e n tre sí b ien m ezclados, son m uy difíciles d e alterar, seg ú n sus substancias y cualida­ des, y p o r esta razó n alcanzan so b eran ía e n los cuerpos. 151

C onviene, adem ás de lo dicho, e n te n d e r q u e el te­ m o r del agua n o tiene lim itado tiem po p a ra en g en d rarse, au n q u e, p o r la m ayor parte, a los que h acen poco caso del m al, suele invadir d e n tro d e los cu aren ta días, p ero a otros, pasados seis m eses y au n al cabo del año ap reh en d e. Escri­ b en algunos q u e pasados siete años después de la m o rd e­ du ra, todavía sobrevino el horror. D e esta m an era se d e b e n c u rar los m o rd id o s, m as en caso de q u e los rem edios dichos n o fu esen adm inistrados e n los p rim ero s días, n o co n v en d rá co rtar ni cau terizar la carn e d e la h erid a, pues co n estos m edios n o p o d em o s re­ vocar a fu era la p o n zo ñ a q u e h a p e n e tra d o y cu n d id o y, así, n o servirá d e n a d a la o b ra de m anos, si n o es p ara ato r­ m e n ta r en b ald e los cuerpos. C um ple en to n ces u sar de o tra m a n e ra d e la p u rg ació n , q u e p u e d e h a c e r g ran p ro ­ vecho p o r cu an to con su m ovim iento p e rm u ta las disposi­ ciones del cu erp o . D arem os adem ás viandas agudas al en ­ ferm o; le provocarem os su d o r an tes y d espués d e las com idas y le aplicarem os e n to d o el c u e rp o dropacism os y sinapism os. E n tre todas las p u rg acio n es la m ás eficaz es la q u e se h ace con veratro. D e este rem ed io usarem o s sin m ie­ do, n o u n a vez o dos sino m u ch as veces an tes d el cu ad ra­ gésim o d ía y a u n d esp u és q u e sea p asado, p o r c u a n to la fuerza d e este rem ed io es ta n ta q u e alg u n o s d e aquéllos q u e se sen tían ya o c u p a r d e l te rro r d el agua, b eb ie n d o el v eratro e n el p rim e r asalto d el accid en te, q u e d a ro n li­ bres. Los q u e de aquel m al son ya d el to d o o cupados, ni au n con el v eratro p u e d e n ser socorridos. H em o s d eclarad o h asta a h o ra la d ilig en cia q u e d e­ b e p o n erse d esd e el p rin cip io en c u ra r a los m o rd id o s del p e rro rabioso, m as d e a q u í e n ad elan te, p asan d o a los otro s anim ales q u e con su v en en o in ficio n an , tratarem o s d e las señales y d e la cu ra c o m ú n d e las m o rd ed u ras de cad a u n o d e ellos, tras lo cual, cursivam ente, m ostrare152

m os aquellas cosas q u e p a rtic u la rm en te c o n tra cad a p o n ­ zo ñ a su elen ser saludables, señ alan d o ju n ta m e n te ciertos g én ero s de v en en o s de fieras q u e a n in g ú n re m e d io o b e­ d ecen .

o tengo averiguada la preparación eupatoria, que algo tendrá que ver también con Mitrídates Eupátor, pero sí la planta madre, que no es otra que la agrim onia, la cual se maja con unto de puerco para encorar las llagas y, desti­ lada y bebida, se infunde saludablem ente en el hígado. Dropacismo es, en modo principal, ungüento depila­ torio hecho de cal viva y aceite, que se llamó tam bién atan­ quía, y Dioscórides pone en él otras virtudes, como se verá. Sinapismo es la cataplasma preparada con materia hirviente. El veratro que alaba Dioscórides parece ser el eléboro negro, que, si lo pacen, mata a los bueyes y es tan corrosivo que su vapor hiere el cerebro, por lo que la recolección ha de hacerse con ligereza y en tiempo sereno. 7* n el dar de comer y beber a los mordidos de perros rabiosos ¿d seremos más liberales que escasos, porque así, por razón de la fiebre continua que de ellos jamás se aparta y por la cualidad del veneno, se perderán pronto si no les restauramos dándoles a menudo substancia. Además, la abstinencia de comer y beber en­ gendra cólera adusta y, por este respecto, acrecienta la causa morbífica. Las viandas que convienen más en estos casos son las provocativas de orina, por cuanto divierten y expelen el veneno juntamente con ella. De suerte que los espárragos, los lúpulos, las alcaparras y las raíces de perejil, de cicorea, de buglosa y de endibia, cocidas con las carnes, son mantenimiento muy conve­ niente, con las cuales también se alaba en extremo la romaza. Al­ gunos dan a comer al paciente el hígado del mismo perro que hi­ zo el daño, como nutrimiento y, juntamente, saludable medicina,

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el cual, según amonesta Galeno, se debe dar confeccionado con ciertas causas medicinales. Tienen gran eficacia los cangrejos de río y los camarones comidos con azafrán. Daremos también a beber vino aromático en el cual se haya hundido dos o tres veces una verga de oro en­ cendida otras tantas. Dado que el agua pura y sin mezcla, bebi­ da de los que tienen temor de ella, les restituiría su salud y sus fuerzas, conviene dársela por una caña, que no la vean. Dice Aetio que si diésemos a comer al enfermo el cuajo de un cacho­ rrillo con vinagre, nos pedirá el agua, lo que siendo verdad ha­ bría que celebrar como solemne remedio. Las medicinas solutivas útiles son todas aquellas que pur­ gan el humor melancólico. Entiende por dropacismos Dioscórides la unción de cierta mixtura que, a causa de su notable agudeza, tiene facultad de atraer el veneno de la región interior a la cir­ cunferencia.

E

l lúpulo se alza entre las zarzas y purifica la sangre. A la buglosa o borraja llaman lengua de buey y dice Plinio que, con vino, atrae la esperanza. La endibia sirve en las inflamaciones de la vejiga y de los ojos. La romaza es yerba aceda que repara las almorranas y la amarillez de la ictericia. Hipsicracia se hacía servir de Yaqut, extranjero que, perdida la m em oria de su dios y su infancia en Jerusalén, atendía la destreza de diez alanos, que la m ujer llevaba con­ sigo en la persecución de getas y escitas, los cuales alanos valían más que soldados pues derribaban agarrando a los caballos por la garganta. Y, en uno de ellos, que había sido olvidado por Yaqut en su establo, castigado del calor y el ham bre, prendió la rabia, m ordió a Hipsicracia en un cos­ tado y huyó. Hipsicracia m andó que Aristión hiciese obra de ma­ nos en la herida y rechazó el opio al entrar en el cauterio.

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J

Estando en la altura del dolor, ju ró que Yaqut había de su­ frir más que ella, y, alcanzado el alano con lazos, hizo que lo llevasen a casa del hebreo y m andó clavar las puertas con el perro y Yaqut dentro más sus hijos y mujeres. Pienso que Kratevas pone estos hechos en su memo­ rial por celos de Aristión, pues en una línea dice que más suaves hubieran sido las desgracias con Hipsicracia en sus manos. Se abrió la casa de Yaqut pasados cinco días desde que no se oyeron gritos, y los esclavos que entraron a retirar los cuerpos decían que la m ortandad debió de ser hecha por Yaqut, m ordiendo a sus hijos y mujeres, visto que el alano apareció degollado. Kratevas vuelve a decir que sobraban la ira de Hipsicracia y los hierros del cirujano, dando a en­ tender, sin declararlas, las potencias del m etridato, que ha­ brían traído, dice, la salud a la m ujer y la indulgencia a Ya­ qut, hom bre útil a la nación.

De los phalangios

L

a p a rte m o rd id a d e los p h alan g io s se m u e stra ro ja p e ro n i se h in c h a n i tie n e calo r n o tab le, an tes p o r el co n trario , se sien te fría e n su rojez. A dem ás d e estas se­ ñales, su elen so b rev en ir tem b lo res p o r to d o el c u e rp o y en v aram ien to grave d e las corvas y las ingles, a sem ejanza d e los espasm os. V iene ta m b ién g ran p esa d u m b re a los lom os, co n a p e tito c o n tin u o y ag u d o d e o rin a r y dolorosa d ificu ltad e n h acerlo . T am b ién m an a p o r to d o el cu er­ p o u n su d o r frío, llo ran los ojos y se ofusca la vista.

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L

os phalangios son arañas infecciosas y los hay de raza y color diversos, entre los cuales algunos tienen cuatro pares de ojos y otros carecen de ano. Las hembras tejen unas telas delgadas sacando los hilos de su vientre, que sir­ ven de tram pa a los insectos volátiles; estas telas son dobles y triples cuando se acercan las lluvias, y ninguna para los días de serenidad, y aún la tejedora da más señales de có­ mo vendrán los tiempos.

A

plicarem os a las m o rd ed u ras d e los phalangios ceni­ za d e h ig u era m ezclada con sal y vino, o raíz d e gra­ n o salvaje m ajada, o aristoloquia con h a rin a d e ceb ad a y vi­ nagre. F o m entarem os así m ism o las llagas co n agua m arina o co n u n cocim iento d e toronjil. Son convenientes los ba­ ños. D arem os al en ferm o sim iente d e ab ró tan o , anís, gar­ banzos salvajes, com ino etiópico, g ran a de ced ro y sim ien­ te de trébol, d e cada cosa d e éstas dos dracm as co n una h em in a ro m a n a de vino. C abe d ar sim iente d e taray y de cam epitys y cocim iento d e nueces d e ciprés. D icen algunos que el zum o de los cangrejos de río m ajados con leche, si se b eb e con sim iente de perejil, libra de estas aflicciones.

E

ste grano salvaje de Dioscórides no puede ser otro que el que prospera pegado a la corteza del árbol que en Castilla llaman coscoja; dentro de él se crían unos gusanos menudos, rojos como la sangre, que term inan sirviendo pa ra teñir sedas; también de ellos se hace, añadidos con pof vo de rosas y de coral, la confección de alkermes; sí está probado que, majado el gusano y puesto con agua de aza^ har sobre la tetilla izquierda, ayuda al corazón en las hirn chazones y tristezas. El anís nace de una planta semejante al apio; provoca sudor y ataja el vómito; metidos sus granos en la alm ohada, libran de los malos sueños. El taray se CO' 156

ge del árbol tamariz; refrena el crecim iento del bazo, mata las liendres y rem edia la hidropesía. a se ve que por phalangios entienden los médicos griegos unas arañas que en malignidad pasan a todas las otras, los mordidos de las cuales sienten intolerables dolores, se paran descoloridos, se les alza sin propósito el miembro y orinan cuajos sutiles a manera de telarañas; metidos en agua caliente se huel­ gan y sienten gran alivio, pero, salidos de ella, les vuelven los do­ lores doblados. Alabó Dioscórides contra las mordeduras de los phalangios el zumo del arrayán y el déla yedra. Tienen la misma fuerza la lejía destilada por ceniza de higuera y el cocimiento de la raíz de los espárragos. Entre las cosas que con buen suceso suelen apli­ carse por fuera, muestra gran eficacia el gálbano, por sí o mez­ clado con cebolla albarrana. También los salmonetes en emplas­ to. Son especies muy enconadas de phalangios las llamadas en Apulia tarántulas, cuyas mordeduras se curan naturalmente con música. ü

M

uerto ya M itrídates y sosegado Kratevas en la autori­ dad de Pompeyo, se hizo traer de Parténope una cala­ baza, sellada con cera fuerte, en cuyo interior convivían seis tarántulas, y, aunque no era tan libre de disponer el juego mortal como en Asia, entró en el dorm itorio de las domés­ ticas y, tom ándola delicadam ente con una sarga, posó una de estas tarántulas sobre el pecho de la más hermosa, que dormía, diciendo luego a las otras, que eran tres y nacidas en la Bética, que su herm ana estaba m ordida de un phalangio negro con herida mortal, pero que ellas podían en­ cantar el insecto y la substancia de la m uerte con la suavi­ dad de la música. Las hispánicas trajeron crótalos y flautas, y, con esto y

las gargantas, extendían sonidos ordenados por cifra sobre­ natural. La música sacaba la linfa negra de las venas y, al ca­ bo de dos horas, despertó la esclava y se recogió, letárgico, el phalangio. Dice Kratevas que, mientras las mujeres can­ taban, él sintió moverse causas invisibles y, al volver el silen­ cio, un gran olvido.

De la escolopendra n p ien e su a lre d e d o r c á rd e n o y se c o rro e to d a la p a rte A m o rd id a d e la esco lo p en d ra, llam ad a p o r o tro n o m ­ b re o p h io cten a, y algunas veces se m u e stra sem ejan te a las heces del vino, e n tre n e g ra y roja, la c o rro sió n carn al, d e la cual se viene a h a c e r u n a llaga trabajosa. C onviene aplicar sal m uy m o lid a y d e sh e c h a co n vi­ n ag re sobre las h erid as d e las esco lo p en d ras; ad em ás d e esto, h a c e r fo m en tacio n es hirvientes so b re la p a rte m o r­ dida. Se d a rá a b e b e r al p acien te aristoloquia, serp o l, ca­ lam in ta o ru d a.

la escolopendra se le dice en Castilla ciempiés, y se divide en otras especies de las cuales una, la más venenosa de to­ das, es la ophioctena, llamada así por ser viva pestilencia de las culebras. Nació en tiempos pasados tal muchedumbre de escolo­ pendras, que fue ocasión para que se despoblasen muchas ciu­ dades. Camina la escolopendra atrás y adelante, de suerte que, si cortamos una por medio, resultan de la sección dos, las cuales tiran hacia diversas partes. Comidos o aplicados, son tenidos los gamones por singu­ lar remedio contra sus mordeduras. Sirven también el poleo y la yerbabuena. 158

N

o repara Kratevas en la escolopendra visto que su m ordedura no es mortal en el hom bre, pero, a vuel­ tas con el ciempiés, yo recuerdo una crueldad que merece ser escrita. Dos m uchachos ociosos al pie de un m onasterio de Sahagún, en una artesa de barro tenían una especie de viborilla, y en un extrem o de la artesa abrieron una caja con seis o siete escolopendras y en el otro extendieron carbo­ nes encendidos. La serpiente se erguía en el terror y clava­ ba la lengua en el aire retorciéndose en mil figuras, pero visto que los ciempiés iban a ella, retrocedió hasta entrar en las puras brasas. Aquí, los m uchachos m etieron tam bién los ciempiés en el asado y todo lo demás fue reír. Por la ri­ sa, se declaraban de peor raza que las escolopendras.

D el alacrán

C

om ien za p ro n to a in flam arse la p arte m o rd id a d el alacrán q u e se alza d u ra y b erm eja, co n ten sió n q u e relaja a veces, p o rq u e u n a vez se en c ie n d e el h o m b re y o tra siente g ran frío, y a h o ra aflige el dolor, a h o ra dism i­ nuye, y a h o ra d e nuevo se en so b erb ece. S u elen así m ism o so b rev en ir tem b lo res y g ra n friald ad d e las p artes ex tre­ m as d el c u e rp o . A dem ás d e esto , se le h in c h a n las ingles, su e lta v en to sid ad es y sien te p o r la p iel u n d o lo r co m o de p icad u ras d e acero.

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l alacrán, del que ya he dicho, hiere con la uña de la cola y su ponzoña es blanca. Camina de través y Pausanías dice que los hay aéreos. La hem bra come la mayor parte de los hijos que ha parido, y el que salva mata des­ 159

pués a la madre. Los antiguos decían que los escorpiones se alimentan de zumos malignos que se cuajan en el interior de la tierra. Si uno de ellos se siente cercado sin salvación por el fuego, revolviendo la uña a sí mismo se punza y m ue­ re. Muerto, si le tocan con eléboro blanco resucita plenario. Una bondad tiene: el aceite en que se hayan ahogado escorpiones es medicinal en las flaquezas y lipotimias si se untan con él los pulsos y el corazón. los heridos del escorpión socorre súbito la leche de higuera instilada en las puncturas. Tam bién el mismo escorpión que hizo el daño, aplicándose m ajado sobre la parte herida, es rem edio de su propia m aldad, o cualquiera otro aplicado con sal, linaza y malvaviscos. Va­ le, en form a de emplasto, el azufre con terebintina, el gálbano extendido a m anera de parche, la calam inta m aja­ da, el cocim iento de ruda y la sim iente de trébol. Estos son los rem edios locales; ju n tam en te con ellos se usan el aristoloquia y la genciana molidas; las bayas de laurel; la calam inta en vinagre aguado; la ju n cia olorosa o la ruda con vino rojo; la lágrim a del silphio, si se halla, o, si no, la del peucédano. Adem ás de esto, usarem os de ba­ ños y perm itirem os al herido que beba vino aguado. T erebintina es la goma del lentisco; limpia la sarna. El JL zumo que mana de la incisión en la raíz del peucéda­ no se hace espesar a fuego manso; así dispuesto, relaja la vejiga, llama la orina y reduce la inflamación de los hipo­ condrios.

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os mordidos del alacrán, según Aetio, además de las seña­ les que propuso Dioscórides echan continuamente por la

boca espumajos, zollipan y, finalmente, caen en un espasmo que les tuerce el pescuezo hacia atrás. Muchos otros remedios hay contra las mordeduras del ala­ crán, entre los cuales son tenidos por excelentes los caracoles, así bebidos como aplicados. Para beberlos, tienen que quemarse pri­ mero y después mezclarse con vino, y, habiéndose de aplicar, se majarán vivos. Los ratones abiertos por los lomos y puestos aún calientes sobre las puncturas tienen admirable eficacia en miti­ gar el dolor y revocar el veneno, para lo cual sirven también las hojas del gordolobo y la raíz del polemonio. Es útil dar por la bo­ ca media dracma de benjuí con otra media de azufre. Se alaban los cominos mezclados con igual peso de agnocasto y ajenuz.

E

l gordolobo, que tam bién se llama verbasco, es yerba blanca o negra, según la estación, y se da macho o hem ­ bra; ambas tienen igual virtud en las alm orranas frescas y en el antrax. El agnocasto es también yerba blanca y negra que debe su nom bre a que, desecando la esperma, apaga el apetito venéreo; la semilla conviene a los hidrópicos; tien­ ta el cerebro, sosiega a los frenéticos y atrae la leche a las tetas. Refiere Kratevas que, hallándose con M itrídates en los jardines de Sinope, tomó éste «un alacrán que se movía sobre unas piedras calientes, el cual hincó en la mano del rey que, todavía, sonriendo, puso el animal, para que pa­ ciese a su sabor, en el pliegué de su brazo izquierdo, sobre el bulto de las venas azules, y no sintió nada. Tras lo cual, subió a la ronda de la muralla y encontró un soldado dor­ mido en su guardia, el cual, aunque viejo y m arcado por la fatiga de los desiertos asiáticos, aún manifestaba poder en sus miembros. Y Mitrídates puso el alacrán detrás de la ore­ ja de éste y el animal hincó, y, con el dolor, el soldado des­ pertó por última vez». Sigue Kratevas relatando cómo, retirado el viejo cen161

tíñela a su cámara, pudo verlo «el tiempo que estuvo tom a­ do por la fiebre, con calor, convulsiones y gran intensidad en los pulsos, no obstante que el soldado se quejaba de frío y daba unos dientes contra otros. Después le acudió desva­ río, y tan pronto decía cantos de su niñez como sollozaba y se m ordía las manos, y, entre lo uno y lo otro, ensartaba pa­ labras de m ucha fe y am or a su capitán Mitrídates. Tuvo hinchazón no sólo en las ingles sino también en los sobacos y, aunque otros soldados quisieron socorrerlo con asphalto, fueron sólo dos días los que tardó en acabar, y fue en la pie­ dad de un gran sueño porque la punción había sido donde la ponzoña entraba pronto al cerebro». De Mitrídates recuerda el códice que «siendo poco más que niño en la selva, perseguido por su madre Laodicea y asistido por Palco, criado de su padre, se familiarizó con el zumo de los escorpiones recibiéndolo prim ero de las crías de éstos, que lo tenían débil, mascando el cuerpo de los alacranes y haciendo ración espaciada y creciente del hum or venéfico, que lo retiraba de los animales y lo colo­ caba Palco, paso a paso, dentro de sus venas».

De la pastinaca marina on la m o rd e d u ra de la pastinaca m arin a sobrevie­ n e n dolores graves, co n tin u o s espasm os, cansancio, flaqueza y p e rtu rb a c ió n del sentido, tras lo cual se suele p e rd e r el h ab la y la claridad d e la vista. A dem ás d e esto, la p arte m o rd id a y las q ue están cerca d e ella, todas se p a ra n den eg rid as y n o sien ten cu an d o las tocan. Estas partes, ap retad as y exprim idas con los dedos, m a n a n u n a san­ guaza h ed io n d a. A los h erid o s d e la p astin aca co n v ien en todos los re162

r

m edios que luego direm os para los m ordidos de la víbo­ ra. Suelen tam bién h erir el alacrán y el dragón del mar, causando dolores gravísimos, y, algunas veces, aun q ue po­ cas, gran corrupción de la carne. C ontra estas injurias son rem edio los ajenjos, la salvia y el azufre, cada u n a de es­ tas cosas m ajada con vinagre. Tam bién los m ism os ani­ males, hendidos y aplicados a las heridas, socorren de los daños que hicieron. a pastinaca es pescado plano que hiere con la espina de la cola y causa estupor y pasmo; su ceniza repara la misma herida que hace, y su hígado, cocido, libera de la sarna. Dice Plinio que la espina mide cinco pulgadas y que, hincada en las raíces, hace que se sequen los árboles. Está escrito que se adorm ece sobre las aguas escuchando músi­ ca. A la pastinaca se le llama también trigón y lija. Por san­ guaza se entiende sangre podrida. El alacrán del mar es pescado rojo y sabroso al gusto, saludable salvo en su espina enconada; su zumo sirve para las cataratas y otras flaquezas de la vista. El dragón, en con­ tra de la autoridad de Laguna, lleva la ponzoña en las esca­ mas duras que le recorren el lomo. El azufre es espesor de tierra tom ada por la calidad ácida del vitriolo; sorbido en un huevo blando, vale en la ictericia y en el catarro; arde, y los exorcistas eclesiásticos tienen aprobado usar de su va­ por para conocer a los endem oniados; hay tam bién azufre en la exhalación del relámpago. De la pastinaca, así como del alacrán y del dragón ma­ rinos, no quiso escribir nada Kratevas, aunque hubo de co­ nocerlos viviendo ante las aguas del Euxino, y esto es señal de que los tenía en poco a los efectos mortales. Pero yo he leído que a Bernardo Gordonio, cuando descansaba a ori­ llas del Adriático, le fue presentado un pescador herido de la uja, que había perdido la visión y estaba tom ado de im163

becilidad, además de arrastrar el pie izquierdo con paráli­ sis y podredum bre. Gordonio m andó raer la gangrena y en­ volver el pie desollado con carne de congrio, que es animal hostil a la pastinaca, y le puso debajo de los párpados una mixtura cuyas substancias se ignoran, salvo el aceite rosado y el cardenillo, pensando devolver el fuego a las mem bra­ nas oculares. Salvó los ojos y el pie del hom bre, pero no pu­ do restaurarle el raciocinio. Cuando este pescador hallaba a Gordonio en las plazas o el puerto, le besaba la mano en silencio. o se cuidó Dioscórides de escribir las señales de las heridas del dragón y del alacrán del mar, como hizo con las de las fieras terrestres. Por cuanto éstas suelen herir sin ser vistas ni co­ nocidas, mas las bestias marinas no pueden ofender sino a la descubierta, algunos creen, y no sin justísima causa, que lo que aquí se lee del escorpión y del dragón del mar es letra incierta.

D el m usgaño o m usaraña los q u e m o rd ió el m u sg añ o se les fo rm a inflam a­ ción a lre d e d o r d e la carn e m o rd id a, en cim a d e la cual se alza u n a vejiga n eg ra, y todas las p artes vecinas se vuelven d e co lo r lívido. R ota la vejiga, se d escu b re u n a lla­ g a azul. S o b rev ien en ta m b ién gravísim os to rcijo n es ■ d e vientre, dificultades d e o rin a y su d o res fríos. Es co n v en ien te re m e d io el g álb an o , p re p a ra d o en p arch e, o, p o r sí, a m a n e ra d e u n g ü e n to . Sirve la h a rin a d e cebada m ezclada con oxim el. T am bién el m usgaño m is­ m o q u e hizo la m o rd e d u ra , si en pago d el m aleficio se p o ­ n e d esp ed azad o sobre su h e rid a p ro p ia, la sana. Los pue164

rros cocidos y los ajos m ajados y aplicados en form a de em plasto, son útiles al mismo efecto. Valen el cocim iento del abrótano, el serpol, el gálbano, la oruga y la raíz de la yerba que llam an cam aleón. Escriben algunos que el mis­ m o m usgaño, bebido en polvo, es saludable contra sus propias injurias. O tros dicen que no alcanza a corroerse la parte de la m o rd edu ra si el m usgaño no es hem bra pre­ ñada.

E

l musgaño, ratón de campo, tiene pestilencia en la bo­ ca; se alaba su agilidad diciendo que es capaz de subir por los filos de una espada; hay quien piensa que nace de ayuntam iento del ratón y la comadreja.

E

ste animal se parece en su color a la comadreja. Tiene el hocico puntiagudo, la cola pequeña, los dientes sutiles, doblados en una y otra quijada, de donde nace que cuando muerde haga también doblado el daño. Es propio de este animal atrevido saltar a los testículos así de los hombres como de los animales cuadrúpedos y fuertemente asirlos, la cual es una bur­ la pesada. Es muy enconado animalejo el musgaño, y suele suceder una gran corrupción a sus mordeduras si no las socorremos pron­ to con exquisitos remedios, entre los cuales el más probado es una dracma de la ceniza del mismo animal bebida en vino con igual peso de perfectísima mirra, y, también, esta misma ceniza aplica­ da con lejía fuerte dentro de la herida.

T

ampoco en el musgaño se detiene Kratevas. Yo tengo oído que, cuando en el invierno se recoge en los esta­ blos buscando el calor y el grano, las caballerías lo sienten aunque no se dé a ver en los pesebres, y entran en pánico 165

arrancando los ramales y levantando las manos, ni más ni menos que cuando huelen el azufre o el rayo les enciende el pelo de las ancas. También me dijeron que, mordidos los ca­ ballos o los hombres, sanan con aceite de lino y oraciones antiguas, más un cobertor de orugas rojas, que han de po­ nerse en el majadero. Pero si la herida es en hembras, las orugas han de cambiarse por calostros, siempre según la es­ pecie, aunque los de la m ujer sirven también para las yeguas.

De la víbora los m o rd id o s d e v íb o ra se les h in c h a la p a rte toca­ da, se les d eseca el c u e rp o y c o b ra u n co lo r b lan­ quecino. A dem ás d e esto, m a n a d e la h e rid a u n lico r en el p rin cip io graso y d e sp u é s san g rien to , y so b re ella se al­ zan un as am pollas c o m o las q u e vem os e n las q u em ad u ­ ras d el fuego, d eb ajo d e las cuales se a b re u n a llaga que se ex tien d e a todas las p a rte s cercan as, y esto n o sólo po r la su perficie sino ta m b ié n p o r la p ro fu n d id a d d e la car­ ne. Se e n sa n g rie n ta n las encías, se in flam a el hígado, d o n d e n a c e n todas las venas, so b rev ien en torcijones de vientre, vóm itos coléricos, su eñ o s p ro fu n d o s, reten cio n es d e o rin a y frío. S on rem ed io s c o n tra las m o rd e d u ra s d e las víboras el estiércol d e cabras, el lau rel y el g álb an o p u esto co n so­ crocio; las hojas d e o ré g a n o verdes y los pollos d esp ed a­ zados y aplicados calientes; la h a rin a d e los yervos batida co n vino; la co rteza d e l rá b a n o m ajad a y las p u ch as d e ce­ b a d a d esleíd a co n oxim el. Estas so n las m ed icin as q u e puestas p o r fu era suelen ser saludables. E n c u a n to a las q u e se d a n p o r la boca, son útiles las hojas d e la zarza. T am b ién alab an alg u n o s la an166

cusa de angostas hojas. Se beben con provecho tres óbo­ los del cuajo de la liebre y u n a hem ina de zum o de pue­ rro. Sirven los ajos, las cebollas y la salm uera. Estos son los rem edios simples. E ntre los com puestos son tenidos p o r excelentes los beneficios ju n to s de la m irra, el castóreo, la pim ienta y la flor de las verdolagas, de cada cosa m edio acetábulo. Además de estos rem edios, añadió m uchos otros Erasístrato en el libro que hizo de las potencias, entre los cuales cuentan el cerebro de la gallina y la sim iente de la berza. Tiénese así m ism o p o r saludable m eter el dedo he­ rido den tro de la pez húm eda y después lavarle con vino y b eb er el vino con las lavazas.

D

e la víbora, además de lo que Dioscórides y Laguna enseñan, conviene saber que concibe por la boca, en la que el macho mete su cabeza, que pierde con las dente­ lladas de la hem bra en el deleite. La generación viperina es toda cruel, porque también los hijos roen el vientre de la madre para nacer; esto avalan Plinio y Nicandro. Esta ser­ piente es pequeña y muy ágil atacando, aunque se desliza despacio. Tiene los ojos encendidos y gusta del vino, en cu­ yas vasijas aparece, en ocasiones, ahogada o dormida, y se sabe que la carne de estas ahogadas cura la lepra; esta mis­ ma carne, que en primavera es más delicada a causa de las flores con que se alimenta, abierta simplemente a cuchillo es antídoto contra la propia m ordedura; cocida con enel­ do, aguza la vista, tem pla los nervios y, si se frecuenta, alar­ ga la vida de los hombres. El socrocio es ungüento que duerm e a los frenéticos. Yervos se llama a una planta pequeña y delgada cuya virtud está en la semilla; dice Dioscórides que engendra hum ores viciosos, pero está probado que ataja la gangrena y engor­ da a los bueyes. 167

La ancusa, llamada también onoclea, tiene las hojas grandes y negras; Galeno la celebra, pero no se sabe por qué; tampoco consta la razón de que una de sus especies sea conocida como beso de asno. La m edida acetábulo vale una blanca de a dieciséis el azumbre. Lavazas no son otra cosa que el agua o el líquido im­ puros con la suciedad de lo que se ha lavado en ellos.

L

a víbora trae laponzoña encerrada en unas vejiguillas su­ tiles, que al morder rompe con sus colmillejos, en ellas ocul­ tos, de suerte que en el mismo instante que hiere transfunde por la herida el veneno. Acabado de hacer el daño, se toman poco a poco a henchir aquellas mismas vejigas de otra nueva ponzoña, y a encerrarse de nuevo dentro de ellas, ya soldadas, los mortífe­ ros dientes, los cuales en el macho son dos, uno de cada parte en la quijada inferior, así como en la hembra cuatro, la cual, por este respecto, cuando muerde, siempre deja cuatro heridas, de las cuales sale primero la sangre pura, después un humor a manera de aceite y, finalmente, otro verde como el cardenillo, el cual pien­ san algunos sea el verdadero veneno viperino, aunque en esto se engañan porque la ponzoña que arroja de sí la víbora es blanca y dulce, según pueden juzgar la vista y el gusto. Además de la cura general de todas las mordeduras de fie­ ras, que consiste en sajar las heridas y aplicar encima ventosas, la triaca conviene particularmente a estos mordidos, así bebida como puesta sobre la parte ofendida. Es también excelente reme­ dio la misma víbora que hizo el daño, pudiéndose hallarla, o, si no, cualquiera otra cocida con muchos ajos, sin pellejo, sin cola, sin tripas y sin cabeza, dada a comer al mordido, así como, ma­ jada y cruda, puesta sobre la mordedura. Tienen casi esta mis­ ma fuerza las ranas. Sirven las hojas y el zumo delfresno, los alfócigos, las bayas de laurel, el castóreo, el echio, la mirra y el polvo de la aristoloquia redonda. Sobre todos los remedios exaltó 168

Archígenes el beber aceite y vino en abundancia. Otros dieron gran crédito al vergajo de ciervo seco y molido, del cual ordena­ ron que se tomase una dracma.

E

l fresno es árbol crecido y su m adera amarilla o blanca; florece el fresno antes de que las serpientes salgan de la tierra; su propiedad oculta es útil contra la pestilencia; se dice que, metido en casa, causa partos dificultosos y m uer­ tes sucias. Los alfócigos tienen el meollo verde; confortan el estómago y curan a los que escupen sangre. El echio es yer­ ba espinosa y delgada; sus hojas, ásperas y negras, mitigan el dolor de los lomos y acrecientan la leche de la mujer.

C

uenta entre las especies de víboras la serpiente llamada ammodita, por cuanto nace y vive en los arenales. Esta suele tener un codo de larga, las quijadas más anchas que la or­ dinaria y por todo el vientre, esparcidas, unas manchuelas ne­ gras. Además de esto, sale encima de sus narices una verruga en forma de cornezuelo, por razón de la cual algunos saludadores la llaman áspid cornudo. El veneno de esta fiera es prontísimo en matar y por eso requiere acelerado remedio. Se parece algo a ésta la llamada acontias, aunque su herir es diverso, porque cuan­ do quiere ofender a alguno, se extiende primero todo lo que pue­ de y, después, arrojándose, le traspasa ni más ni menos que un dardo, de donde vino a llamarse acontias en Grecia y saetone en al­ gunas partes de Sicilia y Calabria, donde suele hallarse de has­ ta de dos codos, color verde y manchada la región del vientre con pintas menudas y semejantes a los granillos de mijo, a causa de las cuales la llamaron los griegos cencrite. Todos estos géneros de ser­ pientes inducen accidentes más graves y peligrosos que los de la víbora común, y en más breve tiempo despachan. Por eso, aun­ que requieran la misma cura, todavía es menester acudir con mayor celeridad a sus daños.

i.

i Dioscórides ni Laguna escriben palabra de la piedra bezaquid, sin embargo, el Rey Sabio dice que, puesta encima, sana la m ordedura de las víboras. Esta piedra ha de buscarse tam bién en el m onte Sinaí. El códice de Kratevas debió de guardarse secreto m u­ chos años a causa de obras que habrían de estar ocultas sien­ do sus autores vivientes. Así sería cuando Pharnaces, virrey en Panticam peon, y su herm anastro Xiphares envían co­ rreos a su padre, M itrídates, instruidos para darle m uerte, y cada uno de ellos esconde distinta causa: Pharnaces am­ biciona la m onarquía sobre los reinos pónticos, para lo que tiene pacto con Roma; Xiphares ama a Mónima, esposa de su padre. Son los correos capitanes en los ejércitos de Crimea y están retenidos con engaños en Sinope por el propio Mitrí­ dates, quien, sospechoso, piensa hacerlos m orir de m anera silenciosa, fiándolo de Kratevas, que lo relata de la siguien­ te manera: «Abrí mi casa a Pcoro y Ateas y los agasajé con músi­ ca y vino griego y, al atardecer, descalzos y desceñidos se adorm ecieron en los brazos de las mujeres. Hice que éstas se retirasen silenciosas y coloqué vasijas ante los pies des­ nudos de los hom bres, y de cada una de ellas salieron cin­ co y seis víboras, m antenidas sedientas. Todas m ordieron en los pies lavados con ungüento y vino. Con la m enuden­ cia del dolor, Ateas y Pcoro despertaron y, cuando vi el asombro en sus ojos, salí de la estancia dejando guardadas las puertas.» Kratevas continúa explicando cómo entre tanto Mó­ nima, repartida entre Xiphares y Mitrídates, pidió al prín­ cipe que retirase su capitán, que era Ateas, y, sagaz, habló al esposo del peligro, atribuyendo la tram a únicam ente a Pharnaces y Pcoro. Por am or a Mónima, M itrídates quiso salvar al envia­ do de Xiphares, y el recado llegó a Kratevas cuando ya las 170

víboras dorm ían sobre los cuerpos hinchados, aún vivien­ tes, aunque habría de ser por poco tiempo vistos el estupor de los nervios y la inflamación del hígado. Y la causa de las víboras finaliza en el códice de la si­ guiente manera: «Por torpeza del mensajero, no sabía yo a cuál de los capitanes había de salvar, y resolví intentarlo con los dos y m atar más tarde al que sobrase. Mandé recoger las víboras y arrancar de ellas la cabeza y la piel y, hecho esto, atar tro­ zos de su carne en los pies y cuellos, sobre las señales de las m ordeduras, m etiendo el resto por la boca de los agoni­ zantes. »A1 ser la mañana, el más débil no latía, pero el otro daba señales de salvación. Y estaba yo levantando a uno y otro los párpados cuando, velada, llegó Mónima y vio que el m uerto era Ateas, y, pensándolo con sosiego, hizo que el sir­ viente degollase al que iba a vivir y se volvió a su palacio.»

De la am phisbena

S

em ejan tes accid en tes q u e a los o fen d id o s p o r las ví­ boras a c u d e n a los m o rd id o s de la scytal o d e la am ­ p h isb en a, y se c u ra n casi co n los m ism os rem ed io s, p o r d o n d e este g é n e ro d e p o n z o ñ a n o tien e n i re q u ie re p a r­ ticu lar historia.

diversos la scytal y la amphisbena, aunque en­ S ontre síanimales son semejantes y ofenden de la misma forma y manera.

La mordedura de la una y de la otra son como una picadura de abeja, con inflamación acompañada de dolores vehementes. Se dice que la amphisbena está dotada con dos cabezas, de lo cual se 171

persuadieron algunos porque, la que tiene, en dobles partes es igualmente abultada, como la sanguijuela, y porque hacia en­ trambas partes camina. A la scytal llamaron los latinos Cecilia y algunos griegos typhlena, porque carece de vista, lo cual es causa de que, si aferra una vez, con gran pena puede el hombre despegarla.

P

or mano de san Isidoro está escrito que, de sus dos ca­ bezas, la am phisbena tiene una en la cola, lo cual es disparate canónico. La scytal es serpiente parecida a la am phisbena, pero mayor en tam año y diversa en el colorido, que parece de oro. Tiene la scytal una potencia femenina: a causa de la di­ versidad y herm osura de su piel, se quedan otros animales embelesados mirándola, y en este trance los ataca y devora. Kratevas no dice nada de estas serpientes y esto me parece señal de que su m ordedura no hace m orir al hom bre.

Del dryno

A

los q u e m o rd ió el d ry n o fatigan fu ertes dolores y se les h a c e n am pollas en la p arte m o rd id a, de la cual m an a sucio licor. A dem ás d e esto, les sobreviene aflicción d e vientre. Son útiles las raíces d e los gam ones, el fru to de cual­ q u ie r ro b le y la raíz de la en cin a, m ajad a y ap licad a a la p a rte m o rd id a.

D 172

rys, en la lengua griega, quiere decir el roble, de donde vi­ no llamarse dryno esta ponzoñosa serpiente, porque hace

su manida entre las raíces de este árbol. Es el dryno largo de dos codos, tardo en el caminar y armado por todo el cuerpo de unas escamas muy ásperas. Es diestro en ofender y de tan maligna y perniciosa naturaleza, que no solamente se desuellan los pies y se hinchan las piernas de los que le hayan pisado, sino que se enco­ nan también las manos de los cirujanos que llegan a dar remedio al paciente. De donde podemos conjeturar cuáles deben de ser los daños de su mordedura, los cuales son tan crueles que el herido de esta fiera jamás, o por gran maravilla, salva, porque ordina­ riamente se mortifica velozmente el miembro mordido y se cae a pe­ dazos, de donde, cundiendo la ponzoña sucesivamente por todo el cuerpo, no deja parte que no derrumbe. o se extiende en relación ni estudio Kratevas sobre el dryno; escribe ensimismado y veloz como quien pasa la mano por una herida. Pienso que se retrae a una edad le­ jana en la patria griega, en cuyas islas y costas abundan los robles, mientras que, en Asia, el dryno es desconocido o se encubre en otro nom bre. De todo ello puede juzgarse por la letra del códice que transcribo aquí en integridad. «El recuerdo de esta serpiente cae sobre mi corazón como una sombra y su figura pasa por el interior de mis ojos hasta que se enciende en su lugar el rostro amado. Siento en mí la suavidad de un lam ento que no me perte­ nece, la temible dulzura de las palabras pronunciadas en la desaparición. Serpiente y llanto. Toda mi ciencia no es más que este gemido inútil; todos mis actos, sombras de pájaros en el agua.»

173

D el hem orroo y de la dipsada ordedura del hem orroo se siguen dolores T rasp o r lala mperseverancia de los cuales suelen dism inuir­

se y adelgazarse extrem adam ente los cuerpos. Además de esto, sale de la herida y de las señales o cicatrices (si el m ordido tuviese otras en diversas partes del cuerpo) gran cantidad de sangre. Son tam bién sangrientas las purga­ ciones del vientre y m anan en form a de cuajarones.

H

em orroo es sierpe que busca el calor de los establos; mama de las ubres y, a veces, de los pechos de las m u­ jeres dormidas; además de los accidentes que dice Dioscórides, aquéllos a quienes m uerde pierden la sangre de los bofes por la boca.

H

em os, en griego, quiere decir la sangre, y roos elflujo, de donde cobró la serpiente llamada hemorroo su nombre, por cuanto los que son de ella mordidos, en especial de la hem­ bra, derraman sangre por todas las cavernas del cuerpo, hasta que, vaciados, mueren. Tiene el hemorroo la longitud de tres pal­ mos y los ojos como encendidos en fuego; camina derecho y des­ pacio, cubierto todo el cuerpo de escamas duras y pintado de manchas negras y blancas.

R

elata Kratevas que, rogado por una m ujer (y aquí el griego escribe: «tenía la cintura delgada y las manos calientes; quizá era nacida en Anatolia») que amaba a un mayoral de las reses que seguían a los ejércitos, acudió a vi­ sitar a éste, m ordido en los com pañones por un hem orroo que se le acercó mientras estaba desocupando el vientre. Y 174

dice Kratevas que perdía sangre por los agujeros secretos y también por la boca y los oídos, pero que lo peor manaba de una carnicería hecha sobre entram bos testículos, la cual no guardaba razón con la m ordedura de la serpiente, y en esto se conocía la mano de Aristión, y el mayoral estaba más de m orir por este m anantial que por la parte serpentina. Esto era teniendo las montañas del Cáucaso a la vista y, en ellas, dice el Rizotomo, el remedio kasari, que sería lle­ nar odres con nieve y sepultar en ellos al hem orrágico, pa­ rando la sangre con el frío y despertando luego el hom bre, aunque azul, si no se le volvía cristales el hum or del cere­ bro. Pero, lejana la nieve, decidió em butirle betónica en mechas por todos los agujeros del cuerpo, con sólo una ca­ ña en la boca para librar el aliento, atándole con mucha yerba la causa mayor de los genitales. Y dice el códice que, finalm ente, el mayoral salvó del zumo de la serpiente y de la chanfaina de la cirugía, pero quedó inútil para las artes venéreas.

A

la m o rd edu ra de dipsada sobreviene hinchazón extendida y u na sed que continuam ente atorm en­ ta. P orque aunque beban sin freno los pacientes, en aca­ bando quedan tan sitibundos com o si no hubiesen bebi­ do gota. Por razón de esta inexpugnable necesidad que engendra, se llam ó tam bién préster y causón a la dipsada; de estos nom bres, el prim ero significa exhalación y el se­ gundo fiebre colérica encendida.

M

uchos mordidos de la dipsada m ueren precisamente reventados por el agua que beben y se les para en las entrañas. 175

L

as m ordeduras del hem orroo y de la dipsada fueron dejadas de los antiguos p o r incurables. No hallando m edicina particular contra la dipsada, es m enester que probem os con los rem edios com unes, sajando, quem an­ do y, si su naturaleza lo sufre, cortando a cercén el m iem ­ bro m ordido. Después de esto, aplicarem os em plastos fuertes y agudos. Tam bién sé p or la experiencia que los vómitos son saludables, así com o los baños. De estas cosas debem os usar a m enudo y según breves trechos de tiem ­ po, antes que acudan los accidentes m ortíferos, que, en habiendo acudido, bien puede sentarse el m édico al par de sus m edicinas, pues todo cuanto haga será sin prove­ cho y vano. C ontra las heridas del hem orroo sirven las mismas causas ju n tam en te con los rem edios com unes, adem ás de los cauterios y de las hojas de vid cocidas y m a­ jadas con miel.

D

ipsa, en la lengua griega, significa la sed. Nacen y se mul­ tiplican las dipsadas por las riberas del mar africano y en Egipto, por ser aquellas regiones muy calientes y secas. No es otra cosa la dipsada sino una especie de víbora que tiene la cabeza breve y está manchada por todo el cuerpo de pintas rojas y blan­ cas.

A

lgo se entiende, en el códice de Kratevas, sobre he­ chos ocultos que conciernen a las guerras de Mitrídates con Roma. Parece que, antes de la prim era de ellas, el Eupátor inducía a los armenios a moverse contra las legio­ nes fuertes en Capadocia, y Sila, que entonces era legado en Cilicia, envió a Mucio, lugarteniente suyo, para que ne­ gociase con Mitrídates alguna quietud de fronteras. Este, subido en la astucia y la crueldad, forzó a Mucio con la tor­ tura, buscando, pienso yo, conocer las intenciones de Sila, 176

y Kratevas fue llamado a este propósito y de ello habla lla­ nam ente en el códice: «Mucio había pasado ya por el fuego y guardaba si­ lencio; M itrídates hervía en la ira, aunque no lo dejaba ver. Me hizo una seña silenciosa y ambos salimos de la cueva blanca construida para los torturados del rey. Hablando, convinimos en que yo colocaría una dipsada entre los mus­ los de Mucio. »Así lo hice, pasado el día que se tardó en hallar la serpiente, y, cumplidos dos más, fui llamado otra vez por si necesitaba de mí el cuerpo del romano. »Mejor que yo conocía el rey los hilos invisibles que se atan y desatan en el corazón: Mucio, que vencía la in­ candescencia, no pudo resistir un lebrillo con agua delan­ te de su rostro. Su lengua estaba seca como esparto, pero habló hasta cansar a M itrídates, quien, llegado al punto que quería, derram ó el agua por el suelo y dio la espalda a Mucio.» 7 K T o se dan estas fieras por esta parte del mundo y, así, no x. Ni nos importa mucho que no se hallen particulares remedios contra ellas. Paulo Egineta alaba las verdolagas majadas con vinagre. Sirve también contra sus propios daños la cabeza del hemorroo, quemada y dada a beber con vino.

N

o acierta Laguna diciendo que no se dan remedios particulares, que bien parece serlo, como se habrá visto, la betónica aplicada por Kratevas al mayoral; porque la virtud de la yerba no es sólo la de restringir la sangre, si­ no que se sabe, y ya está dicho, que, encerradas estas ser­ pientes en un círculo de betónica, con el terror y el vapor de la substancia contraria se despedazan entre sí. 177

D el hydro a llaga de los que m ordió el hydro se extiende y se hace lívida y grande, rebosando de sí u na m ateria negra de olor detestable, y estas llagas van lentam ente pa­ ciendo la carne. C ontra las m ordeduras del hydro sirven el orégano m ajado con agua, la lejía con aceite, la corteza del aristoloquia, la raíz del roble y la harina de cebada desleída con aguam iel. Vale beber dos cyatos de vinagre aguado con zu­ m o de m arrubios. ydro, en griego, es lo mismo que agua, de donde tomó este ± iL animal su nombre porque vive casi siempre en el agua, por lo cual le llamaron también los latinos natrice. La hembra de esta especie suele llamarse hydra, y chersydra aquella que de­ jando las aguas viene a beber a tierra, y ésta es la venenosa y mortífera. Se parece mucho la hydra al áspid pequeño, aunque no tiene el cuello tan ancho. Con su mordedura engendra he­ diondez en las partes mordidas, corrompe la memoria al pacien­ te, lo vuelve furibundo y lo despacha en término de tres días. Fin­ gieron los poetas que la hydra tenía muchas cabezas y que, cortada una de ellas, renacían otras en su lugar. Tomó princi­ pio esta fábula de cierta mujer aguda llamada Hydra, la cual solía proponer tan dificultosas cuestiones que, averiguada una duda de ellas, se descubrían detrás muchas otras mayores. Contra las mordeduras del hydro, Aetio recomienda una dracma de nueces de ciprés con arrayán; también cal viva mez­ clada con aceite y amasada sobre la herida.

D 178

ecían los latinos medievales que el veneno del hydro produce hidropesía que se rem edia con la bosta de

las vacas; y esto parece vulgar adm inistración del nom bre. Menos probable aún, pero tam bién latino, es que el hydro mate al cocodrilo entrando en él por el ano y mascando sus intestinos. Si no fuera el tam año, habría confusión del tal hydro con unos celentéreos solitarios y desnudos que viven tam bién en las aguas dulces, pero éstos, que tienen el mis­ mo nom bre, no son más largos que una uña; sin embargo, son los que hacen buena la leyenda, porque, partido un so­ lo cuerpo, se hacen de las partes igual núm ero de animales que están vivos por sí. De M itrídates se sabe que, siendo soldado hasta en sueños, aún tenía dos pasiones, que eran la sabiduría y la crueldad. Hablaba veintidós lenguas (tantas como eran las de su im perio más las de sus enemigos) y muchos le asig­ nan la autoría plena en lo que al m etridato concierne y tam bién otras potencias frente a los tóxicos, que, parece, aprendió em pírico en el modo de cebarse los ánades. Se sa­ be que era aficionado a griegos y persas y que se rodeaba de maestros del pensam iento y de artistas de estos impe­ rios. También del Egipto de los Lágidas, de donde había hecho venir a Harmosis, quien hacía transcripción perfec­ ta de la matemática babilónica de los astros, habiendo rec­ tificado por el sol el álgebra sexagesimal y despejado por rhythmica los incógnitos. M itrídates, aunque viviese en confusión sobrenatural, más aspiraba a utilizar alguno de los seiscientos dioses que se movían del Cáucaso a la Mesopotamia que al amor de to­ dos ellos, y, pensando en el provecho de la m onarquía, qui­ so que Harmosis le averiguase por cifra el orden de los eclipses y los vientos, lo que habría de ser arbitrio para en­ trar en teogonias y ajustar poderes a los ejércitos y las na­ ves. Pero Harmosis había hecho en Tebas el juram ento de los límites y trató de distraer a Mitrídates con antiguos nú­ meros ya sin virtud, lo cual vio el rey y, fingiendo amistad, 179

llevó consigo al egipcio hasta la cámara blanca, diciéndole que era en este aposento donde con más luz se declaraban las potestades numéricas. Luego, llamado por otros negocios, confió éste a Kratevas, avisándole con rostro duro que Harmosis quedaba de su ingenio y cuenta, con obligación de que no muriese ni callase. Kratevas relata el caso a propósito de la ciencia del hydro y de la aristoloquia rotunda, la que tiene hojas ne­ gras y florece, con más valor que en otras partes, en algu­ nos herbazales húm edos de las llanuras pónticas. Y escribe Kratevas: «El prim er día hice a Harmosis una visita de respeto, dándole a entender que, cuando M itrídates se alejaba de un hom bre, éste tenía cerca su ira, y que el honor del huésped no era presidio suficiente ante el Eupátor, por lo que, por am or de la vida, tomase ejemplo en mí, que le ha­ bía hecho ofrenda de la agrim onia M itridatea y la linácea Eupatoria, reservándole la fama de su descubrim iento. Pe­ ro vi que Harmosis era terco como un beocio y decidí do­ marlo apartando razones, para lo cual hice sellar la cáma­ ra después de darle por com pañía la de un hydro hem bra, que habría de serle familiar por su abundancia en el Nilo, y m andé que no se le molestase ni respondiese en nada, aunque siempre habría de saberse de él a través de un óculo que tenía la cámara en el techo. »En seis días del hom bre y la serpiente dentro de la cámara, en la que, no siendo ellos mismos, no había otra cosa que blancura, tuve noticia y visión de muchas ocu­ rrencias, entre las cuales me pareció notable que Harmosis m antenía pacífica a la hydra con la simpleza de cantar en una lengua que debía de ser imitación de la de los anima­ les de las aguas. Pero a Harmosis le vencía el sueño y al ani­ mal la sed, con lo que el uno terminó durm iéndose y el otro paciendo el cuerpo dormido. 180

«Despertó el egipcio cuando era la serpiente quien dorm ía, y consideró su estado, que ya las llagas empezaban su comezón, y se vio las manos como plomo sangriento, y, sintiendo esto, comenzó a llorar. «Aquí entré yo, antes de que el hombre lo hiciese en el olvido, y le hablé con amor, y él quería tratar ya de las canti­ dades celestes, pero yo le dije que cumplía entenderse con Mitrídates y que, ahora y conmigo, estábamos a vivir. Tras es­ to, lo hice fregar con betún blanco y serenar los pulsos con agua fresca y puse en él sinapismos de aristoloquia, de la cual tomé la raíz, amasándola con el cerebro y otras grasas de la serpiente y echándole la flor cocida por la boca. «Convaleció Harmosis y supo M itrídates que la pro­ fecía de los vientos era por música cuyos semitonos se to­ m aban del tem blor de hojas perennes, pasándolos por cíthara, para sum ar sus intervalos y la declinación de las aves; m ientras que, en los eclipses, que son conjunción ma­ yor, era necesaria la sombra lunar durante trescientos cin­ cuenta y cuatro días, y sacar los puntos a una clepsidra si­ m étrica con el firm am ento, donde el eclipse había de coincidir con el agua en el grado de las terceras guardias. «El Eupátor mantuvo la vida del astrónom o y lo pre­ mió, con retraso de mi honra, haciendo grabar su nom bre al pie de una estatua real en Panticapea, aunque le negó en adelante la conversación a causa de la fetidez del aliento, semejante a zumaque o albañal, que, para siempre, quedó en el egipcio después del trato con la hydra.»

D el cencro

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a m o rd e d u ra d el c e n c ro se p arece a la d e la víbora y trae siem p re tras sí g ra n co rru p c ió n d e carn e, la 181

cual, h in c h á n d o se p rim e ro co m o e n la h id ro p esía, des­ p u és viene a caerse a pedazos. A dem ás d e esto, sobrevie­ n e m o d o rra co n u n su eñ o m uy grave. A firm a E rasístrato q u e e n estos m o rd id o s están d añ ad o s el h íg ad o , el yeyu­ n o y el co lo n , los cuales, ab ierto s, se h allan p o d rid o s e n sus partes. S obre las m o rd e d u ra s d el cen cro es ú til la sim ien te d e las lech u g as revuelta co n linaza. A p rovechan, bebidas, el ajed rea y la ru d a salvaje, cad a cosa d e éstas co n dos dracm as d e g am o n es e n tres cyatos d e vino. S on así m is­ m o san id ad la g en cian a y el card am o m o .

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el cencro se dice tam bién que es tan feroz que a sí mismo se hiere, azotándose con la cola, para irritarse más, y que, en verano, no se harta de beber la sangre de los ganados. No dice Dioscórides si la virtud contra el cencro está en la lechuga hortense o en la silvestre; Plinio afirma que la silvestre da un jugo semejante al opio; Macer, que pare­ ce referirse a la hortense, la recom ienda porque ablanda el vientre y ahuyenta los sueños vanos y lujuriosos. I cencro alcanzó este nombre por tener todo el vientre man­ chado de pintas, amarillas y en figura semejantes a los granos de mijo, y porque a esta simiente llaman los griegos cencron. El cencro es diverso de la serpiente ammodita, llamada cenchria de Aetio, y de la acontias, llamada del mismo también cencrite, no obstante que en todas estas tres serpentinas especies se hallan las puntúas menudas y semejantes a la simiente.

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uenta Kratevas que un vecino suyo había mandado ahorcar a un esclavo, que por hinchazón de las m enin­ ges había dado en frenético, y que él se lo pidió vivo pen­ sando que en algo sería aprovechable, y que lo había recibi­ do con la condición de que no lo volvería al donante ni sano ni muerto. Kratevas debió de porfiar con la causa morbífica por medio de la valeriana, que es yerba fría y enérgica, más al­ gunos opiáceos de artificio, pero, aunque no está el texto transparente, parece que no lograba dorm ir al loco un día y que se despertaba más furioso aún y torcía los ojos y rom ­ pía las cuerdas con los dientes, perdurando además el sig­ no peor de todos los que m arcan a los insomnes irremisi­ bles, que es soltar la orina blanca como la leche aunque con suspensión de materias negras. Caviló Kratevas resolver el incordio y que ésta era oca­ sión también para sacar del serpentario un cent ro que no cesaba de molestar a sus semejantes y había dado ya m uer­ te a un ceraste m odorro, m etiendo en un cubil montesino al cencro y a Phu, que así se llamaba el frenético, tapián­ dolo de cal y dando todo al olvido. Pero pasados treinta días, le entró el deseo de estu­ diar las reliquias de ambos difuntos y, abatida la pared, vie­ ron los huesos de Phu m ondos y resplandecientes, lo que no era a causa de podredum bre natural sino mérito del cencro que con sus zumos disolvía la cualidad de la carne. Y, estando en estos pensamientos, sintieron crujir yer­ bas secas y que el cencro se iba con muy buena salud m on­ te abajo.

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D e l c e r a s te

rece la parte m ordida del ceraste y, parándose dura, se viste de postillas. M ana tam bién u n a sanguaza que unas veces es negra y otras casi amarilla, la cual, constipa­ da en las venas, las exalta y dilata. Se le alza el m iem bro al paciente, se le perturba el juicio, se le obscurece la vista y el fin sobreviene con un espasm o yerto. A los m ordidos de la serpiente ceraste les socorre la sección súbito adm inistrada, p o r donde, sin más dilación, conviene cortar toda la parte m ordida o, a lo m enos, sa­ jarla ju n tam en te con las carnes vecinas y cauterizar sus raíces, por cuanto el veneno del ceraste es com o el del ba­ silisco. eras, en lengua griega, quiere decir cuerno, de donde tomó apellido el ceraste, que (hablando con reverencia) quiere decir cornudo, por cuanto tiene en la frente dos pedacillos de car­ ne derechos a manera de cuernos. Es esta serpiente algo más lar­ ga de un codo; tiene todo el vientre escamoso; no camina derecha, sino haciendo vueltas y ondas, y, según va caminando, por ra­ zón de estas escamas suele hacer gran ruido parecido al silbo. Sobrevienen a sus mordeduras accidentes semejantes a los de la víbora, de los cuales se defiende el paciente, cuando mucho, hasta el noveno día. Pero no todos los cerastes son malignos y ve­ nenosos, porque algunos de los machos se hallan tan domésticos y benignos que sin escrúpulo les podréis meter el dedo en la boca. La mansedumbre y bondad de éstos suele ser muchas veces cau­ sa de que se les atrevan las hembras, las cuales en la lengua y en la cola traen el veneno.

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ay noticia también de las astucias del ceraste: se en­ tierra en las arenas y deja los cuernos fuera movién­ dolos como gusanos, y vienen las aves a alimentarse y con la cercanía hallan la muerte. Valerio dice que esta serpiente es de «maravillosa grandeza y tiene ocho cuernos en su cabe­ za», lo cual parece sueño o confusión con la figura de otra fiera. Nicandro, más prudente, le atribuye «algunas veces cuatro cuernos». También es difícil de creer que un animal amable, como es el ciervo, cause horror al ceraste porque lo saca con el aliento de sus cuevas y lo come para adquirir fuerza de juventud, pero estos asuntos del ciervo los corro­ bora el Physiologo de Alejandría y también Isidoro, que dice que, con esta industria, alcanza a vivir el ciervo novecientos anos Mitrídates y Roma disputaron largos años en la Trltacia, país de colinas áridas y llanuras pantanosas participan­ te en Macedonia, y a la Trhacia fue Kratevas en los primeros años de servicio al Eupátor. Buscaba un bulbo milagroso que los pastores m antenían secreto y que, comido por sus toscos sacerdotes en la festividad, mientras los rabadanes se hartaban de castrón, les confería fuerza profética por un tiempo. Kratevas se hacía acom pañar de M ardonio, adoles­ cente al que él, aún en juventud, amaba con sosegada ter­ nura. Fue necesario alzar las tiendas al pie de un ribazo sór­ dido y, tem iendo por el amigo, Kratevas ponía su lecho en altura hasta donde pensaba que no alcanzarían las ser­ pientes y ungía su cuerpo con semilla de rábano negro y tuétano de venados y, faltando éste, con saliva, que no ha­ bía otras preservaciones que pudieran darse en aquellas tierras inhóspitas. A lo largo de toda su escritura, sólo dos veces dice Kra­ tevas algo de los dioses, y una es aquí, al quejarse de su cie­ go desamparo: «No pueden amar, pero mejores serían si, al menos, advirtiesen la belleza. Hay un principio monstruoso 185

en la divinidad». Y esta blasfemia sucede al relato de cómo M ardonio, cansado en día canicular, se había recostado ba­ jo unas yerbas y así fue m ordido de un ceraste. Añade Kratevas que la punción fue sobre la vena que sube del seno iz­ quierdo del corazón al cerebro, y que Mardonio, herido mortal, aún arrancó la cabeza a la serpiente con su espada. Vuelve el códice a razonar que, en aquellas soledades ásperas, faltaba la despensa de fármacos y que «alargaba la agonía de M ardonio con substancias rudas que no lo traían a la vida». D urante seis días, Kratevas puso en la herida el hígado hervido de la serpiente, más hiel de lobo que le ofrecían los pastores trhacios, y le hizo beber leche de una perra recién parida, y, obedeciendo a Nicandro, prendió sanguijuelas en la carne lívida, pero nada de esto bastaba y la vecindad de la herida parecía cuero abrasado y el cuer­ po todo estaba como sembrado de semiesferas de rocío que reventaban y hedían. Al séptimo amanecer, M ardonio pidió que encendie­ sen lámparas cuando éstas ya ardían delante de sus ojos. Antes de ser otra vez de noche, Kratevas tomó en las manos su cabeza para darle agua y entonces sintió en ellas una contracción dura de los nervios y, en el rostro, los espíritus de M ardonio que salían por su boca. Termina Kratevas diciendo que, antes de llegar a esta muerte, había pedido a Mitrídates media dracm a del electuario que éste traía siempre consigo, y que el rey pronun­ ció una sola palabra: «No». D e l á s p id

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a m o rd e d u ra d el áspid es e n e x tre m o p e q u e ñ a y sin h in c h a z ó n alguna, co m o u n a p ic a d u ra d e aguja d e

la cual destilase un poco de sangre negra. Se le em bota súbito la vista al paciente y se extiende p o r todo el cuer­ po u n dolor vario, pero ligero y acom pañado de cierto deleite. A dem ás de esto, le fatiga u na suave punción el es­ tóm ago, se le arruga de continuo hacia arriba la frente y se le m enean sin sentirlo los párpados com o a los que se caen de sueño. C uando se ju n ta n estas señales, ya se alle­ ga la m uerte que no le da de espacio ni la tercera parte de u n día. Socorrerem os a los m ordidos del áspid con los mis­ m os rem edios convenientes a las m ordeduras de la ser­ piente ceraste, porque la ponzoña de estas fieras cuaja sú­ bito la sangre en las venas com o el veneno del basilisco.

G

aleno escribe que el rem edio más cierto contra el ás­ pid es cortar el miembro a cercén, lo cual ha de ha­ cerse antes de que la ponzoña se pose en el corazón. Eba­ no, que es milagrosa cura el zumo del asa fétida mezclado al azufre apagado con saliva. Ni Dioscórides ni Laguna sa­ ben que, en algunos pueblos de África, aprietan contra la m ordedura huesos calcinados para sorber el veneno.

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ay tres mortíferas especies de áspides, a saber: la chersea, la chelidonia y la ptyada. Se llamó a la primera chersea, que quiere decir terrestre, porque la mayor parte del año está ba­ jo tierra y también porque tiene color de limo inclinante a lo ce­ niciento. La segunda se llamó chelidonia, que significa golondrinera, por cuanto por los lomos es negra y por el vientre blanca. Tiene la chelidonia sus cavernas junto a las orillas de los ríos y se halla muy frecuente por las riberas del Nilo. La ptyada se lla­ mó así de su natural costumbre, porque, a veces, cuando quiere ofender, alzando el cuello y acompasando la interyacente distan­ cia, desde lejos escupe el veneno, con el cual de improviso infi187

dona y corrompe al hombre que toca. La color de ésta es verde cla­ ra, participante del amarillo. Mordiendo, hace dos heridas el macho y cuatro la hembra, por tener los dientes doblados a imi­ tación de las víboras. Sienten los mordidos del áspid gran estu­ por y entormecimiento de miembros, frialdad notable y pesadum­ bre de todo el cuerpo, y, finalmente, un profundo sueño tras el cual siguen el espasmo universal y la muerte. De la chelidonia se escribe que en mordiendo despacha, y, así, es opinión de algunos que con ella se mató la reina Cleopatra; otros autores porfían que con la llamada ptyada perpetró aquella hazaña. Solían antiguamente, en la Alejandría de Egipto, los eje­ cutores de justicia (según refiere Galeno), cuando querían dar fá ­ cil muerte a algún reo, aplicarle un áspid a la tetilla izquierda y hacerle dar dos paseos, tras los cuales, sin más sentimiento, caía súbito muerto en tierra. Esta costumbre ya en ninguna parte se usa, porque los delitos de los hombres son tan graves que requie­ ren tigres, ruedas y otros castigos ejemplares. Queriendo saber si morirá o escapará el mordido del áspid, se le da a beber la cintoría; si la vomita, el fin es llegado; si la retiene, cobrará salud. Todas las materias que tienen fuerza de adelgazar y resol­ ver la sangre cuajada son útiles a los mordidos del ceraste y del áspid, así toda suerte de cuajo, la lejía de ceniza de higuera, el salitre y el zumo de la zarza. La común opinión atribuye una ex­ trema frialdad al veneno de estas fieras, con lo que, dicen, conge­ la en un momento la sangre; aunque no falten doctos varones que lo hagan excesivamente caliente, afirmando que con el calor re­ suelve súbito la parte más vaporosa y sutil de la sangre, quedan­ do el resto muy seco y empedemecido, de modo que no llaman con­ gelación al accidente, sino evaporación y desecación. Esta ardua cuestión dejo yo al arbitrio y parecer de los que mejor la entiendan, aunque me inclino a la segunda sentencia, considerando que las cosasfrías en extremo, siendo tardas de su natural, no pueden en­ trar tan súbito al corazón, ni matar tan arrebatadamente como penetra y mata la ponzoña del áspid. 188

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el áspid se sabe que gusta de salir al crepúsculo, que suelen ir a distancia de pocos pasos el macho y la hem ­ bra y que, si a uno de ellos dan muerte, el otro sigue a quien lo hizo para tom ar venganza y sólo se rinde ante la corrien­ te de un río. En el Physiologo consta que el áspid custodia na­ turalm ente el árbol del bálsamo, y que tiene como enem i­ go a un animal (no se sabe su nom bre) que lo inmoviliza con su canto; también, que su aliento quema la yerba en de­ rredor y que la hem bra pone dieciocho huevos. En cuanto al sacrificio de Cleopatra, algunos historiadores dicen que no se decidió por una u otra especie de áspid hasta no ha­ berlas probado todas en sus doncellas más jóvenes, y que eli­ gió la ptyada convencida por la sonrisa y suaves palabras que, en el sueño, hacía sentir la que por este animal fue mordida. A la cintoria llaman hiel de la tierra; nace en los bal­ díos húm edos y sus flores se abren y cierran sin que se sepa por qué; purga por abajo y libra de inflamación el bazo, lu­ gar donde se recoge la cólera, relajándolo y perm itiendo que por su interior circulen los espíritus. M itrídates despreciaba a los dioses pero no a sus po­ tencias, que ambicionaba, y así como creaba enemigos para destruirlos, vivía en la persecución de poderes invisibles. Entendía el m undo bajo las especies de la sangre y la magia, y éstas, en sus manos, habrían de convertirse en fuerzas. Fuera de la milicia, se rodeaba de dos diversas cortes; una, ordenada por el pensam iento y el arte, nutrida, ya lo he dicho, con griegos y persas a los que halagaba aunque dándoles a entender por algunos signos que vivían al bor­ de de una sima cuya profundidad era igual a la del ánimo del rey; la segunda corte, maloliente, estaba form ada por hechiceros asiáticos, augures sucios y sacerdotes de dioses olvidados, y a todos éstos tenía respeto y tem or en el fondo de su corazón M itrídates, aunque de cuando en cuando ahorcase alguno, y era que ellos tenían consigo virtudes ne­ 189

gras e inaprensibles y, precisam ente porque no se manifes­ taban, estas fuerzas eran desconocidas y, por tanto, temi­ bles. Así se ve a Mitrídates en el pensam iento de Kratevas y de otros historiadores. Sucedió, según el códice, que uno de estos sacerdotes, oriundo de la Trhacia, puso en el rey la ambición de incor­ porarse a la divinidad, pudiendo arruinar o multiplicar, se­ gún quisiese, el trigo de los pueblos o hacer que un ejército se desbaratase en la ebriedad, también según su convenien­ cia y deseo. Para ello bastaba con elevar una estatua de bron­ ce del dios Sabacio, en la que el rostro bestial fuese sustitui­ do por el del Eupátor esculpido en oro. El culto despertaría la generación de energía sobrenatural en Mitrídates. La es­ tatua se erigió en Cerasonte. Cleodemo, ateniense, que predecía las violencias ma­ rítimas y volcánicas por observación natural, entendía tam­ bién las desdichas y delirios del pensam iento y en él lucía la misericordia de Sócrates reduciendo la maldad a desco­ nocim iento y error. Por lo que da a entender Kratevas, éste confundía a Mitrídates haciéndole sentir de mil discretas maneras el extravío y la burla de correr tras las potencias de un dios miserable, y el mismo sentim iento prendía en quienes usaban claridad de juicio. Cundían las palabras di­ chas entre dientes, y lo supo el rey, y se levantó en él la ira, y vino a decirle a Cleodemo que, en el térm ino de los días del viaje de Sinope a Cerasonte, hiciera ofrenda sacrificial al Sabacio. «Para sacrificar ante el rostro de ese dios no necesito hacer viaje, pero, en Sinope, temo ofender a mi rey en su humanidad.» Esta fue, según Kratevas, la contestación de Cleodemo a Mitrídates y, bajo la limpia adm onición del fi­ lósofo, el caudillo póntico debió de sentir algún descon­ cierto; pero resolvió duro y veloz: perm aneciendo en Sinope y pasado el plazo del viaje, al anochecer por tanto del sexto día, Cleodemo, em betunado, ardería luminoso sobre 190

la colina más alta entre las que dom inaban la ciudad. Y ya se iba el rey, cuando, tocado quizá por la pureza del ate­ niense, volvió sobre sus pasos para decirle: «También pue­ des matarte antes tú mismo». Relata Kratevas que acudió tres días a la pieza de Cleodemo, y el prim er día estaba en el jardín y se sentía un m ir­ lo. H ablaron del color dorado de la sal euxina, debido tan­ to a la declinación boreal de la luz como a las sortijas que sobre la desecación en sus lagos producía el latido del mar en la materia blanca, pero que al fin era arte de la mirada ya que el color no estaba en la substancia. Y dice Kratevas que, en las palabras de Cleodemo se alcanzaba una cele­ bración de la vida, aclamando que la apariencia de la sal no fuese emanación fría de la naturaleza sólida, sino propie­ dad del órgano cuyos suaves tejidos perm iten que el fuego interior pase a su través y, siendo más fino que las aguas oculares, reúna los espíritus del hom bre que mira con los de las cosas, obrándose así la existencia de un fluido en el que la belleza participa con sus átomos. En el segundo día, Cleodemo (ya el sol buscaba su horizontal y las sombras descendían de los montes) con­ tem plaba desde su terraza las grandes escamas del vecino desierto, y lo hacía a través de un arco de marfil graduado en intervalos según los núm eros perfectos de Anaximandro, com poniendo después por octavas el desplazamiento de dos delgadas cuerdas, verticales entre sí y tensadas sobre el arco. Cleodemo mantuvo algún tiempo en silencio a Kra­ tevas, m ientras adelantaba las cuerdas dos centésimas de grado. Después le ofreció frutas lavadas y m antenidas a la sombra, y, contestando a preguntas del botánico, puso en claro cómo sosteniendo en una misma línea visual las cuer­ das de seda y el perfil de las dunas en dos de sus lados, al progresar éstas se iba produciendo una proxim idad angu­ lar y, cum plido un año selénico (del que apenas había transcurrido la tercera parte), el grado obtenido represen191

liii ía la suma de los vientos, en su fuerza y orientación, pa­ ra un ciclo diez veces mayor, resultando que la acumula­ ción sucesiva de estas mediciones predecía, en cifra reducil)le a estadios, el movimiento del desierto. Prosigue Kratevas diciendo que, el tercer día, adm ira­ do de la paz que advertía en Cleodemo, se atrevió a decla­ rarle la intención de sus visitas, y ésta era que no llegase al térm ino en que recibiría tortura, ya que estaba en su mano tom ar la m uerte sin aspereza con el tóxico que le ofrecía: una composición en la que el opio había sido encendido y perfum ado con miel libada del acónito, perfeccionando la suma con azafrán, que dilata las venas con dulzura de modo que la substancia entra veloz y suavemente al corazón. Y es­ cribe Kratevas: «Cleodemo recibió mi ofrecim iento con afectuosa sonrisa, rechazándolo al mismo tiempo con tranquilos m o­ vimientos de cabeza, y, apretándole yo con ruegos y razo­ nes, me hizo notar, en sosegada m anera, que la voluntad de Mitrídates le im pedía disponer su m uerte más blanda y si­ lenciosa, precisamente porque le había autorizado a m atar­ se y no podía él, Cleodemo, hacer uso de la piedad de un hom bre injusto. Y, sin más diálogo a este propósito, llevó las palabras al trabajo y la intención del día, que eran ins­ truirm e en el significado y arte de la visión hendida por las cuerdas de seda, adiestrando mis manos de modo que, dó­ ciles al pensam iento aritmético, pudiesen sustituir a las su­ yas hasta el cabo del año lunar, cuando habría de com ple­ tarse la profecía científica.» Considera Kratevas la serenidad inapelable de Cleo­ demo y deja escrito que aún ocuparon otros dos días afi­ nando las astucias y el pulso que convenían a la utilización del arco de marfil, y dice que, con el paso de las horas, eran en cada tiempo más perfectas la quietud y claridad de las enseñanzas del ateniense. Pero Kratevas, desengañado, al separarse del filósofo 192

volvía al sentim iento de hurtarlo a la crueldad. Sabía que, tras la hora de la segunda guardia, solía com er Gleodemo una escudilla de legumbres y sésamo, al que se había afi­ cionado en Asia, y quedarse después dorm ido, siempre en el mismo lugar, bajo la ram a horizontal de una higuera, hasta que la sombra de ésta se apartaba de él y el sol le des­ pertaba posándose en su rostro. Y a esta hora del sexto día volvió, sabiendo que era la últim a vez, a la casa de Cleodemo. Le acom pañaba un servidor que cargaba un cesto de palm a trenzada, cerrado con un disco de arcilla y bridas de cuero. Kratevas dice en su escritura que se estremeció al pi­ sar en el zaguán sombrío y fresco. Avanzó, sin dar señal, ba­ jo el sol de los patios interiores y halló abiertas las habita­ ciones que había de atravesar para descender al pequeño jardín excavado a media ladera sobre el mar. Gleodemo dorm ía bajo la higuera y respiraba pacífico. Gon ademanes, en silencio, m andó Kratevas al criado que posara su carga y le dejase solo con el durm iente. Dice luego, con pocas pa­ labras, que teniendo Gleodemo suelto el cinturón y descu­ bierta la garganta, puso el cuévano en su regazo, levantan­ do el disco de arcilla en el mismo mom ento en que aquél abría sus ojos. Se irguió el áspid y Kratevas recuerda la mi­ rada roja entre las escamas amarillas y el asombro azul en la de Cleodemo. Hubo un instante de inmovilidad y, reti­ rándose un paso, Kratevas excitó a la serpiente por medio de una varilla, con lo cual saltó repentina e hirió entre las venas yugulares, desapareciendo después bajo las altas yer­ bas. El resto de esta experiencia aparece escrito en el có­ dice de la siguiente manera: «Supe que Cleodemo no sufriría ya la tortura, por más que no tardaría en llegar a él la policía de M itrídates, y vi pasar por su rostro la sorpresa y la serenidad. Había com prendido. Me saludó con las palabras de siempre y, mientras buscaba acomodo para reposar la cabeza, me hizo 193

ver que aún la luz no estaba inclinada como convenía a la observación de los grados del desierto. Después me dio las gracias. Yo me estuve quieto y silencioso; sabía que de la he­ rida de esta serpiente aún podrían librarle mezclando cua­ jo y salitre para envolver la garganta y haciéndole masticar la hiel de una comadreja y la ruda que se hallase en su estó­ mago, pero ahora mi trabajo era callar. »Una sola vez, Cleodemo dijo que tenía frío. Cerraba los párpados y la luz que había dentro de sus ojos parecía distribuirse bajo la entera piel del rostro; pero hacía por despertarse y, con articulación lenta y aún melodiosa, argu­ m entaba sobre el beneficio de librarse del fuego y, por ha­ berme atrevido yo, excusar la cobardía y la vergüenza, des­ preciar la piedad negra de Mitrídates. »Yo estaba sentado a sus pies en la yerba y ya el sol se posaba sobre su rostro, lo cual fue causa de suave ironía so­ bre que pronto no tendría necesidad de despertarse. Des­ pués, reparando en la proxim idad de una nube, me advir­ tió sobre la conveniencia de elevar dobles los núm eros perfectos en aquellos días en que no fuera posible la visión clara del desierto, pero rescatando en el arco una octava hacia mayor o m enor grado, según el sentido de los vientos, en cada uno de los tres días siguientes al de la opacidad. Di­ cho esto, se quedó en silencio mirándome sólo a través de una delgada línea en la que aún se guardaban hum edad y sombra azul. »Oí un ruido de vértebras y vi que su cabeza se erizaba antes de caer con seca dureza sobre el pecho. Quizá la m uer­ te no era todavía perfecta, pero ya se sentían los pasos de la policía de Mitrídates. Por un portillo que yo sabía, di en el jardín de otro cortesano dormido también bajo la quietud de las ramas.»

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D el basilisco ' ^ rasístrato, e n el libro q u e hizo d e los rem ed io s de los ven en o s m ortífero s, h ab la m uy b rev em en te del llam ad o basilisco, d icien d o qu e, si m ordiese, la h e rid a se vuelve luego am arilla. C o n tra las m o rd ed u ras d el basilisco es rem ed io sa­ lu d ab le u n a d racm a d e castó reo y tam b ién el opio.

s vulgar opinión, y ridicula, que el basilisco nace del huevo de un gallo viejo, y así le pintan semejante a un ga­ llo con cola que parece de serpiente, forma animal que no se ha­ lla entre las cosas naturales, de modo que la debemos tener por quimera. Es el basilisco una serpiente tan larga como un pal­ mo y algún tanto roja, la cual tiene encima de la cabeza tres puntas de carne y, en derredor de ellas, un blanco círculo, a manera de corona, por razón del cual le llamaron basilisco los griegos y régulo los latinos, que quiere decir reyezuelo. Nace y se halla muy frecuente en la región cirenaica este animal cuya malignidad es tanta que con su resuello corrompe todas las plantas por donde pasa y con su silbo extermina a las otras fie­ ras. No solamente mordiendo, sino también mirando, es pesti­ lente y mortífero. Tiene la misma facultad de matar la llama­ da catoblepa. ^

E

l basilisco, aseguran algunos, nace y vive en los desier­ tos africanos y, ponderando el terror que en las otras serpientes infunde, Lucano dice que «reina en la arena va­ cía». En cuanto a que la fiera nace del huevo que pone un gallo viejo, Pierre de Beauvais confirma que es cierto, pero que no de cualquier manera, porque es indispensable que el huevo sea incubado por un sapo. 195

Plinio nos dice que tam bién la catoblepa hiere con la fuerza visual, pero añade que esta triste fiera tiene la cabe­ za tan crecida y pesada que apenas puede ejercer su facul­ tad, con lo que vive arrastrándose m alam ente por los are­ nales de Libia.

E

s también enemiga capital del basilisco la comadreja, por­ que no solamente viva le mata o persigue, sino que, que­ mada y bebida con vino, da remedio contra sus mordeduras, las cuales se aplica útilmente cruda y despedazada.

D

e la comadreja dicen algunos que concibe por las ore­ jas y pare por la boca, pero el papa Clemente lo dispu­ ta al revés. En el Physiologo está escrito que pare los hijo muertos y luego los resucita, y todavía este animal tiene de extraordinario, según el dominico Tomás de Cantimpré, que su testículo izquierdo, envuelto en el pellejo de una ga­ llina, es generación de un huevo. Se dice tam bién que, pa­ ra pelear con las serpientes, se protege com iendo ruda y envolviéndose el cuerpo con légamo. Pero lo aborrecible es que da con los cadáveres hum anos y les come los ojos. Los testimonios de Kratevas sobre el basilisco quedan abiertos e indecisos en el códice, ya que no pasan de ser re­ lación de una tercería, y fue que, con la venia y dineros del Eupátor, envió a Porcio, decurión que había traicionado a Aquilio, para que explorase el desierto cirenaico en torno a Yalú, donde se pregonaba la aparición de basiliscos. De éstos dicen autores que yo he estudiado, que abrasan la tie­ rra al arrastrarse, haciéndola perder para siempre su po­ tencia de yerbas y de frutos, y otros, que ni siquiera las águi­ las quieren seguir su rastro, pues con el silbo y el aliento hacen caer las aves de más alto vuelo. Lo que Kratevas alcanzó a saber de la encom ienda de 196

Porcio es lo que traigo yo aquí tom ándolo de su escritura. «De la Cilicia, Porcio había de trasladarse por mar a Alejandría pasando luego a Cirene, y yo puse en sus manos un escudo de vidrio incorruptible, batido a fuego en piedra cristal de Aksum, y este escudo bastaría a protegerle del animal colocándolo delante de su rostro, ya que el veneno visual rebota y vuelve a los ojos del basilisco, que languide­ ce. Además de esto, le di una gran ampolla, también de cristal, por si el animal pudiese ser apresado en ella, car­ gando finalm ente una com adreja gris, casteada de mangos­ ta, más su intendencia de mures presos en jaula muy tupi­ da, por si el basilisco hubiera de cobrarse m uerto. »En todo estuvo conform e Porcio, pero dijo que ha­ bía de ser también asistido por Ahmés, egipcio ciego que la­ droneaba en Sinope, pues éste tenía la audición purísima necesaria para advertir el ruido de las escamas y las uñas en el desierto, y los ciegos están naturalm ente protegidos del basilisco, a no ser que los toque con su aliento o muerda, pues el silbo no basta para m atar al hombre y el rayo del ré­ gulo no va con ellos, ya que, fluyendo de los ojos, ha de en­ trar por los ojos, y es corrom piendo el espíritu visible como pasa al sentido común y a los otros espíritus que están en el cerebro y el corazón, lo cual viene com probado también en la catoblepa. Ahmés conocía el silbo de la bestia, que lo ha­ bía sentido en la niñez y no lo olvidó nunca, del cual decía que era como un cuchillo cuando, al m ediodía, la fuerza del sol llama a la bestia a los abrevaderos.» Dice Kratevas que pasó el tiempo sin noticias del ba­ silisco, del dinero y de Porcio, hasta que, vencidos tres años, vio a Ahmés que, en el mercado de Sinope, había vuelto a sus oficios. Hizo al punto que, amarradas las ma­ nos y con un ramal al cuello, lo condujesen y lo asegurasen en sus establos, y añade que, arrinconado y oprimido, el egipcio hubo de hablar ante el ánima de sus muertos, lla­ mados de cinco generaciones, lo cual abrevia Kratevas en el 197

códice como quien no pone m ucha fe en ello, aunque es cierto que no interpone argum ento en contra: «Dijo el ciego que, llegados al cirenaico, pasaron trein­ ta días con sus noches (que son sumamente frías y las lá­ grimas se convierten en piedras de sal entre los párpados) peregrinando límites de oasis y pequeñas venas de agua, vi­ gilando las grietas de la tierra y las cisternas abandonadas donde el basilisco se esconde salvo en las horas de la sed y el hambre. Porcio fiaba del aviso de la comadreja y del oído de Ahmés, pero la serpiente no se hacía sentir y, teniendo ocasión, tomó consejo de pastores nómadas a los que com­ praba la leche de camella, y descendió a Kufra, para lo cual fueron necesarios otros treinta días. »Dijo tam bién Ahmés que, en hora de fuego, estando cercanos al agua, sintió las uñas del basilisco y apercibió a Porcio. Este debió de armarse con el escudo de vidrio y la ampolla, y cuenta el ciego que Porcio le dijo a la oreja que el animal tenía el cuello, las manos y los pechos como gallo carnívoro y, de ahí para abajo, la semejanza era con una serpiente de color dorado manchada de blanco. Y la voz de Porcio temblaba. »No supo o no quiso decir el ciego cómo fue la con­ tienda del hom bre con la bestia, declarando sólo que oyó un gran fracaso de cristales, que fue el final del escudo y la ampolla (después había palpado los cascos hirientes bajo el cuerpo de Porcio), y que el hom bre, con el terror del silbo, debió de apartar el escudo del entrecejo y sus ojos se en­ contraron con los de la alimaña, cayendo el cuerpo y la ba­ tería entre las rocas que por allí asomaban, y aquí alzó la voz el ciego para jurar sobre el rostro de sus m uertos que, si alguien hubiese guiado sus manos, él habría tomado el basilisco trabándolo por donde no pudiera hincar; pero no había quién y, tras el paso de un silencio en que parecía va­ cío el m undo, sintió el gemido de la com adreja y, siguien­ do esta señal de que la bestia se acercaba, quitó la traba de 198

la jaula, que la tenía estudiada con las manos, y saltó el ani­ mal valerosamente. Después oyó el ciego la batalla: un sil­ bido, que era de dolor, y la catástrofe de los pequeños cuer­ pos furiosos sofocada por la arena, y, aún después, en el sigilo de sus oídos, la agonía de los animales, envueltos am­ bos en la hediondez que trascendía de las heridas de la ser­ piente. »No dijo nada más el ciego a sus muertos, y sólo des­ pués, libre ya de la trampa sagrada, me dio a entender que los pastores nómadas habían hurtado el cuerpo de Porcio a causa de los dineros que llevaba consigo, y el de las bestezuelas combativas para sus filtros y antídotos.» Hace Kratevas aún algunas consideraciones científi­ cas; hipótesis inacabadas sobre centellas que, contenidas en las pupilas de la serpiente, serían también partículas infecciosas, generación del vitriolo y las yerbas violentas pacidas por el animal, y term ina la historia de Alunes di­ ciendo cómo éste, advertido de algún gesto suyo de con­ form idad o cansancio y aprovechando que había sido de­ satado, le besó las manos y puso en ellas, diciéndole que con grave peligro había rescatado de los pastores aquel m iem bro del basilisco, lo que parecía ser la cresta de un gallo viejo convertida en coram bre. Después, desapareció en las tabernas subterráneas de Sinope.

De la cura com ún a las heridas de las fieras que arrojan de sí ponzoña

E

n cualquier herida de fiera que arroja de sí ponzo­ ña es útil chupar con la boca el veneno. Pero quien haya de hacer este oficio no debe estar ayuno sino bien alm orzado y enjuagado con vino, y habrá de chupar te­ 199

n ie n d o u n p o co d e aceite e n la boca. C onviene h a c e r fo­ m en tacio n es co n u n a esp o n ja sobre la p a rte h e rid a y sa­ ja rla p ro fu n d a m e n te p a ra q u e salga la m ateria venenosa del h o n d o , a u n q u e m u ch o m ás ap ro v ech a c e rc en ar alre­ d e d o r d e la carn e d añ ad a, in cisió n de la q u e resu ltan dos beneficios grandes; el u n o , q u e se ex tirp a el v en en o co n ­ te n id o en la p a rte m o rd id a; el o tro , que, ju n ta m e n te con la sangre q u e co n fu ria co rre d e la h erid a, se evacúa tam ­ b ié n aq u ella p a rte d e la p o n z o ñ a q u e h ab ía e n tra d o a la reg ió n in tern a. M as si en la p a rte o fen d id a n o se sufre h a­ ce r incisión, aplicarem os ventosas co n m u c h a llam a, y cauterios, co m o hem o s d ich o tra ta n d o de los p erro s ra­ biosos. Si el m iem b ro m o rd id o n o se p u e d e sajar, lo cer­ cen arem o s to talm en te, en especial si hizo el d a ñ o alg u n a serp ien te co m o el áspid o el ceraste. B u en o es tam b ién el uso d e las epítim as sobre las p artes m ordidas. P odrem os, pues, aplicar ceniza de sarm ientos, d estem p lad a co n lejía o con garó m uy fu e rte o co n salm u era p u ra. C abe adm i­ n istrar tam b ién p u erro s, cebollas y, fin alm en te, ajos, unas veces m ajados y otras q u em ad o s y puestos e n polvo sobre las m o rd ed u ras, a las cuales su elen así m ism o aplicarse pollos ab ierto s y co n su calo r n atu ral hirvientes. D e éstos u san algunos crey en d o q u e resisten n a tu ra lm e n te al ve­ n e n o , a lo cual se p u e d e asig n ar alg u n a razó n visto q ue las gallinas son d e n atu raleza caliente, p o r lo q u e h ab ien ­ d o trag ad o a lg u n a vez. m anifiesto v en en o , le su elen dige­ rir fácilm ente, así com o co n su m en y d esm en u zan las le­ g u m b res d u ras y la a re n a y las piedras, p e ro es el caso q u e, m oviéndose im p etu o sam en te el esp íritu d e la p arte m o rd id a h acia el calo r d el an im al aplicado, lleva ju n ta ­ m e n te consigo el veneno.

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as epítimas son bebidas anestésicas en cuyo jarabe se pone opio; resuelven, preparadas con prudencia, los

hum ores adustos, sanan las llagas m elancólicas y reprim en las ventosidades. G aró es el licor que suda la carne fresca de buey som etida a la salm uera.

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u e le n los egipcios, cu a n d o siegan los panes, te n e r siem p re a m an o u n a olla llen a de pez y u n a venda, p o rq u e se recelan m u ch o d e las serp ien tes a causa d e la sazón del tiem p o , y p o rq u e e n to n ces ellas están esco n d i­ das en las cavernas del cam p o y e n tre las yerbas espesas. S úbito, pues, cu a n d o el p ie o cu alq u iera o tra p arte es m o rd id a d e alg u n a d e ellas, los q u e se h allan p resen tes m e te n aq u ella v en d a en la olla d e pez, y la revuelven dos o tres veces a lre d e d o r d e la p ie rn a o del brazo, u n poco m ás arrib a de la h erid a, y la a p rie ta n m uy fu ertem en te. C o n clu id o esto h a c e n u n a incisión ju n to a la ligadura, y, h a b ie n d o ec h a d o suficiente pez d e n tro d e ella, d esatan el m iem b ro y ta p a n co n cebollas la carn e m o rd id a. A dem ás d e esto, ap licad a la pez líq u id a con sal m o lid a y caliente, suele ser re m e d io valeroso. T am b ién el lico r d e l c e d ro y el estiércol d e la cab ra co cid o co n vino. Se h a c e n co n b u e n fin fo m en tacio n es so b re la p a rte afligida, q u e h a n d e ser co n v in ag re calien te y calam in ta co cid a e n orin a.

L

a gom a del ced ro m ata, con vinagre, a los gusanos; p or sí sola, u n tán d o la en el m iem bro del ho m b re antes de la cópula, lo hace inútil p ara engendrar; alivia a los lep ro ­ sos. C alam inta es nom bre latino del calam ento.

N

o tuvo p o c a razó n E rasístrato al re p re n d e r a a q u é ­ llos q u e d e ja ro n escritos rem ed io s in có g n ito s, co­ m o so n la h iel d e l elefan te, la san g re y los huevos d e la to rtu g a y d el c o c o d rilo y o tro s sem ejan tes a éstos, p o r­ 201

q u e, a u n q u e fu e ra n provechosos, se h a lla ría n b u rlad o s los q u e e n ellos p u sieran su confianza, p u es n o se p u e ­ d e n h allar sin la facu ltad d e alg ú n rey p o te n te , n i p o d e ­ m os co n ob serv ació n te n e r e x p e rie n c ia d e ellos q u e bas­ te a p e rsu a d irn o s a q u e les d em o s fe. A sí q u e d eb em o s ad m itir so lam en te aquellos rem ed io s q u e sien d o c o m ú n ­ m e n te ú tiles y m o stra n d o v irtu d p u e d e n sin d ificu ltad hallarse. L a en d ib ia, la e rica y la y erb a lla m a d a astrágalo, beb id as co n vinagre, so c o rre n a los m o rd id o s. A sí m ism o el a sp h a lto y las p e lo tillas v erd es d e l p lá ta n o , cocidas en vino ag u ad o ; las raíces d el c a rd o c o rre d o r y d e l aristo lo q u ia, el p a liu ro , la g ra n a d e la u re l, la ru d a , el e n eld o y el p a n p o rcin o ; la ag u d a salm uera; el coci­ m ie n to d e o ré g a n o co n vino y, fin a lm e n te , el zu m o d e h in o jo , d e p o leo , d e n e p e ta y d e p u e rro so rb id o s co n m iel, cosas to d as ellas q u e se to m a n sim p le m e n te d e las plantas.

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la yerba astrágalo le dicen garbanzo silvestre; nace en lugar de vientos y su flor es encarnada; se mezcla con orina para ablandar los sabañones. El paliuro es fruta ber­ meja, muy indigesta y fría, a la que no se conoce otra bon­ dad que la que avala Dioscórides. El eneldo lo hay hortense y salvaje; cocido, acrecienta la leche, aprieta el excremento, consume la esperma, mueve regüeldos y mitiga torcijones, además de provocar sueño; en emplasto, m adura las hin­ chazones crudas y restriñe las llagas húmedas de las partes deshonestas; también, con aceite rosado, la raíz sirve a las ri­ jas de los lacrimales, pero cuando es apostema blanda en el vitreo, ha de añadirse el agua de cocer agallas de ciprés. El hinojo, que se parece mucho al eneldo, es a su vez horten­ se y silvestre; con agua fría, quita el hastío y el ardor inter­ no; hervido, saca las nubes de los ojos y libera la orina. Las serpientes que con el invierno han envejecido en su piel y 202

perdido la vista, m udan la camisa y restauran las pupilas sir­ viéndose del hinojo de marzo. e los an im ales tam b ién algunas p artes p u e d e n adiL J f m in istrarse co n pro v ech o ; así, los c ereb ro s de los gallos, el cuajo d e la liebre, o dos onzas d e castóreo. Se di­ ce q u e los co m p añ o n es d el galápago m a rin o so n saluda­ bles. Se c u e n ta tam b ién e n tre los rem ed io s útiles a este p ro p ó sito la co m ad reja en cecin ad a, a la q u e co n v ien e p ri­ m e ro sacarle las tripas y, d esp u és d e h e c h a pedazos, ech arla e n ad o b o y secarla. D e ésta se d a rá n do s dracm as. D ijim os, p u es, h asta aq u í, d e los rem ed io s sim ples, ad em ás d e los cuales conviene, c o n tra las m o rd e d u ra s d e fieras, p u rg a r el v ien tre y p ro v o car su d o r y g ran can tid ad d e orin a. P ero hay tam b ién ciertos brebajes com puestos q u e son ten id o s p o r saludables, co m o es aq u el q u e reci­ b e d el o p io y d e la m irra, d e cad a cosa un ó b o lo , y d e la p im ie n ta dos dracm as, y se ad m in istra en la can tid ad d e u n h ab a egipcia. M ájanse tam b ién p artes iguales d e si­ m ien te d e ru d a , d e nigela, d e co m in o etió p ico , d e gálban o y d e aristo lo q u ia, y d esp u és d e b ie n am asadas co n zu­ m o d e o ru g a, se fo rm a n pastillas q u e p e se n h asta u n a d racm a, d e las cuales d arem o s u n a p o r vez co n m ed ia co­ tila d e vino.

E

l óbolo es la sexta parte de la dracma. El haba egipcia, medida que trae aquí a cuento Dioscórides cuando bien pudo decir que se administrase dracma y media del pre­ parado, es también nom bre de un fruto que engendra ven­ tosidades y malos sueños, y sirve, además, para llamar a las almas de los difuntos. La cotila vale nueve onzas. 203

espués de haber discurrido Dioscórides por todas aquellas 1L J' señales que suelen sobrevenir a las mordeduras de las fie­ ras emponzoñadas o engendrarse juntamente con ellas, quiso en este capítulo comprender los remedios comunes y generales que debemos usar curándolas, para lo que conviene considerar que así como de los venenos que tomados por la boca despachan, unos son más agudos y malignos que otros, ni más ni menos, de las ponzoñas que derraman por nuestros cuerpos las fieras, unas tienen más fuerza que otras, y con mayor presteza matan. Esta diferencia procede no sólo de la diversidad que entre los anima­ les virulentos existe, sino también de las constituciones del tiem­ po, y tanto de las disposiciones de las fieras que muerden como de las de los cuerpos que son mordidos, visto que no siempre la ponzoña de un mismo animal hace los mismos daños. Porque, si bien miramos, en el estío son más peligrosas que en el invier­ no estas fieras, entre las cuales la hembra, la de mediana edad, la enjuta, la criada en lugares calientes, ásperos y salobres, la fatigada de hambre y sed y la irritada o herida, cada una en su especie, es tenida por más maligna y mortífera que la novecica o ya vieja, que la gorda en extremo, que la que se crió en regiones muy frías o húmedas, que la harta y rellena y, finalmente, que la no molestada de nadie. Con estas condiciones del tiempo y del enconado animal, si se juntase también la flaqueza o mala com­ plexión del cuerpo mordido, con abierta latitud de venas y arte­ rias (lo cual hace no poco al caso para la distribución del vene­ no), concurrirían todas las ocasiones que suelen acrecentar la fuerza de la ponzoña y acelerar sus malignos efectos. Es opinión común que todos los venenos de las serpientes en extremo grado son fríos y que con su frialdad excesiva matan; lo cual yo pongo en duda, porque si todas las ponzoñas defieras fuesen naturalmente frías, no engendrarían dolores tan crueles e intolerables como algunas de ellas engendran, ni encenderían ardentísimas fiebres, ni se distribuirían con tanta celeridad por las venas, como consta se distribuyen, visto que suelen las cau­ sas frías producir efectos contrarios a éstos. Y así me persuado 204

que en las más de ellas predomina un calor vehemente, por vir­ tud del cual engendran inexpugnable sed, corroen y se mueven por el cuerpo a manera de ardientes rayos.

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uelven una y otra vez Dioscórides y Laguna a disputar sobre las serpientes y en ello no debe verse causa ma­ niática, sino espejo del odio y el miedo que m edia entre los hom bres y estos animales desde que se encontraron sobre la tierra. Los libros sagrados hablan ya del encono que se tienen; Apolodoro relata la creencia cretense de que las serpientes poseen la yerba de la inm ortalidad, lo cual se empareja con las promesas que hace a Eva la bicha del Gé­ nesis. Por otros lados viene también la enemistad, y es que los varones, siglo tras siglo, han pensado que las serpientes ambicionaban la virginidad de sus hermanas y también que los hacían cornudos, como se puede leer en el Libro Cuar­ to de los Macabeos y en el Talmud, en el cual llega a aconse­ jarse que las mujeres copulen con su esposo delante de la serpiente para que ésta se desengañe. olviendo a la curación, el chupar las mordeduras de fie­ ras es tenido por remedio necesario y solemne, mas con­ viene que el que haya de hacer este oficio no tenga llaga en la bo­ ca, y que, en chupando, escupa luego el veneno, el cual es de tal condición y naturaleza que, en llegando a cualquiera de las par­ tes desnudas de cuero o deteniéndose sobre las muy tiernas y de­ licadas, las inficiona y corrompe. A esta causa, vendrá bien que se enjuaguen la boca muy a menudo con vino, aunque sería me­ jor aplicar a la mordedura el sieso de algún gallo viejo, que por librar de la muerte a uno meter a otro en peligro y ocuparle en una cosa tan sucia. Mas como se tengan ya en tan poco a sí mis­ mos los hombres y se haga tanto caudal del dinero, se halla a ca­ da paso quien, echada atrás la vergüenza, se ponga a todo ries­

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go, chupe cualquier llaga hedionda y lama, si menesterfuere, las almorranas por una vil gananzuela. Sobre estas heridas se pueden aplicar gallos o palominos o perrillos abiertos por los lomos súbitamente, los cuales, con su ca­ lor natural, atraen bravamente el veneno. También los pulmones de cualquier animal, aplicados calientes y vaheando, suelen ser admirables por la gran facultad de atraer que tienen, al ser muy esponjosos. Las ventosas pueden administrarse para sacar afue­ ra el veneno, pero antes conviene sajar la parte mordida. Sirven al mismo fin y con feliz suceso, aplicadas, las sanguijuelas. En cuanto a los remedios que en tales casos se dan por la boca, no hay ninguno que se iguale con la perfecta triaca. Admirable es también contra toda mordedura defiera mor­ tífera la quintaesencia del diligentísimo Mathiolo y el aceite de escorpiones que procura el mismo. Se usa con provecho el em­ plasto de cal viva y de ceniza de laurel, incorporadas con aceite laurino. Se aprueban las raíces frescas del eléboro negro metidas dentro de la herida emponzoñada. Hay así mismo gran eficacia en las raíces del lino, del asfódelo, del ala, del pan porcino, de la íride y en todas las materias que, aplicadas en forma de em­ plasto, muestran virtud atractiva. Se incorporan algunas veces con ellas ciertas gomas apropiadas al mismo efecto, como son el gálbano, el serapino, el bdelio, el opopónaco, el benjuí, el estora­ que y la goma armoniaca. Entre las cosas bebidas o comidas, se da gran crédito a la carne del erizo terrestre, al cuajo de la liebre y del perro, a la sangre de la tortuga marina y al vergajo del cier­ vo, seco y pulverizado, aunque como ya tengo dicho, la triaca, preparada fielmente, sobre todos los otros remedios tiene prerro­ gativa. De su bondad se puede hacer la prueba en un gallo, ha­ ciéndole tragar primero una dracma de ella y procurando des­ pués que alguna mortífera serpiente le muerda. Siendo la triaca dispensada como conviene, resistirá el animal valerosamente al veneno, mas habiéndose cometido en su composición algún ye­ rro, pronto se dará por vencido y muerto. 206

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l cabo ya de mi trabajo, me pesa no haber ido a la pro­ fundidad de los libros de Piero A ndrea M athiolo, mé­ dico en Siena y en Trento, porque sus com entarios de Dioscórides no se acobardan, al parecer, ante los de Lagu­ na. Pero ya no es tiempo. Su quintaesencia es destilación m últiple de la simiente del beleño cogida verde; el aceite de escorpiones se logra m acerando el animal en óleo, y tie­ ne la misma virtud que el eléboro blanco: tocando suave­ m ente con él cualquiera otro alacrán m uerto, resucita en una hora. El laurino se logra exprim iendo bayas frescas de laurel; vale en las pasiones de los nervios y en las indispo­ siciones frías. Los asfódelos son gamones; los hay macho y hem bra, y la hem bra, que es la más fuerte, tiene las flores moradas; el cocim iento es bueno para los tísicos, y los bul­ bos sanan las llagas negras de las piernas. El ala, que algu­ nos llaman helenio, nace en terrenos sombríos y su flor es amarga; hace olvidar la tristeza y ahuyenta los ratones; tam bién provoca la orina. El serapino es goma de la cañaheja. El bdelio, árbol arábigo, deshace las hernias acuosas y reduce las ventosidades vagabundas. La goma arm oniaca o ammoniaco, se trae de Libia, donde estuvo el tem plo de Ammon; mitiga la ciática y el asma; es saludable para las cámaras del cerebro y los forúnculos de los sobacos.

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ubo en el Helesponto antiguamente ciertos linajes de hom­ bres, llamados ophiogenes, que familiarmente conversa­ ban con las serpientes y sin peligro alguno las maneaban, algu­ nos de los cuales tenían tanta virtud y fuerza que, tocándolas con las manos o echándolas un poco de su saliva, sanaban las mordeduras de cualquier animal por enconado que fuese. En África prevalecieron algún tiempo los psylios, tan contrarios y enemigos por propiedad natural a las malignas serpientes, que con sólo su olor las adormecían en un gravísimo sueño y las ma­ taban. Estos, en naciéndoles un hijo, lo ponían delante de la 207

más cruel y enconada fiera que hallaban, para conocer la casti­ dad, fe y lealtad de sus consortes y compañeras, por cuanto que de los bastardos y concebidos en adulterio ni se huían ni recibían daño alguno las venenosas serpientes, y sí de los nacidos de le­ gítimo matrimonio. Semejantes a éstos reinaron en Italia los marsos, los cuales, según es fama, procedieron de un hijo de la he­ chicera Circe, de donde les quedó una cierta facultad y virtud contraria a la de las fieras emponzoñadas, la cual se halla tam­ bién en la saliva de cualquier hombre en ayunas.

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e los psylios se sabe tam bién que escupiendo en las m ordeduras calman el dolor de los hom bres. De los marsos, que lograban curación metiéndose con el herido de la serpiente en la cama y haciendo sudar juntos los cuer­ pos.

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e los marsos manaron esos embaidores que llamándose des­ cendientes del apóstol san Pablo y atribuyéndose la misma virtud que él tuvo, hacen mil embustes con víboras y culebras por las plazas de Roma, para, con sutileza y engaño, robar al pobre pueblo su hacienda. Estos suelen cazar las víboras al fin del in­ vierno, porque entonces no reina en ellas tanta ponzoña, y para estar más asegurados de ellas, se untan las manos con el cerebro de la liebre, o con el zumo de la taragoncia, o con el aceite lau­ rino, porque, untados con alguna de estas cosas, no pueden ser mordidos o, si lo fueran, no recibirán gran daño. Tomadas con esta industria las fieras, les echan encima de la cabeza un poco de saliva en ayunas, lo cual las mortifica no poco y les quita gran parte de su fuerza. No contentos con esto, cuando, en gran concurso de todo el pueblo romano, quieren hacerse morder de al­ guna de ellas para vender después su admirable triaca (de la cual no debemos guardamos menos que de las mismas víboras), antes del espectáculo las ceban en un pedazo de carne cruda, pa­ 208

ra que, mientras muerden en ella, se les rompan las vejiguillas en que está encubierto el veneno (las cuales ellos mismos alguna vez suelen cortar con tijeras y así desfleman toda la materia). He­ chas estas diligencias, encomendándose a Dios (en el cual no creen) e implorando el socorro de su divina triaca, se aplican al pecho o al brazo aquel animal flaco y despojado de su natural ponzoña, y después de haber sido ligeramente mordidos de él, fin ­ giendo grandes desmayos se friegan la mordedura con algún aceite o ungüento que tenga facultad de atraer el veneno afue­ ra (si alguno quedó en el cuero) y bebiéndose aquel remedio que tienen preparado, se muestran salvos y enteros, no sin grandísi­ ma exclamación suya y admiración del pueblo inocente, el cual, luego, a gran furia y como a perdón herido, compra la dicha tria­ ca como su salvación.

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a taragoncia es dragontea, que también llaman ser­ pentaria; nace por los setos y la hay mayor y menor; su fruto, que tiene el color del azafrán, ha de secarse a la som­ bra; suelda las fístulas y repara las nubes de los ojos; tam­ bién consume los pólipos y el cáncer de las narices. eina tan grande odio y enemistad entre estos charlatanes pestíferos que, muchas veces, viniendo en pública compe­ tencia, se aplican unos a otros las más fieras y emponzoñadas serpientes que hallan, para que pueda entender el pueblo cuáles de ellos tengan más valerosos remedios, y alguna vez acontece que no pudiéndose valer los desventurados por ser potentísima la ponzoña y el antídoto del almacén muy débil, caigan muer­ tos del banco abajo. El primer año que llegué a Roma vi dos marsos de éstos, los cuales, contendiendo sobre cuál tenía más probados remedios contra todo género de serpientes, vinieron a desafio, el cual se ordenó de manera que cada uno de ellos apli­ case una enconada víbora sobre la tetilla izquierda de su ad209

versarlo, y después se curasen entrambos, cada cual con su pro­ pio remedio, y no pudiendo valerse el uno, pidiese luego socorro al otro rindiéndosele. Aconteció que hinchándose entrambos no­ tablemente en siendo heridos, y parándose de color de plomo, el más práctico de ellos volvió presto en sí con un cierto aceite que se echó por la boca y se aplicó a la parte mordida, y el otro, por no quererse rendir, murió en su obstinación, aun rogándole el adversario que se dejase ayudar. No muchos años después, ha­ biéndose retraído un charlatán de éstos al palacio del ilustrísimo y reverendísimo Cardenal Mendoza, le rogué que delante de su señoría reverendísima hiciese alguna prueba notable de sus serpientes. Por satisfacer mis ruegos, aplicó una muy enconada víbora a la lengua de un perrillo pequeño, el cual, súbito, en siendo mordido, se hinchó como una bota, y feneció sin poder más gañir. Tras lo cual se aplicó la misma serpiente a la tetilla izquierda y se hizo una mordedura ligera, aunque muy dene­ grida, la cual se curó luego con cierto ungüentillo verde que me pareció ser el aceite laurino. Este ejemplo servirá para confirmar lo que ya declaramos: que toda la ponzoña de aquella fiera se embebió en la lengua del gozque y quedó la víbora sin facultad. Queriendo yo persuadir al tacaño que se aplicase otra víbora de refresco a su propia lengua y después se curase, me dijo que no paría más su madre. Se dan también ciertos saludadores que prometen sanar con palabras todas las mordeduras de las serpientes y embotar la ma­ lignidad de las fieras. A éstos, si fuesen de vida ejemplar o relu­ ciese en ellos una mínima centella de religiosas costumbres, cree­ ría yo haberles sido dada par Dios tal fuerza contra las humanas enfermedades, cual fue concedida a muchos santos varones de los cuales quiso usar nuestro Redentor como de aptísimos instru­ mentos. Mas, como sean la hez del mundo y todo género de mal­ dad se aposente en ellos, no puedo en alguna manera dar crédito a sus encantos ni persuadirme de que tengan vigor. Me acuerdo que en Salamanca, siendo yo allí pupilo, un día de san Juan, ca­ si a boca de noche, cuando todos ya desamparaban la fiesta, sol­ 210

taron de improviso un toro muy bravo. Me hallaba yo en medio de la plaza junto a un saludador patituerto, el cual, viendo su peligro y mi miedo y sacando de flaqueza coraje, me dijo que no temiese porque a él le bastaba el ánimo de encantar la fiera y sa­ carme en paz a salvo. Por donde, yo asegurado de sus palabras, me puse todavía cuatro pasos tras él, tomándole por escudo, has­ ta ver en qué paraba el misterio, por cuanto ya no había orden de huir. Mas el torillo, que no se daba nada por palabras ni encan­ tos, porque sin duda debía de ser luterano, embistió luego con su merced y le dio dos o tres vueltas bien dadas, y así, el desventura­ do que pensaba socorrer a los otros quedó medio muerto y estirado en el corro, aunque a mí me cumplió la promesa, porque mientras él andaba en los cuernos me acogí más que a paso y me puse en cobro, gracias a mis desenvueltos pies, que dejaban de com ry vo­ laban. De allí en adelante, ninguna fe di a semeja n les burlado­ res, aunque en esto y en lo demás me remito al sano panrer de la Santa Iglesia que los consiente.

Fin rocuró siempre la naturaleza que no hubiese cosa tan ma­ ligna y dañosa contra cuyos insultos no se hallase algún eficaz presidio, y pluguiera a Dios Todopoderoso que así como nos fortaleció de muchos y valerosos remedios contra las injurias de las serpientes mortíferas, nos concediera alguno por medio del cual nos pudiéramos defender de la fiera doméstica y familiar, mucho más virulenta que todas, quiero decir del hombre, de cu­ ya viperina lengua, a veces sin ser sentida, se derrama una pon­ zoña tan peligrosa y mortal que ni el metridato ni la triaca per­ fecta bastan para remediar sus daños. De estos enconados alacranes y basiliscos que no nacieron sino para morder y sembrar veneno, pienso que no faltarán al­ 211

gunos que calumnien y motejen esta honesta fatiga sobre Dioscórides, aunque en ello me ofenderán muy poco, hallándome ar­ mado y apercibido de inexpugnable paciencia, la cual, contra las serpentinas lenguas de detractores y maldicientes, es singular an­ tídoto y no se puede hallar comadreja que lo iguale. Del resto, no me queda decir otra cosa sino amonestar a los lectores cándidos y benévolos que si en todo este discurso nuestro hallasen algo no tan bien tratado como fuera de razón, lo atribuyan a natural flaqueza, y de lo que fuere bien discutido den la gloria, el honor y las gracias al Omnipotente Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, del cual manan toda virtud y toda industria.

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SIRUELA/BOLSILLO

1. EMPRESAS Y TRIBULACIONES DE MAQROLL EL GAVIERO (vol. I)

13. LAS CIUDADES INVISIBLES Italo Calvino

2. EMPRESAS Y TRIBULACIONES DE MAQROLL EL GAVIERO (vol. II)

14. MEMORIA DEL MUNDO Y OTRAS COSMICÓMICAS Italo Calvino

3. EL VIZCONDE DEMEDIADO Italo C alvino

15. EL CASTILLO DE LOS DESTINOS CRUZADOS Italo Calvino

4. EL BARÓN RAMPANTE

16. EL LEOPARDO DE IAS NIEVES Pcter M aüliicsscn

5. EL CABALLERO INEXISTENTE

17. 1791: El. ULTIMO AÑO DE MO/.ART II. C. Kohhlns I.andón

Alvaro Mutis Alvaro Mutis

Italo Calvino Italo Calvino

6.

SI UNA NOCHE DE INVIERNO UN VIAJERO

Italo Calvino

7. EL DESVÍO A SANTIAGO Cees Nooteboom 8. EL CONDE LUNA

Alexander Lernet-Holenia

9. OBRA COMPLETA

Bruno Schulz

10. SEIS PROPUESTAS PARA EL PRÓXIMO MILENIO

Italo Calvino

18

. CUENTOS FANTÁSTICOS DEL XIX (vol. D

¡{(lición de Halo ('.alvino

19. CUENTOS FANTÁSTICOS DEL XIX (vol. ID

/{(lición de ¡talo Calvino

20. CUENTOS ÚNICOS

lidición de Javier Marías

21. OTRA VUELTA DE TUERCA Ilenry James

22. MEMORIAS DE ABAJO Leonora Carrlngton

Prólogo de Fernando Savater

11. LA MUJER DE LA ARENA

23. LA PERU Yukio Mishlma

12. LA COFRADÍA DE LOS CELESTINOS

24. CORAZÓN DOBLE Marcel Schwob

Kobo Abe

Stefano Benni

25. VIDAS ESCRITAS Javier Marías

26. ELXANGÔDEBAKERSTREET Jô Soares 27. LAEVAFANTÂSTICA Ediciôn deJuan Antonio Molina Foix 28. CUENTOSDEFANTASMAS M. R. James 29. LACONDESASANGRIENTA Valentine Penrose

30. CUENTOSDEHORROR E. A. Poe, N. Hawthorne, F.-J. O’Brien, J. S. Le Fanu, G. de Maupassant, F. M. Crawford, A. Blerce 31. LIBRODELOSVENENOS Antonio Gamoneda

I.S.B.N.: 84-7844-346-0 Dcpôsito legal: M-5424-1997 Impreso en Lettergraf S. A.