Antonio Estrada - La Sed Junto Al Rio

La sed junto al río Antonio Estrada Muñoz Autores del 450 | No. 2 est e libro se r e a li z ó con a poyo del est ímulo

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La sed junto al río Antonio Estrada Muñoz Autores del 450 | No. 2

est e libro se r e a li z ó con a poyo del est ímulo a l a producción de libros der i va do del a rt iculo t r a nsi t or io cua dr agésimo segundo del pr esupuest o de egr esos de l a feder ación 2012.

Primera edición en Jus: 1967 Primera edición en la Colección Autores del 450 - Instituto de Cultura del Estado de Durango: 2013 Producción: Instituto de Cultura del Estado de Durango, a cargo de: Cuidado de la Colección: Leopoldo Santana Romero Ilustración de portada: Yolanda Montes de la Torre ¦ [email protected] Diseño de la Colección: Claudia Marcela Román Avitia ¦ [email protected]

© Flor Estrada Barraza y Antonio Avitia Hernández, por estudio preliminar

D.R. © Instituto de Cultura del Estado de Durango. 2013 Cerro de la Cruz 122. Fracc. Lomas del Guadiana, 34110, Durango, Dgo.

ISBN de la obra: 978 607-7820-75-8 ISBN de la colección: 978 607-7820-73-4

Impreso y hecho en México

El Instituto de Cultura del Estado de Durango realizó las búsquedas correspondientes ante el Instituto Nacional de Derechos de autor y en la Sociedad General de Escritores de México, a fin de localizar a los titulares de los derechos patrimoniales del autor. Desafortunadamente, no se encontraron antecedentes, no obstante esto, el Instituto de Cultura del Estado de Durango, deja a salvo los derechos patrimoniales del autor, comprometiéndose a llevar a cabo el instrumento jurídico con quien demuestre fehacientemente poseer la titularidad de dichos derechos.

La sed junto al río Antonio Estrada

La sed junto al río Antonio Estrada

Rafael Tovar y de Teresa Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

María Cristina García Cepeda Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes

Stasia de la Garza Coordinadora Nacional de Literatura

Jorge Herrera Caldera Gobernador Constitucional del Estado de Durango

Rubén Ontiveros Rentería Director General del Instituto de Cultura del Estado de Durango

Cecilia Sofía Piña Salas Secretaria Técnica

Leopoldo Santana Romero Director de Planeación

María de los Ángeles Rodríguez Favela Directora de Administración y Finanzas

Estudio preliminar

Flor Estrada Barraza Antonio Avitia Hernández

Nuestro Pa dre Jesús-Lilith: desa fío por l a resignación

A

guas abajo de Huazamota, todavía en el estado de Durango y cerca de Nayarit, con una pobla­ción aproximada de 75 habitantes, se encuentra Tepetates junto al río Verde; ahí los Muñiz son la fa­milia principal desde que la memoria alcanza.1 Hay otro Tepetates, el de La sed junto al río, éste más que pueblo es una isla. Como toda isla, está rodeada de un material que la convierte en soledad. Junto a Tepetates pasa el río San Lucas, vivo por el fluir de las aguas que nacen en las alturas de la Sierra Madre Occidental. La mayor parte del tiempo es bondadoso y colma de felicidad a los habitantes; otras veces es anodino y tacaño: su indiferencia contrasta con la desesperación de los moribundos. Algunos años, cada veinticinco, la lluvia se excede como si el agua fuese enviada desde el cielo para cumplir su mandato; es entonces cuando el San Lucas bufa y se encabrita sin saberse hasta dónde puede llegar su odio. ¡Pobre Tepetates! ¡Qué poco le importa tu sed al río! Tepetate es una palabra de origen náhuatl que significa «estera de piedra», según el diccionario de mexicanismos. Es una tierra que absorbe gran cantidad de agua sin llegar a ser fértil; en cambio, cuando el agua se va, endurece como piedra. Tepetate es el suelo de donde Estrada modela los personajes de La sed junto al río, quienes viven encorralados en su isla de sed. El tepetate es de origen volcánico, por lo tanto es material que al ser expulsado del centro de la tierra torna piedra de migración y de exilio. De igual manera, los hombres y mujeres tepetateños provienen del exilio ya que descienden de «las gentes más desheredadas de los confines entre Durango, Jalisco y Nayarit». Los Ramos, del bando cristero, hijos de español venido a menos, llegaron de Súchil; los Ledesma también criollos, de Acaponeta.2 Mucho después llegaron los 1. Juan Pablo Cárdenas Ortiz, entrevista personal con Flor Estrada, 16 diciembre 2012. El Sr. Juan Pablo Escalante Ortiz es habitante de Huazamota. 2. Antonio Estrada, La sed junto al río, México, iced -in b a , 2013, p. 62 [Jus, 1967, p. 19]

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Núñez de Mezquitic y se aliaron con los ganadores de la Guerra Cristera, son los gobiernistas.3 Ésta es la tierra que llegó a la isla, en medio de la Sierra, que es Tepetates. Formados de lava y ceniza volcánica, los tepetateños se hacen hombres cuando dan muestra de su violencia. «Estrenarse en la hombría» es usar una daga, una .22 o una .45 en el ajuste de cuentas de las deudas de sangre. La memoria persiste en guardar el recuento del daño; por esta razón, si se considera que la historia se empeña en vencer el olvido, la historia de Tepetates es la historia del rencor que deviene muerte. Por eso, a pesar del origen criollo, la de Tepetates es «gente prieta de todo a todo». El tepetate es blanco, su sino, negro: la infertilidad y la muerte. Encerrado en sí mismo, no hay posibilidades de renovación y la endogamia cierne sobre la comunidad el peligro de la enfermedad y la tara. Los lazos de familia, paradójicamente, se convierten en abismos de soledad. El amor convertido en imposibilidad como en Clodoaldo, que por ser primo de Cecilia, va «triste por ser un abajeño más: un hombre marcado por el sino de haber tan pocas sangres, allí en cañón tan grande. […] Cómo quisiera romper ese hilo de sangres que tanto nos junta, pero que también nos tiene tan lejos».4 Así, Clodoaldo y Cecilia que desde pequeños estuvieron juntos y tuvieron como resultado el amor de juventud, sufren por eso mismo, la imposibilidad de su realización amorosa. La historia del rencor no necesita escritura: en La sed junto al río se expulsó al maestro de escuela, y sólo queda la pequeña labor alfabetizadora del Sr. Escalante. En la novela sólo hay una peque­ ña evidencia de la palabra escrita: la carta que Efrén envía a Cecilia. Pero la joven responde sin una letra ya que envía de regreso la misma carta. La carta devuelta exactamente como se leyó es el mensaje. La negación de la escritura es un signo, de este modo se vuelve palabra gestual que expresa claramente la respuesta de Cecilia: su negativa y su desprecio. Así se muestra que Cecilia, al igual que los tepetateños, tiene formas de expresión muy eficientes: la gestualidad y la oralidad. Antonio Estrada recoge en esta novela, como en el resto de su narrativa, a la oralidad –el refranero 3. Idem., p. 64 [Jus, 1967, p. 23] 4. Idem., p. 97 [Jus, 1967, p. 72]

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local, las oraciones religiosas, los corridos o mañanitas y los chismes– como una forma de comunicación notablemente efectiva y que funciona como la expresión literaria de la comunidad. Así es como Estrada describe el alboroto de las mujeres por conocer los detalles que rodean el regreso de Cecilia y de Efrén: También para admirar el vestido de novia y saber lo demás de la aventura… ¡Tanta importancia tienen allí sucesos de tal monta! Como en los pueblos de buenas comunicaciones mucho dan de qué hablar los hechos de la política nacional o mundial. Se parecen todos por las novedades y nadie conoce más periódicos que Madrina Nico, Onofre el Torcido y, a veces, también Hortensia, la Trapichera.5 Es evidente cómo el autor incide con sutil ironía, en la esencia de las noticias que interesan a esta pequeña sociedad serrana ajena al transcurrir histórico del resto del mundo. La música es parte de esa oralidad y la forma esencial en que se cuentan los sucedidos y se preserva la memoria. Los músicos con acordeón y guitarra, sentados frente a la fogata o montados en sus caballos, cantan las canciones y «mañanitas» de esas regiones. De esta manera, es por la canción que llega desde la calle y que cantan el Comino y su runfla, que Cecilia se entera que Efrén dejó herido a su primo Clodoaldo, al momento del rapto: Siempre fue Clodoaldo Ramos un abajeño de ley. Efrén Núñez a la mala lo quiso entonces perder. Lo que duele es ese hecho que aquí nunca antes se dio: que el robador de una polla hiriera a su seguidor.6

5. Idem., p. 140 [Jus, 1967, p 130] 6. Idem., p. 144 [Jus, 1967, p. 130]

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Como ya se había mencionado anteriormente, En La sed junto al río los personajes también hablan por sus gestos. Dos carcajadas que no dicen lo mismo, aun cuando lo emite la misma Cecilia, an­ te el mismo Efrén, en idéntico lugar y con una pequeña diferencia de tiempo en que las circunstancias cambiaron. Las connotaciones, entonces, son diferentes en cada caso: Ella se echa a carcajear a todo vuelo, como lo había hecho siempre al cabo de alguna mala pasada de viejas travesuras.7 Ahora sí ha escapado, sin parar su catarata de risa hiriente […] clarito oye (Efrén) que en los tajos se retachan las risotadas de la muchacha. Es como un cacareo que se va perdiendo por todo el caño de aguas mustias…8 Cecilia pasa de una risa infantil, ingenua y festiva a la carcajada irónica, despectiva y lacerante ante la declaración de amor de Efrén, con la que han perdido la niñez y con ella la amistad. Estas dos risas marcan el tránsito de la ingenuidad infantil a la adultez con todas sus deudas y herencias, entre ellas el rencor. La gestualidad así representada manifiesta la presencia de un cuerpo que percibe sobre sí mismo los efectos de su mundo, por lo que responde mediante la afectación corporal en la expresión de un sentimiento o pensamiento. Los ojos entrecerrados, la punta del chal en la boca, la cara vuelta al suelo mientras camina, son ejemplos de dicha expresión corporal que denotan respectivamente: duda o recelos, timidez y modestia, y la semiinconsciencia de un hombre ebrio caminando. Todo esto recuerda que, seguramente, es el gesto la primera lectura que hace el ser humano desde el principio de su tiempo. El tiempo en Tepetates es el de la distancia casi infranqueable o la superada al precio de sufrimientos y riesgos mortales. Es el que somete al hombre y lo aprisiona en un círculo que encierra sobre sí todos los sucesos, todas las formas, todos los seres, todos 7. Idem., p. 70 [Jus, 1967, p. 33] 8. Idem., p. 70 [Jus, 1967, p. 33]

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los cambios: el tiempo en La sed junto al río transcurre repetitivo y cíclico. Prisionero del eterno retorno, condenado a repetir su historia, Tepetates no lucha contra los sucesos, tampoco los transforma, ni huye de ellos, por lo tanto permanece fiel a sus símbolos: Pero es gente amasada con demasiados barros negros… Sólo saben decir, tragando lástimas: –Ya era tiempo de otro diluvio. Madrina Nico predica, de familia en familia, mientras consuela: «No queda más que hincarnos, pedir a Diosito que ya calme su enojo. Rogarle su perdón. Prometerle que ya nos portaremos como cristianos de veras».9 Al final de la catástrofe está la obligación de aceptar el sufrimiento, porque es la manera de permanecer en el mismo lugar, escondido de todo cambio, retomando el mismo signo: resignándo­se. Alienados del futuro, los tepetateños, carecen de potencia transformadora, es la sujeción a la ley. Sus costumbres se repiten, por lo que no cambian ni la festiva pesca de camarón, ni la demostración de gallardía de las charreadas ni la sabiduría gozosa de la recolección de pitayas. Tepetates, sometido al tiempo que siempre ha de regresar, es sujeto de la misma historia, la repite. Por eso no se opone, tampoco, al dominio de los Núñez, quienes controlan políticamente el Cañón de Tepetates y violentan la ley de la hombría y la valentía. El caudal económico de la resignación religiosa se trasmuta en re­ signación política. Triste destino en La sed junto al río, triste destino de México. Estrada, en su novela relata la vida social, religiosa y política, «el alma popular» de un pueblo perdido en el fondo de la Sierra. Es indudable que parece describir con mucha asertividad las características políticas de los mexicanos. Entre ellas, laaceptación de los cacicazgos políticos locales y nacionales, su poca participación en la esfera de lo político porque «al cabo todos son iguales», la mirada dirigida al control social de la vida privada de los ciudadanos y una actitud de ignorancia y apatía respecto de las leyes y la vida pública. 9. Idem., p.170 [Jus, 1967, p. 170]

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Tepetates es también un espacio sometido a la costumbre y la tradición, por lo tanto está inserta en el tiempo del retorno. Este regresar de la historia hace que el presente sea un instante en medio de un pasado y un futuro designado anticipadamente. Por eso, los signos del futuro están en el pasado que se va gestando presente. Los augurios son letra por descifrar en los sucesos presentes y se conciben como revelación de la realidad que está por aconte­cer. La divinidad, con su bagaje de profecías se realiza en el tiempo cí­clico. Ya que la divinidad marca los signos, el tiempo de lo sa­ grado es tiempo mítico. Dios se manifiesta en el cumplimiento de las pro­fecías, como muestra Mircea Eliade (2005) en su estudio sobre las religiones y los mitos. Los signos divinos, eternos y resis­ tentes, están allí para ser leídos por quien pueda interpretarlos. Es la función de las profecías en Tepetates: «ya era tiempo de otro diluvio» como restauración de la promesa de eterno retorno y el consiguiente influjo en la vida de sus habitantes. La divinidad se inserta en la historia al manifestarse en un tiempo y un espacio elegidos. Tepetates es «el infiernillo de México» y «pueblo del demonio». Paradójicamente, es también un templo, la casa de Dios. Lugar donde recibe a la mesa a sus invitados: los elegidos. De esta manera, Dios señala su predilección hacia los tepetateños al presentarse físicamente. Él llegó como ocurre todo lo divino, «milagrosamente». Llegó de acuerdo a la idiosincrasia de sus creyentes en la única forma en que llegan las noticias y las cosas de fuera, sobre mula de arriero. El Divino Nazareno llegó de Súchil como los Ramos para ser un miembro de esa familia de cristeros: Ni una palabra pueden balbucir cuando, con el mayor cuidado y devoción, Isidro [Ramos] descubre la imagen y la toma en sus manos temblorosas, humildes. Como un hijo más que le acabara de dar Leovigilda. Como el undécimo de sus hijos.10

10. Idem., p. 61 [Jus, 1967, p. 18]

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Dios llegó a su casa de Tepetates, el milagro ha iniciado y se cumple el tiempo de lo eterno y del pensamiento mítico. De esta manera, el narrador de La sed junto al río, un habitante más de Tepetates, no se asume personaje-testigo, sin embargo, conoce los sucesos de la historia desde muy cerca. Es un narrador que se cuida bien de no emitir un juicio moral ni introducir su opinión. En cambio, coloca alguna palabra cuyo significado puede tomar dos sentidos. Por un lado hace que el suceso sea referido tal y como los personajes de la historia lo aceptan en su sentido literal; pero también señala un segundo sentido en el cual se enuncia una ficción que quiere aparecer como realidad: «Vamos a hacerle un nicho a nuestro Padre Jesús. Que se sienta más protegido, mejor tratado por los tepetateños –inventó por su parte Nicomedes, días después».11 En este caso, el uso de la palabra «inventó», relaciona­do con el pri­ mer enunciado, tiene un sentido de ocurrencia, de aportar ideas nuevas. Esta acepción es muy usada en el medio rural. Así, puede interpretarse como que a Nicomedes se le ocurrió la idea de hacer un nicho. El segundo significado de la palabra inventó, en el sentido de mentir o engañar, se relaciona con el sentimiento del Padre Jesús, ya que Nicomedes se atribuye el saber del sentimiento de desprotección de éste. Dicha atribución carece de realidad y tiene una intención de dirigir las emociones y actitudes del pueblo, por parte de la beata, hacia la culpa. Es el uso ambiguo de las palabras, que Antonio Estrada utiliza para mostrar dos niveles de realidad: una evidente, textual, es un decir (Hay que hacerle un nicho de piedra). La otra como construcción simbólica, aportando significados no evidentes, es un querer decir (Se siente desprotegido y mal tratado por los tepetateños). Estas aclaraciones ponen una distancia entre los sucesos ocurridos en Tepetates y el lector. Tal vez los tepetateños inmersos en su propia historia, no alcanzan a percibir el trabajo de representación de la realidad que se lleva a efecto en la escultura del Jesús Nazareno; pero el narrador sí, y hace estas marcas narrativas al lector como receptor crítico del discurso religioso. Las acotaciones del narrador marcan la diferencia entre el suceso religioso consu­ 11. Idem., p.65 [Jus, 1967, p. 24]

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mido como tal y el hecho de la construcción de un símbolo. El lector asiste no a un acto didáctico religioso, sino ante los mecanismos de acción y edificación del material simbólico que constituye el fenómeno del milagro religioso. Como ya se explicó un poco antes, a Tepetates, en un día perdi­ do en la memoria de los tiempos, llegó una escultura de madera pintada, representando un Cristo en que fue preso, golpeado y humillado por los soldados. Desde que aparece la escultura en Tepetates, ocurre un olvido, ya que tanto Isidro Ramos, como después todos los habitantes de Tepetates, olvidarán que ese trozo de madera salió de algún artesano y que en ella se copia la imagen de Jesús. En cambio, es recibido con un nuevo significado: es Jesús Dios y hombre: «Era el Jesús [la escultura] la presencia de Dios hecha carne prodigiosa desde que existía el pueblo».12 De esta manera, el escritor presenta una especie de versión tepetateña del milagro de la encarnación del Verbo. La exportación de un concepto enorme sobre un objeto al que previamente se ha vaciado de su significado original, es un fenómeno oculto a los ojos de quienes consumen el discurso religioso. En éste se asocian conceptos tales como milagro, manifestación, fe y gracia, con los cuales se haya contextualizado lo que se presenta como la realidad. Para el tepetateño ésta es la verdad, la realidad de la presencia divina. En cambio, el escritor nos lleva al momento de la construcción de esa realidad, fenómeno en el que participa de forma activa Nicómedes «una señorita que ayudaba en todo al señor Cura».13 El arribo y permanencia del Nazareno en el pueblo de Tepetates, se presenta, a través de la narración, como un algo que realiza un distanciamiento conceptual entre el lector y los pobladores del lugar. Así es como el pueblo lee e interpreta el fenómeno mitológico-religioso que Estrada descubre y describe a través de las vivencias de los tepetateños. De tal manera que se asiste a un proceso de transformación de la realidad por medio de la palabra, donde un significado es olvidado para introducir un nuevo sentido. Se trata del mito, proceso semiológico que ha sido estudiado por 12. Idem., p. 61 [Jus, 1967, p. 17] 13. Idem., p. 63 [Jus, 1967, p. 19]

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Roland Barthes (2008), entre otros. Barthes encuentra en el mito un habla excesivamente justificada y un lenguaje robado. Se presenta como natural lo que es producto de un uso: el robo o préstamo que hace un concepto (Dios) de un objeto al que previamente se despoja de su significado (escultura de Jesús). El mito es una forma de apalabramiento de la realidad, como lo es el logos, dice Luís Duch (2012, 16), pertenece a los universos oníricos, al reino de lo implícito, en aquello que se quiere decir (14), como lo es también la Literatura. La íntima naturaleza del ser humano es una ida y vuelta entre el logos y el mythos (29), entre un decir y un querer decir, entre concepto e imagen, entre realidad presentada y realidad representada. La narración nos trae los pensamientos y las actitudes de los creyentes en torno de este objeto de madera-sujeto divino: Así, a la vista de todos, el hombrecito de pasta y madera luce sus carnes maltratadas, aquella llaga de Dios como si lo acabaran de azotar los malos judíos con toda su saña indina… Y luego el misterio de su carita: como que va a llorar, como que va a reír. Quién sabe cómo es… Un nene que va a hacer pucheros.14 En la escultura se reconoce a Jesús «hecho [literalmente] hombre» como el hijo pequeño de los Ramos. Es además «paño de lágrimas», «un nene que va a hacer pucheros», «un recién llegado», «el pobrecito», «este santito que sabe hacer señas con la mano». Jesús hombre es también, como en las mitologías clásicas, un es­pejo de los sentimientos humanos: amor, piedad, compasión, dolor –todos estos atributos positivos desde la moral cristiana–. Sin embargo, la ambigüedad humana también está presente en la forma de ser no tan santa del Nazareno: coraje, orgullo herido, volubilidad, desprotección, complicidad, interés en cosas materiales, caprichos, celos. Por lo tanto el Nazareno sufre la carencia y la imperfección. Esto se manifiesta por ejemplo en su cualidad de sediento, como se puede observar en la descripción: «Y los ojos más hundidos, la nariz más afilada y la boca más reseca, siempre con más y más sed. El pobre14. Idem., p. 62 [Jus, 1967, p. 18]

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cito…»15 Es entonces que el escritor parece preguntar: ¿cómo es la sed que siente el Nazareno?, ¿de qué siente sed un dios?, preguntas que parecen recordar las descripciones terribles del poder divino hechas por José Revueltas en su cuento «Dios en la Tierra». La escultura de madera que representa a Jesús, además de transformar su sentido en divinidad, también utiliza un recuerdo de aquella primera historia olvidada: la de su entidad humana. Nuestro Padre Jesús, es asumido como hombre, como niño. Es un niño enfermo, deshidratado, urgido de algo que le cure su sed y sus he­ ridas, es decir, algo que llene su sufrimiento. Los padecimientos del Jesús por los pecados de los hombres son en verdad profundos, de tal manera que su aflicción se ha corporeizado en forma de un niño gravemente enfermo. El narrador cierra el discurso de este capítulo con una frase incompleta: «El pobrecito…».16 Los puntos suspensivos son un silencio largo donde retumban estas palabras que más que nombrar, advierten. El daño causado no se olvida y está presente la memoria del mal que es el rencor. En Tepetates las deudas se pagan, casi siempre son deudas de rencor. Jesús, pobre niño enfermo, tiene sed… Esto hace que se insista en la pregunta ¿de cuál sed se tratará? El poder de Dios es inmenso, omnipotente y por lo tanto, también lo es el Dios-hombre, el Nazareno. Poder sobre la vida y la muerte, por eso es creador y vencedor, ejemplo de ello es su resu­ rrección, como lo enuncia la doctrina católica. El universo entero se encuentra bajo su potestad, también los personajes de La sed junto al río: Efrén, Cecilia, los Ramos, los Núñez, el río San Lucas. Mientras que también, atento a su reino, el poder divino es juez: vigila y castiga. Dios atento a la maldad, impone una conducta, surge su ley. Ésta se ocupa de controlar tanto las acciones como en perseguir las transgresiones. Naturaleza y hombre, deben someterse a su mandato. Dios enseña cómo debe ser el mundo, por eso es ejemplar como en el mito: denota e impone. Al explicar cómo es el mundo, impone una forma de ser del mismo. Restringir el modo de ser del mundo a la ley es el papel de las profecías: Vivís en un pozo de maldades. Ya una vez Dios os man15. Idem., p. 63 [Jus, 1967, p. 21] 16. Idem., p. 63 [Jus, 1967, p. 21]

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dó un diluvio para que volvierais al buen camino, pero pronto se os olvidó el enojo divino… ¿Cómo os salvaréis al fin? Con un golpe que a fuerza os saque de este maldito Cañón. Esperad ese día.17 La transfiguración del Nazareno, al imponer una conducta ejem­ plar, contribuye al dominio de las fuerzas sociales de la comunidad. Para lo cual realiza un doble movimiento. Se trata de uno aparencial y del cual dimana su fuerza en el despliegue de su poder de dominio sobre el mundo a través del sometimiento de las fuerzas de la naturaleza como son la sequía y la tromba sobre el río San Lucas. Recordemos que una de las potencias divinas es el control de los fenómenos naturales y de lo contingente. Este fenómeno se mezcla con la culpa y se produce una aleación llena de poder sobre el ánimo y las acciones de los creyentes. De esta manera, el segundo movimiento que es la fijación de la culpa, ocurre a partir de la imagen sufriente y dolorosa del Nazareno. Era como si los tepetateños «tan malvados como los judíos» le clavaran en la sien las uñas de garabato, debido a su desobediencia expresada en el «desborde de sus pasiones» (venganza, rencor, lujuria, incredulidad). Por eso llega el tiempo de la penitencia, pago de las culpas: «El ronquido del San Lucas les llegaba hasta allá como eco de mil maldiciones, a causa de los malos actos de los tepetateños. Eso fue lo que pensaron».18 El mundo, ante los creyentes, se explica como producto de la acción divina, por lo que las catástrofes naturales son consecuencia de la ira de Dios. Ante esa rabia omnipotente, la pequeñez del ser humano ahonda su soledad, y la culpa le instala en la prisión emocional de ser la causa de la ira de Dios y de la muerte derramada por su rabia infinita. Se puede concluir esta serie de ideas reiterando que el autor de La sed junto al río, es un observador atento al fenómeno de la religiosidad. Introduce en el tejido de la historia de rencor-amor de Cecilia y Efrén, la trasmutación de un objeto en sagrado, así como las fuerzas que confluyen en éste, dentro de una comunidad aislada, con su gran «jarro de los muchos males.» Tepetates es tierra de sed, estera de piedras, isla de soledades. 17. Idem., p. 67 [Jus, 1967, p. 27] 18. Idem., p. 67 [Jus, 1967, p. 25]

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Las más solas, las del silencio, pero silencio de veras, son las mujeres. Mujeres prietas, no de la piel que es criolla, «mujeres vestidas de negro desde el chal transparente a los zapatos lustrosos».19 Son mujeres del novenario perpetuo al Jesús y a los suyos sin otro sino que convertirse en enterradoras por efecto del rencor, la memoria del mal. Madres, esposas o hijas quienes entregan a sus hombresniños, a sus hombres-compañeros a la muerte. Esa sed de Tepetates que no cesa, con su Nazareno, de derramar sangre y de aprietar a las mujeres. Los hombres forjados por violencia y para la violencia, son privilegiados con el uso de la pistola y el caballo. Ambos elementos no son menos un símbolo de fuerza que instrumentos de superioridad a la hora de luchar contra una mujer. Esa tepetateña, siempre desprotegida, es sometida, robada, usada sexualmente sin que su voluntad cuente. La familia la protege «en apariencia» del rapto. El robo de la muchacha es una escenificación de la lucha en el que siempre resulta triunfante el robador a condición de que no dispare a herir ni matar a los familiares. ¿Y la dama?, el rapto es el inicio de un destino inamovible de silencio. Un incipiente comercio se realiza a través de pocos y angostos caminos que suben y bajan entre precipicios como el Tajo de Caimanes. Acaso algún arriero llegue con frijol, maíz, telas, zapatos, aretes, y en cambio se lleva los cochinos y los novillos. También los arrieros traen noticias de allá, de otro mundo, de otra vida: Ya miras que en Tepetates casi no hay mujer que una vez casada tenga lo que sueñe. No creas, mamá: a veces hasta envidio con rabia a las hembras de otras partes. (…) en otros lugares las cosas son distintas. Que los hombres no aturrullan tanto a las mujeres como aquí. Que hasta los más pobres las miran bien. Que las pasean por tierras bonitas. Que…20 Tepetates es una sociedad marcadamente violenta especialmen­ te con las mujeres. Esta violencia no es asumida como tal y se naturaliza a través de las repeticiones de los actos violentos físicos y 19. Idem., p. 57 [Jus, 1967, p. 11] 20. Idem., p. 103 [Jus, 1967, p. 79]

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simbólicos que termina por hacerla inamovible. La mujer tepeta­ teña sólo puede dar una respuesta, la resignación; se enraíza en ella una incapacidad a la transgresión. Los hombres acostumbran «robarse» a las muchachas, que es un eufemismo para hablar de rapto y violación. Hay excepciones en que ellas están de acuerdo. Ésta, desde un punto de vista del sistema patriarcal o machista, es una conducta sospechosa pues se podría pensar que, «si quiere irse» es porque le urge y esa urgencia oculta algo moralmente indebido. Por lo tanto, la mujer que hace su deseo, es de dudosa honorabilidad. Cecilia una joven casadera, de tal vez quince o dieciséis años, vive en los márgenes de Tepetates, en Tapias Solas. Pero también vive en los márgenes sociales, pues su madre, Pilar, fue de «esas» que deciden. Cecilia es una mujer que tiene, contra la costumbre de su tierra, la felicidad por vocación. Ella lucha con toda su voluntad contra el destino impuesto que es Efrén, pero para ella no hay prisión humana que la someta ni imposición que doblegue su voluntad: Si acepté casarme ante el Padrecito, fue porque no me quedaba otra. Era lo menos que podía hacer, ya pisoteada como zorra del mal. Como casada no le falto a Efrén, usted lo sabe bien. Otra cosa son mis adentros. Mi corazón es mío, mío nada más. Yo soy de Efrén, pero no mi corazón.21 Hay que recordar que el pensamiento mítico-religioso tiene una función ejemplarizante como en el caso de la religión católica. Se trata no sólo de señalar la conducta deseable como lo es la docilidad y pureza de María, sino que además reprime cualquier desviación a la conducta deseada. Lo cual se realiza a través de mecanismos coercitivos como la culpa, la crítica social y las imágenes antitéticas: Cristo contra Adán, Dios frente a Luzbel, María en oposición a Eva, Caín luchando contra Abel, La Inmaculada versus Lilith. De esta manera, Cecilia le reza fervorosamente a la Inmaculada sin embargo no renuncia a su voluntad de felicidad. 21. Idem., p. 161 [Jus, 1967, p. 157]

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Lucha por hacer un deseo profundamente arraigado en sus convicciones, por el derecho a elegir el hombre amado. Cecilia es descrita al principio de la historia como flor de breña cuyo destino columba hacia un río de sed. Su desobediencia es la resistencia al destino de infelicidad y silencio al que está sometida como mujer. De esta manera se manifiesta la relación de Cecilia con las figuras femeninas que la cultura occidental ha estigmatizado aunque Antonio Estrada no las nombra, sus huellas forman parte del conflicto de Cecilia con su destino. El nombre es también destino. Cecilia con su nombre comparte el destino de la santa cristiana de la época romana. Patrona de la música y del gozo que se instala en el corazón con vocación amorosa. Se sabe que la joven romana fue martirizada en las aguas de un baño sauna por su claridad de pensamiento respecto a las ideas cristianas y la elocuencia de palabra que destrozaba a su interlocutor. La historia de los santos señala que se negó a tener relaciones sexuales con el hombre con el que fue obligada a desposarse. Antonio Estrada fiel a la tradición católica bautizó a su personaje con un nombre que la designa y una historia que la determina. Lilith fue repudiada y proscrita por negarse a yacer bajo Adán. Era temida incluso por el propio Yahvé quien sucumbió a la seduc­ ción de su belleza según cuenta la historia sagrada hebrea. La sensualidad de Lilith se convirtió en el estigma de la mujer libre ya que la sociedad le teme y reprime en especial si está relacionada con la sexualidad. La terquedad de Cecilia de resistirse a Efrén le ocasiona el repudio del pueblo. La conducta demasiado libre, desde el punto de vista del pueblo, se reafirma por la ligereza con que trata a los demás hombres, de esta manera denota una conducta sexual que la convierte en indigna de confianza y aprecio. Cecilia es por tanto una mujer pecadora (mujer demonio) que no acepta la resignación a su destino, pues es signo de claudicación en su lu­ cha. De esta manera a Cecilia como a Lilith, mujeres pecadoras, Dios les castiga con la muerte de sus hijos. La sangre de Cecilia es la de Eva, semejante a ella descubrió también, que el ejercicio de su voluntad bien vale un Paraíso. Su necesidad de elegir es fuerza vital a pesar de la muerte. Eva prefi­ rió el Árbol del bien y del mal; Cecilia escogió el «fruto de su gus­ to». Ese fruto era un hombre bueno, que la tratara con respeto y

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la cuidara, alguien con quien compartir el amor, que la quisiera «a la buena». Su ideal de hombre se mantuvo a pesar de Efrén, del pueblo y de la sequía. La curiosidad de Pandora es también la de Cecilia, el impulso a saber y a descubrir por sí misma los misterios que la vida encierra. La caja de la primera mujer de la mitología griega es símbolo de esos misterios. Al igual que al abrir ésta, todos los males entraran en el mundo, Cecilia desencadenó los males sobre Tepetates: la sequía y el diluvio. La curiosidad de la joven serrana de La sed junto al río consistía en sentir la felicidad que las mujeres viven junto a al hombre amado en lugares lejanos. En Tepetates como en la caja de Pandora, después de desatadas las fuerzas destructivas, sólo le queda la esperanza. El mito, finalmente, cierra su círculo. El río San Lucas, junto a Tepetates también es agua para bendecir y bautizar junto al templo de Nuestro Padre Jesús. El San Lucas, igual que la naturaleza y que la humanidad, es instrumento de Dios: de sus bendiciones y de sus maldiciones. El tiempo, mientras tanto, circula en su empe­ ño diario de hacer su cama de piedras, hecho de hombres y mujeres roca.

Tríptico duranguense: estampa del espíritu La sed junto al rio es la segunda de las dos novelas publicadas en vida de su autor Antonio Estrada Muñoz (Huazamota, Durango, 1927-1968). La primera edición de dicha novela, vio la luz entre di­ ciembre de 1966 y los primeros días de 1967, tal como lo señalan los datos editoriales. En la misma página se indican tres obras en prensa: Los indomables, La buena cizaña y Narrativa típica. Al morir Antonio, el 7 de abril de 1968, le regresaron a su viuda el mecanoescrito de Los indomables, sin haberlos publicado.22 La novela tiene varias dedicatorias, entre ellas al primer año de vida del taller de escritores «Renovación». El escritor Gonzalo Mar22. Antonio Avitia, «La narrativa póstuma de Antonio Avitia, en Narrativa póstuma. México: ICED, 2011, p.20

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tré, relata su relación con Estrada y su ingreso a dicho taller de escritura: Han pasado 46 años desde que ingresé al Taller «Renovación». Conocí a Antonio porque él era asistente-oyente igual que yo, del taller coordinado por un trío muy notable de escritores Arreo­la-Rulfo-Monterde. Por esa circunstancia de invitados no titulares al taller creamos empatía y nos hicimos amigos. Entonces Antonio me invitó al taller que él coordinaba, el «Renovación».  Yo apenas comenzaba a escribir y Antonio ya había publicado algunos libros. Mediante ese taller conocí a otros escritores que comenzaban. En el tercer año de existencia del taller publicamos una antología colectiva titulada «Pasos», (debió de llamarse «Primeros pasos»).23 […] Un día supimos que Antonio se hallaba enfermo. Fui a visitarlo al hospital «La Raza» del Seguro Social. Como a los 15 días murió. Fue un buen amigo mío. (Gonzalo Martré, conversación personal con Flor Estrada, 6 octubre 2012).

El concepto creativo de Estrada se especifica en la portadilla, donde se hace la enumeración de sus obras con una denominación clasificatoria. Se presenta como ensayo, Narrativa Típica-Fábula popular; como novela moderna, La buena cizaña; como reportaje político, La grieta en el yugo; y como novela costumbrista y tríptico duranguense, Rescoldo, La sed junto al río y Los indomables. El concepto de tríptico en que agrupa sus novelas, le per­mitió tratar tres historias distintas dentro de una unidad mayor que conserva la intención histórica y costumbrista, también comparten éstas la ambientación en el mismo tiempo (que es en el segundo tercio del siglo xx). Además existe en ellas la unidad de lenguaje, su

23. En esta publicación aparecieron los autores siguientes: Antonio Estrada, Gonzalo Martré, Carlos Vázquez, J.G. Muñoz Ramos, Elia G. Ramírez, Iván García, Rafael Torres, Alberto Casillas, Fernando Martínez, Lupe Alfonzo y Hugo Covantes. Antonio, yo y Covantes fuimos los que sobrevivieron al paso del tiempo. (Gonzalo Martré, conversación personal, 6 octubre 2012).

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carácter costumbrista, y del espacio ficcional: el de las quebradas y la Sierra. En esta unidad «tríptica» los temas están relacionados al poder político local, la religión y los usos sociales, sin olvidar la pregunta por el ser humano, sus contradicciones, temores y deseos. Todo ello inscrito en el imaginario individual y colectivo. En Un poco de fábula mexicana Antonio Estrada se pregunta: «¿Adónde iría el arte literario si obligatoriamente se ciñe a experimentar, a sólo buscar el triunfo de la forma sobre el contenido?».24 Esta interrogación surge frente a las corrientes vanguardistas que se manifestaban en diferentes variantes. La primera de ellas, el Futurismo, se propone una revolución total del espíritu. En ella no se trataba de cambiar las estructuras del Estado, sino, como afirma José Reyes González, «de transformar la vida en un programa renovador de las artes, la cultura y la educación Latinoamericana».25 También explica el surgimiento de la vanguardia «como una opo­ sición al simbolismo decadentista del modernismo rubendariano en el que se experimenta con la técnica, no sólo literaria sino del lenguaje a extremos antes no imaginados, es la destrucción total del verso, del poema y del lenguaje».26 El vanguardismo fue, por tanto, la refundación del lenguaje y de la Literatura. Estas corrientes revolucionarias no respondieron a la inquietud del duranguense huazamoteco, así lo expresa en el referido ensayo al afirmar que «una Literatura de vanguardia presupone otra de retaguardia».27 De esta manera, la renovación de la forma por la forma misma carece de sentido si se realiza como un gesto de ac­ tualidad o como una moda que no explora los temas fundamentales de la condición humana. La interrogación por el yo, por su alma, la de su origen, es vital en Estrada, y representa el punto de partida de su escritura. Así, su proclama se dirige hacia un regreso al origen, un rehacerse a partir de los propios gérmenes de vida, que para él se encuentran en el alma popular:

24. Antonio Estrada, Narrativa póstuma, México: ICED, 2011, p. 279. 25. José Reyes González Flores, La nueva vanguardia hispanoamericana del siglo XX 1950-1980, 2008, p. 2. 26. Idem, p. 3 27. Antonio Estrada, Narrativa póstuma, México: ICED, 2011, p. 279.

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Si gran mérito es hacer Literatura por Literatura, por qué no ha de constituir importante labor, al menos complementaria de ésa, plasmar en letras de molde la narrativa del pueblo que pinta el alma popular.28 No es gratuito que «Renovación» fuese el nombre de su taller de creación literaria. De ahí que, más que recordar su Huazamota como una especie de paraíso perdido, es el espacio donde dejó su ánima empeñada en cada tajo, en cada plan, en cada bajío, en cada una de las cumbres de su Sierra. Su apuesta por el costumbrismo es una postura estética que revela unas identidades, que como los pueblos de la Sierra, permanecen escondidas entre los abismos de la nacionalidad. Identidades todavía desconocidas por que no se encuentran en los personajes, las historias o los temas en la novela del x i x, así como tampoco en la de la Revolución, ni de la Vanguardia. ¿Por qué olvidar al pueblo como lector y también como autor? Sobre todo en México, donde la narrativa de masas arranca de una mitología indígena tan antigua como el Continente y se termina en una leyenda mestiza nacida hace cuatrocientos años e íntimamente ligada a cada etapa de la Historia Nacional.29 Estrada asume completamente el costumbrismo como intención estética fundamental de su escritura, aún en contra de una corriente narrativa que renegaba de ello y que abogaba por la destrucción de la tradición sellada con la de la forma. Por lo tanto, recurre a las palabras de Rubén Darío para expresar sus propias preocupaciones literarias: «la visión del poeta cobra realidad a medida que pasa el vuelo de los siglos. La Fábula encarna en la Tradición; la Tradición se alimenta y vive con la sangre misma del pueblo».30 Estrada es un modernista tardío si consideramos, además, que justamente el mismo año en que ve la luz editorial La sed junto al río, García Márquez publica Cien años de soledad. 28. Ídem, p. 279. 29. Ídem, p. 279. 30. Ídem, p. 279.

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Son tres las características modernistas que se perciben, entre otras, en la obra del escritor serrano, claramente reinterpretadas a su necesidad personal: los lugares exóticos, el tema indígena y el preciosismo en el lenguaje. El tema indígena, no trata de aztecas ni mayas, sino de te­pe­ huanes,31 coras y huicholes. Tanto de sus relaciones amistosas co­ mo de los conflictos que surgen entre sí y con el mestizo referido como «vecino culebra» o el «vecino alacrán». Es importante señalar que los tepehuanes, coras y huicholes aparecen en Rescoldo, for­mando parte de las fuerzas de lucha, contrastando con su casi total ausencia en La sed junto al río, donde solo hay alguna referencia a los coras y los indígenas de San Antonio. En cambio, en Los indo­mables los personajes son fundamentalmente tepehuanes. Algunos de ellos se encuentran también en Rescoldo o en «Narrativa Típica»: Eudocio Míster o Chano Gurrola. En el tríptico duranguense se recrea también la vida de otros personajes exiliados de la identidad nacional: los serranos mestizos, los cristeros, los sacerdotes rebeldes y desde luego las silenciadas mujeres en toda una gama de situaciones, desde las mujeres brigadistas de Rescoldo hasta las «mujeres-vaca» tepehuanas. En la narrativa de Estrada aparece la forma de ser de una sociedad distinta a la que se ha presentado como «identidad nacional»: es la comunidad pluricultural de serranos y abajeños integrada por distintos grupos indígenas y diferentes maneras de ser mestizo o criollo. Ésta es una estética que nada tiene que ver con la simple enumeración de cosas al estilo costumbrista del x i x, sino con una narrativa precisa y aguda. En ella las ambigüedades y conflictos de las personas se inscriben dentro de características culturales ideológicas y lingüísticas. De este modo, la Literatura de Estrada refiere y cuestiona a la idiosincrasia de las comunidades de las profundidades de la Sierra Madre Occidental. Además representa en sus historias, las contradicciones suscitadas en el encuentro y choque de las comunidades serranas con los poderes económicos y políticos del Estado, a través de sus instrumentos hegemónicos como son la educación, la religión, la moda y el consumo mercantil. 31. Aquí retomo el término utilizado por Estrada. Denominación que junto con «tepehuano» se encuentran en el Diccionario de Mexicanismos de la A ML .

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Otra característica del modernismo de Estrada es la evocación de lugares exóticos o lejanos. Se trata de esa región de altas montañas y quebradas entre los estados de Durango, Jalisco, Nayarit y Zacatecas que constituye, independientemente de límites políticos, una sola unidad geográfica cultural. Para los habitantes de las ciudades mexicanas, convertidas éstas en el centro de la cultu­ra del país, la Sierra es un lugar ciertamente lejano y exótico. Por el contario, para Estrada es el lugar familiar, el espacio del que emerge su origen. Así lo dice en voz del jefe tepehuán en Los indomables: Me conformo con que hoy te vayas entendiendo sobre nuestro más grande tesoro: la tierra. Es nosotros mismos, la parte mejor de lo que somos o valemos. Podrás olvidarte de ti, […] pero nunca lograrás desprender tus pies de ella. Mira que es cosa tan nuestra que aún muertos estamos pegados a su seno, forrados de su polvo por todos lados. Es el aire que respiras, la leche que mamas y el atole y la tortilla que mantienen tu existencia.32 Fue doña Dolores Muñoz, madre de Antonio, quien, desde pequeño, debe haberle contado, allá en la ciudad de México, la vida de su natal Huazamota como un canto materno que reviviera cada día, la vida lejana de sus orígenes. Estos cantos y estas historias, seguramente fascinaban al niño Antonio, y las fue atesorando junto a los demás recuerdos –aunque breves– de una infancia que la distancia transformaría en una especie de paraísos perdidos. Anudado a éstos, la memoria insistente de su padre héroe y mártir. No  es de extrañar que, precisamente esa lejana, hasta cierto punto extraña y rara porción de tierra mexicana constituya el espacio fic­ cional donde cobran vida los personajes de sus novelas. A lo largo del Tríptico duranguense, se recrea con una descripción precisa, la confluencia de distintos microclimas con su flora y fauna características. De esta manera, la naturaleza se manifiesta a veces pródiga y salvadora, aunque también amenazante por exce32. Ídem, p. 52.

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siva hasta el desborde o la carencia. Una descripción de Tepetates (Huazamota) el pueblo de La sed junto al río, a la orilla del San Lucas, (Río Huazamota) sirve de muestra: El Cañón era rico en playas para huertas [plátanos «man­zanos», mangos, naranjos, aguacates y guayabas criollas] y cañaverales, en laderas de breña y cactus frondosos que daban la pitaya y el garambullo, tunas dulces y frescas. En los arroyos del clima tibio se amontonaban los árboles del zapote blanco y de la ciruela amarilla, roja o anaranjada, del arrayán agrio y de la guayaba. En sus laderas y bajíos de media sierra se criaban a placer los ganados.33 (1967, 19). El tercer elemento modernista y que desde las primeras líneas salta a la vista, es su delicado trabajo en la lengua, pues se mueve desde la belleza de las frases poéticas a la práctica del hablar paremiológico. Ángel Arias Urrutia, para la edición española de Rescoldo, considera que es una novela exigente por lo que añade una serie de notas explicativas y un glosario final. En sus notas hay un evidente sentimiento de extrañeza que por lo que introduce instrumentos de traducción y comprensión. Pero esta extrañeza es percibida no sólo por los lectores españoles, pues también los lectores mexicanos y hasta los duranguenses se ven obligados a detenerse en la lectura, regresar a ella continuamente e incluso buscar el significado de algunos términos. Esto se debe al preciosismo del lenguaje de Estrada, quien se esmera en cada frase vertiendo en ella no sólo la forma coloquial de expresión de los serranos, sino que también comunica una visión de sí mismos y del mundo, así como la forma en que el hablante se relaciona con este mundo. Un mundo que parece extraño y que sin embargo, la Literatura presenta y acerca:

33. Antonio Estrada, La sed junto al río, México, iced -in b a , 2013, p. 62 [Jus, 1967, p. 19]

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No me rondes tanto que voy a clavar el pico, prima. Te haces que la Virgen te habla. Bien sabes a quién le dediqué mis can­cio­nes...34 «Por no prender la mecha antes de tiempo», Gabino Ramos ha­bía andado gustando nada más con los solitarios […] –Denme razón del gallito ese Efrén Núñez–. Decía a cuantos se encontraba. –Denme razón de ese zaíno, hijo de diez tales, que le quiero montar… O busco que me tumbe al primer reparo.35 En esta narrativa hay un lenguaje connotativo cuyo significado se relaciona con los saberes culturales y sociales del lugar a­cordes a la época en que los personajes viven. De esta manera, los refranes, frases adverbiales, regionalismos, arcaísmos, denominaciones indígenas no son exportaciones que el escritor impone a sus personajes como ventrílocuo. En cambio, trata de presentar un habla como la actualización de un lenguaje que vehicula una subjetivi­ dad. Con lo cual deshace el monologismo de un costumbrismo «acostumbrado» a presentar pastiches de rancheros e indígenas sin identidad. Existe en Estrada una clara vocación de encontrar «el alma popular», y aunque éste es un concepto vago, él se arriesga a presentar un mundo «otro», una identidad «otra», a través de un lenguaje «otro». Otro exterior y lejano, en palabras de Todorov:  «…­desconocido, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo, tan extranjeros que, en el caso límite, dudo en reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie».36 De ahí su extranjeridad o su polifonía,37 según se quiera ver. El lenguaje poético, cuya naturaleza es la destrucción del lenguaje común, se presenta en esta narrativa en el uso de hipérbaton, metáfora, sinécdoque, antinomia y sinersia, entre otras figuras literarias. Estrada presenta el mundo, no por lo que es, sino por los 34. Ídem, p. 97. 35. Ídem, p. 113. 36. Tzvevan Todorov, La conquista de América. El Problema del otro, México: Siglo x x i, 2008, p. 13. 37. Concepto de Mijaíl Bajtín: «la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles, la auténtica polifonía de voces autónomas […] con sus mundos correspondientes». Problemas de la poética de Dostoievski, 2012, México: Breviarios del fce, p.59.

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efectos de éste en el cuerpo, afectación que se produce a través de los sentidos. Así es como el paisaje se huele, se escucha, se ve, se toca o se transita: Solamente se oye el campanilleo de espuelas en distintos tonos y el golpear de cuerpos al montar a una. Despuesito, tra­queteo de las herraduras sobre el tepetate, los estornudos de los pencos, las sonajas de los palos guaices al testerear el viento sus vainas reventonas de tan secas; chasquear de muchas patas duras en la corriente del Verde, en la lucha con las aguas cuesta abajo.38 En esta puesta en escena de los sonidos, presenta esa característica de interpretación de los signos de quienes viven íntimamente con la naturaleza. Así, es a partir de estos signos sonoros como se conocen los sucesos, los espacios, los tiempos. Ya se había mencionado que la religiosidad es uno de los temas recurrentes en la narrativa Estrada. Esto no es gratuito, pues desde pequeño vivió el fenómeno de la fe en la vida cotidiana de su pueblo natal. Se podría pensar que la honda cicatriz que dejó la muerte de su padre en una guerra religiosa (cuya prueba es Rescoldo), formó parte de su patrimonio personal de demonios y fantasmas. Los años de la infancia y juventud junto a doña Lola, su madre, insistieron en una memoria que no debería desvanecerse aun cuando su vida se desarrollaba en la ciudad de México. Sus estadías en la ciudad de Durango y después en su pueblo (experiencia que narra en Vente Pasmao) hacia 1965 ó 1966, le aportaron referencias más exactas para la construcción de la realidad ficcional de sus novela. Es indudable la impronta que le dejaron esos años en el Seminario de León, Guanajuato y las conversaciones con su hermano Rogelio quien sí se ordenó sacerdote. Por consiguiente, es claro que interrogar al fenómeno religioso sea fundamental en su novela La buena cizaña y que, además, discurra a lo largo del Tríptico duranguense. Haciéndolo, como se ha mencionado a lo 38. Antonio Estrada, La sed junto al río, México, iced -in b a , 2013, p. 81 [Jus, 1967, p. 48]

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largo de estas páginas, desde una mirada crítica que desentraña con profundidad fenómenos inmersos en la cotidianidad de la vida de las comunidades de la sociedad mexicana. Para concluir, podemos comparar dos gestos. El primero corres­ ponde al de Lucio Estrada Ortiz ya que fue el huazamoteco quien mandó bordar en hilo de oro un manto para Nuestro Padre Jesús que se encuentra en el templo de San Agustín en la ciudad de Durango como heredero y promotor de una devoción religiosa ancestral. En oposición, otro huazamoteco, el escritor Antonio, también Estrada, desteje lenta y creativamente esos hilos para desnudar la imagen religiosa de su Tepetates y de su Sierra a lo largo de las lí­ neas de sus mundos ficcionales.

Antonio Estrada: las peripecias editoriales de un abajeño Los libros son objetos materiales con peso, volumen, olor, textura y color que guardados en un cajón, a semejanza de un cadáver, yacen desposeídos de su alma. Son los lectores quienes pronuncian la palabra: un poder mágico personal y social, con el que otorgan sentido y voz a los signos inscritos en cada página. Ellos, los lectores, realizan el prodigio en que el objeto-cadáver cobre vida repleto de imágenes, voces, luces, aromas y movimientos… Y el mundo se realiza, irradiado de predicados y sujetos que se reúnen y distancian, actúan o enmudecen en el modelo de realidad ahí presente. Esta situación de libro inanimado había sido, hasta hace poco, el destino de la producción literaria del duranguense Antonio Es­ trada Muñoz. Cuatro novelas: Rescoldo, La sed junto al río, Los indomables y La buena cizaña, así como el conjunto de relatos Narrativa típica, han permanecido durante más de cinco décadas en espera de quienes poseen el poder de vida y muerte sobre los libros: lectores y editores. Rescoldo ha sido la más afortunada de ellas, o mejor dicho, la menos desafortunada al reproducirse en 10 ediciones de tiraje modesto. Editorial jus fue la única que en 1961 para Rescoldo y en 1967 para La sed junto al río, ambas en la colección Voces Nuevas, le abrió las puertas a una narrativa con apariencia católica.

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Castañón considera que la literatura cristera pertenece a uno de los no-episodios más importantes de la literatura nacional. Por lo cual, la cristera se percibe como la antítesis de la novela de la Revolución ya que es o fue considerada contrarrevolucionaria y reaccionaria.39 En las mismas líneas explica también, cómo Ortiz de Montellanos encontró una confusión del término Revolución Me­ xicana a propósito de Mariano Azuela y Los de abajo, señalando que no es una novela revolucionaria sino sobre la Revolución. La literatura cristera y en este caso, Rescoldo, La sed junto al río y toda la narrativa de Estrada han sido confundidas como novela de la Iglesia católica, novela como instrumento de ideologización religiosa; a lo cual habría que aumentar un cierto desprecio por una temática considerada como simple y costumbrista. Todo lo contra­ rio –afirma Castañón– en Estrada «vemos surgir una mexicani­ dad por primera vez antiestatal, es decir, un México donde los representantes legales de la autoridad son retratados como verdugos cancerberos, donde los héroes son los pequeños campesinos que se oponen a la educación positivista, donde los mártires son indistintamente criollos mestizos e indígenas […] [y] comparten la cultura de estos últimos».40 De nuevo, Antonio Estrada, como su padre, como los cristeros, permaneció fiel a una fe personal en su obra, enfrentado tanto al poder de la Iglesia como la del Estado. Por estas razones fue obligado a permanecer deliberadamente desconocido. Ruiz Abreu explica en su análisis de la novela cristera a partir de la recepción, el éxito de novelas como Héctor de Jorge Graham entre el público católico.41 Héctor circuló con furor de mano en mano entre los lectores católicos debido al tono apologético con que fue escrito semejante a las historias de santos Éste no fue el caso de Rescoldo ni de La sed junto al río, debido a la forma tan poco doctrinal o maniquea en que es tratada la temática religiosa en las historias de ambas novelas. En la primera, resalta el cuestionamiento sobre los dobles discursos del poder religioso y la voluntad

39. Adolfo Castañón, Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I, México: Lectorum, 2003, p. 71 40. Ídem, p. 71. 41. Álvaro Ruiz Abreu, La cristera, una literatura negada (1928-1992), México: UAM-Xochimilco, 2003, p. 26.

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de fe personal; mientras que en la segunda, analiza el proceso de la culpa, a través del pensamiento religioso-mítico, como instrumento de control social. Con lo cual, Estrada quedó en el ostracismo descrito por Avitia: «ignorado por la «alta cultura» y despreciado por el sector conservador».42 Se trataba de una literatura que penetraba en los intersticios de la religiosidad, pero se adelantaba a una sociedad todavía inmersa en sus prejuicios como para aceptar su lectura. Ruiz Abreu enfatiza el destino que han tenido la historia y la literatura de ésa época, a propósito de la novela de Estrada: «la Cristiada había sido eliminada pero su «Rescoldo» era eso: una llaga viva que seguiría lastimando a la historia del país; una ceniza no extinta del todo que debía permanecer en la imaginación popular y en la cultura ilustrada.43 La estrategia de las novelas de Antonio ha sido la misma de su padre, el coronel Florencio: buscar la sobrevivencia entre los silencios de la tierra, transitar el tiempo como la única posibilidad de esperanza, acogerse a los sitios familiares de la serranía duranguense, resistir con la heroicidad de la fe en la palabra y en esos, sus papeles, donde se van «contando las cenizas».44 En la ruptura del tema cristero como tabú, es significativo y fundamental el trabajo de Jean Meyer en La cristiada (2007), ya que es el primer trabajo de investigación histórica sobre las dos guerras cristeras que realizó para obtener su doctorado en la Universidad de París. También de la misma universidad, Guy Thiebaut, vino a México a estudiar la literatura cristera, a mediados de los años ochenta. La legitimidad que irradia una universidad del tamaño de la Sorbona a través de dos de sus intelectuales, fue piedra angular para llamar la atención de académicos, editoriales y lectores sobre la literatura cristera, sobresaliendo en ella, Rescoldo.45 A partir de ese momento, los comentarios y estudios sobre Rescoldo han tomado voz en académicos como Christopher Domín42. Antonio Avitia Hernández, Antonio Estrada, una literatura en el ostracismo, México: Gobierno del Estado de Durango / sec yd Durango, 1994, p. s/n. 43. Álvaro Ruiz Abreu, La cristera, una literatura negada (1928-1992), México: UAM-Xochimilco, 2003, p. 298. 44. Antonio Estrada, Rescoldo. Los últimos cristeros, México: j us /iced, 2008, p. 277 45. Relato histórico del coronel Florencio Estrada, quien en Huazamota combatió en la Segunda Guerra Cristera.

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guez, José Luis Martínez, Agustín Cortés Gaviño, Juan José Doñán, Vicente Leñero, Irma Angélica Camargo, Agustín Vaca y Xavier de Navasqués. Sin embargo, es importante señalar que todavía no hay un reconocimiento pleno ni de Estrada ni de la novela cristera. Salvo José Revueltas, Elena Garro, Juan Rulfo y algún otro escritor consagrado que ha escrito ficción con el tema cristero, sigue siendo demasiado breve o casi inexistente la atención a este periodo literario. Aunque las lecturas siguen a «paso de caimán» en algún lector interesado «de oídas» o en algún taller de lectura, se sigue avanzando en la difusión de la obra del duranguense serrano. Es de señalar la importancia que tiene la última edición de Rescoldo en 2010, ya que ésta se realizó traspasando fronteras no sólo de países y continentes, también de sistemas culturales. Su publicación en un acuerdo conjunto de editorial Jus con la española Encuentros, abre la posibilidad de que sea conocida a nivel hispanoamericano así como la posibilidad de traducciones. Ángel Arias Urrutia, después de realizar su tesis doctoral sobre la literatura cristera, fue quien escribió las notas introductorias a dicha edición. Al respecto dice de la voz narrativa de la novela: «como un nuevo Adán, el narrador-niño se deleita en la acción de nombrar todas las realidades que componen el espacio imponente de la sierra. Se dibuja, de este modo, un cuadro rico en calidades cromáticas, auditivas, aromáticas y táctiles. Es una naturaleza vivida y trasmutada por una sensibilidad despierta y una imaginación creativa».46 Estos comentarios, como los del resto de su estudio, hacen hincapié en la percepción que Estrada manifiesta de los recuerdos de la infancia, y que proyecta en un lenguaje metafórico de gran riqueza, intensificado por la íntima relación que le une a la naturaleza de su Sierra. Estas características están presentes en el resto de su obra narrativa, novelas y narraciones cortas prácticamente desconocidas, todas las cuales esperan pacientemente a sus lectores para abandonar el cajón del olvido y la muerte de los libros.

46. Ángel Arias Urrutia, «Rescoldo. Los últimos cristeros. Una novela extraordinaria» en Revista Intercontinental de Psicología y Educación, 12, 2008, p. 113.

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Rulfo y Estrada, una hermandad más allá del tema cristero Ha sido fundamental en el reconocimiento de la obra de Estrada, la declaración de autoridad de Juan Rulfo: «Rescoldo es una de las cinco mejores novelas mexicanas», la cual ha funcionado como frase publicitaria. Fue él quien recomendó a Meyer que buscara a ese muchacho, hijo del jefe cristero, como testimonio de la guerra, pero más especialmente por su novela, de la que alabó tanto su lenguaje como su pensamiento.47 Rulfo y Estrada tenían un pasado bastante cercano: originarios de regiones cristeras muy cercanas, huérfanos de padre muerto de forma violenta, casi a la misma edad. De esta manera por mediación del historiador de la Guerra Cristera se conoce el testimonio de Rulfo, así como la manera en que en 1953, al entrar Estrada en la escuela de periodismo Carlos Septiém conoce a Rulfo y a Vicente Leñero. En esa época Estrada le muestra al autor de El llano en llamas un primer borrador de Rescoldo, recibiendo comentarios favorables por parte de éste. De lo anterior llama la atención: primero, el hecho de que aunque Rescoldo se publica en 1961, Estrada llevaba trabajando en su novela al menos desde antes de 1955. Es decir, que cuando Rulfo y Estrada se conocen hacia 1953, éste le enseña un borrador de su novela, y por lo tanto, comentan acerca de esa primera versión de Rescoldo, antes de la escritura de Pedro Páramo, publicado dos años más tarde. Esto es importante porque podría imaginarse a ese joven Antonio, quien abandonó el seminario para cumplir su verdadera vocación: la escritura. Esa escritura le ayudará a revivir esa memoria que se hubiera «embotado deatiro, desde que lo perdimos [a su padre]» y en la cual sólo puede responder a la pregunta «¿por qué nos dejaste, papá…?».48 Esta es la interrogación que se convierte en el eje sobre el que gira toda la narración de la novela sobre Florencio Estrada: comprender la muerte de su padre, pero aún más allá de eso: su vida, las razones de su lucha, de su fe, los lazos de amistad y las formas de la enemistad, la ambigüedad del discurso de la Iglesia y la forma del poder del Estado. Es evidente que Rescoldo, más que una novela sobre la cristiada es una nove47. Jean Meyer, Rescoldo en Rescoldo, México: j us /iced, 2008, p. 7. 48. Antonio Estrada, Rescoldo. Los últimos cristeros, México: j us /iced, 2008, p. 31.

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la de búsqueda del padre. Paralelemente, en la famosa novela de Rulfo, Juan Preciado también va en busca del suyo, Pedro Páramo. Es importante no perder de vista esta semejanza en el núcleo temático de ambas historias. Hay que hacer notar el hecho de que el primer encuentro entre Rulfo y Estrada –en 1953 – ocurrió algún tiempo antes de la pu­ blicación de Pedro Páramo en 1955. Treinta años después, el 16 de marzo de 1985 Rulfo escribe un artículo en el Excelsior donde ha­ ce apreciaciones sobre su novela. Hay un par de fragmentos que llama la atención: En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que, durante muchos años, había tomado forma en mi cabeza. Sentí por fin haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.49 Más adelante continúa con una palabra que llama mucho la atención en el contexto de su amistad con el autor de Rescoldo: Dejaba párrafos a la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954, reuní trescientas páginas. Conforme pasaba a máquina el original, destruía las hojas manuscritas.50 Es conocido el hecho de que Juan Rulfo diera distintas versio­ nes de su vida, que los datos no siempre coincidieran al confrontarlos con la información conocida, y sería muy apresurado afirmar de forma tajante, que los apuntes de la novela de Estrada hayan in49. Emmanuel Carballo, Protagonistas de la literatura mexicana, México: Alfaguara, 2005, p. 539 50. Ídem, p. 259.

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fluido para la escritura de Pedro Páramo. Pero, si se considera que las palabras de un escritor son intencionadas y cada una de ellas contiene un significado denotativo, además lleva consigo la historia de sus usos. Cada palabra es una historia cultural provista de los usos particulares, es decir la historia personal de quien la usa. Tal vez «Rescoldo», en el contexto del origen de Pedro Páramo, estuviera funcionando precisamente como un rescoldo, como el resto de algo, del que sólo queda una pequeña huella. Huella escrita por Rulfo como al descuido. No se podrá saber, tal vez acaso intuir uniendo estas circunstancias, que Rescoldo haya inspirado el nacimiento de Pedro Páramo. Lo que sí se puede decir es que históricamente y estilísticamen­ te tienen una cercanía evidente: el uso de un lenguaje característico de las comunidades rancheras, un habla que funciona perfectamente en la recreación de una voz narrativa y la idiosincrasia de los personajes, el tema de la búsqueda del padre por parte del hijo; el cuerpo de un padre que al final es vuelto polvo del que no queda ni el rastro de su tumba; la voz de un narrador que a pesar de padecer los acontecimientos no toma partido ni moraliza. No se sabe mucho de la amistad entre ambos escritores. Es posible que se limitara al espacio del Centro Mexicano de Escritores, al que Estrada acudía como oyente al taller impartido por Rulfo, Arreola y Monterde. El aprecio de Rulfo y la ayuda que le proporcionó con su reconocimiento continuaron aún después de la muerte prematura de Antonio Estrada, ya que su generosidad, junto a la de otros de sus amigos ayudaron a mantener a la familia. Su viuda nunca conoció a Juan Rulfo aun cuando éste no dejó de mandarles dinero mes con mes.51

Flor Estrada Barraza Victoria de Durango, 2013.

51. Antonio Avitia Hernández, «Elogiada y desdeñada narrativa de los últimos e incómodos cristeros» en Rescoldo, México: iced/j us, 2008, p. 25.

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A NTONIO ESTRADA MUÑOZ

Excelencia narrativa literaria incómoda para el Régimen priísta y la Iglesia Católica del siglo XX

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n ocasión de la presentación de la segunda edición de la novela Rescoldo. Los últimos cristeros, de Antonio Estrada Muñoz, en marzo de 1989, durante la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, en la ciudad de México, el historiador Jean Meyer declaró: Me dijo Juan Rulfo que, para entender a la Cristiada, habría que leer una de las mejores cinco novelas mexicanas como es Rescoldo. El mismo Jean Meyer, en su libro La Cristiada recogió la opinión ampliada de Juan Rulfo sobre Antonio Estrada y Rescoldo: Antonio Estrada, hijo del jefe cristero de Durango, Florencio Estrada, muerto en combate en 1936, cuenta sencillamente, escue­ tamente, la reanudación de la guerra en 1934 y la búsqueda de la muerte. Un lenguaje perfectamente dominado, al servicio de un pensamiento tan claro como simple, hace de este libro el único libro, obra novelesca y obra histórica, escrito sobre los cristeros.

El contexto histórico Poco se conoce de las adversas condiciones en que, para los criste­ ros, se dio la pacificación de la Primera Rebelión Cristera en 1929, la reanudación, en 1931, la persecución religiosa, y el rebrote rebelde cristero de 1932-33. Menos aún, el acoso constante a los ex combatientes y jefes de la Primera Rebelión, la puesta en marcha de la reforma a la educación pública con sentido socialista, la pugna por la política agraria oficial en la que la tierra se dividía en parcelas −yendo en contra de las tradiciones comunales de propiedad y posesión de las labores rurales−, así como la lucha por la sobrevivencia de los pueblos indígenas no católicos del sur de Du-

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rango. Estos fueron sólo algunos de los elementos que generaron y mantuvieron la larga y poco conocida Segunda Rebelión Cristera. En los casi ocho años que duró la Segunda Rebelión Cristera, de 1934 a 1941, el Estado Mexicano, mantuvo a raya a los aislados cristeros y éstos, a su vez, no lograron establecer vínculos efectivos con otros movimientos de la época, como el del levantamiento cedillista. Por su parte, los supuestos e inconstantes aliados de los cristeros; conservadores católicos citadinos de la derecha, con la amarga experiencia de la derrota en la Primera Rebelión, cuidando de su propia vida y sin comulgar con los intereses campesinos de los cristeros, dejaron que los fusiles del gobierno y las excomuniones de los obispos y los arzobispos acabaran con la furia de Cristo Rey en las zonas rurales. La ausencia de objetivos comunes entre los cristeros campesinos y los miembros de la derecha citadina durante la Segunda Rebelión Cristera, marcó los límites de su apoyo en vituallas a los guerreros cristeros campesinos. Tan sólo unos pocos grupos insistían en el levantamiento. Entre ellos estaban las militantes de las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco −quienes simulaban haber sido desmanteladas−, Bi-Bi, o Brigada Invisible Brigada Invencible, algunos miembros citadinos de la neutralizada Asociación Católica de la Juventud Mexicana (acjm), y pequeños sectores conservadores radicales, quienes aportaban limitadas acciones clandestinas, aunque arriesgadas y muy sacrificadas. Por otra parte, las organizaciones religiosas que no habían sido desbaratadas en la Primera Cristiada eran golpeadas en su seno, tanto por el estado, como por las autoridades eclesiásticas, como fue el caso de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (lndlr), que luego de 1926 nunca pudo volver a reorganizarse. En el ámbito rural, la guerra agrarista de mestizos e indígenas entraba en contradicción con las pugnas por el poder económico y político de los conservadores católicos citadinos y el clero en contra del Estado Mexicano. A medida que avanzaba el tiempo y que la guerra se tornaba inútil, los miembros católicos de la burguesía nacional se convencían de que derrocar al gobierno de Lázaro Cárdenas era tarea más política que militar y, en septiembre de 1939, estos derechistas citadinos no fallaban en crear su flamante Parti-

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do Acción Nacional (pan), de oposición al oficial Partido Nacional Revolucionario (pnr). Dividida, la derecha mexicana había generado otra facción: el Sinarquismo, movimiento regido por una doctrina católica, nacionalista, hispanista, de tradición familiar y extracción popular, sustentada en el social-cristianismo que, entre sus banderas, exigía de manera pacífica la propiedad de la tierra en la reforma agraria, que no la posesión, como era la oferta del régimen ejidal oficial. Confundido y relacionado en su ideología y vínculos con la Falange Española, con el nacional socialismo alemán, y con los demás totalitarismos europeos, el Sinarquismo católico, moreno, mestizo y criollo, nacionalista y jerárquico con extrañas e indefinidas añoranzas racistas fue llamado fascismo prieto, en comparación con el fascismo ario, protestante, pangermanista y antisemita. Fundado el 23 de mayo de 1937, en la ciudad de León, Guanajuato, este movimiento constituyó la Unión Nacional Sinarquista (uns), que, en su mejor momento, durante el año de 1940 bajo la dirección de Salvador Abascal Infante, llegó a tener hasta 250,000 afiliados, según su propio padrón. Durante el cardenismo, la Iglesia Católica, a la busca de la supervivencia entre sus fieles de México, en su Encíclica Rerum Novarum, aceptaba la limitación del número de sus ministros y confiaba en su permanencia y apoyo internacional, optando así por la paciencia en espera por el cambio de los hombres de poder, para la modificación providencial de la correlación de fuerzas a su favor. De este modo, la Iglesia Católica se deslindó de la guerra e incluso condenó el levantamiento de la Segunda Rebelión, haciendo uso del recurso espiritual de la excomunión para desalentar a los alzados. Mientras en algunos estados de la República se iniciaba la convivencia pacífica, en el dejar pasar el culto externo y el registro sa­ cerdotal, en otras entidades, se ponía mayor énfasis en la aplica­ción del Artículo 130 de la Constitución y se volvía a limitar el número de sacerdotes, al tiempo que el Episcopado Nacional intentaba calmar los ánimos de sus miembros más beligerantes. Sin embargo, pasando por alto el voto de obediencia, unos cuantos sacerdotes, en mayor contacto con la pobreza extrema de los fieles del campo

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participaron en la inútil Segunda Rebelión Cristera, en la cobertura de su práctica sacramental y por medio de la ayuda espiritual a los sincréticos mestizos e indígenas cristeros. Es aquí donde se afirma que la Segunda Cristiada originó la creación de esa Iglesia popular, sin oropeles ni albas, ni mitras, sino con el sacramento y la actividad catequista lejana de la burocracia del Vaticano. Una Iglesia sin esperanza de encumbramiento en la Diócesis o la Arquidiócesis, ni en la ocupación de los mejores templos y sacristías, sino en la relación directa con la feligresía mestiza e indígena sincrética, desconocida, desdeñada y prejuzga­ da por el alto clero, debido sobre todo a su mínima aportación económica a la Iglesia. Para la Segunda Rebelión Cristera, hubo soldados de Cristo en pie de guerra en zonas rurales específicas, ubicadas en los estados de Aguascalientes, Colima, Durango, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nayarit, Puebla, Querétaro, Oaxaca, Guerrero, Sonora, Sinaloa y Zacatecas. Ex combatientes de la Primera Rebelión acosados, perseguidos y atosigados, antiguos villistas y ex combatientes zapatistas, uno que otro católico citadino acejotaemero (de la acjm), bandidos del orden común, comuneros indígenas y mestizos, entre otros, los guerreros de Cristo Rey en la Segunda Rebelión, tuvieron múltiples razones religiosas, étnicas y agrarias que dieron sustento a una extraña guerra descalificada por la Iglesia y abandonada por los católicos conservadores citadinos. La Segunda Rebelión Cristera, inició sus combates a fines de 1934 y tuvo su apogeo con 7,000 rebeldes en 1935. La duración, el número de alzados y la intensidad de la guerra fueron muy diversos, de acuerdo a las características y motivos regionales de los propios combatientes. En Jalisco, Nayarit y Zacatecas, concluyó en 1937, mientras que en Michoacán y Aguascalientes perduró hasta 1938. En el estado de Morelos hubo cristeros hasta 1939. En los Cerros Agustinos de Guanajuato, los soldados de Cristo combatieron hasta el año de 1940. Por su parte, el ejército, a pesar de no tener más trabajo bélico que el de someter a los últimos cristeros del país, en los estados de Durango, Guanajuato, Morelos y Puebla, y a pesar de contar con los aviones de la Fuerza Aérea Mexicana (fam), siguió sufriendo

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vergonzosas derrotas por parte de las irredentas tropas rurales de Cristo Rey. Finalmente, en 1941, los únicos cristeros que quedaron en activo en el país fueron los aferrados, obstinados, aislados y pertinaces militantes, mestizos e indígenas no católicos y excomulgados del Ejército Libertador Cristero del Estado de Durango (elced), que había sido jefaturado en sus inicios por Trinidad Mora y, a la muerte de éste, en 1936, por Federico Vázquez, un ejército que no integraba más que a algunas pequeñas partidas de hambrientos, harapientos, desmoralizados y humillados guerreros, casi vencidos por el gobierno y sus aliados. Paradójicamente, al momento de su amnistía, que tuvo lugar el 25 de febrero de 1941, en el cuartel de la Décima Zona Militar de la ciudad de Durango, ya en el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho, quien desde el inicio de su mandato se había declarado creyente, la guerra iniciada en contra de la persecución religiosa, por la defensa de los templos y los sacerdotes católicos citadinos, terminó con la satisfacción de demandas y exigencias que no tuvieron conexión alguna con la religión católica ni la derecha citadina. Además del respeto de la vida y de los bienes comunales de los combatientes, una de las principales condiciones de amnistía de los últimos cristeros de Federico Vázquez, fue la del respeto total del centro ceremonial religioso tepehuán de Taxicaringa, ubicado en el municipio de Mezquital, Durango. Sin que tuviera relación alguna con el Vaticano, el Episcopado Mexicano o la Arquidiócesis de Durango. Y así, mientras que las columnas de los periódicos se ocupaban del avance de las tropas nazis en Europa, de manera casi silenciosa, sin la menor publicidad nacional, mestizos y tepehuanes de las tropas durangueñas de Cristo Rey, en el cuartel de la Décima Zona Militar, ante el gobernador del estado de Durango, Elpidio Velázquez, pusieron fin al largo y complicado conflicto de las Rebeliones Cristeras mexicanas del siglo xx.

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EL NARRADOR DE L A SEGUNDA CRISTIADA

A

ntonio Estrada Muñoz nació en el poblado de Santa María de Huazamota, municipio de Mezquital, en el estado de Durango, el 23 de octubre de 1927 y fue hijo del coronel cristero Florencio Estrada García y de Doña Dolores Muñoz. A la edad de 7 años, el niño Antonio Estrada y su familia se encontraban en la Sierra del Mezquital y, mientras Florencio Estrada luchaba en la Segunda Rebelión Cristera contra las fuerzas federales y sus cuñados los Muñoz, caciques de Huazamota, doña Dolores huía constantemente con sus hijos, escondiéndose en las cuevas de la Sierra y sufriendo hambres y frío para sobrellevar la lucha en la Segunda Rebelión. En 1936, cuando el coronel Florencio Estrada fue muerto en combate, doña Dolores se trasladó con sus hijos a la ciudad de México. Los hijos fueron internados en la Escuela para Huérfanos de Cristeros, en Mixcoac, Distrito Federal, y doña Dolores, sin muchas opciones, se puso a trabajar como sirvienta. En Rescoldo, Antonio Estrada hace el detallado y emotivo relato de sus vivencias infantiles durante la Segunda Rebelión Cristera, en la sierra, al sur del estado de Durango. Al egresar de la Escuela para Huérfanos de Cristeros, Asilo de la Divina Infantita, donde cursó primaria, secundaria y latín, el joven Estrada se matriculó en el Seminario Conciliar de León, Gua­ najuato. Allí estudió filosofía, letras y teología. Recién casado con la yucateca Dora Maldonado, Antonio Estrada se dedicó a trabajos eventuales e incluso fue velador en una fábrica de colchas en Zumpango, Estado de México. En 1953, Antonio Estrada ingresó a la Escuela de Periodismo Carlos Septién. En ese periodo estableció amistad con su condis­ cípulo Vicente Leñero y por esa misma época se relacionó con Juan Rulfo. En 1955 Estrada comenzó a escribir «Rescoldo». Mientras tanto, como ejercicio, cubría gratis la fuente policiaca de El Universal Gráfico.

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Para 1959, Estrada ya tenía terminada su novela «Rescoldo». Mien­tras escribía sus novelas y cuentos, lograba sobrevivir traba­ jando de lo que fuera: haciendo artículos, reseñas de libros, co­ rrec­ciones de estilo para varias revistas y periódicos como Mundo mejor, Señal, Gente, El Universal y la revista Siempre, entre otros tra­bajos de todo tipo, incluso trabajó en Elektra, las tiendas del ca­ tálogo. Todos los escritores mexicanos del siglo xx saben que de entrada era difícil publicar una novela en el país, en especial antes del arribo de la tecnología de la red virtual, y más aún cuando el contenido de lo que se pretendía publicar no correspondía a los in­ tereses de los patrocinadores de la inversión editorial. Así, uno puede imaginar las dificultades por las que pasó Estrada a finales de la sexta década del siglo xx, cuando, aunado a las limitaciones de todo escritor mexicano, Estrada, como miembro del Ejército Libertador Cristero, no podía publicar su obra en editoriales oficiales. Y la Iglesia, por su parte, tampoco se podía comprometer a la publicación de Rescoldo, porque la novela no co­ rrespondía a los lineamientos ideológicos del episcopado y de los católicos conservadores, quienes no podían involucrarse en la ruptura de los términos de los arreglos de 1929, en los que se especificaba que los combatientes cristeros no podían ser tratados como héroes y además, porque en «Rescoldo» la Iglesia Católica no tiene la imagen ideal de la santidad garantizada y la representación oficial de Dios en la Tierra. La única editorial que en ese momento podía interesarse por «Rescoldo» era Jus, cuyo gerente era entonces Salvador Abascal, ex dirigente nacional de la Unión Nacional Sinarquista. La administración de Abascal en la editorial Jus, daba a ésta la tendencia sinarquista de la derecha mexicana en sus textos y acostumbraba a corregir los manuscritos de sus escritores. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la facción sinarquista de la derecha guardaba serias diferencias ideológicas con la facción cristera. El catolicismo social de los cristeros no era muy compatible con el social-cristianismo de los sinarquistas. Además, de acuerdo con Vicente Leñero: Publicar en Jus, en los años sesentas era condenarse al silencio, y no ser considerado por la alta cultura mexi-

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cana, porque un libro de Jus era un libro de derecha y era malo, aunque no se hubiese leído. Así el panorama. La disyuntiva de Antonio Estrada estaba entre sufrir el silencio de la alta cultura nacional más la corrección de sus textos por Salvador Abascal, o que su obra nunca conociera los escaparates de las librerías ni las fichas de las bibliotecas. Abascal le corrigió varios libros hasta a José Vasconcelos, en Ediciones Botas, y así se quedaron, era muy puritano. Rescoldo pasó por la censura de Salvador Abascal, pero afortunadamente, el retoque se limitó a las malas razones y los cabrones se escribieron como carbones, y ante el enojo de Estrada, los hijos de la chingada de su novela, se transformaron en hijos de la tiznada. Era la única alternativa de publicación. Finalmente en 1961, salió a la venta la primera edición de «Rescoldo», con el número 17 de la colección Voces Nuevas de Editorial Jus. Las virtudes literarias de «Rescoldo», así como su gran riqueza en la recreación del lenguaje, evitan que la obra pueda ser juzgada a la luz de la exactitud histórica; a pesar de ser un fiel ejemplo de la literatura testimonial, completamente original y que nada tu­ vo que ver con los escritores de su tierra y de su tiempo, ganado por un tema vívido y recurrente en una memoria infantil por demás lúcida, con una compleja estructura narrativa. En «Rescoldo» no hay objetividad histórica: como cristero, Flo­ ren­cio Estrada es antigobiernista en el periodo presidencial del ge­ neral Lázaro Cárdenas del Río, una de las épocas de mayor legi­ timidad del Estado Mexicano, pero Florencio Estrada tampoco to­ma el partido de la Iglesia ni de los conservadores católicos de la derecha citadina, toda vez que estos habían abandonado a los cristeros a su suerte. Al desvincularse de la Iglesia, el principal motivo aparente de la lucha cristera entraba en una incógnita subjetiva solamente comprensible en el emotivo y dramático relato mexicano cimarrón de Antonio Estrada: −Perdone otra vuelta mi mala cabeza, padrecito… pero aunque seamos unos rancheros de lo más cerrados, sabemos dos cosas. Si el Papa nos quitó el compromiso, nuestros adentros ya nunca lo podrán hacer. No le hace

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que los demás hayan corrido… Mire, señor cura, en esta sierra acostumbramos a cumplir la palabra empeñada a cualquier hombre. Cuánto menos nos vamos a rajar con Dios… De esta manera Florencio Estrada, rebasando a los conservadores citadinos, toma el tercer partido, es decir, el bando cristero. Los cristeros de Antonio Estrada se describen en «Rescoldo» casi como un pequeño ejército loco, con un pensamiento que podría con­siderarse como una primitiva relación con la teología de la liberación, rebasando a la jerarquía de la Iglesia y del Estado y sujetos sólo a las jerarquías militares del Ejército Libertador. Un ejército rescoldo de la brasa de la Primera Cristiada que esperaba agarrar aire para volver a prender el fuego de Cristo Rey, pero la leña del catolicismo social ya se había quemado y estaba muy desparramada como para volver a encenderse, hasta que finalmente el rescoldo se apagó de forma definitiva. Para la razón de Adolfo Castañón: Vale la pena leer «Rescoldo» o «La sed junto al río», de Antonio Es­trada, porque allí vemos surgir una mexicanidad, quizá por primera vez antiestatal: Un México donde los representantes legales de la autoridad son retratados como verdugos cancerberos, donde los héroes son los pequeños campesinos que se oponen a la educación positivista, donde los mártires son indistintamente criollos, mestizos o indígenas y lo más importante, como en el caso de Antonio Estrada, un México donde mestizos, criollos e indígenas no sólo comparten la cultura de estos últimos sino que se inventan una especie de «patois» o dialecto híbrido de huichol y castellano. En diversas obras de narrativa de las Cristiadas a favor de la guerra, como las novelas: Héctor, Jahel y La guerra sintética, de Jor­ge Gram; Alma mejicana, de Jaime Randd; Entre las patas de los caballos, de Luis Rivero del Val; La virgen de los cristeros, de Fer­ nando Robles; Pensativa, de Jesús Goytortúa; Cristo Rey o La per­ secución, de Alberto Quiroz y Los recuerdos del porvenir, de Ele­na Garro, los jóvenes católicos citadinos y los hijos de los hacendados miembros de la clase media y de la burguesía local, son por lo general empleados de comercio, estudiantes o profesionistas libres, casi siempre criollos y antiyanquis, aunque son buenos consumi-

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dores de los productos estadounidenses. Sin problemas económicos, es­tán en contra de la educación racionalista y a favor de la educación confesional. Son nacionalistas, conservadores, papis­tas, tradicionalistas, anticomunistas, antiagraristas, e incluso antisemi­ tas. Ausentes de pecado, con un estrecho concepto de la de­cencia y las buenas costumbres, y sin caer en la tentación de la carne, son los personajes prototipo de la derecha mexicana. El pa­pel de los acejotaemeros y de los hijos de los hacendados en las novelas cristeras está predestinado, de tal suerte que, en su ficcio­nalización, los citadinos e hijos de hacendados, son presentados de manera ve­lada o abiertamente segregacionista, en términos raciales, y de manera inopinada. En los relatos, jerárquicamente están por encima de los campesinos e indígenas. Están destinados a ser los di­rigen­tes morales, materiales y militares de la guerra en defensa de la re­ligión, por Dios y por la Patria. Sólo en los casos de las novelas: «Entre las patas de los caballos», de Cristo Rey o «La perse­ cución» y «Los recuerdos del porvenir», se ha podido identificar la relación histórica directa del relato novelístico y sus personajes protagónicos citadinos con los acontecimientos narrados. En este contexto, al realizar la confrontación de la ficción de estas novelas con los hechos históricos, en los textos a favor de la guerra y en algunos neutrales, la imaginación ficcional y la intención de divulgación ideológica de la derecha mexicana y del racismo criollo, gana el terreno a la realidad de la poca participación y a la ausencia de liderazgo de hacendados y los católicos conservadores citadinos en la guerra. Es la imagen del héroe criollo charro católico, conservador, hacendado en un sistema social inamovible, en el que, de acuerdo a la raza, cada cual tiene su lugar de amo y siervo. El siervo siempre estará feliz y agradecido de tener un amo que lo guíe y tome sus decisiones, mientras que el amo será la fi­gura paternal que cuidará a sus peones, como parte de su propia heredad. En desigualdad de estatus, los indígenas y mestizos nunca podrán acceder más que a la dispensada amistad del amo. De esta manera, las novelas cristeras escritas por los criollos, católicos conservadores citadinos, acejotaemeros y hacendados, pregonan y generan una suerte de héroe cristero de ficción, diseñado a la medida de las necesidades de legitimación ideológica e inclu­so psicológica, por encima de los demás sectores participantes de la

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guerra. Esta situación de la novelística a favor de la guerra, es re­ lativamente fácil de entender por lo limitado del acceso a las le­ tras y a los tipos de las imprentas por parte de los propios combatientes cristeros campesinos mestizos e indígenas, entre los que la oralidad y la lírica narrativa son las formas tradicionales más co­munes de relato histórico. En este sentido es de enfatizar que «Rescoldo», los últimos cristeros, de Antonio Estrada Muñoz, es la única novela, a favor de la guerra, que soporta históricamente la ficcionalización, en el contexto de la creación de sus personajes y sucesos, campesinos e indígenas cristeros, durante la Segunda Rebelión Cristera. En «Rescoldo» se introducen personajes de novela de tema cristero que no aparecen ni aparecerán en las demás novelas de tema cristero. Se trata de los cristeros indígenas no católicos. Coras, huicholes, tepehuanes y mexicaneros se unieron a las Cristiadas, en pro y en contra, de acuerdo a intereses que poco o nada tenían que ver con los templos y las sotanas, cosas extrañas y poco frecuentes en el ámbito serrano. El encuentro y la tensión ritual y litúrgica junto con las tragicómicas situaciones sincréticas, aportan a Rescoldo una originalidad sin similitudes en la literatura mexicana. Estrada siguió escribiendo en condiciones por demás difíciles y a principios de 1967, sale a la circulación «La sed junto al río», que es la novela menos estudiada de Estrada. Pocos han gozado su com­plicada, pero bien lograda, estructura literaria, que se refiere al li­mitado campo de decisión de las mujeres en el ámbito rural de los años cincuentas del siglo xx. En las fojas de «La sed junto al río», editorial Jus enumera las obras de Estrada y se compromete a publicar sus textos inéditos: «Rescoldo», con un tiraje de 4 mil ejemplares, publicada en 1961. «La sed junto al río», con un tiraje de 3 mil ejemplares y publica­ da en 1967 y Los Indomables, que la editorial anunciaba como en pren­sa. Las tres novelas anteriores conforman el «Tríptico Duranguense», de novela costumbrista de Antonio Estrada. También se menciona, en las fojas de «La sed junto al río», La grieta en el yugo (reportaje político-caso San Luis Potosí) con dos ediciones: la primera en enero de 1963 y la segunda en junio de 1963, de 5 y 10 mil ejemplares respectivamente. De la misma ma­

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ne­ra se anuncia la próxima aparición de la novela moderna La bue­ na cizaña y de la colección de relatos Narrativa típica-Fábula popular. Se preguntaba Adolfo Castañón: ¿No es significativo que novelas como las de Antonio Estrada: «Rescoldo» y «La sed junto al río» no hayan sido ampliamente ree­ ditadas y que incluso existan, hasta donde sabemos, manuscritos iné­ditos de este autor admirado por Juan Rulfo? Desde la publicación de «Rescoldo», Antonio Estrada, considerado por los regímenes priístas como un peligro para México, por su movilización en apoyo al movimiento navista de San Luis Potosí, fue víctima de la persecución y la represión política. Sólo al final de su vida pudo levantar cabeza y establecerse medianamente. El 7 de abril de 1968, el escritor de «Rescoldo» sufrió un infar­ to al miocardio que terminó con su creativa existencia. Antonio Estrada fue bien querido por sus amigos escritores y, tras su muerte, algunos de ellos abrieron una cuenta bancaria a nombre de su viuda Dora Maldonado, y Juan Rulfo, el entrañable amigo de Estrada, nunca olvidó depositar dinero a la cuenta de doña Dora. Al respecto, en sus propias palabras, la viuda de Antonio Estrada explicó: Juan Rulfo nos mandaba dinero al banco cada mes, ese señor nos ayudó mucho, aunque yo nunca lo conocí. Luego de una campaña periodística y de las recomendaciones de Jean Meyer, en 1989, editorial Jus volvió a editar «Rescoldo». En el mismo año, Christopher Domínguez Michael, en su «Antología de la narrativa mexicana del siglo xx», primer tomo, reprodujo dos capítulos de «Rescoldo» y citó algunos reconocimientos al valor literario del mismo, como parte importante de la literatura nacional. Por su parte, en 1995, José Luis Martínez, en su texto «La Literatura mexicana del siglo xx», hizo otro tanto y enfatizó la calidad li­teraria de «Rescoldo», en contraste con su poca suerte editorial. En el año de 1999, editorial Jus sacó a la venta la tercera edición de «Rescoldo», esta vez con el número 6 en la Colección Clásicos Cristianos y con prólogos de José Luis Martínez y Jean Meyer. Edi­ ción en la que se corrigieron los yerros que, como producto de las correcciones de Salvador Abascal, aparecieron en la primera y se-

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gunda ediciones; además se le añadió un breve vocabulario para explicar el significado de algunos regionalismos y palabras de origen tepehuán. Y de nuevo, en el año 2007, salió la cuarta edición de la elogiada, entrañable y controversial novela. Varios de sus textos quedaron inconclusos, como el ensayo Los cristeros y la literatura y las novelas La tierra era blanca, El enemigo y Cinco mujeres. Sólo hasta el año de 2010, Los indomables, La buena cizaña y el libro de cuentos Narrativa típica −que al parecer, Estrada quería cambiar por «Sembrar un manantial»−, pudieron ser publicados por el Instituto de Cultura del Estado de Durango (iced), integrados en el volumen titulado Narrativa póstuma, libros hasta entonces iné­­ditos del narrador huazamoteco Antonio Estrada Muñoz.

Antonio Avitia Hernández Victoria de Durango, 2013

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La sed junto al río

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A los señores Enrique Soto y María Luisa Torres de Soto e hijos.

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M

adrecita mía…Ten piedad de nosotras, flores de breña. Que la miel de nuestro cora­zón, que se revienta ya, no vaya a ser amarga a nadie. Te lo ro­ gamos todas, mucho más las que ya columbramos cómo apuntan nuestras veredas.

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El Jesús

Capítulo I

S

e hinca a un lado de la prieta concurrencia, mujeres vestidas de negro desde el chal transparente a los zapatos lustrosos, de charol nuevo. Acomoda el sombrero sobre los talones agrietados y se cruza de brazos, atento a la figura del Nazareno. Velas de parafina recamada y las negruzcas, de sebo, traman un graderío de flamillas que bajan y suben a los golpes de aire. También botellas verdes y jarros alargados, con flores de colorín como manitas de niño. Se les exprime el corazón como limón para agua fresca. Algo que siempre le ha sucedido cuando allá de vez en cuando se ha hecho el aparecido en la casa que recibe la visita del Jesús. Sabrosa maldad que siempre lo ha jalado, casi cabestreado, a es­piar a esa figura de carnes maltratadas hasta el hueso. Como el gustillo miedoso, muy de los niños, de curiosear a los balaceados o acuchillados, o los cuerpos amarillos que las gentes prietas de todo a todo, como las de esta concurrencia, velan entre muchos «ruega por él, ruega por él» y una rueda de velas. Las gentes del rezo se hacen cruces: ¡allí tan devoto el perdulario que conoce la iglesia nada más por fuera! Allí Efrén Núñez, el atrabancado que hace poco se bautizara en la hombría, de paso co­ peteando el jarro de los muchos males del pueblo. Se hacen cruces las gentes de la novena y hasta le pierden ritmo al coro quejumbroso que repite y repite la vieja oración al Jesús: −Alabado y ensalzado el Augusto Sacramento del Altar… −Y la Virgen concebida sin pecado original. Él responde a las avemarías con el puro ruido de las palabras. La misma señorita Nicomedes voltea y voltea a uno y otro lado en reojos como de espanto y coraje, con aquel reprimido ¡Jesús bendito! en la boca de laurel de días.

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El pobre, nunca había podido decirle nada importante al triste Nazareno. Sólo unas tres veces se había golpeado el pecho, por me­ llar un poco aquel filo de pena que se le hundía en todo lo grueso del corazón. Una punzadilla honda y amarga por cada travesura o atrabancada que recordaba… Ahora ni eso. Había estado a punto de robarle la novia a un compañero de su gavilla de infancias. Y luego, hasta lo quiso matar cuando le echó en cara su mal juego. Ganas no le faltaron de haber estrenado aquella pistola que hacía poco cargaba al cinto como sello de su paso a la ansiada hombría. Pistola… Pistola calibre .38, toda relumbrosa de bien pavonada, que su padre Zenón cambió a don Sebastián Mendieta por tres toretes de año y medio. ¡Había faltado tan poquito para matar al Gabino…! Nada más que avisara el día y la hora de irse los dos, las armas en la mano, a lo más cerrado de la gatuñera. Pero Gabino Ramos no tenía pistola. La acababa de vender para mercar las donas de Hortensia, y allí se tomaba muy a mal dilucidar una querella con arma prestada. Tanto como jugar con caballo pando en el coleadero. Y luego que el señor cura Garfias le acabó de parar el trote al casar a los pollos de esa manera, tan a lo taimado: en aquella misa de cinco de la mañana, y cuando todo mundo hacía al padrecito en el rancho Tres Filos, confesando a los balaceados en la fiesta del santo patrono del lugar. Ni podía dolerle el ánima. Si largó aquel suspiro gordo, fue porque el mismo Jesús lacerado sabía muy bien que él era ya un hombre hecho y derecho, a pesar de sus diecisiete años. Después de todo, no había motivos para meterse en esos breñales de malditas dudas, en esos enredos que nomás lo hacen a uno pensar y pensar, siempre el puro cavilar con el correspondiente desgaste de cerebro y ablandamiento de nervios. El mismo Nazareno tenía más de cien años de atestiguar allí cómo cada muchachito nacía a la hombría solamente cuando estrenaba cuchillo o pistola en el cuerpo de otro ranchero. Y a cuántos hasta les concedió mejor pulso y ojos más listos a la hora buena. O les permitió mayor rapidez en desenfundar la .38 o la .45… Casi nada. Parecía que tuviera sus preferencias el santito en eso de sus milagros. «Dicen que por mi culpa ya no vendrá otro padrecito…» Se le salió sin querer. Le confió al Jesús.

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−Alabado y ensalzado el Augusto Sacramento del Altar… Que por su culpa la Mitra de Durango se desentendía en delante de Tepetates −decía la gente. Dura imputación, ciertamente. Aunque el asunto no estaba del todo claro. Quienes de veras habían ofendido al padrecito Garfias con sus picones o indirectas fueron su padre Zenón y sus tíos Benito y Fabián. La cosa andaba bastante cerca, pero nada más. −Usted nomás aténgase a su pura iglesia, señor cura. −No se meta en nuestros atolladeros, que luego no va a saber cómo librarse de la espinada −le cantaron muchas veces esos viejos Núñez. Hasta le habían echado el caballo encima cuando se toparon con él en la calle real o en los caminos de Cañaverales y de Arrollo Verde. Los gallones Núñez se decían muy cristianos; pero, la verdad, les pesaba demasiado aquella mano dura del párroco. Pareció dolerles al alma, sobre todo, mirar bien casada a la paloma que el muchacho de Zenón se había propuesto ganarle a Gabino Ramos. Por esos reojos filosos que las mujeres no dejan de echarle al pa­ rejo de sus dolientes rezos, Efrén adivina que hasta le pedirán al milagroso santito un duro castigo para él. Algo muy especial. Bien grande es su poder. Varias veces la señorita Nicomedes ya le había echado en cara todo. Aun le cargó el otro «muertito»: que tres meses antes de la ida del señor cura Garfias hubiera sido retirado el pelotón de resguardo… Él maliciaba que el Teniente Urrea, al verse en apuros, decidió la retirada. «Es inútil que haya guarnición en ese pueblo −decía la carta que envió al Cuartel General el Teniente−. Se complican por igual todas las gentes. Apenas con todo un batallón podríamos tener a raya a estos cerreros abajeños. ¡Imagínese, mi General: sería cosa de tener aquí un soldado para cada uno, como pilmama!» El General Romero, habida cuenta del fracaso de anteriores des­ tacamentos en ese mismo negocio de establecer allí el orden, cayó en la trampa sin más hacer. Se convenció del todo que en realidad no valía la pena distraer más fuerzas militares y dineros en el Cañón de Tepetates, un infiernillo de México.

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Siempre había sucedido allí que los comandantes del resguardo, y aun los mismos soldados, llegaban a intimar de tal manera con los poderosos, con los caciques en turno, que se olvidaban to­ talmente de impartir una justicia a ciegas, pareja. El pobre Nazareno parece estar en apuros. Como que a ratos se apena un tanto más su figura, de por sí la pura aflicción… Pero él, Efrén Núñez, es ya un hombre, y esto vale allí por muchas cosas. Le extraña que los dueños de la casa, el Tío Félix y Bibiana, sean los únicos que no le acosen con soslayos rabiosos, de condenación, cuando buenas razones tienen para tomar su presencia como una provocación. Además, el viejo es el único gallo Ramos de añejos espolones que queda allí… Será que el Nazareno hace ricos en buena voluntad al par de viejos que reciben su visita… Dos horas entre rosario, oraciones y alabados. Cuando el último amén, de golpe recuerda que ha estado de rodillas como los buenos, como las mujeres de la novena. Es de los últimos en salir, por el trabajo en persignarse más o menos como la señorita Nico­ medes. Ya en el patio, una mano le pesa sobre el hombro como viejo cariño. −Dios te pague que nos hayas ayudado a rezar, Efrencillo. Te devolveremos la visita cuando el Jesús vaya a su novena con ustedes. −Sí, don Félix. −Pasa a la cocina a tomarte un taquito −le ruega Bibiana−. De corazón se te ofrece. Anda, pasa. −Mejor otro día. Y se dirige a Azulejo, amarrado allí a un horcón del tapanco de guardar las mazorcas. La señorita Nicomedes se le arrima con palabras temblorosas. −Efrencillo, Efrencillo: ¡vieras cómo me alegra lo que has hecho! También me da harto gusto que de vuelta te muevas bonito la cola con Gabino. Ahora echa bien todos tus ojos por ahí… Búscate una buena novia. Seré tu madrina de casorio, qué diantres. Se rasca la espalda como picado de pulga. Ella da media vuelta, rumbo al altar del Nazareno milagroso. Se va riendo. Y más en sus adentros que en su carilla de niña grande, de cuarenta años bien cumplidos.

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Ca pítulo II

E

ra el Jesús la presencia de Dios hecha carne prodigiosa desde que existía el pueblo. De padres a hijos había ido creciendo la historia. Decían que la santa figura se presentó solita, al mismo tiempo que de Jalisco y Nayarit bajaron los Ledesma y los Rivas, ilusionados por la fama en bienestares de aquel cañón recién descubierto por los Ramos durangueños. Se apareció una tarde que llovía entre muchos truenos y ruidero de vientos que casi doblaban los varejones de breña y las cañas de otate; que hacían rechinar aun árboles tan grandes como el sabino, el guamúchil y la higuera silvestre o chalate. Lo trajo una mula toda prieta, que bajó por la misma vereda que desde Súchil guió a los primeros Ramos. La bestia pasó por varios ranchos. Luego, también la miraron por el camino real dos muchachos de Amado Ramos, cuando cortaban leña en la ladera. Paró ante el corral de Isidro, el mayor de los viejos Ramos. Pateaba el tepetate como impaciente de que le abrieran las trancas. Mirando que no aparecía el arriero, Leovigilda se compadeció. −Vamos a descargarla. Miren cómo se moja la pobrecita. Seguro se le cortó a algún falluquero que viene a ofrecernos mercancía. Siguieron en la idea de que el dueño no tardaría en aparecer. Pero pasaron las horas, se hizo de noche y todos se acostaron a dormir todavía entre los truenos y las luces retorcidas del tormentón. Muy de mañanita, Leovigilda se para a poner el nixtamal, a cocer el maíz. Siempre picada de curiosidad, va al corral, a indagar por ella. Pero nada de bestia. Más metida en dudas va a palpar la carga, una caja de madera envuelta en costales de ixtle. Corre a despertar a Isidro. −Ven, ven. Tengo un presentimiento. Destapa la carga de la mu­ la perdida. ¡Anda! También una como corazonada espabila de golpe al viejo. De carrera se mete los huaraches. Con una barreta levanta las tablas, duras y bien pegadas. Le for­ man rueda de ansias Leovigilda y los muchachos. Ni una palabra

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pueden balbucir cuando, con el mayor cuidado y devoción, Isidro descubre la imagen y la toma en sus manos temblorosas, humildes. Como un hijo más que le acabara de dar Leovigilda. Como el undécimo de sus hijos. Así, a la vista de todos, el hombrecito de pasta y madera luce sus carnes maltratadas, aquella llaga de Dios como si lo acabaran de azotar los malos judíos con toda su saña indina… Y luego el mis­terio de su carita: como que va a llorar, como que va a reír. Quien sabe cómo es… un nene que va a hacer pucheros. −Se quiere quedar con nosotros −reza Leovigilda, toda ternura, y entrecortada la voz−. ¡Quiere quedarse con nosotros, el pobrecito! ¡Miren! Y el Nazareno se quedó en aquel pueblito que apenas comenzaba a vivir. Desde esa mañana, uno más en la familia de Isidro Ramos. También como otro recién llegado de los estados vecinos en bus­ ca de mejor suerte. El Cañón era rico en playas para huertas y ca­ ñaverales, en laderas de breña y cactus frondosos que daban pitaya y el garambullo, tunas dulces y frescas. En los arroyos del clima tibio se amontonaban los árboles del zapote blanco y de la ciruela amarilla, roja o anaranjada, del arrayán agrio y de la guayaba. En sus laderas y bajíos de media sierra se criaban a placer de los ganados. Tepetates tomó cuerpo como metrópoli acogedora de las gentes más desheredadas de los confines entre Durango, Jalisco y Nayarit. Y muchos milagros de oro y plata empezaron a tapizar la capa verde del santito aparecido. La mejor playa del Río San Lucas, la oriental, era una pura mil­ pa de cañas moradas. En las riberas del Verde, el arroyo que se le unía a cincuenta pasos de los acantilados, los hermanos Ramos ha­cían crecer plátanos «manzanos», mangos y naranjos al parejo de los aguacates y guayabos criollos. Los mismos Ramos, hijos del español venido a menos don Jaime Ramos de Ochoa, de Súchil, ahora vivían en casas de cantera rosa y labrada a buen cincel, y hasta habían cubierto las piezas con papel traído de Francia, vía Durango a lomo de mula. Los Ledesma, venidos de Acaponeta, Nay., y también descendientes de es-

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pañoles, eran dueños de gran parte de los cañaverales y trabajaban un trapiche hechizo del mejor mezquite. Para mejor compartir todo el pueblo los favores y cariño del Nazareno, una señorita que ayudaba en todo al señor cura impuso la costumbre de que cada familia lo honrara durante unos días en su casa. Por su parte, la gente empezó a esmerarse en regalarlo. Fue cuando quedó como ley que cada hogar hospedero le ofrendará capa y paños nuevos. Tantos besos le plantaban los buenos colonos en sus carnes re­ ventadas que pronto le desgastaron las rodillas, el costado de la lan­zada y parte de la frente. La santa figura tomó un aire un tanto más triste. Era el tiempo en que los viejos que lo recibieron en el seno de su hogar, ya habían muerto. Ahora mandaban en las familias los nietos de entonces. Las gentes se dolían de aquella acendrada pena del santito. La señorita que ahora ayudaba a los señores curas corrió la voz de que esto no se debía tanto a sus muchos años, a los cien años de ser el paño de lágrimas de Tepetates, sino más bien a los cada vez peores modos del pueblo. Sobre todo a la rencilla que más y más se apretaba entre las familias poderosas, los Ramos y los Ledesma. Todo había empezado por el celo del mando, de los dineros y de las hembras. Muchos muertos en pleito se contaban ya por cada bando. Era como si año con año azotaran de nuevo al Jesús o le mudaran la corona de espinas por otra más punzante. Como si en vez de espinas judías, se le clavaran en la sien las uñas de garabato de la breña o las agujas de los grandes cactos de las laderas. Sus mismas llagas ya no eran rojas como cuando llegó. Tiraban a cárdenas, casi a morado. También, como si se hubiera secado un tanto su cuerpo de por sí descarnado, al no parar de manarle las heridas. Y los ojos más hundidos, y la nariz más afilada y la boca más reseca, siempre con más y más sed. El pobrecito…

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CA PÍTULO III

F

ue cuando la primera maldición de los padrecitos. Aun chocaban familias de una misma sangre, re­ vueltos ya todos los apellidos por falta de pueblos cercanos alrededor del Cañón, con los cuales intercambiar bodas. También, cuando los Ramos diezmaron a los Ledesma, hasta borrarlos de la lista. «Que os mordáis como perros rabiosos unos a otros −les dijo en un sermón el señor cura Pastrana−, es cosa común de otros pueblos, de todos los países, de todo el mundo… Que se maten entre sí fa­ milias de una misma sangre, es cosa que únicamente pasa aquí. Esto ya no tiene perdón de Dios». Tepetates era el único pueblo en toda esa zona de montañas, en el corazón de la Sierra Madre Occidental. Súchil, cabecera del Municipio, quedaba a cuatro días bien andados en mula. Y solamente en mula, porque los caballos no servían más que para lujos. Meterlos en aquel laberinto de precipicios sin fondo y escaleras en la peña por camino, era tanto como querer despeñarse. Acaponeta, a cinco o seis. Mezquitic de Jalisco, a tres o a cuatro. El buen sacerdote había tratado de arreglarlo todo por la buena, con paciencia y suaves palabras. Mas nadie le hizo el menor caso. Cuando soltó aquella maldición, fue la primera vez que habló fuerte. Le dolía ser retirado por impotente para imponer allí la ley de Dios. Después las revoluciones nacionales. Y aun las familias antes pacíficas tuvieron que comprometerse por alguno de los bandos, con el que más pesó la sangre o la posibilidad de éxito. A fin de cuentas, los más perdidosos resultaron los Ramos por haber sido derrotado su último partido, los Cristeros. Los Núñez, recién venidos de Mezquitic, le dieron al clavo al aliarse con quienes resultaron los definitivos vencedores, los gobiernistas. Sobre todo los Ramos que fungieron como cabecillas, ya no pudieron re­ gresar a Tepetates. Nada más quedaron sus hijos chicos, y en número bastante reducido. Desde entonces los Núñez metieron el poder del Cañón en su oportunista puño, de paso vengando gratuitamente la derrota de los Ledesma nayaritas.

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Dicen las historias que llegó así el día en que el Jesús ya no pu­ do con más dolores, por causa de la maldad reinante, y mandó un duro castigo por medio del San Lucas. Desde la fundación del pueblo, más o menos cada veinticinco años, el río se salía del borde con el consiguiente temor de una gran creciente que dejara desgracias de bienes y vidas. Pero una y otra vez, las aguas encrespadas solamente llegaron a lamer el borde de los tajillos que aprisionaban la corriente. Y más que daños, en realidad trajeron bonanza al socorrer huertas y cañaverales con tierra negra de las cumbres y hojas podridas de las laderas. Ya que el anuncio de la subida de las aguas era una sequía nada común, esta vez, al fallar los tormentones siempre tan constantes y a tiempo, las gentes corrieron ante el señor cura, a preguntarle la manera de contentar al santito. La señorita rezandera afirmaba que todo era que el Nazareno estaba «muy sentido» con el pueblo por sus malos modos. −Es necesario que hagáis penitencia, mucha penitencia −predicó el padre Garfias en misas y rosarios. Seguidamente, hasta en la calle real y por los caminos. −Vamos a hacerle un nicho a nuestro Padre Jesús. Que se sienta más protegido, mejor tratado por los tepetateños −inventó por su parte Nicomedes, días después. Le hicieron un nicho de madera de madroño, roja y olorosa a sierra mojada. La concurrencia a sus novenas mejoró en respeto y devoción. Se rezaba más alto. Los alabados se cantaban con renovado sentimiento y alargando más el tonito, ya de por sí doliente. −Alabado y ensalzadoooo el Augusto Sacramento del Altaaaar… Mas ni así se dejó conmover el santito. Toda una tarde llovió en la hoya donde nacía el San Lucas. Los rayos encendían el norte en una fogata gigante, como atizada con todos los ocotes de ese cacho de sierra. Cuando Tepetates dormía quitado de la pena, el río empezó a roncar encabritado. Su amenazante rumor arreció minuto a minuto, como cien toros bravos que bajaran corneándose. Las familias solamente tuvieron tiempo de tomar lo que alcanzaron a dos manos, y corrieron a lo más alto de los montes.

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Era de madrugada. El ronquido de San Lucas les llegaba hasta allá como eco de mil maldiciones, a causa de los malos actos de los tepetateños. Eso fue lo que pensaron. Algunos lo decían a gritos: −¡El castigo del Nazareno! −¡El enojo de Nuestro Padre Jesús! Al amanecer, pudieron mirar cómo las aguas todavía peleaban por descuajar cañas y árboles frutales. Por medio día todo era calma, un silencio de camposanto. Ya no roncaba el río ni vientos sil­ badores enredaban su coraje en los varejones de la breña. Bajaron a mirar lo que había quedado… Sólo las casas estaban intactas. El San Lucas había subido únicamente hasta lamer las cercas más contiguas a sus riberas. Los cañaverales eran arena y lodo. El Verde nada más conservaba sus viejos sabinos. Donde crecían los frutales, sólo palizada y espuma parda. Fue así como aquel pelear de perros entre abajeños se aplacó por algunos años, cosa de cinco. Un tiempo en que los mismos Núñez y Ramos se miraban como buenos vecinos, a veces aún co­mo hermanos… Todo mundo se sentía compungido para con el san­tito. Por su parte, el Jesús ya casi no hacía milagros. Los tepetateños bien sabían que era por estar «resentido» con ellos. Tenían mucho miedo de otra creciente, aunque faltaran veinte años para que se cumpliera el ciclo que el San Lucas se tenía fijado para salirse de madre. Nadie dudaba que el Nazareno bien podía ordenar que creciera mucho antes del turno, y quién podía adivinar lo que sucedería entonces, si cada vez las aguas castigaban, más duramente. No se hizo esperar un retroceso general en el bien vivir, sobre todo material. Los maestros se habían retirado a raíz de la creciente, al fin hartos de la rudeza tanto de las gentes como de la tierra del Cañón. En Durango contaron las peores historias, y nadie más se atrevió a sustituirlos, no obstante la tentadora paga que siempre ofreció el gobierno. Fue cuando don Raymundo Escalante, un mezquitense de mediana cultura, se echo a cuestas la tarea de enseñar a leer y escribir a los chicos que quisieran ir a la escuela, por su sola cuenta, sin nexo alguno con los centros educativos del Estado. Más bien por caridad −como reconocía el pueblo−.

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El padre Garfias se complacía en presenciar la enmienda de gentes tan matreras. Como nunca, la iglesia se atiborraba en misas y rosarios. Después esos mismos fieles acudían a la casa que visitaba el Jesús, a redoblar la concurrencia a su novenario. Pero cuentan las historias que «el diablo no dormía ni en las no­ ches»… Y se quebró la paz otra vuelta: cuando Efrencillo disputó la novia a Gabino, a cuyo favor se alzaron el tío Félix y el jovencito Clodoaldo, los únicos Ramos que intentaron responder por pasadas glorias de la familia: el largo cacicazgo de los fundadores del pueblo. Cuando el párroco tuvo que enfrentarse al teniente Urrea y a los viejos Núñez, y para que la dignidad del sacerdote no fuera ma­ yormente ultrajada, la Mitra de Durango ordenó que cuanto antes abandonara el Cañón. Él daba apoyo moral a Gabino Ramos; el mi­litar aprestaba fuerza e influencia en favor de Zenón Núñez, quien por tercera vez fungía como Delegado Municipal. Se precipitó la segunda maldición contra Tepetates. Durante la misa de despedida dijo el padre Garfias, nublados los ojos: «Vivís en un pozo de maldades. Ya una vez Dios os mando un diluvio para que volvierais al buen camino, pero pronto se olvidó el enojo divino… Por mi parte, os he querido tender una cuerda de salvación con la santa palabra, pero no habéis querido aprove­ charos de ella. ¿Cómo os salvaréis al fin? Solamente con otra subida de las aguas. Con un golpe que a fuerza os saque de este mal­dito Cañón. Esperad ese día, cuando las aguas suban hasta el brocal y os arrojen lejos de aquí». Don Raymundo −el profesor voluntario− encabezó una comisión popular ante el Arzobispado, a suplicar nuevo párroco «en ca­ ridad de Dios»… Pero solamente obtuvo promesas, y además condicionadas al comportamiento de los lugareños respecto de sus vie­jos vicios: la rencilla interminable y el alcohol, allí hermanados siempre para la desgracia. Los Núñez y seguidores restaban importancia al hecho. −No hay por qué decir que nuestro pueblo está maldito… La creciente fue nomás una de malas y ya. −Los últimos padrecitos que corrimos se la buscaron. No supieron entender nuestros modos. Aquí todos somos buenos cristianos, católicos como pocos.

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−El río no volverá a subir tanto. −Y si sube, todavía faltan hartos años para ese día. Y otra vez Tepetates se empeñó en comenzar por el principio. El Verde vio nacer nuevos plantíos de frutales. La playa oriental del San Lucas, otros cañaverales y reacondicionados trapiches.

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El puño y l a roca

Capítulo I

A

falta de quehaceres en los ranchos o en las pocas fajas de tierra sin cascajales, los meses de secas se prestan para juzgar a los cariños… Buenos pretextos, el baño en las mejores charcas del río, aparte hombres de mujeres, pues lo hacen desnudos; la recolección de pitayas y guamúchiles; las carreras parejeras por las playas y la pesca de camarones. Al aquietarse la corriente a todo lo largo del San Lucas, los ca­ ma­rones suben desde el río grande, el Santiago −en la costa de Nayarit−, hasta la lagunilla contigua al Paso de San Antonio, arriba del pueblo. Más allá no pueden llegar por lo pronunciado de los saltillos. Metidos en el agua hasta las rodillas, mientras las muchachas esperan a un lado, con sus canastas o tompiates, ellos clavan las manos bajo las lajas hasta que los camarones, en puño, les atenacean los dedos. El grupo de Efrén y Cecilia prefería la última charca, la llamada del Sabino Gacho, entre Cañaverales y Tapias Solas. Esa tarde, con el engaño de copetearle mejor los cestos, la llevó hasta el laberinto de cantiles en donde se encajona el río. Ella sacude las presas para que suelten agua. −Me voy, Efrén. Se me hace noche. Es su día. Ligero la detiene por una manga. Cecilia siente una repentina sofocación y las piernas tiesas, como de otate… Allí ningún hombre toca a una mujer ni por el brazo si no son esposos, y aun así muy a las cansadas. Sólo unos instantes. La sangre se le enfría de otro golpe, al en­ trever un misterioso cambio en los ojos del muchacho. Siempre habían sido de un mirar un tanto inmóvil, como si nada de vida hubiera en aquel color a hoja seca. Ahorita parecen arder en astillitas de una luz nunca vista en ellos. Se zafa de un tironazo, y a zancadas, una por una libra las peñas bolas de junto al agua. Efrén la sigue a tropezones.

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−¡Aguarda, Cecilia! ¡Un tantito nomás! −y vuelve a tomarla de la manga. −¿Qué te traes hoy? −Yo… yo te quiero harto, Ceci. Espera, no me tengas cisca. Se había echado a correr de nuevo. Pero aquello de «no me ten­ gas cisca», de golpe le enciende toda la sangre y le atora las piernas. Deja las canastas sobre un montón de chinas, y lo espera, en jarras, apretados los dientes. −Para qué voltear más veces la tortilla si ya esponjó bonito el hollejo. Yo te quiero para mi mujer y ya. −Conque…y ya, ¿no? −arremeda como en uno más de sus juegos de infancias. −No te burles… Te quiero como a nadie. Más que juntos en uno todos los que aquí te quieran. Perdona que hoy destuerza la soga con que antes jugábamos a lazarnos… No pude aguantar de­ círtelo mañana. Es que… Ella se echa a carcajear a todo vuelo, como lo había hecho siem­ pre al cabo de alguna mala pasada de viejas travesuras. Efrén cree que son celos, el recuerdo del pleito con Gabino Ramos por la Hor­ tensia. −Yo no… No quería a la Tencha, sabes. Nomás fue por enchilar a un Ramos. Deveritas que nomás fue por eso, Ceci. Ahora sí ha escapado, sin parar su catarata de risa hiriente. Pronto se pierde tras el otro recodo del río. Efrén voltea hacia el enca­ jonadero de la corriente, ya muy prieto por lo entrado de la noche. Y clarito oye que en los tajos se retachan las risotadas de la muchacha. Es como un cacareo que se va perdiendo por todo el caño de aguas mustias, de tan apretadas entre los acantilados de trescientos metros de alto. Cecilia llegó pronto a Tapias Solas. El ranchito queda nada más allí, a unos cincuenta pasos de las juntas del Verde con el San Lucas. Se oyen los ladridos destemplados de Lobito al brincarle gustoso cuando abre ella las trancas. Efrén salva aprisa el pedrero apretado del vado, se baja las valencianas del pantalón azul de mezclilla, y trepa a su renegrido Azulejo. A un puro golpe de espuelas y cuarta lo echa a lo más de su galope alegre por Faja de Cañaverales. La arenilla está floja y el

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remoler de las herraduras alza una nube de tamillo, como manta que arrastrará el penco. ¡Lo había tanteado todo tan fácil! Como cosa nada más de decidirse a hablar con todo el corazón en la mano… Cierto que la Cecilia era una Ramos también. Pero siempre lo había seguido más que a los otros muchachos. Aun más que a Clo­ doaldo. Clarito parecía que ninguna traveseada le sabía sin él, sin Efrencillo… Y luego ¡que hacían tan buena pareja! Ella, vivaracha, risueña por cualquier brete e incansable aun correteando en la breña y los peñasqueros filosos. Él, un tanto seriote y callado, pero siem­pre al frente de todos los juegos, como nacido para mandar. −Déjala. Déjala que jalonee bonito la soga. Ya se cansará −se dice y se contesta. Azulejo chasquea a gusto el agua al cruzar el último vado, como en pasitos de baile. Efrén voltea hacia la rinconera de monte donde se acurruca Tapias Solas. Le asusta ese vuelco dentro del pecho al descubrir la lucecilla de la cocina entre la ramazón de los guamúchiles. Las dos mujeres, las mentadas «Ánimas Solas», ya vaciarían las canastas sobre el comal, bermejo de tan caliente sobre las brasas. ¡Pensar que él no lleva nada! Y con lo sabrosos que saben tostados al comal los camarones de río… Hasta se restriega las narices, como si el viento trajera briznas de esa carnita color de rosa, bien asada, untada de yodo, azúcar y sal. El penco saca manojos de chispas al tomar a resbalones la cuestecita de peñasquero liso que aboca de golpe a la calle real. Cuando llega a su casona de Planecito de Arriba le quema la muina. ¡Haberme hecho esto la indina…! Bueno. Es la sangre Ramos, que ni qué… Desmonta despacio, campanillando a gusto las espuelas de plata.

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ca pítulo II

A

marra el penco al huizache de siempre, el más ramudo del chaparral de junto al río, y corre ganoso hacia la bulla de amigos. Mira y remira hacia todos lados, de grupo en grupo de muchachos. Pero nada. Hoy ha fallado la Ce­ cilia. Se bebe la ruda sorpresa como buche de remedio amargo­so. Como si nada se mete al agua, a colmar de camarones el tom­piate de la muchacha que más le queda a mano: la Nieves huertera, que frunce las cejas por tamaña atención. Siempre tenía que hacerlo por su cuenta. Y silba un suspiro largo, como culebra enojada. «En fin… Los hombres son así». Pasaron otras tardes, siempre la ilusión fallida y la misma atragantada de remedio amargoso, como de estafiate. Cecilia no ha vuel­to a parar allí ni su sombra. Las otras muchachas comienzan a hablar. Es cosa vieja en el Cañón que si alguna traviesa deja de pronto la palomilla, se debe a que ya se hace mujer… Lo malo de hoy, que ni siquiera pueden sospechar del hombre que mete en seriedad a la Cecilia. ¡Y lo bonito que siempre resulta poder platicarlo!... La verdad es que hoy se entretiene en el manejo de las armas. Suyos son esos balazos que se oyen en la huerta del Verde. Balas que le gasta a la carrillera de su primo Clodoaldo. Están sentados sobre el murillo de peñas que represa las aguas del arroyo, de cuyos extremos parten los canales de riego. Es por media tarde. Él resurte la caja del máuser. −¿Qué te pasa, prima? Ella traga saliva y pierde más el color en las chapas. −¡Quién sabe! A lo mejor ya te llegó el día que he aguardado con escalofríos año con año y mes con mes… Que al final de cuen­ tas te haya echado su pial el fulano de todas tus preferencias en nuestra gavilla. −No. Deveritas que no, primo. ¡Te lo juro por Diosito! −besa la cruz de sus dedos con cariñosa devoción.

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−Tú ya sabes de tristezas. Hace unos días que andas en tristezas. Si la causa es Efrén, le va a costar caro ¿sabes? Ya se me escapó una vez, cuando lo de Gabino. Y nomás porque tú me rogaste que no estrenara mi pistola en ese pellejito Núñez. −Mira que nunca valdrá la pena que te manches con esos lodos. Ni siquiera por mí, Clodo. Aunque me hubiera hablado… Más bien será que se te llega el día de mirar por la sangre Ramos. Que se te comienza a recalentar la sangre Ramos. −Nunca le he sentido mal ojo al Efrén por eso, por más que Zenón y los otros gallos Núñez ya casi hayan acabado con nosotros. Siempre hemos sido buenos amigos. Tú, Efrén y yo, como bueyes de una misma yunta. Como mancornados por la mismita coyunda. Si ya andamos medio cortados él y yo es nomás por lo de mi primo Gabino. Bien lo sabes. −Es que el rencor lo has mamado, Clodoaldo. En la mismita sangre les traes la muina a los Núñez. −Pasaría lo mismo contigo, prima. También eres Ramos, ¿o no? −Sí, soy una Ramos, y a mucho honor. Pero nomás porque tú así me has querido reconocer. Para los demás Ramos sólo soy de la basura… Quién sabe… Yo hasta le he jurado a Nuestro Padre Jesús no sentirle muina a los… Clodoaldo corre el cerrojo y le pone el rifle en las manos. −Apúntale bien a la cabeza, prima. Eso es. Abiertitas las piernas, los pies bien pegados al suelo. Apúntale a la mera mitad. Uno, dos, tres disparos secos, y al fin atinó ella en el centro. Se queda riendo, riendo de placer, fija en la calabaza, en el agujerito que mana agua amarilla con pepitas cafés. −Mañana me comienzas a enseñar con pistola. Con rifle ya no erraré una. Esto por acá. En Planecito de Arriba, otras noches que pasa Efrén sin punto de sueño. De día se porta aún más retraído, cosa que por cierto le cuadra a su padre Zenón. Y sin más lo nombra Secretario de la Delegación Municipal, en sustitución de su ayudante, que se ha ido de bracero a los Estados Unidos. Esa dureza «tan a lo Núñez» que apunta el

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crío lo hace más que merecedor de un carguito en el pequeño gobierno de Tepetates, todo en manos de la familia desde hace sus años. Sólo por andar y andar, Efrén hace camino a Tapias Solas… «Pasaré con Doña Pilar a comunicarle mi nombramiento»… Podía ser un timbre más para una posible suegra con medianas pretensiones para su muchacha. La buena mujer no le halla la punta al hilo. ¡Es todo tan raro! ¡Tan zalameroso el nuevo secretario con ella, cuando antes apenas si le hablaba! Cecilia, que respondió a su saludo casi con un gruñido. Efrén, que a toda costa hace por meter a la muchacha en la plática. Y la testaruda, que se esmera y esmera en busca de quehaceres en la cocina… Cansados Pilar y el flamante funcionario de platicar a solas de cosas que ni vienen al caso, de repente se quedan callados, de cara al suelo, sin saber qué hacer con las manos. Como resorteando se pone de pie, escupe por un colmillo y se despide de mala gana, muy a su pesar. A Pilar le golpean extrañamente en el ánima aquellos espuelazos repetidos que se alejan por la calleja de cercas ondulantes. Golpean en sus adentros como música de guitarra destemplada, de cuerdas viejas y anudadas. Luego, el chasqueo de patas corajudas que salvan muy deprisa la quieta corriente del Verde. Por su parte, tan asonsado va Efrén a causa del embrollo de cavilaciones en su cabeza, que ni se acuerda de la Juanilla. Y hasta se sale del estribo cuando el penco repara a toda nervadura, al bufido de la viborona, allí acurrucada en un hueco de la cerca. Se limpia el sudor frío con el paliacate floreado. «Tenía que ser una Ramos la que me hiciera esta nueva jugarreta… ¡Ah, qué Juanilla esta, por Dios! ¡Diantre de Juanilla… Ramos!». La historia era vieja. El viborón lo tenía escamado hasta los huesos desde que tenía luz en la memoria. Nunca lo había dejado robar las naranjas o los mangos, ni los más pegados a la represa, así anduviera en bola toda la gavilla de perdularios. Siempre tuvieron que correr en desbandada al oírla silbar entre la hojarasca o retorcerse pesadamente entre las filas de plátanos. Al tramontar la hondonada de huertas, el embrollo de su cabeza es sólo un estambre. Un pensamiento bien tirante. Al pasar

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frente a Limoncito, el rancho de Rosita Ledesma y sus hijos Clodoaldo y Nieves, no hay problema. «Bueno sería levantar de vuelta Tapias Solas, comprarle a Cháfalo Rivas su platanar y parármeles diatiro enfrente a esos tales Ramos». El sol quiebra espejitos en las ondinas que se persiguen sin parar por toda la anchura de las charcas, en los recodos. A veces se revienta una burbuja, cuando algún bagre salta por una tragada de aire caliente. «Lo mejor de todo, que la Cecilia ya no estaría como apestada, así nomás refundida en esas tapias derrengadas. Y también, que todo mundo se olvidaría de la mancha con que nació su tata el Gualamo». El camino es el que llaman «del monte». Por ese lado no hay ni un metro de playa. El río lame los tajillos de tepetate blanco y desde su borde crece cada vez más alta la gatuñera, chaparral que en estos meses es una trabazón de varejones y espinas bravas. Las piedras están al descubierto, ya hechos polvo matojos y hojas… A pesar de todo, le gusta más y más este paso. Será su camino en adelante, ya no sólo de Clodoaldo, que tanto lo trilla en su comerciar de Limoncito a Plan Grande. Hablando del rey de Roma: al recodear el sendero se topa con él. −Milagro que pisas nuestros terrenos, Efrén −dice el huertero, parando en seco su Guayabo deslavado. −Fue nomás un brete, sabes. Quería darles mi nueva a las gentes de las huertas. Ya soy del gobierno, por lo que se les pueda ofrecer. También a ti te lo digo, Clodo. Por supuesto. El huertero parece sorprendido. Más se ladea el sombrero nuevo, atejanado. −Hombre, hombre. Es bueno saber que ofreces servicio a ley. Ahí nos estamos mirando, pues. Que prontito llegues a delegado. Sin más le pica al cuaco, grita una sarta de gruesas razones a las dos mulas en que condujo al pueblo los racimos de plátanos, y deja a Efrén con la respuesta que ya tenía a flor de labios, como piedra que rezumba en la honda.

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Ca pítulo III

E

nsilla deprisa, y a carrera tendida enfila hacia la casa de don Artemio Gutiérrez. −Buenos días les dé Dios. Buenos días les dé Dios −entra repitien­do. El Comino está en la pieza de recibo, entretenido en desgranar mazorcas en el rodete de olotes. Al rejuego de pasos acampanillados de espuelas se para, con todos los dientillos de fuera. −Efrén Núñez… −Nomás venía a decirte que te pongas a repasar unas buenas tonadas. Voy a dar un golpe de Dios y señor mío por ahí. −¡Eso merito quería oír, diantre de Efrén Núñez! El diminuto cancionero desenfunda el acordeón y sobre el apilo de mazorcas nuevitas, brillosas, empieza a ensayar. −Ya regreso. Voy a hablar también con tu mulada de acompañamiento. El secretario se faja mejor la carrillera y la pistola, y monta de un salto. Vuelve a abrir las trancas ladeándose todo sobre la montura. Se va de estampida por el caminito que tuerce hacia Camarones. La casa de don Artemio queda a unos doscientos metros de la calle real, pero está de por medio el río, encajonado entre peñascos recortados. El Comino Lamberto revive toda una lista de tonadas a propósito para ingratas. Canciones que hablan de hombres decididos y de hembras rejegas. Efrén ha regresado en compañía de Ramiro y Espiridión, también a caballo. Ordena nervioso y medio: −Vámonos ya, Cominito. Apúrate, que se nos viene la noche. Tocan polkas a lo más bajito, como al son del paso lento de los cuacos. Más allá del Trapiche y a solas con los cañaverales de media alzada, aunque las riendas de los cuacos siguen restiradas, a todo lo que dan tocan acordeón y guitarras. Nadie ha preguntado por la dueña de la serenata. Hasta que se acercan a Limoncito, después de cruzar el río, le pica la curiosidad al Cominito Lamberto. −Oyes, diantre de Efrén: ¿a poco le andas echando piales a la Nievitas ésta, cuero de caimán?

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−¡Ni lo mande Dios! −para de manos a Azulejo contra la apretazón de chaparros. −Entonces, ¿a quién, pues? −se mete Ramiro, sin parar de asegundar con su guitarra, la grandota de doce cuerdas. Efrén atiende con una sonrisa ancha, ancha, de labios muy apretados. Sobre el vacío del Cañón ya puntean los primeros luceros, y uno se astilla en el centro de sus ojos, que siempre se achican un tanto así, cuando ríe a las taimadas. Los perros de Clodoaldo salen a gruñirles hasta el camino. Nieves se asoma por encima de la cerca, con un ocote prendido en la mano. Les grita: −¡Eita, gustadores! Aunque sea a la vuelta me echan una cancioncita. No me dejen más alborotada, ¡que carambas, pues! −No comas ansias mujer. A nuestro arriendo te echamos toda la ronda, si gustas −responde Efrén cuando quiebra el penco hacia los jacales. Espiridión comenta más adelante, como si le pusiera nueva letra a la redova «Alma Enamorada»: −Malas plumas las de ciertas guacamayas. Esta Nieves no tiene carita de espanto ni mucho menos. Pero se va poniendo sarnosa nomás de vieja. Se le están pasando los de a caballo… ¡Jijos de un…! Siguieron tocando. Sólo toque y toque en la noche, que se ha cerrado del todo. Por medio monte comienzan a aullar los coyotes como borrachos de algún pesar. Entre los matorrales del planecito que da al río, se oye el quebradero de varañas que hace la Juanilla, ya de regreso a su rincón en la cocina de Limoncito. −Ahí la diantre víbora −susurra Ramiro. Y hasta le pierde compás a la polka «El Gallito», bullidora, para alzar mucha polvareda. Hacen un alto en la orilla del arroyo. Con los cuchillos cortan manojos de zacate seco del pie de las cercas, y los echan a los pencos. Se quitan los sombreros, a dos manos mojan la cara pegajosa de sudor y del caliche soltado por los varejones al puro testereo. Se agachan a beber en sorbitos el agua del Verde, sabrosa a raíces de sabino… Los abajeños beben del Verde como quien gusta agua bendita. Dicen que purifica la sangre y da virtudes para lo que cada quien quiera. A los fuereños que se hacen querer se la dan como hechizo huichol para que regresen al Cañón. Para dejar que la noche avance un tanto más se tienden a platicar cosas de Nieves, al cobijo de un sabino. El viento, que arrecia

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en fríos y en vaivén de ramas, arranca esencias a las huertas de uno y otro lado del arroyo. Olor a plátano maduro, casi hasta perfumado, que atiza bonito el hambre; a la gomilla suave de los viejos sabinos que bordean las orillas, tronco con tronco, para amontonar el limo y librar a las playitas de perder tierra cuando suben las aguas. En la cocina de Tapias Solas ha desaparecido la flamita amarilla que se había estado mece y mece tras la trabazón de laureles e higuerillas. Efrén apunta con el sombrero hacia el solar de las mujeres solas, y vuelven a montar. Al ruido de herraduras que tamborilean lajas sueltas, ladre y la­ dre salen los perros a morder a los pencos. Mas pronto atienden a las buenas palabras de Efrén. En moveteo de colas amigas, entendidos a no meter más escándalo, vuelven a pasar entre las trancas, hacia sus rinconeras. −Órale, carajos meterruidos: trepen a la cerca y atórenle con ga­ nas a su oficio. Empiecen con la mera mera. ¡Échenle bonito, bonito! −con voz quebrada también les ayuda a cantar: A la orillita del río sembré mi amor en el tuyo. Y nunca podré olvidarte mientras viva en este mundo. El Comino le sopla al oído: −Mejor te habías de aguantar las ganas de berrear. Esa tercera que nos echas, diatiro se parece al aullido de los hambrientos coyotes de medio monte. ¡Oye nomás qué feo lloran! −Déjame decir mi gusto, Cominito. No vaya a ser que la Cecilia esta me confunda con otro tal por cual. Destemplado y todo, pero no le cabrá duda que yo merito soy. La primera en menearse inquieta sobre las zaleas de venado es Pilar. Cecilia no deja de roncar, sea porque de veras no oye nada o porque se hace la sorda. La madre se sienta al borde del camastro de cuero y varas. −Hijita, hijita. Mira qué bonito cantan. Espabílate, Cecilia. Oye tu primer «gallo». ¡Mira!

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Su primera serenata, para ella sola. ¡Lo había soñado tanto! Cada noche, cuando se soltaba las trenzas para tenderse a dormir, decía su Padrenuestro y sus tres Avemarías, y a sí misma se rezaba: «Mi ‘gallo’, mi ‘gallo’… Pero que me lo traiga él…» Muchos tendrán la ocurrencia de cortarnos esta guía. Pero no podrán hacerlo porque tu amor es mi vida. Pilar pega el oído a la ventana, atrancada con cerrojo de mezquite. −Te cantan, hijita. Te cantan… −Sí, madre –responde Cecilia con voz ronca, como cansada−. Me están cantando a mí, mamita… –Pero es el mentado Efrén Núñez. −¿Qué tiene de malo que sea Efrencillo? −Nada, nada, mamita. Nomás que su padre mató al mío. Pilar no sabe qué decir. Las palabras no le salen por más que se muerde la lengua. Tose dos veces a fuerzas, sólo por hacer tiempo. −¡Pero hijita, por Dios! Hasta ahora me sales con ese brete. ¡Mira nomás! −Sí, hasta ahora, mamá. Se tenía que llegar el día. −¿Qué más quieres para olvidarlo todo, Cecillia? Mira: Efrenci­ llo así arregla mejor las cosas. Su «gallo» es una canción para hacer las paces. −La paz de los Núñez, mamita. Así quieren ellos arreglarlo to­ do, pagando a quien diga cosas bonitas con acordeón y guitarras. Hacen cantar a su dinero y sus fuertes puños. Continúan cantando: Sólo podrán separarnos si ese río se secara si la luna no saliera y el sol su luz nos negara después Pilar se truena los dedos mano tras mano. Ruega fuerzas a Dios, y puede seguir, lastimera:

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−Estaba casi segura que querías bien a Efrencillo. Siempre los he mirado tan juntos en todas partes, casi como dos hermanos. Yo… −Sí, mamita. Casi como dos hermanos, es cierto. Pero una cosa son los juegos de chicos y otra un asunto de grandes. Ahora ya no soy la niña de enantes. Efrén me hizo mujer… −¿Cómo…? La buena señora ahoga su grito a dos manos contra la boca muer­ta. −Sí, mamita. Me hizo mujer, pero no como te lo figuras. Fue hace cosa de un mes, cuando me habló de amores junto al encajonadero del río… Nomás fue eso. −No te entiendo nada, hijita. ¡Nada te entiendo! Se quedan calladas, como para meter al orden sus pensamientos o de nuevo poner atención a los versos de «A la Orillita del Río», que se acaban y vuelven a empezar. Cecilia esperaba una canción más, siquiera otras palabras del enamorado. Chasquea los labios, y dice como en recitación de escuela: −Cuando Efrén me habló en el río, de golpe sentí vivita mi memoria. Yo no quería esta inquina, mamita. Yo no la quería… ¡He rogado tanto a Nuestro Padre Jesús nunca sentir esta inquina! Fue como si por primera vez me hubiera contado cómo Zenón balaceó a mi tata por la espalda. −Fue en pleito, hijita, ¡por Dios! Ya miras cómo se matan aquí nuestros hombres. Hubiera sido mucho esperar que mi Rumualdo acabara de buena muerte, y más siendo tan pegado a Chente y Fé­ lix por ser de su sangre. −Que Zenón lo hubiera matado en pleito sería lo de menos, ma­ mita. Ni yo lo tomaría tan a mal. Lo que no perdono es que haya sido a la mala, cuando mi tata ya había enfundado la pistola porque Zenón no enseñaba muchos espolones. Todo lo sé bien, mamita. No creas… Los cantadores habían callado. Sin meter ruido, gustaban las bo­tellas de mezcal indio que Efrén traía en las «cantinas» de la mon­tura. Y lo hacían como el beber agua del Verde, en tragos sostenidos hasta bajar cuarto por cuarto. Efrén trepa a la cerca, para gritar alto, alto y desabrido:

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−¡Ayyy, ayyy, ayyyy, huerfanita de Tapias Solas! ¡Aquí está su consuelito! Parece un gallo trasnochador en reclamos a alguna polla de corral distante. Espiridión saca otra «media». Ya les parece mal a los perros. Se paran de manos por dentro del patio, a gruñirles como a desconocidos. −Ya vámonos −dice Efrén, como si acabara de volver de una pe­ sadilla de malos sueños. Solamente se oye el campanilleo de espuelas en distintos tonos y el golpear de cuerpos al montar a una. Despuesito, traqueteo de las herraduras sobre el tepetate, los estornudos de los pencos, las sonajas de los palos guaices al testerear el viento sus vainas, reven­ tonas de tan secas; chasquear de muchas patas duras en la corriente del Verde, en lucha con las aguas cuesta abajo. Pilar sigue despierta. Oye ladrar la perrada de Limoncito; en  tro­citos que jala el viento, también las canciones desentonadas que dedican a Nieves. «Mi niña se hace mujercita. No me había fijado, o no había que­ rido darme cuenta, por no… Pero ya se llega el tiempo de que cam­ bien nuestras veredas. Sea por Dios. ¡Qué no diera por que los años fueran aguas de remanso! Se vienen las horas del rejuego, de más trancazos para mi triste sino. ¡Pobre de mi Cecilia, tan contenta siempre! Pero a veces también tan bronca por dentro». Corre la noche como montada en el mejor penco de Tepetates. Como en el Gavilancillo de Gregorio Gutiérrez, el cuaco esmirriado que hace un año gana una tras otra las «parejas» que se juegan en las playas del río. Ella que no puede con su cabeza, con ese bullir y bullir sus encontrados pensamientos. Se ha entrelazado las manos bajo las trenzas sueltas, a ver si ayuda a su cerebro. «¡Pensar que es lo único bonito en mi vida! Ella es como mi áni­ ma, de sus mismos anchos, con todo lo bueno y lo malo de mi ser. ¡Por algo las viejas le ponemos las cruces a ese Efrén Núñez! Sí, ni qué darle más tostadas al esquite»… Entre Limoncito e Higuerillas, hacia media Breña, se empieza a oír el alerta de los gallos madrugadores. Ya alebrestan los sueños en su hora más pesada. Ella con su cabeza grande, grande. Peñasco zafado de las cumbres, que rueda y rueda por las laderas sin to­car fondo.

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«Ya para qué me hago la tonta. Toda ella está en maduración. Es guayaba que amarillea. Hoy, cualquiera sabe cómo es mi Ceci­ lia, una sola Cecilia en todo Tepetates. No pueden andar con sus cosas como enantes lo hacían: ‘Que se va pareciendo a su tata Ru­ mualdo, que nomás tiene soslayos de la madre’… Es trigueña como buena abajeña, pero no de las renegridas. Y zaína debería ser por su… ¡Ja, jaa, jaaa!» La carcajada, aunque por lo bajito, hace que la muchacha se mueva inquieta. Pilar se espanta. Mas al oír que de vuelta ronca en santa paz, sigue con sus cosas… ¡Cómo han de hablar a mis contras, todavía de cuando mi boda! No pueden olvidar que el padrecito Pastrana no nos quería casar. Dizque era malo juntarse un hombre tan feo, el mentado Gualamo, con una mujer tan bonita como la Pilar Gameros. Y luego, a la hora de la misa, con lo que va saliendo el santo padrecito… Sea por Dios… «Pilar Gameros: ¿Aceptas por esposo a Rumualdo Ra­ mos? Pilar Gameros: ¿Aceptas por…?». Así por tres veces, co­mo para quedar bien seguro de mí. O era como advertencia. ¡Mi Rumualdo!, que por dentro era tan blanco como la carne de los zapotes de los arroyos. Le decían el Gualamo porque nada hay más prieto que una gualama madura, la manzanita agarrosa del monte… No le gustaba al santo padrecito Pastrana nuestra pa­ reja tan dispareja. ¡Pero si también Tepetates ha sido siempre la tierra de las parejas disparejas! Bien a bien no le hallan por qué la Cecilia es bonita cuando se anda riendo. Lo bueno es que siempre se anda riendo la traviesa. No hallan como yo los motivos… «¡Qué noche tan corta! Las gallinas ya escarban en el corral». −Hijita, hijita: levántate. No me rezongues. Anda. Mira que te­ nemos que ir al ocote. Apúrate, muchacha. Por encima de la cerca una luz parda deja entrever el jaloneo del viento con los penachos del platanar de Cháfalo. A tientas, Cecilia teje sus trenzas con un listón colorado mientras camina hacia la tapia de guardar los enseres. Sale con el aparejo y los sudaderos de la burrita vieja en hombros. Con voz que se quiebra y se quiere apagar, canta a las descuidadas, rumbo al corral:

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A la orillita del río sembré mi amor en el tuyo. Y nunca podré olvidarte mientras viva en este mundo.

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P

ilar hace punta, montada en Linda. −Yo nunca te he inculcado venganza contra nadie, hijita. No he sido como otras mujeres de aquí, que se pasan la vida recordando a sus hijos los muertos de atrás y la mano que los quitó del mundo. Cecilia deja de machetear los garabatos ladeados hacia el camino. −Yo hubiera seguido olvidada de todo, pero malhaya que al Efrén se le vino la ocurrencia de buscarme monta. Yo seré yegua de silla, y de muy buena silla por cierto, pero de otro hombre que no se lla­ me Efrén Núñez. −Pobre de ti. Estás ilusionada con alguien que de ninguna manera puede ser tu marido. Clodoaldo es tu primo hermano, Cecilia. −Después de todo, mira que no tienes mal ojo, mamá. La primera vez no atinaste, pero ahora sí. Palabra que si Clodoaldo me hubiera traído el primer «gallo»… −Mal comienzan tus días de mujer. El hombre que te busca no es de tu gusto; ese en que tú piensas es un lucero muy alto, alto, alto. −Ni tanto, ni tanto. Me faltarían dedos si contara las parejas de primos hermanos que hay aquí casados. Y casados como Dios manda. Pilar ya no se aguanta. Deja de varejonear la enanca de Linda, y suelta el llanto entrecortado, la punta del viejo delantal hecha bola contra los ojos zarcos. Cecilia zumba el machete a diestro y siniestro del camino. Quisiera hacer mil cachitos el embrollo de su cabeza, hilaza de muchos gruesos y colores, enredo multicolor que da vueltas y más vueltas. Y eso que a su madre remueve viejas lágrimas. Tras la muerte de Rumualdo, mucho la había mirado llorar, pero sin renegar de nadie ni de nada. Ni siquiera del mezcal que a los dos hombres les quemó la sangre para que se metieran en La Breña a pelear.

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Mudas llegan al bosque de ocotes, sombrero verde de esa grada del Cañón. Cecilia avienta el machete, que al rebotar en las lajas suena a campanillas de barro. La abraza por la espalda. −Perdona mis malos modos, mamita −dice zalamera. Se mima con sus trenzas, un tanto cenizas por los cuarenta años. Son una sola, aunque con sentires bien distintos. El viento escarda a gusto los pinos. Roza sus barbillas esparcien­ do confortante olor a trementina. A sus pies, las casas de Tepetates son puñado de daditos gastados por tanto albur, por aquí y por allá distraídamente regados sobre el tapete de los planes. El San Lucas, viborilla verde-azul. Sólo tres latidos de tiempo, pero largos, largos, como años en los recuerdos y visiones de cada quien. Pilar voltea a corresponder el persistente abrazo de la rejega, entre lágrimas y risa. −Hijita… Yo preferiría que le hicieras caso a Efrencillo. Es un buen partido para ti, por más que luzca tan perdulario, a veces. ¿Qué hombre de aquí no es un perdulario, después de todo? −¡Ah, qué tú, mamita! Y ya no te acuites así, anda. A besos le orea las mejillas. En hipeos de sentimiento, cual ni­ ño mimado luego de buena tunda, continúa Pilar: −Me espanta que llegues a casarte con Clodoaldo. Ya miras lo que pasa aquí también por revolverse tanto una misma sangre. Es otra maldición que pesa sobre nuestro pueblo. Los padrecitos nos lo advirtieron muy a tiempo. Tenemos ya algunos mal nacidos… El Chamuco de Hortencia, zambo y además enano, según las trazas. Todo por haberse casado ella con Gabino, primo segundo por los dos lados, por padre y madre. Desde enantes, Onofre, nacido de sobrina y de tío. Cecilia rompe el abrazo y va a sacar el hacha del fuste de Linda. A golpes volados ya derriba un pino chico. Grita gustosa cuando empieza a tronar. Mientras astilla el tronco, Pilar carga la burra con las rajas más chiclosas y coloradas de resina. Bajan despacio, caracoleando por el caminito escalonado, de pe­dreros y planchas de laja lisa. Cecilia adelante, sin ojos, sin oídos, sin pensamientos. «Es como si la creciente grande del río se agolpara contra mi corazón… Pero ya sería mi sino, ni modo. ¡Bendito sea mi padre Dios!»

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Pilar atrasito, por varejonear a Linda, muy mala para bajar con carga por terrenos resbalosos y pendientes. Sentada al pie de las trancas la espera Nicomedes. Ya en la cocina, entre sorbitos de café caliente, se anima la señorita rezandera: −Cecilita… Ten harto cuidado con los jicotes. Mira, muchacha: te voy a contar una historia de jicotes. Quiere que no, Cecilia muda en gusto la dureza de su cara car­ gada de desvelo y pesadumbre. −No me haga reír antes de tiempo, madrina. −No hallaba mi tata la forma de quitarse de encima a un primo que nomás iba al rancho para robarse los blanquillos. Se acuerda que en el corral hay un nido de jicotes, y le dice al primo: «¿Quieres mirar cómo hago huir a esa jicotera? Ven, vamos por ahí a buscar un chucho güero». Conseguido el chucho palomino, le dice: «tú y él se quedan quietos aquí mientras yo toreo el nido con esta vara. No, no te espantes. También vas a mirar cómo nada hacen los jicotes a un cristiano cuando está junto a un chucho güero»… ¡Y vóitelas!, Sale de estampida la diantre jicotera…¡¡Jaa, jaaa, jaaaa!! ¡Ja, ja, ja! −No veo la gracia, madrina ¿le picaron o no los jicotes al primo? −Con decirte que hasta hizo cama por las calenturas. ¡Ah qué mi tata tan ocurrente! −Se pone seria, para agregar en su viejo to­ no clerical−: Mi historia nomás te viene como consejo, muchacha. Mira Cecilita: búscale al Efrén Núñez su «chucho güero»… Cierto que yo le animé a que ya se buscara una pollita, pero ni tantito así me cuadra que seas tú la escogida. Nomás porque ya columbro nubes prietas en tu cielo, muchacha. Ahora es Cecilia la que se carcajea hasta apretarse el estómago a dos manos. Nicomedes se pone triste. Es su voz la de un niño a punto de llorar: −Qué le costaba a Efrencillo haberse fijado en una potranquita que no le fuera a dar los trabajos que tú. No, no te me quedes mi­ rando así, a lo socarrón. Yo no te culpo de nada. Tampoco me pre­ guntes qué diablos estoy diciendo. −Ya no llore así, madrinita. Por Nuestro Padre Jesús, yo le prometo que cuanto antes le buscaré su «chucho güero» a Efrén. Ya lo verá, ya lo verá…

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Cuando Nicomedes abre las trancas para proseguir con sus andanzas, dando aquí un consejo, allá enseñando el catecismo, allí rezando el rosario, la muchacha le grita, las manos en bocina: −No deje de pasar más seguido por estas rinconeras, madrinita. De hoy en adelante voy a andar urgida de historias como esta del «chucho güero». Por la tarde, de Limoncito llega Nieves, «la más toreada de las vaquillas de medios cuernos», según dicen las gentes. −Ay, primita −canta por todo saludo, con una carilla de quien nunca ha quebrado un plato−. Vieras qué mala está mi mamá. Los mogitas, los mollotes. Como si tuviera viruela. ¿Vas a creer? Todo mundo sabía que con una buena friega de mezcal, en un santiamén desaparecían las ronchas coloradas que dejaba el pique­ te de los zancudos. Pero Cecilia se lo tiene que explicar paso a pa­ so, como cosa nueva. La huertera no puede con sus ansias, y mete el hilo en la aguja de bretes que se trae. −Fíjate que anoche no nos dejaron dormir los borrachos con su cantadera. Entre sueños los oí por aquí… O sería que regresaban de Higuerillas. Ya tienen tiempo pegándoles a las Ledesma, los potrillos en boga. −El «gallo» fue para mí. Un coyote llamado Efrén Núñez comienza a rondarme. ¿No lo sabías? −¡Uf! Ten cuidado, prima. Esos Núñez hasta se pasan de lobos en veces. Ya les conoces rete bien los colmillos. −No debes tener pendientes por Efrén y por mí. Para acabar pron­to, te digo que aquí en mi cabeza ya le tengo un «chucho güero». Así como lo oyes. −¡Ah! ¡Ah!... Ya sabes lo de los jicotes. ¡Diantre Nicomedes! Cecilia corre a la cocina por el cántaro del agua, y la sigue en silencio. Al salvar Nieves la corriente del Verde, tiene allí a la Juanilla, hecha rosca a sus pies. Le acaricia la cabeza como a un gatito y le ordena vuelva a la huerta. Cecilia ha llenado su cántaro a jicaradas lentas, del pocito que rascó en la arena para mayor pureza de la toma. Pensaba en la fa­ cilidad con que su prima había domado al viborón aquel color de tronco, y, en cambio, lo difícil que es para ella aplacar esa rabia morada que se revuelve en sus adentros como culebra malherida. De pronto se sobresalta: se quiebran los colomos de abajo.

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−No respingues sin jinete encima, Cecilia −secretea socarrón Onofre el Torcido, saliendo de su escondite. Se quita el sombrero, de copa aplastada y ala como chicharrón. Hurga en su camisola de mezclilla deslavada. Un sobre amarillo doblado por la mitad. −Mira, mujer. Un presente de quien ya adivinas. Ella arrebataba la carta, la guarda en el seno y aprieta los dientes por suavizar las palabras que hierven a flor de labio. −Vuelve a esconderte. Ahorita regreso con la respuesta. ¿Quiere pronta contestación el Efrén, verdad? −Sí, Cecilita. Vieras cómo se le quema la tatema. Casi avienta el cántaro sobre el hombro. A grandes pasos libra la escalerita de peña cobriza, para perderse entre el caracoleo de cercas prietas. El mandadero lucha por calmar su respiración brincona, descifra con tamaños ojos los ruidos de alrededor. Ha regresado la muchacha. −Aquí está mi atención al Efrén. Va en el mismo sobre suyo. No pude hallar uno. Como no tenemos a quién escribirle… Con una sonrisa que le llena la boca cuan grande es, el mandadero se tira al arroyo y pega la carrera por la calleja de cercas. Efrén esperaba más allá de Limoncito, escondido en La Breña. Aparta a dos manos los varejones espinosos y corre a encontrarlo. Se adentra en la gatuñera y lee, temblorosas las manos: «Señorita Cecilia Ramos… Yo la quiero con todo mi…» Rasga la carta como despedazar una alimaña. Sobre un hormiguero remuele los pedacitos con el huarache. −¿Malas respuestas, don Efrén? −secretea el mandadero con las fachas de inocente y palabras desguanzadas. −¿Qué te importa, metiche Torcido? A trancos se dirige hacia el huizache de Azulejo, que patea las piedras. El jorobado apenas si tiene tiempo de saltar en ancas. Efrén clava toda la estrella de las espuelas en las verijas del penco. La cuarta asegunda con golpes a troche y moche. Las ramas bajas chicotean por todo el cuerpo, aunque nada más el Torcido las siente, so­bre todo las «uñas de gato». Los tres kilómetros que hay hasta el Camposanto los vence Azulejo en una estampida que lo lleva sudando a chorros.

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Nicomedes lo reconoció en el puro tintineo de las espuelas, tan marcados son los golpecillos, tan a lo Núñez. En un claro del matorral deja el tercio de varañas y corre al camino, para toparle paso. −Así te quería agarrar, Efrencillo. El potro levanta polvareda, por la enfrenada repentina, hasta los molares. Relincha enojado por tal brusquedad. Onofre bocarri­ ba entre el quelital. Con trabajos se pone de pie. Saluda a Nico con ojos tristes. Se va paso al paso, renqueando. Efrén desmonta de mala gana. Van a sentarse en los raizones del Guamúchil Viejo. −Diga su asunto, madrina. Nicomedes parece atenta a la nube de garcetas que revolotean sobre el río. Sólo por mascar algo, remuele un cañejote de quelite, blanco, fofo. −Quería decirte otras cositas. Ya sabes que mi lengua no es prie­ ta. No es de esas de perico que nomás hablan en cantilenas. −Sí, madrina. −Se trata de Cecilia. Del «gallo» que le llevaste ayer. No me gus­ ta esta treta tuya, muchacho. −Usted dijo que ya me buscara mi hembra… −Cecilia no es para ti, Efrencillo. Tú eres un gallito giro y ella una polla brava, como cruzada de chachalaca. ¡Las descrestadas que habría…! Además, tú eres rico y ella de las más pobres. −Esa es la hembra que yo quiero. −Mejor ve pensando en otra. −Nomás me jala la Cecilia, madrina. −Ahí tienes a Modesta Gutiérrez, chula y libre como los vientos. Y la ricachona como tú. ¡Qué pareja: tú y Modesta Gutiérrez! ¡Imagínate! Por lo que más quieras no le busques más el lado a la Cecilia. ¿Me lo prometes? −No puedo prometerle eso, madrina. Pídame otra cosa y se la hago. Usted me empujó a ese brete. −Te lo pido por Nuestro Padre Jesús Nazareno. Efrén se para de un salto, como un abrojo huizapol en el trasero. Le avienta unos ojos pesados. −No vuelva a meter en estos líos al Jesús. Es cosa aparte. No lo haga, madrina. No quiera obrar como los padrecitos que corrimos. Todo lo querían arreglar con echarnos encima el caballo del Jesús.

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−Yo hago las veces del señor cura que ya no vino. Alguien tiene que decir a las gentes sus malos modos. Lo hago por librar a nuestro Cañón de una crecida del río más dura que las pasadas. El castigo de Dios… −Me gusta que nos cante las cosas malhechas, madrinita. Pero ya le vuelvo a decir que no meta al Jesús en nuestros bretes. Es cosa muy sagrada nuestro Padre Jesús Nazareno. De otro salto el muchacho está sobre Azulejo. De tres cuartazos y una espoleada a toda estrella, se pierde en el chaparral de huizaches. A poco se oye el traqueteo por el camino de tepetate. Nico regaña entre hipeos de llanto: −Nunca me habías faltado, Efrencillo. ¡Nunca! Eres como un hijo de mis propias carnes. ¡Muchacho rejego, retobado! A puñadas ciega el manantial de sus ojos y va por su tercio de varañas. Sobre las huellas de Azulejo, medias lunas en el tepetate. Le duele ese mal modo de su único ahijado por sacramento. −Tú me ayudarás a quitarlo de esta vereda. Tres disparos en alguna huerta del Verde le sacan de penar. Disparos de pistola 38… −Cecilia y Clodoaldo en la blanqueada. ¡Menos mal! Menos mal…

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Ca pítulo v

−¿A

l fin te lazaron, prima? Cecilia no sabe responder. Niega con un gesto agrio, como mascar arrayanes sarazos. −Hasta «gallo» y todo, ¿eh? Clodoaldo tiene que cortar sus adelantados pensamientos. Dos chachalacas han arribado a la copa de su mango. Dispone cartucho y pone el dedo en el gatillo. Una gallina silvestre maromea de rama en rama. Lobito la saca del matorral y la entrega a Cecilia gustoso, moviendo la cola a más no dar. −Prométeme que no le buscarás ruido al Efrén. Anda, prométemelo. −¿Quieres que nos siga golpeando? −Nomás te pido que lo dejes pasar de lado, como chachalaca clueca, de mala carne. −Será que ya te ha ganado más el cariño. −Efrén sólo puede ganar de mí inquina y más inquina. −Pero si hasta serenata te trajo, con Comino y todo. −Peor así. Déjalo que tire cornadas a lo loco. Será como cornear a una peña. Prométeme que no le buscarás ruido. Anda. El huertero respira para adentro, cada vez más para adentro, co­ mo sorber hacia los talones la sangre hirviente de su cara. Ella tuer­ ce un poco, para mirarlo mejor. −Te lo pido yo, primo. Te lo ruego de rodillas: deja pasar de lado a esa chachalaca clueca, de mala carne. Anda, primo. −Sea. Pero te lo advierto como juramento ante Nuestro Padre Je­sús: ¡ay de él si vuelve a saltar las trancas contra la sangre de Ramos! Se hace tarde. Solamente los altos picachos de enfrente retienen un poco de sol. Sin hablar toman su camino. En el pueblo, en casa de Agapito Aldana, Efrén y Gregorio Gutiérrez dan fin a la quinta «parada» de mezcal. El secretario se que­ ja de lo mal que le apunta la suerte.

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−La Cecilia es mota de gatuño. Flor de breña, ¿sabes? −Gatuña nomás, Efrén. Pero con buenos dedos, flacos y largos como los tuyos, valedor, por espinosa que sea una rosa de monte, se le puede lograr sin el menor rasguño. −Otras dos, don Agapo −pide el secretario. −La Cecilia es azucena de gatuño, Efrén. Pero no tanto porque le cuiden las espinas de su rama sino por la lanceta de un alacrancito güero que no se le despega por nadita del mundo. El hijo de Zenón choca las botellas. Sonríe del tintineo. Traga de largo. −Sí, amigo Efrén. A esa mota de gatuño la cuida ese alacrancito güero que se llama Clodoaldo Ramos… Y mira que nomás te mata la cisca a un lancetazo suyo, amigo Efrén. Te me estás atarugando de a feo, pues. −A nadie le tengo argolla. Nunca me he arriscado ante nadie, Gregorio. Ni ante ti, jodido. ¿Qué traes? −No se trata de que seas valiente o no, compadre. El asunto es que la Cecilia nomás le cacarea a un gallito de su misma pinta Ra­ mos. Para qué le buscas sabor al limón. −¿Lo dices por Clodoaldo? −Lo digo porque hace días que Clodoaldo Ramos la entrena… en la blanqueada Rinconera del Verde que tiene buenas sombras bajo mangos y sabinos… −¡Cállate, Gregorio! No me piques la cresta. Estás borracho… −Nomás te echo el cuerno para que andes alerta. Dos «medias» más, don Agapo. −Yo le quito el resuello y la lanceta a Clodoaldo con la mano en la cintura −golpea Efrén, con palabras muy mascadas. Gregorio está más entero. Lo deja seguir, atento a sus confidencias. Con las cejas apoya los «sí» o los «no» del secretario. −Haz de cuenta que Cecilia acabara de rogarme que no toque a su primo ni en la cola… Si toco a Clodoaldo, ¿cómo puedo ganarme a Cecilia? ¡Qué mi suerte, amigo! Estoy enchiquerado. −Dicen por ahí que todavía pesan los Ramos, Efrén… El secretario se tambalea hacia el mostrador de tablas mal ensambladas del tendejón. Logra asentar la botella tras grandes esfuerzos, se limpia la boca a puñadas y dice casi ronco, sin fuelle en los pulmones:

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−Sabes que ya no me estás gustando como amigo, compadrito Gregorio… ¿Traes pistola, carbón? −Claro. −¡Dácala! −Aquí la tienes, a tus órdenes. Efrén toma la 45 de Gregorio a dos manos, cariñosas, suaves. Con las puras yemas. De cacha a cañón la alisa con ternura, como a manojo de flores de plata. Como si el arma sintiera. −Quiero mucho a Cecilia, Gregorio. Toma tu pistola. Es tan bo­ nita como ella… La mía es 38, prieta y flaca. Tampoco se ha estrenado todavía ¿sabes? Parece mentira que todavía sean señoritas tu 45 y mi 38… Mira, Gregorio Gutiérrez: no vuelvas a ser mal amigo. No seas cabecilla, vale. Estás borracho… Don Agapo recobra sangre a pasto. Puede reír de buena gana. Como Gregorio, que enfunda el arma. Las primeras campanadas del rosario. El Torcido mueve los ba­ dajos mientras Nicomedes prende las velas de la Virgen. Efrén capta los finos bronces como derrumbe de piedras, como música de otro mundo. Sin decir la palabra deja la improvisada cantina. Va hacia el viejo templo, a duras penas por la calleja a la cuesta abajo. −Ya voy, ya voy… madrinita santa −dice de cara al piso de tepetate duro−. Le prometí venir al rosario. Aquí me tiene, mi viejita rezandera. Por la calle real una procesión: la familia de Ramiro Salazar que conduce a casa al Jesús Nazareno. Efrén se quita el sombrero, ha­ ce cómica reverencia al santito y se une al cortejo. −Otro día iré a tu rosario, Virgencita. Hoy debo atender a mi padre Jesús Nazareno, este santito que sabe hacer señas. ¿Viste có­ mo movió la manita? Me invitó a su novenario en casa de este ras­ catripas Ramiro Salazar.

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A

quellas nubecillas de marzo y abril, alargadas, cenizas, empiezan a cobrar negru­ra. Prometen agua. Abajo de golpe han madurado las pitayas, la ju­gosa tuna de los cactos, inmensos cuernos de venado. Ante el pe­ligro de que la primera tormenta las dañe, todo Tepetate se apre­sura a lograr su parte con los largos carrizos, floreados en la punta a manera de ces­tillo, con su espolón de hueso, para engancharlas. Si caen, se hacen papilla contra las piedras. A ambos lados del San Lucas los montes son ferias de guasas y risas, travesuras y gritería de chiquillos. Desde San Antonio a Plan de Abajo, todo mundo tras los órganos que dan las pitayas de mejor sabor, excepto las amarillas, que nadie prueba siquiera. Alguien dijo que sólo las guindas y las de rojo renegrido se comen, y únicamente ésas se comen. Con un palito, los niños les desprenden el caparazón de espinas largas y delgadas como agujas. Con ser tantas, poco hacen las muchachas, por la platicadera y la chanza. Sobre todo las de la gran palomilla… −¡Qué escándalo por un «gallo» cualquiera! −se queja Cecilia, con carita de gran pena−. Modesta y Tolia sí que oyen cerquitas los pasos de tortuga… y hasta de caimán, y nadie les dice nada. Se tira a reír de las dos, que responden con una mueca para su lado, esquiva, de muy particular orgullo, protestando y no. −Ojalá que los muchachitos de aquí fueran pitayas… Para apear uno a mi purito gusto −asegunda Nieves, desenganchando a dos manos una reventona. Estalla una risotada a su alrededor. Pero ya se les apaga el gusto: un tropel sube del pitayar de abajo. −¡Efrén y Clodoaldo! −se le escapa a Cecilia, para luego taparse la boca con la punta del rebozo de bolita. Y ya encima el repiqueteo de herraduras, quebrar de lajas y pol­ vareda, blanca de caliche, Efrén ceja el penco para no atropellarlas. −No se arruguen, venaditas de poca alzada. Parece que acaban de mirar espantos de media noche. Nomás venimos a probar sus pitayas.

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Gregorio pega su Gavilancillo al hombro de Eustolia. −También a saber cuántos tamales de miel colorada gustaremos mañana −agrega con todos sus ojos en ella. −Hay una cosa, muchachos −se anima Modesta Gutiérrez−: saben que no nos cuadran visitas tan pobres. ¿Qué pasó con mi Co­ mino, con Pillón y Ramiro? Tan bonito que apearíamos la fruta con serenata al lado. −Los músicos no tardan, palomitas arroyeras −espeta Clodoaldo. Y se ladea más el sombrero atejanado−. No nos arrimamos a las chachalacas sin antes taparles el gusto con mejores gritos. Ellas son caritas de malicia y miradillas al reojo de una a las otras, para preguntarse en qué parará tanto trajín. Los gallitos, ce­ jadero de cuacos, remolinos de cal por todos lados y rodar de piedras. Otra vez Modesta al quite: −Mejor sigamos con nuestra faena, muchachas. Se me figura que estos alacrancitos son de los prietos, de los que en balde cargan la lanceta. Pero ya suben también los músicos. El traqueteo de sus pencos por la cuesta se parece a un acompañamiento con tambora de Sinaloa a las polkitas que vienen tocando, de las más movidas. Se les recibe con revoloteos de sombreros y de gritos de ay, ayy, ayyy, en todos los tonos. −Comiencen con una que se llama «A la orillita del río» −se ade­lanta Efrén−. Va para una palomita solitaria. De ésas que no responden ni aunque uno les eche el cuerno diatiro al oído. Muchos tendrán la ocurrencia de cortarnos esa guía. Pero no podrán hacerlo porque tu amor es mi vida. −A mí también me hiere −se apura Gregorio, de cara al pitayo de Eustolia−. Repítela, Comino. Hay aquí una coyotita que no quiere ponerse a tiro de mi máuser. Ellas más calladas y trabajadoras, como en un juego a ver quién limpia primero de fruta su cacto. Por segunda vez se acaba la canción, pero Clodoaldo se ha anticipado con el Comino, en una rápida seña con los ojos. Remacha la posesión de la pieza.

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−Para mí la palomita esa que dice «de los naranjos»… Va para una abajeña que me tendrá siempre como su bordón, no le hace que se le atraviesen veredas pedregosas. Una palomita que tiene su nido en un verde naranjo, lo dejó solito porque su palomo la estaba engañando. Todas ellas se fijan en Cecilia. Parecen decirle: «Aguas, aguas. Se te enreda la hilaza, se te enreda la hilaza»… Efrén vuelve a ha­ cerse de la primacía: −Otra segunda para mí, que yo pago doble. La misma, Comino. −¡Naranjas agrias, dijo mi abuela! −protesta Alfonso Gameros. Y encarrera su pinto entre el breñal en media luna−. Vamos por turnos, Efrén. ¿Nomás tú vas a quiquiriquear en madrugada tan fresquita? Yo quiero otra «paloma». Aquella triste, que trae recados bajo el ala quebrada. La serenata de tardeada se organiza por turnos, siempre Efrén y Clodoaldo con sus piezas, «A la orillita del río» y «la que dice de los naranjos»… Se corretean las dos canciones como rivales en un duelo a caballo, por las playas del San Lucas, tres y cuatro veces, hasta que Cecilia hace una seña y todas se echan al hombro los canastones pesados de pitayas. Se miran tan cansadas de su trajín de cosecha como el chaparrito Lamberto, Ramiro y Pillón de tocar y cantar. Para no aparecer juntos en Plan de Arriba, ellas toman ventaja. Cuando canastos y moños de colores se pierden en la baja gatuñera, van ellos, a las calmadas, sueltas las riendas. Los músicos tocan a las cansadas «La garza morena», el último corrido del Comino. La noche se ha cerrado, pero el caserío es flama anaranjada. Corrales y patios son alumbradas para cocer las pitayas. Clodoaldo sigue de frente hasta Tapias Solas. A poco ya auxilia a las mujeres «ánimas del verde», quienes en ocasiones como ésta se duelen de la falta de un hombre en casa. De cuando en cuando, Cecilia voltea a mirarlo. Quisiera adivinar sus pensamientos. Le preocupan esa seriedad y el dejo de tristeza, como si él quisiera desquitarse de algo. Con rabiosa hacha

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ataca al palo cirial que antaño dio buena sombra a cochinos y gallinas. No queda a la muchacha más que componer la voz lo mejor que puede. −Cómo eres malo, primo. Ni siquiera dejaste columbrar a quién le echaste tanto tu «palomita del naranjo». ¿A poco a la Tolia? Cuidadito con Gregorio, ¿eh? A ninguna le quedaba mejor. Eustolia es una muchacha buena y bonita, como tortolita. −No me rondes tanto que voy a clavar el pico, prima. Te haces que la Virgen te habla. Bien sabes a quién le dediqué mis canciones. −No le doy, Clodo. Y mira que me quiebro la cabeza por atinarle. −Bien haces la coyota. ¿No le diste a mi cantada, pero sí a la de Efrén? Pilar sale de la cocina con otra batea, para los tamales que él acaba de envolver en hojas de maíz. −Dios te bendiga por donde quiera que andes, muchacho, por mirar bien a estas «ánimas solas», como nos dice la gente. Te llevarás unos tamalitos para que almuerces mañana. Harás de cuenta que gustas el cariño que te sentimos. Por media noche va solo por el fresco camino, al ras de los mustios chaparrales. Jinete de sombra que salva montes de extraños rui­dos, de misteriosa ebullición de plantas y animales. Triste por ser un abajeño más: un hombre marcado por el sino de haber tan pocas sangres allí, en cañón tan grande. «Qué mi suerte que Cecilia… Cómo quisiera romper ese hilo de sangres que tanto nos junta, pero que también nos tiene tan lejos» El amargo cavilar todavía le dura al entrar a Limoncito. De su soñar despierto le vuelven los perros con sus ladridos cariñosos y sus gimoteos serviles y lamerle los huaraches. No queda una lumbrada en el corral. Los tamales de miel guinda se enfrían en las bateas de madroño, sobre la hornilla recién encalada. Canta rumbo a su pieza de canteras. Ay, palomita, ¿cómo le vamos a hacer?

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Si a ti te hirió tu palomo y a mí me hirió tu querer… Nieves se echa a reír bajo las cobijas.

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l nubarrón de cisco que ni los quemantes mediodías lograron ablandar, ya se revuelve rabioso. Se estira y se reconcentra. Apenas llega el eco de sus primeras descargas contra la cumbre lejana, como un aviso. Llama la atención del pueblo adormecido por los calores y la cal. Luego cada vez más recio, cual ristra de cohetones en plena quemazón. −¡Ya truena el cielo, ya truena el cielo! −grita que grita corren los chiquillos por playas y planes, arenas esponjadas o hierba que se desmorona al solo testereo del viento refrescante, más y más a­pe­tecible. −¡Bendito Nuestro Padre Jesús Nazareno! −rezan las mujeres en el templo abierto que es el Cañón de contrastes. En patios y co­ rrales. En el monte, las que andan por leña; en el río, las que fueron al agua. Los ojos implorantes hacia el culebrón cincoate que ya cubre desde la una a la otra tapia de sierra. Donde el momento los sorprende, los hombres se quedan, sostenida la respiración. Y hace rato que otra agua les baja por las mejillas, agrietadas como la roja tierra de sus barbechos. Los niños, esos chiquillos que nunca acaban de correr su gusto, la saborean como jugo de caña. Cacarizo se mira el río. Se rompen las ondinas en campanitas saltonas. En las laderas, en La Breña, tamborilean los varejones sobre el cuero de los pedreros, cementerios de hierbas y enredaderas. Por los troncos escurre el caliche que apelotonaron los vientos de lumbre, fuelle de la larga sequía. Cada mata y cada rama recobran color y figura. De nuevo el amarillo viejo de los papelillos, el cenizo de los copales sagrados y el verde suave de los colorines con que se hacen santos y violines. Todo barre la tormenta. Hasta los nidos, las bolsitas rugosas de las orugas, los panalillos de las avispas pintas. Como viejo rito se repite el trajín de cada año. Ligeras y alga­ rabientas, las mujeres apartan la ropa, los trastos y demás que servirán durante los meses de ordeña, de ranchar.

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−Vamos primero a la iglesia− invitan Nicomedes y el Torcido, tocando puertas y ventanas. La pobre iglesia, la abandonada iglesita durante los tiempos de resequedad, es chisporroteo de trementina y ceras y empedrado de cabezas descubiertas de chales y rebozos. La Inmaculada luce el manto azul de las grandes fiestas, tachonado con estrellas de papel estaño de cigarros y unos cuantos milagros de plata, negra de olvido. Aflora la gratitud, esa sonrisa de buenos tiempos, como en bodas y coleaderos. Ella corresponde con un encanto nunca antes visto en las secas, aliviada su carita enferma. −Dios te salve, Reina y Madre de misericordia. A ti clamamos… Medio escondida tras la puerta, Cecilia con su propia oración: «Madrecita mía. Mira que muchas de nosotras nos abrimos a esta vida dura de Tepetates. Dicen que la vida aquí es más triste que en otros lugares. Ten piedad de nosotras, flores de breña. Que la miel de nuestro corazón, que se revienta ya, no vaya a serle amarga a nadie. Te lo pido yo por lo que más quieras, Virgencita santa y triste. Te rogamos todas las muchachas, mucho más las que ya empezamos a columbrar cómo apuntan nuestras veredas» Ella misma, Modesta, Nieves y Eustolia llevan el coro entre mis­terio y misterio del rosario. Nico y el Torcido repasan los otros rezos, ya a las ánimas del purgatorio, ya a los santos más milagrosos de su particular fe. Y la procesión, por las callejas de cercas, que siempre concluye con aquel himno: Adiós, Reina del cielo Madre del Salvador Adiós, oh Madre mía. Adiós, adiós, adiós. Por media mañana parten las familias, cada quien por su vereda, hacia las sierras del rededor. En punta las mujeres, como reinas en sus albardones acordonados, con su inicial de hilos de plata en el respaldo y las «cantinas». Por racimos, en una sola bestia, la chiquillería, lista a quitarse los varejones espinosos de los garabatos que bordean el camino. Los mulos de las cargas, apurados a cuartazos y malas razones.

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En el pueblo solamente se han quedado algunos viejos, a cuidar las casas. Madrina Nico a atender la iglesia. Pilar y Cecilia en el rancho Chinacates, con el Torcido en funciones de becerrero. Tan bien trabajaron «Minillas» el año anterior, que don Artemio Gutiérrez les ha entregado a medias la ordeña de treinta vacas. El cuamil de siembra, una loma que se tiende hasta el arroyo. Cecilia acaba de desenraizar a machetazos unas matas rastreras. De pronto un chiflido. Ligera se yergue. De la maraña de manzanillar sale Efrén, a las taimadas. Y se le arrima y arrima. −No corras, Ceci. Te traigo un buen asuntito. Ella limpia de barro el machete, anuda bien las jaretas en sus enaguas color rosa, y responde, amarilla la cara: −Arrímate más, entonces. Me cuadran tratos con fulanos que se dicen deveras hombres. El secretario trae las manos encajadas en el cinto de la carrillera. Al andar, la pistola le golpea en la pierna. −No soy perro que mueva la cola para pedir gorda. Ya me conoces. A los veinte pasos se detiene. Ella encaja el machete en el montón de espinero tronchado. A él le clava unos ojos más retadores, para espetarle ronca: −No queda más que sueltes la piedra que rezumba en tu honda, Efrén Núñez. Anda, lo que sea que venga de una vez. −Nomás me trae el decirte que no te quiero dar más tiempo. Vengo a que declares sin vueltas tu sentir conmigo. Ya tengo un comienzo de desprecio, y si no fuera porque… −Un «gallo» no dice nada en veces. O lo dice con muy mala voz. −No soy músico ni cancionero, pero yo les pago al Comino y compañía. Lo mismo da. No te hagas la sorda teniendo orejas tan largas, Cecilia. Te quiero a la pura buena, deveras. −Ni a la buena ni a la mala lograrás de mí siquiera el saludo, para que lo sepas de una buena vez. Así puedes quedarte sin vacas con tus traídas de música para mí. Allá tú que quieres tirar tus cen­ tavos. Que te vaya bien, pues. Se da media vuelta, en hombros el machete, que suelta chispazos blancos al golpe del sol. Efrén la sigue un poco, para gritarle:

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−Lo sentiré por ti, Cecilia. Yo digo que vas a ser mi fuste, ¡y será! Te lo juro por esta cruz. Con rabiosa devoción besa la cruz de sus dedos. −Te dije que te vaya bien. Date de santos con eso. Te repito que no me lograrás ni cuando muerta. Mejor búscate otra, una que te sienta menos inquina que yo −renueva la carrera, hasta los jacales. Nada cuenta a Pilar. Va hacia donde Onofre arregla el arado para empezar a rasgar la tierra del cuamil. Está blanca. Le tiembla la barbilla. −Hermanito: yo también voy a necesitar tus remedios y consejos… ¿conoces alguna mala hierba, algo para que los coyotes no aúllen tan feo? −¿Qué, ya se nos comienzan a arrimar los diantres? −Sí, Onofre. No creas que muchos. Nomás un indino, pero de los meros buenos. −Uno es tasajo asado. Cecilita. Déjalo de mi cuenta. Mañana mismo voy con don Artemio a pedirle un rifle. −¿Deveritas? ¿Te animarías a cortarle el resuello a Efrén Núñez? −¿Efrén…Núñez? −Como lo oyes, hermanito. Pero no te espantes. No te pediré tanto. Ni siquiera busco que me cuides. Nomás piensa en algo bue­ no para que ese maldito flaco me «rejunte el máiz». A dos manos le restriega los cabellos tiesos. Corre al jacal cocina, a ayudar a Pilar a prensar un queso. La piedra que sirve de plancha pesa mucho. Cuando Onofre tiene el rifle, se tira a velar durante varias noches. Al pegar deveras la primera manada de reales coyotes, abate a dos que saltaban el corralillo de las gallinas. Tiende los cueros en la copa del madroño donde trepan los gallos a cantarle a la madrugada. Guarda la manteca en uno de sus bules, para cuando alguien le pida un remedio contra los magullones o las patadas de mula. Días después, unos arrieros se dirigen a los ranchos vecinos, a cambiar mercancía por las primeras reses dadas de baja y productos de la región. Silenciosas, las mujeres de Chinacates los miran pasar con sus recuas por el camino frontero, hacia las alturas de Sierra Quebrada. Pilar deja escapar un suspiro gordo. −Se fueron de largo los falluqueros.

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−Sí, mamá. Hora que les quise cambiar un pensamiento para que cayeran por aquí con sus cargas. Si vieras lo que me perezco por un vestido nuevo, del mejor trapo que traigan de Acaponeta. Aunque tenga que darles mis dos cochinos de engorda. Dentro de su cabeza, Pilar da vueltas rápidas a muchas cosas. Pareció no escuchar palabras que eran toda queja. Sin embargo, ya le responde: −Eres una muchacha que se madura en mujer, hija. Dios me libre de decir que no te arregles como las demás. Pero mejor a ver si al fin de las aguas don Artemio te recibe los cochinos por una becerrita. Esa becerrita, dentro de un año casi será vaquilla. Dentro de dos podrá darte la primera cría. Con la ayuda de Dios, bien puede resultar la hembra de la suerte, el pie de tu ganadito. Están sentadas sobre una peña. Cecilia abre una risita casi burlesca. −Sería muy bueno, como un sueño, tener nuestras propias vacas, mamita. Pero primero es ser mujer… Sabrá mi Padre Dios cuál será el sol de mi mañana. Yo quisiera gozarla un poquito, si vieras… Ya miras que en Tepetates casi no hay mujer que una vez casada tenga lo que sueñe. No creas, mamá: a veces hasta envidio con rabia a las hembras de otras partes. Los arrieros y compradores de ganado dicen que en otros lugares las cosas son distintas. Que los hombres no aturrullan tanto a las mujeres como aquí. Que hasta los más pobres las miran bien. Que las pasean por tierras bonitas. Que… Pilar se anima de pronto: −¿No será que al fin Efrencillo se te encaja muy hondo? −¡Ni lo mande Dios! Pero sí me gustaría que Onofre fuera a echarles un grito a esos arrieros. Yo misma me haré el vestido, ese de mi soñar despierta. Cuando don Sebastián Mendieta abandona el Cañón, se desvía hacia Chinacates. Por el par de cochinos de engorda, a más del sa­ tín Cecilia escoge sus primeros zapatos de charol y unos aretes de latón, rosas en rama.

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omo si hubiera adivinado Efrén que no hay hombre en Chinacates. Onofre auxilia a don Sebastián Mendieta en el arreo del ganado adquirido en El Cañón a cambio de sus artículos de primera necesidad, hasta salvar los desfiladeros y las cumbres donde abunda el lobo. Con el azadón, Cecilia arrima tierra a los maicitos recién nacidos en el cuamil. Al voltear, allí la sombra del secretario. −No tienes por qué temblar así, Cecilia. Tan cerquita el uno del otro, mi pistola nada podría contra tu machete. Y más cuando por ahí dicen cosas… Cosas, como que te rezumba para esto de tronchar malas matas de los barbechos. Va ella a seguir con su trabajo. Pero ya aprisionada por unos brazos de garfio, unos labios brutales le ensucian la mejilla y mas allá. Forcejea decidida, entera, sin soltar el fierro. Puede gritar auxilio a Pilar y a Lobito. El fiel perro, pinta de lobo, cuida los becerros en la lomilla de junto… Caen, luchan. Ruedan por el chicloso cuamil hasta el fondo de la cañadita, a unos pasos de la poza azul. Y le toca a ella quedar arriba. Además, libre la mano que tiene el machete. Jadea, con la vida en la boca. −¡Maldito… cochino Núñez ! Ojalá pudiera aflojar el brazo pa­ ra mocharte el resuello de una vez… −Suéltame, ¡zorra! −se revuelve él, toro con los cuernos clavados en el tepetate. −¡Maldito Núñez! Ojalá fuera yo hombre. −Le asesta una bofetada de ida y vuelta, y corre barbecho arriba. Efrén apenas se incorpora, sonámbulo. Solamente sabe cobrar aire. Se quita barro. Escupe lodo. −Tomas a mal mi cariño, Cecilia. Pero ya me las pagarás todas… −Yo sólo sé que tu padre no se tentó el corazón para matar al mío. −Eso es cosa de mi papá. A mí no me cobres deudas de otros. −Zenón se quedó tan campante porque cobraba dizque una deu­ da de sangre, ¿no? Bueno, pues yo también busco el desquite. La muchacha se pierde en el hueco del monte que esconde a la Tinaja Azul. Efrén toma su vereda con desgano. Siente los hua­

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raches pesados, como de plomo. Y aún no acaba de escupir los terrones que medio tragó. De sopetón se lleva la mano a la pistola… Con subir un poquito en la loma y esperar que Cecilia asome por algún claro del rancho se quitaría de penar, apuntándole bien… Pero sigue caminando, todavía sus pasos tambaleantes. Ni se percata de que ya va lejos. Azulejo se embebe en ramonear yer­ banís. De un salto monta, y canta como Dios le da a entender: Mucho miedo tuviste de quererme, mucho miedo de tenerme junto a ti. olvidando que mi alma te adoraba despreciaste mi pobre corazón… Cecilia bajó a la Tinaja Azul a limpiarse el barro y quitarse las es­pinas que se le clavaron en la espalda. Sin pensar en nada ni sen­ tir pizca de muina. Pilar advierte su marcada palidez. −Me rodé en el cuamil cuando desenraizaba ese gatuño viejo. El que tú conoces… Se me pegostearon los terrones y tuve que la­ varme en el agua fría. Por eso me miras sin color. Onofre está de regreso a los tres días, risueña a lo más la cueva de su boca deforme. Nada más tiene palabras para contar que él solito libró de los lobos a la arreada de reses durante las dos noches de trajín por la alta sierra de los indios coras… −Nomás hubieran visto cómo nos rodeaban los malditos lobos, tercos en meterse entre el ganado y ganarnos con cochinos, chivas y becerritos. Yo, grítales que grítales las peores malas razones, tirándoles garrotazos a troche moche por alejarlos de la rueda de reses y fogatas. Y hasta las lágrimas se me salían nomás de mirar el celo y bravura de toros y vacas en defender a sus crías y demás ganado chico. Dos noches no durmieron, brama que brama cora­ judos, aventándoles rabiosas cornadas a los lobos que ya se nos me­tían por aquí, ya se nos colaban por allá. Nomás nos pudieron sacar de la rueda de salvamento un becerrito destetado, sin madre, en un descuido de los otros arreadores. En la primera oportunidad, Cecilia confía al becerrero, al oído: −Quiero que me ayudes a buscar la Naranja. De seguro no se ha arrimado al corral por haberle llegado su hora.

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Cuando buscan la rinconera de monte que la vaca habría escogido para parir en paz, la muchacha se anima a más: −Yo no quería pedirte socorro, Onofre. Pero el Efrén me anda arrimando el tizón muy cerquitas, y a lo mejor se me chamuscan las pestañas. Hora sí me vas a cuidar, hermanito, por lo que más quieras. −La gente habla que yo soy un hombre bueno, quezque nunca me arriesgaría a troncharme a un cristiano como lo hacen los otros abajeños. Pero no saben bien mis adentros, el tepetate duro que esconde mi poca tierra negra… La verdad, Cecilia, por ti, nomás por ti, pues sí que divisaría yo en Efrencillo a uno de esos coyotes que noche a noche nos ponen las greñas de punta. Y mesmamente me haría el ánimo de mirar en él ese que ya anda rete empicado a las gallinas y sin que yo me lo haya podido quebrar. −No quiero que te comprometas, hermanito, no. No te pido tan­ to, ¡ni lo mande Dios! Me basta con que me cubras con tus ba­las, por si el día de mañana se me viene encima otra vuelta el Efrén. Mira, hermanito: si de matar se tratara, ya estaba por tasajearle la calabaza a machetazos. O por mocharle las venas gordas del cuello nomás de una pasadita del filo éste −como con cariño pasa dos de­ dos por todo el acero del machete, con el que hace desmoche de ortigas y ramas secas. Entre la urdimbre de una otatera hallan por fin a la Naranja. Echada, relame y relame con su lengua rasposa a una becerrita ne­ gra con una mancha blanca en la frente. Su hogar es un ramudo saúz que crece junto a una tinaja zarca. −¡Mira, Onofre! −grita ella enternecida a tiempo que trata de conquistar a la vaca con sobadas suaves, suaves, en el lomo−. Bien se ve que ésta no quería a su toro. Por eso nació prieta la cría. −Tú también sabes hartas cosas escondidas, Ceci. En verdad que eso fue. De seguro que es pinto el tata. El frijol de Darío Nu­ ñez, que ni qué. −Y duro con los Nuñez, Onofre. Ya mero y macheteo a la becerrita, pues. El becerrero se echa la cría al hombro. −La rama Núñez de Darío no te debe nada, Cecilita. Darío es de los pocos Núñez pacíficos. Por lo mismo ha tenido que refundirse en ese peñasquero de Xinoxtla.

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−Nada le aunque. Los Núñez son siempre los Núñez, y ya. Me la deben toditos, amigo. ¡Toditos! Ella carga ahora el rifle y cuida que la vaca no vaya a atacar al becerrero. De cuando en cuando la llena de lindezas y le acaricia el testuz. −Llamaremos Medianoche a la becerrita. −Está bien, hermanito. La Medianoche. Nadie mejor que tú tiene aquí derecho a bautizar. Eres de los pocos hombres mansos con que cuenta nuestro cañón del diablo. Veré de perdonar a los Núñez que no se metieron contra mi padre. Nomás porque me da la vergüenza contigo, palabra. La Naranja no se les aparta dos metros, brama que brama lastimera. El Torcido apunta: −Todas las vacas recién paridas piensan que los rancheros que las van a buscar, caminan adelante con la cría para quitárselas en el momento menos pensado. Amarran la Medianoche al madroño de las gallinas. La vaca cornea las trancas del corral, hasta pelarlas de cáscara. No hay más remedio que llevarle la becerrita. Satisfecha pasa todo un día lamiéndola de la cabeza a las pezuñas. Como si su lengua de cardo fuera la mano suave de la mejor madre del mundo. Cecilia y Pilar van a mirarla, jaladas por algo que les llega muy cerca. −Mamá, yo quería preguntarte una cosa… si las mujeres se en­ cariñan así con las crías que les vienen por la fuerza. Parece que Pilar estuviera en espera de semejantes palabras. −Dirás que soy hablantina de más. Pero tú naciste así, y mira que eres como la mismita ánima mía. Hora te lo digo todo. Tu pa­ dre también me robó, y yo que le hacia el asco desde que jugá­ba­ mos a las yeguas y garañones entre La Breña… Pero lo fui queriendo y queriendo con el tiempo. Lo pude querer, y más que si yo misma le hubiera rogado el cariño. Cecilia se da la media vuelta. La deja con sus recuerdos. Clavados en la ternura de la Naranja.

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esde el alba atronaban los cohetes y llamaba la única campana de la iglesia, por ser 16 de septiembre. Colman las dos estancias de la Delegación hombres pasados de alegría, abajeños que meten un barullo de jicotes toreados por algún travieso. Por segunda vez secretario, Efrén preside las ceremonias a la de­recha de su tío Fabián, el nuevo delegado. Son las ocho de la mañana. Si todos se miran con los ojos abotagados e ido un tanto el pensamiento, se debe a que desde el Grito, a media noche, brindan por la Independencia Nacional en casa de Agapito Aldana, la mejor surtida en damajuanas y «medias» de mezcal indio. Por lo mismo, loas y vivas a Hidalgo, Morelos y demás héroes de la insurgencia resuenan con más empuje y gravedad, caso omiso de lo destemplado e ininteligible de las arrastradas voces. Ni los más pobres se quedan atrás en eso de lucir hoy pistola al cinto, como que para día tan grande es la mejor gala una 38 o una 45, pendiente de la carrillera bordada con hilos de oro y plata y pesada de balas. La fiesta del 16 de septiembre nada más la celebran los hombres, quienes desde el día anterior bajan al pueblo en romería que alegró de guasas y risas los caminos y veredas. Hoy, las únicas mujeres que andan en el refuego son Nicomedes y Hortensia, quien, como hija de trapichero, en todo tiempo debe estar al cuidado de la rudimentaria factoría de hacer panocha y piloncillo. −Ándele, viejita −ruega a Nico el nuevo juez, Zenón Nuñez, des­ pués de haberla hecho pasar ante su mesa de despacho−. Ándele, comadrita: no se arrugue a los envites. Échese aunque sea un traguito chico, a la salud de nuestro querido México. −Usted siempre tan galano conmigo, compadrito Zenón. Bueno. Pues me echaré uno nomás, ¡qué caray! −Empújese otro por Durango, que también Durango tiene su corazoncito. No faltaba más ni sobraba menos, Nicomedes− le insiste Benito Nuñez, el nuevo Jefe de Armas.

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−Bueno, bueno. Nomás lo hago porque me lo ordena la suprema autoridad del gobierno. A mí me gusta obedecer los mandatos de la superioridad… ¡Cómo escoce esta lumbrita aguada! −Le falta el último y va por Tepetates, Nico −le pide alguien más−.No haga menos a nuestro pueblo. −Ah, es usted, don Artemio. Por nuestro Cañón tan bonito, pues. También a la salud de usted y su agraciada familia. −Todavía le falta mi envite −se aparece el tío Félix−. No porque sea yo el único viejo Ramos que sobra aquí, me va a cortar de la yeguada su buena merced. −No, don Félix. No lo despreciaré. Nomás eso faltaba… ¡A la salud de los Ramos, pues! ¡Que viva la amistad de los Nuñez y los Ramos! Un destemplado coro de vivas a México y a sus libertadores remata la valentía de Nico, que tambaleante y muda se despide, las manos como banderas. Y va recorriendo el mudo caserío, sin parar su cantilena en el tono clerical de siempre: «Buenos días les dé Dios, Buenos días les dé Dios… Dime tus novedades, Tolia. Y tú, Modestita, la más chula entre las chulas tepetateñas… Ya verán todos lo que a nuestro pueblo traerán estas borrache… No se fíen, no se fíen de los veinte años que quedan. A lo mejor, Diosito nos alza la canasta mucho antes. Hace que se hinche el río como nunca… Ya no se maten, que toditos hermanos por una misma sangre… Ya no…» Atanasio, padre de Hortensia, desde la cerca del Trapiche, y las viejas cuidanderas del pueblo asomadas a las ventanas o atisbando en las puertas a medio abrir, miran embobados el bullidero de borrachos en la calle real y las callejas que la cruzan. En ese camposanto que es el pueblo por lo solo y callado, alegando y querellando cada vez más recio, los hombres parecen las ánimas de todos los muertitos habidos en tantos 16 de septiembre pasados. Los únicos que hacen ronda aparte son Efrén y Clodoaldo. Los aleja de los otros aquel asuntito que el secretario no deja de proponer: −Anda, diantre de Clodo. Dime que te harás de lado de mi em­ peño de lograr a tu prima. −Ya te lo dije, Efrén: tú lo haces nomás por golpear la sangre Ramos. Y así, pues siempre toparás conmigo como en chivas.

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−Gorgoréale otra vez al mezcalito éste. Anda, para que me digas que a un amigo de infancias no le sientes la inquina. Yo no bus­co nada contra los Ramos, deveras. Es la pura Cecilia la que me jala. Es la Cecilia que parece me tuviera bien pialado el corazón con la mejor de sus chavindas. −¡Ja, jaa, jaaa! Mira, Efrén: tú y yo siempre estaremos como San Miguel y el diablo. Y te digo que me tocará ser San Miguel a final de cuentas. −Aquí termina el pleito entre Nuñez y Ramos, verdad de Dios, Clodo. −Quién sabe. El huertero le arrebata la «media» de mezcal para agotarla de un sorbo. Intempestivamente los vuelve atrás el grueso de la palomilla. Gre­gorio es el más bravo. −Al Cominito nadie me lo hace menos cuando trae gusto. El día que ustedes paguen la tocada, a la hora que quieran se largan y ya. Ahorita lo hace dioquis, nomás toca por gusto, de alegría, como regalo a los amigos por ser 16 de septiembre. −Nosotros tenemos nuestros asuntos, Gregorio. Cálmala un po­co −alega Efrén, echándole una mano al hombro. −No relinches tan ladino, compadre. Acabo de decir que Lamberto está bramando nomás para los toros de su agostadero. El que se larga, no es amigo. El que no es amigo, por lo claro está del otro lado. Saquen sus pistolas tú y Clodoaldo, para terminar este negocito, pues. ¡Anden, cabritos! A pie como todos y más que oportunos, otros gustadores llegan de La Breña, por Gregorio. Efrén y Clodoaldo pueden seguir con lo suyo, dentro del Camposanto, único lugar tranquilo, bueno para hablar de negocios en esta hora. El de Limoncito decide irse a fondo. −Tú no me cuadras para Cecilia. Te lo digo a lo derecho, y ni tantito así me duele cantártelo. Te echo el aviso, Efrén: deja de rela­merte los bigotes de que lograrás a mi prima como lo piensas. El secretario escupe fuerte contra la cerca de piedras prietas, en la que se recargan con desgano, hombro con hombro. −Hasta me avientas la sal, Clodo −masculla Efrén, ceniza la cara, blancos los labios y rasposas las palabras−. Debías tener ta-

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maños para echarme un reto y no nomás para soplarme el aire con el petate del muerto. Anímate a más, anda. Déjate de andarme es­ pantando nomás. Clodoaldo ya tenía la mano sobre su 45 de cachas plateadas. Le bailan los dedos tiesos, le tiemblan los labios morados. En sus ojos de yesca apunta la chispa terrible, puñalito de luz que señala al hijo de Zenón como el primer muertito de la fiesta. −Saca la tuya, Efrén Núñez. El secretario se defiende con nueva sonrisa larga, larga, aunque del todo a fuerzas, risa de quien se estima madrugado. −¡Qué alacrancito de los meros güeros te vuelves en cuanto te testerean la cola! −sin más le echa un brazo a lo despreocupado. También como si nada lo jala hacia el monte, por la vereda que parte en dos los altos matorrales hasta los picos más altos de La Breña. Caminan mudos, como si nada más sus pies supieran hablar, así, rozando la dura caliza con los huaraches nuevos, de estreno. Callados, para bien captar el momento en que sea necesario jugar la pistola, cuando sin avisar el otro la haya sacado. Clodoaldo está seguro de que se adentran en esas gatuñeras y pitayares de espinas como aleznas para dilucidar la querella como allí se aclaran siempre las inquinas de sangre, precisamente cuando como ahorita aún el mezcal no acaba de apagarles la velita que arde en los renegridos cerebros. Ha pasado un cuarto de hora, un cacho de tiempo medido por el segundero de sus pisadas firmes, que aplastan la hierba. Al curvear la vereda, pueden ver el caserío, pequeño, a sus pies. De reojo examinan los movimientos de los grupos de amigos que alegan a gritos peligrosos o hacen chanzas sabrosas, despreocupadas. −Bueno, Efrén −ronronea Clodoaldo parando en seco, de cara a Plan Grande, el centro del pueblo−. Ni mandado hacer este lugar para que acabemos nuestro negocito de una buena vez. La mano es garra de gavilán sobre la cacha de la 45, más helada que los dedos, puro nervio. Efrén con la boca abierta, como ya muerto; sus ojos de vidrio en espera de alguna luz o de la noche sin alba… Pero de nuevo nada pasa. El gallito Núñez hace una mueca triste y dura a la vez, se arruga todo él de indescifrable pena. Algo que quiere parecerse a sonrisilla de alivio. Y se echa a reír a carcajadas que no son suyas, nuevas, desconocidas en él.

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Como las carcajadas del Torcido cuando Modesta, por pura burla, le dice en veces «lo dulces» que son sus ojos. El secretario se lleva las manos engarruñadas al estomago, pa­ ra ayudarse a mejor reír. El huertero saca la pistola a la altura del ga­tillo. Aunque la vuelve a enfundar, atascándola en la funda, con unos dientes que son rabia y arrepentimiento. Hasta los talones Efrén siente chorrear un sudor tibio, pegajoso, bendito. −¡Ah qué diablo de Clodo éste, pues! ¡Pensaste que te quería matar!... Todavía no… Digo, no hay un porqué grande. Y aunque lo hubiera… Quién sabe si… Es ahora el huertero quien echa un brazo de plomo al secretario. −Yo así lo pensé, Efrén: que ya se había llegado la hora. Había oscurecido en el pueblo. Hasta prendieron una fogata fren­te a los carcomidos portales de la Delegación. Ellos están entre la tarde y la noche. A sus espaldas, en los altos picachos, por instantes pierde sangre el pobre sol. De repente cinco balazos. Un estremecimiento los deja en otro mundo. Algo se les ha encajado. No saben a qué atender. Se miran con toda la sangre en los ojos, sólo ojos los dos. Cuando vuelven un poco, algo se recuperan. Masculla bajo el huertero: −¡Pícale! Vamos a ver… −No había de faltar un muerto en el caldo. Tepetates dejara de ser… Tepetates…

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Ca pítulo X

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or media noche llegan a sus ranchos, en la misma tapia de sierra, sólo separados por La Breña. Efrén a Tahuantita, la escondida; Clodoaldo a La Mora, lo­ millas donde se entreveran las peñas filosas y el matorral bermejo, de manzanilla pingüica. Entre la rueda de seres queridos unen ca­ bitos del sucedido. «Por no prender la mecha antes de tiempo», Gabino Ramos había andado gustando nada más con los solitarios. Pardeandito, ya sin remilgo que aquietar con más mezcal, se transformó en el lobo hambriento que quería ser desde el Grito de don Miguel Hidalgo y Costilla. −Denme razón del gallito ese Efrén Núñez −decía a cuantos se encontraba−. Denme razón de ese zaíno, hijo de diez tales, que le quiero montar. O busco que me tumbe al primer reparo. Para qué preguntarle los motivos. Era algo ya enterrado: la disputa por Hortensia cuando novia. Pero Gabino quería revivirla, la estaba reviviendo, la sentía latir más fuerte que entonces, y ni mo­ do. ¿Quién podía hacerlo vomitar tantas «medias»? Conocedor de la tela, el juez decide dar la cara por su muchacho. «No sea la de malas… Uno de viejo, más toreado en este negocio, sabe el cómo y cuándo». Se arman los dimes y diretes. Hasta el profesor don Raymundo se mete de pacificador. Enseguida ya la pelotera. Malas razones y suaves palabras; muchos hombres en uno solo; manos que jalonean para acá y para allá; pistolas y cuchillos a tontas y locas. Creyendo que el maestro anda por los Núñez, Ramiro lo ataca a guitarrazos. Don Raymundo queda fuera, con el instrumento de paliacate. Son apartados los rivales, Gabino y Zenón. Pero nuevos mitotes se arman, ya sólo entre metedores de orden o de paz. Gabino se aprovecha, y logra zafarse. Dispara sobre el juez. Pierden rumbo los ánimos. Dos pacificadores se disparan a la vez, en realidad a causa de viejos enojos. El pretexto, quién tenía la razón, si Gabino o Zenón.

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Mientras, el Torcido le lava la herida con agua de borrajas, el juez le detalla todo a Efrén como si el Zenón del hecho hubiera sido uno del montón. Sólo ese afán de llevarse una mano al costado y morderse los labios cuando Onofre exprime la mala sangre, denuncia al real protagonista. −Te escapaste como culebra saurina, muchacho carajo −consue­ la a Efrén cuando el mágico curandero ha extirpado los dolores. Eustorgio Rivas, el herido que metía orden en el bando de Gabino, recibió el tiro en la boca del estómago; Ramón Ledesma, que pacificaba a favor de Zenón, dos de 45 en el pecho, encimados. Por su gravedad, su madre y parientes se hacen una exigiéndole se arre­ gle con Dios. Pero el hombre es un chucho rabioso. −Váyanse todos… ¡dejen que me lleve la tiznada! −mascando dolencias responde una y otra vez a ruegos y consejos. Llaman a Madrina Nico, pero igual. Ni siquiera las buenas palabras, las expertas y autorizadas palabras de la señorita rezandera logran conmoverlo. La desesperanza se hace clamor. −¡Si hubiera un sacerdote! −¡Si tuviéramos un padrecito siquiera a dos días de camino! Con todo, la salvación del alma de Ramón Ledesma parece en­ viada del cielo. Una procesión pasa frente al rancho. −¡Es Nuestro Padre Jesús! −se ilusiona la afligida madre−. Que nos lo presten. Ante él se dobla cualquiera. −¡Efrén anda en la procesión, Efrén anda en la procesión!  –Avisa alguien con renovada esperanza, recordando viejas hazañas del muchacho de Zenón en tal negocio de poner bien con Dios a rejegos moribundos−. Ya le dije que venga. El cortejo del Jesús Nazareno se agolpaba a la puerta. −Aquí estamos, amigo Ramón −dice el secretario. Se hinca y le pone el nicho ante los ojos. La acongojada concurrencia se hinca su vez alrededor. Efrén, luego de tres persignadas por ningún lado, toma aire. Espeta a Ra­ món, con voz recia, de mando y urgencia: −Arrepiéntete cuanto antes de todos tus malos modos. Anda, apúrate. −Déjame… dormir a gusto. Lárgate… carbón. −Tienes que arrepentirte, Ramón. ¡Cómo carajos no! −le grita ya al oído−.

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Por las buenas o las malas tienes que pedir perdón a Nuestro Padre Jesús. ¡Apúrate, jodido! El balaceado hunde la cara en la almohada de algodón de pochote. −Apúrate, Ramón, que te carga la fregada… o el diablo −lo zarandea a dos manos hasta ponerlo de nuevo boca arriba−. Te digo que te arrepientas de tus malas obras y grites perdón a Eustorgio, tu heridor. Ramón barbotea algo entre espumarajos. −¡Mira que te carga el diablo, cabestro! ¡Reza ya, anda, anda! La concurrencia suda frío. Se hace trizas las manos, entre los ayes lastimeros de la madre y parientes del moribundo. Pero asoma una esperanza. Ramón se mueve, se revuelve en sus pocas fuerzas. De repente fija unos ojos de imploración en la angustia del Na­ zareno milagroso. Puede balbucir: −Efrén… no… −Sí, sí −responde ligero el secretario−. Ya sé que soy un cabrito peor que tú. Por eso mismo sé la que nos espera a carajos como tú y como yo allá arriba al dejar el pellejo. ¡Anda, ponte en los bra­zos de Nuestro Padre Jesús! Te lo ruega tu amigo Efrén Núñez. ¡Apúrate! Ramón Ledesma abre unos labios amarillos, de sed. Echando fuera la vida que le resta, los pega al viejo vidrio del nicho. Su cabeza rebota en la almohada de pochote.

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Ca pítulo X I

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ras los toros de nervio andan los hombres de Sierra Quebrada, aun el Torcido, no obstante haber insistido en la urgencia de continuar espiando al «lobo dañero de Chinacates». A la torada de Sierra Lisa este año le toca descanso. Los rancheros de esta parte del cañón estarán como in­ vitados en Copalillos. El pique entre «lisos» y «quebrados» se acentúa a medida que se acerca el domingo, como es tradición desde los albores del pueblo. En el coleadero del año pasado, que se jugó en el lienzo de La Mora, triunfaron los segundos. En la madrugada del sábado comenzó la peregrinación. Suben hacia Copalillos gentes hasta de rancherías tan apartadas como Las Cuevas y Xinoxtla. Hoy, domingo en llamas, cincuenta novillos braman corajudos en el toril. Alrededor del lienzo, familias y jinetes que se alistan para la gran fiesta de los montes. Cuando el sol llega al primer cuarto del firmamento, don Artemio Gutiérrez, «dueño» del coleadero, se pasea nervioso frente a cada grupo, espoleando y enfrenando su Techalote moro. −Busquen ya acomodo, gentes. Agarren su lugar, mujeres y chilpayates. ¡A la cerca, señoras! ¡Ganen su asiento, ganen su asiento! ¡La fiesta va a empezar, en el nombre de Dios! Los músicos se afinan. Los corredores calan caballos y monturas en carreritas entrecortadas. Don Artemio escoge a las muchachas que serán las reinas. La concurrencia grita un nombre, y el viejo va hacia la escogida. −Anda Modesta. La gente lo pide. Acomódate entre los músi­cos y los señores autoridad… Tolia: brinca la cerca y agarra tu cam­po de honor. También tú, Cecilia. No te me arrugues. Hoy me da la gana que seas reina. El Comino y compañía ya tocan «Los Caballos Panzones», redova de ley como anticipo a todo coleadero en estas tierras. Los coleadores gastan a pasto los primeros bules y medias de mezcal indio. Convidan a los pencos, para que también se «entonen». Y el paseo de jinetes, al danzar cortito de los cuacos, que parecen atender al

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son que acordeón y guitarra marcan con corridos y polkas, uno tras otro. La rancherada multicolor y risueña, acomodada en ambas cercas, grita vivas a don Artemio, y a reinas y coleadores de su predilección. Una salva de rifles y pistolas es la respuesta dentro del lienzo. El patrón de la fiesta se da una palmada en la frente, hace una mueca y voltea hacia Fabián Núñez. −¡Ah jijo de un…! Ni me acordaba de las armas. Perdones mil, señor delgado, Horita mismo les mochamos los espolones a estos gallitos. −Nomás lo estaba dejando. Nomás lo estaba dejando… −masculla Fabián Núñez, de chanza, perdido entre los coleadores. El Torcido y ayudantes se tiran a desarmar a los coleadores. Tres costales de pistolas, carrilleras y cuchillos de todos tamaños y estilos es la cosecha. Don Artemio quita las trancas del toril y sale el primer toro, pa­ ra Fabián Núñez, deferencia a la suprema autoridad, Ni el polvo le ve el delegado al brioso Zorrillo. Pero la gente se cuida de chiflarle y las reinas de «castigarlo» prendiéndole al pecho una roseta de pen­quillas de maguey enano. Tampoco le cruzan al pecho ningún listón de triunfo. Desmonta y va a su lugar de honor, entre músicos y muchachas, contento de haber «bautizado» el juego. Pasa la primera ronda. Unos lo hacen bien y otros muy mal. Más aún no es hora de premiar o castigar. Otra tanda de mezcal para pencos y jinetes, para más agarrar valor y agilidad. El coleadero se calienta. Cecilia aprovecha para palmotear recio, parada sobre la cerca. −¡Que colee el Tío Félix! ¡Que colee el Tío Félix! −¡Sí, sí! Que colee el Tío Félix− apoyan todos. −Ándale, Tortuguita. No te hagas del rogar que ahí te hablan −mima el viejo a la mulita parda, famosa hasta muchos pueblos a la redonda por alcanzar los toros mejor que algunos pencos. Al puro toque de espuelas, la mulita arranca en pos del Cocol. Arrecia la grita. Abaniqueo de sombreros y rebozos, que rayan el aire en colores. Tampoco este año empieza fallando el viejo Ramos. El torete atigrado está a medio camino, patas arriba y con un cuerno clavado en el tepetate. El Torcido y ayudantes corren a destrabarlo.

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Cecilia prende al pecho del viejo el listón guinda, de «primera»; Modesta, un ramo de orquídeas lilas. Los músicos que no paran de atizar el gusto con sus tonadas juguetonas. Vueltas y más vueltas de los jinetes. Cada vez más toros echados a rodar. Gasto de listones y lirios de la sierra por cuenta de las reinas. Los coleadores que fallan, con sus pecheras blancas de tanta rosa de sotol. De tal modo tumba Clodoaldo un toro frente a Cecilia que unos terrones le caen en la falda, sobre las piernas. Con bien disimulada risita, agradece ella tal deferencia. Y secreto mensaje, sólo para los dos. El público se mete en congojas. Espiridión, que había dejado la guitarra para probar como jugador, cuando ya le tenía agarrada la cola al torazo jorobado de don Artemio, rueda con todo y penco al reventarse un estribo. Músico, penco y cebú maromean en un mazacote de carnes y arreos. Corren a socorrer al guitarrero. Nieves la primera en estar a su vera. Doliéndose y todo, Pillón aprovecha para soplarle al oído: −Chatita… Parece que ni mandado hacer por Diosito. ¿En lo dicho? −Estoy lista. Traje mis mejores trapos −y vuelve a la cerca con el grueso de familias. Cojeando, Pillón deja el lienzo. Va hasta donde su caballo, a re­ mendar el arción reventado. Es Clodoaldo quien luce más listones y flores. Con todo, por el empeño de más estar con un ojo en la hermana y el otro en Espiridión, ya no deja a sus toros con los cuernos enterrados en la caliza. Por aquí y por allá gritan: −¡Vivan los «quebrados»! −Se les ladea la carga a los «lisos». Se les ladea la carga… La gente de Sierra Quebrada se crece por los triunfos de Gregorio y Alfonso, que más lucen al aflojar Clodoaldo, pareja de Efrén en el gran deber de mantener en alto a Sierra Lisa. Sin embargo, Efrén solo recupera terreno ante la ya encontrada emoción de la concurrencia. Corre un runrún sobre pasadas fricciones entre los muchachos… Y ese toro que Clodoaldo le tumbó a Cecilia enfrentito, a sus pies… Pronto, ya no el duelo de bandos: únicamente entre los dos amigos de infancia y vecinos de monte.

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Gregorio susurra al secretario, en un emparejarse: −Te lo estás llevando entre las patas. Como lo queríamos. Me da gusto, no le hace nos arrebates el gane a los «quebrados». El año que viene nos desquitaremos. Las reinas empezaron muy frías en la tarea de conceder listones y orquídeas. Primero como iba la fila, de Cecilia a Modesta. Pero ya no se fijan en reglas. Sólo interesa premiar al coleador de sus preferencias, cualquiera que sea la prenda, aun la azul de segunda o la verde de tercera. Únicamente cuando hay que castigar con las rosas de sotol se cobijan en el azar del turno. −Órale, Tolia. Te toca Gregorio. No tumbó este toro. −No, Modesta. Como van los números. Que Esther le prenda los sotoles. −Cecilia, Cecilia: repítele las rosetas a Clodoaldo −grita una de Xinoxtla−. Cuando el toro pasado, me quitaste el lugar con tal de castigar a Efrén. No dirás que soy envidiosa. −Aquí se gana y se pierde, Paulina. Pero de éste en adelante, Clodoaldo va a tumbar todos sus toros. Ya le está pasando el mal rato. −Quién sabe −se mete Modesta−. Hace rato que nomás él se lleva el castigo. Eustolia hace un mohín, burlona y vengativa. −Se te va a amontonar el quehacer, Cecilia. Quién sabe qué se trae tu primito… Hasta parece uno de esos coleadores chambones de Calítique. Hora en que todo coleador se parece por tumbar bonito a su to­ ro frente a la muchacha de su corazón: que hasta allá le llegue, hecho terrones, el revolcón al novillo. Esto sí es lucirse, sobre todo si ella es la novia… o por ahí anda el asunto. Simulando que baja a cortar un ramo de violetas de malva, Nieves sigue por atrás de la cerca hasta perderse en el chaparral. Espiridión la espera en lo más cerrado del encinar de más allá, con un caballo de refresco. Modesta les ha seguido los pasos, pero se hace la inocente. Por aquí y por allá, a poquito cuchichean en un murmullo que sube de tono, desentendiéndose del juego: −Que se huyó Nieves Ramos… −¡Con Pillón, con Pillón!

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−Por allá van… −Sí, sí… ¡Por El Mirador, por El Mirador! −Vamos a seguirlos. −¡Vamos! −¡Píquenle! Música, risas y carreras se apagan. Solamente queda el jadeo de los pencos, ya muy cansados, y el mugir contristado de los toros. Clodoaldo arrebata a Gregorio el bule del mezcal y traga de golpe. De un salto libra con su Mezteño los troncones que sirven de puerta al lienzo. Parientes de uno y otro fugitivos los siguen a caballo y a pie, hombres y también mujeres. Encabeza una procesión de espanto. Las señoras corren a consolar a la madre, que llama a todos los santos, especialmente al Nazareno. −Cálmese, Rosita. No hay más que dejarla a su suerte. −Ella así lo prefirió. −Es que no lo quiere. Siempre me decía: «Mamá, qué mi suerte: tanto aguardar un buen cariño, y llegarme nomás el de Espiridión, viejo, músico y borracho como damajuana». −No sé qué carambas nos pasa en veces a las abajeñas, Rosita. Siempre les ponemos las cruces a indinos como Pillón, pero luego atendemos a su rienda, mansitas, mansitas, como si tal cosa. −La espoleó el miedo a un arrastrón de ese fregado. Ayer mismo nos pidió su mano a Clodoaldo y a mí. Le respondimos que nunca se la daríamos. Por toda respuesta, el maldito se apretó la carrillera y se fue sin dejarnos ni las buenas noches. −Así nos ha pasado a muchas aquí, si no es que a todas. Luego ni llorar es bueno. Atropellándose salen los toros. Unos se trenzan a las cornadas, aplastando matojos. El Zorrillo escarba rabioso en el tepetate. Los otros enfilan hacia sus terrenos salinos, los guamúchiles sombreados y las playas del río. Rosa y otras señoras permanecen en espera de noticias. Al fondo del lienzo, Efrén y su palomilla beben y hablan, platican e intercambian mezcales. −¡Qué mi mala suerte, amigo Gregorio! −se queja el secretario, que cuelga de su cuello−. ¡Qué sino me viene coleando desde hace días, amigo! Gregorio le palmea la espalda como pegarle.

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−Nomás no llores, vale. Mañana darás satisfacción a tus cosas, y ya. ¿Me vas a decir que nomás hora salió el sol? −Mira, Gregorillo: a estas alturas ya le habría arreglado las cuen­ tas al huertero de Limoncito. −No sabía que tuvieras un porqué con ese cabrito grande −tercia uno de Calítique, con tamaños ojos de fingimiento. Ni rastros de sol, menos de Clodoaldo y su séquito. Montan to­ dos, toman su vereda. Gregorio y el Comino flanquean a Efrén, paso al pasito de sus pencos agotados. Vigilan que en una cabeceada no vaya a salirse de la montura y ruede por un desfiladero. Aquello es un laberinto de quebradas a la cuesta abajo. Sólo el viento corajudo que se enrosca en los varejones pelados le hace plática al secretario con sus chiflidos de aprendiz de becerrero. −Ese cabrito Pillón… Nada me dijo de la polla que iba a pisar… Me hubiera aguardado un poco. Nomás para que yo hiciera lo mío. No les siento ley a esos amigos que echan a perder los negocios de uno… Clodoaldo me dijo: «Soy San Miguel. Acabaré como San Miguel, tú como el diablo. Ya tú sabes cómo le va al diablo con San Miguel»… Lo jalé hasta el Pitayo Gacho, arriba del Camposanto, dizque para matarnos. ¡Clodoaldo Ramos! Tu padre perdió el resuello a manos de un Nuñéz. Hace mucho de eso.

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erenata de media noche por fuera de las cercas, entre ladridos de perros celosos y el quiquiriqueo de gallos sin sueño. Cosas de hombre y mujer en la calma sabrosa, aireadas por ese vientecillo de hielo que juega de manos con las ramas de los ciruelos silvestres en los patios. Canciones que­ jumbrosas o picantes. Indirectas al rival, bajar de su macho a la in­grata. En los noviembres, tras del gran coleadero en Sierra Lisa o en Sierra Quebrada, aún de día las ansias. Enseñar a novias y primas el manejo del rifle o la pistola. Espiar a las parejas el recelo. Lo hace Efrén con ayuda del Torcido, que así gana otros buenos pesos. El mandadero cumple a discreción, pero sin echarle tierra a Clodoaldo. Siempre dice lo mismo: −No se me alebreste tan bronco, Efrencillo. No hacen más que tumbar chachalacas para un buen caldazo en la noche. El secretario masculla una letanía de gruesas razones, se muerde los labios. Patea el cascajal como aplastar hormigas. Y cada no­ che se jura no volver al Verde. Una tarde sin gallinas silvestres en la copa de los mangos, Clodoaldo revive vieja tonada. Soy huerfanita que vivo entre los laureles. Soy huerfanita, esa suerte me tocó. Por no mancillar alusión tan directa, ella descubre abrojos pren­ didos en su baja falda. −No deberías cantar ésa. −Nada en especial, prima. Nomás como vuelo de abejita entre las flores. Se me salió sin querer. Se me vino sin buscarla. −Ojalá que otra abejita me viniera a decir los secretos tuyos. Pero tú tan callado conmigo. Ni en dónde rascar. −Vámonos.

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Se les mueren las palabras. Se repliegan sus pensamientos. Solamente ojos para el pesado morir del día. Llamarada con leña de chaparros. Polvo guinda, después rosado, por fin violeta. Lo deja atrás en el siguiente recodo de cercas. Se arremanga la enagua amarilla hasta los muslos y se mete en el Verde, saltarín entre pedernales y chinerío de todos colores. Pilar llora ante el comal, entre quesadillas de asadero. La reconviene, dolida: −Te tardaste en la huerta. A besos y más besos, confiesa su culpa la muchacha. La madre se deja querer. Se seca las lágrimas. Pero sigue, entre suspiro y sus­piro: −Haces mal en pasarte el día con tu primo. ¡Qué dirá Rosita! Que a su gallo nuevo le ando aprontando mi polla flaca. Que alcahueteo. La muchacha ríe, ríe, mientras da cuenta de la quesadilla más dorada. Saca la servilleta de deshilados y la acomoda en el pretil, como mantel. Baja dos cazuelas. −Por esto te quiero más y más, mamita. Sabes soltarme la rienda. Me permites gozar un poco. Ya quisieran muchas el tesoro que tú has sabido enterrar en mi alma. ¡Vieras cómo me cuadra pa­ sarme las horas con Clodoaldo! Me siento chiquita, consentida. Aunque no me eche ni un suspiro. Ni cuando camina adelante me detenga los varejones para que no me chicoteen. Por muy primo, si otro fuera, yo te aseguro que cuando menos ya me hubiera buscado un beso. −¡Un beso! ¡Un beso! −parodia Pilar. También se sienta a cenar quesadillas y atole de aguamiel, de maguey. Dice, más dueña de sí−: Si no quieres a Efrencillo, cásate pues con Clodoaldo. Yo te diría cómo… La gente empieza a hablar. Que le ruegas el cariño a tu primo. Que le rondas… Nadita me gustaría un casorio con tu primo, pero ya miro que mejor será pegar ese parche. −Nada de parche, mamita. Para qué te lo niego: nadie me cuadra más para marido que Clodo. Pero no seré yo quien comience los arrumacos. Los ocotes flamean en ruido de alas atizados por el viento que bate la puerta. Crece y se acurruca la luz de trementina. Sobre la

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pared de jarros y cazuelas, embarra esas dos sombras, ánimas del purgatorio. Al otro lado del Verde, Efrén. Atisba las veredas que a veces to­ ma Cecilia cuando va a la leña. Su cabeza es hormiguero. Hormigas de Limoncito. Hormigas de Tapias Solas. Pilar ya no confía tanto en el machete de Cecilia. Ha dado en seguirla a distancia, aún atenta al aleteo del aguililla que busca pa­lomas. El secretario abre las cañas del otate y se aprende cada paso. «La vieja se cansará de venir. ¡Nazareno milagroso! Te daré otro monito de plata si me ayudas. Me hace falta tu socorro como el aire que respiro». En los breñales de enfrente, al otro lado del río, en parecidos desvelos Gregorio Gutiérrez. Allí su Gavilancillo, ensillado, cerca del camino real. Eustolia habrá de salir a curar esa becerra agusanada.

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epetates entero a la huerta grande, a la fiesta de las cañas y las tatemas de chivo, de las canciones y el bailazo. Los músicos han partido los primeros, a prender la alegría. Efrén le encaja el freno a Azulejo. −Vámonos, Ramiro. No te muerdas las uñas, no te me arrugues. ¿Te preocupa la tocada? No, hombre. Le dije a Poncho que llevara su guitarra. También el Comino está al tanto. No creas que me duermo. Más allá del Camposanto, Ramiro no se aguanta. −Algo te traes… Quién sabe qué diablos te traes. −Te recordarás que te pedí una manita para un asuntillo… Bronco se hace el trote de los pencos en el cascajal. Cenizo está el cubo del Cañón. Otra vez la sequía que aprieta. Lejos se oyen las guacamayas. Alegan de su mundo mientras buscan capomos secos. Efrén saca una pistola del morral. −Fájatela, por si acaso. Te parecerá que escogí el peor momento. Es fiesta. Nos seguirán cabritos a lo jijo. Pero así está bien. −Buscas comprometerme. Te ayudaría con más gusto si dejas esto para otro día. Les haré falta al Comino y Pillón. Poncho nomás se sabe unas cuantas El secretario invita un cigarro de hoja ya prendido. −No lo hago por meterte en atolladeros nomás. Pero mira, vale: Pillón y Gregorio presumen de lo lindo con pollas recién pisadas − se le alargan los colmillos en la mueca−. Quiero demostrarles que si andaba yo sin cobija de noche, no era por pobre en tamaños. −Ya veo claro… −Pues sí, Ramiro. No queda otra. −En Acaponeta me tocó la boda de Pillón y Nieves. Gregorio y Eustolia fueron hasta Súchil. La verdad no entiendo bien a bien a Tepetates. Mucha muina y alboroto cuando se roban a las hembras, pero al rato nomás… −Ni te imaginas esta danza. Todo es que no olvides la pistola. Guárdate estas balas, por si la guerra es de a deveras.

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Ya el acordeón del chaparrito Lamberto como gusano azotador en rama, que sube y que baja al son de las guitarras. Precisamente tocan una que dice: Que sube y que baja, que llega hasta el plan. ¿Adónde irán los muertos? ¿Quién sabe a dónde irán? Se paran en los estribos, a divisar. −¡Ni quién se acuerde de nosotros! Vamos ahí, arribita. A las pollitas les encanta cantar en esta loma. −Voy a perderme la fiesta. Primera vez que… −Te pagaré bien y bonito algún día este favor. Por lo pronto, serás el padrino de casorio. Cuando te animes a alzarte la hembra de tus gustos, contarás conmigo para que te la lleves a tu querido Nayarit sin pendientes. Ya me podías ir diciendo cuál tiene tus ojos encima. Ramiro ríe de oreja a oreja, sin abrir los labios. Relinchan unas bestias en descanso. El guitarrero se queja, mientras buscan un claro para sus cuacos: −Polvareda entre los mangos. El bailazo en su punto. La verdad que ustedes prueban duro a los amigos. En cuanto logran ocultarse, Efrén afloja su reata nueva. Un grupo de muchachas sube del arroyo. Ocupan la peña. De lleno les pega el sol de media tarde, tibio, zumo de naranja. La media luna de huertas les forma enagua gigante. Sueltan las trenzas, desabrochan las blusas, cruzan las piernas. Dejan que el viento juegue con las faldas anchas, de todos colores, como le viene en gana. Entre el tamborileo de sus adentros, Efrén y Ramiro pueden oír las confidencias. −Despechuguen los pasos de su corrida, muchachas cansadas −pide Cecilia. −¡Sí, sí! −apoya Modesta−. Las yeguas amansadas deben poner al tanto a las todavía cerreras, de piales y cuanto más haya en negocio tan importante. El destino, ni modo. Nieves se truena los dedos. −Yo me voy pronto. Me aguarda Pillón.

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Le eché el cuento de que nomás venía a gustar una cancioncilla con ustedes. En fin… Sólo puedo decir que me huí taloneada por la cisca a un arrastrón de mi… «aten–cio–so» guitarrero. −Por el contrario, yo mismita le dije a Gregorio «llévame» −tercia Eustolia, que no puede con esa risita de malicia−. Mis papás me habían advertido que nunca me darían. No iba yo a dejar que me alzara un gavilán que no fuera de mi gusto. Mejor gavilán que Gregorio no podía hallar en Tepetates, no importa sea de los más atrabancados. Nieves se come la trenza. −Bueno, ahora les toca a las cerreras. Modesta y Cecilia, échense una cantadita en mancuerna, como en los buenos tiempos. Pensar que apenas hace unas semanas estábamos en esos tiempos. −¡Eso es! ¡Que canten, que canten! −palmea recio Eustolia−. Yo pido «Mi negro destino»… Sabrá Diosito si mañana o pasado nues­ tros hombres se hagan todavía más broncos. Canten como en­ton­ ces, cuando manteníamos cerrada nuestra manadita. A todo vuelo, sueltan «las cerreras» sus voces sentidas, finas, de cuernos arreglados que llamaran desde el picacho más alto. Modesta con la primera, Cecilia con la segunda. Las han oído en El Verde porque les hacen tercera esos balazos y ayes bravíos. Ramiro se estremece. Efrén le da un codazo. Mientras corre «Mi negro destino», las casadas intercambian con­sideraciones. Nieves dice a Eustolia: −Mal pinta mi suerte, pero tengo una esperanza: llegar a querer a Pillón como a Gregorio tú le sigues el cabestro −suelta un suspiro largo, dolido, que mete en aguas los ojos de la afortunada. −Desde que yo me acuerdo traigo a Gregorio en mi corazón. Como espina de pitayo, hasta muy adentro de mí. ¿Pero quién co­ noce el mañana? A lo mejor un día yo soy la que suspira mientras tú le tiras rosas y azucenas al recuerdo de tu «aten-cio-so» guitarrero… ¡Pobre Pillón! ¡Toca con tanto sentimiento la guitarra! −A veces pienso que mi suerte le envidia a la tuya, Tolia. Ya te digo que espero querer con el tiempo a Pillón. No sé si lo logre… No sé si me quedaré en mitad del camino, cercada de breña. Sola con mi amargura, como muchas de nuestras madres. Como casi todas las mujeres de este Cañón de Dios.

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Cecilia las vuelve a la vereda. −Cantémosle una a Modesta, las tres. Ella también trae una es­ pina de breña bien adentro. ¿Qué les parece «Me Voy Pa’l Norte»? Esa que no suelta Alfonso Gameros. Modesta acepta indiferente, ni triste ni halagada. Mira de fijo el mundo de frutales y sabinos del Verde. Mas ya se lleva la mano a la boca. Acalla un ¡Jesús bendito!... Al frente Efrén, con su soga nueva, dispuesto el pial. −Nomás me importa Cecilia −dice a veinte pasos−. Nomás Cecilia. La canción es gritería, ansia de escape, volar hacia El Verde. Modesta alcanza a Cecilia, va a tomarla de un brazo, pero Efrén la aparta de un empellón. Eustolia y Nieves intentan lo mismo a un tiempo, pero el muchacho las mantiene a raya girando la reata. −¡Desgraciado! −¡Cobarde! −gritan desde abajo, entre caer y rodar. A Cecilia no le queda más que correr hacia un lado, único campo libre de Efrén y de chaparral cerrado. La trampa se cierra: por allá le sale Ramiro. Quiere volver atrás, se sale de varios lazos, pero ya está cazada por la cintura. Se oyen nuevos balazos. Se acercan. Vienen del Verde. −Ora te toca a ti, Ramiro. Muy águila. A ver cómo me los entretienes. Corres en línea de aquí para allá respondiendo con uno que otro plomazo. No te verán si no sales del chaparral. Cecilia se revuelve sobre el cascajal. Lucha son todas sus fuerzas por zafarse de la soga, dura como vara. Masculla, escupiendo terrones y hojas: −¡Maldito, maldito! ¡Maldito! Efrén se apalanca a dos piernas en las piedras para dominarla. Ella no deja de revolverse, luchando a dos manos con el lazo. Tira a lo más de sus fuerzas. Por momentos gana, encarrerándose hacia donde avanzan los balazos. Pero Efrén la reduce ya a la impotencia. La arrastra adentro del matorral, con toda la soga en las manos. −¡Maldito!... ¡Maldito! −apenas dice ella. −Ya te tengo… Ya te tengo, rejega −masca él, rojo de triunfo, sudando arroyos, los ojos de lucero.

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Igual que luchar con un bagre dentro del agua, logra al fin enredarla a un matojo, de los muslos a los senos, que laten agobiados, bajo la blusa desgarrada. La amordaza con el paliacate floreado. Pistola en mano corre a socorrer a Ramiro, que ya echa bala por aquí y por allá, breña arriba. Se cierra una noche quieta en vientos y ruidos. Ella se queda sola con su tormenta de rabia, derrota y vergüenza. Sola con los grillos y demás saludos del monte a las horas negras.

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ás se achica su triunfo ante ese gusto: mientras más suben de tono las risotadas de Cecilia. Como si llamara con ellas a los dolientes que esperan el nuevo día para vengarla. O les indicara el punto de breña en donde pueden hallarla. O para que sepan que las cosas son muy otras: que en realidad no se trata de una derrota: no la compadezcan tanto. −Se me afigura que no eres pitaya de las coloradas sino de las amarillas, de esas que no se comen −refunfuña Efrén cuando el sol de las ocho de la mañana se filtra en tirillas a través de la urdimbre de matas. −Ja, ja, jaaá! ¡Diantres hombres… Diantre Efrén! −parece demasiado dichosa, como después de soñada noche de bodas−. ¡Ah qué Efrencillo este! Primero me pialas como vaquilla ladina, bronca por haberse aquerenciado en las barrancas… Me revolcaste tam­ bién como lo hiciera un chucho del mal con un gatito encanijado. Luego te espantas de mí… Efrén ronda el lecho de hierbas. Es apagada por su voz, como con trapo en boca. −Me tenías bien puesta una trampa, Cecilia −saca el cuchillo, se hinca ante ella, que cerrados los ojos y tendida parece disfrutar el calorcito mañanero−. Mira, Cecilia Ramos. Mira el filo de este fierro. Lo preferiré a una bala si llego a ver claro esto que me nubla el ánima. Se lleva el puño cerrado al pecho. Así por buen rato, clavándole unos ojos muertos. Ella se echa a reír de nuevo tocada de gracia más que de burla o de reprobación. −¡Hombre tan caviloso! No quedas conforme ni cuando entera me has logrado. ¿Qué buscabas, entonces? Como si nunca hubiera reído y hoy desatara de una vez mil gus­ tos, mil alegrías desde niña prisioneras en un cofre bajo diez candados. Por el contrario, él con tantos remolinos en el angosto cause de su ánima.

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−Nos vamos. Le caeremos a mi compadre Terencio Matías, el cora. Bajan hasta donde Azulejo. El penco patea el malpaís, enojado por tantas horas sin beber y sólo mordisquear hierbajos. Cecilia monta, al modo femenino, de costado, apoyada la pierna derecha en la cabeza de la silla. Efrén toma el cabestro y enfila hacia arriba, en línea recta, asegurando la protección de la alta breña. En Plan Grande, el duelo por Clodoaldo, en altas calenturas y desvaríos a causa del balazo que ayer le tocó durante la batalla por su prima. Cerca de las veredas que cruzan Sierra Lisa, rumbo a Nayarit, muchos apostados, listos a «clarear» al raptor. Ramiro ha sido exculpado. Humilde y arrepentido, al amanecer se presentó en el pueblo. Dice a todo mundo: −Para qué seguirlos. A estas horas deben de estar entre los coras. Con los ojos en dirección del Verde, la gente con lo de siempre en estos trances tan viejos por lo repetidos: −A mí no me la pega esa indina. −Había de resultar como todas… Como ésas que le ponen las cruces a cualquier cuerno, pero… −Por fuera le echaba maldiciones a Efrén, pero en sus adentros rogaba al Nazareno el milagrito. Allá, en la vinata de Terencio Matías, solos ellos. Con su gusto nuevo. En ratos también con aquel estira y afloja tempranero: −Eres una zorrita… de las buenas. ¿Vas a decirme que has olvidado tu rencor a los Núñez? −Para qué buscarle basura al agua de manantial. Si ya eres mi hombre… Dices que de aquí nos vamos a Acaponeta, a casarnos ante un padrecito, como Dios manda. Pronto serás mi marido con todas las de la ley. −Yo quiero que perdones a mi padre. Te lo pido como si yo fuera él quien te habla, Anda, perdónalo. −Nomás puedo decirte que nunca te faltaré como mujer, como esposa. Sobra pues que me lamente. Ya soy tuya y sanseacabó… Otra cosa es que te pueda tener la voluntad con que dices quererme. Pero te prometo que haré todas las luchas para sentirte mu­ cha, mucha querencia, Efrén.

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−Yo debo decirte que no me quedaba más que robarte, porque nadie como yo tenía derecho en ti. Porque ningún otro hombre te siente esos cariños que a mí hasta me queman el ánima. Dirás que fue por mis puros tamaños, pero piensas mal. Para qué serías de otro que ni siquiera podría igualar las brasas de mi corazón por ti. −Veremos qué dice el tiempo, Efrén mío. Veremos si quedo entre las amargadas o en una del todo perdida por el amor de su hom­bre, como Eustolia por Gregorio. ¡Si vieras lo que me gustaría quererte como Tolia a Gregorillo!

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Me voy pa’l Norte para olvidarte, pues ya no quiero seguir así. Tú desconfiaste de mi cariño, yo desconfiaba también de ti.

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on toda la mano Alfonso le tapa la boca al Comino. −Esa no me cuadra. Dice de despedida, pero yo no me voy por correrle a la Modesta. Ni mucho menos porque me haya pagado con un mal desprecio. Nomás me voy para traer de con los gringos hartas talegas de dólares que aquí luego serán miles y miles de pesos, con sus centavos. Para que don Artemio me dé la mano de su hija ya sin esa desconfianza de que la entrega a un muerto–de–hambre. −Nuestro Padre Jesús Nazareno te oiga −desea Clodoaldo. −Me tendrá que oír, Clodo. Por mi parte, yo te deseo que libres bien los asuntitos que traes con Efrén Núñez. −No hay cuidado. Mira, ahorita andamos ya más que entrados en el jueguito. Ya viste que me tiró a pegar en El Verde, cuando lo seguí por el robo de mi prima. Sabe Dios en qué parará todo. ¡Sabe Dios, Poncho! −Yo nomás te digo que nunca olvides el consejo de un buen ami­ go: no les hagas confianza a las víboras cascabelas. Cuida bien que en otra no te hinquen el colmillo por ahí. Dejan la casa de Pillón y toman la calle real, para «pasear la mú­sica». Repiten polkas y corridos ante las puertas. Mientras las desveladas mujeres hacen café con canela, brindan con los amigos por el nuevo bracero. Pronto ya es de madrugada. El viento rastrea los planes, como nunca frío por haberse rozado a gusto con las ondinas del río, ya muy bajo, que apenas ronronea por tan poca agua. No hay luna. Sólo mancuernas y gavillas de luceros que avientan polvo de plata. Palpitan como flor de chicalote en el barbecho prieto del cielo.

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A la cabeza los guitarreros. Les sigue El Comino, a todo rejuego su acordeón colorado, de Berlín. Paso del Norte, qué lejos te vas quedando. Tus divisiones de mí se están alejando. Se hace presente el nuevo día con hielo en El Cañón y nieve en las cumbres. La voz recia y bien timbrada de Clodoaldo continúa retumbando en Planecito de Arriba con «Paso del Norte», que tanto le cuadra y le llega a Alfonso Gameros. Cruzan Vado de Camarones cuando el cubo de sierra es fogata de oros y sangre, casi en peso el que se va. Paran el Trapiche. El viejo Tanasio acaba de echar a andar el engrane de mezquite. Varejonea al burro tuerto que lo mueve, para moler las primeras cañas moradas. Pero tiene que suspender la fae­ na. Clodoaldo lo llama: −Ora no se trabaja, Tanasio. Aquí está un buen amigo que se va de bracero y usted nos ayudará a acabar de despedirlo como se merece. El trapichero ordena a Hortencia preparar un almuerzo con mu­ cho piquín, sobre todo, y va a buscar la damajuana de mezcal indio. Poncho rasca en el piso y aprieta a dos manos. −Sabrá el Nazareno si volveré a besar este caliche de Tepetates. ¡Ese sino de uno que en veces lo avienta tan lejos!... Todo por haberme fijado en una Modesta de hartas yeguas, miles de reses y cinco ranchos.

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caponeta de las Gardenias ha quedado lejos, perdida en su faja de costa plana, tras los picos violeta que nunca acaban de librar, paso al pasito difícil y bien tirado de sus mulas coras. Cuatro días de caminar y caminar por el mismo sendero de ha­ ce una semana, cuando fueron en busca del sacerdote y del juez. Al trepar al fin a la cima de espinazos sin fondo, las bestias ya no tienen nervio. Siempre es así. Las mulas serranas achican el paso, se ven desganadas en cuanto dejan atrás la escalera de peñasquero. Pardeandito paran en Puerto del Águila, lomillo de sierra cuyas crines de pinos reales se recortan contra el cielo color de rosa. −Alguien nos alcanza −advierte Efrén. Pone el oído a la caliza, para mejor indagar sobre las pisadas de bestias que de repente tra­jo el viento−. Vamos a divisar. Vente. Mira cómo se apartan del camino azulejos y carpinteros. −¡Nadie más que don Sebas! −descubre Cecilia. Ya apunta bajo sus pies la prieta recua, a pujidos, por la tendida ladera. Como niños que anduvieran traveseando, corren a topar la mulada. −¡Vaya, vaya! Se asombra y se felicita el viejo falluquero, quitado el sombrero costeño−. ¡Con que una mancuernita de tepetateños por estos andurriales! ¡Vaya sorpresa! ¡Vaya gusto! −Perdimos el rumbo, don Sebas −chancea Efrén, con ojos estirados, chiquillo cogido en trampa. −La verdad, no parecen tan norteados, amiguitos. Ya miro a Ce­ cilia todavía rete acicalada, de mucha novia y toda la cosa. ¡Miren nomás, pues! La muchacha sube de color. De arriba abajo repasa su vestido de satín marfileño, brilloso en las arrugas. −Aquí no hay más brete que me robé a la Cecilia ésta, sabe… Nos apadrinaron don Norberto Salas, el de «La Gualupita», y su

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mujer. Mucho lo buscamos a usted, pero anda vete de sus huesos: nadie nos dio razón. Ni rastro de don Sebas. −Mala suerte, muchachos. Pero me van a pagar hasta los réditos haciéndome compadre, nomás que aparezca el primer retoño. Así que ya lo saben. Se echan a reír bajito, sin darle del todo las caras de prisco. Van a acarrear leña, cada quien por su lado, en tanto el viejo y su arreador descargan la costalera y manean las bestias. Ya los cuatro alrededor de la lumbrada, la muchacha calienta las gordas y el tasajo en las mejores brasas. Efrén respira hondo para espantar unos remilgos. −Ni mandado hacer que nos haya alcanzado, don Sebas… Deveras. Figúrese que no hallábamos quién nos sirviera de mediane­ ro. Nuestro Padre Jesús nos lo mandó y hasta carrereó, para hacernos este bien que con nada se puede pagar. −¡Ah, diantres pollitos en desplume! Digan nomás lo que me toca hacer. Soy su servidor, como siempre, para todo lo que ustedes manden. −Queremos sea nuestro padrino en el negocio de abrirnos las trancas del pueblo. A doña Pilar y demás dolientes de Cecilia, dí­ gales que ya vamos arreglados como Dios lo quiere. Que nos perdonen todos, por Nuestro Padre Jesús Nazareno. El arreador y Efrén se dividen la noche en el trajín de atizar la lumbre para no dar libertades a los lobos, que no paran de aullar con mucha hambre por los crestones del rededor. Al amanecer parten los costeños. Los recién casados se quedan un día más, para darles ventaja. −¡Quién lo va a creer si nos miran llegar juntos! −dice Efrén, tronándose los dedos, atento al gusanillo de mulas, cada vez más chico. Con la nueva aurora, ya cabestrean sus bestias por el filo del Tajo Caimanes. Allá, el peñasco de navaja contra el algodonal de nubes. Acá, el desfiladero de malpaíses que al paso de cualquier caminante se mueven un tanto más hacia la acequia del lejano río, el mismo San Lucas de Tepetates. Acequia que se pierde trescientos y más metros. Tapias cortadas a plomo en la roca colorada. Tiemblan las mulas, de las patas a la panza. Efrén y Cecilia mejor miran al cielo… ¡Ese vahído que mete el Tajo! De reojo repasan las cabezas

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verde viejo de los caimanes que se crían a gusto en lo intrincado del río, como troncos, atentos al menor ruido en las alturas. −¿Te sabías esto de los caimanes, Ceci? Lo empicados a carne de arriero que están los tales… Míralos nomás. Se relamen de ganas. −Algo me han contado. Mucho platica mi mamá del pobre arrea­ dor que se le rodó a Glafiro Rendón, el zacatecano que le dejó el campo de la falluqueada a don Sebastián. Caminantes y bestias se dan siempre mutuo auxilio al bordear el Tajo. No hay más por donde rodear. Primero encomiendan el alma al Señor, desmontan con cuidado y a tientas cabestrean las mulas, atentos los sentidos a la buena pita de las sogas y a la sangre fría de las bestias. −¡Ceci, nuestra tierra! −grita el muchacho cuando al fin salen del peligro y la ceja de acantilado permite ver la miniatura de Tepetates y sus planes. El vacío del Cañón les pega en la cara con su viento gordo, oloroso a epazote y orégano, a breña seca, a cañas dulces y a cal. Ya no el sonar de brava corriente entre laberintos, ronco y golpeador el río. Sólo rumor de colmenas que amasaran calmadamente su miel. De propósito pasan al rancho de Natividad Aldana y María Ramos, que nunca hacen vida en el pueblo. Los cuatro perros, flacos y corajudos como todo chucho de monte, no conocen esas mulas y se tiran a rebanarles las patas entre un ladrerío de espanto. La mujer sale a calmarlos a gritos y escobazos. Sentados los caminantes al pretil de la hornilla, entre atención y atención María Ramos les va soltando las novedades. −Quién sabe cómo se les ponga la fiestecita en el pueblo… ¿Ya sabían lo de Clodoaldo? A última hora agarró el brete de irse con Poncho Gameros, al otro lado, de bracero también. Cecilia se agría, se para como resorteada, deja el taco. Una punta del rebozo entre dientes, corre al jacal de dormir. Se oye el golpe de la puerta de carrizo. Efrén traga su sorpresa en una sopeada de tortilla y frijoles bayos, sin levantar los ojos de la cazuela. Tía María se engalla, se pone acusadora mientras en el molcajete martaja tomatillos y piquines. −No sé si miraste bien al tirar, pero le metiste una bala a Clodoaldo en una pierna. Todavía se fue renqueando. Le apuntaste a

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matar, Efrén. Bien sabes que el robador de una polla no debe tocar a quienes hacen por ella. Efrén se acaba los frijoles. Sorbe el caldillo llevándose la cazue­ la a la boca, tras chuparse los labios responde, con nervios de mezquite: −Fue nomás su mala pata, tía. Yo tiré a espantar, como debe ser. −Yo no sé nada, hijo. Pero todos dicen que le traes unas ganas, que… También me contaron lo del coleadero. Si no es por Nieves y Pillón… −Chicoteó la bala, tía. Esas balas del país… −Sea como haya sido, Efrencillo. La cosa es que hemos perdido a otro de los pocos hombres serios y atenciosos con que contaba nuestro pueblo. Por todo esto, yo en veces ni quiero platicar con Nicomedes. ¡Tantas cosas ciertas que dice del mañana! Como un señor cura… Ya miraste también a Poncho. Un muchacho que ni cuchillo cargaba, que apartaba a los peleoneros, que nomás andaba buscando a quien dar la mano. Cuando un hombre así se fija en una muchacha, debían dársela por las buenas, y ya. No sin tantos tapujos como los que puso Artemio. Dos años de plazo… Figúrate. Como manear un toro. Efrén asienta con la cabeza descubierta, al aire los duros cabellos en forma de piloncillo, los ojos muertos, de fijo en sus huaraches nuevos, tejidos, de Acaponeta. Tía María va a calmar a Cecilia. −Mala suerte, hijita. Mal comienzas tu maridaje. ¡Qué lástima, chiquilla! Aunque por ahí también anda el runrún de que les hacías carita a los dos. −Qué importa lo que digan… Hoy nomás sé que más se tuercen mis caminos. Muy hondo se me clava esta otra espina: que hayan echado a correr a mi primo, el único que miraba por nosotras, las Ánimas Solas del Verde. Apenas con sol en hombros y sombreros, la pareja sigue de largo. Hasta la cerca que limita el agostadero de Nati Aldana, mustios los siguen los perros. Ya a solas con el monte de chaparros, trabazón de varas, Cecilia se arriesga. −Mal me pediste perdones a nombre de los Núñez, Efrén. No es fácil olvidar que uno de ellos me quitó a mi papá cuando hace

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tan poco que otro ha golpeado duramente a mi primo Clodoaldo. −Para qué volver a los prietos días, mujer de Dios. Fue una de malas nomás. Ni siquiera reconocí a los que hacían por defenderte. −Bien sabías tu cuento. Ora no te hagas el chucho renco, que no te queda. La noche es más noche por la apretazón de chalates, guásimas y copales que bordean el arroyo seco por donde culebrean. Ya no se distinguen uno al otro. Ella le sigue el paso solamente atenida al seguro andar de su mula, que con el hocico pegado al suelo, como de día libra troncos, peñas y gatuños. −Le tenías ganas, le tenías ganas, Efrén.

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etoñan las malas yerbas. Las de ayer, las de siempre. Los parientes de Rosita Ledesma refuerzan a los Ra­ mos cuyo único gallo de duros espolones es ahora el Tío Félix. Dos semanas han del paseo a las cañas y naranjas del Verde, y de nuevo Tepetates en el forcejeo de bandos. −¡Dios bendito, santo Nazareno! −repite en cantilena Madri­na Nico por toda la calle real; luego también por los planes−. Otra vuel­ ta nuestro pueblo como alacranero corajudo. Reviven las inquinas que más y más resquebrajan a este Cañón de Dios… o del diablo. Efrén y Cecilia se guardan en casa del delegado, el viejo Zenón. Llegaron a media noche, apenas sentidos por los perros de sueño ligero y los gallos de las primeras casas. En cuanto amanece, la procesión de mujeres endomingadas con sus donas y parabienes. −Que Nuestro Padre Jesús Nazareno te conceda buen matrimonio. −Que la Virgencita cuide tus días de casada. También para admirar el vestido de novia y saber lo demás de la aventura… ¡Tanta importancia tienen allí sucesos de tal monta! Como en los pueblos de buenas comunicaciones mucho dan qué hablar los hechos de la política nacional o mundial. Se perecen to­dos por las novedades y nadie conoce más periódicos que Madrina Nico, Onofre el Torcido y, a veces, también Hortensia, la Tra­pichera. Cecilia va y viene de la estancia a la cocina en el acarreo de pre­ sentes. Cestos con marquetas de piloncillo, de la molienda de Tanasio. Jícaras con gordas de queso. Talegas de zapotes blancos, de los arroyos. De repente se queda fría: por el rumbo de los Tres Mezquites, frente a la Delegación, cantan el Comino y su runfla: Aquí les traigo un corrido que ni quisiera cantar.

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Es la historia de un serrano que a nadie le hacía mal. Como todo bien nacido perseguía a un gallón. La prenda tenía su sangre, nomás defendía el honor. Siempre fue Clodoaldo Ramos un abajeño de ley. Efrén Núñez a la mala lo quiso entonces perder. Lo que duele es ese hecho que aquí nunca antes se dio: que el robador de una polla hiriera a un seguidor. Ya con esta me despido, a la sombra de un laurel. Clodoaldo se fue muy lejos, pero ha de cobrar a Efrén. Callan aun las más hablantinas. No pueden perderse una letra de las nuevas «mañanas», que ahora van por Vado de Camarones. Cosa del otro mundo no parece el corridito; mas al final, «pero ha de cobrar a Efrén», más de cuatro dejan escapar un ¡Jesús bendito! o un ¡Señor Nazareno! Cecilia se mesa las trenzas, cobra alientos. Se sienta a completar su historia. −Vieran qué animalón tan grande y chato es el mentado tren… Y dicen que nomás en tres días lo pone a uno en la frontera de los gringos. −¡Ah que tú muchacha! −interrumpe madrina Nico, con aspavientos de muy poco impresionada−. ¿Dices que tres días hace el tren a tierras de gringos? Pues no ha de ser tan lejos ese mentado Estados Unidos. Fíjate: cuando mi tata vivía, en cinco jornadas se ponía en Durango. Y eso que iba en burro.

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Explota la gran carcajada de muchos tonos, alboroto de gusto y de burla. −¡Ah qué usted, madrinita! −Interrumpe Modesta, en luchas con el hipo y las lágrimas de risa−. Con que un burro avanza lo mismo que un tren… −¡Ja, ja ja! De vuelta el jolgorio. Una que otra enmudece en caliente recordando que está en las mismas que la señorita rezandera. Casi ninguna había salido del Cañón, no obstante arañar como Nicomedes el medio siglo de vi­da. Allá otro bullir. Arrecian las alegatas dentro y fuera de la Delegación. Tras la mesita desvencijada y gruesa de mugre, despachan las autoridades. Bajo el portalillo de troncones vigilan los «defensas», policía del lugar. Haciéndola de puerta, ancho cuan largo es, espeta Pillón: −Ya está bueno de jugar al coyote con gallinas cluecas. Es voluntad de los más que se juzgue a nuestro secretario Efrén Núñez aquí presente ya. Vuelve a retardarse la respuesta, a causa de alegres espuelas: el Tío Félix, que sin desmontar suelta lo suyo, buscando los ojos del juez Fabián y del delegado Zenón: −Pillón canta como sabe. Efrén Núñez merece un buen castigo, y ya. Pero en vista de que Fabián y Zenón no encuentran delito, que Efrén mismo juzgue al cabrito ese que si no jodió a Clodoaldo fue nomás por su mal pulso… Que no se esconda bajo las enaguas recién robadas es lo que pedimos quienes somos pueblo. Juez y delegado lucen más blancos que nunca. A una se paran. Habla Zenón, amenazante de la cabeza a los pies: −Miren, Pillón y Félix: ustedes no tienen por qué venir a aullarnos en nuestra propia cueva. Puesto que se esfumó el ofendido, el asunto está acabado. Efrén no tiene la culpa de que Clodoaldo haya corrido. Nuestro muchacho hubiera entrado al terreno que dis­pusiera Clodoaldo. −Gruñen las zorras cuando ya se fueron los lobos −resonga el Tío Félix, cejando su mula Tortuga. Pillón apoya:

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−Tapen bien su cueva, señores autoridad, no sea que se les huya su justicia. De algún modo veremos de cobrar lo de Clodoaldo. Vámonos, amigos. Vamos a hacer nuestra ley.

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intilan las hornillas de las cocinas, luciérnagas que despiertan por doquier en los planes. La música arrecia por Lagunilla Redonda, después casa por casa de Plan Grande, sin saltar a los Ramos ni a otras sangres resentidas con los Núñez. −¡Eh, qué nuestro pueblo! −dice Tanasio a Madrina Nico, que hoy cena en El Trapiche−. ¡Cómo es Tepetates, deveras! Hace un ratito nomás, Núñez y Ramos a punto de trenzarse en una refolufia como las pasadas cuando villistas y cristeros. Mírelos ahorita: de vuelta la música, otra vez el rebumbio de puros amigos. −La mejor puntada que ha ensartado en su vida ese alacrancito Efrén Núñez. A todos amansa con fajazos de mezcal y las canciones de Lamberto y su runfla. ¡Si arreglan siempre así sus malsentires estos hombres de Dios! ¡Si quisieran enterrar el viejo rencor! −Nomás un remanso de río, Nicomedes. El agua brava que se esconde. El refuego queda adentro. Nadie sabe cuándo ni por dónde reventará la fuerza de esa corriente mañosa. −No es eso, Tanasio. Lo que sucede es que todo abajeño, por muy alebrestado que se mire se requetedobla como de chicle cuando alguien le canta bonito, a lo derecho. Tanasio le pasa largo y socorrido cigarro de hoja, ya prendido. −Así somos todos aquí. Hasta usted, Nico. Ya ve: se olvida de regañar cuando oye pasar la música. Hasta usted se da cuando ron­ da la alegría. −Claro que sí. Seremos como seremos, pero nunca nos pasamos de tueste. Me voy. Que Diosito bendiga sus gentes y su trapiche. Ya me arriendo a mis tapias de la iglesia. Sin pendientes ya puede empezar el festín de bodas como lo que­rían los Núñez. De los caldeados ánimos ni cenizas quedan. Efrén ha escuchado con paciencia de santo todas y cada una de las duras echadas de los Ramos, de los Rivas y demás resentidos. Y a veces aun como sordo de remate. Tepetates entero en casa de Zenón. Se baila, se toma y se canta. Aun las viejas en el mitote. Todo mundo con sus mejores ropas,

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sin riendas, echando a retozar el corazón… se estilan así las bodas, y no por un día sino por tres o cinco, y aun por más si se cuenta con vacas o yeguas suficientes. Son las bodas la mejor fiesta del año, sobre todo para los pobres, a los que nadie hace menos. Hasta en sus rincones la casona de Planecito de Arriba bulle de hermanos y amigos que sólo tienen ojos para lo que pasa en el corral: las parejas que zapatean en el tablado redovas de todo el Norte. −¡Nazareno bendito, Nazareno milagroso! −Reza recio Madrina Nico, asistida por el Torcido−. ¡Que no haya difuntitos, que no haya difuntitos! Sobre todo las viejas, tiemblan nada más de pensar en el momento en que por el más insignificante pretexto se prenda la discusión entre Ramos y Núñez. Un pleito cualquiera alzará como fo­gata de ocote azotada por el ventarrón… Como la gran lumbrada a cuyo alrededor crece y crece el incomparable rebumbio de bodas. Polvareda guinda bajo los mezquites. Todos novios, todas novias. Parabienes que nunca acaban. Abrazos y convites sin que se sepa quién da ni quién recibe. Días de hermanos, noches de hermanos. Pueblo bendito, hoy. Ramos y Núñez, Rivas, Aldana y Gutiérrez; todos uno, cadena de cariños para la pareja desposada. Chocan botella tras botella. Se dedican canciones a una seña al Comino–acordeón, que ya no siente los dedos; a un guiño a Pillón o a Ramiro, hombres–guitarra. Y Cecilia… Cecilia que nunca se ha carcajeado más de cualquier cosa ni bailado tanto, y con quien fuere. −¿Una pieza, reina? −Hasta dos… −Un ratito de gloria para este servidor. −Le toca a mi marido. Haga cola. −¿Me permites, Efrén? −Hoy no manda él. Hoy nomás suenan mis espuelas. Derecho de novia… −Pues espoléeme a mí, Ceci. −Nomás no se vaya a arriscar. −Una «media» para la novia. −Sólo tomo con mi hombre. ¡Efrén, Efrén! Gástala un poco, ¿sí? −¡Bravo, bravo!

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−¡Esa es mujer! −¡Tepetateña! −Pues qué creían… A cualquier brete, a cualquier envite le saca todo el partido que puede. De eso se trata. Libertad solamente entonces permitida: que todos sepan de la novia al compás de una polka serrana, un chotís ranchero, una redova de Monterrey o de la frontera. Cuando Efrén es hecho de lado porque otro goza el turno, se arrima a los músicos. Se para allí, lejos de la fiesta, ido. Se quita y se pone el sombrero, se rasca la espalda, se come las uñas. Y co­ sa rara, o simple coincidencia: es entonces cuando más alegre y abierta se muestra Cecilia, ya dance con Onofre el Torcido, ya con el Zambo de Hortensia Rivas. Pero todo tan claro, tan a lo franco, que nadie da rienda a sus malos pensamientos: que tanto gusto y esos bríos para bailar y cantar, para tomar y chancear sean a propósito, con doble filo. Porque… «De veritas que la vida tiene sus cosas. Dios quiera y mi gusto no dure lo que una lumbre de pino, que pronto hace cenizas… Cómo quisiera cambiar, Nazareno milagroso: ¡si me lo concedieras las no­ venas que te rezaría! ¡Los milagros de plata y hasta de oro que te prendería en tu túnica morada!»

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e ganaron con la tortolita, Onofre− casi canta madrina Nico entre una mueca de bien intencionada sorna. −Pero ese gavilán está en la mira de hartos rifles, el mío entre ellos. −Revuélvete como quieras, pero ya no eres el Onofre de enantes. Hace mucho que no miramos tus buenas otras de ayer: buscar enfermos que curar con tus yerbas, o niños a quienes enseñar conmigo el padrenuestro y el avemaría. Te salen cuernos como a los otros hombres. Te me estás haciendo un cabrito de los buenos, muchacho. ¿Lo oyes? El Torcido mira al suelo, sólo al suelo. −Es cierto, madrina. Cuando mi corazón no bullía en enojos con­tra nadie, salvaba yo a las gentes hasta de las balas mejor clavadas, hasta de las que interesaban hueso. Ahí está Gregorio que lo diga. Dos veces se lo quité de las manos a la «huesuda». −Por más que le chupaste al balaceado de Calítique, se te fue y se te fue. −Sí, madrinita. Se necesitaba un milagrote así de grande para sacar con felicidad de media frente una bala, por más que haya si­ do de las chiquitas, de pistola 22. Ya no pude. Me temblaron las manos. No dio más mi cabeza… La señorita rezandera se mueve triste. −No, no. Es que Diosito ya no quiere ayudarnos por tus manos. Debieras portarte mejor, muchacho. Aunque lo de Ufrasio no fue más que su mala hora. Que ya le tocaba, pues. ¡Era tan claro su sino! −Mire que llegar cuando acababa la fiesta de boda, nomás a que le diera un tiro en la frente el mismo cristiano a quien venía a perdonar. ¡Qué la tiznada, pues! Madrina Nico pone buena cara y dice, en susurro: −A lo mejor vas a la cuenta de casados que tendremos en estas aguas. Ya estás macizo… Pero no te pongas triste. Ya no pienses en Cecilia, que de esa pollita ni las plumas te tocan. Cuando mucho

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la podrás soñar. Con eso date de santos. Cómo eres sonso en eso de aquerenciarte en agostaderos que son de otros pencos… Si tú apenitas llegas a burro, y de los pasmados de puro acarrear leña. El Torcido pone unos ojos que relucen, como si ella acabara de recitarle una de sus mejores cualidades de hombre. −Sí, madrina: apenas llego a burro pasmado, es verdad. ¡Como Diosito me volviera a dar su socorro! Al primero que curaría de sus males sería al Torcido Onofre Salazar… Le juntaría un tanto lo ido de los ojos y le sobaría la joroba hasta plancharle la espalda. En fin, le destorcería todo el cuerpo. También le compondría el ánima, que ya se le comienza a pandear. Luego volvería los años atrás, hasta cuando yo le ayudaba a Cecilita como becerrero allá en Chinacates lindo. Y cuando le bajaba las orquídeas más grandes para que de diario estrenaran sus trenzas. Chiquitos se me hacían los encinos, pencos para colear las ramas. Madrina Nico y el Torcido se reúnen a platicar todas las tardes. Ora bajo los Tres Mezquites, ora a la sombra de los palos guaices del Camposanto. O en Peñascos del Diablo, mientras las sombras llenan los recovecos del Cañón y los músicos tocan de oquis, por no haber contratación. A veces sentados en la cerca de Casa Grande, que mira hacia la iglesia. Al caer la noche, cada quien a lo suyo. Onofre, con su carga de hierbas de remedio, a mirar sus enfermos. Ella, por su cena donde toca cariño esa noche. Son días en que las gentes pierden sueño pensando en las aguas. Arriba ya las señales: ese negrear y apretarse las flacas nubecillas de marzo y abril. Los ojos en el cielo. Muertos los oídos a todo rui­ do del pueblo, para no perder el instante de los primeros rayos. A mitad de las cuestas o en los bajíos de las primeras cumbres, al­gunos rancheros ya preparan la recepción a los buenos meses, co­ mo las calandrias, los carpinteros y los azulejos en la trama de los nidos: nuevos o arreglados jacales, y abiertas tierras que de junio a septiembre serán flor de calabaza y elotes, calabazas pescuezonas y mazorcas. Efrén y Cecilia en La Guásima, agostadero que les presta Zenón. −Te tendrás que fajar como los meros hombres −dijo el viejo Núñez−. Los ganados te los harás a pulso como mis hermanos y yo. A ver qué arrestos tienes. Ya verás que no es lo mismo que robarse una muchacha a lazadas.

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Por La Mora le va mejor a Nieves. Pillón es dueño de la mitad de los terrenos blancos, de los mantos de breña y las venas de cin­ co arroyos. En cuestión de casa, no hay más que echarles caballe­te nuevo a las tapias que fueron de Pablo Ramos, de los Ramos fun­ dadores del pueblo. Con varas y zacatera el hogar queda listo. Mejores donas tocaron a Gregorio. Sólo falta que Eustolia sepa trabajar bonito Dos Saucillos, como bautizaron los jacales que don Artemio mandó alzar abajo de Chinacates. Por los cuatro lados del Cañón, el infalible augurio de buenas aguas: de borlitas de peluza blanca, sedosa, se tupen ya pitayos y garambullos, candelabros de ese templo de Dios que es El Cañón.

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a Punta se agusana. Se han gastado dos botellas de creolina, y la enanca de la becerrita, amoratada, que pierde cuero. Efrén avienta el azadón. −Malos comienzos, mujer. Para comprar la Punta tuvimos que vender los elotes que dará el cuamil, y se nos va, se nos va. −Menos mal que la Golondrina nos dará leche. No pasaremos tan malas aguas. Qué más queremos. −De no ser por el buen corazón de Tolia andaríamos de medieros. Tolia le habló a Gregorio para que nos prestara esa vaca. Dos días después, ya no hay Punta. Cecilia le llora mientras le acaricia la cabecita blanca. −Tenemos que hacernos de otra becerrita, Efrén. −No me queda más que entrarle a la falluqueada con los coras. En ese negocio le va bien a Nati Aldana. Les pide mezcal fiado a los indios y luego lo vende en todo El Cañón, cuando las fiestas. Lo malo es que falta mucho para el 16 de septiembre y más aún para el coleadero, este año en Sierra Lisa. Finalmente, Efrén decide pedir a Gregorio en préstamo doscientos pesos y tres mulas. Se va a Acaponeta, por maíz, sal, azúcar y frijol para el trueque en los ranchos. Cincuenta del águila cues­ta una becerra y hay que conseguirla cuanto antes. Allí nadie puede presumir de ranchero si al menos no cuenta con el pie de su ganado. Cecilia trabaja el cuamil y levanta el lienzo de cerca que marca sus tierras, nada más con la compañía del Torcido. Su viejo machete le recuerda tantas cosas, así, cada vez que troncha los garabatos y los gatuños más duros de corazón… En el planecito de junto re­ mueven la poca tierra que cubre el tepetate. Onofre va a La Mora, y Tía María le llena una jícara con semillas de girasoles, cempazuchilt, mastuerzos y teresitas, que entreveran en el corralillo que guarda una cerca de espinero.

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Una mañana llega Efrén con las mulas pesadas de costalera. Ce­cilia está tirada en la zalea de la Punta. El hombre deja ver a leguas su felicidad. −¡Arriba, arriba, vieja! Nomás en otra vuelta a Acaponeta y te traigo tu nueva becerrita. Le pondremos la Estrella, no le aunque me la den prieta o pinta. ¿Qué, no te puedes levantar? −Déjame aquí. Me siento mal. A lo mejor ya es el niño… En los ojos chicos y vivos del improvisado falluquero aflora un gusto como el mundo. Pero enseguida, como si un rayo negro acabara de golpear su cerebro, cierra los labios morados, arrastra una mirada fría a lo largo del caballete del jacal de zacate nuevo, cobre pulido. −Está bueno −masca entre dientes. −¡Ja!, ¡ja!, ¡jaa! ¡Ah qué Efrén éste, pues! No te cuadró mucho la nueva, ya lo entiendo. Mírame a mí cómo hasta se me quitan jaquecas y todo, y nomás con mentar a la prenda que Diosito nos manda. −Me voy luego… Tengo que falluquear también por Sierra Que­ brada. −Aguarda un tantito. Siquiera almuerza. Te aparté un jarro de leche cuajada con piloncillo, como a ti te gusta. −Me apura acabar la mercancía. Cuando las enredaderas del frijolar, de tan tupidas de hojas y botones tienen contra el suelo a los girasoles, hay un corralito con dos becerras. La prieta Estrella y la Rabietas: una, zorrilla de blanco y bayo, la otra, de un bayo terregoso. −A ver si los lobos no vuelven a llegarnos con otra becerrita −Dice Cecilia, las manos de punta al cielo. Desde noviembre, otra vez el tiempo muerto. Como nubecillas de mariposas de todos colores alrededor de las matas, se desprenden las tiesas hojas al sólo testereo de las mulas. Efrén camina atrás, y se anuncia con corrido nuevo. En ese lado quedó, en el filo de la loma. Allí, amorcito querido, mataron a la paloma.

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Venía por ella, para bajarla al pueblo. A pasar las secas en el ca­ serón de Planecito de Arriba. Aquí también a empezar de nuevo, ya en el helado diciembre. Techar las tapias viejas, tapar los portillos de la cerca desmoronada, limpiar el patio atascado de escobilla y quelital sorrascado.

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odo ranchero ha doblado sus reses. La Estrella y la Rabietas ya abuelas. En La Guásima tam­bién hay un buen toro, un hijo del cebú Mistiado de Gregorio Gutiérrez. El mayorcito se llama también Efrén, por gusto del viejo Zenón. A la gente, más que decirle algo el nombre, le hace sonreír con aque­llos ojos para un lado. Hablan y hablan… Una tarde dice Madrina Nico al Torcido: −Creo que muy pronto vas a tener que chuparle unas balas a Cecilita. Miro a Efrén grande cada día más silencioso y entelerido. Ya casi anda con las costillas al aire. De por sí es flaco… −Desde que nació el añejito, nuestro Efrén no anda nada a gus­ to. Y cómo va a andar contento. Yo preferiría una bala, porque me será más trabajoso chuparle a Cecilita el daño de un cuchillo. Ni se miran los entres de los fierros en la carne. Y luego que uno nunca sabe en dónde toparon con hueso. Efrén, hoy en funciones de delegado, va para atrás, ciertamente. Semana a semana menos Efrén, mientras más dichosa su mujer. Más dueña de esa felicidad y ese brío que se desbordan, que no parecen modos del Cañón. Son tristes los ojos del grandecito, y la gente runrunea que se debe a lo que mira cada noche en Planecito de Arriba o en La Guásima, sea en las secas o en las aguas. El padre llega eructando mez­cales y con cuanto se le hace bueno pretende acallar el viejo gusto con que Cecilia lo recibe todo. −Nomás no puede hacerla entrar al aro… −Nomás no logra que opaquen sus ojos y le afloren arrugas en la cara −se duelen quienes más se preocupan por su sino, o por un sino más de Tepetates. De memoria se sabe ya el añejito las cantilenas: «No sé por qué todavía vives, Cecilia. De una vez por todas me habías de decir si no eras nueva cuando te robé. Te lo digo porque no tan sólo me puedo vengar en ti… Mátame a mí cuando lo creas

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bueno, Efrén. Pero nunca podrás nada contra tu hijo. Es tuyo y na­ da más que tuyo». Después, la vida… Se tiran al trabajo: hacer prosperar La Guásima o acicalar la casa del pueblo. Luchan duro contra los reveses, sobre todo las malas lluvias y el derriengue en el ganado. También el hambre, que casi siempre se cierne sobre El Cañón en las secas, cuando La Breña se limpia de hojas, el río baja lastimosamente y falta tanto para que maduren los zapotes, los garambullos y las pi­ tayas. Es la vida de allí, el sino de Tepetates, con sus alegrías y sinsabores, sus dramas o ferias de año. Pequeño paraíso, cubo de jungla en las aguas; páramo −la piedra y la cal− en las secas. Sólo un respiro de cuando en cuando. Como la fiesta de rechupete que todo Tepetates volvió a gustar en la boda de Alfonso y Mo­desta, días después de que el bracero regresó con sus dólares contantes y sonantes, su ropa gringa y escupiendo recio. Eso, y que ya no era de este mundo don Artemio, que nunca hubiera dado con un hombre digno de su consentida Modesta, un tepetateño −dónde más buscarlo− a su altura en ranchos, vacas y yeguas. Vida que nunca se sabe. Así con Eustolia, la única de la pandilla que no florea en hijos como toda mujer del Cañón. A las can­sadas se anima con el latir de otro ser, pero pronto se le apaga, tal vez a causa del trato de perros que le da Gregorio. Dice la gente que en El Cañón no hay mujer más buena y callada que sufra así la brutalidad del marido… «Diantre de atrabancado Gregorio. ¡Y su padre don Artemio que era un tamal de pitaya! ¡Un hombre tan bueno con su familia y con todo cristiano del Cañón, principalmen­te con indios y pobres!» Es Madrina Nico la única que lo dice bien claro, como que está bien segura de las cosas: −¡Indinos cabritos de nuestro pueblo! Con razón Tepetates es el rincón de las mujeres tristes para siempre. Camposanto para toda mujer. No hay muchacha que siga el mecate que más le cuadre, ni casada en paz. Y todavía las arrastran, aun cuando una Tolia les da querencia de la buena. Pueblo de las mujeres tristes, como ánimas del purgatorio… Por lo que toca a Nieves, ni se preocupa de celar a Pillón. ¡Ha probado tanto sin éxito, sin lograr una pizca de su vieja esperanza

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de encariñarse bonito de él! Tampoco le siente rencor ni menos le asusta que las señoras de canas digan que «eso es todavía peor»… «Esta parejita nunca tendrá un granito de amor en su vida» −Sentencian. Tampoco se consume en la pena la huertera. Al contrario, ha engrosado y un aire de remozamiento le da nunca visto atractivo. Ya no «la Nieves cuero de caimán» de los viejos tiempos. Toda la ternura que cabe en su corazón la entrega como miel en penca a Lolita, la única criatura con que ha sido socorrida. Otro cariño es la Juanilla, la ratonera que, ya más vieja y pesada en serpentear sus dos metros de largo desde La Cañada a Limoncito, gusta mejor que nunca de sus caricias, cuando arma su rosca junto al calorcito de la hornilla, al entrar la noche.

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o cabe duda que Cecilia ha agarrado al toro por los cuernos. −Tendré que amansarte con mi cuchillo −amenaza el toro. −Desde cuándo lo hubieras hecho −responde ella, vaquilla alegre, mansa de remate−. Si vieras: tengo más miedo a que tardes en darle ese gusto a tu filo, y no a que de hoy a mañana me cortes el resuello. Te convendría apurar el golpe. No vaya a ser que al fin me anime a… Semanas después, ¿qué le ha picado a Efrén? Habla de otro mo­ do, hasta dulzón: −No sé por qué te trato así. Tampoco, por qué tú respondes como me respondes… Esa es su carrera. Juego de «parejas» en los cerreros pencos de sus adentros que nadie sabe. Él, que anda perdido. La esposa, que sólo consigo se duele, que sola se pregunta y se contesta. −¡Diantre muchacha! Mírenla en el rebumbio de amanse, en la cerca. Revuelta con la gente para aplaudir la primera y con mejores manos los piales y manganas que nadie como Efrén sabe tirar. −Al parejo de sus críos, mírenla con su gusto cuando vuela Efrén, arrastrado por la mula bruta que acaba de lazar. −Y mírenla en los coleaderos, en Sierra Lisa o en Sierra Quebrada… −Como novia o secreta amante del delegado. −Que aun mejor que Zenón y demás gallos Núñez, y como los críos, lo anima a tumbar su toro. Mejor que nadie lo anima a dejar los toros con los cuernos enterrados en la caliza. −Y los ojos que presume cuando el delegado ya no puede con tantos listones de primera en el pecho. −Como si fuera la mera verdad… Lo cierto es que el delegado empieza a desatender sus obligaciones de gobierno. Zenón tiene que hacerla también de primera autoridad. −Lo está tiznando la vieja… −¡Lo está tiznando!

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Madrina Nico, consciente como nunca de su responsabilidad, decide intervenir. Esa tarde, cuando junto al Camposanto la topa de regreso de las pitayas, con los niños. −Mira, Cecilita −le canta maternal−. Mira que te pones con una barreta cuando no eres más que una aleznita de poca punta. Si Efrencillo llega a levantarse… No lo sigas enyerbando. Te lo digo yo. La para en seco, entre chanceando y seria: −No sufra los fríos sin haberle picado el zancudo, Madrinita. ¿Ya no se acuerda quién me dio el consejo? ¿A poco ya no se sabe el cuento del «chucho güero»? −Mi mejor historia, es cierto. Pero era nomás para tu noviada. Desde que Efrén te echó la silla, de nada te sirven cuentos de viejas. −Yo agradecí su advertencia y hoy no hago más que cumplirla como Dios manda. −¡Pues allá te lo haya, muchacha! Ya miro que eres la chiva del otro cuento: nomás para el monte sabes tirar. Cecilia la detiene por el hombro y le planta un beso en la frente. −Perdone que de nuevo le dé las gracias por lo que me viene sirviendo su advertencia de hace años.

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a Estrella y la Rabietas son tatarabuelas. Dos viejas orgullosas de tanta descendencia gorda y recia que aprieta corrales y chiqueros, aunque a veces no dejan de recelar por la suerte, cuando arrieros y compradores de ganado se apersonan con el desaliñado y greñudo Efrén para hablarle de negocios. Todo un caso de veneración como madres de un ganado. Apenas se va haciendo vieja una vaca la cambian por mercancía a los falluqueros, pero Cecilia ha sabido defenderlas. Recuerda lo que lloró cuando a causa del ataque de los lobos se les fue La Punta. Rancho también de otros bretes. Honorio, el pequeño, anda en los cinco años. Ya no se conforma así como así con cuacos de otate o mulitas de carrizo. −Papacito −ruega y ruega a cada rato−, cómpame uno le a levelas. Un cololao o un alazán totao. ¡Y el delegado que no puede echar mano de otras reses! Todas las vaquillas tienen becerro. Las vacas de media edad han parido otra vez y dan buena leche, para el queso que mata el hambre en las secas. De toros, sólo quedan el Quelite y Don Zutano, y no se les puede tachar de malos sementales como para deshacerse de ellos, ni aun por maíz o frijol nuevo de Jalisco. El chiquitín endulza la vocecilla y le afloran abrojos de ansias en los ojos limpios. −Anda, papacito. Yo quielo mi caballo de a levelas. −En todo caso le tocaría primero a Efrencito −se anticipa Cecilia, al no poder callar más. Desde hace meses trae entre ceja y ceja comprarle su penco chaparro al mayorcito. −Le agenciaremos un caballo de carne y hueso a don Honorio Núñez, pues −asegura el ranchero, cómplice con el pequeño. −Le corresponde a Efrencito. No tiene más regalo nuestro que el Sardo. El aludido, un perro entre policía y «chucho de rancho», sale del rincón donde se hace el dormido. Mueve la cola como si le echa­

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ran una gorda martajada. Honorio le asesta una patada en la panza. Todo porque el añejito dice que solamente es suyo. −Le compraremos a Honorillo su cuaco de a deveras. No tarda don Sebas. Cecilia recoge el tompiatito de costura. Se va al jacal de dormir. El añejito la ha seguido. Lo siente al oído, en su queja de siempre: −¿Nunca tendré un caballo de a deveritas, mamá? Lo abraza por la cintura. Le limpia dos lagrimones. −Algún día tu padre te regalará eso y más… Algún día tendrás lo que sueñas. Y no un caballito sotaco, de los chaparritos, sino mu­chos, grandotes, bonitos, bonitos. Pero debes esperar a que se aclaren tus caminos, con el tiempo… Pronto pasan los años. Ya lo verás, rey. En efecto, no tarda don Sebas, saurino de los negocios que le tienen en La Guásima. Y sin más arrea a la Estrella y la Rabietas, las pobres vacas viejas, a pedradas y cuartazos. Efrén grande y Ho­norillo cruzan sonrisas. Cecilia y el grandecito, con el ánima en las queridas abuelas de su ganado, que no quieren enfilar con las demás reses de deshecho. Cuando el falluquero entrega el caballito del trato, también la cuña entre hermanos. Se asegura uno del desprecio del padre. De su mejor suerte, el otro. En noviembre bajan al pueblo. En su montura amarilla, brillo­sa de nueva, Honorillo presume el trote de su Asquil, hormiga ro­ja. El añejito, vergonzante en el macho viejo, flojo, con fuste de mezquite. No les pierden gesto unas viejas que andan por varañas junto al Camposanto. −Aparta lo suyo de lo… cimarrón. −Esas que le dicen al hombre «llévame», después no quieren queso. Masculla Madrina Nico, que va a la iglesia, a prenderle las velas a la Inmaculada, para el rosario: −Te lo advertí, indina. Te lo dije. −Paga los platos quien menos los quebró −reza el Torcido, saliendo de casa de Ramiro. Acaba de entablillarle un brazo. El Asquil marca también los negros días de Efrencillo. Encima, los deslenguados de las gavillas de traviesos. Haciendo eco a los

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mayores, le sueltan gotas del «secreto» hasta acompañar el espejito del alma. −Mamita −se queja una noche de tantas cuando el delegado hace gasto en la vinata de su amigo cora−. Mamita: ¿es cierto lo que dicen… los muchachos? Que mi papá no es mi… Que… Cecilia es una chiquilla. A dos brazos lo atrae contra el pecho, sentada al borde de su cunita de varas. −¡Qué cosas tienes, hijito, mi rey! Diles a ésos que si tienen abue­la, pues le pregunten de quién es hija la madre que los crió, eh −se hinca, para mirarlo a los ojos−. Tu padre es tu papá Efrén, y nada más él. Tú bien lo sabes… Bien lo sabes, ¿verdad, mi rey? −Sí, mamita… Lo sé bien. Nuevo favor ruega Cecilia al Nazareno: que no venga otro hijo, no obstante su ilusión de buena ranchera, verse rodeada de pollitos.

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mpieza a sentirse la sequía de tres años, anuncio del «chicotazo» que por mano del río cada cuarto de siglo asesta el Nazareno a Tepetates a causa de los modos de sus gentes, como no cesan de recordar Madrina Nico y el Torcido. Primera víctima, el ganado, la principal riqueza allí. Por lo quebrada, la región no da más siembras que unos cuantos maizales en las playas del San Lucas. En cambio, el ganado crece gordo y se dobla sin más cuidados del ranchero que marcar con su fierro. Como nunca, el hambre. Se agiganta el zopilote de la miseria y a todos mira ansioso, bien abierto el pico. Dice la gente que es la conducta de Cecilia uno de los compor­ tamientos que empiezan a ser castigados. Los otros, la afición de los hombres al mezcal… «Desde muchachos son unos perdidos los in­ dinos. Luego del baile o la paseada de música, se tumban en las playas del río con los pies en el agua, para que se les bajen los ma­los humores»… Y la vieja inquina. La inquina, lo mismo que decir Tepetates. Una vez más, Madrina Nico decide probar. Onofre le consigue un burro y los dos van hasta La Guásima. −Tienes que jurarme ser otra con tu marido −suplica Nicomedes a la rejega−. Mira que te va a maldecir todo el pueblo, muchacha. Por lo que más quieras prométeme cambiar. Platican en el jacal de dormir, cómodas en equipales indios. Ce­ cilia es otra. Se le nublan los ojos, como nunca se le enciende la cara. −Hora sí va a dispensarme un retobo. Puesto que fui robada más que a la mala, como ninguna mujer ha sido aquí ofendida, estoy segura que nadie, ni siquiera mi Padre Dios, puede exigirme cariño al hombre que así me logró. −Es tu marido, quieras o no. −Según y conforme… Si acepté casarme ante el padrecito, fue porque no me quedaba otra. Era lo menos que podía hacer, ya pi­ soteada como zorra del mal. Como casada no le falto a Efrén, us-

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ted lo sabe bien. Otra cosa son mis adentros. Mi corazón es mío, mío nada más. Yo soy de Efrén, pero no mi corazón. −La gente habla mucho Cecilita. −Hablan porque les gusta hablar. Si otras casadas a la mala han llegado aquí a querer a sus hombres, yo no puedo, ¡no puedo! Por más que hago, cada día… Casi estamos como enemigos. Como dos hombres picados por la inquina de nuestro Cañón. −Sueltas palabras muy duras, muchacha. La verdad, nunca me había tocado una casada con retobos como los tuyos. Ya miro que no habrás de bajarte de tu macho. Lo único que siento es que así más malas el castigo del Nazareno sobre el Cañón. Acabarás por darle la razón a la gente que ya nomás de ti habla, que te quiere maldecir a una. La ranchera sonríe, sonríe, dueña de sus razones. Madrina Nico pide al Torcido le ensille el burro. Días después, se da gusto la rejega en sonoras chanzas con fue­ reños −arrieros, falluqueros, compradores de ganado− que en parte por negocio y en parte por conocer a «la mentada abajeña que a fuerza de alegría está doblando al cabrito de su marido», no se van del Cañón sin tocar La Guásima. Efrén, nuevamente en funciones de delegado, aunque quiera, nada hace ya. Cuando chacotea su mu­jer con los caminantes, que por las dudas tienen la mano sobre la pistola, recargado en la cerca del corral, el machete entre las pier­ nas, se pierde en un cavilar que se clava en la tapia frontera del Cañón. Tan riesgoso gusto llena los oídos de su hombre cuan anchos son, aunque sin pasar de la simple broma, amistosa aunque honra­ da plática sobre cualquier cosa… Como que si alguien quiere propasarse, al instante afronta una bofetada de ida y vuelta o un «no me saltes las trancas, creído». ¿Castigarla Efrén juntamente con esos curiosos que quieren co­ nocer por dentro y por fuera esa rara hembra que se ha rebelado contra los viejos modos de tratar allí el hombre a la mujer? Por lo pronto, todo lo soporta como si nada más fuera un ánima, su propia sombra: tanta es la fuerza alegre de Cecilia. Parece un viejo enfermo. Se conforma con acariciar, al parejo de la cabecita de Honorillo, su pistola o su puñal.

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Ella y el añejito por su lado, como si nada. Mañana y tarde en­ tregados a la ordeña, a hacer queso, el bendito queso de las secas; cuidar los becerros; buscar agua en la honda barranquilla del arroyo, única que a la redonda conserva una poza llena.

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Ca pítulo X X V

Y

a el tercer año de dura sequía. Cementerio es El Cañón. Los ranchos, la pura piedra, la cal y el abrojo. Polvo de zacatal y hierba. El agua, tesoro escondido y bien lejos; en el fondo de los laberintos de roca, alguna charca café, pudridero de hojas y animalejos que se rodaron de debilidad. Unas cuantas yeguas y vacas. Y todavía más merma en los ganados: les flaquean las patas, se ruedan las vacas cuando al filo de los acantilados van al San Lucas, en busca de agua y gramilla. Los rancheros deciden abandonar la ordeña, para salvar siquiera unas cuantas reses, al menos las parejas con las cuales empezar de nuevo cuando cambien los tiempos. Casi en los puros huesos, apenas pueden caminar. Es necesario que aun niños y viejos las ayuden en el penoso descenso por los pedreros de lumbre y matojos de pura espina, sosteniéndolas con trancas. Ya en los corrales del pueblo, la lucha por mantenerlas de pie. Bajo las panzas les arman una cama de palizada. Res que se echa ya no se levanta. Para darles de beber, los chicos acarrean agua del río en botes alcoholeros. De pastura, sólo brazos de pitayo y garam­ bullo. Única agua y único pienso en las laderas es la pulpa de los cactos, resistentes aun a las sequías más bravas. Segunda vez que les tocaba la visita del Jesús. La primera había sido en el rancho, a los pocos meses de casados, cuando aún no arreciaba la oposición de ciertas gentes a que también ellos le hicieran su novena al milagroso santito. Después, ni la influencia de Madrina Nico impidió les fuera escamoteado tan sagrado honor. Hoy han accedido… «para que el Jesús le haga el milagro a esa pa­ rejita del chamuco». Con todo, desde el primer día rala es la asistencia de mujeres al rosario. Mucho se esmeró la ranchera en arreglar la sala, de tal modo que lo más dignamente posible recibiera al querido santito. Nadie podía presumir de mejor gusto y devoción en eso de colocar las ve­

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las y los jarros y botellas con motas de gatuño, única flor en tiempos de maldición. Grueso de la diaria asistencia lo forman sus fieles amigas de in­ fancias: Tolia, Nieves y Modesta, con maridos e hijos, y, por supuesto, Madrina Nico. −Alabado y ensalzado el Augusto Sacramento del Altar… −Y la Virgen concebida sin pecado original. La cantada oración que tanto revive a Efrén aquella novena en casa del tío Félix Ramos, días después del pleito con Gabino por la trapichera Hortensia Rivas, «panal de avispas». Rezo que siempre le mete escalofríos, le jala la escondida devoción a Dios, le agria el presente con la reencarnación de sus peores ayeres. Como «la impensada bala a Clodoaldo en El Verde». Como la inquina de inquinas que más y más se aviva con su propio rencor y la risa de su indomable mujer. −Diablo de Cecilia… ¡También Ramos, pues! Sobre todo su propia sequía −sus tiempos de castigo− le impide responder al Alabado y seguir el rosario. Y eso que aun Alfonso, Gregorio y Pillón rezan con ganas nunca vistas. No lo sabe, pero su plegaria al Jesús, «tan viejo y amolado el pobrecito», es pedirle, clamarle, llorarle el inmenso bien de ganar la partida a «esa matrera»… Doblarla siquiera un poco. «Santo Señor Nazareno: te prometo un monito de oro, una mujer de rodillas. Yo mismo lo prenderé en tu túnica morada» Cuando vuelve de su cavilar se da cuenta de que tampoco ella reza alto. Con los puros ojos, el ánima en el santito dolorido. Como el hijo que pide para ahora o nunca, que si se lo deja para mañana será demasiado tarde. «Ya lo sabes, Señor Nazareno: un monito de puro oro aunque me cueste» Se imagina los aprietos del pobre Jesús. Los apuros en que le meten.

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“Ya lo sabes, Santo Nazareno: un milagro de puro oro, aunque me cueste. Iré a Durango o hasta Fresnillo por él» Al último amén de Madrina Nico, indaga la expresión de Cecilia, seguro de que tiene otra cara. Pero la arisca se pierde en la rueda de mujeres que hacen duelo a lo que platica Nieves, llorosa: la muerte de la Juanilla, también a causa de la gran sequía. Acuciados por el hambre, tejones y zorras se meten en la noche a las huertas del Verde, en busca de alguna fruta. Hace dos días, hasta Limoncito llegó su escándalo y decidió la víbora taparles pa­ so al mundo a sus cuidados. −Le gritamos, la buscamos por todas partes, pero ni rastro − cuenta la huertera−. Así toda la mañana, hasta que mi mamá se fija en lo aplastado del pajonal. Allí había peleado con las zorras, diez o veinte, quién sabe cuántas. Toda una manada. Hallamos una zorra muerta, casi destripada. Luego otra y otra, cinco en total. Junto a la última también ella, de largo, tiesa. ¡Cuántas zorras serían si mató cinco! Dio la vida por su huerta… ¡Quién lo hace!

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Ca pítulo X X V I

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olamente un milagro del tamaño del Cañón salvaría a Tepetates.

Madrina Nico tiene la solución: −Llevemos el Nazareno a la iglesia y cuanto antes empecémosle un triduo, su triduo de sequías. Pero igual: un cielo que flamea; una tierra como ceniza de rescoldo. −Acudiremos a nuestra Virgencita −descubre ahora madrina Nico, tras devolver el Nazareno a Efrén y Cecilia para que le terminen su novena−. Nuestro Padre Jesús ya no quiere oírnos. Pero la Virgencita sí nos hará el milagro. Ya lo verán, ya lo verán. Saquémosla en procesión por todo el pueblo. Gran cortejo con la Inmaculada de diez cuartas, en hombros de todos los hombres por la calle real. Luego también por las callejas. Todo El Cañón en ese murmullo doliente, con el alma en un puño, que clama una tormenta, ¡lluvia por Dios! «Para mejor ganar su lástima», Eustolia y Gregorio le ofrecen vestido nuevo, que de carrera le pone el Torcido. El cielo en su macho. Amarillo, sordo. Se doblan más vacas en los corrales. Madrina Nico no se desalienta. Aún queda San Antonio. −Me acuerdo que cuando las sequías de atrás jugamos esta úl­ tima carta y el santito dio mate a la maldición. Para más lograr su compasión iremos en ayunas y de rodillas. Esta misma noche lloverá a cántaros. Ya lo verán, ya lo verán. Nadie pierde un segundo. Sin nada en el estómago, el pueblo entero acude al centro del caserío, alrededor de los Tres Mezquites. Se hincan, las manos juntas, en espera de la orden. −Mientras más seamos, más sacrificio. Mientras más sacrificio, más cerca nuestra salvación. Por mediodía, en marcha hacia el pequeño santuario, a cinco kilómetros San Lucas arriba. A piedra por Avemaría. Padrenuestros por tramos de camino manchados de sangre. Alabados y la oración de sequía por cada

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recodo del río entre breñales de garfio. Una llaga las mil rodillas. Vahído de mil estómagos que hierven. Siquiera una gota de agua para los labios… Pero nadie afloja: ni quien se fije en el río, allí con su otra oración y sus aguas azules, a sólo cincuenta pasos. Nadie que se salga de ese templo peregrino. Al frente de la marcha sangrienta, muy cerca de Madrina Nico, los rancheros de La Guásima. Ellos también, no obstante ser imán para ojos que los condenan, sobre todo a ella, la madre. Como si por la fuerza en la doliente caravana se hubiera colado una familia de tifosos. Aunque nadie, ni siquiera las lenguas más sueltas, se atreven a cambiar su Avemaría o su Padrenuestro por una dura pa­ labra o un mohín distinto a este dolerse de sus llagas. Diez rosarios −uno por quinientos metros− reza Madrina Nico desde la orilla de Tepetates hasta la apolillada puerta del templecito. Peregrinar de cinco horas, cinco horas de morir todos un tanto. Mil ayes el humilde santuario, la beata inventa especial plegaria, ansia de todos: «Santo y muy milagroso San Antoñito: ¡ya mándanos el agua, ya mándanos la lluvia! No seas malito. Una tormenta por piedad. Por piedad siquiera una. Salva nuestros ganados, nuestras tierras y nuestros montes, los pobrecitos. Compadécete de tus fieles del Cañón de Tepetates. Míranos. Todos aquí con las rodillas descar­ nadas, el alma en llanto. Venimos a rogarte el bien de la lluvia como nos lo hiciste años atrás. ¿Te acuerdas? Óyenos, que no siempre te damos la lata». Dejan velas y veladoras y motas de gatuño a los pies del santito solitario, patrón de los indios «sanantoñeros», apenas cincuenta, tam­bién perdidos en ese pozo de sierra: lugareños que con ojos sin brillo y movimiento ríen de tan «impensado» cariño a su mudo protector. Seguros van todos del milagro, y allí está el milagro. El cielo se ha enternecido al fin. Los alcanza un viento fresco y ligero que arrecia alzando tamo de hojas y cal. ¡Y arriba la certeza! ¡Nubes, nubes! Nubeci­llas prie­tas sobre el nacimiento del río, a sus espaldas, nubecillas que crecen, que avanzan, que cubren todo El Cañón. ¡Y el trueno! Ametralladora de Dios. Relámpagos cada vez más largos y vivos. Retumbar más y más pesado.

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−¡Milagro! −¡Milagroo! −¡Milagroooo! Corre el asombro. Agradecido runrún por el camino manchado de sangre, regado ya con lágrimas. −¡Milagrooooo! ¡Milagrooooo! El viento desencadenado fuerza torbellinos de arena y cerros de cañas muertas. −¡La lluvia, la lluvia! −¡Nos alcanza la lluvia! Descompuesta de gusto, la caravana rumbo al hogar despavorida, a cubrirse del chaparrón que se tupe hasta oscurecer la hoya del San Lucas. Apenas a buen seguro los peregrinos, el tormentón, de aquí has­ ta allá, sobre lo que es Tepetates: caserío, ranchos, agostaderos. Como niños lloran las mujeres. Se persignan los hombres, quitado el sombrero. Los pequeños buscan regazos y rincones; muchos han olvidado que allí sabe llover; otros nunca han visto una tormenta. Braman las moribundas reses con la angustiosa alegría de sus dueños, igualmente agradecidas a San Antonio. Mucha agua… Demasiada lluvia… Pasan tres y cinco horas, y el tormentón no amaina gota. Es cerca de media noche, y el caserío y planes son lumbre que estalla y estalla, interminables relámpagos, rayos que aturden. A poco, ruidos sordos, rudos, golpear en las sierritas del norte donde nace el San Lucas… ¡Revientan trombas! El agua que desde mayo debió caer, se vierte en unas cuantas horas. Se empareja de golpe. Tarde, pero paga hasta la última gota. En la madrugada, peligroso ruge el río.

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rajín por salvar lo más querido. Al amanecer, la nueva procesión, a las alturas, hasta donde no puedan llegar las desaforadas aguas. A algunos, como a los rancheros de La Guásima, una avenida los sorprende en la lucha por jalar monte arriba sus pobres vacas. Efrén y el Torcido con el peso de la empresa. Con Honorito a es­ paldas, atado con el rebozo, Cecilia hace lo que puede sin despegarse del añejito, que también ayuda. Nuevos coros de súplica al Jesús Nazareno, a la Inmaculada tris­te y a todos los santos que vienen a la memoria. Y el río embravecido, despiadado, que arrastra jacales y cercas o martillea en los cimientos de cantera. En Planecito de Arriba, de pronto la lucha se centra en Efrén chico. Por ayudar a que el aluvión no se lleve a su vaca consentida, la prieta Muchacha, también es arrastrado por el torbellino de arenas y palizada. Cecilia encarga el pequeñín al Torcido y corre, desbocada, por laderas y arroyos que revientan de aguas rojas. Va por el remolino que de la misma garra le arrebató a la desprevenida criatura. Se mete en la espuma, sale a duras penas, vuelve a la corriente… −¡Efrencillooooo! ¡Efrencillo! ¡Hijo! ¡Hijitooooo, hijitooooo! Dolor que aúlla. Cae vencida, entre las peñas. Más abajo, Efrén también ha peleado al río el derecho al niño. Todos han sufrido el chicotazo en que trocóse el milagro. Los Núñez, y los Ramos, y los Aldana, y los Rivas y los otros. Del Trapiche sólo tapias, donde el San Lucas juega al laberinto. Persecución de vorágines, que remuelen ramas y cañas. Pero es gente amasada con demasiados barros negros… Sólo saben decir, tragando lástimas: −Ya era tiempo de otro diluvio. Madrina Nico predica, de familia en familia, mientras consuela: −No queda más que hincarnos, pedir a Diosito que calme ya su enojo. Rogarle su perdón. Prometerle que ya nos portaremos como cristianos deveras.

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Sólo uno anda fuera del arca de Noé. Por encima del puñal en el corazón a causa del añejito, mira Efrén lo que resta de su maizal: puro tepetate, el manto de piedra. Ni siquiera un puñado de tierra. Se revuelca en las señales de los surcos. Alza los puños en alto, dice su propia maldición. Se hinca a llorar, entre dientes, la cabeza en las rodillas. Golpea el tepetate, vuelve a alzarse a estirarse contra el cielo. De nuevo se hunde, con todas sus uñas rasca en la caliza hasta sangrarse los dedos, el puro nervio. Como sombra llega Cecilia. Está a su lado. Cadáver errante, le­ jos sus pensamientos, río abajo toda ella. Ánima sola que de pronto, por misterioso vuelco de tiempo y de sinos, se topa con el compañero de su suerte… Pausadamente se hinca a socorrerlo. Con la punta del rebozo le seca las lágrimas, le quita el barro. Lo ayuda a incorporarse con su propio desfallecer. Ni siquiera un gemido. Se miran, se miran hasta el fondo de sus seres de piedra. Espectros que descubren cuanto en vida los hacía uno. Aquellas dulces aguas tan suyas desde niños… ¡Tiempos aquellos! Gavilla de traviesos, puñado de destinos: ellos mismos, Eustolia, los hermanos Gutiérrez −Gregorio, Modesta y el Co­mino−, Alfonso y Clodoaldo, el bracero que ya viene en camino cargado de ansias e ilusiones que se llaman dólares… o dolores. Se ayudan en ese atolladero de barros. Mudos se dirigen a las ruinas de Planecito de Arriba. Ya retroceden las aguas. Hasta otra ocasión, enrolla su chicote verde-azul el Nazareno, aunque en Tepetates ya no hay Nazareno. −Efrencillo, Ceci. ¡Nuestro hijo! ¡Malditas aguas, maldito río! Ella es muda tormenta. Callada tromba de sentires. Efrén puede oírla, sentir ese palpitar de nube que se derrama. La besa en la frente, barbecho de arrugas al fin; en las mejillas, que gotean; en los ojos, bruma. −Maldíceme, Cecilia. Yo… −Yo también. −Perdóname, Cecilia. −¿Y quién me perdona a mí? ¿Cuál inquina después del diluvio?... −¿Qué fue lo que pasó? −Viviendo junto al río teníamos sed.

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Pa l a br as o acepciones que no a pa recen en el dicciona rio de l a lengua espa ñol a

Alacrán güero.–

El más ponzoñoso de los alacranes.

Argolla.–

Miedo

Arrayán.–

Pequeña guayaba del monte. Amarilla y agridulce.

Bule.–

Calabazo silvestre para agua.

Capomo.–

Arbusto de la Sierra. De grandes hojas y semillas comestibles.

Cincoate.–

Víbora chirrionera, negra y delgada.

Cirial.–

Árbol de la Sierra. Su fruto: calabacillos redondos que nacen pegados a tronco y ramas. Medicinal.

Colomo.–

Mata de grandes hojas que crece junto al agua. Alcatraz silvestre.

Colorín.–

Árbol de madera fofa. Su flor: espadañas rojas.

Cora.–

Indios coras, vecinos de huicholes y tepehuanes.

Cuamil, coamil.–

Milpa de los ranchos indígenas, por lo común en las laderas.

Chalate.–

Chavinda.–

Chilpayate.–

Higuera silvestre. Muy frondosa. Soga para lazar. Del pueblo del Chavinda, del estado de Michoacán. Niño.

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Damajuana.–

Barrilito aplanado para el mezcal.

Deoquis.–

Gratis.

Epazote.–

Yerba olorosa, para sazonar. Se da a la orilla de los ríos.

Estafiate.–

Yerba amarga, medicinal, para el estómago.

Fajazo.–

Buen trago.

Falluquear.–

Comerciar al trueque con los indígenas.

Falluquero.–

Arriero.

Garabato.–

Arbusto espinoso, de largas varas.

Guamala.–

Árbol silvestre y su frutilla negra, en forma de manzanita.

Guaiz.–

Árbol de la familia de los algarrobos. Su fruto: largas vainas cuyas semillas son comestibles.

Guamúchil.–

Árbol de la familia de los algarrobos. Su fruto: pequeñas vainas enroscadas, de semilla dulce.

Huizapol.–

Abrojo del pasto.

Ilamacoa.–

Nombre tepehuán de la víbora.

Ixtle.–

Malpaís.–

Fibra del maguey.

Pedregal de laja.

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Media.–

Mollote.–

Botella de medio litro.

Mosco, zancudo de tiempo de aguas.

Moro.–

Moteado de negro y blanco.

Otate.–

Carrizo de monte.

Paliacate.–

Pañuelo grande, floreado, para lucir al cuello.

Panocha.–

Dulce negro de la caña de azúcar. Sobrante del piloncillo.

Papelillo.–

Parada.–

Árbol de fina corteza amarilla, como papel, que constantemente se desprende. Mano a mano en el mezcal.

Pasear la música.–

Típica costumbre de los serranos de Durango.

Pial.–

Lazo al ganado caballar, a las patas.

Piloncillo.–

Dulce amarillo de caña, en forma cilíndrica.

Piquín.–

Picante, chilillo silvestre, de enredadera.

Quelite.–

Refolufia.–

Rejuntar el maíz.–

Hierba roja comestible.

Bola, revolución. Modismo para decir «me haces los mandados».

182 | La sed junto al río

Saurino.–

Saorí, adivino.

Tatema.–

Cocción bajo tierra.

Techalote.–

Tepetate.–

Teresita.–

Tinaja.–

Tiznada.–

Tompiate.–

Vinata.–

Zempoala.–

Ardillón de las peñas.

Caliza amarilla.

Flor. Pozas que escarban las corrientes en la peña. Hijo de… Gran insulto.

Cestillo de mimbre o palmilla. Ingenio rústico donde se elabora el mezcal. «Flor de muerto», amarilla, en forma de clavel.

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índice Estudio preliminar Nuestro Padre Jesús-Lilith: desafío por la resignación  |9 Tríptico duranguense: estampa del espíritu  |23 Antonio Estrada: las peripecias editoriales de un abajeño  |32 Rulfo y Estrada, una hermandad más allá del tema cristero  |36

Antonio Estrada Muñoz  Excelencia narrativa literaria incómoda para el Régimen priísta y la Iglesia Católica del siglo x x   |39 El narrador de la segunda cristiada  |44

Bibliografía  |52 La sed junto al río  |57 el jesús  Capítulo I  |63 Capítulo II  |67 Capítulo III  |70

el puño y l a roca  Capítulo I  |75 Capítulo II  |78 Capítulo III  |82 Capítulo IV  |90 Capítulo v  |97 Capítulo VI  |100 Capítulo vii  |105

184 | La sed junto al río

Capítulo VIII  |110 Capítulo IX  |114 Capítulo X  |119 Capítulo XI  |122 Capítulo XII  |128 Capítulo XIII  |131 Capítulo XIV  |136 Capítulo XV  |139 Capítulo XVI  |141 Capítulo XVII  |146 Capítulo XVIII  |150 Capítulo XIX  |153 Capítulo XX  |156 Capítulo XXI  |159 Capítulo XXII  |162 Capítulo XXIII  |164 Capítulo XXIV  |167 Capítulo XXV  |170

Antonio Estrada Muñoz| 185

Capítulo XXVI  |173 Capítulo XXVII  |176

Palabras o acepciones que no aparecen en el diccionario de la lengua española  |178

186 | La sed junto al río

Se terminó de imprimir y encuadernar en diciembre de 2013, en el 450 Aniversario de la Fundación de la ciudad de Durango. La sed junto al río, libro escrito por Antonio Estrada, siendo el número dos de la Colección Autores del 450, fue impreso en Artes Gráficas «La impresora» Enrique Carrola Antúna 610; Col. Ciénega; Durango, Dgo. Teléfono 618 813 33 33. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Alejandro Merlín y se tiraron mil ejemplares.