Antologia de Textos Literarios

Antología de TEXTOS LITERARIOS *La fuente utilizada para la antología de textos literarios es: Biblioteca Digital Ciudad

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Antología de TEXTOS LITERARIOS *La fuente utilizada para la antología de textos literarios es: Biblioteca Digital Ciudad Seva.

ÍNDICE.

LA CASA ENCANTADA…………………………………………………………………………………………pág. 2. EL ÁRBOL DE LA BUENA MUERTE…………………………………………………………………..…..pág. 3. RESIDUOS……………………………………………………………………………………………………..…..PÁG. 5. EL CUENTISTA……………………………………………………………………………………………….…..PÁG. 7. LA FIESTA AJENA………………………………………………………………………………………..……PÁG. 11. EL RUIDO DEL TRUENO……………………………………………………………………………………PÁG. 15. FIESTITA CON ANIMACIÓN…………………………………………………………………….…….….PÁG. 24. EL ÚLTIMO ÁRBOL………………………………………………………………………………..…………PÁG. 25. EL PAÍS DONDE NUNCA SE MUERE………………………………………………………………….PÁG. 28. TRES PORTUGUESES BAJO UN PARAGUAS (SIN CONTAR EL MUERTO)………………PÁG. 31. LOS AMIGOS DEL PASAJE MONROE………………………………………………………..……….PÁG. 33. ANTOLOGÍA POÉTICA……………………………………………………………………..…….PÁG. 36. LA TELEVISIÓN COMO ENTRETENIMIENTO……………………………………………PÁG. 44

U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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La casa encantada.

Anónimo europeo.

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano. Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño. -Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado. -Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa? -Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa! -Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es? -Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

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Fuente: Wikipedia. Org.es

EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE. Héctor G. Oesterheld Héctor Germán Oesterheld (Buenos Aires, 23 de julio de 1919 – desaparecido durante la última dictadura militar. presumiblemente asesinado por los militares en 1978 ). Fue un guionista de historietas y escritor de relatos breves de ciencia ficción y novela. Es uno de los artistas de trayectoria más extensa de la historieta argentina, creador de “El eternauta”, publicado en Hora cero entre 1957 y 1959.

María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol. Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol. Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños. Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol. María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado. Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos. El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir. María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada. ¿No les hacía faltar nada? Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos. El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló. No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión. No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela... Porque María Santos no se adaptaría nunca -hacía mucho que había renunciado a hacerlo- a la vida en aquella colonia de Marte. De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!... ¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto! - ¿Duermes, abuela? - Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo. - No, Roberto. Un poco cansada, nada más. - ¿No necesitas nada? - No, nada. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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- ¿Seguro? - Seguro. Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía. Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven. Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra. Claro, Roberto no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro, como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires la capital-, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca. Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación. Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá. Todo le interesaba a Roberto, el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado. Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta. Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos. Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto. Tuf-tuf-tuf... El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada. Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras. Algo pasa delante de los ojos de María Santos. Un golpe de viento quiere despeinarla. María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa delante. Allí viene otro. Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos... ¡"Panaderos"! ¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra! El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"! No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de barrio, callecita de recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono. María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia. "Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas... "Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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¡"Panaderos"! El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso. "Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto. Carlos y Marisa han detenido el tractor. Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos. Se quedan mirándola. - Ha muerto feliz... Mira, parece reírse. - Sí... ¡Pobre doña María!... - Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así. - Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario - ¡Abuela!... ¡Abuelita!

Caricatura de Luis F. Veríssimo tomada de: cultcarioca. com

Porto Alegre, Río Grande del Sur, 26 de septiembre de 1936.Escritor, periodista y traductor brasileño.

Residuos. Luís Fernando Veríssimo Un hombre y una mujer se encuentran en el palier, cada uno con su bolsa de residuos. Es la primera vez que se hablan. —Buen día. —Buen día. —Usted es del 610. —Y usted es del 612. —Sí. —Todavía no lo conocía personalmente. —Ajá. —Disculpe mi indiscreción, pero he visto sus bolsas de residuos... — ¿Mis qué? —Sus residuos. —Ah. —Noté que nunca es mucho. Su familia debe ser chica... —La verdad, soy yo solo. —Hmmm… Vi también que usa mucha comida en lata. —Es que tengo que hacerme la comida. Y como no sé cocinar... —Entiendo. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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—Usted también... —Tratáme de vos. —Vos también perdoná mi indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones, cosas por estilo... —Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra.... — ¿Usted... vos no tenés familia? —Tengo, pero no aquí. —En Espíritu Santo. — ¿Cómo sabés? —Vi unos sobres en la basura. De Espíritu Santo. —Sí. Mamá escribe todas las semanas. — ¿Ella es maestra? — ¡Qué increíble! ¿Cómo fue que adivinaste? —Por la letra en el sobre. Me pareció letra de maestra. —Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por sus residuos... —Y... No. —El otro día tenía un telegrama abollado. —Sí. — ¿Malas noticias? —Mi padre. Murió. —Lo siento mucho. —Ya estaba muy viejito. Allá en el sur. Hace tiempo que no nos veíamos. — ¿Fue por eso que volviste a fumar? — ¿Cómo sabés? —De un día para otro empezaron a aparecer en tu basura etiquetas de cigarrillos. —Es cierto. Pero conseguí dejar otra vez. —Yo, gracias a Dios, nunca fumé. —Ya sé. Pero he visto frasquitos de pastillas en tu basura. —Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya pasó. — ¿Te peleaste con tu novio, no es cierto? — ¿Eso también lo descubriste en la basura? —Primero el ramo de flores con la tarjeta, arrojado afuera. Después muchos pañuelos de papel. —Si, lloré bastante, pero ya pasó. —Pero hoy todavía veo unos pañuelitos... —Es que estoy un poco resfriada. —Ah. —Muchas veces veo revistas de palabras cruzadas en tus bolsas. —Sí..., es que... me quedo mucho en casa. No salgo mucho, sabés. — ¿Novia? —No. —Pero hace unos días había una foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita. —Estuve limpiando unos cajones. Cosas viejas. —Pero no rompiste la foto. Eso significa que, en el fondo, querés que ella vuelva. — ¡Vos ya estás analizando mis residuos! —No puedo negar que me interesaron. —Qué gracioso. Cuando examiné tus bolsas, pensé que me gustaría conocerte, creo que fue por la poesía. — ¡No! ¿Vos viste mis poemas? —Los vi y me gustaron mucho. — ¡Pero son malísimos! —Si realmente creyeras que son malos, los habrías roto. Solamente estaban doblados. —Si hubiera sabido que los ibas a leer... U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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—No me los quedé porque, a fin de cuentas, estaría robando. A ver, no sé; ¿lo que alguien tira a la basura, sigue siendo de su propiedad? —Creo que no. La basura es de dominio público. —Tenés razón. A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿Será así? —Bueno, ya estás profundizando demasiado en el tema de la basura. Creo que... —Ayer en tus residuos... — ¿Qué? — ¿Me equivoco o eran cáscaras de camarones? —Acertaste. Compré unos camarones grandes y los pelé. —Me encantan los camarones. —Los pelé pero todavía no los comí. Quizás podríamos... — ¿Cenar juntos? —Claro. —No quiero darte trabajo. —No es ningún trabajo. —Se te va a ensuciar la cocina. —No es nada. Enseguida se limpia todo y se tiran los restos. — ¿En tu bolsa o en la mía?

El cuentista.

Saki.

Saki (Héctor Munro) Escocés: 1870-1916. Foto tomada de ciudadseva.com

Conocido por el seudónimo literario Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue cuentista, novelista y dramaturgo británico.

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

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-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió. El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana. -¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó. -Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente. -Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba. -Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente. -¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta. -¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía. Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad. -¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril. El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo. La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería. -Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños. Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral. -¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas. Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero. -Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho. -Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción. -Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril. La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito. -No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina. La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado. -Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente. -No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía. -Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas. -Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena. El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara. -Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales. -¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas. -No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena. Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía. -Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena. -Terriblemente buena -citó Cyril. -Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar. -¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril. -No -dijo el soltero-, no había ovejas. -¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca. -En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio. La tía contuvo un grito de admiración. -¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril. -Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes. -¿De qué color eran? -Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos. El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió: -Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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-¿Por qué no había flores? -Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores. Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario. -En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena. -¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés. -Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad. -¿Mató a alguno de los cerditos? -No, todos escaparon. -La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito. -Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida. -Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril. La tía expresó su desacuerdo. -¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza. -De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo. «¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!» U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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LA FIESTA AJENA. LILIANA HEKER. Liliana Heker (Buenos Aires, 9 de febrero de 1943) es una cuentista, novelista y ensayista argentina.

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños. —No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa. —Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga! Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: — ¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura. —No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. —¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda? —No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas. —Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. —Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. —¿Al chico? —gritaron todos. —¡Al mono! —gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. —No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito. —¿Qué es timorato? —dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías. —Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. —A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: —Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. —Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: —Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. —¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura. —Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: —Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa.

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Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: —Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. —Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio. Fuente: http://www.letropolis.com.ar/2005/11/10_heker.htm

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El ruido de un trueno. Por Ray Bradbury. (Ray Douglas Bradbury; Waukenaun, Illinois, 1920 - Los Ángeles, California, 2012) Novelista y cuentista estadounidense conocido principalmente por sus libros de ciencia ficción. Alcanzó la fama con la recopilación de sus mejores relatos en el volumen Crónicas marcianas (1950)). Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/bradbury.htm

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS. ALLÍ, USTED LO MATA. Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. -¿Este safari garantiza que yo regrese vivo? -No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta. Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De los brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá

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a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano. -¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente. -Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antídoto, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es... Eckels terminó la frase: -Matar mi dinosaurio. -Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado. -¿Trata de asustarme? -Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo. El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. -Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición. Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente. Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-nochedía-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. -¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels. -Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. -Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.

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El sol se detuvo en el cielo. La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. -Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido. Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. -Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos. -Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos. -¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre. -No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies. -No me parece muy claro -dijo Eckels. -Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende? -Entiendo. -¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones! -Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels. -¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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hombres no saldrá nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera! -Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba. -Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera. -¿Cómo sabemos qué animales podemos matar? -Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales. -¿Para estudiarlos? -Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos? -Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos? Travis y Lesperance se miraron. -Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. Eckels sonrió débilmente. -Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando. -¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma... Eckels enrojeció. - ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus? - Lesperance miró su reloj de pulsera. -Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero! Se adelantaron en el viento de la mañana. -Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún. -¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer. -He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño. - Ah -dijo Travis. -Todos se detuvieron. Travis alzó una mano. -Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real. La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta. Silencio. El ruido de un trueno. De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus Rex. -Jesucristo -murmuró Eckels. -¡Chist! Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado

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erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire. -¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. -¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio. -No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. -¡Cállese! -siseó Travis. -Una pesadilla. -Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero. -No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme. -¡Nos vio! -¡Ahí está la pintura roja en el pecho! El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla. -Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí. -No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí. Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza. -¡Eckels! Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no! El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros. Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes. El trueno se apagó. La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente. En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero. -Límpiense. Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos. Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final. -Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo? -¿Qué? -No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado. Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura. Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. -Lo siento -dijo al fin. -¡Levántese! -gritó Travis. Eckels se levantó. -¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera... -¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán! ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que

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informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! -Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. -¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! Eckels buscó en su chaqueta. -Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió. -Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva. -¡Eso no tiene sentido! -El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas! La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies. Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. -No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance. -¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. -Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812. Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos. -No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. -¿Quién puede decirlo? -Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece? -Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil. -Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999, 2000, 2055. La máquina se detuvo. -Afuera -dijo Travis. El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor con rapidez. -¿Todo bien aquí? -estalló. -Muy bien. ¡Bienvenidos! Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta. -Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira? Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco... Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera. De algún modo el anuncio había cambiado. SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA. Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando. -No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No! Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta. -¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels. Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sÍ misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca: - ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer? El hombre detrás del mostrador se rió. -¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa? Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos. -¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...? No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

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FIESTITA CON ANIMACIÓN. Ana María Shua (Buenos Aires 1951. Escritora argentina). Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen. -¡Todos a saltar en un pie! -gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos, como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie. -Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores! Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la música en un frenesí colectivo. -Cómo se divierten, qué piolas que son. ¿Te acordás qué bobitos éramos nosotros a los siete años? -le preguntó, sonriente, el padre de la cumpleañera a la mamá de uno de los invitados, gritándole al oído para hacerse escuchar. -Y qué querés... Nosotros no teníamos televisión: tienen otro nivel de información -le contestó la señora, sin muchas esperanzas de que su comentario fuera oído. No habían visto que Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces. -Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia -dijo Conejito-, ¡Va a hacer desaparecer a una persona! -¿A quién querés hacer desaparecer? -preguntó Ratón. -A mi hermanita -dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono. Carolina, una chiquita de cinco años, preciosa con su vestidito rosa, pasó al frente sin timidez. Era evidente que habían practicado el truco antes de la fiesta, porque dejó que su hermana la metiera debajo de la mesa y estirara el borde del mantel hasta hacerlo llegar al suelo, volcando un vaso de Coca Cola y amenazando con hacer caer todo lo demás. Conejito pidió un trapo y la mucama vino corriendo a limpiar el estropicio. -¡Abracadabra la puerta se abra y ya está! -dijo Silvita. Y cuando levantaron el mantel, Carolina ya no estaba debajo de la mesa. A los chicos el truco no los impresionó: estaban cansados y querían que se apagaran las velitas para comerse los adornos de azúcar de la torta. Pero los grandes quedaron sinceramente asombrados. Los padres de Silvia la miraban con orgullo. -Ahora hacela aparecer otra vez -dijo Ratón. -No sé cómo se hace -dijo Silvita-. El truco lo aprendí en la tele y en la parte de aparecer papi me cambió de canal porque quería ver el partido. Todos se rieron y Ratón se metió debajo de la mesa para sacar a Carolina. Pero Carolina no estaba. La buscaron en la cocina y en el baño de arriba, debajo de los sillones, detrás de la biblioteca. La buscaron metódicamente, revisando todo el piso de arriba, palmo a palmo, sin encontrarla. -¿Dónde está Carolina, Silvita? -preguntó la madre, un poco preocupada. -¡Desapareció! -dijo Silvia-. Y ahora quiero apagar las velitas. El muñequito de chocolate me lo como yo. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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El departamento era un dúplex. El papá de las nenas había estado parado cerca de la escalera durante todo el truco y nadie podría haber bajado por allí sin que él lo viera. Sin embargo, siguieron la búsqueda en el piso de abajo. Pero Carolina no estaba. A las diez de la noche, cuando hacía ya mucho tiempo que se había ido el último invitado y todos los rincones de la casa habían sido revisados varias veces, dieron parte a la policía y empezaron a llamar a las comisarías y a los hospitales. -Qué tonta fui esa noche -les decía, muchos años después, la señora Silvia, a un grupo de amigas que habían venido para acompañarla en el velorio de su marido-. ¡Con lo bien que me vendría tener una hermana en este trance! -y se echó a llorar otra vez. Biografía y otros textos de la escritora en su sitio personal: http://www.anamariashua.com.ar/

El último árbol. Štĕpán Zavřel.

Acuarelas de Štěpán Zavřel (1932 - 1999) Pintor y escritor checoslovaco.

El viejo guardabosque les contaba muchas historias. Así aprendieron los niños que los abetos crecían en tierras más secas, que los pinos podían vivir en la arena, y que el plátano sufría con los fríos del invierno. Y que el abedul crecía mucho más al norte, en las tierras frías, mientras que el cedro necesitaba las temperaturas templadas de las costas. —El roble puede vivir cien años —les decía el guardabosque mientras caminaba por el bosque —. Para los pueblos antiguos era un árbol sagrado. Y el cedro aún puede vivir más años. El rey Salomón construyó su templo con cedros. La madera de estos árboles es muy resistente. Los niños observaron un cedro gigantesco. Su copa sobresalía por encima de los demás árboles. —Quizá se deba a la resina —continuó el guardabosque — La resina hace a la madera más duradera. Nuestros antepasados frotaban los pergaminos con resina de cedro para que lo escrito en ellos se conservase durante muchísimos años. Se detuvo un momento.

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—Antes, los cedros crecían junto al Mediterráneo. En Arabia y en el norte de África había bosques de cedros. Pero los hombres acabaron con ellos. Un día, el alcalde fue a visitar a los niños y vio todos los dibujos que habían hecho. En todas las paredes había dibujos. —Es la mejor manera de conocer el bosque —dijo satisfecho. Luego, se dirigió al guardabosque: —En la ciudad hay que construir un nuevo puente. ¿Cómo andas de madera? El guardabosque sacudió la cabeza. —Los retoños aún son muy jóvenes y un puente necesita mucha madera. Tendremos que esperar. El alcalde estuvo de acuerdo. Luego, dijo a los niños: —El bosque nos ayuda a vivir. Por mucho que utilicemos su madera, el bosque no se acaba. ¿Sabéis por qué? Los niños no lo sabían. El alcalde sonrió. —Porque quien tala un árbol tiene que plantar otro nuevo. Así lo hemos hecho durante muchos años. El viejo guardabosque asintió. —Sí, aunque no siempre fue así —dijo. Y rellenó su pipa, la encendió con una rama fina y comenzó a contar: «Hace muchos, muchos años, en las afueras de la ciudad vivían dos niños. La niña se llamaba Lea y el niño, Said. Se parecían mucho a vosotros. Vivían en una cabaña y recorrían juntos el bosque. Con el tiempo llegaron a reconocer las diversas especies de árboles. Aprendieron que las agujas de los pinos son más claras que las de los abetos y que cuelgan de las ramas de dos en dos. Descubrieron que las agujas de los abetos no duran eternamente, sino que se caen a los pocos años, pero vuelven a crecer otras nuevas. Y que las agujas de los cedros, verde oscuras como las de los abetos, no se caen nunca. Said y Lea estaban asombrados. ¡Qué distintos eran unos árboles de otros! Y entonces empezaron ellos mismos a plantar árboles. Todos los días iban al bosque. Arrancaban con cuidado los pequeños árboles que crecían salvajes entre los grandes troncos y los plantaban en su jardín. Estaban contentos. Se sentían como profesores de una escuela de árboles. Y cuidaban de que sus alumnos no crecieran torcidos. Por las tardes, cuando el sol rozaba el horizonte, llenaban unas grandes regaderas y daban agua a sus protegidos. Un día, al atardecer, los niños vieron que tres hombres cruzaban el puente. Los tres forasteros fueron a la plaza del mercado y dejaron sus sacos. Dentro había pesados collares de oro y adornos brillantes. Rodaron por todas partes pulseras con ámbar incrustado, perlas, corales y nácar. La gente sintió curiosidad. ¿Qué querrían los comerciantes a cambio de aquellos tesoros? —Nada de particular, sólo madera —dijeron los extranjeros—. Pero mucha, toda la que podáis conseguir. Si traéis mucha, os daremos aún más joyas. Y también hemos pensado en los niños —añadieron sonrientes—. Tenemos peladillas, chocolate, caramelos y azúcar cande. La gente miraba aquellos adornos tan caros y todos estaban como hechizados. Brindaron con los extranjeros y bailaron y cantaron sin parar durante toda la noche. Al día siguiente empezaron a trabajar. Los árboles, unos tras otros, fueron cayendo al suelo. Los golpes de las hachas retumbaban por el bosque. Los tres forasteros estaban contentos. Repartían el oro y la plata y se llevaban la madera.

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Así pasó una semana y otra. En el bosque empezaron a aparecer claros y algunas colinas ya se veían peladas. Pero nadie se daba cuenta. Ni nadie tenía tiempo para plantar nuevos retoños. La tierra se volvió áspera y seca. Los arroyos llevaban poca agua y sólo llovía de vez en cuando. A medida que el bosque clareaba, las arcas de la gente se llenaban de oro, plata, piedras preciosas y alhajas. Los cuellos de las mujeres se doblaban bajo el peso de los collares. Los dientes de los niños ya estaban amarillos, azules, verdes y negros de tantas golosinas. Hacía ya mucho tiempo que Said y Lea habían tirado sus caramelos. Todas las noches recogían el rocío en unos grandes pañuelos que extendían sobre el suelo. Con el rocío y la poca agua que aún salía de la fuente regaban con cuidado los jóvenes arbolitos de su jardín. En el lugar en donde antes crecía el bosque, ahora el suelo estaba árido. Y si alguna vez llovía, el agua se evaporaba enseguida. Los pájaros no encontraban sombra alguna y caían extenuados al suelo. Pero la gente seguía cortando madera… Un día, todos se encontraron alrededor de un gran árbol. Iban a empezar con sus sierras y sus hachas, cuando se dieron cuenta de que se trataba del viejo cedro. El bosque que antes lo rodeaba había desaparecido por completo. El gran cedro era el último árbol que les quedaba. Las colinas se erguían peladas. Detrás se divisaba el desierto. La gente se asustó. — ¡Hemos acabado con nuestro bosque! —gritaron—. ¿Qué vamos a hacer ahora? Pero nadie sabía la respuesta. La tierra se había secado y estaba cuarteada. Un suave vientecillo trajo granos de arena. Las arenas se acercaban cada vez más. Se extendían por todos los alrededores. Se apilaban al pie del cedro. Amenazaban con invadir la ciudad. Las personas se arrancaron los collares de perlas de sus cuellos: ¡eran bolas de cristal! Abrieron los cofres: ¡el oro se había convertido en metal corriente; la plata, en mica! Todos estaban rabiosos. Esperaron a que volvieran los extranjeros, pero éstos no regresaron. A lo lejos, los mercaderes contemplaban lo que quedaba del bosque. Se reían. Tenían la madera y con ella podrían construir muchos barcos. No les importaba que la ciudad se hundiera en la arena. Volvieron la espalda y empezaron a huir. Pero eso no fue fácil: había arena por todas partes. De repente empezaron a hundirse en una duna. Cada vez se hundían más. Y pronto no quedó de ellos más que un sombrero. — ¿Qué debemos hacer? —preguntó la gente, ansiosa. — ¿Cómo podríamos salvarnos del desierto? Entonces Said y Lea les dijeron: —Tenéis que plantar de nuevo. En nuestro jardín crecen árboles de todas las especies. Podemos trasplantarlos. Empezaremos con los pinos y los cedros, pues la arena no les impide crecer. Y cuando la tierra se haya asentado, traeremos los demás árboles y los plantaremos junto a ellos. Luego recogeremos sus semillas y las enterraremos en el suelo. Con el tiempo tendremos un pequeño bosque. Y volverán a caer el rocío y la lluvia. Pero para eso aún falta mucho tiempo. Primero tenemos que regar los árboles pequeños por la noche, mientras haya agua en la fuente. La gente admiró a los niños. Y todos hicieron lo que Said y Lea les habían aconsejado. Trabajaron día y noche. Y por fin volvió a llover. Y después de muchos meses lograron tener un pequeño bosque. Los vecinos respiraron. ¡La ciudad estaba salvada! ¡El bosque crecía! Un día, los pobladores llegaron a la cabaña de madera situada al extremo de la ciudad. Despertaron a Said y a Lea y

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los llevaron al bosque. Allí les dieron las gracias y prometieron cuidar el bosque con cariño. Todos comieron, bebieron y bailaron alrededor del cedro. Y han cumplido su promesa hasta el día de hoy.» El viejo guardabosque vació su pipa. El alcalde miró pensativo el fuego. Los dos niños callaban. Luego, preguntaron al guardabosque con curiosidad: — ¿Quiénes fueron Said y Lea? ¿Los conociste? El guardabosque sonrió. —Sí, claro, fueron mis abuelos.

El país donde nunca se muere. Anónimo.

Reproducción de Durero. Caballero, la muerte y el diablo.

Hace mucho tiempo en un lejano país vivía un joven que tenía mucho miedo a morir. Por eso, decidió ir a buscar el país donde nunca se muere. Saludó a su familia y, a continuación partió. El joven caminó durante días y meses, preguntando a todo el mundo si conocían dónde quedaba ese país, pero nadie sabía. Un día, se cruzó con un viejo que tenía una barba larga hasta el pecho y que empujaba una carreta llena de piedras. A la pregunta del joven, el viejo respondió: -¿No quieres morir? Quédate conmigo: vivirás mientras yo transporte en mi carretilla toda esta montaña piedra por piedra.- ¿Podría decirme cuándo terminara esa tarea? - Dentro de unos cien años. El joven insistió: -¿Y luego debo morir? - Por supuesto. - Le agradezco pero no, este no es el lugar que busco. El muchacho saludó y siguió adelante. Después de mucho caminar, llegó a un inmenso bosque. Un viejo con la barba hasta el ombligo estaba cortando árboles con un honcejo.

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- Discúlpeme que lo moleste- dijo el joven- Seria tan amable, ¿Dónde queda el país donde nunca se muere? - Quédate conmigo y no morirás hasta que no haya podado todo el bosque- Lo invitó el viejo. - ¿Sabría decirme cuánto tardará? - Y….unos doscientos años más o menos. Pero el joven insistió: - ¿Y después tengo que morir? - Seguro- respondió el otro. - No, no quiero vivir solo doscientos años. Le agradezco mucho su invitación, pero el lugar que busco es otro. Y el joven siguió adelante. Meses después llegó a la orilla del mar, donde un pato bebía y bebía agua, un viejo con barba hasta las rodillas lo miraba plácidamente. El obstinado muchacho hizo la misma pregunta y recibió una nueva invitación. - Si tienes miedo a morir, quédate conmigo. Mira, hasta que este pato no termine de secar el mar con el pico, no morirás. Diría que será dentro de unos….trescientos años. El joven hizo un gesto de negativa con la cabeza, por lo que el anciano frunció el ceño y continuó - ¿Y qué más quieres? ¿Cuántos años quieres librarte de la muerte? - Es usted muy amable, pero yo debo ir allá donde nunca se muere. Saludó y reanudó el viaje. Un atardecer el joven llegó a un magnifico palacio. Lo recibió un viejo con la barba hasta los pies. Ante la misma pregunta, esta vez la respuesta fue diferente. - Bien, has llegado, el lugar donde nuca se muere es aquí. Mientras estés aquí, no morirás. - ¡Al fin llegué! ¡Aquí me quedo!- exclamó el joven entusiasmado. De modo que se instaló con el viejo en el palacio, donde el tiempo pasaba sin que uno se diera cuenta. Pasaban los años, las décadas…. Hasta que un día el joven dijo: - La verdad es que vivo muy bien con usted, pero extraño a mis parientes y tengo ganas de visitarlos. - Pero a esa altura ya estarán todos muertos- razonó el viejo. - Es posible, sin embargo quiero visitar mi aldea…. ¡Quizás me encuentre con los hijos de los hijo de mis parientes! El anciano entonces le enseñó lo que tenía que hacer: - Ve al establo y toma mi caballo blanco. Es un animal muy especial, sus patas son muy fuertes y ágiles y corre como el viento, pero ten presente que nunca por ningún motivo debes bajarte de la silla, porque si no, morirás en el acto. - No desmontaré por nada del mundo, quédese tranquilo. ¡Tengo mucho miedo de morir! El muchacho montó el caballo blanco y corrió como el viento. Primero pasó por la comarca del viejo con el pato. Donde había rugido el mar, ahora solo quedaba una gran pradera. Siguió y donde antes había conocido el gran bosque que el viejo podaba, encontró un desierto desnudo. Luego pasó por donde se había erigido la gran montaña, ahora allí se extendía la llanura más plana que nunca hubiera imaginado. Finalmente llegó a su aldea. La encontró tan cambiada que no pudo reconocerla, no estaba su casa, ni siquiera existía su calle. Preguntó por su familia, pero nadie había escuchado jamás su apellido. Decepcionado, emprendió el regreso. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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Al volver se cruzó con un carrero que conducía un carro lleno de zapatos viejos. - ¡Señor por favor! - suplicó el hombre- Baje un momento y ayúdeme a arreglar esta rueda, que se me salió del eje. Recordando el consejo de su protector, el joven respondió: - Estoy apurado, no puedo bajar de mi montura. - Por favor, solo no puedo y ya anochece…- insistió el otro. El joven sintió piedad y desmontó. En un segundo el carrero lo tomó del brazo y le dijo. - ¡Al fin te agarré! ¡Soy la muerte! Y todos estos zapatos rotos son los que gasté de tanto perseguirte. - ¡Todos deben terminar en mis manos! ¡No hay salida! Y si así fue que, a pesar de tantos esfuerzos, también al joven le llegó la hora de morir.

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Imágenes tomadas de: blindarlarosa.blogspot. com.

Foto de Rodolfo Jorge Walsh (Argentina, 1927 - desaparecido en Buenos Aires durante la última dictadura militar) fue un periodista, escritor, dramaturgo y traductor argentino. Como escritor trascendió por sus cuentos policiales ambientados en Argentina y por sus libros de investigación periodística sobre el fusilamiento ilegal de civiles en José León Suárez de junio de 1956 ("Operación Masacre") y sobre los asesinatos de Rosendo García ("¿Quién mató a Rosendo?") y Marcos Satanowsky ("Caso Satanowsky").

Tres portugueses bajo un paraguas (sin contar el muerto). Rodolfo Walsh. 1 El primero portugués era alto y flaco. El segundo portugués era bajo y gordo. El tercer portugués era mediano. El cuarto portugués estaba muerto. 2 -¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez. -Yo no - dijo el primer portugués. -Yo tampoco - dijo el segundo portugués. -Yo menos - dijo el tercer portugués. 3 Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio. El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado. 4 -¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez. -Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués. -Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués. -¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués. El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo. 5 -¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández. U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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-Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués. -Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués. -Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste. 6 -¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez. -Yo tampoco - dijo el primer portugués. - Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués. -El paraguas era chico - dijo el tercer portugués. El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca. 7 -¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández. -Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués. -La noche era oscura - dijo el segundo portugués. -Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba borracho de muerte. 8 -¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez. -Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués. -Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués. -Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués. Cuando acabó de morir. 9 -¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández. -Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués. -Yo me descubrí - dijo el segundo portugués. -Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués. Los cuatro sombreros sobre la mesa. 10 -Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez. -Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués. -Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués. -Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués. El muerto estaba muerto. 11 - Usted lo mató - dijo Daniel Hernández. -¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués. -No, señor - dijo Daniel Hernández. -¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués. -Sí, señor - dijo Daniel Hernández. 12 - Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa. "El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero”. "El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo”. "El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable." El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

LOS AMIGOS DEL PASAJE MONROE. Eduardo D’Anna. (Rosario, 1948. Poeta, crítico y escritor argentino).

Imagen tomada de: www.el litoral.com

El sol ya empezaba a calentar el Pasaje Monroe. El Diario, tirado en un umbral, todo doblado, empezó a despertarse. Enfrente, el Gorrión se revolcaba en la maceta de un balcón. El Diario se incorporó un poco, y le dijo: -¿Qué hacés? ¿Te bañás en tierra? -Obvio. Como todos los gorriones. Se quedaron conversando. Al rato, apareció el Juáncar, que es un perro husky que no tiene dueño. Una señora de la calle Zeballos le da siempre de comer, pero él es libre. -Qué hacés, Gorrión- le dijo, porque eran amigos. -Acá andamos. ¿Conocés a mi amigo, el Diario? -Grmmffrr- dijo el Juáncar, lo que quería decir “mucho gusto”. El Diario corcoveó un poco para abrirse las hojas, y mostró una foto donde un presidente o algo así le daba la mano a un tipo de turbante, que parecía un primer ministro. Como no tienen manos, los diarios saludan así. -Qué lindo día que hace- dijo el Gorrión. -Cómo me gustaría andar un poco por ahí, como ustedes- dijo el Diario. -Llevémoslo a ver el barrio- dijo el Gorrión. -¿Y cómo?- dijo el Juáncar. -Vos lo podés llevar en la boca. ¿No hacen eso, los perros?

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-Los perros le llevan el diario en la boca al dueño -dijo el Juáncar- pero yo no tengo dueño, y no sé. -¿Y no podés probar? -Una vez lo vi a un ovejero alemán que lo hacía, ¿a ver? Hay que ponérselo en la boca sin mojarlo... -¡No! ¡No me vayan a mojar!- dijo el Diario, asustado. -No, no, sin mojarlo, y sin morderlo tampoco. Permitime... Y el Juáncar se puso el Diario en la boca, la verdad, como un maestro. Caminaron. Por ahí, el Diario corcoveaba. Eso quería decir que quería bajarse. Entonces, el Juáncar lo ponía en la vereda. El diario miraba todo, y decía: -¡Qué linda que es esta ciudad! Yo tengo mucho mundo adentro mío, y sé por qué se los digo.” Los otros se miraban, medio desconcertados. No conocían ninguna otra ciudad, así que no podían comparar. Pero si lo decía el Diario... Pasearon toda la mañana. El Gorrión comía las migajas tiradas en el piso bien rápido, para poder conversar más. El Juáncar, más tranquilo, olfateaba los árboles. No almorzaba, cenaba solamente. -¡Mirá vos! Así que esta chica pasó hoy por acá....- Había pescado el olor de una perrita amiga. Al rato, el Diario le pedía subir a la boca de nuevo, y entonces el Juáncar lo transportaba otro poco. A la tarde siguieron. En todo ese tiempo no habrán hecho ni cuatro cuadras, pero a los animales y a las cosas el espacio les rinde de otra manera. De tardecita estaban todos en la playa de una estación de servicio que había cerrado. Soplaba un vientito de primavera hermoso. El sol empezó a ponerse atrás de los grandes árboles. El Diario se sacudió y mostró la foto de un funcionario preocupadísimo. -¿Qué te pasa, che?- le preguntó el Gorrión. -¡Pasa que se fue todo el día, y ahora soy un Diario Viejo!- dijo, desesperado, el Diario. Y agregó: -¡Y no me leyó nadie! Se dio vuelta, y mostró una foto de una señora toda envuelta en una manta negra, en Irak o algún lugar así, que lloraba delante de una casa bombardeada. -¡Esperá, esperá! Algo vamos a hacer... -dijo el Gorrión, y se puso a dar saltitos, que es como piensan los gorriones. -¡Ya sé! ¿Vos sabés donde queda la Terminal de Ómnibus?- le preguntó al Juáncar. -Uuh...es lejísimo. -¿Pero sabés? -Puedo tratar de ir... -Dale. Yo los espero allá, ya van a ver. El Juáncar y el Diario se miraron como diciendo: “¿qué se le habrá ocurrido a éste?” El Juáncar se puso el Diario en la boca, y empezó a buscar el camino. No era fácil, pero él tenía un olfato bárbaro. Porque resulta que los ómnibus que vienen a la Terminal traen siempre el olor de las ciudades donde han estado. Así que cuando el Juáncar olía a Bariloche, o a Santa Fe, enderezaba para ahí. De a poco se fueron juntando más y más olores: a Córdoba, a San Nicolás, hasta olor a Asunción del Paraguay había. Al rato nomás vieron la torre blanca de la Terminal. El Gorrión esperaba posado en el techito de vidrio de la entrada. -Vengan- les dijo, y todos se mandaron para adentro. -Dejalo al Diario acá- dijo el Gorrión, y señaló un banco que había para sentarse a esperar los ómnibus. -¡Ahora, mucha suerte, Diario!-dijo el Gorrión. Y lo dejaron. Al rato llegó un ómnibus de Buenos Aires. Bajó la gente, y un hombre y una mujer, que traían solamente unos bolsos, entraron y pasaron al lado del banco. El hombre agarró al Diario diciendo: U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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-¡Mirá, es de hoy! Vamos a llevárnoslo, seguro que se lo olvidaron. -¿Para qué lo querés, ahora?- dijo la mujer, medio retándolo, pero con una sonrisa. -Para saber qué pasó hoy en Rosario, mientras nosotros no estuvimos- Él también sonreía. Se veía a la legua que estaban enamorados. Y se fueron. Por debajo del brazo del hombre, el Diario mostraba la foto de una subsecretaria o una artista, algo así, que se reía. El Gorrión lo alcanzó a ver, porque los gorriones tienen una vista buenísima. -Estaba contento, qué suerte- le dijo el Gorrión al Juáncar.

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Antología poética: Sonetos y Romances

Sonetos de Jorge Luis Borges (1898-1986). Una brújula Todas las cosas son palabras del Idioma en que Alguien o Algo, noche y día, Escribe esa infinita algarabía Que es la historia del mundo. En su tropel Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él, Mi vida que no entiendo, esta agonía De ser enigma, azar, criptografía Y toda la discordia de Babel. Detrás del nombre hay lo que no se nombra; Hoy he sentido gravitar su sombra En esta aguja azul, lúcida y leve, Que hacia el confín de un mar tiende su empeño, Con algo de reloj visto en un sueño Y algo de ave dormida que se mueve.

La Lluvia Bruscamente la tarde se ha aclarado Porque ya cae la lluvia minuciosa. Cae o cayó. La lluvia es una cosa Que sin duda sucede en el pasado. Quien la oye caer ha recobrado El tiempo en que la suerte venturosa Le reveló una flor llamada rosa Y el curioso color del colorado. Esta lluvia que ciega los cristales Alegrará en perdidos arrabales Las negras uvas de una parra en cierto Patio que ya no existe. La mojada Tarde me trae la voz, la voz deseada, De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

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Poemas de Alfonsina Storni (Escritora argentina, 1892-1938). Voy a dormir. Dientes de flores, cofia de rocío, manos de hierbas, tú, nodriza fina, tenme prestas las sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados. Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara en la cabecera; una constelación, la que te guste; todas son buenas, bájala un poquito. Déjame sola; oyes romper los brotes... te acuna un pie celeste desde arriba y un pájaro te traza unos compases para que olvides... Gracias... Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido.

El ruego Señor, Señor, hace ya tiempo, un día soñé un amor como jamás pudiera soñarlo nadie, algún amor que fuera la vida toda, toda la poesía. Y pasaba el invierno y no venía, y pasaba también la primavera, y el verano de nuevo persistía, y el otoño me hallaba con mi espera. Señor, Señor; mi espalda está desnuda, ¡haz estallar allí, con mano ruda el látigo que sangra a los perversos! Que está la tarde ya sobre mi vida, y esta pasión ardiente y desmedida la he perdido, ¡Señor, haciendo versos! U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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Sonetos de Silvina Ocampo (Escritora argentina, 1903-1993). Soneto del amor desesperado Mátame, espléndido y sombrío amor, si ves perderse en mi alma la esperanza; si el grito de dolor en mí se cansa como muere en mis manos esta flor. En el abismo de mi corazón hallaste espacio digno de tu anhelo, en vano me alejaste de tu cielo dejando en llamas mi desolación. Contempla la miseria, la riqueza de quien conoce toda tu alegría. Contempla mi narcótica tristeza. ¡Oh tú, que me entregaste la armonía! Desesperando creo en tu promesa. Amor, contémplame, en tus brazos, presa.

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Romances anónimos.

Romance del pastor desesperado Por aquel lirón arriba lindo pastor va llorando; del agua de los sus ojos el gabán lleva mojado. —Buscaréis, ovejas mías, pastor más aventurado, que os lleve a la fuente fría y os caree con su cayado. ¡Adiós, adiós, compañeros, las alegrías de antaño!, si me muero deste mal, no me enterréis en sagrado; no quiero paz de la muerte, pues nunca fui bien amado; enterréisme en prado verde, donde paste mi ganado, con una piedra que diga: «aquí murió un desdichado; murió del mal del amor, que es un mal desesperado». Ya lo llevan al pastor, en medio del verde prado, al son de un triste cencerro, que no hay allí campanario. Tres serranitas le lloran al pie del monte serrano; una decía: «¡Ay mi primo!» otra decía: «¡Ay mi hermano!» la más chiquita dellas: «Adiós, lindo enamorado, mal te quise por mi mal, siempre viviré penando».

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Romance del Enamorado y la Muerte Un sueño soñaba anoche, Soñito del alma mía, Soñaba con mis amores Que en mis brazos los tenía. Vi entrar señora tan blanca Muy más que la nieve fría. - ¿Por dónde has entrado, amor? ¿Cómo has entrado, mi vida? Las puertas están cerradas, Ventanas y celosías. - No soy el amor, amante: la Muerte que Dios te envía. - ¡Ay, Muerte tan rigurosa, déjame vivir un día! -Un día no puede ser, una hora tienes de vida. Muy de prisa se calzaba, Más de prisa se vestía; Ya se va para la calle, en donde su amor vivía. - ¿Cómo te podré yo abrir si la ocasión no es venida? Mi padre no fue al palacio Mi madre no está dormida. - Si no me abres esta noche, ya no me abrirás, querida; la Muerte me está buscando, junto a ti, vida sería. - Vete bajo la ventana donde labraba y cosía, te echaré cordón de seda para que subas arriba, y si el cordón no alcanzare mis trenzas añadiría. La fina seda se rompe; La Muerte que allí venía: - Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida.

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Letra de la canción “Oda a mi bicicleta” de Martin Buscaglia (Compositor y músico uruguayo, 1972).

Oh parque de los aliados, Rambla, Calles del prado Cuernos de balle.

En la ilusión y en el ralle, contigo conté. Hoy voy a ser tu poeta, Mi gran amor bicicleta. Esta canción, cumplirá su misión. El día en que la escuche en boca de una chica con voz de miel. (Montada en su brillante corcel) Oh La silbe un personaje justo antes de que cambie la luz (Montada en su brillante corcel) ¿Oh que será que me inspira? Serán tus rayos que giran Esta canción, cumplirá su misión. El día en que la escuche en boca de una chica con voz de miel. (Montada en su brillante corcel) En boca de una chica como gotas que realzan la piel El día en que la escuche en boca de una chica con voz de miel. Montada en su brillante corcel Como una telaraña que el rocío vistió para contar El día en que la escuche en boca de una chica con voz de miel. (Montada en su brillante corcel) Y no voy a olvidarla hasta que vuelva en forma de dejabú, montado en mi oxidado corcel

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HIMNO NACIONAL ARGENTINO (original de 1813)

1-¡Oíd, mortales!, el grito sagrado: ¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad! Oíd el ruido de rotas cadenas ved en trono a la noble igualdad. Se levanta a la faz de la Tierra una nueva y gloriosa Nación coronada su sien de laureles y a sus plantas rendido un león. 2-De los nuevos campeones los rostros Marte mismo parece animar la grandeza se anida en sus pechos a su marcha todo hacen temblar. Se conmueven del Inca las tumbas y en sus huesos revive el ardor lo que ve renovando a sus hijos de la Patria el antiguo esplendor. 3-Pero sierras y muros se sienten retumbar con horrible fragor todo el país se conturba por gritos de venganza, de guerra y furor. En los fieros tiranos la envidia escupió su pestífera hiel. Su estandarte sangriento levantan provocando a la lid más cruel. 4-¿No los veis sobre Méjico y Quito arrojarse con saña tenaz, y cuál lloran bañados en sangre Potosí, Cochabamba y La Paz? ¿No los veis sobre el triste Caracas luto y llanto y muerte esparcir? ¿No los veis devorando cual fieras todo pueblo que logran rendir? 5-A vosotros se atreve, argentinos el orgullo del vil invasor. Vuestros campos ya pisa contando tantas glorias hollar vencedor. Mas los bravos que unidos juraron su feliz libertad sostener, a estos tigres sedientos de sangre fuertes pechos sabrán oponer.

en los campos del Sud resonó. Buenos Aires se pone a la frente de los pueblos de la ínclita Unión, y con brazos robustos desgarran al ibérico altivo león. 7-San José, San Lorenzo, Suipacha. Ambas Piedras, Salta y Tucumán, la colonia y las mismas murallas del tirano en la Banda Oriental, son letreros eternos que dicen: aquí el brazo argentino triunfó, aquí el fiero opresor de la Patria su cerviz orgullosa dobló. 8-La victoria al guerrero argentino con sus alas brillantes cubrió, y azorado a su vista el tirano con infamia a la fuga se dio; sus banderas, sus armas se rinden por trofeos a la Libertad, y sobre alas de gloria alza el Pueblo trono digno a su gran Majestad. 9-Desde un polo hasta el otro resuena de la fama el sonoro clarín, y de América el nombre enseñando les repite: ¡Mortales, oíd! Ya su trono dignísimo abrieron las Provincias Unidas del Sud! Y los libres del mundo responden: ¡Al gran Pueblo Argentino, salud! 10-Sean eternos los laureles que supimos conseguir: coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir. (Se canta después de cada estrofa) Letra: Vicente López y Planes Música: Blas Parera

6-El valiente argentino a las armas corre ardiendo con brío y valor, el clarín de la guerra, cual trueno, U.N.R. Escuela Superior de Comercio. Cuadernillo de Lengua. 1º

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Notas: Vicente López y Planes (1785-1856), poeta de la literatura de Mayo. Se graduó en Derecho en la Universidad de Chuquisaca. Blas Parera, español, maestro de piano y violín. En 1860, Juan Esnaola realizó algunos cambios a la música del Himno basándose en manuscritos de su autor. Los arreglos fueron aceptados como versión definitiva en 1944.

No hay acuerdo sobre cuándo fue ejecutado por primera vez en público; algunas tradiciones cuentan que fue en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson y otras fuentes sostienen que el debut de la obra se produjo el 25 de mayo de 1813 en la Plaza de la Victoria. El 30 de marzo de 1900, el Poder Ejecutivo decreta que se canten sólo la primera y última cuarteta más el coro. Fuente: http://www.fmmeducacion.com.ar/Escritos/Patrias/himno_nacional_argentino_completo.htm

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La televisión como entretenimiento.

Les recomendamos la lectura del siguiente guión televisivo. La propuesta es disfrutar de un texto literario especialmente escrito para la televisión y luego intercambiar opiniones.

Vocación, de Jorge Maestro y Sergio Vainman. (La madre cose una camisa. El hijo está con un bloc, dibujando a la madre.) MADRE. –A veces quisiera ser pulga para ver qué hacés con las camisas. (La enarbola) Mirá... ¡ni un botón! CÉSAR. – ¿Qué querés que haga mamá?... Lo que hace todo el mundo. MADRE. – ¿Y estos puños? ¡Mirá cómo están estos puños! ¿Qué les pasás papel de lija?... CÉSAR. –(Mecánicamente.) No, mamá. MADRE. –¿Y estas manchas de qué son?... Parece grasa... pintura... ¿Qué es esto? CÉSAR. – (Cada vez más automáticamente.) No sé, mamá. MADRE. –César, no te hagas el pavo. (Hace un bollo con la camisa.) Esta camisa no sirve más. (Se levanta para ir a tirarla.) CÉSAR. –(La ataja.) No, no, traela, dámela... MADRE. –¿Para qué la querés?... ¡Es una vergüenza de tanto zurcido! CÉSAR. –A mí me gusta, dejá... MADRE. –Vos lo hacés todo para llevarle la contra a tu madre... ¿qué querés? ¿Que digan que tu madre no se ocupa de vos?... ¿Que soy una mugrienta? (Tira la camisa hecha un bollo y cae en el proscenio.) CÉSAR. –¡Pero vieja! MADRE. –No me digas vieja, que no me gusta... CÉSAR. –La quiero para pintar. MADRE. –Ah... (Reacciona.) ¿Para pintar qué...? CÉSAR. –Para pintar. En la Escuela de Bellas Artes todos usan camisas gastadas para no ensuciarse... MADRE. –¿Y vos qué tenés que ver con la Escuela de Bellas Artes? CÉSAR. –Todavía nada, pero... MADRE. –Pero qué, César... ¡Hablá, por Dios! CÉSAR. –¡Eh... pará! Yo estuve pensando y... resolví que... MADRE. –¿Resolviste? CÉSAR. –Bueno... sí... averigüé. ¡Quiero estudiar pintura! (La madre lo mira azorada.) MADRE. –¿Desde cuándo? CÉSAR. –Cuando termine la secundaria, mamá... MADRE. –Desde cuándo se te metieron esas ideas, quiero decir. CÉSAR. –Hace rato que lo vengo pensando. MADRE. –¿Y cómo no se te ocurrió decirme nada, nene? CÉSAR. –Porque no sabía, ¿viste?... No estaba muy seguro... MADRE. –Ay, cuando se entere tu padre... Antología de cuentos. Lengua y literatura I. 2014.

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CÉSAR. –Ay, ay... ¡qué va a pasar, mamá! (Llega el padre. Viene muy cansado. Se afloja la corbata, deja el saco que cuelga prolija y solemnemente.) PADRE. –Hola, vieja... ¿Qué tal, César? CÉSAR. –Bien... PADRE. –¿Cómo anduvo el colegio? CÉSAR. –Bien. (Sigue dibujando.) PADRE. –¿Alguna novedad? CÉSAR. –No. (La madre nerviosa espera a que el hijo hable.) MADRE. –¿Te parece que no tenés ninguna novedad? CÉSAR –¿Eh? PADRE. –Dejá de garabatear, César. Te está hablando tu madre... CÉSAR –(Ofendido.) No estoy garabateando, papá. La estoy dibujando a mamá. PADRE. –Ah, se te dio por ahí... ¿A ver, che? (César muestra el dibujo que el padre mira.) Tá bien, eh... ¿Viste, vieja?... ¡Tá lindo, eh! Te sale bien... Es un lindo pasatiempo... Yo, cuando era pibe, así como vos, se me había dado por desarmar todos los relojes que encontraba... Hasta llegué a pedir los folletos de un curso por correspondencia que salía... (Trata de recordar.) ¿Cuánto salía? (Se queda pensativo.) CÉSAR –Para mí no es un pasatiempo. PADRE. –¿Ah, no? Para mí, sí. Yo me pasaba horas. Estoy seguro de que hubiera llegado a ser un buen relojero. Me gustaban las cosas chiquitas de los relojes (A la mujer, que va a servir la mesa.) Es como un trabajo de cirugía, no te vayas a creer. (Al hijo.) Quizás me hubiera hecho de un oficio, un negocito... pero tu abuelo no quería. Era muy estricto tu abuelo... ¿te acordás del abuelo, vos? (El hijo va a hablar, el padre sigue) ¡Qué te vas a acordar!... Era bravo el abuelo; un día cortó por lo sano, me tiró todas las herramientas, los relojes viejos, los folletos, todo... Y me dijo que en esa casa no había lugar para distracciones: “acá hay que trabajar, amiguito”, me dijo. En aquel momento me dio mucha rabia, bronca, ¿viste? (La madre ha estado sirviendo la mesa.) A uno cuando es joven le molestan las cosas que le dicen, pero... después pasan los años, a uno le vienen las responsabilidades... en fin. (Transición.) Así que ni siquiera como un pasatiempo... Pero lo hacés bastante bien... ¿eh? CÉSAR –Viejo... no entendiste. Es al contrario: yo quiero ser pintor. Pintor de cuadros, o dibujante, o grabador. Dedicarme... (LA madre ha terminado de servir.) MADRE –Vienen a comer... (El padre mira a César.) PADRE. –¿Cómo que querés ser pintor?... ¿Cómo es eso? Esa te la inventaste hoy... CÉSAR –(Agresivo.) Viejo, no empecés... ¿Cómo que me la inventé? PADRE. –¡Yo no empiezo nada! Digo que te la inventaste hoy, porque hasta hoy no sabía nada. (A la madre.) ¿Vos sabías algo, Clara? MADRE –(Haciéndose la distraída.) ¿De qué hablan? PADRE. –De que vamos a tener un artista en la familia... MADRE. –(Rapidito y bajo) No. PADRE. –(Al hijo.) Ahí lo tenés... Si ni tu madre ni yo sabíamos nada es porque te la inventaste hoy... (Se le acerca.) Porque algo tenemos que ver tu madre y yo, ¿no?... ¿O somos extraños? CÉSAR. –Pero quién dice eso papá... Lo que pasa es que lo pensé bien, averigüé hasta estar seguro y... ahora si te lo puedo decir porque lo tengo decidido... PADRE. –¡Ah, qué bien! ¡Ya lo decidiste! ¡Nosotros somos de palo! Antología de cuentos. Lengua y literatura I. 2014.

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MADRE. –Vienen a comer, que se enfría... PADRE. –(Nervioso.) ¿Podés esperar un minuto? MADRE. –¡La comida no puede esperar! ¿O querés comer las albóndigas frías? Claro, ¡total! Después soy yo la que se levanta a prepararte la sal de frutas y el tecito... PADRE. –Clara, esperá un momento, por favor... Las albóndigas se pueden calentar... CÉSAR. –(Displicente.) Por mí podemos hablar mientras comemos... PADRE. –(Estalla, casi gritando.) ¡Es que con vos ya no se habla en esta casa! ¡El señor decide solo! ¡Le creció la barba, vieja!... ¡Se manda solito! Mirá, César, ¡sabé muy bien que para mandarse solo también hay que mantenerse solo! MADRE. –Para, viejo... no te pongas así... Sentate a comer. CÉSAR. –Dejalo, mamá. Tiene razón, pero yo ya me la voy a saber bancar... PADRE. –¡Pero que vas a saber bancar, si no sabés ni sonarte los mocos! CÉSAR. –Cómo quieras, pero yo lo tengo decidido. (Transición del padre. Se calma.) MADRE. –¿Comemos? CÉSAR. –No tengo hambre... PADRE. –Espera, Clara... MADRE. –César... (Padre e hijo se dan vuelta al mismo tiempo y dicen al mismo tiempo.) PADRE Y CÉSAR. –¿Qué? MADRE. –Le hablo a tu padre. CÉSAR. –Dijiste César. MADRE. –Le hablo a tu padre. (Al padre.) Vamos a comer, César. Dejalo al chico. CÉSAR. –Yo no soy un chico, mamá. PADRE. –Claro, ahora defendelo. Acá el que tiene que hacer el papel de malo soy yo. ¡Yo soy el maldito de la familia! Pero mirá qué lindo: ¡pintor! ¿Y de qué vas a vivir, che? ¿Qué vas a comer? ¿Acuarela? (Resopla.Transición). Se sienta. Lo sienta al hijo a comer.) (A la madre.) Estas albóndigas no se pueden comer, están frías... (La madre toma los platos y sale.) PADRE. –Oíme, César. No quiero que nos peleemos. Quiero dialogar con vos, ¿entendés? Dialoguemos. ¿Vos pensaste bien en el futuro? ¿Qué puede hacer de su vida un pintor?... ¿de qué vive?... ¿Con qué le da de comer a sus hijos? CÉSAR. –Con lo mismo que le da de comer un contador, un médico, un mecánico, papá; con su trabajo... PADRE. –¿Y de qué trabajan los pintores, César? Yo los únicos pintores que conozco que trabajan son los pintores de paredes.... CÉSAR. –Papá, uno puede llegar a ser famoso, conocido. Vender bien sus cuadros... PADRE. –¿Y cuántos pintores conocidos hay? Mirá, me sobran los dedos de la mano... CÉSAR. –Bueno, hay que pelearla. Mientras tanto se pueden dar clases en las escuelas. En Bellas Artes te dan título de profesor... Se puede poner un taller, no sé... PADRE. –Pero es un sueldito, César. ¡Vivís con el peso justo! CÉSAR. –Bueno, papá. Es lo que me gusta. Yo sé que no va a ser fácil. PADRE. –Eso se dice cuando se tiene tu edad... Pero yo quisiera saber qué va a pasar cuando tengas que parar la olla... (La madre vuelve con los platos que se llevó.) CÉSAR. –Lo voy a hacer como todos, viejo... PADRE. –Pero a mí me preocupa, César, me preocupa tu futuro. Si te digo todo esto es porque me importás... CÉSAR. –Y yo te lo agradezco, pero si te importo, dejame hacer mi vida, papá...

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PADRE. –Yo no quiero que vos pases lo que tuve que pasar yo. Quiero que seas un profesional, con una carrera... ¿Para qué te creés que tu madre y yo hacemos tantos sacrificios? ¿Para que al final me salgas un pintorcito que no tiene dónde caerse muerto?... CÉSAR. –(Muy violento.) Es una lástima que pienses así. Yo ya elegí. (Sale César.) PADRE. –(Le habla.) Yo te voy a dar “elegí”, a vos... (Va a comer. La madre lo mira. El padre prueba la comida.) Estas albóndigas no se pueden comer, están frías. MADRE.–Yo, de nuevo, no las caliento (Agresiva.) PADRE. –¡Ah!... ¡Ahora te la agarrás conmigo encima! MADRE –¿Y cómo no querés que me la agarre? ¿Siempre hay que repetir la historia, César? (El padre come pan.) PADRE. –Yo no repito ninguna historia... MADRE –¿Ah, no? ¿Te creés que yo no te miro, cuando salimos? PADRE. –¿Cuando salimos?... MADRE –Yo te miro, César... PADRE. –¿Qué mirás? MADRE –Te miro. Te parás delante de cuanta relojería encontrás en el camino, y si hay un relojero componiendo, sos capaz de quedarte horas... ¿Qué mirás, César?... ¿Mirás los relojes que te tiró tu papá? (El padre va a hablar y vuelve a las albóndigas. Transición.) PADRE. –(Probando las albóndigas.) No están tan frías... (Come.) MADRE –Yo creo que lo que mirás es lo que no pudiste ser... Un camino que se te cortó y que vos no tuviste la valentía de pelear como hoy la tiene el nene. (Reflexiona y agrega sonriendo.) ¡El nene! PADRE. –Yo le voy a dar valentía. (Estalla. Transición.) Estas albóndigas están frías. (Aparta el plato. Se pone de pie.) ¡Pero mirale la facha de pintor a éste! (Caminando, sin notarlo, llegó hasta el bloc. Mira el dibujo. La madre toma un despertador y le da cuerda.) MADRE –¿A qué hora te lo pongo para mañana?... PADRE. –A las siete, no siete menos cuarto. Hoy sonó tarde. MADRE –Debe atrasar... PADRE. –A ver. Traé, traé... (Saca un destornillador y se pone a desarmarlo. El padre mira el reloj desarmado. La madre, de pie, lo observa. Mira alternativamente el bloc y el reloj. A la madre.) ¿Cuántos son en la escuela de pintura? MADRE –No sé, ¿por? PADRE. –Por nada... (El padre deja el reloj, toma el bloc y saliendo llama.) César... (Va a buscar a su hijo.) (La madre mira la camisa que ha quedado tirada. Sonríe. La mira. La extiende. La observa y la dobla con cuidado.)

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