Anne Carson - El ensayo de cristal

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EL ENSAYO DE CRISTAL - ANNE CARSON Yo Oigo ruiditos adentro de mi sueño. La noche hace gotear su canilla de plata sobre mi espalda. A las 4 de la mañana me despierto. Pensando en el hombre que se fue en septiembre. Se llamaba Law. Mi cara en el espejo del baño tiene surcos blancos que bajan. Me la enjuago y vuelvo a la cama. Mañana voy a ir a visitar a mi mamá.

Ella Vive en un páramo en el norte. Vive sola. Allá la primavera se abre como una navaja. Viajo todo el día en trenes y llevo un montón de libros —algunos para mi mamá, algunos para mí— entre ellos las Obras completas de Emily Brontë. Es mi autora preferida. También mi miedo más grande, que pretendo enfrentar. Cuando visito a mi mamá me convierto en Emily Brontë, con mi vida solitaria rodeándome como un páramo y mi cuerpo desgarbado tropezando en los lodazales con un aire de transformación que muere en cuanto llego a la puerta de la cocina. ¿Qué carne es, Emily, la que necesitamos?

Tres Tres mujeres calladas en la mesa de la cocina. La cocina de mi madre es chiquita y oscura pero del otro lado de la ventana está el páramo, inmovilizado de hielo. Se extiende hasta donde el ojo alcanza a ver por kilómetros llanos hasta un cielo sólido y apagado. Mamá y yo masticamos la lechuga con esmero. El reloj de la pared de la cocina emite un zumbido bajo e irregular que una vez por minuto pasa por encima del doce. Tengo abierta la pág. 216 de Emily apoyada en la azucarera pero observo a mamá con disimulo. Miles de preguntas me golpean desde adentro los ojos. Mamá inspecciona la lechuga. Paso a la pág. 217. “En mi huida por la cocina me llevé por delante a Hareton que estaba ahorcando a una camada de cachorros en el respaldo de una silla de la entrada…” Es como si nos hubieran sumergido a todas en una atmósfera de vidrio. De vez en cuando un comentario abre un sendero en el vidrio. Los impuestos del terreno de atrás. No es un melón muy bueno, demasiado pronto para melones. La peluquera del pueblo encontró a Dios, todos los martes tiene cerrado. Otra vez lauchas en el cajón de los repasadores. Bolitas. Se comieron las puntas de las servilletas, con lo que cuestan hoy en día las servilletas de papel. Esta noche lluvia. Mañana lluvia. Ese volcán de las Filipinas empezó de nuevo. Cómo se llama Anderson murió no Shirley no la cantante de ópera. La negra. Cáncer. No comiste el aderezo, ¿no te gusta el pimentón?

Atrás de la ventana veo las hojas muertas que ruedan por el llano y restos de nieve sucia con mugre de pino. En el medio del páramo donde el terreno forma una depresión, el hielo empieza a aflojar. Un agua libre y negra viene coagulándose como la bronca. De repente mi mamá habla. ¿Esa psicoterapia no te está haciendo muy bien, no? No lo estás superando. Mi mamá tiene una forma de resumir las cosas. Law nunca le gustó mucho pero sí le gustaba la idea de que tuviera un hombre y siguiera adelante con mi vida. Bueno, él es un tomador y vos una dadora espero que resulte, fue lo único que dijo después de conocerlo. Tomar y dar para mí eran solamente palabras en esa época, antes nunca me había enamorado. Era como una rueda que rodaba por una ladera. Pero esta mañana temprano mientras mamá dormía y yo estaba abajo leyendo la parte de Cumbres Borrascosas en la que Heathcliff se agarra del enrejado durante la tormenta llorando y gritándole "¡Entra! ¡Entra!” al fantasma de la querida de su corazón, caí de rodillas sobre la alfombra y también lloré. Sí que sabe cómo ahorcar a los cachorros, esa Emily. No es como tomarse una aspirina, le contesté débilmente. La Dr. Haw dice que el duelo es un proceso largo. Frunce el ceño. ¿Qué se logra con revolver tanto el pasado? Oh –abro las manos— ¡Me impongo! La miro a los ojos. Ella sonríe. Sí, te imponés.

Oservadora Oservadora, la forma en la que Emily escribe esa palabra, causó confusiones. Por ejemplo en el primer verso del poema que en la edición de Shakespeare Head publicaron como “Tell me, wether, is it winter?”. Pero lo que ella escribió es whacher: oservadora. Observadora es lo que fue. Observó a Dios, a los seres humanos, el viento del páramo y la noche abierta. Observó los ojos, las estrellas y el clima verdadero, por dentro y por fuera. Observaba los barrotes del tiempo, que rompió. Observaba el corazón pobre del mundo, abierto de par en par. Ser una observadora no es una elección. No hay dónde escaparse de eso ni saliente a la que trepar —como un nadador que al atardecer sale del agua sacudiéndose las gotas—, es algo que se abre. Ser una observadora no es en sí ni triste ni feliz, aunque ella use esas palabras en sus poemas como usa las emociones de la unión sexual en sus novelas, rayando con el eufemismo el trabajo de observar. Pero no tiene nombre. Es transparente. A veces lo llama Él. “Emily es la doncella que barre la alfombra,” escribe Charlotte en 1828. Antisocial hasta en su casa e incapaz de mirar a los desconocidos a los ojos cuando se aventuraba fuera,

Emily hizo su camino incómodo a través de días y años cuya desnudez consterna a sus biógrafos. Esa vida triste y atrofiada, dice uno de ellos. Irrelevante, carente de interés, devastada por la desesperanza y la decepción, dice otro. Pudo haber sido un gran navegante si hubiera sido hombre, sugiere un tercero. Mientras tanto Emily sigue barriendo la pregunta de la alfombra, ¿Por qué naufraga el mundo? Para alguien conectado con Él, el mundo debió haber sido una especie de oración a medio terminar. Pero entre los vecinos que la recuerdan llegando de un paseo por los páramos con la cara “iluminada por una luz divina” y la hermana que nos cuenta que en su vida Emily no hizo un solo amigo, hay un espacio por el que se desliza el almita en carne viva. Va rozando la quilla como un petrel fuera del alcance de la mirada. Al almita en carne viva no la capturó nadie. No tuvo amigos, ni hijos, ni sexo, ni religión, ni matrimonio, ni éxito, ni sueldo, ni miedo a la muerte. Trabajó en total seis meses de su vida (en una escuela en Halifax) y se murió en el sofá de su casa a las dos de una tarde de primavera en su año treinta y uno. Pasó la mayor parte de las horas de su vida barriendo la alfombra, paseando por el páramo y observando. Dice que eso le daba paz. “Todo listo y dispuesto condición en la que es deseable que estemos todos en este día y por años” escribió en su diario en 1837.

Sin embargo su poesía tiene que ver de principio a fin con prisiones, bóvedas, jaulas, barrotes, límites, frenos, cerrojos, cadenas, ventanas cerradas, marcos angostos, paredes que duelen. “¿Y por qué tanto alboroto?” pregunta un crítico. “Quería libertad. ¿No la tenía? Una vida hogareña razonablemente satisfactoria, una vida imaginaria todavía más satisfactoria —¿por qué tanto aleteo?” ¿Cuál era esa jaula, invisible para nosotros, en la que se sentía confinada?” Hay muchas formas de estar presa, pienso mientras avanzo por el páramo. Después del almuerzo es ley que mamá duerma la siesta y que yo salga a caminar. Los árboles desnudos y azules y el cielo de abril de madera desteñida tallan en mí con cuchillos de luz. Algo de todo eso me recuerda la infancia— es la luz del tiempo estancado después de almorzar cuando los relojes hacen tictac y los corazones se cierran y los padres vuelven al trabajo y las madres se quedan paradas frente a la pileta de la cocina pensando en algo que nunca dicen. Recordás demasiado, me dijo mi mamá hace poco. ¿Para qué quedarse con todo eso? Yo le dije: ¿Dónde lo puedo dejar? Y ella cambió de tema a algo sobre los aeropuertos. Los copos de nieve se transforman en barro a mi alrededor a medida que voy avanzando por el páramo abrigada con el sol pálido y azul. Nuestros pinos se sumergen en la orilla y ondulan con las brisas de algún otro lugar. Quizás lo más difícil de perder a un amante sea

ver cómo se repiten los días del año. Es como si pudiera hundir mi mano en el tiempo y recoger las pastillas azules y verdes del calor de abril en otro país hace un año. Puedo sentir ese otro día correr debajo de este como una cinta de video vieja –acá vamos pasando rápido el último recodo a la casa de él, colina arriba, con las sombras de las limas y las rosas flotando en la ventanilla del auto la música que brota de la radio y él que canta llevándose a los labios mi mano izquierda. Law vivía en un cuarto alto y azul desde el que podía ver el mar. El tiempo con sus vueltas transparentes todavía al pasar junto a mí ahora me trae el sonido del teléfono en ese cuarto y el tráfico lejos y las palomas abajo de la ventana la risa tranquila y la voz de él diciéndome, hermosa. Puedo sentir el corazón de esa hermosa latiendo adentro del mío mientras ella se acurruca en los brazos de él en el cuarto alto y azul— No, digo en voz alta. Me obligo a bajar los brazos en el aire que de pronto es frío y pesado como el agua y la cinta se para en seco como un portaobjetos debajo de una gota de sangre. Me detengo, me doy vuelta y me paro contra el viento, que ahora se lanza sobre mí en el páramo. Cuando Law se fue me sentí tan mal que pensé que iba a morirme. Eso no es nada raro. Empecé a practicar meditación. Todas las mañanas me sentaba en el piso enfrente del sofá y cantaba pedacitos de oraciones antiguas en latín. De profundis clamavi ad te Domine. Y todas las mañanas tenía una visión. De a poco fui entendiendo que eran destellos de mi alma. Desnudos, los llamé.

Desnudo #1. Mujer sola en una colina. Se para contra el viento. Es un viento fuerte que sopla inclinado desde el norte. Arrancando aletas y girones largos de piel del cuerpo de la mujer que se vuelan dejando expuesta una columna de nervios sangre y músculo que llama en silencio con su boca sin labios. Me duele registrar esto, no soy una persona melodramática. Pero como dice Charlotte Brontë en Cumbres Borrascosas: “el alma se labra en un taller salvaje” . El prólogo de Charlotte de Cumbres Borrascosas es la obra maestra de un publicista. Como alguien que se cuida de mirar a un escorpión agazapado en el brazo del sofá Charlotte habla con calma y firmeza sobre los otros muebles del taller de Emily –sobre el espíritu inexorable (“más fuerte que el de un hombre, más simple que el de un chico”), la enfermedad cruel (“el dolor que ninguna palabra puede procesar”), el final autónomo (“se hundió rápido, se apuró a dejarnos”) y sobre el sometimiento absoluto de Emily a un proyecto creativo que no podía entender ni controlar, y por el que no merece más elogio ni culpa que si hubiera abierto la boca “para respirar un relámpago”. El escorpión baja por el brazo del sofá mientras Charlotte sigue hablando gentilmente del relámpago y otros eventos climáticos que podemos experimentar cuando entramos en la atmósfera eléctrica de Emily. Es un “horror de una oscuridad enorme”el que nos espera pero Emily no es responsable. Emily estaba atrapada. “Habiéndoles dado forma a esos seres que no sabía que había creado”, dice Charlotte (refiriéndose a Heathcliff, Earnshaw y Catherine).

Bueno, hay muchas formas de estar presa. El escorpión se agarra de un resorte de luz y aterriza sobre nuestra rodilla izquierda mientras Charlotte concluye, “Consigo misma no tenía piedad”. Impiadosas también son las Cumbres, que Emily llamó Borrascosas por su “aireación tonificante” y “un viento del norte fuera de control”. Observar el viento del norte moler el páramo que rodeaba por todos los flancos la casa de su padre, hecha de una roca conocida como arena de piedra de molino le enseñó a Emily todo lo que sabía sobre el amor y sus necesidades— una educación del enojo que moldea la forma en que sus personajes se usan los unos a los otros. “Mi amor por Heathcliff”, dice Catherine, “se parece a las rocas eternas de allá abajo: una fuente de placer poco visible, pero necesario”. ¿Necesario? Noto que el sol se apagó y que el aire de la tarde se afila. Doy la vuelta y empiezo a cruzar el páramo de regreso a casa. ¿Cuáles son los imperativos que mantienen a las personas como Catherine y Heathcliff juntas y separadas, como burbujas sopladas en caliente en la piedra que cuando se endurece quedan varadas fuera de alcance unas de otras? ¿Qué clase de necesidad es esa? La última vez que vi a Law fue una noche negra de septiembre. Había empezado el otoño, yo tenía las rodillas frías abajo de la ropa. Salía un fragmento helado de luna. Él se quedó parado en el living y hablaba sin mirarme. Sin dar demasiadas vueltas, dijo lo de nuestros cinco años de amor. Adentro de mi pecho sentí que el corazón se me partía en dos mitades que se alejaban flotando. Para ese momento tenía tanto frío que era como si me quemara. Saqué una mano para tocar la de él. Retrocedió.

No me quiero poner sexual con vos, me dijo. Se volvió todo muy loco. Pero ahora me estaba mirando. Sí, le dije, mientras empezaba a sacarme la ropa. Se volvió todo muy loco. Cuando estuve desnuda le di la espalda porque a él le gusta la espalda. Se me acercó. Todo lo que sé sobre el amor y sus necesidades lo aprendí en ese momento cuando me vi frotando mi culito rojo y ardiente como un mandril contra un hombre que no me quería más. No había área de mi mente que no estuviese espantada por esa acción, ni parte de mi cuerpo que pudiera haber hecho otra cosa. Pero hablar de cuerpo y mente plantea la pregunta. El alma, que se extiende entre el cuerpo y la mente como una superficie de arena de piedra de molino, es el lugar donde esa necesidad se tritura a sí misma. El alma es lo que estuve observando toda esa noche. Law se quedó conmigo. Nos acostamos encima de las cobijas como si en realidad esa no fuera una noche del sueño y del tiempo, acariciándonos y cantando en nuestro idioma inventado como los chicos que supimos ser. Esa noche, como diría Emily, concentró el Cielo y el Infierno. Tratamos de coger y él seguía flácido, pero contento. Yo acababa una y otra vez, cada una acumulando más lucidez, hasta que al final quedé flotando muy alto cerca del techo mirando ahí abajo las dos almas agarradas encima de la cama con sus límites mortales visibles alrededor como las líneas de un mapa. Vi endurecerse esas líneas.

A la mañana se fue. Es muy frío caminar con el viento de abril largo y rasante. No hay atardecer en esta época del año, nada más algunos movimientos adentro de la luz y después hundirse.

Cocina La cocina está muda como un hueso cuando entro. Ni un ruido del resto de la casa. Espero un segundo después abro la heladera. Brillante como una nave espacial exhala confusión fría. Mi mamá vive sola y come poco pero la heladera está siempre repleta. Después de sacar el envase de yogur de abajo de una disposición artera de bloques de torta que sobró de Navidad envueltos en foil y frascos de remedios con receta cierro la puerta de la heladera. Un atardecer azulado llena la habitación como un mar en retirada. Me apoyo contra la pileta. Para mí la comida blanca tiene mejor sabor y prefiero comer sola. No sé por qué. Una vez oí a unas chicas cantando una canción de las fiestas de mayo que decía: Violeta en la despensa un hueso de cordero mordía cómo lo mordisqueaba cómo lo desgarraba cuando sola se sentía Las chicas son más crueles consigo mismas. Alguien como Emily Brontë, que siguió siendo una chica toda la vida a pesar del cuerpo de mujer, tenía la crueldad metida en todos los surcos como nieve de primavera.

En varias ocasiones podemos verla sacándosela de encima con un gesto como el que usaba para barrer la alfombra. ¡Razona con él y después azótalo! fueron las instrucciones que (a los seis años) le dio al padre con referencia a su hermano Branwell. Y cuando tenía 14 y la mordíó un perro rabioso (dicen) irrumpió en la cocina y tomando del fogón unas pinzas al rojo se las aplicó directamente sobre el brazo mordido. La cauterización de Heathcliff llevó más tiempo. Más de treinta años en el tiempo de la novela, desde la noche de abril cuando él se escapa por la puerta de atrás de la cocina y desaparece en el páramo porque escuchó la mitad de una frase de Catherine (“Casarme con Heathcliff me degradaría”) hasta la mañana salvaje en la que el sirviente lo encuentra muerto y sonriente en Cumbres Borrascosas arriba en su cama empapada por la lluvia. Heathcliff es un diablo del dolor. Si se hubiese quedado en la cocina lo suficiente para escuchar la otra mitad de la frase de Catherine (“así que nunca va a saber cómo lo amo”) habría sido libre. Pero Emily sabía cómo cazar a un diablo. Le puso en lugar de un alma la salida fría y constante de Catherine del sistema nervioso cada vez que respiraba o tenía un pensamiento. Rompió cada uno de sus instantes por la mitad y dejó la puerta de la cocina abierta. No me resulta rara esa vida a medias. Pero hay más que eso. La desesperación sexual de Heathcliff hasta donde sabemos, no nació de una experiencia de la vida de Emily Brontë. Su pregunta,

referida a los años de crueldad interior que pueden hacer de una persona un diablo del dolor, le llega en una cocina apacible iluminada por el fuego (“cosina” según la ortografía de Emily) en la que ella, Charlotte y Anne pelaban juntas las papas e inventaban historias con Keeper, el perro de la casa, echado a sus pies. Hay un pasaje de un poema que escribió en 1939 (unos seis años antes de Cumbres Borrascosas) que dice: Ese hombre de hierro nació como yo y alguna vez fue un chico apasionado: Tuvo que haber sentido en la infancia la gloria de un cielo de verano. ¿Quién es el hombre de hierro? La voz de mi mamá me traspasa desde el cuarto de al lado, donde está recostada en el sofá. ¿Querida, sos vos? Sí, ma. ¿Por qué no prendés una luz? Atrás de la ventana de la cocina observo cómo el sol acerado de abril le clava las últimas vetas frías y amarillas a un cielo plateado y sucio. OK, ma. ¿Qué hay de cenar?

Libertad Libertad quiere decir cosas distintas para personas distintas. Nunca me gustó quedarme en la cama a la mañana . A Law sí. A mi mamá también. Pero ni bien la luz del día me da en los ojos, yo ya quiero estar afuera —moviéndome por el páramo

con las primeras corrientes azules y la navegación fría de todo lo que despierta. Oigo a mi mamá en la habitación de al lado que se da vuelta bosteza y se sumerge más hondo. Arranco de mis piernas la celda rancia de hojas y soy libre. En el páramo todo es brillante y duro después de una noche de escarcha. La luz se zambulle desde el hielo hacia arriba en un agujero azul en lo más alto del cielo. El barro helado cruje bajo los pies. El ruido me sobresalta y me lleva de vuelta a lo que soñaba esta mañana cuando me desperté, uno de esos sueños largos y dulces en los que estoy en los brazos de Law como una aguja en el agua —es un esfuerzo físico sacarme a mí misma de entre sus manos blancas de seda mientras se deslizan por mis caderas del sueño— Me doy vuelta contra el viento y empiezo a correr. Los duendes, los diablos y la muerte corren detrás de mí. Los días y meses después de que Law se fue sentí como si a mi vida le hubieran arrancado el cielo. Ya no tenía más casa ni Dios. Ver el amor entre Law y yo convertirse en dos animales que se mordían y ansiaban algún hambre más a través del otro fue terrible. A lo mejor esto es lo que la gente llama pecado original, pensé. ¿Pero qué amor puede estar antes? ¿Qué es antes? ¿Qué es amor? Mis preguntas no eran originales. Ni las contesté. Esas mañanas en las que meditaba se me presentó un destello de mi alma sola,

no los misterios complejos del amor y el odio. Pero los Desnudos siguen todavía tan claros en mi mente como la ropa que quedó en la cuerda toda la noche y se congeló. Había trece en total. Desnudo #2. Mujer atrapada en una jaula de espinas. Espinas grandes y refulgentes marrones con manchas negras. Ella se tuerce para acá y para allá incapaz de permanecer erguida. Desnudo #3: Mujer con una gran espina única clavada en la frente. La agarra con las dos manos. procurando arrancársela. Desnudo #4. Mujer en un paisaje calcinado iluminado desde atrás en rojo como un Hieronymus Bosch. Cubriéndole la cabeza y el tronco hay un artilugio infernal como la mitad superior de un cangrejo. Con los brazos cruzados como si estuviera quitándose un suéter ella se esfuerza por desplazar al cangrejo. Fue en ese tiempo que le empecé a contar los Desnudos a la Dra Haw. Ella me dijo: ¿Por qué te quedás con esas imágenes horribles cuando las ves? ¿Por qué seguís observando? ¿Por qué no te vas? Me sorprendí. ¿Irme adónde?, dije. Esa todavía me parece una buena pregunta. Pero ahora el día se abre de par en par y una luz de abril rara y joven colma el páramo de una leche dorada. Llegué al medio donde el suelo se hunde en una depresión que se llena de agua estancada. Se congeló. Un bloque negro sólido con la vida del páramo detenida en sus actitudes nocturnas.

Ciertos arreglos de hierbas dorados y salvajes se distinguen en lo más hondo de lo negro. Cuatro troncos de alisos sin hojas salen de ahí y se balancean en el aire azul. Donde cada tronco entra en el hielo irradia un mapa de presiones de plata— miles de grietas finas como un pelo atrapan lo blanco de la luz igual que un rostro encarcelado atrapa las sonrisas a través de los barrotes. Emily Brontë tiene un poema sobre una mujer presa que dice: Un mensajero de la Esperanza viene a mí todas las noches y me ofrece, a cambio de una vida corta, eterna Libertad. Me pregunto qué clase de Libertad es esa. Sus críticos y comentaristas dicen que se refiere a la muerte o a una experiencia visionaria que prefigura la muerte. Entienden que su prisión eran las limitaciones impuestas a la hija de un clérigo por la vida en el siglo diecinueve en una parroquia remota en un páramo frío al norte de Inglaterra. Se ponían impacientes con los términos extremos en los que se imaginó la vida en la prisión. “En cuánto de la obra de Brontë el autodramatismo y la pose de esos poemas se tambalea al borde de un melodrama potencialmente sensiblero”, dice uno de ellos. Otro se refiere al “cartón sublime” de su mundo cautivo. Dejé de contarle de los Desnudos a mi psicoterapeuta cuando me di cuenta de que no tenía manera de responder a esa pregunta. ¿Por qué seguía observando? Algunas personas observan, es lo único que puedo decir. No hay ningún otro lugar adonde irse, ninguna saliente adonde trepar. Quizás pueda explicarle eso si espero el momento justo, como a una hermana muy difícil.

“Ella solo podía funcionar en ese tiempo de la mente y de la experiencia: no era receptiva a la influencia de otros intelectos”, escribió Charlotte acerca de Emily. Me pregunto qué clase de conversación tendrían esas dos con el desayuno en la vicaría. “Mi hermana Emily no era una persona demostrativa”, afirma Charlotte, “ni una en los recodos de cuya mente y sentimientos, siquiera los más cercanos y queridos pudieran inmiscuirse con impunidad y sin permiso…”. Los recodos eran muchos. Un día de otoño en 1845, Charlotte descubrió “por accidente un manuscrito con versos de puño y letra de mi hermana Emily” Era una libretita (4x6) con una cubierta rojo oscuro marcada 6d que contenía 44 poemas de la mano diminuta de Emily. Charlotte sabía que Emily escribía versos pero quedó “más que sorprendida” por su calidad. “Para nada como la poesía que suelen escribir las mujeres”. A Charlotte le esperaba una sorpresa todavía mayor al leer la novela de Emily, sobre todo por el lenguaje grosero. Ella sondea amablemente este recodo en su prólogo de Cumbres Borrascosas. “Un extenso número de lectores, asimismo, sufrirá una enormidad por la introducción en las páginas de esta obra de palabras impresas con todas las letras, cuando se ha vuelto costumbre representarlas solamente con la inicial y la última letra —con un espacio en blanco ocupando el lugar entre ellas”. Bueno, hay distintas definiciones de Libertad. A Law le gustaba decir que el amor es libertad. Yo lo tomaba más como un deseo que como una creencia

y le cambiaba de tema. Pero las líneas en blanco no dicen nada. Como señala Charlotte, “La práctica de insinuar con iniciales esos improperios con los que las personas profanas y violentas acostumbran adornar sus discursos, me impresiona como un procedimiento que, por bientintecionado que sea, es débil e inútil. No puedo precisar qué bien hace —qué sentimientos ahorra— qué espanto oculta”. Doy vuelta y empiezo a caminar de regreso del páramo a la casa y al desayuno. Es una calle de doble mano el lenguaje de lo no dicho. Mis páginas favoritas de las Obras completas de Emily Brontë son las notas al final donde se registran los pequeños ajustes sobre el texto de Emily hechos por Charlotte, que lo editó para publicarlo después de su muerte. “Prisión para los más fuertes (de la mano de Emily) fue modificado a nobles por Charlotte".

Héroe Por la forma en que mastica la tostada puedo decir si mi mamá pasó una buena noche y está a punto de comentar algo alegre o no. No. Pone la tostada a un costado del plato. Y empieza: Sabés que podés correr las cortinas en esa habitación. Es una referencia en código a una de nuestras discusiones más viejas, de lo que llamo la serie de Reglas de la Vida. Mi mamá siempre cierra bien las cortinas del dormitorio a la noche antes de irse a dormir.

Yo abro las mías todo lo que puedo. Me gusta ver todo, le digo. ¿Qué hay para ver? La luna. El viento. El sol. Toda esa luz en la cara a la mañana. Te despierta. A mí me gusta despertarme. En este punto la discusión de las cortinas llega a un delta y puede avanzar por uno de tres canales. Está el canal Lo Que Te Hace Falta Es Una Buena Noche De Sueño, el canal Porfiada Como Tu Padre y el canal Aleatorio. ¿Más tostadas?, interrumpo con energía, empujando mi silla para atrás. ¡Esas mujeres!, dice mi mamá en un tono exasperado. Eligió el canal Aleatorio. ¿Mujeres? Todo el tiempo quejándose de violación. Veo que golpea con un dedo furioso el diario de ayer que está detrás del dulce de uva. En la portada hay un artículo chiquito a propósito de una manifestación por el Día Internacional de la Mujer —¿No viste el catálogo de verano de Sears? Nop. ¿Por? ¡Una descgracia! Esas mallas ¡Hasta acá! (señala) ¡No me sorprende! ¿Vos decís que las mujeres se merecen que las violen porque las mallas de las propagandas de Sears son muy cavadas? ¿Estás hablando en serio, ma? Bueno, alguien tiene que ser responsable. ¿Por qué las mujeres tienen que ser responsables del deseo masculino? Levanto la voz. Ah, ya veo, sos una de Esas. ¿Una de quiénes? Levanto mucho la voz. Mamá le pasa por encima. ¿Y qué hiciste con esa mallita enteriza que tenías el año pasado, la verde?

Te quedaba tan elegante. De muy arriba me cae el dato endeble de que mi mamá tiene miedo. Va a cumplir ochenta años este verano. Sus hombritos filosos encorvados adentro de la bata azul me hacen pensar en Héroe, el alconcito al que Emily Brontë le daba pedacitos de panceta en la mesa de la cocina cuando Charlotte no andaba cerca. Entonces, má —hago saltar la tostadora y le lanzo rápido al plato una rebanada caliente de pan de centeno— ¿vamos a visitar a papá hoy? Ella mira con hostilidad el reloj de la cocina. Sigo: ¿Salimos a las once y volvemos a casa a eso de las cuatro? Ella unta la tostada con golpes irregulares. En nuestro código el silencio es aceptación. Voy al cuarto de al lado a llamar un taxi. Mi papá vive en un hospital para pacientes que requieren atención crónica a unos 80 km de acá. Sufre una forma de demencia caracterizada por dos tipos de cambios patológicos que el primero en registrar fue Alois Alzheimer en 1907. Primero, la presencia de unas formaciones esféricas en el tejido cerebral conocidas como placas neuríticas, compuestas principalmente por células cerebrales en degeneración. Segundo, ovillos neurofibrilares en la corteza cerebral y el hipocampo. No se conoce causa ni cura. Mamá lo fue a visitar en taxi una vez por semana los últimos cinco años. El matrimonio es en las buenas y en las malas, dice. Y estas son las malas. Así que más o menos una hora después estamos en el taxi volando al pueblo por los caminos rurales vacíos. La luz de abril es clara como una alarma.

Cuando pasamos delante de los objetos nos da la sensación repentina de que cada uno existe en el espacio sobre su propia sombra. Desearía poder llevarme esa claridad conmigo al hospital donde las distinciones tienden a aplanarse y fundirse. Desearía haber sido más buena con él antes de que se volviera loco. Esos son mis dos deseos. Es difícil encontrar el principio de la demencia. Me acuerdo de una noche hace unos diez años en la que estaba hablando por teléfono con él. Era un domingo de invierno a la noche. Oía cómo sus frases iban llenándose de miedo. Iba a empezar una frase —acerca del tiempo, perdía el hilo, y empezaba otra. Me puso furiosa oírlo titubear— ¡mi papá alto y orgulloso, expiloto de la Segunda Guerra Mundial! Me volví implacable. Me quedé en la orilla de la conversación, viéndolo revolcarse por una pista, sin ofrecerle nada, y como una avalancha en cámara lenta se me ocurrió que él no tenía ni idea de con quién estaba hablando. Y hoy más frío supongo… su voz empujó el silencio hasta que lo rompió, la nieve le cayó encima. Hubo una pausa larga en la que la nieve nos tapó a los dos. En fin no te entretengo más dijo con la alegría súbita y desesperada de quien divisa la costa. Me despido, no te quiero hacer gastar tanto. Adiós. Adiós. Adiós. ¿Quién sos? Le dije al tono de marcado. En el hospital fuimos por pasillos largos pintados de rosa y pasamos por una puerta con una ventana grande

y cerradura con combinación (5-25-3) al ala oeste, para pacientes de atención crónica. Cada ala tiene un nombre. La de atención crónica es Nuestra Milla Dorada. aunque mamá prefiere decirle La Última Vuelta. Papá está atado en una silla atada a la pared en una habitación con otra gente atada que se ladea en diversos ángulos. Mi papá es el que menos se ladea, estoy orgullosa de él. ¿Hola, pa, cómo estás? La cara se le abre en lo que puede ser una mueca o furia y pasándome por encima la mirada lanza al aire una corriente de vehemencia. Mi mamá pone la mano sobre las de él. Le dice Hola amor. Él corre la mano. Nos sentamos. El sol se agolpa en la habitación. Mamá empieza a sacar del bolso las cosas que le trajo: uvas, galletas de maicena, caramelos de menta. Él le hace declaraciones enérgicas a alguien que está en el aire entre nosotras. Usa un idioma que nada más él conoce, hecho de sílabas, gruñidos y exhortaciones repentinas y salvajes. De vez en cuando alguna expresión vieja flota por sobre el chapoteo —¡No me digas! o ¡Feliz cumpleaños!— nunca una frase de verdad desde hace más de tres años. Veo que los dientes de adelante se le están poniendo negros. Me pregunto cómo se les lava los dientes a los locos. Él siempre se los cuidó mucho. Mi mamá levanta la mirada. Ella y yo a veces tenemos cada una la mitad de un pensamiento. ¿Te acordás de ese escarbadientes de Harrod’s enchapado en oro que le mandaste el verano que estuviste en Londres? me pregunta. Sí, no sé qué se habrá hecho. Debe estar en el baño en alguna parte.

Ella le da las uvas una por una. A él se le siguen cayendo entre los dedos enormes y rígidos. Era un hombre grande y fuerte, de más de 1,80 de alto, pero desde que vino al hospital el cuerpo se le redujo a un asilo de huesos —excepto las manos. Las manos siguen creciéndole. Son grandes como las botas de un Van Gogh, y van persiguiendo las uvas con torpeza por su regazo. Pero ahora se da vuelta hacia mí con una ráfaga de sílabas urgentes que acaban en una nota aguda— espera, mirándome fijo a la cara. Esa mirada inquisitiva. Con una ceja levantada. En casa tengo una foto pegada a la heladera. Se ve el escuadrón aéreo de la Segunda Guerra Mundial posando delante del avión. Las manos firmes en la espalda, las piernas separadas, el mentón proyectándose hacia adelante. Vestidos con los uniformes de vuelo inflados y con una correa de cuero ancha ajustada a la entrepierna. Entrecierran los ojos al brillo del sol del invierno de 1942. Amanece. Parten a Francia desde Dover. Mi papá en el extremo izquierdo es el aviador más alto, con el cuello subido y una ceja levantada. La luz sin sombra lo hace parecer inmortal, para todo el mundo es alguien que no va a volver a llorar nunca. Todavía me está mirando a la cara. ¡Alerones abajo! Grito. Su sonrisa negra destella una sola vez y se apaga como un fósforo.

Caliente La luz caliente y azul de la luna baja por el cielo en declive.

Me despierto demasiado rápido en una celda de cachorros ahorcados con los ojos chorreando en la oscuridad. A tientas muy despacio la conciencia reemplaza los barrotes. Colas de sueños y líquidos rabiosos bajan nadando hasta mi centro. Ahora casi siempre son rabiosos los sueños que me ocupan las noches. No es raro después de la pérdida del amor— azul negro y rojo abren el cráter. La rabia me interesa. La trepo para encontrar el origen. Soñé con una mujer vieja acostada y despierta en la cama. Controla la casa mediante un sistema de lámparas colgadas de unos cables arriba de ella. Cada cable tiene un botoncito negro. Uno por uno los botones se niegan a encender las lámparas. Ella sigue apretándolos y apretándolos en oleadas de rabia calurosa. Después se arrastra de la cama a espiar a través de las celosías las habitaciones del resto de la casa. Las habitaciones están en silencio, brillantemente iluminadas y llenas de muebles enormes detrás de los que acechan criaturas chiquitas—no tanto como gatos ni tanto como ratas lamiéndose sus mandíbulas angostas y rojas bajo el peso del tiempo. Quiero ser hermosa otra vez, susurra ella pero las habitaciones grandiosamente iluminadas hacen tictac vacías como un transatlántico abandonado y ahora detrás de ella en la oscuridad hay un sonido crujiente, que se acerca— Tengo el piyama empapado. La rabia corre a través de mí, aparta todo lo demás de mi corazón, chorreándose por los respiraderos. Todas las noches me despierto con esta rabia,

con la cama empapada, con el pugilato caliente del dolor que me golpea me mueva como me mueva. Quiero justicia. Golpe. Quiero una explicación. Golpe. Quiero maldecir al amigo falso que dijo que iba a quererme para siempre. Golpe. Me estiro y enciendo el velador. La noche salta por la ventana y desaparece en el páramo. Me quedo acostada escuchando la vibración leve en los oídos y pensando en las maldiciones. Emily Brontë era buena para maldecir. La falsedad, el mal amor y el dolor mortal de la transformación son temas constantes en su poesía. ¡Bien, habéis dejado de retribuir mi amor! Pero si arriba un Dios hubiese cuyo brazo sea fuerte, cuya palabra cierta, ¡este infierno estrangulará también a vuestro espíritu! Las maldiciones son elaboradas:

¡Olvidar! pertenece

¡Vete, Impostor, vete! Mi mano te suelta, húmeda; La sangre de mi corazón fluye a buscar la bendición: Oh, que pueda ese corazón perdido retornar a quien un décimo del dolor que nubla mi oscuridad!

Pero no le dan paz: ¡Palabras vanas, pensamientos vanos desenfrenados! Ningún oído me escucha llamar— En el aire vacío caen y se pierden mis frenéticas maldiciones…

matar!

Inconquistable en mi alma el Tirano todavía domina— ¡Vida se inclina bajo mi mano, pero a Amor no lo puedo

Su rabia es un rompecabezas.

A mí me despierta muchas preguntas, ver que trata el amor con tal frialdad y desprecio deliberado alguien que rara vez dejó la casa “excepto para ir a la iglesia o para dar un paseo por las colinas” (según Charlotte) y que no tuvo más relación con la gente de Haworth que “una monja con los campesinos que a veces pasan por la puerta del convento”. ¿Cómo es que Emily llega a perder la fe en los seres humanos? Admiraba sus dialectos, estudiaba sus genealogías, “pero con ellos rara vez intercambió una palabra”. Su naturaleza introvertida disminuyó desde que le estrechó las manos a alguien que conoció en el páramo. ¿Qué sabía Emily de las mentiras del amante o de la fe humana corriente? Entre sus biógrafos está el que conjetura que durante su estancia de seis meses en Halifax tuvo un parto o un aborto, pero no hay ninguna evidencia de esos hechos y el consenso general es que en sus 31 años Emily no tocó un solo hombre. Dejando el sexismo banal de lado, me tienta leer Cumbres Borrascosas como un acto de venganza acumulada por toda esa vida que a Emily se le negó. Pero la poesía muestra rastros de una explicación más profunda. Como si para algunas mujeres la rabia pudiera ser una especie de vocación. Un pensamiento escalofriante. El corazón está muerto desde la infancia. Sin llorar por dejar irse al cuerpo. De pronto con frío alcanzo y tironeo la cobija subiéndomela hasta el mentón. La mía no es vocación de rabia. Yo conozco el origen.

Es increíble, un momento como no hay dos, cuando el amante de una viene y dice no te amo más. Apago el velador y me acuesto boca arriba, pensando en el alma joven y fría de Emily. ¿Dónde empieza el descreimiento? Cuando yo era joven había niveles de certeza. Podía decir: sí ya sé que tengo dos manos. Y un día me desperté en un planeta de gente a la que las manos de vez en cuando les desaparecen. Desde el cuarto de al lado escucho a mi mamá moverse suspirar y volver a acomodarse bajo el umbral del sueño. Atrás de la ventana la luna es nada más que un pedacito de cartilago de plata abajo en las orillas borrosas del cielo. Nuestros huéspedes están oscuramente alojados, susurré, asomándome a la bóveda…

Él El tema que me queda es el tema de la soledad. Y prefiero aplazarlo. Es de día. Una luz azorada baña el páramo de norte a este. Camino hacia la luz. Una manera de aplazar la soledad es interponer a Dios. Emily tenía una relación de ese nivel con alguien al que llamaba Él. Lo describe despierto como ella toda la noche y lleno de un poder extraño. Él corteja a Emily con una voz que sale del viento nocturno. Ella y Él se influyen mutuamente en la oscuridad,

moviéndose al mismo tiempo cerca y lejos. Ella habla de la dulzura “que demostró que somos uno”. Me incomoda el modelo compensatorio de la experiencia religiosa femenina y aun así, no cabe duda, sería dulce tener un amigo a quien contarle cosas a la noche, sin tener que pagar el precio terrible del sexo. Es una idea infantil, ya lo sé. Mi educación, debo admitir, fue incoherente. Las reglas básicas de las relaciones hombre-mujer en nuestra familia se impartían según el clima, no estaba permitido el discurso directo. Me acuerdo de un domingo sentada en el asiento de atrás del auto. Papá en el de adelante. Estábamos en la entrada esperando a mamá, que dio vuelta en la esquina de casa y se metió por la puerta del pasajero vestida con un traje Chanel amarillo y tacos altos negros. Papá la miró de arriba abajo. Tu madre muestra bastante las piernas hoy, dijo en un tono de voz que (a los once años) me sonó raro. Miré la nuca de ella esperando a ver qué decía. La respuesta hubiera aclarado el asunto. Pero ella solamente se rió con una risa rara con sogas por todas partes. Más tarde ese verano junté esa risa con otra que alcancé a oír cuando iba subiendo la escalera. Ella hablaba por teléfono en la cocina. La mayoría de las veces una mujer estaría igual de contenta con un beso en la mejilla pero VISTE LOS HOMBRES CÓMO SON, decía. Risa. Sogas no, espinas. Llegué al medio del páramo donde el suelo se hunde en una zona baja y pantanosa. El agua estancada se congeló. Algunos yuyos dorados

se habían impreso en la parte de abajo del hielo como si fueran mensajes. Vendré cuando Él esté más triste, solo en la habitación oscurecida, cuando se esfume la risa del día loco, y la sonrisa de gozo esté proscrita. Vendré cuando el sentir real del corazón tenga entero e imparcial dominio y mi influencia sobre vuestra robada pena que se ahonda, alegría que congela, cambie el curso del alma vuestra. ¡Escuchad! Es hora, la hora terrible para vos: ¿Acaso no sentís rodar sobre vuestra alma un río de sensaciones extrañas, precursoras de un poder más severo, heraldos de mí? Muy difíciles de leer, los mensajes van y vienen entre Él y Emily. En este poema ella invierte los roles: habla ya no como la víctima sino a la víctima. Es escalofriante observarlo a Él moverse sobre el vos que está solo en la oscuridad a la espera de ser dominado. Es un impacto darse cuenta de que esta complicidad de amo y víctima dentro de una sola voz es la causa de la soledad más terrible de la hora del poeta. Ella invirtió los roles de vos y Él no como una exhibición de poder sino para arrancarse a sí misma alguna piedad por esa alma atrapada en el vidrio, que es su creación verdadera. Esas noches a solas no son un discontinuo con este amanecer tísico y frío. Es lo que soy.

¿Es vocación de rabia? ¿Por qué interpretar el silencio como la Presencia Verdadera? ¿Por qué agacharse a besar este umbral? ¿Por qué andar desquiciada abatida y languidecer imaginando alguien inmenso en quien descargar el oleaje de mi alma? A Emily le gustaba el Salmo 130. “Mi alma lo espera a Él más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la mañana”. A mí me gusta creer que el acto de observar le brindó un refugio, que la complicidad con Él calmaba la rabia y el deseo: “En Él se apagan como un fuego de espinas”, dice el salmista. En cuanto a mí, no creo, yo no estoy apagada —con o sin Él, no encuentro refugio. Soy mi propio Desnudo. Y los Desnudos tienen un destino sexual difícil. He visto a ese destino manifestarse en el pasaje idiota de la niña a la mujer y a la que soy ahora, del amor a la rabia y a esta médula fría, del fuego al refugio y al fuego. ¿Qué es lo contrario de creer en Él— nada más no creer en Él? No. Eso es demasiado simple. Eso es preparar un malentendido. Quiero hablar con más claridad. Quizás las Desnudos sean la mejor manera. Desnudo #5. Mazo de cartas. Todas las cartas están hechas de carne. Las cartas vivientes son los días de la vida de una mujer. Veo una gran aguja de plata que prende y apaga una vez encima del mazo de principio a fin. Desnudo #6 No me acuerdo. Desnudo #7. Habitación blanca cuyas paredes, sin tener planos ni curvas ni ángulos,

se componen de una membrana continua de color blanco satinado como la carne de algún órgano interno de la luna. Es una superficie viva, casi húmeda. La radiolucidez inhala y exhala. Hay arcoiris que la estremecen. Y alrededor de las paredes de la habitación anda una voz que susurra: Tené mucho cuidado. Tené mucho cuidado. Desnudo #8.Disco negro sobre el que los fuegos de todos los vientos están juntos en fila. Una mujer se para en el disco. entre los vientos cuyas llamas de seda largas y amarillas corren y vibran a través de ella. Desnudo #9. Sustrato transparente. Bajo el sustrato una mujer cavó una trinchera larga y honda. En la trinchera va colocando formitas blancas, que no sé lo que son. Desnudo #10. La espina verde del mundo pincha el corazón vivo de una mujer boca arriba en el piso. La espina explota su sangre verde en el aire encima de ella. Todo lo que es fue, dice la voz. Desnudo #11. Precipicio en el espacio exterior. El espacio es negro azulado y brillante como agua sólida y moviéndose muy rápido en todas direcciones pasa chillando delante de la mujer que está clavada a la nada por su presión. Ella mira buscando una salida, trata de levantar la mano pero no puede. Desnudo #12. Mástil viejo al viento. Sobre él soplan corrientes frías sacándole líneas negras horizontales largas y desparejas hay algunos girones de cintas unidos al mástil.

No veo cómo están unidos— ¿muescas? ¿grapas? De pronto cambia el viento y todos los girones negros se enderezan en el aire y se atan entre sí formando nudos, después se desatan y caen flotando. El viento paró. Espera. Para esta época, a mitad de camino del invierno, estaba totalmente fascinada con mi melodrama espiritual. Después paró. Pasaron los días, pasaron los meses y no vi nada. Seguí mirando y buscando, sentada en la alfombra enfrente del sofá en la mañana sin cortinas con los nervios al aire como despellejados. No vi nada. Atrás de la ventana las tormentas primaverales fueron y vinieron. La nieve de abril plegó sus patas grandes y blancas sobre puertas y porches. Vi un trozo de nieve inclinarse en el techo, romperse y caer, y pensé ¡Qué lentitud! al pasar deslizándose silenciosamente, pero ni siquiera así —nada. Ningún desnudo. Ningún Él. En la baranda de mi balcón se formó un gran carámbano así que me preparé cerca de la ventana tratando de espiar a través de él esperando autoengañarme con alguna visión interior, pero lo único que vi fue al hombre y a la mujer de la habitación de enfrente, que tendían la cama y se reían. Dejé de mirar. Me olvidé de los Desnudos. Viví mi vida, que sentí como un televisor apagado.

Algo había pasado a través de mí y se había ido y yo no había podido apropiármelo. “Ahora no hay necesidad de temblar por la escarcha dura y el viento filoso. Emily no los siente”, escribió Charlotte el día después de enterrar a su hermana. Emily se había soltado y era libre. Un alma puede hacer eso. Si va a unirse con Él y a sentarse en el porche a disfrutar de las bromas, los besos y las noches hermosas y frías de primavera para toda la eternidad, vos y yo nunca lo vamos a saber. Pero te puedo decir lo que yo vi. El Desnudo #13 llegó cuando no estaba esperándolo. A la noche. Casi como el Desnudo #1 y a la vez fue totalmente distinto. Vi una colina alta y sobre ella una forma que se recortaba contra el viento fuerte. Podría haber sido un mástil con un trapo viejo atado, pero cuando me acerqué vi que era un cuerpo humano tratando de hacer frente a vientos tan terribles que la carne se le había volado de los huesos. Y no había más dolor. El viento estaba limpiando los huesos. Que resistían, plateados y necesarios. No era mi cuerpo, no era un cuerpo de mujer, era el cuerpo de todas. Salía caminando de la luz.

Versión en castellano de Sandra Toro