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Periplo colombiano Book · January 2014

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3 authors, including: Fabio Rodríguez Amaya

Erminio Corti

University of Bergamo

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Periplo colombiano editores Erminio Corti - Fabio Rodríguez Amaya

BERGAMO UNIVERSITY PRESS

sestante edizioni

Con il contributo del Dipartimento di Lingue, letterature Straniere e Comunicazione dell’Università degli Studi di Bergamo.

© 2014, Bergamo University Press

Periplo colombiano Erminio Corti - Fabio Rodríguez Amaya p. 228 - cm. 15x22 ISBN – 978-88-6642-177-1

Sestante Edizioni - Bergamo www.sestanteedizioni.it Printed in Italy by Stamperia Stefanoni - Bergamo

Índice

FABIO RODRÍGUEZ AMAYA De juglares y narradores en Colombia: los años Setenta, tan cerca y tan lejos de Macondo

5

PABLO MONTOYA La novela colombiana actual: canon, marketing y periodismo

31

GABRIEL SAAD Dionea de Julio Olaciregui: una novela fundamental

45

CATALINA QUESADA GÓMEZ A vueltas con la nación: sobre la actual narrativa colombiana

65

ERMINIO CORTI El verde y el rojo: Los derrotados de Pablo Montoya

91

CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA La narrativa colombiana ante el marketing: 1992-2012

109

ADRIANA ROSAS Diálogos de cuentos de autores del Caribe colombiano para un taller de creatividad literaria

121

ANNA BOCCUTI Más allá del umbral: una lectura de Un espejo después, microficciones de Luis Fayad

145

FEDERICA ARNOLDI De palabras y ausencias. Instancias escriturales en la obra de Consuelo Triviño

159

SYLVIA SUÁREZ Eslabones de una tradición interrumpida. Arte/Política en Colombia 1938-1978

171

JULIO OLACIREGUI Mito e Historia en la narrativa del caribe colombiano: de Changó el gran putas a La Ceiba de la memoria

195

DARÍO RUIZ GÓMEZ La literatura italiana como educación sentimental

215

Los autores

221

5

FABIO RODRÍGUEZ AMAYA Università degli Studi di Bergamo

De juglares y narradores en Colombia: los años Setenta, tan cerca y tan lejos de Macondo

En un estudio dedicado a Piero de la Francesca, Pietro Allegretti afirma: “En la historia del arte existen hombres que con su arte inauguran una época, con su sensibilidad la cuentan, con su inteligencia la leen y gracias a la invención de un mundo y de un hombre nuevos la recrean”.1 Esta síntesis define cabalmente al artista en un momento trascendental como el Humanismo, puerta de entrada en Occidente a la primera Modernidad. Si este principio se aplica por analogía al mundo contemporáneo, no es difícil ver cómo en éste, tan heterogéneo, en constante transformación y donde impera la comunicación monopolizada y controlada, en los ámbitos de la cultura se pueden identificar al menos cuatro tipologías de protagonistas: son muchos los que dedican los mayores esfuerzos en edificar su biografía personal; son más quienes poniéndose al servicio del sistema alcanzan reconocimientos y prebendas; son pocos los que escriben la historia de una colectividad y logran inaugurar, leer y contar una época, un país, un continente, el mundo; son menos aún quienes alcanzan a recrear al hombre. Los dos primeros tipos, pertenecen a esa legión de protagonistas del momento, agentes, publicistas y beneficiarios del poder de turno. Si es plausible ejemplificar, con el debido conocimiento, al final de quién se habla ¿del Cavaliere D’Arpino, Cesare Baronio y del Duque di Aquino? o de Caravaggio; ¿de Pío Cabanillas Gallas, Tomás Domínguez y Ernesto Giménez Caballero? o de Federico García Lorca; o, para quedar en ámbito colombiano, ¿de Julio Enrique Blanco,

1 Piero della Francesca, (ed. de) Pietro Allegretti, presentación de Oreste del Buono, Rizzoli/Skira, Milano, 2003, p. 32. Trad. mía.

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Luis Carlos López y Jorge Artel2? o de Rafael Azula Barrera3; ¿de Teyé Cuéllar, Arcadio González y Jorge Baquero4? o de Débora Arango5. Los dos últimos tipos, en cambio, proponen valores éticos y estéticos innovadores y perdurables, exaltan principios de independencia y libertad y, por lo general, se vuelven incómodos para los detentores del poder. Y, al final, en quién se piensa ¿en Goya? o en José Beratón, Gregorio Ferro y José Manuel de Ezpeleta; y, para quedar en ámbito colombiano, ¿en Andrés de Santamaría? o en Euclides de Angulo Lemos, Fídolo González y Lácides Segovia; ¿en Manuel Zapata Olivella? o en Adel López Gómez, Euclides Jaramillo Arango6 y Jaime Ibáñez. Sin ánimo de incurrir en maniqueísmo alguno, estas dos categorías de personaje expresan posiciones antitéticas e inconciliables. Los primeros, suelen llenar las páginas de diarios, periódicos y teledia2 Jorge Artel seudónimo de Agapito de Arcos (Cartagena, 1909-Barranquilla, 1994). Abogado, catedrático y periodista. Desde sus primeros poemas fue considerado como uno de los principales cantores de la cultura afroamericana, al lado de Nicolás Guillén y Palés Mattos. Artel siempre fue militante de izquierda y escribió poesía social, razón por la cual estuvo preso el 9 de abril de 1948 en Cartagena y se exilió en Venezuela, Centro y Norteamérica. Entre sus libros: Tambores en la noche (1940); Poesía negra (1950); Poemas con botas y banderas (1972); Sinú, riberas de asombro jubiloso (1972); Cantos y poemas (1983). En 1979 apareció su novela No es la muerte, es el morir. 3 Rafael Azula Barrera (Guateque, 1912–Bogotá, 1998). Abogado del Externado de Colombia, fue representante a la Cámara, secretario de la Presidencia de la República, ministro de Comercio y Educación, diplomático en Portugal y en Uruguay. Miembro de la Academia de la Lengua. Historiador y político. Fundador y director del Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, fundador y rector de la Universidad Tecnológica de Tunja, fundador y director de las revistas Bolívar, Jiménez de Quesada, Pombo y Juan de Castellanos. En 1929 se inició en la literatura como miembro activo de “Los Bachués”. 4 Expositor en el XX Salón de Artistas Nacionales (1969). 5 Débora Arango Pérez (Medellín, 1907–Envigado, 2005). Pintora y acuarelista, fue discípula de Pedro Nel Gómez y en los años treinta suscitó escándalo por ser la primera mujer colombiana en pintar desnudos y retratos de conocidos políticos con forma de animales (en La salida de Laureano retrató al golpista Gustavo Rojas Pinilla presidiendo un coro de sapos). Entre sus obras más destacadas sobresale el mural Alegoría a los cultivadores de fique (1947), realizado en la Compañía Colombiana de Empaques en Medellín, Es una de las figuras más interesantes del arte colombiano del siglo XX, la mayor parte de su obra la donó en vida al Museo de Arte Moderno de Medellín. 6 Euclides Jaramillo Arango (Pereira 1910–1987) Folclorólogo, investigador y político fue autor de crónicas costumbristas y escribió cuento, novela y ensayo. Fue uno de los fundadores de la Universidad del Quindío. Entre sus obras: “El capitán Lemus” (relato premiado en 1925), Las memorias de Simoncito (Novela de costumbres paisas), Biografía Económica del Quindío, Un campesino sin regreso (Novela de violencia), El Destino anda en contravía (cuentos), Dos Centavitos de poesía.

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rios, hablan a gritos, son asesores presidenciales, subgerentes culturales, ocupan posiciones sociales destacadas, reciben premios, condecoraciones y honoris causa, engruesan su cuenta de banco, asumen el compromiso como salida. Y después se desvanecen. Los segundos, las más de las veces, quedan al margen, se les impone el silencio, no adoptan la componenda como solución, a mala pena logran la supervivencia digna, asumen el testimonio como respuesta. Y, su obra, permanece vigente. Hay, además, unos terceros: quienes no suenan pero sueñan, de los cuales nadie habla, pero hacen. En general son parias de la sociedad, la cual los rechaza y aniquila (o viceversa) y en la mayoría de los casos representan la excepción que hace la regla. Por último, están los pocos que aun sin proponérselo e, incluso, de manera inconsciente, participan en la escritura de la historia o la protagonizan. Y, al final, gracias a algunos dotados de sensibilidad e inteligencia, la sociedad misma los rescata. Recuérdese: hasta hace muy pocos años Lorenzo Lotto y Palma el Vecchio eran considerados pintores menores; Giordano Bruno no murió de mal de ojo; Van Gogh no murió suicida ni fue más célebre y rico que Andy Warhol; y a Eduardo Zalamea Borda, en Colombia, todos lo citan sin haber leído Cuatro años a bordo de mí mismo (1934), una de las novelas fundacionales de nuestra literatura. Este último ejemplo resulta claro si se piensa en un país con las características de Colombia, donde se reivindica una tradición sin pasado, se padece de amnesia, rencor y violencia crónicas y donde lo único que no es raro son el ninguneo, el silencio y el olvido: pienso en la poeta Emilia Ayarza7, en el grabador Pedro Hanné Gallo8, en el novelista Manuel García Herreros9, en los pintores Julio Castillo y 7 Emilia Ayarza de Herrera (Bogotá, 1919–Los Ángeles, 1966). Doctora en Filosofía y letras por la Universidad de los Andes fue colaboradora de la revista Mito y amiga de los Cuadernícolas. Viajó por Estados Unidos, Canadá, Europa, África, Centro y Suramérica. Los últimos diez años de su vida residió en México, donde fue acogida con entusiasmo, no sólo por su poesía sino por su socialismo político y su sociabilidad cultural. Dejó una novela inédita: Hay un árbol contra el viento. 8 Pedro Hanné Gallo, (Jericó, 1930 – Bogotá, 1967). Después de terminar sus estudios de bachillerato, ingresó a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, en Bogotá. Se distinguió entre los más importantes grabadores de su promoción y, junto con Alonso Quijano, el mejor xilógrafo colombiano. Recibió múltiples premios, realizó importantes exposiciones y su obra tuvo una excelente acogida a nivel nacional en Colombia e internacional en América Latina. 9 Víctor Manuel García-Herreros (Cartagena,1894–Barranquilla,1950). “Contemporáneo de Ramón Vinyes, ignorado también en los diversos censos de la crítica literaria en Colombia, el cuentista y poeta cartagenero, fue director de la revista Caminos, desarrolló

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Emma Reyes (conocida en el país desde hace poco, no por su obra artística sino por 23 cartas…). Y me gustaría pensar que no se trata sólo de Colombia, país racista, clasista y excluyente desde cuando en 1809 Camilo Torres Tenorio redactó el “Memorial de Agravios”, reconfirmado en 1821 con la fundación de la República y en 1829 con el proyecto de instaurar una monarquía. Bajo los enunciados propuestos, en los territorios amplios del arte, Jorge Zalamea Borda, identifica tres variedades: el arte puro, el arte comprometido y el arte testimonial, y sus protagonistas.10 A la primera, el arte puro, corresponde una ya tradicional tipología de personaje en occidente que pontifica desde su aislamiento, su soberbia y su narcisismo, sin asumir nunca que, como todos los hombres, el artista tiene un deber con su prójimo y con la sociedad en la cual vive, además de una responsabilidad con las causas del alma, la equidad y la justicia. A la segunda, el arte comprometido, corresponde la casi totalidad de quienes operan en los campos del arte, la cultura y el intelecto. En las últimas décadas, obedientes a las leyes subterráneas de un mercado cada vez más irracional, promovido por el neo-liberalismo económico y político, resultan siendo ‘idiotas útiles’ como solía decirse despectivamente de quien asumía las causas propuestas por algunos sectores democráticos y de izquierda. Son idiotas útiles, sin excusantes, del poder de turno, no importa el color o la bandera de pertenencia; son agentes sumisos y vendidos de ideologización, además de vehículos de imposición de modelos éticos y estéticos que dan cuenta de la decadencia ineluctable de las sociedades de hoy. A la tercera, el arte testimonial, corresponde hoy una minoría capaz de interrogar e interrogarse sobre eventos y barbaries, logros y fracasos, aciertos y desaciertos de las sociedades de pertenencia y de sus integrantes. Se trata de seres empeñados también en las luchas promovitambién una valiosa labor como traductor y crítico. Al lado de su cuentística, que exige una reedición, cabe destacar un texto crítico de García Herreros “Las letras en Colombia” (1925), que constituye, sin duda, un antecedente, tanto por su carácter iconoclasta como por su agudo sentido del humor, del ensayo de García Márquez, «La literatura colombiana, un fraude a la nación». Pocas veces en la crítica literaria colombiana, tan dada a la apología agigantada, al disimulo descarado, al bordado bobalicón de palabras primorosas y huecas, al eufemismo eufónico, se ha pronunciado una voz crítica tan contundente y argumentada como la de García Herreros, aunque nada prueba que haya sido escuchado”. Su bella e importante novela Lejos del mar fue publicada en 1921. Véase por su significado: Ariel Castillo Mier, “Estado de la crítica y la historia literaria en el caribe colombiano” en: http://casadeasterion.homestead.com/v6n22crit.html 10 Jorge Zalamea, “Arte puro, arte comprometido, arte testimonial”, ECO, n° 66, Octubre de 1965, del cual he hecho una lectura en Caravelle, n° 80, 2003, pp. 107-127.

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das por limitados pero conscientes sectores de la sociedad y aguerridos exponentes de las causas de la inteligencia y la belleza, la justicia y la libertad. Estos suelen ser quienes “con su arte inauguran una época, con su sensibilidad la cuentan, con su inteligencia la leen y gracias a la invención de un mundo y de un hombre nuevos la recrean”. ¿Cinco ejemplos cercanos? Marcel Duchamp, Albert Einstein, Federico Fellini, Francis Bacon, Gabriel García Márquez. A propósito de García Márquez, inútil que me extienda pues es indiscutible la grandeza de su obra (narrativa y periodística, y no sólo), la trascendencia de su magisterio y sobre todo el unánime reconocimiento de cómo, a todos los colombianos, nos haya “puesto con la hora del mundo”, como dijera Alfonso Fuenmayor.11 Sin olvidar que la obra de García Márquez no es sólo lo que el mundo quiere que sea, ni la constituye sólo el ciclo de Macondo. Muestras ha dado él, de un proceso proyectado hacia los horizontes más amplios, y en cierto modo todavía imperceptibles, incluso para sus lectores más prolijos. Con su inmensa producción no sólo coadyuvó a sobrevenir el necesario y urgente cambio que incorporó a pleno título a Colombia y, en modo definitivo, a Latinoamérica en la tercera Modernidad, sino también nos puso con su talento contemporizador a dialogar de modo autónomo e independiente con la cultura mundial. Hablo del inédito y pasmoso cronista, del implacable analista,12 del poeta imaginativo, capaz de subvertir el canon, y con su inimitable escritura, su visión totalizadora y totalizante, configura sin duda alguna el octavo visible del iceberg de la literatura contemporánea del mundo entero, se halla en la cima de la literatura latinoamericana, y en la cúspide más alta de la colombiana y la hispánica de todos los tiempos.13

11 Concepto adoptado en el ideario del grupo de Barranquilla.‘Aire del día’, “Obregón en Bellas Artes”, El Heraldo, Barranquilla, 7 de junio de 1948, p.3. 12 Por estos días, hace exactamente cincuenta años, publicaba: “La literatura colombiana: un fraude a la nación”, en Acción Liberal, (2a. época) n° 2, Bogotá, Octubre 9 de 1959, pp. 44-47. Después reproducido en: Eco, n° 203, Bogotá, septiembre de 1978 p. 1200-1206; El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá 21 de enero de 1979 pp. 4-6; hoy en Gabriel García Márquez, De Europa y América, obra periodística 3 (1955-1960), (ed. e introd. de J. Gilard), Mondadori, Barcelona, 1992, p. 666. 13 Con James Joyce, Franz Kafka, Marcel Proust, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, William Faulkner, Ernest Hemingway y Juan Rulfo; con Rodríguez Freile, Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, José Eustasio Rivera, José Félix Fuenmayor, Eduardo Zalamea Borda, Álvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Manuel Zapata Olivella, Manuel Mejía Vallejo, Pedro Gómez Valderrama.

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Cuanto he expuesto de manera esquemática se puede aplicar, en línea teórica al menos, si no a todas, a casi todas las categorías de las diferentes ramas del saber presentes. Tanto para reforzar un concepto: la economía, la historia, la tecnología, la filosofía y la ciencia no son neutras frente al poder ni a la sociedad pues, si fuese cierto, tendrían que ser a-civiles y colocaría a sus protagonistas en una posición incomprensible de superioridad respecto de quienes no lo son. Y para encajar en el tema de este Periplo colombiano – el primer coloquio internacional dedicado a la literatura colombiana que se celebra en Italia – es útil decir que la literatura y el arte, como cualquier producto de la imaginación o la invención humana, no son neutros, como tampoco pueden huir de estereotipos y clichés. En literatura, el de Colombia es el de ser tierra de poetas y, más recientemente para satisfacer el hedonismo de los ricos y en crisis países del Norte del planeta, ‘cuna’ del realismo mágico. Quien así piensa no conoce ese bello y, a la vez, contradictorio país que, en su extremo opuesto, es también productor de lo real-espantoso. Colombia: tierra de poetas… ¡Y por qué no! Lo que nunca se dice es qué lo caracteriza y qué singularidad tiene lo que escriben. Y si se sigue el cuestionamiento por este rumbo, se desemboca en un inesperado batiburrillo de cuestiones, teorías y discursos de los cuales difícilmente saldrían bien libradas hasta las instituciones encargadas de promoverlos (Colcultura, el Instituto Caro y Cuervo, el Ministerio de Cultura, nuestras universidades…).Y, si así fuere, ¿por qué no, al menos desde los años cincuenta en adelante, Colombia: tierra de juglares, cantores y cuenta cuentos que, en otras palabras, significa tierra de narradores? Un reconocimiento a vuelo de pájaro revela que, en efecto, Colombia cuenta con una pléyade de acartonados y mediocres versificadores y, contados, pero eso sí, excelentes poetas. Significa que generalmente, los primeros, herederos de pésimas tradiciones académicas, peritos en la composición de perfectos hemistiquios y sistemas estróficos (como nuestro vate nacional Guillermo Valencia), se reducen a componer silvas, bucólicas y odas laudatorias de los desarraigados Padres de la Patria. O, cuando más, se reducen por impotencia a garrapatear cursis plañidos amorosos, melodramas vivenciales y tragicomedias pseudo existenciales, o se limitan a imitar y a importar mecánica, acrítica y superficialmente cánones foráneos. ¿Algún ejemplo? Julio Arboleda, Eduardo Carranza, Darío Jaramillo Agudelo, en poesía; José Joaquín Ortiz, José Manuel Marroquín y William Ospina, en novela; Roberto Pizano, Beatriz González, Antonio Caro en pintura.

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Manifiesta también cómo los narradores de la segunda mitad del siglo, iniciaron a apersonarse de nuestro bello y enigmático país y, como suelen hacer los mejores artistas, a dedicarse a las cuestiones del espíritu y la materia de sus pobladores (laboriosos y apacibles en la paz, despiadados y siniestros en la guerra). En suma, hablo de artistas impulsados por los más complicados interrogantes a la búsqueda de expresarlos creando hechos estéticos perdurables. Tales, reconocidos u olvidados, presentes o ausentes, ninguneados o consagrados: Rómulo Rozo, Luis Carlos López, Jorge Elías Triana, Aurelio Arturo, Marco Ospina, Gustavo Ibarra Merlano, Jaime Jaramillo Escobar, Carlos Rojas, Heriberto Cogollo. Poetas o narradores que sean – importa es la buena o mala producción – convergen en un único cauce y, glosando el afortunado título de Umberto Eco, está representado por apocalípticos e integrados, si no se olvida que en situaciones extremas como las de Colombia o se entra pasivamente en la máquina del sistema o se está activamente fuera de ella. De los integrados mucho se sabe por los medios de comunicación, por los últimos premios Alfaguara y Planeta o por los cargos que desempeñan y el status social que arrivismo y clientelismo les han facilitado obtener. De los apocalípticos, cuyos paradigmas en las años que aquí interesan podrían ser Andrés Caicedo y Jairo Téllez, poco o nada. Precisamente porque éstos, como afirmara ya en 1966, Jorge Zalamea – y no caduca su ideario – han renunciado a las prebendas de: … lo que los sociólogos norteamericanos llaman “la filantropía moderna”… Su primera modalidad, fue la creación de las oficinas de relaciones públicas, ingeniosa red en que se pescaron y castraron muchos valores intelectuales [...] Luego aparecieron los concursos literarios y artísticos que, como ya comienza a ser de dominio público, no se proponen fomentar y difundir la cultura colombiana, sino amaestrarla y dirigirla. [...] se engaña al público, se escamotean los mejores valores y se trata de inducir a los trabajadores de la cultura a transitar por las rutas prescritas e invariables de la peor tradición.14

Esa filantropía prevaricó sobre todos los campos de expresión y a la cual – en su vertiginoso desarrollo corresponden y obedecen hoy la industria editorial, los Salones del Libro y los Premios, Bienales, 14 Jorge Zalamea, “Respuesta a la encuesta de Letras Nacionales”, Letras Nacionales, n° 9, julio-agosto de 1966.

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Salones, Ferias y Concursos artísticos y literarios – contribuyen desde los comienzos de la Guerra Fría las diversas agencias internacionales y los patéticos cancerberos de una minoritaria clase dirigente, sin principios, sin ética ni estética alguna.15 Y, de unos treinta años a esta parte, las mismas agencias norteamericanas, las mafias caseras o internacionales y la narcoaristocracia, fruto esta última del nepotismo tardo-colonial y legitimista. El resultado de hoy es el mismo de ayer: neutralización del contenido subversivo de la obra artística, imposición monopolística del libro u objeto de arte como producto de consumo o de inversión, desvirtualización del texto, ninguneo de obras y libros, marginación de escritores y artistas de valor. En síntesis: censura institucionalizada, consagración a ultranza de los artistas y escritores de régimen que escriben sólo cuando no gerencian instituciones culturales, dirigen suplementos literarios, se desempeñan en embajadas y organismos oficiales. Resulta mentiroso hablar en Colombia de ‘ceguera’ de la crítica cuando se sabe que no hay nada casual en los proyectos de las clases altas colombianas ni en los designios imperiales de los Estados Unidos. Éstos responden a hechos bien definidos en la cúpula del poder y son paradigmáticos de la historia reciente. Pongo como ejemplo la flamante y tendenciosa Modernidad impuesta, en arte, arbitrariamente por Marta Traba y &, con y desde Mito,16 El Tiempo y la Radiotelevisora Nacional – canales informativos del poder – y a la actividad “modernizadora” del cubano José Gómez Sicre. Éste, desde la dirección de artes plásticas de la Unión Panamericana en Washington, la avalaba, sin olvidar la importancia de la agresión a la cual sometieron al país y al continente entero, la política y la cultura de la Guerra Fría o desconocer el significado de la intervención (en positivo y negativo) de los dos críticos. Se trata de un capítulo aún en espera de la correcta valoración, debido a la devastadora campaña de-

15 Hasta comienzos de los años Setenta los Premios Nacional de Arte y Novela son ejemplo: los financiaban las multinacionales Propal-Cartón de Colombia y Esso Petroleum Co Ltd v Mardon. Las Bienales de Gráfica y Grabado de Cali y de Arte de Medellín, Propal-Cartón de Colombia y Coltejer y Cía. Respectivamente. Alvaro Cepeda Samudio, “Arte subvencionado” (1961) en ACS, Antología (Selección y prologo Daniel Samper Pizano), El Áncora, Bogotá, 2001, pp. 167-169. 16 Cfr. Jacques Gilard, “Para desmitificar a Mito”, Estudios de Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín, n° 17, 2005, p. 13-58 y en su versión definitiva en Fabio Rodríguez Amaya (ed.), Plumas y pinceles II. El grupo de Barranquilla: Gabriel García Márquez, un maestro – Marvel Moreno, un epígono. Bergamo University Press, Bergamo,2007, pp. XXXV-LVXX.

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satada por ella desde su llegada a Colombia, de mano de Alberto Zalamea Costa y protegida por la plana mayor del Establecimiento. Y pongo el ejemplo del arte pues los pintores y escultores fueron los primeros en apersonarse de este asunto y porque, si se hace excepción de uno que otro francotirador y excelente crítico literario como Ernesto Voelkening, Rafael Gutiérrez Girardot o Eduardo Camacho Guisado, la crítica literaria, entre el agudo Baldomero Sanín Cano y el lúcido Hernando Téllez –no obstante algunos reparos en este último – era inexistente y lo sigue siendo. Quienes se improvisaban tales se limitaban (y se limitan) en el 99% de los casos a practicar el ditirambo y el capitalino uso del bombo mutuo. Principalmente desde Lecturas Dominicales de El Tiempo – de familia presidencial – cuyo nepotismo es garantía de obediencia a los designios establecidos por los oligopolios del mercado del arte y de la industria editorial. Además, porque la Modernidad – me resulta obvio – no podía limitarse a la de Pollock, Rothko, Malraux, Malaparte, Pound, Hesse, Oldenburg y el Pop. Marta Traba inteligente y erudita (a quien prefiero como novelista y lectora de literatura), en su papel de crítica de arte arrasó con la producción de pintores y escultores de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a un grupo irrisorio de artistas, pues no pululaban en Colombia: Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Sergio Trujillo, Débora Arango, Luis Alberto Acuña, Luis B. Ramos, Gonzalo Ariza, José Domingo, Josefina Albarracín, Ramón Barba y Hena Rodríguez. Éstos se habían lanzado a la búsqueda de expresiones autónomas y originales, navegaban al garete en un país también a la deriva “sin ignorar lo que ocurría en Europa pero sin repetir lo europeo”, como explicita Álvaro Medina.17 Y, ella, con soberbia y despotismo, arrolló también a los artistas emergentes que no pertenecieran a su conventículo y, ante la ausencia de un Establecimiento ignorante e inerme en campo cultural y artístico, fue fundadora de la que no debería ser una institución privada: el Museo de Arte Moderno. Pasando sobre cadáveres excelentes, canonizó a un grupo de artistas que no necesitaban de una papisa para ser consagrados, pues ya eran artistas con poéticas y lenguajes personales y con una producción consolidada: Obregón, Negret, Ramírez Villamizar, Botero, Grau, Porras, Roda y Wiedemann. La bella y facciosa discípula de Jorge

17 Álvaro Medina, El arte colombiano de los años veinte y treinta, Premios Nacionales de Cultura-Colcultura, Bogotá, 1994.

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Romero Brest, con sus sumisos seguidores dictó ley hasta alcanzar el control de los puestos estratégicos y fallar sobre qué era (y es) o no, arte en el país. Si bien en Colombia una autocracia conculcadora define cauces y corrientes, son un número suficiente a testimoniar la validez de quienes no se han plegado a tales imposiciones. Un lector atento del arte y la literatura realizadas en Colombia desde mediados de los Sesenta hasta mediados de los Setenta se encuentra (en ausencia de una escuela crítica, laica e independiente) frente al exordio de un escaso número de artistas y escritores que, en la mayoría de los casos y por elección, para contar y novelar, ‘imaginear’ o teatralizar, danzar o filmar, se arriesgaron, a pesar del medio hostil, a la innovación, al experimento, al cambio. Se lanzaron en la difícil empresa de aprehender la ‘carpintería’ literaria, tan pregonada por García Márquez, a fin de conocer la lengua, de elaborar lenguajes. Al mismo tiempo se refutaron a seguir compilando catálogos de horrores, y a ser cómplices de la subcultura de cierta academia o de las populacheras e insípidas telenovelas. Todo lo contrario de lo hecho por los cantores de la eterna República criolla, con la necesaria aclaración de que ellos, algunas veces, confeccionan productos formalmente de buena factura, como ejemplifican Gonzalo Arango, Juan Gustavo Cobo Borda o Fernando Vallejo. Darío Ruiz (Medellín, 1935) y Luis Fayad (Bogotá, 1945) – los invitados de honor de este coloquio – representan desde extracciones, ideologías y perspectivas diferentes, una innovadora forma de narrar. Esta se impuso, desde un comienzo, ir más allá de las verídicas historias de nuestros bisabuelos coroneles y de nuestros primos extraviados en las junglas de Brooklyn y Manhattan, las primeras en Colombia con auténtico aliento universal. Desde un comienzo los protagonistas de este viaje a lo desconocido se apersonaron con pasión y lucidez de los cambios ineluctables propiciados por Buendías adánicos, Padres déspotas, Hermanos incestuosos, Celias pútridas, Gringas cienagueras, Tigres rayados, Caseras empalmadas en las Chambacús abandonadas. Cambios trascendentales en su momento distantes también de los engolosinados Tipacoques. Para no hablar de los Juan Valdés paisas y santandereanos entronizados (en ausencia de indios y negros, mestizos y mulatos) como imagen-símbolo Nacional del país criollo. Un reducido número de émulos de la mejor tradición de la narrativa occidental – y de la latinoamericana de esos años – comenzó a hacer de nuestro país un terreno apto para cosechar, y promovió la tradición renovadora en que protagonistas

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eran los nuevos narradores. Se trata, quizá, de una tradición, por lo que atañe la cultura popular, bien enraizada en los cancioneros y romanceros peninsulares, tan bien representadas por juglares, cuenta cuentos y acordeonistas (lo que ahora llaman pomposamente Vallenato)18, porros y cumbias, bullerengues y gaitas, boleros y corridos. Por lo que atañe nuestras cultura, literatura y artes por la declarada adopción del mestizaje de lenguas, lenguajes, estilos, influencias y tendencias estéticas extranjeras muy bien asimiladas. Y la recuperación de lo nuestro. De lo prehispánico. De lo afroasiático. De lo afroamericano. Si Colombia fuese un ente monolítico y si por demás no contase con un pasado de pesadilla, otro sería el cantar. Sin embargo, es la realidad y no la probabilidad la que cuenta. Por eso mismo resulta imposible hablar de Literatura Nacional y aceptable hablar de literatura colombiana o, mejor, escrita por colombianos pues una pregunta (la más primordial posible) surge automática: ¿Qué acomuna a un paisa, un cachaco y un costeño entre sí y qué acomuna a éstos con un llanero, un opita y un pastuso? Sin necesidad de adentrarse en esos laberintos, valdría la pena reflexionar, para poder entender finalmente, cuales son las diferencias y las semejanzas de una guabina y un currulao, de un joropo y un mapalé. Para precisar dónde se hallan “la unidad en la diversidad”, como la define Borges, o “la tradición de la ruptura” como la enuncia Paz. Quizás de ese ‘residuo inmutable’19

18 Sobre este argumento Egberto Bermúdez, Jacques Gilard, y Consuelo Posada, entre otros, han realizado trabajos de sumo interés. Gilard desentraña bien el papel jugado por García Márquez en este asunto en “Veinte y cuarenta años de algo peor que la soledad”, Rumbos, Neuchâtel, 1988. (Reeditada Ed. Nueva Epoca, Bogotá, 1988, 60 pp.).Véanse además, por la importancia del argumento, Jacques Gilard, “Vallenato: ¿Cuál tradición narrativa?”. Huellas, Barranquilla, Universidad del Norte, n° 19, 1987, p. 60-68. “¿Crescencio ou don Toba? Fausses questions et vraies réponses sur le vallenato”. Caravelle, Toulouse, n° 48, 1987, p. 69-80. “Le vallenato: tradition, identité et pouvoir en Colombie”, en: Gérard Borras (dir.), Musiques et sociétés dans les Amériques, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2000, p. 81-92. Consuelo Posada, Canción Vallenata y tradición oral. Caravelle, Toulouse, n° 50, 1988, p. 227-231. Egberto Bermúdez, “Por dentro y por fuera: El vallenato, su música y sus tradiciones escritas y canónicas”, Musica popular na America Latina: Pontos de Escuta, eds. Martha Ulhoa, Ana Maria Ochoa, Porto Alegre: Universidade Federal do Rio Grande do Sul/IASMP, 2005, pp. 214-45. “¿Qué es y qué y qué no es vallenato?”. (2004). Egberto Bermúdez. Historia, Identidades, CulturaPopular y Música Tradicional en el Caribe Colombiano, Editores: Hugues Sánchez y Leovedis Martínez, Ediciones Unicesar. Universidad Popular del Cesar, Valledupar, Colombia. 19 Teorizado por Francesco Saba Sardi (Trieste 1922-Milán, 2012) principalmente en La perversione inesistente ovvero il fantasma del potere, Milán, La Salamandra, 1977.

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dependan, desde sus raíces más profundas, los elementos de unificación identitaria de lo colombiano, así como también expliquen la urgencia por historiar y relatar, musicar y danzar, recrear o representar. En suma, todo lo que hace de nuestro país, también marcado por la creatividad y la imaginación, una tierra de narradores y narraciones. Justo en esa década de los Sesenta es significativa la convergencia entre la sucesión de eventos históricos en grado de definir un cambio de época y la inequívoca transformación de la letra y la solfa en Colombia. Me refiero a la publicación, en 1962, de La casa grande, Los funerales de la mamá grande, Respirando el verano, El día señalado en correspondencia con el Premio del Salón Nacional a Violencia de Alejandro Obregón, la aparición del primer tomo de La Violencia en Colombia de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna y cinco años más tarde, en 1967, de Cien años de soledad.20 Me limito a recordar, entre éstos, la crisis de Bahía Cochinos, la Declaración de Punta del Este y el bloqueo internacional a Cuba; la Alianza para el Progreso de Kennedy; la primera visita a Colombia de Paolo VI (y primera también de un Papa en la historia del continente americano), los movimientos de liberación nacional; la gira latinoamericana de Rockefeller y su corte; el ignominioso sacrificio (¿o asesinato?) de Camilo Torres en Colombia compartido entre la jefatura guerrillera del ELN y las Fuerzas armadas, y la de Che Guevara compartida entre sectores del PCB, la CIA y el ejército boliviano; el despertar mundial del movimiento estudiantil; la primavera estaliniana de Praga; la fundación de la Casa de la Cultura en Bogotá; la primera militarización de la Universidad Nacional; la Teología de la Liberación, y la trampa pseudo democrática del Frente Nacional que en Colombia definió el fracaso del oficialismo bipartidista. Lo urbano y citadino introducidos, principalmente por Fuenmayor, Zalamea, Téllez y Cepeda Samudio, era ya un patrimonio en fase de vigorosa y juiciosa consolidación. Con nuevo aliento comenzaron a escribirse cuentos y novelas urbanas adscritas a un país ya inscrito de lleno en la tercera Modernidad y se estimulaba así un diálogo a la

20 Y en el intervalo, cito: Manuel Mejía Vallejo, El día señalado; Manuel Zapata Olivella, Chambacú, corral de negros; Fanny Buitrago, El hostigante verano de los dioses; Aurelio Arturo, Morada al sur; Antonio Montaña, Cuando termine la lluvia; Diego Montaña Cuéllar, Colombia: país formal y país real (1963); Álvaro Mutis, Los trabajos perdidos; Jorge Zalamea, El sueño de las escalinatas (1964); José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle; Héctor Rojas Herazo, En noviembre llega el arzobispo; Pedro Gómez Valderrama, El retablo de Maese Pedro (1967).

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par con la literatura mundial. Responsables fueron Luis Fayad y Darío Ruiz Gómez, con los exponentes de un conjunto de escritores de primer orden. Se trata de una promoción de autores que asumieron, sin paternalismo o sombra de compunción redentora, la difícil tarea de adoptar y adaptar la existencia alienada, el acontecer rutinario, la alegría y la desesperanza, los fracasos y los logros de los desposeídos de Bogotá o Medellín, Cali o Barranquilla, Cúcuta o Leticia. El marco espacial eran ciudades aún en vísperas de convertirse en urbes, y de pueblos y aldeas desconocidos y periféricos. Los narradores emprendieron su tarea sin renegar de la melancolía, la nostalgia y el desencanto. Sin tampoco echar mano a recursos fáciles. Mientras narraban soledades, amores y desamores, luchas y abandonos, riquezas y miserias, apelaban al humor, al lenguaje del sobresalto, de la alarma, de la duda. Mientras escribían, reflexionaban sobre las herramientas de la escritura y sobre la escritura misma, y no se limitaban a observar la realidad circunstante por encima del hombro. La registraban y recreaban sin darse golpes de pecho ni adoptar tonos paternalistas. Todo lo contrario: lo hacían en voz alta, con modesta arrogancia, recurriendo a la poesía, modelando la palabra y dando rienda suelta a una imaginación y a un imaginario acentuados por el cine y las innovaciones narrativas impulsadas por los nuevas tendencias artístico-literarias internacionales y por los media en el momento álgido de su crecimiento y desarrollo. Sin olvidar los altos niveles de formación, estudio y conocimiento alcanzado por estos escritores y artistas y la avidez demostrada por la filosofía y las nuevas ciencias. No se trataba de llana hibridación como quisiera alguna crítica amañada. Por el contrario, eran ya productos genuinos y para nada simplistas que muestran cómo los narradores postergaban de algunos años, la exploración de territorios menos hostiles y más generosos como el fantástico, la novela negra y la novela histórica. No era (ni es) sencillo afrontar la ardua y sorpresiva realidad cotidiana, bella y tierna cuanto violenta y despiadada, prioritaria en un clima generalizado de carencias y atrasos, como era el de Colombia, sumida en la emergencia y la zozobra. Y si narradores y artistas le cerraban la puerta a la realidad circunstante, ésta se les colaba por la ventana hasta convencerlos de la necesidad de resolverla literaria y artísticamente. Acontecía, también por falta de capacidad autocrítica y por la inexistencia de una escuela crítica sólida, laica y responsable. Por esto mismo se ha prestado a especulaciones, y favoreció en ese momento la institucionalización del rótulo Literatura de la Violencia así como pronto se oficializaría la endeble etiqueta Realismo Mágico. Ró-

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tulos cómodos que tanta confusión han creado, útiles para justificar una tradición sin pasado y salir del paso en la tentativa de canonizar de manera simplista los que los estamentos de la cultura oficial consagraron como la Literatura Nacional. No obstante, las perspectivas planteadas por algunos, fue diferente e implicaba mayores riesgos, incluso el de la marginalidad y el exilio. A distancia de una década de su aparición pública, hecha con memorables cuentos y relatos que tanto interés suscitaron (y siguen suscitando) en el panorama estreñido de la literatura colombiana, Hojas en el patio (novela, 1979) de Darío Ruiz Gómez, Los parientes de Ester (novela, 1978) de Luis Fayad – y la sólida producción sucesiva – los consagraba como exponentes de relieve de la literatura escrita en Colombia a partir de la década del Setenta, y los veía todavía tan cercanos y siempre más distantes de la irrepetible y sorprendente Macondo. Sus últimos libros publicados, la novela Regresos (2004) de Luis Fayad y Crímenes municipales (2009) de Ruiz Gómez, muestran con creces el resultado de la talentosa y callada labor de uno, en Medellín, y el otro, ya en Barcelona y luego en París y Berlín. Los dos auto-exiliados y con pocos interlocutores en una Colombia campechana, desertizada en campo artístico-cultural. Era, desde la óptica oficial, más urgente poner en marcha el Estatuto de Seguridad como aval de la represión y así poder desencadenar también la persecución y el encarcelamiento de intelectuales,21 mantener en la cuerda floja a una población siempre más incierta para domesticarla en la convivencia con la Violencia institucionalizada. ¿Cómo no poner de relieve la importancia de Compañeros de viaje (1991) ese imprescindible ejemplo del verdadero arte testimonial cual es la novela de Luis Fayad? La obra de estos “cantores de la ciudad moderna”,22 poco ha de envidiar a la de algunos predecesores y reconocidos maestros. A ésta se suman un buen número de títulos y autores que destacan tanto

21 Cómo no recordar, entre los muchos, y por cercanía de afinidades y elecciones de mi período universitario – compartido con Luis como estudiantes en la Nacional de Bogotá y dadas las frecuentes visitas de Darío a Carlos Granada, Umberto Giangrandi, Augusto Rendón y otros en Bogotá –, a amigos y profesores víctimas de la dura represión y encarcelados en “La Modelo” como Carlos Álvarez, Carlos Duplat, Eddy Armando, Patricia Ariza, Feliza Burztyn, Amalia Samper… 22 Durante la revisión de este trabajo para su publicación, utilizo la feliz intuición de la joven Virginia Capote, de la Universidad de Granada, en “Compañeros de viaje de Luis Fayad. Un retrato sociocultural de la Bogotá de los Sesenta”, en Revista de Estudios Filológicos, nº 25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921, consultable en: http://www.um.es/ tonosdigital/znum25/secciones/estudios-07-companeros_de_viaje.htm-_ednref1

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cuanto los nombrados. Un balance prudente permite aseverar como, en una buena cantidad de casos, se trata de narraciones que sacuden el alma por su temple poético, la osadía escritural y el vuelo imaginativo. Las acomunan hasta los escenarios y los ámbitos, pues acontecen en familia, en la cama, en la casa, en el patio, en el baldío, en el cafetín, en el pueblo, en el autobús, en el cine, en el lupanar o en la barriada. Los espacios sin tiempo usados para temporalizar y destemporalizar la nueva palabra en mano de estos contadores de historias son el de la calle tumultuosa, las aceras sucias de la Avenida Jiménez y Chapinero o de historias vividas entre La Soledad y El Recuerdo; los parques inexistentes de Guayaquil y Estación Villa; las desvencijadas y provisorias construcciones de Terrón colorado y El Albujón; el Barrio bajo de Kid Pambelé en Barranquilla, (la Barranquilla de Ángel Lochkart y Miguel Falquez-Certaín) o el Barrio Nariño de Joe Arroyo en Cartagena, (la Cartagena de Cecilia Delgado y Alfredo Guerrero). Y la acción, sin adherirse a la estética camp o queer, irruida con prepotencia desde San Francisco, Chicago y Nueva York, se desarrolla a son de bolero y tango, con los júbilos y los lamentos de la Sonora Matancera, los Corraleros del Majagual y “el jefe” Daniel Santos. El rock, el Bosa Nova, las ocurrencias de Cantinflas y Tin Tan, en presencia del Enmascarado de Plata y Condorito, Jorge Negrete y María Félix. Sin dejar de lado Batman, Mafalda, Mandrake y Charlie Brown. Y el desencanto y la alegría, el dolor y la ira. Eso sí, sin torpeza o patetismo. Con un refinada elaboración de los textos escritos con pasión, sabiduría y oficio de los más altos. Bajo la sombra benéfica de Faulkner, Hemingway, Camus, Nabokov, Felisberto, Borges, Rulfo, Chejov y Pavese. Pero con la sorpresa de la actualización heredada de los nuevos tiempos de entreguerras y la impelente urgencia de entrar en sintonía con la hora del mundo, la de la guerra fría, la del imperio, la de las guerras y guerritas que azotaban al mundo con el consenso de la ONU. Sin olvidar que esa época la re-fundaban la Beat generation en los Estados Unidos, el Nouveau roman y la Nouvelle vague en Francia, el Nuovo realismo en Italia, la Nueva Trova y la Nueva Novela Latinoamericana. Fayad y Ruiz Gómez comenzaron pronto a incorporar los códigos juveniles de adolescentes en formación, de estudiantes de bachillerato y universidad y en cuanto cantores urbanos, integran el octavo visible del iceberg de la nueva promoción (no generación) de escritores y artistas en Colombia. Sin equívoco alguno, de quienes presenté al comienzo, como representantes de aquellos capaces de apropiarse

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del “testimonio” como respuesta. No son escritores de testimonios o de denuncia, ni subintran en esas etiquetas. Hablo de artistas desgarrados, pero no desarraigados. De escritores capaces de leer una época, un país, el mundo y, si es preciso, participar en la ardua tarea de recrear al hombre y, no sólo al colombiano. Si en los escritores mayores, que por estos años estaban consolidando su obra, los temas dominantes eran la violencia (política principalmente), la incapacidad de amar, las dinámicas del poder, las diatribas pluriseculares, la soledad y la muerte, cuando Ruiz Gómez con Señales en el techo de la casa (poesía, 1974) y Para que no se olvide su nombre (cuentos, 1974) y Fayad con Los sonidos del fuego y Olor de lluvia (cuentos, 1968 y 1974), se presentaban ante el público lector, el espectro se ampliaba y proliferaba. Mas no se quedaron en los límites del buceo temático y estilístico. Se adentraban en profundidades técnicas, poéticas, lingüísticas cada vez mayores, gracias, sin duda, a la transformación de la sensibilidad operada por sus narraciones en quienes deveníamos sus lectores secretos y entusiastas, y ante el desprecio reservado para ellos por el corifeo de la cultura oficialista. Ellos y sus coevos comenzaban – especular y diversamente de García Márquez – por adentrarse en lo íntimo, en lo culto, en lo tierno, en lo amargo, en lo pasional, en lo crítico. Ahora piensan la ciudad y no piensan en la ciudad; hablan de carne y saliva, se responsabilizan de vehicular nuevos códigos urbanos y literarios, así como lo hacían ya con sus temáticas. Cuentan el cuento con un lenguaje directo y exacto. Como aprendieran también del neorrealismo italiano, del existencialismo francés, de los maestros de las letras continentales, con todos los excesos agazapados entre amor y muerte, soledad y amargura, triunfos y fracasos. Y desesperanza. Sin mistificación alguna. Estas narraciones se alejaban de una Colombia canónica en literatura, de una Latinoamérica mágica, tipista y preindustrial y los espacios dejaban de ser hiperbólicos o alegóricos para devenir signos de la nuevo. La historia dejaba de ser telón de fondo. El tiempo ya no era el de la eternidad. El humor negro no era más un expediente retórico y devenía cotidiano. Lo grotesco y lo carnavalesco no lo protagonizaban un general desalmado y pedófilo o un terrateniente corrupto y grotesco. Tampoco su literatura es la de un marinero atolondrado, sin nave y sin mar. Por el contrario, estos narradores y poetas se instalan en una Colombia hasta entonces encubierta y negada, como también en el mundo de la carrera espacial y armamentista, sin dejar de ejercer la crítica a través del ejercicio de la palabra.

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Esta promoción de narradores-poetas emprende nuevos derroteros y entre ellos resulta siendo un deber leer, estudiar y citar a Eutiquio Leal, Marvel Moreno, Álvaro Medina Amarís,23 Alba Lucía Ángel, Arturo Alape, José Stevenson, Germán Espinosa, Oscar Collazos, Héctor Cruz Kronfly, Umberto Valverde, Alberto Duque López, Carlos Perozzo, Fanny Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Roberto Burgos Cantor, Antonio Caballero, Rafael Humberto Moreno Durán, Nicolás Suescún.24 En un comienzo se trató de fuegos artificiales con resultados admirables. Mas no todos dieron la medida y algunos se fueron rezagando hasta perderse por el camino. Varios adoptaron el modelo del velocista cuando se requería la preparación del maratonista. Mas, justo a partir de 1967, (mientras en Macondo desde tiempos inmemoriales se inauguraba el mundo) estos narradores se arriesgaban a darle un largo e improrrogable adiós a la misma Macondo. Sin embargo, una crítica mediocre empezó a predicar el mal de ‘macondismo’, como justificativo para anular estas voces jóvenes y rebeldes, graves y sobrias, desmitificadoras e insolentes. A ellos se les condenaba (en un país adormecido) la osadía, la audacia y el rigor. A mala pena treintañeros, y casi todos oriundos de provincias y no de la capital, se apersonaban con arrojo y nervio de esa intricada e inefable realidad llamada Colombia y, sobre todo, de sus gentes. Con estos escritores el drama trasegaba en tragedia. Sin horrores gratuitos, con la voluntad de no caer en la trampa de los tropicalismos baratos o de resbalar en el cuento chino de las hechizadoras y patéticas radionovelas. Ante todo con humor y con guiño mordaz, mesurado y certero. Y, con dolor. Decía que con estos cantores cuenta cuentos el espectro se amplifica y prolifera en los terrenos de una América sin duda alguna barroca, y para nada mágica. Porque es en ella donde encuentran sus raigambres aún tímidas e inciertas la novela histórica, la narración 23 Del también maestro historiador, curador y crítico de arte en Colombia, permanece aún inédita su novela Papá rey, finalista del Premio Seix-Barral con Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, sobre quien recayó el veredicto final del jurado. 24 Autores nacidos entre 1935 y 1950 incorporados por Isaías Peña en la que ha definido Generación del bloqueo y del estado de sitio (Bogotá, Ediciones Punto Rojo, 1973). So pena de errores u omisiones incluyo a Roberto Ruiz Rojas, Jorge Valderrama, Gustavo Mejía, César Valencia Solanilla, Armando Romero, Humberto Tafur Charry, Enrique Posada, , Ricardo Cano Gaviria, Héctor Sánchez, Policarpo Varón Ramírez, Jairo Mercado, Humberto Rodríguez Espinosa, Luis Ernesto Lasso, Benhur Sánchez y el primer Germán Santamaría.

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fantástica, la ciencia ficción y los géneros y subgéneros cultivados por los escritores de las siguientes promociones. Han sido esos cantores de la modernidad quienes, con precedentes tan importantes como los sentados por la innovadora escritura urbana de los barranquilleros José Félix Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio (Todos estábamos a la espera, 1954), y la más recatada pero reveladora del bogotano Hernando Téllez (Cenizas para el viento, 1950), se apropiaban de lleno del espacio-tiempo de la ciudad. Actuando así, daban inicio al lento y complejo proyecto de configurar arquetipos sobre la base de una seria búsqueda de nuevos códigos expresivos, de estructuras espacio-temporales, de lenguajes inéditos, de ideas de renovación y de cambios radicales. Ácratas en literatura, pues es en la escritura donde radica su quehacer y es a través de ella, el modo mejor de dar voz a todos aquellos a quienes les ha sido extirpada. La violencia, sin duda, sigue permeando la narrativa de esos años, es cierto, pero sólo en la mediocre Literatura Nacional prevarican la truculencia y la improvisación. Protagonistas de esa hórrida Literatura de la Violencia siguen siendo todavía civiles potentes y militares exiliados, carniceros de las guerras civiles en algunos territorios desolados de Colombia. Mientra actores de cuentos, relatos y novelas de los años Setenta, de Ruiz Gómez, Fayad y sus compañeros de viaje, comenzaban a ser bandoleros y guerrilleros ocupados en luchas impares; revoluciones aventadas y revolucionarios de boina guevarista; revolucionarios de París y Buenos Aires; revolucionarios de café y de pacotilla; campesinos que corrían detrás de abanderados sin tricolor de un exiguo proletariado urbano. Era también la clase media de empleados y cuellos blancos, maestros y oficinistas, estudiantes sin recursos ni futuro asegurado, obreros desempleados, mineros agobiados, pueblerinos sin pueblo o citadinos sin esperanza. Y el lumpen-proletariat tan bien manejado por Ruiz Gómez y Fayad. Desde entonces en Colombia ya había también protagonistas negros, indios, mestizos, mulatos e inmigrantes. Actores dejaron de ser lugares comunes, adolescentes desvalidas en ascenso al cielo en cuerpo y alma entre nubes de mariposas amarillas, para transformarse en mujeres y niñas abandonadas a su suerte; adolescentes enamoradas y soñadoras; estudiantes y burócratas; empleadillos y rumberos; tinterillos y teguas. Protagonistas son ahora hombres poseídos por la soledad humana, de los que pasan con un pan al hombro y la tristeza en el otro, de los que andan tras los rastros del padre para matarlo. Todos aquellos a quienes el aparato represivo y policial les reserva la persecución y la mazmorra. La mayo-

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ría a quien el alcohol y el tabaco despachado por el Gobierno les garantizaba (y garantiza) la evasión, la enfermedad y la ignorancia. Melancólicos desterrados del campo a la ciudad iban dando el paso a exiliados en la ciudad misma, a habitantes de suburbios y clientes de prostíbulos; a despechadas coperas de bar y cuchilleros de cuchillada trapera; hembras de cualquier rango y condición, no más frutales, ni con mastodónticos bullarengues, senos papayeros o genitales montaraces. Se abren paso mujeres sencillas, mujeres ansiosas, jóvenes rijosas, hedonismo y sexo, erotismo y amor, prostitución y sordidez. Emergen los despojados, los expoliados, los desheredados y los seres de sueños truncados; el obrero y el voceador; el campesino incorporado a la gran fábrica; los gamines, las niñas-prostituidas por pajarracos y pajarracas de mala ley, y las putas-putas. Al final, toma cuerpo un catálogo de protagonistas que nada tiene que ver con la literatura publicada y catalogada por las inexistentes editoras en la Colombia de los Setenta, por obra del monopolio jesuita. Monopolio arrogante, blindado por un inaudito concordato al cual se suma un moralismo de pacotilla. Y la culpa para los más. Esta narrativa se extendía a las atmósferas de la incomunicación urbana. Accedía, en fin, a inquilinatos de fortuna y cuchitriles de mala muerte; iglesias y cementerios; ferias y carnavales; a boxeadores y reinas de belleza; a pillos y ladronzuelos; a cantantes de medio pelo y bribones de ocasión; a baretos y camajanes; a jugadores de billar y artesanos pueblerinos; a malandrines y gentes del común. Sin dejar de lado, bachilleres y soldados, camioneros y albañiles, curas y aduaneros. Ni regresos tristes del extranjero a ciudades adormecidas, o a mujeres insatisfechas de la clase alta; mañosas de la clase media; resignadas de las clases pobres y a un vasto elenco de aspectos para nada tratados hasta entonces por cuenta cuentos y narradores. Cómo resolver las dudas puestas por la gravedad o la sencillez de la existencia. Qué hacer ante las incertidumbres planteadas por la fe en un Dios que abandona su rebaño en un país católico cuyas instituciones religiosas no se transforman ni evolucionan. Seguir o no las rutas trazadas por políticos-gamonales interesados sólo en aumentar sus bienes personales y atareados en seguir entregando impunemente el país a las potencias extranjeras. Tomar o no otros senderos ante la incapacidad de administradores y gobernantes. Comunicar o retener, deyectar o metabolizar las desigualdades sociales y económicas, de salud, educación y vivienda. Cómo oponerse a modas impuestas y actualizar las propias actitudes personales ante tradiciones, cambios, innovaciones y retrasos en las esferas de la cultura y de las relaciones

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interpersonales. Desconciertos, depresión, alienación, cosificación, reificación, contradicciones, litigios, tristezas y desmanes incrementaban las cuestiones sobre las cuales se abrían las coordenadas de espacio, tiempo, sistemas y técnicas, personajes protagonistas y comparsas, héroes y antihéroes elaborados por estos narradores protagonistas, también ellos, de las primeras décadas del mal llamado boom pero con los protagonistas de este último gozando cada día de mayor prestigio, fama y reconocimiento internacionales. Sin embargo nuestros nuevos juglares no se daban por entendidos y día tras día se distanciaban más y más de Macondo y Comala, Yoknapatawpha y Santa María. Cada uno, a su modo, apuntaba esfuerzos en el oficio de la escritura, el conocimiento y el dominio del idioma, las estructuras, los cronotopos que les permitieran resolver, con lenguajes y estilos personales, cómo contar una historia bien contada y exenta de artificios improvisados. Sin olvidar el paso a la era del rock, los hijos de las flores, la marihuana y el LSD, pues no existían (ni existen) sólo las reivindicaciones sociales y políticas de carácter individual o colectivo sino habían irrumpido de manera prepotente la droga, el amor libre, el ansia de liberación, el feminismo histórico y el feminismo histérico, el gaysmo y el lesbianismo, las bandas juveniles, la violencia urbana, la contestación gratuita, la evasión, la rabia, la revolución y la alucinación. A esto se unen las contradicciones, la promiscuidad, las plagas confeccionadas en Alabama o Zürich, las nuevas peñas y la nueva canción latinoamericana, las iras de dogmáticos y fundamentalistas Es, si se me permite, una narrativa sin mitos trajinados. Precisamente porque, como enseñó Cepeda Samudio (de manera ejemplar y diferente a Gabriel García Márquez), se trabaja desde el mito y no con el mito. Estos autores realizan, como el maestro barranquillero, un esfuerzo inmane en la elaboración del pensamiento mítico. O, al menos, es una literatura que, si no se encuentra lejos del mito, sí lo está de lo inverosímil y también de lo sobrenatural. Es ya una literatura anclada en la crónica, distante de esa componente mágica, tropical y exótica – plagada a veces de tonterías y ocurrencias – con la cual se solaza a los europeos y donde éstos se regodean. Es ya una narrativa sin vírgenes anhelosas de ser desvirgadas por el solo temor de conocer su cuerpo y no re-conocer sus dotes capitosas y ferinas. Como también se trata de narraciones sin gitanos ni turcos atrapados por atanores que nos hicieron soñar a muchos y olvidar a todos la nueva violencia de narcos, contrabandistas y marimberos, pero mantener el empeño en cambios y revoluciones. Con o sin lucha armada,

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en medio de ideales, mezquindades y sectarismos, partidos dogmáticos o infantilismos irresponsables y suicidas. En otras palabras: en medio de la duda, de la alucinación, del desconcierto y del arrebato utópico. Y de la culpa, para los más. Una narrativa, ésta de un país dizque del “tercer mundo”, despojada de mistificaciones como, en cambio, instauraron a toda costa – incluidas la falsa moral, la revolución de fachada, el erotismo y la liberación sexual – periódicos y revistas pseudo democráticas con ínfulas metropolitanas de décadas anteriores. Una narrativa, la de los Setenta – aclaro – que no halla todavía origen en la industria y su entorno, en el desarrollo del capital ni del mercado, ni son los lugares productivos los que las diseñan. Son cuentos y novelas, relatos y poemas en prosa, erigidos en geografías y cosmografías del corazón y la razón, inexploradas hasta entonces. En ellas cuenta la visión de micro realidades, de imágenes captadas con lupas y microscopios y en las cuales se contrae y se dilata el tiempo (hasta dislocarse) y los espacios se disocian (como la psique, como el alma) hasta convertirse en nebulosa. En estas nuevas historias, tras las técnicas realistas, todo se convertía en elemento constitutivo dominante, gracias al empleo de un idioma ágil y a la incorporación de lenguajes ya no más centrados en leyendas fundacionales de ningún tipo. Son, desde esos años, narraciones del ser y estar, del aquí y el ahora, de efectos y no de causas, de hechos y no de fenómenos, de amores migrantes y amores drogadictos, de suicidios alucinados y homicidios alcohólicos, En suma, de revoluciones y no de involuciones o implosiones. Historias contadas sin facilismo, so pena de caer en el olvido, como ha acontecido (y acontece) con muchos: llegados a la cita del primer cuento, luego no dan la medida: naufragan en los ciénagas de la propia retórica, se desvanecen y se aplican en el correveidile, en el chisme, hasta que, por suerte para ellos mismos, libreros y lectores: desaparecen. Los escritores de esta promoción (nacidos todos entre 1930 y 1950) viven su presente obligados por las circunstancias socio-políticas y culturales; distantes del pasado próximo de las vanguardias que a mala pena nos habían rozado en Colombia y, en mínima parte, fueron asimiladas en un país académico, apostólico y yanqui en sus vértices políticos y en la cúpula de los mama-santas del arte y la literatura. En ese presente, en ese aquí-ahora de los nuevos narradores y juglares, hay un protagonista de excepción: el gran ejército de explotados, humildes y pobres, numéricamente mayoritarios en Colombia, los cuales a mala pena sobreviven en medio de las dificultades generadas por una oligarquía sin pedigrí y una burguesía sin títulos. Una

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clase ésta, empeñada en hacer trastabillar la industrialización e hizo naufragar de manera definitiva la Reforma Agraria. Y el auténtico progreso, no sólo medido en dinero y bienestar material. La nueva promoción de narradores surgidos en los años Setenta volvió su mirada hacia esas mayorías y asumió la responsabilidad de no gambetearlos. Y se abrió paso en un país sin editoras, sin revistas ni periódicos especializados, con cifras limitadas de lectores activos, si se tiene en cuenta que el analfabetismo en los años Setenta tocaba el índice del 52 por ciento y el libro era – como sucede hoy – producto de importación, no exento de altos aranceles. Todavía reinaban sin corona los contados latifundistas aún hoy disfrazados de empresarios e industriales. Y los postillones de la pluma en manguala con los clérigos. Los todo poderosos pseudo liberales y pseudo demócratas de los clubes sociales, propietarios de cadenas de periódicos y empresas de producción televisivas y radiales, cadenas nacientes de distribución y de transporte, de importación y exportación, en una realidad territorial con una industria casi del todo inexistente. No se debe olvidar que Colombia, en los años Setenta, era todavía un país donde los problemas de gobierno y los golpes militares se decidían en prostíbulos de alto o medio pelo y desde donde se proclamaban Estados de Sitio, Estatutos de Seguridad y genocidios de masas de parte oficial y de parte del terrorismo que dejó de ser lucha de Liberación Nacional. Ejemplar sigue siendo el genocidio del Palacio de Justicia, comandado por un presidente quien, mediocre escriba de versos, es aún hoy día Dux incontestable del engendro capaz de su genialidad oximórica – el Socialismo Conservador – y de la cultura de régimen, además de patrocinador de eventos y prebendas para artistas y escritores, intelectuales y pintores de Palacio, como lo impuso durante su cuatrienio en el solio del poder. No obstante el cuadro desolador, los escritores de la promoción de los Setenta se lanzaron a la búsqueda de una razón capaz de validar y convalidar la existencia anonadada de hombres metropolitanos, obnubilados y tristes. Los mismos que siguen deambulando sin saber ni tener adónde ir. De aquellos que siguen transitando el mundo con un pan al hombro y la depresión guindada del hueso húmero. Y con la tragedia de una guerra sin fin día a día más cruenta. Guerra que, con el auge inesperado del naciente narcotráfico, devendría en pocos años más inhumana aún que las anteriores, y protagonizada por la entonces ‘aristocracia’ legitimista de siempre, de brazo de los nuevos ricos de carriel y bandera nacional, hoy convertidos todos juntos en Narcoaristocracia, encubierta por Ejército Nacional. Bajo

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el manto, no se olvide, también del Ejército Paramilitar fundado, a comienzos de los Setenta, en la Casa de la Moneda otrora símbolo de la Independencia contra España, financiado por ilustres Presidentes, expresidentes y su corte de millonarios y multimillonarios. Hoy por hoy se registran en lucha activa cuatro ejércitos y en resistencia pasiva la masa de cuarenta y cinco millones de civiles. Éstos, inermes por el terror, siguen siendo blanco, como siempre, de los señores de la guerra. En estas condiciones, la generosidad de la narrativa de los años Setenta y de su promoción protagonista no tiene fronteras. Sus autores, muchos activos, otros silenciados (otros muertos), no sólo han develado el país cotidiano, sino que han colaborado para inventar el país real, (no de realeza sino el de verdad). Esa Colombia sumida en el silencio, relegada en el patio trasero. El país que no se exenta de las años de plomo, de los desaparecidos, de las matanzas de los bandos en conflicto. Con la generosidad con que tratan a Colombia y a sus gentes, esos narradores le abrieron paso a un grupo más numeroso, respecto del anterior, bien representado aquí por Julio Olaciregui y Consuelo Triviño los cuales, sin desplazar a sus predecesores en la actividad creadora y mientras éstos seguían consolidando sus poéticas, devienen protagonistas de una nueva y no por eso necesariamente mejor o peor narrativa de la de los años Noventa. Esto son Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (novela, 1991), Dionea (novela, 2006) y Día de tambor (cuento, 2012) de Olaciregui; y en igual medida, Prohibido salir a la calle (novela, 1998), La casa imposible (cuento, 2005), La semilla de la ira (novela, 2008), Una isla en la luna (novela, 2009) y La otra herida, (relato, 2011) de Triviño Anzola. Una de las prerrogativas de la promoción de juglares y narradores de la promoción de los Setenta y, quizá la más significativa, es la de regresar al mito de manera oblicua, alusiva o imaginaria: a través de la imaginación y la definición de mitos fundacionales y no de mitologemas o mitemas reelaborados como hicieran con sagacidad, y explotaran con talento, inteligencia y pálpito García Márquez y sus coetáneos. No. Los narradores de la promoción de los Setenta han ido a fondo y buceado en profundidad en los tiempos de la tercera Modernidad. Ahora, cada vez más distantes de Macondo (y siempre tan cercanos) han descubierto protagonistas de nuestro pasado reciente y del presente, de tradiciones sin pasado, de leyendas radicadas clandestinamente y sin petulancia alguna. El bagaje, arrastrado por sus predecesores, se enriquece y crece, prolifera y se expande, como hechos hoy por hoy integrantes del patrimonio y del imaginario colectivos.

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Ya despejado el terreno y afinados temas, técnicas, experimentaciones, se siguen – bien o mal – distanciando de Macondo, una nueva promoción (que no da la talla para superar las promociones de Cepeda Samudio y la de los Setenta) se propone proseguir los destinos literarios del país. Se trata del aún más numeroso grupo de escritores que, sin necesidad de que nos cuenten el cuento chino del relevo generacional, está bien representado aquí por un protagonista como es el poeta y profesor Pablo Montoya. Esta nueva promoción, se espera – y se va acercando también el momento, como hoy, de ajustar cuentas con ellos – intenta definir cánones, destapar meandros, proponer nuevas salidas. Unos, los más, pasan ya por aquello que son: arrogantes y oportunistas, escribas del momento, salteadores de la fama y los laureles y, sobre todo, cómplices de los administradores de la infamia. Otros por lo que de veras son y lo que hacen: literatura, ficción, poesía, música, cine, arte, video en la tentativa de interpretar la Colombia de hoy en plena guerra sucia pero con los ojos puestos en cambios y transformaciones cada vez más urgentes. Buscan a tientas el pasado. Algunos lo asimilan y lo entreveran con el hoy y con sueños y visiones, historias reales e historias imaginarias. Así aparecen de Pablo Montoya Habitantes (cuento,1999), La sed del ojo (novela, 2004), Trazos (poesía, 2007), Lejos de Roma (novela, 2008), Adiós a los próceres (cuento, 2010), Los derrotados (novela, 2012) y Tríptico de la infamia (novela, 2014). Esto son también Pedro Alcántara, Sonia Gutiérrez, Nicolás Suescún y Carlos Rojas. Esta se propone ser la poesía de la que no logran todavía ser intérpretes tantos autores de hoy, con a la cabeza, ‘escribidores’ de delirantes delirios en una isla, apologías conquistadoras en el Nuevo Reino de Granada, disparates guerrilleros del Cono sur, exotismos colombo-metropolitanos en España, Marruecos o China, basuras hiper fragmentadas, cosas que hacen ruido al caer o mínimas charadas minimalistas del mismo tenor donde se regodean, los más, en la sordidez del narcotráfico, el paramilitarismo y el sicariato. Contemporáneos unos y otros de la promoción de David Consuegra, Luis Paz, Delfina Bernal y Ramón Illán Bacca. Como también de la de Fredy Téllez, Diego Mazuera, Miguel Ángel Rojas. Y de la promoción de José Cardona López, Clinton Ramírez, Claudia Ivonne Giraldo, Julio Paredes, Lucía Donadío, Carolina Sanín y Adriana Rosas. Mas no creo que éstos últimos sean compañeros de viaje de plumígrafos embajadores, diplomáticos improvisados y ‘poeticas’ bien promovidos por Presidentes de los últimos cuarenta años, en la Gran

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Prensa, en los organismos internacionales y en el supermercado del arte y del libro. Escribanos e instaladores performáticos, video deprimidos sin mayor interés para este foro en la Universidad de Bérgamo, promovido por la Cátedra de Lengua y Literaturas Hispanoamericana: fragmentarios y posmodernos de izquierda y de derecha, innovadores y tradicionalistas desde los tiempos pomposos, para pocos, del boom y los ignominiosos, para muchos, de Vietnam, la primavera de Praga, el caso Padilla, las dictaduras y las dictablandas continentales; Marquetalia, el Opón y el Bajo Magdalena. Como si la historia y la experiencia no fuesen maestras. Como si Colombia no fuese, contra la voluntad de sus pobladores, protagonista del mercado internacional de la droga y de la guerra. Ni tampoco desconocer que Colombia es también país del petróleo y los recursos naturales, de la inteligencia y la invención humanas, y justo en los momentos de la entrega del “testigo”, siga condenada a proseguir impunemente en la vorágine de la violencia. Los contados poetas, cuenta cuentos, juglares y narradores de los Setenta han logrado hacer converger en un único punto la poesía, la historia, la imaginación. Quienes les siguen, aprenden de estos hoy pocos y ya reconocidos maestros. Además, están los que aún no suenan pues se hallan dando los primeros pasos. Y los totalmente marginales. Pero se precisa darles tiempo. Encontrarán medios diversos, no los mulos, telégrafos y buques de vapor de los mayores; ni las chivas, las Underwood y DC-4 de Augusto Rendón y Enrique Buenaventura. Para seguir en la tarea de narrar Colombia y los colombianos. Sin embargo, a todos, cuenta cuentos y narradores, los acomunan el ludus y la imaginación. Pues sin ludus e imaginación, sin poesía y sin sólidos continentes afectivos, intelectuales e ideológicos; sin talento y disciplina; sin cultura y sin oficio no hay arte o literatura que resistan, no hay textos danzados o filmados, representados o interpretados en grado de perdurar. Eso enseñan nuestros escritores huéspedes y los académicos Gabriel Saad, Catalina Quesada, Erminio Corti y Anna Boccutti junto con Sylvia Suárez y Federica Arnoldi, doctorandas en arte y literatura respectivamente de la Universidad Nacional de Colombia y de este ateneo. De todo esto tratarán todos ellos como dignos representantes de los autores y estudiosos de sus respectivas promociones. De la promoción de los Setenta, muchos hemos aprendido que sin arte y literatura – como sin amor y sin afectos – se estaría condenados a no ser ni estar en el reino del hombre y, quienes a estas disciplinas del arte y la literatura se dedican, terminarían por ser medio-

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cres y docenales artistas comprometidos. No como, estando a las enseñanzas de algunos de nuestros y de sus maestros, ha de ser: artistas testimoniales, juglares y cantores, ‘imagineadores’ y teatreros en grado de generar valores éticos y estéticos perdurables. Juglares, cuenta cuentos y narradores como los que nos honran con su presencia, y han asumido un deber con su prójimo y la sociedad (no la aristocrática, papista y yanqui) y una responsabilidad con las causas de la belleza, la verdad y la justicia. Y del epos, la pietas y la humanitas. No sólo en la desmesurada y obligatoria tentativa de inaugurar, narrar, leer una época, un país y un continente. Sino también de hacerlo con el mundo. Y de ser posible, con poesía y con la inamovible convicción de colaborar en la prácticamente imposible tarea de recrear al hombre. Como le corresponde desde siempre a artistas y escritores. Sobre todo en los tiempos que corren y agobian la especie humana. En Colombia, en Italia, en el planeta entero.

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PABLO MONTOYA Escritor – Universidad de Antioquia

La novela colombiana actual: canon, marketing y periodismo

No es nada temerario afirmar que una buena parte de las novelas colombianas que hoy triunfan en el escenario de las grandes editoriales naufragan en una suerte de frivolidad sentimental, en un espectáculo altisonante de la violencia y en propuestas narrativas que buscan afanosamente su aprobación comercial. Novelas, pues este es el género impuesto en el gusto colectivo, que intentan penetrar en los fenómenos típicamente nacionales a través de inquietudes tal vez válidas, pero resueltas en la escritura de manera ligera, sensacionalista, poco audaz. ¿Qué pasaría si alguien, apoyado en los principios de la exigencia estética y no en los del mutuo elogio o en las presiones venidas de los consorcios editoriales, se dedicara a escribir una recopilación de ensayos críticos sobre las novelas más exitosas de los últimos años? Por encima de las cifras de ventas que ofrecen algunas de ellas (piénsese, por ejemplo, en Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, en Satanás (2002) de Mario Mendoza, en Angosta (2004) de Héctor Abad Faciolince, en Necrópolis (2009) de Santiago Gamboa, en Tres ataúdes Blancos (2010) de Antonio Ungar, en 35 muertos (2011) de Sergio Alvárez, en El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez y en La luz difícil (2011) de Tomás González), se encontraría con problemas de construcción de personajes, con tramas más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenovelescas, con tratamientos narrativos frágiles, con complejidades estructurales exiguas, con adjetivaciones torpes, con el lugar común como si este fuese realmente el héroe de sus historias narradas, con críticas sociales que se empañan con un erotismo ramplón, con influencias literarias manidas y un facilismo evidente para resolver sus intrigas. Hallaría, por supuesto, pasajes que develan un buen oficio narrativo en autores que hoy se declaran, por fin, escritores profesionales en un país que sigue siendo avaro ante esta clase de categoría. Así como Hernando Téllez, a propósito del panorama literario de la primera

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mitad del siglo XX, que prefería la poesía e ignoraba los otros géneros, decía que en Colombia “hay un montón de versos pero muy pocos poemas”.1 Hoy podríamos afirmar que ante el papel glamuroso de la novela hay muchas páginas escritas, sólo pasajes interesantes y no obras logradas. He dicho fenómenos literarios típicamente nacionales. Y el más visible de ellos, sin duda, es el de la violencia. “Qué es la nación sino la violencia”,2 dice Gutiérrez Girardot en sus útiles reflexiones sobre la conformación de una historia social de la literatura latinoamericana. La violencia y la narrativa están ya íntimamente ligadas en El carnero de Rodríguez Freyle, que es nuestro primer libro de relatos escrito en la colonia pero publicado por Felipe Pérez en la segunda mitad del siglo XIX. Una violencia que aparece porque ella es concomitante al descubrimiento del Nuevo Mundo y a los turbios procesos de la conquista y la colonización. Esa violencia que, además, está en la raíz misma de la construcción del canon literario colombiano propuesto a finales del mismo siglo. Ya sea elogiándola, y eso hicieron los conservadores, porque fue la manera loable en que España ayudó a construir la nueva sociedad colombiana; o denigrando de ella, porque era la expresión de la brutalidad, tal como lo plantearon los liberales de entonces proclives a pensar en España como una madre pérfida. Pero es el canon conservador, que empieza a establecerse con la primera Historia de la literatura de la Nueva Granada (1867) de José María Vergara y Vergara, y que se fortalece con las antologías de La Lira Granadina y el Parnaso Colombiano3, quien va a volver invisible esa violencia que era como el ladrillo y el cemento con los que se había levantado la nación colombiana. Ese mismo canon va a elevar unos altares para acomodarse en ellos y así olvidar la realidad política y económica de un país abocado a la crisis permanente desde su independencia hasta la Guerra de los Mil Días. Olvido que se logrará a partir de versos neoclásicos y retóricas latinistas. A propósito de esto Carlos Rincón dice que “después de una derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludi-

1 Citado por Juan Manuel Roca en Galería de espejos, una mirada a la poesía colombiana del siglo XX, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 16. 2 Rafael Gutiérrez Girardot, Aproximaciones, Procultura, Bogotá, 1986, p. 56. 3 Para comprender mejor la relación entre el texto canónico de Vergara y Vergara y las dos antologías ver Diana Paola Guzmán, “Los dueños de la palabra: antologías poéticas en el siglo XIX”, Estudios de Literatura Colombiana, Nr. 25, 2009, pp. 91-106.

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ble en Colombia, la invención de un gran pasado literario y patrio”.4 De tal manera, los representantes de esta primera canonización creyeron que una ciudad aquejada de un analfabetismo y una pobreza que superaba el 90 por ciento de la población, como era la Bogotá de entonces, podría ser digna de llamarse la Atenas Suramericana. Y lo proclamaron así, entre otras cosas, porque un gramático español desavisado lo había dicho, y porque una caterva de poetas patrioteros opinaban que las traducciones de Virgilio de Miguel Antonio Caro eran muchísimo mejores que las que el mismo Virgilio había escrito, y porque, finalmente, el castellano que se hablaba en esas cumbres andinas era el mejor hablado en toda la malhablada geografía americana. Me detengo en estas consideraciones, acaso ociosas, porque encuentro un curioso puente entre la celebración ruidosa de esa literatura colombiana por un canon simulador y la que ahora se realiza con las nuevas novelas que abordan la violencia colombiana moldeada por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. Nuestra literatura decimonónica y la que se escribió hasta bien entrado el siglo XX, se celebraba mientras más ignorara la violencia y más se creyera que Colombia era un reflejo de la hacienda El Paraíso de Jorge Isaacs, donde amos y esclavos viven armónicamente y sólo el fantasma de un amor incestuoso atraviesa como un pájaro agorero el ámbito de sus páginas. La novela de ahora por supuesto no ignora el atávico horror colombiano, pero lo trivializa tornándolo más frívolo, mediático. La cuestión del canon literario es un asunto complejo. El concepto está viciado porque tiene que ver con los poderes hegemónicos. El canon implica, por un lado, el tópico de la tradición literaria y sus vínculos con la jerarquización de las clases letradas; y, por otro, expresa la subjetividad de quienes deciden enfrentar el tema de los textos perdurables que pretenden representar a una nación. Todo canon reclama la excelencia estética que otorgan diversas generaciones de lectores, pero también en él se inmiscuyen los gustos de una minoría caprichosa. Han sido las academias, las historias de la literatura, las instituciones filológicas y las bibliotecas de los periódicos, quienes en

4 Carlos Rincón, “Canon y clásicos literarios en la década de 1930”, Sarah de Mojica y Liliana Gómez, a cargo de, Entre el olvido y el recuerdo: iconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010, p. 419.

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Colombia han tratado de moldear el canon. Y así como Nietzsche arremetió contra la perniciosa noción de filología, por considerarla nefasta para todo proceso liberador del individuo, asimismo debería dinamitarse la categoría de canon, y si no derrumbarla del todo, al menos estremecerle sus pilares porque ellos son sinónimos de imposición y de manipulación. Aunque es difícil pelear contra el establecimiento de una idea de este tipo que en nuestro país ha estado asociado con clases sociales blancas, machistas, católicas, militaristas y discriminadoras. Este combate ha comenzado, sin embargo, a plantearse en el ámbito universitario y es posible que en el futuro pueda notarse un resultado afortunado5. Pues bien, desde hace un tiempo, nuestro canon se ha venido estremeciendo por una cierta alharaca suscitada por la novela colombiana. Alharaca triunfal pero contradictoria, porque está hecha a través de grupos editoriales que se enfrentan, y ese es el espectro con el que luchan cotidianamente sus comités, a la caída de un neoliberalismo en bancarrota. De un momento a otro se le ha planteado a esa idea de canon el aspecto de las ventas y, por ende, el de la proliferación de las masas lectoras que, erráticas, leen siguiendo consignas cuantitativas y no cualitativas. Esta circunstancia es más o menos nueva en el panorama del país, porque, a excepción de Cien años de soledad (1967), las buenas novelas nunca se habían vendido bien en una geografía cultural tocada por el desaire hacia la lectura. Las novelas colombianas canónicas, a mi juicio, no han sido muchas, a pesar de que un respetable critico como Álvaro Pineda Botero toque la exuberancia y eleve en sus estudios a 142 el número de sus novelas canónicas6. Hasta la llegada del boom, las novelas colombianas no han sido muy favorecidas por el tópico de las ventas editoriales. Una lista tentativa de las novelas más importantes estaría conformada por María de Jorge Isaacs, Manuela (18581859) de Eugenio Díaz Castro, La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Siervo sin tierra (1954) de Caballero Calderón, La casa grande (1962) de

5 Con respecto a estas nuevas posturas académicas universitarias frente al concepto de canon en Colombia ver el polémico trabajo de Olga Vallejo y Alfredo Laverde, Visión historia de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuadernos de trabajo I, La Carreta Editores, Medellín, 2009. 6 Álvaro Pineda Botero reúne sus estudios críticos de estas novelas en los siguientes libros: La fábula y el desastre (1999), donde aborda 52 obras desde 1650 hasta 1931; Juicios de residencia (2001), donde trata 30 novelas desde 1934 hasta 1985; y Estudios críticos sobre la novela colombiana (2005) donde trabaja 60 novelas desde 1990 hasta 2004.

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Álvaro Cepeda Samudio, El día señalado (1963) de Manuel Mejía Vallejo y paremos de contar hasta que aparece la comparsa melancólica y festiva de Macondo en Cien años de soledad de García Márquez. Pero este disminuido canon discutible desde entonces ha venido creciendo de tal forma que se podría plantear la posibilidad de edificar con varios autores y sus novelas más representativas una suerte de parnaso colombiano: Andrés Caicedo con Qué viva la música (1977), Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre (1977), Luis Fayad con Los parientes de Esther (1978), Germán Espinosa con La tejedora de coronas (1982), Antonio Caballero con Sin remedio (1984), Fernando Vallejo con Los días azules (1985), Roberto Burgos Cantor con La ceiba de la memoria (2007) y un etcétera que para algunos se puebla con desmesura, y para otros se reduce inquietantemente. Parnaso -y esta palabra como la de canon es molesta- que conduciría a la conclusión sosegadora de que estamos, por fin, ante a un gran ámbito novelesco. Valga la pena señalar que el canon en Colombia, desde que los gramáticos conservadores empezaron a edificarlo a finales del siglo XIX, dio más espacio a los poetas cuando estos, unidos al ejercicio de la política, se daban a reflexionar solemnemente, sobre la patria, la identidad nacional, la lengua española y la religión católica. No obstante, el tema del canon ahora atraviesa un nuevo camino. Si antaño se exigía una canonización política, gramática y genérica, hoy quien arremete con ímpetu es el mundo de las ediciones comerciales y el periodismo. Si antes había quienes creían peligroso todo canon por su sospechosa carga ideológica y proponían revisarlo; hoy sería saludable desconfiar de él por su grotesco perfil comercial. El contubernio de los grandes consorcios editoriales españoles con el periodismo es quien decide ahora, con su instrumental hiperbólico, el rumbo de nuestra literatura. Son ambos quienes dictaminan, desde sus atalayas, las supuestas virtudes de ésta. Son ambos, incluso, los que siguen pensando la dinámica literaria como una encrucijada de centros metropolitanos y de periferias coloniales. Pero antes de referirme a ese tipo de escritor periodista que representa un tipo de poder literario en la Colombia de hoy, quisiera intentar una sucinta descripción de los editores comerciales de ahora. Ellos manipulan gustos inclinados siempre hacia aquellas obras y autores que garanticen dividendos. Su divisa es sacrificar la calidad por la cantidad y, en esta dirección, son indiferentes a propuestas ge-

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nuinas y arriesgadas de la literatura. La calidad de lo que pregonan es tan solo una de las formas pedestres del éxito. La novela es lo que les interesa y pasan por alto los demás géneros. Y no es que esta preferencia sea su exclusividad. De hecho, están amparados por los mismos historiadores de la literatura. No resulta inútil mencionar una cifra que clarifica mucho al respecto. De las veinte historias de nuestra literatura aparecidas entre 1908 y 2006, doce de ellas, justamente las que se han publicado en los últimos años, señalan a la novela como el género por antonomasia de la literatura colombiana porque ni la poesía, ni el cuento, ni el ensayo, ni el drama han podido expresar la complejidad de esa figura escurridiza que se denomina ser nacional.7 El André Gide y el Italo Calvino editores, con su particular sapiencia, conocedores de la tradición literaria de sus países pero igualmente abiertos a expresiones nuevas y experimentales, deberían servirles de ejemplo. Pero la inopia de estos mercaderes de las letras es pasmosa. Hay que escucharlos hablar de cifras, de puntos de ventas, de perfil publicitario, de plus y de valor agregado; hay que verlos de qué modo meten sus narices contables en el devenir de los premios literarios más prestigiosos –prestigio que se ha deteriorado ostensiblemente desde hace un tiempo-, para entender el papel de farsantes supremos que ocupan en la literatura de inicios de este siglo. A ese mundo editorial le importa, por supuesto, poco la gramática y la estética, y no me refiero al hecho de ese establecimiento cultural, conformado por políticos reaccionarios que exigían de la literatura decencias morales, militancias religiosas y espurios vínculos con las autoridades militares, que tanto daño hizo a la evolución de nuestra literatura, sino a ese que significa velar simplemente por las virtudes de una escritura auténtica. Si hay una fauna peligrosa en el panorama actual son esos editores que deciden, bajo presiones económicas, lo que se debe o no se debe publicar en sus editoriales palaciegas. Su mundo es uno que, finalmente, practica con eficacia la política de una sola pieza que consiste en ganar dinero. Por ello las novelas que publican van afanosamente tras el comprador y no tras el lector. Como dice Darío Ruiz Gómez en su ensayo sobre literatura y marketing, ante esa situación ya no se puede hablar del antiguo editor respetable, sino del taimado jefe de ventas.8 Y no es descabellado, al contrario, es 7 Ver el balance que hace Gustavo Bedoya en “Las formas de canonización de la novela colombiana en las historias literarias (1908-2006), Co-herencia, Vol. 6, Nr. 10, 2009, p. 133. 8 Darío Ruiz Gómez, “La literatura en la era del marketing”, en Trabajo de lector, Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 2003, p. 375.

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esperanzador, creer que la buena literatura ha de volver al desconfiando aposento de Kafka, al silencio pétreo de Melville, al encierro desquiciado de Robert Walser, al fino y cultivado recinto de Julien Gracq. Quiero decir, en resumen, que la literatura, para que ella sobreviva y sea la expresión de una rebeldía veraz, en estas democracias liberales donde, como dice Vila-Matas “al tolerarlo todo hacen inútil cualquier texto por peligroso que este pueda parecer”,9 debe acudir a la marginalidad bajo todas sus formas. En Colombia ha sucedido recientemente lo que es una presencia inobjetable en todas las “repúblicas letradas” de Latinoamérica: la irrupción ostensible del periodista escritor. Esta criatura no es del todo nueva. Data, en el caso de América Latina, de los tiempos del modernismo. José Martí, con sus crónicas escritas desde Estados Unidos entre 1881 y 1892, marca, y con una lucidez meridiana, uno de los contornos de una escritura que tiene una doble faz. Se escribe para el vasto público, se publica en medios de rápido consumo, pero se apoya en un estilo literario original y exigente. A José Martí le ponían problemas los editores de los periódicos en que trabajaba porque la manera de redactar sus crónicas era bizarra y llena de complejos contornos poéticos. Pedro Henríquez Ureña define muy bien estas crónicas cuando se refiere ellas como “periodismo elevado a un nivel artístico que nunca ha sido igualado en español, ni probablemente en ninguna otra lengua”.10 Por esos designios milagrosos de la historia de la literatura, Martí se impuso, gracias a la victoria de la inteligencia y la dedicación, sobre el espíritu comercial que desde entonces manejaba la prensa. No es este el espacio para explicar de qué modo Martí renovó el periodismo de finales del siglo XIX desde hallazgos que pertenecen sobre todo al dominio de lo literario. Tan solo quiero precisar que de ese Martí periodista proceden nuestros mejores autores del siglo XX. Miguel ángel Asturias con sus crónicas parisinas, Alejo Carpentier con sus crónicas musicales, Arturo Uslar Pietri con sus crónicas políticas y Gabriel García Márquez con sus crónicas cosmopolitas. Ahora bien, García Márquez es nuestra más idónea carta de presentación en ese campo. Colombia tiene en su nombre el gran expo9 Enrique Vila-Matas, “Música para malogrados”, El país, Madrid, 2 de junio de 2012, . 10 Citado en la nota liminar de Juan José Arrom en José Martí, En los Estados Unidos, periodismo de 1881 a 1892, Colección Archivos, Nr. 43, Barcelona, 2003, p. XVI.

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nente de lo que significa el feliz maridaje entre literatura y periodismo. La idea de que un reportaje periodístico es una suerte de género literario se la debemos a él, y él se la debe tal vez a los trabajos de Camus y de Hemingway. Pero si el autor de Relato de un náufrago (1970) es una bandera en estas lides, a raíz de una inobjetable canonización, su figura y su obra han provocado un fenómeno paradójico. Por un lado, con él y particularmente con la publicación de Crónica de una muerte anunciada (1981) inicia el carrusel frenético de los grandes tirajes editoriales. En un medio como el latinoamericano en los pasados años Ochenta, que sólo soportaba para la novela tirajes de no más de cinco mil ejemplares, la historia del asesinato de Santiago Nasar se desparramó por el continente con una edición casi obscena de más de un millón de ejemplares. Con García Márquez comienza el marketing de la literatura entre nosotros. Marketing que ha caído sobre las espaldas colombianas como una maldición bíblica, para emplear una expresión cara al realismo mágico. Y es en este juego de compraventa en donde la novela ha entrado definitivamente. Y ella que, en ciertas ocasiones, ha sido la inteligencia en medio de mediocridad, la dignidad en medio del espanto, la lucidez en medio de la estulticia, la ironía en medio de la derrota, ha caído de hinojos ante esta circunstancia ilusoria. El escritor periodista de las generaciones posteriores a García Márquez se ha encaramado, pues, en los altares del poder literario colombiano. Antes se les exigía a los escritores que fuesen liberales o conservadores o que fueran católicos y, en menor medida, que les gustaran las corridas de toros y las peleas de gallo. Hoy pareciera exigírseles que aparezcan en los periódicos, que publiquen columnas semanales, y opinen sobre lo humano y lo divino, que es como decir sobre cualquier cosa. Ellos son, en definitiva, figurines de la farándula en un país igualmente farandulero. Todos estos periodistas que hoy picotean la literatura, y que tienen el poder sobre la prensa y ciertas revistas culturales de Colombia, y que ayudan con sus comentarios a que la industria editorial siga creciendo y haciendo creer al público que ellos son el centro esencial de las valoraciones literarias, se toman como los herederos del escritor de Aracataca. Y quizás sea cierto, puesto que el autor de La mala hora en diferentes momentos los ha coronado como tales. No se necesita, entonces, ser muy audaz para caracterizar el trabajo de estos periodistas. Siguiendo las consignas de las editoriales comerciales fabrican artefactos novelescos aptos para la angurria del mercado. Son los gurúes del vértigo en la tra-

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ma narrativa y acaso por este motivo es raro encontrar en sus obras verdaderas inmersiones en las profundidades de los caracteres humanos. Lo muy literario, verbigracia la práctica de un estilo poético, es, según sus juicios irreverentes, algo que le hace daño a la literatura. No parecieran seguir, en esta perspectiva, las premisas de su muy renombrado maestro cuando confesó en el discurso del Premio Nobel que en cada línea que escribe convoca los espíritus de la poesía.11 Una buena novela, proclaman, son aquellas donde prolifera el diálogo y la frivolidad, o el diálogo y el escándalo, o el diálogo y el espectáculo. Y levantan los hombros desdeñosamente, se enfurecen como vedettes violentadas, cuando la crítica les señala que esos diálogos y sus terrenos aledaños están anclados en la insipidez de los formatos telenovelescos. No se declaran herederos de Proust ni de Joyce, de Thomas Mann ni de Faulkner, de Carpentier ni de Borges, de Sabato ni de Onetti, sino de los despampanantes exponentes de la cultura popular en donde entran toda suerte de futbolistas, boxeadores, luchadores, actrices de cine y modelos de la publicidad pornográfica. Y como tienen el espacio para expresarlo, en los periódicos, las revistas, los programas televisivos y las emisoras, se mantienen rotulando virtudes donde no las hay. Es, pues, ante estos pregones publicitarios en cadena que el escritor de ahora debe reaccionar. García Márquez ha abierto, es evidente, la senda mediática por la que ahora transita la literatura más visible de nuestro país. A partir del premio nobel los escritores colombianos futuros tendrán desde muy jóvenes lo que nunca antes tuvo aquel hasta la aparición de Cien años de soledad: la profesionalización de un oficio y su respectiva independencia económica. Y esto por supuesto es una coyuntura que ha transformado el horizonte literario nacional. Al menos en los que tiene que ver con la cantidad de novelas que pueden publicarse y el espacio que gozan para su actual difusión. Pero, y aquí es donde debe intervenir la labor del crítico, de entre la producción novelesca celebrada por el cambalache editorial y sus periodistas cómplices, es necesario y urgente hacer un trabajo de valoración. El crítico debe estar por encima de esos fuegos fatuos, de esa apoteosis falaz vitoreada por las ferias de las vanidades del comercio. Debe ir a la lectura con la perplejidad abierta al mundo que va a descubrir. Pero tam-

11 Gabriel García Márquez, “La soledad de América Latina” en Discursos Premios Nobel, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2002, p. 140.

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bién armado con la cautela que le otorga su tránsito añejo por la lectura. Quizás deba apoyarse en la divisa de Julien Gracq que propone para tiempos de confusión como fueron los suyos, y como son también los de ahora, en los que proliferan autores banales y no obras memorables, la elaboración de una crítica literaria basada en el criterio de la excelencia estética12 y separada de valoraciones sociales, morales y políticas sospechosas. Sé que esta formulación es polémica en sí misma porque plantea una escogencia reducida, roza un incómodo elitismo y atenta no solo contra la lógica de una historia fundada en las últimas teorías de la historiografía literaria, sino también contra las propuestas de las diversas corrientes académicas interpretativas, que van del posestructuralismo y los estudios culturales hasta las teorías de género y de la recepción. Sé, igualmente, que en la propuesta de Gracq hay un contacto conflictivo con lo que plantea Harold Bloom13 cuando se refiere a un canon conformado por las mejores obras de los escritores de la historia de la literatura.14 Pero entiendo que en la senda de Gracq, el crítico podría desentrañar, indiferente a cualquier compromiso económico o a cualquier lazo afectivo con los escritores de marras, sin ninguna afiliación ideológica o académica, y con toda la independencia de que sea capaz, las bondades y los defectos de las obras. Estoy hablando, sin embargo, como si en Colombia hubiera espacios visibles para el crítico literario. De hecho, nuestros mismos escritores se han referido a esta incómoda figura despectivamente. Cepeda Samudio, que es el mayor renovador de nuestra narrativa del siglo XX, rebaja al crítico literario al rol de parásito prepotente. Y los novelistas de ahora, lo ignoran y lo someten a burlas similares a la

12 Julien Gracq, “En lisant en écrivant” en Œuvres complètes II, Gallimard (La pléiade), Paris, 1995, p. 675. 13 Habría que señalar, de todas maneras, que “el valor de las obras literarias no depende, según Bloom, de la mirada a algún crítico, sino de la fuerza imaginativa que hay en ellas y que las mantiene vivas como parte siempre actual, imprescindible de la historia literaria”. Ver, a propósito de la valoración estética en Bloom como base de la conformación de un determinado canon, Mario Alejandro Molano, “Valorar o no valorar, ¿es esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom”, Literatura, teoría, historia, crítica, Nr. 10, 2008, p.65. 14 Paul Valéry propone un camino aun más radical. Auguraba que podría existir una “historia única de las cosas del espíritu” que habría de sustituir todas las historias del arte, de la literatura y de las ciencias. Ver Paul Valéry, “Degas. Danse. Dessin”, Œuvres, Gallimard, Paris, 1960, Vol. II, p. 1205.

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que esgrimió Cepeda Samudio. Pero a pesar de que los críticos sean, en efecto, parásitos de las letras, cuando la lucidez los acompaña son esenciales. Mi mirada, al respecto de esos espacios críticos es un poco pesimista. Considero que si en nuestro país ha habido y hay crítica literaria, ella está oculta y es silenciada. O si aparece y se vuelve más o menos visible, acude a los formatos de la batahola y la vociferación, como es el caso de la labor por momentos atinada, pero generalmente delirante, que realiza Harold Alvarado Tenorio desde su trinchera de Arquitrave. De tal manera que si tomáramos como referente a Tenorio, habría que concluir que nuestra crítica literaria estaría condenada más al desafuero de un narciso local que a la agudeza de un crítico independiente sin mayores pretensiones de figuración. Un balance de esos parajes desde donde un lector podría buscar mojones para saberse situar ante un panorama literario que está fundado en la hipnosis engañosa y en las usuales exageraciones de provincia, llevaría a pensar que estamos antes un paisaje desalentador. Decía Julien Gracq, en 1950, en La littérature à l’estomac que al lado de una evidente crisis de la literatura había una escandalosa crisis del juicio literario.15 Y sospecho que en la Colombia actual se presenta un panorama similar al que disecciona Gracq en su útil panfleto. Aunque quizás haya una diferencia: si en la Francia de la posguerra de Gracq se publicitaba una literatura de la cual hasta los mismos editores desconfiaban. En la Colombia de hoy estos últimos, acompañados de los periodistas y hasta de profesores universitarios, creen que realmente están ante una gran literatura. Recuerdo, por ejemplo, que al publicarse Angosta de Héctor Abad Faciolince, un académico de literatura recibió la novela y su construcción alegórica atravesada por un maniqueísmo fútil, con un comentario que expresa muy bien la percepción del fenómeno. El profesor dijo que esa novela era nuestra Divina Comedia colombiana.16 Un comentario así remite, a la postre, al que hacían los gramáticos de antaño con respecto a los traducciones virgilianas de Miguel Antonio Caro. Recientemente, ante la publicación de Una luz difícil, que es una novela de muchísima menor envergadura si se comparara con los primeros textos reveladores de Tomás González Primero estaba el mar (1983), Para antes 15

Julien Gracq, La littérature à l’estomac, José Corti, Paris, 2005, p.11. Ver Augusto Escobar Mesa, “Abad Faciolince tras la búsqueda de la identidad” en Angosta de Héctor Abada Faciolince, notas de literatura, Dirección de Bienestar Universitario y el departamento de Publicaciones, Universidad de Antioquia, Medellín, 2004, pp. 5-6. 16

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del olvido (1987) y El rey de Honka Monka (2003), y que se amolda demasiado a los criterios comerciales y tiene evidentes problemas de construcción literaria en sus capítulos finales, llovieron los comentarios, justamente desde las tribunas de ese periodismo rimbombante, que la catalogaban como una obra maestra de la literatura. Ya se vio, otro ejemplo más, los casos de Antonio Ungar con Tres ataúdes blancos y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer, novelas premiadas en Anagrama y Alfaguara respectivamente, cómo esos premios “prestigiosos” son el resultado de negociaciones brumosas entre agentes literarios y editores comerciales. Esas dos “maldiciones” de la civilización literaria contemporánea, para utilizar una expresión de Tomás Segovia.17 Y aquello de las negociaciones tras bambalinas sería algo del todo secundario, si las obras galardonadas tuviesen realmente los méritos que se anuncian con ubicua insistencia. Pero si este panorama novelístico tiene la garrafal grandiosidad de ciertos ídolos de barro, el de la crítica literaria no deja de calamitoso. Lo que hacen la revista Semana y Arcadia es seguir las pautas de lo que ordene este boom victorioso de la novela colombiana. Y lo que escriben sus colaboradores son reseñas hechas para estimular el bolsillo del comprador o para aplastar, muchas veces de forma humillante, al escritor y su obra. Como dice Darío Ruíz “convierten la crítica en algo tan superfluo como las mercancías literarias que pregonan”18. Habría que decir, no obstante, que en algunas columnas de los periódicos se asoma esporádicamente una crítica literaria sensata. Pero el formato periodístico limita demasiado y estos “textículos” terminan cayendo o en la zalamería, o en deslumbramientos exagerados ante obras definitivamente minúsculas. Con todo, es evidente que la crítica no hay que buscarla en esos kioscos del sainete literario. Ella respira, callada, reservada, irónica, cautelosa, en las revistas culturales y universitarias y en ciertos libros que, de vez en cuando, aparecen en nuestro desolado territorio. Pues si hay un tipo de litera-

17 Refiriéndose al destino de su traducción al español de la poesía de Giuseppe Ungaretti, Tomás Segovia dice: “Pero es maldición de nuestra civilización (por llamarla así) que hace que la poesía no la administren los poetas, ni por supuesto los lectores, y ni siquiera los traductores, sino los agentes literario y otros hombres de empresa o de presa…”. Ver Tomas Segovia, “Nota sobre la traducción”, en Giuseppe Ungaretti, Sentimiento del tiempo, La tierra prometida, Debolsillo, Random House Mondadori, Barcelona, 2006, p. 25. 18 Darío Ruiz Gómez, “La literatura en la era del marketing”, en Trabajo de lector, cit., p. 366.

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tura que espanta a casi todas las editoriales colombianas, por su facha desastrada y su cínico desaire hacia el lucro económico, es la que pretende establecer balances y situar perspectivas interpretativas frente a la literatura. A veces me pregunto, y así regreso al inicio de estas reflexiones, si un lector del futuro buscara pruebas de una crítica literaria que diera cuenta de lo que se escribe ahora ¿encontraría algo digno de perdurar? Yo, en realidad, vacilo en qué responder. Pero sé que esta vacilación ya es en sí misma un claro signo de alarma. De todas maneras, no hagamos suposiciones memas y mejor preguntemos si ahora hay una crítica que dé cuenta de lo que está pasando con esta celebrada novela colombiana. Dirán algunos que este tipo de crítica palpita en la academia universitaria y sus tesis y monografías y sus artículos en revistas indexadas. Y yo diría que, en efecto, debe de palpitar allí y que la universidad, por ser un espacio neutral y exigente, es el más adecuado para que se formule una crítica juiciosa, regular y seria. De hecho hay momentos muy altos de esta crítica y basta pensar, para solo hablar de dos nombres, en la labor ejemplar de Rafael Gutiérrez Girardot y de David Jiménez. Pero, infortunadamente, muchos universitarios emplean un lenguaje que sólo interesa al círculo de ellos mismos. Los académicos analizan e interpretan el texto, y para ello siguen marcos teóricos que, en ocasiones, limitan las reflexiones libres y valientes que guían, por lo general, la labor del crítico. Además, con las imposiciones de ese gran tirano de las aulas que es Colciencias y todo su laberíntico andamio de índices internacionales, me parece legítimo dudar que de este gremio puedan surgir las luces esperadas de la actividad crítica. Estoy sugiriendo, entonces, que el crítico en Colombia, desde la aparición de Baldomero Sanín Cano, sigue siendo un personaje espectral, por no decir fabuloso, que sólo crece en el ámbito de la total independencia y que su actividad solo es propia de la periferia y el silencio. Quizás sea cierto, pero prefiero que esta consideración flote en estas líneas más como una duda que como una confirmación.

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GABRIEL SAAD Universitè Paris III - Sorbonne

Dionea de Julio Olaciregui: una novela fundamental

Breve exordio irregular, pero indispensable Querría, antes de abordar la lectura crítica de Dionea, apartarme del discurso académico y poder exclamar, sin la menor reticencia: “¡Qué maravilla!”. Porque lo que me interesa apuntar de entrada es que, entre todas las novelas que he podido leer, estudiar, analizar, comentar en mis muchos años de investigador y de docente, o que he podido simplemente leer en mis igualmente largos años de lector, Dionea ocupa un lugar de elección. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas que he leído en toda mi vida. Burla burlando va la debida afirmación por delante. Ha quedado dicho. Y establecido. Puedo ahora cambiar de tono, de enfoque, subrayarlo con otra tipografía e intentar proponer la lectura crítica que esta novela fundamental merece. Un desafío estético Mucho se ha dicho, desde hace por lo menos unos cincuenta años, que ningún examen o análisis puede agotar el estudio de una obra literaria. Bueno es saberlo. Su reiterada afirmación por parte de la teoría literaria, en tiempos que fueron de aguda renovación del pensamiento crítico, significa una importante ayuda en la presente circunstancia. Porque grande es la complejidad de Dionea. Lo que propondré en las líneas que siguen no será, pues, más que una primera respuesta al vasto desafío crítico y estético que una obra con estas características plantea a su lector. Según lo deja establecido Julio Olaciregui en la última línea de su novela,1 la redacción de Dionea ocupó quince años de su existencia 1 Julio Olaciregui, Dionea, s.n.e., Bogotá, 2005. Citaré siempre por esta edición e indicaré, entre paréntesis, el número de la página correspondiente.

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de escritor: de 1990 a 2005. No ignoro que siempre hay que tomar con cuidado las afirmaciones de un autor respecto de su obra. Pero, en este caso, creo que la buena fe no puede ser puesta en duda. Antes había publicado varios libros en los que se apartaba, con eficacia, de los usos literarios y de las prácticas narrativas establecidas: Vestido de bestia (1980), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991). Es decir que Olaciregui es ya un escritor fogueado, capaz de dominar plenamente sus recursos narrativos, de dar libre curso a su imaginación cuando emprende la redacción de Dionea. Lo que primero llama la atención en esta novela es, desde un punto de vista al mismo tiempo material y de estética literaria, la rigurosa atomización del relato. Lo componen ciento treinta y cuatro fragmentos, que propongo llamar tramos narrativos, repartidos en cuatro secciones: “Noche”, “Matinée”, “Vespertina” y “Altas horas”. No escapará al lector la connotación teatral, que a propósito de esta novela conviene llamar dramática, de las tres primeras. La última entronca con lo onírico y establece una resonancia (término muy significativo, como habremos de ver, en la estética de Dionea) con la primera sección. Porque, más vale anotarlo desde ya, la atomización del relato se conjuga efectiva y eficazmente con las múltiples resonancias que Olaciregui establece a lo largo de su novela. Ofrece así, al lector, la posibilidad de llevar a cabo un ingenioso trabajo de lectura, que mucho tiene también de un juego, recomponiendo las moléculas narrativas en las que los diversos átomos se ligan. Decir, pues, que Dionea es una novela polivalente refiere, si es lícito prolongar esta metáfora crítica, tanto a la química narrativa como a la estética literaria. Ocurre, pues, intentar analizar aquí dicha polivalencia. Mito, historia, ficción En más de un relato, aunque tal vez no sea pertinente afirmar que en todos, es posible reconocer la emergencia o la metamorfosis de un mito. Así, por ejemplo, en El Astillero de Juan Carlos Onetti, una de las cumbres de la literatura contemporánea, ciertas frases tienden a hacer de Larsen una especie de Edipo sanmariano, incapaz de leer las advertencias y de vislumbrar la trampa, a tal punto que no logrará reconocerla hasta los últimos párrafos de la novela. Y al pasar una noche con la sirvienta de Angélica Inés Petrus, lo hace “en una habitación que podía ser suya o de su madre”.2 El buen doctor Freud de 2 Juan Carlos Onetti, El Astillero, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, colección « Anaquel », 1961, p. 216.

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Viena tiene su lugar y hace su obra en todo esto, claro está, entre otras cosas porque a él debemos gran parte de la difusión actual del mito de Edipo, a partir de sus observaciones clínicas. Es más fácil, pues, para el lector contemporáneo, reconocerlo. Pero cabe agregar que, en general, sólo conocemos un mito por el relato correspondiente (o los diversos relatos que en torno a él giran) y que la mitología es, por lo tanto, una formidable colección de relatos. El Astillero nos permite observar, además, que Onetti también combina datos o nombres de la historia, Artigas o Latorre, por ejemplo, y hace de Santa María una ciudad mítica, en la que logra resumir mucho del destino de los hombres. Pero esto sólo se logra a través de la ficción, es decir de la imaginación del escritor y del trabajo de la escritura. Corresponde al crítico desentrañar estos diversos aspectos de la obra, los lazos que entre ellos se tejen y los así llamados efectos semánticos de esta combinatoria. En Dionea, Julio Olaciregui combina, de manera flagrante, mito, historia y ficción. Nos interesa, pues, no sólo reconocerlo, sino sobre todo analizar su personal manera de llevar adelante esa combinatoria. Una primera observación surge, así, con fuerza de evidencia: el nombre propio Dionea viene de la mitología más antigua, pre-helénica, y el santuario de esta diosa (porque Dionea diosa era) es considerado como el más antiguo de Grecia. A partir de este dato, el novelista establece una serie de ramificaciones en las que se irá apoyando, progresivamente, la escritura. Del mito a la ficción, el personaje Los datos que nos proporciona la mitología son, pues, relativamente claros, dentro de la multitud de versiones que suelen tener los mitos: Dionea es una diosa muy antigua, madre de Afrodita, lo que la hace convertirse, más tarde, en esposa de Zeus. Su santuario se situaba en Dodona, al norte de Grecia y supo tener una celebridad cierta el oráculo que allí se revelaba. Pero, como muy bien lo recuerda Olaciregui cuando ya ha avanzado mucho en su relato: “El tuétano de los mitos, dicen, son los nombres” (p. 376). Es, precisamente, el nombre propio lo que permite bascular del mito a la ficción. Si he leído bien, la primera aparición del nombre de la diosa en el texto de la novela se produce ya en el primer episodio narrativo: “los hermosos labios y la suavidad de Dionea” (p. 12). En esa misma página, encontramos, también ”los ojos de Dionea” y, unas líneas más abajo,

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“me enseñarían Dionea y Raúl”. Es decir que, por arte de ficción, la diosa se ha convertido en personaje: “los hermosos labios y la suavidad de Dionea, la sardina colombiana vendedora de harina de maíz por los lados de Montparnasse” “los ojos de Dionea y la cumbia que se escuchaba esa tarde en su almacén” “…Uno de los mejores remedios para combatir ese monstruo de los sinsabores, me enseñarían Dionea y Raúl, es reunirse con amigos y preparar algún plato, escuchando música…”

Lo que precede debería hacernos pensar que Dionea no es más una diosa y que ya no se la venera al norte de Grecia. Es una “sardina” colombiana y vende harina de maíz en un barrio tan típicamente parisino como Montparnasse. El otro nombre propio aquí presente, Raúl, confirma y explica esta transformación. Porque dos páginas antes, el lector ya se había enterado de que “Raúl se ha vuelto personaje de relatos de sus amigos escritores” (p. 10). La ficción, como la literatura en su conjunto, es omnívora: todo lo devora, todo lo asimila, todo lo transforma. Dionea se ha convertido, también ella, en personaje. Aunque, como lo veremos, no por ello ha dejado de ser una diosa. Así, por ejemplo, al comienzo del noveno tramo narrativo, se puede leer: “si la diosa atrapamoscas se enamora de un muchacho lo manda llamar, y hasta ahí llegó.” (p. 45). ¿Por qué “diosa atrapamoscas”? Lo que justifica este sintagma es una particularidad léxica. Si escribimos dionea con “d” minúscula, pasamos del nombre propio a un sustantivo, cuyo sentido según el Diccionario de la Real Academia es: “atrapamoscas”. Si consultamos ahora esta última voz en el mismo DRAE, nos encontraremos con una larguísima definición que prefiero, por lo tanto, resumir en estos términos: “planta carnívora americana que atrapa y digiere los insectos que se posan sobre sus hojas”. En otras palabras, el insecto que se posa sobre dionea, hasta ahí llegó; no irá más lejos. Lo que ha hecho Julio Olaciregui en su trabajo de escritor es, pues, ligar los dos sentidos, el del nombre propio y el del sustantivo, para producir el sintagma “diosa atrapamoscas”. Me parece justo reconocer, en este trabajo, que es también un juego, de escritura y de lectura, un guiño al famoso “lector enciclopédico” del que habló Umberto Eco en Lector in fabula. Mucho se ha hablado de lo lúdico en la obra de Julio Cortázar. Resulta razonable señalarlo desde ya como uno de los aspectos dominantes en la escritura de este otro Julio, cuya novela permite que el lector haga su agosto explotando referencias mitológicas, botánicas, semánticas.

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Por lo demás, Olaciregui se muestra particularmente cortés para con el lector, al entregar un enigma sin dejar de jugar a cartas vistas. Porque en un fragmento narrativo anterior, una exclamación ya había asociado a Dionea con la planta homónima, para establecer, es verdad, una oposición entre nombre propio y sustantivo, usado aquí como adjetivo: “Dionea, ¡atrapamoscas no!” (p. 34). Lo que justifica el uso de “atrapamoscas” es que se le da el sentido de “papamoscas”, dado que la interjección responde a un error de parte de una muchacha colombiana, adolescente mestiza, que el profesor Dindon (personaje al que dedicaremos nuestra atención más adelante) ha traído de Colombia a París. No es, pues, la “sardina” vendedora de maíz en Montparnasse, sino la sirvienta del profesor francés. Aunque también es posible que la sirvienta de sus primeros pasos parisinos se haya convertido en vendedora de harina de maíz. Pero ésta no es más que una de las múltiples metamorfosis del personaje. Dos descripciones nos resultan, en estas mismas páginas de la novela, muy significativas. En un primer tramo, “parece una augusta coya india o mulata veinteañera el fantasma de la muchacha eterna primavera” (p. 32).3 Pero una página más adelante, tiene: ojos negros piel canela4 niña abuela de la humanidad llevas tu máscara de esclava en esta ciudad extraña aguanta por ahora este papel protagónico en nuestra casa la tierra desde antes de los indios y los reyes etíopes numerosas máscaras y almas vendidas han sido obligadas a servir a otros hermanos (p.33)

Como se ve, Dionea, convertida en este tramo narrativo en muchacha colombiana sirvienta de un profesor francés, no sólo tiene un aspecto físico cambiante, sino que sirve de soporte a un discurso claramente connotado desde un punto de vista social. Tan cambiante es, por lo demás, su aspecto físico, que unas pocas páginas más abajo, al comienzo del tramo “Cuarto de sirvienta”, el lector se encuentra con esta información que, visto lo que precede, resulta un tanto curiosa:

3 Las bastardillas son del autor. Es una particularidad en la materialidad del texto que analizaremos cada vez que una puntualización se imponga. 4 Otro aspecto sobre el que cabría detenerse: la utilización de la música o el habla popular, dichos, frases oídas al pasar. Me limitaré, en este artículo, a dar algunos comentarios puntuales.

50 Contratamos a Dionea para que se encargue de hacer la limpieza en casa, preparar la comida y acostar a los niños. A veces huele a sexo, a pachulí, a mariguana, parece distraída, nostálgica, aún no habla muy bien el francés, aliento de vino, se maquilla como puta con frecuencia para ocultar su palidez de monja. (p. 39)

Lejos estamos, pues, de la diosa griega arcaica, madre tal vez de Afrodita, probable esposa de Zeus y lejos estamos también de los ojos negros y la piel canela con esta nueva Dionea, que sigue siendo joven sirvienta muy probablemente colombiana, pero con una palidez de monja. Sin olvidar que se ha convertido, además, en escritora: está escribiendo un libro sobre el novio que le mataron en Colombia, trabajando con la muerte de Emiliano, con la guerra de las larvas colonizantes, con esa organización que se burla de lo que otra vez fue sagrado, la ceremonia caótica. ¿Cómo puede el caos instituirse en ceremonia? (p. 39)

Basta, sin embargo, pasar al párrafo siguiente para encontrar une nueva manifestación de la poética de esta novela. Dionea, se ha dicho, está “trabajando con la muerte de Emiliano”, pero el lector se entera, ahora, de que: La carreta, este cuento por ahora empantanado con las bestias, atraviesa una llanura sembrada con sauces llorones. Van a enterrar a Emiliano Rebolo después del balazo de esta mañana que le paró el corazón, le silenció el murmullo de la sangre, extinguió el soplo de sus huesos, ya no baila. (p. 39)

Para el buen lector de Homero, esta acumulación de perífrasis para significar la muerte de un personaje no podrá pasar sin estimular su memoria, devolviéndolo así a un pasado griego al que también remite la evocación del Caos como “lo que otra vez fue sagrado”. Pero igualmente interesante es señalar que la muerte de Emiliano se ha convertido, sin transición alguna, en el tema de este tramo narrativo. El lector puede, por lo tanto, legítimamente pensar que lo que tiene ante sus ojos es el libro que, según se ha señalado, está escribiendo Dionea. Nombre tanto más interesante cuanto que corresponde no sólo a una diosa y al muy cambiante personaje de la novela, sino que es, también, el título de esa misma novela que el cambiante personaje atraviesa en mil metamorfosis. Por eso, en “El libro imposible”, tramo narrativo de título muy significativo y, como suele decirse, auto-

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rreferencial, Olaciregui escribe, después de referirse a la “muchacha innombrable”: “el libro aún no se llama Dionea” (p. 417). La relación entre el título y el nombre del personaje queda, pues, claramente establecida, desde un punto de vista metadiegético (vuelvo al vocabulario de hace cuarenta o cincuenta años) que las bastardillas ponen en evidencia. Es que Dionea aparece más de una vez como escritora y, más específicamente, novelista. Me detendré, para ilustrar esta afirmación en apenas tres ejemplos. El primero resulta no sólo explícito, sino además reiterativo. Los dos fragmentos que pondré en relación pertenecen al tramo narrativo “La cebolla con el pan”.5 Ambos están impresos en bastardilla, lo que les da un estatuto particular en el relato: intervención del narrador omnisciente, en este caso. Así, Dionea decidió irse del cuarto de sirvienta que Jean le dejó de herencia y abrirse paso ella sola en París, fue ahí cuando comenzó a redactar la historia de su novio Emiliano, quería sacar en limpio esa novela por fin, telos ergon, fin de las obras. (p. 254)

Pese a lo que el texto ha afirmado en otras circunstancias, Dionea no es, por lo tanto, en esta nueva circunstancia, la amante del profesor francés Jean Dindon. Aunque éste le ha dejado en herencia un cuarto de sirvienta, lo que coincide con lo afirmado en otros tramos narrativos. Es que las metamorfosis son múltiples y lo que me interesa es retener en la larga frase citada su nueva condición de escritora y de autora de una novela. Un poco más abajo, aparece una afirmación más escueta, igualmente en bastardilla, lo que parece corresponder, en esta nueva circunstancia, a un diálogo imaginario del narrador omnisciente con el personaje: “tú Dionea trabajas para poder escribir, así de simple, no te quejes, eres la memoria, mujer.” (p. 254). El segundo ejemplo que merece nuestra atención aparece en el tramo narrativo siguiente, que lleva por título: “Un café con la novelista”. Desde el título, le atribuye, como se ve, esa profesión y, desde las primeras líneas, la enuncia explícitamente: “Allí, posando, estaba la hermosa novelista, visitando su tierra natal, de nuevo entre palmeras”. Aparece, una vez más, la historia de Emiliano, “el personaje 5 Cabría analizar y comentar, en un estudio aparte, algunos de estos títulos. El ya citado “Cuarto de sirvienta” constituye, a las claras, una traducción de la archiconocida expresión francesa “chambre de bonne”. “Pan con cebolla” explota el estribillo de una canción y el dicho popular “Contigo, pan y cebolla”. “Matanga” o “Mieditis” hablan de suyo.

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que la dio a conocer más allá de la cuenca del Caribe, etcétera…” (p. 257). Notemos que Emiliano se ha convertido también él en “personaje”, con las numerosas connotaciones que esto supone. Pero se trata de una entrevista y Dionea contesta: “Marvel6 sí es novelista, yo no soy ella” y agrega: imagino ser una mujer soñando el mundo, hija de una sirvienta del templo, medio india, medio negra, con algo de diosa griega, llegando hasta ustedes desde lo profundo de los cielos, desenterrando estas letras, enhebrando estos cuentos. (p. 257)

Deseo detenerme un momento en esta cita. Relevaré, primero, “imagino”, porque en lo imaginario surge la ficción. Básteme citar a Don Quijote o a Madame Bovary, personajes tan imaginarios como imaginativos. Tal es el caso de Dionea. Ha surgido en la imaginación de Olaciregui y, por lo tanto, puede enunciar en el texto, bajo ficticia imaginación, las múltiples identidades bajo las cuales puede aparecer. A saber, “hija de una sirvienta del templo”, lo que remite no sólo a las diversas filiaciones atribuidas a la diosa de Dodona, sino que une, también, el templo de esta última y la condición de sirvienta del profesor francés que el texto en un momento le atribuye; “medio india, medio negra” y es verdad que rasgos y orígenes negros e indios le han sido también atribuidos; “con algo de diosa”, como su nombre lo indica. Lo que sigue merece también un análisis más detenido. “Llegando hasta ustedes desde lo profundo de los cielos”, sin duda por su carácter divino, aunque, según se sabe, lo dioses griegos no habitaban en los cielos. Tendríamos aquí, pues, una de esos sincretismos culturales que abundan en la novela. “Desenterrando estas letras, enhebrando estos cuentos” es enunciado que suscita la reflexión. Porque “estas letras”, es decir lo escrito en la novela, viene de lejos y ha sido literalmente desenterrado: de la antigua Grecia, del descubrimiento de América, del pasado amerindio, de las más antiguas tradiciones africanas, de la fundación de Barranquilla, de la historia y de las tradiciones de la ciudad natal de Olaciregui. “Enhebrando estos cuentos” porque Dionea es el vector que recorre toda la novela y liga los cuentos entre sí. Esta frase constituye, por lo tanto, una de las tantas ocurrencias (mises en abyme, como decimos los 6 La referencia a Marvel Moreno es evidente, tanto más cuanto que Dionea comporta varias referencias inequívocas a la gran escritora barranquillera, todas pertinentemente elogiosas.

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franceses) en las que la propia novela se refleja a sí misma. En este caso, bajo forma de enigma. Puedo detenerme ahora en el tercer ejemplo, que encabeza el tramo narrativo “Precipitado de novela”, título que justifica la metáfora química y la referencia a la mise en abyme: Dionea Rebolo reposaba desnuda en un canapé de terciopelo rojo; había alquilado una habitación en un hotel de Bretaña, donde escribía día y noche su novela sobre Emiliano, el héroe de la novela es la propia novela, le sopló el profesor Dindon, quería terminarla con algún misterio, en algún lugar sagrado, tal vez en el santuario de Dodona, en el albergue de esa diosa casi olvidada, cuyo nombre ella llevaba. (p. 261)

La observación atribuida al profesor Dindon, quien es, junto con Dionea, el personaje que con más frecuencia aparece en la obra, no deja de tener su dosis de humor. Porque, por un lado, constituye una flagrante parodia de ciertas máximas de teoría literaria harto frecuentes en épocas no muy lejanas. Y, por otro, lo que podemos leer de manera autorreferencial es que la heroína, letra por letra, es la novela. Nombre y título no son más que una única y misma palabra. También merece destacar que Dionea lleva aquí un apellido, que coincide (letra por letra, una vez más) con el nombre de un barrio de Barranquilla y de una tribu indígena que, también ellos, están muy presentes en la novela. Sin olvidar que su novio, asesinado, cuya historia escribe Dionea, llevaba exactamente el mismo apellido. El texto superpone de esta manera múltiples interpretaciones posibles, libradas al espíritu de deducción del lector. Es una de las tantas riquezas de la obra. Puede llamar la atención que una expresión tan trivial como “casi olvidada” esté impresa en bastardilla. Tiene, sin embargo, su sentido. Se trata de un homenaje justamente rendido por Julio Olaciregui a Juan Carlos Onetti. En El Astillero podemos leer, desde las primeras líneas: “página discutida y apasionante – aunque ya casi olvidada – de nuestra historia ciudadana”. La expresión, aparentemente trivial constituye, pues, en realidad, una cita de claro sentido literario. No olvidemos, sin embargo, que dionea, simple sustantivo, quiere decir “atrapamoscas”. Como lo he señalado, en la exclamación del profesor Dindon: “Dionea, ¡atrapamoscas no!”, el sustantivo en cuestión toma el sentido familiar de “papamoscas”. Esa misma translación semántica, aunque con una variante que corresponde más bien a un

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ejercicio de traducción aparece en la expresión “curiosos ‘tragamoscas’” (p. 234), que deriva del francés gobe-mouches, sin dejar de recordarnos, por ello, el significado de dionea en español. Lo que también aparece en “la máscara del diablo traga moscas” (p. 194). Juego de palabras y de polisemia que toma otra manifestación cuando al referirse a “la tal Dionea”, convertida en amante de Jean Dindon, el narrador advierte que la sensualidad del profesor francés “había sido estimulada por el olor entre los pechos de aquella mujer, bruja en flor, arrebatamachos, carnívora.” (p. 193). Porque dionea es, lo sabemos, flor carnívora y se nos ha dicho que literalmente arrebata machos, puesto que cuando se enamora de un muchacho, “lo manda llamar, y hasta ahí llegó”. Bruja también, puesto que al final de este tramo narrativo, el profesor le dice: “Me has embrujado, nena”. Más difícil resulta determinar de dónde le viene su capacidad de resucitar a los muertos, ¿de su condición de bruja o de diosa? Porque, ha llegado el momento de hacerlo notar, Dionea resucita a los muertos. Lo hace, por lo menos, dos veces: con Antxoni (p. 287), imaginaria enfermera vasca de reiterada presencia en la novela, y con su novio Emiliano. Es de hacer notar que este último resucita dos veces y por causas diferentes cada vez. En una primera instancia, “a Emiliano se lo lleva también el putas un domingo de carnaval en Barranquilla, pero ahora está en este libro presente, lo resucita el alma del mundo” (p. 288). Sin embargo, en el tramo narrativo siguiente, “hasta que no se puso a escribir la historia de Emiliano, Dionea estuvo maluca” y así, “poco a poco, comenzó a resucitarlo, lo sentía moverse en ella”. De tal suerte que, para referirse a Emiliano, el texto deja de usar el pasado (como se hace con un muerto) y adopta el presente (lo que indica que ha vuelto a formar parte del mundo de los vivos): “Emiliano era, es, un hombre en la mitad de la vida, no posee oro ni piedras preciosas, sólo su alma, su cuerpo juguetón y algunos libros de magia” (p. 291). Un profesor francés He tenido ya la oportunidad de mencionar al profesor francés Jean Dindon. Es él quien comparte con Dionea la primacía en la novela. Su presencia es un poco menos frecuente que la de ella, pero él aparece desde el incipit, estrictamente, desde las primeras palabras: “Ese día el profesor Jean Dindon”. No es, por cierto, un personaje trivial. Cumple diversas funciones: aportar comentarios que Olaciregui le atribuye y

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que enriquecen el relato, servir de punto de apoyo a la presencia, en el texto, de diversos mitos de origen griego, amerindio o africano, establecer un lazo particular con la principal protagonista, Dionea, de quien es, en algunas circunstancias, amante y en otras, empleador. Desde el comienzo, introduce un tema con otras ramificaciones en la novela: la deglución. En su clase inaugural en el Collège de France, el profesor “dijo de manera sorprendente: ‘Los invito a que me coman’”, lo que establece ya una primera relación con dionea, atrapamoscas, planta carnívora americana. Y con la propia novela, puesto que unas líneas más adelante, el narrador agrega: Yo había llegado a Francia en la primavera del 78 para seguir su curso sobre ‘La preparación de la novela’, descubriendo que esta forma es omnívora, pantagruélica, se traga todo lo que puede, tragaldabas, es una olla mágica con vacas y carneros, recetas de cocina, dichos de la gente, lo que no mata engorda, la nostalgia de la madre, el pensamiento mágicorreligioso, la experimentación permanente… (pp. 9-10)

Mal puede saber el lector, quien acaba de abrir la novela, que este párrafo constituye la primera mise en abyme, recurso literario del que Dionea da, como hemos visto, más de un ejemplo. Constituye también, una vez que la obra ha sido leída, una especie de programa, dado que la novela que nos ocupa es, efectivamente, omnívora, contiene recetas de cocina (las comidas se preparan, como la novela, según el título del seminario), pensamiento mágicorreligioso y, por cierto, una experimentación permanente, lo que no es uno de sus menores méritos. Faltan, sin embargo, dos componentes esenciales de esta obra. En primer lugar, una mención al humor, del que tenemos aquí un ejemplo inmediato con la yuxtaposición de “dichos de la gente” y de “lo que no mata engorda”, que se liga sin transición con lo que el narrador enuncia, sin dejar de ser, precisamente, un dicho de la gente. Se le utiliza aquí, como es muy frecuente en ciertas conversaciones, para comentar o confirmar lo que se ha dicho. De ahí, el uso de la bastardilla. En segundo lugar, no se menciona la música popular que continuamente Olaciregui introduce en su texto: “Ay mamá Inés, ay mamá Inés, todos los negros tomamos café” (p. 405), “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí y ahora estoy aquí resucitando”, (p. 375), “la conga de Jaruco, ahí viene, arrollando, arrollando” (p. 55. En esta cita, el así llamado diablo de las imprentas, hizo que despareciera la bastardilla). Con algo más que una pizca de humor, este recurso a la música popular permite que Aquiles cite a Joe Arroyo, sin

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olvidar de indicar su fuente: “Como Joe Arroyo desde muy niño luché por conseguir la fama” (p. 35). Lo que entronca, como veremos, con la poética general de Dionea, que consiste en unir, en un mismo élan de fiction, mitología griega, poemas homéricos, canto popular, tradiciones amerindias, datos de la historia y de la presente realidad colombiana o mundial para producir lo que, muy acertadamente, Julio Olaciregui llama una “mitonovela” (pp. 385-86). El profesor Dindon es, entre otras muchas cosas, el portavoz de esta poética. En una de sus tantas versiones, “Había conseguido trabajo en la Universidad de Salgar” (p. 385). Comienza su curso, según consta en el texto, divagando sobre “la mitonovela,7 tratando de aclararse a sí mismo algunas ideas, hablando de la danza del garabato, baile que simboliza la vida luchando siempre con la muerte, igual que en los misterios de Eleusis” (p. 385). Como puede apreciarse, el sincretismo cultural funciona a la perfección: la tradición popular carnavalera de Barranquilla se liga, en una relación de igualdad, con los misterios de Eleusis. Cabe hacer notar, sin embargo, que la referencia a estos últimos aparece en bastardilla. No es, pues, el profesor Dindon quien establece esta igualdad, sino otra instancia, comentador o narrador omnisciente. Y ya en el tramo narrativo siguiente “Sueños de Eleusis”, es otra voz, no ya el profesor, quien confirma la igualdad antes enunciada: “Lo que pasa ahí no se puede expresar, son los llamados Misterios de Eleusis, es decir la danza del garabato” (p. 387). Estos dos tramos confirman, con diversos ejemplos y diversas reelaboraciones por parte de Olaciregui, el lazo poético entre mitos de la Antigüedad, historia de Barranquilla (real o ficticia) y novela contemporánea (con un nuevo homenaje a Juan Carlos Onetti: “Aquí está Junta-las-voces, no más juntacadáveres”). Imposible ignorar, al dedicar una mirada crítica a este profesor francés, que también cumple una función primordial en la novela por el lazo que la ficción establece entre él y Dionea. La buena marcha de la ficción exigía hacerlo llegar a Barranquilla. Allí llega, pues, “a comienzos de los años 50” (p. 84). Tiene la intención de estudiar la presencia del mito de la Atlántida en ciertas tribus colombianas y se instala en la pensión Las tres palmeras, mito que produce la ficción8 y que juega con la igualdad semántica mujer-palmera. Y se produce, como en toda buena ficción, el encuentro entre él y ella: 7

Nótese que el título de este tramo narrativo es, precisamente, “Mitonovela”. Se transformará, por ejemplo, en el hotel The Three Palms (p. 104) o en “la casa de las Palmeras, el prostíbulo del barrio Rebolo.” (p. 177) 8

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“Fue allí donde conoció a Dionea, la más joven de las tres hermanas que atendían el lugar, frecuentado sobre todo por extranjeros como él. Fue un enamoramiento fulminante” (p. 84). Como lo hemos visto, Dionea también es bruja, de tal suerte que “El mismo no sabía muy bien cómo había comenzado toda aquella brujería” (p. 85). También es de destacar que este profesor francés es uno de los tantos vectores de las metamorfosis que atraviesan toda la novela. Su propio nombre conoce algún cambio y es, desde el principio, digno de interés. El patronímico que Olaciregui le atribuye acepta, como Dionea, perder la mayúscula y convertirse en sustantivo. Un dindon en francés es un pavo en castellano. Lo que permite transformarlo, por ejemplo, en Jean Dindon de la Farce, parodia de la célebre partícula nobiliaria francesa, evocación de una obra de Geroges Feydeau (existe también un film, pero menos conocido) y de una expresión popular francesa, un dicho de la gente: “être le dindon de la farce”, es decir, ser el ingenuo, el pavo (aunque ya no el animal, sino el hombre más o menos bobo) de un asunto. Más interesante, desde el punto de vista de las connotaciones que puede provocar en la imaginación del lector, es otro apodo, Jean Roland Dindon (p. 94), que se transformará lisa y llanamente en Roland Dindon (p. 118). Tratándose de alguien que ha sido profesor en el Collège de France y especialista de la poética de la novela, estos cambios no dejan de recordar a otro gran profesor del Collège de France (no un personaje, sino una persona real), es decir Roland Barthes, cuya muerte también figura en la novela. Jean Dindon no sólo cambia su nombre, sino también su profesión, porque en algún momento el lector descubre que el personaje Dindon ha sido autor de una novela y aparece explícitamente, en la placa de una rue, como écrivain (p. 94). El título de la obra que se le atribuye, Confesiones de la Mayoral, se integra en un rico sistema de resonancias que es uno de los pilares de la poética de Dionea. Cabe, pues, dedicarle las líneas que siguen. Un sistema de resonancias El resumen de la supuesta novela de Jean Roland Dindon se incluye en el texto, pero en bastardilla, lo que permite comprender que, aunque imaginario, se trata de un discurso exterior al discurso principal de la novela:

58 les voy a decir la verdad, no friegue, soy hombre y soy mujer, me llaman Eugenia Pingón, también conocida como La Mayorala, mi padre era XXX y mi mamá una santa, pero ellos son capítulo aparte, yo bailo, fumo hierba, escucho a Bob Marley y toreo a la pelona como todos en el barrio Rebolo. (p. 94)

Lo que sigue, esta vez en el discurso principal, forma ya una primera resonancia: había pasado a las historias de la escritora Dionea Ortiz, porque seguro ella de niña oyó cuantos sobre mí, muchos me recuerdan como esa loca, marimacha de postín que salía en los desfiles de la danza del Torito a conquistar la calle de las Vacas y defender el estandarte de los sementales… (p. 94)

Dionea, también llamada Dionea Rebolo, escritora, tiene, pues, aquí, otra emergencia, en resonancia con las anteriores y con tantos otros aspectos del texto, bajo su nuevo nombre Dionea Ortiz. Aunque no se trate estrictamente de una resonancia, sino de un rasgo de humor, deseo señalar el juego de palabras entre Torito y Vacas, lo que no deja de tener su lazo semántico con el contenido general de estas dos citas. Porque no habrá escapado al lector que, en ambas, lo que domina es el hermafroditismo: “soy hombre y soy mujer”, en la primera, “marimacha”, en la segunda, es decir la presencia simultánea, en una misma persona (personajes, en este caso), de los dos sexos. Es tema que atraviesa toda la novela estableciendo, así, resonancias que contribuyen a la unidad de la obra. Cabe aclarar, sin embargo, que hermafroditismo y homosexualidad son dos realidades distintas. Si en el primer caso se trata de la presencia simultánea de los dos sexos, el hombre o la mujer homosexuales no dejan, por ello, de ser hombre o mujer. Sin olvidar que también existe la bisexualidad, más cercana, ésta sí, al hermafroditismo, pero sin confundirse con él. El lector sabe, pues, desde el primer párrafo de Dionea que el profesor Jean Dindon: “algún día, siendo ya famoso, confesaría, como Umberto Edo, que el gran dilema de su vida fue ese: Escribir una novela o entregarse, boca abajo, a un hombre” (p. 9). De lo que aquí se trata es, pues, de un fantasma de homosexualidad. Es interesante ver cómo, desde el comienzo, escritura y homosexualidad aparecen vinculadas y opuestas. Pero en la novela, la homosexualidad aparece asociada, también, al mito del hermafrodita. En Dionea, su primera manifesta-

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ción se produce en una visita al Louvre “con una muchacha” que el narrador acompaña: “esta ninfa es mi doble, lo sé, qué curioso; la idea me vino mientras veíamos al hermafrodita despertándose” (pp. 1718). Hay, efectivamente, una hermosa escultura de un hermafrodita en el Louvre. Se trata, por decirlo así, de una materialización del mito, aunque la ciencia registra casos reales de hermafroditismo. La visión del hermafrodita provoca en el narrador el siguiente pensamiento “tratemos de ser como ese monstruo bueno, hermafrodita omnisciente, tiernos y aplicados, labios de chocolate o africanos, yo soy, yo fui, yo seré uno de sus diez amantes, yo le dije que sus nalgas son como duraznos, con algo de palenquera…” (p. 18). La pareja heterosexual aparece así, en el acoplamiento, como una metamorfosis de hermafroditismo, lo que en todo corresponde a una actualización del antiguo mito. El narrador y la muchacha terminarán, como corresponde a lo antes enunciado, en una misma cama. Lo que entonces anota el narrador merece ser recordado: “Después del amor nos quedamos dormidos (…). ¿Qué cosas estuve soñando? Creo recordar que iba en un avión rumbo a la tierra de los mitos” (p. 20). No es extraño, pues, que unas páginas más adelante, Dionea vista una camiseta “en la que podía leerse Mystic Company” (p. 33). Como tampoco puede sorprendernos que, en la página siguiente, el profesor Dindon practique una curiosa reformulación de la historia de Aquiles: Habrán ustedes de saber que la mamá de Aquiles, al enterarse por un sueño de que si su hijo se iba a pelear a Troya lo matarían, lo disfrazó de mujer y lo mandó a un harén para que no lo enrolaran en el ejército ni con la guerrilla y mucho menos con los paramilitares (…), en resumidas cuentas le permitió la mascarada de los sexos, lo feminizó, él es el primer travesti. (p. 34)

Como se ve, el juego con la mitología permite traer a colación hechos muy reales, en este caso la guerra en Colombia, que también forma parte de las resonancias en las que se apoya el relato. El tema del travesti encuentra varias manifestaciones, que van del Américo adolescente de la pensión Las Tres Palmeras (p. 58) al joven Milton Cipolla, “casi hermafrodita de pezones rosados” (p. 312). Lo que más me interesa de este tema es la referencia al mito. Por eso es de notar que, después de evocar la aventura del joven Cipolla en el parisino “bosque de Bolonia”, el fragmento narrativo termine con una referencia explícita a “la mística revolucionaria”. Más clara-

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mente aún, Olaciregui no pierde la oportunidad de establecer claramente el lazo entre presente y Antigüedad griega. Si “han pasado tres mil años en el santuario de Dodoni” (p. 41), en el patio de la escuela de danza, en el París contemporáneo, “bajan muchachas y muchachos, hermafroditas hace tres mil años” (p. 54). La bastardilla cumple una vez más una de sus funciones habituales: sirve para formular un comentario exterior al discurso del narrador. Lo que ahora deseo subrayar es que este vaivén entre mito arcaico y realidad presente es uno de los motores del trabajo de escritura: “El novelista abandona la lectura del diccionario de mitos griegos que le está soplando cómo fundar una ciudad y llegar hasta el santuario de los personajes, iniciándose al culto de la diosa de la primera noche, para dejarse llevar al vicio de comprar la prensa” (p. 123). Tenemos aquí otra manifiesta mise en abyme. Lo interesante es notar, esta vez, que la fundación de la ciudad surge de un diccionario de mitos griegos. Novela fundamental, fundacional Julio Olaciregui ya nos había habituado, en sus libros anteriores, a una estrategia narrativa particular que admite una comparación con el arte constructivo. Este último divide el espacio del cuadro en diversos fragmentos, de manera que la mirada del espectador pueda, en una suerte de trabajo de reconstrucción, descubrir la unidad del cuadro. En el caso de Dionea, esta comparación me resulta tanto más pertinente cuanto que el fundador de la escuela hispanoamericana de arte constructivo recurrió, como lo hace aquí Olaciregui, a la Antigüedad griega, con la relación áurea, por ejemplo, y también al aporte de las civilizaciones indoamericanas. Y así como el arte constructivo divide el espacio plástico en pequeñas unidades, Olaciregui atomiza su novela en pequeños tramos narrativos. La unidad surge de las múltiples resonancias que el lector puede reconocer a medida que avanza en su lectura. Desde este punto de vista, el mito del hermafrodita, con sus diversas manifestaciones ficticias, desempeña un papel mayor. Pero no es el único en dar un soporte a la unidad de la novela. Tres historias me parecen, desde este punto de vista determinantes: las de, respectivamente, Benjamín Acosta, Emiliano Rebolo y Antxoni de Oyarzun. Las tres atraviesan la obra en su totalidad, desde el comienzo hasta el final. El lector puede, así, establecer los nexos lógicos y semánticos correspondientes y reconocer, cuando cabe,

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las variantes que el texto propone. Lo que rige, sin embargo, con mayor fuerza la unidad de la obra es la producción interna de un mito: la fundación de Barranquilla y la construcción de la ciudad. Otros ejemplos tenemos en la literatura latinoamericana contemporánea. Pienso en la Santa María de Onetti y en Macondo de Gabriel García Márquez. Nada menos. Con una diferencia que debe ser señalada: esas dos ciudades, ciertamente míticas en la literatura, son también puramente imaginarias. Lo que aquí propone Olaciregui me resulta más audaz. Porque él parte de una ciudad real, Barranquilla, su ciudad natal, que figura en la geografía de Colombia, en mapas y en tantas otras referencias. El texto la define, incluso, de manera ciertamente escueta, pero con inatacable pertinencia: “una de las ciudades portuarias más importantes de la cuenca del Caribe” (p. 84). A partir de este dato real, Olaciregui va proponiendo distintas versiones para la fundación de Barranquilla. Por ejemplo, la siguiente: “historia de la bestia que se vuelve hombre por sortilegio de una diosa que se enamora de él, ella lo saca del fango y lo pone a secar al sol, junto al mar, el hombre abandona su cuero de caimán y se vuelve padre de familia, funda la ciudad de Barranquilla” (p. 38). O bien esta otra versión que merece una larga cita: fundamos el barrio Rebolo antes había aquí sólo una curramba enorme semejante potrero bueno para criar cerdos saínos pasamos semanas meses arrancando las matas perniciosas tumbamos monte abrimos rozas para sembrar qué culebras había ñero en la oscuridad alumbrándonos con mechones quién se iba a imaginar las calles estas grúas aquellos edificios esos buques anclados en el puerto ahora el cemento y las varillas trazan sus gruesos parches grises sobre la avenida Sol-17 puro pavimento. (p. 64)

Quien así recuerda semejante tramo de la historia ha participado en la fundación del barrio Rebolo y contempla, ya en otro tiempo, las transformaciones de la ciudad. Lo que inmediatamente antecede a esta evocación cobra así un gran significado: “El coro vuelve a veces en las obras de teatro, pasan los pavimentadotes, nadie sabe qué son los siglos y ahí están”. Una vez más, la Antigüedad griega, con el coro de la tragedia, la historia y la producción de un mito. Porque “´¿Dónde podemos encontrar semillas de ficción? En el mito y en la historia” (p. 429). De tal suerte que Dionea, el personaje, es una “mujer fundadora de pueblos” (p. 430). De esta manera, los siglos,

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que ahí están, se unen en un único tiempo mítico. En este último circulan los relatos de la historia, las metamorfosis de los personajes, las referencias literarias y, también, los diversos juegos con la identidad del autor, como García Márquez juega, en Cien años de soledad, con los nombres de sus compañeros del grupo de Barranquilla y con su propio nombre. Así, al comienzo de la obra, el profesor Dindon invita a sus estudiantes a que lo “coman” y de la novela se nos dice que es “omnívora” y que “se traga todo lo que puede”. Por un notable efecto de simetría, en la clausura, el lector se entera de que “Julio fue devorado por su novela, se lo tragó el mito (…). La novela, como aquella cerda caída del cielo en Perú, se lo tragó” (p. 433). Mito, novela, historia y juego con la realidad, a partir del nombre Julio, que es también el de Olaciregui, hombre real que no ha sido devorado: “Entonces, ya Julio no escribía su novela, sino que vivía su mito, continuaba el mito de su existir aún incompleto…” Dionea es, pues, una novela fundacional, vuelta en gran parte hacia los orígenes, sin descuidar los datos de la historia y de la actualidad. Pero considero necesario decir que es, también, una novela fundamental. Lo es por la poética del relato que en ella se practica y que entronca con una realidad igualmente fundamental de nuestro tiempo: la importancia de la teoría atómica, de los quanta y la atención cada vez mayor de la Física por las así llamadas partículas elementales. Y lo es también por su temática, fundación mítica de una ciudad real. Marca, pues, una inflexión en las prácticas literarias contemporáneas. Claro que siempre es posible reconocerle una filiación. Se la puede poner en relación, por ejemplo, con el poema de Borges “Fundación mítica de Buenos Aires”, que Olaciregui introduce en Dionea, aunque en vez de escribir “las proas vinieron a fundarme la patria”, él escribe “congos antiguos vinieron a fundarme la patria” (p. 267) y también “llegaron los africanos, navegantes y bogas obligados a superar el trauma de la trata negrera para venir a fundarnos la patria.” (p. 380). Este manejo peculiar de los mitos, de los datos de la historia, de las citas implícitas mucho recuerda uno de los títulos mayores de nuestro tiempo, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Y tal como lo dijo Roa de su propia obra, es pertinente considerar que Dionea de Julio Olaciregui constituye también una novela anti-histórica, en la que se mezclan “Joyce y la galleta griega” es decir la experimentación literaria, con la mirada puesta en la Antigüedad sin descuidar el espacio contemporáneo y el logos, tan circular como la galleta, que es a un mismo tiempo arte de pensar e interrogación sobre el ser. Porque al superponer las diversas instancias que la componen

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Dionea nos ayuda a comprender que la identidad es siempre cambiante y que ella también resulta de un mito y de una ficción.

Epílogo igualmente necesario y no menos indispensable Es mucho, mucho lo que he dejado en el tintero. Miro la pila de mis notas y me digo que tendré que escribir y seguir escribiendo sobre la maravilla literaria que es Dionea. Este artículo no constituye, por lo tanto, más que una primera aproximación a la obra de Olaciregui. Espero poder abordar otros aspectos en oportunidad cercana. Me resulta más importante aún recordar que, en sus primeros intentos, Julio Olaciregui no consiguió editor para su novela. Si hoy podemos leerla y estudiarla, lo debemos a la generosidad del filósofo Numas Armando Gil Olivera y de la profesora y editora Nohora Angélica Barrero. Fueron estos dos amigos de Julio quienes tomaron a su cargo la edición de Dionea. Por ello, me resulta indispensable, antes de abandonar mi estudio, rendirles el homenaje que merecen. Y así queda dicho y establecido.

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CATALINA QUESADA GÓMEZ University of Miami

A vueltas con la nación: sobre la actual narrativa colombiana

Estas notas acerca de la nación y la actual narrativa colombiana parten de una inquietud, una inquietud que se hace eco de la reflexión que diversos colegas están realizando desde hace unos años al hilo de la presunta existencia de una literatura posnacional en América Latina. Trabajos recientes como el volumen colectivo Literatura más allá de la nación. Lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI, coordinado por Francisca Noguerol,1 o el dossier “Más allá de la nación en la literatura latinoamericana del siglo XXI”, coordinado por Aníbal González para la Revista de Estudios Hispánicos,2 por citar dos de los últimos ejemplos, intentan dar respuesta a la pregunta de si la globalización ha entrañado cambios en la concepción de la nación y los imaginarios nacionales y si, por consiguiente, es posible seguir utilizando el molde epistemológico de lo nacional para estudiar la literatura hispanoamericana actual. En esa misma línea, el seminario ALLICCO de la École Normale Supérieure de Paris, dedicado a “Globalización, nación y literatura en América Latina”,3 abría su sesión inaugural, en enero de 2012, con la pregunta de si las literaturas de América Latina son todavía literaturas nacionales. Después de un largo y detallado análisis de la situación de la literatura hispanoamericana en las últimas décadas, nuestro colega Gustavo Guerrero concluye que para dicha pregunta no hay una respuesta única y que es necesario analizar cada caso se-

1 Francisca Noguerol Jiménez et ál., Literatura más allá de la nación. De lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt, 2011. 2 Aníbal González, coordinador, Diálogo Crítico. Más allá de la nación en la literatura latinoamericana del siglo XXI, Dossier de la Revista de Estudios Hispánicos, Nr. XLVI, 1, 2012, pp. 50-133. 3 http://emyt94.wix.com/seminaire-allicco (consultado el 17/09/2012).

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paradamente. Pero que sí habría algo que ha cambiado en los últimos treinta años; y es que, en ciertos casos – a propósito de ciertos autores, de ciertas obras o de ciertos textos –, ya no es posible seguir hablando de literatura nacional. Lo anterior me lleva a preguntarme qué pasa con Colombia. Todos conocemos las particularidades que en el caso que nos ocupa tuvo el proceso de la gestación de una nación que surgió por la voluntad de las elites ilustradas criollas. Como María Teresa Uribe ha destacado, estas tuvieron que crear tres relatos fundadores que en un primer momento alentaron el patriotismo y supusieron una justificación para la emancipación y la lucha armada contra la metrópoli y, después, una vez conseguida la independencia, pasarían a convertirse en los discursos a partir de los cuales construir “una identidad nacional posible”: Se exploran así tres relatos fundadores que han mantenido una pervivencia histórica de siglos: el relato de la gran usurpación sobre el cual se erigió el ius solis y se justificó la ruptura con la metrópoli; el relato de la exclusión y de los agravios, que permitió la constitución de un punto de convergencia identitario entre los nuevos ciudadanos – el victimismo – ante la ausencia de identidades nacionalitarias preexistentes; por último, el relato de la sangre derramada, que transformó el territorio, el suelo y el espacio geográfico en el “hogar patriótico” de los ciudadanos.4

Sin embargo esa identidad nacional no surge de un día para otro. Alfonso Múnera va incluso más allá, al negar para este período de la independencia la existencia de un único imaginario de nación, que solo se conseguiría, tiempo después, a fuerza de guerras: ¿Cómo pudo surgir entonces un solo Estado-nación en 1831, en medio de concepciones tan diversas? Por supuesto, no como el resultado de “una comunidad imaginada”, sino como el simple y llano resultado de la fuerza. Los ejércitos estaban ahora en manos de las élites andinas y éstas, finalmente, impusieron su gobierno. Inventar la nación colombiana costó muchas guerras. Porque la guerra, además de su función profundamente aniquiladora, fue el mejor instrumento para que masas de campesinos de tierra fría, convertidos en solda4 María Teresa Uribe, “La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la Gran Colombia”, en Francisco Colom González, a cargo de, Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt, 2005, tomo I, pp. 225-249; la cita corresponde a la p. 227.

67 dos, descubrieran y empezaran a sentir como suyo el mundo del Caribe; y viceversa, para que los costeños aprendieran a sentir como suyo también aquel otro lado de la patria.5

Carlos Patiño Villa hace extensiva esa ausencia de una identidad colectiva común a la primera mitad del siglo XX, pues, “a diferencia de México, Argentina, Chile o Brasil, no ha existido un lenguaje, una imagen o una historia “nacional” que funcione como elemento cohesivo, de identidad e incluso fundador de las biografías de los individuos en cuanto miembros específicos de la nación”.6 Según Patiño es solo hacia la segunda mitad del siglo XX, cuando comenzamos a poder hablar de una identidad nacional en el contexto colombiano, una identidad que habrá surgido a partir de diversos procesos, heterogéneos, sí, pero entre los cuales es posible establecer vínculos. Procesos como los de la urbanización, a partir de las décadas del Treinta o el Cuarenta, y el surgimiento de una sociedad de masas con medios de comunicación que emiten a nivel nacional – contribuyendo, así, como nos lo recuerda Martín-Barbero, a la gestación de una conciencia común de colombianidad –7 y una red de carreteras que permitirá consolidar una economía nacional; procesos como el de la secularización, que contribuiría al desmantelamiento de las estructuras tradicionales en ciertas regiones; procesos, en definitiva como el de la necesidad por parte del Estado colombiano de dominar el territorio nacional por la existencia de guerrillas8. Pero incluso a fines del mismo siglo XX, las identidades locales y regionales serían todavía más fuertes que la nacional en algunos puntos, “manteniendo además las redes de reconocimiento político y de solidaridad derivadas de la colonia”.9

5 AlfonsoMúnera, El fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano (1717-1821), Planeta Colombiana, Bogotá, 2008, pp. 228-229. 6 Carlos Alberto Patiño Villa, “El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombiana”, en Francisco Colom González, a cargo de, Relatos de nación, cit., tomo II, pp. 10951114; la cita corresponde a la p. 1097. 7 Jesús Martín-Barbero, Al sur de la modernidad. Comunicación, globalización y multiculturalidad, Universidad de Pittsburgh, Pittsburgh, 2001. Del mismo autor, véase “Colombia: ausencia de relato y des-ubicaciones de lo nacional”, en Jesús Martín-Barbero, coordinador, Imaginarios de Nación. Pensar en medio de la tormenta, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2001, pp. 17-29. 8 Carlos Alberto Patiño Villa, “El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombiana”, cit., pp. 1098-1100. 9 Ivi, p. 1101.

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Sin embargo, un nuevo elemento va a contribuir a configurar una identidad nacional en Colombia. Me refiero, obviamente, a la violencia. Y digo nuevo, no porque en el siglo XIX no hubiese existido (no es necesario recordar las guerras civiles del XIX), sino porque la violencia del siglo XX entraña cambios sustanciales en la sociedad colombiana que permitirán el surgimiento de dicha identidad nacional. No se trata solo de que la violencia se haya convertido en el relato que justifique la ruptura del regionalismo en la conciencia política de Colombia, con un desplazamiento masivo, en el plano de lo social, de la población rural hacia las zonas urbanas,10 sino que la visibilidad alcanzada por esta va a generar toda una serie de relatos literarios, intelectuales, académicos y en los medios de comunicación que se han convertido en fundadores de una auténtica comunidad imaginada, erigida, como lo subraya Patiño, sobre el mito de la nación violenta: La violencia constituye básicamente el relato de la vinculación nacional que ha llevado al establecimiento de nuevos elementos de identidad colectiva y a la ruptura con viejos modelos de identidad local y sectaria, más propios del siglo XIX y proclives a las guerras civiles y al aislacionismo. […] La nación en Colombia existe, entonces, en la medida en que los miembros de las diferentes regiones que conforman el país se han encontrado en una serie de circunstancias comunes, llamadas indistintamente violencia, guerra civil o guerra contra la sociedad, que los relacionan entre sí, les brindan autorreconocimiento y, a diferencia de lo ocurrido en la mayor parte de los siglos XIX y XX, atraviesan todo el territorio, obligando al Estado a responder al desafío de gobernarlo, de integrar a la población y de dirigir la sociedad más allá de los partidos políticos.11

Nos surge, además, el problema de establecer cuál es la literatura nacional en Colombia, puesto que si hablamos de una literatura posnacional presuponemos la existencia de una literatura nacional que la precedió. Pero, ¿ha existido una literatura nacional en Colombia, habida cuenta de las dificultades para la constitución de la identidad nacional? Raymond Leslie Williams, en su ya clásico Novela y poder en Colombia, 1844-1987, sostiene que solo tres de las novelas que él analiza lo serían: María (1867), de Jorge Isaacs, La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, y Cien años de soledad (1967), de Gabriel 10 11

Ivi, p. 1110. Ivi, p. 1114.

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García Márquez. Para Williams son nacionales “en el sentido de que han llegado a todos los lectores del país, más allá de las fronteras de su región”,12 lo cual no quiere exactamente decir que sean portadoras de una ideologíanacional; pero si leemos entre líneas podemos deducir que adquieren esa condición de nacionales por recoger una serie de valores, principios y formas de ver el mundo que no resultan ajenas a quienes comparten un mismo imaginario. En lo que respecta a la existencia de una literatura nacional, quizá la más contundente sea la opinión de Bogdan Piotrowski, quien, en La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea (1988), reivindica la existencia de una literatura nacional colombiana, que habría empezado a cristalizar de modo irrevocable en la década de 1920.13 Y para demostrar la existencia de lo que para otros no pasa de simple entelequia, Piotrowski recurre a tres metagéneros narrativos: la novela costumbrista-criollista, de la cual toma La marquesa de Yolombó (publicada en 1928), de Tomás Carrasquilla; la novela de tema indígena, ejemplificada en Toá. Narraciones de caucherías (1933), de César Uribe Piedrahíta, y en 4 años a bordo de mí mismo (1934), de Eduardo Zalamea Borda; y, finalmente, la novela de la Violencia, como género que ha contribuido a la gestación de la conciencia nacional en Colombia. Estas novelas, cada cual a su manera, pretenderían no solo dar cuenta de eso que Pietrowski llama la realidad colombiana, sino también proponer sendos modelos de nación en los que priman tales o cuales intereses; con respecto a la raza, por ejemplo: La marquesa de Yolombó refleja la búsqueda de la identidad nacional, la evocación de las raíces étnicas y culturales, pero al mismo tiempo trata de consolidar la validez de la antigua jerarquía social donde los indígenas y los africanos son dominados por los blancos. En ambas novelas del tema indígena, la apreciación social sigue transformándose, y el blanco admite que el aborigen esté a su lado, que tenga los mismos derechos; y, por fin, el problema racial parece esfumarse (momentáneamente) en la novela de la violencia, cuando se admite la imagen de un ciudadano común típico – un mestizo – y surge como tema, poco a poco, tímidamente, el conflicto de clases, la lucha por el poder.14

12 Raymond Leslie Williams, Novela y poder en Colombia, 1844-1987, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1992, p. 20. 13 Bogdan Piotrowski, La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea: aspectos antropológico-culturales e históricos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1988, p. 8. 14 Ivi, p. 249.

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Encontramos en ellas, igualmente, una propuesta en lo que concierne a la política del país, a las relaciones con España y otros países latinoamericanos, a la integridad de la nación o a lo insostenible de la estructura bipartidista, que estaría en el origen de las guerras fratricidas. Y para abordar cada una de esas cuestiones, los novelistas tienen como punto de partida y de llegada, no solo esa realidad colombiana, sino también un imaginario colectivo colombiano. De modo que, si en el XIX no existe aún una “comunidad imaginada” que la literatura pueda representar o con la que la literatura pueda establecer un diálogo, eso sí sucedería ya en el siglo XX.15 Es necesario mencionar en este punto la colección Cuadernos de Nación del Observatorio de Políticas Culturales impulsado por el Ministerio de Cultura de Colombia, en concreto los volúmenes coordinados por Jesús Martín-Barbero y Omar Rincón. Es interesante ver cómo en su aportación al volumen Relatos y memorias leves de nación (2002), “Colombia marca no registrada”, Omar Rincón acomete una descripción de la colombianidad desde parámetros netamente posnacionales, porque aunque comience negando la existencia de un gran relato de nación, lo que hace a continuación es deconstruir todos aquellos discursos e imágenes que se han esgrimido como representativos de lo colombiano, para negarlos, matizarlos y mostrarnos su cara oculta, o para sustituirlos por lo que considera los auténticos mitos fundadores. Así, Colombia es hija de Santander y su defensa de las leyes; pero cuando la ley no funciona, Santander conspira contra Bolívar e intenta matarlo. El reverso de ese acto fundador será lo destacable, para Rincón, pues “somos leyes que esconden que somos una nación que se hace en los bajos fondos, porque una vez creada la ley se inventa la forma de actuar sin leyes.”16 En esa misma línea, dirá de la fe católica impuesta – que, en efecto, ha actuado como aglutinante religioso de la nación – que fue abrazada por los colombianos “porque se nos permite, en simultáneo, matar y ser perdonados, ser cuidados por la virgen que es una madre bondadosa y permisiva, venerar a un niño con rostro de adulto que nos convierte en una nación de niños, de sentimientos irreflexivos y fe ingenuas, ciegas y desordenadas.”17 Por un lado, la actitud de Rincón, desde lo ensayístico,

15 Cfr. Carlos Uribe Celis, La mentalidad del colombiano: cultura y sociedad en el siglo XX, Ediciones Alborada, Bogotá, 1992. 16 Omar Rincón, “Colombia: marca no registrada”, en Omar Rincón, coordinador, Relatos y memorias leves de nación, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2002, pp. 11-39; la cita corresponde a la p. 14. 17 Ivi, p. 15.

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corre pareja con eso que hemos definido como lo posnacional, que, en una de sus vertientes, aspira a redefinir lo nacional, cuestionando toda una serie de valores tradicionalmente aceptados. Pero al mismo tiempo prolonga esa actitud de situar lo típicamente nacional junto al mito de la violencia, un mito del cual Colombia sigue sin poder desprenderse. Creo que es necesario repensar cuál es la manera de manifestarse lo posnacional en Colombia, pues si por un lado subyace “una voluntad de explorar e incorporar espacios y mentalidades alejados de la realidad nacional de los autores y no determinados por ella”,18 también es característica de la literatura posnacional la reformulación de lo que se ha tenido por nacional, proponiendo nuevos imaginarios y ampliando los ya existentes. Lo que sí es cierto es que los cambios en todos los órdenes que la globalización entraña no dejan intactas las relaciones de los escritores con lo nacional ni la manera en que lo nacional es percibido. Me propongo, a continuación, analizar sucintamente cuál es esa relación en algunos casos concretos.19 Y para ello parto de la noción de devaluación de lo nacional, desarrollada, entre otros, por Jesús Martín-Barbero. Para él, a diferencia de lo que sucediera de los años treinta a los cincuenta en Colombia, cuando los medios de comunicación desempeñaron un papel decisivo en la formación del sentimiento y la identidad nacionales, en el cambio de siglo los medios de comunicación promueven más bien la devaluación de lo nacional. Con el nuevo orden mundial y la transnacionalización no solo de los mercados, sino también de la cultura, los medios vendrían a poner en juego un contradictorio movimiento de globalización y fragmentación de la cultura, de mundialización y revitalización de lo local. Tanto la prensa como la radio y aceleradamente la televisión son hoy los más inte-

18 Aníbal González, “Introducción”, en “Dossier Diálogo Crítico. Más allá de la nación en la literatura latinoamericana del siglo XXI”, Revista de Estudios Hispánicos, Nr. 46, 1, 2012, pp. 51-53; la cita corresponde a la p. 51. 19 Remito al libro de Álvaro Pineda Botero, La esfera inconclusa: novela colombiana en el ámbito global, Universidad de Antioquia, Medellín, 2006, que formula la pregunta (p. 30), pero no proporciona respuesta alguna. Mi repaso por la narrativa colombiana de las últimas décadas es necesariamente limitado; para una visión panorámica, cfr. José Manuel Camacho Delgado, “La narrativa colombiana contemporánea: magia, violencia y narcotráfico”, en Trinidad Barrera, coordenador, Historia de la literatura hispanoamericana. Tomo III. Siglo XX, Cátedra, Madrid, 2008, pp. 295-318; Carmen Alemany Bay, “Horizontes de la narrativa colombiana de las últimas décadas en el ámbito latinoamericano”, Caravelle. Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien, Nr. 93, 2009, pp. 207-226.

72 resados en diferenciar las culturas ya sea por regiones o por edades, y al mismo tiempo poder conectarlas a los ritmos e imágenes de lo global. De manera que la devaluación de lo nacional no proviene únicamente de la desterritorialización que efectúan los circuitos de la interconexión global de la economía y la cultura-mundo sino de la erosión interna que produce la liberación de las diferencias, especialmente de las regionales y las generacionales. Mirada desde la cultura planetaria, la nacional aparece provinciana y cargada de lastres estatalistas. Mirada desde la diversidad de las culturas locales, la nacional es la identificada con la homogenización centralista y el acartonamiento oficialista. Lo nacional en la cultura resulta ser un ámbito rebasado en ambas direcciones que replantea así el sentido de las fronteras.20

Lo que Martín-Barbero aplica a los medios de comunicación y a la cultura popular podría ser parcialmente extrapolable al plano literario, pues algunos de los escritores colombianos del tránsito del siglo XX al XXI cuestionan de la misma o similar manera dicho orden nacional, así como las homogeneizaciones y monolitismos que vienen de la mano del concepto de nación. No se trata, como bien señala Martín-Barbero, de establecer una oposición nacional/antinacional, sino de una redefinición de lo nacional, que conduce a lo que bien puede llamarse lo posnacional por las diferencias que en términos cuantitativos y cualitativos se producen. Lo curioso del caso colombiano es que el descentramiento de lo nacional típicamente posnacional se mezcla y confunde con el secular regionalismo y los enfrentamientos, por ejemplo, entre el interior (Bogotá) y la costa, bien estudiados por Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya.21 Que el escritor barranquillero Julio Olaciregui se defina como poscolombiano cuando se le pregunta por su nacionalidad ha de ser visto, quizá, como la explicitación consciente de lo que muchos escritores patrios están llevando a cabo con su obra: la representación del tránsito del orden nacional al orden posnacional, en el que los extremos (global/local) no se resuelven en la síntesis nacional. Una literatura posnacional A pesar de las dificultades para la configuración de un Estado-nación monolítico en Colombia en el siglo XIX y la consolidación “de 20

Martín-Barbero, Al sur de la modernidad, cit, pp. 153-154. Fabio Rodríguez Amaya (ed), Plumas y pinceles, I y II., Bergamo, Bergamo University Press-Sestante, 2008, 2009. 21

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un estilo escindido de ciudadanía, donde la identificación con la nación pasa por la adhesión a uno de los partidos tradicionales y el rechazo o exclusión de los adversarios”,22 con la consiguiente ausencia de una comunidad imaginada de compatriotas que pudieran compartir un pasado, presente y futuro comunes, la Colombia del siglo XIX y parte del XX ha contado con una literatura considerada nacional, aclarando que esa nacionalidad en el país en cuestión ostenta la particularidad de poseer fuertes variedades regionales. Una de las cumbres de dicha literatura, como estudió Doris Sommer, sería la María (1867) de Jorge Isaacs y ya habría entrado en crisis cuando, cien años después, salga a la luz el gran best-seller de las letras colombianas. Si la narrativa nacional colombiana no puede ser concebida sin atender a la confrontación entre la fragmentación regional y los afanes centralizadores, en la narrativa posnacional dichas particularidades se difuminan en muchos casos, en parte al contar con una nutrida nómina de narradores que escriben de Colombia – o de cualesquier otros asuntos – desde fuera del país; pero en otros la diferencia regional sigue patente, en lo que constituye una cabal materialización de la dialéctica local/global en la que nos venimos moviendo en los últimos tiempos. Lo que nos interesa destacar aquí es la existencia de un imaginario común (Anderson), si no claro y bien definido, sí más o menos difuso, pero distinguible para diversos escritores contemporáneos, con respecto al cual se han posicionado, por lo general, para mostrar sus insuficiencias, sus taras y sus fallas. En este sentido es de notar que la ironía y el humor, que están en el origen del género novelístico, así como el escepticismo ante el orden establecido será la nota dominante en buena parte de los nuevos relatos, patrios o expatriados. Valores religiosos, el orden familiar tradicional o nociones como las de la patria o la masculinidad heterosexual serán sistemáticamente minados por algunos de los mejores narradores del momento.23 En este sentido es de destacar Al diablo la maldita primavera (2002), de Alonso Sánchez Baute, que constituye una sátira feroz de la sociedad bogotana. Desde la mirada tan ingenua y ególatra como vacua de una drag queen sobre la Bogotá gay, Sánchez Baute aborda con ironía e irreverencia cuestio-

22 Fernán E. González, Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado-nación en Colombia (1830-1900), La Carreta, Medellín, 2006, p. 190. 23 Cf. Chloe Rutter-Jensen, La heteronormatividad y sus discordias: narrativas alternativas del afecto en Colombia, Universidad de los Andes, Bogotá, 2009.

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nes como la violencia del país, la doble moral, la crisis económica, pero también la noción misma del exilio, el consumismo, la globalización o la condición homosexual, en una obra que se muestra deudora de la de otros iconos gay de las letras latinoamericanas, como Luis Rafael Sánchez, Severo Sarduy o Manuel Puig. Mediante las digresiones delirantes del protagonista, Edwin Rodríguez Buelvas, asistimos a la representación enloquecida de un espacio que, si algún día tuvo pretensiones de ser la Atenas Suramericana, no alcanza sino a ser una deformación paródica y telenovelesca de la cultura helénica. Si en el XIX fue la simbología del amor heterosexual, representado por la dialéctica novio-padre / amada-esposa, de obras como María la que contribuyó a la forja de una idea nacional, novelas como Al diablo la maldita primavera representan, mediante la parodia del modelo, una propuesta posnacional que opta por la inclusión de la variedad (de lo tradicionalmente excluido por los proyectos nacionalistas) en clave humorística y políticamente incorrecta: una “metáfora de las oscuras e invisibilizadas identidades sexuales alternativas que forman parte de la compleja sexualidad de una ciudad como Bogotá”.24 En ese ejercicio de travestismo literario, García Dussán ha querido ver, en esta novela y en Sexualidad de la Pantera Rosa (2004), de Efraím Medina, la confirmación de que la identidad nacional, como la sexual, es cambiante.25 Narrar Locombia y otros actos de fe Una de las lecturas que permite Sin remedio (1984), de Antonio Caballero, lleva al lector a la conclusión de que, en efecto, como anunciara uno de los personajes de Borges, ser colombiano es un acto de fe. Centrada en las dificultades de un poeta colombiano para crear y para existir, la novela traza un fresco de la Bogotá de mediados de los setenta con tales dosis de humor y de ironía que a duras penas queda títere con cabeza. Sin llegar a la sátira acerba del Vallejo de El don de la vida (2010), por citar tan solo su obra más reciente, la historia que tiene por protagonista al fallido poeta Ignacio Escobar desmantela la idea de que pueda existir orden nacional alguno. 24 Mario Armando Valencia Cardona, La dimensión crítica de la novela urbana contemporánea en Colombia. De la esfera pública a la narrativa actual, Universidad Tecnológica de Pereira, Pereira, 2009, p. 25. 25 Pablo García Dussán, Literatura thanática: búsqueda de una memoria común, Alcaldía Mayor de Bogotá, Bogotá, 2007, p. 82.

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Entre las estrategias aptas para desesencializar la nación, Castany Prado destaca la de la construcción de personajes híbridos que problematizan y ponen en tela de juicio las definiciones nacionalistas de más rancio calado.26 En Asuntos de un hidalgo disoluto (1994), de Héctor Abad Faciolince, el personaje de Gaspar Medina, siguiendo el modelo de la picaresca, se presenta como narrador de lo que él mismo denomina su vida licenciosa. La veracidad de su relato (que se da, en la ficción novelesca, como memorístico) es puesta en entredicho por las contradicciones en que incurre el personaje y por las incongruencias de su discurso, que son a veces destacadas por él mismo. Las sospechas de falsedad forman parte, por lo tanto, de la ficción. Como colombiano de nacimiento trasplantado a Europa, Gaspar Medina nos ofrecerá una versión de distintos acontecimientos de la historia de su país, pasada por el tamiz de la distancia (temporal y espacial) y doblemente sesgada, no solo por la subjetividad del género memorístico, sino, sobre todo, por su condición de narrador poco fiable, de sospechosa catadura moral. Las distorsiones a que somete dos de los hitos de la historia colombiana del XX (la matanza de las bananeras y el Bogotazo) van desde el bloqueo memorístico de quien narra a las protestas de veracidad – que con su simple presencia están ya invocando la posible ficcionalidad de los hechos narrados –, pasando por la aposiopesis y las atribuciones erróneas. A los problemas de la memoria hay que añadir, pues, los del cómo se narran esos hechos presuntamente vividos o conocidos de segunda mano. La pareja formada por los tíos del protagonista de Asuntos de un hidalgo disoluto – el obispo de Santa Marta, a quien sobreviene una segunda ceguera, y Jacinto, el párroco de Aracataca, contagiado de lepra como resultado indirecto de su denuncia de la matanza – constituye una peculiar representación, como tesis y antítesis, del sempiterno enfrentamiento entre conservadores y liberales en Colombia. Y termina con una no menos extravagante síntesis que, además de incluir el hecho religioso encarnado en el sentimiento de culpa y los castigos divinos, revela las incongruencias del pensamiento de estos colombianos: Ah, Dios, esa ficción humana benévola y despiadada para mis dos tíos. Lo peor fue que ambos, el ciego y el leproso, se murieron convencidos de que el castigo que les había mandado Nuestro Señor se lo tenían

26 Bernat Castany Prado, Literatura posnacional, Universidad de Murcia, Murcia, 2007, p. 203.

76 muy bien merecido, el uno por no haber visto la masacre y el otro por haber pretendido defender a los masacrados. Este convencimiento – siendo el esquema lógico de su religiosidad inmune a las contradicciones – jamás hubiera sido afectado por el apunte de que no podían concebirse expiaciones tan severas para comportamientos opuestos.27

La condición disoluta de Gaspar Medina lo autoriza a descreer de ciertos valores. En la estela de la literatura posnacional, la mirada del hidalgo desmonta las esencias nacionales, comenzando por el apego al terruño o la nostalgia de la tierra cuando se halle lejos y terminando por los valores religiosos. Solo la lengua, asegura, le hará mantener un vínculo con su país de origen. Y entre aquello que no lo avergonzará de su tierra, ciertas obras de la literatura nacional, aunque el repertorio sea más bien reducido.28 La construcción del topos del infierno terrenal, esbozado tanto en Asuntos como en Fragmentos de amor furtivo (1999), se concreta y desarrolla ampliamente en esa fábula apocalíptica que es Angosta (2003), trasunto literario no solo de Medellín, sino también de la segregación impuesta por Occidente al Tercer Mundo. A partir del referente de la Divina comedia, Abad construye un espacio jerárquico dividido en tres sectores: la Tierra Fría (o Paradiso), la Tierra Templada y la Tierra Caliente (o Infierno). Este espacio constituye una maqueta de Medellín y del mundo, pero también remite a otros conflictos de índole global. Como sucede en la Colombia real, la sociedad de Angosta – dividida en dones, segundones y tercerones, que viven en sectores diferentes – consta de blancos, negros, indios, mulatos y mestizos, que están presentes en cada uno de esos sectores. El prejuicio racial, al que se une el criterio económico, llevará a identificar color de piel con estatus social, en una sociedad construida sobre una dinámica de exclusión que genera distintos tipos de violencia. Más que un afán cosmopolita de búsqueda de exotismos no autóctonos, asistimos en sus novelas a la deconstrucción del concepto de colombianidad o, mejor, a una reformulación del mismo. En ese sentido, la literatura de Héctor Abad Faciolince explora la noción de pertenencia a una nación cuya descomposición se predica. Y lo hace desde dentro, desmontando tópicos y construcciones nacionales y mostrando que también una pertenencia híbrida y crítica es factible. 27 Héctor Abad Faciolince, Asuntos de un hidalgo disoluto, Tercer Mundo, Bogotá, 1994, p. 69. 28 Ivi, p. 129.

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Con muy buen tino, la profesora Luz Mary Giraldo establece en En otro lugar varias líneas de fuga o ejes temáticos para poner puertas al campo de la narrativa colombiana de finales del XX y principios del XXI. Junto al movimiento o desplazamiento espacial (motivado por la guerra, pero también por otras causas, como la emigración económica o los exilios voluntarios), señala la violencia misma entre los distintos grupos (guerrilla, Estado, paramilitares) como elemento estructurador de toda una serie de textos narrativos. En efecto, una parte nada irrelevante de novelas y relatos aborda dicha cuestión, que va camino de convertirse en una de las señas de identidad de la nueva narrativa colombiana. Novelas, como La multitud errante (1999), de Laura Restrepo o Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, y, en otro orden, La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco Ramos o Satanás (2002), de Mario Mendoza, recrean algunas de las diversas formas de violencia que asedian a la sociedad colombiana. A pesar de que la cuestión de la violencia ha sido una de las señas de identidad (o de los mitos, como lo llama Patiño Villa) prácticamente desde la construcción de la nación colombiana – que en los años cincuenta se haría con el copyright de eso que se llamó novela de la violencia –, habría que pensar si esa abundancia de representaciones desde distintos frentes (guerrilla, paramilitares, narcotráfico, sicarios, etc.) no contribuye, igualmente, a destruir hoy en día la imagen homogénea de la nación y a forjar un sentimiento apocalíptico y de fracaso colectivo. A las ya citadas se podrían añadir las novelas Perder es cuestión de método (1997), de Santiago Gamboa, La lectora (2001), de Sergio Álvarez, Testamento de un hombre de negocios (2004), de Luis Fayad, o Tres ataúdes blancos (2010), de Antonio Ungar, que al narrar con humor y no poca distancia irónica algunas de las tragedias y lacras del país contribuyen a la creación de un escepticismo identitario carente de dramatismos. No faltan, sin embargo, quienes, sin negar la existencia de un problema grave de violencia en el país, se resisten a hacer de ella el centro de sus obras de ficción. Vista en parte como una nueva forma de exotismo para el europeo o el norteamericano, una seña de identidad tan macabra como atractiva e inofensiva, por cuanto se mantiene confinada en un lejano tercer mundo, la violencia es para estos escritores un lastre narrativo del que cuesta librarse sin ser acusados de escapismo. De ahí que autores como Héctor Abad Faciolince se nieguen a aceptar, por ejemplo, el del sicariato o el del narcotráfico como elementos centrales de la narrativa colombiana contemporánea.

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En Palabras sueltas (2002) Abad define la sicaresca en estos términos: En la Antioquia literaria (¿y en la real?) de finales del siglo XX, el pobre, para salir de pobre, se mete de sicario. Y la sicaresca es una tremenda moda literaria local que revela no la pobreza de nuestra narrativa sino la de nuestra realidad: pelaítos sin semilla que duran poco en sus historias callejeras. A la literatura surgida en un burdel, en todo caso, es difícil exigirle que sea casta.29

En tanto que relatos relativamente miméticos, faltos, en su mayoría, de cualidades literarias y tendentes a atribuir el estatus de héroes a los asesinos, Abad los rechaza en bloque, con alguna que otra excepción. El olvido que seremos (2006), sin ir más lejos, puede ser leído como una especie de antisicaresca, pues ofrece el reverso de ese ensalzamiento que de la figura del sicario hicieron ciertas obras antioqueñas de los noventa y de la primera década del siglo XXI. Frente a los ataques que él mismo profiriera en las primeras obras contra la realidad nacional – no tan machacona, por cierto, ni tan mediática como la de su nihilista paisano Fernando Vallejo – en El olvido que seremos Abad Faciolince desteje, como en sordina, la posibilidad de una sociedad uniforme, dejando bien al descubierto las fallas del sistema. El que hartas veces ha sido calificado como un país infernal se muestra ahora como capaz de albergar la utopía de una vida apacible y feliz. Pero el reverso distópico no solo proviene de esa sociedad que se ha convertido en una de las más violentas del mundo; también puede provenir de la naturaleza, como en cualquier lugar del mundo. Por eso el discurso de Abad Faciolince está exento de maniqueísmos. La tragedia familiar tiene tanto causas naturales (la muerte de la hermana) como sociales o políticas (la muerte del padre); y esta última no eclosiona en una especie de locus amœnus. En su relato va dejando al descubierto las contradicciones de esa Colombia de la segunda mitad del siglo XX, plagada de oposiciones que no necesariamente son excluyentes, sino que perfectamente podrían coexistir en medio de un equilibrio tenso. Transterritorialidad Con algunas excepciones, los narradores más jóvenes que han decidido fijar su residencia fuera de Colombia lo han hecho por razones bien diferentes. Más que exiliados, los escritores colombianos en 29

Héctor Abad Faciolince, Palabras sueltas, Seix Barral, Bogotá, 2002, p. 216.

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el extranjero son emigrantes que han optado por establecerse en Europa (Julio Olaciregui, Consuelo Triviño, Santiago Gamboa, Juan Gabriel Vásquez) o en otros países de Hispanoamérica; es este último el caso de México, que acogió durante años a los consagradísimos Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis. Próximo a ellos por edad, aunque no tanto por atención crítica, tenemos el caso de Luis Fayad, que a finales de los setenta dejaría Colombia para venir a Europa y establecerse en Berlín. En Los parientes de Ester (1978) perfila el fin de un orden social que ya casa mal con ese nuevo espacio en el que la Bogotá de finales de los sesenta se está convirtiendo, un entorno urbano que augura una sociedad radicalmente distinta. Uno de los méritos de la novela radica en mostrar dicho décalage, pues aunque la desaparición de dicho orden social está asegurada, Fayad nos lo muestra en sus últimos coletazos. Como subraya Giraldo, los personajes de Fayad deambulan por la ciudad y, entre el absurdo y la pesadilla, constatan que “su alcoba, su casa y su barrio flotan suspendidos en el aire”.30 Esa ingravidez, por supuesto, entronca con la levedad de los nuevos tiempos y desarrolla (e incluso intensifica) la metáfora acuosa de Zigmunt Bauman. En La caída de los puntos cardinales (2000) se harán patentes las dudas identitarias de los biculturales, los inmigrantes, exiliados y otros personajes con dificultades para reubicarse: la vida que el autor ha llevado fuera de Colombia no ha debido de desempeñar un lugar menor en la contraposición a lo local de un orden global. En “Literatura de inquilinos”, Juan Gabriel Vásquez explica cómo desde que vive fuera de su país natal se ha visto impelido a contradecir algunos de los tópicos más extendidos sobre la condición de los desplazados. Partiendo del rechazo inicial de la idea de que los colombianos tengan que escribir sobre Colombia, llegará a posiciones más interesantes: durante diez años he tratado de enfrentarme a ese prejuicio de diversos modos, siempre rechazando las obligaciones territorialistas que nos suelen proponer las miopías del nacionalismo, y puedo decir que lo he intentado todo, desde una novela cuya mayor parte sucede en las cabezas de cuatro personajes, de manera que el lugar de la acción – la ciudad de Florencia – sirve sólo para subrayar sus preocupaciones, hasta un libro de cuentos obsesionado por la gente y las historias 30 Luz Mary Giraldo, Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana, CAB, Bogotá, 2004, p. 161.

80 que conocí en Francia y en Bélgica, y en el cual, por lo tanto, no hay un solo personaje colombiano. Poco después de publicado el libro, el escritor colombiano Héctor Abad me mandó por correo un recorte de periódico en el cual mi libro aparecía en la lista de más vendidos… pero en la columna de autores extranjeros.31

En cierto modo y salvando las distancias, la imputación está próxima de la que experimentaron los escritores del crack cuando comenzaron a publicar novelas que, para la crítica patria, no contenían dosis suficientes de mexicanidad; sobra añadir que es únicamente aplicable a sus primeros trabajos (y tampoco a todos), porque a partir de 2004 el contenido colombiano reaparecerá en su obra, matizando así la noción de desterritorialización (Deleuze y Guattari, Appadurai) y encaminándose hacia una cierta reterritorialización, como veremos. Pero la pregunta que Vásquez se formula pretende ir más allá de la cuestión temática para llegar a la de cómo escribe un escritor que voluntariamente ha optado por vivir lejos del lugar que lo vio nacer; él encuentra la respuesta en los que considera sus modelos (Conrad, Naipaul), pues la condición de inquilino, la del que habita un territorio que no le pertenece, le permitiría escribir, a él como a ellos, desde el desconocimiento y la búsqueda, mediante el alumbramiento de las zonas oscuras que aún no hayan sido exploradas por la novela. Y eso le va a posibilitar, dando una nueva vuelta de tuerca, cuadrar el círculo, y volver, de paso, al problema de los temas, pues ¿qué mejor que la propia Colombia, territorio todavía no del todo o no suficientemente hollado, vista con los ojos del trasterrado, del ahora inquilino de la que otrora fue su propia casa?: Me tomó diez años descubrir el tono adecuado para tocar la realidad desbordante de mi país, una realidad capaz de dejar en ridículo la imaginación más intensa; pero sobre todo me tomó diez años descubrir, gracias a Conrad y Naipaul, que mi país podía ser material novelístico precisamente porque hasta el momento yo había sido incapaz de entenderlo, o, en otras palabras, precisamente por su condición de zona oscura. Una de las consecuencias de emigrar es que al cabo de un tiempo desaparece el espejismo de la comprensión: aquella ilusión apenas humana de que uno entiende el lugar de donde viene.32

31 Juan Gabriel Vásquez, “Literatura de inquilinos”, en El arte de la distorsión, Alfaguara, Bogotá, 2009, pp. 177-189; la cita pertenece a la p. 181. 32 Ivi, p. 187.

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Hombre de su tiempo, de este mundo global que habitamos, Vásquez repara con lucidez pasmosa en la dinámica en que nos movemos y en cómo eso ha sido representado en su novela. La cuestión, sobra decirlo, no es temática, sino de punto de vista: Con esto en mente escribí Los informantes, una novela que indaga en un momento curioso – diré: un momento oscuro – de los años cuarenta en Colombia. Y ahora, les confieso, me parece probable que haya una relación entre esta novela y las ideas sobre el desarraigo que acabo de exponer; quiero pensar que todas las condiciones de mi experiencia como inquilino – las incertidumbres, las particularidades de una vida más o menos itinerante, la experiencia fragmentada, la percepción desde fuera de un país inestable y, sobre todo, el tratamiento de ese país como territorio desconocido – están incluidas de manera tácita en la novela. Es decir, la experiencia extraterritorial ha enriquecido de maneras intangibles el contenido intensamente colombiano de la novela.33

Es evidente que en el siglo XXI no puede seguirse viendo al escritor que no atiende a lo local como burdo imitador, perteneciente a una élite alejada del mundo real, que simplemente trasplanta la cultura occidental (considerada ajena a las esencias latinoamericanas) a su tierra, tal y como denunciaba Schwarz a mediados de los ochenta,34 pero tampoco podemos irnos al extremo contrario de considerar oportunista, ávido de color local con fines únicamente lucrativos, al escritor que recala en cuestiones locales. Ni hay que coronar de laureles a quien lo sortea, tan solo por el hecho de evitarlo. No me resisto a subrayar lo obvio: lo que interesa no es solo el tema o el espacio recreados, sino las propuestas estéticas. Y en este sentido señalaré que la de Juan Gabriel Vásquez, a quien en la propia Colombia se le ha colgado el sambenito de autor extranjero, me resulta especialmente interesante. Como he analizado en otro lugar, su obra narrativa está vertebrada por una poética del desequilibrio, del aquí y el allá, del este y el aquel, de lo cambiante e inestable35. Muchos de sus textos proponen un viaje del orden al caos y vice33

Ivi, p. 188. “La idea de copia discutida aquí opone lo nacional a lo extranjero y lo original a lo imitado, oposiciones que son irreales y que no permiten ver la parte de lo extranjero en lo propio, la parte de lo imitado en lo original, y también la parte original en lo imitado”, Roberto Schwarz, “Nacional por substracción”, Punto de Vista, Nr. 28, 1986, pp. 15-22; la cita corresponde a la p. 22. 35 Catalina Quesada Gómez, “Vacillements. Poétique du déséquilibre dans l’œuvre de Juan Gabriel Vásquez”, en Eduardo Ramos Izquierdo y Marie-Alexandra Barataud, a cargo de, Les espaces des écritures hispaniques et hispano-américaines au XXIe siècle, Pulim, Limoges, 2012, pp. 75-85. 34

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versa, un tambaleo que viene a dar forma literaria a esa noción de incertidumbre que, según Zygmunt Bauman, rige nuestra modernidad líquida.36 Si bien la crítica se ha centrado esencialmente en sus últimas novelas – Los informantes (2004), Historia secreta de Costaguana (2007) y, algo menos, en las recientes El ruido de las cosas al caer (2011) –, dicho movimiento es ya rastreable en sus dos primeras novelas – Persona (1997) y Alina suplicante (1999) –, así como en los cuentos de Los amantes de Todos los Santos (2001 y 2008) y Las reputaciones (2013)” [“Las reputaciones” in c.vo]. En Los informantes el narrador, el periodista Gabriel Santoro reconstruye un aspecto poco conocido de la historia reciente de Colombia: la llegada de alemanes judíos a tierras colombianas allá por los años treinta. Pero su relato desentierra, sin él saberlo, otros aspectos más oscuros relacionados con esa llegada, como es el de las delaciones. A partir de este episodio concreto de la historia colombiana, Vásquez realiza una reflexión acerca de la fidelidad, la traición y sobre cómo se cuentan esas cosas (sobre los vínculos entre el discurso, literario o no, y la historia). La novela es la reconstrucción de cómo el narrador tuvo noticia de que su padre había sido un traidor. La conmoción, no ya por la muerte del padre, sino por la caída en desgracia de este está, en la ficción, en el origen del informe de Gabriel Santoro. La epifanía, el momento en que el narrador empieza a vislumbrar que bajo la superficie equilibrada del padre emerge un caos desconocido, se inserta, también, en esa poética del movimiento descontrolado: Tuve que tomarme el tiempo de reponerme igual que quien acaba de sufrir un accidente – el peatón que sale de las sombras, el freno, el choque violento –, porque me sentí mareado. Metí la cabeza entre las manos y el ruido de los estudiantes levantándose se aplacó.37

El establecimiento de la distancia necesaria entre el orden del discurso y el de la historia, así como la maestría en la dosificación, ocultación y mostración en el momento oportuno de las informaciones, confieren a Los informantes una estructura bastante perfecta en lo que respecta a la construcción de la trama. Pero la novela va más allá de eso y, en la “Posdata de 1995”, escenifica su propia publicación 36 Zigmunt Bauman, Liquid Times: Living in an Age of Uncertainty, Polity, Cambridge, 2007. 37 Juan Gabriel Vásquez, Los informantes, Madrid, Alfaguara, 2004, p. 72.

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(no del texto definitivo, sino de las cuatro primeras partes de la novela que constituyen, en la ficción, el texto de Los informantes), recogiendo, por tanto, el texto final las reacciones que dicha publicación habría suscitado, lo cual permite que esta suerte de epílogo ficcionalice la recepción de la obra misma, incluida la de las víctimas. Y a partir de ahí, la reflexión sobre el papel suplantador que lo leído puede tener sobre lo vivido, la problemática relación entre la realidad y su escritura. Es factible leer su siguiente novela, Historia secreta de Costaguana, como una respuesta a toda la literatura esencialmente testimonial, con escasas exigencias estéticas, que surgió en torno al canal de Panamá. En la estela de la posmodernidad, anunciada ya la imposibilidad de los grandes relatos, pareciera que la Historia, con mayúscula, no puede seguir siendo contada, si no es en el susurro del secreto, la parcialidad de la primera persona y el tono menor de la minúscula (en una nueva respuesta al boom). De ahí que la empresa historiográfica de este Tristram Shandy criollo esté condenada al fracaso. De ahí también que la verdad que se empeña en relatar, si verdad hay, sea necesariamente literaria y no histórica. Ese, que es uno de los ejes temáticos de la novela, afecta también a la estructura de la misma. En esa circunstancia radica uno de los vaivenes de la obra: la oscilación del discurso historiográfico al literario y viceversa. A pesar de la pretensión de José Altamirano de contar su historia y, con ella, su versión de la historia colombiana, el texto deriva hacia lo literario y además hace ostentación de ello: Sí, queridos historiadores escandalizados: las vidas ajenas, aun las de las figuras más prominentes de la política colombiana, también están sujetas a la versión que yo tenga de ellas. Y será mi versión la que cuente en este relato; para ustedes, lectores, será la única. ¿Exagero, distorsiono, miento y calumnio descaradamente? No tienen ustedes manera de saberlo.38

Y existe, al mismo tiempo, la lectura desviada que de Conrad hace José Altamirano, acusándolo de mentir, de no reproducir los hechos reales, de tergiversarlos a su antojo – no logro creer una sola palabra de lo que has contado –, haciendo una lectura de su obra literaria en clave biografista, historicista (aunque solo sea para contrade-

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Juan Gabriel Vásquez, Historia secreta de Costaguana, Alfaguara, Madrid, 2007, p. 89.

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cirlo). La recurrencia ya del propio Conrad a las fuentes históricas apócrifas, así como la vuelta de tuerca introducida por ese narrador poco fiable que es Altamirano, sitúa esta novela en esa estela borgeana y posmoderna que es la única válida hoy, parece decirnos Vásquez, para contar la historia de Colombia. Por su parte, Julio Olaciregui escenifica en Dionea (2005) la mayoría de los elementos que hemos citado, articulándolos para ofrecer una lectura de lo colombiano que parte de las esencias míticas que estarían en el origen de diversas realidades costeñas, pero que termina desencializando, de igual modo, dichas nociones, para mostrar, caleidoscópicamente, una realidad que perdió, si alguna vez la tuvo, toda vocación monolítica y unitaria. La narración, polifónica y con personajes proteicos que deambulan tanto por Colombia, como por Francia o Grecia, problematiza no solo la cuestión de la colombianidad en la época de lo posnacional, sino también la identidad de la novela misma, caníbal ella, como los caribes, y tan cambiante como sus personajes. Si en De donde son los cantantes (1967) Severo Sarduy propuso una triple ascendencia cubana (española, africana y china), Olaciregui, acaso en respuesta a esa idea rimbombante de llamar a Bogotá la Atenas suramericana, fija las raíces costeñas, además de en España, África y otros lugares (con intención de ensanchar, por insuficiente, la respuesta de la mezcla triétnica a la búsqueda de la identidad), en Grecia, cuya mitología vendría a fundirse con la precolombina y la africana para dar un panteón mestizo, casi siempre en son de chanza, que explique la vida, la muerte y el goce. Como en el caso del cubano, hay en Olaciregui una exaltación de la gozadera – más que estrictamente colombiana, pancaribe – y que pasa por el desenfreno sexual (en todas sus variantes: heterosexual, homosexual, transexual y hasta hermafrodita), la comida y el baile, pero que tampoco deja de lado el placer intelectual. Se trata, claro está, de ese continuo sacarle el cuerpo a la pelona que encarna paradigmáticamente la barranquillera danza del garabato. El mito contribuye igualmente a explicar la lacra de la violencia “en esta Colombiada, teatro de la guerra mundial permanente no declarada, experimento trascendental, diálogo entre un millón de vivos y un millón de muertos…”,39 o las distintas violencias, superponiéndose de ese modo la coyuntura histórica concreta y el carácter ahistórico y atemporal del mito:

39

Julio Olaciregui, Dionea, Kimpres, Bogotá, 2005, p. 35.

85 Dijo que en el país de las selvas esmeraldas descubrió la presencia de la guerra antigua, difusa, polemospantonmenpateresti, la guerra es padre de todos, los manes polémicos son los más pantalleros, medusa, ojos desorbitados, cuerpos degollados, la guerra de los callados, como dice el Joe, esqueletos a medio quemar, monicongos, enciende la tele y verás, en carboncillo, expulsados del baile por las energías aberrantes, miles de maniquíes funerarios, qué lástima, con esos paisajes, ¡Colombia es una licuadora, vale!40

La novela pone además en escena la desvinculación entre nacionalidad y territorio, consciente como es del carácter pos de las identidades nacionales – lo poscolombiano – y de la redefinición que de dicha identidad (como de la de la novela) se impone en los tiempos de internet, los espacios fragmentados, las distancias menguantes y el contacto fluido entre la nación de los manes y los mercados internacionales: voy en el avión a Bogotá o a París, soy novelero y estoy soñando con fantasmas que vuelan de un lado al otro del charco, las dos ciudades se mezclan, yo en las nubes, sin anclas en esa tierra podría ser colombo-turco, colombo-suizo, colombo-mandinga, colombo-canadiense. O vender ataúdes, miniametralladoras israelíes Uzi, escribir obras de teatro.41

Adiós a los héroes Si, como apunta Castany Prado, es el desubicado o el desarraigado el personaje más frecuente de la literatura posnacional,42 no podemos sino considerar que el prototipo de dichos personajes sea el Ovidio en Tomos que construye Pablo Montoya en Lejos de Roma (2008). Como Enrique Serrano en Tamerlán (2003), Montoya se aparta del relato de lo colombiano para adentrarse en el género histórico y trazar, con ese pretexto, un retrato de lo más esencial e íntimo del hombre cuando es desprovisto del entorno social. Sin aceptar del todo aquella polémica idea que Frederic Jameson lanzara hace unos años, según la cual todos los relatos del tercer mundo habían de ser

40 41 42

Ivi, pp. 32-33. Ivi, p. 43. Bernat Castany Prado, Literatura posnacional, cit., p. 218.

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leídos como alegorías de lo nacional,43 resulta difícil no ver en Lejos de Roma y en ese poeta condenado al ostracismo, acusado de haber atentado contra la dignidad de la nación, al escritor francotirador de nuestros días que fragmenta y licúa como puede homogeneidades y solideces patrias. Sin embargo, es en la colección de semblanzas de Pablo Montoya, Adiós a los próceres (2010), donde asistimos claramente – como en la novela La carroza de Bolívar (2012), de Evelio Rosero – al proceso de carnavalización y destronamiento de los artífices, protagonistas y comparsas de la Independencia de Colombia, al hilo de los fastos del Centenario. En ese interés por socavar los pretendidos cimientos de la patria mediante la inversión, tanto Montoya como Rosero se alinean con otros autores latinoamericanos, que en los últimos años nos están ofreciendo – a través de la ironía, el sarcasmo o el humor – representaciones críticas de las respectivas independencias y de los momentos gloriosos de la nación y sus presuntos héroes. Referencias bibliográficas Abad Faciolince, Héctor, Asuntos de un hidalgo disoluto, Tercer Mundo, Bogotá, 1994. Angosta, Bogotá, Seix Barral, Barcelona, 2004. El olvido que seremos, Seix Barral, Barcelona, 2007. Caballero, Antonio, Sin remedio, Oveja Negra, Bogotá, 1984. Fayad, Luis, Los parientes de Ester, Alfaqueque, Murcia, 2008. Montoya, Pablo, Lejos de Roma, Alfaguara, Bogotá, 2008. Adiós a los próceres, Grijalbo, Bogotá, 2010. Olaciregui, Julio, Dionea, Kimpres, Bogotá, 2005. Rosero, Evelio, La carroza de Bolívar, Tusquets, Barcelona, 2012. Sánchez Baute, Alonso, Al diablo la maldita primavera, Alfaguara, Bogotá, 2002. Vásquez, Juan Gabriel, Los informantes, Alfaguara, Madrid, 2004. Historia secreta de Costaguana, Alfaguara, Madrid, 2007. Los amantes de Todos los Santos, Alfaguara, Madrid, 2008. 43 Fredric Jameson, “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism”, Social Text, Nr. 15, 1986, pp. 65-88; la referencia corresponde a la p. 69.

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ERMINIO CORTI Università degli Studi di Bergamo

El verde y el rojo: Los derrotados de Pablo Montoya

Los derrotados es un texto que resulta tan fascinante a la lectura como complejo en su estructura, y es también una obra muy articulada desde el punto de vista de las formas estilísticas y de las múltiples modalidades narrativas empleadas a lo largo de los veinticinco capítulos que la componen. La complejidad de la novela de Pablo Montoya no es gratuita, es decir, no responde simplemente al deseo del autor de experimentar con una escritura heterogénea, de desafiar los límites impuestos por los cánones literarios, y menos aún de ostentar su habilidad en el dominio técnico del medio expresivo. Por lo contrario, esta complejidad y variedad es el instrumento obligado para intentar comprender y representar de la manera más eficaz posible la realidad social, histórica y cultural de Colombia. No sólo de la Colombia de hoy, desgarrada por una guerra civil que dura ya más de medio siglo, sino también de la Colombia del pasado colonial y de la independencia, épocas en las cuales se han originado los males de la contemporaneidad. La novela se abre in media res, relatando uno de los momentos más dramáticos de la vida de Francisco José de Caldas, uno de los protagonistas. Estamos en 1816, en plena guerra de independencia, tras la reconquista de la Nueva Granada por parte del ejército realista. Caldas y otros patriotas amigos suyos que han desarrollado un papel activo en la rebelión contra la Corona española están intentando huir del país y se encuentran en la hacienda de Paispamba, cerca de Popayán. Sorprendidos por una tropa de gendarmes que servían al ejército realista, no pueden oponer ninguna resistencia y se dejan capturar. Simón Muñoz, militar realista al mando de la patrulla, tiene la orden de trasladar a los prisioneros a Santa Fe, dónde serán juzgados como traidores de España. Muñoz, que desde hace años conocía a Caldas y su familia y admiraba el trabajo científico realizado por el sabio payanés, le ofrece sólo a él la posibilidad de salvarse enviándolo a Quito, “donde se le podría hacer un

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juicio más benevolente”,1 como le había solicitado Toribio Montes, gobernador colonial y en ese momento presidente de la Real Audiencia de la ciudad. El cautivo tiene miedo, está acongojado, pero no quiere abandonar a sus compañeros y rechaza la oferta, aunque se halla consciente de que su destino final será casi seguramente la muerte: Caldas le pregunta a Muñoz qué pasará con sus amigos. No puedo hacer nada por ellos, contesta el militar. Para Montes su merced es quien importa. Caldas piensa en Ulloa, en Dávila, en Rodríguez. Evoca la solidaridad que, durante las últimas jornadas borrascosas, ha sido la mayor prueba de la amistad. […] Caldas sabe que nunca podría soportar el peso de una traición. Niega con la cabeza. No, jamás he sido desleal y jamás lo seré, dice.2

Caldas es una figura histórica cuya memoria está hoy vinculada sobre todo al papel de prócer y mártir de la independencia de Colombia. Pero Caldas en su corta vida fue esencialmente un hombre de ciencia, que se dedicó con pasión extrema a la botánica, la astronomía y la geografía. Dotado de una curiosidad intelectual innata,3 a pesar de la educación bastante limitada que recibió y de la falta de medios e instrumentos para trabajar gracias a su ingenio, logró obtener resultados que despertaron el interés del botánico francés Bonpland y del naturalista alemán Von Humboldt, con quien tuvo una relación bastante conflictiva que osciló entre la admiración por su inteligencia y erudición y una desconfianza moralista ante sus actitudes libertinas.4 Fue un colaborador muy activo de José Celestino Mutis 1

Pablo Montoya, Los derrotados, Sílaba, Medellín, 2012, p. 14. Ivi, p. 15. 3 El narrador describe así el anhelo febril de aprender del personaje: “Lee desordenadamente, método que jamás lo abandonará. Lee sobre geometría, geografía, religión, historia, literatura, astronomía […] incapaz de olvidar sus constantes preguntas –¿por qué se mueven los planetas en el cielo?, ¿de dónde proviene la noción del cero?, ¿de qué modo se produce el aire que respiramos?, ¿dónde nace el arco iris?, ¿en qué se diferencian el macho y la hembra del cóndor?, ¿quién era Euclides?–.” Ivi, pp. 39-40. 4 “Confieso que mi pluma se resiste, y solo el amor de mi honor y el de la verdad me hacen revelar a usted un secreto abominable. ¡Qué diferente es la conducta que el señor Barón ha llevado en Santafé y Popayán de la que lleva en Quito! En las dos primeras ciudades fue digna de un sabio; en la última es indigna de un hombre ordinario. […] Entra el señor Barón en esta Bibilonia [sic], contrae por su desgracia amistad con unos jóvenes obscenos, disolutos; le arrastran a las casas en que reina el amor impuro; se apodera esta pasión vergonzosa de su corazón, y ciega a este sabio joven hasta un punto que no se puede creer.” Carta a José Celestino Mutis de 21 abril 1802 en Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Bogotá, 1978, p. 169-70. 2

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en la Expedición Botánica, financiada por la Corona de España y dirigida por el sabio gaditano. En sus recorridos solitarios por el país, Caldas inventarió cerca de seis mil especies vegetales y realizó escrupulosas mediciones geográficas y climáticas. De regreso a Santa Fe con sus herbarios, dirigió el Observatorio Astronómico de la capital hasta que, en 1810, estalló en el actual territorio de Colombia la primera insurrección criolla, encabezada por su primo Camilo Torres Tenorio. El capítulo que abre Los derrotados relata, como se ha señalado, la captura de los patriotas, y termina con la descripción de la columna de prisioneros que pasan por la ciudad de Popayán rumbo a Santa Fe, donde los esperan un tribunal militar y el castigo. Hasta este punto, el lector se ha formado la impresión de hallarse ante una novela de corte histórico bastante tradicional, construida a través de la voz de un narrador impersonal y ambientada en la época de las luchas por la independencia de América. Sin embargo, con el segundo capítulo se presenta un repentino salto temporal y de enfoque. Estamos en la contemporaneidad y el narrador es el autor mismo – el autor implícito, si se quiere – que empieza a relatar la génesis de la novela o, mejor dicho, de la biografía de Caldas, que constituye uno de los ejes narrativos de Los derrotados. El escritor nos refiere que ya llevaba tiempo dedicado a investigar sobre la figura de este personaje histórico, pero la propuesta de escribir una biografía suya, que le llega por parte de un editor, se presenta casi como un hecho casual, un juego del azar proporcionado por una encuesta publicada en la revista Piedepágina.5 Nuestro escritor acepta esta propuesta pero aclara que su propósito no será el de representar al prócer, al héroe glorificado por la retórica patriótica, sino al naturalista y, sobre todo, al hombre. Al hombre Francisco José de Caldas con sus conflictos interiores, con sus miedos y sus dudas, con su fascinación por la naturaleza exuberante de la Nueva Granada, que siempre le suscita emociones intensas. Así lo declara el narrador (¿metanarrador?) a propósito de la obra que se apresta a elaborar: Haciendo alusión a las inclinaciones homoeróticas de von Humboldt, Caldas en una carta sucesiva, fechada 21 junio de 1802 y enviada a su maestro y protector, insinúa una ambigua relación entre el alemán y el joven aristócrata quiteño Carlos Montúfar, que define con sarcasmo como “su Adonis”. Ivi, p. 182. 5 Piedepágina no es una invención literaria; la revista existe, se publica desde 2004 y Pablo Montoya es uno de sus colaboradores. Sitio web .

94 No me interesa escribir una biografía solamente desde la óptica de la historia, sino también desde la literatura. Me permitiré […] juegos del lenguaje, malabares del tiempo, diferentes técnicas narrativas, focalizaciones diversas, cuestionamientos de la historia oficial y, sobre todo, me apoyaré en los cantos de la subjetividad.6

La humanidad compleja y hasta contradictoria de Caldas se revela en sus últimos años de vida, cuando el científico “se deja arrastrar”, come dice el narrador, por los conflictos revolucionarios de los criollos independentistas de la Nueva Granada. Independentistas que, por un lado, se enfrentan militarmente con el gobierno colonial y su ejército y, por el otro, empiezan una lucha fratricida por el poder político y económico que opone a centralistas y federalistas. El compromiso del protagonista con el bando de los insurgentes federalistas, encabezado por su primo Camilo Torres, empezó en 1810, pero al principio su aporte fue bastante limitado. Sin embargo, a partir de 1813 Caldas asume un papel activo en el ejército de los patriotas de Antioquia. Se le comisiona la construcción de fortificaciones, la instalación de fábricas de armas y la creación de una escuela militar. Además, se encarga de la acuñación de monedas, escribe y pronuncia discursos saturados de retórica militarista y expresa públicamente su animadversión contra la nación española.7 Y estos serán los motivos que lo conducirán frente al pelotón de fusilamiento. Los primeros dos capítulos de Los derrotados configuran dos de los hilos narrativos que el autor entreteje para construir la trama de la novela: la biografía de Caldas y la metanarración de la novela misma. A estos, en el capítulo siguiente se añade un tercer hilo, sin duda el más articulado, que contribuye en buena medida a determinar la complejidad de la estructura diegética total. El capítulo tres está compuesto por una serie de cartas que Santiago Hernández le envió en 1983 a su amigo Pedro Cadavid, el escritor, durante su periodo de militancia en un grupo guerrillero del Ejército Popular de Liberación (EPL) de Colombia. Así empieza la reconstrucción de la vida de los tres jóvenes, Pedro, Santiago y Andrés, quienes, junto a Caldas, son los protagonis-

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Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 25-26. En una carta fechada 10 octubre de 1813 dirigida a Juan del Corral, presidentedictador del Estado Libre de Antioquia, Caldas manifiesta su profundo resentimiento refiriéndose a sí mismo como a “este corazón que concentra el odio más negro y más implacable contra la raza española, contra esta nación infame, cruel, injusta, opresora y estúpida.” Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, cit., p. 347. 7

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tas de la novela. La amistad que los une se remonta a la adolescencia, cuando eran estudiantes de bachillerato en el Liceo Antioqueño de Medellín, donde, a través del movimiento estudiantil, entran en contacto con la guerrilla de izquierda. Andrés comparte con sus amigos la idea del compromiso político para cambiar la condición social, económica y cultural de las masas pobres y oprimidas de su país. Pero rechaza cualquier forma de violencia, y cuando Pedro y Santiago empiezan a participar en las actividades del EPL, él toma otro camino y se dedica a su pasión, la fotografía, que luego se convertirá en su profesión. Pedro, por su parte, muy pronto comprende que el miedo paralizante que experimenta en sus primeras actividades clandestinas es para él un obstáculo infranqueable; así, decide retirarse de la célula guerrillera para cultivar su interés por la literatura y la escritura. Santiago, que tenía vocación por la botánica, es el único de los tres amigos que, después de convertirse en líder estudiantil, se integra a la lucha armada. Sin embargo, su participación activa en el conflicto que está desgarrando a Colombia (y que su amigo Andrés documentará a través de su obra fotográfica) es breve y termina con la captura, la tortura y la cárcel. En los veinticinco capítulos que conforman Los derrotados, los tres hilos narrativos se alternan y se entrelazan, reconstruyendo así, a través de la escritura de Pedro Cadavid – autor, entre otras cosas, de Entre la pompa y el fracaso: Bolívar en la novela colombiana –,8 la obra y la biografía del sabio Caldas y los avatares de los tres compañeros de colegio. Lo que enlaza estos distintos hilos narrativos y le confiere unidad a la novela es, por supuesto, Colombia con su trasfondo político, social y cultural. Una realidad que, a lo largo de dos siglos, no ha logrado deshacerse completamente de la infausta herencia de la colonia y evolucionar hacia una plena democracia. En este sentido, la narración revela que hay una forma de continuidad entre la época de la “Patria Boba” y la Independencia que vivió Caldas – con las luchas militares entre centralistas y federalistas, fomentadas por la sed de poder de una reducida oligarquía criolla – y la interminable guerra civil que empieza a finales de los años cuarenta del siglo veinte y sigue hasta hoy con el despiadado enfrenta8 Vale la pena señalar que la obra ensayística de Pablo Montoya comprende la monografía Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso, Editorial Universidad de Antioquia, Medellin, 2009. El primer capítulo se titula “El caso Bolívar: entre la pompa y el fracaso”.

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miento entre ejército (al servicio de los “representantes de la infamia” que gobiernan el país, como dice el narrador), formaciones paramilitares, narcotraficantes y una guerrilla de izquierda que, a pesar de sus ideales progresistas, resulta cerrada en un rígido dogmatismo ideológico. Las consecuencias de esta condición de permanente conflicto político las padecen los mismos hombres que han tomado la vía de la insurgencia armada: Caldas, pagando con la vida y con un remordimiento que lo acompaña hasta el cadalso, y Santiago Hernández pagando con la tortura, la prisión y la desilusión. Pero las padecen sobre todo la gente común, el pueblo indefenso, víctima del terror, del desplazamiento, de la destrucción, del dolor y de la muerte. Esa atmósfera infernal de violencia que envuelve al país intentan documentarla Andrés, a través de su obra fotográfica (con las masacres de Segovia, Bojayá y San José de Apartadó, o con los rostros de los que han sobrevivido a las carnicerías), y Pedro Cadavid, a través de la escritura, como afirma en un diálogo con su amigo Santiago, recién salido de la cárcel: Voy a decirte algo, Santiago. Creo que el único tema que tenemos los escritores de este país es la violencia. No es fácil reconocerlo porque, de alguna manera, esa premisa es una condena. […] Y cuando se escribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el magnicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia inevitable: la humillación, la vergüenza, la derrota.9

A la complejidad temática y estructural de la novela – con sus saltos de tiempos y espacios – se agrega la variedad de estilos y formas narrativas que se encuentran capítulo tras capítulo. Este recurso no es un capricho del autor para conformarse con el “pastiche” que a veces la literatura contemporánea usa como mero cliché estilístico, sino el medio técnico más adecuado para proporcionar al lector una imagen creíble, verosímil, es decir, articulada y en cierta medida “dialógica”, de la realidad social de un país o de la dimensión humana de un personaje.

9

Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 145.

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Aquí el ejemplo más elocuente es la biografía de Francisco José de Caldas, que abarca ocho capítulos. En el primero, el episodio de su captura se desarrolla más o menos según el estilo de la novela histórica convencional. Ya en el capítulo siguiente de este subplot el enfoque es un poco distinto, y la narración de la formación cultural de Caldas y de sus primeros estudios científicos se presenta en forma de apuntes de investigación redactados por Pedro Cadavid. Sin embargo, el personaje adquiere su plena dimensión humana en la segunda parte de la biografía, es decir, cuando el narrador le otorga la palabra al mismo Caldas. Primero, en el capítulo 10, por medio del diario personal que el científico escribe durante sus exploraciones botánicas. Luego con la angustiada carta de súplica dirigida a Pascual Enrile10 para que interceda por él: este breve capítulo construido mediante una reescritura casi filológica del texto original de Caldas – como si el autor con este recurso hubiera querido revivir en primera persona el estado de ánimo de su personaje – expresa abiertamente la congoja, el miedo del prisionero, que no tiene reparo en abjurar de su compromiso revolucionario, implorar el perdono y humillarse ante la esperanza de salvar la vida.11 Palabras que con su angustiada humanidad traslucen sentimientos auténticos que contrastan con la artificiosa y vacua prosopopeya hecha de Patria, Dios y Virtudes Castrenses que atiborraba el discurso con el cual, solo dos años antes, Caldas inauguraba la primera escuela militar de ingenieros de la república rebelde de Antioquia, un texto que, a su manera, epitomiza las consecuencias nefastas de la relación azarosa entre cultura y arte y poder político.12 Y finalmente con el monólogo interior a través del cual el condenado relata sus últimas horas de vida. El diario ficcional es posiblemente el texto más sugestivo, donde a las observaciones científicas se acompañan reflexiones estéticas (“El

10 Pascual Enrile y Alcedo (1772-1836), militar nativo de Cádiz, fue jefe de Estado Mayor en la expedición española de “restauración” de las colonias sediciosas de la Nueva Granada, bajo el mando del general Pablo Morillo. Después del asedio y toma de Cartagena de Indias, en mayo de 1816 entró con las tropas de Murillo en Santa Fé de Bogotá, participando en la represión contras los patriotas americanos (el llamado “Régimen del Terror”) y firmando la sentencia de muerte de Caldas. 11 Carta fechada Santafé, octubre 27 de 1816; del mismo tenor es la carta dirigida a Toribio Montes, fechada Popayán y julio 21 de 1816. Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, cit., pp. 355-57 y p. 352. 12 Cfr. “Discurso preliminar que leyó el Ciudadano Coronel Francisco José de Caldas el día en que dio principio al curso militar del cuerpo de ingenieros de la República de Antioquia”, en Obras completas de Francisco José de Caldas, Imprenta Nacional, Bogotá, 1966, pp. 55-78.

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botánico debe escribir primero sobre la belleza. Es ella quien guía en el abigarrado universo de las formas vegetales”),13 existenciales y filosóficas (“El botánico siente a cada momento que la condición efímera de la flor es su verdad ineluctable […] la flor demuestra que lo que brota con mayor brillo es aquello que se marchita con más prontitud.”; “lo que rodea a la botánica está fundado en la degradación. Los esqueletos de los herbarios son trazos de muerte que engañan con su lábil valor de permanencia. Son, además, fácil presa de las polillas. Y la polilla, con su participar hambre sempiterna, es la mejor representación del tiempo cuando la vemos consumiendo el vestigio de la hoja o de la flor.”)14 que dejan percibir las emociones y la maravilla del hombre culto frente a la naturaleza de la Nueva Granada. Las huellas de esta prosa lírica en algún caso afloran en las obras publicadas por el sabio colombiano, que en sus descripciones del entorno geográfico manifiesta una precoz sensibilidad por el sublime romántico,15 a la cual no debió ser extraña la influencia del contacto con von Humboldt, que, en la introducción a su última obra, así sintetizó el carácter de una visión y una prosa donde el rigor del científico se funde con el gusto estético del artista: “He procurado hacer ver en el Cosmos, lo mismo que en los Cuadros de la Naturaleza, que la exacta y precisa descripción de los fenómenos no es absolutamente inconciliable con la pintura viva y animada de las imponentes escenas de la creación.”16 En el diario ficcional, las descripciones de las especies vegetales de los bosques de la Provincia de Quito – que van de los humildes líquenes a las flores más llamativas, pasando por hierbas y árboles – manifiestan una sensibilidad imaginativa y una profunda emoción estética que sobrepasan cualquier ejemplo de lenguaje lírico que se pueda encontrar en las obras del Caldas histórico; como cuando el personaje novelesco, al mirar una orquídea, la Maxillaria fractiflexa, escribe:

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Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 124. Ivi, pp. 122 y 125. 15 Cfr. “Tequendama” y las cuatro crónicas de viaje dedicadas respectivamente a Barnuevo, Santa Fe de Bogotá, Quito y la costa del Océano Pacífico, Quito y Popayán. Francisco José de Caldas, Obras completas de Francisco José de Caldas, cit., pp. 433-525. 16 Alexander von Humboldt, Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo, Eduardo Perié Editor, Bélgica, 1875, p. ix. Cabe notar que un capítulo del segundo tomo de Cosmos versa sobre la “Influencia de la pintura de paisaje en el estudio de la Naturaleza”, y que en toda la obra el científico alemán emplea muy a menudo palabras como “cuadro” y “pintura/pintar”, en el sentido de descripciones verbales de ámbitos, paisajes y elementos de la naturaleza, que adquiere así un valor estético. 14

99 El labelo era una minúscula seda moteada con puntos violáceos. Las flacas prolongaciones de las flores parecían la cabellera de una infanta oriental. Con la delicadeza que sabían reclamarme, me incliné y aspiré su perfume. Hubo una excitación en el aire. Vi que se tensionaban y que sus pistilos asumían una actitud provocativa. Me detuve con rubor.17

A través del diario apócrifo de Caldas, Montoya proyecta conscientemente una imagen del personaje ficcional que discrepa, de modo graciosamente irónico, con la figura del científico y el patriota que los documentos históricos representan como un hombre instintivamente atraído – a pesar de la formación de corte escolástico que recibió – por el racionalismo y el progresismo iluminista,18 pero al mismo tiempo profundamente religioso y animado por un celo puritano y un severo moralismo de sesgo clerical.19 Esta discordancia en-

17

Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 140. “Caldas no puede separar de sí el estado de ambigüedad frente a lo que viene de la Francia incendiaria. Le fascina su ciencia y su literatura, pero rechaza su ateísmo revolucionario y su sensualismo depravado.” Ivi, p. 42. 19 En este sentido, los testimonios de carácter biográfico son abundantes, pero nada da la idea de la rigidez moral del personaje como su larga carta dirigida al Gobernador de Popayán Diego Antonio Nieto (Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, cit., pp. 13-20). En 1793, terminados sus estudios de Derecho a Santa Fe de Bogotá, en el prestigioso Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Caldas regresó a su ciudad natal, donde por una corta temporada desempeñó el oficio de “Padre General de Menores” en la administración de la Provincia. Frente a los problemas sociales de la juventud de la ciudad, Caldas individuó en el ocio y en el descuido de las familias la raíz de todos los males. Por eso, en susodicha carta, sugirió al Gobernador de la ciudad una solución radical: alejar forzosamente a los niños y jóvenes ‘perezosos’ de la influencia perniciosa de las familias y de las calles para someterlos a un programa educativo inflexible, que parece inspirado en los principios autoritarios y represivos del régimen castrense o carcelario (en los casos graves de rebeldía – “si el joven aprendiz es orgulloso y altivo, y no quiere sujetarse” – la solución es que “se le remache un grillete o se sujete del modo más apto”. Ivi, p. 16). Como observa el narrador en el capítulo 4 de la novela, aunque “sus intenciones sean filantrópicas, Caldas resulta, para su época, un ejemplo errático en cuestiones educativas. En vez de ofrecer la libertad y el ocio como bases de una formación especial para el niño, el adolescente y el joven, se inclina por la mano fuerte, la disciplina asfixiante, una enseñanza artesanal ruda para quienes estén despilfarrando sus días en el vicio. […] Este control policivo sobre todos los jóvenes, el deseo de no permitir el disfrute de las actividades placenteras en una época de la vida en que el hombre lo necesita para no naufragar después en el resentimiento y la frustración, estas propuestas fundadas en castigos excesivos, sitúa el texto de Caldas en el lugar donde están los manuales correctivos de la colonia hispánica. Frente a los niños, por ejemplo, Caldas está a mucha distancia de la educación para el libre albedrío que propuso Montaigne dos siglos antes que él. Ante la apreciación del francés, de que la libertad del niño es el verdadero centro en todo proceso formativo, Caldas hubiera retrocedido consternado.” Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 52. 18

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tre el personaje histórico y el personaje novelesco se hace patente sobre todo en las repetidas connotaciones sensuales que aparecen en el texto arriba citado así como en otras entradas del diario. El ejemplo más llamativo se encuentra en la descripción de un hongo, Dictyophora indusiata, caracterizado por su forma semejante al órgano sexual masculino y cubierto por un extravagante velo reticulado que parece “tejido por las manos de una Penélope ansiosa de múltiples penetraciones.”20 El aspecto de esta especie, que su maestro José Celestino Mutis llamaba “mis hermosos falos del Paraíso” – estamos hablando, claro está, del personaje ficcional, aunque es cierto que en la colección de laminas botánicas elaboradas por ilustradores y científicos de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada hay un dibujo de ese hongo –,21 genera en Caldas una improbable cadena de fantasías eróticas donde el elemento carnal se entremezcla con el elemento sagrado: Dictyophora Indusiata arroja la imaginación hacia lo místico y lo sensual. Su presencia es la alusión a la beldad pecadora, a la religiosidad lúbrica […]. Cuando lo vi por primera vez, pensé en las vergas de los monjes célibes, en esa imagen que persiguen en sus insomnios constantes algunas jóvenes novicias de clausura.22

En otros pasajes del diario la escritura adquiere una entonación trasoñada y hasta visionaria. Por ejemplo cuando Caldas, subido a la copa de un laurel, imagina aislarse de la sociedad humana, como el protagonista de Il barone rampante de Italo Calvino, y, desplazándose de árbol en árbol, convertir el mundo – o cuando menos, su mundo – “en una sucesión interminable de laureles frondosos”.23 La introducción de estas facetas imaginarias en la personalidad del Caldas ficcional de Montoya determina en la diégesis de Los derrotados – junto a otros recursos escriturales que matizan y diferencian cada uno de los capítulos – un alejamiento del patrón de la novela histórica clásica y un acercamiento a una forma narrativa todavía de género histórico pero mucho más compleja, que pone en crisis la

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Ivi, p. 133. La larga colección de esas preciosas ilustraciones (más de 7.000 obras) ha sido digitalizada y se puede consultar en el sitio web http://www.rjb.csic.es/icones/mutis/paginas/ index.php. 22 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., 132-33. 23 Ivi, p. 137. 21

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racionalidad mimética y, a través de una reapropiación subjetiva del pasado y el presente, critica el discurso historiográfico institucionalizado. En una entrevista reciente, el autor califica Los derrotados como una novela histórica “des-generada”,24 en el sentido de liberada de los vínculos formales propios del (sub)género literario canonizado. En cierta medida, esta definición acerca la obra a la categoría, bastante problemática,25 de la “nueva novela histórica”, teóricamente formulada por Seymour Menton.26 Entre los seis rasgos que, según el estudioso estadounidense, caracterizan a la nueva novela histórica, se encuentran la ficcionalización de personajes históricos, la ‘desmitificación’ consciente de la historia, lo dialógico y la heteroglosía, la intertextualidad y la presencia de instancias metaficcionales y autorreflexivas con el fin de poner en relieve la naturaleza de artefacto que el texto narrativo posee. Todos estos aspectos están presentes en la novela de Montoya. En primer lugar, la imagen hierática del prócer construida por la retórica patria se des-construye a través de apócrifos y reelaboraciones de documentos auténticos que re-humanizan la figura de Caldas. Esta operación supone una intertextualidad, así como la define Genette,27 es decir la inserción en la diégesis de alusiones a otros textos, como las cartas y los ensayos de Caldas y Von Humboldt, o de incorporaciones paratextuales, como las fotografías del periodista antioqueño Jesús Abad Colorado – atribuidas en la novela al personaje ficcional de Andrés Ramírez – que se convierten en las imágenes verbales con las cuales el narrador construye

24 Lucía Donadío, “Quienes se aventuran en los cambios sociales terminan derrotados”, en Semana.com, 8 Agosto 2012 http://www.semana.com/gente/quienes-aventurancambios-sociales-terminan-derrotados/182331-3.aspx. 25 Para una lectura crítica de la noción introducida por Menton véase Lukasz Grützmacher “Las trampas del concepto ‘la nueva novela histórica’ y de la retórica de la historia postoficial”, en Acta Poetica, 27, 1, Primavera 2006, pp. 141-167. 26 Seymour Menton, La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1993. El mismo Mentón señala que a utilizar por primera vez este término fue Ángel Rama, en 1981. 27 “[D]efino la intertextualidad, de manera restrictiva, como una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efectiva de un texto en otro. Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita (con comillas, con o sin referencia precisa); en una forma menos explícita y menos canónica, el plagio (en Lautréaumont, por ejemplo), que es una copia no declarada pero literal; en forma todavía menos explícita y menos literal, la alusión, es decir, un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual de sus inflexiones, no perceptible de otro modo.” Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Taurus, Madrid, 1989, p. 10.

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el capítulo 17. Esta máquina narrativa despliega entonces una gran variedad de formas de discurso – entre las cuales se encuentran la memoria personal, la epístola, el informe científico, apuntes de investigación histórica, el periodismo, el correo electrónico – y de modalidades estilísticas de escritura, que en su conjunto representa un recurso formal que podemos definir como heteroglosía, pastiche o polifonía narrativa. La heterogeneidad expresiva que acerca Los derrotados a la nueva novela histórica se puede leer también como una actitud por parte de Montoya a cruzar, dentro de una misma obra, la barrera de los géneros narrativos. Un ejemplo en este sentido que merece la pena señalar se encuentra en el capítulo 24. Protagonista del episodio es Santiago Hernández, que, dejado a sus espaldas la experiencia dramática de la lucha armada, de la tortura y la cárcel, se ha establecido en el municipio de La Ceja, donde ha retomado su antigua pasión por la botánica y trabaja como jardinero cultivando orquídeas. Su reputación profesional no pasa desapercibida por una organización de contrabandistas de plantas raras y protegidas, que le propone hacerse cargo de recuperar y entregar una partida de orquídeas saqueadas del Parco Nacional de Frontino. Santiago, empujado por la curiosidad y por el dinero que los traficantes le ofrecen, acepta el trabajo. Con todas las precauciones necesarias, recoge las flores y las lleva hasta una finca aislada en las cercanías de La Ceja, donde tiene una cita los miembros de la organización criminal que se llevarán el cargamento. Cuando Santiago llega al lugar convenido ya es de noche. Con el mayor esmero descarga de la camioneta las macetas y las pone en el interior de la casa, que parece deshabitada, y allí se queda esperando. Está muy cansado y experimenta “una de esas caídas en los abismos que preceden el sueño”, 28 sin embargo intenta mantenerse despierto. De repente, en medio del silencio que reina en el lugar, oye una voz que desde afuera parece gritar su nombre. Santiago abre la puerta y, “entre un vago resplandor de sombras”, se le aparece la silueta de un hombre. A partir de este momento, la narración del episodio adquiere un carácter hasta entonces inédito en la novela. Si los 23 capítulos anteriores presentan una escritura esencialmente de corte realista – a veces de un realismo crudo y contundente, pero que nunca cae en el afán descriptivo-sensacionalista que afecta a ciertas obras de la literatura colombiana que tratan la temática de la

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Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 297.

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violencia –,29 aquí, en cambio, la escritura y la atmósfera alcanzan una connotación irreal y casi fantasmagórica. El hombre que sale de la nada como “un paseante solitario exhalado por la noche” se presenta a Santiago declarándose simplemente “un amante de las orquídeas”.30 Nunca revelará su nombre, pero demuestra conocer muy bien la competencia profesional de su interlocutor y sobre todo la razón por la cual él se encuentra en ese momento en la finca. Santiago es sorprendido y a la vez fascinado por la presencia del inesperado visitante, que con maneras afables logra conquistar su confianza. Empieza así una suerte de soliloquio del desconocido acerca de las orquídeas, de su belleza asombrosa, de la historia de los botánicos que las estudiaron y coleccionaron, del crimen y la violencia que desde el siglo Diecinueve acompañan el tráfico de esas flores. El huésped manifiesta un conocimiento descomunal del objeto de su obsesión: “En el universo de las orquídeas no hay dato que se me escape, dijo el hombre con orgullo. No me excedo si le confieso que soy como una conciencia de ellas. Me interesan más de lo que usted se imagina. De algún modo, vivo en función de sus calamidades y su magnificencia”.31 Cuando termina su largo monólogo, el hombre le ruega a Santiago que lo deje entrar en la casa para contemplar las flores que de ahí a poco serán recogidas por el comerciante de Medellín. Santiago accede al pedido y le permite pasar al interior. El encuentro entre el desconocido y las orquídeas tiene aquí las mismas, intensas sugestiones empáticas y sensuales que afloran en el diario ficcional de Caldas, y señaladamente en el pasaje arriba citado: Al cruzar el dintel, percibió una fragancia vaporosa. Fue como si las flores hubieran emergido del sueño. El hombre estaba excitado. Las manos le temblaban. Hubo en su rostro como una transfiguración.

29 El estudioso Ryukichi Terao, aborda este problema tomando como texto paradigmático el best-seller Viento seco [1953] de Daniel Caicedo, del cual “[s]in caer en exageración, podemos afirmar con García Márquez, quien dedicó un ensayo a la Novela de la Violencia en 1959, que esta obra no es sino “el exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sesos esparcidos y las tripas sacadas y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes” [Gabriel García Márquez, Obra periodística 3: de Europa y América, Bogotá, Norma, 1997, p. 563]”. Ryukichi Terao, “¿Ficción o testimonio, novela o reportaje? La novelística de la violencia en Colombia”, Contexto: revista anual de estudios literarios, Vol. 7, Nr. 9, 2003, p. 51. 30 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 298. 31 Ivi, p. 306.

104 [...] Santiago quiso decir algo, pero el hombre hizo con la mano un gesto para imponer silencio. Ante ellas no cabía comentario alguno. Solo la mudez del arrobo, el meditativo ensimismamiento, la distante contemplación del melancólico.32

Este momento epifánico se interrumpe repentinamente con el ruido que señala la llegada de los vehículos de los contrabandistas. Santiago, quizás un poco turbado por la presencia inoportuna de su visitante, se apresura a recibir a los recién llegados para entregarles el cargamento. Pero cuando los hombres entran en la casa para recoger las flores, él huésped se ha volatilizado: “así como emergió de la noche, su rastro se había diseminado en ella”.33 Por supuesto, el lector no puede evitar preguntarse quién era el enigmático huésped de Santiago. El narrador no proporciona explícitamente ningún elemento textual que permita atribuirle un nombre. Sin embargo, en sus palabras hay algunos indicios que dejan imaginar la identidad de ese personaje: aparece y desaparece como un ente fantasmal; tiene una “sonrisa de duende en los ojos”;34 parece conocer todo de las orquídeas y acaba de cumplir cuarenta y ocho años, la misma edad que tenía Francisco José de Caldas cuando murió fusilado. La hipótesis es que “el aparecido”, así lo define en una ocasión el narrador, sea la sombra del sabio de Popayán. Se trata, de todos modos, de una hipótesis, porque la narración en este capítulo está marcada por la ambigüedad y no se puede decidir si lo narrado se pueda explicar en términos racionales (una experiencia onírica de Santiago, una ilusión de los sentidos) o si se trata de una experiencia que trasciende las leyes naturales, un encuentro extratemporal entre dos hombres que comparten el interés por la botánica y que han sido ‘traicionados’ por la pasión política. Es la misma ambigüedad, la misma incertidumbre que caracteriza el género fantástico ya que, como afirma Todorov, “lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre”.35 Como ya se ha observado, la narración de Los derrotados se desarrolla en torno a la biografía de uno de los padres de la patria colombiana y a las vicisitudes de tres jóvenes de la época contemporánea. Sin embargo, además de esos cuatros protagonistas humanos, en la 32 33 34 35

Ivi, pp. 307-8. Ivi, p. 309. Ivi, p. 299. Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, Coyocán, México, 2005, p. 24.

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novela hay otro protagonista, cuya presencia es tan silenciosa como ubicua. Se trata de la naturaleza, entendida como espacio físico y como esfera biológica, que aparece como uno de los “derrotados” de la historia de Colombia y, en sentido más amplio, de toda América Latina. Esta temática tiene en la obra de Montoya un papel muy importante y en cuanto tal merecería un estudio detenido y meditado. Aquí, por razones de espacio y oportunidad, no podemos más que limitarnos a presentar sólo algunas consideraciones de carácter introductorio acerca de la relación naturaleza-violencia. En primer lugar, hay que puntualizar que el concepto humano de naturaleza es siempre una construcción cultural. A partir del descubrimiento y durante la época de la colonia, el Nuevo Mundo fue concebido esencialmente come un territorio salvaje que los invasores europeos tenían que dominar a través de la ‘civilización’. Todas las actividades de exploración geográfica emprendidas en este periodo no tenían como finalidad principal el conocimiento científico, sino facilitar la conquista del territorio para la búsqueda y el despojo de sus riquezas naturales. Sin embargo, en el imaginario europeo la naturaleza americana permanecía un mundo ajeno y hostil. Esta actitud empezó a cambiar con la ilustración y la época romántica, que coinciden con el proceso de emancipación colonial y la creación de las repúblicas independientes. Los trabajos de Caldas (así como los de otros eruditos europeos y americanos) se inscriben en el clima de fervor cultural que promueve las expediciones exploratorias y las investigaciones científicas que se realizan en este periodo. Lo que fomenta los viajes de Von Humboldt y empresas como la de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada es, por un lado, el anhelo intelectual de comprender y describir una realidad desconocida, pero, por el otro, la instancia utilitarista de aprovechar una naturaleza pródiga en recursos, sin limitarse a saquear lo que se encuentra, como se hacía en la época colonial. La naturaleza salvaje se convierte así en objeto estético y, al mismo tiempo, en objeto de estudios en buena medida finalizados a la explotación racional de sus potencialidades intrínsecas, según los principios de la fisiocracia. En tal sentido, el texto paradigmático en la literatura del continente es el famoso poema La agricultura de la zona tórrida (1826) de Andrés Bello, donde el escritor venezolano exalta la belleza y la fertilidad de la naturaleza del trópico, una cornucopia que gracias a la laboriosidad humana puede regar abundantes frutos. Por otra parte, esta función pragmática y aplicativa de los estudios naturales es evidente en los mismos escritos del Caldas per-

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sonaje histórico,36 aunque en la novela el personaje ficcional exprese principalmente una visión bucólica y utópica de la naturaleza colombiana, que en sus últimos días se le presenta como el emblema de un mundo ideal y perdido: La caravana atraviesa el puente limítrofe de la Custodia. Desde allí se puede ver la sucesión de verdes que delimitan a Popayán. Y a él [Caldas] le parece que ese verde, total y a la vez individual, es lo único que nombra la patria […] que él reivindica, […] un conglomerado de valles, ríos y selvas. Es el verde de todos los matices que sus ojos beben ahora con desesperación. […] El verde está aquí, se dice, estará siempre aquí para los que sigan viviendo. Para mí, en cambio, es un rocío que se me escapa […]. Caldas reconoce que el verde de la tierra será siempre un color vinculado a la nostalgia. Una ilusión tramada con la luz que aproxima al presente, pero que está unida ineluctablemente al pasado. Mientras que el color que define en estos tiempos a la Nueva Granada es otro: el rojo de las arengas públicas y los motines, el de los conciliábulos y los manifiestos, el de la masonería y la libertad. El rojo de las traiciones que asolan al Reino desde que brotó, roto en mil pedazos, el anhelo de la libertad.37

Si bien, como observa Garrard, “pastoral [literature] has decisively shaped our construction of nature”,38 detrás de la retorica neoclásica y romántica con su resonancias de armónica coexistencia, en el contexto real la relación hombre-naturaleza está marcada por el dominio antropocéntrico. Un dominio que conlleva una escisión entre hombre y naturaleza, así que el medio ambiente en la visión utilitaria y mercantil de la modernidad representa nada más que un acervo de recursos sin límites para explotar y despojar de manera violenta. A este propósito, no es superfluo señalar que Montoya pone como exergo de Los derrotados las palabras con las cuales Arturo Cova, en la novela La Vóragine (1927) del escritor colombiano José Eusta-

36 Véase los ensayos “Memoria sobre el estado de las quinas en general y en particular sobre la de Loja”, “Memoria sobre la importancia del cultivo de la cochinilla que produce el Reino, y la de transplantar a él la canela, el clavo, nuez moscada y demás especias del Asia”, “Memoria sobre el modo cultivar la cochinilla”, “Memoria sobre la importancia de connaturalizar en el Reino la vicuña del Perú y Chile” y “Memoria sobre la nivelación de las plantas que se cultivan en la vecindad del Ecuador” en Obras completas de Francisco José de Caldas, cit. 37 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 22-23. 38 Greg Garrard, Ecocriticism, Routledge, London, 2004, p. 33.

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sio Rivera, compendia su trágica experiencia en la selva colombiana: “jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.39 En la obra de Rivera la violencia es la de un sistema de expoliación – la cauchería en la selva amazónica – que depaupera la naturaleza y, al mismo tiempo, se funda sobre la explotación del hombre por el hombre.40 En La Vorágine, novela que tiene un “valor denunciatorio, documental, de protesta”,41 la violencia que estructura las relaciones sociales resulta inextricablemente vinculada al sistema de dominio sobre la naturaleza, en un círculo vicioso que se autoalimenta. Las connotaciones de cárcel verde, de “infierno moral y natural”,42 que la selva, “la diosa implacable, que nada ni nadie puede saciar”,43 presenta en los manuscritos ficcionales de Arturo Cova, son claramente las proyecciones distorsionadas de la conducta humana. En la novela de Montoya esta concepción distópica de la naturaleza está ausente. Por lo contrario, en Los derrotados es el ser humano el que genera y sustenta el régimen de violencia que destruye la sociedad e impacta sobre el medio ambiente. La imagen real y figurada de la tragedia que vive Colombia es la de la orquídea, “símbolo [de] la belleza sostenida en el crimen”, como afirma el misterioso visitante de Santiago Hernández en su monologo: la historia de las orquídeas no es más que una frenética archivística del saqueo.[...] Todo atenta contra ellas. Las quemas y la tala de los bosques, los sembradíos de la coca, la marihuana, la amapola, la palma africana, las fumigaciones químicas, las guerras entre paramilitares y guerrilleros y narcotraficantes.44

Terminamos este acercamiento a la última novela de Pablo Montoya con una última observación. Si se tuviera que escoger un solo adjetivo para sintetizar el carácter de la narratividad de Los derrotados, este adjetivo sería “elegante”. Elegante no en el sentido

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José Eustasio Rivera, La Vorágine, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, p. 7. Para una reconstrucción de esta “long story of blood, sacrifice, and murder” véase John Loadman, Tears of the Tree. The Story of Rubber - A Modern Marvel, Oxford University Press, New York, 2005, cap. 8 “Slaves to Rubber”, pp. 143-163. 41 Juan Loveluck, “Prólogo a La Vorágine”, en José Eustasio Rivera, La Vorágine, cit., p. xxviii 42 Arturo Uslar-Pietri, Breve historia de la novela ispanoamericana, Ediciones Edime, Caracas y Madrid, 1955, p. 122. 43 Juan Loveluck, “Prólogo a La Vorágine”, cit., p. xxix. 44 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 302 y 304-5. 40

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que la palabra tiene en su uso común, sino en una acepción muy cercana a la que tiene en las matemáticas. En este ámbito, la demostración de un teorema, la resolución de un problema o la formulación de una teoría se define como elegante cuando presenta originalidad, buen ritmo, proporción, y llega, sin artificios ni complicaciones innecesarias, a un resultado deslumbrante por su claridad y contundencia lógica. Pues bien, creemos que, con las debidas proporciones, esas calidades caracterizan la novela de Pablo Montoya, cuya estructura narrativa es sin duda compleja pero nunca aparatosa o extravagante, así como su escritura es siempre rica y sugerente pero nunca incurre en lo rebuscado, en el oropel o en la retórica. Retórica en el sentido de afectación del lenguaje, lo que el joven Pedro Cadavid en Los derrotados estigmatiza como el “mal colombiano”.

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CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA

La narrativa colombiana ante el marketing: 1992-2012

Durante las dos últimas décadas Colombia ha asistido a un cambio de paradigma en la cultura, ha llegado incluso a disolver el corpus de la narrativa, a borrar nombres y propuestas estéticas y colocar en librerías, aeropuertos o supermercados solo a autores promocionados por los grandes grupos editoriales; en su mayoría nacidos en torno a la década del sesenta y que empiezan a publicar en los noventa, según las pautas de agentes comerciales (no editores). Estos pretenden ser una alternativa a las “complicadas”, “experimentales” e “ilegibles” novelas escritas supuestamente a la luz de las teorías “posmodernas” o poscoloniales (depende de las modas). Se olvida, porque de lo que se trata es de olvidar, el legado de la gran narrativa hispanoamericana: Quiroga, Arlt, Cortázar, Onetti y Rulfo, que no han sido superados por los, ya no tan jóvenes, autores. Conviene entonces recordar algunos nombres que en la década de los setenta asumieron el reto de escribir después de Cien años de soledad, no en contra, sino bajo el estímulo de su legado, pero buscando una voz y una poética propias, ensayando otras técnicas y lenguajes, rompiendo con procedimientos narrativos canónicos o anquilosados. La llamada “narrativa posmoderna” irrumpe en 1978, con tres obras que abren ya ese espacio: El álbum secreto del sagrado corazón, Los parientes de Ester y Hojas en el patio. Superando el realismo y la denuncia, las tres convertían el lenguaje en protagonista de las ficciones. Con El Álbum secreto del Sagrado Corazón Rodrigo Parra Sandoval (Cali, 1938) rompía los esquemas narrativos tradicionales, poniendo en evidencia el rancio anacronismo de las instituciones del Estado, la moral, el fanatismo religioso que dominaban en todos los aspectos de la vida y la impostura de los usos sociales, con un sentido del humor que le ha permitido explorar técnicas y procedimientos inéditos en títulos como Un pasado para Micaela (1988), La amante de Shakespeare (1989), Tarzán y el filósofo desnudo (1996) y El Don de Juan (2002).

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Además, en los ochenta la novela urbana se consolida con Luis Fayad (Bogotá, 1945), que en medio de la euforia del boom, sorprende con Los parientes de Ester, escrita en un lenguaje sencillo y preciso y de excepcional eficacia. La ciudad aquí se aborda desde el ámbito privado hasta el público. Los personajes expresan el desaliento y la falta de perspectivas, en sus prácticas de supervivencia, en el espejismo del negocio fácil que alimenta sus sueños. La verosimilitud descansa no sólo en la entidad que les asigna la manera de hablar, sino en la carga de sentido que arrastran las palabras, en sus contundentes respuestas. Excelente cuentista, Fayad ha escrito desde su exilio en Alemania, entre otros libros, La caída de los puntos cardinales (2000) y Testamento de un hombre de negocios (2004), novelas que evidencian su virtuosismo en el manejo del lenguaje y del diálogo. Del mismo modo, se transita por el espacio urbano con Darío Ruiz Gómez (Anorí, Antioquia, 1936), quien no nombra la ciudad de Medellín, pero la dibuja con finas pinceladas, ofreciendo una nítida y vibrante fotografía, desde Hojas en el patio, pasando por En voz baja (1992) hasta las más recientes narraciones, En tierra de paganos (1992) y Crímenes municipales (2006). Crítico y poeta, Ruiz Gómez se caracteriza por el rigor de sus propuestas formales, por la habilidad para llevar a la prosa el lenguaje sobrio y directo de su poesía, con lo que informa del cambio de valores y de estéticas que introduce la cultura del narcotráfico en el país, ahondando en la subjetividad contemporánea mediante el monólogo interior. Con él se puede decir que la literatura colombiana se libera de la equivocada creencia de que la belleza está en los adornos de la frase. Sin ninguna duda, la obra de mayor repercusión en el país en los ochenta, premiada, canonizada y traducida fue La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa (Cartagena, 1938-2007). En ella el Siglo de las Luces y la legendaria Cartagena de Indias se reinventaban con una prosa fluida, elegante y de un barroquismo audaz. Otro sonado éxito de estos años fue el de Próspero Morales Pradilla (Tunja, 19201990) con Los pecados de Inés de Hinojosa (1986) que recreaba una de las historias más picantes de El Carnero de Rodríguez Freyle. Es también la década en que Gustavo Álvarez Gardeazábal (Tuluá, 1945) publica El Divino (1986), tras un prolífico periodo de casi un título por año, desde su exitosa Cóndores no se entierran todos los días (1972); y en la que Arturo Alape (Cali, 1938-2006) cronista y narrador, el más documentado historiador sobre el 9 de abril, publica las novelas Memoria del olvido (1983) y La noche de los pájaros (1984); en que Rocío Vélez de Piedrahíta (Medellín, 1926), publica

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El terrateniente (1980); y Helena Araújo (Bogotá, 1934), Fiesta en Teusaquillo (1981). Fernando Cruz Kronfly (Buga, 1943), otro de los autores relevantes, publica por esos años La ceniza del Libertador (1989), el mismo de El general en su laberinto, lo que fue un obstáculo para la promoción de una obra que merecería mayor atención. Por otro lado, Manuel Mejía Vallejo (Jericó, Antioquia, 1923-1998) obtiene el Premio Rómulo Gallegos 1989 con La casa de las dos palmas; Óscar Collazos (Bahía Solano, Chocó, 1942) publica las novelas Jóvenes, pobres amantes (1983), Tal como el fuego fatuo (1986) y Fugas (1988); Roberto Burgos Cantor (Cartagena, 1948), El patio de los vientos perdidos (1984). Rafael Humberto Moreno Durán (Tunja, 1945), que acaparó gran parte de la atención crítica nacional e internacional publica en España la trilogía Femina Suite (1981-1986), situada en la Bogotá de los sesenta y los setenta, en el ambiente universitario de la época. Aquí exploraba el mundo femenino con un lenguaje plagado de juegos verbales y referencias intertextuales que ponían en evidencia la robusta cultura libresca en la que se apoyaba. La superación de la retórica, mediante el sentido del humor, la ironía y la parodia, procedimientos utilizados por los autores mencionados, dan lugar a diversidad de miradas y estilos. La metaficción también contó con un importante número de virtuosos desde El buen Salvaje (1963) de Eduardo Caballero Calderón (Bogotá, 1910). En esa corriente se inscriben Ricardo Cano Gaviria (Medellín, 1946) con narraciones híbridas y fragmentadas, como Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet (1982) y Pasajero Walter Benjamin (1989), esta última, elogiada por la crítica más autorizada en Colombia y España. Jordi Llovet destacaría en Cano Gaviria la pulcritud de su prosa, así como “…una inteligencia tan necesaria como suficiente y una prudencia y un tacto exquisitos en el momento de introducirse en los recovecos sentimentales e intelectuales de Benjamin”; por otro lado, Antonio Caballero (Bogotá, 1945) en Sin remedio (1984) sigue al poeta Ignacio Escobar en su intento suicida de escribir un poema épico sobre la ciudad que repudia. Igualmente, apreciamos el talento de César Pérez Pinzón (Alvarado, Tolima, 1954-2006), que cuenta con títulos como Alucinaciones (1980) y La calle del farol dormido (1986) y la novela Hacia el abismo (1986), donde aborda aspectos de la condición humana, con una gran habilidad en el manejo de técnicas y procedimientos, para recrear el intimismo de las atmósferas en sus ficciones. Siguen en esa línea Boris Salazar (Ibagué, 1955) que, en La otra Selva (1991), se vale de la estructura del relato policíaco ahondando

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en la complejidad del mundo contemporáneo, o Freddy Téllez (Bogotá, 1946) que, en La ciudad interior (1990), expone el desdoblamiento de la escritura en el texto, incluso visualmente (a dos columnas, una para la narración, otra para la reflexión). Asimismo desarrolla la figura del doble quebrando la línea de continuidad, alterando el orden del discurso. En La ceremonia de la soledad (1992) Fernando Cruz Kronfly estructura en dos planos un triángulo amoroso que conduce a la degradación, evidenciado la crisis de valores de la sociedad contemporánea. Entre los nacidos en los sesenta podemos situar en esta corriente a Octavio Escobar Giraldo (Manizales, 1962) quien en El último diario de Tony Flowers (1995) recurre a procedimientos propios de la posmodernidad literaria. No se puede pasar por alto el impacto de ¡Qué viva la música! (1977), de Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977), novela de culto de los más jóvenes en los ochenta, que vieron una salida estética en la frescura de su lenguaje y en su lectura de la ciudad, su fluir noctámbulo en tiempos y en ritmos distintos. Del rock a la salsa, se buscaba una voz propia, incorporando los distintos lenguajes de la juventud, al tiempo que se daba cuenta del frenesí de una década en las que las drogas se cobraron muchas vidas, entre ellas, la del propio autor. Un nombre clave de esa década es el de Albalucía Ángel (Pereira, 1939) que explora la ciudad en una novela de compleja estructura, atravesada por intertextualidades, entre tiempos y espacios superpuestos. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) es una de las obras más importantes sobre la violencia en Colombia. Sin embargo, no obtuvo en el país el reconocimiento que merecía. La autora aborda este tema como memoria de infancia y nos da una referencia, el año de 1967, en la ciudad de Bogotá, desde donde la protagonista se proyecta hacia distintos tiempos del pasado. En un momento en que la novela latinoamericana se sometía a la más audaz experimentación, Estaba la pájara pinta… exige mucha atención del lector. Metáfora del adormecimiento de las décadas posteriores al magnicidio que hundió al país en un inmovilismo atroz, el personaje recuerda hechos dolorosos de su vida mientras se despereza. A esta le siguen títulos como Misiá señora (1982), Las andariegas (1984) y Tierra de nadie (2002) Igualmente debe tenerse en cuenta a Fanny Buitrago (Barranquilla, 1945) quien sorprende por su precocidad con El hostigante verano de los dioses (1963). La ironía en esta autora se anticipa a las posturas posmodernas ostensibles en narraciones como Los amores de Afrodita (1983) donde recurre a la parodia, el humor y el pastiche,

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introduciendo distintos lenguajes, tanto de los medios masivos de comunicación como del habla popular; y en Señora de la miel (1993) entre otras. Buitrago ha incursionado en distintos género, cuento, teatro, literatura infantil y juvenil, consolidándose, junto con Albalucía Ángel, como referente de la literatura hispanoamericana contemporánea en el contexto internacional, gracias a la atención de la crítica especializada. Al mismo nivel de estas escritoras se encuentra Marvel Moreno (Barranquilla, 1939-1995) con tres libros de cuentos y una novela, En noviembre llegaban las brisas (1987). Considerada una obra maestra por críticos como Jacques Gilard, Helena Araújo y Fabio Rodríguez Amaya, este último destaca su minuciosa y elaborada «relojería», fruto de una pasión y una paciencia extremas, “con lo que logra focalizar y rematar una idea absoluta de mundo, equilibrado y casi diabólico en su micro mecanismo estructural”. Son cinco los métodos señalados por él en el proceso de escritura de esta autora: la precisión analítica, el saber oblicuo, la lucidez distante, la poética eversiva y la renovación lingüística. Quedan fuera del canon muchos de los autores nacidos en los cincuenta, aunque entre los mencionados, hay quienes disfrutan de un sólido prestigio y también quienes empezaron a publicar en la primera década del siglo XXI: José Luis Garcés, Julio Olaciregui, Jorge Eliécer Pardo, Tomás González y Laura Restrepo, Piedad Bonnett, Rubén Vélez, Sonia Truque y Eduardo García Aguilar, William Ospina, Boris Salazar, Fabio Martínez y Harold Kremer, Marco Schwartz, Enrique Cabezas Rher, Gloria Inés Peláez y Claudia Ivonne Giraldo, Triunfo Arciniegas y Julio Paredes, Alberto Esquivel, Héctor Abad Faciolince y Evelio Rosero, Lucía Donadío y Ester Fleisacher. Laura Restrepo (Bogotá, 1950) lleva el testimonio y la crónica periodística a la novela, con ráfagas de realismo mágico, en Dulce compañía (1995) con la que obtiene el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. En Delirio (2004), Premio Alfaguara de novela, cuestiona el ambiente social, entre la corrupción política y la presión del medio familiar, desde la locura femenina. En tanto que Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951), una de las poetas más reconocidas en lengua española, deconstruye la figura del intelectual, desvelando su impostura y estrategias, en Para otros es el cielo (2004). Heredero de Lezama Lima, Cabrera Infante y García Márquez, Julio Olaciregui (Barranquilla, 1950) se adentra en el mito explorando la riqueza, diversidad y complejidad de la cultura Caribe, dibujando tra-

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yectorias, superponiendo tiempos y espacios en Dionea (2006). En el mismo contexto se sitúa Vulgata Caribe (2000), novela épica de Marco Schwartz (Barranquilla, 1956), espejo del país, en la que treinta mil colonos buscan un trozo de tierra intentando fundar su ciudad, como en el relato bíblico, a mereced de las promesas de políticos corruptos. Enrique Cabezas Rher (Guapi, Cauca, 1956) en Miro tu lindo cielo y quedo aliviado (1981) incorpora en el relato elementos propios de la cultura del Pacífico, mientras que en La estrella de papel (1990) se centra en la figura del burócrata y su mediocre existencia con un arriesgado planteamiento formal. Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953) publica Tierra de leones (1986), Bulevar de los héroes (1987) y El viaje triunfal (1993), entre otros; Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) alterna la parodia, el realismo sucio, y el autobiografismo en El olvido que seremos (2005). Julio Paredes (Bogotá, 1957) publica La celda sumergida (2003) y Cinco tardes con Simenon (2003); José Luis Garcés González (Montería, 1950) publica Los extraños traen mala suerte (1984) y Entre la soledad y los cuchillos (1985), libros por los que ha sido premiado y a los que debe su prestigio. Por otro lado, sorprende Alberto Esquivel (Cali, 1958) con un lenguaje descarnado en el que refiere la vida de personajes callejeros en Acelere (1985) La vida de los amigos tiene que respetarse (1994) Amor en guerra (1996). Igualmente destaca Tomás González (Medellín, 1950) en Los caballitos del diablo (2003), con una prosa que nos informa desde silencio; y Harold Kremer (Buga, 1955) cuentita que aborda diversidad de temáticas y técnicas narrativas, en su exploración de las pasiones humanas, en La noche más larga (1984), Rumor de mar (1989) y La cajita cuadrada (2007) Evelio Rosero (Bogotá, 1958) fusiona el realismo fantástico de un Felisberto Hernández con el realismo de Juan Rulfo, cuyos procedimientos le permiten incursionar en el misterio, en la frontera entre la vida y la muerte, en novelas como El lejero (2003) y Los ejércitos (2006), Premio Tusquets 2006. Aquí los personajes deambulan entre la niebla y el silencio en busca de sus seres queridos retenidos, se adentran en el infierno, escuchando los gemidos de los muertos en vida. El vínculo entre lo íntimo y la historia, acerca a Rosero a Alonso Aristizábal (Filadelfia, Caldas, 1945), en Si a usted en el sueño le dieran una rosa (1997) escrita en homenaje a Marcel Schwob, donde explora los pozos de dolor y felicidad que dejan los amores juveniles. El autor sitúa las experiencias amorosas en el periodo inmediatamente posterior a la violencia, la dictadura de Rojas Pinilla, tema tratado también en su novela Una y muchas guerras (1985).

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Paralelo a la obra de estos escritores circula la narrativa de Fernando Vallejo (Medellín, 1942), quien irrumpe con su visceralidad en páginas que destilan un amargo repudio por la humana condición, por el autoritarismo de una cultura en la que la presencia de la madre se impone con el peso de la religión. En El río del tiempo (1985-88) nos lleva a la infancia con una belleza no exenta de crueldad, pero su escritura se desvía en La virgen de los sicarios (1994) para convertirse en una diatriba. Vallejo se presenta como el autor de mayor vigor, en el contexto internacional. Sin embargo, tras la primera lectura, sus novelas posteriores a 1994 quizás deban esperar el también implacable juicio del tiempo. La nómina de autores desconocidos fuera de Colombia es tan extensa que exigiría la elaboración de un diccionario. Con todas las limitaciones menciono algunos nombres que merecen la atención como Saúl Álvarez (Bogotá, 1948), quien lleva uno de los mejores blogs literarios, y se caracteriza por la contundencia de su escritura en novelas como La silla del otro (2005) y ¡Otra vez! (2007); Gabriel Uribe Carreño (El Socorro, Santander, 1947) ágil, audaz y ameno autor de Maquiavelo en Verona (1998), El Último retrato de Cecilia Tovar (2006); así como José Cardona López, excelente cuentista, autor de la novela Sueños para una siesta (1986); Al otro lado del acaso (cuentos, 2012); Marco Tulio Aguilera Garramuño (Bogotá, 1949), de Aves de paraíso (1981), Cuentos para hacer el amor (1983), Paraísos hostiles (1985), premiado y reconocido por su talento narrativo. Capítulo aparte merecería Antonio Mora Vélez (1942), artífice de la novela de ciencia ficción con un larga lista de títulos entre la que destacan Glitza (1979), Lorna es una mujer (1986), El fuego de los dioses (2001) y Los nuevos iniciados (2008). La década de los noventa se caracteriza por la presencia de los nacidos a partir de los sesenta que, como he dicho pretenden desmarcarse de una tradición literaria que consideran “cargada de referencias librescas” y escrita para un público “culto”. Apoyados por los poderosos grupos editoriales se les ha dado a conocer en circuitos internacionales y se les han otorgado los más prestigiosos premios y, además, en muchos casos, las bibliotecas públicas del país que adquieren sus libros favorecen con esa “ayuda” a las editoriales y, a la vez, los promocionan. Estos declaran no tener prejuicios estéticos y dirigirse un lector “menos snob”, como diría en una entrevista Efraim Medina Reyes (Cartagena, 1967), representante del llamado realismo sucio, quien responde a un momento en que se utiliza el golpe de efecto para atraer a un público distraído, bombardeado por reclamos consumistas.

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Lejos de este “realismo sucio” se sitúa una narración inclasificable como Veinticinco centímetros (1999) de Rubén Vélez (Medellín, 1953), relato o aullido, que ahonda en el sórdido mundo de los sicarios de Medellín, que husmea en su retorcida sexualidad. La escritura de Vélez, despojada de solemnidad, es de un humor penetrante y corrosivo, ajeno a cualquier pretensión efectista. Su más reciente publicación, La máquina no devuelve (2012) propone un salto al abismo, una lectura entre líneas, libre de patetismo y cargada de fina ironía. El hecho es que en los noventa estos grupos editoriales venden la ilusión de que se asiste a un nuevo boom con autores como Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) que opta por el género policíaco con Perder es cuestión de método (1997). Se aprecia una predilección por este género que vincula la violencia política con el narcotráfico y se ignoran otras propuestas como las de Ramón Illán Baca (Santa Marta, 1938), autor de Deborah cruel (1990) y Disfrázate como quieras (2002), narraciones libres de solemnidad y dramatismo. Fuera del circuito comercial destacan en este género autores como Octavio Escobar, con Saide (1995), Pedro Badran (Magangué, Bolivar, 1960) con Un cadáver en la mesa es mala educación (2007), Hugo Chaparro (Bogotá, 1961) con El capítulo de Ferneli (1992), Nahum Montt (Barrancabermeja, 1967) con El esquimal y la mariposa (2005). Mario Mendoza (Bogotá, 1964) da cuenta de los sucesos escabrosos recogidos por la prensa, como la matanza en la pizzería Pozzeto de Bogotá en Satanás (2002, Premio Biblioteca Breve Seix Barral), Jorge Franco (Medellín,1962) con Rosario Tijeras (1999), aborda desde un personaje femenino el tema del narcotráfico y la corrupción que padece el país, que ya había explorado Gustavo Álvarez Gardeazábal en El Divino y que retoma Juan Gabriel Vázquez (Bogotá, 1973) en su más reciente novela, El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara, 2011). Sin embargo, muchas de estas novelas, como indica Piedad Bonnett en un artículo publicado en El País, adolecen de una gran simpleza al caer en “estereotipos y maniqueísmos”, y en aburridas moralejas. No es el caso de autores como Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963), quien se distingue por la elegancia de su escritura en obras celebradas como Lejos de Roma (2008) donde aborda el tema del exilio del poeta Ovidio; y la más reciente, Los derrotados (2012), que narra la vida del sabio Francisco José de Caldas. También destaca la escritura de Enrique Serrano (Barrancabermeja, 1960), con títulos como De parte de Dios, o Tamerlán (2003) y César Alzate (Medellín, 1967) con novelas como La ciudad de todos los adioses (2001) y Mártires del deseo (2011), narración au-

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tobiográfica en la que caben crónicas y testimonios de amores, de una abierta homosexualidad. No está de más señalar la notable presencia de narradoras que han ampliado el corpus de la narrativa colombiana, en la primera década del siglo XXI, desde Lina María Pérez Gaviria (Bogotá, 1949): Cuentos sin antifaz (2001), Cuentos punzantes (2006) y Mortajas cruzadas (2008); María Cristina Restrepo (Medellín, 1949): La vieja casa de la calle Maracaibo (1989), De una vez y para siempre (2001), Amores sin tregua (2006) y La mujer de los sueños rotos (2009), pasando por Claudia Ivonne Giraldo (Medellín, 1956): El hijo del dragón (2007) y El cuarto secreto (2008), Gloria Inés Peláez (Manizales, 1956): Roa Séptima con Catorce (2007) y La francesa de Santa Bárbara (2009); Emma Lucía Ardila (Bucaramanga, 1957): Sed (1999) y Los días ajenos (2002); las ya mencionadas Lucía Donadío (Cúcuta, 1959): Alfabeto de infancia (2009) y Cambio de puesto (2012), Ester Fleisacher (Palmira, Valle, 1959): Las tres pasas (1999), La flor desfigurada (2007) y La risa del sol (2011), Carolina Sanín (Bogotá, 1973); Todo en otra parte (2005), hasta Andrea Cristina Rozo Gil (1978): Turismo orgánico (2009) y un largo etcétera. Tal circunstancia exigiría una mayor atención al corpus de la narrativa que valores estas obras con amplitud de miras, con la consciencia de que el talento y la calidad literaria tienen poco que ver con el género de sus creadores y artistas. En la primera década del XXI la historia recibe otro tratamiento con William Ospina (Padua, Tolima, 1954), Premio Rómulo Gallegos, 2009, quien aborda la conquista en Ursúa (2005) y El país de la canela (2008). En ellas se exalta la temeridad, el ímpetu de la empresa colonizadora, se señala el poder destructor, la arrogancia y el desconocimiento del diferente. Mientras Fabio Martínez (Cali, 1955) con Balboa: el polizón del Pacífico (2007), se acerca al relato de la historia con el sentido del humor que caracteriza su escritura, ágil y fluida, desde esa primera novela, Un habitante del séptimo cielo (1989), hasta Baal y los hombres invisibles (1994). Con humor, pero esta vez negro, ya había asumido la historia Álvaro Miranda (Santa Marta, 1845), periodo de la Independencia, en La risa del cuervo (1984). También Manuela Sáenz pasa a la ficción en Nuestras vidas son los ríos (2007), de Jaime Manrique Ardila (Barranquilla, 1949), y La otra agonía. La pasión de Manuela Sáenz (2006), de Víctor Paz Otero (Popayán, 1945). Del mismo modo, Roberto Burgos Cantor (Cartagena, 1948), se centra en el tema de la esclavitud en La ceiba de la memoria (2008). Esta obra que obtuvo el Premio Casa de las Américas 2009, refiere el dolor humano y apela al valor moral de la compasión para

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conjurar las heridas históricas. Miguel Torres (Bogotá, 1942) vuelve sobre el episodio más narrado de nuestra historia, el bogotazo, en El crimen del siglo (2006) donde le da una vuelta de tuerca al tema desde el punto de vista del asesino. La saga de las novelas sobre la violencia presenta una línea de continuidad empezando por El día del odio (1952) de Osorio Lizarazo (Bogotá, 1900), pasando por El día señalado (1964), de Manuel Mejía Vallejo, Cóndores no se entierran todos los días (1971) de Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945), Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1976), El jardín de las Hartmann (1979) – las Weismar en posteriores ediciones –, de Jorge Eliécer Pardo (El Líbano, Tolima, 1950), Las novelas de Arturo Alape, entre las más notables: La noche de los pájaros (1984) y El cadáver insepulto (2005), hasta Abraham entre bandidos (2010) de Tomás González. En El crimen del siglo Torres nos introduce en el ambiente de las clases populares en la Bogotá de los años cuarenta, en cuyo seno se gesta el líder que ha de redimirlas y también quien ha de ejecutarlo. El asesino despierta nuestra conmiseración cuando entendemos que él mismo es un instrumento de fuerzas oscuras y debe cumplir la orden de aquellos que jamás muestran el rostro, pero deciden los destinos del país. La realidad se nos presenta en una vívida puesta en escena, con un lenguaje cercano y accesible a cualquier lector. En resumen, la mejor narrativa colombiana no ha tenido el reconocimiento que merece más allá del ámbito nacional. Segregadas por las estrategias del marketing, la mayoría de las obras experimentales, arriesgadas y comprometidas con la literatura, quedan fuera de la maquinaria que decide el éxito y coloca los libros en los circuitos internacionales, desde unos parámetros, ajenos a lo literario. Pero este desdén hacia la literatura, entendida como tal, se debe también al hecho de que actualmente no existe en el país una crítica rigurosa y argumentada que cuestione los productos del mercado, que además sea capaz de valorar propuestas de calidad, innovadoras y arriesgadas, sin temor a indisponerse con los grupos hegemónicos. Desafortunadamente, después de Baldomero Sanín Cano, no se cuenta con críticos de la dimensión del uruguayo Ángel Rama, cuyo rigor se debía a un conocimiento de otras lenguas y culturas (y de diversidad de disciplinas), lo que le permitió esa amplia perspectiva desde la que pudo trazar el proceso de la novela hispanoamericana anterior y posterior al boom. Por eso es meritorio el trabajo de las editoriales universitarias, de los editores independientes que se arriesgan con los libros que el

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mercado considera “literarios”, es decir, no comerciales. En esta encrucijada la literatura colombiana busca una salida en la Red, en las publicaciones universitarias, en los nuevos soportes, lo que demuestra la tenacidad y convicción de sus creadores, quienes asumen con rigor el compromiso con la escritura, con su verdad, pese a la exclusión y al silencio, en un contexto cultural nada democrático. Pero es también muy estimulante comprobar que tenemos una importante reserva, pues como les sucede a los buenos vinos, las grandes obras, que siempre mejoran con el tiempo, pueden esperar el momento de su consagración.

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ADRIANA ROSAS Universidad del Norte, Barranquilla

Diálogos de cuentos de autores del Caribe colombiano para un taller de creatividad literaria

¿Cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura – digamos el relato breve – todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Truman Capote, Música para camaleones

¿Cómo se pueden ver los cuentos de autores del Caribe colombiano desde la perspectiva de un taller de creatividad literaria? ¿Qué tienen en común, en qué se diferencian algunos cuentos de Gabriel García Márquez, Ramón Bacca, Marvel Moreno, Álvaro Cepeda Samudio, Julio Olaciregui y Fanny Buitrago? Se analizarán y compararán sus temáticas, construcciones de personajes, formas innovadoras de narración, particularidades, tono propio, ritmo, creación de espacios, ruptura con sus antecedentes literarios, aceptación o no por parte de la crítica, entre otros puntos. Como se dice ‘un poco por ahí’: quien hace un análisis es quien decide por su gusto estético qué obras escoger de cada escritor. En este caso tengo que decir que el corpus que presento obedece a la selección que hubiera hecho para un taller de creatividad literaria y a mis propios gustos, al pensar cuáles cuentos conllevan unas ciertas características que nos den unas luces específicas y variadas dentro de la narrativa de los autores seleccionados. Un punto relevante es la innovación o no de los cuentos en su momento y otro es su aporte desde la perspectiva de género. También es el poner a dialogar a los cuentos, entremezclarlos para generar comparaciones entre ellos, con algunas otras de sus obras narrativas y con el cine. Todo lo anterior sirve para poner evidencia el porqué del corpus seleccionado y el por qué no se tomaron otros cuentos o escritores. Otro asunto que los une es su sentido visual, que en mí goza de

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una gran relevancia, y el que algunos de estos cuentos han sido adaptados al cine, al teatro, o escritos para teatro, o simplemente, porque sus lecturas se vuelven un imaginario visual de gran relevancia o conllevan a relacionarlos con filmes. Es así que el cuento “Oriane, tía Oriane”, de Marvel Moreno, fue llevada al cine por Fina Torres, en ese filme, además, mezcla algunos elementos de otros cuentos del libro, en especial “Ciruelas para Tomasa”. “Vamos a matar a los gaticos”, de Álvaro Cepeda Samudio ha sido llevado al teatro en varias ocasiones. La última de ella es la adaptación que ha hecho Cofradía Teatro con el título de Los gaticos. De hecho, muchas obras de Cepeda han sido escenificadas en las tablas con directores emblemáticos como Enrique Buenaventura, quien llevó al TEC-Teatro Experimental de Cali Los soldados, Carlos José Reyes en el Teatro La Candelaria y otros directores que prometieron como Raúl Gómez Jattin y muchos más, por aquello de las imágenes en movimiento que se crean en los lectores de Cepeda Samudio al leer su narrativa que conlleva al querer sus adaptaciones al teatro, al cine o la radio. Los cuentos de Juana fueron llevados al cine por Pacho Bottía en su film Juana tenía el pelo de Oro, en el 2005. “El rastro de tu sangre en la nieve”, de Gabriel García Márquez, ha sido adaptado al cortometraje del director israelí Sachar Chasman en el 2011. Y por sí solo, este cuento contiene esa imagen mítica de la gota de sangre que cae en la nieva, del dedo de la Nena Daconte, mientras un carro deportivo recorre las carreteras que unen Madrid con París a una velocidad descomunal y nosotros desde fuera somos testigos de cómo se va tiñendo la nieve blanca por esos puntos rojos. La importancia del cine para García Márquez es ampliamente conocida, su columna de crítica de cine en El Espectador, sus guiones para cine, su participación en la primera película surrealista del Caribe colombiano, La langosta azul de 1954 y en otros filmes, y la fundación de la Escuela de Cine de San Antonio de los baños en Cuba. Por su parte, “Marihuana para Göering”, tiene dos versiones, versión cuento y versión obra de teatro. Y el director de cine y montajista Iván Wild quiere llevar al cine este cuento de Ramón Illán Bacca. La piel de Mabina es prácticamente un cortometraje de planos cerrados en la peluquería Viena del Paseo Bolívar en Barranquilla. Julio Olaciregui escribe crítica de cine para la Agencia France Press mientras cubre el Festival de Cine de Cannes o el de Berlín. Escribe obras de teatro y ha sido actor.

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Fanny Buitrago con su transgresora “Mammy deja el oficio” nos lleva en largos planossecuencia por las calles de San Victorino, por la séptima, mientras seguimos la charla de dos prostitutas por las noches bogotanas. Asimismo, Buitrago ha escrito para teatro Al Final del Ave María, El hombre de paja, entre otras obras. Otra cuestión a señalar es que se harán anotaciones a escritores contemporáneos norteamericanos, y podríamos llegar a preguntarnos el por qué hacer referencias a ellos, y es de saberse que el cuento moderno sin estos autores carecería de un punto de engranaje grande para la trayectoria mundial del cuento. Es bien sabida de la influencia, de los gustos literarios, de las horas dedicadas a leer y a aplicar las labores de carpintería para encontrar ‘los picaportes, bisagras’ y todos los ‘clavos y tornillos’ por parte de Gabriel García Márquez a la literatura de Ernest Hemingway y William Faulkner. Y a esa misma influencia literaria de García Márquez alude Raymond Carver. Entonces, ese podría ser un punto en común para estos dos cuentistas: las lecturas rehacen al escritor en su arcilla, modelan en cierta manera sus escritos posteriores; pero ganan en particularidades por aquello a lo que alude Carver al decir: “Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad” (Carver, 2005, p. 12). De lo anterior se deduce que uno de nuestros objetivos es también ver la especificidad de cada uno de los cuentistas que nos atañen; además de entremezclarlos, encontrar sus puntos en común, sus divergencias y sobre todo sus particularidades que los hacen únicos dentro de cualquier grupo. Todos los autores seleccionados gozan de aquello que Raymond Carver señala: “Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse” (Carver, 2005, p. 12). En García Márquez está el haber creado su propia mitología, su Macondo que no sólo se encuentra en Cien años de soledad. El universo de Marvel Moreno de tías, sobrinas, abuelas; mujeres que observan el mundo y están algunas de ellas para transgredir lo establecido y las otras para evidenciar lo callado; con su prosa rítmica cargada de significados. Álvaro Cepeda Samudio y los avances literarios para su época, su afán por experimentar sin caer en vacíos de sólo invenciones, sino de mostrar sutilmente lo no dicho con palabras, pero que sí

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subyace detrás de las historias, al mejor estilo de la Teoría del Iceberg. Ramón Illán Bacca para señalarnos un mundo de pueblos, de ciudades, de personajes del Caribe con sus particularidades de personajes poco comunes. Julio Olaciregui por transitar entre el Caribe y París, sus reflexiones del oficio de escribir, el erotismo como elemento cotidiano sin el que no se puede vivir, las voces que se entrecruzan en el tiempo, en diferentes continentes para dar voz a un mismo personaje que se disfraza en múltiples encarnaciones. Y Fanny Buitrago para subvertir la visión tradicional de ciertas mujeres, para entrar en ellas y revelárnoslas sin máscaras. ¿Y el por qué escribir y el por qué cuentos? ¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir? ¿Por qué lo hacen unos, por qué no lo hacen otros? ¿Dónde está esa extraña maravilla que envuelve a algunos? ¿Acaso por sacar los monstruos internos, lo oculto, lo que podría estar a punto de explotar? Para el escritor del género policíaco Raymond Chandler: “Mi razón para empezar a escribir es un sentimiento ineludible, me hubiera hundido si no me hubiera puesto a escribir cada vez que ese sentimiento me atacaba”. Para T. S. Eliot “El creador está oprimido por una carga que ha de dar a luz para conseguir alivio” y para Graham Greene “Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan o componen música, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana” (Selinger, 2006, p. 7). Dar sentido a la vida, para John Cheever es el sentido de su escribir y alude que “consideraba la vida enormemente estimulante. Y la única manera que tenía de comprenderla era escribiendo cuentos” (Cheever, 2007, p. 15). ¿Y por qué cuentos? Son los que mejor permiten un análisis de variedades, en lo mínimo hallar las sutilezas que caracterizan a los escritores, en lo corto se condensa aquello que hace en muchas hojas una novela y para el cuentista estadounidense John Cheever radica en la invención de la estética, el afuera de las reglas: “En los cuentos de mis estimados colegas – y en algunos míos – encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero – sin embargo – subsiste más que una insinuación en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada” (Selinger, 2006, p. 143).

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Gabriel García Márquez y El rastro de tu sangre en la nieve “El rastro de tu sangre en la nieve” hace parte del libro de cuentos Doce cuentos peregrinos y el mismo García Márquez explica que “Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de televisión… Ha sido una rara experiencia creativa que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir” (García Márquez, 1997, p. 367). Es así, cómo se ve claramente ese camino de doble sentido entre lo audiovisual y los cuentos, y en la otra fuente de este escritor caribeño que radica en el periodismo. Periodismo que también han ejercido Álvaro Cepeda Samudio, Julio Olaciregui y Ramón Illán Bacca; tal vez por aquello que dice García Márquez de que al haberse dedicado en diferentes etapas de su vida al cine, a la literatura y al periodismo, lo que radicaba en el fondo era el sentido de contar historias. Contar la vida. Contar al ser humano. Ahora bien, para entremezclar las influencias de García Márquez con su oficio de escribir, él nos dice sobre Hemingway y Faulkner: Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común… No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque no pareciera tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que sería imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba los tornillos a la vista por el lado de afuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más he tenido que ver con mi oficio (Hemingway, 2011, p. 13). El análisis de la obra de Hemingway coincide en cierta manera con la observación que hace John Cheever sobre las influencias de

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Hemingway en su obra y luego, lo que tomó y lo que dejó, como lo afirma George W. Hunt: “No obstante, es imposible negar que la influencia de Hemingway sobre Cheever como joven escritor fue a la vez saludable e incalculable. Promovía una extraordinaria disciplina en el escritor e imponía patrones de sencillez y sinceridad, cualidades que el escritor maduro preservó. Infortunadamente, las virtudes del estilo degeneran con facilidad en manierismos y artificialidad. Cheever percibió intuitivamente esta limitación en sí mismo, aun cuando este hecho nunca disminuyó el respeto que sentía por Hemingway” (Cheever, 2007, p. 24) También García Márquez encontró algo similar en la cuentística de Hemigway, unas fórmulas literarias, que al final hicieron que se decantará más por Faulkner. Pero se resalta en Hemingway la importancia que da al escribir ‘frases honestas’, la sinceridad que es capaz de percibir el lector y por eso la importancia del narrador de escribir con honestidad, ‘la frase honesta’. Quizás por eso, para algunos lectores, puede sonar desconcertante el final del “El rostro de tu sangre en la nieve”, demasiadas coincidencias, para algunos inverosímiles, del por qué Billy Sánchez no se entera a tiempo de la muerte de la Nena Daconte. ¿Hecho a propósito para dejar al lector pensando sobre la historia? ¿Una estrategia de García Márquez? ¿O unas frases no honestas? Preguntas que se dejan en interpretaciones, afortunadamente, ‘la verdad absoluta’ no existe en las obras literarias. Tal vez se podría llegar a argumentar que “El rastro de tu sangre en la nieve” tiene un truco que a veces el lector no se lo cree mucho o que el truco es tan evidente que hay un quiebre al momento de leerlo; y por ello mismo no terminamos de creernos el final de la historia, ni tampoco llegamos a sentir la muerte de la nena Daconte. A Bily lo vemos en el dolor que debe aceptar, pero tantas coincidencias para hacernos creer el por qué no se pudo enterar a tiempo de la muerte de ella, ni comunicarse con sus familiares; podría llegar a ser una estrategia muy evidente para que García Márquez cerrara el cuento. Otro caso que vemos del libro Doce cuentos peregrinos es en el cuento “El verano feliz de la señora Forbes” que entraría en la clasificación que hace Ricardo Piglia de cuento clásico por su final sorpresivo. Los niños piensan que han envenenado a la señora Forbes y por eso ella no aparece en todo el día y más cuando llegan en la tarde y encuentran a los carabineros y ambulancia en la casa. Sin embargo, el final es su muerte pero por puñaladas, por aquel que podría haber sido el autor de la carta que ella recibió.

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Sí, es un final que sorprende, pero al mismo tiempo queda un poco en la inverosimilitud, el desconfiar en un final así. Con respecto a lo audiovisual, en una entrevista realizada en 1968, García Márquez reflexiona abiertamente sobre esta relación de dependencia con el cine y las repercusiones de su función como guionista en sus inicios literarios: Yo siempre creí que el cine, por su tremendo poder visual, era el medio de expresión perfecto. Todos mis libros anteriores a Cien años de soledad están como entorpecidos por esa certidumbre. Hay un inmoderado afán de visualización de los personajes y las escenas, una relación milimétrica de los tiempos del diálogo y la acción, y hasta una obsesión por señalar los puntos de vista y el encuadre… En este sentido, mi experiencia en el cine ha ensanchado, de una manera insospechada, mis perspectivas de novelista. (Durán, 1968, p. 23-24)

Puntos que vemos notorios en el filme que se crea en nuestra frente mientras leemos las escenas del carro que Billy hace correr despiadadamente mientras del dedo de la nena Daconte caen las gotas de sangre que dan color a ese paisaje blanco cubierto de nieve. O el viento que azota los puestos fronterizos. Definitivamente el imaginario del cine nos asalta como lectores. Marvel Moreno y “Oriane, tía Oriane” Se puede decir que la escritura de Marvel Moreno está cargada de situaciones de denuncia sobre la situación de la mujer con respecto al hombre. Mujeres y hombres que viven de apariencias, matrimonios de apariencias, relaciones de apariencia. Entonces, la narrativa de Moreno, además de ser valiosa por sus declaraciones de diversas mujeres goza de una bella prosa trabajada con inteligencia, que brinda su mayor recopilación en su primera novela En diciembre llegaban las brisas y en la segunda, El tiempo de las amazonas, que todavía no ha podido ser publicada y como bien nos dice Jacques Gilard “esta novela podría convertirse en una subversión máxima de la autora que se sale de un patrón canónico de escritura y al mismo tiempo de las ideas del ex esposo censor, representante a su vez de otro ‘canon’”. En El tiempo de las amazonas París aparece como la ciudad rescate, la ciudad liberadora, donde encuentra aquello que no ocurría en Barranquilla.

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Ahora bien, el cuento Oriane, tía Oriane de Marvel Moreno fue adaptado al cine por la directora venezolana Fina Torres lo que le valió el premio Cámara de Oro del Festival de Cannes en 1985. Las dos artistas se van del Caribe, al que asocian con un medio opresor y las dos buscan en París su desarrollo artístico. Es entonces, ese Caribe de Marvel Moreno, un lugar de playas, de brisas, de luz, pero al mismo tiempo, para la mujer es un sistema lleno de reglas y comportamientos sociales que les quitan libertad y les determinan vidas estereotipadas. Como también lo refleja la artista barranquillera Jessica Grossman en su cortometraje Rita va al supermercado del 2000, lo que indica una evolución en la situación de la mujer, pero que en las puertas del siglo XXI siguen los lazos de madres castradoras e invasivas, las apariencias a flote, el cuerpo de la mujer como objeto y relaciones de pareja poco satisfactorias. En este corto, Grossman mediante una estética de ‘lo femenino’, de lo rosado, de las flores en las sábanas, de las decisiones del tener o no tener hijos, del lazo madre-hija que caricaturiza mediante una simbología del cordón umbilical, del apellido del esposo para una mujer, del apellido del padre, de la infidelidad femenina, del orgullo con que muestran las barrigas las embarazadas, de las dietas, de las cirugías plásticas; logra un ambiente supuestamente femenino y critica aquellas reglas y comportamientos que se le han impuesto a la mujer barranquillera. Para Claudia Cuello: “Jessica Grossman es vehemente al defender la posición de la mujer frente a una sociedad que mutila la libertad de elegir. Tiene un particular estilo para pulverizar el rótulo que traen en el cuello al llegar al mundo: hijas de, madres de o esposas de”. En cuanto a su escritura, a Marvel Moreno le gusta cambiar de narradores, de tiempos. Lo suyo no son las narraciones lineales o por dadas por un solo narrador. La escritura de Olaciregui y Moreno en estos tópicos son similares. Saltimbanquis en los tiempos que se entretejen en la memoria de los seres humanos. Nuestra mente que recibe voces de varias personas al momento de reconstruir una escena de nuestra vida y por ende así también la literatura de Moreno y Olaciregui nos lleva a un entramado de susurros de tiempos contados por varios personajes. Un ejemplo en la cuentística de Moreno lo tenemos en “Ciruelas para Tomasa” con sus voces que suenan a los ecos que nos describe en “Oriane, tía Oriane”: “Los ruidos y las voces dejan huellas en el aire… y es como si el aire no saliera nunca de las casa viejas” (Moreno, 2001, p. 15). Y en “Ciruelas para Tomasa” son las voces de la abuela cuando era niña la abuela, la abuela, Tomasa y la niña.

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Estas características las traslada la que fuera crítica y profesora Montserrat Ordóñez al inscribir la literatura de Marvel Moreno en la literatura postmoderna, palabras que también se podrían aplicar a la narrativa de Julio Olaciregui: La lectura de En diciembre llegaban las brisas, una novela postmoderna, nos enfrenta a las más importantes cuestiones de la literatura actual: la presencia de un mundo obsesivo, que se elabora a partir de la distancia geográfica y temporal; la presencia de voces que establecen entre sí relaciones polifónicas, que surgen de la oralidad, del recuerdo y de la memoria colectiva. (Ordoñez, 2005, p. 104)

Es de resaltar que estos cambios de voces, de tiempos, no son anticipados con bombos y platillos al lector. Pueden ser hacerse en un mismo párrafo. Lo ponen a pensar. No es una literatura facilista, sino que exige concentración y suma atención. Se trata al lector como un ser inteligente que tiene la capacidad de saltar en el tiempo y en los narradores. Otro punto en común en varios cuentos de Moreno y Olaciregui son los finales abiertos, las historias que no tienen que concluirse, los varios hilos que quedan sueltos, las muchas subtramas que no se cierran; es decir, el alejarse de la narración tradicional para ir a un más allá. En Olaciregui es más notorio aquello que algunos han indicado como literatura postmoderna o el apartarse de un cánones tradicionales, para encontrar una propia voz, donde muchas veces no interesa la historia con su tradición aristotélica de inicio, nudo y desenlace; sino el contar la parte de una historia, simplemente por el hecho de narrar con ritmo y despertar el interés por algo, sin importar si aquellos hilos llevan a algún lado en concreto o se dejan sueltos en la mente del lector, para que él juegue con ellos; como también lo manifiesta que ocurre en muchos de sus cuentos la escritora bogotana Carolina Sanín. Estas características de la cuentística de Olaciregui llevada en grandes proporciones a su novela, Dionea, hace que se nos venga a la mente la película del hace poco desaparecido director griego Theo Angelopoulos, La mirada de Ulises, de 1995. El viaje de Ulises por diversos países europeos, por símbolos, por raíces; se podría comparar con el viaje de los varios personajes de la Dionea de Olaciregui para encontrar los orígenes, para relatar historias que parecen inconexas, pero al igual que el film de Angelopoulos están los hilos comunicantes, los entramados que dar coherencia a lo que aparentemente está inconexo.

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Nuestra historia es aún mucho más amplia porque en Dionea se reúne desde lo griego hasta lo africano, indígena, español, el mestizaje y los que han partido al llamado ‘antiguo continente’, para ver en retrospectiva lo dejado al otro lado, a donde se vuelve y de dónde se viene; para entrecruzar razas, miradas, pensamientos y generar al hombre actual. Al hombre que como Ulises viajó a través de muchos lugares para intentar encontrarse a sí mismo. Entonces, también Dionea es ese viaje mítico que se emprende para responder a tantas preguntas que se ha hecho el ser humano y que con algunas transformaciones, en el fondo subyacen los mismos interrogantes. Volviendo a “Oriane, tía Oriane”, hay un único narrador omnisciente que lleva la historia, pero que comienza a narrar en lo que creemos es el presente, aun cuando nos esté hablando en tiempo pasado, para después darnos cuenta en la tercera página: “Tal vez fue el otro día que empezaron los ruidos. O un poco después: María lo olvidaría con los años. Ya casada, cuando el tiempo no era más un chispear de instantes sino el lento transcurrir de días iguales, observando jugar a su hija en el jardín de una casa donde un marido cualquiera la había confinado” (Moreno, 2001, p. 13).

Y algo que sabe lograr Marvel Moreno con este narrador omnisciente es el no sentirla a ella como autora del cuento. Es lo que Truman Capote denomina en su escritura de A sangre fría “permanecer completamente al margen de la narración” (Capote, 2006, p.14). Tomar la distancia y obviar los apuntes personales, sino que sean los narradores los que tengan su propia voz como si estuvieran sin la intervención del cuentista. Ya lo decía Ernest Hemingway de quitar en la reescritura los elementos que suenan a opiniones personales del creador. Sería dejar la pureza de los otros al hablar sin ninguna intervención entre comillas. Otro punto a resaltar en la narrativa de Moreno son sus frases poéticas y reflexivas. Detrás de sus historias hay un pensar la vida con un toque lírico, como podemos observar: Caprichosos, inquietantes, los objetos de tía Oriane cautivaban como las manos de un ilusionista. Creando el ensueño alejaban de la realidad, sugerían su olvido. Habían sido inventados para un instante… Pero dejaban un vacío que las cosas corrientes no podían llenar (Moreno, 2001, p. 20).

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Y una frase en prosa que fácilmente podría hacer parte de un poema es la siguiente: “La voz de tía Oriane pareció enredarse entre sus ojos y María parpadeó” (Moreno, 2001, p. 15). Sus reflexiones más atractivas son las que ocurren en su novela En diciembre llegaban las brisas, epílogo suprimido en la versión de Editorial Norma, como nos lo sabe explicar claramente Fabio Rodríguez Amaya en Plumas y Pinceles: Una parte de lo suprimido que vale la pena escuchar: Muchas cosas han cambiado al parecer en la ciudad que dejé para siempre después de la muerte de mi abuela… A París llegarían… Los acompañaban las nuevas muchachas de Barranquilla, ya liberadas y un poco indulgentes al dirigirse a mí porque sabían vagamente que alguna vez escribí un libro denunciando la opresión que sufrían sus madres. Ellas ignoraban la sumisión… Quizá sólo yo comprendía que ese frenético consumo de hombres elegidos y devorados sin ternura ni compasión, era simplemente la venganza que una generación de mujeres ejercía, sin saberlo, en nombre de muchas otras… Quizá sus hijas aprendan que el amor no se encuentra en la promiscuidad ni el erotismo en la droga y, como Divina Arriaga, sepan distinguir el uno del otro reconociéndole a ambos su carácter sagrado de iniciación en el largo peregrinaje… (Moreno, 1987, p. 281-283).

En este sentido, Marvel Moreno, situada en París desde 1969 recapacita sobre Barranquilla y escribe desde allí prácticamente toda su obra literaria publicada. Moreno toma distancia y después de ocho años de salir de Barranquilla, en París, a partir de 1977 comienza a escribir En diciembre llegaban las brisas por espacio de siete años. Para tener como resultado final una obra que se convierte prácticamente en una radiografía de esa ciudad y sus habitantes. Álvaro Cepeda Samudio, “Vamos a matar a los gaticos” Tengo que aceptar que sufro una desilusión, al leer por primera vez “Vamos a matar a los gaticos” se me vino enseguida a la mente Los asesinos “de Hemingway”, y me dije: creo que la influencia le viene a Cepeda de este cuento y podré escribir sobre ello. Pero al leer un ensayo que escribe Julio Olaciregui sobre Cepeda, leo que él encuentra esa relación, que Nibaldo Torres el director de Cofradía Teatro también y Jacques Gilard con anterioridad hablaba al respec-

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to. Julio Olaciregui en su ensayo nos comenta: “Jacques Gilard ha resaltado la importancia que tuvo para Cepeda el cuento de Hemingway, “The killers”, puro diálogo, traducido por Alfonso Fuenmayor”. Entonces, la evocación de los diálogos en “Vamos a matar a los gaticos” a los de “Los asesinos” de Hemingway se vienen a la mente, tal vez porque todo el cuento de Cepeda son diálogos, no hay ningún narrador en los intermedios, ni como abrebocas. Es un descomunal cuento de sólo conversaciones. Y en “Los asesinos” sólo un narrador omnisciente interviene nueve veces, en párrafos muy cortos, durante las doce páginas del cuento, para darnos algunas descripciones del entorno, para situarnos. Es por ello sorprendente que en “Vamos a matar a los gaticos” los narradores desaparecieron y sólo escuchamos las voces de Doris, Martha y otro personaje del que no sabemos si es niño o niña, si es mayor, su nombre no es revelado, y las interpretaciones aquí vuelven a jugar. Ni siquiera en los diálogos hay las explicaciones que se inician con un guión. Sólo las voces de los niños o niñas nos llevan a ese mundo de una casa, de un patio, donde se ejecuta una matanza infantil, que para algunos podría develar la inocencia de la niñez y para otros sería todo lo contrario. Los niños que matan uno a uno a los gaticos para que no los regalen. Ese personaje que no tiene nombre, cae en las contradicciones humanas, al pasar de ser el más aguerrido para incitar y matar a los gaticos, para al final llorar sin dejarnos saber explícitamente como lectores el por qué lo hace. Y juega de manera magistral ‘la teoría del iceberg’: todo lo que no se dice, pero que deja la sensación, las intenciones, lo por debajo de lo no expresado con palabras, pero sí sugerido. Cobra un peso fuerte y más fuerte al lector para que siga pensando en el cuento y nos deje al final la sensación de muchos cuentos de Raymond Carver, que también gozan de esa pequeña punta de hielo que se ve sobre el mar, pero que por debajo es una mole enorme que nos demuele como seres humanos. Raymond Carver sabe del poder noqueador de los diálogos: “Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov” (Selinger, 2006, p. 143). Y no sólo es un conocedor sino que sabe jugar con ellos para envolvernos en un torrente de emociones como lo hace su cuento “Mecánica popular” que es está compuesto en su mayoría por diálogos.

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A diferencia de la importancia que Cepeda Samudio le concede a los diálogos, por su parte Gabriel García Márquez considera que “El diálogo en lengua castellana resulta falso. En este idioma existe una gran diferencia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco” (Selinger, 2006, p. 141). Tal vez los diálogos que utiliza Cepeda, no sólo en este cuento sino en casi toda su obra es lo que ha dado pie para que se adapten muchos de sus escritos. Y sí podríamos aplicar lo que afirma el escritor Luis Mateo Díez: “El diálogo comunica, acaso mejor que nada, la tensión viva de lo que sucede en lo que se cuenta y establece, además, ya que hablando se entiende la gente, el mejor y más natural cauce para la relación de los personajes con la evidencia de lo que dicen” (Selinger, 2006, 144). Julio Olaciregui y “La piel de Mabina” Las puntos reiterativos en la obra de Olaciregui están relacionadas con el erotismo, las referencias históricas, lo afrocolombiano, lo indígena, la cultura popular, los mitos, el ritmo, el flujo de conciencia característico de Joyce y Woolf y las reflexiones sobre el oficio de escribir. El cuento “La piel de Mabina”, ganador del segundo concurso de La Cueva, da fe de ello, donde el presidente del jurado explica el por qué lo escogieron como ganador. En cierta forma la narrativa de Olaciregui cumple varias características para algunos titulada ‘literatura postmoderna’. Raymond L. Williams lo incluye en las “figuras más recientes y de tendencias postmodernas”, y también sustenta que: “En un estudio bien informado, Autoconciencia y postmodernidad (1995), Jaime Alejandro Rodríguez ha analizado rasgos metaficticios y postmodernos de novelas como La muerte de Alec de Darío Jaramillo Agudelo, La otra selva de Boris Salazar, Trapos al sol de Julio Olaciregui y Mujeres amadas de Aguilera Garramuño”. Para otros, la obra de Olaciregui cumple con características del flujo de conciencia o monólogo interior que para Robert Humprey son aquellas “narraciones que tienen como argumento esencial las conciencias de uno o más personajes” (Humphrey, 1969, p.12). Por su parte, el mismo James Joyce al hablar del flujo de conciencia en Han cortado los laureles,1 de Edouard Dujardin, nos dice: “Desde las 1 Joyce acepta que se inspiró para su técnica narrativa del flujo de conciencia del escritor francés Edouard Dujardin.

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primeras líneas el lector está instalado en el pensamiento del principal personaje y el desarrollo ininterrumpido de ese pensamiento, que reemplaza la forma usual de narración, nos comunica lo que hace el personaje o lo que le sucede” (Ellmann, 2002, p. 37). De allí que en gran parte la narrativa de Olaciregui se centre menos en el argumento o la historia y sea más un recorrido por el pensamiento de los personajes. Punto notorio en “La piel de Mabina” que parte de un Juan Erasmo Teortua de Barranquilla, pero que al mismo tiempo tiene su origen en el Juan Erasmo de la historia que quiere “Restregar a un etíope, blanquear a un Negro”. Son esos los puntos desencadenantes para que los flujos de conciencia guíen la narración del cuento. Desde la primera obra de Olaciregui, Vestido de bestia (1978), ya estaban estos influjos que se han ido fortaleciendo en su trayectoria literaria, hasta convertirse en su última novela Dionea, como lo expresa Eduardo García Aguilar en: una mina inagotable de sorpresas literarias y una de las obras más originales de la novelística colombiana al lado de la Tejedora de coronas de Germán Espinosa y El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor… Una literatura que va más allá de los estrechísimos límites de las literaturas parroquiales con bandera, himnos, narco-sicarias revertianas, pistolas… (Arocha, 2009, pp. 11-12)

Uno de los hilos de la postmodernidad es la experimentación y podríamos relacionar a lo que alude Carver: “Muy a menudo, la ‘experimentación’ no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta” (Carver, 2005, p. 13); con lo que algunos críticos consideran que a veces Olaciregui no tiene en cuenta al lector, por el cambio de voces y temáticas, y entonces, para ellos sería lo que dice Carver: “Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar – y maltratar, incluso – a sus lectores” (Carver, 2005, p. 13). Sin embargo, no considero que en los escritos de Olaciregui se quiera maltratar al lector o no tenerlo en cuenta, es simplemente el flujo de conciencia que tiene sus más altos exponentes en James Joyce, Virginia Woolf y William Faulkner, y por aquello de que nuestra mente salta de un punto al otro, de una época a otra; también en su narrativa se reflejan nuestros flujos mentales. No obstante, por momentos exige concentración llevar el hilo de las historias y para algunos lectores se puede ha-

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cer confuso, como también ocurre en el cuento de Marvel Moreno, “Ciruelas para Tomasa”. Por momentos se podría llegar a creer que por no develar todo se recurre al juego de voces, tiempos y asuntos no explícitos. Aunque, como bien lo aclara Robert Humphrey: “El autor de novelas que utiliza la técnica del fluir de la conciencia presenta siempre el pensamiento de un personaje, no el propio, sin importar lo autobiográfico que éste sea. De otro modo, no estaría creando arte sino que estaría haciendo pasar escritura automática por ficción” (Humphrey, 1969, p. 63). Y Olaciregui sabe utilizar varios personajes que hablan en primera persona en un mismo texto. Ahora bien, valdría preguntarse el por qué a unos escritores se les valora por este tipo de escritura, se les da el reconocimiento y a otros no. Y vendría al caso una frase de Andrei Tarkovsky: Condición imprescindible para la recepción de una obra de artes es el estar dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pero en ocasiones resulta difícil superar el grado de incomprensión que nos separa de una imagen poética perceptible exclusivamente por el sentimiento… Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte y lo juzga sin estar dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finalidad de la existencia de éste, ese vacío seduce más de la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al “¡No gusta!” o “No interesa” Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien ha nacido ciego e intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que experimenta en ello. (Tarkovsky, 2001, p. 65)

“La piel de Mabina” utiliza un buen recurso para narrar la historia: “Mi viejo estaba perdiendo la memoria, pero me contó algunos datos que he tratado de hilar, conservando en lo posible su manera de hablar” (Fiorillo, 2013, p. 281). Como también ocurre con otros cuentos suyos, como en “La bailarina desnuda”: “La mujer más bella que he conocido se desnudó ante mí. Quiero contarles ese momento, antes de que se vista de nuevo” (Olaciregui, 2012, p. 130) En “La camisa de las culebras”: “Claro que yo solo lo había traducido, era de Ronsard y lo hice pasar como de mi autoría, se los dejo leer:…” (Olaciregui, 2012, p. 40). Y en “La piel de Mabina”: “De niño mi padre también me llevó a la barbería Viena. Me robé

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una de esas revistas que aún conservo y por eso puedes leer, citar frases”(Fiorillo, 2013, p. 281). En esta última cita, Olaciregui recurre al pozo de la infancia, a la fuente inagotable para el artista, aquella que ya han mencionado muchos artistas, y entre ellos el cineasta Andrei Tarkovsky. En su filme El espejo, el de corte más autobiográfico, es una vuelta a su infancia, a un flujo de conciencia que se lleva al séptimo arte, mezcla de sueños, edades, viajes en el tiempo, sueños, cambio de colores para expresar los tiempos, voces que se escuchan sin personajes que veamos, poemas que se escuchan mientras la cámara por su parte hace un recorrido de movimientos suaves y poéticos, la misma cámara es un elemento de un poema más, y noticias en blanco y negro que vienen de otras épocas. Es decir, un magistral metarelato fílmico que toca el alma de los espectadores desde la parte sentimental. Tarkovsky y Olaciregui van a la infancia y se vuelven poetas en la narrativa literaria y fílmica, para llegar a ser: “El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su impresión del mundo es inmediata” (Tarkovsky, 2001, p. 65). Bien podríamos decir que este filme también es un flujo de conciencia ya no en la literatura sino en el otro arte cercano que es el cine. Y además de ser un flujo de conciencia es una vuelta a la infancia, un volcar la niñez; que al final se convierte el arte como un elemento espiritual, tal como lo dice el mismo Tarkovsky: En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva… El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada. No quiere proponerle inexorables argumentos racionales a las personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia espiritual… El arte moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. (Tarkovsky, 2001, p. 61-62)

Olaciregui al igual que Tarkovsky, cada uno en la especificidad de su arte, no atienden a una estructura narrativa, los dos se alejan de los cánones tradicionales, su constante es el flujo de conciencia, la metaficción, la ruptura con lo establecido, crean mundos alternativos al real y el lector o espectador queda sumergido en un mar de sensaciones, de ser tocado en lo íntimo sin importar la historia como tal, sino lo que se

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provoca. Es llegar a los lectores y espectadores no desde el lado racional sino a nivel emocional. Ellos dos van a lo que el mismo Tarkovsky expresa: “El arte incide sobre todo en el alma de la persona y conforma su estructura espiritual” (Tarkovsky, 2001, p. 64). Ramón Illán Bacca y “Marihuana para Göering” “Ahí va eso…”: Son las palabras con que se abre “Marihuana para Göering”. Y se nos da indicios de cómo será el transcurrir de la historia con humor, con un tono poco tradicional para poner los subtítulos, como: ‘Y ahora hagamos un flash-back, para explicar cómo está en la Guajira un juez que tararea a Brahms’ o ‘Donde se demuestra que quien uno menos cree cita a Shakespeare’. Y es una forma poco usual, también, el utilizar los subtítulos en un cuento corto. Leer a Bacca es como estar escuchando una voz cercana relatando los cuentos de su vida en medio de corrillos, sus recuerdos, sus añoranzas, aquello que lo impactó, las voces de otros tiempos que nos hablan con picardía, con chispa. La obra de Bacca se recorre en el sentido del humor, en la inteligencia que denota su autor al saber elaborar frases cargadas de ironía que conllevan a la risa. Es una vuelta a los aletazos de la segunda guerra mundial, muestra la convergencia del mundo alemán, de sus secuelas y la mezcla con el Caribe colombiano. Es escuchar las canciones del momento, las actrices, las películas mexicanas. También, una recreación de ese mundo influenciado y trastocado por el auge y decadencia de las bananeras, por la bonanza marimbera, y que gracias a ellas viajaron a Europa y al volver están en esa imitación del allá estando aquí, para luego ver la caída económica y sus consecuencias. En resumen, Jacques Gilard resalta que: “De cierta manera Ramón Bacca es el memorialista de la Santa Marta que él conoció en su infancia, y la historia de la ciudad y de su región está sin cesar presente en sus relatos” (Gilard, 1991, p. 202). Y a ello hace alusión el mismo Ramón Illán Bacca al narrar “De cómo llegué a escribir Deborah Kruel” en la revista El malpensante: “En realidad me siento un escritor sin connotaciones locales que escribe en español, pero los temas, no lo niego, son reiterativos y los espacios geográficos donde se desenvuelven pertenecen a la costa Caribe colombiana” (Bacca, 2011, p. 1).

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La voz del pasado se nos acerca para susurrarnos la visión de un niño, o de un adolescente, o de un narrador omnisciente que sabe los pensamientos más íntimos, la rapidez mental con que se atacan las situaciones: “Cuando ella entró al salón, pensó: “Pero, ¡qué es esto tan pop! si la vieran en el Cisne. Alta, gruesa, cuarentona, morena cerrada, con ese cuerpo pesado y cargado en las nalgas, que exige un pellizco mientras se grita: ¡Cómo estás de buena, carajo!” (Bacca, 2006, p. 15). La infancia vuelve a jugar su papel primordial en la expresión por medio de la literatura, a la que ya aludiera Tarkovsky en la expresión del artista. Del mismo modo Ramón Bacca habla de ella: “He escrito sobre la guerra submarina en el Caribe con frecuencia, pues es algo que llenó mi infancia” (Bacca, 2011, p. 1). Y para Gabriel García Márquez en una carta escribe al respecto: “la única posibilidad que se tiene de escribir bien es escribir las cosas que se han visto. Tengo muchos años de verte atorado con tus historias ajenas, pero entonces no sabía qué era lo que te pasaba, entre otras cosas porque yo andaba un poco en las mismas”. Una reflexión parecida la tuvo Ramón Bacca cuando escribía Deborah Kruel y se decanta por el manantial sagrado de la infancia, esa fuente inagotable para el arte: “Decidí que escribiría esa novela y que me informaría bastante. Leí mucho y hubo un momento en que estaba sobresaturado de información. Me pregunté: “¿Pero, por qué estoy zambullido en la Segunda Guerra Mundial si lo que tengo que hacer es simplemente escribir de mi infancia samaria con la guerra como telón de fondo?” (Bacca, 2011, p. 2). Así, como Ernesto Sabato comentaba que para él escribir algo diferente a la infancia o que no está relacionado con ella le resulta muy difícil. Y que por ese mismo motivo, escritores que escribían fuera de su patria como Joyce e Ibsen seguían en las vueltas de la infancia (Sabato, 2000, p. 20). En 1975 Bacca escribe “Marihuana para Goëring” a partir de su propia experiencia cuando lo envían como juez después de haber culminado sus estudios de derecho. Y bien refleja en el cuento, la incongruencia entre los gustos del personaje principal, escuchar Brahms, su forma de ver la vida, y cómo es la existencia en un pueblo polvoriento de la Guajira. En ese momento hace relación a una novela de Fanny Buitrago, que es publicada en 1963 por Ediciones Tercer Mundo, reeditada por Plaza & Janés en Barcelona en 1977 y por Oveja Negra en 1986: “A mí déjenme leer, voy aprovechar este exilio…” Se acumularon sobre su escritorio los libros gordos. Desde “La Guerra y la Paz” hasta

139 “El hostigante verano de los dioses”. Leer sobre el arte burgués en el gótico tardío, mientras en el bar de la esquina resuena “La burra mocha” es estar tocando ya, los siete pilares de la incongruencia. (Bacca, 2006, p.17)

Ya con este párrafo se observa la diferencia de este juez recién llegado que choca con el pueblo, el cuestionamiento del ser humano del estar en un lugar totalmente disonante con su ser interior. Y al final se da aquello que es prácticamente anunciado en el inicio del cuento. “Marihuana para Göering” fue llevada al teatro por María Lamboglia y se presentó en la Alianza Colombo-Francesa en 1976. En esa ocasión también se presentaron las adaptaciones de Álvaro Cepeda Samudio, “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” y de Gabriel García Márquez, “La mujer que llegaba a las seis”. En 1978 Lila Campanella la escenificó en el Teatro de Bellas Artes, en esa ocasión la adaptación fue realizada por ella. En la del 76 se utilizó la que había escrito Bacca. Fanny Buitrago y “Mammy deja el oficio” Analizar la obra de Fanny Buitrago se puede mirar desde diversos prismas, así como lo es su escritura que cambia de situaciones geográficas y por ende, la caracterización de sus personajes. Es una narrativa que busca acercarse a cómo hablan realmente las personas, romper con los límites entre la literatura oral, la erudita, la popular y la escrita. Buitrago en sus palabras nos dice lo que es su oficio: “Escribir es cazar historias. Escribir es contar historias. Yo quiero contar la historia de Colombia a través de las historias que me cuenta la gente. Intento escribir como habla la gente. Pienso que mi tarea de escritora es poder pensar y sentir cómo piensa y siente la gente para contar sus historias, historias que me gusten o me horroricen… Para mí ser escritora es ser muchas gentes, de todas las layas e intentar un imposible fresco de la Colombia actual”.2

2 Tomado de María Mercedes Jaramillo en ¿Y las mujeres? Ensayos sobre literatura colombiana. Citada por Azriel Bibliowicz y Rodrigo Parra Sandoval en “La literatura no es un hipopótamo”, El Espectador [Magazín Dominical] 17 (10 de julio, 1983):12.

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En su escritura se refleja la crítica a la sociedad producto de los medios masivos de información, las formas estereotipadas de comportamiento impuestas por la sociedad, las modelos, los políticos corruptos, las culturas de abolengo y apellidos que hacen un constructo de imitaciones de culturas extranjeras dominantes, las farsas sociales que imponen reglas y juegos a sus ciudadanos, el declive de un país que se encamina a una catástrofe política y social: la misma condición que condujo a la escritora al exilio. Las descripciones de Buitrago pueden ser de un traje de paño oscuro en una cafetería bogotana en la madrugada, donde vemos dos prostitutas hablando. A una de ellas se le acerca un hombre que es su cliente, pero también fue su esposo, y los dos pertenecen a la ‘crema y nata’ del país, pero ella decidió dedicarse a lo que le gustaba, y su amiga prostituta, la narradora del cuento “Mammy deja el oficio”, nos dice: Hay que convenir, que la profesión, para Mammy, era más asunto de vocación que de necesidad… A Mammy le encantaba corretear por San Victorino. Lucir el contoneo de sus altísimos tacones, en compañía de las golfas furtivas de la carreras 7ª, y visitar los burdeles de la peor estofa y tomar un refrigerio en la Puerta del Sol, un restaurante frecuentado por borrachos y trasnochadores. (Buitrago, 1973, p. 178).

Luego, podemos encontrar a los personajes de Fanny Buitrago en San Andrés, en el Caribe, en medio de brujerías, de chamanes, del calor, de la playa. Todo un abanico de posibilidades para recrear situaciones que en ocasiones nos dejan un sabor irónico, un final que nos sorprende, el saber que no todo es como parece, y que a veces esas voces frívolas que escuchamos en su narrativa, también nos llevan a la crítica de la sociedad. Para acercarnos al personaje de Mammy utilizamos el Bildungsroman, para analizar su proceso de transformación. Leasa Y. Lutes nos explica en qué consiste esta teoría: Al mismo tiempo que el protagonista va reconociendo la inautenticidad social, de modo que puede progresar hacia la meta de la renovación, se está desarrollando como ser autónomo, como individuo que existe en su propio derecho aparte del estado, capaz de juzgar la sociedad, de criticarla. También se está despertando a su incapacidad de ejercer bastante influencia entre las personas como para poder lograr esa meta” (Lutes, 2000, p. 67).

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En el cuento de Buitrago “Mammy deja el oficio”,3 Mammy no piensa ni por un instante en el suicidio, ni denota alguna forma de locura; como han escenificado a varias protagonistas en la literatura cuando tienen conflictos grandes con la sociedad donde viven. No opta por la infidelidad como Catalina de Arráncame la vida de la autora Ángeles Mastretta, sino algo más allá. Encuentra una salida que va con ella misma, después de no ser aceptada por la sociedad que la circunda y su familia, por su ‘gusto cursi’ y sus vestimentas estrafalarias. Al enterarse de lo que pensaban sus hijas y su marido sobre ella, y ante su desconcierto, porque después de tantos años sólo hasta ahora estas discrepancias las notara y se las dijeran, entonces, reflexiona: En ese momento me convencí de quién era yo verdaderamente. Una señora gorda, frescachona, pintorreteada, embutida en un sastre de color violento que la hacía parecer más jamona y más cursi de lo que era en realidad. Me detuve a pensar en dónde podría destacarme con una figura así. Sin pensarlo más hice mis maletas, cancelé mi cuenta en el banco y me planté por aquí. Jamás me pudo ir mejor. Cuando una descubre para qué sirve, lo mejor es oír el llamado de su vocación, y no quedarse como polla en un corral de patos. (Buitrago, 1973, p. 187)

Elisa Mujica nos habla de los personajes de Buitrago: “Mostrar el reverso de vidas en apariencia comunes y corrientes, es el juego que apasiona a Fanny. Los mejores pintores de retratos son también los que hacen asomar a los rasgos de sus modelos aquello que los habita”. Mammy es la mujer que en apariencias goza de una ‘buena vida familiar’ con buenos recursos económicos, pero que sin embargo, decide ser ella misma, dejar su familia, vestirse a su gusto y ser prostituta. En el transcurso de su larga historia narrativa: seis novelas, cinco libros de relatos, cuatro obras de teatro y cinco libros de literatura infantil o juvenil; Fanny Buitrago ha cumplido una parte de su propósito: “Para mí ser escritora es ser muchas gentes, de todas las layas e intentar un imposible fresco de la Colombia actual”.

3 Reunido en el libro La otra gente y publicado por el Instituto Colombiano de Cultura, en 1973 cuando Fanny Buitrago contaba con 28 años. Es de anotar, que Buitrago publicó su primera novela El hostigante verano de los dioses, cuando contaba con sólo 18 años.

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Conclusiones “Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el latigo!” (Capote, 2006). Un punto que podría unir a la mayoría de los cuentos seleccionados es el que sus escritores no han necesitado “de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores” (Carver, antología, p. 13). Son escrituras maduras, trabajadas. De los seis escritores del Caribe colombiano queda claro la heterogeneidad en estos cuentos y todos ellos nos dan herramientas diferentes para analizar en un taller de creatividad literaria. Cada uno con un estilo propio, sus lecturas dan luces para que los escritores encuentren su propia voz, el tono único que identifica a los escritores que llevan tiempo en el oficio y en la búsqueda de ‘su voz cantante’ como lo denomina John Cheever a sus “años de formación, aquellos esfuerzos...” para llegar “a aquel estilo seguro, expansivo, intensamente personal que asociamos con el Cheever maduro de las décadas de los años cincuentas y sesentas”.4 De manera similar Truman Capote lo describe, como: “Tras escribir centenares de páginas sobre esas cosas tan simples, terminé por desarrollar un estilo. Había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir” (Capote, 2006, p. 14). La frase de Gabriel García Márquez aplicada a los cuentos de Hemingway, puede de sobras mirarse en los cuentos de Marvel Moreno, Álvaro Cepeda Samudio y Julio Olaciregui: En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y eso es precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza… La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria –como el iceberg– solo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.5 (Hemingway, 2006, p.13)

4 Hace parte del prólogo escrito por George W. Hunt con motivo de la antología de cuentos de Cheever, El hombre al que amó y otros cuentos dispersos. (Cheever, 2007, p. 11). 5 Evocación que hizo Gabriel García Márquez para la recopilación de cuentos de Ernest Hemingway, Cuentos.

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Y probablemente algunos de estos cuentos darían para pensar en la frase de Andrei Tarkovsky y queda a opción de cada lector de acuerdo a lo despertado y sentido: Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda. Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de arte así, el observador experimenta una conmoción profunda, purificadora… Nos reconocemos y descubrimos a nosotros mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros propios sentimientos. (Tarkovsky, 2001, pp. 66-67)

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ANNA BOCCUTI Università di Torino

Más allá del umbral: una lectura de Un espejo después, microficciones de Luis Fayad

I. La microficción, como es bien sabido, es uno de los “nuevos” y más frecuentados géneros de las literaturas en lengua española: el gran número de antologías publicadas en el área hispanoamericana e hispánica atestigua la vitalidad de las formas brevísimas,1 así como la vasta producción crítica sobre el tema y los muchos encuentros entre cultores y especialistas2 que han intentado – y todavía intentan – definir los borrosos y por lo tanto huidizos límites3 del cuento ultracorto. 1 Se recuerdan, de manera arbitraria y parcial y sólo como ejemplo del afianzamiento del género en las últimas dos décadas, las siguientes antologías: Edmundo Valadés, El libro de la imaginación, Fondo de Cultura Económica, México, 1984; Juan Armando Epple, Brevísima relación. Antología del micro-cuento hispanoamericano, Mosquito Comunicaciones, Santiago de Chile, 1990; Lauro Zavala, Relatos vertiginosos, Alfaguara, México, 2000; la serie de antologías al cuidado de Raúl Brasca y Luis Chitarroni por la editorial Desde la gente de Buenos Aires, inaugurada por Dos veces bueno (1996); David Lagmanovich, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005; Laura Pollastri, El límite de la palabra, Menoscuarto, Palencia, 2007, Angeles Encinar, Carmen Valcarcel, Mas por menos. Antologia de microrrelatos hispanicos actuales, Sial, Madrid, 2011; Sandra Bianchi, Arden Andes, Macedonia, Morón, 2011. 2 El VI Congreso Internacional de Minificción tuvo lugar en la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotà, en el mes de octubre de 2010. Para más información sobre las sedes (revistas, universidades etc.) que han favorecido el proceso de institucionalización de la microficción, reenvío a Laura Pollastri “El canon hereje: la minificción hispanoamericana”, en Mónica Scarano, a cargo de, Actas del 2 Congreso Internacional CELEHIS de Literatura, 2004, Universidad de Mar del Plata, 2006. CD-ROM. http://www.reneavilesfabila.com.mx/obra/sobre_obra_raf/canon_hereje_minificcion_his panoamericana_laura_pollastri.html, consultado el 17/09/2012. 3 El debate crítico está sujeto a cierta entropía a raíz de que, como aclara Alain Montandon en su estudio dedicado a las formas breves: «[...] la forma breve tiene que ver con cierto número de textos más o menos largos […] y comprende una realidad más amplia de la implicada por la noción de género, porque atañe a numerosos estilos de escritura, codificados o no». Añade el crítico francés : «La taxonomía de estas formas […] es una tarea difícil porque la brevedad puede caracterizar formas diferentes, heterogéneas y numerosas. Toda clasificación carecerá de pertinencia porque las diferentes formas se sobreponen» (trad. mía). Cfr. Alain Montandon, Les formes brèves, Hachette, Paris, 1992, p. 5. En resumidas cuentas,

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En Colombia también, a partir del siglo XX, la microficción ha tenido un intenso proceso de difusión y proliferación, cuya trayectoria ha sido trazada muy detalladamente por Henry González en su ensayo “El minicuento en la literatura colombiana”.4 El crítico señala como momento decisivo en el desarrollo del género la fundación – al comienzo de los años Ochenta del siglo pasado – de la revista Ekuóreo, que asemeja a otras publicaciones ineludibles para la circulación y afianzamiento del cuento breve en América Latina, como la argentina Puro Cuento y la mexicana El cuento. Subraya Violeta Rojo5 que la fama de la revista creada por Harold Kremer y Guillermo Bustamante venció muy pronto los confines nacionales: en el n. 21 de Puro Cuento, Edmundo Valadés, uno de los promotores del género en ámbito hispanoamericano, la menciona como ejemplo del interés para la microficción en Colombia. En época más reciente, confirman ese interés la publicación de varias antologías, entre ellas la Antología del cuento corto colombiano, al cuidado de Bustamante y Kremer; La minificción en Colombia, compilada por Henry González; Los minicuentos de Ekuóreo y Segunda antología del cuento corto colombiano, ambas al cuidado de Bustamante e Kremer: estos volúmenes incluyen muchos de los textos anteriormente transitados por las páginas de Ekuóreo y entre ellos algunas de las microficciones que forman parte de Un espejo después (1994), de Luis Fayad.6 dentro del debate acerca de cómo definir qué es la microficción, pueden evidenciarse dos líneas: la que Juan Armando Epple ha definido “narrativista”, inaugurada por David Lagmanovich, que se preocupa por separar los “microrrelatos” de todos los otros minitextos en prosa (aforismos, chistes, sentencias, parábolas, fábulas etc.) y la que privilegia «una estética transgenérica, que le asigna a estos textos una condición de descentramiento o hibridación». Epple, Juan Armando, “La minificción y la crítica”, en Francisca Noguerol Jiménez, a cargo de, Escritos disconformes. Nuevos modelos de lectura, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2004, p. 24. Me parece útil la distinción propuesta por Lagmanovich, quien señala tres coordinadas imprescindibles para reconocer el “microrrelato”: brevedad, narratividad y ficcionalidad. (cfr. David Lagmanovich, “El microrrelato hispánico: algunas reiteraciones”, Iberoamericana, Nr. IX, diciembre 2009, p. 87), Campra, en cambio, otorgando importancia secundaria al tamaño del texto, indica como características específicas del microrrelato su conciencia de ser-microrrelato y la relación entre lo dicho y lo no dicho, que se instala en el corazón de la microficción (cfr. Rosalba Campra, “La medida de la ficción”, Anales de literatura Hispanoamericana, Nr. 37, 2008, pp. 209-225). 4 Henry González, “El minicuento en la literatura colombiana”, El cuento en red, Vol 5, 2002, pp.1-14. Este número de la célebre revista electrónica mexicana que se ocupa exclusivamente de las formas narrativas breves está dedicado a la literatura breve colombiana. 5 Cfr. Violeta Rojo, Breve manual para reconocer minicuentos, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1997. 6 Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 1994; Henri González, La minificción

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II. Dentro de la producción literaria de Fayad, reconocido y apreciado autor de novelas (entre ellas, Los parientes de Ester, 1978) y de cuentos (entre ellos, Los Sonidos del Fuego, 1968; Olor a lluvia, 1974; Una lección de vida, 1984, reeditados en 2008 en el volumen Cuentos Reunidos),7 que fotografían los cambios de la sociedad urbana en Colombia, estas microficciones forman un conjunto de textos atípicos, tanto por las elecciones temáticas como por las soluciones formales adoptadas. Un elemento central del libro, como por otra parte denuncia el espejo del título, es la insistencia en los umbrales, confines, fronteras que en estos microcuentos resultan ser lábiles, movedizas, causando duplicaciones inquietantes, desconcertantes refracciones de la realidad y del sujeto8. Como veremos, más que de umbrales concretos, las microficciones de Fayad representan el umbral como obstáculo a superar, o como problema a solucionar. El protagonista de estos pasajes y metamorfosis es Leoncio, figura unificadora de las 34 microficciones9 que forman parte del libro y que sugieren, en primer lugar, la abolición de la preocupación por la pertenencia a un género literario cerrado, actuada justamente a través de la exploración de los límites del cuento. Pese a la organización fragmentaria10 del volumen implicada por la microficción, Un espejo después se recompone en un orden superior que invita al lector a una cooperación muy especial. Cada texto en Colombia, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2002; Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Los minicuentos de Ekuóreo, Deriva Ediciones, Cali, 2003, ID., Segunda antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2007. 7 Luis Fayad, Cuentos Reunidos, Arango Editores, Bogotà, 2008. 8 Quizás sea útil repetir de nuevo la definición del cronotopo del umbral, así como lo entiende Michail Bajtín: “citaremos aquí un cronotopo más, impregnado de una gran intensidad emotivo-valorativa: el umbral. Este puede ir también asociado al motivo del encuentro, pero su principal complemento es el cronotopo de la crisis y la ruptura vital. [...] En la literatura, el cronotopo del umbral es siempre metafórico y simbólico; a veces en forma abierta, pero más frecuentemente en forma implícita”. Michail Bajtin, “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Teoría y estética de la novela. Trabajo de investigación [1937-38], Taurus, Madrid, 1989, p. 399. 9 En realidad 33, teniendo en cuenta que el último cuento excede las cuatros páginas por lo tanto, por su extensión, no puede ser incluido dentro de la microficción. 10 Lauro Zavala, en cambio, no hablaría de organización fragmentaria, sino fractal. El crítico mexicano opone el fragmento al “fractal”: “[...] el primero es autónomo, mientras el segundo conserva los rasgos de la serie. Pero mientras el detalle es resultado de la decisión del autor, el fractal es producido por el proceso de lectura. En todos los casos estamos ante el ocaso de la integridad de los géneros tradicionales”. Lauro Zavala, La minificción bajo el microscopio, UNAM, México D.F., 2006, p. 31.

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puede leerse autónomamente, pero – a la manera de Las ciudades Invisibles de Italo Calvino o de los célebres cuentos breves de Historia de cronopios y de famas de Julio Cortázar –, su yuxtaposición y consecuentemente su lectura de conjunto permiten la construcción de un universo narrativo más complejo. Se trata, de hecho, de una constelación de textos implícitamente en diálogo, lo cual hace que ciertas características de la microficción derivadas de la extrema brevedad de los textos (por ejemplo, el anonimato de los personajes y la ausencia de profundización psicológica) resulten parcialmente eludidas. A medida que se avanza en la lectura de los textos, el mundo de Leoncio – “soltero y con limitadas actividades”11, “ajeno a una comunicación frecuente” (p. 133), como nos informa rápidamente el narrador sin añadir más descripciones físicas – se va perfilando frente al lector con mayor claridad. Aprendemos que se trata de un personaje ocupado en actividades comunes, con vicios igualmente comunes: trabaja en una oficina y siente rencor hacia su jefe por que no le hace caso, le gusta leer, ir al cine o ver exposiciones, muy a menudo piensa en su pasado, es rencoroso e irascible. Coherentemente, el espacio en que Leoncio se mueve es cotidiano y urbano, constituido por una galería de exposiciones, “la planta baja de un edificio recién construido y aún vacío” (p. 17), la oficina donde trabaja, su departamento. Lo que se describe no es la conformación del escenario urbano, más bien la experiencia del sujeto dentro de la ciudad. De hecho, durante sus andanzas (y son muchas) entre un lugar y otro, atípico pero incesante flanêur,12 ciudadano post-moderno, Leoncio recorre itinerarios metropolitanos faltos de mayor connotación, lo cual impide situar la acción dentro de un marco geográfico-cultural determinado:13 calles 11 Luis Fayad, Un espejo después, El Tiempo, Bogotá, 2003, p. 156. Todas las citas en el texto hacen referencia a esta edición, por lo tanto de ahora en adelante se indicará sólo el número de página entre paréntesis después de cada cita. 12 Como se lee en el microcuento “Un espejo después”: “Conocedor de su barrio y de sus lugares secretos, Leoncio recorría sus calles en cada oportunidad. Cuando ni el cansancio ni el trabajo atrasado lo obligaban a marchar a la casa, se bajaba del bus antes de su parada y pensaba en las casas de su recorrido”. (p. 81). 13 Al respecto, opina diferentemente Cristo Rafael Figueroa Sánchez, quien relaciona la forma breve de los textos con el contexto urbano bogotano: “[...] Un espejo después se sintoniza con la exigencia contemporánea de síntesis generada por la continua presión del tiempo, las grandes distancias, el ritmo acelerado de la vida, la primacía de la imagen y de los medios masivos de comunicación, elementos característicos de la cultura bogotana de los noventa.” (Cristo Rafael Figueroa Sánchez, “Percepciones de Bogotá en la cuentística de Luis Fayad”, Tabula Rasa, Nr. 11, 2009, pp. 289-304, ). La condición descrita, sin embar-

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y plazas, por tanto, no tienen nombre sino que están indicadas con los artículos indeterminado, “una” calle, “una” plaza. En realidad, es el universo del relato en su entereza lo que fluctúa en lo indeterminado, al punto que ninguna de las otras figuras que aparecen en el libro tiene nombre propio; el narrador (rigurosamente omnisciente) las menciona designándolas con nombres genéricos: “el jefe”, “la mujer”, “los colegas”, “el niño”, “la prometida”. Se trata, no queda duda, de comparsas funcionales al desenvolvimiento de las situaciones emblemáticas que las microficciones de este libro recortan. Significativamente, de Leoncio también el narrador da a conocer únicamente el nombre de pila, omitiendo su apellido: de esta manera, el protagonista de Un espejo después se mueve en un mundo anónimo donde constantemente se proyecta la experiencia del lector, un mundo en que se destaca solamente el rostro de un “hombre de la calle”, emblema del ser humano contemporáneo en el contexto urbanizado y desde luego objeto de fáciles identificaciones por parte del lector. La poética de la sencillez que aflora en el libro es un indicio inequívoco de la intención crítica hacia la voraz realidad urbana contemporánea que es al mismo tiempo el trasfondo de la acción (o sea, una circunstancia) y un actante, opositor del protagonista, para decirla con las palabras de Greimas. La poética de lo secreto, de lo perdido y añorado está construida en abierta oposición al estrépito y la alienación de esta ciudad masificada, representada muy a menudo mediante la imagen metonímica de la “calle congestionada” (p. 156). Esta oposición es clara en la microficción “Ruidos en vano”, donde se evoca la “región de los ruidos perdidos”, un lugar intangible donde se oyen los ruidos que nadie ha escuchado antes: “la música de una radio que alguien por descuido dejó encendida, la caída de un go, no es en mi opinión exclusiva de la capital colombiana, sino más bien de todas las urbanizaciones del mundo occidental contemporáneo, así como la teoriza en su momento, entre otros, Nels Anderson. Según Anderson, el hombre urbanizado estaría caracterizado por la transitoriedad y la superficialidad de las relaciones, el anonimato entre la muchedumbre, la adopción y aceptación de reglas de conducta, la tolerancia a la movilidad social. Cfr. Nels Anderson, Sociología de la comunidad urbana, una perspectiva mundial (1960), FCE, México, 2007. Por esta razón coincido con lo que afirma Alonso Aristizábal: “En este caso ya no es la ciudad como espacio o región de la vida de unos personajes sino como mito o reflejo de la intimidad de un ser. Por ello la urbe de estos cuentos unidos en torno a un mismo tema ya no es Bogotá. Es la ciudad como arquetipo moderno e importante [...]”. (Alonso Aristizábal, Luis Fayad: un espejo después, en Rinconete, 11 de noviembre de 2004, ). Así se interpretará la interacción entre el escenario urbano y el personaje-protagonista que lo habita.

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vaso o de algún otro objeto de cristal […] un trino en una jaula […] pero también «frases que se enuncian en la muchedumbre y se pierden en voces más altas” (p. 22), entre las que Leoncio reconoce su propia voz. Se nos presenta un catálogo (que aquí se cita solo parcialmente) de todo lo que se queda en las grietas de la realidad y que precisamente por ese carácter “inaudito” preserva su peculiar preciosidad. El elemento acústico vuelve también en “Música privada”, donde la acumulación de detalles auditivos refleja el frenesí de la cotidianidad urbana en sus múltiples facetas: […] Tuvo que explicarle que él vivía en el edificio de la acera opuesta y que en el apartamento contiguo al suyo vivía una estudiante de piano que iniciaba sus ejercicios con la primera luz del día. A la misma hora pasaba bajo su ventana un bus que lanzaba un soplo angustioso por la enorme carga de obreros que transportaba hacia sus labores y también se oían el llanto de un niño y la variedad de trinos de los pájaros del patio interior. Con esas resonancias sumadas a la de la sierra eléctrica, combinándolas mientras de despertaba y dejaba la cama, Leoncio había comenzado a componer una sinfonía y le faltaba solo un día para concluirla. (p. 18)

Como se lee en el final del cuento, a Leoncio no le queda otra que adaptarse a lo que la música urbana le ofrece. La desorientación del individuo confundido entre los otros individuos es una marca distintiva de la sociedad contemporánea, enfatizada por la fragmentación socio-económica que el tejido urbano ha sufrido en las últimas décadas. A esta ineludible condición colectiva remiten tanto la imagen de los trabajadores aplastados en el bus como la de “la muchedumbre de la calle”, que aparece bajo un sintagma fijo en “Ruidos en vano”, “La mujer en el espejo”; en “Un hombre y un perro”, en cambio, esta misma aniquilación de lo individual provocada por la aceleración está expresada por medio de la imagen de “una tumultuosa calle de la ciudad”. De esta realidad surge el deseo de superar la situación de incomunicabilidad y soledad que se representa como intrínseca a la vida urbanizada y que, por lo tanto, es percibida como inmutable, al punto que solo las alteraciones fantásticas de la realidad proveen una salida viable de esta existencia claustrofóbica. Sin embargo, estas alteraciones desembocan en el solipsismo, como puede verse en “Convocatoria de la sombra”:

151 Leoncio sintió la necesidad de comunicarse con alguien cuando llegara por las noches a la casa, pero previó las dificultades de instalar con él a otra persona o de hacerse cargo de un perro o un gato. En una noche de cavilaciones vio de pronto su sombra reflejada por una lámpara en la pared, y tras observarla empezó a dialogar con ella. (pp. 59-60).

El tema del doble, ya clásico en lo fantástico, se presenta como un desdoblamiento del sujeto y su sombra que adquiere vida propia también en “La fiesta de la sombra” y en “Queja de una sombra”; pero en este microcuento, en especial modo, se configura con una variación substancial respecto a los antecedentes literarios. El sujeto no se deja vencer por el elemento fantástico, y ni siquiera sorprender, todo lo contrario: de hecho, Leoncio logra en cada situación reintegrarse a su vida y lo que causa desconcierto en el lector es su imperturbabilidad ante el inexplicable fenómeno de una sombra que habla:14 Era ya medianoche cuando la sombra empezó a dar muestra de cansancio. Leoncio completaba cinco horas de trabajo sobre unos cuadernos y como aún le faltaba una parte, no podía mirar con mucha atención los reparos de su sombra. Ella insistió, y aunque alguna protesta logró distraerlo, Leoncio no levantó todavía la vista de los cuadernos. Entonces la sombra llegó a incomodarlo tanto, que él prefirió apagar la luz y continuar trabajando en la oscuridad. (pp. 101-102)

El trabajo, otra vez, parece organizar la vida del protagonista, prisionero de sus tareas hasta ante fenómenos inexplicables. III. La metamorfosis fantástica con función crítica de los aspectos deletéreos de la época contemporánea se manifiesta en otros textos por medio de las distorsiones espacio-temporales. La nostalgia por una edad pre-moderna desata la regresión temporal que el sujeto experimenta durante sus paseos. Esta transformación

14 La coincidencia pacífica entre dos dominios de realidad opuestos, come prueba la falta de asombro tanto en Leoncio como en el narrador, invita a utilizar con cautela el rótulo de “fantástico” para esa literatura, porque, como bien ha relevado, entre otros, Campra, lo fantástico reenvía siempre a una superposición conflictiva entre dos órdenes inconciliables, conflicto que no se produce en cambio en estos textos. Cfr. Rosalba Campra, Territorios de la ficción (2000), Renacimiento, Sevilla 2008.

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vuelve irreconocibles los lugares cotidianos y por ende confina al sujeto en un estado de extrañamiento, como puede leerse en “El otro camino”: Con la impresión de haberse equivocado de camino, Leoncio se dirigió de su apartamento al trabajo por entre construcciones altas hechas de vidrio y aglomeración de gente y de vehículos. Regresó por la misma calle pero esta vez con pasos seguros, rodeados de viviendas bajas de ancho marco en las ventanas y antejardines con hileras de pinos, y cruzándose con unas pocas personas del barrio que iban y venían sin prisa. Cuando llegó a su casa vio en la puerta la vieja aldaba de bronce, pero al querer tocarla se encontró de nuevo ante el timbre eléctrico del edificio y en medio de garajes y centros comerciales. (p. 67-68)

El tiempo y el espacio se vuelven permeables y flexibles, pero esta torsión, por su carácter de transitoriedad, no le permite a Leoncio una huida definitiva: la recuperación de una edad de oro pre-moderna donde las pocas personas del barrio de casas bajas iban y venían sin prisa fracasa de nuevo en el laberinto caótico de la ciudad contemporánea, sin lograr escindir el vínculo entre la dimensión cotidiana y la alienación. En “El día equivocado”, la transfiguración del medio urbano que inicialmente extraña y desconcierta a Leoncio, en el final se revela como el resultado de una distracción causada por la rutina de ir al trabajo todos los días, que la repetición convierte en una acción automática: Cuando Leoncio salió de la casa para dirigirse a la oficina, el día tenía un color que no correspondía a esa hora de la mañana, se oían distintas las voces y pasos de la gente que esa vez era apenas un puñado y el aire, al respirar, se sentía más liviano. Los automóviles eran escasos, y Leoncio vio al frente las ventanas de las casas todavía cerradas, mientras unas pocas se abrían con la manera de abrirse las ventanas los domingos. (pp. 119-120)

Los angostos límites de lo real reflejan también los límites de una condición existencial que tanto estas repentinas alteraciones espaciotemporales como los desdoblamientos del sujeto antes mencionados cuestionan y socavan; como veremos, los espejos desempeñan esa misma función. Objeto mágico de tanta literatura por su carácter de

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“prótesis” de la vista, como lo definió Umberto Eco,15 y productor de dobles absolutos de los que se originan toda una serie de motivos fantásticos, adquiere relieve en estos microcuentos en cuanto “umbral” por antonomasia entre lo real y su ilusión, emblema de la irrealidad misma, como la obra de Borges incansablemente repite. En Un espejo después el espejo facilita deslizamientos que no conducen a abismos insondables como en el cuento fantástico tradicional, sino que abren de par en par ventanas hacia la interioridad del sujeto: en “La mujer en el espejo”, el espejo se convierte en una especie de archivo de memoria individual, donde se vuelven a ver, igual que en una película que retrocede en el pasado, las imágenes del día apenas acabado y otras imágenes más antiguas, como las de una novia de diez años antes. Desdoblado en sujeto-observador y objeto-observado, para Leoncio estas imágenes recobradas gracias al espejo hacen de detonante del recuerdo y de la reflexión: Al llegar de nuevo a la imagen del encuentro con la prometida, se detuvo en ella cuanto pudo, como la primera vez, antes de que apareciera la imagen del tiempo más atrasado. Recordó que no tardó nada en reconocerse con la mujer y que se saludó con ella en medio de la sorpresa, ambos devueltos pronto a la edad de entonces. (p. 36)

En otros cuentos, el espejo no es simplemente reflejo-reflexión sobre el pasado, sino anticipación del futuro, come puede verse en “Un espejo después”. En este cuento, el espejo, objeto mágico que se materializa de repente durante los recorridos de Leoncio por el barrio anunciándose con un inexplicable alteración de los espacios familiares, le devuelve a nuestro protagonista su imagen en el futuro: “Su reflejo copiaba sus movimientos pero no vestía con su misma ropa. Al observar mejor descubrió que la expresión de su rostro era distinta y que el vestido y la corbata que tenía puestos eran los que pensaba llevar al día siguiente.” (p. 82) Sin embargo, hay una notación de sutil auto-ironía en las revelaciones del espejo: en el primer caso, permite que Leoncio se entere de que para su ex-novia “[...] los últimos diez años, salvo un corto perío15 Explica Eco: “La magia de los espejos consiste en el hecho de que su extensividadintrusividad no solamente nos permiten ver el mundo sino también vernos a nosotros mismos como los otros nos ven: se trata de una experiencia única [...]” (trad. mía). Umberto Eco, “Sugli specchi”, en Sugli specchi e altri saggi, Bompiani, Milano, 1985, p. 16.

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do y eso al comienzo, cuando dejó de ser su prometida, habían sido saludables” (p. 37), en el segundo, el espejo aparece “[...] siempre con un día de adelanto y apenas para enterarlo de cómo iría vestido y de la expresión de su rostro en ese día” (p. 82). Revelaciones mínimas, no cabe duda, que no cambian la vida del que las recibe pero al mismo tiempo desvelan una inesperada consistencia de la realidad, en oposición con la trivialidad de la vida del protagonista así como se la pinta en las microficciones que forman parte de este libro. Una misma entonación irónica es la que resuena también en el microcuento “El centro del universo”, como puede verse en el contrapunteo que el título establece con el final. Como en las refracción de los dibujos de Escher, Leoncio frente al espejo mira lo que se refleja en sus pupilas y esto es lo que ve: En la orilla de color blanco divisó diversas galaxias y naves que volaban por el espacio. La Tierra daba vuelta en el iris, con la sucesión del día y la noche, y más adentro se aclaraban los continentes con sus terremotos, la vida de las ciudades, calles, viviendas, y en el centro de la imagen el hombre de pie, antes el espejo del baño, dispuesto a afeitarse. (p. 116)

De modo que el reflejo del reflejo ofrece una visión de la existencia que es nada más que la sucesión incesante de los tiempos y de los eventos en contraposición con la fragilidad de la naturaleza humana, que no obstante es, se afirma como “el centro del mundo”.16 Pero hay otra frontera aun más borrosa y por lo tanto más a menudo traspasada por Leoncio: se trata de la frontera entre la realidad y el sueño, tema este último que, por las variedades de resultados narrativos que puede articular17, ha sido muy explotado por la microficción de toda época.18

16 De ironía aun más cortante la microficción “El destino de una línea”: “Mientras pensaba en su destino, a Leoncio le llegó la hora de ponerse a trabajar”. (p. 53) 17 Al tema del sueño en literatura está dedicado el volumen Il genere dei sogni, al cuidado de Rosalba Campra y Fabio Amaya, Sestante Edizioni, Bergamo, 2005, donde se reúnen todas las ponencias del congreso que tuvo lugar en la Universidad de Bérgamo en el 2003. 18 Muy arbitrariamente y a título de ejemplo, me limito a señalar el libro de la argentina Ana María Shua La sueñera (1998), cuyos textos están todos dedicados al tema del sueño. Quizás sea innecesario recordar que uno de los microtextos que más lugar han dado a (micro) reescrituras tiene que ver con el sueño: me refiero a “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso.

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En el libro de Fayad, vigilia y sueño se configuran como dimensiones contiguas y en consecuencia se influencian mutuamente. Si en “Sueños en colores” Leoncio trata de manipular sus sueños nocturnos desde la vigilia, en otra microficciones, por ejemplo “Anuncio del gran temblor” y “Accidente en una escalera”, nos encontramos ante a una dinámica invertida: esta vez es el sueño-premonición la causa de los acontecimientos de la vigilia. Se trata sin embargo de una falsa premonición, porque en realidad, como vemos en “Accidente en una escalera”, lo que determina el derrumbe narrado en el texto es la palabra misma, o sea el relato del sueño que Leoncio hace a sus colegas, come se aprende en el final cargado de ironía: “Al bajar las escaleras, algunos recordaron el sueño de Leoncio y quisieron apartarse hacia cualquier lugar. El recuerdo se despertó en los demás y luego vino el desplome, que un perito atribuyó a la aglomeración ocasionada por el pánico” (p. 132). Este rebajamiento irónico cierra también “Anuncio del gran temblor”, donde se pasa del miedo a la pesadilla del gran temblor, cuyas señales Leoncio busca obsesivamente, a la sorprendente constatación de que todo es casual: Por fin, en la cama, perdió el último rastro del temblor, y al levantarse pensó en él sin tener que huir de su visión. Pero al entrar al baño vio la brocha de afeitar en el suelo, y recordó que en el sueño, como un aviso, el gran temblor vino precedido por pequeños temblores. […] Llegó a la cafetería en el momento en que recogían los vidrios de unos vasos rotos y en el cuarto de aseo vio las escobas y los baldes en desorden. Pero a su alrededor no se sentía ninguna alarma y él no insistió. Estuvo seguro de que nadie había experimentado ninguna señal y terminó por creer en la casualidad de las pruebas, sólo un poco inquieto por la incertidumbre de que él hubiera entrado en el sueño y el gran temblor se repitiera. (pp. 42-43)

Como estos textos prueban, entre la dimensión onírica y la dimensión diurna, real, se establece una relación de fluidez o porosidad que admite el pasaje del sujeto de un estatuto de realidad a otro. Más canónico, en cambio, el desenlace del encuentro narrado en “Reencuentro con una mujer”, donde el personaje femenino quiere vengarse de Leoncio porque este la ha molestada en un sueño. De nuevo, vigilia y sueño están en un mismo nivel: “Todo fue un sueño – le dijo [Leoncio]. En un sueño nada tiene importancia. La mujer no bajó la pistola. –Depende de quien sueñe.” (p. 150). El procedimiento de la mîse en abyme a través del sueño en el sueño es el que permi-

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te la estructura concéntrica del cuento “La cama y el escritorio”: “Leoncio soñaba que dormía en la cama y que ahí soñaba que dormía en la cama y que por un descuido se quedó dormido sobre el escritorio y que ahí soñaba que por un descuido se quedó dormido sobre el escritorio.” (p. 96). El último deslizamiento, este también muy frecuente en la microficción, es el que convierte la persona en personaje, o sea el metatextual, si bien a veces con un movimiento de dirección contraria a lo tradicional: aquí es Leoncio que a conocer “la otra parte de la realidad” saltando a las páginas del libro que está leyendo (“Un personaje en apuros”) o a insinuarse entre las figuras del cuadro que está contemplando (“En una galería de exposiciones”). Se asiste, por lo tanto, a la enésima duplicación: después de las sombras, después del reflejo, de las torsiones temporales, Leoncio pierde su naturaleza humana y se vuelve representación él también ante los ojos de los personajes, en un juego inusitado que indica la especularidad y la diferencia: […] reparó en que él era semejante a ellos [los personajes del cuadro] pero ajeno, creado de otra materia, en la que él era su representación. Y como le pareció que si fueran ellos quienes desearan entender otra parte de su realidad no saldrían afuera ni tampoco lo requerían adentro, Leoncio los abandonó y los apreció de nuevo desde su anterior distancia, pintados en su sitio y él parado ante ellos. (p. 14)

Las incursiones de Leoncio más allá del umbral del texto en este caso tampoco desembocan en la disolución del sujeto, dado que Leoncio puede volver a su papel originario de espectador. Se trata, más bien, de transiciones funcionales a iluminar y delimitar los contornos del sujeto. Pasar el umbral, en los cuentos de Fayad, no significa adentrarse en lo desconocido más bien enlazar lo ordinario y lo extraordinario, con el objetivo de ofrecer iluminaciones, sugerir puntos de vistas inéditos que le permitan a Leoncio suspender su rutina y tomar nueva conciencia de su condición existencial. Pero esa conciencia no culmina en la evasión, ni en la rebelión, todo lo contrario: acaba invariablemente en la irónica constatación de la imposibilidad de sustraerse de su propia realidad. En resumidas cuentas, la que Fayad propone es una reflexión acerca del hombre y su realidad oscilante entre desencanto y acción que, pese a todo, devuelve al ser humano su importancia clave y supone un día la posibilidad de rescate, come se lee en el final de “La forma del mundo”:

157 Leoncio recordó que en cierta ocasión, cuando todos creían que el mundo era una superficie plana, un hombre se arriesgó a que murmuraran sobre su locura y comprobó que el mundo era redondo. Entonces Leoncio dedujo que era tiempo de que alguien, sin miedo, probara que tenía otra forma. Posiblemente él llevaría a cabo un día la misión. (p. 112)

La concisión propia de la microficción, – género emparentado con el aforismo, la sentencia, el epigrama, todas formas breves en las que asombro y conocimiento se acompañan – confiere más eficacia a las verdades siempre provisorias e irónicas que el autor colombiano entrega al lector, a su vez convertido en Leoncio por el tiempo de la lectura gracias al juego de proyecciones e inversiones frente a ese espejo especial que es el texto sobre la página. Bibliografía de los textos citados Anderson, Nels, Sociología de la comunidad urbana, una perspectiva mundial (1960), FCE, México, 2007 Aristizábal, Alonso, “Luis Fayad: un espejo después”, en Rinconete, jueves 11 de noviembre de 2004, http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/ anteriores/noviembre_04/11112004_01.htm, (consultado el 7/10/2012) Bajtin, M. Michail, “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela” en Teoría y estética de la novela. Trabajos de investigación (1937-38), Taurus, Madrid, 1989, pp. 237-410 Bianchi, Sandra, Arden Andes, Macedonia, Morón, 2011 Brasca, Raúl, Chitarroni, Luis, Dos veces bueno, Desde la gente, Buenos Aires, 1996 Bustamante Zamudio, Guillermo, Kremer, Harold, Antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 1994 , Los minicuentos de Ekuóreo, Deriva Ediciones, Cali, 2003 , Segunda antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2007 Campra, Rosalba Territorios de la ficción (2000), Renacimiento, Sevilla, 2008 , “La medida de la ficción”, Anales de literatura Hispanoamericana, 37, 2008, pp. 209-225 Campra, Rosalba, Amaya, Fabio (eds.), Il genere dei sogni, Sestante Edizioni, Bergamo, 2005

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FEDERICA ARNOLDI Università degli Studi di Bergamo

De palabras y ausencias. Instancias escriturales en la obra de Consuelo Triviño

El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio. Jorge Luis Borges La noche es eterna para los que no duermen, para los que en la soledad tejen y destejen una historia anclada en el pasado. Consuelo Triviño

En el “luminoso otoño” del año 1900, tal y como lo define la voz narradora de La semilla de la ira,1 José María Vargas Vila (Bogotá, 1860 – Barcelona, 1933) terminó de escribir Ibis, la novela más conocida entre la vastísima producción literaria de este autor colombiano, sin duda uno de los pocos escritores latinoamericanos, si no el único, que ya en el siglo XIX consiguieron vivir de la venta de sus obras. Llegado a la Ciudad Eterna para desempeñar el cargo de representante diplomático del Gobierno ecuatoriano en Italia, José María Vargas Vila, uno de los autores más censurados (por “pornográfico e inmoral”), pero al mismo tiempo uno de los más leídos de la época, conoce, durante una recepción en el Palacio del Quirinal, a Gabriele d’Annunzio quien en aquel periodo no rehusaba en absoluto los compromisos mundanos. Entre vástagos de la cosmopolita nobleza europea, embajadores extranjeros, banqueros, ricos comerciantes y damas emperifolladas, ambos autores se reconocen y se saludan. D’Annunzio ya ha recibido el manuscrito de Ibis; Vargas Vila, a su vez, acaba de terminar de leer Il piacere. 1

Consuelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, Seix Barral, Bogotá, 2008.

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Si el libro de memorias narradas por la voz del escritor colombiano hubiera caído en las manos de Walter Benjamin, su nombre hubiera aparecido junto al de Charles Baudelaire como encarnación del modelo antropológico del flâneur. Sin embargo, entre la producción literaria de Vargas Vila, “extravagante intérprete de una época crepuscular”,2 no aparece el texto La semilla de la ira, por ser este último un soliloquio apócrifo que Consuelo Triviño Anzola ha escrito identificándose con la prosa poética de un literato que, ‘hijo del limo’, nutrió la semilla de la disensión con el lirismo más desenfrenado. Considerando al personaje plasmado sobre el tema del literato “forastero a la vida”,3 no es casualidad que la sucesiva publicación de la autora colombiana, residente en España desde hace años, sea precisamente la novela Una isla en la luna,4 en la que la representación del fracaso de la relación amorosa pone de relieve, alegorizándola, la consciencia de la fractura entre sociedad y poesía. Si la literatura, tal como sostiene Octavio Paz, aunque no detenga el tiempo, tiene el poder de transfigurarlo, entonces vale la pena adentrarse en la caracterización del héroe que, en una contracción del fluir temporal, partiendo del análisis del autor modernista, arroje luz también sobre algunos aspectos de la génesis de uno de los protagonistas de Una isla en la luna, León Gómez, excéntrico y torvo novelista contemporáneo aniquilado por la página en blanco. Con la prosa poética de La semilla de la ira, Consuelo Triviño Anzola narra las contradicciones de una época, la Belle Époque, a través de la puesta en escena del monólogo diarístico del legendario autor, representado en equilibrio entre un inmoderado narcisismo autocelebrativo y la amarga constatación de haberse convertido en un anacronismo viviente. Figura central, aunque tardía, del Modernismo –estética que tendrá un papel fundamental en el proceso de renovación de las letras hispanoamericanas a caballo de los siglos XIX y XX– José María Vargas Vila narra los años desu madurez a partir de su viaje a París, la ciudad que ha alimentado el genio y el imaginario de los autoresque él admira, grandes maestros del pasado o sus ilustres contemporáneos: Jean-Jacques Rousseau, Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Le2 Así lo define el escritor y crítico colombiano Darío Ruiz Gómez en el ensayo “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, en Letras Hispanas, Nr. 7, 2010, pp. 151-156. 3 Expresión usada por Romano Luperini en L’autocoscienza del moderno, Liguori Editore, Napoli, 2006, p. 8. 4 Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, Alfaqueque Ediciones, Cieza, 2009.

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conte de Lisle, Sully Prudhomme, Ramón María del Valle-Inclán, Anatole France, entre otros. A los treinta y nueve años, Vargas Vila, llamado “El Divino” por el gran Rubén Darío, se encuentra en una encrucijada entre dos continentes. Deja a sus espaldas una turbulenta juventud vivida en Sudamérica, inaugurando la segunda etapa de su vida en la Ville Lumière. Será precisamente desde la capital francesa, en ebullición por la inminente Exposición Universal, desde donde emprenderá su viaje a Roma. Y entre la capital italiana, París, Madrid y Barcelona pasará los años de su exilio, espectador de la caída en picado del optimismo de una época y de una clase social, la burguesía, arrastradas por el deterioro de la situación política internacional que conducirá a la Primera Guerra Mundial. Como afirma Darío Ruiz Gómez, en La semilla de la ira “[...] La vida del individuo Vargas Vila es, sobre todo, su atormentado proceso interior hacia la definición de unos soportes políticos, indispensables para enfrentar las lacras del oscurantismo provinciano, el uso de una retórica en crisis ya, para establecer la necesaria relación con unos presuntos interlocutores.”5 Bohemio, antiimperialista y excéntrico anticonformista, Vargas Vila parece coincidir con el modelo del literato decadente según los dictados de la modernidad, porque es suyo el gesto romántico del artista que, rechazando la vulgaridad de la vida de la mayoría, cristaliza la correspondencia entre la propia vida y la obra de arte. La ambigua animadversión que siente por la multitud, a menudo evocada en la novela,6 lo asemeja a Jean Floressas Des Esseintes, pro-

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Darío Ruiz Gómez, “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, cit., p. 151. Por citar solamente algunos de los fragmentos más explícitos relacionados con este tema: “El bullicio de los bulevares me resultaba intolerable, por lo que evitaba los gritos de los vendedores de frutas y verduras, que todavía se cruzan en mi camino, ofreciendo los más exóticos productos, sombreros, telas, jaulas de pájaros; los voceadores de la prensa que dan cuenta de los sucesos más sensacionalistas; los timadores, siempre a la caza de extranjeros incautos.” (p. 10) “Muchos querrán verme en los cafés de esta ciudad, pero yo rehúyo esos ambientes donde se dan cita, por lo general, charlatanes y buscones indignos. Prefiero la soledad de los jardines donde mi mirada se pierde en los detalles.” (p 22) “El bullicio citadino me es adverso hasta el punto de que temo morir arrollado por la turba inconsciente.” (p. 45) “Pese a la aureola de triunfo que me circundaba, el encuentro con las masas despertó en mí antiguos temores: terror a la multitud.” (p.190) Consuelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, cit. 6

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tagonista del célebre À Rebours, aunque el spleen de este último se convierta, para el Vargas Vila fictus de Triviño, apasionada aflicción de la cual se obtienen/derivan amargas reflexiones que, partiendo de la literatura, se reflejan tanto sobre la situación política internacional como sobre la condición del intelectual exiliado. En este sentido, la elección de los versos que aparecen encabezando los capítulos no es casual, sino que constituye una importante huella de las resonancias intertextuales presentes en la novela, en un complicadísimo enredo entre la caracterización del personaje-autor por parte de la voz narradora, la infinita producción literaria de Vargas Vila, su elaboración personal de modelos narrativos propuestos por sus precursores y su visión política. Tales relaciones y referencias recíprocas provocan una vorágine intertextual en constante expansión en el centro de la cual el escritor se convierte en una “perspectiva sobre toda la literatura”,7 llegando a ser él mismo voz que inventa sus idiosincrasias literarias, sus precursores y, a través de ellos, su propia vida. Así pues, exactamente como afirmó Jorge Luis Borges sobre Franz Kafka, si bien a otro nivel, la lectura de la biografía apócrifa de José María Vargas Vila agudiza y altera sensiblemente nuestra lectura8 de los autores que él adoraba o despreciaba. Toda la novela, de hecho, está llena de comentarios del narrador sobre la obra y la conducta ética de autores colombianos y europeos.9 Si se comparan las selecciones llevadas a cabo por Vargas Vila para su canon literario personal y las reflexiones diseminadas a lo largo de todo el texto acerca de la época en que vive, es perceptible su vacilación entre una retórica marcadamente de finales del siglo XIX y la dolorosa toma de conciencia, propia del siglo XX, de la crisis del papel del intelectual, tanto en Europa como en su patria. Leída bajo esta óptica, aparece profundamente nostálgica la imagen de los días

7 Se han tomado prestadas las palabras de Giovanni Bottiroli quien, refiriéndose al análisis de Bachtin del 1963 de la obra de Dostoievski, afirma: “Gracias a Dostoievski, asimilamos un punto de vista que nos permite leer de un modo nuevo también a los autores que lo preceden además de aquellos que lo siguen y que, obviamente, pueden haber recibido por vía directa su influencia”. Giovanni Bottiroli, Che cos’è la teoria della letteratura, Einaudi, Torino, 2006, p. 299. 8 Este fragmento se encuentra en Jorge Luis Borges, “Kafka y sus precursores”, en Altre Inquisizioni, Adelphi, Milano, 2000, p. 117. Giovanni Bottiroli menciona en su ensayo el texto de Borges sobre Kafka. 9 Comentarios que, analizados junto a las citas a modo de encabezamiento, mecerían un estudio en profundidad acerca de su recíproca incidencia en el proceso de simulación de la escritura autobiográfica por parte de la autora.

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pasados en Roma, en compañía de Gabriele D’Annunzio, en contraste con los terribles momentos pasados en Barcelona en 1909, durante la Semana Trágica. En este caso la inquietud sentida por el autor hacia la genérica multitud de la ciudad se vuelve terror ante el poder destructivo del pueblo catalán insurrecto. Plenamente consciente de no poder agotar en pocos minutos los temas que ofrecen a la crítica las dos novelas de Triviño Anzola, es posible encontrar puntos en común con la obra sucesiva de la autora, la novela citada con anterioridad Una Isla en la luna. Esta última ofrece al lector un articulado recorrido por la narrativa moderna y contemporánea a través del punto de vista de más voces, cuyos juicios estéticos y cuya conducta existencial parecen ser guiados, una vez más, por modelos presentes en la literatura universal. En los laberintos urbanos de la capital colombiana, el deambular insistente de Aura, joven estudiante de filosofía en busca del amour fou, y de León Gómez, artista atormentado a la espera de una musa que le dicte la obra definitiva, recuerda la persecución mutua de María Iribarne y Juan Pablo Castel, los dos protagonistas de la novela breve El túnel.10 Más que una sugestión, la presencia de fondo del universo literario de Ernesto Sábato, perceptible desde las primeras páginas, por la insistencia de la imagen del parque en el que ambos se conocen, es una auténtica clave de lectura de la novela. El texto ofrece indicaciones explícitas al lector que no se haya apercibido inmediatamente de la elección, por parte de la autora, del parque como zona franca donde poder narrar la esfera de lo privado y justamente por la elección del banco que parece encontrarse en los jardines bonaerenses de la Recoleta o del Parque Lezama.11 El nombre de Juan Pablo Castel, protagonista masculino de la obra del autor argentino, aparece de hecho más veces en el texto, evocado por la propia Aura,12 y sugiere importantes pistas acerca del trágico epílogo. De este modo, la citación intertextual se vuelve anticipación. Y es precisamente la figura de Juan Pablo Castel la que parece desdoblarse en dos personajes masculinos, el ya mencionado León Gómez y Enrique, joven arquitecto de éxito, centro de consciencia a 10

Ernesto Sábato, El Túnel [1948], Cátedra, Madrid, 1991. Lugares queridos para Ernesto Sábato, la Recoleta aparece en El túnel y el Parque Lezama en la novela Sobre héroes y tumbas [1961], Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2004. 12 Aura sueña con conocer a un hombre que se parezca a Juan Pablo Castel. Consuelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, cit., p. 29. 11

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quien se encarga la regulación de la narración. De hecho, exactamente igual que Juan Pablo Castel, Enrique narra hacia atrás la historia desde el interior de su prisión. A diferencia del pintor argentino, internado en un manicomio penal por homicidio, Enrique es prisionero de la parálisis emotiva y existencial a la que le han relegado su conformismo y su obstinado pasotismo, las causas principales de su autoexclusión tanto de la vivaz atmósfera cultural de los años setenta, como, principalmente, de un posible romance con Aura. Desde la ventana de su oficina, desde donde sigue “a control remoto” los movimientos de la muchacha, y más tarde a partir de los numerosos encuentros con ella, Enrique reconstruye los momentos más significativos de una historia amorosa de consecuencias dramáticas, dada la intermitencia desconcertante con que León Gómez corresponde a los sentimientos de Aura. Precisamente León Gómez, a su vez, aparece como doble del protagonista de El túnel: al igual que Juan Pablo Castel, es un flâneur contemporáneo en busca de un puerto desde donde poder zarpar hacia su Citera, tal como el mismo Vargas Vila define los nichos urbanos privados desde donde poder dar significado a la propia existencia. El deambular de León Gómez – por muchas razones similar al delirante vagar de Juan Pablo Castel – es profundamente moderno. Invadiendo ambos personajes está el mismo sentido de extrañamiento percibido por el artista finisecular, personificado por un Vargas Vila trastornado y exiliado lo mismo en Europa que en su patria, cuya inicial actividad de observador extrañado, vital para obtener materia literaria, conduce más tarde al deseo manifiesto de poder desaparecer entre la multitud,13 víctima de aquella “patología voyerística”14 que parece haber heredado del celebérrimo El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe. Más en general, el solitario peregrino que deambula por la ciudad parece ser un personaje y a la vez un escamoteo retórico apreciado por 13 A este propósito son emblemáticas tanto las palabras de León Gómez cuando le dice a Aura que es un etólogo, es decir “Una mezcla de psicólogo y antropólogo”, como las pronunciadas por el Vargas Vila personaje literario: “Hay momentos en los que desearía dejar de ser Vargas Vila, pasar como un ciudadano anónimo entre las multitudes, regresar a este refugio y hundirme en mis pensamientos […]”. Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 15 y La semilla de la ira, cit., p. 168. 14 La expresión es de Gianni Celati y se encuentra en el ensayo que hace de introducción al volumen Storie di solitari americani, a cargo de Gianni Celati y Daniele Benati, Feltrinelli, Milano, 2006, p. 13.

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Triviño, del que ella se sirve, en su variante femenina, para una crítica feminista a la sociedad de la época. En efecto, esta figura tiene un papel central en la organización del andamiaje textual de algunos entre los cuentos recogidos en La casa imposible. Emblemático a este propósito es el título del primer cuento presente en el libro, “Una va sola”, casi un manifiesto en este sentido, en que una voz narradora femenina falsamente omnisciente (porque el punto de vista es el de la solitaria protagonista) “va caminando conforme por estar viva” (p. 13), sin meta, en “ese viaje hacia ninguna parte” (p. 116, “Sólo para hombres”) de sus seres abatidos, desesperados y decepcionados, en la mayoría potenciales hijas pródigas que aún no han aprendido a vivir y que eligen sistemáticamente no volver a sus hogares imposibles. Chicas que, como Emma, protagonista del cuento homónimo, se empeñan en ser ausencia en vez de regresar porque saben que a su vuelta nadie estaría organizándoles fiestas de bienvenida con los brazos abiertos. En estos cuentos (los ya citados “Una va sola”, “Emma”, así como “Carpe diem”, “Valeria y su jardín” y “Sólo para hombres”) los nichos privados urbanos (bares, night clubs, esquinas, parques, calles) ofrecen amparo efímero a estos personajes femeninos que exponen a si mismas al bullicio metropolitano para intentar escapar de una dimensión familiar claustrofóbica. Los espacios domésticos de la narrativa breve de Triviño son literalmente “imposibles” porque asfixiados por la ley del padre, es decir, en términos psicoanalíticos, por la función simbólica del padre que estructura el orden simbólico y prescinde la mera presencia o ausencia de la persona física. A este propósito, variantes especulares y de distintas edades de, quizás, el mismo personaje femenino son la protagonista del cuento “La puerta cerrada” – uno de los más intensos de La casa imposible –, Clara, la pequeña protagonista de Prohibido Salir a la calle y Aura, la ya citada protagonista de Una isla en la luna. En “La puerta cerrada” la inmovilidad repugnante del padre moribundo funciona como explicitación visiva de la imposición de ese beber-ser viril, así como lo define el filósofo francés Pierre Bourdieu, que caracteriza el privilegio, cultural e históricamente construido, de la condición masculina, entendida como representación dominante de la que el hombre es “victima subrepticia” y cuya contrapartida es el aprendizaje, de parte de la hija, “de las virtudes de la abnegación, resignación y silencio”,15 un silencio que hay que guardar también a propósito del descubrimiento adolescencial de su sexualidad. 15 Pierre Bourdieu, La dominación masculina [1998], Editorial Anagrama, Barcelona, 2000, p. 38.

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En esa estancia tan cercana a la muerte se asoma un deseo de felicidad que determina también el actuar de Clara, la niña protagonista de la novela Prohibido salir a la calle, en la que el padre se caracteriza, al contrario del cuento que se acaba de citar, por su ausencia física (y luego por su presencia fantasmal). La exploración de esta ausencia se convierte en tensión narrativa de la que procede una narración familiar intima jamás intimista que adhiere a un contexto histórico puntual al que Triviño hace constantes referencias. No hay nada de político, pero todo es político en esta novela. En este sentido funciona la inclusión del artículo de prensa sobre la ley de paternidad responsable aprobada en 1968, durante el Frente Nacional, por Carlos Lleras Restrepo, que prometía la desaparición del fenómeno de los niños sin padre por dar el derecho a las mujeres que tenían hijos sin estar casadas de reclamar su apoyo económico. Clara, que tiene “prohibido salir a la calle” – primer mandamiento de una educación basada en la segregación de la mujer en el ambiente doméstico – sueña con ser astronauta y repite la tarea que otra niña curiosa, en otra novela, jamás logrará acabar por la irrupción en la escena de uno de los personajes más memorables de la literatura colombiana, Benito Suárez, hijo de una fascista turinesa instalada en Barranquilla contra su pesar… La niña a la que me refiero es Lina, la voz narradora de En diciembre llegaban las brisas de la autora colombiana Marvel Moreno, sin duda muy apreciada por Triviño; Clara, como Lina, tiene que dibujar el mapa de Colombia para la clase de geografía, ocupación a la que se dedican con gran esmero. Estos camafeos no son una casualidad: el paisaje en ambas novelas se convierte en espacio discursivo en donde, a través de la escritura desde la distancia, recrear Colombia. En los dos casos, Colombia, macrocosmos ficcional de ambas escritoras, coincide con una hoja de papel pergamino y un frasco de tinta china, elementos en los que se puede ver representado el mismo oficio de la escritura. Donde no ha narrado el padre, tarea de la hija es recuperar esa palabra perdida. La ausencia como leitmotiv, entonces, tanto desde el punto de vista de quien se queda (Clara), como desde la mirada de quien elige desaparecer (la Aura de Una isla en la luna, la voz de la autora misma, que lleva años viviendo en Madrid). Tomando como pretexto la mención a Aura, se quiere volver a las páginas de la última novela de Triviño, Una isla en la luna, a través de la cual la autora sigue su itinerario dentro de los años setenta, decenio crucial para su formación sentimental e intelectual.

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Los personajes se vuelven más urbanos e intelectualizados, en los que se nota el paso por una militancia y un radicalismo más emotivos que políticos y cuyo acercamiento obstinado e incondicional a la literatura constituye una experiencia potenciada de la vida. De treinta y siete años, ególatra y noctámbulo, León Gómez es el primer personaje en ser nombrado por la voz del narrador, que no ahorra críticas hacia la personalidad ni hacia la obra del escritor, promesa fallida de la literatura colombiana de los años setenta.16 Siendo una novela de focalización interna múltiple, sin embargo Una isla en la luna confía la narración principalmente a Enrique. Del mismo modo que en La semilla de la ira, la explicitación de la naturaleza ficticia de la operación literaria desempeña un papel decisivo en el texto. Pero el acto narrativo de Enrique, en este caso, a diferencia de la modalidad del apócrifo monólogo de carácter diarístico en el que se basaba La semilla de la ira, entra en escena por su narración explícita a un destinatario externo a los hechos. La reticencia de este último es tal que se manifiesta como interlocutor ausente, porque Enrique narra respondiendo a las preguntas que no aparecen nunca en el texto. El proceder discursivo de Enrique, sostenido más por anticipaciones que por reticencias, parece tener relación con la simulación de la situación arquetípica de la narración, reproducida por el texto escrito a través de la presuposición de un interlocutor que está inevitablemente ausente, subrayando una vez más, de este modo, el fuerte carácter metaliterario de la escritura de la autora.17 La organización textual se complica por la presencia de ulteriores puntos de vista y de múltiples materiales textuales, que dan origen a diferentes lenguajes y variedades lingüísticas cuya interacción confirma la heterogeneidad de los códigos de los que se sirve la ficción. 16 “Con él viven un gato negro y una empleada doméstica que, según dicen, lo tiene hechizado. Corren rumores de que es alcohólico y está enfermo de misantropía…A esa obra fallida [su novela La muerte del día] se suman un par de libros de cuentos editados, gracias a una fundación alemana. Se le conocen algunas críticas en las más importantes revistas del país y un par de artículos en los periódicos. Lleva años sin publicar una línea, pese a que, según declara en una entrevista, está dedicado por entero a la escritura.” Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 13. 17 Un ejemplo: “Sí, tiene razón, yo venía a menudo por aquí. ¿Cómo no iba a venir? […] Como le digo, yo seguía una existencia puntual, monótona […]”. Ivi, p. 20. En este caso, Enrique podría estar confesando delante de un policía, pero la hipótesis no funciona en el pasaje sucesivo: “En resumen, no estaba satisfecho con mi vida. La línea de mi destino hoy se ve inalterable […] pero en el fondo de mí late una verdad dolorosa y no vale la pena intentar tranquilizar mi conciencia.” Ibidem.

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Vale la pena reflexionar sobre uno de estos puntos de vista, la voz de Karl Blume (curiosa la asonancia con el “papa” de la literatura estadounidense Harold Bloom), que no añade detalles a las historias que nos cuenta el narrador principal pero arroja luces sobre la obra literaria de León Gómez y organiza un discurso crítico que, colocando los intentos del ya no tan joven escritor en el más amplio panorama literario colombiano de la segunda mitad del siglo XX, discurre paralelamente a su declive existencial, motivándolo también en el plano artístico. En este punto el procedimiento dela mise en abîme se repite y la narración no sólo acoge fragmentos de otra narración, sino también su crítica: para formular un juicio sobre el universo literario del autor, de quien en la novela se pueden leer algunos extractos, será un ensayo, presente en el texto, de Karl Blume, verosímil literato alemán que desembarcó en Barranquilla en el 1947, tras una oscura juventud entre las filas del nacionalsocialismo, otro representante verosímil que añadir a la lista elaborada por el gran escritor chileno Roberto Bolaño en La literatura nazi en América. El rápido ascenso de Karl Blume en el mundo académico de Bogotá tiene que ver directamente con la redefinición de los planes de estudio por obra de la Fundación Rockefeller, cuya presencia en el sistema universitario colombiano, a través del “Plan Atcon”, entra en el más amplio diseño de injerencia política y económica por parte de los Estados Unidos.18 Conservador y reaccionario, crítico consolidado, docente universitario de filosofía entre los más temidos, Karl Blume, gran amigo de León Gómez, traza el declive artístico de éste último que, creyendo enterrar a la generación de los padres de la literatura hispanoamericana contemporánea, pronto se da cuenta de que no tiene nada que decir. Descendiente de una rica familia de terratenientes, León Gómez vive en una antigua espera heredada, sumergido entre borradores abandonados, entre los que se encuentran las páginas garabateadas de una novela, aquella que está intentando escribir, y que nunca consagrará a la crítica. Con él vive una misteriosa y reticente sirvienta, 18 Cfr. Fabio Rodríguez Amaya, “La guerra fredda culturale in America Latina. Una testimonianza sulla Colombia” en Benedetta Calandra, a cargo de, La guerra fredda culturale. Esportazione e ricezione dell’American Way of Life in America Latina, Ombre Corte, Verona, 2011.

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María del Rosario Ángulo, a quien está ligado por una morbosa relación de mutua dependencia. La caracterización del personaje se desarrolla a lo largo de tres ejes fundamentales: su vida, la aparición en escena de su escritura que coexiste, dentro de la novela, con la recepción crítica de sus obras, porque la autora también introduce en escena el discurso crítico de Karl Blume (y es el tercer eje de la caracterización) en defensa de la indefendible obra del amigo. Precisamente es a través de las palabras del crítico alemán (así como a través de aquello que se trasluce de la escritura de León Gómez) como Triviño Anzola introduce algunos de los temas mása preciados por la crítica de la literatura colombiana moderna y contemporánea, entre los cuales está la superación de un cierto nacionalismo literario miope, el manido complejo de inferioridad respecto a la legitimidad de las influencias extranjeras, el doble aislamiento del escritor colombiano, tanto en lo que respecta al gran público como a la intelectualidad internacional, y la crisis del denominado “macondismo” del que, sin embargo, ni siquiera la escritura de León Gómez consigue liberarse, a pesar de sus aires de pluma original y provocadora. Agotadas ya todas las palabras, Alex, joven autor colombiano, neodandy a pesar suyo – variante opuesta del leitmotiv del artista visionario – no le quedan más que aquellos excesos de vacía rebeldía contra las buenas maneras burguesas que forman parte del exasperante conformismo que invade la voz de Enrique. Polos del triángulo que constituye la trama erótica irresoluta de la novela, Enrique y León son ambos narradores de una obra donde la puesta en escena y la metaforización del oficio de la escritura se obtienen de la percepción punzante de una ausencia. Es el vacío dejado por quien ha salido de escena el que induce al acto de la narración, justamente como afirma Darío Ruiz Gómez acerca del sentido último de la escritura del diario apócrifo de Vargas Vila.19 La historia de Enrique parte de la consciencia del deber de espiar una pena, la de ver por todas partes a quien ya no podrá volver a ver jamás porque ya está embarcada hacia aquella isla en la luna: “Su imagen surge así, de repente, en una calle, en una esquina, en una cafetería donde queda algo suyo, un tono que percibo si miro el espacio y la forma de las cosas desde su perspectiva, lo cual es inevitable porque me siento atado a ella aunque no esté conmigo, aunque se me 19 “Vargas Vila es la novela de alguien que no existe, de alguien que es un vacío […] esta ausencia es la que plantea Consuelo Triviño Anzola como concepto formal de su novela. Darío Ruiz Gómez, “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, cit., p. 152.

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haya escapado como el humo de su cigarrillo, pues lo que queda de ella es una ausencia”.20 Así pues, ¿qué es la página en blanco que tanto agobia a León Gómez si no la imagen del aplazamiento continuo sobre el que se apoya toda la novela? He aquí el sentido, en la economía de la narración, de la inaccesibilidad de los espacios domésticos que constituyen el reino impenetrable, tanto para Aura como para el lector, de María del Rosario Angulo, alter ego femenino de León Gómez: la representación de aquello que, siendo eternamente contiguo, por lo tanto inasible, mueve tanto la memoria como su elaboración a través del acto del narrar. Ya se trate de una relación no consumada, un sentimiento no correspondido, una obra eternamente inacabada o la imagen de una patria que no ha sido posible reconocer nunca como tal, las novelas analizadas parecen querer sugerir la fuerte relación de cada una de estas ausencias con la “dimensión mágica de la espera”,21 aquel eterno presente que se vuelve a habitar cada vez que se renueve el acto de la lectura, núcleo generador de la escritura de Consuelo Triviño Anzola.

20 21

Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 9. Ivi., p. 29.

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SYLVIA SUÁREZ Universidad Nacional de Colombia (Bogotá)

Eslabones de una tradición interrumpida. Arte/Política en Colombia 1938-1978

Tres Historias Las obras más importantes de la Historia del Arte en Colombia se publicaron en los años setenta: Historia abierta del arte colombiano (1974), Historia del arte colombiano (1975, 1977, 1988) y Procesos del arte en Colombia (1978). La primera de ellas, Historia abierta del arte colombiano, redactada por Marta Traba en 1968, sólo se publicó hasta 1974. Su realización está signada por una gran paradoja: en 1967, Traba fue expulsada de Colombia, bajo el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, debido a que las autoridades sospechaban de su militancia en alguna facción de las izquierdas revolucionarias que se desarrollaron entonces; gracias a la intervención de múltiples intelectuales y políticos influyentes, la expulsión de Traba se convirtió en una orden de restricción de sus actividades laborales en el país; de esta manera, ella pudo permanecer un año más en Colombia, durante el cual escribió la Historia Abierta de la que aquí se habla;1 ésta puede leerse como un ajuste de cuentas sobre su actividad como crítica y gestora en el país.2 Desde su arribo a Colombia en 1954, Traba había mantenido, a través de su labor como crítica de arte y organizadora de exposiciones, una franca oposición a los artistas americanistas,3 quienes domi1 Cfr. Verlichak, Victoria. Marta Traba: una terquedad furibunda, Universidad Nacional Tres de Febrero, Buenos Aires, 2001. 2 Escribí un ensayo sobre el lugar de Historia Abierta del Arte Colombiano en la trayectoria de Traba – “Marta Traba en el país de las maravillas” – en el marco del III Seminario Internacional Eugenio Barney Cabrera, cuyas memorias se publicaron en Textos, No 22, Modernidades Divergentes, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2010. 3 El americanismo fue una vertiente de la plástica colombiana que da cuenta de un movimiento cultural en el que convergieron fuerzas como el indigenismo, el nacionalismo de izquierda, el espíritu antifascista – no todo nacionalismo es fascista –. En el terreno de

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naban – no sin obstáculos rotundos – la escena nacional del arte por esos años. Tiempo atrás, principalmente en la década de los cuarenta, estos artistas se habían perfilado como un conjunto orgánico de la subcultura liberal de izquierda que, en Colombia, resurgió en los años treinta, luego de cuatro décadas de hegemonía conservadora. Las polémicas sostenidas entre Traba y los artistas americanistas son documentos ricos para comprender el modo como se entretejieron los argumentos artísticos y políticos, bajo la expresión contundente de nuevas formas de poder en el campo cultural, marcadas por el ensamblaje de las dinámicas de la post-dictadura en Colombia, y de la guerra fría a nivel internacional. En Historia Abierta del Arte Colombiano, esta situación se expresa, veladamente en ocasiones, rotundamente en otras. Siendo la opositora más radical de la expresión en la plástica de la vertiente cultural e intelectual de izquierda, Traba concluye su vida en Colombia, en un giro absolutamente paradójico, como una presunta ‘revolucionara’. Hay que conceder, sin embargo, que aunque ella no era una intelectual militante, en el último lustro de los años sesenta su posición había variado de manera radical con respecto a los cincuenta, acercándose al movimiento de la crítica latinoamericanista que se consolidó en la década de los setenta; aunque no había variado mayor cosa sus concepciones teóricas del arte. A través de los setentas, ella misma se convertiría en una figura protagónica del mencionado fenómeno. Historia del Arte Colombiano, es un compendio de ensayos cuya iniciativa y dirección académica y científica, estuvo a cargo de Eugenio Barney Cabrera. Es la más ambiciosa de estas obras, por su carácter enciclopédico, y porque, en este sentido, aborda el arco temporal más amplio (desde el arte precolonial indígena hasta el arte contemporáneo) aunque, dada su polifonía, no presenta una unidad discursiva ni metodológica. No obstante, hay muchos factores significativos en la selección de capítulos y de autores, que revelan la madurez de un paradigma de la historia del arte colombiano enraizado la historia del arte, el americanismo fue sincrético en la selección de sus fuentes, combinando reflexiones provenientes de la vanguardia histórica europea, principalmente del expresionismo, y del arte moderno mexicano de comienzos del siglo XX. Su primera expresión diáfana en Colombia, fue el bachuismo que, aunque provenía principalmente del campo literario, integró algunos artistas plásticos como la escultora Hena Rodríguez, el español Ramón Barba, Josefina Albarracín, entre otros. Otro mojón importante lo constituye la obra que Rómulo Rozo realiza en Paris, al rededor del arte y la mitología precolombina.

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de manera profunda en el relato del mestizaje que, desde los años 30, había cobrado forma en la obra de artistas e intelectuales vinculados al americanismo. Desde mediados de los años sesenta Barney Cabrera había publicado influyentes ensayos como Geografía del Arte Colombiano y Transculturación en el Arte Colombiano, en los cuales había lanzado algunas de las hipótesis sobre la historia del arte colombiano que han persistido, prácticamente hasta nuestros días. Varias de estas hipótesis fueron apropiadas por Traba y por Medina, para el desarrollo de las suyas. Cierra este conjunto, y la década, Procesos del Arte en Colombia. Escrita por Álvaro Medina con la intención explícita de abrir un debate franco con la Historia Abierta de Marta Traba, para impugnar principalmente su posición tajantemente excluyente con respecto a la plástica americanista y al indigenismo. De las obras mencionadas, Procesos del Arte en Colombia es la única en la que se hace explícita la adopción del materialismo histórico como enfoque para la interpretación de las obras y de los hechos, aunque en Colombia, figuras como Juan Friede, en los años cuarenta, y el propio Barney Cabrera, en los sesenta, habían sentado las bases para el desarrollo de una historia social del arte. En estas tres obras se identifican tres problemas historiográficos, sui generis con respecto a la epistemología de la Historia del Arte, marcados por la condición post-colonial de la cultura colombiana. Más exactamente, por ciertas formas de conciencia sobre esta condición, que se aclararon en los sesentas, en medio de la consolidación de las ciencias sociales en América Latina. Son: el carácter nacional (o no) del arte colombiano, la condición patrimonial (interdicta) de sus acervos y el carácter moderno (pseudo-moderno) de sus manifestaciones en el siglo XX. Se entiende que en el juego de estos tres nodos se define el lugar de relevancia de las obras incluidas en estas historias, es decir que el criterio para juzgarlas oscila entre su carácter «nacional», «patrimonial» y «moderno», cuya caracterización en cada uno de los textos mencionados es más o menos implícita, estableciendo, a su vez, una jerarquización ad hoc para los términos (moderno/nacional/patrimonial – patrimonial/nacional/moderno, etcétera). Aunque comparten estos nodos interpretativos, las tres historias revelan la distancia cultural existente entre generaciones diferentes. Barney-Cabrera, plantea su obra en continuidad con los aportes que Luis Alberto Acuña y Gabriel Giraldo Jaramillo realizaron en este campo; en este sentido, comparte muchos argumentos del pensamiento de historiadores y críticos de los cuarenta. La historia de Ál-

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varo Medina, escrita en su juventud, es una expresión contundente de las polémicas setentistas y, por otra parte, evidencia la maduración de los relatos asociados a los tres problemas recién señalados, estableciendo una vinculación crítica a la incipiente tradición de la historia del arte en Colombia. En contraste, Traba mantuvo su condición foránea como núcleo interpretativo, y a partir de allí, a través de su ejercicio como crítica de arte, generó la ficción de ruptura radical entre el americanismo y el modernismo de los años cincuenta, que tan urgentemente debe de ser desmontanda. Dos eslabones del arte político en Colombia Pedro Nel Gómez realizó La República en 1938, en el Palacio Municipal de Medellín. Desde la redacción de Procesos del Arte en Colombia, y, con más ahínco, en El Arte Colombiano de los Años Veinte y Treinta, Álvaro Medina había destacado esta obra como una pieza fundamental de la historia del arte moderno colombiano; en muchos sentidos, el comentario que sigue se funda en su interpretación. La República fue el primer mural realizado en Colombia en el que convergieron la estética americanista y el muralismo; es decir, la primera obra en la que, a las revoluciones que el americanismo había desarrollado en términos temáticos, iconográficos y estilísticos, se sumó el cariz revolucionario que el muralismo Mexicano había otorgado a la pintura mural. Mientras que el americanismo llevó el relato del mestizaje a un estado de praxis o poética, el muralismo introdujo la crítica al contrato social del arte, instaurando un cuestionamiento incipiente no sólo a su instancia de producción sino también a los diversos procesos implicados en su recepción. Por esto, para valorar la significación de La República es adecuado analizar su dimensión estilística y su dimensión táctica, abocándonos a la comprensión de la doble función transgresora que cumplió en su época. Con respecto a la segunda (la dimensión táctica), una de sus funciones neurálgicas es la crítica histórica y, simultáneamente, la crítica de los relatos que se habían legitimado y difundido a través del arte académico en los albores del siglo XX. En La República, Gómez aborda la historia de la Colombia moderna en términos críticos, erosionando totalmente la retórica laudatoria, romántica e idealizada con la que los artistas centenaristas habían consolidado la iconografía de la Independencia, y con la que, en general, habían tratado tanto la pintura histórica como la pintura de género. Esta mirada crítica

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enfocó aspectos económicos, políticos y sociales bajo el aspecto de una crítica general a la experiencia de la modernidad, restringida y periférica, propia del contexto colombiano. La pintura está compuesta por tres planos, que no corresponden de manera estricta a la perspectiva, sino que conforman grupos diferenciados de actores. En el primer plano las instancias del poder económico y político, y del intelectual hacia el costado izquierdo del mural. En este plano, Gómez integra retratos de figuras de la vida pública contemporánea de Colombia, destacando a los protagonistas del giro político y cultural que el ascenso del liberalismo al poder había encauzado (Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Jorge Eliécer Gaitán, Efe Gómez, León de Greiff, entre otros). En la zona inferior derecha del mural, se desarrolla una discusión en torno a un mapa del país en donde los territorios sobre los que perdió la soberanía durante la hegemonía conservadora se subrayan con negro, mientras que algunas regiones amenazadas por la operación de empresas transnacionales se señalan mediante una etiqueta con sus nombres. La situación descrita es aquélla que Porfirio Barba Jacob relatara en 1913, en su artículo de opinión “La desastrosa administración de los católicos en Colombia”: [Los triunfos del conservatismo] “Nos han costado más: la humillación de la república en el enojoso asunto Candiani, que llevó a nuestra heróica ciudad de Cartagena de Indias la escuadra italiana, y que nos arrancó una indemnización bochornosa; la humillación de Panamá, en 1903, que nos costó el territorio del Istmo y el brillante porvenir que nos ofrecía el canal interoceánico; la humillación del tratado con el Brasil, que nos cercenó una inmensa faja de territorio en las regiones amazónicas; y, finalmente, las repetidas humillaciones del Perú, que avanza con paso de conquistador hacia la capital del departamento de Nariño.” Agazapado en el costado inferior derecho de la obra, Gómez retrata a Woodrow Wilson y al Tío Sam, insistiendo en la denuncia del imperialismo norteamericano recién mencionada. En el plano medio de la obra, se contrastan las formas precarias de explotación de los recursos, representadas por mineros artesanales, con las tecnologías y las formas modernas de la explotación. La guerra fratricida ocupa un lugar importante en la obra, extendiéndose su representación entre el plano medio y el tercer plano del la imagen; el carácter fratricida de la contienda se enfatiza mediante el uso del desnudo, a través del cual se elimina cualquier referencia a diferencias políticas y de clase. Es importante remarcar, sin embargo, que Gómez elige como modelo para el desnudo al mestizo. En el tercer plano de la imagen,

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Gómez incluye una referencia a la Masacre de las Bananeras, hecha explícita por la inclusión de las palmas de plátano, como elementos dominantes del paisaje sobre el que yacen masacrados los trabajadores de la United Fruit Company, y por la referencia que hace a las organizaciones sindicales mediante un grupo de trabajadores descamisados que desarrollan una manifestación. La continuidad de estos tres planos es interrumpida de manera abrupta por las efigies de Bolívar, Santander y Nariño, tratadas de manera diferente no sólo por su escala mucho mayor, sino también por la monocromía, que las separa tajantemente del conjunto del pasado reciente y del presente de la República. Parecen observar con angustia el caos en que se halla la República por cuya fundación lucharon. Gómez también incluye un nuevo elemento crítico: se trata de una maternidad, solucionada de forma análoga a la de los héroes de la Independencia. La representación de la mujer como sujeto crítico es una de las características más interesantes de la iconografía de Gómez, por su manera franca de abordar el desnudo femenino, y por el número de mujeres trabajadoras y lectoras que se incluyen en sus obras. Por eso, la inclusión de esta maternidad en la obra, y de una figura femenina reclinada, que parece dormir, en el extremo izquierdo, es sintomática del espíritu moderno que alimenta su obra. Un elemento más rompe la continuidad de esta obra en términos espaciales: se trata de un brazo inmenso que sale del subsuelo, como si evitara hundirse. Suponemos que se trata de una alegoría de la República, que parece ahogarse en medio del caos recién descrito. Pedro Nel Gómez abrió el capítulo del muralismo en Colombia con La República. Su auge no se expresó en la realización de miles de metros cuadrados de pinturas murales, sino en el plano conceptual. Es crucial recordar que, en contraste con México, el muralismo no fue parte de un ambicioso proyecto cultural del gobierno colombiano, así que la realización de murales fue escasa (aunque significativa) y su recepción, tremendamente negativa. No obstante, la discusión en torno al programa plástico del muralismo y a su potencial como transformador cultural y político, desarrollada en publicaciones como Universidad, La Revista de Indias y Espiral, y en la Academia y en otros espacios de sociabilidad de los artistas, escritores y aficionados de la época fue, por decir lo menos, entusiasta. Las publicaciones de la época difundieron la trayectoria del muralismo en México y en otros países de América Latina y se convirtieron en una plataforma para la promoción de los artistas colombianos vinculados a este proyecto cultural, los cuales fundaron su capital simbólico, en parte,

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gracias a la asociación con este importante movimiento internacional. A través de estas discusiones y del acervo artístico de autores como Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo, Marco Ospina y Jorge Elias Triana, entre otros, se fundó en Colombia una tradición reflexiva sobre el lugar del artista en la transformación política y cultural del país. La suma de estos factores formales, simbólicos y tácticos, hace de La República y del muralismo Colombiano una de las primeras expresiones del arte moderno en el país, y la piedra fundacional del que más adelante se denominaría arte político,4 en el contexto polémico y prolífico de los años setenta, que se cerraría trágicamente, no sin efectos profundos sobre la apreciación de esta tradición. Cuarenta años después de La República Pedro Alcántara Herrán produjo el Graficario de la Lucha Popular en Colombia. El Graficario es un portafolio de estampas de 325 artistas colombianos en torno, evidentemente, a la historia de las luchas populares en el país. Muchos portafolios de estampas se produjeron en la época, algunos de los cuales se hicieron con fines de divulgación y comerciales. Pero el Graficario sobresale y se distingue entre todos ellos por varias características de su concepción global, que aglutinan diversas transformaciones de las prácticas artísticas que ocurrían en la época: Un primer aspecto a tener en cuenta es la propia organización colectiva que sustentaba el proyecto. El Graficario fue realizado en el Taller de Artes Gráficas Prográfica, en Cali. La emergencia de Talleres de Artes Gráficas como plataforma de trabajo colectivo fue un fenómeno de

4 Frente a la polémica que suele generar esta apelación, me permito aclarar que aquí la uso para referirme a aquellas obras cuyo carácter político no se da “por defecto” (todo arte, y toda acción es política), a las que integran su teoría revolucionaria o crítica a la praxis artística. Esto implica, por lo general, una crítica a la propia institucionalidad del arte, a sus medios de producción y de recepción. 5 Luis Alberto Acuña, Pedro Alcántara Herrán, Virginia Amaya, Antonio Barrera, Luis Caballero, Carlos Correa, José María Espinosa, Pedro Nel Gómez, Mario Gordillo, Enrique Grau Araújo, Alfredo Greñas, Sonia Gutiérrez, Alipio Jaramillo Giraldo, María de la Paz Jaramillo, León Phanor, Jorge Mantilla Caballero, Óscar Muñoz, Fernando Oramas, Manuel Parra (Espartaco), Alfonso Quijano, Augusto Rendón, Ricardo Rendón, Luis Ángel Rengifo, Juan Antonio Roda, Lucy Tejada, Jorge Elías Triana, Rodolfo Velázquez y Gustavo Zalamea Traba.

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época sintomático de la crítica creciente a la concepción modernista del artista como creador a la vez bohemio y super-star. Aunque en Prográfica no se iniciara un trabajo de autoría colectiva, como el que el Taller 4 Rojo – integrado por los pintores y grabadores Diego Arango, Carlos Granada, Umberto Giangrandi, Fabio Rodríguez Amaya, Nirma Zárate y el fotógrafo Jorge Mora – representó en Bogotá en los años setenta, el principio de asociación de los artistas es sintomático de una concepción post-romántica de la cultura, dentro de la que ellos se concebían como una pieza del complejo engranaje de la producción simbólica en la cultura contemporánea. De hecho, las ganancias obtenidas con la venta del portafolio se donaron al Partido Comunista Colombiano, en el cual militaba Pedro Alcántara Herrán. De esta forma, el Graficario también llama la atención sobre las intrincadas relaciones entre el campo de la cultura y el de la política en los años setentas. Por supuesto, el reconocimiento del arte como elemento significativo de exclusión social en la cultura colombiana y la concepción del proyecto como una alternativa a estos procesos es medular. Lograr un mercado del arte crítico o incluyente era uno de los principales motores de esta iniciativa y de otras análogas. En segundo lugar, el ejercicio de síntesis histórica presente en el Graficario es crucial: además de reunir a un conjunto de artistas de varias generaciones, desde los años veinte hasta los setenta, en él se reimprimieron algunas piezas fundamentales de la historia de la gráfica crítica en Colombia, implicando un ejercicio pleno de apropiación y de montaje; operaciones definitivas del arte contemporáneo. La inclusión de El Escudo de la Regeneración, esta cáustica estampa de Alfredo Greñas, es una muestra contundente de ello. Así ocurre con Acaudalado Bogotano de José María Espinosa, y con la caricatura, por ejemplo, de Ricardo Rendón. Las obras del Graficario abordan una agenda histórica anti-hegemónica, como aquella recogida en La República, y la interpretan desde una reflexión estética heterogénea, ofreciendo perspectivas múltiples sobre los hechos históricos asociados a las luchas populares en el país. En este sentido, el Graficario de la Lucha Popular en Colombia funciona de manera simultánea como obra contemporánea, de Alcántara Herrán y de todos los autores que realizaron sus estampas ad hoc para el proyecto, como colección artística y como hipótesis histórica e histórico artística indudablemente reveladora. En el cruce de estos factores se podría señalar, incluso, el desarrollo de un ejercicio análogo al de las prácticas curatoriales contemporáneas; esto no se señala con la idea de postular el primer (ni segundo, etc.) curador de

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la historia del arte en Colombia, sino para destacar la emergencia de un acercamiento discursivo y no canonizante a la historia del arte, crítico del alto modernismo, que éste proyecto comparte con las prácticas curatoriales. Por estas características, el Graficario de la Lucha Popular en Colombia es un proyecto representativo del auge de la gráfica en Colombia. Reconocemos el siguiente eslabón de la tradición del arte político, que, igual que el muralismo, tuvo lugar al nivel latinoamericano, pero esta vez entre las décadas de los sesenta y setenta. Una tradición impugnada A pesar de reconocer una tradición cultural entre estos dos eslabones del arte político en Colombia, sabemos que entre ambos se extiende un abismo que se ha manifestado persistentemente en la historia del arte colombiano a través de un sistema de exclusiones que vale la pena revisar: 1. El Americanismo, el Indigenismo y el muralismo se excluyen parcial o totalmente de la historia del arte moderno en Colombia; es decir que no se les otorga más que un papel espurio en su desarrollo. 2. El auge de la gráfica, especialmente de la que se catalogó como gráfica política, y, posteriormente como gráfica testimonial, se excluye totalmente de la historia del arte contemporáneo en Colombia, y se asocia algo defectuosamente y sólo en algunos casos (como el de Alcántara Herrán) a la evolución de la plástica modernista. Los vínculos culturales y artísticos profundos entre estos dos movimientos de la plástica colombiana se omiten, erigiendo el modernismo como una barrera (de calidad artística) que se habría interpuesto, eliminando la posibilidad de reconocer la existencia de una tradición artística entre los tres períodos en cuestión. De estas exclusiones, aquellas que recaen sobre el muralismo, tuvieron su origen evidente en la historiografía setentista que he mencionado, especialmente en la Historia Abierta de Traba, cuya argumentación con respecto a la generación de artistas americanistas fue radical; en su libro, de hecho, no les concede más que un breve y despectivo comentario, orientado a postular a Alejandro Obregón, no sólo como harina de otro costal, sino como el héroe que habría de “derrotarlos”, desconociendo los vínculos artísticos y también afectivos que se extendían entre varios de ellos. Marta Traba lo cuenta como sigue: “Si en 1950 el nacionalismo se dirimía en un nivel tan superficial, había que ir contra el nacionalis-

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mo. No tengo otro remedio que citarme, ya que llego a Colombia en 1954, quedo incluida poco tiempo después en el equipo crítico-literario de la Revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y asumo la defensa de la pintura y, específicamente, de Alejandro Obregón y Eduardo Ramírez Villamizar, a través de la lucha contra el nacionalismo cerril, objetivo principal del libro La Pintura Nueva en Latinoamérica, Ed-Librería Central, 1961. Las metas de esta campaña, que fue cruenta y no pocas veces injusta, como toda guerra, puesto que se vio forzada a bajar del Olimpo a la generación que precedió a Obregón, fueron bastante claras: en primer término, recensar el arte latinoamericano, para establecer una primera perspectiva general que sirviera de apoyo. Segundo, dentro de tal marco (que hasta ese momento sólo había sido diseñado de manera empírica por la fecunda labor de José Gómez Sicre en la O.E.A.), separar el oro de la escoria, considerando escoria todo lo que no estuviera resuelto mediante los sistemas específicos de las artes plásticas: y oro, lo que buscara o afianzara la autonomía de dichos sistemas.” (Elogio de la Locura. Feliza Bursztyn – Alejandro Obregón, Universidad Nacional de Colombia, 1986, p.47) En contraste, los historiadores Barney-Cabrera y Medina matizaron mucho más sus posiciones dado que se dirigieron a la proposición de interpretaciones históricas, marcando una tendencia fuerte a buscar elementos de continuidad entre estas diversas generaciones artísticas, en contraste con Traba que redacta su Historia Abierta como una zona donde las barreras entre la historia y la crítica se difuminan. Las exclusiones que recaen sobre el auge de la gráfica, tuvieron un punto de inicio en las historias mencionadas, simplemente porque se produjeron en el mismo momento en que éste se desarrollaba; de hecho, existe una correspondencia entre las formas de conciencia sobre el carácter del arte y su función cultural y sobre la naturaleza post-colonial de la cultura colombiana, que se expresa en estas obras y en estos proyectos artísticos. La escasez de investigaciones en la década siguiente, en un contexto altamente represivo, extendieron un velo espeso sobre esta producción, y sobre la masa crítica que la sustentó. En las últimas décadas, la marginación de la gráfica testimonial y su segregación con respecto al continuo de procesos artísticos que se desarrollaron en la década se intensificó, en particular en aquellos trabajos dedicados a explorar las expresiones del arte conceptual en Colombia. Basados en la publicación de Orígenes del arte conceptual en Colombia estos acercamientos investigativos, históricos y curatoriales, regeneran las posiciones de los artistas y críticos entre-

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vistados, y del propio autor, Álvaro Barrios al interpretar estas entrevistas como fuentes primarias (que no son), debido a su carácter testimonial. Lo hacen sin considerar su transformación por las mutaciones ideológicas que cundieron en los años ochenta y noventa, durante las cuales se cultivó el desdén por el arte político. Dos Trampas Primera trampa. Aparte de estas exclusiones histórico artísticas, hay un peso mucho mayor sobre estos dos capítulos de la historia del arte colombiano, que ha depredado su memoria y la posibilidad de valorar sus significados históricos. Se trata de la marginación operada desde el campo de la política. La primera vez, por La Violencia, que quebró la construcción colectiva de un arte plenamente moderno en Colombia, extendiendo un silencio rotundo desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 hasta el final de la Dictadura del General Gustavo Rojas Pinilla, en 1957. El campo del arte sufrió graves golpes durante este lapso de tiempo, desde la censura y la migración de intelectuales y artistas de primer orden, pasando por el repliegue notorio de los que permanecieron en Colombia, hasta llegar a la destrucción de obras cruciales del muralismo colombiano (es el caso de los murales Liberación de los Esclavos y Rebelión de los Comuneros de Ignacio Gómez Jaramillo en el Capitolio Nacional, o del ciclo de murales de Alipio Jaramillo en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia) y el cierre de espacios tan importantes como Salón Nacional de Artistas. Aunque los artistas de ambas generaciones continuaron sus trayectorias, es obvio que el debate y la experimentación del arte político se clausuró. Entonces, ¿cómo es posible reconocer una tradición cultural entre los artistas americanistas y los artistas políticos de los setenta? ¿acaso el modernismo pleno, que se consolidó en Colombia a fines de los años cincuenta puede considerarse como un elemento de continuidad y no de quiebre entre estas generaciones artísticas? La respuesta no puede ser unívoca. Sin lugar a dudas, existen diferencias profundas entre el modernismo del arte americanista y el de la siguiente generación; pero las tradiciones culturales también se conforman por afinidad ideológica y poética, orientada en el plano colectivo a través de procesos de difusión y educativos, y en el plano individual, por efectos de experiencias vitales significativas, sólo detectables a través de la investigación biográfica.

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Reconocer el ciclo de obras de Alejandro Obregón en torno a la Violencia, como un conector entre estas dos generaciones artísticas, abre un horizonte de reflexión clave. Con la realización de su obra maestra Violencia (1962), los imaginarios e idearios sobre el arte político, que habían entrado en estado de latencia en medio del clima altamente represivo de La Violencia y la dictadura, resurgieron para iniciar un nuevo camino de concreción, es decir, para llegar a un estado de praxis o poética de nuevo cuando, cerrando el período de la dictadura, inició el Frente Nacional. La Violencia y Violencia Desde el momento en que Alejandro Obregón alcanzó una solidez formal y conceptual en su oficio, desarrolló su obra a través de extensas series temáticas, entre las cuales se destacan sus paisajes, sus cóndores y toro-cóndores y sus naturalezas muertas, repletas de simbologías personales. La violencia también fue un tema recurrente en la obra del artista, sobre todo en el período que va desde 1948 hasta los años setenta, y ocupa un lugar de importancia en su reconocimiento como uno de los artistas modernos más relevantes de Colombia. El proceso de configuración de la expresión visual sobre el fenómeno de la violencia en Colombia fue el mismo de la maduración de su estilo y de su rol como artista e intelectual. Obregón empezó a pintar sobre la Violencia en 1948, cuando, siendo testigo de los hechos desatados por el magnicidio del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, realizó, sobrecogido, unas variaciones que concluyeron en su obra Masacre del 10 de abril (1948). Fue la primera vez que Obregón experimentó la potencia de su papel como artista, al ofrecer una visión independiente y propia sobre lo ocurrido. Desde entonces, observó atentamente la historia contemporánea de Colombia, vinculándose a ella desde una mirada crítica a través de la cual defendió el valor del intelecto y de la libertad frente a toda clase de autoritarismos. Sus trabajos en torno a los hechos de violencia ocurridos durante la fase final del gobierno militar del general Gustavo Rojas Pinilla fueron relevantes para el movimiento intelectual anti-dictatorial que agitó la opinión pública hasta el final de este período político, en 1957. Violencia (1962) fue el punto culminante de esta trayectoria reflexiva. La conexión es clara al analizar iconográficamente la serie de obras en cuestión; en particular al reconocer el tema de la maternidad interrumpida como hilo conductor entre ellas.

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Cuando Obregón pintó Violencia, en 1962, habían pasado más de 10 años desde Masacre del 10 de abril (1948). En este caso, Obregón había explorado la maternidad como un elemento relevante para la representación de la violencia, a través de la mujer que yace en el primer plano de la imagen, con un bebé (¿muerto? ¿malherido?) aferrado a su brazo. Años después, este recurso expresivo reaparece en Luto por un estudiante (1956), en donde Obregón centra la acción del cuadro en la figura de una mujer que, con su hijo gravemente herido en brazos, protesta furiosa hacia sus agresores. En Estudiante muerto [Velorio] (1956), Obregón cambia la representación de cuerpos fragmentados empleada en Masacre del 10 de abril (1948) por la presentación de un solo cuerpo, territorio ocupado por las huellas de la violencia y por el dolor; el cuerpo de un estudiante yace sobre la mesa, de manera que nuestra situación como espectadores es la de un “comensal” invitado a esta terrible escena. De esta manera, Obregón integra el género de la naturaleza muerta, con todo su potencial simbólico, al de la pintura histórica. Esta transformación de los géneros tradicionales de la pintura es un aspecto relevante para la pintura de Obregón y es, justamente, uno de los elementos más significativos de Violencia (1962), como se verá a continuación. Además, en Estudiante muerto [Velorio] se halla una relación, aunque velada, con la iconografía del catolicismo: un punzón está clavado en el costado derecho del estudiante. En Violencia (1962), la maternidad interrumpida regresa como el motivo principal a través del cual Obregón representa el dolor y la desolación provocada por La Violencia en que naufragaba el país. En 1962, Colombia se hallaba en la primera fase del Frente Nacional; la violencia bipartidista había cedido frente a la violencia revolucionaria, y, a pesar de las expectativas de paz, de reconciliación, alimentadas por la finalización de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, el gobierno mantenía medidas represivas contra ciertas facciones de la intelectualidad colombiana. Era una realidad inminente que la violencia en Colombia tenía unas raíces más profundas de lo que se creía y sería un mal difícil de conjurar. En Violencia, Obregón se desplazó de una representación con guiños a hechos concretos de la violencia en Colombia (el bogotazo, el asesinato del estudiante Uriel Gutiérrez, las medidas represivas de la dictadura de Rojas, etcétera) hacia una representación más sintética de la violencia. Aunque en los múltiples estudios que elaboró para este cuadro, Obregón se había concentrado fundamentalmente en la

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realización de la figura materna, empleándola, de manera expresionista, como el principal soporte expresivo,6 en la versión final, la figura cedió ante la composición general, prolongándose hasta convertirse en horizonte; en un giro plenamente pictórico, el cuerpo de la mujer se convierte en cordillera, de manera que la composición del cuadro es propia de un paisaje, como lo han corroborado la mayor parte crítico e historiadores que han trabajado en torno a esta obra. Ahora, la atmósfera lúgubre del paisaje toma el lugar de las heridas, para representar el dolor y la impotencia. Por esto, aquí el tratamiento del cuerpo es muy diferente, menos agresivo y, sin embargo, más conmovedor; vale la pena recordar que el paisaje fue uno de los géneros predilectos de Obregón, dentro de los cuales produjo buena parte de sus mejores obras. La única herida visible en el cadáver de la madre, es la yaga en el costado derecho, la misma que se halla en el estudiante muerto de Velorio. No se debe desechar la posibilidad de que la imagen de la maternidad rota como epicentro del dolor se afinque, aunque lejanamente, en la “piedad”, imagen del catolicismo que presenta el sufrimiento de la Virgen María sosteniendo el cadáver de su hijo, al ser descendido de la cruz, pues, en muchas ocasiones, Obregón transfiguró con un acentuado espíritu crítico los temas y motivos del arte católico, para referirse a la crisis de los valores humanos en la sociedad contemporánea (La mesa del Gólgota, 1956; Velorio, 1956, Homenaje a Camilo, 1968); y también por el papel del Picasso de Guernica (1937) como referente clave para esta serie de Obregón. A pesar de la ausencia de índices históricos en el cuadro, la asociación del fenómeno de la violencia al territorio constituye un aporte muy agudo a la comprensión de la situación histórica de la Colombia contemporánea pues, sin duda, las pugnas entre diferentes facciones sociales y políticas en la historia del país están relacionadas con la lucha por el dominio y posesión de la tierra. Finalmente, el rostro de la mujer se resolvió en un gesto tranquilo, como el del sueño (al contrario de como aparece en los estudios para el cuadro), de manera que la violencia deja de evidenciarse en el sufrimiento soste-

6 Existen varios bocetos de este cuadro, elaborados en 1962, de los cuales se puede deducir el proceso de su configuración: algunos, con una gestualidad muy dramática y pronunciada, otros tremendamente sangrientos; en todos se mantiene como único motivo el cadáver de una mujer en embarazo, víctima de una agresión. La figura se conserva siempre en el primer plano, mientras que los elementos a su alrededor varían: en ocasiones, un paisaje desolado se extiende tras ella o amenazantes nubes negras se posan sobre su figura; algunas veces, Obregón se concentra exclusivamente en su cuerpo.

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nido de sus víctimas, y se escabulle, se retira, dejando sólo el sinsentido de su paso, en aquel reino que no puede gobernar: el de la muerte. A pesar de su inmenso valor para la historia del arte colombiano, Violencia no desarrolla una propuesta poético-política plena, en la medida en que Obregón no puso (nunca) en cuestión los intríngulis del arte y el poder, manifiestos en las dinámicas de recepción del arte. No obstante, la consagración de Obregón por esta obra tuvo un impacto profundo en la generación de artistas emergentes de los sesenta, y motivó muchas de sus reflexiones plásticas, visibles a través de una revuelta a la figuración que dominó la gráfica política de los años sesenta y setenta, aunque no fuera su única expresión. Con Violencia, Obregón consigue reinstalar el diálogo entre el arte y la política, desde el ejercicio básico del artista/intelectual, es decir, enunciándose en el campo del poder a través de su estatus de artista. Desde esta perspectiva, las cualidades que Traba promovió en la obra de Alejandro Obregón en una batalla abierta contra la generación de americanistas, fueron un factor crucial para la formación de una tradición del arte política en Colombia, que reconoce en el muralismo uno de sus pilares. Segunda trampa. Decía que, aparte de las exclusiones histórico artísticas que operan sobre el americanismo y sobre el auge de la gráfica, se extiende un filtro más potente, que ha depredado su memoria y la posibilidad de valorar sus significados históricos. Se trata de la marginación operada desde el campo de la política. La primera vez, fue La Violencia. La segunda, aún no tiene nombre, pero podría designarse “estado de excepción” o, para ubicar un mojón histórico preciso Estatuto de Seguridad. El Estatuto fue el marco legal para el desarrollo de la violencia de Estado destinada a erradicar las guerrillas revolucionarias que habían surgido en Colombia, desde 1959. Fue aprobado en el gobierno de Julio César Turbay Ayala, que se extendió desde 1978 a 1982. Bajo los auspicios del Estatuto, la represión fue arrasadora, desconfigurando de forma dramática el campo cultural colombiano. En este contexto ocurrió la transfiguración de los acalorados debates sobre las relaciones entre arte y política, a partir de los cuales habían emergido las definiciones ad hoc de arte crítico, comprometido, político, testimonial, en una creciente estigmatización que persiste hasta hoy, marginando muchas de las trayectorias capitales del arte setentista colombiano de sus propios relatos históricos. Además, el propio instinto de conservación de numerosos intelectuales implicó una auto-

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censura que es difícil desmantelar, más aún por la continuidad de una democracia restringida en Colombia. La combinación de la exclusión histórico artística con la censura, fue un golpe letal para la valoración de este patrimonio artístico e intelectual, que los epígonos de Marta Traba reprodujeron de manera sistemática, dominando los espacios institucionales más importantes del país (el Museo Nacional, los diversos Museos de Arte Moderno, e incluso las Escuelas de Arte). A través de su sesgada labor, disfrazada como protección del canon modernista de los años 50, y como promoción de contadas trayectorias del arte experimental, la tradición que logró mantenerse con dificultades entre los años 30 y los años 70 se quebró, o quisiera decir, más bien, quedó en suspenso, sufriendo un nuevo embate (este más contingente y oblicuo) por el impacto de las tecnologías de la información contemporáneas sobre el campo cultural. La marginación progresiva de estos capítulos de la historia del arte colombiano son una secuela del uso ideológico7 de los términos (arte político, revolucionario, comprometido, testimonial) con los que han sido descritos por sus diversos actores y observadores; a fines del siglo XX, discutir sobre las relaciones entre arte y política, y sobre el potencial transformador del arte se había convertido en un anatema, a medida que las obras y trayectorias que protagonizaran la historia del arte político en Colombia llegaban casi al punto de la desaparición (simbólica). La generación de una masa crítica significativa en torno a las relaciones entre arte y política que ha marcado el arranque del siglo XXI, sugiere la persistencia de un horizonte de sentido para la experimentación creativa en la praxis política, y nos convoca a la construcción urgente de perspectivas histórico críticas sobre dicha trama cultural.

7 Con respecto a esta afirmación, es necesario aclarar que en el contexto de este proyecto me adhiero a la definición de ideología que Terry Eagleton acuña, con base en una revisión histórico crítica del concepto. Para Eagleton, la ideología es una trama de efectos discursivos – de “cierres” que pueden ir desde la omisión hasta la estabilización de los significados –, que manifiestan las disputas de poder entre las tendencias reproductivas y las impugnadoras de determinadas formas de vida social. Según Eagleton la ideología “representa los puntos en que el poder incide en ciertas expresiones y se inscribe tácitamente en ellas”. Esta definición, le permite a Eagleton integrar de forma dialéctica los extremos que conciben la ideología como un conjunto de “ideas sin cuerpo” y como “pautas conductuales”. Cfr. Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona, 1997.

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Fig. 1. Pedro Nel Gómez, La República, 1937. Mural al fresco. 448 x 1150 cm. Ubicado en la Sala del Consejo del antiguo Palacio Municipal hoy Museo de Antioquia.

Fig. 2. Alejandro Obregón, Violencia, óleo sobre lienzo, 155x188 cm., 1962. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

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Fig. 3. Taller 4 Rojo de Bogotá. Agresión al imperialismo (tríptico), 1972. 70x100 cm c/u. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 4. Rodríguez Amaya, Fabio, litografia en piedra del libro Gritos sueltos (poemas de Juan Pisba), 1978, 40x30 cm. Cívica Colección Bertarelli. Milán, Italia.

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Fig. 5. Giangrandi, Umberto, litografia offset de la carpeta Testimonios – Taller 4 Rojo, 1973. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 6. Rodríguez Amaya, Fabio, litografia offset de la carpeta Testimonios – Taller 4 Rojo, 1973. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

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Fig. 7. Granada Arango, Carlos, litografia offset de la carpeta Testimonios – Taller 4 Rojo, 1973. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 8. Rengifo Munõz - Luis Ángel, Primero de Mayo, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

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Fig. 9. Jaramillo González, María de la Paz, Ana, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 10. Correa, Carlos, Trece de Junio, 1953-1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

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Fig. 11. Alcántara Herrán, Pedro, Muerte a la muerte, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 12. Obregón Rosés, Alejandro, El grito de Galán, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

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Fig. 13. Quijano Acero, Alfonso, Sin Título, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

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Fig. 14. Hanne Gallo, Pedro, Maternidad - Edición Póstuma, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 15. Gómez Agudelo, Pedro Nel, Recuerdos de la violencia, 1954/561977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 16. Barrera, Antonio, In memoriam, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C., Colombia.

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JULIO OLACIREGUI Escritor - París

Mito e Historia en la narrativa del caribe colombiano: de Changó el gran putas a La Ceiba de la memoria

Tuve que alejarme del mar Caribe para ahondar en la memoria de sus raíces y semillas, para embarcarme en ese nostos, en ese viaje deseado hacia Etiopía, hacia Grecia, hacia la utopía de Americo Vespucci. Descubrí “a orillas del Sena” la inmensa obra de reconstrucción ética realizada por la cubana Lydia Cabrera, quien a su vez había descubierto en París, escribiendo los cuentos que le contaba su nana, la riqueza de la herencia africana en Cuba. Sus libros El monte, Cuentos negros de Cuba, Reglas de Congo, el Bantú que se habla en Cuba, y tantos otros, llegaban desde Miami a las librerías hispanoamericanas del Barrio Latino. La lectura de esos libros, así como la de Les Amériques noires, del sociólogo y antropólogo francés Roger Bastide, me hicieron presentir la posibilidad de gozar también con esa revalorizacion de nuestro ethos, viajando a danzar en Guinea y Senegal, valorando el aporte cultural que nos dejaron las naciones negras, los esclavos y sus descendientes afro-neogranadinos, “las modas y colores de los ancestros”, y sobre todo su máxima enseñanza: resistir y rebelarse. Se volvió una necesidad emprender búsquedas en torno a los flujos y lazos entre nuestra historia y el continente africano, el mítico país de los Etíopes citado al comienzo de la Odisea que contribuyó a “fundarme la patria”. Por ello propuse, para este periplo colombiano, leer, subrayando, comparando, dos obras que tienen que ver con el título del libro de Roger Bastide que podríamos traducir como América Etíope, Afroamérica, América Mulata, América Zamba, América Morena, América Morocha, América Mestiza Se trata de obras escritas por maestros de la narrativa del caribe colombiano, Changó el gran putas, de Manuel Zapata Olivella (19202004), publicada en 1983 y La ceiba de la memoria, de Roberto Bur-

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gos Cantor (1949), editada en febrero de 2007. Esta última recibió un premio en la Casa de las Américas de Cuba, país donde, como se sabe, la ceiba es un árbol sagrado. Zapata Olivella, algo mayor que Gabriel García Márquez, fundó en 1965 la revista Letras Nacionales, “una revista clave para una generación de escritores que comenzábamos a publicar por esas fechas: Germán Espinosa, Policarpo Varón, Roberto Burgos Cantor, Ricardo Cano Gaviria, Luis Fayad, Umberto Valverde, Darío Ruiz Gómez, Fanny Buitrago y Alberto Duque... entre otros”, recuerda Oscar Collazos citado por el historiador cartagenero Alfonso Múnera en el prólogo al libro de ensayos Manuel Zapata Olivella. Por los senderos de sus ancestros, publicado en 2010. Alfonso Múnera, autor de El fracaso de la nación – donde analiza entre otros temas la fuerza histórica y la marginación de los africanos y de sus descendientes en la construcción de la sociedad colonial de la Nueva Granada, la actual Colombia – describe muy bien la figura de Zapata Olivella: médico, viajero, gran intelectual mulato, bailarín, escritor, periodista, coreógrafo, folclorólogo, en suma Filósofo. En ese texto aclara por fin la importancia de su pensamiento. El profesor Ariel Castillo, de la Universidad del Atlántico, quien participó con Roberto Burgos Cantor en el comité editorial de una colección de 18 tomos sobre el tema afrocolombiano donde se incluyó Por los senderos de sus ancestros, afirma sobre ese libro: “Sin duda estos textos están detrás de Changó el gran putas”. Burgos Cantor, a quien puede preguntarle por correo acerca de sus lecturas de la obra de Zapata Olivella, destacó libros de éste como Pasión vagabunda, Detrás del rostro, Tierra mojada y En Chimá nace un santo, pero no mencionó a Changó el gran putas. Julián Garavito ha escrito una semblanza muy completa de Manuel Zapata Olivella publicada en el sitio del Instituto Cervantes. Incita a buscar los otros libros publicados por este caminante, chaman, teórico y productor de folclor. Changó el gran putas y La ceiba de la memoria tienen como denominador común el tratar escenas de la vida en Cartagena de Indias en las primeras décadas del siglo XVII: el comercio de esclavos, el establecimiento del Tribunal de la Inquisición, la época de la rebelión de Benkos Bioho, fundador del primer Palenque de esclavos alzados, cimarrones; la labor de Pedro Claver, el futuro santo. A través del personaje de Analía Tu-bari, en La ceiba, surgirá la memoria de la Metis, ese saber milenario, empírico, necesario para vivir que encarna en la historia de Cartagena una mujer como la cu-

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randera Paula de Eguiluz, acusada de brujería por la Inquisición, tal como lo cuenta la historiadora María Cristina Navarrete. Zapata Olivella desbordará ese espacio-tiempo del ethos cartagenero para hablar de la epopeya heroica “panafricano-criolla” de resistencia en América: no solo en la Nueva Granada –la actual Colombia– también en Haití, México, Brasil y Estados Unidos. Burgos Cantor también saldrá de su patio. Este pensador y narrador establecerá lazos, desde su humanismo de hombre del siglo XX, entre la trata negrera, la esclavitud en América, y el Holocusto de los judíos por los nazis. Todo ello impregnado de sus conocimientos de la filosofía europea. Los ensayos de Ariel Castillo y del profesor Pablo Montoya, de la Universidad de Antioquia, sobre La ceiba de la memoria, son claves para apreciar la riqueza de esta obra. Ambos pueden consultarse en internet. La ceiba de la memoria expone a través de los monólogos de los jesuitas Alonso de Sandoval y Pedro Claver el pensamiento de la filosofía eclesial, dogmática, medieval, compasional. A través del personaje de Dominica de Orellana, la inteligente belleza, nos dejaremos envolver por su amor al saber, por el pensar renacentista inspirado en la astronomía y la ciencia. San Agustín y Giordano Bruno de Nola, podrían ser las figuras tutelares de ese flujo de pensamiento que atraviesa La Ceiba de la memoria. Para conocer la historia de una época, “cada una de las unidades históricas”, la historiografía requiere del mito, de la novela, de esa totalidad de la vida humana, afirma Hermann Broch en su ensayo “La herencia mítica de la literatura”. Los estudiosos de nuestra historia cuentan ahora con estas novelas sui generis. Cartagena de Indias, durante el auge del comercio de esclavos africanos – para el estudio de lo espiritual leer la obra de María Cristina Navarrete – fue concebida y se desarrolló por efecto de un espíritu específico, el ethos imperial y capitalista. Esto lo comprendemos leyendo El fracaso de la nación, la ya citada obra de Múnera. Las obras de Zapata Olivella y Burgos Cantor son polifónicas, dan la palabra a esos cientos de miles de hombres y mujeres esclavizados africanos que vivieron y dejaron sus huesos en la tierra cartagenera. Cuentan que los comenzaron a traer en “armazones”, en navíos que zarpaban desde los puertos de Gorée (Senegal) y Uidá (actual

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Benín) desde el siglo XVI hasta Cartagena, capital de la provincia del mismo nombre, principal factoría de esclavos en las colonias hispanas durante los siglos XVI y XVII. En el año 1663 se llegaron a contar en el puerto de Cartagena “catorce navíos negros con unos 800 o 900 esclavos cada uno.” Los trajeron de las costas occidentales de Africa, del Congo, Angola, Cabo Verde, Guinea, Senegambia, Dahomey (ahora Benín y Nigeria). Según el jesuita Alonso de Sandoval, personaje de La ceiba de la memoria, en Cartagena se escuchaban 70 lenguas diferentes. Los esclavizados eran de castas kongo (mondongo, rebolo), mandinga, carabalí (o calabari), mina, popó, malinké, bambara, soninké, wolof (jolofo), lucumí, arará, biáfara, cafre, balanta, chamba. Los “amos” marcaban a sus “esclavos” con sellos de hierros candentes (carimbo) sobre la frente o la espalda, como lo canta el puertorriqueño Ismael Rivera. Los esclavizados trabajaban como domésticos, vaqueros, peones en las haciendas, en los cultivos de maíz y arroz, de plátano y yuca, o pescadores, bogas, o en las porqueras, en las caballerizas, o pavimentadores, obreros en la construcción de las murallas. La descendencia afrogranadina, los hijos de los Negros de Nación, los libertos e hijos mulatos, zambos, pardos, prietos, fueron enrolados como milicianos y soldados en la época de la Independencia. En la costa los escritores miran hacia Cuba, Haití, Jamaica, Puerto Rico, la perla de los mares, Maracaibo... la música nos ha llegado siempre con las brisas del mar. Gracias a la música de esos países estamos familiarizados con los nombres de las deidades africanas. En Changó el gran putas Zapata Olivella hace una reconstrucción del pensamiento místico de Africa, resucitando poéticamente el panteón yoruba. El lingüista francés Yves Moñino, en una reciente conferencia en Cali sobre la herencia africana en Colombia, afirmó que el panteón yoruba es tan rico y complejo como el griego. Changó es tan grande y poderoso como Zeus, el dios del trueno y las centellas; es el poder de la Santa Bárbara. El propio Zapata Olivella califica su obra de “saga”, compuesta de cinco novelas diferentes. En este libro hay una verdadera mezcla de creencias religiosas africanas así como de las engendradas en tierra americana, entre ellas el vodú en Haití, la santería en Cuba y el Candomblé en Brasil.

199 “Estás nadando en una saga, esto es, en mares distintos, en cinco novelas diferentes –Los orígenes, el Muntú Américano, la Rebelión de los Vodús – Las sangres encontradas y los Ancestros combatientes – todas ellas con unidad, protagonistas, estilo y lenguaje propios” Su única ligazón son los orichas africanos y los difuntos padres nacidos o muertos en América que no reconocen los límites de los siglos, ni de las geografías o de la muerte.”

Como seres humanos la literatura nos convierte en compañeros de viaje en la peregrinación en busca del camino hacia la ciudad justa, hacia la sociedad-justa, que implica el campo, la vida campesina, la vida de los pescadores, el mar... y el cielo. Zapata Olivella y Burgos Cantor nos hacen ver con sus ficciones que la ciudad justa buscada ha sido Cartagena de Indias. En sus libros encontramos la dualidad del conocimiento humano: mito e historia. En Changó se nos abre las puertas de un mundo enciclopédico... Al comienzo, en el introito ad altare dei invoca la voz mítica que narra, Eleguá – Elegba – Hermès en Grecia o Mercurio en Roma, el que abre los caminos, el mensajero celestial. Zapata Olivella tiene una voluntad homérica para hacernos ver el troyano hecho de la esclavitud, la guerra que implicó a tanta gente y duró varios siglos; las rebeliones. Su perspectiva, su tono, su concepción, su escritura hacen de Changó un testamento y un testimonio místico Como en la Ilíada y en la Odisea las divinidades del aire, el fuego, el mar y la arcilla están presentes en cada momento digno de ser contado. También los dioses-animales convertidos en máscaras asisten a esas escenas fundadoras de nuestra historia supranacional, como es el caso de la célebre noche en el Bosque de los Caimanes, en Haití, cuando se lanza la primera revolución de los esclavizados. Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya, en Plumas y Pinceles, han escrito la historia de la literatura y el arte, del pensamiento nacionalista y las ideologías en Colombia durante el siglo XX, a partir de sus estudios sobre el Grupo de Barranquilla. Ambos se refieren a Zapata Olivella, a la hechura de su obra en aquella Colombia que se creía blanca, apostólica y romana, hija de la Madre Patria española, que debía esperar hasta 1991 para reconocer en su Constitución que es un país “pluriétnico”. Gilard criticaba a Manuel Zapata Olivella diciendo que “sus convicciones de los años 40 y 50, de una rigidez estalinista, lo aislaron en un

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populismo asustadizo, y por la vía de la hostilidad a toda influencia extranjera, lo llevaron a elegir una forma sui generis de nacionalismo...” Esto no es completamente cierto ahora que pueden leerse los textos teóricos que Zapata Olivella escribió, recopilados como ya se mencionó en Por los senderos de sus ancestros. Sin embargo Gilard reconoce su importancia: “Manuel Zapata Olivella: Negro, comunista y costeño, hizo mucho por el estudio y la difusión del folklore de la Costa atlántica. (...) Las giras folklóricas organizadas por Zapata en el país y en el extranjero contribuyeron con el progreso de una Colombia múltiple”. En los años 1940-50, según Jacques Gilard, “lo nacional significa: fragmentos de sociedad, fragmentos de cultura, fragmentos de geografía y de historia, que componen un disfraz de Arlequín presupuesto para representar una nacionalidad compacta y homogénea” Gilard habla de Colombia como una “república de criollos, ese país formal constituido por blancos o reputados como tales, mientras que el país real era y es múltiple: mestizo, pluriétnico y multicultural”. “Todo esto en una Colombia que no logra salir del estado endémico de las guerras fratricidas. Un país que por voluntad precisa y declarada de sus próceres y padres de la patria nace bajo la égida del racismo y del clasismo, sin el buen gusto de ser ni una nación ni un estado”... dice Fabio Rodríguez Amaya, quien también nos ofrece una bella imagen del “camarada” Zapata Olivella conduciendo a García Márquez por los laberintos del valle del Magdalena hasta llegar a la Guajira interna enseñándole qué es la variada cultura regional... Al leer la Ceiba de la Memoria nos damos cuenta de todo lo que nuestra geofilosofía debe a la diversidad territorial, a nuestra dispersión de culturas por costas, montes, selvas, valles y cordilleras. Has visto, sobrino, que en los playones de arena y conchas Hay pequeñas plazoletas amarillas: Son lugares para danzar Allá se reúnen los alcaravanes En sus días de fiesta para hacer la Yonna Al compás de los tambores Los alcaravanes hembras Los alcaravanes machos Se reúnen en círculos Y luego danzan por parejas Tal y como los Wayúu son los alcaravanes

201 Y el Keeralia: El Keeralia es como un fuego que habita la salina Tiene forma de lagarto y ojos de candela Cuando la tarde declina y el sol tiñe los playones de rojo Comienza el dominio del Keeralia Es mejor no andar extraviado en sus terrenos Sobre todo si se es mujer El Keeralia acosa a las mujeres Para forzarlas. También acosa a los hombres con sus ojos de fuego para preñarlos. Si encuentra a una mujer sola en la noche El Keeralia la penetrará Cuando el embarazo está muy avanzado La mujer tiene una barriga enorme Y no puede parir Entonces revienta con los hijos del Keeralia Que son los lagartos Que son las culebras Que son las iguanas La mujer forzada por el Keeralia muere A veces en las noches Se ve fuego que se mueve A lo lejos en la extensión de las salinas: Son los ojos del Keeralia que recorre sus dominios...

Son dos mitos de los indios Wayúu contados por Petra Prince y Xiomara Uriana. Estos mitos permiten dar una idea de la narratividad y el imaginario suelto por la costa caribe, a orillas de las aguas de mares y ríos, mitos engendrados por la geofilosofía ancestral... la Sierra Nevada, la Ciénaga Grande, los montes de María... Mompox... Levi-Strauss define el mito entre los indios americanos como “historias de la era en que hombres y animales no se diferenciaban” En la costa, como en muchos otros lugares, hay un totemismo difuso, difundido en las fiestas de carnaval, en las máscaras de animales.... “La historiografía colombiana ha levantado murallas de olvido y ausencia....con respecto a los primeros 50 años del siglo XVI en las costas de Colombia... seducida por los héroes que llegaron del otro lado del Atlántico evidencia un mayor interés por conocer – o dar a conocer – la ley y no la realidad, las instituciones y no las costumbres, los procesos civilizatorios y no las resistencias, las lealtades y no las protestas, la his-

202 toria de Dios y no la de las almas y espíritus que deambulaban escondidos en su propio Totem”

Esta certera crítica a la historiografía es del historiador Hermes Tovar Pinzón en su ensayo El caribe colombiano en el siglo XVI. Changó busca darnos a conocer lo escondido bajo el totem de los africanos y sus descendientes; por eso su obra tiene dimensiones arquitectónicas arborescentes, selváticas. Como lo recuerda Lydia Cabrera en su libro El Monte: para los africanos todo viene de la selva, del monte sagrado. Changó, en la diacronía cartagenera, aparece, siglos después, como la voz, el “yo”, de los miles de esclavos anónimos citados en De instauranda aethiopian salute, de Alonso de Sandoval, el gran jesuita, maestro del futuro santo Pedro Claver, el esclavo de los esclavos en Cartagena de Indias, personajes protagónicos en La Ceiba de la memoria. La primera edición del libro de Sandoval fue en Sevilla en 1627 y llevaba por título Naturaleza, policía sagrada i profana, costumbres i ritos, disciplina i catecismo evangélico de todos los etíopes... fue escrita en Cartagena. Naciones cantadas “Yo soy Carabalí, negro de nación, y sin mi libertad no puedo vivir”, se oye decir en “Bruca manigua”, una canción cubana muy popular en el Caribe. Zapata Olivella nos ofrece el mito supranacional – la lucha por Ser, la lucha por la libertad, por la emancipación, el respeto a los derechos humanos – del que hablan Herman Broch y José María Arguedas. La trata negrera hace muy obsoleto el concepto de Nación que heredamos de Europa. La nación es la música, el recuerdo de un continente lejano donde viven los ancestros. Los mestizos podemos escoger una fundación imaginaria, la filiación deseada: no sólo “lanzas” conquistadores, sino resistentes, artistas, cimarrones, ex esclavos (“no maldigamos la vida”). El renacimiento en Europa, como época de novedades, se hizo eco del adagio de Plinio en su Naturalis historia, repetido por Erasmo: Semper Africa novi aliquid apportat. Africa produce siempre algo

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nuevo, como traduce Alonso de Sandoval en su De instauranda aethiopum salute... Erasmo comenta que Plinio el Viejo encontró este proverbio en Aristóteles, mencionado en la generación de los animales... también cita una adaptación del adagio hecha por Anaxilas de Atenas: “La musica, por los dioses, es como Africa / siempre edita cada año una bestia nueva...” “Deja que cante la kora” – pide el mítico narrador de Changó el gran putas... Este libro es para ser puesto en escena... contiene cantos, poemas... Zapata Olivella se convierte en un griot-escritor… nuestra voz se une a la de otros... a las voces del pasado y a las del porvenir... Su espíritu vuela por la historia, lo seguimos por mar, tierra y aire, con los muchos nombres evocadores de las deidades cantadas en Cuba, Haití, las islas y Brasil.... El propio Zapata ha hablado del conocimiento empírico y el libresco.... de las voces de la calle y las plazas públicas, de los cantos, y de lo que se aprende en los libros. Viaje al Africa Zapata Olivella viajó mucho por el mundo. El prólogo a Changó, en la edición de la biblioteca afrocolombiana, escrito por el profesor de la Universidad del Valle, Darío Henao Restrepo, es de una gran riqueza pues cuenta algunas de las circunstancias en que lo escribió y sobre todo el viaje que Manuel Zapata Olivella hizo a Senegal. Trae el precioso testimonio de cuando le pidió al poeta presidente Leopold Senghor que lo dejara dormir una noche en una cueva de Gorée, la isla de los esclavos, donde eran embarcados para la travesía sin retorno. Zapata Olivella siempre fue un investigador. Sus estudios de medicina lo convirtieron en un humanista. Gracias a sus libros y al impulso que le dio al folclor se proponía una suerte de cura... de tratamiento... “Changó es víctima de una maldición y se encuentra esclavizado en América... pero de inmediato nace la rebelión, el cimarronaje, la lucha por la libertad...”. Changó es un guerrero. La trata negrera implica de inmediato la resistencia. Tenemos en 1804 en Haití el ejemplo de los “Negros Franceses”, que en épocas de la independencia aparecerán por Cartagena. La ceiba de la memoria condensa en nuestra literatura un saber enciclopédico, un resuello de leviatán, para recrear el siglo de las

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conversiones, el siglo de las inquisiciones...el siglo del derrumbe filosófico de la Iglesia europea que tendría su más estrepitosa caída con la masacre de la Saint Barthelemy en 1572. Burgos Cantor nos ofrece una visión muy realista de lo que era el modo de ser, el pensamiento, el comportamiento de los Jesuitas. Su documentación es profusa. A través del personaje de Alonso de Sandoval meditará “sobre los significados ocultos” de ese mundo fabuloso y terrible de Cartagena en tiempos de la evangelización y la inquisición. Ese mundo entrevisto también en las obras de los historiadores Alfonso Múnera y María Cristina Navarrete, entre otros. Tanto Changó como La Ceiba lo que hacen de alguna manera es permitirnos asistir por encima del hombro de Sandoval a la escritura de La Salvación de los etíopes. Zapata Olivella, en el capítulo “Las sangres encontradas”, nos cuenta la historia del Almirante José Prudencio Padilla, un héroe “guajiro-mulato”, a quien Simón Bolívar mandó a fusilar “quizás para escarmiento de los mulatos y negros de las costas”. En el mes de marzo de 1828 el Almirante se apoderó de facto del gobierno de Cartagena, apoyándose en los militares disidentes y en los artesanos de Getsemaní. Tres días duró el gobierno de este héroe mulato: “El levantamiento fugaz de Padilla es uno de los primeros, no el último, de los actos de rebelión política, de contenido sociorracial de los mulatos y negros libres de Cartagena durante la república” (Alfonso Múnera). Otro historiador, Javier Ortiz Cassiani, en un ensayo sobre el poeta Candelario Obeso, nos informa acerca de la opinión que tenía Simón Bolívar de la población afrodescendiente y la necesidad de controlarla. En carta al general Santander le dice que Colombia no solo está compuesta por los civilizados “lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona” el territorio está conformado sobre todo “por los bogas del Magdalena”, “los bandidos del Patía” y por “las hordas salvajes de Africa y de América que como gamos recorren las soledades de Colombia”. Como manera de control había que mandarla a la guerra, de lo contrario se corría el peligro que en las batallas de independencia solo muriera la población blanca, lo que dificultaría la construcción de una nación civilizada” ¿Dónde está el ejército de ocupación que nos ponga en orden? – decía

205 desesperadamente Bolívar en 1826 – Guinea y más Guinea tendremos, y esto no lo digo de chanza, el que se escape con su cara blanca será bien afortunado”...

Una de las características de Changó es que le da voz a los difuntos, a los ancestros. Zapata Olivella nos recordará una y otra vez esa creencia africana profunda en los ancestros... en la concepción del irrompible nudo de los vivos con los difuntos: “Cuando arribamos a Cartagena de Indias los difuntos se dan prisa en descolgarse por el ancla para depositar sus huesos en las aguas profundas de la bahía”. La naturaleza, los mares, el monte, la selva sagrada están muy presentes en las obras de Zapata y Burgos Cantor. “Los dioses nos hacen sufrir para que los poetas del porvenir puedan cantarnos”, esta frase de consuelo se oye en plena guerra de Troya. Zapata Olivella y Burgos Cantor cantan lo ocurrido en el siglo XVII como si hubiesen estado allá, en esa época del levantamiento de las Murallas de Cartagena. “La memoria es la única grieta en la coraza de orgullo de la muerte”, dice el yoruba Wole Soyinka. La historiadora María Cristina Navarrete nos ha ilustrado acerca de las prácticas religiosas de los esclavizados africanos y sus descendientes en Cartagena de Indias durante la colonia. Todos ellos hacen revivir ese mundo de campanas y tambores, procesiones de los encapuchados del Santo Oficio de la Inquisición, danzas en los montes... Vemos a la compañía de Jesús instalándose en el Puerto, el colegio se agranda, vendrán más sacerdotes... Oímos los pregones: El santo oficio, enterado de las apostasías que difunden protestantes, mahometanos y judíos, así como las brujas y hechiceros africanos que infestan la ciudad, por mandato del Inquisidor, obliga bajo pena de excomunión mayor, delatar toda herejía que se conozca... aunque el hereje sea el hijo, el padre o el cónyuge; trátese de personas de presumida alcurnia, servidor del Rey o extranjero, libre o esclavo...

Tanto Zapata Olivella como Burgos Cantor describen muy bien el zambaje y el mestizaje que se produjo cuando los esclavizados se convertían en cimarrones y se iban al monte, a la vida salvaje y debían buscar alimento y mujeres entre las tribus chimilas. En La ceiba de la memoria se lee:

206 …toman por mujeres a unas indias que se les unieron de gusto o por fuerza... En el caño de la Mojana construyen bohíos, cosechan plátano, y sobre todo se dan al asalto de embarcaciones, liberando a los bogas esclavos... tras apoderarse de las mercancías de sus amos... Fue aquí: sí, sin pecado concebido el hijo de la calabarí y el señor arzobispo. Hijo de cura y esclava crecía. La majestad entró...

Los bogas serán cantados por Candelario Obeso y Nicolás Guillén. A fines del siglo XVIII el fraile José Palacios de la Vega escribe su impresionante diario de viaje en busca de los negros e indios cimarrones. Cuenta con muchos detalles su viaje al corazón de los montes de la costa neogranadina, al frente de un destacamento, una patrulla evangelizadora-militar... la primera policía de las costumbres sexuales. La lucha de los jesuitas contra la idolatría de los esclavos, por su bautismo y conversión, serán contados tanto por Zapata Olivella como por Burgos Cantor. En Changó leemos: ¿Cómo es posible, pecador, que te levantes tan regocijado en el día de tu muerte, cuando serás quemado vivo por apóstata, hereje y hechicero ? El Babalao midió el desconsuelo del Padre Claver: Mi alegría es vida. No moriré por apóstata sino por glorificar a Changó y a mis orichas...

Y en La ceiba: Pedro oye el silencio de Dios. Ya no doy explicaciones. El vínculo con Dios carece de reglas. Es mejor el silencio. Ahí en el silencio lo distingo. Tal vez por eso me ensordece y aturde el ruido de los tambores. A veces oigo que los llaman tumbas. Tum tum. Ellos, los esclavos, se molestan conmigo cuando les quito los tambores. Tam tam, ruido, meneo del ombligo. Balumba. Batahola ¿Por qué llamarán con ruidos y saltos a sus dioses ¿ Mi dios, el verdadero, el único, se alimenta de silencio. El es silencio.

Dios mudo, dios escondido, dios ausente, dios ocioso... Con la lectura de Changó el gran Putas accedemos a una síntesis, a un fresco, así como los pinta Diego Rivera, sobre la vida, muerte y lucha de millones de africanos y sus descendientes criollos, rodeados

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por la hormigueante y diáfana presencia de los espíritus de los montes, de las selvas sagradas. Zapata Olivella se desliza antes o al lado de Lanston Hughes, Aimé Cesaire, Toni Morrison y Wole Soyinka gracias a esta reconstrucción ética de su rico pasado, el nuestro, la conciencia-en-Africa. El nos lleva a Palenque, a Cartagena, a Haití, a Brasil , a México, a Harlem, para hablarnos de los ekobios Benkos Bioho, Toussaint l’Ouverture, el Aleijadinho, Morelos, Malcom X… Ese fabuloso y humeante siglo cartagenero de las piedras ha sido novelado no sólo por Zapata Olivella y Burgos Cantor, sino también por Germán Espinosa y García Márquez, en Los cortejos del diablo y Del amor y otros demonios. De todos ellos sólo Manuel Zapata entronca la historia de Cartagena con la de los “negros franceses” y los zambos y mulatos brasileños, mexicanos y afroamericanos, con Malcom X y Angela Davis. El pintor cartagenero-francés Heriberto Cuadrado Cogollo, que ha ilustrado la portada de dos de las ediciones de Changó, logra darnos relámpagos, visiones poéticas del arte totémico y sensual, ancestral afroamericano. Pienso también en su conexión con Wifredo Lam Las visiones de Zapata Olivella construyen en la memoria un fresco enriquecido por la lectura de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Mito e historia se mezclan en los textos de ambos. Una nouvelle como Ecué-yamba-O, publicada por Carpentier en 1928, abre el camino para la presencia hechiza de las deidades yorubas – arará, y lucumí – en las letras americanas. Novelas como María, de Jorge Isaacs, y Cecilia Valdés, de Cirilio Villaverde, nos cuentan la vida de los negros de nación y criollos en el siglo XIX vistos por novelistas blancos. Un hombre es una trama, dice Manuel Zapata Olivella. Changó es su obra cumbre, fruto de veinte años de búsquedas y viajes, es una travesía con los ancestros. Él inventa un narrador sin tiempo, sin límites, donde una voz se une a otras voces. La conciencia del mestizaje de las concepciones sagradas aflora en Changó... Gracias al poder de su imaginación nos transporta al célebre cerro de la Popa, sitio cargado de energías... Puedo afirmar que la noche del gran bunde en la Popa no se mató a nadie, ni es cierto que se sacrificara un macho cabrío ni que los asistentes

208 bebiéramos su sangre... Por esas promesas y revelaciones que veníamos recibiendo del babalao muchos acudimos esa noche a la Popa... oramos repitiendo palabras en ñáñigo, pero sabiendo como predica Pedro Claver que la luna y el sol y las estrellas y todo lo que ven nuestros ojos es salido de la mano del Dios... Al son del tambor mayor que batía el propio babalao comenzamos a danzar hombres y mujeres esperanzados en que al final del baile nos diera buenas nuevas sobre nuestros antepasados...

El libro de Manuel Zapata Olivella tiene al final un glosario, “Cuaderno de bitácora, mitología e historia”, que orientó estas reflexiones. La Historia de la humanidad es nuestra, lo que ha ocurrido y nos va ocurriendo, lo que se puede explicar y documentar, estará siempre relacionado con lo mítico, con lo sobrenatural. Hay cosas que no podemos entender de manera racional y por eso aparece el mito. Para tratar de entender el fenómeno nazi el filósofo alemán Ernest Cassirer escribió un libro luminoso llamado El mito del Estado. La tesis de Cassirer es que la mitología no puede convertirse en política. En Alemania el nacional-socialismo marcó el derrumbamiento de la racionalidad y la victoria del mito (prejuicios religiosos), el Estado totalitario. En el libro de Roberto Burgos Cantor hay visiones del paso del mito nazi por la tierra. El holocausto, la Shoah. Cuando deambula por los campos de concentración de Dachau y Auschwitz el narrador se pregunta por qué no quedan rastros en Cartagena de las negrerías. El mito es para Cassirer análogo a las sombras, a las tinieblas, pero al mismo tiempo una expresión cultural, como el arte, el lenguaje, la historia o la religión. Mientras preparaba esta charla me encuentro con Diane, una abogada francesa nacida en la isla de la Guadalupe. Me ve leyendo en el parque Changó el gran putas y me pregunta quién es el tal Changó. Le explico que es el nombre de una divinidad yoruba – lucumí, Nigeria, Benin – que es identificada con el rayo y las centellas. En el catolicismo es Santa Bárbara. Marcel Detienne, el helenista belga, dice que “un mito es un nombre ante todo”. De inmediato Diane me canta una canción a Papá Changó. Ella piensa que ese canto viene de Haití. Compartimos la alegría de pensar en lo supranacional, en los siete mares y en las islas, en los vientos alisios, en los grandes tambores. En las palmeras suplicantes.

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Pedro Claver podría ser un ejemplo del poderoso enlace entre la Historia y el mito. Convertido en santo, también es personaje de las novelas de Zapata Olivella y Burgos Cantor. El folclorista cubano Fernando Ortiz nos cuenta acerca de un baile de muñecos en el que un negro interpreta el papel de San Pedro Claver. Quizás debamos referirnos aquí a ciertos bailes de muñecos, ejecutados en América, que acaso puedan atribuirse a tradiciones africanas, si bien no es de excluirse alguna influencia europea derivada de las procesiones católicas y de las imágenes que en ellas son conducidas por los devotos. Acaso el más típico de esos bailes es el que en 1948 presenciamos en Caracas (Venezuela) o sea la antigua comparsa o Baile de San Pedro que se celebra cada año en Guatire. Su trama teatral se basa en una leyenda. María Ignacia, una negra esclava, pidió a la imagen de San Pedro Claver, apóstol de los negros, que salvara a su hija Rosa Ignacia, víctima de una penosa enfermedad. Se realizó el milagro pedido y la esclava bailó y cantó ante el santo. Fieles a la tradicional leyenda, los peones de cañaverales y cafetales oían misa solemne todos los años el día de San Pedro, y terminada aquélla, bailaban y cantaban en el altozano de la iglesia. En la comparsa estaba representada Maria Ignacia por un hombre trajeado con ropas de mujer, que cargaba una muñeca de trapo en recuerdo de la hija de la esclava; otro negro disfrazado de San Pedro simulaba practicar la cura y luego participaba del ballet...

El mito del árbol sagrado que cobija bajo sus ramas el recuerdo de muchas generaciones está sembrado en el libro de Burgos Cantor. En la isla de los feticheros, en Casamancia (Senegal) pude ver un árbol sagrado, al pie del cual se hacían sacrificios de animales. Novela consciente, libro escribiéndose, orfebrería momposina con el oro del tiempo, la Ceiba alcanza momentos cumbres al tejer de esa manera nuestra historia, nuestra poesía, nuestra filosofía. Su poderosa voluntad poética nos ofrece verdades intuidas pero acaso nunca formuladas de manera tan gozosa y reiterada: El aire de mar le traía mensajes divinos a su alma… La luz: la tarde estaba en el fugaz tránsito de la luz de metal que corta las visiones a la espesura del declive ámbar, indefinible, que devora los contornos del mundo, las definiciones de los rostros, la forma de la costa.

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Hay en el ejercicio narrativo de Burgos Cantor una aspiración a la totalidad, una conexión cósmica con la historia y el espacio... La verdad se transforma en poesía: “Cada ser es un dios y tiene un culto, un sitio diferente”. Se decía que si Dublín fuese destruida se podría reconstruir leyendo el Ulises de James Joyce. Algo semejante se podrá decir ahora de Cartagena y La Ceiba de la memoria. Pablo Montoya hace alusión a los monólogos interiores del Ulises de Joyce para referirse a ciertos capítulos de La ceiba... Burgos Cantor ha dejado en su libro de memorias “Señas particulares” un hermoso relato de lo que es una vocación atendida y alimentada, la escritura de ficciones. Las futuras generaciones podrán leer los libros que él ha leído, los poemas que más le gustan de Jorge Artel, uno llamado cumbia y el velorio del boga ausente: “Cumbia amalgama de sombras y de luces de esperma / Cumbia danza negra danza de mi tierra / Traes de los tiempos muertos un coro de voces vivas”. Uno de los personajes más entrañables de su novela es Dominica de Orellana... una pensadora. Ella piensa en Giordano Bruno, el nolano, quemado vivo el 17 de febrero de 1600 en el Campo de’ Fiori de Roma. Ella reflexiona sobre la injusticia, sobre el amor, sobre la vida en Cartagena: “Me gusta tomar las calles por azar. Conducen al mar… el amor es un cenagal que se pone a prueba más allá de las promesas y que sobrevive de los desacuerdos y de la posibilidad de besarse en medio del abismo...” Ella es testigo del consumirse de Alonso de Sandoval y Pedro Claver: “Dominica los ve en el aire espeso de cangrejos y caracoles y esclavos encadenados en las negrerías consumiéndose en el volcán en erupción de sus restos...” A Dominica de Orellana le gustaría que Thomas Hobbes, el autor de Leviatán, leyera el libro de Alonso de Sandoval: “me rondaba la tentación de ese viaje, a consultarle al señor Hobbes esta idea: no hay nada a lo que el hombre no tenga derecho por naturaleza, solamente se aparta del camino del otro para que éste pueda gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo...” La Ceiba de la memoria es una novela sobre la aventura de escribir... Ahí está ese otro gran personaje, Thomas Bledsoe, un escritor gringo que desea escribir una novela sobre Pedro Claver: “Narrar, pensaba, era como poner las vigas y ladrillos del edificio desde adentro y se iba haciendo esa caparazón en la cual habitaba quien escribía...”

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Burgos Cantor ensaya, a la manera de Montaigne; teoriza la hechura de la literatura. Trata de liberar el alma, haciéndola viajar... caminando por la Cartagena contemporánea busca las huellas de las negrerías. Tal como Manuel Zapata Olivella trata de responder a la pregunta ¿quiénes somos? Buscamos reconocernos, ser como somos. La tradición oral está por debajo del suntuoso lenguaje. En Burgos Cantor hay también la presencia de la música folclórica, de la música cubana, de las canciones a los orichas... de Celia Cruz a Ismael Rivera y Richie Ray. Si Zapata Olivella utiliza en su escritura un gran angular, contando la epopeya de los africanos en América con los recursos de un Homero, mezclando lo divino con lo humano, Burgos Cantor trabaja con un microscopio historial, memorial, a partir de lo que sabemos de Cartagena, de su geografía y su historiografía, dejando aflorar sus deseos de narrar, dejándose “cabalgar”, arrastrar en el flujo de conciencia de sus personajes. Un libro como La ceiba de la memoria tiene implícito el método para llegar a las visiones que conforman ahora nuestro “ser-en-elmundo”. Lo leemos subrayando muchas páginas. “Cada realidad se asoma a la vida con una lengua propia construida de gritos y silencios, de olvidos y memorias, balbuceo y llanto, palabras que son emblemas, árboles, tierras, casas, frutos, corrientes de agua, mareas y oleaje de bajamar”. “Nombrar es revelación”, insiste, entre la permanente búsqueda de raíces nutritivas y la modernidad con sus nuevas herramientas. “La memoria nos mostrará el rumbo”. “A mí me queda el consuelo de haber conocido a alguien (Pedro Claver) sin ningún interés, por un impulso de justicia literaria o por curiosidad”. Burgos Cantor explora el pasado de su ciudad: “¿Qué deparó este puerto a los navegantes, a los doctrineros y giróvagos, a los curadores, a los comerciantes, a los enfermos de mar, a las monjas y curas, a los gobernantes enviados por el rey, a los militares que arrasan los palenques, a los teólogos de la Inquisición, a los plateros y carpinteros?”. El profesor José Manuel Camacho, de la Universidad de Sevilla, ha hecho un inventario de los mitos que nutren Cien años de soledad, por eso me dispensé de hablar de la obra de García Márquez. Baste recordar que “Macondo” significa banano en bantú para sopesar el fruto que ese significante le dio a la mitología.

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Leer Changó el gran putas y La ceiba de la memoria aumenta nuestra profundidad temporal al recrear el equipaje cultural que trajeron los africanos y sus descendientes. Además de la música y la danza nos permiten ver chispas de sus cosmogonías y creencias, su manera de ser, de entender las relaciones humanas. En Barranquilla existe un barrio llamado Rebolo... y en toda la costa se conoce la danza del Congo... Mi hipótesis, para concluir, es que después de todo lo ocurrido, de las guerras y rebeliones, de los levantamientos de negros, zambos y mulatos en busca de su libertad y su representación política, durante los siglos de las fundaciones y las murallas, la civilización de la yuca y el pescao, tras inventar la cumbia de la reconciliación, tomó los rumbos de la actual sociedad colombiana en la que sin embargo, como afirma Alfonso Múnera, “el trauma fundacional de la esclavitud sigue pesando de manera aplastante sobre miles y miles de seres humanos, a quienes redujo a una condición de inferioridad, les negó posibilidades y los puso en circunstancias de enorme desventaja”. Otro mito que siempre reaparece es el de “cómo hacer el amor con un mandinga sin cansarse”, pues se dice que la naturaleza los ha hecho bien dotados. “Tienen las notas denso sabor a noche, a lumbre viva de Africa. Sobre los difusos carboncillos del paisaje siguen girando excitantes: Barlovento, Barlovento, tierra ardiente del tambó…” Estos versos del poeta Jorge Artel son citados por la escritora barranquillera Mónica Lázaro en su ensayo “Pensamiento mítico y legado africano en ‘Barlovento’”, cuento de Marvel Moreno. Tenía un buen recuerdo de este cuento y al reelerlo me encontré con un hermoso mito entre líneas: la hacienda utópica donde los esclavizados trabajan como hombres libres, y son amados por las blancas. En esta historia de Marvel Moreno se siente la irredenta necesidad antigua de la libertad selvática: Al despertarse, Isabel tuvo la impresión de haber pasado la noche en vela, hacía calor, bebió un jugo de tamarindo y se acostó en una hamaca de la terraza a esperar la llegada del mandinga... escuchaba entre los tambores el sonido de los grillos, el ir y venir de las olas... también su pubis estaba sudoroso Al fin llegaron a la choza del mandinga, era un hombre esbelto, de músculos trenzados, le dio agua en una totuma… eso pasó hace doscientos años y sigue pasando, la niña Josefa, mi abuela, acostada en el río San Juan con el mandinga que la amó

213 Sobre sus senos los ojos profundos del mandinga – Ven acá Cerró los ojos ahora que los labios del mandinga le recorrían el cuerpo Cuando el mandinga entró en ella... arrancándole de cuajo aquel espasmo Los tambores seguían sonando muy cerca... en aquel rincón de la selva Volvería... con la muerte al lecho de tiernas algas donde aprisionado por ellas el mandinga la estaría esperando por la eternidad...

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DARÍO RUIZ GÓMEZ

La literatura italiana como educación sentimental

La mirada que trata de precisar desde la madurez, aquello que pudo ser la infancia, se topará con imágenes fragmentadas que parecen saltar ante los ojos velados ya, inevitablemente por la experiencia de los años y el agotamiento de los contenidos de vida o sea por el desencanto. Ahí está un niño con la nueva ropa vieja, descalzo, asombrado en medio del solar de la casa. Mirar hacia el cielo es tratar de aislarse de aquello que lo rodea, los muros en ladrillo basto, los chorreados de cemento, las cañas, la maleza y la voz de algún vecino perdida en el viento. El adolescente que no ha querido abandonar al niño que lo habita, trata de encontrar imágenes familiares que las lecturas iniciales le han brindado. Los niños italianos de Edmundo De Amicis, en especial aquel chiquillo que sube al barco en Génova en dirección a Buenos Aires: la soledad, el aislamiento del mar lo llevan a reconocerse en las esperanzas, desvaríos de aquella insólita comunidad de humildes gentes. La pobreza adquiere así ante los ojos del niño carta de identidad. A partir de ahí lo que se espera del mundo, de los otros, acaso sea la respuesta de una torva malicia, el egoísmo de los adultos amargados. Pero lo importante es la expectativa que brinda el descubrimiento de un mundo paralelo, otra patria, liberada de las tiranías del localismo. La violencia política que en Colombia no ha cesado, nunca ha tenido un objetivo a cumplir: destruir con sevicia la idea de esperanza, de confianza humana para que desde éstas se den las condiciones y el hijo pródigo regrese a su morada. Pero la diáspora se ha mantenido con una contumacia diabólica hacia la población que, permanentemente, debe huir ya que así lo consideran los poderes. La casa natal no permanecerá en su sitio, no permanecerá en su sitio el horizonte de la infancia, la ingenua idea de contar con una heredad. Si el barrio parecía a la larga una fatalidad e iba levantando altos muros alrededor de los mejores, en sueños, las gentes descubren hoy que su capacidad de re-

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acción frente a la injusticia consiste en afirmar formas de solidaridad que no provienen de ninguna imposición política o religiosa sino que brota espontáneamente del instinto que los más viejos atesoraron desde la primera memoria familiar y que se han convertido en un silencioso manual de ética de estos seres sin patria ni banderas. El territorio que nos identifica es necesario construirlo día a día. Cuando el abuelo decide caminar y se marcha por la calle en “El Simplón guiña un ojo al Frejus” de Elio Vittorini, la madre alivia el temor de los niños diciéndoles que en la tarde lo traerán de nuevo los obreros que salen de la fábrica. En aquellos días de sombría violencia mi madre sabía que cada uno de sus hijos contaba con la solidaridad de los vecinos para regresar a casa y que en cada hijo el impacto del miedo ante esa fraternidad hacía crecer en ellos la medida humana de sus derechos y de sus anhelos de romper esos muros. Este país paralelo era el verdadero país. Salir en barra hacia el Centro de la ciudad cruzando por los barrios ricos era comenzar a delimitar un territorio que el contraste notorio entre formas de vida hacía más humanamente responsable ante las primeras decisiones políticas. El mundo se hacía material con los elementos con que se construyeron nuestras casas, se delimitaron los espacios para que con el tiempo los fueran llenando de significados los afectos. “Ah gentil muerte / no toques el reloj de cocina que late sobre el muro: / toda mi infancia ha pasado sobre el esmalte de su cuadrante, por sus flores pintadas: / no toques las manos, el corazón de los viejos. / Pero ¿quizás alguien responde? Oh muerte de piedad, / de pudor. Adiós, querida, adiós, mi dulcissima mater””. Salvatore Quasimodo Las imágenes arrojadas desde las secuencias de films que quedaron grabados para siempre en el alma del muchacho conmovido, se fueron elaborando al ritmo de los sentimientos en aquellos diálogos de esquina donde la conversación iba desnudando la necesidad de esas compañías de ficción, de los nuevos y necesarios mitos de la calle. En “Mito y poesía” Cesare Pavese nos recuerda que es en la barra de amigos que conversa en alguna esquina de ciudad en donde lo trágico adquiere un nuevo significado: el tango no se cansa de recordarlo utilizando para ello el recurso de la nostalgia mediante la cual constatamos nuestra precariedad existencial y a la vez el sentimiento ya imborrable de pérdida. ¿Quién es el espectro que nos representa, de ahí en adelante, a lo largo de las calles y parques vacíos? La adhesión sentimental hacia el recuerdo es siempre un gesto anticipado de la lucidez del niño, del dolor del muchacho, el deseo de

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que la barra de amigos no desaparezca nunca, sea eterna. Pero el barrio no es un hecho tangible, unas paredes, unos zaguanes, unos patios sino un invento de la imaginación para contar con un territorio intocable, ajeno a los especuladores. Un universo que vive un presente en medio de la tautología urbana. Yo llegué a bautizar la calle de mi barrio como la Vía del Corno porque al leer aquella “Crónica de los pobres amantes” Pratolini me mostró que en ella convivían la desgracia y la felicidad, el estoicismo y un día la maligna presencia de las brigadas fascistas, o sea la ciega violencia contra los desamparados por el hecho de ser desamparados. En esa calle conocí lo que supuso la resistencia civil, el alma infantil se empapó del miedo en medio de las calles desiertas, con cadáveres de vecinos y desconocidos, el rostro alterado del represor. “Roma ciudad abierta” de Rosselini, “La larga noche del 43” de Bassani. El presente de los hechos se distorsiona pero el impacto emocional se adentra en los flujos de la sangre y en los recovecos del cerebro hasta identificarse con el paso de los años con el rostro identificable de una ideología perversa con su disfraz de severidad y decencia. De este modo el manantial de la infancia es arrasado por el terror y sobre todo por la suspicacia como si una repentina tempestad de arena y ceniza hubiera caído sobre la casa, sobre el huerto, las vegas del río, un manto de oscura ceniza. Lo dice con sorprendida emoción Montale: “¡Extraña zona / de la infancia la que explora / un patio claro como un mundo¡ / También nos llega la hora que indaga. / La niñez moría con un simple giro” ¿En quién confiar bajo aquella dolorosa pérdida del territorio? Porque la palabra que desconfía no puede ser la misma palabra de las certezas necesarias., de la larga tristeza de los muchachos abriendo la mirada hacia el dolor del mundo, hacia los cuerpos vacilantes de un prójimo olvidado. La responsabilidad política rehuía el maniqueísmo de las teorías y se instalaba en el vacilante aliento de aquella vecindad aterrada de la cual brotaba la única certeza de recuperar la esperanza. Sin saberlo ahí estaba la palabra que esperaba, el diáfano misterio del verbo que se oponía al despiadado lenguaje oficial. “Pero hay / en el corazón de la tarde hay / sin cesar una herida roja y lánguida”. Dino Campana La pobreza se llega a vivir como un destierro. ¿Destierro de qué o de quién? En films como “Ladrón de bicicletas”, “Bellísima”, “Los desconocidos de siempre” o sea el más genuino neo-realismo yo que vivía entre gentes pobres y honorables y era uno de ellos, aprendí las

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gesticulaciones de los desamparados e igualmente aprendí que callar no es lo mismo que resignarse a ser silenciado. Desde el silencio la madre recupera para el hijo el significado primero y último del orgullo humano. “Era tan pobre- dice de alguien Ennio Flaiano en su “Diario Nocturno”- que ni siquiera sabía el nombre de las cosas”. Si hoy el consumismo ha degradado el lenguaje hasta despojarlo de estos significados, la economía de la palabra en la pobreza es una necesidad de verdad y de respeto a las cosas. El argot es un artificio propio de grupos sociales perseguidos pero es una falacia argumentar que se habla como el pueblo ya que hacerlo sería reducir al pueblo a un cliché demagógico. No me refiero a los dialectos regionales cuyo pasado es inmemorial, culturas orales donde se reflejan asperezas y alegrías de la vida, de las incidencias de la geografía, imágenes fundadoras necesarias. La conciencia de esta herencia y de esta dificultad se me hizo evidente en Pavese, en Vittorini, en Carlo Levy traducidos fielmente en Argentina en la década del 50, maestros singulares de mi adolescencia. ¿Cómo sobrepasar el relato y acceder a la complejidad de la novela tal como lo exigía Guido Aristarco? En esta exigencia muchos narradores latinoamericanos simplemente alargaron el pajinaje y las llamaron novelas. Posteriormente pervirtiendo el realismo mágico de García Márquez encontraron un subterfugio para no adentrarse en las disyuntivas morales de sus personajes. Visconti en “Rocco y sus hermanos” dio este paso de manera deslumbrante al ir más allá de la idea estereotipada del pobre, del obrero e introdujo en esos cuerpos las pasiones que definen lo humano, odio, rencor, avaricia: sobre el crudo escenario donde habitó la risa apagada de los pobres, y brota, ahora, la brutal experiencia del obrero alienado en la marginación urbana. Estar en medio de este proceso de degradación es una experiencia que se fija para siempre en el entristecido corazón de un adolescente: lo que algunos, retóricamente han llamado ilusiones, se rompe en el aire contaminado y esparce en el alma de los niños un viento de pavor. El dolor estalla en medio de la palabra que pretendía seguir en el acto inocente de dar fe de los cambios de la luz en un patio. El silencio de los más viejos es la estoica respuesta a estas ofensas. “El conocimiento del dolor” llamó Carlo Emilio Gadda a una de sus más bellas novelas. La ética de estos seres inmemoriales es la purificación, la necesaria pudicia para impedir que la palabra sea arrasada por el huracán inclemente de las economías. Y quien ha nacido y crecido bajo estos imperativos y estas respuestas de vida sabe que la palabra que se busca de-

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be responder a esta ética del lenguaje. El rigor alude aquí a la capacidad de hacer que de las palabras no huya este flujo de poesía de vida, esta sabiduría de sócrates caseros. El reclamo de la claridad como necesidad de la luz mediterránea frente a los taciturnos reclamos del nihilismo, la luz que transformó a Goethe, a Le Corbusier, lo trágico pero en los vaivenes de la vida rescatada como himno de júbilo. “Cuando aún es larga / la fe, y es limitada la memoria, / a pesar del dolor y la tristeza” Giacomo Leopardi. La risa inesperada de Cabiria para decirnos en el plano final del film de Fellini, que la vida continúa. La nostalgia es el comienzo de la definición de ese difuso yo que el joven escritor quiere fijar para darse y reconocerse a sí mismo en una figura reconocible, entre las voces en tropel de la calle iluminada. Es aquí donde esas voces, esos espacios transformados por la virtud civil de modestia, pasan a convertirse en el soporte necesario para intentar que la escritura responda a estas premisas de vida. No el pueblo como un afiche político sino el acto de abrir los ojos, los oídos, a esas voces que nos acompañarán para no morir solos tal como llegó a plantearlo Pasolini al mirar el fugaz florecer de unas humildes plantas, al detectar el hondo alcance de esa camaradería. Me refiero, claro, a la lógica del corazón, mediante la cual logramos construir un hábitat necesario para dar un salto adelante y encontrarnos liberados de los atavismos locales. La lectura nos conduce tempranamente a buscar una identidad en el tiempo y en el espacio que nada tiene que ver con la postrada noción de patria pero sí con la urgencia de contar con un horizonte espiritual que nos permita tener una mirada fiscalizadora necesaria sobre aquello que hemos sido y aspiramos a ser bajo la mirada tutelar de quienes han sido y serán nuestros maestros. Pienso en la manera como Pavese reivindica el magisterio de la literatura norteamericana para renovar la visión de su horizonte natal, la medida de la palabra que puede traducir su experiencia de realidad, oponiéndose a la tradición embalsamada del fascismo. Es en este sentido que la literatura italiana marcó para mí un camino al acreditar experiencia y sentimentalidad ya que lo que llamamos una educación sentimental se dio no sólo desde el vigor de la literatura norteamericana sino desde los arrabales de Roma, de Florencia, desde el alboroto de las casas de vecindad, desde esa música de esquina que ilustraron maravillosamente Nino Rota, Ennio Morricone: descubrir así que mi calle guardaba una música brotada desde los sentimientos donde la derrota de los adolescentes y los rostros imborrables de las muchachas, se mezclaban con la búsqueda de una

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racionalidad política y de una palabra que diáfanamente partiera de esa particular vivencia del sufrimiento pero también de la invencible fraternidad de los pobres. Creo que fue la debida preparación para entrar luego en el estólido ámbito de las academias o sea de la cercanía del aburrimiento y lograr entender que sobre un muchacho que busca la palabra justa la cultura no es un peso muerto sino una particular visión del mundo y sobre todo la necesidad del rumor de la vida en la escritura que anhela forjar un día. ¿Qué habrá sido de todas las muchachas? ¿De aquel amor que la cadencia de la “Piccolissima Serenata” del gran Renato Carosone volvió recuerdo eterno para mi vida? “Porque tener una tradición no es nada, recuerda Pavese, para vivirla es preciso buscarla”. Quien busca respuestas encuentra respuestas en quienes tantean por el camino de las mismas dudas y de los mismos hallazgos, en quienes a través de la Historia han compartido sus perplejidades, Croce, Gramsci, G. C. Argan, Giorgio Colli y hoy se afirman en la lucidez de Giorgio Agamben, de Roberto Calasso, de Cacciari y tanto otros pensadores gracias a los cuales el camino de preguntas ante las difíciles situaciones que vivimos nos ayudan a elegir la estrella bailarina y a no sumergirnos en esa aberrante forma de sumisión que es la desesperada anarquía de un nihilismo manufacturado por el vacío que nos deja el consumismo, la quiebra de las últimas ideologías. “È fatua la sera e tremola ma c’é / Nel cuore della sera c’è / Sempre una piaga rossa languente”. Dino Campana

“ […] quando ancor lungo / La speme e breve ha la memoria il corso, / Il remembrarsi delle passate cose, / Ancor che triste, e che l’affano duri”. Giacomo Leopardi

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Los autores

FEDERICA ARNOLDI En 2009 consigue la Licenciatura Magistral en Lenguas y Literaturas Panamericanas en la Università degli Studi di Bergamo con una tesis dedicada a Marvel Moreno y en el 2012 consigue el Doctorado de Investigación en Literaturas Europeas y Panamericanas en la misma universidad. Desde 2005 es miembro de la redacción de la revista Nuova Prosa. Desde 2007 enseña lengua italiana para extranjeros. Ha publicado algunos ensayos de crítica literaria. E-mail: [email protected] ANNA BOCCUTI Es investigadora y docente de Lengua y Literaturas Hispanoamericanas en la Università di Torino. Se ha dedicado especialmente al estudio de la literatura humorística argentina del siglo XX-XXI, la literatura fantástica contemporánea, el discurso del tango-canción y sus irradiaciones en otros géneros, la microficción hispanoamericana, temas sobre los que ha publicado varios artículos en revistas especializadas de relevancia nacional e internacional. Forma parte de los asesores de la revista de literaturas ibéricas y latinoamericanas Artifara. Entre sus publicaciónes más recientes, la antología de microficciones Bagliori estremi. Microfinzioni argentine contemporanee (Arcoiris, Salerno 2012) y el volumen de cuentos de Rodolfo Walsh, Fotografie (Nuova Frontiera, Roma 2014, traducción con Elena Rolla, y prólogo). E-mail: [email protected] ERMINIO CORTI Es investigador de Literatura Hispanoamericana en la Università degli Studi di Bergamo. Sus campos de investigación preferentes se adscriben a la cultura y la literatura chicana, a los estudios de carácter comparativo entre literatura hispanoamericana y angloamericana, al género fantástico y a los movimientos de vanguardia.

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Entre sus publicaciones: Da Aztlán all’amerindia. Multiculturalismo e difesa dell’identità chicana nella poesia di Alurista (1999), Da Faulkner a Onetti: uno studio comparativo dei cronotopi letterari fra Yoknapatawpha e Santa María (2004), Borges, Onetti, García Márquez. Tres ensayos de literatura hispanoamericana (2004). Es miembro del comité de redacción de la revista Ácoma y, junto con Roberto Cagliero y Stefano Rosso, dirige la colección ‘Americane’ de la editorial ombre corte de Verona. E-mail: [email protected] PABLO MONTOYA Escritor y profesor titular de literatura de la Universidad de Antioquia (Medellín). Es autor de varias novelas, cuentos, prosa poéticas y ensayos. Entre sus últimas obras publicadas figuran: Lejos de Roma (novela, Alfaguara, 2008), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (Poesía, Tragaluz, 2009), Adiós a los próceres (cuento, Random House-Mondadori, 2010), Los derrotados (novela, Sílaba, 2012) y Tríptico de la infamia (novela, Random House, 2014). Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus ensayos sobre música, literatura y pintura han aparecido en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa. E-mail: [email protected] JULIO OLACIREGUI Narrador, poeta, dramaturgo y periodista, su primer libro de cuentos fue Vestido de bestia (1981), al que le siguen las novelas Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la innovadora, experimental y lograda Dionea (2006). Ha ejercido el periodismo en Colombia (El Heraldo, El Espectador) y lo ejerce actualmente en París en la sección América Latina de France Press. Reside en la capital francesa desde 1978 donde estudió literatura en La Sorbona. Olaciregui adaptó La Mansión de Araucaima de Álvaro Mutis para la película que filmó Carlos Mayolo en 1985. Tiene obras de teatro inéditas como La novias de Barranca, Talía y el garabato y El callejón de los besos, así como un libro de reportajes. E-mail: [email protected] CATALINA QUESADA GÓMEZ Es profesora de español en la University of Miami. Ha trabajado en varias universidades de España, Francia y Suiza y ha sido profesora o in-

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vestigadora invitada en distintas universidades europeas y americanas. Entre sus publicaciones destacan las monografías La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo XX (2009), Liquidar Colombia: narrativa colombiana en tiempos globales (en preparación) y Libido moriendi. Representaciones e imaginarios suicidas en la literatura hispánica (en preparación). Ha coordinado para Pasavento: Revista de Estudios Hispánicos el monográfico “Cultura y globalización en Hispanoamérica” (2014) y es asimismo co-editora del volumen Sarduy entre nosotros, que aparecerá en 2015. E-mail: [email protected] FABIO RODRÍGUEZ AMAYA Pintor y escritor es catedrático de Literatura hispanoamericana en la Universidad de Bérgamo. E-mail: [email protected] ADRIANA ROSAS CONSUEGRA Escritora e investigadora. Doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona es docente de Literatura, Cine y de un Taller de Escritura Creativa en la Universidad del Norte. De reciente publicación es el libro de cuentos Frente a un hombre desnudo. Algunos de sus cuentos, ensayos y crónicas han sido publicados en antologías y revistas. Varias de sus investigaciones versan sobre literatura escrita por mujeres, cine y escritura creativa. Algunos de sus ensayos son: La crítica literaria sobre autoras colombianas a partir de los años ochenta.. La perspectiva de género en el Caribe desde la teoría del Bildungsroman, manifestado en la escritura de la puertorriqueña Rosario Ferré y la colombiana Marvel Moreno. De reciente publicación su libro de cuentos Frente a un hombre desnudo, Barranquilla, Collage editores, 2014. E-mail: [email protected] DARÍO RUIZ GÓMEZ Se gradúa en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid en 1961. Paralelamente estudia urbanismo y estética. Colabora con la revista Acento. En Bilbao es redactor de Hierro hasta su expulsión por motivos políticos. Durante treinta años hasta su jubilación en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia fue profesor de Historia de la Arquitectura e investigador urbano. Ha publicado los libros de cuentos Para que no se olvide su nombre (1966), La ternura que tengo para vos (1982), Para decirla adiós a ma-

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má (1983), En tierra de paganos (1981), Crímenes municipales (2009) y las novelas Hojas en el patio (1979), La muchacha de la leyenda (Poesía, 2001) así como cinco libros de poemas y libros de ensayos sobre arte, literatura y urbanismo. Columnista y crítico polémico, en la actualidad está considerado como uno de los intelectuales colombianos de mayor prestigio internacional. E-mail: [email protected] GABRIEL SAAD doctor en literatura hispanoamericana, es profesor honorario de literatura comparada en la Sorbona. Co-director del seminario del Centro de Investigaciones sobre el surrealismo, ha dictado conferencias y dirigido seminarios en diversas universidades europeas y americanas. Ha traducido al español obras de Jacques Cazotte, Lautréamont, André Malraux y André Pieyre de Mandiargues y al francés, obras de diversos autores hispanoamericanos : para la editorial Arcane 17, “Misales” de Marosa di Giorgio, para Gallimard, “Pepe Corvina” de Enrique Estrázulas. En 1997, dirigió la edición francesa de las Obras Completas de Felisberto Hernández (Editions du Seuil). Poeta, ensayista y narrador, reunió sus poesías en un primer libro, “Lugares del tiempo”, (March editor, Barcelona, 2009). Ha publicado un centenar de trabajos académicos, esencialmente sobre autores franceses e hispanoamericanos, sobre el barroco y el surrealismo. Su relato “Hermano Hem” fue seleccionado por el profesor Angel Flores para la “Antología de la narrativa hispanoamericana”, publicada por Siglo XXI, en México. Diversos autores franceses e hispanoamericanos se han referido a sus trabajos académicos, entre otros, Borges, Augusto Roa Bastos, Juan José Saer, André Pieyre de Mandiargues, Florence Delay. Es miembro correspondiente de la Academia Nacional de Letras de Uruguay. E-mail: [email protected] SYLVIA SUÁREZ Maestra en Artes Plásticas de la Universidad Nacional, en la actualidad es doctoranda en Arte y Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, es miembro del grupo de investigación Taller Historia Crítica del Arte y colabora con la Red Conceptualismos del Sur. Se ha desempeñado como docente en la Universidad de Los Andes y en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus publicaciones se encuentran el libro Transpolítico. Arte en Colombia 1992 – 2012 (co-autoría con Jose Roca), Eugenio Barney Cabrera y el arte co-

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lombiano del siglo XX (Co-editoras con Ivonne Pini), Duda y disciplina. Obra crítica de Jose Hernán Aguilar (2010), Genesis del Taller Experimental en la Universidad Nacional: Una cruzada por el arte contemporáneo en Colombia (2007). Ha realizado proyectos curatoriales de interés internacional sobre arte colombiano moderno y contemporáneo. E-mail: [email protected] CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA Narradora y ensayista, reside en Madrid donde se doctoró en letras hispánicas en la Universidad Complutense. Ha sido profesora de Literatura Española e Hispanoamericana en distintas universidades de España y Colombia y colaboradora de revistas como Cuadernos hispanoamericanos y Quimera. Actualmente colabora con el suplemento cultural ABCD las Artes y de las Letras del diario ABC. Desde 1997 está vinculada de planta al Instituto Cervantes donde se dedica al desarrollo de proyectos y actividades relacionadas con el hispanismo internacional. Como narradora ha publicado, Siete relatos (1981), Prohibido salir a la calle (novela, 1997), El ojo en la aguja (cuentos, 2000), José Martí, amor de libertad (biografía, 2004), La casa imposible (cuentos,2005), La semilla de la ira (novela, 2008) y Una isla en la luna (novela, 2009). Obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Libro de cuentos de la Universidad de Tolima (Colombia), en 1976 y ha sido finalista en concursos literarios como el Eduardo Caballero Calderón de Novela, en Colombia, con Prohibido salir a la calle, en 1996. E-mail: [email protected]

Este libro reune las intervenciones hechas en el Coloquio internacional PERIPLO COLOMBIANO – Narrazione e narrativa per il nuovo millenio, realizado en la Universidad de Bérgamo (Italia) en mayo de 2012.

Questa pubblicazione è stata realizzata utilizzando carta fabbricata nel pieno rispetto dell’ambiente senza l’utilizzo di sostanze nocive e con l’impiego di prodotti ecocompatibili nella fase di stampa e confezione.

Finito di stampare nel mese di dicembre 2014

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