Alphonse de Wajdi

ALPHONSE De Wajdi Mouawad VOZ EN LA OSCURIDAD Cuando eres chico Estás muy mal informado. Entonces imaginas. Más tarde,

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ALPHONSE De Wajdi Mouawad

VOZ EN LA OSCURIDAD Cuando eres chico Estás muy mal informado. Entonces imaginas. Más tarde, Imaginar se vuelve algo complicado Entonces te informas Entonces te vuelves grande. Y no hay nada de malo en eso. Es el orden de las cosas. Y las cosas están bien hechas Ya que nos impiden regresar hacia atrás Lo cual está muy bien Y las cosas están bien hechas Ya que nos impiden regresar hacia atrás Lo cual está muy bien Porque, Si por alguna remota posibilidad del azar, Un hombre cruzara su camino con el niño que fue y si ambos se reconocieran el uno al otro, se derrumbarían hasta el suelo, el hombre de desesperación, el niño de pavor.

LA FAMILIA DE ALPHONSE Tengo un hermano pequeño. Se llama Alphonse. Alphonse es un niño valiente: Los ojos verdes, la mirada recta. En la calle, cuando camina, no se hace notar. No quiere hacerse notar. No puede hacerse notar. No es de los que hacen que las cabezas volteen. Esta noche, Alphonse no ha regresado de la escuela. Mi madre está sentada en la sala, su tejido al lado. Mi padre fuma frente a la ventana abierta hacia la noche, Mi hermana duerme (pero en realidad finge) Y yo, sentado en la cocina, me inquieto por Alphonse. ¿Dónde estará ese?

Pero si no le hubiera pasado nada, habría llamado, exclamó la mujer de la sala, el padre se volteó y le escupió en la cara para callarla.

Él, el hombre, el padre, ya se había dado por vencido. Es normal, sufría demasiado. Haber trabajado toda mi vida, como negro, gastado mi juventud, gastado mi belleza, mi gran elegancia, por mi familia. ¡Y qué familia! Una mujer fea que teje todo el tiempo, Una hija que sigue sin casarse, que nadie quiere, Y un hijo ingrato, que se queda de pie frente a mí con la ceja levantada y la boca torcida. Y el último, el más chico, Alphonse, De quien tanto esperaba, ¡Que se va!

Quién sabe a dónde. ¡¿Pero qué he hecho con mi vida?! ¡¿Por qué no me hice caso desde el principio!? “¡No estás hecho para tener una familia, y ya”! ¡Y ya! ¡Tu hijo, el más chico, acaba de desaparecer! ¡Lo comprendo, yo hubiera hecho lo mismo! La verdad es que Alphonse iba caminando por el campo, pero de eso no deberíamos enterarnos sino hasta después. A mí me cae bien Alphonse. Me escucha cuando hablo, y cuando hay que ayudar siempre está ahí. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha vuelto?... Dios mío… Dios mío… estoy cansada, soy una mujer a la que no le han dado nada. Mi hija llora en su cama, mi hijo, el mayor, debe de estar leyendo en la cocina (¡a ese le vale todo!) y mi marido, un hombre antes tan guapo, ahora tan solo en la vida, él, que era tan fuerte, ahora tiene que estarse agarrando del marco de las puertas para no caerse. ¡Y además anuncian que mañana va a hacer un día muy frío! ¡Y Alphonse, que no se llevó su suéter! Que no se me olvide comprar queso para mañana. No habrá que regañar a Alphonse. Habrá que entender por qué se fue. ¡Eso es!

En su cama, la hermana estaba llorando. Se había echado una o dos oraciones, ¿pero de qué sirvió? Alphonse no regresará. Estaba acostumbrada a ocuparse de él, de pequeño lo llevaba de paseo, lo bañaba, le daba pequeños regalos. Era su hermanito. De noche, cuando él se despertaba ella también se despertaba, movida por un formidable sentimiento de protección.

Alphonse, ¿adónde vas? Le preguntaba yo cada vez, Voy a tomarme un vaso de agua ¿quieres que vaya a traértelo? No, gracias hermana, voy a ir yo mismo; para estirar las piernas. Siempre me decía lo mismo: ¡para estirar las piernas! Pero yo, sé que era para ir a la alacena y atascarse de galletas de chocolate. De hecho, la verdadera razón que lo hacía levantarse era otra.

LA VERDADERA RAZÓN QUE HACÍA LEVANTARSE A ALPHONSE A LA MITAD DE LA NOCHE Alphonse se levantaba cada noche para encontrarse, en el pasillo que llevaba a la cocina, con Pierre-Paul-René, un personaje dulce, monocorde y que nunca se sorprendía de nada. Alphonse era el único que lo conocía. Durante el recorrido del cuarto a la cocina, Alphonse y Pierre-Paul-René, tenían tiempo de vivir mil aventuras en la oscuridad. Pierre-Paul-René se le aparecía siempre de noche porque fue en una terrible noche de tormenta en la que Alphonse se había levantado para ir a tomar un vaso de agua, cuando se conocieron.

Alphonse se había quedado aquella famosa noche sentado en su cama, con los ojos abiertos; la oscuridad alrededor de él le sacaba la lengua, su hermano, en la cama vecina, dormía un sueño profundo y parecía muy preocupado por asuntos misteriosos a los que nadie tenía acceso.

Las cortinas cerradas pintaban el cuarto de un negro espeso como mermelada. La tormenta era espléndida. Alphonse tenía mucha sed. A lo lejos, la cocina. Muy lejos la cocina. Entre ella y Alphonse, el pasillo, y en el pasillo todo podía suceder. Porque primero tenía que atravesarlo antes de alcanzar el interruptor y prender la luz. El pasillo. Ese pasillo frío, que daba a una sala sin fondo, un comedor que hacía digestión con grandes sonidos de madera rechinando. La pijama de Alphonse era demasiado grande, demasiado larga. Salir de su cama era impensable en tales condiciones. Pero tenía tanta sed y el agua debía de estar tan fresca en la jarra.

Su hermano en la cama vecina se volteó; despertarlo pondría, sin duda, en peligro sus asuntos internos. El pasillo fruncía las cejas. Alphonse estaba aterrorizado. Y Alphonse sabía muy bien que le era imposible despertar a su madre; sin duda se enojaría y eso sería terrible. Alphonse, ya no eres un niño le había dicho la última vez. Pero ahora eran tan inaguantables las ganas que la horrible sed le causaba, que le partían la garganta, hizo que se olvidara de su miedo por un instante y eso lo empujó fuera de la cama. Cuando llegó a la orilla del pasillo, era demasiado tarde para retroceder. La tormenta caía cada vez más estrepitosamente, y el

pasillo, durante los rayos, se llenaba de personajes sórdidos, agachados, en lo bajo de la pared; el piso era inexistente y la caída al vacío, inevitable. Y es ahí, sí, ahí, durante un rayo, que Alphonse pudo ver, del otro lado del pasillo, a un niño que lo observaba. ¡Alphonse! (creyó oír en medio de la tormenta) ¿Quién eres? ¡Soy Pierre-Paul-René! Un niño dulce, monocorde y nunca me sorprendo de nada. Vine a vivir en tu cabeza. Alphonse. De ahora en adelante te levantarás sin miedo a mitad de la noche y sin miedo atravesarás el pasillo para ir a tomar tu vaso de agua porque siempre estaré ahí. Y eso fue todo. Esa noche, cuando volvió a acostarse, Alphonse soñó con Pierre-PaulRené… Sueños extraños, extraños, extraños…

Pierre-Paul-René estaba sentado al pie de un edificio. Unos niños jugaban tranquilamente a la sombra de los brontosaurios que trotaban alegremente sobre el pasto. El viento soplaba sobre la lluvia que caía. Pierre-Paul-René estaba feliz. Pero, poco a poco, la lluvia se calmó ante el viento que se levantaba e hizo que se replegara. La luz del día se descompuso hasta el silencio, los niños habían desaparecido y los brontosaurios practicaban la levitación. De repente, succionado por una aspiradora gigantesca salida de las nubes algodonadas, Pierre-Paul-René se encontró dentro de un tubo que olía a mariscos y a salchicha seca y que lo jalaba a gran velocidad. Pierre-Paul-René creyó que se acercaba el fin del mundo y encontró entonces inútil gritar, ya que era un niño dulce, monocorde y que nunca se asombraba de nada. Guardó el silencio más absoluto y se dejó llevar al vacío, luego sintió que su velocidad iba bajando hasta que aterrizó sobre un piso de madera. Ahí había cinco foquitos que alumbraban la oscuridad, esa vieja princesa venida a menos por tanto asustar a los niños. Pierre-Paul-René tomó entonces la iniciativa de jugar al tradicional: Hola, ¿hay alguien aquí? Sí, hay alguien, se le contestó. Soy Saballón IV, tu rey, y te he escogido para una misión. Sin embargo Pierre-Paul-René no había hecho nada. Pero Saballón IV prosiguió.

Sí, esta misión es primordial, Pierre-Paul-René, para la supervivencia de los niños de nuestro país, porque ¡ya no hay pasteles, todos los pasteleros han desaparecido, unos están muertos, a otros se los comió el enemigo y el resto se han transformado en palomitas de maíz! Pierre-Paul-René a pesar de ser un niño dulce, monocorde y que nunca se asombraba de nada, sí se sorprendió un poco. ¿No más pasteles? Dijo ¡No! ¡Chin!

¿A dónde vamos a parar? La gente ya no cree en los milagros. ¡Los pasteleros desaparecidos! La situación es crítica. Pierre-Paul René, debes ir a San Pastelburgo, ese territorio salvaje poblado de leyendas y de trampas. Allá, debes encontrar las recetas de los pasteles que se llevaron los pasteleros y traerlos de vuelta aquí. Ve Pierre-Paul-René, debes ir a San Pastelburgo. Ve. Debes cuidarte mucho del infame Flupan: El príncipe de los golosos que lo son demasiado. Ve PierrePaul-René, ve, ve, ve te digo, debes ir a San Pastelburgo, debes de llegar allá, ve, ve Pierre-Paul-René, ve, ve… ¡Sí, sí, está bien, ya entendí! Ve, corre, vuela y no te olvides de nosotros.

Saballón IV abrió entonces la gran aspiradora que era y Pierre-PaulRené salió. El paisaje en el cual se encontró era de lo más indefinido. El cielo cambiaba del blanco al azul; como los árboles ya no sabían en qué temporada estaban, perdían sus hojas para que otras volvieran a nacer en sus ramas, el mar desembocaba en el desierto y el desierto en el viento y el viento se multiplicaba en los tallos de las flores que se abrían y se cerraban sin cesar. Pierre-Paul-René ante tanta indecisión, sintió que ésta lo invadía. Ya no sabía qué pie poner primero para iniciar su viaje ni qué dirección tomar.

Tengo que tomar una decisión, pensó.

LA FAMILIA DE ALPHONSE AVISA A LA POLICÍA El hermano, siempre en la cocina se repetía sin cesar y en silencio, que sí, tal vez le había pasado algo a Alphonse, y entonces ¡sería terrible! Y si lo raptaron, secuestraron, sí, llevado por personajes lúgubres, incluso violado, ¡mañana encontraremos su cuerpo en el río! Llamemos a la policía. Vamos a esperar un poco más, gritó el padre desde su ventana. Ya son las doce y media de la noche, papá. Entonces llama, ¡llama! Ya veremos.

Alphonse seguía caminando por un camino en medio del campo. Era de noche. Los árboles, de cada lado del camino, le abrían los brazos. Con la historia de Pierre-Paul-René en la cabeza, dedicaba totalmente su imaginación a sacar a su héroe de esas situaciones descabelladas. ¡No era fácil inventar una historia así! Se decía Alphonse.

Claro, un niño que no regresa a casa de noche, ¡es tan poco común! ¡Qué quieren que se haga! Se espera un poco, y al día siguiente todas las estaciones de policía de la capital tienen su foto, eso es todo, y luego se sigue esperando. La gente nos pide milagros. ¿Cómo se llama? ¿Alphonse? Ah, sí… sí… ya veremos. Yo me llamo Víctor, soy inspector de la policía, mañana voy a ir a hacer una pequeña investigación, para tratar de entender.

La foto de Alphonse sobre su escritorio, Víctor la miraba distraído. Víctor es un muy buen policía. Afable y comprensivo. Se lo agradezco. Alphonse… Por una vez que no me tocaba una sabandija… ¡Alphonse! ¡Se trata de encontrarlo ahora!

Buenos días. Yo me llamo François, el vecino de la familia de Alphonse. ¡Escuché a través del muro que Alphonse todavía no regresa! Así es, no duermo mucho de noche; a veces, cuando mi mujer ya está dormida, las ganas de un cigarro me hacen salir. Doy vueltas alrededor de la casa. Fumo. La gente duerme. Está bien. Una vez el cigarro acabado, me vuelvo a meter. En la casa los niños sueñan.

Sí. Soy François, el vecino. Nuestros muros son comunes. De noche, cuando vuelvo de mi pequeño paseo, a veces me meto de nuevo a la cama. Pero es raro. En la sala hay un sofá cómodo en el cual me es fácil volverme a dormir.

Alphonse, lo conozco un poco, nos cruzamos a veces en el pasillo, frente al elevador. Hablamos un poco. Buenos días, Alphonse. Buenos días, François. Y ya está. Pobre Alphonse. Cuando lo encuentren, querrán saber por qué se fue, le van a pedir explicaciones. Pobre muchacho. Las cosas se complican a partir del momento en que hay que explicarse, porque explicarse es justificarse, y justificarse es el fin. Su desaparición me deja despavorido. No puedo afirmar nada, pero algo se está tramando a mis espaldas. Los indicios de esta revolución extraordinaria son muchos y saltan a la vista. Todavía ayer se vio a un niño sonámbulo que caminaba sobre los techos de las casas, con un gato en sus brazos. Alphonse ha desaparecido. Todo el mundo de lo invisible nos habla a través de esa fuga. Pero, ¿quién sabe leer el lenguaje de lo invisible?

SE INFORMAN EN LA ESCUELA DE ALPHONSE Alphonse es un niño muy extraño. Un poco tocado… sí, tocado, en el sentido clínico del término, claro. Es un caso patológico bastante recurrente en mi profesión de consejera psicosocial de los jóvenes. La psicología infantil deja muy pocas sorpresas para un médico experimentado como yo. Un niño ha desaparecido. Bueno, se puede entender la inquietud de los padres, pero es una etapa de la adolescencia el querer fugarse. Algunos lo hacen, otros no, pero todos lo pensaron en un momento u otro. ¿Estoy en lo correcto, estimado colega?

Sí, sí, si usted lo dice… bueno, entonces yo me presento, ya que hay que presentarse… soy su maestro de español… el señor Gayaud y acaban de llamarme porque soy su maestro principal, es decir, el titular de su salón; miren, para nada sé donde está Alphonse… y además me vale un poco… Saben, el oficio de maestro es muy difícil, hay que contestar las preguntas de los alumnos, saberlo todo, y luego la presión de los padres, y entonces, ¡bum, un niño desaparece y me llaman a mí! ¿Qué quieren que les diga…? Todo esto es a la larga muy cansado. Alphonse… debe de estar haciendo estupideces con su cuate, si quiere saber mi opinión.

Ambos fumaron en silencio sus cigarros y luego entraron en el salón de clases donde todos los alumnos estaban sentados. El director estaba ahí, así como el prefecto de los salones de los más chicos.

Yo me llamo León, estoy en el mismo salón que Alphonse. ¡Espera, todavía no termino!... Yo soy Alberto. Yo también estoy en el mismo salón que Alphonse (¡no solo está León!). Es que nos dijeron que Alphonse había desaparecido y que querían saber lo que le había pasado. Lo que nosotros pensábamos, pues. ¡Oye, espera, todavía no ter… ¡Yo me llamo Arnaud! ¡Yo también estoy en el mismo salón que Alphonse! Al director, al señor Gayaud y al psicólogo les dije lo que pienso de Alphonse. Que no le hablaba muy a menudo, pero que no me molestaba cuando no me hablaba. ¡Cierra el pico, Arnaud! Yo soy Roberto, el más fuerte del salón. En deportes, todo el mundo me quiere en su equipo, Alphonse era más bien enclenque. A mí me cae bien Alphonse. Es buenísimo para las canicas y yo para el deporte;

teníamos puntos en común. Entonces mi pregunta, señor director, es ésta: ¿Se murió, el Alphonse?

No lo creemos. Su compañero seguramente se perdió; pero, ¿quién, aquí, es el que lo conoce mejor, o lo veía más seguido? Jules se volteó. Yo creo que es con Walter con quién Alphonse se llevaba mejor. ¿Dónde está Walter? Preguntó el director. El señor Gayaud se inclinó y le dijo que Walter no había venido hoy porque estaba muy enfermo. ¡Pues habría que llamar a Walter y sabremos dónde está Alphonse, eso es! Concluyó el viejo director al salir.

WALTER, EL AMIGO DE ALPHONSE Walter y Alphonse se conocieron un día. Nadie se acuerda dónde ni cómo. Cuentan que ocurrió simplemente. Hola, yo soy Walter. A mí me dicen Alphonse. Y eso fue todo. Walter le regalaba galletas a Alphonse, y a Alphonse ganaba a las canicas y compartía todo con Walter.

No se sabía de dónde venía Alphonse. Un día lo vi llegar doblando la esquina. Tenía una mirada muy dulce. No era muy bueno para la gramática, y cuando no sabía qué contestar se contentaba con levantar la barbilla y mirar hacia lo que parecía ser el vacío. Yo soy Walter, Alphonse era mi mejor amigo. No sé lo que pasó desde entonces, pero bueno a Alphonse lo sigo queriendo. ¡Alphonse es tan maravilloso! Juega a las canicas y, hay que decirlo, es tremendo para las canicas. Una verdadera catástrofe para los demás niños. Pero a Alphonse no le gusta pelear y cuando la cosa se pone difícil, no solamente nunca duda en devolver las canicas que acaba de ganar sino también discretamente da las suyas sonriendo, y siempre levanta la barbilla y mira un largo rato los techos de las casas donde, de vez en cuando, se puede ver ropa secándose al sol. Antes, (cuando aún hablaba) durante la mañana, nos juntábamos para caminar a la escuela; yo cargaba su mochila y Alphonse en un impulso matutino se lanzaba a contarme los relatos de sus aventuras nocturnas. Sus aventuras nocturnas, sí, cómo no… y la verdad, yo le creía. Le creí durante mucho tiempo, cuando me contaba sus historias. ¡Sí, viejo, fue tremendo! Me decía siempre al empezar. ¿¡Ah, sí¡? ¡Cuenta! Y entonces, se arrancaba. Y hoy que les estoy hablando, incluso sospecho que inventaba mientras hablaba. Entonces decía, esta noche, viejo, esta noche sucedió una cosa terrible, ¡sí! Perseguido como lo estaba siendo por tres tipos, tuve que ir a aquel extremo de la ciudad donde los barcos se guardan durante el invierno. No puede ser. Te lo juro, mi viejo Walter. ¡Sí! ¡Creí reventar! ¡Te lo juro!, ¿sabes?, no soy tonto, me dije, ¡Alphonse, tienes que perderlos! ¡Entonces entré en un barco y ahí, en los barcos, había muchos marineros acostados que dormían! Uno se despertó, tatuado hasta los dientes. Los tipos

llegaron, y ahí ¡a pelear! ¡Una pelea tremenda! ¡Yo los dejé peleándose y me fui, en la noche, me quedé dormido en el metro! ¡No puede ser! Y tenía ojeras, yo le creía y me inquietaba. Me había hecho jurar no decir nada a nadie. Me había compartido su secreto. Y yo le creía. Hoy día, sé que eran puros cuentos. Pero bueno, así era. No dormía de noche para encontrar una historia increíble que contarme en la mañana. Y yo le preguntaba siempre: Alphonse, chin, ¿qué te pasa, por qué te paseas así durante la noche? De noche, Walter, hay luces que solo se apagan al amanecer. Ahí están, de pie a la mitad de la noche. Ventanas de luz. Del otro lado de la luz, cosas. Gente también, sin duda. Pero a mí, las cosas y la gente nunca me han interesado realmente; estaban esas luces, eso era suficiente. Siempre será suficiente. Walter, un día te llevaré a la noche; vendrás conmigo; y entonces iremos a perdernos, tú y yo nos perderemos con el placer de saber que todos duermen. Todos. Todos. Nos cruzaremos con el lechero que entrega su leche. Nos la dará gratis, y la tomaremos. De noche, la leche es tan rica. Fresca. De noche todo es tan diferente: No hay suficiente luz para ver hasta dónde terminan los árboles; todo se acopla con la noche: los edificios, la gente, las grúas mecánicas que se presienten por el olor de su metal, todos suben hacia ella y la abrazan, la acarician, por eso el amor, Walter, ante todo es de noche. Sí, porque como ella, todo se pierde en nosotros y nos volvemos más grandes, más bellos, más generosos que nuestro propio cuerpo. De noche, Walter, solo está la luna anaranjada que se desliza por los barrotes de la ventana y se esparce suavemente sobre panzas calientes. La noche te moldea, Walter. Sí, no puedes ver a kilómetros a la redonda como en pleno día, no, Walter, de noche te apegas, por miedo, a las cosas que tienes a tu alrededor, y mientras más negra esté la noche, más podrás ver en ti, Walter, porque quedas como lo único que se puede ver. Walter, me gusta la noche y la gente que la habita. Un día vendrás conmigo y verás.

LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN CASA DE ALPHONSE Alphonse, lo dije al empezar, es mi hermano menor. Juntos, cuando mis padres ya se habían acostado, nos quedábamos a veces en la cocina para hablarnos, cuchicheando, y ahí, a pesar de mis exámenes del día siguiente, nos quedábamos hasta las tres de la mañana. ¿Será necesario, hermano, vivir en culturas diferentes para entender que uno solo busca ser amado? ¡Alphonse! ¡Mis exámenes! En cualquier cultura y en cualquier generación, se toman desvíos y maneras, pone uno torpemente sus pequeñas trampas, e intentamos reír y llorar. ¡Alphonse, tengo que acostarme! La desesperanza, hermano mío, ¿no será la enfermedad mortal? Entonces me callaba y nos quedábamos hablando hasta la mañana. Hasta la felicidad. Alphonse, mi pequeño hermano, pienso que lo que uno quiere en el fondo es ser tranquilizado, de cualquier manera. Tienes razón. (Le gustaba mucho darme la razón) Caminar todo recto es un combate, le había dicho una noche. ¡Tienes razón, tienes razón! ¡Combate! Sí, caminar todo recto es un combate. Un combate increíble. (Alphonse se entusiasmaba fácilmente) ¡Sí! ¡Caminar, hermano, hay que caminar!

¿Tenía novia? Preguntó Víctor. Usted sabe señor Inspector, somos una familia respetable, mi marido se gana la vida honestamente y mi hijo, del que habla es un niño muy inteligente… no somos unos desvergonzados. Muy bien, señora, muy bien. Vamos a esperar un poco más. Ya van tres días que esperamos, exclamó el padre que se levantó y salió del cuarto. La madre volvió a llorar murmurando, pero ¿cómo se le ocurrió a Alphonse? El hermano se quedó de pie y la hermana se quedó con las manos sobre las rodillas, la cabeza inclinada. El sol

brillaba y se ponía suavemente, todo naranja, sobre la duela fresca de la cocina. Víctor se levantó y salió del departamento. Debe de ser el pánico en casa; deben estar muertos de preocupación. Eso es lo que se decía Alphonse mientras avanzaba en s u camino en el campo, cuando de repente un timbre de teléfono se escuchó. Pierre-Paul-René se volteó bruscamente y buscó por todos lados algún teléfono, pero estaban en el pleno llanto. Ni una hoja, ni una piedra y menos un enchufe. El timbre continuaba sonando lo suficientemente como para no ser escuchado. Perdido ante lo absurdo de la situación, gritó por si acaso: ¿Bueno? ¿Pierre-Paul-René? ¡Sí, soy yo! ¡Ve al norte! ¿Quién es usted? Soy Flupan… Flupan el malo, Flupan el goloso… ¡Flupan! ¿Qué es lo que quiere? ¿Yo?... yo no quiero nada, hijo, quiero tu bien, te indico el camino a seguir: San Pastelburgo está al norte. Y por qué tendría que creerle, ¿eh? Porque es mi idea hacerte llegar hasta mí. Me paso el tiempo comiendo pasteles, un chico como tú como aperitivo, sería suculento. ¡Cállese! ¿Ves? No tienes ninguna oportunidad, mocoso, regresa a tu pueblo, vete antes de que te caiga encima. ¡Váyase! No puedo irme, ya que no estoy ahí. ¡Cuelgue! ¡No quiero, me divierto mucho! Entonces soy yo el que va a colgar. “Clic”

¡Enseguida el silencio! Solo una nota de música, el “LA” del teléfono que pronto dejó su lugar a una voz que repetía con insistencia por favor cuelgue y vuelva a marcar, por favor cuelgue… Pierre-Paul-René siguió su camino hacia el norte, en dirección de la noche. Cuando la oscuridad se arrodilló sobre todo el campo, pudo ver una luz cercana al horizonte. Eran las torres de San Pastelburgo. Aquellas noches, en las que dormía cada vez más cerca de su meta y cada vez peor, tenía sueños terribles donde un Flupan terrible lo trasformaba, con una receta de pastel, en palomitas de maíz. Sin hablar de los olores a natilla, a crema chantilly, a cubierta de chocolate que a veces llegaban a jugar con sus narices.

LA FOTO DE ALPHONSE EN EL PERIÓDICO (EN CHIQUITO) Desde hace unos días se podía ver la foto de Alphonse en los periódicos. En chiquito por el momento, el asunto aún no era lo suficientemente grave. Yo soy Judith. Acabo de ver la foto. Quería presentarme enseguida, porque pronto se va a hablar de mí.

LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR NO AVANZA, PERO SE EMBELLECE Víctor es un inspector de policía, tranquilo y ponderado. Cuando salió del departamento de Alphonse, encontró a François que esperaba el elevador. Entonces usted es el vecino. Su hermana me dijo que usted lo quería mucho. Sí, a veces hablábamos. ¿Y entonces? Señor policía, entienda bien. Usted está tratando con un soñador. ¡Sí, es un niño! Probablemente ni él mismo conoce la razón por la cual no regresó a su casa, y ahora ya no puede retroceder, porque sabe que todos van a querer saber por qué se fue. En efecto agregó el inspector. Un joven romántico. Mire, señor inspector, yo no lo puedo ayudar. Un consejo, entonces… usted lo conoció bien. Ya que me pide un consejo, le diré simplemente que para encontrar a Alphonse, hay que buscar en lo invisible. ¿Qué es ese invisible del que me habla? ¿Cómo se puede llegar ahí? Tal vez le sirva, señor inspector, esta historia que Alphonse me contó una noche que nos encontramos en el camino. Habíamos regresado juntos, tranquilamente, y me contó una historia que lo había entusiasmado muchísimo. ¿Cuál? La historia de un paseo, la de un hombre extraño que había salido en busca de un niño salvaje; había una montaña y una tormenta, creo. Cuénteme. François no recordaba perfectamente todos los detalles, pero yo que soy el narrador y no quisiera llenar su relato de dudas (por afán de veracidad en la interpretación) que solo lo volvería más pesado. Ahí está entonces tal y cómo fue contado a François por Alphonse.

Un hombre salió desde temprano en la mañana por un camino del campo que iba a llevarlo al pie de la montaña donde, decían, un niño salvaje, muy dulce, monocorde y que nunca se asombraba de nada, vivía entre los lobos en una de las grutas del altiplano donde se elevaban árboles milenarios. El sol que se levantaba hacía que el camino llorara y se llenara de espuma y de neblina que giraba sobre sí misma para agazaparse mejor contra la tierra. Lo violeta se escurría hacia las llanuras y atrás la noche iba a perderse, allá del otro lado del horizonte. El pueblo fue tragado completamente por lo opaco de la humedad, el viento soplaba ligeramente, una tormenta se preparaba. Cuando el hombre llegó al pie de la montaña, descansó un momento sobre una gran roca salida de las raíces de un árbol. La oscuridad, ocasionada por las nubes que perseguían su lenta acumulación, permitía que se adivinara a lo lejos el parpadeo de una de las ventanas del pueblo. El hombre siguió su camino. Su ascenso duró toda la mañana y buena parte de la tarde; sin embargo, como no tenía reloj y no podía remitirse a la posición del sol, poco a poco perdió el sentido de la realidad; hasta llegó a pensar que era de noche cuando, en el pueblo donde la neblina se levantaba, el reloj de la iglesia solo marcaba las ocho. Como los senderos se volvían cada vez más estrechos y la pendiente de la montaña se hacía cada vez más pronunciada, el hombre tuvo que subir en zigzag. El cielo estaba bajo, y pronto el hombre se perdió dentro de una nube. Solo cuando perdió totalmente el sentido de la orientación, ya no supo si bajaba o subía, y tenía miedo de caer, de ser sorprendido por un animal, todo eso se mezcló con un pánico atroz que provenía seguramente de su instinto de supervivencia, instinto idéntico al que puede habitar en el fondo de un animal cuando siente cercana la muerte, y finalmente ya no pudo poner un pie frente a otro por culpa de la fatiga y del delirio; se desplomó en medio de los espinos y se durmió. Al momento se escucharon los aullidos de los lobos. François detuvo su relato por un instante. Sacó un cigarro y le regaló uno a Víctor. Durante un largo rato se quedaron así, en silencio, fumando. Eso no hará avanzar mi investigación, pero prosiga. Es tan raro que alguien me cuente una historia en este maldito trabajo. Prosiga.

El hombre se despertó por el movimiento del cielo que se relajaba. Unos rayos iluminaban el horizonte relegando el día que intentaba levantarse a regiones crepusculares en las que se moría a cada trueno. El viento jugaba con la lluvia lanzándose y bailando con ella en una ronda enloquecida, levantando en el aire burbujas de agua que tomaban por instantes la apariencia de una sombra furtiva que explotaba enseguida. ¡Vamos! ¡Valor! Se dijo el hombre. Solo es una tempestad. Terminará por agotarse. Yo mismo terminaré saliendo de esta. En dos días no quedará nada de ella. Tengo que seguir, sencillamente, trepándome siempre más alto. Siguió su ascenso. Se sostenía de las ramitas que se le presentaban, y cuando distinguió hacia lo alto una masa oscura que formaban los árboles que vivían sobre esta montaña, volvió a tomar valor. Pero fue al pasar una pequeña nube que el hombre vio a los lobos por primera vez. Eran cuatro y lo esperaban, porque cuando se puso frente a ellos, avanzaron hacia él, inclinaron la cabeza como para saludarlo y se dieron la vuelta y luego empezaron a caminar invitándolo a que los siguiera. Lo llevaron entonces más alto, atravesando las nubes, dando vueltas alrededor de la lluvia, evitando el viento, hasta la cima de la tempestad de donde salieron para descubrir el firmamento y su vía láctea que se extendía a lo largo del cielo. Los lobos fueron a sentarse sobre una roca que dominaba todo el valle y saludaron a la noche con sus aullidos. El hombre se quedó contemplando la masa nebulosa de la tempestad. Formaba a sus pies un océano negro que perseguía su atroz catarata. Solo fue al llegar el alba húmeda alcanzaron una gruta con una cuando entrada estrecha. Los lobos se pusieron de cada lado de la entrada y de nuevo bajaron la cabeza. El hombre se metió por la estrecha entrada y siguió su viaje hasta no poder avanzar más que a gatas. De pronto hizo mucho frío. Un olor a hojas marchitas lo acompañaba y se transformaba al azar de la humedad. Si la gruta sigue estrechándose así no podré avanzar más, se dijo. Le llegaban sonidos desde lo lejos, desde el otro lado de la roca. Se arrastró todavía un buen rato y llegó a una cavidad donde pudo ponerse de pie. ¡Hasta aquí llego! Suspiró, ya estoy completamente perdido. Hace mucho que te esperaba. El niño salvaje, dulce, monocorde y que no se sorprende nunca de nada estaba ahí, al lado suyo, en el fondo de la tierra.

¿Estás ahí? ¡Hace mucho que te esperaba! ¿Mucho? Preguntó el hombre ¡Mucho! ¡Sí! ¿Qué edad tienes, tú que tienes esa voz tan lenta, tan vieja, y al que llaman todavía “el niño salvaje”? Como todos los niños, la edad varía según el día. A veces me gusta ser tan viejo como un árbol. ¿Me ves? ¡Te adivino! Es más hermoso. ¿Sabes de dónde vengo, niño salvaje, sabes qué mundo es el tuyo? Cuéntame. Escúchame. Vengo de un mundo extraño y perdido. Todo empezó una mañana cuando me levanté y caminé hacia fuera: vi que todos los que me rodeaban tenían una terrible desesperanza en el fondo de los ojos. Todos. Sin excepción, caminaban llorando. Gritando. Había oído hablar de ti. Entonces vine para ver si tus ojos cargan también con esa terrible desesperanza. Pero no te veo. ¡Está demasiado oscuro! Soy un niño dulce, monocorde y no me sorprendo nunca de nada, ya que no conozco ese mundo que describes. ¿Eso te hace infeliz, pequeño niño, el no querer conocer el mundo? ¿O te hace feliz? ¿Tú qué piensas? Por cómo suena tu voz me es difícil juzgar. Pero es posible que no seas más infeliz o feliz que yo. Por lo tanto esa duda es suficiente. ¿No crees? Tal vez es eso a lo que llamas: La esperanza. Eres terrible. Soy el niño salvaje. Adiós. Adiós.

En la mañana unos pastores encontraron al hombre muerto, congelado al pie de la montaña. Tenía unos cuarenta años y no se logró identificarlo. Nadie lo conocía. Algunos lo habían visto cruzar el pueblo por la mañana, antes de que la tempestad cayera sobre la montaña. Los cigarros se habían terminado desde hace mucho. Víctor se levantó y los dos hombres se dieron la mano. Qué lástima que el hombre muera al final, dijo Víctor. Le hice la misma observación a Alphonse, señor inspector. Me dijo entonces que al contrario, que era mejor así, ya que el hombre al caer en los espinos ya estaba muerto, y eso significaba que la segunda parte de su relato, la que trataba de la tormenta, los lobos y la gruta era solo su último sueño. Y un último sueño, según Alphonse, era una bella historia que contar. ¡Un último sueño! Repitió Víctor.

SIGUE LA INVESTIGACIÓN DE VÍCTOR EN LA ESCUELA Y EN LOS ALREDEDORES Dime Walter, ¿qué hacían juntos en las vacaciones? Los domingos íbamos al museo para burlarnos de la cara de los caballos embalsamados, señor inspector. ¿Y luego? También nos gustaba correr en los grandes parques y siempre nos despedíamos tarde en la noche, después de haber encontrado nuestro camino a casa. Entonces se llevaban bien juntos, pues. Este… Alphonse comía muchas galletas. Y yo, Walter, perdía en las canicas muy seguido. Esa era la receta de nuestra amistad. Los niños habían sido reunidos bajo el sol de un patio de recreo. Sentados en círculo alrededor de Víctor, parecía como si fuera fin de clases, cuando se acercan las vacaciones, cuando ya terminaron los exámenes y que los maestros que ya no tienen nada qué enseñar realizan actividades divertidas con sus alumnos. Pero ahí, un poco gracias a la calma de Víctor, los niños se quedaron quietos. Incluso

Walter tenía la cabeza agachada y escondía con gran dificultad su inmensa pena. Porque Walter, sí sabía cosas sobre Alphonse. Nosotros nos cuidábamos mucho de Alphonse. En clase siempre se sentaba hasta atrás y nunca hablaba. ¡Solo sonreía! ¡Lo que dice Leopoldo es cierto! ¡Hasta el profesor le tenía miedo! ¡Y además era un mentiroso! ¡Sí, y mucho! ¡Lo sé! ¡Yo me llamo Julio, y Alphonse un día intentó hacerme creer que era un agente secreto, contratado por el gobierno para espiar a la gente de su edad en las escuelas! ¡Me quería envolver! ¡Pero yo no soy tonto! Yo sí le creí un poco. Me llamo Ahmed. Un día me di cuenta que todo lo de Alphonse era puro cuento. Entonces yo, Ahmed, se lo dije a Alphonse, y después Alphonse ya no me quiso hablar. ¡Señor inspector! Yo soy el primero de la clase, o sea, el más serio. Le puede preguntar al maestro Gayaud: Humberto es el más serio, le va a decir. Yo rápidamente entendí que lo de la noche, los marineros y todo lo demás eran tonterías. Se lo dije a Walter y Walter se dio cuenta de que Alphonse contaba cuentos, entonces nosotros le dijimos a Walter: de Alphonse hay que cuidarse. No está bien. No es normal. Intentó hacernos creer que su madre había muerto. Es un mentiroso. Cuenta lo que se le ocurre, Alphonse, señor inspector, cualquier cosa. ¡Ni siquiera sabemos de dónde viene! Y nosotros se lo dijimos a Walter: Alphonse va a reprobar, no es un buen alumno. Ya viste, en el recreo, es pésimo jugando y grita todo el tiempo. No es cierto, contestó Walter, Alphonse es buenísimo con las canicas… Pero nos valen las canicas, nos valen, ¿entiendes? El inspector apartó a Walter de sus compañeros de clase, a quienes despidió. ¿Te da pena lo que dicen sobre Alphonse? ¡Son una bola de idiotas! Ayer, cuando supieron que Alphonse no había regresado desde hace una semana, se quedaron todos como estúpidos. Sí. Se dijeron las peores cosas sobre él, que había muerto por tragar chueco, que se había caído de lo alto de un puente, y peor aún, pero yo, Walter, yo sé porqué se fue Alphonse, ¡estaba harto! Sí, entonces si se murió, fue de un terrible golpe en la cabeza. Siempre estará al pie de mi cama, Alphonse.

De noche lo escucho contar sus fabulosas historias, lo veo en el espejo, sentado en el sillón, ¡Alphonse está por todos lados! ¡Me contó historias tan bellas, se las creí todas! ¿Cómo tenerle rencor? ¿De qué? Era tan bonito. Cuando llegó a las puertas de San Pastelburgo llovía a cántaros. Eran nubes enteras que caían las unas sobre las otras. Pierre-Paul-René se acercó a las dos inmensas puertas de madera sin saber cómo le iba a hacer para atravesarlas. El hoyo de la cerradura estaba demasiado alto y estrecho. También había un viejo agachado al pie de las puertas, con un sombrero tapándole los ojos y una barba sin fin que lo envolvía. Pierre-Paul-René se detuvo. ¿Quién eres pequeño? Pierre-Paul-René. ¡¡¡¡Ahhh!!!!... ¿Entonces, eres tú? Sí. Te lo advierto. Si no respondes correctamente a mi pregunta, te voy a transformar en palomita de maíz, como a todos los demás; si contestas correctamente te dejo entrar y puedes pedir dos deseos. Pierre-Paul-René miró a su alrededor y vio que el suelo estaba repleto de palomitas y que el viejo, de vez en cuando, se tragaba una. ¿Entonces, estás listo? Sí. Un viento violento vino de repente a darles la mano, haciendo volar las palomitas de maíz por todos lados. El sombrero del viejo no se había movido, lo que sorprendió a Pierre-Paul-René, quien sin embargo, es un niño dulce, monocorde y que nunca se sorprende de nada. La noche empezaba a tragarse al día. Era tan extraño. Ambos estaban ahí, a las puertas del sueño y de la noche. La lluvia no paraba, el viento parecía salir de la tierra. La pregunta aún no se había hecho. Pierre-Paul-René empezó a tener un poco de sueño, se sentó y luego se acostó. Cuando el viejo se levantó y abrió grande los brazos, la lluvia redobló de intensidad. Tenía el rostro desfigurado por las sombras de la noche. Eso hizo que Pierre-Paul-René se despertara. La barba del viejo era casi fluorescente. Ese viejo parece haber sido dibujado por alguien que sabe dibujar muy bien, pensó Pierre-PaulRené. Luego, el viejo hizo su pregunta. ¿Por qué crece el árbol? ¿Por qué envejece el hombre? ¿Por qué el río desemboca en el mar? ¿Por

qué continúa la Tierra? Mi pregunta, Pierre-Paul-René, es la siguiente: estas cuatro preguntas pueden hacerse en una sola pregunta. ¿Cuál es esa pregunta? Alphonse, mientras caminaba, encontró molesto ese tipo de situación porque no tenía, él que inventaba la historia, la respuesta. Siguió su camino envuelto en la reflexión. La imponente ciudad frente a la cual se encontraba Pierre-Paul-René parecía mirarlo con ternura. Un búho vino a posarse sobre una de las torres de la ciudad y lanzó sus HU… HU… Si bien la puerta se veía inamovible, Pierre-Paul-René estaba convencido de que ella tenía ese lado encantador que dejaría entrar a cualquiera. El búho había encontrado ese lado encantador y yo tenía que encontrar otro. HU… HU… el búho desapareció. Pierre-Paul-René se dio cuenta entonces que todo le pertenecía; que podía decidir si estaba feliz, preocupado o más bien triste. Que podía, si lo quería, regresar tranquilamente al lado de su madre que debía estar muerta de la preocupación. No quiero regresar a casa. Entonces, ¿qué es lo que quieres?, ¡comer, tal vez, dormir, beber, vivir! El día se empezaba a adivinar. Como la naturaleza sabe muy bien lo que quiere, no tiene preocupaciones ni pendientes. El día existe porque se necesita el día, la luna porque es bella. Pero yo, que soy tan pequeño, que no sabe hacer otra cosa que caminar, hacia adelante, ¿por qué existo? ¿por qué existo?, gritó, lo que hizo que el viejo se resbalara, se levantara y se acercara a él titubeando. ¡Bravo, bravo, contestaste correctamente! ¡Porque existo! Esa es la respuesta… ¡Por fin voy a poder rasurarme! Pequeño, di rápido los dos deseos que quieres. Quisiera, para empezar, que tranquilizara a mi madre por mi ausencia. Ya está. ¿Sin palabras mágicas? No se necesitan palabras porque las palabras solo son ruido. Debes saber que las ramas de los árboles y las cimas de las montañas se elevaban en el silencio de lo invisible… y sin embargo, ¿qué magia es más grande que la de la naturaleza? Los abracadabras y demás baratijas solo son los adornos de los hombres sin imaginación. El hombre que hace ruido es un hombre que tiene miedo. Tu segundo deseo.

Quisiera tener todas las recetas que el malo Flupan se llevó consigo. ¡Ah, no! ¡Sería demasiado fácil! Demasiado simple, en verdad. PierrePaul-René, ¿ya lo pensaste? ¿qué les contarás a tu regreso a los niños que estarán ahí, ávidos? ¿qué les contarás? ¡Los niños quieren aventuras apasionantes donde el peligro es sinónimo de rosas rojas! ¡Sí! Pierre-Paul-René, si logras encontrar esas recetas tú mismo y si logras salir vivo de San Pastelburgo, serás entonces el héroe de una generación futura que querrá creer en ti. Pierre-Paul-René sintió que la meta final de su misión acababa de tomar un giro distinto. ¿Puedo pedir otro deseo, entonces? Sí. Quisiera un balero, señor, por favor. Encontrarás uno a la entrada de la ciudad. Y ahora, ve. Las puertas se abrieron lentamente, tan lentamente que a Pierre-PaulRené le dio tiempo de crecer y reflexionar. Cuando el espacio entre las puertas fue lo suficientemente grande para poder pasar, Pierre-PaulRené se levantó, se despidió del viejo y atravesó el estrecho paso. Ese día, Pierre-Paul-René acababa de cumplir catorce, pero él no lo sabía. La campana sonó, los niños se levantaron y dejaron el salón, el día se había acabado. Cuando Walter salió de la escuela, vio al inspector venir hacia él. Caminaron juntos, lentamente, mientras hablaban. Dime, ¿tendrías alguna idea de a dónde podría haberse ido? Sí… bueno, no, porque ni siquiera sé si esta persona existe realmente o si son cuentos que él me contó. ¿Quién es? Una chica. Me decía que estaba viviendo una historia de amor. Sí. ¿Cómo se llama ella? Judith. Pero eran puros cuentos. Hoy me doy cuenta. Fue tan increíble lo que me contó.

JUDITH Yo me presenté rápidamente hace rato, soy Judith y ahí les va. Todo eso empezó así. La gente creía que era una historia de amor. Pero por lo general la gente cree cualquier cosa. Nos habían visto caminar tomados de la mano y desde entonces un rumor alrededor de nosotros no había dejado de crecer. En las conversaciones, en las esquinas, tomando un café, en el tren, en la radio y hasta en los periódicos, solo se hablaba de ese amor que acababa de nacer entre Alphonse y yo. Sí. Soy Judith. Soy una de las pocas verdades que Alphonse contó a Walter, y es la única que Walter no se creyó. Hay que entenderlo, empezaba a cuidarse. Es un poco por eso que ya no se hablaron, en fin… ¿Cómo se conocieron? Simplemente, señor inspector. Sentados en una banca, en el parque. Hola, yo soy Judith. Entonces me miró sin que se viera para nada sorprendido. Yo soy Alphonse. Así fue. Luego, lentamente, las cosas se fueron precipitando. Una mirada y luego una sonrisa… Alphonse seguía caminando en el campo. Al alba había hablado con un viejo que se encontró en el camino. Habrá que guardar leña para el invierno. Sí, señor. ¿A dónde vas, pequeño? A mi casa, señor. Eres un buen muchacho. Buh… Y el viejo siguió su camino. Le hubiera gustado tanto a Alphonse que un día alguien así lo tomara de la mano para decirle que la vida, pues la vida es así… así. Nada más. Que no es importante lograr lo que se emprende, sino más bien emprender lo que se quisiera lograr. Para Alphonse las cosas estaban mal hechas. Sí, porque como siempre esas personas, las que pueden tranquilizarnos, las conoce uno demasiado tarde. Se les conoce cuando se es adulto. Debe de

haber un complot, pensó. Cuando eres adulto frunces la ceja para que vean que eres muy importante (lo cual está muy bien, por cierto) pero cuando eres adulto ya no quieres que te tomen de la mano, haces un gran gesto así y dices: ¡No!, ¡háganse a un lado!, ¡déjenme pasar!, ¿qué no ven que tengo la ceja fruncida?, ¿no ven lo ocupado que estoy? Como a veces la metamorfosis del sol o los crepúsculos de invierno, el desierto que Pierre-Paul-René acababa de dejar después de haberse despedido del viejo se había cristalizado en la crispación inquietante de una mezcla rara de árboles de fruta. El árbol era un árbol de naranja. El balero estaba colgado de una de sus ramas y se confundía con las naranjas. Pierre-Paul-René lo agarró. Estaba el bosque. Incansablemente, el bosque se descaraba con el horizonte. Y ahora qué pasa, se dijo. El viento vino de repente a animarlo para que diera el primer paso. Pierre-Paul-René penetró entonces en la esencia misma del bosque. El sol se había apagado y con la ayuda del bosque Pierre-Paul-René se encontró en una oscuridad intransigente. Tenía miedo. La soledad se había vuelto contra él, los árboles lo ahogaban, el aire silbaba en la oscuridad y la oscuridad lo envolvía en una noche sin fondo. Los búhos se habían ausentado haciendo de la sabiduría del bosque un torbellino de gritos, rechinidos y tronidos que la imaginación de Pierre-Paul-René amplificaban frente a la realidad. Al alba, con la humedad golpeándole, se desplomó al pie de un cedro que empezó a protegerlo. La neblina se había levantado, Alphonse me besó en la boca, me dijo: Adiós, Judith. Gracias. Me dio una carta y se fue. Desde ese día no se le volvió a ver. ¿Me puede leer esa carta, señorita? Claro, pero no debe hablar de esto. Es mejor que quede como una mentira en la mente de sus padres. Esta es la carta. Judith, No hay secreto, es Alphonse quien le escribe a Judith. Me siento en un sillón y le escribo. Porque la quiero mucho. Judith, tengo miedo. Sí, porque no creo que la vida nos acerque más. Le escribo y usted no me contesta, le escribo y usted no sabe que le escribo. ¿Siquiera piensa en mí? Judith, no soy feliz donde estoy, no soy feliz. Le escribo para decirle que la quiero… Esto no es una declaración de amor. Vine

a decirle quién soy. No es fácil porque soy joven y a mi edad esas cosas no deben decirse. La amo pero tengo miedo. No quiero darle miedo, espantarla, verla correr como corren los caballos salvajes. La amo. ¿Cómo? Ah, sí, esa manía de hablarle de usted a todo lo que me apasiona. Puedo decir “tú”. Sí. Decir “tú” como se lanza una piedra al mar. Tú. Estoy divagando. ¿Decir quién soy? Me llamo Alphonse y eso es solo una convención. La amo, te amo, tus cabellos me recuerdan a ciertas mujeres que me salvaron de una muerte segura. Ven. Hay un acantilado, un acantilado frente al mar… Cierra tus ojos. Escucha. Escucha la lluvia sobre mi rostro. Escucha. Me dijiste ayer que te llamabas Judith. Ven. Hay un acantilado, un acantilado de donde es bueno saltar, de donde es bueno morir. Quisiera que la tempestad hiciera tres veces más escándalo. ¡Ven! ¡Un simple salto! Veremos, entonces la vida desde un poco más alto, volaremos como aves de paso, te enseñaré lugares recónditos y frágiles, aprenderás a llorar como lloran las águilas cuando caen bajo la tormenta, ven, volaremos, y veremos mares, los veremos confundirse, sus azules, sus rojos, los veremos, a los mares, hacerse el amor para dar a luz a nuevos continentes, ven conmigo, regresemos a ese acantilado único. Ven. Sabrás quién soy. Alphonse. ¿Judith? ¿Sí, señor inspector? ¿Dónde podría estar? No sé, señor inspector. Alphonse seguía caminando todo recto, decidido a seguir el camino que lo llevaría hacia el norte. Pero como Alphonse no tenía el sentido de la orientación y como no sabía que no lo tenía, no podía saber que caminaba derecho hacia el oeste y que, si continuaba así, estaría completamente perdido, ya lo estaba un poco. A su altura, un coche se detiene. Se baja el vidrio. ¿A dónde vas así, muchacho? A casa. ¿Y dónde está tu casa? Mi casa… este… (Alphonse hizo una seña vaga con la mano)… Por allá. Y el puesto de policía, ¿quieres saber dónde está? ¡Vamos! ¡Sube! ¡Todo el mundo te está buscando desde hace dos semanas!

Pierre-Paul-René está ahora a la entrada de la gruta; se mete y se acuesta en su vientre. Ser el héroe de una generación futura que solo pide creer en mí ya no me interesa. El pesado armatoste de la gruta caía sobre sus sentimientos. Cerca de él, una estalactita escurría. La gota aparecía, se desprendía lentamente, quedaba suspendida un momento en el aire y luego iba a romperse sobre una roca. ¿Por qué lloras, gruta? Está lo conocido y lo desconocido. Pierre-Paul-René no se atrevió a hacer otras preguntas. Soy la gruta, la boca abierta de las montañas y albergo a los seres de la lluvia. Y desde hace siglos lloro porque envejezco y lloro porque me debilito. Tanto peso recae en mí. Entonces lloro y mis lágrimas crecen, crecen y, sólidas llegan hasta mi techo para ayudarme a aguantar tanto peso; pero llegará un día donde todas esas columnas de lágrimas me llenarán. Entonces, desapareceré. ¿Lloras para desaparecer, gruta? No es una buena idea. Es la única que conozco. Solo soy una gruta. Desde hace un rato unos monstruos me devoraron el pecho. Lloré tanto que me dolió. Cambiar no es fácil. Las ideas, las cosas bellas cambian; saben cambiar porque cambiar es ir más allá del dolor, cambiar es desaparecer un día llenando el espacio de uno mismo. Ahí está el gran secreto de las grutas.

EN EL PUESTO DE POLICÍA Cuando lo vi entrar, se parecía a todos los que llegan a la estación de policía después de haber sido arrestados. La mirada baja y preocupada. Todos se ven así frente al poder. Frente a la autoridad. Pero si hubiera sabido, Alphonse, cómo lo quería, tal vez entonces me hubiera sonreído. Se ven a tantos canallas desfilar a lo largo del día, que un muchacho como Alphonse es un verdadero diamante. Yo soy Víctor, el inspector del puesto de policía. Alphonse no me miró. Yo estaba feliz de saber que sus padres vivían tan lejos, se tardarían en venir por él. Una hora, tal vez. Una hora para que me vea. La hermana en su cama, se había puesto a llorar. Alphonse regresa, así podré dormir tranquilamente. Mi madre que está sentada en la sala aún no le dice ni una palabra a mi padre que, de costumbre, debe de estar esperando junto a la ventana, con un cigarro en el corazón. Mi hermano, el otro, se fue en taxi para buscar a Alphonse a la estación de policía. ¡Irse! Irse, sí, irse hacia el sol de medianoche y morir de frío… Ella cerró los ojos. Alphonse abrió los suyos. Su hermano estaba ahí, de pie, junto a Víctor. Su hermano firmó la declaración y los vio irse; se subieron a un taxi y se fueron. Alphonse, nunca lo volví a ver, pero dicen de él que es feliz, ahora… en otro país.

REGRESO A CASA Y RECUERDOS DE LOS PASEOS El trayecto fue largo. Alphonse tenía la frente pegada contra la ventana trasera del taxi. Siempre le pareció algo sorpresivo de parte de los hombres el tener que subirse a una máquina para avanzar más rápido. Hace mucho tiempo, cuando Alphonse era todavía pequeño, todos los domingos toda la familia se iba de paseo. En el coche se dormía. Era tranquilo, era aburrido, era un juego de niños. Los sueños, raras veces nos acordábamos de ellos. Tal vez el coche se desplazaba demasiado rápido, no tienes tiempo de informarte, de tomar referencias. Las montañas a lo lejos no terminaban aún su aterrizaje, las nubes no las dejaban. El padre de Alphonse, cuando manejaba el coche, no se sabía lo que le pasaba por la cabeza. Pero los presagios se veían tranquilizantes. Una sonrisa, él prendía la radio, trataba de no preocuparse, hoy es domingo, y la lluvia hace de la suyas en el vidrio trasero; los domingos, cuando el padre llevaba a toda la familia a un restaurante que estaba en lo alto de una barranca, a menudo el sol nos visitaba después de la lluvia. Era parte del ritual del domingo que lloviera así. A Alphonse no le gustaba sentarse en medio del asiento trasero en el coche de su padre, entre su hermano a la derecha y su hermana a la izquierda. No se podía dormir. No se veía el fondo de los precipicios, ni el borde del mar. Era un lugar que no quería decir nada, nada, y lo ponían ahí bajo el pretexto de que era el más chico. Ese tipo de injusticia pasaba inadvertida a los ojos de todos. En los caminos solitarios donde ningún coche los acompañaba, esos caminos que daban vueltas sin cesar arriba de los precipicios, cuando la ciudad aparecía a sus pies más sucia todavía, esos momentos donde le parecía a Alphonse que estaban solos en el mundo, inevitablemente, en la radio, pasaban una canción lenta, una canción en la que una única voz contaba la epopeya trágica de un rey persa cualquiera. En esos momentos ya nadie hablaba. Su hermana, su hermano y su madre miraban al exterior por su propia ventana; solo su padre, sonriendo, miraba todavía hacia el frente. El camino maravilloso que seguía dando vueltas y estaba cada vez más rodeado de pinos y de cedros con los brazos extendidos, le mostraban la vía de la felicidad. Entonces Alphonse, preguntó al padre, ¿tienes hambre? A veces se contesta torpemente a estas preguntas de ternura, y entonces ahí está, piensas que todo es irreconciliable. Pero las cosas

han cambiado. Sí. Su padre, que aún no era triste ni desdichado, no hacía concesiones, trataba de ser feliz: el coche y el restaurante cada domingo eran una receta para esa felicidad que, años más tarde, se demostró ineficaz. Pierre-Paul-René está ahora en el lugar más escondido, más íntimo, en el lugar más secreto de la gruta. Piedras por todos lados alrededor de su cuerpo encogido, y en sus oídos un zumbido terrible. ¡La gruta! Me da miedo ese zumbido que escucho en mis oídos. Lo que escuchas, pequeño, es el ruido del universo que avanza, allá del otro lado de lo invisible. Ese ruido, origen de toda vida, solo se puede escuchar desde las profundidades de las grutas. Escúchalo; deja que te arrulle, deja que te duerma, yo soy la gruta. Aquí no te puede pasar nada. Lo que hay que hacer para comer un pastel de chocolate, pensó Pierre-Paul-René. Los postres siempre habían sido un problema. La elección no se hacía sin algunas lágrimas, y muy seguido se le iba el apetito a Alphonse para regocijo de su hermano que se comía el postre que su madre le había por fin escogido. Siempre nos sentábamos en la misma mesa, en los mismos lugares, como en casa durante la semana; hasta en el restaurante la familia tenía el mismo rostro que de costumbre. Para Alphonse, el decorado no cambiaba nada al silencio prodigioso de su infancia. Evidentemente, el camino de regreso es más pesado. Es de noche, en el aire flota un ya fue suficiente por hoy. El padre parece preocupado por sus asuntos de la oficina, ha perdido su sonrisa, y el misterio nos quedó mal. Las montañas habían terminado su aterrizaje y en las llanuras a lo lejos el frío violeta envolvía los pinos y los cedros; era el momento del regreso… en sus casas, los burgueses escuchaban las noticias internacionales, en el mundo se olvida que la Tierra es un planeta. Pierre-Paul-René aún acostado en el vientre de la gruta tuvo un sueño. Soñó con Alphonse, que avanzaba en su camino del campo. Lo vio treparse a un árbol y voltearse hacia él. Buenos días, Pierre-Paul-René. Buenos días, Alphonse. Recítame un poema, Pierre-Paul-René.

Nunca llegaré al castillo de Flupan, Alphonse. Recítame un poema, luego abre tus ojos y verás. ¿Un poema, Alphonse?... bueno. Poema. Solo nos queda una vela para reconocer el mundo que nos rodea. Ya no hay que esconderse. Mirar hacia delante. ¿Cómo olvidarlo sin darle la muerte? Y mejor mil veces darle la muerte que olvidarlo en el umbral de mi memoria. ¿Dónde está la vida? Ella, muy a menudo en otra parte. Más allá de nuestras catástrofes del corazón, quedaremos unidos los unos a los otros. Mi amistad por ti es tan fuerte que a pesar tuyo resistiré tu fuerza. Tu amistad es tan clara que solo tengo que abrir la boca para irme de viaje. Te deseo toda la desgracia que podrá volverte feliz, mi amigo, mi hermano, nada es más fuerte que nuestras manos que nos unen para siempre. Ese al que llaman Alphonse no parece estar muy a gusto, ¿verdad?... yo soy el chofer del taxi que lo trajo de la estación de policía hasta su casa. Su hermano estaba sentado al lado mío y me hablaba del tiempo que hacía y del que iba a hacer. Es extraño… ahora que les cuento todo eso un detalle me acaba de venir a la mente. En un momento dado hubo en el cielo de la noche un rayo magnífico y la lluvia empezó a caer. Lo que el chofer del taxi no sabía, es que ese rayo magnífico del que hablaba, era Pierre-Paul-René que acababa de entrar al castillo de Flupan. Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el taxi en el asiento trasero al lado de Alphonse, pero ni el chofer del taxi ni el hermano de Alphonse, sentado adelante, se habían dado cuenta de

nada. Alphonse y Pierre-Paul-René, acurrucados el uno contra el otro, se hablaron en cuchicheos para no ser escuchados. Buenos días, Alphonse. Buenos días, Pierre-Paul-René. Dije el poema, se hizo una gran luz y entré en el castillo de Flupan. ¡Ehh! ¡Ya ves, Pierre-Paul-René! El castillo de Flupan es el mundo en que yo vivo. El castillo de Flupan es la escuela y los semáforos y las banquetas y los edificios y las montañas y ese taxi y ese chofer de taxi, todo esto es el castillo de Flupan. Las recetas pueden estar escondidas en cualquier parte. Sí, Pierre-Paul-René, en cualquier parte. Ni modo, mírame Alphonse. Prometí traer de regreso esas recetas, entonces seguiré buscando. Y yo, Pierre-Paul-René, aquí, en este mundo, nunca podré sobrevivir. Quédate aquí y yo iré a tu mundo, donde los brontosaurios trotan sobre el pasto y dónde las aspiradoras hablan y son reyes. Tranquilizarás a mi madre por mí, contestó Pierre-Paul-René. Y tú a la mía, dijo Alphonse. Y Alphonse y Pierre-Paul-René, que se parecían tanto, se dejaron de nuevo. En un rayo espléndido, Alphonse regresó al mundo de PierrePaul-René y Pierre-Paul-René se quedó en el taxi. De hecho el taxi acababa de detenerse frente a las casa de la familia de Alphonse.

ALPHONSE Alphonse, soy yo. Soy del que han dicho todo tipo de cosas desde el principio. Yo no quería fugarme, escaparme, no estaba triste ni desdichado y quería mucho a mis padres… de hecho lo que pasó es mucho más simple. Simplemente me había equivocado de lado cuando tomé el metro después de la escuela. No bajé en la siguiente estación. Demasiado cansado. Entonces continué, hasta el final, hasta el final, hasta el final. Hay que decir que en ciertas situaciones uno no sabe cómo reaccionar. Y cuando lo invisible se abre ante uno, es aterrador. Y no nos enseña nada sobre lo invisible. Nada. Cuando se es niño se está muy mal informado. Por ejemplo, cuando era pequeño, nunca me dijeron que la Tierra se encuentra en una galaxia y que las estrellas nacen gracias a un cúmulo de polvo estelar que se junta, se junta y crece y al caer sobre sí mismo crea energía para poder brillar, a veces millares de años. Nunca me dijeron ni una palabra al respecto. Sin embargo, de haberlo sabido, me parece, sí, que me hubiera tranquilizado. Sí, para ayudarme a dormir. Cuando Pierre-Paul-René entró en el departamento, no sé muy bien lo que pasó. Pero me lo puedo imaginar fácilmente. La puerta de la entrada. El pasillo, mi madre tejiendo en la sala, mi padre que no habla, mi hermana que duerme (debe de estar fingiendo) y mi hermano detrás de Pierre-Paul-René hasta mi cama. Se acostó y durmió. Así es seguramente como las cosas ocurrieron; pero de lo que estoy segurísimo es que nadie se dio cuenta de nada. Nadie notó la diferencia entre Pierre-Paul-René y yo. Nadie. Y nadie nunca verá la diferencia, porque nadie cree en Pierre-Paul-René. Todos piensan que Pierre-Paul-René no existe, que Pierre-Paul-René es el fruto de mi imaginación. Entonces sonríen, se miran y dicen: ¡Ahh! ¡Este Alphonse! ¡Qué imaginación! La gente solo cree en lo que puede ver y tocar. De hecho ya no quieren creer. Quieren saber. Saber. No creen que la tierra es redonda, lo saben. Entonces ya no creen en ello. No creen que el cielo es azul, lo saben, entonces ya no creen en ello. Y la gente se quedó con lo que sabía sobre mí. Lo que sabía sobre mí. Pero el resto, el resto, que está en mí, alrededor de mí y que me pertenece, esta parte tan pequeña hecha para se crea en ella, esta parte de mí que es más real de lo que podría ser mi piel, mis huesos y mi sangre, esta parte que sus ojos cansados nunca podrán ver, esta parte no la tendrán, aún está en camino, libre como los colores de la noche. Esta parte de mí está escondida, escondida, escondida… de mí

mismo, es esa parte la que realmente existe. Al menos quiero creerlo, quiero creerlo… para que la vida, que empieza para mí, y la muerte, que podría golpearme en cualquier instante, me sean ambas más bellas, más aceptables y más felices.