89266702-Gimferrer-Pere-Dietario-1979-1980[1]

Cubierta: «Une soirée au pré Catelan» de Henri Gervex © Photothèque des Musées de la Ville de Paris Pere Gimferrer D

Views 80 Downloads 0 File size 1MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Citation preview

Cubierta: «Une soirée au pré Catelan» de Henri Gervex

© Photothèque des Musées de la Ville de Paris

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

Seix Barral

1

Biblioteca Breve

Pere Gimferrer

Dietario Prólogos de J. M. Castellet y Justo Navarro Traducción del catalán por Basilio Losada

Título original: Dietari 1979-1980 Segon dietari 1980-1982 Primera edición (dos volúmenes): en Biblioteca Breve: marzo 1984/abril 1985 Segunda edición (1.ª en este formato y en un volumen): octubre 2002 © 1981, 1982, 2002: Pere Gimferrer Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 1984, 1985, 2002: EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A. Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona ISBN: 84-322-1135-4 Depósito legal: B. 43.121 - 2002 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

2

Pere Gimferrer Dietario Reúne el presente volumen Dietario y Segundo dietario, de Pere Gimferrer. Fechados entre el 6 de octubre de 1979 y el 18 de mayo de 1980 el primero, y entre el 29 de mayo de 1980 y el 14 de marzo de 1982 el segundo, estos textos son, en palabras de J. M. Castellet, «expresión de un mundo interior rico en reflexiones literarias e ideológicas, a partir de la vivencia moral de unos hechos culturales experimentados con la misma pasión con que otras personas viven la cotidianidad». Desde Moratín a Proust, pasando por Velázquez y Greta Garbo, un calidoscopio de figuras emblemáticas sirve aquí a este propósito a lo largo de una rápida sucesión de textos orientados a concentrar el instante en la escritura.

La unidad de tono y concepción cohesiona un variado haz temático: poetas (Ungaretti, Rubén Darío, Robert Graves, Octavio Paz), pintores (desde Giorgione a Max Ernst), figuras del cine (de María Montez a Silvana Mangano, Hitchcock o Sofia Loren), novelistas (Dickens, Musil, Dostoiesvski, Petronio), mitos fílmicos o literarios (Marilyn Monroe, los rebeldes de la Bounty, don Juan Tenorio o la protagonista de La Regenta) son convocados en estas cápsulas de evocación y pensamiento.

«Me parece Dietario una de las experiencias esenciales de la literatura de estos años... Tiene Gimferrer un extraordinario poder de visualización cinematográfica, de materialización de pensamientos, es decir, de mitificación: de poder de videncia, vidente y testigo... Su fuerza de encantamiento, de persuasión, tan ejemplarmente traducida al castellano por Basilio Losada, nos da alegría, la alegría de descubrir.» JUSTO NAVARRO

Foto: © Guillermina Puig

Pere Gimferrer Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Dentro de su obra poética destacan Arde el mar (1966), La muerte en Beverly Hills (1968), El espacio desierto (L'espai desert, 1977) El vendaval (1988; edición bilingüe 1989), La luz (La llum, 1991), Mascarada (1996; edición bilingüe 1998) y El diamante en el agua (edición en catalán, Columna, 2001; edición bilingüe, Bronce, 2002); en prosa, la novela Fortuny (Planeta, 1983, Premio Ramon Llull), El agente provocador (L'Agent provocador, 1998) y La calle de la guardia prusiana (Bronce, 2001); en ensayo, La poesia de J. Foix (1974), Max Ernst o la disolución de la identidad (Max Enrst o la dissolució de la identitat, 1977), Radicalidades (1978), Lecturas de Octavio Paz (1980), Los raros (1985), Cine y literatura (Planeta, 1985; Seix Barral, 1999), Las raíces de Miró (Les arrels de Miró, 1993). En 1985 ingresó en la Real Academia Española, en 1998 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra y en el 2000 recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

3

Prólogo a la nueva edición EL ETERNO RETORNO por JUSTO NAVARRO Me parece el Dietario de Pere Gimferrer una de las experiencias esenciales de la literatura de estos años: notas fechadas, de una extensión entre una o dos páginas, aparecidas entre las noticias fechadas de un periódico de Barcelona. ¿Habla de actualidad? Todo es actual en este mundo gimferreriano, todo está ocurriendo siempre y nada deja de ocurrir jamás, y lo que hicimos ayer sigue durando hoy: ciertos pasos de un trovador que una vez vio los ojos de Ricardo Corazón de León, o la variación del clima en esta misma mañana de invierno. El Dietario es, como corresponde a su naturaleza, anotación de lo visto y oído en este instante. Pero el instante y el país de Pere Gimferrer y su dietario abarca todos los tiempos a lo largo del tiempo: en este plano coinciden el Hércules mitológico y el Hércules Poirot de Agatha Christie, y el camino de Malards, cerca de Roda de Ter, desemboca de pronto en el Castillo de una novela de Franz Kafka mientras los últimos sucesos de hoy son la cara imperial, de cómic o cine, televisiva, del presidente de Estados Unidos y el suicidio del heredero del imperio austro-húngaro en Mayerling, hace más de cien años (ahora Mayerling es, o era, un café de Granada: el Mayerling, donde hubo una máquina de discos). Diré por qué me parece esencial este Dietario: me descubre un tiempo que no es transcurrir sino permanencia. El pasado es presente: está presente ahora mismo, aquí. No hay sucesión cronológica, «mecánica, insensata», como diría Octavio Paz, que vio en el Dietario la intersección de tres planos: la realidad real, la histórico-literaria y la ficción. Yo recuerdo unas palabras de Christopher Isherwood, para quien existían «personas que son como países», porque cuando estás con ellas ése es tu país y ése es tu idioma y no importa donde estás, pues estás con ellas. Hablo ahora del país de Pere Gimferrer: bailarinas, espías reales y ficticios, jerarcas feroces y espectaculares, filósofos, magnates maniáticos, literatos y artistas de todas las épocas, seres memorables y frágiles, estrellas de cine, personajes reales y fabulosos al mismo tiempo: todos en el mismo tiempo, pertenezcan a la edad que pertenezcan, reunidos en una sola página, como si la página fuera el alma, esa pantalla en la que, según San Agustín, vemos el pasado, el presente y el futuro. Aquí seguimos a Dante por una calle de Ravenna, recién llegado del infierno, doblamos una esquina y estamos en París, con el escritor del Dietario, ante la casa donde vivió León Tolstoi, o en otro infierno, en un tren, con Tolstoi anciano y moribundo, que huye de su mujer porque quiere vivir con verdad. Recordemos la etimología de la palabra historia, según Émile Benveniste: en la fórmula del juramento que se repite en los poemas de Homero, se pone a Zeus por testigo: istor, historiador, testigo, el que sabe porque ve. Los medios expresivos de Pere Gimferrer son visuales, escribe su Dietario como testigo de lo narrado, como un vidente: está viendo y nos hace ver lo que nos está contando: la mortal luz de los días, el gesto de Chopin visitado por el pintor Delacroix un sábado 14 de abril, al atardecer, e incluso el sonido tiene una dimensión visual, la respiración difícil de Chopin frente a una ventana y el resplandor de los jardines parisinos un día de 1849. Gimferrer está viendo con sus ojos las palabras del diario de Delacroix: los ojos de Delacroix son sus ojos en este instante, y los ojos de Gimferrer son los ojos del lector. En esta continuidad radica la ciencia de la literatura: no hay sucesión, no hay pérdida sino multiplicación de experiencias en una galería de espejos, no hay nostalgia. Todos los actos pertenecen a un tiempo único, indiviso, un solo instante. Esta simultaneidad no es exactamente la Historia. La segunda página del dietario se ocupa precisamente del tema de la Historia que, cíclica, retorna siempre, dice Gimferrer: Calígula y Bokassa, Bonaparte y Kerenski, Robespierre y

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

4

Zapata son sus ejemplos, «caras cambiantes de una realidad idéntica», acabe la peripecia en farsa o tragedia, victoria o derrota. Pero la reflexión teórica de Gimferrer se transforma en detalles sensoriales, concretos, vivísimos: estruendo de tambores y trompetas, en los pasadizos las pisadas de los conspiradores. Estos pasos nos guían al núcleo: «El tema de la Historia es el poder», concluye Gimferrer, y ahora estamos leyendo, por encima del hombro de Mussolini, unos poemas de Ezra Pound. «Questo é divertente», dice el dictador. En las relaciones del intelectual con el poder, «jamás sale perdiendo el poder», apunta Gimferrer en su dietario. El principio del Dietario es paradójico: el autor empieza a hablar con una invitación al silencio, a la vida furtiva y clandestina. Es que la literatura puede ser una renuncia, distancia frente a la vida pública en tiempos estúpidos, alejamiento crítico, negativa y acusación frente al ruido de la idiotez. El Dietario empieza a hablar elogiando el no hablar, contemplando el mutismo extremo, la cara impresionante de Larra en el espejo, un día de 1837, antes de darse un tiro. El diarista acaba de ver una pistola en una vitrina del Museo Romántico de Madrid, ni siquiera exactamente la pistola de Larra, una igual, pero inmediatamente ve con los ojos de Larra la cara del suicida en el espejo, y los ojos de Larra son nuestros ojos. Tiene Gimferrer un extraordinario poder de visualización cinematográfica, de materialización de los pensamientos, es decir, de mitificación: poder de videncia, vidente y testigo, como antes nos recordaba Benveniste. Ahora pienso en los poetas de la Grecia antigua, tal como los explicó Jean-Pierre Vernant, que cantaban una edad primordial y original, con el poder de estar presentes en el pasado porque el pasado está en el presente, aquí, ahora mismo: recordar es ver. El poeta ve directamente lo que fue. La sabiduría que Mnemósine dispensa a sus elegidos es una omnisciencia adivinatoria, dice Vernant: la memoria poética sabe y canta «todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será». El pasado es el presente: ahora, una mañana de principios de 1980, el recuerdo de una voz oída en una callejuela de Barcelona («Parece como si no pudiera ser...») nos trae el asesinato de Kennedy y la visión de Jacqueline Kennedy en los ojos del poeta Saint-John Perse: la viuda de Kennedy es entonces un personaje literario, es decir, moral. Y no hay ninguna «tristeza doctoral, nocturna», como diría García Lorca, en estas páginas: su fuerza de encantamiento, de persuasión, tan ejemplarmente traducida al castellano por Basilio Losada, nos da alegría, la alegría de descubrir: sí, todo es actual, original, instantáneo, simultáneo, de este momento. Es el descubrimiento de una lógica temporal extraordinaria, que, a la vez, no niega la historicidad de todas las cosas, el permanente pasar que da sentido a nuestras vidas: el invierno es un verso de Ronsard, una larga noche de 1578, luna lenta y aburrimiento solitario, como, cien años antes, fue Ausiàs March en una noche de fieras y malhechores en una ciudad mal guardada, y hoy es una oscuridad manchada de tubos de escape. (Proust, para Gimferrer, fue la síntesis entre la tensión moral de Stendhal y la intensidad de percepción de Saint-Simon: así puedo entender el proyecto de Gimferrer en su Dietario.) Hace poco decía Pere Gimferrer cómo escribió el primer poema de su primer libro, «Mazurca en este día», de Arde el mar: aparición, fugacidad, evocaciones y asociaciones imprevistas, evocaciones históricas dispares: «No se trata de penetrar en el pasado de la historia... sino de descubrir... el latido del yo en el fondo de lo real, un yo disfrazado como en el escenario con trajes de época.» (Me acuerdo de una expresión nietzscheana: la historia como guardarropa de disfraces.) «Una danza de origen polaco puede... evocar el ritmo de algo que nos pasa hoy, en este día», dice Gimferrer. Concretísimamente: el poeta Hölderlin, loco y encerrado en una torre sobre el río Neckar, toca el clavicémbalo con precisa elegancia, pero nosotros también oímos el golpe sórdido y angustioso de las uñas demasiado largas sobre las teclas. El mundo es armónico y contradictorio. Los personajes del Dietario se funden unos en otros, las tramoyas vaticanas de Bernini y las películas de Fellini, Leandro Fernández de Moratín y Gabriel Ferrater, Ovidio y Oscar Wilde, Montgomery Clift y un judío humillado que habla ante el tribunal de Nuremberg en una película de Stanley Kramer, Dostoievski y Caries Riba, y un personaje de Dostoievski, y Pere Gimferrer en una noche en Viladrau, Billie Holiday y nosotros con la mirada en el vacío futuro. Es inteligente hablar de tiempos enrevesados como quien mira hacia otra parte, hacia el

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

5

pasado donde ya estábamos presentes, hacia el futuro donde ya estamos. «Si cerramos los ojos los podemos ver aún», como vemos a ese poeta romántico y maldito, Espronceda, que pasea por Madrid con su amante, escandalosamente. Aún dura el morado del vestido de ella: alguien lo vio y lo contó, un contemporáneo, contemporáneo de los amantes y contemporáneo nuestro. Y aún habla a nuestro oído San Agustín, mente vertiginosa, enciclopédica, y todos los libros que existieron y sólo existen porque alguien nos los recuerda ahora, como todos los lugares y personajes de este Dietario. El sentido de la literatura no es ser un espejo en el camino, sino un espejo donde nuestra conciencia se ve a sí misma, dice Pere Gimferrer.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

6

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN por J. M. CASTELLET

Malfia't de la història. Somnia-la i refés-la. PERE QUART

Je sais d'ancien et de nouveau autant qu'un homme seul pourrait des deux savoir. APOLLINAIRE El camino misterioso va hacia dentro. En nosotros o en ninguna parte se halla la eternidad, con sus nombres, el pasado o el futuro. SCHELLING

Tengo la vaga impresión —hace ya tiempo que han desertado de mí las certezas profundas— de haber sido destinado a presentar al lector uno de los libros más singulares, más considerables y, en cierto modo, más importantes de la literatura catalana actual. Singular, por las características propias de un género difícil de definir. Considerable, porque, en mi opinión, se trata de una pieza literaria de gran originalidad, como podrá comprobar el lector. Importante dentro de la literatura catalana, porque es la primera tentativa lograda a un alto nivel —probablemente desde el Glossari de Xénius—1 de normalización cultural dentro de un medio de comunicación, como es un diario.2 Tentativa de normalización quiere decir, para mí y en este caso, una exploración intelectual cotidiana del mundo, una reflexión cultural, moral y social de la historia, desde la contemporaneidad, pensada y escrita en catalán desde la Cataluña actual, en un entorno políticamente complejo y culturalmente aún parcialmente anómalo. He dicho desde el Glossari de Xénius. No se trata de menospreciar otras tentativas, ni de establecer comparaciones con una de las aventuras culturales y políticas más logradas del siglo XX en catalán: el Noucentisme, es decir, el ideario político, cultural y estético que, con d'Ors, levantaron Prat de la Riba, en política; Pompeu Fabra, en la fijación de la lengua; y una multitud de escritores y artistas, encabezados por Carner, Guerau de Liost, Torres-García, Manolo, Sunyer, etc. No: Pere Gimferrer no pretende establecer una política cultural, ni siquiera una estética y, menos aún, una fórmula programática. Diríamos, en una primera aproximación, que el intento de 1

Eugeni d'Ors publicó, entre 1906 y 1921, con el seudónimo de Xénius, una colaboración breve (glosa) y periódica — especialmente en La Veu de Catalunya— que trataba de temas culturales y políticos y que configuró la ideología de su etapa catalana. 2 En este caso, se trata de El Correo Catalán, que publica una página cotidiana en catalán.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

7

Gimferrer pretende dar —eso sí, públicamente— un testimonio de la vida moral del escritor, a través de una fórmula literaria abierta que tenga un sentido estético en la misma escritura. Desde este punto de vista, he calificado la aventura de singular, porque se trata de un género que no responde estrictamente a ninguna de las fórmulas en uso, pese a que tenga algunos precedentes entre nosotros o en literaturas foráneas. Ciertamente, podríamos hablar de «glosas», si no fuera que la palabra ha quedado fijada y, en cierto modo, patentada, por la fuerza, la intención y la consistencia impuestas, a lo largo de muchos años, por Eugeni d'Ors. Tampoco es el artículo periodístico, muchas veces impecable, escrito con regularidad, que han practicado —no siempre en catalán, pero eso se ha debido a circunstancias ajenas a la voluntad de los autores— Josep Pla o Joan Fuster. Hay también, naturalmente, el breve magisterio, en este terreno, de J. V. Foix. De todos ellos, a mi entender, hay algo en Gimferrer, pero no es eso lo que cuenta, pese a la voluntad de estilo del primero, la intención moral del segundo y la prosa cincelada del tercero, rasgos que, de una manera o de otra, encontramos en las páginas de este volumen. También, de la formación castellana de nuestro autor, habría que mencionar las lecturas del Azorín articulista, con su poder de evocación o, quizá, los artículos de Unamuno, siempre intencionadamente ideológicos. Más allá, podríamos pensar aún en las excelentes Mythologies, de Roland Barthes, escritas hace muchos años y reanudadas en Le Nouvel Observateur pocos meses antes de su muerte: «En la vida de los mitos sentimos latir el espíritu de la época», dice Gimferrer en uno de los textos más sorprendentes, «En el retorno de Helenio Herrera». Hay, ciertamente, fragmentos de este dietario que no pueden negar lo que Jaime Gil de Biedma llamaba «una imposible propensión al mito». No vale la pena repasar, quizá, mucho más. El hecho es que las páginas de Gimferrer han adoptado, desde el primer día, el título de Dietario —y como hojas de dietario las queremos calificar y, a mi entender, han de ser leídas. ¿Pero de qué tipo de dietario se trata? Yo diría que de un dietario íntimo, matizando todo lo posible el carácter de intimidad que pueden tener unos textos destinados a ser leídos inmediatamente por el lector. Aparentemente, el autor no es el protagonista de estas páginas de manera directa, ni las anotaciones corresponden siempre —día a día— a hechos vividos en la cotidianidad. Desde esta perspectiva, pues, no tiene nada que ver con el Journal de Gide, ni con el Quadern Gris, de Pla, pese a que, de vez en cuando, los temas adopten un tono personal —en general en forma de evocación autobiográfica—, o vengan determinados, en algunos pocos casos, por un acontecimiento del día. Sin embargo, la lectura seguida de estas páginas nos transporta a un universo personal —y, en este sentido, íntimo—, expresión de un mundo interior rico en reflexiones literarias e ideológicas, a partir de la vivencia moral de unos hechos culturales experimentados con la misma pasión con que otras personas viven la cotidianidad. Eso nos llevaría, inexorablemente, a considerar la personalidad del autor, si fuera posible hacerlo sin entrar impúdicamente en una intimidad cuidadosamente guardada y que se defiende, día a día, del asedio de la curiosidad pública, al menos de la de lectores y otros protagonistas de la vida cultural catalana. En un retrato literario de Pere Gimferrer que escribí en otro lugar, me fue difícil reflejar lo que no fueran aspectos externos de su entorno vital, los cuales, sin embargo, me parece que dan una impresión bastante clara de un personaje que, en la medida de lo posible, rehúsa la vida exterior y cultiva minuciosamente el crecimiento y la maduración de la intimidad personal. Quizá por el hecho de ser una de las pocas personas que tratan, hoy, con una relativa asiduidad, a Pere Gimferrer, he dicho, al comenzar estas líneas, que me he sentido «destinado» a escribirlas. Quiero decir con esto que, en cierto modo, me es posible afirmar, sin temor a equivocarme, que el libro que el lector tiene en sus manos es, en efecto, un dietario literario íntimo, es decir, que las piezas que lo componen son hojas cotidianas a propósito de libros, de diarios o de revistas, de películas o de exposiciones de arte, de evocaciones del pasado a través de una fotografía, de un objeto o de un paisaje, de interiorizaciones de los hechos de la historia que pasa ante un espíritu curioso, ávido y penetrante, pero que rechaza la participación activa en ellos, excepto por lo que al testimonio escrito se refiere. Porque, si no fuera así, ¿cómo iba a ser posible montar un artificio literario como el que el lector tiene en sus manos? Sin la sensibilidad personal ante cada hecho mencionado; sin la cuidadosa selección de los temas vividos interiormente, en un momento u otro de la vida del autor;

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

8

sin la pasión intelectual que despiertan en él los personajes históricos que desfilan, innumerables, por estas páginas; sin el entramado de emociones y recuerdos, de sentimientos y memoria avivada que encontramos tras cada evocación, comentario, descripción o toma de posición, incluso ideológica ¿cómo podríamos hablar de dietario íntimo? O, quizá, nos equivocamos, y tendríamos que hablar de libro de memorias intelectuales, de la memoria personal de un escritor que, por el hecho de renunciar a la vida externa, se vuelca a revivir la historia cultural de la humanidad, o la Historia, tout court, sin rechazar, pero también sin dar prioridad a los acontecimientos cotidianos o domésticos que proporcionan los temas de la mayor parte de los dietarios o memorias que han producido piezas literarias memorables, como algunas de las mencionadas. No deja de ser sorprendente que, a finales del siglo XX, en plena locura política internacional; en una crisis generalizada de moral pública o de civilización, como algunos pensadores andan predicando; en un mundo sensibilizado por los mass media, que hacen que todos los días quedemos asombrados ante cualquier barbaridad ocurrida horas antes en cualquier rincón del universo humano o vivamos alienados por los subproductos culturales que se nos ofrecen; haya alguien que se abstraiga y reflexione, evoque y comente anécdotas y hechos de la historia que se convierten para él en cotidianos y significativos, válidos en el mundo de hoy, más presentes en su vida que una noticia de primera página en un diario. No deja de sorprender, digo, al menos desde el punto de vista, privativo hasta ahora durante muchos decenios, que ha sido, para entendernos, el del intelectual sartriano o, simplemente, el del escritor que se cree llamado a comprometerse en una cotidianidad cambiante y contradictoria, inasequible y deslizante como las escamas del pez que intentamos coger con la mano dentro de un río desde una barca. Lo que pasa es que los planteamientos de Gimferrer suscitan otro compromiso, que es el del hecho mismo de escribir. Es un compromiso muy antiguo que comprende, a la vez, el reto del escritor consigo mismo y, a través de la obra, con el lector. Se trata de un compromiso en el que caben los errores, pero no los engaños. Es una actitud de solitario y de escéptico, de moralista en el sentido más tradicional de la palabra, lo que quiere decir adoptar una posición y defenderla con el único instrumental de que dispone el escritor: la cultura y las palabras. Intentando dar un ejemplo, he tomado un bloque de doce quince hojas del Dietario: las del comienzo. ¿Qué encontramos en ellas? En primer lugar, dos temas que definen lo que estamos intentando explicar. Uno, el de la actitud de silencio o renuncia que, según Gimferrer, delimita, en unos momentos determinados de la historia, la actitud moral de los intelectuales; el otro, el de la definición de la política y el poder, y la creación de espacios marginales a ambos que son el reino de la libertad y la creación o los del misterio y la imaginación. En segundo lugar, un tema recurrente a lo largo del Dietario: el del poeta, el del creador, el del constante aprendizaje del artista. En tercer lugar, la tentativa de definir algunos rasgos del actual momento cultural. En cuarto lugar, las evocaciones personales, literarias, artísticas, cinematográficas, etc., aparentemente impresionistas —un recuerdo como una mancha de color o como una sombra—, pero que, muchas veces, coherentes con el pensamiento del autor, sirven para subrayar una idea precedente o para adelantar otra: hay que decir, desde este punto de vista, que sólo leyendo el Dietario como unidad apreciaremos hasta qué punto resulta todo él compacto y traduce uno de los pensamientos más elaborados y maduros de la actual vida cultural catalana o, incluso, de la española en general. El punto de partida son cinco hojas, correspondientes a los días seis, siete, diez, catorce y dieciséis de octubre de 1979. La inicial recuerda —hecho paradójico para el comienzo de un libro—, a partir de una evocación del Moratín refugiado en Barcelona, el silencio o el mutismo al que se ve obligado el escritor en momentos de excepcional salvajismo social, como tan a menudo hemos vivido en este país, para salvar la dignidad personal y moral y, en definitiva, la colectiva. El segundo, es una reflexión sobre la historia y su tema único: el poder. El tercero, el rescoldo que da vida a la ceniza, en el caso de un escritor viejo: no es otro que el recuerdo del poeta joven, a propósito de Ovidio. El cuarto, vuelve a los temas del escritor y del intelectual y de su relación con el poder, a través de la fascinación de Pound hacia Mussolini o de la manipulación de Maiakovski por Stalin. El quinto, finalmente, remacha el clavo del primero, es decir, más allá del silencio

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

9

queda aún la salida de il gran rifiuto: «Quien opera la gran renuncia, en un mundo dogmático, es a menudo la persona más lúcida: el intelectual que molesta a unos y otros, por ejemplo, porque cree que su papel es la crítica independiente.» Es todo un planteamiento inconformista que planeará a lo largo de las hojas del Dietario. Es, no obstante, un planteamiento basado siempre en hechos reales, históricos, huyendo de las habituales inconsistencias de las teorías de moda. Por otra parte, parece que Gimferrer —que así lo ha declarado en el segundo de los temas mencionados— quiera significar al lector que la historia «es cíclica y retorna siempre» y se proponga demostrarlo. La suya, es una lectura en profundidad de la historia a través, desde luego, de algunos historiadores, pero, sobre todo, a través de la pequeña historia que han escrito, siglo tras siglo, los filósofos, los moralistas o los políticos, y, especialmente, los escritores, los músicos, los artistas plásticos, los poetas. Y, más modernamente, no es preciso decirlo porque la imaginación de Gimferrer es absolutamente contemporánea —y en consecuencia procede también del mundo de la imagen—, los fotógrafos, los pintores o los cineastas de hoy. Por las páginas de este libro desfilan, por tanto, dejando ejemplo de una actitud o de una peripecia vital, personajes como Goya, Spinoza, Josep Pla, Larra, Boileau, Kafka, Racine, San Agustín, Hölderlin, Bernini, Pessoa, Pushkin, D'Annunzio, Tolstoi, Maragall, Stravinski, Chaplin, Chopin, Nijinski, Rousseau, Mallarmé, Velázquez, Esenin, Ausiàs March, Lucrecio, Saint-Simon, Buffon, Dante, J. V Foix, Wallace Stevens, Dostoievski, Poe, Octavio Paz, James, Conrad, Joan Miró, Cortázar, Rosalía de Castro, Scarlatti, Lautréamont, Brueghel, Berlioz, Max Ernst, Hugo, Hitchcock, Stendhal, Proust, Melville, etc., conviviendo con mitos populares contemporáneos como Marilyn Monroe, Monty Clift, Mata Hari, la Garbo, Jackie Kennedy, Louis Armstrong, Gardel, Clark Gable, Amedeo Nazzarí, Marlene Dietrich, Errol Flynn, etc. No se trata, sin embargo, de citas de autores, de obras, de intérpretes, etc., más o menos eruditas, a través del artículo o del ensayo. Los personajes surgen en el Dietario como recreaciones vivas, es decir, como lo que fueron o son, gente de carne y hueso, evocaciones históricas precisas, descritas en un tiempo y en un ambiente dados, a través de un hecho concreto, de una anécdota cotidiana, de una situación vital. La cultura y las palabras. Sólo a través de ellas es posible esta recreación insólita, estas hojas de un dietario universal que se adentra en el tiempo, que va y viene a lo largo de los siglos, de Lisboa a París, de Winchester a Berlín, de Praga a Londres, de Kapurthala a Nueva Inglaterra, de Alejandría a Macao, de Florencia a Barcelona, de Madrid a Burdeos, de Milán a Hong-Kong, de Ravenna a Ripoll, etc. Todos estos lugares son descritos, fragmentariamente, claro, pero con minuciosidad y precisión, de la misma manera que los personajes mencionados y las situaciones en que se encuentran llevan el detalle de lo vivido, como si la hoja del Dietario la acabara de escribir un contemporáneo. De hecho, sin embargo —y Gimferrer no engaña a nadie—, ha sido, de una manera u otra, así, porque ha aprovechado textos literales o ha traducido imágenes en palabras. No se trata, pues, de pastiches creados por la imaginación o el plagio. Lo que ocurre es que Gimferrer ha profundizado en libros y revistas, en memorias o diarios, en pinturas o en filmes y ha extraído la imagen exacta, el perfil preciso. El efecto es totalmente sorprendente. Pero es que, si la cultura le ha proporcionado los documentos, las palabras —un catalán plástico y vivaz, cotidiano y vigoroso— le han dado vida y contemporaneidad. Por si fuera poco, la intercalación de hechos, paisajes, personajes o situaciones actuales, acaba de confundirnos: todo es ahora y hoy, todo acaba de pasar en este momento, ayer o, como máximo, anteayer. Tomad otro grupo de hojas del Dietario: del 1 al 12 de marzo de 1980, por ejemplo. El tema de las Olimpíadas nos transporta a un día de setiembre de 1972, en algún lugar de Francia. Un escritor —Julio Cortázar— escucha la radio: ha tenido lugar la matanza de Munich. Se formula una cuestión moral. De este hecho saltamos al 1968: estamos en Nueva Delhi. Otro escritor latinoamericano —Octavio Paz— conoce los hechos de la Plaza de las Tres Culturas: otra matanza que tendrá relación posterior con las Olimpíadas que se han de celebrar en México. Una reacción moral le obliga a dimitir de su cargo de embajador. Volvamos, ahora, a la actualidad, a 1980: un escritor catalán medita sobre los hechos de la invasión soviética en Afganistán. Una matanza más, y otra consideración moral. Pasemos la hoja del Dietario: estamos a mediados del siglo XIX. Una

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

10

poetisa adolescente, en Lisboa, mira cómo pasan las nubes: se trata de Carolina Coronado. Más tarde, en Madrid, conocerá a los Dumas, padre e hijo. Volvemos a Lisboa, a finales de siglo, donde una carta le anuncia la muerte de Dumas, hijo. Muerta la propia poetisa, vuelven a pasar unas nubes, como pasa el tiempo, toda una vida. Volvamos de nuevo la hoja. El autor ha visto dos películas, Novecento y La luna, de Bernardo Bertolucci, hijo de un poeta, Attilio Bertolucci, que, en un poema, nos ha hablado de un atardecer de otoño en una posguerra cualquiera del siglo XX italiano: su hijo, el cineasta, tenía cinco años. Hay unas imágenes que, posteriormente, reaparecerán en unas películas mitificadoras del recuerdo. Pero, volvamos a girar la hoja del Dietario: estamos, otra vez, en el siglo XIX, y, ahora, en las afueras de San Petersburgo, a la hora de la verdad, del destino, de un escritor ruso, Pushkin. Una hora absurda, la de un desafío, de un duelo que hoy resulta grotesco e inútil. Sin embargo, causó la muerte de un gran poeta de treinta y ocho años: el almanaque Gotha del año siguiente le dedica una línea, y ya es bastante. Tendrán que pasar aún muchas décadas para rehacer una historia, para valorar una obra, para definir una aventura vital. Sin movernos del siglo —anteayer, como máximo—, la siguiente hoja del dietario nos explica la historia de un dandy, Baudelaire, devorado carnalmente por una mulata, Jeanne Duval: «Hay una verdad moral profunda en el fondo del designio de elegancia y de excentricidad del dandy. Hay la intuición, lúcidamente formulada, de la analogía entre la experiencia interior y la vida erótica...» Pasemos de nuevo la hoja. Continuamos en el siglo XIX: concretamente en el 15 de julio de 1885. Rosalía de Castro, agonizando, en el momento del destino —como Pushkin— «pidió que le trajeran un ramo de pensamientos, la flor que más amaba». Y pidió más, a su hija: «Ábreme la ventana, quiero ver el mar». El mar, la muerte: un mar que no se podía ver desde la ventana; una muerte que la adentraba en el recuerdo de la última vez que vio el mar. Adiós, Rosalía de Castro, serás sustituida, en el Dietario, por un personaje poderoso e infatuado. Un manager de fútbol que se llama Helenio Herrera, H. H., un personaje camp en las mitologías juveniles de muchos de nosotros. Así es la vida: de la delicadeza, reprimida, enfermiza y romántica de alguien que entendió, con los matices consecuentes, una tierra, un paisaje y la sensibilidad de una lengua remota, pasamos, volviendo la hoja, al perfil pétreo de un personaje basto a quien interesan el dinero y la fama fugitiva de los titulares de los diarios deportivos. H. H., Luisito Suárez, el Barça, el Inter... ¡Toda una época! Gimferrer, lo he dicho antes, encuentra, justamente, que en la vida de los mitos se siente latir el espíritu de una época. ¿Dietario literario íntimo? Naturalmente porque, si no ¿podría reflejar el personaje literario que es, también, Pere Gimferrer? Cada uno construye, a su manera, la vida que quiere o puede. No sabemos nada de las opciones del joven Gimferrer, pero sí de su renuncia actual a la vida exterior. Pero es, ésta, una renuncia únicamente de participación física y social; a lo largo del Dietario, lo que encontramos es un hombre que vive ocultamente, pero apasionadamente, la contemporaneidad. Lo que ocurre es que Gimferrer no encuentra solución de continuidad entre la vida de los hombres de un siglo o de otro. Las constantes de la vida moral de los personajes a quienes se refiere, son prácticamente las mismas, como lo son los hechos que las determinan: la estructura de poder que los envuelve, la vida cotidiana que los golpea hasta insensibilizarlos, la indeterminación vital —este elemento de azar que no se puede rehuir y que planea, con el tono sombrío de una amenaza más que con luz de esperanza, sobre todos nosotros. Frente a este determinismo ineluctable, se alza la rebelión interior, se abre la ventana de la evasión, surge el tumulto pasional que puede arrollarlo todo, hasta abrir la hendidura que determine la elección del propio destino, habitualmente trágico. La subjetividad. Siguiendo el Dietario, encontraremos que Gimferrer reivindica la razón íntima frente a todas las demás «razones». Es la suya, la propia, y por eso el Dietario no se ciñe a la repetición de lo cotidiano, ni a la cronología que, día tras día, avanza hacia el futuro. El tiempo pasa, ciertamente, pero pasa, pendularmente, hacia atrás y hacia delante, sin que nos demos cuenta: es el sentido de la cultura y, quizá, de la historia. Éste es, a mi entender, el gran hallazgo de este Dietario: la simultaneidad histórica. Esta idea, que algunos pueden considerar conservadora —porque deja abolida la idea de progreso que planea sobre los dos últimos siglos—, ¿puede serlo en el momento en que alguno se levante y diga: yo vivo, sin embargo, cotidianamente

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

11

con Ovidio y Lucrecio, con San Agustín y Dante, con Saint-Simon y Scarlatti, con Miró y Hitchcock, de todos los cuales me siento contemporáneo? Tal vez es la cultura la que es reaccionaria: más de uno lo afirmaría —y más de uno lo ha afirmado. No hay duda de que Gimferrer se inscribe en un amplio movimiento contemporáneo de reivindicación de la subjetividad, de la pasión, de la intimidad, del resguardo de la individualidad. Pero no le preguntéis los nombres de los teóricos de estos movimientos de hoy, porque seguramente os contestará que leáis los clásicos, donde lo encontraréis todo. Temo que si los teóricos contemporáneos le horripilan, es porque no pueden liberarse de las ideologías contemporáneas: unos serán de derechas y otros de izquierdas. Lo serán, o dirán que lo son: todos ellos, no obstante, hablarán de la verdad histórica para llevarla a su terreno. Desconfiad de ellos. Pienso que Gimferrer debe creer que la historia está hecha para explicarla, para narrarla —difícilmente para interpretarla. En todo caso, de la narración surgirá la interpretación que cada cual quiera darle. Por eso, Gimferrer adopta, generalmente, el tono narrativo. La mayor parte de las hojas del Dietario explican una anécdota —una historia parcial— fechada cronológicamente y descrita con minuciosidad de detalles: la moraleja corre por cuenta del lector. Sin embargo, Gimferrer sabe lo que se propone —y aquí entra de nuevo la subjetividad. Habiendo vivido, apasionadamente, una aventura personal íntima, construida en parte sobre los signos, las palabras, las imágenes, su Dietario no hace más que evocar, día tras día, momentos culminantes de su vida. Que ésta haya sido vivida en la calle, como traficante de opio, como marginado o paria o como ciudadano abocado a la incertidumbre de la cotidianidad, es una posibilidad como otra. Una de estas otras ha sido su elección: escritor nato, Gimferrer ha optado por la cultura y las palabras. No se puede dudar, en todo caso, de que el Dietario traduce una forma de experiencia tan real como la de cualquiera de las otras opciones. Por eso, como decíamos al principio, hemos de considerar estas páginas como un dietario real y cotidiano. Como unas memorias si se quiere, que se extienden a lo largo de los siglos y que nos aportan, con la originalidad y la verdad de lo vivido, la vida de un hombre de nuestro tiempo. Así, creo, hay que leerlas: como un diario donde se van anotando los acontecimientos íntimos y personales de cada día, concibiendo el tiempo como un continuum que nos rebasa siempre, antes de la vida o después de la muerte.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

12

Dietario (1979 - 1980)*

1979

A Roser y Lorenzo Gomis

EL VIVIR CLANDESTINO Una placa, en la calle de Petritxol, nos recuerda la casa donde vivió Leandro Fernández de Moratín en Barcelona. Fueron unos años duros para Moratín, que vegetaba como a escondidas, con esa sensación de seguir vivo por milagro en un mundo absolutamente cafre y hostil que tan a menudo han experimentado los intelectuales hispánicos. Cuando por las calles de Madrid la gente grita «Vivan las caenas», un hombre que se ha dedicado a cosas como traducir a Shakespeare y a Moliére no tiene, realmente, muchas posibilidades de no dejar la piel. Desde Barcelona, el 17 de enero de 1816, Moratín escribía a su amigo Juan Antonio Melón. Esta carta contiene unas líneas absolutamente impresionantes, en las que se hace un cierto elogio del talante de los catalanes, pero que dan una imagen horripilante —y probablemente del todo fiel— de la sensación de resultar molesto y de ser rechazado que puede experimentar una persona civilizada cuando se desencadena la brutalidad celtibérica. «Mi resolución —escribe Moratín desde Barcelona— es la de no moverme de aquí, no trocar este pueblo por otro ninguno de España, si he de vivir y morir en ella. En este caso es necesario hacer una vida oscurísima y retirada; no hablar, no escribir, no imprimir, no dar indicio alguno de mi existencia; y esto, entre unas gentes las más tolerantes, las menos chismosas, las menos perseguidoras de toda la península; donde cada cual atiende a sus negocios e intereses y no se mezcla en los ajenos, lo cual no sucede en ninguna parte.» En un momento dado, André Breton aconsejó a los surrealistas una consigna: el «paso a la clandestinidad». Pero una cosa es optar por ser un escritor clandestino antes que convertirse en un escritor oficial y establecido —y éste era el sentido de la consigna de Breton—, otra cosa es (como en el admirable poema de Gabriel Ferrater «La vida furtiva» que tan a menudo ha sido leído equivocadamente como un poema politico) tener la sensación básica de asedio y acorralamiento que puede dar la existencia cotidiana; y otra aún, y muy distinta, es optar por el mutismo, como Moratín, porque esta opción amarga es la única permitida por el triunfo de la estolidez. Este mutismo resulta más fuerte y más patético que cualquier acusación. (6 de octubre)

*

Aunque la edición seguida comprende la unión de los dos dietarios en un solo volumen (marcando la continuidad de los años 1979-1982), en nuestras ediciones digitales saldrán por separado. Véase la nota del índice final [Nota del escaneador].

Pere Gimferrer

13

Dietario (1979 – 1980)

EL TEMA DE LA HISTORIA La Historia es cíclica y retorna siempre: tiranos, ponzoñas, espadas, exacciones, palacios llenos de sangre o de joyas, guadañas de revueltas populares, mapas sobre la mesa de quienes se reparten los territorios. Para unos, este retorno de los arquetipos históricos es circular: Calígula y Bokassa, Bonaparte y Kerenski, Robespierre y Zapata, serían avatares de un mismo argumento inmutable, caras cambiantes de una realidad idéntica que, con las variantes del éxito o del fracaso, de la tragedia o de la farsa, de la maldad o del idealismo, repite, en dosis diferentes, un relato idéntico y sin salida. Otros piensan que la Historia es rectilínea, y que hay un progreso efectivo y una diferencia real entre el mundo gobernado por Tiberio y el mundo contemporáneo. Quizá es un deber moral el dar cierto crédito a esta visión, más optimista; hay unos cuantos hechos concretos que la abonan; no estoy seguro de que tengan suficiente peso en la balanza, aunque no hay duda de que existen. Nada importa, sin embargo, la visión que adoptemos; la cuestión será siempre la misma: ¿cuál es el tema de la Historia? Es cosa sabida que la Historia habla de reyes y de ministros y de súbditos y de políticos y de parlamentos; no es necesario decir que trata también de guerreros y de intrigas y de impuestos y de sublevaciones; es notorio que alude a bribones y a bergantes y a idealistas, y también a justicieros y a ladrones y a necios. Conocemos bastante bien el estruendo de trompetas y tambores, y el paso sutil e insidioso de los conspiradores en los pasadizos, y los enseres de labranza, en una clara mañana de invierno, pidiendo justicia a la puerta de las mansiones de los poderosos, y la depredación y el saqueo de las tropas que violan e incendian los poblados. Leamos los anales de Tácito, o las memorias de Saint-Simon, o cualquier drama histórico de Shakespeare, y seguro que encontraremos todo el posible repertorio de conflictos, soluciones, zancadillas y batacazos que ofrece la cosa pública. Bien hecha, cualquiera de estas lecturas nos ahorraría mucho gasto de curiosidad y de energía, aunque no siempre precisamente para confortarnos. Pero no se trata ahora de ahorrar nada, sino de preguntarse el sentido de todo eso. A San Agustín, obispo de Hipona, cuando escribió La Ciudad de Dios, o a Diderot, o a Rousseau, o a Karl Marx, o a cualquier otra persona que se detenga a pensar en esto, lo que le importa no es el aspecto hórridamente repetitivo de la Historia, sino la significación de su curso, que parece, a primera vista, la encarnación tangible del mal en el mundo. Explicar la Historia es explicar el mal, y por eso hay respuestas diversas y muy a menudo divergentes. De lo que no hay duda, no obstante, es del tema central. El tema de la Historia es el poder. El que unas manos arrebaten el poder de otras manos, no siempre es un hecho sustantivo: a menudo, la Historia hace como quien, por variación o juego, se pasa una cosa de la mano al bolsillo. Pero hay algo que sí parece seguro: si la Historia tiene por tema el poder, la era de la justicia o bien no llegará nunca o bien llegará sólo con el fin de este tipo de Historia. Sin embargo, creer que realmente dejará algún día de haber poder —y me perdonará la sombra de Fourier— puede que sea creer demasiado. Quizá el poder es la manifestación (histórica) de la imperfección humana. El poder como debilidad. ¿El pecado original? (7 de octubre)

RETRATO DEL POETA JOVEN «Yo soy aquel que fue poeta de tiernos amores. Tú, que lo lees, si quieres conocerlo, escúchame, posteridad.» Quien habla es Ovidio. Exiliado en Ponto Euxino, en un clima áspero e inhóspito, entre gente que a menudo ni siquiera hablaba latín, por unos motivos que todavía no sabemos ni quizá sepamos nunca con seguridad. Ovidio había sido un poeta de éxito y de moda, frívolo y refinado; no hubo en Roma brote de poesía más elegante que el suyo. Su papel social se debía de cotizar muy alto: tan alto como el de Oscar Wilde antes de su proceso y prisión, un episodio de ascenso y de cruel caída que recuerda un poco al del poeta latino.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

14

¿Pero qué quiere ahora Ovidio que la posteridad sepa de él? Principalmente, la historia de su vocación poética. Esta historia resultará familiar a cualquier persona que haya escrito versos en algún momento de su vida, tanto si ha triunfado como si lo ha dejado correr. Primero, se siente atraído por la poesía, y el padre le dice que este tipo de estudio es inútil porque ningún poeta se ha hecho rico. Más tarde, llega a conocer y a tratar a cierto número de poetas; todos le parecen dioses; conoce poetas más grandes que él, aunque al máximo maestro, a Virgilio, apenas puede llegar a tratarlo, porque muere muy pronto; conoce también a poetas de su edad, y se recitan poemas mutuamente. Cuando acaba de cumplir los veintidós años, Ovidio lee por primera vez en público, y da el nombre de Corina a su amor de entonces, cantado en dulces y armoniosos hexámetros. Escribe mucho, pero también corrige mucho; quema los versos que no le gustan. El éxito literario y social es completo. El hombre maduro, triste y enfermo que escribe en Ponto Euxino apenas tiene nada que ver con aquel «poeta liviano de los tiernos amores»; tiene ahora otro acento, más grave, más hosco. Pero se da cuenta de que lo único que lo salva de la muerte moral es el que un día fue un poeta joven, y por eso nos lo quiere explicar. No es agradecido el papel de joven poeta. Un poco decorativo, eso sí; pero pagado al precio de una febrilidad obsesionada, y al de una brillantez superficial, y al de una manía de éxito intempestiva y compulsiva. Ahora bien: en el fondo de todo esto late a veces un impulso genuino, que es noble, que hace que un poeta lo sea realmente y que puede redimir las amarguras y decepciones de la edad adulta. El poeta joven —que nunca ha sido tan bien retratado como en esta décima elegía del cuarto libro de las Tristes de Ovidio— hace posible la subsistencia moral y literaria del mismo poeta, ya adulto. Es el rescoldo que da vida a la ceniza. (10 de octubre)

EL POETA Y EL DICTADOR Hay en Italia un americano extravagante; de hecho, un americano renegado. Se llama Ezra Loomis Pound; los lectores de poesía lo conocen por Ezra Pound; los amigos le llaman Ezra o Ez, e incluso «Old Ez», el viejo Ez, porque aún no es viejo pero es ya un maestro. Y a este americano, a este poeta, lector de extraños librotes de economía, le parece que quizá Benito Mussolini puede llegar a hacer algo muy provechoso para Italia y para el mundo. En consecuencia, le escribe: le envía un epistolario insólito, redactado en un italiano pintoresco e incoherente, con una adhesión acompañada de complicadas sugerencias, tal como los arbitristas del Renacimiento escribían a los monarcas absolutos o a los cardenales italianos. Y aún más, para que el Duce sepa con quién tiene que habérselas, le añade unos cuantos poemas, esos poemas de Pound, llenos de guarismos, de ideogramas, de fragmentos en latín, en griego, en chino. Brutal, el dictador pasa la hoja: estas cartas no le interesan, no es su lenguaje, nada, trivialidades de un iluso. Pero llega a los poemas y sonríe: «Ma questo é divertente.» Le hacen gracia. Cuando se entere, Pound incorporará la anécdota a un poema suyo: «Ma questo —dijo al Amo— é divertente», y verá en ello, contra toda evidencia, una señal de lucidez profética del tirano. Es la fascinación del poder totalitario, la tentación del intelectual de descargar, por delegación, por vía vicaria, toda su responsabilidad moral en un líder o un ideario que parece imponer al mundo exterior una organización en la que todo encaja. De esta delegación, que libera del deber de juzgar uno mismo, jamás sale perdiendo el poder. Bastantes años después, los maestrillos soviéticos querían hacer prohibir la obra de un poeta difunto: Maiakovski. La mujer a quien el poeta había amado, Lili Brik, pidió a Stalin protección para aquella obra. La consiguió —como si hubiera lanzado una moneda a una máquina automática— con el barboteo instantáneo de una fórmula: «Maiakovski es el poeta más grande de la era soviética.» La protección adoptaba la forma estereotipada de un cliché oficial; salvaba a Maiakovski a costa de convertirlo en un figurón utiliza-

Pere Gimferrer

15

Dietario (1979 – 1980)

ble para legitimizar el despotismo. En el fondo, al decir «el más grande», o simplemente, encontrándolo «divertido», hay el mismo menosprecio, la misma primaria desconfianza del político ante el poeta. (14 de octubre) LA GRAN RENUNCIA Dante y su guía —Virgilio— acaban de entrar en el infierno. Apenas llegados, ven, en el vestíbulo, las sombras de los indiferentes, de los que vivieron «senza infamia e senza lodo»: ni buenos ni malos, tibios como aquellos de quienes dicen las Escrituras que serán escupidos de la boca de Jahvé en el día supremo. Dante ve allí una sombra conocida; es el primer personaje histórico del infierno de la Divina Comedia. No nos dice su nombre —ni a eso tiene derecho— pero sí lo que hizo: es aquel «che fece per viltà il gran rifiuto». ¿Cuál fue esta «gran renuncia»? Por lo que parece (es la interpretación más frecuente, pero no la única) la negativa de Celestino V, nombrado papa, a aceptar el pontificado. ¿Pero por qué esta renuncia, esta gran renuncia, se ha de hacer necesariamente «por vileza» y ha de merecer el infierno? ¿Simplemente porque el sucesor de este pontífice frustrado —Bonifacio VII— fue enemigo personal y político de Dante? ¿O más bien porque Dante considera que no es lícito negarse a aceptar, que en él mismo una «gran renuncia» es siempre una culpa grave? La «gran renuncia» —en la pequeña no repara nadie—tiene muy mala prensa. En el caso particular de Celestino V, no se excluye que fuese una decisión moral perfectamente lícita. Pero, además, la «gran renuncia» —en el orden que sea— es impopular e incómoda porque rompe la cadena del comportamiento social de los hombres. Es un gesto crítico. La crítica más fuerte de la sociedad no la hace ni el conspirador ni el socialista utópico ni el terrorista ni el político testimonial. Éstas son figuras marginales y subversivas, pero conocidas; actúan de una manera que es posible prever, que se conoce. Pero cuando alguien se decide por la «gran renuncia», cuando se define, y no actuando de un modo o de otro, no siendo esto o aquello, sino más bien distanciándose, negándose a aceptar el papel que le parece impuesto por la dinámica social, esta actitud, si no es simple pasividad, sino alejamiento crítico, encuentra desarmados a quienes tienen como resorte la inercia de ser y de hacer sin preguntarse antes si este ser o este hacer son verdades absolutas. Quien opera la gran negativa, en un mundo dogmático, es a menudo la persona más lúcida: el intelectual que resulta incómodo a unos y otros, por ejemplo, porque cree que su papel es la crítica independiente. (16 de octubre)

EL POETA Y LA MUSA Hace ya tres años que José de Espronceda ha muerto, y un amigo suyo, Antonio Ros de Olano, lo recuerda. Le habla como si estuviera vivo aún, y evoca los primeros días que Espronceda pasó en Madrid, con su amor, Teresa, que había huido de Londres con el poeta, dejando al marido y a los hijos. Este hecho, en un núcleo social reducido y en una ciudad todavía pequeña, no podía ser ignorado. Ros de Olano habla en estos términos a Espronceda, recordando el primer día en que lo vio por la calle con Teresa: «Teresa llevaba un muy sencillo vestido morado, y un velo blanco: los hombres se paraban a admirarla, los niños la enseñaban a sus madres, y las madres los reprendían con desdén. Tú, mi buen amigo, tropezabas o dabas con el codo a todo el mundo, y la osadía de tu aspecto parecía retar a los transeúntes; las mujeres no tenían a insulto tu mirada.» El texto es tan impresionante, el testimonio tan gráfico y vivo, que casi no hace falta

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

16

comentario. Es difícil lograr, tomada del natural, una imagen tan clara del papel de la poesía y del amor en la sociedad moderna. Todo, en este episodio, contribuye a ello: la belleza física de los dos amantes, la mezcla de altivez y de atolondramiento del poeta, la simpleza hipócrita de los transeúntes, y esta mirada retadora que no esquivan las mujeres. Lo más patético del cuadro es la sombra de Teresa; silenciosa, ocultando la cara tras un velo blanco, pero con el resplandor llamativo del color morado del vestido y lo que de turbador y clandestino tenía entonces una mujer atractiva que se ha colocado al margen de las normas sociales. De los dos, la víctima, si alguna hay, es evidentemente ella; pero Espronceda, aunque sin duda representa el papel que como poeta romántico le corresponde, tampoco ha elegido un papel muy cómodo. Es un gran papel para la posteridad, es decir un gran papel para después de muerto, pero no es ni con mucho el mejor al que en la vida le era posible aspirar. Si cerramos los ojos los podemos ver aún. Ella pasa como la sombra fugitiva de una nube encendida por el sol poniente, que el viento puede deshilachar; él, muy puesto, muy vestido, a trompicones y lanzando miradas desafiantes a diestro y siniestro, más débil, en el fondo, de lo que quiere aparentar. Ahora, los dos, intangibles, son historia. Pero esto no quiere decir que, en un lugar o en otro —y quizá también aquí mismo— alguien como ellos, de manera diferente, no pueda ser el hazmerreír de un público de papanatas y de filisteos. (17 de octubre)

«AÚN APRENDO» A Burdeos, Francisco de Goya llegó en el año 1824. Completamente sordo, debilitado, sin saber ni palabra de francés, sin llevar ningún tipo de criado o servidor. El miedo de los amigos de Goya era que el invierno francés, más crudo que el de Madrid, lo matara; débil y torpe como era, constituía, además, un peligro el que fuera a pie por la calle, y precisamente lo que a él más interesaba era no ir en coche, y ver cosas pintorescas y extrañas, que formaran parte de aquella visión del mundo irónica, caricaturesca, amarga y cordial a un tiempo, que con los años se había llegado a construir. De puertas afuera, Goya se las daba de valiente: decía que quizá llegara a los noventa y nueve años, como Tiziano; dos meses antes de cumplir los ochenta, recordaba que de joven había toreado, y proclamaba muy alto que, aun ahora, con una espada en la mano, no tenía miedo de ninguno; pintaba y dibujaba sin parar, y sin corregir nada de lo que hacía. Pero aquel viejo arrogante sabía la verdad; en una carta a un amigo, le confiesa que no tiene ni vista ni pulso, y que lo único que le sobra es voluntad. Es este Goya viejo, el gigante a punto de derrumbarse, pero aún poderoso, y más grande que nunca en el último resplandor de su pasión de hacer y ser, quien dibuja directamente con lápiz litográfico sobre piedra negra —es decir, probablemente con destino a la publicación en forma de litografía, técnica que entonces acababa de inventarse—, un par de álbumes impresionantes. La pieza más asombrosa de este conjunto es quizá un dibujo que, sobre fondo negro, nos muestra la figura de un anciano corpulento y barbudo, como el Padre Tiempo, que, con expresión torva y ceñuda de decisión, camina ayudándose con dos muletas. Presidiendo la composición, la mano aún firme del artista escribió, como solía, un título que es explicación y lema: «Aún aprendo». Sí, Goya aprende aún, y no precisamente o exclusivamente la técnica litográfica. Acorralado en su sordera, aprende aún a vivir cuando ya le corresponde empezar a aprender a morir. El aprendizaje dura tanto como dura la vida, si creemos en ella; o bien se acaba en seco, súbitamente, si dejamos de creer. (19 de octubre)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

17

LA DESAPARICIÓN DE UN BRUJO Un día no determinado, mediados los años veinte, el joven Ernest Hemingway está sentado en el café La Closerie des Lilas, de París, en la terraza. Un hombre enjuto, envuelto en una capa, acompañado por una muchacha alta, pasa ante el café, mira a la gente de soslayo sin detener la mirada, y desaparece. El amigo que se encuentra con Hemingway, le dice: «Éste es Aleister Crowley, el de las misas negras. Dicen que es el hombre más malo del mundo.» Unos años después, el mismo hombre, con la misma capa y la misma muchacha —una alemana que se llama Anni L. Jaeger— llega al puerto de Lisboa. Es el mes de setiembre de 1930. Imponente, el hombre de la capa —con unos ojos, por lo que sabemos, «maliciosos y satánicos»— encuentra a un colega que le está esperando: un personaje tímido, amedrentado, que lo conocía sólo por carta; un aficionado al ocultismo. El barco ha llegado a Lisboa con veinticuatro horas de retraso por culpa de la niebla; Crowley, irónico y profesional, saluda al amigo portugués diciéndole: «¡Vaya! ¿Cómo se le ha ocurrido enviarme esta niebla?» El reproche es ambiguo, con un tono medio de humor, medio de complicidad en la brujería. Da el tono que va a tener toda la relación entre estos dos hombres. El británico es una figura compleja: espía y agente provocador al servicio del gobierno inglés durante la Primera Guerra Mundial; mago, astrólogo, teósofo, millonario, parece que masón también. Ha viajado por la India y por China; dicen que en Bombay mató a una nativa para chuparle la sangre, pero quizá sea un infundio; es conocido con los nombres de «Maestro Theron» y «La Bestia 666», como en el Apocalipsis; habla griego y latín. El portugués, oscuro y secreto, se llama Fernando Pessoa; muchos años después de su muerte el mundo sabrá que es un gran poeta. El episodio remató de manera rocambolesca, con una desaparición del brujo en circunstancias aparentemente misteriosas, dejando un mensaje en clave teosófica. Pessoa metió baza en el asunto y elaboró toda una serie de hipótesis extrañas que llamaron mucho la atención de la gente de los periódicos. Desde luego, en definitiva (y el caso es demasiado complicado como para resumirlo ahora) era todo una mixtificación, y al año siguiente Pessoa escribía a un amigo: «Crowley, que, después de suicidarse, se fue a vivir a Alemania, me escribió el otro día...» Pero la falsa desaparición del brujo, y las alternativas de verdadero pánico y de humor que su relación con él provocaron en Pessoa, representan un modelo de uno de los deseos secretos de cualquier poeta: aquello a lo que Nerval llamaba «la expansión del sueño en la vida real». Recurrir a la complicidad de un brujo más o menos farsante —o, si hemos de ser precisos, farsante a ratos, por lo visto, pero quizá no siempre ni en todo—es, para lograrlo, un camino menos genuino que la invención poética y menos azaroso que el alcohol o los alucinógenos. Pero, en todo caso, tiene una ventaja doble: es un camino que incide de manera efectiva en la realidad exterior, y al mismo tiempo, un camino que permite el margen de ambigüedad (y de retroceso, si es preciso) de lo que es y no es. Como dice un poemita del mismo Pessoa: El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor real que siente. (21 de octubre)

MIRANDO UNA FOTO Es una foto en color, tomada en Reno, en 1960. Evidentemente, no se trata de una instantánea improvisada, sino de la clásica foto de pausa en el rodaje, aunque resulte dudoso si la destinaban a publicidad o a servir de recuerdo de una colaboración entre amigos. De las personas

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

18

que posaron para esta foto, hay tres —y precisamente las tres que ocupan el primer término— que, ahora lo sabemos, tenían poco tiempo de vida. A la izquierda hay un hombre que sonríe; es ya un hombre de edad, y fatigado, y parece un poco el padre incestuoso de la mujer que tiene al lado; el bigote, la sonrisa que cae ya en el rictus y la mueca, la actitud deportiva y cínica pero casi a la fuerza, dan la imagen —como en una Danza de la Muerte medieval— del juerguista seductor que ha recibido ya el aviso de la enfermedad. A su lado, una muchacha; no, si nos fijamos bien no es tan joven como quiere parecer, pero el vestido y el maquillaje son una muestra impecable de creación de un personaje superpuesto a la persona. Lleva un vestido claro, zapatos blancos con tacón alto; las piernas y los brazos desnudos, y una mano enlazando la otra; el escote deja ver el nacimiento del canal de los senos. Sonríe también, los labios muy rojos; los ojos tienen una expresión medio de sorpresa medio de espera confiada, con un velo suave como de estatismo, de cosa parada, que la miopía puede poner en los ojos de una mujer, aunque eso sólo ahora lo sabemos. Porque, cuando le hicieron la foto, el público no sabía que Marilyn Monroe era miope ni que su compañero de rodaje, Clark Gable, tenía el corazón gastado y desfalleciente. Hacia la derecha está sentado un hombre aún bastante joven. Se distingue de los otros dos actores porque no representa ningún personaje, no muestra ninguna preocupación por mantener una imagen determinada; es como es, y basta. Crispado, sin embargo; tenso, al acecho; el cuerpo reposa, incluso, con un punto de violencia, contenida, como si en cualquier momento pudiera erguirse, impulsado de súbito por unas manos extrañamente enérgicas y fuertes. Pero toda esta llama comprimida centellea sólo en los ojos, el único elemento que contradice la inmovilidad y la calma aparentes del cuerpo. Son unos ojos obsesivos, porque no es posible definir su expresión. Tienen una tristeza hosca, vulnerada, que se aviene turbadoramente con una media sonrisa tierna y herida, apenas esbozada, y tienen también una fijeza imperiosa, que viene de dentro. Son los ojos de Montgomery Clift. En segundo término, erguidos, dos hombres que sobrevivirán: Arthur Miller, seco como un pajarraco, pero castigado por los años, y John Huston, el director, medio profeta antiguo y medio aventurero del Far West. En esta foto, que reúne generaciones y oficios diferentes, conviven dos o tres rostros de América. El color, fuerte y flamante, vence al tiempo que se ha llevado a los muertos. (23 de octubre)

ANTE EL ESPEJO No podemos decir, ahora, si era un hombre hermoso. La cara es amplia; el pelo, abundante, como agitado por un viento, por una tempestad invisible, en desorden, escapando del contorno del rostro, negándose a la lisura: realmente, una cabellera romántica. La expresión de los ojos, el pliegue de la boca bajo el bigote, en el retrato que tengo ante mí —un grabado impreso en París, en el siglo pasado— no me dan una imagen definida. No es un hombre triste o melancólico; tampoco es un hombre irónico; no es noble ni plebeyo. Es una cara impresionante, pero no sabemos decir exactamente por qué, ni tampoco si encaja o no en los cánones de la belleza masculina. Sin embargo, una cara como ésta es la que él debía de ver aquel día de 1837 ante el espejo. Sólo tenía veintiocho años. Conviene pensar en esto, porque es impresionante que la mente más lúcida de la España de su tiempo, el hombre que supo dar respuesta literaria y moral más digna a uno de los períodos más duros, fratricidas, oscuros y abyectos de la historia de los pueblos peninsulares, fuese tan joven. Diagnosticaba el cáncer colectivo a la edad en que ahora la gente se apresura a hacer cola para contraerlo. Sus contemporáneos lo conocían, sobre todo, por uno de los seudónimos periodísticos que eligió: Fígaro. Nosotros, sobre todo, por su nombre real: Mariano José de Larra. Todo pasó en pocos minutos. Exactamente los minutos que Larra empleó en mirarse en el espejo y en leer en su propia cara una especie de extraña sentencia. La mujer que él amaba aún, y por quien ya no era amado, aún estaba bajando la escalera, después de una conversación de ruptura

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

19

definitiva, cuando se oyó el disparo. Los criados pensaron que habría caído algún mueble. Cuando entraron en el cuarto, sin apresurarse demasiado, vieron que alguien —una hija pequeña—, con el instinto de un animalito perseguido, había descubierto antes que ellos al hombre muerto ante el espejo. Con las cartas que acababa de devolverle, la mujer se había llevado el último resorte de vida de un ser secretamente consumido. Una vitrina, en el Museo Romántico de Madrid, nos muestra, no exactamente la pistola de Larra, sino, en todo caso, una pistola como la que utilizó Larra para matarse ante el espejo. En aquella casa espléndidamente amueblada —la casa de un hombre que vivía bien y vestía con elegancia; la casa de un hombre que ganaba mucho dinero y que había triunfado en plena juventud— el tiro ante el espejo debía de parecer una nota disonante. Aún hoy es un símbolo: Larra, el periodista y comentarista político y literario más admirado y temido, era un hombre roto, a punto de derrumbarse, apuntalado sólo —ya que todas las otras cosas: país, ideales, convicción, estaban perdidas— por un amor ilusorio, vivo sólo en la esperanza mantenida por él contra toda razón. Moralmente, la vida peninsular bien pocas veces ha dejado de ser tan yerma e inclemente como cuando vivía Larra. Casi nadie, sin embargo, ha tenido, tras él, el valor de mirarse al espejo y confesarse la verdad. La pistola de Larra no es una solución, muy al contrario; pero con excesiva frecuencia nos negamos todos a mirarnos al espejo. ¿Instinto de supervivencia? La terapia política ibérica habría de pasar necesariamente por una etapa en que convendría mirarse con los ojos de Larra, con los ojos que Larra dejó fijos en aquel último instante inacabado y terrible. Lo que él vio entonces, aún podríamos verlo nosotros. (27 de octubre)

LA REVOLUCIÓN, DE NOCHE Uno de los cuadros más turbadores y poéticos de Max Ernst lleva como subtítulo: La révolution de nuit. Revolución y noche: he aquí los dos emblemas de la era romántica —de la que aún vivimos, de hecho en sus boqueadas finales. La noche era la cara poética de la sociedad burguesa, de la misma manera que la revolución era su reverso político. De noche era cuando Leopardi miraba, desde la ventana, las «vagas estrellas de la Osa»; era de noche cuando Baudelaire descubría la vida secreta, intoxicante y mórbida, de la gran ciudad. Ciertamente, los nuevos burgueses —Rastignac, personaje de Balzac, por ejemplo—tenían también su noche: una noche domesticada, noche de esparcimientos y de rituales sociales, noche que prolongaba, ceremonialmente, los quehaceres diurnos. En una noche como ésta se acaba la Historia de la Revolución Francesa de Michelet. Pocos días después de que guillotinaran a Robespierre, un chiquillo de diez años va con sus padres al teatro y se encuentra, a la salida, con una larga fila de coches iluminados; es la primera vez en la vida que los ve. Pero también le llama la atención otro espectáculo complementario, que le sorprende, si es posible, aún mucho más: unos hombres que se quitan el sombrero y preguntan a los espectadores que salen: «¿Quiere un coche, señor amo?» «El niño aquel —concluye Michelet— apenas entendió nada de todas aquellas palabras nuevas. Hubo que explicárselas, y le dijeron solamente que las cosas habían cambiado mucho desde la muerte de Robespierre.» Después, la noche se ha insubordinado: la noche urbana, en las grandes ciudades, ha sido el escenario del pánico, donde la vida tribal de los marginados reconstruye, a escala microscópica, los embriones de la organización social en un mundo aparte. Pintados como guerreros africanos, los héroes de películas como The Warriors ilustran una parábola, quizá involuntaria, sobre los fundamentos del poder político por medio del pacto entre adversarios potenciales. Nos recuerdan que, en último término, violencia y pacto son los resortes tácitos del poder. Pero la noche subversiva, la noche como impugnación del mundo diurno, es un mito poético, de la misma manera que lo es la revolución. Hay ensayos generales o pantomimas de revolución, de la misma manera que hay imitaciones, hechas de retazos, de la noche mítica. El sueño nocturno y revolucionario de

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

20

los románticos y de los surrealistas, se desfleca y se deshace en esta región ambigua: una noche lechosa, pesada y murmurante, embriagada de neón y de tristeza; imitaciones brutales de revolución —golpes de Estado de guardia pretoriana, cruentas carnicerías de idealistas y de fanáticos— en vez del sueño de Robespierre. Le queda, a la carne anónima que padece, la existencia de los mitos poéticos. El sueño nos habla de una vida distinta. (28 de octubre)

EL HOMBRE DE LOS CRISTALES Este hombre pule cristales. No es un vidriero, pero tampoco es un óptico, aunque trabaja para ópticos. Ha aprendido bien su oficio: va puliendo los cristales, minucioso, prolijo, en silencio. Cristales relucientes, lisos, trabajados con paciencia sutil. Claro es que, a base de pulir cristales, sólo puede vivir modestamente, pero un buen artesano es bien considerado en todas partes, no molesta a nadie, nadie repara en él, y, como no es poderoso, vive en el anonimato. El hombre que pule cristales se puso a estudiar latín cuando tenía ya veinte años. Realmente, no tenía lengua: la suya familiar ha sido el castellano, pero vive en el exilio porque es judío. Para lo que quiere escribir, el latín es la lengua más adecuada, ya que no se propone hacer arte, sino comunicar ideas con la máxima precisión posible. Ideas estrictas, que formen un cuerpo articulado, todas fundamentadas e indesmontables, tan netas y precisas como un cristal largamente pulimentado. Cada idea —cada cristal— reflejará todo el universo: espejo múltiple, espejismos de la Unidad cósmica. Es posible que el hombre de los cristales no haya tenido jamás tratos amatorios con mujer. Es seguro que jamás ha querido ser más que el hombre que pule cristales. Al morir, hacía un par de años que tenía guardado en un cajón de su casa un manuscrito en latín, que no se atrevía a publicar en vida, y que gracias a un donativo anónimo se pudo editar póstumamente. El pulidor de cristal, que en vida se había negado a ser catedrático en Heidelberg, dejó escrito el ruego de que su manuscrito se publicara en forma rigurosamente anónima. No obstante, los responsables de la edición mantuvieron las iniciales del autor: B. de S. B. de S. quiere decir Baruch de Spinoza. El manuscrito póstumo es su principal obra: La Ética demostrada según el método geométrico. La historia del pensamiento no ofrece quizá ejemplo alguno de un rigor tan tenso, y muy pocos de semejante capacidad para construir una malla coherente que ponga en comunicación todos los niveles de la existencia, los repliegues oscuros de la mente, la lejana vastedad del cosmos y el comportamiento individual: fosquedad de pasiones, cielos blancos y puros de la especulación abstracta, todo converge en este libro y todo cobra sentido en él. Podemos leer este encadenamiento de proposiciones, absolutamente liberado de elementos superfluos, con el mismo espíritu con que miramos unos cristales pulidos, impecables y nítidos, o escuchamos la música austera y grandiosa de Bach. Pero bajo la desnudez del geómetra hay un hombre que nos habla, del mismo modo que bajo el pulidor de cristales había recluido un pensador. Spinoza nos dice: «Todo, en cuanto es, se esfuerza en perseverar en su ser.» Y añade: «El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser no es sino la esencia actual de esta cosa.» Es decir: Yo soy este deseo de continuar existiendo que me mantiene en vida. En esto consiste mi esencia. El hombre pulía cristales, en Holanda, y murió a los cuarenta y dos años, en 1677. En silencio, escribiendo en latín para sí mismo y para un mañana que no habría de ver, vislumbró, quizá, la clave de la existencia humana. Como una visión, terriblemente precisa y clara, hiriente de tanta luz, en la superficie de un cristal acabado de pulir. (30 de octubre)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

21

OTOÑO Aún faltaban dos días para el equinoccio de otoño —es decir, aún no había empezado realmente el otoño— cuando aquel muchacho escribió su poema. Era el 19 de setiembre de 1819, y tenía veintitrés años; sólo viviría hasta los veinticinco, y la muerte de aquel muchacho —que se llamaba John Keats y que era un gran poeta— es uno de estos hechos terribles pero cerrados, sin embargo, en una especie de inexorable lógica interna, de necesidad, férrea y profunda, que no nos podemos explicar sino como parte de algún plan cósmico secreto y más vasto, quizá aquel niño jugando a los dados con las vidas de los hombres que es el rey de todo —el Tiempo—, en el viejo e impresionante dicho de Heráclito. En aquel setiembre remoto y suave, John Keats estaba en Winchester. Había dejado, momentáneamente, de escribirse con su amada Fanny Brawne; vivía entre graves dificultades de dinero, hasta el punto de que muy pronto tomó la decisión de dedicarse al periodismo; leía la Divina Comedia. Conocemos, de Keats, una cara excepcionalmente noble, reflexiva y melancólica; sabemos que no era muy alto, y no por azar un famoso poema suyo nos lo presenta andando de puntillas. En Winchester, aquel año, la entrada del otoño fue extraordinariamente vivificadora. En una carta, escribiría Keats: «¡Qué admirable es la estación ahora! ¡Qué aire tan puro —tan vivo y tan templado al mismo tiempo! Realmente: tiempo de castidad, tiempo de Diana. Los rastrojos nunca me han gustado tanto como ahora. Sí, aún más que el verde friolento de la primavera. No sé por qué, pero un campo, cuando se ha acabado ya de segar el trigo, parece algo cálido, igual que hay cuadros que parecen cálidos. Cuando salí el domingo a pasear, todo esto me causó una impresión tan profunda que me impulsó a escribir.» Lo que escribió aquel domingo es uno de los grandes poemas de Keats: la Oda al otoño, que se inicia con aquella evocación inolvidable: «Estación de las nieblas y la dulce abundancia...» Tiempo de fructificación, en el que la vida del mundo natural ha madurado secretamente, abierta, profunda y quieta, bajo el abrigo de las brumas. No sentimos la tibieza del sol sobre los rastrojos en aquel setiembre lejano de Winchester; nuestros ojos, aborrascados por la humareda espesa y sofocante del mundo industrial, no comulgan con la claridad difusa de los campos en los que los ciclos del año hacen llamear y amortiguarse las cosas; en la naturaleza ya somos, para siempre, transeúntes de un día, intrusos. Pero hay algo —incluso en la inmovilidad equívoca y sofocante de este falso verano barcelonés, moteado de lluvias violentas e implacables, que oculta el otoño y soltará más tarde, de golpe, feroces y bruscos, los lebreles del invierno—, algo que palpita, que inclina el espíritu hacia la idea de la aceptación del paso del tiempo y de fructificación interna, como si la carga de la vida, pesada en exceso, nos hiciera sentir que un día habrá que decir: «Basta.» Los versos de Keats tienen este tono: quejumbroso, dulce, con algo como una secreta alegría. Como el resplandor de la fruta derramándose. (31 de octubre)

LAS TIRANÍAS Hosca, la imagen del tirano vive en su santuario. Es un lugar lujoso y lóbrego, al mismo tiempo lugar reverencial y cámara de los horrores, fortificación y templo de la vanidad sangrienta. Siempre tiene algo de decoración teatral: es un lugar lleno de símbolos, pensado para intimidar, para inspirar respeto, para exaltar la imaginación. Raramente el tirano se apoya sólo en la fuerza y en el temor; raramente es sólo un expoliador rodeado sólo de un grupito de ladrones sanguinarios. Incluso en este último caso —que hoy, prácticamente, sólo se manifiesta en países del llamado tercer mundo, que viven de hecho en una fase anterior a la Historia—, el tirano no suele ser exclusivamente un loco o un cínico, sino, muy a menudo, alguien que confunde la grandeza histórica con la criminalidad. La distancia temporal y de cultura hace hoy borrosa la frontera entre Alejandro Magno y Napoleón, dos mitos paralelos del tirano expansivo y guerreador. El primero

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

22

nos parece verdaderamente grande; estamos demasiado cerca aún del segundo para no ver los aspectos sórdidos, lo que tiene de trucaje, de falsa grandeza, sobre todo porque —a diferencia de Alejandro— esta presunta grandeza se engasta, como un elemento decorativo postizo, en un mundo, fundamentalmente sórdido, que nos es familiar. La sombra de los ideales jacobinos traicionados acusa al Gran Corso. Un paso más —porque, en Bonaparte, aún hay algo de heroísmo y de genuina grandeza, y no todo es simple ambición—y se podrá confundir al hombre de Estado con el asesino, Napoleón con Hitler o con Stalin. Lo más peligroso de los tiranos es esto: que, de una manera consciente o no, a menudo inconfesada, el aparato escénico que los rodea suplanta la grandeza histórica real, y satisface los secretos deseos que en este sentido alberga, latentes, un sector amplio de la población. El poder como espectáculo, y los súbditos como espectadores: pasivos, porque están sometidos; activos, porque pagan la butaca y se apuntan al juego. Si, además, se llega a una mínima sintonía ideológica, el ajuste entre el tirano y los súbditos es completo: el tirano será una emanación tangible de las ideas de sus súbditos sobre el mundo, y cuanto más cohesionada sea la malla de estas ideas, y más fácilmente aceptada por un número extenso de personas, más difícil será que se tambalee la tiranía. Las monarquías absolutas vivieron durante siglos de la visión teocrática y feudal del mundo. Los soportes ideológicos de los fascismos son, en cambio, fundamentalmente débiles, y, para sobrevivir en un período de tiempo dilatado, los regímenes fascistas no pueden confiar sólo en la adhesión activa o en la simple pasividad de los súbditos: precisan, exclusivamente, de la fuerza. Las tiranías basadas en la degradación del marxismo —como las monarquías absolutas se basaban en la degradación del cristianismo— son, en cambio, más sólidas, porque, si no los contenidos efectivos, el vocabulario que utilizan hace referencia a unas ideas básicas de justicia con las que mucha gente puede estar de acuerdo en un plano teórico. Que luego este plano teórico no se concrete en la práctica, acabará por resultar notorio: pero encontrar una nueva alternativa teórica a aquello que es ya un hecho —es decir, encontrar una nueva idea moral para derribar una tiranía efectiva— es un salto que no todos pueden dar. Disfrazado de hombre del pueblo, suplantando al hombre del pueblo, el tirano organiza un escenario ante el cual el pueblo auténtico se puede encontrar sin recambio, sobre todo porque este recambio no puede ser retrógrado, ya que entonces sería desmontable ideológicamente. Es un círculo vicioso trágico y difícil; y, sin embargo, es uno de los problemas mayores de nuestro tiempo, porque conocemos el antídoto contra las reencarnaciones de Hitler, pero aún no del todo el antídoto contra la sombra de Stalin. Hitler —el fascismo— vive de los demonios del hombre, de lo negativo; Stalin —el Estado burocrático—vive de la mentira en nombre de la justicia, es decir que extrae su fuerza del deseo de un mundo justo, y, con esta fuerza, lo hace injusto. La cámara del tirano no es ya la del sátrapa, sino el tabernáculo donde el fariseo dice su plegaria hipócrita a un dios a quien no respeta. (6 de noviembre)

UNA NOCHE EN MALLORCA De noche, en el cuartel, refrescaba. Pero era en verano, verano balear; los que hacíamos el servicio en Ciutat de Mallorca (que, en los libros escolares, se llamaba Palma) sabíamos que aquel frescor era la migaja de alivio que se podía esperar de unos días unánimes de sol riguroso e inalterable. Días isleños, como si, separada del territorio continental, la franja insular no fuera lo bastante fuerte como para poner un interludio entre el martillazo del calor y la oscuridad empañada del anochecer marino. Era en un cuarto, no muy lejos de la garita, donde dormíamos, por turno, los que aquella noche hacíamos guardia, huéspedes momentáneos —en la cualidad de transeúnte que tiene cualquier soldado no profesional— de la vida de Mallorca, y también huéspedes efímeros, sólo por una noche, de aquella estancia comunal, con las yacijas y el correaje y los fusiles, negros y lustrosos los cañones en la oscuridad. Cualquier interrupción de la vida ordinaria tiene como efecto el poner entre paréntesis las

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

23

costumbres, y, en el caso de una noche de guardia, la interrupción es doble, ya que, a la suspensión de la vida civil que en sí mismo supone el servicio militar, se añade el carácter de excepcionalidad —repetida cíclicamente, claro, pero excepcionalidad en definitiva— que tiene la noche medio en blanco, destinada a adormecerse por tandas y a acechar por tandas una lobreguez quieta, cuajada de luna azotando las piedras o vestida de tinieblas sólidas y mudas. Lo imprevisto, la excepción, la interrupción de lo habitual, es algo de lo que alguna gente huye y que otra busca, e incluso provoca; pero, sea como sea, una vez se ha producido, hay que procurar sacarle sus ventajas. Una noche de vela —guardia en el cuartel, o viaje nocturno, o imponderable laboral o familiar— puede ser simplemente una noche de vela, dedicada sólo a la labor específica que le es propia, o puede ser una noche en la que decidimos aprovechar el espacio disponible que nos ofrece el imprevisto. Esperando el turno de guardia, en un resquicio de tiempo nocturno, el soldado probablemente sólo dormirá a ratos. En el resto de la noche yacente —cuando no duerme ni hace guardia— tendrá que intentar hacer algo; si es un maniático de la lectura —como lo era yo— probablemente leerá, y encontrará el momento más apropiado para leer cosas que el curso ordinario de la vida diurna quizá no le llevara a leer en aquel tiempo preciso, de la misma manera que, de soldado en una ciudad —o de paso en ella, como viajero o como turista—, es fácil que compremos libros que quizá tardaríamos años en comprar en circunstancias diferentes. Aquella noche, pues, el soldado que yo era se puso a leer un libro comprado así, al azar —en una librería extrañamente calma, de una calle quieta y breve— y destinado a llenar unas horas imprevistamente abiertas. Era un volumen delgado, una edición de bolsillo —pero bastante cuidada— de unas cuantas tragedias de Racine, en francés, obras que antes había leído de manera vaga y dispersa, como aquí suele leerlas casi todo el mundo, si es que llegan a leerlas. La revelación de Racine —de lo que supremamente es Racine: el arte más noble, más sutil y refinado dentro de la convención y el artificio, el matiz más puro, la llama bajo la aparente lisura del mármol, todo lo que legítimamente puede admirar y envidiar un aprendiz de poeta—se reveló leyendo Phèdre en aquella noche cuartelaria. Deslumbramiento total. Antes tenía noticia de Racine; aquella noche, de súbito, leyendo los alejandrinos áureos y encendidos, pasé del plano teórico al práctico; no supe, sino que sentí el arte de Racine. Así, el destino, astuto, se disfraza de azar y, a veces, nos hace conocer en el momento oportuno el poeta que en aquel momento conviene leer. Estos azares, estos encuentros fortuitos, no deben descuidarse nunca. Habla en ellos un instinto secreto, más sabio que nosotros. (8 de noviembre)

SAN AGUSTÍN Pero ¿cómo escribe este hombre? ¿Es realmente posible escribir así? Porque está claro que este hombre puede también escribir de otra manera: si quiere, es un puro ciceroniano, dueño del período dilatado y de la argumentación exactamente graduada, que derrumba, uno tras otro, los baluartes del adversario y cumple al mismo tiempo todos los rituales previstos en los manuales de retórica. Pero, si nos fijamos bien, incluso entonces hay un resquicio, una distancia profunda y secreta entre la fachada oratoria, tan precisa, y el carácter vertiginoso de esta mente enciclopédica, relampagueante, que retiene todos los libros que ha leído, libros de los que a menudo ahora sólo sabemos que existieron porque él nos lo recuerda. Es una mente que hurga, inquieta, movediza, atizando el fuego de las imágenes posibles del mundo, haciendo y deshaciendo, en una alta contienda, todas las alternativas y eventualidades, todas las hipótesis metafísicas. Con una fracción mínima de este repertorio basta para que un escritor como Borges, hoy, construya toda una fabulación sobre el tiempo cíclico y circular. Pero, no: ahora este hombre no quiere escribir ni así —y ya escribiendo así era un manjar fuerte en exceso para nosotros. Ahora quiere escribir más bien como parece que no es posible escribir; más que escribir, habla, por pulsiones rítmicas; replica, exulta, increpa, invoca, interroga, zarandea; está todo hecho de sacudidas, de compulsiones contrapuestas, de exclamaciones, de

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

24

latidos, de monólogos inflamados. No: no se puede escribir así. No: escribir así no es escribir. Este hombre, más que escribir, nos ataca allá donde él mismo ha sido antes agredido, es decir, en las capas más profundas de la conciencia. Habla desde el fondo de la individualidad, brutalmente al descubierto, encendida como una herida abierta. En otros lugares, el polemista y el tratadista ciceroniano veía el espectáculo cósmico ante la Historia, rasando el horizonte; aquí, despavorida, la conciencia se ve a sí misma, presa fugaz de las palabras que luchan en una llamarada. No hay quizá libro como éste. Unas cuantas líneas del escritor ciceroniano dan materia a tantos Borges como queráis; pero, de cabo a rabo, en este otro libro de las Confesiones, San Agustín hace algo más impresionante y oscuro. No es aquí el sabio enciclopédico de La Ciudad de Dios; es el converso que profiere palabras de iluminación. Estas palabras son, siempre, un espacio poético. Pero, a menudo —San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos— se trata de un espacio de transparencia y de sosiego. El espacio de San Agustín es muy diverso: espacio de corrientes, de reverberaciones súbitas; espacio del vidente e incluso del médium. El Llull del Libre de contemplació vivirá, a ratos, en este mismo espacio. Es aquí donde la tensión de las palabras, tan extrema, se cuartea y nos muestra el espectáculo más visionario: el que nosotros mismos somos. Resulta difícil leer muy de seguido las Confesiones, y no porque la tensión desfallezca en ningún momento, sino porque es tan fuerte que puede resquebrajar las defensas del lector, como el resplandor de una excesiva claridad que, aparte de deslumbrar, quema. Y es aquí donde la prosa del converso roza las invocaciones imprecatorias de poetas como Rimbaud o Lautréamont. En un grado extremo de incandescencia, la palabra poética se convierte en palabra mística. (9 de noviembre)

UN MELÓMANO EN MILÁN En Milán, todas las mañanas, cuando se iba a estrenar una ópera, entre el 1814 y el 1821, los melómanos abonados pasaban previamente a retirar el libretto por la Scala. Hacía poco que había cumplido treinta años aquel francés que, puntual, iba todas las mañanas de estreno a recoger su libretto. Era, momentáneamente, un hombre feliz, porque no deseaba nada en el mundo sino vivir en Milán; cuando no estaba allí, evitaba mirar un grabado que representaba la catedral de Milán, tanto daño le hacía. Y, además, Milán era el país de la música por excelencia, es decir el tipo de música que él apreciaba más: la ópera. El melómano, antes de la función, se leía todo el libretto. Y nos confiesa: «Leyéndolo, no podía evitar hacerme yo toda la música, cantar las arias y los dúos. Y, si me es licito decirlo, a veces, al atardecer, me parecía que mi melodía era más noble y más tierna que la del maestro. Como yo no poseía absolutamente ninguna ciencia, ningún modo de fijar la melodía en un trozo de papel para poder corregirla sin perder la cantilena primitiva, era como cuando se me ocurre la primera idea de un libro.» Porque aquel francés —se llamaba Henri Beyle, y nosotros lo conocemos por el nombre de Stendhal— era escritor (o al menos eso era lo que él creía firmemente) sólo porque no podía ser músico: «El azar —nos dice— ha hecho que yo procurara anotar los sonidos de mi alma sirviéndome de páginas impresas. La pereza y la falta de ocasión de aprender la parte física, la parte animal de la música, de saber tocar el piano y anotar mis ideas, han tenido mucha influencia en esta determinación que habría podido ser muy diferente...» Beyle soñó con la gloria militar, pero, al volver de la línea de fuego, basta que vaya una noche al teatro y vea Il matrimonio segreto de Cimarosa para que lamente el dedicarse a una ocupación prosaica en vez de consagrar su vida a la música. Beyle tuvo también su época de petimetre por los salones, y su época amatoria apasionada, y su época de diplomático secundario, y su época de escritor. La clave de bóveda de esta vida —presidida por una de las inteligencias de más aguzada calidad que el siglo entero dio a Europa— estriba posiblemente en la afinidad secreta entre las grandes líneas de fuerza que la orientan. El sueño juvenil del heroísmo napoleónico —de cuando, como dice él mismo, «se puso de moda jugarse la vida»—, y el sueño de los salones

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

25

mundanos, y el sueño del gran amor malogrado; con Angela Pietragrua («Sentimientos tan tiernos se estropean si se explican con detalle», anota), y el sueño de la ópera, y el sueño de la Italia ideal, son posiblemente variantes de un solo sueño central: el sueño que el hombre Henri Beyle se formó de sí mismo, y que tomó la forma de Stendhal, el autor de sus libros. La distancia entre Beyle y Stendhal es posiblemente homóloga a la distancia entre Stendhal y sus proyecciones, es decir, los personajes de los libros que consistían en concreciones de zonas diferentes de su yo: Julien Sorel, o la mezcla de idealismo y de egoísmo del adolescente que quiere la gloria en una época sórdida; Fabrizio del Dongo, que en una Italia de novela romántica vive una versión en miniatura de lo que habría podido ser una vida heroica; el conde Mosca, o la sabiduría y el desencanto feroz de un hombre de mundo, culto y refinado, en un país hecho pedazos. El carácter coral y disperso de estas proyecciones, insertas en el fundamental artificio de ser criaturas de Stendhal —el escritor— y no de Beyle —el hombre—, hace posible una armonía hecha de contrastes y de paralelismos, que quizá, en los mecanismos anímicos del novelista, es el equivalente del arte de la ópera. El tiempo y el azar nos han privado para siempre de aquellas arias y de aquellos dúos, que, volviendo de la Scala, canturreaba Beyle inventándose a tientas una música mientras leía un libretto nuevo, absorto por las aceras de Milán. Pero aquella «cantilena», aquella especie de idea inicial o embrionaria de la música, es quizá el nervio que mantiene en tensión la prosa estricta, tan pronto sarcástica como tierna, del escritor Stendhal. (10 de noviembre)

AMEDEO NAZZARI: EL FIN DE UN SEDUCTOR No acabó de representar nunca realmente su papel, el papel que correspondía a aquel físico excepcionalmente noble y augusto, pero con una nobleza agraria: cara de gran señor rural, o de campesino moldeado con la arcilla de un dios antiguo; cara, si se quiere, de aristócrata doblado de habitante de los bajos fondos; efigie del sincretismo social italiano, que en casa de un pescador puede revelarnos un esplendor plástico digno de las ruinas de un palacio etrusco y, en el perfil de un hombre que gobierna un carro, la actitud del campesino que Virgilio describe en las Geórgicas, figura perenne recortada sobre el sueño inmemorial del terruño. Pero, si nos fijamos bien, quizá sí llegó Amedeo Nazzari a representar este papel. Sí, lo representó, casi con toda seguridad, en alguna película de mala muerte, película olvidada, haciendo de espadachín, o de guerrero, polvoriento en los archivos cinematográficos; o, quizá, en algún melodrama impresentable y convulsivo, desplegando la sugestión visual inmanente a la presencia de un hombre de carne y hueso —porque, eso sí, jamás fue una marioneta— entre el histrionismo plebeyo del folletín. El personaje flota, como un dato irrefutable, auténtico, sobre un fondo de material cinematográfico dudoso. La palabra «frustrada» resulta en cierto modo inevitable, y algunos buenos papeles dispersos a lo largo de una extensísima carrera, no atenúan la sensación de haber dejado pasar para siempre la oportunidad de hacer que el hombre borrara el cliché de seductor, que el actor desvaneciera definitivamente el cromito de galán. El olvido, implacable, que en los últimos años rodeaba a Nazzari, no fue sólo una crueldad inmerecida sino también —y sobre todo— un error artístico: las poquísimas apariciones recientes de este seductor, ya fatigado y envejecido pero aún poderoso, tenían una contundencia humana que hacía deplorar su fugacidad. Pero, en definitiva, Nazzari quizá consiguiera, aún, «su» papel de una manera oblicua, y en este aspecto sí que fue el gran papel que merecía. No es que hiciera un gran papel en el sentido de incorporar un personaje, probablemente, pero sí hizo un gran papel encarnando el mito de Amedeo Nazzari. Así le ocurrió con sus dos directores de más talento: Federico Fellini, en Las noches de Cabiria, y Vincente Minnelli, en Nina. En Las noches de Cabiria, Nazzari hacía de Nazzari, es decir vivía, no su experiencia personal genuina, sino lo que esta existencia podía ser en la

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

26

imaginación de una lectora de fotonovelas, la prostituta sentimental interpretada por Giulietta Masina. Toda el aura que envolvía al personaje, la fascinación de su casa fastuosa e irreal, hecha de armarios, de espejos, de pasadizos —una decoración amueblada con vacuos y pomposos trebejos de magazine ilustrado— era un ejemplo soberano de encarnación, casi escénica, de la vida ficticia que el escaparate de una pantalla blanquecina puede instalar, desplazando la entidad humana en un mito colectivo. La insoportable crueldad, la fundamental sordidez y tristeza de la secuencia de Nazzari en Las noches de Cabiria, eran la otra cara de la real suplantación del hombre por el estereotipo, que ha sido la tragedia artística del actor. En el extremo opuesto, pero, en el fondo, con un espíritu no muy distinto, Minnelli, en Nina —una película extraña, anacrónica, bella y desigual, que tuvo una carrera comercial muy oscura— disparaba el fetiche Nazzari, con una suprema provocación, en un mundo de salones refulgentes, chillones, una especie de exaltación hiperbólica, encendida de color, del tópico del latin lover, el galanteador desafiante, insolente e insólito que resplandece en remotas estancias de fuego y púrpura. El reverso, ciertamente, del tono gris nocturno del actor que deslumbraba a Cabiria; pero, luego, la segunda mitad del mito, necesaria, indivisible de la primera: el Nazzari deslumbrador de los estudios, y el Nazzari cotidiano —pero de una cotidianidad lujosamente transfigurada— que el público se inventaba. Entre la esgrima de luces cruzadas de estas imágenes, un lugar vacante, un espacio vacío, un blanco: el espacio de la vida real del hombre Amedeo Nazzari. (11 de noviembre)

EL SEÑOR SCARDANELLI Para visitar al señor Scardanelli había que ir a casa del carpintero. Un carpintero cultivado, de todos modos; un buen hombre si los hay. El señor Scardanelli vive en una torre, sobre el río Neckar, tutelado por el carpintero. Al llegar a la habitación oís una voz; pero no, no hay nadie de visita: es el señor Scardanelli hablando solo. Cuando llamáis a la puerta, pidiendo permiso para entrar, esa voz os responde en tono resuelto, brusco, casi violento. Pero, en cambio, cuando véis al Bibliotecario (porque Scardanelli, recluido en la torre desde hace treinta años, continúa dándose este título), os encontráis con una silueta frágil, magra, que hace reverencias y se deshace en cumplidos. El señor Scardanelli, el bibliotecario, habla medio en alemán medio en francés, y a veces medio en griego o latín; pasa muchas horas mirando el río y la larga perspectiva de los prados en el horizonte verde y límpido, montañoso; a veces, hace leña con las ramas muertas del ciruelo del jardín; a menudo, toca el clavicémbalo, con elegancia y precisión, pero con el ruido, angustioso y sórdido, de las uñas demasiado largas —que no se deja cortar— rozando las teclas. En detalles como este notamos que el señor Scardanelli está loco. De vez en cuando alguien le pide unos poemas. El señor Scardanelli improvisa alguna composición muy breve, casi siempre una variación paisajística sobre la armonía entre el hombre y el mundo visible en el curso de las estaciones del año, y firma: «Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Al entregar sus versos al visitante, Scardanelli lo mantiene a distancia mientras lo abruma con títulos hiperbólicos y exageradas muestras de ceremonioso respeto. Lo más impresionante, sin embargo, es el contraste entre la serenidad luminosa de los versos transparentes y seguros y la falta de continuidad —como una disolución interior de la conciencia— en los pensamientos de Scardanelli. Antes, Scardanelli no se llamaba Scardanelli; se llamaba Hölderlin, y mientras vive encerrado en la torre del carpintero, se van publicando buena parte de las obras, escritas antes, que hacen de él uno de los más grandes poetas del Romanticismo. El precio que ha pagado es, sin embargo, muy alto. A los treinta y un años, Hölderlin escribía a un amigo: «Tengo miedo de que me ocurra como a Tántalo, que recibió de los dioses más de lo que podía digerir.» Es el primer aviso: cuatro años más tarde, un médico dirá que su locura se ha hecho frenética; cinco años más tarde habrá que internarlo. Morirá, dulcemente, a los setenta y tres, sin agonía.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

27

El destino de Hölderlin es una inmolación. Como la locura de Schumann, la de Hölderlin parece la señal suprema de la posesión del hombre por un absoluto demasiado fuerte y que lo cuartea. El individuo extravagante, sometido y exageradamente educado, para quien el mundo se había reducido a las dimensiones de una habitación y al paisaje que le era visible desde la ventana, no desmiente quizá, sino que corrobora, el poeta amplio y visionario de los años de lucidez. Quizá lo que Hölderlin llegó a conocer, al convertirse en Scardanelli, no era sino la síntesis final de lo que buscó, convulsiva y patéticamente, mientras se mantuvo cuerdo. En la paz de la locura vio la otra cara del mundo. (14 de noviembre)

BERNINI Bernini hace un baldaquino como si hiciese un teatrino. ¿Es escultor Bernini? ¿Es arquitecto Bernini? Bernini es, en el fondo, un escenógrafo. Bernini hace escultura y arquitectura como si hiciera decoraciones teatrales. Bernini es, por excelencia, el arte vaticanista; como si dijéramos, lo que un luterano llamaría arte papista: muy recargado, muy sospechoso de incorporar elementos paganos, muy profano y aparatoso. Bernini es un maestro de ceremonias. Tiene el sentido del ritual escénico; aún el año pasado dos exequias papales confirmaban los poderes plásticos, como escenario de fondo, de la columnata de Bernini. El visitante que entre en el Vaticano preparado sólo para recibir la belleza neoplatónica y gigantesca, serenada y poderosa, del Buonarroti, se verá inesperadamente turbado por las tramoyas berninianas: todo proliferación, todo exceso, como túmulos o góndolas, o como catafalcos. Teatros de piedra que son bosques y vegetaciones de agua solidificada en rocalla. Escenografía. ¿Faramalla? Un hugonote tenía que sufrir mucho viendo las obras de Bernini. Vería allí, probablemente, la exacta confirmación de la naturaleza diabólica que atribuía al papismo. Es, sin duda, un arte como el que puede agradar a los cardenales mundanos del Renacimiento y a los jesuitas de las novelas anticlericales del siglo pasado. Y, por encima de cualquier otra consideración, no es una fanfarria; buen arte; a su manera. Se ha incorporado, además, la naturaleza profunda, no ya del vaticanismo, sino de Roma como ciudad; pone el contrapeso a la sobriedad clásica de la Roma antigua, y rinde al exceso meridional el tributo que le corresponde. Claro es que a veces se pasa un poco, pero precisamente por eso nos gusta, es decir, más o menos por las mismas razones por las que nos gustan las películas de Fellini. Con el tiempo, el turista —que de tanto querer ver acaba no viendo nada— no establece diferencia entre la Roma clásica y el nuevo clasicismo titánico de Miguel Ángel, ni entre el diseño puro de Miguel Ángel y las volutas polimorfas —¿zoomorfas?— de Bernini. Todo forma parte de un solo cuerpo, vasto e inmenso, de piedra y de luz y de agua: fuentes, estatuas, columnas, ante la tersura del cielo sereno. Una ciudad viva es eso: un alentar, una respiración de callejuelas y palacios, de portaladas y de templos, una nave de gemas y de serpentinas navegando por el crepúsculo encendido con las figuras de Bernini como mascarón de proa. (15 de noviembre)

LAS BATALLAS IMAGINARIAS En un desvío de la carretera, poco antes de llegar a Soria, viniendo del Norte, si no recuerdo mal. El viajero, por reacio que sea a la mitología literaria castellana (y no hay casi nadie que sea insensible del todo: hasta Salvat-Papasseit escribió un libro entero, Les conspiracions, al mismo tiempo contra y a base de esta mitología), no deja de tener la mente, antes de ir a Soria, bien

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

28

poblada de lo que Soria es en la literatura, desde Bécquer hasta Machado. Apenas llegados a Soria, la impresionante aparición de una fachada románica en una calle feudal, en la desnudez al altiplano, crudo y cubierto de escarcha en el invierno, calcinado en verano por el implacable fustazo del sol, perpetuará en la pupila del viajero el mito literario. Pero, unos cuantos kilómetros antes de la ciudad, ha habido aquel desvío, aquel viraje imprevisto. Muchos, naturalmente, pasan de largo; pero no es seguro que todo el mundo resista a la tentación. Porque, lapidario y conciso, el indicador de esta carretera comarcal, en la soledad esteparia, lleva un nombre de lugar: «Calatañazor», y la información de una distancia brevísima. «Calatañazor», es decir, allí mismo, al alcance de la mano, el campo remoto de una batalla medieval con estandartes y añafiles y paramentos y escudos, turbantes y cimitarras; la morisma y los caballeros cristianos, oro y luz de algún volumen miniado; tierra arisca y épica. Aquí fue derrotado Almanzor, o, más exactamente, según el dicho popular, «perdió el tambor»; el eco de este tambor perdido retumba aún por estos vericuetos azotados por la claridad sedienta del mediodía. Todo, no obstante, es mito; vivo, no sólo en otro tiempo, sino en una esfera puramente mental. Porque, para empezar, Calatañazor, en sí mismo, es —o era, si ha cambiado últimamente, y esto parece improbable— un pueblecillo torvo, de piedras viejas, un lugar yermo y entregado a la desolación, un lugar donde ya casi no vive nadie; la osamenta de un pueblo más que un pueblo. La gente ha dejado sólo a Calatañazor con sus fantasmas de moros y cristianos. Pero, además, la existencia mítica de Calatañazor es estrictamente legendaria. Aunque muchos de nosotros la estudiamos como algo genuino en el bachillerato, parece que para los historiadores modernos es casi seguro que la batalla de Calatañazor, tal como la registra la tradición, no tuvo lugar nunca. Es materia épica y materia de esa parte del sueño que nutre la memoria colectiva de los pueblos; una especie de genius loci, una encarnación tangible del espíritu aguzado y fragoso de esta tierra de peñascales y cascajos, que suscita sus apariciones del mismo modo que el despoblado africano inventa espejismos de agua y de ciudades. El sol, a pleno día, es esquinado y deslumbrante; cuando se oculta al atardecer, hay una luz de cobre que bate el pedregal. Los guerreros imaginarios mueven espadas con estrépito de hierro viejo y enmohecido en un cielo de sueño y diorama. Hay parajes —el campo de Calatañazor, o estos lugarejos umbríos de las Guillerías por donde vaga la sombra de Serrallonga— animados por el alentar de una incierta historia. Estas batallas imaginarias, o transfiguradas por la lejanía o la leyenda, son el espíritu vivo de un lugar: el mito hecho paisaje. (17 de noviembre)

UN ÁLBUM DE FOTOGRAFÍAS El año 1897, yendo de Anzio a Roma, Gabriele D'Annunzio hojeaba un viejo álbum. No sabemos por qué capricho lo anotó en aquellos cuadernos que eran como la sombra que acompañaba su vida, y también como el negativo, o el estado embrionario de su estilo recargado y retorcido, del que aquí sólo vemos, puro, el trazo inicial. Era «un álbum de fotografías descoloridas, donde están reunidas imágenes de actrices, bailarinas, cantantes célebres». Las anotaciones del cuaderno íntimo de D'Annunzio, precisas y a veces sordamente crueles, pese a su concisión, invocan estos fantasmas: «Madeleine Brohan, con un vestido de terciopelo negro cerrado por delante con botones en forma de margarita. »Madame Alboni, gorda, bovina, con el ojo izquierdo un poco empañado, vestida de seda, con un velo por los hombros. »Céline Montaland, ataviada con un gran velo, con la trenza cayéndole por la espalda y el pelo ondulado, mira al suelo, pensativa, bella. »Mademoiselle Livry, bailarina, coronada de rosas, con el índice en los labios, melancólica, ojos tristes, las piernas asomando del tutú.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

29

»La Desclée, apoyada en una barandilla, con un collar de perlas, arracadas triples de perlas, con la cara enmarcada por la cabellera. »La Quegnault baila en torno de un tronco de columna sobre el que hay un velo con una copa. »Mademoiselle Morlot, ante un espejo, con el pelo desperdigado. »La Daorsfeld, tendida en un diván, con vestido oriental.» Hay muchas más: visiones de la voluptuosidad y del deseo, expresiones de una vida entendida como teatro, como representación y espectáculo para los ojos. No se trataba de ser, sino de parecer, de aparentar, de evocar algo; había una sustitución de la auténtica experiencia personal por la existencia escenográfica, exactamente de la misma manera que D'Annunzio, en el momento de ponerse a escribir pensando en un público, sustituía la vivencia genuina —los apuntes de sus cuadernos— por la decoración. Esta fundamental impostura, que es una especie de sacrificio que la moral hace a la estética, resume ahora el atractivo y la debilidad de la belle époque. Si Proust nos impresiona tanto, es quizá, sobre todo, porque, en vez de ofrecernos la imagen que la gente de la época se daba a sí misma —imagen inmóvil, detenida, como bajo la falsa luz de un estudio fotográfico o de un reflector teatral; imagen reducida a ornamentación—, nos da, en cambio, seres vivientes que se mueven. En este sentido, Proust puede llegar a ser incluso cruel y brutal, tan brutal como Saint-Simon cuando retrata, en sus memorias, a la gente de la corte de Luis XIV, porque tanto los aristócratas de Versalles como los del proustiano Faubourg Saint-Germain aspiraban a ser «personajes» antes que personas, y describirlos como personas es, en cierta manera, aniquilarlos. No obstante, en D'Annunzio, la persona puede aflorar bruscamente, violentamente. Cuando al acabar el repaso del álbum llega —¿la guardaba expresamente para el final?— a la fotografía de Isadora Duncan, la bailarina que lo desdeñó como amante, escribe, enérgico: «Miss Duncan, cara cínica, llena de sombras, procaz, meretriz —con una corona de bucles.» Ni siquiera en esta pequeña venganza secreta ha llegado a olvidar el detalle decorativo del peinado. La estética, incluso aquí, es más fuerte que cualquier otra cosa. (20 de noviembre)

UN RUSO EN PARÍS Cuando os encontráis en la plaza de la Concordia, podéis ir hacia el Sena y al Pont Alexandre, suntuoso, inmemorial, con un lujo petrificado de oro y cardenillo, o bien podéis, de espaldas al río, internaros por la rue Royale, pasando ante la puerta de Maxim's, que es ahora, sobre todo, un restaurante internacional, pero que, por el mero sortilegio de su nombre, evoca aún las sombras de los personajes de Colette, fantoches fulgurantes del champán y las piedras preciosas. En cambio, si dais la vuelta hacia la derecha, pasaréis bajo los porches del Ministerio de Marina —todo un recuerdo lejano de cañones y bombardas, silencio puro de velas en el cielo de la Martinica— y entraréis pronto en la rue de Rivoli. Continúan las arcadas. Al otro lado luce el enrejado —lanzas de hierro, doradas y negras— de los jardines de las Tullerías. Bajo los porches, en esta zona, la rue de Rivoli es casi exclusivamente una calle comercial, de tiendas no tan decididamente caras como las del Faubourg SaintHonoré, cerca de Maxim's, pero sí, en todo caso, lo bastante variadas y relucientes como para nutrir la curiosidad o la avidez de los extranjeros que se alojan en el Ritz o en el Hotel Intercontinental y que, por poco que salgan de paseo, se encontrarán ante estos escaparates ininterrumpidos, solemnes y llamativos. Todo, bajo la piedra antigua y noble de los porches, está impolutamente bien cuidado y parece nuevo de trinca. Pero, de súbito, hay en una placa en la pared —letras doradas sobre fondo de mármol negro, si mi recuerdo es exacto— que os dirá que también aquella calle tiene historia. Porque la placa indica que aquella es la casa donde el conde León Tolstoi vivió una temporada en París. A menudo, los personajes de Tolstoi —como los de Dostoievski, por otra parte— hablan en

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

30

francés, que era, particularmente en Rusia y en Polonia, la lengua convencional de la gente cultivada del siglo pasado, incluso en la conversación corriente. Y, desde luego, algunos personajes esenciales de Tolstoi —el Pierre de Guerra y paz, por ejemplo— no son comprensibles del todo sino como gente que, desde el corazón mismo del mundo eslavo, vivieron lo que fue la Francia de la Enciclopedia, la Revolución y el Romanticismo; gente que —en el sentido literal y en uno, muy obvio, figurado— piensa en francés. No obstante, tendemos a imaginar a Tolstoi más bien como algo mucho más remoto, asociado a noches petersburguesas o moscovitas, el reposo mudo de la planicie nevada, al lujo lejano y bárbaro de los caballos en la claridad cortante y fría de los herbazales. Un ambiente como éste es el que, en último término, acogió los años de madurez del escritor y su muerte impresionante y solitaria. El Tolstoi que, en 1857, vivió en la elegante casa de la rue Rivoli, tocando a las Tullerías —todo lo que podía pedir un noble ruso en París—, era un hombre de veintinueve años que aún no había publicado ninguna de sus grandes novelas y que, más que nada, en aquella su estancia parisina pudo ver todo lo que le unía y todo lo que le separaba de la Europa occidental. No obstante, cincuenta y tres años después, el Tolstoi senil, octogenario ya, que un día del crudo otoño ruso decide huir de casa, es ya un hombre que no admite ningún compromiso entre su moral y la vida corriente. Huye y deja una carta a su mujer explicándole que lo hace a fin de «seguir viviendo solo con mi conciencia». A las cinco de la mañana del 28 de octubre del año 1900, acompañado sólo por el médico y por una hija, Alexandra, el anciano sale a escondidas de su casa y pasa la noche en un monasterio. Aún tendrá tiempo de escribir un largo artículo sobre la pena de muerte; pero la persecución familiar, implacable, lo rodea y le obliga a apresurar las etapas del viaje. En el tren, se siente enfermo, y tendrá que detenerse en una estación de segundo orden, donde morirá el 7 de noviembre. A primera vista, el hombre solitario y acorralado que agoniza en un oscuro lugar ferroviario ruso parece la antípoda del aristócrata joven que pasa una temporada en la mansión parisina. Pero, mirando las letras augustas de la placa de la rue Rivoli —la única cosa tangible que recuerda el paso del conde ruso por París— quizá es legítimo pensar que, en cierto modo, el patriarca agonizante de Rusia y el noble deslumbrante y ávido de ver y saber cosas de Francia, son más bien complementarios que opuestos. Uno explica al otro, porque tienen en común el deseo de vivir de una forma verídica. (21 de noviembre)

EN UNA PLAZA VACÍA Era un alba de mayo cuando Savonarola y sus compañeros oyeron misa por última vez. Savonarola, predicando, había encendido en una claridad equívoca, de fanatismo grandioso, toda Florencia; ahora, condenado, el fraile ofrecía a su auditorio el último y terrible espectáculo del propio suplicio. «Haremos una buena hoguera» había dicho —en italiano— el catalán cardenal Remolins. Hay un cuadro de la época que representa la obsesiva y minuciosa ejecución de la sentencia a muerte por el fuego. Una ciudad de entonces no era, desde luego, una ciudad de ahora, pero, de todos modos, llama un poco la atención el hecho de que, pese a que sabemos que aquella mañana la Piazza della Signoria estaba llena de gente, en el cuadro la vemos medio desierta. El cadalso, con la hoguera tétrica y la comitiva de clérigos y condenados, se alza, como una pasarela solitaria que arranca de la base del palacio de los Médicis e invade el centro del recinto. Curiosamente, el espectáculo —en el cuadro— no parece convocar ninguna multitud. Hay un hombre a caballo que hace caracolear al corcel; otro hombre lleva un haz de leña para avivar el fuego; un soldado hace guardia con una lanza; aquí y allá, grupos dispersos de gente, con aire de abogados, de cortesanos o de eclesiásticos, forman corros como si comentaran las novedades del día; sólo muy de tanto en tanto se ve a alguien que mira fugazmente hacia la hoguera. Aunque no podemos confiar en este

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

31

cuadro como representación realista rigurosa, al menos tiene dos virtudes: ofrece, ya que no la imagen efectiva de lo que fue aquella mañana, sí en cambio una imagen del helado vacío que dejó en el espíritu de los seguidores de Savonarola; da, además, con nitidez casi insoportable, la perfecta sensación de familiaridad con el horror, de indiferencia ante un suplicio visto como parte de la vida cotidiana. Todo esto ocurrió en el mes de mayo del año 1498. No sabemos en qué fecha precisa, pero no mucho después —hacia 1500—, un hombre pintó una plaza, imaginaria, no del todo diferente a esta plaza más o menos real. Este hombre no era un artesano anónimo como el que nos legó la estampa de la hoguera mortal; era, muy al contrario, un pintor famoso, y se llamaba Sandro Botticelli. Siendo más joven, le gustaban las formas fugitivas, nostálgicas y esbeltas de la belleza mortal, el resplandor de la sensualidad frágilmente visible: ahora ha vivido la exigente sequedad de Savonarola y las llamaradas que aquella mañana de mayo lo devoraron en la Piazza della Signoria. Él, que había pintado como muy pocos el gozo tierno y efímero de los cuerpos en un dulzor de luz diáfana y dorada —Venus naciendo de la concha, o la luminosidad de la primavera—, pinta ahora una plaza casi completamente desierta, fría en una luz neutral y átona. Los edificios están vacíos, como planos o esbozos; las zonas desnudas del espacio son zonas de un misterio quieto y glacial, compacto como un bloque de hielo. Distribuidos asimétricamente, con una incongruencia turbadora, hay unos personajes —¿verdad que recuerdan un poco a los personajes del cuadro del tormento de Savonarola?— viviendo la anécdota de la pintura: los milagros de San Zenobio. Pero, un malestar, una sensación de inseguridad, se desprende del desajuste entre los volúmenes nítidos y austeros de los edificios, el trazado irrefrangible del contorno de la plaza y la básica tristeza de estas figuras humanas perdidas en el espacio vacío. Un desencanto de escarcha lo alisa todo. Estamos lejos de la gracia melancólica de los desnudos paganos de juventud. El hombre que ha creído en Savonarola, el hombre que ha visto la muerte de Savonarola, sólo nos puede decir su experiencia del dolor con el lenguaje crudo y secretamente quejumbroso de esta escena irreal. (27 de noviembre)

LA BAILARINA Y EL POETA Las memorias de Isadora Duncan terminan en el momento en que la autora se desplaza a la Unión Soviética. Son los primeros años tras la revolución; la era inicial, del enigma y de la esperanza, cuando aún muy pocos viajeros occidentales conocen lo que empieza a ser un nuevo país. Quizá no es casual que uno de los testimonios más antiguos de la vida rusa proceda de un autor que ha alternado los libros de ciencia-ficción con los de Historia y con las utopías de sátira social: el británico H. G. Wells. Los inicios de la sociedad soviética, vistos desde fuera, son al tiempo historia y futurología. Si más no, eso es lo que ahora piensa Isadora Duncan. La paradoja de esta mujer —que no es sólo una de las bailarinas más famosas del siglo, sino un símbolo humano, como personaje— reside, precisamente, en el prurito de novedad y en la nostalgia de lo antiguo. «Me exalta lo nuevo, y me enamora lo viejo», podría decir, como en un verso de Foix, ella, que encarna al tiempo el reto absoluto a las convenciones en la vida personal y en la danza, y el deseo de volver a la imposible nitidez helénica de un baile en armonía con un mundo que, purificándose, reencontrara la paz transparente de los tiempos clásicos. No neoclasicismo de estuco o yeso, sino clasicismo verdadero: sintonía entre los seres humanos y el mundo, aurora de una sociedad nueva. Durante unos cuantos años, esta sociedad podía tener, para Isadora Duncan, la cara torva y nítidamente estricta del sovietismo; o, más exactamente, la cara de un hombre que tenía algo de campesino y de dios joven, porque era poeta y de raíz campesina y era revolucionario. Se llamaba Serguei Esenin y fue su marido. No obstante, ni el poeta ni la bailarina se quedaron en Rusia. Al contrario: como si exhibiera un trofeo exótico —una especie de oso polar, genuino y extrañamente bello—, la Duncan hizo irrupción en los lugares de la mundanidad esnob con su pareja. No es un

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

32

capricho, simplemente, no es frivolidad o locura: el amor era, sin duda, sincero, como también su fe en los presuntos tiempos nuevos que aquel hombre encarnaba. Sincero por ambas partes y, precisamente por eso, capaz de hacerles sufrir a ambos cuando se rompió. El 28 de setiembre del año 1925, se publican en Le Figaro Littéraire unos versos de Esenin dedicados a Isadora Duncan. Es un presente de belleza destinado a un mundo en el que, en el fondo, no encaja; tan incongruente como la vida misma de la pareja. No hacía mucho que la Duncan y Esenin habían ido a un salón de la sociedad parisina, donde se recibía los viernes. No tenemos más que una información, indirecta y quién sabe si malintencionada o inexacta, sobre esta velada, y es el recuerdo que de ella nos llega a través de un testigo presencial: la duquesa de Clermont-Tonnerre, una lesbiana inteligente, rica, refinadísima y probablemente maligna. Según los recuerdos de este testigo, la concurrencia, en éxtasis silencioso, escuchaba los versos que iba diciendo en ruso, con voz clara y precisa, el poeta. Nadie entendía nada, desde luego, aparte de alguna que otra palabra provocadora, fugaz, que el poeta articulaba con claridad obstinada: «Lupanar», «Sí-fi-lis». Palabras, crudas, neutras y feas, estallando como granadas de mano en el salón aristocrático. Unos años después, todo había acabado. La bailarina y el poeta, separados, morían ambos de una muerte brusca, solitaria y dramática. Ella, en un lugar de moda, cuando las pieles que llevaba al cuello, al engancharse en la portezuela del coche, la estrangulan, juventud frágil y desafiante inmolada a la elegancia. Él, ya en la luz de anochecida, luz de eclipse, del tiempo estaliniano, suicidándose en Rusia. Dejó unos últimos versos: «En esta vida, morir no es nuevo / Vivir, sin embargo, tampoco es ninguna novedad.» ¿No era la novedad —el tiempo nuevo, la sociedad nueva— lo que, precisamente, habían buscado esperanzados la bailarina y el poeta? (30 de noviembre)

DOS MÚSICOS EN LONDRES Es un anochecer de verano del año 1914. Hace poco que han matado al archiduque heredero del imperio austro-húngaro en Sarajevo; el rey británico Jorge V decreta una semana de luto, pero la vida en Londres continúa. Es un resplandor frágil y fugitivo, que tiene el tiempo contado. Unas semanas más y estaremos en la explosión de la total violencia bélica. Pero la gente que en Londres va al teatro a ver el último estreno de Bernard Shaw no sabe que está viviendo las postrimerías deslumbrantes de un mundo a punto de morir —y que, desde luego, morirá de pronto, sin decadencia, pasando bruscamente del apogeo a las cenizas. En Londres vive en aquel momento un pianista polaco de veinticinco años: Arthur Rubinstein. En las salas de conciertos escucha a Casals y a Paderewski; aunque no va nunca a la ópera, oye cantar a Enrico Caruso y a la Melba. A menudo va a casa de unos amigos, los Draper, en el número 19 de Edith Grove: una sala de música amueblada como un palacio florentino —gran chimenea, tapiz gótico, vigas de madera, candelabros solemnes—, es escenario de recitales privados de Thibaud, de Pau Casals, del mismo Rubinstein. Entre el auditorio, restricto e impecable, un señor de unos setenta años parece, en estas ocasiones, no participar enteramente del éxtasis general; pero es lo bastante cortés, lo bastante sensible y lo bastante delicado para no ser allí la nota discordante: es escritor, se llama Henry James y va a vivir sólo un par de años más. Todas las calles, abiertas al festival de la noche, ofrecían al joven Rubinstein un resplandor fantástico. Un nombre, fabuloso y áureo: Diaghilev, el hombre de los ballets rusos. Ver a los veinticinco años, en su atardecer londinense, la muerte de la marioneta de Petrushka interpretada por Nijinski, puede ser una sensación de plenitud tan intensa que llega a resultar incluso excesiva, como esos momentos demasiado intensos de alegría que nos encienden y devastan hasta que ya ni recordamos que somos nosotros mismos. Pero hay, sin embargo, algo, aún más allá de la alegría: el enigma del sonido inédito. Este enigma tiene un nombre de compositor: Stravinski. El enigma tiene también cuerpo, tiene también cara: es un hombre. Mira: sí, es este hombre que sale ahora a saludar; más bien bajo, delgado, seco, perfil de pajarraco o de aguilucho; es-

Pere Gimferrer

33

Dietario (1979 – 1980)

quinado, sarcástico, arisco y, también brillante; la inteligencia pura, que rechina sardónicamente y tiene el filo aguzado como una daga. ¿Y por qué Stravinski ha de hacer caso de este muchacho más bien tímido que le presenta un tramoyista barbudo? Pero —hablando en ruso— algo en aquel muchacho llegó a interesarle. Al día siguiente sólo tiene libre, si es que eso es tenerla libre, la hora del desayuno, y es a esta hora —las nueve de la mañana— cuando, quizá sin saber exactamente por qué, cita a Rubinstein en el hotel. La entrevista habría de durar media hora, pero se prolongó todo el día, ininterrumpidamente, hasta las cuatro de la mañana, arrasando todos los compromisos contraídos por Stravinski, sobreviviendo a la observación desdeñosa sobre el piano —«no es más que un instrumento de percusión»— que hizo sin saber aún que su nuevo amigo era pianista, y acabando con dos resopones y mucho champán en el número 19 de Edith Grove. Pero en este día, toda improvisación y puro impulso de reconocimiento inmediato entre dos seres que, por diferentes que fuesen, pertenecían a la misma raza, en este día en suspensión sobre el aviso torvo de la guerra a punto de estallar, hay un momento singularmente revelador. Stravinski lleva a Rubinstein al teatro; asisten al ensayo general del nuevo ballet de Richard Strauss, una de las inversiones más costosas que, como empresario, ha hecho Diaghilev, fastuosidad escénica apoyada en el dudoso neoclasicismo de unos decorados de José María Sert. En escena, Strauss, personalmente, dirige la orquesta. Entre bastidores, el compositor y el pianista, invisibles, escuchan. De vez en cuando —en los momentos que constituyen el colmo de la obra— Stravinski pellizca ligeramente el brazo de Rubinstein y le desmonta, con ironía vitriólica, el edificio sonoro que Strauss quiere construir. Hay en esta anécdota, en esta imagen lúcidamente malévola, de implacable exigencia, todo un símbolo del genio de la corrosión que define al Stravinski joven, es decir, lo que lo hermana con Picasso o con Joyce, los grandes demoledores (y, como él mismo, a la manera de cada uno, también grandes constructores desde los cimientos). Sin saberlo, Strauss no vivía en el mismo tiempo que Stravinski. Ah, pero es que todos ellos —Strauss, Stravinski, Rubinstein— ya no vivían, en aquel teatro de Londres, el mismo tiempo que el mundo. Los cañones del Kaiser dictarían pronto, ceñudos, otro calendario. (1 de diciembre)

EL ENEMIGO INTERIOR «El tiempo es enemigo», leemos en un poema de Ezra Pound. Y lo es, ciertamente. Pero se trata sólo de un enemigo externo, poderosísimo. Hay aún un enemigo más temible, más aniquilador: el enemigo interior. No nos devastará físicamente, como el tiempo, pero nos puede destruir por dentro. Lo vio así, a finales del siglo XV, Ausiàs March, y describió de este modo la experiencia: Malament viu qui té lo pensament per enemic... (Mal vive quien tiene el pensamiento por enemigo...) Porque ¿con qué armas podemos combatir nuestro propio pensamiento? Si el pensamiento se convierte en enemigo, encuentra un arsenal en nosotros mismos: nos combate con el insomnio, con la depresión, con la neurosis, con la excitabilidad, con la fiebre de trabajar demasiado para no parar mientes en nada, o de no trabajar nada para vivir maquinalmente, como sonámbulos. Pero, sobre todo, nos combate sin mostrar que nos combate. Si se vuelve claramente patológico, le podemos plantar batalla. Pero ¿repararemos en que hay que combatirle si parece sólo pensamiento, si, aunque malsano y destructor, se mantiene en los límites de lo que aceptamos como normal? Porque, entonces, es, de manera literal, un «mal pensamiento», no en el sentido que le daba el

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

34

catecismo, sino en otro, mucho más serio y profundo. Es el enemigo interior, la parte de nosotros mismos que nos puede desazonar, que nos puede hacer perder de vista lo que somos. Persistentes, tenaces, los pensamientos vuelven y vuelven; no los podemos desterrar, gobiernan sordamente nuestras idas y venidas, asombran nuestras decisiones, nos acompañan siempre. Y, si nos son enemigos, minarán sordamente nuestra vida. Ya podemos luchar contra ellos como Jacob con el ángel; quizá la lucha no acabará nunca. Una de las funciones más altas de la literatura es una especie de labor de limpieza moral respecto al pensamiento. Porque, poniéndolo por escrito, lo reducimos a unos límites precisos, dibujamos los contornos de su territorio, hacemos un mapa de él, lo describimos. Quizá a veces no es posible expresarlo en palabras; pero casi siempre llegaremos a sugerirlo como al sesgo, y, en todo caso, la escritura nos hará plantear en términos claros —e incluso ante nosotros mismos— nuestra propia relación con los pensamientos que nos rigen la conducta. No el espejo colocado en un camino que era la novela para Stendhal, sino, más bien, un espejo donde nuestra conciencia se ve a sí misma. La tensión extrema de la poesía moral —en un Ausiàs March, en un Baudelaire, en un Riba, en un Foix— proviene, precisamente, del esfuerzo por plasmar una imagen nítida en este espejo. (2 de diciembre)

NOTICIAS DE KAPURTHALA El año 1893, Liane de Pougy es una estrella del Folies-Bergére. Tiene veinticuatro años; es una de las tres grandes figuras del local, con la Bella Otero y Cléo de Mérode. La distancia ha difuminado los contornos de este mundo lejano e impreciso: mundo de perlas, de gasas, de joyas verdaderas o falsas, de velos que caen como pétalos desfallecientes. Una noche —y ha de ser con el burbujeo del champán en las grandes copas de cristal de Venecia, y con el humo azulado y embriagador del tabaco que sale de grandes cajas de madera de cedro— Liane de Pougy recibe una propuesta de matrimonio de un hombre míticamente rico que es la atracción exótica del gran mundo; un hombre peinado a la manera oriental, con una gran cola de cabello: el maharajá de Kapurthala. Pero Liane de Pougy quiere vivir en París, con el tintineo nítido de la risa en la claridad de porcelana efímera de los salones de marfil y mármol negro, y rechaza aquel matrimonio que la llevaría a una India remota, de elefantes, templos y ríos sagrados con aguas que duermen, turbias de lodo. En el año 1925, Liane de Pougy tiene cincuenta y seis años, aunque eso no lo sabe nadie. Se ha casado con un príncipe rumano y es ahora la princesa Ghika. La estrella y la cortesana de lujo han dado paso a la gran dama. Un día, la princesa Ghika come en el Ritz de París con un grupo de amigos. En otra mesa del comedor hay un hombre vestido a la europea. Se ha cortado la cola de cabello y ha envejecido, pero es el maharajá de Kapurthala, que no la reconoce. Liane confía su tristeza al maître d'hôtel: «Es triste envejecer. Ahí está el maharajá de Kapurthala comiendo junto a mí y me mira sin recordar que un día quiso casarse conmigo.» El maître sabe su oficio; avisa al maharajá, que se acerca y se presenta, diciendo, como excusa, que la había reconocido y que no quería decir nada por discreción. Se hacen las presentaciones, y el maharajá invita a los príncipes a cenar en la casa que tiene en el Bois de Boulogne: una cena de veinte cubiertos, príncipes egipcios y ministros turcos, en un salón decorado con pieles de tigre. Tras la cena, toman el café en una terraza que da a un jardín lleno de flores; después —ya es de noche— un paseo, elegante y melancólico, por las avenidas del pequeño parque particular. Soberano errante, sombra de Oriente, nostálgica del mundo europeo, el maharajá explica: «A los ingleses no les gusta verme a menudo en Francia.» Mundo frágil y, quizá, en el fondo, mundo de fantoches: el exótico maharajá tiene el habla y los gustos vulgares, el estirado príncipe Ghika lleva una sórdida vida sexual, Liane de Pougy ha adquirido tanta hipocresía interior como respetabilidad externa. Pero viven en un islote, en las postrimerías de un mundo que los trastornos de la guerra iban liquidando. En aquel atardecer en el Bois de Boulogne late el resplandor del Oriente mundano y cosmopolita de la belle époque. Era ya

Pere Gimferrer

35

Dietario (1979 – 1980)

un resplandor póstumo: diálogos de espectros o de muertos en vida. No nos importa lo que eran aquellas personas, sino su valor como símbolos de un tiempo extinguido. El crepúsculo, amarillento, los difumina como una imagen de colores pálidos pintada en un camafeo. (9 de diciembre)

LAS PUERTAS DEL INVIERNO Ya estamos a las puertas del invierno. Antes, el invierno, solemne y sombrío, se anunciaba con el tintineo de bronce oscuro del trueno, la lluvia en raudales lentos y adormecedores —nos cala el agua, lenta como plata en un cielo opaco— o bien la brusca violencia de la tamborada violenta y colérica: electricidad jupiterina. Después, de golpe, venía una especie de calma, un sueño profundo de todo el mundo natural, un silencio temeroso, hecho de recogimiento bajo el frío y la oscuridad. Era el silencio universal del invierno terrestre, tal como lo veía Ronsard en un soneto publicado hace ahora casi cuatrocientos años exactos, en 1578, y que empieza en su grafía francesa arcaica: Ces longues nuicts d'hyver, où la Lune ocieuse Tourne si lentement son char tout à l'entour... Hay en estos versos una experiencia muy vívida y directa de lo que podía ser el invierno para un hombre del siglo XVI, que no tenía más luz que los hachones o los troncos del hogar doméstico, y que vivía aún en conjunción, en sintonía, con el ritmo impuesto por el curso de las estaciones a la vida del campesino. Sí, las noches eran muy largas, y en el amplio cielo negro, la Luna —con mayúscula, porque tenía algo de deidad, de ser viviente, único objeto que latía en la oscuridad— tenía que parecer «ociosa», como si hiciera girar muy poco a poco su carro luminoso por el vasto paisaje circundante. El invierno era eso: largas noches de oscuridad, sin otro movimiento perceptible que el lento viaje de la claridad lunar por el firmamento. La noche, pues, era un espacio de paz y de silencio completos; Ausiàs March aún la veía como una cosa terrorífica («Lo jorn ha por de perdre sa claror / quan ve la nit que expandeix ses tenebres»), porque, ciertamente, la noche era la hora de los animales que se agitan en la oscuridad, y la hora de los «malfactors» en aquellas ciudades mal vigiladas. Sin embargo, Ronsard, en el siglo siguiente, en un tiempo menos bárbaro, menos hosco y salvaje, veía sobre todo en la noche esta especie de ensoñación hogareña y apaciguadora en la que el Gallo anunciaba el día más tarde y la noche parecía un año al alma inquieta. En aquellas noches tan largas, el poeta se hubiera muerto de aburrimiento, de soledad y de tristeza, de no ser porque, durmiendo, soñaba con su amada, más dulce en el sueño que en la vida diurna. No es la noche medieval y dramática de Ausiàs March; tampoco es la noche cortesana, de fuegos de artificio y candelabros, del siglo XVIII; ni la noche sepulcral, tétrica y lujosa, del Romanticismo. Es, más bien, en el inicio de la era moderna, una noche quieta y campesina, en la que la mitología aún mantiene los vínculos con el mundo natural vivido por el hombre. Hoy, he salido a la calle. Hacia las siete de la tarde era ya prácticamente noche negra, negra como las fauces de un lobo. La noche prometía ser larga, ciertamente, pero no resultaba muy fácil ver la luna amordazada por las vaharadas de los combustibles. Un estrépito, un rechinar áspero e histérico de coches aturdía el espíritu. El hombre no vive los ritmos cíclicos de las estaciones, y parece que la arbitrariedad meteorológica —veranos enloquecedores, otoños dudosos, inviernos traidores y ambiguos, esquinados— es una respuesta a la arbitrariedad humana. No entramos en el invierno con las manos limpias, y no encontraremos, pues, la larga paz callada que la Luna ociosa ofrecía a Ronsard. (11 de diciembre)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

36

LA ROSA Y LA ROCA Las imágenes son grisáceas, con una tristeza lejana. Estamos en Londres, a principios de siglo, en una pensión sórdida y ennegrecida por el humo, en un barrio pintado de hollín como en una novela de Dickens. Hay un hombre viejo, pobremente vestido con grotesca y patética elegancia: la sombra, los residuos de un gentleman. Los chiquillos se ríen cuando, borracho, sube a trompicones los peldaños que llevan a la puerta y no acierta con el ojo de la cerradura. Este hombre, años atrás, había hecho reír a todo el mundo: era un actor cómico celebrado, se llamaba Calvero. Un día, Calvero, al entrar en la pensión, nota un tufo de gas. La vecina —una muchacha bonita, triste y callada— ha intentado suicidarse. Calvero lleva a la chica a su cuarto y, olvidando su propio fracaso, intenta hacer que reviva esta bailarina que no ha llegado ni de lejos a gozar del éxito que él, Calvero, no tiene ya. Calvero es Charles Chaplin; la muchacha es Claire Bloom; la película, en castellano, se titula Candilejas. Lo esencial es el duelo dialéctico que llega a establecerse entre la muchachita, en la cama y que no quiere vivir, y el hombre, en pie, que de hecho ya no vive, pero que quiere hacerle aceptar la vida. Se ha de conseguir que uno de los dos doblegue —y no por cansancio, sino por persuasión— la voluntad del otro. Calvero no tiene, precisamente, más armas que las de su oficio mismo. Si es aún un cómico, si le queda aún aunque sólo sea la sombra del cómico que fue, ha de llegar a hacerla reír, y reír es aceptar de buen grado un fragmento de vida. Hablando con la chica, Calvero se exorciza a sí mismo; en aquellos ojos jóvenes y mortecinos ve, como en un espejo terriblemente nítido, el desánimo que lo consume por dentro. Por eso le habla con tanta energía, con tanta convicción. Él mismo está también hundido: salvándola, se salvaría del desaliento que lo tiene vencido, malviviendo, pálido y borroso en un Londres cruel de pesadilla. No: Calvero ya no tiene ni el valor de hablar jocosamente. Habla en serio, con angustia, incluso con dramatismo, cuando le dice que hay que vivir por el puro impulso de vivir, de aceptación del hecho de existir, como vive la rosa, como vive la roca. Pero el oficio le traiciona: Calvero tiene como una especie de segunda naturaleza, el hábito adquirido de la mímica, y no puede evitar el subrayar las palabras con el gesto. Imita, con las manos, la actitud y la expresión, aquella elegancia frágil y sinuosa de la flor, y la cerrazón hosca y adusta de la roca. Es entonces cuando, de súbito, oímos una risa quebradiza, tan clara como un tintinear de argentería. La muchacha ríe de las imitaciones de Calvero. No las palabras del hombre, sino lo que es su verdad más profunda —el arte del hombre— han hecho el prodigio. Al reír, la muchacha acepta que el gesto de Calvero dice la verdad, o, al menos, una verdad. Al reír, acepta la vida: Calvero es todavía un gran cómico. Y por este instante, nunca, ni en los momentos de más dura humillación, perderá Calvero la dignidad. Cuando era preciso, cuando realmente era preciso, su gesto salvó a una muchacha que no quería vivir. ¿Qué vale, al lado de esto, la indiferencia de un auditorio estólido en un teatro de barriada? ¿Qué vale incluso el recuerdo —obsesivo, lacerante, noche tras noche—de los éxitos de antes? El mayor éxito de Calvero permanece anónimo, cerrado entre los cuatro tabiques del cuarto deprimente de la pensión. La capacidad de dar, en instantes como éste, todo un sentido de la dignidad humana, constituye la grandeza de Chaplin. (14 de diciembre)

UN CARTEL TURÍSTICO Normalmente, es la última cosa que veo todas las noches al apagar la luz. Se trata de un póster situado en un rincón de la pared, de tal manera que centra mi campo visual a los pies de la cama. Impreso en Holanda, con autorización de una editorial de Londres, el póster es la reproducción de un cartel francés de la belle époque que hace unos años circuló bastante en Barcelona —quizá aún circula, no lo sé— y que, en consecuencia, más de un lector conocerá. Lo compré, más que nada, por su poder de evocación; ahora, colocado en un lugar tan estratégico, este

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

37

póster acaba convirtiéndose en algo obsesivo. El cartel, en francés, es un anuncio del casino de Boulognesur-Mer, pensado para la temporada de verano. Nos informa, primero, de la existencia misma del casino, que será abierto el 15 de junio. A continuación —si la mirada va bajando verticalmente por la superficie del cartel— vemos, a la izquierda, el edificio del casino: una construcción grandiosa, impresionante, ante una playa por la que vagan pequeñas figuras de turistas. Pero la masa del caserón está al fondo; la vemos de lejos. El primer término lo ocupa la mar, verdosa y solemne, con un vapor muy diligente que mueve banderolas de colores y echa una humareda blanca por dos chimeneas pintadas de rojo y negro. Aún más en primer término, hay una señorita elegante, con cara un poco pasmada, impasible; lleva sombrero, sombrilla y unos prismáticos en la mano. Y parece escuchar muy atentamente lo que le dice un hombretón primitivo, un pescador salido de una novela de Victor Hugo, exageradamente típico, casi un indígena antropológico o la personificación del Color Local, con barba y una monumental red de pescar. La alegoría de la sofisticación ciudadana hablando con la alegoría de la rusticidad marinera. Pero hemos llegado ya a la parte inferior del cartel; hacia la izquierda, hay otra franja de playa con bañistas y los muros de un edificio suntuoso; la pequeña escena, enmarcada como si fuera una imagen vista en un espejo dentro de una cornucopia, está presidida por un peñasco y una ola grandiosa, índice lacónico e imponente del poder de la mar, que sirve de contrapeso al optimismo tecnológico de una nueva información escrita: todo eso que vemos —el mar homérico, la señorita muy puesta y adornada, el pescador romántico, el casino mundano— está sólo a tres horas de París y de Londres, y a cuatro horas de Bruselas, por los caminos de hierro del Norte, y, además, hay veinticuatro expresos todos los días. Todas las horas, pues, desde París, desde Londres, desde Bruselas, había gente que tomaba el tren pensando en Boulogne-sur-Mer. Coger el tren, en aquel momento, era tan nuevo y tan rápido como es ahora coger el avión; el tren era el medio de locomoción que preferían los ricos para los viajes largos. Para ir a Balbec, el protagonista de la gran novela de Proust coge el tren con su abuela. Aunque ahora tengo tendencia a viajar en avión, no me es desconocido el prestigio literario del tren, y siempre recordaré que en un viaje en tren Madrid-Barcelona leí, entera, la primera edición cubana de Paradiso, de Lezama Lima, hace doce o trece años. ¿Funciona aún el casino de Boulogne-sur-Mer? ¿Y dónde están aquellos señores y aquellas señoritas —de París, de Londres, de Bruselas— que cogían el tren para ir allá? Poeta de la fugacidad de las cosas humanas borradas por el tiempo, el viejo y noble Jorge Manrique, muerto hace ahora unos quinientos años, tiene algo que decir de aquel resplandor fugaz de vestidos lustrosos y suaves. (20 de diciembre)

UN ESTUDIANTE SOLITARIO

Sabemos tan pocas cosas que es muy fuerte la tentación de no pensar en él como individuo realmente existente, como persona concreta. Otros escritores nos fascinan como casos humanos, y pueden llegar a convertirse en centro de un culto, con sus lugares rituales de peregrinación, y la exhumación de cartas o de diarios íntimos. Pero son escritores que, por escurridizos que resulten, ofrecen un soporte inmediato y tangible. Podemos ver el barrio de Kafka; se conserva intacta la casa de Faulkner. El jardín de la infancia de Proust es accesible al público. Pero ¿qué podemos saber de Lautréamont? Para empezar, Lautréamont es otra cosa muy distinta. Si hablamos sólo en términos de literatura estricta, Lautréamont es un autor «menos importante», un poeta insólito y maldito, derivación extrema del romanticismo negro, precursor del surrealismo; eso sería ya muchísimo para un muchacho muerto a los veinticuatro años, pero quizá no tanto como para hacer de él un nombre central y único. Ah, pero esto es sólo lo que podemos decir si adoptamos el punto de vista de un historiador de la literatura. Porque si recordamos nuestra propia experiencia personal de lectores, todos los que en algún momento han sido sensibles al descubrimiento de Lautréamont, todos los que

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

38

han sido fascinados por los Cantos de Maldoror, sentimos lo que antes sintieron André Breton, Aleixandre o Neruda: que ésa era una lectura esencial; que aunque luego no volvamos a leerlo mucho, somos, en cierto modo, diferentes a como seríamos sin haber conocido a Maldoror. Maldoror es un personaje; Lautréamont, su autor, también es un personaje: el seudónimo de Isidore Ducasse. Lo único que hay de palpable en esta extrañísima historia —una de las más impresionantemente breves y enigmáticas de la poesía universal— es este ser borroso, este Isidore Ducasse muerto tan prematuramente, en circunstancias oscuras, en noviembre de 1870, en la rue du Faubourg Montmartre. Y, de Ducasse, sabemos bien poco. Prometió: «No dejaré Memorias.» Lo cumplió con creces, porque casi ni biografía ha dejado. Tenemos datos para comprender el enigma de un Rimbaud; difícilmente dilucidaremos jamás el enigma de Ducasse, difícilmente llegaremos a saber por qué sendas recónditas y heridas tuvo aquel muchacho la visión terrible y sublime del infierno en la tierra. Desde las profundidades cavernosas de la vejez, un antiguo compañero de escuela, que vivió lo bastante como para asistir al redescubrimiento de Lautréamont medio siglo después de muerto, nos dejó un testimonio único del adolescente que iba a clase con él en 1864, en Pau. «Veo aún — explica— a aquel joven alto y flaco, un poco cargado de espaldas, pálido de color, con el pelo largo cayéndole desmelenado por la frente, la voz f agridulce. Su fisonomía no tenía nada de atractiva.» Y añade: «Normalmente, era triste y silencioso y como replegado sobre sí. Dos o tres veces me habló con cierta animación de los países de ultramar, donde la vida era libre y feliz.» Sí: Ducasse —es decir: Lautréamont; es decir Maldoror era eso. Un muchacho callado, sin encanto físico, cerrándose en sí mismo y aferrándose al recuerdo —¿ensueño?— de un mundo anterior, más puro. Hay poetas que cantan la conciliación entre el alma y la esencia del mundo. Otros —Lautréamont es uno de los más altos y doloridos— encuentran que lo que les corresponde es cantar la añoranza de esta armonía. Dicen, con las palabras del infierno, la nostalgia del paraíso. (21 de diciembre)

UNA MAÑANA EN EL TURÓ PARK No puedo precisar el año: es seguro que tenía yo más de trece, es seguro que no había cumplido aún los dieciséis. Ni puedo precisar la época del año: sin duda no era en verano, época de vacaciones; ni tampoco era en pleno invierno; era, más bien, en primavera, o en otoño, soleado y benigno, o quizá a la entrada del invierno, antes del soplo glacial que establece el imperio silencioso y nítido del frío. Sí, quizá un invierno que empezaba, muy suave, sin helarnos aún las puntas de los dedos, sin empañar los cristales. Un invierno anterior a la voz de campana de las borrascas —«la eterna canturia / del viento y las tempestades», que decía Maragall— que después, implacables, ariscas, rasguñan los árboles ensombrecidos y atónitos. No: aún no era la hora del recogimiento; aún no había que darlo todo a la sombra, al ensueño y a los recuerdos que viven en la noche. Luminoso, el sol era para nosotros un presente de vida. Se estaba muy bien aquella mañana en el Turó Park. Elegí —pintado de verde— un banco donde no había nadie sentado. Le daba el sol; no muy lejos, al sesgo, se veía una estatua, incongruente como la aparición de una diosa mitológica bajo los edificios; algún chiquillo jugaba quizá, acarreando tierra en un carrito elemental. Ante mí, tensa, el agua del estanque. ¿Y qué era aquella vegetación acuática que lo poblaba, qué era aquella fiebre turbia y viviente de cosas vivas, ni agua ni planta del todo? ¿Nenúfares? Poder de una palabra, poder de una cosa: no, aquella anécdota de un poeta que hablaba de nenúfares y no los conocía no demostraba nada; yo mismo no sabía si lo que veía eran nenúfares, pero sí llegaba a sentir la asociación extraña de la sonoridad de la palabra con una lejanía majestuosa y vaga de aguas verdosas y plantas solemnes. La hora era rica de su riqueza secreta, la riqueza de estar precisamente aquel instante en un jardín, bajo el sol efímero de invierno. También la riqueza de esa fuerte plenitud que a veces tienen las horas de adolescencia, cuando, de pronto, tenemos conciencia de vivir un momento que antes no

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

39

hemos vivido y que, si se repite, ya no será el primero, como lo es, en cambio, el que, deslumbrados y eufóricos —o quizá secretamente melancólicos, porque todo es tan frágil—, conocemos ahora. Eso es lo que le da una tonalidad de tristeza callada. De tan fugitivo, nos hace daño: morirá. Un día lo recordaremos. Había hecho novillos. Era una clase de educación física y me escabullí en el itinerario colectivo hacia Piscinas y Deportes. El control, en aquellos casos, era nulo; mi ausencia pasaría inadvertida. Saqué del bolsillo del abrigo un libro que acababa de comprar. Era un tomito en rústica, con cubierta amarilla: Yerma, de Federico García Lorca. Palabras de un poeta muerto. Palabras de otro mundo: las palabras bárbaras y genesíacas de las tierras de la sequedad, las palabras de la sensualidad áspera como un puñal de piedra o delicada y tenue como el aliento que, mientras caminamos, se hiela ante nosotros en una mañana de invierno. El sol apaciguaba aquel flamear de palabras en la paz clara del jardín. No me sentí solo. Miraba, de tiempo en tiempo, el agua del estanque. (23 de diciembre)

UN BRINDIS Aquella vez —el 15 de febrero de 1893— era un poeta quien presidía el banquete. El brindis era de rigor y, tratándose de un poeta, resultaba natural esperar que fuera un brindis en verso. En efecto, se alzó del asiento; en sus labios una media sonrisa, leve, sutil; mirada vaga, como atenta a un ensueño de lejanía. Todos lo veían nervioso, inquieto, ante tantos ojos. Resuelto, cogió la copa y empezó a recitar un poema. La voz era sonora, bien timbrada, pero se notaba insegura; no era la voz de alguien acostumbrado a pensar en los versos como en algo que se haya de decir en público y en voz alta. El poema era breve; lo recibieron tres ovaciones sucesivas. Un poco sorprendido, el poeta sentía el eco de los aplausos. Fuera, el cielo de París era helado y nítido. ¿Qué puede decir un poeta en un brindis? Porque no estamos en la era de la poesía elegante del barroco, cuando —en alguna pequeña corte de Italia, o en el palacio hosco y solemne— cualquier tema podía servir de cañamazo para una operación de filigrana verbal: dibujo del concepto en la mente, dibujo del sonido ritmado. Ni estamos tampoco en una taberna medieval, con el canto, en corrupto latín, de los goliardos vagabundos; ni, tampoco, en un castillo donde los trovadores canturrean pequeñas piezas aladas y suaves. No: estamos en las postrimerías del siglo XIX, en una gran ciudad enigmática y sin rostro, o acogedora en repliegues recónditamente tiernos. Y el poeta, en el momento del brindis, no es ni más ni menos que esto: un hombre con una copa de champán en la mano. Tiene que hablar, pues, de la copa, ya que la copa hará de él un personaje ridículo o un personaje magnífico; de lo que pueda decir de una cosa tan frágil y efímera como una copa de champán, dependerá, en aquel momento, el triunfo o la trivialidad de la poesía. ¿Trivialidad? La poesía no es quizá mucho más profunda —o mucho más trivial— que eso: el champán de la copa. Bajo el cristal, o quizá desbordándose del cristal, la espuma blanca sobre el lujo del oro líquido. Nada, espuma... Es decir: Rien, cette écume Sí, el brindis ha de empezar así: con la espuma —que no es nada— en la copa; y, además, diciendo, desde el principio, que no es nada; todo lo que venga después será ganancia exclusiva del poema. Cinco años después, pocas semanas antes de morir, el poeta —Stéphane Mallarmé, profesor de inglés, retirado— daba las últimas indicaciones sobre la ordenación de sus poemas. El primer lugar —el pórtico, el preludio si queréis: el acceso, la entrada, pero también, en cierto modo, el anuncio de lo que va a ser la tonalidad de la obra— se concedía, precisamente, a aquel brindis tan aéreo, a una pieza que parecía de circunstancias. «No es nada, esta espuma...» La nada, la espuma

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

40

—lo invisible, lo transitorio, lo inexistente, si no es por la existencia que le da el poder de la palabra— están en el principio de la obra, del mismo modo que, ya al final, en el último poema que escribió Mallarmé, lo blanco tendrá tanta importancia como la letra impresa. Va de la nada a la nada: en una pausa, en un espacio en blanco, esta espuma. Nada: un poema. Nuestra palabra. (27 de diciembre)

LA CASA DEL PINTOR En una semana, sólo con seis días de diferencia, murieron primero el pintor y luego su mujer. Él —Velázquez— era ya un hombre fatigado, extenuado por las dobles funciones de artista y de aposentador real, en aquel verano terrible de 1660, cuando, en un viaje ininterrumpido de casi tres meses, que había empezado en abril, el séquito de Felipe IV llegó a la Isla de los Faisanes, en el Bidasoa, para firmar la paz de los Pirineos, entregando a la corona francesa buena parte de Cataluña, y a Luis XIV, en matrimonio, a la infanta María Teresa, un enlace que sería semilla lejana pero infalible de la futura Guerra de Sucesión, destinada a remachar el desastre catalán. En casos como éstos —muy tristes, sin embargo; por digna que fuese, era en el fondo una claudicación— un aposentador real tiene mucho trabajo: ha de acomodar a todo el mundo, ha de cuidar de muchos detalles, y no puede decir que el viaje le fatiga. Y, además, si es pintor no dejará de serlo, de modo que —el 3 de julio, ya en la sequedad de tralla del verano de la meseta— Velázquez llega destrozado a Madrid, porque durante todo el viaje no ha hecho más que caminar de noche —no se podía viajar bajo el sol inmisericorde— y trabajar de día. Morirá el 6 de agosto, y, el 12 lo hará su mujer, sombra borrosa y muda. Un gran silencio, como un espacio en blanco en el fondo de la tela, o con aquellas figuras vistas tenuemente en un espejo en Las Meninas. Pero el silencio no dura en la casa del pintor que era también la casa del aposentador. Empieza la barahúnda: hay que inventariar los bienes. Velázquez había llegado a ser hombre rico. Tenía, aparte de su taller, una casa particular de cuatro plantas: vestíbulo, estrado, una cochera con un coche rojo, grande y viejo, una caballeriza con dos mulas negras; el dormitorio donde murieron el pintor y su mujer, un salón, librería, un desván, otros cuartos y dormitorios. Tenía muchos libros, principalmente relacionados con la pintura de manera directa o indirecta: las Metamorfosis, de Ovidio, por ejemplo, que son hoy sólo un texto literario, pero que eran imprescindibles para un pintor del XVII como filón de temas mitológicos. Tenía cuadros: del Greco, de Tiziano, hasta cuarenta y cuatro telas. Tenía joyas, y veintiocho tapices. El fisco se incautó de todos estos bienes, y no los devolvió a sus herederos hasta al cabo de seis años. Mucho ruido y pocas nueces: la prosa burocrática del inventario habla del Velázquez visible, funcionario de la Corte, ennoblecido por el favor real; un hombre acomodado, que había hecho carrera. Nada nos dice del Velázquez no visible, es decir, del autor de los cuadros. En las Cortes del ancien régime se produce el último momento de sintonía entre el artista y el poder. Pero es una sintonía aparente, basada en una simulación tácita por ambas partes. Cuando muere Racine —poeta travestido de funcionario—, el duque de Saint-Simon lo evoca con estos términos: «En su trato no había nada del poeta, pero sí del hombre como debe ser, el hombre modesto y, en definitiva, el hombre de bien.» Del Velázquez propietario de la «casa del Tesoro», los contemporáneos pensaban sin duda lo mismo. La verdad está en otro lugar: en la llama deslumbrante, frágil y secreta de los versos, en la suprema sutileza de la pincelada que llega a suplantar la percepción del ojo. La verdad del hombre es el arte del hombre. (8 de diciembre)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

41

EL DETECTIVE Y EL ESPIRITISTA Sherlock Holmes tiene soluciones para todo. Es un héroe de la seguridad. Procede por deducción y por inducción; pero si no le fallan las deducciones y las inducciones, es porque vive en un mundo donde no hay el menor resquicio para la anomalía; un mundo, además, que cualquier persona con la cabeza lúcida puede comprobar si pone atención, ya que la esfera de las actividades humanas es relativamente reducida. Un marinero, acostumbrado al movimiento del barco en alta mar, andará en tierra con leves balanceos; un carpintero, un zapatero, o cualquier otro artesano o trabajador manual llevarán —en la ropa, en la piel o en la actitud— la señal visible, para unos ojos vigilantes, del oficio que ejercen; un militar de paisano será identificable por ciertos hábitos, y, si ha servido en las colonias, por lo atezado del cutis; sabremos que Watson ha jugado al billar si le vemos restos de yeso en el índice y el pulgar de la mano izquierda, lugar donde se pone el yeso, para afirmar el taco, cuando se juega. Por separado, cada uno de estos datos, y otros semejantes, existen aún en nuestro mundo; todos juntos, y sin margen para incógnitas, sólo existen en el mundo de Sherlock Holmes. Aún más: son el mundo de Sherlock Holmes. El mundo externo, en aquella época, es, en términos vagos y genéricos, mucho más vasto que el nuestro, lleno de lejanías que unas comunicaciones incipientes —el ferrocarril transiberiano, los trenes de la India, los vapores de los mares asiáticos y africanos— no hacen accesibles del todo. Pero, en cambio, es mucho más pequeño que el nuestro en otro aspecto, porque Holmes sabe que en aquellas distancias remotas que no conoce, no hay nada que no repercuta y se traduzca en hechos que encajan dentro del marco de lo que razonablemente puede conjeturar un británico culto y educado. La cohesión interna del universo mental de la época victoriana. En el estudio de Holmes, la humareda azulada de la pipa de brezo, la aguja hipodérmica a punto de inyectar cocaína en solución al siete por ciento, y el arquillo que, de tanto en tanto, arranca a las cuerdas quietas del violín un sonido nostálgico; en el estudio de Holmes, los ojos de Holmes, seguros y precisos hacia la presa como la trayectoria de vuelo de un gavilán en el cielo terso; en el estudio de Holmes, una butaca forrada de terciopelo y un hermoso volumen de letra gótica, lectura de los crepúsculos solitarios. El estudio de Holmes se ha detenido en un tiempo indeciso, en el poniente de la época victoriana. Fuera, sin embargo, alguien que no es Holmes —Conan Doyle, que lo inventó— puede percibir cómo esta era vacila y se viene abajo. ¿Este sonido de bombardas son los cañones del Káiser? Hay sangre, hay manchas de sangre; las calles, las caras, los caserones se oscurecen. Octubre de 1915. Ya han muerto muchos millones de hombres. Una revista pregunta a Conan Doyle qué podría decir para consolar a los que sufren. La respuesta es breve y patética: «Temo que no puedo decir nada que valga la pena. Sólo el tiempo curará todo esto.» Un año después —octubre de 1916— Conan Doyle, que años atrás había sido católico y después agnóstico, se declara públicamente espiritista. El racionalismo de Conan Doyle iba ligado a la aparente solidez de la vida victoriana: ante los hechos brutales —matanzas, destrucciones, el horror— no tiene respuesta. Pero Holmes, en cambio, no se convierte al espiritismo. La racionalidad victoriana es la esencia del personaje, que, por definición, ha de continuar viviendo siempre en aquel mundo, ya hundido, del que fue resumen, oráculo y encarnación. Los millares de personas que todos los años escriben a la falsa dirección de Baker Street pidiendo, aún hoy, consejo a Holmes, son, en el fondo, nostálgicos del pasado. Añoran la cohesión victoriana. Piadosa, quizá, la sombra de Holmes los conforta en sueños, como el espíritu que habla a través de un médium. (30 de diciembre)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

42

1980

A Isabel y J. M. Castellet

LA MUERTE DEL MAGNATE Todos lo hemos visto alguna vez: perfil de león, más que de ave de presa, ojos enérgicos, el pelo noblemente plateado o canoso, un gran cigarro habano lanzando su humareda con singular convicción; el arquetipo del hombre de empresa nato, que va a lo suyo y sabe lo que quiere. Un día, un periodista entrevistó a Juliette Gréco; en la habitación de al lado se encuentra este león, este leonazo fabuloso, removiéndose inquieto, maquinando el plan de una superproducción internacional en parajes africanos: Las raíces del cielo. Tiene todas las bazas a su favor, todos los triunfos en la manga; y es cosa segura: adaptación de una novela francesa premiada con el Goncourt; filmación en escenarios naturales; es decir, exóticos y vistosos; un director americano con prestigio a ambos lados del océano: John Huston; un actor de Hollywood en eclipse, lanzado inteligentemente a una nueva carrera, a una imagen diferente, Errol Flynn; y Juliette Gréco, el toque parisién. ¿Qué más queréis? Una película así no puede fallar. Él, el leonazo —Darryl F. Zanuck—, conoce el oficio, se las sabe todas. Pero hasta los leones se equivocan: la película fue un fracaso comercial. No obstante, la manera de concebirla retrata el talante de Zanuck, el viejo león poderoso que, retirado desde hace ocho años, ha muerto hace unos días en Palm Springs. Zanuck vivió —y en buena parte forjó— la era de oro de Hollywood: inquieto, autoritario, expeditivo, arrebatado, iba haciendo, día a día, el cine; él era el cine: la sustancia de su personaje público se inoculaba en la sustancia misma de Hollywood. Un personaje de este tipo ejerce una fascinación ambigua. Su manera de actuar nos irrita, por esa tosquedad característica, por ese punto de brutal y zafio del hombre que manosea cifras y nombres y, seguro de lo que hace, menosprecia a quienes muestran escrúpulos excesivos. Pero, al mismo tiempo, los resultados —algunas de las mejores películas de John Ford (Las uvas de la ira), o de Mankiewicz (Eva al desnudo)— son, a menudo, tan sólidas como productos comerciales, y artísticamente tan respetables, que resulta difícil pensar que el hombre que las controlaba de cabo a rabo fuera simplemente un primario. El enigma de Zanuck es, en cierto modo, el enigma de toda la fascinación de Hollywood, capaz del arte acabado y del mal gusto irresponsable, en tan alto grado las dos cosas que a veces incluso llegan a rozarse. Un caso así puede ser visto, siempre, desde las diversas perspectivas. Tomemos un ejemplo: una película que en castellano se titulaba Confidencias de mujer. Adaptando un material literario bastante malo, pero con gancho comercial —un best seller norteamericano de sexología novelada—, Zanuck reunió un grupo de actrices conocidas (Jane Fonda, Claire Bloom, Shelley Winters, Glynis Johns) y encargó la realización al director de actrices más competente de Hollywood: George Cukor. Lo que ocurrió después del rodaje lo podemos ver de dos maneras diferentes. Cukor explica: «Enviamos el material a Darryl F. Zanuck, que le echó una ojeada muy superficial y después hizo una pésima labor mercadeándolo. Creo que se portó muy mal. Me hizo promesas que, simplemente, no cumplió. Estropearon el film con cortes llenos de torpeza que le quitaban fuerza y lo autocensuraban. Después hubo gente que me atribuyó idioteces de las que yo no era responsable.» Por su parte, Jane Fonda explica: «Como es costumbre en Hollywood, el productor montó la película.» Pero añadió: «Cukor aceptó siempre el hacer cosas que no tenía derecho a hacer, porque tiene demasiado talento, y podría hacer todas las películas que quisiera, si es que realmente lo quería.» Las relaciones Zanuck-Cukor parecen establecidas, pues, como una especie de relaciones

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

43

amor-odio. Atracción y repulsión: dos polos, secretamente simétricos, que se repelen y al mismo tiempo son mutuamente necesarios. Zanuck no haría nada sin Cukor: él tiene la energía y el empuje, pero Cukor tiene el talento. Cukor, que no tiene energía ni empuje, no impondría su talento sin el vehículo de Zanuck, aunque esto le suponga un tributo costoso. Zanuck está fascinado por el talento de Cukor, Cukor es fascinante por la energía de Zanuck. Cada uno detesta y no detesta al otro. Se aprecian y se odian. La ambigüedad de las relaciones entre director y productor es probablemente una buena imagen de la ambigüedad de nuestros sentimientos, como espectadores, ante los productos de Hollywood. Por un lado, nos gustaría que fueran diferentes, más refinados: en eso nos parecemos a Cukor. Por otro, hay algo en nosotros mismos que dice que está bien que el cine sea esto. Aquí es donde el mito de Zanuck se hace necesario: la gente como Zanuck, los magnates del viejo Hollywood, daban al cine algo que no tenía nada que ver con el talento, pero sí con las necesidades del espectáculo. Secretamente, Cukor —y el Cukor que hay en cada uno de nosotros— acepta por eso la imperiosidad de Zanuck, el viejo león que ahora ha muerto en el refugio crepuscular de Palm Springs. (2 de enero)

APOTEOSIS Hércules no muere. Tal como lo vio Verdaguer, el héroe, colosal «anava per la terra / tot escombrant-la amb clava feixuga, arreu arreu».* Podemos imaginarnos un hombrazo cayada en mano, rústicamente cubierto de pieles, de una belleza salvaje y sombría: temible, fornido, poderoso y gigantesco como una estatua. No: Hércules no puede morir ni siquiera cuando la celosa Deianira lo viste con la túnica de Nessos, un atavío mortal, llamarada que devora la carne de vivo en vivo, vestimenta de destrucción y de suplicio. Pero la muerte no está hecha para seres como Hércules. No les atañe el sepulcro, con sus humedades magras, fosqueantes y fétidas, sino la alta claridad de la apoteosis. La apoteosis cierra una vida, aunque interrumpiéndola, y abre otra; es el momento en que el héroe, en vez de morir, es conducido hacia los dioses, exaltado a la esfera celeste: ya era más que un hombre, y desde ahora será como un dios. Es éste el sentido propio de la palabra apoteosis, trivializado a menudo por un uso figurado en la lengua corriente. Una apoteosis no es exactamente un triunfo; es mucho más que eso: es el rapto hacia la región divina. La apoteosis es un escamoteo; huyendo de la muerte, el hombre vive en una zona deslumbrante y sublime para siempre jamás. Está en el terreno de la leyenda augusta y del mito olímpico. En los arenales africanos, el rey portugués don Sebastián, perdido y nunca hallado, conoció, póstumamente, una apoteosis en la memoria anónima del pueblo; de un fracaso militar, cerrado con la desaparición del monarca, la leyenda ha hecho una huida hacia un mundo desconocido. En las horas más sombrías de turbación, el Portugal de los siglos pasados sentía un estremecimiento secreto, una corriente magnética en el espinazo, fugitivo y desasosegante como el azogue: era quizá el presentimiento de los pasos del caballo de don Sebastián, de retorno. Hitler tenía un instinto innato para remedar la grandeza de que carecía: derrotado, comprendió que sólo la desaparición física le permitiría, tras la muerte, imitar la apoteosis, de la misma manera que, vivo, había imitado la epopeya. Muriendo furtivamente, hizo un simulacro de apoteosis que nutriera, durante unos años, la espera de los nostálgicos. Esta manera de desaparecer explica, más que cualquier otra cosa, la esencia del fascismo como simulacro. Es el gesto que, vacío de contenido moral, reproduce la apariencia de la grandeza, sin el soporte interior que la sostiene. Los decenios de posguerra han conocido otras apoteosis. Howard Hughes, en la última etapa de su vida, hablando sólo a través de micrófonos, cintas magnetofónicas, sin entidad material, invisible, intangible, había instalado la apoteosis en el centro mismo de una existencia difuminada. *

«Iba por la tierra / barriéndola con pesado garrote, por todas partes.» (N. del T.)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

44

Apoteosis del multimillonario, heladamente divino en una caja fuerte que es una cámara frigorífica. El magnate aviador y megalómano resultaba tan ficticio o tan real como aquellas sombras plateadas de aviadores ronroneantes en torno del fetiche erótico de Jean Harlow en una vieja película, emblema de las propias obsesiones, que había producido y dirigido en los años treinta. La apoteosis de Howard Hughes o la vida como film. ¿Y qué diremos de James Dean y de aquella patraña que suponía que, desfigurado y monstruoso, seguía vivo, a escondidas, y que había elegido una muerte fingida para neutralizar la devastación física? Todas las apoteosis —pasadas o presentes, mitológicas o reales— tienen esto en común: el personaje suplanta definitivamente en ellas a la persona, liberada de la decadencia, detenida en una imagen de plenitud intemporal. Hay también versiones anónimas, melancólicas, de la apoteosis. El hijo de Errol Flynn, después de encarnar en una película al hijo del capitán Blood —es decir, al hijo del personaje que hizo famoso a Errol— marcha a hacer de reportero gráfico al Vietnam y desaparece. No se convierte en leyenda: pero en esta desaparición, el destino reproduce, a escala reducidísima, el valor mítico de la apoteosis. El hijo del héroe ya no puede ser el héroe: tiene la apoteosis, no la vida. En los limbos pálidos y algodonosos del mito, la sombra desvalida de Sean Flynn, blandiendo inútilmente la espada del capitán Blood, dialoga quizá con la sombra gloriosa del rey don Sebastián de Portugal, que espolea el corcel por la soledad tórrida de los desiertos. Por el cielo ceniciento y opaco, pasa, fúlgido, el avión de Howard Hughes. (6 de enero)

SOMBRAS Han cerrado el pabellón de caza de Mayerling. Dos amantes muertos: el heredero del imperio austro-húngaro, y María Vetsera, condesa. Silencio tenue en Mayerling, sombras borrosas en la estancia, luz delicada como un lirio de agua. ¿Un crimen político, en Mayerling? ¿Un doble suicidio por amor, en Mayerling? Cacerías lejanas en Mayerling. Silencio en el pabellón de caza. Hay un hombre, unos cuantos años después, que posiblemente sabe la verdad sobre Mayerling. Se llama Héctor Baltazzi: es un gentleman de origen griego, internacional o apátrida, como casi toda la gente rica de la Europa de principios de siglo. Baltazzi era tío de María Vetsera: un hombrecillo pequeño, muy moreno de piel, que iba a montar a caballo con la emperatriz Isabel. «Mi pañuelo de bolsillo» le llamaba ella jocosamente. Baltazzi es el eterno habitante de los wagonslits, el hombre errabundo; lleva una vida provisional y flotante, primero en Viena, luego en París, siempre arruinado, pero siempre con un séquito radiante de gente internacional. Los cosmopolitas de los grandes expresos, luz espesa y fragor de chatarra y émbolos en la noche lujosa. ¿Qué sabe Baltazzi? Lo sabe todo, dice: pero prometió no decir nada. «Suponed lo que mejor os parezca — responde si le preguntan—, siempre será hermoso.» Baltazzi calla. Mayerling, una sombra. Una mujer, con Baltazzi. Baltazzi tiene acceso a los mejores salones; Baltazzi hace las presentaciones, pone en relación a las actrices famosas con los nobles extranjeros. Una bailarina, con Baltazzi, presentada por Baltazzi a la aristocracia de París. El cuerpo, opulento, es de una sensualidad de pulpa a punto de derramarse. Salomé y Friné, la danza y la lujuria. Pero todo con un punto de vulgaridad. Ni púrpura ni plata: purpurina. Carteles anunciando el baile de esta mujer, en París. Su nombre de guerra es sonoro y exótico: Mata Hari. Mata Hari no gusta a la gente fina, aunque pueda conturbar a los machos. La reciben en los salones sólo porque va con Baltazzi. Pero no se privan de censurarla: no es elegante, habla con demasiada energía y dureza, marcando en exceso las palabras, pesadamente segura de sí misma. No, Mata Hari no es una señora: no sabe vestir, no tiene arte para combinar los colores y las formas, camina a zancadas. Eso, de todas formas es lo que dicen cuando ya ha sido fusilada, con un estampido breve —un latigazo límpido de fuego— en una madrugada gris. Una espía no puede ser una señora. Los fusiles huelen a chamusquina en el frío glacial de la mañana. Doméstico, modestamente cargado de desdichas, Baltazzi es una especie de ángel de la

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

45

muerte. Con la existencia frágil de un títere de boudoir, entra en escena acompañando a la sombra de María Vetsera y desaparece por el escotillón cuando fusilan a Mata Hari. Después de la guerra europea, nadie vuelve a oír hablar de Baltazzi. Han cerrado el chalet de Mata Hari; los turistas, no obstante, pueden visitarlo. Museo gélido y blanco de la muerte, como el pabellón vacío de Mayerling. ¿Quién recuerda a Baltazzi? Muy lejos, en la línea del horizonte, hay quizá una levísima polvareda blanca: la sombra de las cabalgadas de la emperatriz Isabel. (9 de enero)

LA ESCRITURA DEL HISTORIADOR Leer a Michelet: experiencia singular. Es, sin duda, escritor, y, sin duda también, historiador, ¿pero de qué modo es ambas cosas? No hay duda: es historiador de la manera que puede serlo un escritor, y por eso le molestan las notas a pie de página, la relación de fuentes, todo el aparato que nos hemos acostumbrado, ahora, a considerar inseparable de la Historia. Pero, al mismo tiempo, Michelet es, ante todo, un hombre de mediados del siglo XIX. Es, en esta época, cuando la Historia concebida como obra de arte, la Historia como género literario, la Historia según la entendían los latinos, empieza a ir de baja. Comparad la Historia de la Revolución Francesa de Michelet, por ejemplo, con un libro que es casi su contemporáneo, la Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, del conde de Toreno, que relata la Guerra del Francés. El libro de Toreno, excelente en sí mismo, es el canto de cisne de un género; las postrimerías —caligráficas, académicas, impecables— de la manera de explicar hechos dramatizándolos, y haciendo labor artística, que admiramos en un Tácito. Los colores vivos y fuertes —sangrientos: de pintura al fresco— restallantes como en un Tácito, se convierten, en el tardío discípulo Toreno, en colores muy leves: toque de miniaturista. La tragedia se ha convertido en decoración refinada. Del ágora de la sentencia moral hemos pasado al pequeño interior de gabinete, laboratorio bien montado del sabio vestido como un maniquí. De la claridad —claridad de plaza pública; claridad también de los gestos y de los actos de los hombres, nítidamente recortados sobre la vastedad intemporal del universo— hemos pasado a la luz sosegada, matizada, de candela o de quinqué. Nada de dramatismo; la voz de Toreno, sin inflexiones, lo ajusta todo como si acomodara las piezas de un microscopio. No: Michelet, nacido cuando estallaba la sed de absoluto de los jacobinos, no podía aceptar esta asepsia neutra, limpísima, esta tersura inviolada de clasicismo académico, crepuscular. Michelet se moriría. Él ha de abrir de par en par los ventanales; ha de hacer Romanticismo. Ha de hacer historia como obra de arte, pero a la manera de los románticos. Probablemente, más que cualquier otro escritor —más que el gesticulante, energuménico y vehemente Lamartine, por ejemplo, con su Historia de los Girondinos, el polo ideológico opuesto—, es Michelet quien encarna lo que el Romanticismo podía hacer con un género —la Historia— que le legaba la tradición clásica y que nuestra era, la contemporánea, dejaría definitivamente en manos de los eruditos, extrañándolo por completo de la literatura. Como Victor Hugo, Michelet paga tributo al exceso: a veces se pierde, por chapucero o por retórico o por maniqueo. Además, la escritura que practica es tan enérgicamente entusiasta, que a poco que el lector no adopte el mismo punto de vista (y no siempre lo puede adoptar: Michelet cree en cosas en las que ahora no creemos, como por ejemplo el centralismo estatal jacobino y la abolición de las pequeñas nacionalidades), hay de tanto en tanto una distancia desasosegante entre el texto y nosotros. Pero su intuición artística, cuando de verdad acierta, lo hace de pleno, y desvanece el recuerdo de los deslices. Un ejemplo de percepción sensitiva: para describir el recinto de los Cordeliers (es decir, el antiguo convento franciscano, convertido en antro donde hacen oír su clamor estentóreo Danton y Marat, ante una multitud exaltada), la ojeada de Michelet es espléndida: «¡Qué niebla espesa sobre este gentío! El aire es denso de voces y de gritos...» El sonido, la consistencia del ruido como atmósfera física, visual, es un rasgo tan preciso que posiblemente Pla

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

46

admiraría y que recuerda a Dante cuando nos habla de un lugar «donde el sol calla» o de otro lugar «mudo de toda luz». Un ejemplo de percepción psicológica, más inquietante: para los nobles, dice Michelet, «en Europa sólo había dos naciones: la de la gente que era como se ha de ser y la de la gente que no lo era. ¿Por qué no podían llamar a Francia a la primera gente, para hacer entrar en razón a la otra?». Los afganos del gobierno prosoviético de ahora son, evidentemente, de la misma opinión que los nobles de Michelet. Los afganos islámicos —como los franceses revolucionarios— no lo ven tan claro. Simetría de la Historia: como Versalles, el Kremlin es un centro de poder cerrado, aislado, fuera del mundo. No piensa en términos de naciones o de ideas, sino —como la corte de Versalles— en términos de intereses. (11 de enero)

IMÁGENES PERDIDAS Es cuestión sólo de hacer unas cuantas pruebas. Trabajo breve: en tres horas estará terminado. Ya está firmado el contrato. Cincuenta mil dólares, que habrá que pagar por anticipado. No dólares de ahora, sino dólares de aquel invierno de hace treinta años; dólares que lo pueden todo, dólares del Plan Marshall, benéfico en las callejuelas vacías y heladas, de piedra inhóspita y ruda, y en el silencio de los campos que arrasa el viento, implacable, de la Italia herida. De noche, en los patios de los caserones, el agua tintineante como una queja límpida. Unos ojos de mujer ven el musgo en los muros, los cipreses de un verde oscuro bajo el cielo límpido. En un ángulo del muro —quizá donde no toca el sol; o bien, como una mutilación, en lo alto de la tapia— la señal de la metralla recuerda aún la guerra. Paraísos perdidos. Sí, ahora está en Italia, visitando los escenarios; pero el señor Walter Wanger ha dado hora para Hollywood, la semana que viene. Mirad: ella no ha hecho nunca una película en color, y habrá que ver cómo sale, qué tipo de ángulos conviene elegir, cómo han de iluminarla. Y, además, los vestidos. Vestidos de época, uno de aquellos papeles de dama romántica que siempre le caían tan bien. Y el juego del color de la ropa con el escenario. Es una historia de amor, una novela de Balzac: La duchesse de Langeais. Ved qué cosa más europea; la irán a rodar a Italia, y, además, la dirigirá Max Ophüls, que es de Viena. Ophüls, el inventor de las mujeres-diosas, sirenas de los salones con luz chorreante de las grandes arañas de cristal. Pasado el tiempo, Ophüls inventará Madame de..., sólo el resplandor furtivo de una arracada perdida en un joyel, o una perla que luce en la oscuridad: los ojos de Danielle Darrieux. Pasado el tiempo, Ophüls verá, desde la claridad ebria y espesa de una pista de circo, la kermesse deslumbrante que engulle a Lola Montes, con el cuerpo de Martine Carol, presa de príncipes, chalanes y archiduques. Ahora, no obstante, Max Ophüls tiene que inventar a la duquesa de Langeais. Estas escenas son sólo una prueba. No las ha de ver el público. Como un tanteo. Sí, en este escenario; sí, este vestido, y también éste. La sesión duró sólo tres horas. Tres horas escamoteadas al tiempo, tres horas escamoteadas al espacio, en el invierno neblinoso y árido que hace de puente entre el año 1949 y el año 1950. Tres horas en el frío de un estudio de Hollywood, rodando imágenes perdidas. La prueba no sirvió para nada; los parajes italianos no verían jamás el rodaje de la película sobre la duquesa de Langeais. Ya hacía más de ocho años que Greta Garbo no trabajaba cuando, en el color oscuro del invierno, bajo el abrigo discretísimo del secreto de estudio —secreto de templo: los misterios de Eleusis— la diosa oculta rodó unas pruebas para una película frustrada. Únicas imágenes en color de Greta Garbo, y también las únicas que interpretó tras su huida de los platós. El tiempo, a veces, mezcla los recuerdos, los confunde, esconde las cosas. Alguien habla de unas pruebas en color hechas en Italia; otros recuerdan a la diosa solitaria viajando de incógnito por parajes italianos, soñando con lo que había de ser la historia de la duquesa del libro de Balzac. Un solo hombre —el director de fotografía— recuerda un día, unas horas, una sesión de rodaje en

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

47

Hollywood. El señor Walter Wanger, el productor, ha declarado ahora que no sabe adónde fue a parar el material filmado en aquellas tres horas. Algún día, quizá, alguien encuentre en un almacén unas viejas imágenes perdidas, esbozo imposible de un film sólo soñado. Los colores serán ya más pálidos, muy tenues bajo la claridad filtrada del tiempo. (12 de enero)

OT DE MONTCADA No, este nombre no despertará polémica en ningún diccionario de la literatura. No es siempre la parte inviolable, sustraída al azar. Puro, preciso, un nombre: Ot de Montcada. Un nombre grave y, austeramente, antiguo. Nombre sonoro; lejano, con la severidad arcaica de la piedra. Y, precisamente, el único rastro de este nombre se halla asociado a las piedras de una torre arisca e imponente: el campanario de Vic. Hacia el año 1175, Guillem de Berguedà, trovador catalán, compone una poesía denigratoria contra un enemigo suyo. El enemigo —uno de tantos, pues Guillem de Berguedà coleccionaba enemigos y disputas— era el obispo de Urgell. Al trovador le conviene que sus versos sean fácilmente recordados por el auditorio. Son versos para cantar; hay que tenerlo bien presente. Y no hay recurso mejor para asegurar la perennidad de unas palabras que hacerlas servir como letra nueva de una melodía ya conocida. Así, Guillem de Berguedà elige su «chanson» con un son «vieil antic». ¿Tan viejo, tan antiguo? Sí: era un son, una melodía, que había compuesto Ot de Montcada antes de que se colocara la primera piedra del campanario de Vic. O, como dicen las palabras, remotísimas, en un provenzal catalanizante, de Guillem de Berguedà: Chanson al comensada qui sera loing cantada en est son vieil antic que fetz N'Ot de Montcada ans que peira pausada fos el clochier de Vic. ¿Quién era Ot de Montcada? Pero, antes que nada, ¿era realmente tan antiguo? La fecha de consagración de la catedral de Vic es el 1038. Ot de Montcada, a principios del siglo XII, era un trovador viejo y antiguo. Si alguno oía la diatriba antiepiscopal de Guillem de Berguedà, probablemente recordaría la majestad solitaria del campanario que se yergue, desnudo y hosco, bajo las claridades de un cielo de estío cálido como una fragua, o bien opone su piedra, estricta como un diamante sin tallar, a los vientos esquinados y glaciales de marzo que barren la llanura. Este campanario, para el oyente medieval que ha oído los versos sañudos de Guillem de Berguedà, forma parte, desde la infancia, de un paisaje familiar, común a todos; cuesta trabajo imaginar que alguien haya vivido antes de la construcción de la catedral vigatana, sobre todo porque el tiempo, en aquella sombría hora central de la Edad Media, no lo miden como nosotros. La memoria es escasa, y lo remite todo al momento que vivimos: el ejército griego de Alejandro Magno, los soldados romanos del Gólgota, van vestidos —en las pinturas, en los manuscritos miniados, en los poemas que los evocan— con vestimenta medieval. La Antigüedad remeda el presente. Toda la Edad Media es, en cierto sentido, una gran pérdida parcial de memoria, un período en el que se borran distancias y lejanías. No sabemos nada de anteayer, y bien poca cosa de ayer; el mundo se ha reducido en el espacio y en el tiempo; si rebasamos los límites conocidos, nos esperan comarcas terribles, donde se cobija quizá la carnada de lobos, las huestes de los saqueadores, la tiniebla devoradora. Ot de Montcada: sí, el nombre suena como la voz de la campana, grandiosa y alta, sobre los

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

48

tejados de Vic. Sólo un nombre, Ot de Montcada. De él no conocemos ningún verso, ni siquiera ninguna melodía, ningún son «vieil antic». Un nombre sólo y, aun, conservado de manera fortuita. Diligente, nuestra era pecará quizá, oponiéndose a la medieval, por exceso de memoria. Retiene incluso hasta un nombre simple, la mención de un nombre. Pero no lo retiene sin motivo. Con sonido de bronces, viejo y antiguo, el patriarca Ot de Montcada vive en los tiempos del alba de nuestra literatura. Al amanecer hace frío; mudos, los campos esperan el presentimiento de la luz. Se oye, de súbito, el badajo de la campana de la torre. Va clareando en los pradales. En un momento como éste, cuando la luz empieza a limpiar un pequeño universo, medroso y cerrado, el viejo Ot de Montcada compuso su son. (13 de enero)

DOS VIAJEROS EN ALEJANDRÍA Gabriele D'Annunzio llegó al puerto egipcio de Alejandría el martes, 27 de diciembre de 1898. La cabeza le daba vueltas. Llevaba tres días sin comer, mareado. Se vistió en el camarote, aún con náuseas, a tientas, el paso inseguro. Salió a cubierta. De súbito le hirió violentamente en los ojos aquella visión del sol, el mar, las tierras amarillas, el gran puerto. El olor a sal marina le embriagaba. Un árabe, con turbante, le alargó una nota desde un barco vecino. D'Annunzio, antes de recibirla, ya había conocido la escritura de Eleonora Duse. El poeta y la actriz trágica: musa y amante, en un triunfo remoto de sedas en los escenarios exóticos. Un comisario de la Compañía General de Navegación explicaba a D'Annunzio el éxito de la Duse, la noche antes, en el teatro de Alejandría. Mirad: si es la Duse, aquella figura frágil y noble que se acerca. Con un ramo de violetas, la Duse acariciará los labios y los párpados de D'Annunzio. En la habitación, un baño tibio, una copa de champán, un criado vestido de lino blanco. Por la calle, la súbita aparición de un negro, vestido con una túnica blanca. Escribe D'Annunzio en su cuaderno de notas: «Blanquecina la cara, como cubierto de una lepra blanca, de una erupción láctea en la piel. Parece un fantasma: tiene el paso fugitivo y fluctuante como si caminara sobre el agua.» Mientras D'Annunzio trabaja, el criado árabe entra a cada momento y le deja sobre la mesa una nueva taza de café aromático: «a primera vista — escribe D'Annunzio— la ciudad tiene un aspecto de putrefacción: parece una ciudad marchita. La calle está empapada de agua fangosa». No obstante, por la noche, en un vasto silencio, cuando la luna brilla sobre el campanario de la iglesia ortodoxa griega, la piel de la Duse se ha vuelto más delicada y fresca por el uso de los baños árabes. Después, medio dormido, D'Annunzio vuelve a sentir el balanceo del barco en alta mar. En Alejandría, el cónsul italiano era un judío parlanchín, no muy limpio, con los dedos parduzcos del tabaco. Aún demasiado cerca de la civilización, en definitiva. D'Annunzio había querido subir solo al Faro y ver un águila en el alto azul. Por la noche come una mandarina, aromática, en la habitación. Fuera, algazara de pájaros. La Duse le trae un ramo de rosas rojas, recogidas en un jardín que él no ha visto. Ella había salido a pasear. Cerca del jardín, en una callejuela estrecha, tres figuras —una joven beduina, un viejo y un niño— conducían un camello cargado, cuando ella llevaba el ramo de rosas. Perfección de los instantes: lo que sabemos —todo lo que he dicho, y todo lo que he tenido que omitir— lo sabemos por el mismo D'Annunzio. ¿Lo ha embellecido? Cuando hablaba a la Duse de la nueva tragedia que iba a escribir para ella, la actriz tenía lágrimas en los ojos. «Tú y yo —le decía— el resto no es más que una figuración fugitiva pintada en un velo.» D'Annunzio, ebrio de champán, ebrio de palabras y de visiones, se mira las manos: no, no son de mármol perfecto. Carne sufriente, no estatua. Por este resquicio sabemos que D'Annunzio no se inventó la belleza fugaz e intocable de aquel viaje egipcio. (16 de enero)

Pere Gimferrer

49

Dietario (1979 – 1980)

EL CORAZÓN DEL INVIERNO Ahora vivimos, estos días, en el centro mismo del gran silencio, del largo y vasto frío. Por el balcón veo la calle: todo está desnudo, quieto y callado; ni siquiera parece que ventee, aunque, acercando las manos a la rendija de la balconada, siento —muy leve, como en sordina— el soplo glacial y tenue que llenaría la estancia si abriera, brusco, de par en par, como la entrada arrasadora de un dios invisible. Hay, fuera, esqueletos de árboles, pelados y toscos como horcas de campesino, y gente que camina con paso rápido por el paseo medio despoblado. Desde dentro, sé que las uñas del frío lo desgarran todo. La luz es clara, pero con una claridad mortecina; una luz ártica, irreal. A media tarde, esta luz se ha disuelto con tanta fugacidad que el recuadro de la calle enmarcado por los cristales del balcón parece un negativo fotográfico. Ahora, los faroles ochocentistas, encendidos como en un viejo grabado de folletín, recortan un halo de palidez resplandeciente en la penumbra de escarcha. En un invierno como éste —no: mucho más duro—, en los últimos meses del año 1923, Franz Kafka y Dora Dymant estaban instalados en Berlín. El invierno de la gran inflación, cuando podías quemar, haciendo fogatas en la calle, montañas de billetes de mil marcos, más fáciles de conseguir que el carbón o cualquier otro combustible, y mucho menos valiosos. Un invierno crudo; un papel moneda que se convierte en papelotes inservibles; unas casas sin calefacción; grupos de gente sin trabajo, hostiles y atónitos, en las calles heladas. De vez en cuando —quizá en algún recodo sórdido, con humedades de caverna; o, más bien, en el fondo del vientre lleno de humo de una taberna; o en el frío ofuscado de alguna tienda vacía, con la luz palidísima de una bombilla solitaria— algunos de estos hombres escuchan a alguien que les habla. ¿Un revolucionario, un demagogo? De aquellos días de hambre y frío, implacables y bárbaros, días de humillación, de miedo, de desconcierto y de tristeza, salió, rencoroso y estupefacto, el primer estampido violento del nazismo. ¿No estamos reviviendo, ahora, todo aquello? Pero Franz Kafka no nota nada: sólo un gran frío, un frío unánime, irrefutable. Los martillazos del frío en un cuerpo debilitado por la enfermedad. Franz Kafka tendrá que huir de Berlín, de aquel terrible invierno berlinés sin carbón que lo ahuyenta con lanzas gélidas. Franz Kafka morirá pronto, al cabo de unos meses, y desfallece justamente a las puertas del verano que llega. La víctima más callada y oscura, quizá, de aquel invierno negro. Ahora, en la oscuridad compacta que amordaza los cristales del balcón, vuelvo a ver los ojos —profundos, lúcidos, grisáceos— de Franz Kafka, en el fondo del frío. (17 de enero)

EL SEÑOR PROUST Los otros veían sólo el exterior. Incluso los más grandes: Igor Stravinski, en su vejez ya, recordaba un día, un jardín, un hombre con aire esnob, muy puesto, muy cuidado, impecable, ligeramente finchado, con unos guantes de cabritilla. Olivier, el maître del Ritz, recuerda los años en que servía de confidente de un señor sedentario, enfermizo, que le preguntaba siempre cuáles eran los últimos chismes, las habladurías de París, la madeja espesa y cambiante de los destinos que se hacen y deshacen en el silencio aterciopelado y lujosamente sombrío de los corredores de los grandes hoteles y en el tintineo del champán que relampaguea en los atardeceres. Céleste Albaret, la fiel sirvienta, recuerda que el señor Proust, sin salir de la habitación, le sabía decir muy bien la comida que en cada momento deseaba, el pescado preciso —éste, no otro, aunque se le parezca— y la tienda precisa, en aquel lugar de aquel barrio: toda una sabiduría doméstica, cotidiana, sabiduría de infancia, con lejanas ramificaciones marinas de puertos adolescentes y de lonjas de pescado. Todo esto, en cierto modo, no es tan trivial como parece. Los que lo explican no han

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

50

comprendido a Proust, pero estos hechos forman parte del fundamento del genio literario de Proust. Si no fuera un esnob, Proust no podría diseccionar el gran mundo; si no supliera con curiosidad y confidencias lo que la enfermedad le veda, Proust estaría vendido; si no hubiera retenido en la memoria todos los detalles de las tiendas y las comidas de su infancia, tampoco tendría, agudísima, la capacidad de actualizar las sensaciones. Sin sus aspectos pueriles o irritantes como hombre, Proust no sería el gran escritor que es. ¿Qué podría pensar de Proust, no obstante, alguien que sólo lo ha visto una vez, y que, incluso, lo ha visto en su aspecto más superficial, con aquel disfraz de títere mundano que los amigos le conocían? En la Opéra-Comique, por ejemplo, la noche del estreno de La Carmélite, de su amigo Reynaldo Hahn, compositor. Proust, por lealtad, había hecho la considerable excepción de desplazarse al teatro. En los entreactos, Hahn hacía servir a Proust de mensajero; iba y venía, llevando notitas —intercambios rapidísimos de impresiones— que ponían en contacto al compositor inquieto y nervioso con el grupo de sus amigos, los príncipes Ghika, barómetro del clima de la sala. Cuando Proust recibe el Goncourt, la princesa Ghika recuerda aquella tarde: «Proust llevaba los mensajes con una sonrisa, transmitiendo las palabras con alegría. Todo fue como cabía desear: Él me miraba con su mirada azul, amplia y honda, muy dulce y reflexiva. Yo conocía la leyenda poética y melancólica que le rodeaba y lo acogí con la simpatía más afectuosa...» Pese a todo, a la muerte de Proust, el juicio de la princesa es más matizado: «Era hábil, le gustaban los nobles, las gentes de título y buena posición. Era burlón y desdeñoso, vanidoso y con el orgullo de la importancia que realmente tenía. Por otra parte, no excesivamente simpático.» No obstante, añade: «Su obra es bella; aquí no hay mistificación.» En definitiva, de todos los juicios meramente externos sobre Proust, el de la princesa es, quizá, el más completo: no ve ni presuntas cualidades ni defectos, sino la exacta síntesis de sensibilidad, inteligencia, habilidades sociales y justeza analítica que constituyen el núcleo del arte de Proust. Un Proust sólo dulce, mundano e ideal, como en la noche de la Opéra-Comique, sería un escritor menor, el tipo de esnob con aires de petimetre que recuerdan Stravinski, y el maître del Ritz, o la criada Céleste. El punto de malignidad y de virulencia latente que añade el retrato póstumo de la princesa, da al personaje el sentido lúcido de las realidades concretas. No lo degrada, no lo rebaja: lo hace humano, y, por eso mismo, lo aísla bruscamente del mundo decorativo que lo enmarca. (18 de enero)

SIMULACROS El poeta latino Lucrecio dedica prácticamente todo un libro de su poema a hablar de los simulacros. Un simulacro es como una apariencia; para Lucrecio, epicúreo, «todas las cosas tienen lo que nosotros llamamos simulacros: una especie de membranas ligeras, desligadas de la superficie de los cuerpos y que giran de aquí a allá por el aire». Con estas palabras, que traduzco como buenamente puedo, se inicia, en el libro IV de De Rerum Natura, la exposición de lo que son los simulacros. Exposición, en cierto modo, jamás superada. Esta física fantasiosa y primariamente mágica de las membranas ligeras nos puede hacer sonreír, aunque, más o menos, hasta el siglo XVIII, la ciencia haya creído cosas no mucho más fundamentadas; pero, en todo caso, el discurso sobre el efecto de los simulacros en el comportamiento humano, tal como lo hallamos en Lucrecio nos da una información exactísima del influjo de los espejismos de la imaginación en las pasiones. Procediendo de manera intuitiva, a tientas, Lucrecio ha visto, tan claro como moralistas y psicoanalistas, el mecanismo de los resortes de nuestra conducta. Todo —en Lucrecio o en el psicoanálisis— puede resumirse en términos de deseo, en el sentido más amplio de la palabra: si deseamos los simulacros, es porque nos son exteriores, y el impulso hacia los simulacros es de la misma naturaleza que el impulso que, en la pubertad, nos lleva hacia la fusión con todo aquello que nos parece distinto de nosotros, y que por eso nos llama y nos atrae.

Pere Gimferrer

51

Dietario (1979 – 1980)

Hay una verdad poética más profunda que la verdad científica, material, a la que aspiraba Lucrecio. Lo que dice Lucrecio sobre los simulacros, nos conmueve, aun cuando sabemos que se basa en hipótesis científicamente falsas, por la justeza admirable de observación y la delicadeza de la palabra. ¿Qué simulacro más claro que los sueños eróticos de la adolescencia? «Los adolescentes, en quienes se insinúa el fluido fecundo de la juventud, cuando la semilla creadora ha madurado en su cuerpo, ven avanzar hacia ellos los simulacros que les anuncian una cara bella y unos colores seductores», leemos. Sí —y Lucrecio lo dice de una manera tan cruda como tierna, cosa difícil—, estos simulacros nos empujan a poseerlos, porque «la pasión se dirige hacia el objeto que ha hecho la herida de amor. Porque es de ley que el herido caiga del lado de la herida; la sangre brota en la dirección de quien ha herido...». De manera que «eso es Venus para nosotros, eso es la realidad que llamamos Amor; éste es el manantial del dulce rocío que, gota a gota, se insinúa en nuestros corazones y que más tarde nos hiela de tristeza. Porque, si el ser amado está ausente, su imagen la tenemos siempre cerca de nosotros...». Lucrecio, sin embargo, se apresura a añadir que hay que evitar este tipo de simulacros, que hemos de apaciguar nuestra sed amorosa en los primeros cuerpos que encontremos, en vez de concentrarla en uno solo que, quizá, nos haga sufrir. Ésta es la parte de tributo que ha de pagar al filósofo epicúreo que en él hay; pero lo que la precede —la descripción, en sueños o en vigilia, de los espejismos del amor y del deseo, y de la languidez, la furia o la añoranza que inspiran— probablemente no formaba parte del trato. Es, más bien, el tributo que el poeta Lucrecio paga a las pasiones del hombre Lucrecio. El filósofo le dice, y nos dice, que no debemos dejarnos arrebatar por los simulacros; el poeta, el hombre, sabe y siente oscuramente, como todos nosotros, que, a veces, hay simulacros de estos más poderosos que cualquier filosofía, y que, en definitiva, quizá todo lo que vivimos puede explicarse como un vastísimo simulacro: hiriente, dulce a ratos. (19 de enero)

LOS HECHOS Y LA MORAL Unas personas son fascinadas por los hechos; otras, por el mundo de las ideas, del pensamiento, es decir, no por los hechos mismos, sino por su sentido moral. Hay escritores, admirables, que se limitan a explicar hechos. Los miles y miles de páginas de las memorias de Saint-Simon, por ejemplo, se puede decir que contienen sólo la exposición de acontecimientos externos; hay pensamiento, claro está, pero sólo aquella parte de pensamiento que conviene para subrayar la materialidad, la fuerza gráfica, el peso visual de los hechos. Saint-Simon, simplemente, describe, con la mayor intensidad y precisión posibles, lo que ha visto o explicado. Todo es cosa vista o cosa sentida; como los espías y confidentes hacían de ojos y oídos de los antiguos soberanos, Saint-Simon se convierte en ojos y oídos del lector. Vemos, sentimos, el frío de piedra y la claridad de las antorchas en los corredores de Versalles, la carne de caza servida en los resopones, casi a medianoche, con música de arpa y laúd y la claridad de las velas en los grandes candelabros; en un patio de armas, desnudo y liso bajo el cielo, el relincho de un caballo, el refulgir instantáneo de las espuelas; lejos, la línea del horizonte, la humareda de las tropas que se retiran hacia sus cuarteles de invierno. Hay, también, personajes: grotescos, o vanidosos, o groseramente lascivos, o amargados y torvos: mariscales, duques, cirujanos, obispos, actores. Leer a Saint-Simon es vivir todo eso. Otros escritores, severos, se interesan sólo por el diseño nítido de la vida moral, y eso es algo que puede ocurrir incluso cuando son narradores de hechos, y cuando la materia de estos hechos no nos resulta indiferente. La sensualidad de Stendhal, su sentido de la belleza, la capacidad genuina que tenía para sugerir, afinadísimamente, los sentimientos más frágiles, y —al lado de todo esto— los datos, exactos e implacables, de observación de la vida diaria, no nos han de esconder el aspecto opaco, adrede, que presenta la superficie de sus novelas. Todo lo que hay en Rojo y negro, y con más motivo aún en La cartuja de Parma, constituiría un espectáculo abigarrado, movedizo, fascinante, si Stendhal lo mirara con la pupila de un Saint-Simon; y, lector de Saint-Simon como

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

52

era, tenía, sin duda, el instinto para hacerlo, las cualidades requeridas. No obstante, era para él más fuerte la necesidad de valorar moralmente todo aquello que explicaba. No era de la raza de los cronistas y memorialistas, sino de la raza de los hombres de pensamiento. Abrid, al azar, cualquier volumen de Saint-Simon, por cualquier página; seguro que no necesitaréis nada más; el fragmento que leáis se sostiene solo, no remite esencialmente a nada fuera de él mismo; tiene, aislado, suficiente capacidad de seducción, porque cada línea de Saint-Simon es, sobre todo, un vehículo transmisor —con una energía impresionante— de la extraordinaria capacidad receptiva y retentiva de un hombre ante los acontecimientos externos. Haced, en cambio, la misma prueba con una novela de Stendhal: admiraréis, desde luego, la precisión del estilo, pero no podréis dejar de percibir que aquel fragmento es neutro, o casi neutro, en sí mismo, porque la atención del autor no se concentra en valores plásticos inmediatos de la escena descrita, sino en el examen moral del conjunto, del bloque más amplio de experiencia de que forman parte. La Sanseverina, o Julien Sorel, o Fabrizio del Dongo, o el conde Mosca, personajes de Stendhal, resultan inolvidables por un poso, por una acumulación de detalles —los famosos détails exacts—, por una familiaridad sedimentada a lo largo del libro,es decir, por una progresión casi insensible, exactamente como nos ocurre con la mayor parte de las personas que vamos tratando en la vida; en cambio, cualquier personaje de Saint-Simon —tanto si es el omnipresente y formidable Luis XIV como si es el último títere visto de reojo en una recámara cortesana—nos salta de inmediato a la vista como si esbozase la página, igual que un autómata movido por un resorte cuando abrimos una caja de sorpresa. El propósito de Saint-Simon está aquí: el presente, este presente insustituible y vívido en la memoria. No precisa nada más, y ésta es su fuerza. Stendhal, en cambio, por medio de pequeños toques sutiles, quiere sobre todo, mostrar el engranaje, el vínculo que pone en relación unos hechos con otros, y hacer un balance ético conjunto. Saint-Simon es el extrovertido, si queréis simplificar, y Stendhal, el introvertido. La síntesis llegará más tarde: en un Proust la intensidad de la percepción de cada cosa aislada es tan fuerte como en Saint-Simon y, por otra parte, la tensión moral tan vigilante y aguda como en Stendhal. (20 de enero)

SÍMBOLOS Muchos de nosotros lo vimos en algún noticiario cinematográfico o por televisión; otros, más jóvenes, lo vieron en imágenes de archivo: un hombre que cae, una mujer que, manchándose, empapándose la falda de sangre, lo recoge; alrededor, gritos, confusión, desorden. Aquel día, Jorge Luis Borges salió a pasear, en Buenos Aires. Oía que la gente, por la calle, decía que Kennedy había muerto, y, al principio, pensó que hablaban de algún irlandés del barrio, emigrado a La Plata: un tendero, un zapatero remendón, por ejemplo. Más tarde acabó de comprender que hablaban del presidente de los Estados Unidos. Yo tengo el recuerdo muy claro de un domingo por la tarde, en Barcelona. Eran los últimos días de noviembre y, hacia las ocho, hacía rato ya que había oscurecido. Por una calle desierta, pequeña, que tomé para atajar, pasaron fugazmente a mi lado dos viejecitas, encogidas. Oí que una le decía a la otra: «Parece como si no pudiera ser...», y comprendí, con toda certeza, que hablaban de la muerte de Kennedy, mientras se deslizaban en aquella noche vacía e inhóspita, por aquella callejuela venteada. Una imagen así resume una época y crea sus propios símbolos. Tragedia y juventud: no precisaron más los griegos para construir una Antígona, una Electra. El papel, en este caso, correspondía a Jacqueline Kennedy, y uno de los principales poetas de nuestro tiempo, que acababa de recibir el Premio Nobel, Saint-John Perse, la vio así: «Con un paso de Victoria alada que ha perdido las alas, ha entrado ella en este horror sagrado. Cerca de la imagen ensangrentada del presidente mártir, ella se perfila para siempre sobre el astro negro del duelo: alta figura velada en la historia de un pueblo, esposa trágica y madre trágica, llevando de la mano a sus dos hijos dedicados

Pere Gimferrer

53

Dietario (1979 – 1980)

a la nación...» No, no sonriáis: la escritura solemne de Saint-John Perse no falla; es, en su registro, tan segura y elevada como siempre, y con un material como este se construyeron las nobles tragedias de Racine. Pero un mito trágico es inmutable, y una persona real tiene mucho campo por correr. Ahora pensamos más en la esposa de Aristóteles Onassis que en la viuda ensangrentada de Kennedy, y no somos capaces de adoptar la óptica de Saint-John Perse. Y no obstante, Jacqueline Kennedy demostró un instinto muy seguro a la hora de anular su mito trágico. Sólo lo podía destruir si se ligaba a un símbolo opuesto, pero igualmente poderoso, y Onassis era, en este sentido, una elección infalible. Nutrido con la sustancia misma de nuestro tiempo, el magnate griego —plebeyo, mediterráneo, ortodoxo—, aniquilaba el recuerdo del acomodado, católico y céltico Kennedy. No borraba del todo, sin embargo, el drama, sino que lo ponía en segundo término: la prehistoria de la señora Onassis. Lo difuminado del fondo, como en una pintura impresionista. Ahora, la señora Onassis es —una vez más— viuda, como todo el mundo sabe, y asesora a una editorial de Nueva York. El instinto mítico, no obstante, continúa, y quizá cierta necesidad secreta de hermanarse con los símbolos del tiempo. Cuando leemos que Jackie Onassis, durante el viaje de Juan Pablo II a Norteamérica, fue invitada a visitarlo en el Vaticano, y que parece que tiene intención de ir, no podemos sino admirar la curiosísima simetría de una existencia que, tras unos años erráticos, parece dispuesta a cerrar el círculo, volviendo al punto de partida —el catolicismo— y precisamente por medio de otro símbolo, ya que Wojtyla es, creo yo —para católicos y nocatólicos, para partidarios y para adversarios—, el único símbolo claro, el único personaje público con capacidad mítica que tiene el hemisferio occidental en estas fechas. Así, en una comarca propia, se establece una especie de diálogo entre los símbolos de nuestro tiempo. Como si siguieran una ley particular, de gravitación sideral. Antígona o Electra con Kennedy; Fedra con Onassis, ¿llega ahora el momento de Atalía, el gran papel trágico religioso que cerró la carrera de Racine? Jacqueline Bouvier, como Madame de Maintenon —la que encargó a Racine que se dedicara al género bíblico—, tiene por tocar aún la devoción, en una vida que parece destinada a yuxtaponer papeles simbólicos. Su corte no es Versalles: es el mundo entero. ¿Teatro inmenso, o magazine? (22 de enero)

LA MUCHACHA DE MACAO En los años treinta de nuestro siglo había una calle famosa por todos los mares asiáticos: la rua Felicidade, la calle de la Felicidad, en Macao. Los aventureros, los marineros, el hampa de los puertos, los que mercadeaban, aún, con esclavos o los que regían la prostitución, y los que, olvidadizos de sí mismos, buscaban, bajo el sol violento, otra vida, todos lo conocían, el nombre mítico de la calle de los casinos, donde una sola noche, o unos instantes de una noche, podían hundir para siempre a un hombre, o, como si se disparara una bombarda, alzarlo a las cimas de la fortuna. Felicidade, lánguidas sílabas portuguesas, perdidas, como una perla empañada y enferma pero, de súbito, bruscamente recuperada, cegadora en la noche lujuriante y turbia de los casinos. En Macao, nadie hacía trampa; los clientes del casino eran, a menudo, el desecho, los desperdicios del mundo, pero sabían que un truco les podía costar la vida, en aquella especie de islote occidental, teatro encendido del sexo y de las salas de juego, haciendo guiños de luz en las tinieblas espesas de Oriente. Un pequeño paquebote, el Fusham, se encargaba, en 1932, de cubrir el trayecto entre HongKong y Macao. En la cubierta del Fusham, el segundo día de navegación, un joven aventurero, Errol Flynn —aún le faltaban unos cuantos años para empezar su carrera de actor en Hollywood—, vio a una muchachita china, con un vestido rojo guarnecido de negro. Le miraba ¿sonreía quizá? Se llamaba Ting Ling, y era hija de un coronel O'Connor muerto un año antes. También ella iba a Macao, a jugar, a probar suerte. Necesitaba dinero para su madre viuda, enferma. La chinita y Errol

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

54

Flynn se citaron en el casino que había en la parte alta del hotel más lujoso de Macao, el Mandarin House. Unos cuantos días jugando en Macao; no es mala la suerte. Una mañana, en la playa, el cuerpo de Ting Ling, visible bajo el albornoz; una noche, en su habitación, Ting Ling con ropa interior bordada de dragones. Errol Flynn y Ting Ling dejan el casino de Mandarin House y se lanzan al centro magnético de Macao: el remolino de la rua Felicidade. Casinos inmensos, en una calle fétida de humanidad y de hedor a tierra agria, donde caballeros británicos y portugueses, vestidos con impecable smoking blanco, jugaban en la misma mesa con míseros coolies, generales chinos, sacerdotes renegados, damas desconocidas y prostitutas que, bajo los ventiladores zumbantes y gigantescos, propagan un intenso hedor a sudor y perfumes. Olor de incienso, también; y —al salir del casino— una especie de humareda azul en la estancia de los fumadores de opio. Embriaguez del opio, embriaguez del cuerpo de Ting Ling. La mañana disuelve los espectros y las figuraciones de la mente; de súbito, todo se desvanece. ¿Dónde está Ting Ling? Desconcertado, Errol Flynn la busca; ha marchado en el primer barco hacia Hong-Kong. Ting Ling no se llama Ting Ling; hace este viaje regularmente, cambiando de nombre cada vez; antes, se hacía llamar Yok An Lee. Los jugadores, los opiómanos, la gente de rua Felicidade, conocen muy bien a Ting Ling y a las chicas como Ting Ling. Los casinos las hacen servir de cebo para animar a los clientes. Errol Flynn no volverá a encontrar la ilusión; el fantasma de Ting Ling, evaporada como los montones de diners —dólares de Shangai— que cubrían las mesas de la rua Felicidade. Con el alba, Errol Flynn se encuentra sólo con un recuerdo que se va desflecando, hiriente y penetrante como el filo de un cuchillo de plata finísima. Macao: ¿un mito, una nostalgia? El Macao real que vivió el joven Flynn es tan remoto como el Macao de aquella película tardía de Josef von Sternberg donde Jane Russell imponía su fetiche erótico, aterciopelado y suntuoso, ante la máscara impasible del aventurero huraño y secretamente tierno, Robert Mitchum. De noche, entre las redes de pesca, unos hombres, torvos, se persiguen. Alguno morirá, en las tinieblas, en Macao: sin ruido, algo que cae sordamente, como el recuerdo de Ting Ling. (24 de enero)

DIBUJOS VENECIANOS Nada de la precisión exacta y nítida de Vittore Carpaccio; nada tampoco, de los turbadores juegos de sombras de Magnasco o de la teatralidad de Tiepolo. Estos dibujos venecianos del siglo XVIII que tengo ahora ante mí —hechos a pluma, sobre papel blanco: arte, diríamos, frágil, quebradizo, perecedero, sin la majestad monumental de la pintura al óleo— muestran una comarca incierta, insegura. El ojo ve, más que formas estables, una indefinición movediza de esbozos de formas, borradores ópticos, ilusiones de la mirada. No es el poema de piedra inmemorial de la gran arquitectura veneciana, ni tampoco el esplendor escenográfico de aquella vasta ciudad hecha luminaria de cúpulas y de foscas maderas que se deslizan, bajo los fanales mortecinos, por la claridad subterránea de los canales. No: aquí la tinta y el papel nos hablan de una Venecia más tenue, secreta, pura y callada como el agua que duerme bajo la calígine estival o como el frescor del chaparrón lavando el cielo en una mañana de primavera. Mirad: en uno de estos dibujos, el gran Francesco Guardi fijó —pasándolo luego a la acuarela— la Venecia más recognoscible, la que todos amamos: la piazzetta y la plaza de san Marcos. Todo queda dicho a medias, y la sugerencia del trazo suple a menudo la forma. Bajo los porches y las arcadas, o bien al aire libre, en el amplio espacio vacante de la plaza, por el vacío aparente pasan unas siluetas sólo insinuadas, fantasmas débiles de la tinta: gente que va al trabajo o que ha salido a pasear, quizá algún niño que juega, desplazando, en su movimiento, el mismo impulso nervioso, vivacísimo, que sacude la plasmación del perfil de las torres y de las columnas. La pureza del cielo en blanco, claridad virgen, domina ampliamente este remolino de manchas,

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

55

febril y al mismo tiempo quieto en el instante retenido por la mano del artista. Más insólita, menos identificable, la Venecia de estos dos dibujos de Canaletto que ahora miro. El primero, un capricho, es decididamente irrealista. A la derecha hay un hombre calafateando la osamenta de una embarcación; a la izquierda, la arqueología a punto de desvanecerse de unas arcadas en ruinas, prerrománticas, celando lo que parece una fuente y que es quizá un sarcófago, en la ternura amortiguada y dulcísima de un territorio soñado. Así, en el otro dibujo de Canaletto, el primer término está ocupado por el volumen noble y solemne de una iglesia —no sabemos cuál—, mientras, arriba, a la izquierda, ondula, suave, la superficie marina, con la proa estatuaria de un barco y los velámenes que hablan de lejanías azuladas o verdosas, aguas allá. Es en esta Venecia remota, Venecia de viejos dibujos a la pluma, donde, en 1744, a los treinta y dos años, Jean-Jacques Rousseau (los venecianos le llamaban «Zanetto») trabajaba empleado por el embajador de Francia. Una ciudad, una república fuera del mundo: tiempos de máscaras, de góndolas, de palacios encendidos en las noches de Carnaval. En una góndola, de noche, llegó la mujer más bella que Rousseau conociera jamás: la cortesana Zulietta —ojos negros, reidores—, que después de cenar iba a comprar cristalería a Murano; Zulietta, que tenía en su alcoba dos pistolas para parar los pies a los clientes demasiado brutales. Rousseau, invitado a la alcoba de Zulietta, no pasó nunca de los preliminares; la perfección física de la muchacha, demasiado evidente, le daba vértigos, y se detenía buscándole taras ocultas, incomodidades misteriosas. Ella se levantó, y abanicándose mientras iba y venía por el cuarto, le dijo: «Zanetto, deja a las mujeres y estudia matemáticas.» En aquella mujer esfinge, imagen intocable de la belleza superior, hay quizá el mismo encanto oculto, fugitivo, de los dibujos donde la ciudad se hace sueño, y fábula. De tan pura, la belleza se hace obsesiva, irreal. (25 de enero)

IMÁGENES NÓRDICAS Fuera, la lluvia es constante, espesa, oscura, violenta: una cortina de agua. Ha estado lloviendo todo el día, poco antes de San Juan. En la casa no quedan hombres. Unos han ido a pescar, allá, al Norte, en aguas tenebrosas y frías. Otros, en el silencio claro de los campos, siguen su trabajo, con fragor de herramientas. Llueve, calladamente, en toda Islandia. Han cerrado la puerta de la casa, y el hombre que llega y baja del caballo, a la hora justa del mediodía, hace retumbar las estancias sombrías. Después de llamar, el visitante se oculta; no quiere que le vea la mujer que seguramente saldrá a abrir. No, parece que no hay nadie; la mujer vuelve a cerrar la puerta. El visitante, entonces, vuelve a llamar. Ahora es el dueño de la casa quien va a abrir: por fuerza ha de ser algo urgente, un mensaje perentorio. Llueve con más furia que nunca, y el dueño de la casa no sale del paso de la puerta, intentando ver algo entre la confusión del aguacero. No tiene tiempo de mirar mucho. El visitante sale de su escondite y, blandiendo con ambas manos una lanza, de hoja muy amplia, la hunde en el cuerpo del dueño de la casa. Antes de caer de bruces, herido mortalmente, el amo tiene aún tiempo de decir: «Se usan ahora estas hojas tan anchas.» El visitante ha vuelto ya a montar y dice a las mujeres, cuando salen, que él, Thorbjörn, ha matado a aquel hombre. Si forzamos la mirada, podremos ver, quizá, a Thorbjörn, empapado aquel día de lluvia, en la Islandia del siglo X, cabalgando de vuelta tras matar por sorpresa a aquel enemigo que tanto entendía de hojas de armas. Un caballero solitario, al galope, mientras cae el chaparrón sobre la isla silenciosa. Escuchad cómo crujen los hierros bajo el cielo de plomo. Es el pasaje más famoso de la saga de Grettit, un monumento arcaico —tosco, severo, grandioso— de la literatura escandinava. Venganza y sangre en letras rúnicas. Miremos, sin embargo, más atrás: quinientos años antes, en tierra danesa. El frío es doble: frío de las comarcas nórdicas, y el frío de la lejanía temporal. Ha llegado, para el rey Skid —rey generoso, que regalaba anillos y brazaletes—, la hora de la muerte. Y tendrá que volver, volver

Pere Gimferrer

56

Dietario (1979 – 1980)

como vino: por mar, en la tiniebla de las aguas desconocidas, con un destino incierto. Ya le espera la nave, de curva proa —¿no nos recuerda las naves cóncavas de Homero?— que, poco a poco, se ha de ir cubriendo de nieve. Una nave colmada de arneses, de espadas, de joyas, de cotas de malla. En el mástil, sobre el cuerpo del rey muerto, hacen ondear un estandarte dorado. Mar allá, las olas se llevarán, para siempre, a la nave funeraria. Nadie, ningún hombre de los que viven en esta tierra, podrá decir jamás que recibió la carga de aquel barco cubierto de nieve. El enigma de nuestro destino está, todo él entero, en el enigma de la nave lujosa y helada que unos guerreros entregan al azar fabuloso de las aguas en los primeros versos de Beowulf, la más antigua de las epopeyas germánicas. Una frase ingeniosa, irónica —¿o quizá sólo una observación práctica de guerrero profesional? —mientras, en un mediodía turbio de lluvia alucinante, una lanza, tan ancha de hoja, nos hiende el pecho. Una nave, con rumbo incierto, en las soledades heladas del océano y de la nieve. En el alba de la Edad Media, los hombres del Norte miraban, impávidos, de hito en hito, el misterio de la muerte. Empelucado, en un salón, tibio por el fuego de la chimenea, el duque de La Rochefoucauld escribirá, muchos siglos más tarde: «Ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente.» Un estremecimiento de hombre moderno. Remotos, los guerreros escandinavos veían, con precisión indeleble, el abismo del Más Allá. (26 de enero)

EL MAESTRO DE CEREMONIAS Las imágenes son estáticas. No, no es que la cámara lo haya detenido todo artificialmente, sino que las figuras están quietas, como esperando que alguien les dé cuerda. Todo es blanco, de un blanco que deslumbra, en el hipódromo de Ascot. Prismáticos, sombrillas, plumas, sombreros; damas como pájaros —la garza real, el pavo, el cisne— o como pajarracos —la cacatúa, el papagayo—, a punto de ponerse en marcha cuando una mano invisible lo indique. Y los señores, estirados, solemnes, pendientes del relincho lejanísimo de los caballos que, cuando pasen, serán sólo una exhalación de polvareda. De súbito, los personajes se mueven: hacia aquí, hacia allá, rígidos, siguiendo el compás de la música. Vestida de blanco, impoluta, llega Eliza Doolitle. Conocemos estos ojos, esta sonrisa: es Audrey Hepburn, hace quince años, blanca en la albura de luces y ropas. No es el hipódromo de Ascot, sino un plató de los estudios de la Warner; blanca, cegadora, una visión —vestidos, escenarios— soñada por un hombre que acaba de morir, hace pocos días, en Inglaterra. Se llamaba Cecil Beaton. Lo que recordamos de My Fair Lady —la memoria visual aérea, exultante, en el punto dulce de la voluta de un refinamiento que llega a ser irónico sin perder una suprema cualidad quebradiza— es, en parte, obra de este hombre, príncipe de unos tiempos más propicios, exiliado en nuestro siglo bárbaro. Cerca de Salisbury, calladamente, sir Cecil Beaton se ha desvanecido como la sombra de un sueño. No, no lo borréis del todo: este hombre vivía del encanto de las formas frágiles y perecederas, las que hieren el ojo y, más profundamente, el espíritu. Formas como ahora ésta, una de tantas, que con objetivo fotográfico fijó en una quietud perenne de poema. Es una foto tomada en Nueva York, el año 1956. La modelo acababa de cumplir treinta años. Es Norma Jean; la llamaban Marilyn Monroe. ¿No basta ahora con decir Marilyn? ¿Qué hace Marilyn, vista por Cecil Beaton? Con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, los ojos perdidos en una voluptuosidad dulcísima —ojos de diosa que promete y calla—, Marilyn tiene una rosa en las manos. Está acostada, probablemente desnuda, bajo el ondear blanquecino de la sábana que la envuelve. El fondo, que enmarca todo el abandono soberbio del cuerpo, es un estampado japonés: de sesgo, sirviendo de contrapunto o balanceo al peso visual de la cabeza de la muchacha rubia de Nueva York, está la cara pintada, muy diáfana, luminosamente simple, de una mujer oriental, una figurilla de Haikú o de novela galante, de los tiempos más puros de la civilización nipona. Junto a la paz de esta cara, el ensueño muelle de Norma Jean es otra imagen, en definitiva, de la belleza que morirá.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

57

Tiene la calma que el deseo nos deja cuando se ha saciado; algún día esta calma no será alterada. No pediremos nada más, y la suprema voluptuosidad será la difuminación del deseo. Haciendo de maestro de ceremonias de un país irreal, triunfo y maravilla del artificio, Cecil Beaton anticipó la conciliación armónica entre el deseo y el mundo visible: un anticipo del paraíso. (27 de enero)

LLORENÇ VILLALONGA ¿Alguien fue más refinado? No lo conocí; ni siquiera nos escribimos nunca; no me consta que supiera que yo existía. Teníamos amigos comunes. De vez en cuando —muy de vez en cuando— me hablaban de él, siempre en alguna zona tenue de transición de la charla. Yo tenía de él imágenes muy vagas; unas cuantas fotos —no muchas— de repertorio, ilustrando reportajes; otra — impresionante, pero al mismo tiempo majestuosa e irreal; borrosa, parcialmente oscurecida— en un frontispicio del primer y único volumen de sus Obras Completas. Hace unos cuantos años vi, no recuerdo dónde, una foto en color que mi memoria ha conservado como estampa definitiva de la vejez de Llorenç Villalonga: un señor elegante y pulcro, de pelo blanco, dando el brazo a una señora, caminando ambos —lentos, serenos, quizá un poquito encogidos, impecables— por un paraje tranquilo de la antigua Ciutat de Mallorca. Como aquellos lugares descritos en las primeras líneas de Mort de Dama: «El barrio es venerable, noble y silencioso, con calles estrechas y casas amplias, que parecen deshabitadas. Entre los aleros de las casas el cielo hace vibrar su azul luminoso como una lanzada. La hierba crece en las junturas de las piedras, amplias como losas. Rompen el silencio, de tarde en tarde, rumores de campanas.» Campanas de iglesia, campanas graves y claras de la Seo, como la que —aquella mañana soleada y tierna de la foto— avisaba a los señores Villalonga de que ya era la hora de la misa. ¿Alguien fue más refinado? En prosa catalana, quizá nadie. Tenía todas las cualidades del escritor civilizado en grado extremo: era irónico, escéptico, elegante, sutil, preciso, nostálgico de un pasado más elegante y noble, desdeñoso de un presente tosco y zafio. Un hombre de otro tiempo, sí; pero quizá de otro tiempo pensado, imaginado y soñado y no de ningún tiempo en el que realmente él hubiera vivido. Su paisaje interior era intemporal, lejano, mucho más lejano que el mundo de la aristocracia mallorquina de anteguerra. Él era un contemporáneo de Voltaire, siempre; de Lados, en los momentos de galantería literaria; de Proust —un Proust contenido adrede, en tono menor, sin alzar jamás la voz, sin salir de los límites estrictos de la buena prosa clásica— cuando se ponía a recordar, o a imaginar que recordaba. Un moralista a la manera de Vauvenargues, de La Rochefoucauld; crítico, observador de costumbres, y sabio, es decir sage. Ya veis que, con él, no hay manera de salir de los ecos franceses. La mayor parte de nuestra prosa moderna ha vivido de la cultura francesa, pero quizá sólo Villalonga —y, en otra forma, Josep Pla— se han beneficiado totalmente de ella. Villalonga supo convertirse en un «escritor francés» en el mismo sentido en que antes lo eran los más propiamente franceses: ático, limpísimo de prosa, mesuradamente lírico, irónico con igual mesura. A ratos, un polemista, pero lo bastante inteligente como para no creerse del todo ni sus propios argumentos ni los del adversario; siempre, incluso cuando satirizaba, un hombre secretamente capaz de conmoverse ante la fragilidad de la belleza, porque, como decía aquel maestro de baile, no sabemos todo lo que hay en un minueto. Hace once años estaba yo en Mallorca de soldado. De la gente a la que no conocía, en la isla, a nadie admiraba tanto como a Llorenç Villalonga, y me habría resultado muy fácil hacer que me presentaran. Sentí, entonces, con una especie de seguridad interior profunda, que si el azar no me llevaba a él, era mejor respetar el azar. A menudo, paseando por las calles viejas de Ciutat de Mallorca —las botas de soldado, brillantes y negras, tenían un eco mate en las piedras, a la luz de la tarde quieta en un reposo dorado—, veía yo rincones en sombra sin figura humana alguna, patios mudos, aceras en pendiente como si esperaran el paso de una berlina. Un día —hacia las cuatro de la tarde, con el sol encendido martilleando la ciudad— me cobijé a la penumbra de un portalón. No,

Pere Gimferrer

58

Dietario (1979 – 1980)

aquella no podía ser la casa de Llorenç Villalonga, pero no podía imaginar de otra manera la casa de cualquiera de sus personajes. Sí: para mí, allí, vivía doña Obdulia, o don Toni cuando bajaba de Bearn a la ciudad. Me quedé unos instantes quieto, escuchando el silencio —parecía que manara como agua tranquila— en la penumbra del portalón. (29 de enero)

EL JARDÍN DE LUXEMBURGO No lo he visto nunca en la época en que ahora estamos, en pleno invierno. Ernest Hemingway lo describió como era, en los años veinte, cuando el frío se hacía sentir más: árboles totalmente desnudos, que había que mirar como si fueran una especie de esculturas concisas; se ve el soplo del viento en la lámina fina y opaca de los estanques y en el chorro nítido de los surtidores. Quien atraviesa el jardín de Luxemburgo, en un día claro, frío y venteado, es el joven Hemingway; pero es el Hemingway viejo quien lo recuerda. En aquellos años, el museo de Luxemburgo era albergue de los cuadros impresionistas que luego fueron trasladados al Jeu de Paume. A menudo, Hemingway, con el estómago vacío, contemplaba un Monet, o un Cézanne: persistentes, los volúmenes plasmados en la tela se iban afilando, como aguzados por el hambre misma, cada vez más, detallados con agudeza obsesiva, como las palabras —esenciales, exactas, verídicas— que el joven Hemingway escribía, eliminaba, condensaba, sustituía en la tersura de un papel tan limpio y abstracto como el cielo de invierno sobre el jardín cubierto de escarcha. Hace unos cuantos años tuve un vislumbre del jardín donde pasaba hambre el joven Hemingway. Era a principios de noviembre, en el veranillo de San Martín. «La Saint Martin...», decía, huraño, el taxista que, el día antes, nos había llevado al silencio solemne y sombrío del Bois de Boulogne. Pero el jardín de Luxemburgo no está tan lejos; al contrario, es más bien un paseo doméstico, familiar, una prolongación cotidiana del Barrio Latino. Otros jardines o parques de París están llenos también de vida, pero de una especie de vida diferente: parques de niños de casas bien, o de desocupados solitarios. En el Luxemburgo persiste, aún, el latido, amortiguado, de la explosión de vida que deslumbró a Hemingway de joven, el subsuelo mítico del París de los pintores y de los posesos de las letras, en un tiempo de plenitud. Nadie arrinconaba, aquella mañana tan clara, en la tibieza fugitiva del veranillo de San Martín, la alfombra de hojas doradas con las que los castaños, supremos, imperiales, anunciaban las bodas del parque y el otoño. Para una orquesta ausente, para una banda con lujo de metales augustos, el quiosco de la música, inerme en el aire vivo y cortante, ofrecía el vacío silencioso. Al fondo, bajo la barandilla de piedra, quedaba la paz amplia del estanque. Los bancos, los senderillos, fulguraban con la belleza hosca de los rincones donde la sombra hacía más opaca, o quizá sólo más tenue, como un velo o un filtro, la claridad de la mañana. Viniendo de Saint-Michel, la entrada en el jardín de Luxemburgo pasa, bruscamente, por la calle Médicis, que corre paralela a las lanzas majestuosas de la gran verja. Hay, en aquel trozo de calle tan corto, una librería de temas religiosos y esotéricos, orientalismo y ocultismo. Hay una placa en la casa donde vivió el músico Poulenc. Hay también, como si fuera una tienda cualquiera, una librería pequeña que a primera vista parece más bien una especie de almacén de libros, apilados en montones repetitivos y simétricos sobre los mostradores, y a menudo aún medio desempaquetados: es el establecimiento de José Corti, librero y editor de los grandes días del surrealismo desde los años treinta. Unos pasos más y, apenas atravesada la calle, las religiones exóticas, los acordes sutiles de Poulenc y la sombra de André Breton vagando entre los volúmenes serán cosas del todo olvidadas —de momento. Yendo hacia el quiosco de la música, y hacia el resplandor lejano del estanque, en la luz opaca que atraviesa los castaños, viviremos, como el joven Hemingway, la maravilla instantánea —que parece perenne, y lo es en el recuerdo— de la claridad

Pere Gimferrer

59

Dietario (1979 – 1980)

y de las sombras en el espacio nítido del jardín. (30 de enero)

SAJAROV Antes, el héroe, era el guerrero. Alejandro, lujosamente dorado, ebrio de impulsos y de embestidas en países lejanos, el filo de la espada, nítido, luciendo bajo el sol que chisporrotea con luces de metal en el agua fangosa del Ganges. El héroe guerrero no era sólo el conquistador, sino también el protector del pueblo, y uno de los fundamentos morales del feudalismo era el pacto según el cual los súbditos serían protegidos por la espada y las huestes del señor; la servidumbre feudal empieza a resquebrajarse cuando esta protección no es ya eficaz, o resulta innecesaria, o exige un precio demasiado costoso. Surgen, entonces, héroes de otro tipo. Son gente de toga, o de gabinete, o de biblioteca; no hombres de armas, sino hombres de estudio; fascinados, más que por los hechos, por la moral de los personajes de Plutarco. No son héroes de la espada, sino héroes de la pluma, del estudio, de la oratoria: tribunos, abogados. Estos héroes son ya más complejos, y pueden ser vistos desde ángulos muy diferentes. Un caudillo antiguo tiene sólo un perfil, como en los relieves de Egipto y Asiria. Un héroe de las ideas es sublime según el ajuste del punto de vista adoptado. Ahora, hay guerras parciales, hay revueltas aquí y allá, pero no hay, en rigor, héroes bélicos que no sean anónimos. Quizá porque estas guerras y estas revoluciones son ambiguas y decepcionantes: los luchadores de ayer se convierten súbitamente, cuando obtienen el poder, en los tiranos de hoy, como si el poder llevara aneja o bien una maldición sordamente corruptora o una especie de capacidad temible de descubrir debilidades, fallas morales, claudicaciones, brutalidades, que la lucha difuminaba. Quizá en nuestro tiempo, nace, o renace, otro tipo de héroes. No saben manejar las armas, o no quieren saberlo; a menudo llevan gafas, son gente más bien pálida de rostro, acostumbrada más a la claridad artificial de los cuartos de estudio que al sol candente de los campos de batalla; no tienen un vigor físico particular, ni magnetizan, hablando a gritos, a grandes auditorios de masas; no se proponen imponer a los otros su propia idea de lo que es bueno o malo, sino más bien conseguir que ninguna idea sea impuesta a nadie. Son los héroes de la tolerancia, la palabra —que desde Robespierre a Hitler o Brezhnev— han detestado más los autoritarios y los fanáticos. Son los héroes de la inteligencia, la gran desterrada, demasiado a menudo incompatible con el poder. Tolerancia, inteligencia: resortes últimos de la dignidad humana. Podemos verlas, por ejemplo, en la cara de este héroe de ahora: Andrei Sajarov, un hombre calvo, con gafas, que hasta los treinta y siete años vivió encerrado en un laboratorio, con esa confianza en la neutralidad del saber científico que tan frecuentemente ha hecho de los hombres de ciencia cómplices morales involuntarios del mal en el mundo. Sajarov, no obstante, le vio la cara al mal, y retrocedió; llamó al mal por su nombre. El mal se llama intolerancia, el mal se llama menosprecio de la libertad, de la inteligencia; el mal se llama fanatismo. El mal está instalado en el corazón mismo del poder totalitario. Contra este mal, contra este poder —estatal, inmenso, agobiante—, Sajarov combate sólo con la dignidad inerme de su palabra, sólo con un testimonio de tolerancia, sólo con un llamamiento al respeto de la libertad. Con estas mismas armas, hace muchos siglos, Sócrates inició en Grecia la lucha que ahora continúa un hombre como Sajarov. (31 de enero)

EL NATURALISTA Y EL HIPOPÓTAMO Monsieur Buffon, naturalista, tiene muchos problemas 1 con los hipopótamos. Es lógico:

Pere Gimferrer

60

Dietario (1979 – 1980)

hay que hacerse cargo; el esfuerzo del señor Buffon es muy meritorio, para un europeo del siglo XVII no es fácil viajar al corazón del África. Hace sólo cien años, los mapas dejaban en blanco una gran zona en el centro del continente, la tierra desconocida de las tribus. Tierra de ríos de agua fangosa, de lagos de cieno donde chapotea el corpachón del animal grandioso e ignorado. El señor Buffon plantó un árbol —existe aún— en el Jardin des Plantes, en París. Bajo la sombra sutil, fresca y secular del árbol plantado por Buffon, el jardín tiene una claridad amorosa y matizada: claridad de lugar para que paseen los estudiosos, con peluca y polvos en la cara, hablando bajo y mesuradamente, como aquellos cortesanos del XVIII que, mientras caminaban, eran seguidos por lacayos de librea que volvían a alisar la tierra del jardín, dejándolo intacto y bien peinado. No: el señor Buffon, sin haber estado en África, no podía tener ideas muy concretas sobre los hipopótamos; pero era un hombre ilustrado, y hacía lo que podía para desterrar las historias quiméricas y las invenciones de los siglos bárbaros. El volumen XIV de la traducción castellana del compendio de Historia Natural de Buffon, impreso en Madrid, el año 1804, que ahora tengo en las manos, muestra en efecto, una lámina en color que quiere representar a un hipopótamo. Es absolutamente deliciosa en muchos aspectos, y positivamente poética, pero no se puede decir que tenga mucho que ver con los hipopótamos meditabundos y tranquilos que conocemos, ya que nos muestra un ser más bien inquietante, con unos molares feroces y puntiagudos, cola espesamente peluda y unas orejas de gorrino. El señor Buffon no llegó a ver nunca un hipopótamo, y lo imaginaba como podía. Está claro: el hipopótamo es el «behemot» de la Biblia, osamenta célebre, arquitectura imponente y temible, que con dimensión colosal preside el libro de Job. Pero el señor Buffon no tenía bastante con este testimonio remoto y misterioso: precisaba hechos concretos, precisaba del relato de alguien que hubiera visto un hipopótamo, y lo encontró. El 20 de julio del año 1600 puede datarse, por lo que dice Buffon, el primer encuentro seguro de un hombre occidental moderno con el hipopótamo. Federico Zerenghi, cirujano italiano, de Nargi, hizo un viaje por el Nilo en compañía de un genízaro armados los dos con arcabuces. Pusieron una trampa y en ella cazaron dos inmensos y pacíficos hipopótamos. En Nápoles tres años más tarde, imprimió la historia de su aventura, sin que nadie le hiciera demasiado caso, hasta que Buffon se dio cuenta de que el relato de aquel médico era la única historia moderna sobre hipopótamos que podía pasar por verídica. Aquella noche de verano, a la orilla del gran río africano, aclararía muchas cosas, pero dejaba enigmas pendientes: Buffon sabe, o cree que sabe, cómo tiene los dientes y los labios el hipopótamo y qué tipo de piel gasta, y sabe también que no es como un asno, ni como un puerco. Pero ¿sabe alguien si es el hipopótamo el animal que menciona Alejandro en una carta dirigida a Aristóteles? Porque, si lo es, hay hipopótamos en la India. Y ¿viven también hipopótamos en el mar? Y cerca de Moscovia, entre los hielos del Norte, aquellos animales que describen los viajeros ¿son hipopótamos, o más bien vacas marinas? Perplejidades de naturalista: de vez en cuando, leyendo las relaciones de los viajeros, escudriñando el fondo de las controversias, el señor Buffon se quitaba probablemente la peluca para refrescarse, y miraba los árboles conocidos, las plantas familiares, la botánica sosegada y parisina del jardín. Sólo unos momentos, como un respiro, e inmediatamente volvía a sumergirse en aquellos ríos turbios y lejanos donde braman o roncan, adormilados o furiosos, los nunca vistos hipopótamos. (3 de febrero)

EL EXILIADO DE RAVENNA Hacía años que, en Ravenna, los transeúntes estaban habituados a la figura de aquel hombre que pasaba por la calle. Sí, pero ahora tenía peor cara; había vuelto, enfermo y fatigado, de Venecia, de aquellos encargos que el conde Guido, a modo de embajador especial y de confianza, le había encomendado. No, a aquel hombre —tan batallador, por otra parte; tan combativo, en un sentido moral profundo— no le acababan de convencer aquel tipo de trasiegos. En Bolonia le habían

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

61

querido coronar poeta, y no aceptó. Prefería la paz, el silencio, el sosiego de Ravenna, aquella calma del exilio vivida con serenidad, en el corazón mismo —noble, antiguo, luminoso— de la ciudad insigne. Finalizaba el verano en Ravenna; eran los primeros días de setiembre, claros aún, con aquel sol amoroso y lento, con aquella claridad demorada y como pensativa, desvaneciéndose en las piedras, ya con un punto de sobresalto que presentía el otoño. Belleza demasiado frágil para las postrimerías de un verano en Ravenna; belleza de un cielo de libro miniado, con claridades de mosaico, de pintura bizantina al fresco. El hombre volvía de Venecia, la pútrida, la resplandeciente en el lujo inmoderado, excesivo e impuro de los palacios sombríos en los canales húmedos. Nítido, el aire ya medio otoñal de Ravenna, en el momento mejor de un verano a punto de inclinarse hacia el recogimiento y la serenidad, era para él algo vivificante. El exiliado tenía ya cincuenta y seis años en aquellos días de setiembre de 1321, soleados y plácidos por las calles de Ravenna: una edad, entonces, de declive vital. Y, con todo, el hombre, pálido como era, llevaba en sí algo más que la enfermedad y que el cansancio, que la sombra cada vez más gélidamente próxima a la muerte escrita en la cara. Los transeúntes lo sabían, o, mejor dicho, creían que lo sabían: aquel hombre estaba tan pálido, iba tan abstraído, se le veía tan lejano, quebradizo y distante porque había hecho un viaje exaltador y terrible, el viaje que ninguna mente humana podía atreverse a imaginar sin sentir el trallazo de un pánico sagrado. Sí, aquel hombre había estado en el Infierno; había visto a los condenados; había llegado a vislumbrar la cara —una llamarada candente, sin forma de cara— del Maligno; le habían reventado los tímpanos unas voces que eran aullidos, unas voces no humanas, que no podríamos ni siquiera concebir. El hombre caminaba por Ravenna con aquella palidez intensa porque había visto de muy cerca el horror negado a cualquier vivo. Habría resultado difícil de explicar a las gentes sencillas de Ravenna que, por la calle, lo veían pasar con respeto e inquietud, que el viaje de aquel hombre —Dante Alighieri— al Infierno, había sido sólo un viaje moral. Sobre todo porque un viaje moral es a menudo una experiencia más verídica y más profunda que un viaje físico. Pero, en aquellos primeros días de setiembre, en Ravenna, el hombre que había vuelto enfermo y exhausto de Venecia ya tenía la experiencia profunda del infierno muy alejada de su sustrato mental. Aquella palidez, aquel desfallecimiento, aquella consunción, eran señales de un diálogo interior más fulminador e inefable. Las palabras del hombre pueden hablar del Infierno ¿pero sabrían resistir la tensión suprema de hablar del Paraíso? Finalizando ya el verano, en Ravenna, el diálogo interior de Dante, desalentado y frágil por las calles, como una sombra, era un diálogo moral con la visión del paraíso. El día 14 de aquel mes de setiembre de 1321 se extinguió la vida de Dante. Una leyenda, muy difundida, dice que, tiempo después, el poeta se apareció en sueños a su hijo Giacomo y le indicó el lugar donde encontraría los trece últimos cantos del Paraíso: la culminación del gran poema, el diálogo último —deslumbrante, supremo— con los más altos misterios. Podemos imaginar a Giacomo levantándose, de noche, o con el alba —todo es frío, todo es virgen, todo es claro— y hallando el manuscrito: el legado póstumo, la palabra enfrentada con la luminosidad total —abstracta y, al tiempo, simplicísima— del absoluto, aguzada y diáfana como nunca, con un tintineo preciso de plata y agua. Quizá el sueño es una invención, pero será real de una manera más profunda y secreta. La buena gente de Ravenna que decía que Dante había estado en el Infierno, tenía razón, intuitivamente, en un sentido metafórico nada primario. La gente que creía la leyenda del sueño, acertaba también, sin saberlo: los últimos cantos de la Divina Comedia no son ya palabras de esta tierra. Palpitan, purísimos en el límite del más allá del sueño. (5 de febrero)

UNOS OJOS Fijaos en los ojos. Ahora, al azar de un estreno tardío —De repente, el último verano— han vuelto, de súbito, a la pantalla grande. Los ojos de Montgomery Clift son, desde siempre, el centro

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

62

de irradiación de la presencia física. Hay actores que trabajan, sobre todo, con el gesto, o con determinadas fracciones del gesto: los hombros, las manos, el andar de James Dean, cuando de súbito se vuelve de espaldas a la cámara y expresa así, tenso, el desamparo, la ternura, la cólera; la actitud hosca, neurótica o desafiante de Marlon Brando, y su voz baja, oscura, lenta; el pliegue del labio inferior en Humphrey Bogart, y aquel tic de la mano que, de tanto en tanto, se toca el lóbulo de la oreja, como para acompañar la reflexión. Montgomery Clift, en cambio, más secreto y contenido aún, es del todo expresivo sólo con los ojos. En De repente, el último verano, el papel de Montgomery Clift, considerado superficialmente, parece más bien pasivo: él pregunta, mira, espera, examina, recibe verdades incompatibles, entre las versiones de un mismo hecho contadas por dos mujeres. Él escucha, él calla, él habla sólo lo justo; pero los ojos hacen mucho más. Los ojos centran, en el espacio visual del enmarque de la pantalla, todo el dinamismo interior de cada escena, que se desarrolla así y no de otro modo porque se organiza según la fuerza, poderosísima, de estos ojos firmes, tiernos, inquisidores, que no se pueden rehuir. ¿Recordáis, en cambio, Yo confieso, de Hitchcock? Era un papel muy distinto, incluso opuesto. En De repente, el último verano, Montgomery Clift —un médico— escucha, pregunta, suscita explicaciones; en Yo confieso, muy al contrario, todo el mundo le pregunta, y él —un sacerdote, vinculado por el secreto de confesión— se negaba a hablar. Pero también allí eran los ojos los que hablaban, siempre con una expresión herida y fuerte, suave y resuelta a un tiempo, prácticamente la misma —pero matizadísima, de manera casi imperceptible— a lo largo de toda la historia. No olvidaremos estos ojos: son, también, los ojos del boxeador vejado en la antigua versión de De aquí a la eternidad, los ojos del judío humillado que hablaba ante el tribunal de Nuremberg, los ojos de Freud, los ojos de los papeles principales de Montgomery Clift, emblemas de la inerme dignidad humana, de las corrientes secretas de la conciencia, del equilibrio frágil entre valor e inseguridad. Lo encontraron muerto en su casa, en Nueva York, el 23 de julio de 1966. Murió solo, en silencio, en el corazón hostil y sofocante del verano, cuando la ciudad es más huraña y punzante que nunca. Los que desde hacía años nos sentíamos acompañados por aquellos ojos desafiantes y dulces —ojos con claridad de pedernal— notamos, y muchos no lo hemos perdido aún, un extraño sentimiento de soledad. No se moría el que, idealizados o histriónicos, soñadores o hiperbólicos, hubiéramos querido ser: el mito de Bogart, el de James Dean. No se moría, en definitiva, ningún mito. Se moría un hombre. Solo como nosotros, inestable como nosotros, capaz de dolor y de ternura y de ira como nosotros; capaz —sobre todo— de mantener, a diferencia de nosotros, aquel dolor, aquella ira, aquella inestable ternura más allá de los linderos de la adolescencia, en las aguas sombrías y espesadas de la edad adulta. El genio del actor era tan fuerte, tan impresionante, porque expresaba, en el hombre, la perduración insólita, sin tara, de las virtudes malparadas del adolescente. Con estos ojos nos mira, fijo, obsesivo, no quien quisiéramos ser, sino —como una añoranza, como un reto, ¿como una acusación?— el que, más íntegros, más profundos y exigentes, tendríamos que ser. (8 de febrero)

EL HOMBRE DE LAS CALABAZAS En el pueblo, una cara nueva; pero apenas se le ve. Quizá, de vez en cuando, el médico, que lo tiene justo al lado, como quien dice. El forastero es un hombrecillo pequeño, ceremonioso, con bigote cuidadísimo, rígido, lustrado con brillantina. La cabeza, huérfana de pelo: lisa, redonda y reluciente, como el globo terráqueo de la escuela. Y tan redonda como las calabazas que se empeña en cultivar en su huerto. ¿De dónde viene este hombre? Desde luego, no es británico, sino continental; y si hemos de juzgar por su cortesía exagerada y desueta, y un poquito por su acento, y por esas dos o tres palabras sueltas que se le escapan de vez en cuando en su lengua, diríamos que es francés. Claro está que también hablan francés los belgas, y los suizos, y los luxemburgueses, y

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

63

los monegascos. Gente muy puesta y galante como él. Un buen día, el médico queda sorprendido. Desde el otro lado de la tapia medianera le cae un diluvio, pequeño pero rabioso, de cucurbitáceas. Llueven en una granizada breve, pesada y violenta: un chaparrón vegetal. Entre las calabazas, como una calabaza más —flor y nata de la horticultura— está la cabeza redonda, pelada y brillante de aquel señor extranjero. Y, claro está, un hombre como éste, habituado a estrujarse el cerebro muy a fondo, por fuerza tenía que sentirse incómodo con aquella especie de jubilación prematura. Llega un momento en que se encuentra demasiado solo, en la paz amodorrante y dulce de los campos ingleses, en la claridad muelle y sosegada de los crepúsculos. Porque él, realmente, es hombre de ciudad, y aún más, hombre de lugares de reunión de gente. En las fiestas mundanas, o en la claridad azulenca, falsa, irreal y eléctrica de los hoteles de lujo, o en el rumor oscuro y humeante de los grandes expresos que pitan aporreando rítmicos los raíles, se había habituado a sentir, muy en el fondo, otro sonido, profundo, martilleante, rítmico: el rechinar de pistones, de émbolos y de carracas que hacían, siempre en marcha, bufando hasta el ahogo, las células grises de su cerebro, del cerebro del señor Hércules Poirot. ¡Al diablo las calabazas! El maletín negro de un médico rural no puede celar otras maravillas ocultas. Arrellanado en el fondo de un gran sillón de orejas, han encontrado muerto al señor Roger Ackroyd. Poirot no se limita a detectar, intuir o inducir la identidad y la presencia del criminal. Poirot hace algo más. En cierto modo, sólo por el hecho de encontrarse en un lugar, suscita una atmósfera propicia al crimen; pone al descubierto los repliegues secretos del terreno, los estratos más hondos, de color pizarra, o bien oscuros como vegetación carbonífera, donde la conciencia ha incubado el instinto asesino. Poirot es un vehículo catalizador; cuando él llega, el crimen latente —algo como dicho a media voz, como terciopelo que estrujamos y apretamos, sofocándolo en la oscuridad del pecho— se enciende de pronto, solidificándose, convirtiéndose en algo material. Una aparición súbita, como el brote de una humareda sulfurosa que, en la superficie lisa y limpísima de un espejo desnudo provoca el truco pirotécnico de un faquir de feria. La vida corriente escamotea el crimen potencial que hay, por ejemplo, en este pueblo tan tranquilo, buena tierra para el cultivo de calabazas. Poirot, horticultor desplazado, operará una especie de escamoteo al revés, como por atracción magnética: hará que salga de la manga el as mortal, el naipe negro y resplandeciente del crimen en una plácida habitación campesina, sólo con un murmullo, como el calor seco y chisporroteante de los troncos de la chimenea que de tanto en tanto suenan con un chasquido brusco, muy semejante a la detonación de un revólver. Tirando calabazas por encima de la tapia, Hércules Poirot propaga el contagio de los bacilos del crimen. (9 de febrero)

LA BELLA OTERO Imperial, el prestigio del mundo es más fuerte aún que el prestigio de la persona. Quizá porque, en el fondo, más que la persona, el nombre es el personaje: no pensemos en Carolina Otero, la antigua vedette del Olympia de París, que ya casi nadie tiene edad para recordar, sino en la «bella Otero», el chisporroteo argentado de un nombre tan augusto, noble y sombrío como el bronce, tan aéreo y burbujeante como el champán de oro que tintinea en el corazón cristalino de las copas. Sí, es la hora de los brindis, y la leyenda lo dice: a esta hora, en algún gabinete discretísimo, a la luz de los candelabros solemnes de un comedor escenográfico, las llamas del hogar dibujan irrealmente — ¿son de cera?— las caras, pálidas o amarillentas, de los príncipes, los aristócratas y los húsares: lisa, muy lisa y exacta, la raya de los pantalones azules del uniforme impecable, la caída de la levita oscura, el brillo del sombrero de copa abandonado en un ángulo sombrío, que fulgura en la penumbra. De pronto, se hace el silencio, se abre la puerta de par en par: colocada en una bandeja, toda ella un resplandor de belleza sedosa y suave, la bella Otero es introducida en el salón. De los tiempos de esta leyenda nos ha llegado una fotografía. La cara de la bella Otero, con

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

64

el mítico oval perfecto, no es lo que más destaca en ella. Son unas facciones regulares y armónicas; pero la idea de la belleza del rostro es una de las más variables con el tiempo y los gustos y una de las más sometidas a los azares de una técnica fotográfica que en aquel año —el 1893— podía cargarse de poesía, pero estaba lejos del virtuosismo. De hecho, esta imagen antigua de la bella Otero nos sorprende, más que por la cara, por el conjunto, es decir, una vez más, por el personaje: faldas y enaguas y más enaguas y calzas largas bajo el vuelo acampanado de la ropa levantada; todo puntillas y encajes, todo vuelo de espuma quieta y un murmullo muy tenue de almidón; promesa, quizá, de una piel tibia bajo el cobijo de la cascada rumorosa y blanca del satén o las botinas de tacón. Maligna, Colette, en el año 1920, la retrató, en Montecarlo, con pincelada rápida y violenta, entre un cuadro de beldades de la época que se movían en el gran mundo: «Menos frágil, pero no menos bella, pasa también mademoiselle Caroline Otero, que hoy no actúa y que tiene la frente nimbada por una melancolía singular... Ai las!, responde a sus inquietos admiradores, mañana cumplo veintinueve años...» Hay, en este esbozo apresurado, sutilmente cruel, el punto de brutalidad de Willy,durante tanto tiempo marido tiránico y bestial de Colette, y también la mezcla, ácida, de ironía y ternura que tuvo siempre la misma Colette, huésped —en los últimos años de su larguísima vida— de un caserón del Palais-Royal, superviviente de otra época sobre la paz vasta y dulce del jardín. Pero, cuando Colette escribía esto, la bella Otero triunfaba aún. En los Campos Elíseos, en el año 1917, una dama, bellísima de rostro, un poquito entrada en carnes ya, pero absolutamente majestuosa e imponente, llevaba pieles suntuosas y arracadas de perlas en las orejas. Era Carolina Otero, ya más rolliza, quizá incluso demasiado bien nutrida, pero con la belleza en sazón de una fruta a punto de derramar un brote excesivo de savia. Tengo en la memoria un último recuerdo, gris, desvanecido, de la bella Otero. Es un recuerdo puramente visual, impreciso y amargo de una señora muy, muy vieja, que murió en Niza, olvidada por todos. Aguzando la vista veo aún unas cuantas fotografías borrosas, reproducidas en el papel tosco de alguna revista. Todo tiene el aire de algo perdido y casi turbio. No: la bella Otero es el reto de un cuerpo en una bandeja, el blancor de unas enaguas, una majestad lenta de pieles y de perlas en la luz de los Campos Elíseos. (10 de febrero)

EL POETA AMERICANO ¿Un poeta americano? No, más aún: el poeta americano. No en el sentido étnico, racial, nacional. Seamos más sensatos, más modestos. La literatura americana —que quiere decir, si no precisamos más, la literatura de los Estados Unidos— tiene un grupo de poetas, conocidos en su mayor parte por la gente de aquí con retraso, y a trozos y de cualquier manera. Preguntar por el poeta americano no es, pues, un juego trivial, o, al menos, no lo es del todo. Rebajemos el énfasis de la pregunta: el poeta americano —o de cualquier país— no es un absoluto, sino una preferencia de cada uno de nosotros. La historia del gusto es la historia de las preferencias. La historia del arte y de la literatura es la historia del gusto. Decir nuestro poeta americano —decir mi poeta americano— tiene un valor de indicio, de síntoma. Algunos pensarán en los poetas del siglo XIX, más remotos: el delicado y tierno Longfellow, o el Poe sonoro y glacial que tiene la extraña virtud de cautivar sólo a los extranjeros. Más exaltados, otros pensarán en Walt Whitman, arrebatado, vasto y ciclópeo, y al mismo tiempo profundamente dulce bajo su tosquedad de corteza de árbol antiguo, como un coro de ondas marinas oído en una gruta oscura y desnuda. Alguien volverá los ojos hacia Emily Dickinson, que vivía, como bañada, viendo el hielo de la muerte, o el incendio abierto de par en par de la infinitud, en la sonrisa del césped verdeante y el pétalo bajo el rocío. Estampas antiguas, como grabados en boj. Nuestro siglo tiene otros poetas. Ezra Pound, il miglior fabbro, genio desordenado, en bruto,

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

65

como una piedra mal pulida; genio de la gesticulación y del desorden, esbozo y proyecto de un Homero destrozado antes de hacerse, igual que un puzle cuyas piezas no acaban de encajar y que quizá por eso mismo nos fascina, porque nos permite imaginar poemas posibles en un flujo verbal, magnetizador, que los esboza. Y los «patricios americanos», como decía Gabriel Ferrater: el agrario y sabio Robert Frost, el estricto y nobilísimo Robert Lowell. Y William Carlos Williams, juguetón y preciso. Y aquel empleado de banca, siempre con cierto aire de funcionario de la poesía, britanizante y britanizado —lo imaginamos con cartera negra de piel y con bombín—, y, cuando quiere, tan agitadamente dramático, tan próximo al atavismo del miedo inmemorial y del mito polvoriento y terrible: T. S. Eliot. Poetas americanos, ciertamente. Pero el más secreto, aquí —y, hay que decirlo ya, «mi» poeta americano— no es quizá tan conocido. Era un señor oscuro, discreto, suscriptor asiduo de revistas francesas, que sin embargo no viajó nunca a Europa ni apenas se movió del pueblo donde vivía. Era vicepresidente de una compañía de seguros y se llamaba Wallace Stevens. Este otoño hizo cien años de su nacimiento; el verano que viene se cumplirán los veinticinco de su muerte. De su vida no quería que se supiera nada, ya que —decía— sólo había estudiado leyes y vivía en Hartford, hechos que no le parecían ni divertidos ni reveladores. El ámbito catalán no tiene al alcance de la mano, que yo sepa, ningún volumen mínimamente amplio de versiones de Wallace Stevens. El ámbito hispánico, por su parte, tuvo hace una buena docena de años una breve antología bilingüe hecha en Argentina. Ahora, en Barcelona, Plaza & Janés ha publicado otra selección, también bilingüe, y mucho más extensa: Poemas, preparada por el poeta canario —muy vinculado, por cierto a Cataluña— Andrés Sánchez Robayna. La muestra es representativa de Stevens, poeta absolutamente exquisito, elíptico, hecho de detalles sutilmente recortados en un fondo de absoluta desnudez. Nada de sinuosidades: aquí, las palabras del poeta hacen blanco directamente en el núcleo esencial, tan vivo y movedizo que a veces ni lo percibimos a primera vista, como si fuera una ilusión óptica. Este núcleo es —como en los más grandes poetas— a un tiempo puramente mental y estrictamente sensitivo: o bien visiones luminosas, exóticas, foscas, o abstractas, desligadas de todo lo que no sea su pura existencia como imagen y como sugestión de sonido, o bien esgrima —fúlgida— de ideas y conceptos aguzándose en la cámara oscura de la mente que inventa el poema. En definitiva, todo confluye: el poema es el espectáculo —mental y sensitivo— del proceso de creación de la poesía, parecido al proceso de revelado de un negativo fotográfico, en el que el contraste —pálidamente plateado— del blanco y del negro irá virando, en una mutación progresiva, hasta el resplandor conciso y suave, o fuerte e impresionante, de los colores límpidos. La claridad de la inteligencia perfecta, de la sensibilidad más afinada, tensa en el aire puro y deslumbrante. (12 de febrero)

UN RUSO EN FLORENCIA Pasado el Ponte Vecchio, no muy lejos de la claridad tranquila y noble del Amo, está el palazzo Pitti. Las paredes son antiguas: la luz se ha detenido, difusa, disuelta en una evanescencia material y clarísima, en las estancias muertas que un día —¡hace tanto tiempo!— eran lugares del lujo, la solemnidad, los fastos de la estirpe. Ahora, de todo eso, tras la piedra blanca de la fachada, sólo nos queda la belleza; pero es una belleza desligada de las vidas que enmarcaba, de la respiración de tantos cuerpos, del brillo de tantos ojos, del roce de las ropas, del rumor de los pasos. Belleza parada, belleza sin vida, puro objeto de contemplación: el palacio se ha convertido en museo. En una sala, la Venus de los Médicis, toda castidad de estatua ideal, toda calidad de diosa resplandeciente, nos deslumbra como un fustazo en los ojos, o como la dulzura del agua quieta. Porque la belleza puede ser súbita o puede ser muy, muy lenta: puede ser un cielo, alto y cegadoramente claro, que vemos de pronto, o puede ser el recogimiento en una penumbra, como ahora esta luz que, al atardecer, envuelve el cuerpo de la Venus.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

66

Ante el palacio, la gran plaza Pitti no parece, a primera vista, una plaza en el sentido que solemos dar a la palabra. No es un aro de forma regular, sino una especie de atrio, una prolongación, dilatada y vasta, del espacio vacío, vacante, que la presencia del palacio abre y suscita. En una de las casas de esta plaza vivió unos cuantos meses del año 1868 y del 1869 Fedor Dostoievski. Venía de Ginebra, la ciudad levítica, calvinista, que le parecía «un lugar abominable, siniestro». En Ginebra había empezado a escribir una novela: El idiota. Liberado momentáneamente de la pasión del juego, del magnetismo hosco de las ruletas que lo enloquecían, acabó la novela en el albergue de la plaza Pitti, en compañía de su mujer, Anna Grigorievna. El 17 de enero de 1869, envió el último capítulo a la revista El Mensajero Ruso. Tenemos, en una carta de Dostoievski dirigida a la sobrina, una descripción muy precisa de lo que para él podía ser Florencia en un día soleado de aquel invierno que pasó escribiendo en la plaza Pitti. Dice: «Es casi un paraíso. Es imposible imaginar nada mejor que la impresión de este cielo, de este aire y de esta luz... Aquí hay un sol, un cielo y unas maravillas de arte auténticas, de un arte inaudito e inimaginable en el sentido literal de la palabra...» Y, sin embargo, El idiota se adentra, desde las primeras páginas en el corazón más oscuro del mundo eslavo, en un frío, una tiniebla y una llamarada latente bajo el hielo, que son al mismo tiempo experiencias físicas y estados morales: en las postrimerías de noviembre, época del deshielo, entre la humedad y la niebla, vislumbramos el vapor de una locomotora, un vagón de tren con cristales empañados, viajeros con cara borrosa y amarillenta. Pero uno de estos hombres —el protagonista— lleva por dentro, como un sello o una herida o un sagrario, el recuerdo y la marca de la pura exaltación de un mundo ideal, el que el arte o la revelación interior pueden mostrarnos, y que quizá nos fulminará y nos hará recobrar las profundidades de lo que somos. Las aguas del Arno estaban quietas y suaves bajo el sol de invierno que rebotaba en la piedra blanca del palazzo Pitti, cuando escribía el ruso, frenético, sin más compañía que una mujer veinticuatro años más joven. No había sido un casamiento romántico, por parte de Dostoievski, que lo anunció a su antigua amante, Polina Suslova, diciéndole con amarga sencillez: «Tiene corazón y sabe querer. Es decir, todo lo que tú, Polina, no tienes.» Podemos creer, sin embargo, que encontró un consuelo adusto, y después una paz —transitoria, inestable: la que podía tener un hombre como él— en aquellas jornadas del invierno florentino, inventando, como si moviera un teatro rechinante de guiñol, la historia, al mismo tiempo trágica y caricaturesca —un carnaval del espíritu— del príncipe, la cortesana, las muchachitas bobaliconas, los jóvenes nihilistas, los poderosos ápices de la pasión y de la bellaquería como toneles a punto de reventar por la presión de un vino demasiado agrio y fuerte. De vez en cuando, dejando el papel y la granizada de signos escritos espesamente de un tirón, los ojos descansaban, quizá, en la claridad de la fachada de piedra blanca bajo la paz del sol de Florencia, y saboreaban como un vislumbre de la plenitud de un mundo más claro. (14 de febrero)

EL PARQUE Y EL MUSEO No todo el mundo conoce esta calle. ¿Una calle de Velázquez en París? Sí: muy corta y muy tranquila, como si fuera un pasaje más que una calle. Y, de hecho, tiene aire de pasaje, con un enrejado, con casitas que aquí llamaríamos torres residenciales. Hay algún coche aparcado, pero es evidente que la circulación no suele ser mucha. Las casas son silenciosas y tranquilas; andando un poco, nos acercamos al fin de esta calle tan corta que, de pronto, en vez de acabar bruscamente, parece dilatarse, abrirse de par en par hacia una inminencia de luz y de claridad y de lejanía, de arena y de árboles verdecientes y frondosos. Estamos a la entrada del parque Monceau, y la calle de Velázquez sólo nos habrá servido para tener acceso a él, como una especie de preámbulo, de antesala a la exaltadora y clarísima apoteosis del mundo vegetal. Cuando la estrella de María Antonieta estaba en el punto más alto de impopularidad y de rechace, cuando ya se presentía, latiendo fuerte en el horizonte, el eclipse y la caída, la reina quiso

Pere Gimferrer

67

Dietario (1979 – 1980)

tocar la cuerda sensible de la buena gente haciéndose visible en Monceau con su hijo, el pequeño delfín de Francia. Efímera exhibición sentimental, que alcanzó un éxito momentáneo. Pero, ahora, la gente que está sentada en el parque Monceau no piensa en la reina guillotinada. Miradlos: hacen ganchillo, beben leche y comen barras largas de pan —lo que llaman baguettes—, o consumen productos más lácteos y crujientes, calientes y dulces: el croissant, el pain au lait, porque ya dice el poema de Ezra Pound que después de una era de croissants viene una era de pains au lait. Otros, sentados solitarios en los bancos del parque Monceau, sólo miran el cielo que cambia de aspecto y de matices, a menudo sereno, pero nunca terso del todo, nunca agobiadoramente azul, siempre con un punto de arañazo tenue y con un punto de fuego y de bronces y de metal que hace la luz más persuasiva porque es más vulnerable: no una lanzada, no un mazazo, sino un toque muy leve de pincel. Entre glorietas, estatuas, rincones sombríos, o bien en la claridad espesa de las aguas del estanque donde nadan las ocas —majestad blanca marcando el claroscuro con las piedras antiguas de la columnata próxima, que evoca un templo clásico— nos perseguirá, por los senderillos del parque Monceau, en una mañana de sol, este toque de pincel de un cielo que sólo se insinúa; obra pura, cinceladísima, de un instante en transición. Una especie de obsesión de la belleza del tiempo que pasa, hecha visible —pero para desvanecerse— sólo en aquel momento, que parece que dura tanto, que es tan y tan profundo, que respiramos con el mismo aliento que los árboles, cuando tenemos en el corazón y en el pecho el mismo latido —un murmullo, como el son de un hilillo de agua— que ahora mueve, lento, las hojas. Pero si volvemos atrás, si salimos por la calle de Velázquez, encontraremos —a mano derecha viniendo del parque— una pincelada tan leve como la que nos ofrece el cielo nítido que acabamos de contemplar. Hemos de subir unos cuantos escalones y adentramos en un portal de aspecto palatino. Una vez dentro del edificio, todo nos parecerá muy pausado, muy blando, hecho de alternancias de claridad y de media luz, casi submarina. Por las ventanas veremos las ramas de los árboles del parque Monceau, y el cielo, en retazos nítidos y estrictos, llama a otro país. Todo, en esta claridad de vitrina, compone una especie de secreta armonía, complementaria con el resplandor del parque al aire libre. Si nos fijamos bien ¿no son como los matices del cielo estos toques de pincel tan sutiles, esta caligrafía de los dibujos chinos? Porque estamos en el museo Cernuschi, legado de uno de los principales coleccionistas de arte oriental. Hay un gran Buda, inmenso, imponente: hay efigies y objetos de siglos remotos, revestidas con el prestigio enigmático y adusto de las edades oscuras o con la delicadeza suprema de un arte del matiz. Pero, quizá, más que en cualquier otra cosa, nos detendremos en estos dibujos a un tiempo minuciosos y concisos, con paisajes e incluso con historias, historias del ciclo inmutable de la vida natural, del reposo del río, la llanura y la montaña, historias con la vida diáfana del aire y los herbazales. Historias que no pasan; historias sin historia, como un gran instante detenido, un toque de pincel, perenne y leve a un tiempo, en un cielo conquistado por el verde de los árboles. (15 de febrero)

TRES FORASTEROS EN LONDRES Es al atardecer; no sabemos el año, aunque por fuerza ha de ser entre 1827 y 1830. Aquel muchacho que vive en Londres, con sus padres adoptivos, en el número 31 de Southampton Road, se ha sentado, un día de otoño, ante la vidriera de un café céntrico, en una de las calles principales de la ciudad. Fuma, lee, pero, sobre todo, mira pasar la gente. Cuando oscurece, aumenta el ir y venir; en el momento de encender los faroles de la calle, dos corrientes —espesas y constantes, agobiadoras— de gente que va y viene y se empuja ante la puerta del café. Gente atareada, que va a hacer algún encargo, y también jugadores, con chaqueta de terciopelo y corbata, y prostitutas leprosas bajo los andrajos, o bien embadurnadas con maquillajes cadavéricos; borrachos, carboneros, gitanos que tocan el piano de manubrio o exhiben un macaco de aire siniestro en las

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

68

esquinas populosas. En la claridad de sueño de las farolas de gas, cuando la irrealidad de aquella masa se va haciendo cada vez más compacta, el joven observador ve, de súbito, a un hombre viejo, flaco, de aire inquieto. Bajo la bruma que lo va invadiendo todo poco a poco, o bajo la lluvia violenta y densísima que ahora cae de golpe, el hombre, diabólico, va andando y, fascinado, el joven le sigue, hasta el más turbio corazón de la ciudad, andando, andando —por calles vacías, por calles pobladísimas, por plazas colmadas de gente, por callejones de sordidez fétida— hasta llegar al barrio más malsano, con casas antiguas y ruinosas, de madera podrida, parajes de desolación y de cochambre donde viven los marginados y los rufianes. El desconocido no para, y el muchacho que le sigue acaba por comprenderlo: frenético, como un condenado del infierno de Dante, tiene que moverse por la ciudad buscando los esponsales, monstruosos, con una compañía anónima, colectiva, infamante, sin nombre y sin cara. Y cuando ahora, adulto, aquel muchacho —es ya todo un hombre y se llama Edgar Allan Poe— lo recuerda, cuando evoca la visión de aquel atardecer de otoño, puede comprender claramente su sentido: «Aquel viejo es el tipo y el genio del crimen profundo. No acepta estar solo. Es el hombre de la multitud.» Visión terrorífica, irreal; intuición del lado oscuro y amenazador de la ciudad moderna. Han pasado más de cincuenta años, y he aquí otro americano —más acomodado, más maduro: todo un señor, y un escritor respetado— que camina también por las calles de un Londres que ahora, lejos de las tenebrosidades románticas entrevistas por Poe, es una «gran Babilonia gris», la capital victoriana. Y este señor —Henry James, novelista, de cuarenta años— no tiene la visión nocturna, irreal, del poseso que vislumbrara el joven Poe; recoge, no obstante, el «espeso tributo», la prisa de cacería salvaje de la gran ciudad. Andando y andando, atolondrado por el zumbido y la barahúnda de caras y cuerpos, James entrevé la esencia de Londres como un gran escaparate, como un muestrario inmenso de belleza posible, de lujo posible, e imagina la angustia hiriente de quien queda excluido, de quien, desde los barrios sombríos y mates llega a ver las arañas de cristal encendidas en la claridad de acuario de los salones y de los palcos de los teatros. Un fermento de revuelta, de insurrección y de dolor, y una tensión, muy característica —y, a menudo, hipócritamente silenciada— entre el instinto de destrucción y de venganza y el deseo de, en vez de arrasar la riqueza, insertarse en ella. La admiración y el odio ante una vida más refinada. Tendremos así, en su comprensiva desnudez, el núcleo de una de las grandes novelas de James: La princesa Casamassima. Han pasado unos veinte años; Henry James vive aún —viejo, famoso, distinguidísimo siempre— cuando otro hombre, otro extranjero arraigado en Londres, que tiene ya cerca de cincuenta años y que también escribe novelas, oye, en un salón, que alguien habla casualmente de los anarquistas. ¿Los anarquistas? Desde luego, en La princesa Casamassima también salen anarquistas. Pero, para este otro hombre los anarquistas tienen mucho más que ver con una posible experiencia personal, porque el señor Konrad Korzeniowski, polaco, conocido por Joseph Conrad, que a los diecisiete años huyó del mundo eslavo tomando en Cracovia el expreso de Viena, conoce directamente algo de la burocracia autoritaria zarista y del mundo, unas veces retrógrado y fanatizante, otras exaltado o sublime, de las conspiraciones clandestinas. Es curioso: todos, en la gran ciudad, encuentran lo que ya llevaban dentro. Poe, la pesadilla inquietante y enigmática; James, la indecisión fragilísima y sutil. ¿Y Conrad? Conrad, el antiguo marinero, encontrará de nuevo la claridad empalagosa y cruel del mundo colonial y exótico, los esquemas de la selva bajo los esquemas urbanos: un espejo, en la tienda de un anticuario, como un estanque de agua en el corazón de la jungla. También el comportamiento de los hombres reproducirá aquí, en otra escala —más matizada— el paso cauteloso o la embestida brusca y jadeante de garras y ojos sangrientos de las fieras y de los malhechores bajo la claridad embriagadora de los trópicos. La niebla turbia de Londres oculta en El agente secreto, el hosco resplandor de la violencia. Y, finalmente, este maridaje entre una oscura tragedia individual y un ámbito vasto de calles anónimas, implacables, que anonadan y hacen que el espíritu desfallezca, es, igualmente, una visión dantesca: un infierno moral. Ah, pero, en cambio, aquella claridad, en el palco de la princesa Casamassima... No: en una habitación pequeña y oscura —sólo la llamita de una vela— suena un disparo de revólver; la princesa encontrará muerto a aquel muchacho

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

69

demasiado puro para sobrevivir al engaño, demasiado limpio para aceptar la violencia. Por la calle, indiferentes y ciegos, y obsesos como los condenados de Dan-te, pasan los hombres y los carruajes en hilera bajo el cielo turbio de Londres. (19 de febrero)

PÁJAROS QUE GRITAN Van altos y gritan en el cielo; o bien, de súbito, han bajado y los tenemos muy cerca. ¿Podríamos hablar con ellos, como el protagonista del poema de Poe? A menudo, si más no, nos gustaría hablar. Los más domésticos y familiares son los vencejos. Vuelan en círculos concéntricos, una espiral o un embudo de oscuridad movediza que se afila en la base, un poco aterciopelado, y se dispersa o se dispara y se disgrega en lo alto como una masa cónica, inestable y viviente, de seres que increpan a un cielo inmutable. Son los compañeros de las horas de soledad, furtivos mensajeros que el campo envía a la ciudad, emisarios medio clandestinos, refugiados en los atrios de las viejas iglesias, en los patios antiguos y callados de las casas vecinales del Ensanche o en la paz amenazada de algún jardín sombrío. Los vencejos acompañan los momentos vacíos y melancólicos de los poetas «crepusculares» de principios de siglo, los creposcolari italianos, como aquel Sergio Corazzini, diamante purísimo, alto gozo de la poesía, muerto de tanta vulnerabilidad, tuberculoso, a los veintiún años, en 1907, en el triunfo de la paz soleada de un mes de junio en Roma. Corazzini, el crepuscular, hablaba del resplandor de la rosa que sangra y del silencio de las hojas cuando caen, como caen las vidas de los hombres, e invocaba las «primaveras de los jardines lejanos». Su mundo estaba hecho de lugares sagrados y plácidos, cerrados en la tristeza de una paz dulce y secreta: el hospicio, el jardín, el camino desierto en el silencio del otoño, el cementerio desnudo donde vive la lanza verde del ciprés. Un mundo así, lo podemos ver en las grandes telas de Modest Urgell, que, a no ser que hayan sido rescatadas ahora por algún coleccionista, movido por la moda, viven, precisamente, en el silencio de caoba y cedro de los muebles de las salitas —tal vez enfundados para que no los hiera la claridad demasiado viva del sol cuando alguien abra las ventanas o la balconada—, en el corazón de nostalgia embalsamada y polvillo blanquinoso de aquellos pisos antiguos, grandiosos y hórridos del Ensanche. Caminemos unos cuantos pasos en la oscuridad; de súbito —con precaución, de puntillas, como para no conturbar a los dioses del silencio— abrimos de par en par los porticones; el trallazo del sol crudo, en una mañana como esta de febrero, hiere impúdicamente la desnudez helada del paisaje fúnebre y pálido que pintó, hace casi un siglo, Modest Urgell. Fuera, altos sobre el cerrado vacío del patio, chillan los mismos vencejos que nos hacían compañía en los momentos más agrios del tiempo adolescente. (22 de febrero)

LAS CONFESIONES DE EVA BRAUN La escritura, en estas anotaciones de diario íntimo que nos han llegado, es sesgada, febril, rápida; diríamos que, por dentro, algo desgarra y enciende a aquella muchacha de veintitrés años que, en 1935, amaba a Hitler. ¿Amar a Hitler? Sí: todos lo sabemos: hay, para cualquier hombre, para cualquier mujer, una forma posible de pareja. La clave del problema consiste en saber qué puede recibir realmente, el nombre de amor. Eva Braun, encerrada en un mundo de media clandestinidad, fútil e hiriente y opresor y obsesivo —mundo de bombones, de pasteles, de revistas de moda, de películas rosa en Agfacolor—, escribía en su diario: «A mí sólo me necesita para determinadas finalidades; no puede ser de otro modo. Cuando dice que me quiere, se refiere sólo a aquel instante, precisamente a aquel

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

70

instante...» He aquí, en la forma más concisa, reducido al desnudo esquema de su brutalidad básica, el mecanismo de la pareja como relación de dominio, acaparadora, devoradora. Y, sin embargo, olvidemos que se trataba de Hitler y de Eva Braun: el peligro, el fantasma de este tipo de relación —incluso aceptada por una de las partes—, relación de servidumbre y de aniquilación, existe, en estado potencial, en el fondo de cualquier contacto erótico. A eso, ahora, le llaman sexismo. Podemos decir, simplemente, que es una manifestación espontánea y primaria —y, en definitiva, inhumana— de la pasión posesiva. Mundo hosco, profundo, no dicho, quizá no sentido ni aceptado ni siquiera querido racionalmente; tributo al canibalismo. Baudelaire lo vio muy claro: «El acto del amor tiene gran parecido con la tortura o con una operación quirúrgica... Aunque los dos amantes estén plenamente entregados y llenos de recíproco deseo, siempre habrá, de los dos, uno que estará más tranquilo, menos arrebatado que el otro. Aquél o aquélla, será el operador o el verdugo; el otro será el sujeto, la víctima.» La descripción de Baudelaire es truculenta y colorista, como correspondía a un dandy; convierte la alcoba en una sala de tormento o en un lúgubre gabinete de alquimia diabólica. Pero la experiencia más corriente y prosaica —por ejemplo, los sórdidos amores, medio domésticos medio cuartelarios, del Führer y de Eva Braun— corrobora otro tipo de diabolismo: el infierno moral que, a menudo, reproduce en los dormitorios, en un teatro cerrado, la pesadilla de dominio, el estigma tiránico con el que las relaciones humanas pagan un ominoso tributo a cierta forma de culpa original, a una debilidad o una tara de la estirpe. (23 de febrero)

EN UNA PLAZA PÚBLICA Antes, todo pasaba en la calle, o, más exactamente, en la plaza. La calle era, claro, lugar de paso, y, quizá de paseo o de intercambio comercial; la plaza, no obstante, era el núcleo de la ciudad. «Que gent que hi ha a la plaça!», exclama, en uno de sus poemas más conocidos, J. V. Foix, que ha mantenido como pocos el sentido de la vida colectiva propia del país en la época medieval. En las ciudades de la Edad Media, amuralladas, siempre bajo la posible amenaza de las huestes invasoras y de los malhechores, la plaza era, por excelencia, el lugar de reunión, y también el espacio de la libertad. La plaza era un hogar de vida independiente, e incluso, si se quería, de vida insolidaria; cada grupo o cada persona llevaba allí su propia vida, sin la coerción que, en otros lugares, imponían la autoridad feudal o la eclesiástica; pero, al mismo tiempo, la plaza era también solidaria en otro sentido, porque todos sabían que de la perduración de la plaza dependía la perduración de la libertad común. La plaza era, en definitiva, la gran conquista de la ciudad, y era también su justificación moral. El hombre había renunciado al aislamiento, no tan sólo para obtener más seguridad, sino también para obtener una forma de libertad y de diversión que sólo era posible en la plaza pública. Para los griegos, la plaza llegó a convertirse en centro de discusión y de sabiduría. Pero, en la Europa medieval —y, por ejemplo, en el mundo islámico de ahora—, la plaza pública era lugar de convivencia y diversión. En el Libre de Meravelles, Llull nos habla de un hombre que, charlando con otros en un corro de la plaza, va y viene de su casa, desasosegado, espoleado al mismo tiempo por una brusca incontinencia urinaria y por una vivísima picazón erótica. La franqueza de un relato como éste —brutal, expeditivo, directo, y, en cierto modo, sano— sólo es posible en un mundo en el que el centro de la vida cotidiana sea la plaza pública: lugar de funámbulos, de juglares, de cómicos, de Carnavales, de bullicio. Es el mundo de Rabelais, y también el de Las mil y una noches. En este mundo, hasta la noción de vida privada se ha desplazado, en diferentes aspectos importantes, hacia la plaza pública. Gargantúa y Pantagruel, canibalescos y exultantes, chillan hasta perder la voz, de pura alegría energuménica, en la plaza. Con el Renacimiento, con el Barroco, con la Ilustración, y luego con la era burguesa, la plaza tiene tendencia a convertirse en monumento o en teatro. Monumento de una vida abstracta —

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

71

la vida de la Ciudad, como entidad absoluta, de la que la plaza es un símbolo, una especie de genio epónimo— o teatro, no del flujo espontáneo y salvaje de la existencia corriente, sino de una existencia ya concebida «de cara a la galería», pensada y agenciada para la plaza como un ritual. La plaza parisina de la Concordia —corazón circulatorio de la irrigación sanguínea de la ciudad, y centro de recuerdos y glorias oficiales de la estirpe— o la plaza vaticana de San Pedro, destinada sólo a determinados acontecimientos cíclicos y prefijados, son dos ejemplos de la nueva idea de plaza que sustituye a la plaza pública de la era medieval. Ahora mismo, y aquí mismo, lo que precariamente pueda quedar de la plaza de Cataluña — un islote inseguro, con surtidores y césped y estatuas clásicas, cercado, insultado y como aturdido por la náusea del humo y la ansiedad de los cláxones—ofrece, en el fondo, el espectáculo, patético, de un intento de mantener el sentido de una plaza que, desde el mismo nombre y el emplazamiento urbanístico, tenía mucho de símbolo de una colectividad. Humillada, precaria y deteriorada, la plaza de Cataluña se convierte así en otro tipo de símbolo, involuntario pero muy elocuente: el símbolo de la insegura y manoseada identidad catalana. Caminemos, no obstante, un poco, hacia barrios más antiguos, más quietos y cerrados: la plaza de San Felipe Neri, desnuda en el silencio frío, plateado y finísimo del agua que mana y que, aguzando el oído, oímos como chorro amansado; la plaza del Rey, con los escalones de piedra que dan acceso al Tinell, intemporal e impávida como un sueño granítico. Lo que fuimos, lo que podríamos ser, lo encontraremos en estas plazas dormidas. (24 de febrero)

CHOPIN, UN DÍA DE ABRIL En abril de 1849, Chopin era ya un hombre declinante. Hacía más de un año que había tocado por última vez en público, en París, en la sala Pleyel; refugiado en Gran Bretaña a causa de la crisis política francesa, Chopin había vuelto a Francia a la entrada del invierno. Sólo escribió, en aquellos últimos meses, dos mazurcas. Después, un largo silencio, un silencio que era como una espera: «Vegeto, espero pacientemente mi fin.» Sábado, 14 de abril, Eugéne Delacroix, pintor y amante de la música —sobre todo de Cimarosa, pero también de Mozart, de Beethoven y del mismo Chopin— fue, al atardecer, a visitar a su amigo polaco. Aún una semana antes, después de comer, paseando por los Campos Elíseos, Chopin explicaba a Delacroix los rudimentos de la armonía, el contrapunto, la fuga. Pero aquella tarde Delacroix encuentra a un Chopin abatido, mudo, que respira con dificultad y tarda un buen rato en recuperarse. Cuando habla, es para decirle que, más que cualquier mal físico, lo tortura el aburrimiento. «Le he preguntado —anota el pintor en su diario— si había conocido antes este vacío insoportable que yo siento a veces. Me dijo que, antes, siempre sabía ocuparse en algo.» El diario de Delacroix no dirá gran cosa más de Chopin hasta que otro sábado, aproximadamente seis meses más tarde, Delacroix se levanta con una especie de presentimiento inquietante y doloroso; después de comer, le llegará la noticia de la muerte del músico. La imagen última que el amigo pintor nos da de Chopin no es el cliché compasivo y tierno del pianista enfermizo. Al contrario, es una imagen de singular vitalidad y energía moral. La consunción física de Chopin se traduce en la experiencia del tormento del vacío, del tedio, del no saber qué hacer del tiempo que se vive, y esta experiencia, sentida al borde de la muerte, en condiciones de total consunción física, resulta inédita para el compositor, mientras que es conocida y familiar, e incluso medio aceptada, por Delacroix; un expediente, quizá para borrar el abismo interior que se le abría en la soledad. Otro amigo, Baudelaire, vio este abismo y le dio un nombre: gouffre, e hizo de él un eje metafísico de su poesía. Pero Chopin, languideciendo en la habitación en penumbra aquella tarde de abril, sentía, por primera vez, las tenazas del vacío, porque ya no tenía fuerzas fisicas para abolirlo con sonidos. Lo que le quedaba, en aquellos meses de agonía lenta en Chaillot, era bien poco: «Entre estos edificios y yo —escribe a su hermana, explicándole lo que ve por la ventana— no hay más

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

72

que jardines.» Y, de todos modos, ya no necesitaba más que la visión callada de unos jardines bajo la gloria frágil de la primavera, la claridad fuerte del verano, los acordes tenues del otoño y la entrada lóbrega del invierno. El recuerdo de los sonidos —¿hay algo de sonido en la luz verde de los jardines?— endulzaba quizá en el fondo de un mundo sin sonidos su espera del más vasto silencio. La muerte en vida de quien se ha habituado al tedio no estaba hecha para Chopin. Suave, el resplandor de unos jardines en la ventana no le celaba del todo el súbito abismo del vacío interior, en el crepúsculo de una vida tan plena. (26 de febrero)

FANTASMAS EN EL FOYER La palabra está relativamente pasada de moda, aquí, porque la magra vida teatral del país tiene ahora otro signo. Pero, antes, fue palabra muy viva. El número de la revista La Ilustración Española y Americana correspondiente al 8 de enero de 1898 —y que lleva aún la indicación del precio en «pesos fuertes», en Cuba, Puerto Rico y Filipinas— contiene, entre otras ilustraciones, un dibujo a toda plana, firmado por Muñoz Lucena, y titulado En el «foyer». El foyer es la salita de reunión mundana que servía para hacer vida social en los teatros antes de comenzar la función, o bien en los entreactos. En este foyer sólo hay dos tipos de personas. Las mujeres son todas bailarinas, con amplias faldillas acampanadas o tutús blancos: jóvenes, más bien ampulosas y vulgares de cara, coquetean con aire de ofrecerse al mejor postor. Los hombres son ya maduros o francamente viejos; van vestidos de etiqueta, con sombrero de copa, bastón y monóculo. Tienen un aspecto de absoluta salacidad y parecen violentamente ávidos. La escena está iluminada por unos grandes globos de luz colgados de la pared por medio de soportes metálicos, o bien sostenidos por estatuas de diosas clásicas. En un sofá circular hay una especie de gran tiesto con plantas, quizá artificiales. En un ángulo, en el suelo, lo que parece un olvidado o desdeñado mensaje de amor: un sobre abierto, una carta arrebujada, dos flores caídas. Un espejo inmenso, lleno de reflejos vagos, difumina la escena. Vamos, sin embargo, a otro foyer, a otro teatro. El mundo, en aquel tiempo, no cambiaba tan deprisa como ahora. La primavera de 1862 —el 7 de abril—, Edmond de Goncourt es presentado por su amigo Paul de Saint-Victor a un joven aristócrata inglés que pasa una temporada en París y escribe versos: Algernon Charles Swinburne. Saint-Victor había conocido a Swinburne en un foyer cosmopolita y vastísimo, durante el baile de la Ópera, y el británico le había comentado que la vida erótica de París le parecía bastante mortecina comparada con la de Londres. Ahora, Goncourt y Saint-Victor, en compañía de aquel singular personaje londinense, intentan dilucidar el misterio de aquellas palabras. Swinburne tiene unos ojos azules y penetrantes, y movimientos mecánicos y febriles a un tiempo; habla con la más refinada educación y tiene maneras muy suaves. De súbito, alarga el brazo hacia un mueble, coge un libro y se lo muestra a los visitantes. El libro está lujosamente encuadernado; tiene unos grabados, obscenos y tétricos, que, al pasar las hojas parece que fulguran con una luz macabra sobre el fondo de las uñas largas y cuidadas del gentleman. El título: Utilidad de la flagelación en los placeres del amor y del matrimonio. No todo, sin embargo, era tan misterioso y tan satánico. El mismo Paul de Saint-Victor, crítico teatral, ¿qué hacía cuando salía del foyer, durante las representaciones? No podemos decir que fuera exactamente lo que se podría esperar de un crítico, pero, aun siendo algo peculiar, resulta más bien modesto como actividad erótica. Lo explicó, años después, la actriz Alice Ozy: «Se contentaba con nada. Lo hacía feliz con sólo permitirle que, en el palco, en el teatro, me descalzara, y durante la representación le dejaba que me sostuviera el pie en su mano.» Es el reverso de la exaltación supliciaria de Swinburne, pero tiene en común la prioridad de la imaginación sobre la experiencia afectiva. Los actos, cuando los hay, valen sólo en la medida en que son galvanizados por el fluido imaginativo. Erotismo de laboratorio. Los sátiros hispánicos del foyer de La Ilustración Española y Americana tenían,

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

73

probablemente, una vida erótica al mismo tiempo más zafia y más concreta. Podemos imaginar un coche de caballos en la noche, bajo los faroles de gas, una alcoba de pesados cortinones, foscos y lujosos, un aire sofocante y enrarecido, una acaparadora y primaria relación feudal entre la bailarina del tutú y el tipo del sombrero y el bastón. Muy lejos se bamboleaban los andamios del edificio colonial con el cañoneo de la guerra de Cuba, mientras en Madrid —como nos explica Unamuno— un espectador de teatro berreaba, comiéndose a la bailarina con los ojos: «¡Ay, rica, todas mis fincas serán para ti!» (27 de febrero)

GUSANOS DE LUZ Los gusanos de luz —las luciérnagas— son parte muy íntima del paisaje nocturno. Silenciosos, suaves, quietos, seguros, en ellos reposan los ojos mientras paseamos, de noche ya, por un sendero rural. Violento, unánime, el sol del día nos ha martilleado demasiado los ojos y los tenemos fatigados de tanto ver la coraza agresiva y opaca de un cielo de plomo. En una revuelta, quizá en la umbría, aquella luz pequeña y clarísima nos sirve de consuelo. Como la tenemos más próxima, parece, aquel atardecer de otoño o de verano, que brille más que las fútiles bombillas eléctricas y los faroles inhóspitos de metal de las calles del pueblo. La mirada encuentra en ellos la misma paz que da el agua callada, cuando sabemos que está allí, constante, esperándonos, con un vislumbre de frescor y de limpieza y de silencio, como si el mundo natural nos quisiera hacer presente de la dulzura. En el año 1625, en Roma y en Venecia, se publicaba el Canzionere del señor caballero Tommaso Stigliani. Tres composiciones de este libro tienen por tema las luciérnagas. Son poesías irónicas, pero, en el fondo, sólo irónicas en el grado en que lo pueda ser Carnet La luciérnaga parece un tema poético modesto, pero la esencia del barroco es la magnificación de los temas modestos, es decir, más o menos lo que será también la esencia de Mallarmé. Pero, dejémonos de literatura, porque el caballero Stigliani tiene otras preocupaciones. Por una parte, el aceite de la lámpara es caro, de manera que tendrá que pedir a las luciérnagas —«estrellas animadas»— que formen una piña, que se unan «todas como una lúcida conjura / contra la noche oscura», supliendo así la «sangre verde» del olivo, que se ha encarecido en exceso. Y, en otro poema, estas «velas vivas» que tienen «la grupa de oro», son invocadas con añoranza aún más punzante, porque el poeta se ha quedado sin la luz de los ojos de la gata, la «linterna antigua» de su gabinete de trabajo, que ha huido. Ah, pero ocurre que aún va a verse más apurado. En un tercer poema pide a las nubes oscuras que le dejen ver la claridad de la luna, a fin de poder escribir algunas rimas esdrújulas, porque la situación es realmente desoladora: ya no tiene gata y no se encuentran gusanos de luz. Nuestro tiempo ha perdido, quizá, el secreto de hacer arte, jocoso y radiante, con estos motivos mínimos. ¿No era de eso, precisamente, de lo que hablaba J. V. Foix al decirnos que de soltero, «reia de foll o llanguia d'un re»? Todo, si lo miramos con ojos vírgenes, puede exaltarnos o abatirnos. Pero hay que tener ojos. Hace cerca de mil años que se escribió una cosa mucho más poderosa, y delicada, y vasta, sobre las luciérnagas. No sabemos la fecha exacta: entre el 1005 y el 1011, probablemente. Lo escribió una mujer distinguidísima, de una treintena de años en aquel momento, preceptora de la joven emperatriz. La conocemos con el nombre de Murasaki Shikibu y es la gran figura de la literatura japonesa clásica. En un pasaje de su obra máxima, la Historia de Genji, una señorita recibe a un príncipe pretendiente y se esconde, casta y reservada, en la penumbra, tras una cortina que le sirve de pantalla. De pronto, mientras el pretendiente se explica, el padre adoptivo de la muchacha abre la cortina y se hace un brusco y poderoso resplandor; de noche, el padre, previsor, había escondido entre los pliegues de la cortina una pequeña multitud de luciérnagas que, en un instante breve y supremo, muestran al príncipe enamorado el perfil fugitivo y delicadísimo de la amada. La noche sabia del poeta barroco italiano se enciende, con las luciérnagas, como la

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

74

caligrafía de un fuego de artificio en la página. Remota, con un roce muy leve de ropas, la noche de la dama japonesa, plena de la gloria celada de las luciérnagas, nos deja los ojos deslumbrados, como los del príncipe amante: hay, de pronto, en la claridad que evocan las hojas de este libro de hace mil años, una belleza tan nítida y visible que casi quema. (28 de febrero)

OLIMPÍADAS Hace casi ocho años —el 7 de setiembre de 1972—, en París, o quizá en una casa de campo de un pueblo llamado Saignon, en Vaucluse, estaba un hombre trabajando en una mesa de despacho. Un personaje físicamente singular: muy, muy alto, con una cara singularmente juvenil, como una especie de Dorian Gray. Sólo he hablado con él una vez: recuerdo la vivacidad de sus ojos; la precisión, firme y suave, de las palabras. Cada palabra se deslizaba, tensa y tenue, con el silabeo del habla argentina. El hombre que trabajaba, aquel día, en una mesa de despacho, es escritor, y se llama Julio Cortázar. Tiene cerca de sesenta años entonces, pero he dicho ya que, por la cara, no podríamos decir su edad. El trabajo es más bien rutinario, maquinal: corrección de unas pruebas de imprenta, las galeradas de una novela. Pero, todos los que escribimos lo sabemos: un trabajo de este tipo no es nunca un simple trámite de comprobación. Volviendo a leer las palabras, a veces no nos parecen lo suficientemente justas, son inexactas o, al contrario, insistentes. No puede haber repetición ni poquedad. A veces, es preciso que algún estímulo exterior nos ayude a no amodorramos, a no leer pasivamente, a no dejarnos llevar por la inercia. El hombre ha encendido, pues, la radio. Todos los boletines informativos hablan de la matanza que ha tenido lugar durante los Juegos Olímpicos de Munich. ¿Lo que el hombre siente ha de entrar, en cierto modo, en lo que escribe? Entra, al menos, en este caso. El hombre comprueba que los amos de la Tierra se permiten las más eficaces lágrimas de cocodrilo deplorando «la violación de la paz olímpica en estos días en que los pueblos olvidan sus querellas y diferencias». Las palabras no son de Cortázar; él las pone entre comillas. Y — exasperado, abrupto— pregunta luego: «¿Olvidan? ¿Quién olvida?» Es la pregunta de un moralista; una pregunta ética. Cuatro años antes, en 1968, otro hombre escribía en un despacho. Es un despacho muy distinto, en un lugar lejano: el cuarto de un diplomático, en Golf Links, barrio de embajadas, en Nueva Delhi. También este hombre, que tiene ya cincuenta y cuatro años, sorprende por su aspecto juvenil. Hay una especie de intangible serenidad apolínea en el habla y en el gesto, la serenidad de alguien que vive la historia desde el fondo de un sustrato de pensamiento. No obstante, la vive como es, tan siniestra y esquinada y espesa e hiriente, y nos impresiona de manera muy viva. El hombre habla en voz más bien baja, en la que el acento mexicano es sólo perceptible de manera muy fugaz e intermitente, como una especie de telón de fondo, un biombo sutil, casi translúcido, que, sin embargo, sostiene la luz clara de las palabras. Palabras claras, sin duda, pero también violentas, que hieren la hoja en blanco. El hombre —es poeta y se llama Octavio Paz— ha recibido una invitación oficial, del Comité Organizador del Programa Cultural de la Olimpíada de México, para que componga un poema en celebración del «espíritu olímpico». ¿El espíritu olímpico? Un espíritu olímpico supone, o más bien, supondría, para existir realmente, un fondo social perfectamente nítido, de una absoluta limpidez, igual que este papel que hasta ahora era blanco. Algo muy distinto, ciertamente, de las noticias que le llegan de México, donde unos mandatarios brutales hacen que una bárbara guardia pretoriana extermine —y, precisamente, como una regresión a los sacrificios humanos, en una plaza que es todo un símbolo en la historia del país— a una multitud de centenares de estudiantes. ¿Espíritu olímpico? El poeta sólo puede hablar para vituperar su ausencia. El tema del poema será, precisamente, la estéril y sangrienta profanación de la limpidez de la hoja, idéntica a la profanación de la plaza: «Los empleados / municipales lavan la sangre / en la Plaza de los Sacrificios.» Semanas más tarde, Octavio Paz, que, como protesta, ha dimitido su

Pere Gimferrer

75

Dietario (1979 – 1980)

cargo de embajador de México en la India, llegará en un barco al puerto de Barcelona, procedente de Bombay. Una tarde de invierno, unos cuantos amigos le esperábamos en el muelle. La muerte moral de las Olimpíadas no es de ahora: estaban muertas en 1968, estaban muertas en 1972. Sobre un fondo de violencia, mentira y mercadeo, se sostenían sólo como una fachada, tan ilusoria como una decoración de teatro repintada apresuradamente por los tramoyistas. Por dentro, todo eran ruinas. La restauración contemporánea de las Olimpíadas fue una nostalgia de la antigua era armónica; el barón de Coubertin soñaba con la Grecia olímpica de la misma manera que Isadora Duncan soñaba con el retorno a la pureza sagrada del baile helenizante. Sueños que eran, de hecho, residuos clasicistas de la belle époque, perpetuados en el optimismo de los años veinte, y luego, ya cada vez más anacrónicos, menos admisibles, duramente desmentidos por la aspereza de los hechos. Que, ahora estalle todo de manera aún más fuerte con motivo de la convocatoria de Moscú, no quiere decir sino que ha habido un desastre —la intervención soviética en Afganistán— de alcance más visible que las matanzas de México o de Munich. Eso, no obstante, no varía en nada el fondo moral de la cuestión: simplemente, hace más difícil que se pueda perpetuar una mentira que ya muchos sabíamos que era mentira en 1968 y 1972. No hay «neutralidad» deportiva, y, en rigor, no hay deporte, sino espectáculo deportivo y negocio deportivo. El deporte no tiene, en ningún sentido, el papel social que tenía en la Grecia antigua, papel que va ligado a un determinado ideal de cohesión colectiva y a una determinada armonización de lo físico y lo moral en la existencia humana. Relegándolo al encapsulamiento de los trabajos mecánicos, el mundo contemporáneo desposee al cuerpo de cualquier papel en una vida automatizada. En una situación así, convocar unas Olimpíadas es empezar la casa por el tejado. Antes, sería preciso construir un mundo donde tuviera sentido convocar unas Olimpíadas. Las Olimpíadas de ahora son sólo una determinada inversión de capital —monetario, técnico, humano—que no daría a Píndaro materia ni para un solo verso. Son un espectáculo costoso y amortizable, no una manifestación del espíritu colectivo. (1 de marzo)

LA POETISA Y LAS NUBES Esta señorita mira las nubes. Tienen un color rojizo cuando se pone el sol; o blanco como la espuma, infladas por el aire tibio y puro; o convertidas en llama violenta de tempestad, como nuestra pasión. Navegan en el aire, con un albor de nieve, en la cima encendida del firmamento. La señorita que mira las nubes, la señorita que ha escrito versos sobre las nubes, no tuvo muchos estudios. A una muchacha de Almendralejo, hacia 1835, le bastaba aprender a bordar y a hacer puntillas: arte difícil, delicado, sutil como la poesía. Hay una familiaridad instintiva entre los ojos de aquella señorita —tenemos un retrato suyo a los dieciocho años, y es exactamente la estampa de una heroína romántica: pelo negro y espeso con raya al medio, mirada soñadora e intensa— y la proximidad, presentida, de la muerta. La poetisa vivió noventa años, conoció dos siglos, asistió al mediodía y también al crepúsculo del Romanticismo. Pero el misterio, el silencio, la paz final, algo tan callado y tan oscuro y tan denso como las nubes que de noche velan la luna, la envolvía desde muy pronto. Tenía una enfermedad romántica: la catalepsia, la falsa muerte que, en las historias folletinescas y en las fantasías de Poe, suscita el fantasma pálido e implacable de la inhumación en vida. Vestía de pana verde; escribía en una consola que era también piano; en su viaje de bodas —el marido era extranjero: bien plantado, con bigote, señorial y byroniano— fue a París, a Londres, navegaron por el Rhin. Tenían un caserón cedido por la Reina regente, con casacas, arañas de cristal, salones dorados y salas de armas; en el jardín, había estanques, una fuente, glorietas, todo bajo el cuidado de un jardinero francés. La señorita es señora ya, pero, claro está, todo el mundo la conoce por su nombre de soltera, por su nombre de poetisa: Carolina Coronado. Estamos en Madrid, a mediados del siglo pasado. Una tarde llegan a la casa dos huéspedes ilustres: Alejandro Dumas, padre e hijo. El señor Dumas,

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

76

padre, gasta pipa y pantuflas turcas, y escribe en grandes folios de papel de Holanda. No tiene traje de etiqueta, y Carolina Coronado, discreta y generosa, le regala un frac. Estas nubes de Lisboa ¿son las mismas nubes de antes, las nubes de la adolescencia de Almendralejo, las nubes del matrimonio en el caserón de Madrid? ¿Son, quizá, las nubes luminosas del viaje de bodas, reflejándose, en las aguas del Rhin? Carolina Coronado, ahora, no contempla ya mucho las nubes. Es viuda, vive encerrada, en casa, con luz de quinqués porque no soporta la electricidad. No sale a la calle: detesta los tranvías. Ha escrito un poema sobre la muerte del siglo XIX, sobre aquella noche en que la luna ilumina, al mismo tiempo, dos siglos. Ha escrito otro poema en el que se dirige a los poetas del futuro; a mí, por ejemplo, que escribo versos ahora. Nos dice que ellos, la gente de su tiempo, construyeron trenes y perforaron montañas. Nos dice, que el dios de la mecánica arrasó su alma. Pero anuncia, que nuestro tiempo será aún más tenebroso, porque el estruendo de la guerra y los cañones aplastará la libertad y el arte. Carolina Coronado murió en el palacio de Mitra, de Lisboa, uno de los últimos días de enero de 1911. En la biblioteca del palacio, bajo la luz amarillenta de los quinqués, había un libro hermoso y noble; dentro, una carta con sobre de luto y marcada con lacre de una palabra castellana: «Desengaño.» Era la carta que le había enviado, anunciándole la muerte del padre escritor, la hija de Alejandro Dumas. En las vitrinas familiares de Carolina Coronado, unas copas de cristal llevaban, pirograbado, el nombre de Dumas. El recuerdo de su huésped, tan borroso y, al mismo tiempo, tan cautivador como el sonido de las arpas que las hijas de Carolina Coronado tocaban en aquel caserón lejano de Madrid, en las veladas literarias. Hay que desalojar el palacio de Mitra. Hace frío en estos días finales de enero, tan ásperos, como un arañazo en la dulzura de Lisboa. Han apagado los quinqués; las estancias están vacías y cerradas. Por el cristal oscurecido de una ventana pasan sombras de nubes como las que, hace muchos años, miraba una poetisa adolescente. (2 de marzo)

UN ATARDECER DE OTOÑO Todos conocemos estas visiones del paisaje italiano, en los días que cierran la última Gran Guerra. No las conocemos, muchos de nosotros, por los noticiarios, sino por unas imágenes que, de manera oscura, parecen más verídicas que cualquier noticiario: imágenes grisáceas, contrastadas, con el blanco y negro fuerte y áspero de las primeras películas neorrealistas de Rossellini. La calma helada de los campos mudos bajo el cielo nublado o bajo la gloria del sol, y el silencio chapoteante del agua en los juncos, y la metralla en las calles —como en el poema de Salvatore Quasimodo: «Aquel geranio encendido / en el muro acribillado por la metralla»— y el roce sombrío del cuero y las culatas de los fusiles, entre sombras y ruinas. Todo eso nos pasa por los ojos con un fragor suave de lejanía; punzante, sin embargo, e interiormente hiriente. No hace mucho, tuvimos otras imágenes, en color, que sustituían, o quizá alegorizaban, a las antiguas imágenes de Rossellini. Eran, ahora, unas imágenes de violento resplandor, imágenes de un sueño épico: carros de heno y aperos de labranza, y asambleas populares, y fascistas que huían por el silencio de los campos. En el fondo del caserón, un hombre envejecido antes de hora —el amo— era detenido por un chiquillo que llevaba una pistola, como en una estampa de aleluya revolucionaria. Hay, en los ojos del amo de la casa, una fatiga antigua, y el jefe del grupo de campesinos armados le perdona la vida porque —dice— «el patrón ya está muerto». En el fondo, ondea al viento de la llanura una gran bandera roja. Son, de hecho, las últimas imágenes de Novecento, la película de Bernardo Bertolucci. Históricamente inexactas, tienen, no obstante, la existencia, irreductible, de un mito fílmico, que impone su entidad poética durante el tiempo de la proyección. Pero vamos ahora a Italia. Es un atardecer de otoño del año que siguió al final de la guerra; el otoño de después de la secuencia insurreccional de Novecento. Italia, herida y fatigada, vive en

Pere Gimferrer

77

Dietario (1979 – 1980)

paz. Hay, en aquel atardecer, unos hilillos de niebla en la claridad moribunda del sol. Un niño de cinco años juega en un camino, cerca del lugar donde el camino acaba, en el límite de los campos. De pronto, interrumpe su juego, y el padre —un hombre joven, de treinta y cinco años— deja al niño solo en aquella zona insegura, ni del todo noche ni del todo día, ni del todo campo ni del todo camino, espléndida en un silencio de hojas muertas. Quietos, todos sienten el hielo de una presencia turbia: la llegada de la noche, la caída de la estación hacia el frío y la oscuridad, un crepúsculo del día y del año que anuncia el crepúsculo de la vida. Y ahora, el niño, solo entre las hojas muertas, en la oscuridad de la línea del camino, mueve la mano, saludando débilmente, sin gracia. Tiene los ojos tímidos, tiene una sonrisa velada y marchita. Pronto dejará la región de la sombra; hay como un presentimiento que sobrecoge ante los dolores que han de venir y que le hace refugiarse donde están los mayores, también, en definitiva, tan ansiosos y débiles como él en aquella hora indecisa. ¿No os recuerda también alguna película lejana, esto? Sí: probablemente os recuerda la tristeza lejana, de paraíso perdido, imposible y ya amargo, de las primeras imágenes de La Luna, cuando se levanta en el cielo —sobre la palidez blanca de una carretera a la hora del anochecer— la gran claridad lunar, lechosa y desvanecida, en un otoño irreal. Aquel niño de La Luna ¿es el mismo que jugaba en el límite del camino, chapoteando en el oro oscuro y abolido de las hojas muertas? Aquel niño soñará, años después, con las imágenes épicas de Novecento. El niño se llama Bernardo Bertolucci; es su padre, el poeta Anillo Bertolucci quien, en un poema, nos ha hablado de aquel atardecer de otoño en el primer año, sombrío y aún incierto, de la posguerra italiana. Sentimos, ahora, muy profundo, el frío de aquel otoño. (6 de marzo)

LA PISTOLA Y LOS SALONES No: este poeta, ahora, no lo encontraréis en el campo. Siendo más joven, había vivido en el campo, y en una carta hablaba de los profundos abismos y del vuelo alto, noble y solitario de las águilas, y del verdor extenso y ondulante de las estepas. Escribía, entonces, que se alimentaba de sentimientos mudos y de la belleza del paisaje. Conocía las cimas nebulosas, y los ventisqueros, y también el verdor de los jardines y el azul más oscuro del mar bajo el azul más claro del cielo. Pero ahora lo encontraréis en los salones. En un poema nos los describe: aristócratas, militares, galanes, diplomáticos, damas soberbiamente vestidas, altivas bajo la luz de las arañas de cristal. Mirad, parece un cuadro: la señora de la casa está rodeada —como si le sirvieran de marco— por un grupo de caballeros, pulcrísimos, que hablan con atenta frialdad de autómatas. Taciturno, un hombre contempla el salón como si viera un grupo de fantasmas. Este hombre ¿es el poeta mismo? Si lo es, lo es sólo interiormente, sólo en el fondo —tenso y corrosivo, o glacialmente vacío— de la conciencia. Porque visto en la superficie, parece que encaje allí perfectamente, hecho una sola sustancia —embriaguez de la claridad de los candelabros, embriaguez de las mesas de juego, embriaguez del nácar de los abanicos— con aquel roce de murmullos y de ropas deslumbrantes en la noche de San Petersburgo. Un amigo suyo nos lo explica: «Sólo me encuentro con Pushkin en los bailes. Y seguirá así, malgastando su vida, si no hay algo que le obligue a irse fuera.» Fuera. Seis años antes, Pushkin había terminado un poema narrativo: Eugenio Oneguin. Quiero detenerme, ahora, en un momento de este poema. Se ha hecho de día, y luce el sol sobre una pasajera borrasca de nieve. Oneguin se levanta de prisa, asistido por un criado francés. Esta mañana, Oneguin, tiene una cita, y acude a ella en trineo. Lleva, en un estuche, una pistola, marca Lepage, la más famosa entre la gente elegante de la Rusia de aquel tiempo. Han llegado ya: cerca de un molino, bajo los robles, en un día frío y claro. Oneguin tiene concertado un duelo con un poeta joven. Oneguin ¿es Pushkin? Ah, pero un poeta joven ¿no es también Pushkin en cierto modo? Brillan las pistolas; las balas están ya dentro de la espiral del cañón. Oneguin dispara, y el poeta cae. Oneguin nota como una especie extraña de frío; ha herido mortalmente al poeta. Y, ahora, la mente del poeta está oscura y callada, como una casa donde no vive nadie, con las contraventanas

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

78

cerradas: una casa de aquellas que en Rusia tenían los cristales blanqueados con creta para amortiguar la acción del sol en los largos meses de soledad. Y, mirad: estamos en los alrededores de San Petersburgo en uno de los últimos días de enero de 1837. Es ahora Pushkin mismo quien tiene una cita fuera, y precisamente con su cuñado, un emigrado francés, el oficial de la guardia D'Anthès. Ya no es hora de hacer versos escuchando música de Rossini; es hora, quizá, de mirar cara a cara un destino que presentimos, turbiamente y como a oscuras, en el entramado de un poema. Pushkin camina, con la pistola apuntando al suelo. D'Anthès —sin moverse, fijo como una obsesión— dispara. Hay un orificio, sanguinolento y ennegrecido, en el pecho de Pushkin, que cae ahora, en esta helada mañana, en las afueras de San Petersburgo, como el poeta joven cayó bajo los robles, cerca de la rueda del molino, en la frialdad solitaria de los campos. El almanaque del Gotha publicado en el año 1838 es un volumen muy pequeño. Hace el inventario anual de pérdidas y ganancias de la vida mundana; cronometra los corrimientos de tierras y los mínimos trasvases sísmicos del tiempo parado y yerto de la aristocracia frívola y la galantería de los salones. Hay una línea, lacónica, perdida en un rincón del almanaque del Gotha, que recuerda el día del año 1837 en que murió, a consecuencia de un duelo, el poeta ruso Alexandr Pushkin, de origen noble. La letra en minúscula, pero las palabras tienen un restallido seco y súbito como el disparo de una pistola en el brillo de los salones una noche de baile. (8 de marzo)

LA MULATA Y EL DANDY Bajo el retrato de la mulata, el dandy ha escrito unas palabras latinas: «Quaerens quem devoret.» ¿Un tema, una divisa? Antes, los caballeros entraban en torneo, a menudo, celándose el rostro, identificables sólo por el color de sus ropas y del escudo y por la magia lacónica y hosca de unas palabras. «Amigo sin amiga», «Antes deseo que piedad», «Corazón desventurado no tiene morada», leemos, por ejemplo, en Curial e Güelfa, y podemos imaginar a aquellos caballeros vestidos de oscuro, con escudos negros, entrando en liza bajo el cielo de un día muy claro, todos como un relampagueo de metal, de herrajes y de lanzas que hería vivamente los ojos de las damas sentadas en los palcos. Pero estos ojos de ahora no pueden ser heridos por nada del mundo: son unos ojos que tienen «la limpidez pesada de los estanques lóbregos y la calma aceitosa de los mares tropicales». Ella es negra pero luminosa, con un brillo como de fanal, como la claridad amarillenta y pálida de las luces de gas en la noche febril y enferma de París. Sí: la mulata, errante por la vida nocturna, es una tigresa, o un vampiro, o una amazona, o, más aún, la lejanía azulada del resplandor lunar, que tiene, en los rincones oscuros de la ciudad inmensa y putrefacta, un roce muy suave de seda, tenue y devorador: «Quaerens quem devoret.» Las palabras son muy antiguas, de la primera epístola de San Pedro: «Vuestro adversario, el diablo, como león rugidor, ronda buscando a quien devorar.» Aquí, en «la escala secreta de la alcoba», la relación entre Jeanne Duval y Charles-Pierre Baudelaire equivale, pues, a la relación entre el león y la presa. La belleza tosca devora al dandy en el sofoco de terciopelos del tocador, donde el aire, enrarecido, atora en la garganta el pensamiento de un grito ronco, jadeante en la tiniebla perfumada y acre. Sabemos como era Baudelaire: un hombre con guantes de color rosa, pelo largo y teñido, recogido en forma de tirabuzón en un rizo tras la oreja, calzado con unos escarpines tan lucientes que le podían servir de espejo —y, de hecho, le gustaba mirarse en ellos, estampa consumida e impávida de camafeo—: aparición espectral, imagen detenida de sí mismo. Alguien lo vio caminar por el terraplén de la puerta de Namur: de puntillas, haciendo eses para no pisar la suciedad, o dando brinquitos si llueve, intangible en la blancura de la camisa, vestido con una hopalanda ampulosa, como un comediante. Vivía en familiaridad permanente con la elegancia, en aquella región donde ésta se convierte, al mismo tiempo, en una disciplina ascética y una forma controlada

Pere Gimferrer

79

Dietario (1979 – 1980)

y como estoica de obscenidad. El dandy, más que perverso es moralista: de la elegancia hace una escuela, un proyecto de vida, riguroso, y en cierto modo basado en una transmutación del material vivido, en una exaltación minuciosa y sistemática, que parecería gratuita si no la sostuviera una especie de pasión ética. Como si dijéramos, el molde de una religiosidad vaciada de fe, pero igualmente poderosa y operante. «Aunque Dios no existiera —escribe el dandy— la Religión sería santa y divina.» ¿Provocación? No más que asociar a la mulata Jeanne Duval —es decir, la propia obsesión, el fantasma o fetiche erótico central de una existencia— con el león de la remota epístola sacra. Hay una verdad moral profunda en el fondo del designio de elegancia y de excentricidad del dandy. Hay la intuición, lúcidamente formulada, de la analogía entre la experiencia interior y la vida erótica si se plantea como parte de una vida que, deliberadamente, haya estado pensada siempre en términos de evaluación moral. Sabemos donde nació el dandy: en la esquina de la rue Hautefeuille con el boulevard SaintGermain. La casa fue demolida en una de las fases de la fiebre urbanística parisina. Ahora, la rue Hautefeuille, breve, alberga cuatro pequeños cines reunidos en un solo complejo. Hacia el atardecer, al lado de una librería de temas esotéricos y ocultistas, cuando el cielo es aún claro —de un azul dulce, matizado y nítido, o de un gris perla húmedo— hay cuatro colas no muy largas de gente que espera el inicio de la sesión. Cada cola corresponde a uno de los cines, pero las fronteras son, a veces, borrosas e inseguras: hay que hacer un pequeño itinerario, dibujar con precisión el plano mental, la topografía del lugar. En el fondo de un pasadizo, o en lo alto de una escalera, os sorprende la aparición súbita de la pantalla, inesperada, exaltadoramente luminosa en la oscuridad. No: Baudelaire, sin embargo, no está tan lejos, porque eso que vemos ahora es, desde luego, «el fuego claro que llena los espacios límpidos». Y ¿por ventura no son «pilares vivientes que dejan ir a veces palabras confusas» estas sombras de plata blanquecina sobre un lienzo virgen? ¿No vemos «un bosque de símbolos»? Cuando salimos a la calle, hace un poco de fresco ya: quizá ha llovido ligeramente, una lluvia fina, como un escalofrío que ha enjuagado las aceras y las terrazas de los cafés. Por los bulevares, pasa un río de gente. Cuando hacía ya tres años que Baudelaire había muerto, el fotógrafo Nadar —el hombre que, en una tarde de teatro, hacía ya más de un cuarto de siglo, había presentado al joven Baudelaire a la actriz mulata— ve por los bulevares una figura singular: Jeanne Duval, envejecida, caminando con muletas y hablando sola. Nadie volvió a verla más. Podemos pensar que Nadar, el fotógrafo, volvió la cabeza y la siguió con la mirada. Deshecha pero nunca abatida, la diosa oscura erraba aún como el león que vislumbró Baudelaire. Mirad: está ya lejos. Las fauces de París han devorado una sombra más. (9 de marzo)

EL CUARTO DE LA POETISA Podemos ver ahora este cuarto. No se trata, desde luego, de un cuarto habitado por alguien; se ha convertido en un museo, en un lugar de peregrinación. Desnudo, tiene un crucifijo que preside la cabecera de la cama, una cama decimonónica, de madera antigua, noble y severa. A los pies de la cama, en el suelo, hay un jarro grande con flores. Pero lo que más llama la atención en esta fotografía que ahora miro, es la ventana. El cortinaje, solemne y translúcido, se abre —suspenso en la nitidez inmóvil del aire— a un vivísimo resplandor, que sólo presentimos, como algo compacto, vago y poderoso. Es la claridad del día en el paisaje exterior, tal como la veía la poetisa, con ojos ya mortecinos, en esta habitación donde murió, un regusto de luz en el silencio del atrio, prolongándose en la paz verdosa de los olivos. Rosalía de Castro era ya un ser desfalleciente cuando el 15 7 de julio de 1885 pidió que le trajeran un ramo de pensamientos, su flor más amada. Tenía el ramillete cerca de los labios, y sintió un ahogo; con la vista enturbiada dijo a su hija mayor: «Ábreme la ventana. Quiero ver el mar.» Sí, es esta misma ventana que vemos ahora, esta ventana en la que las cortinas anuncian la insurrección

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

80

de la luz; pero desde esta ventana no se puede ver el mar. ¿Lo vio, quizá, con otra mirada, una mirada interior, más quieta y pura? Quizá, por dentro, esta mirada de la mente y del espíritu, en los instantes del tránsito a la muerte —pues ya no dijo nada más— se abrió a vivir con otra intensidad, con una duración distinta. La dimensión del recuerdo quizá, y de un recuerdo aún preciso y lozano, porque sabemos cuándo Rosalía había visto el mar por última vez. Fue en un viaje de despedida, un adiós a la sal y a la espuma y la ola; el último día, a punto de dejar el puerto, el marido —¡sabemos tantas cosas de este marido y, por otra parte, tan pocas!— recuerda a Rosalía erguida en el vagón del tren, la portezuela abierta, esperando de un momento a otro que la máquina se pusiera en marcha. El sol, el mismo sol que luce en la playa que acabamos de dejar, el sol vivificador en los murmullos luminosos y salobres de la orilla, le ilumina el rostro: un rostro fatigado, sin belleza pero con una firme y al tiempo mansa tensión interior que recobraba una sombra de paz transitoria bajo aquella claridad marina. Ha salido ya el tren; Rosalía se adentrará, sombra entre sombras, en el jardín, en el atrio donde callan, hoscos y serenos, los olivos. ¿Vio el mar Rosalía? El cuarto, ahora, está vacío, pero en las cortinas late, con la luz del día, el eco de la luz del agua en la playa perdida. Si cerráis los ojos, en el rumor de las hojas bajo el aire nítido y claro ¿no sentiréis, muy hondo, como un murmullo de olas en este cuarto inhabitado? (11 de marzo)

EN EL RETORNO DE HELENIO HERRERA Sí: ha vuelto el míster. Como todo el mundo sabe, el míster quiere decir el entrenador de fútbol. Pero, para cualquier persona que haya vivido en Barcelona hace una veintena de años, el míster por antonomasia es Helenio Herrera. Sólo él, incluso para los que no tenemos costumbre de ir al fútbol, impuso un personaje, insertó un mito en el mapa de la época. El míster, conocido también por el conciso criptograma de «H. H.», pertenece al nuevo empuje mitológico de los últimos años cincuenta, de los primeros sesenta; se inscribe en ellos con tanta naturalidad, con tanta fuerza y nitidez, que resulta inseparable del espíritu del tiempo. El míster, Helenio Herrera, va unido, en la memoria, a los inicios de la apertura del cosmopolitismo hedónico —y adónico— de Tuset Street, vivo y reluciente de plástico y de colores llamativos. Recuerdo un día laborable de primavera, a la una de la tarde, hacia 1965. Una cafetería, hoy desaparecida, se llamaba Ischia. Nombre de una Italia turística, sofisticada, barnizada: postal de tonalidades fuertes para mirar en un ciclorama. Y, aquel mediodía, Ischia —en la calle Tuset, haciendo esquina con la calle de la Granada, de modo que las mesas de su terraza parecían continuar las del «pub» y las de La Coya del Drac— estaba increíblemente abarrotada, llena hasta rebosar de gente de pie, como en un autobús. Todo el mundo tomaba refrescos, a menudo de nombres extranjeros, exóticos, de invención reciente; nombres sugestivos y remotos, nuevos de trinca, para bebidas de colores tornasolados, anaranjados, verdosos o rojizos bajo el cristal imperial y lujoso de los vasos y los cubitos de hielo o bajo la tempestad petrificada y mínima de los granizados. Era gente joven: estudiantes o profesionales incipientes medio desocupados, que ahora son escritores, o son cineastas, o son diputados de la izquierda moderada, o son arquitectos, o bien se han eclipsado del mundo visible y viven —quién sabe dónde— una existencia marginal y oscura. Pero aquel día, en aquella mañana —como en un instante solar, de plenitud cenital todos eran, todos éramos, fraternos en la exaltación efímera de un simulacro coloreado del Londres de los Beatles y Mary Quant. Helenio Herrera, ausente desde hacía ya unos cuantos años —pero perpetuamente renovado en el recuerdo por las noticias de Italia y por las entrevistas, y, quizá, por algún viaje fugaz—, formaba parte, de manera difícil de precisar, de los preludios de todo esto. Lo vemos asociado a un mundo de vaho cálido en los vestuarios, de vapor en las duchas, de césped verde en la claridad de la mañana, con un silencio que era presentimiento del clamor que llenaría más tarde el estadio. Ubicuo, vestido con gabardina, una cartera o un maletín de mano, era

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

81

el hombre de los aeropuertos y de las autopistas, el genio de la arrancada, el brujo tribal y talismánico, el espíritu transfigurador del gadget, imagen multiplicada en los noticiarios. Siempre rápido, caminando, con impulso viajero: o, si se sentaba, siempre como quien controla una red compleja de movimientos por simple poder mental. Publicaba sus memorias, e incluso un libro de cuentos de suspense; se convertía en productor y autor cinematográfico con Ditirambo, el primer largometraje dirigido por Gonzalo Suárez, una de las películas iniciales de la «Escuela de Barcelona» de los años sesenta; se asociaba a todo lo que era movimiento y brillo de moda y exorcismo; comulgaba con la superficie —como una lámina muy lisa de agua, que recibiera sacudidas eléctricas— de la corriente desasosegada del tiempo. Me gusta, ahora, que haya vuelto como ha vuelto: escabulléndose, primero, en una furgoneta, para aparecer después en los salones del Hotel Princesa Sofía, con todo lo que estos salones tienen de escenario internacionalista y vistoso, con aquel aspecto de lugar mágico —como una estación interplanetaria, o como el free shop de una terminal de vuelos de larga distancia—que, veinte años más tarde, son el equivalente exacto de la atmósfera de modernidad nerviosa y dinámica que hizo el aura del mito. Lo que pase ahora interesará sólo a los aficionados al fútbol. A los otros —los que, en la vida de los mitos sentimos latir el espíritu de la época— nos basta saber que el segundo advenimiento de H. H. ha sido tan imprevisto y espectacular como lo exigía el récord de un mito que ya creíamos que no podía volver de unas vagas lejanías italianas. (12 de marzo)

GARDEL Quizá sean los registros antiguos, adaptados a los discos actuales, o tal vez la lejanía del acento. Pero, en esta voz, hay algo que nos sobrecoge. No: no es el registro, no es el habla argentina. Es la manera de decir del hombre. Curioso: lo sentimos como un artificio; podría resultar afectado, excesivo, grotesco incluso, y en cambio nos conmueve. Pasa como con las letras: analizadas como textos literarios, parecen malos, pero resulta turbador reconocer que, de un modo oscuro, llegan al fondo, tocan —como la gran poesía popular o anónima de cualquier época— el núcleo vivo de los ciclos de la existencia humana. Es el misterio del tango. Veamos, por ejemplo, alguna película de Gardel: argumentos inverosímiles, estenografía desueta y hórrida, realización primaria. Las canciones son presentadas de la manera más convencional, y, según lo miráramos, encontraríamos fácilmente también que Gardel va maquillado de modo chapucero, y que el gesto y la dicción son elementales y efectistas. Pero todo eso no tiene ningún valor, porque el caso es que Gardel nos emociona. La grandeza de Gardel, y la del tango, no se miden con este tipo de criterios. La emoción genuina y el arte incomparable de Gardel pueden prescindir muy bien de cualquier juicio intelectual, de la misma manera que puede prescindir también el jazz de Nueva Orleans. ¿Que hay algo que rechina, algún exceso, alguna sombra o tentación de truculencia? Tampoco nosotros, en la vida normal, nos ennoblecemos, nos comportamos como héroes de novela. En nuestra vida hay algo esencialmente gris, entristecedor, cotidiano, lamentablemente vulgar, opaco, sin esperanza y sin grandeza, algo como envejecer y sufrir y morir y estar solos, algo que no redimiremos, aunque queramos vestirlo con la clámide de púrpura del arte noble, algo que sólo vislumbraremos como es —desolado y pobre e inerme y, sin embargo, tan nuestro— en la oscuridad anónima de la letra de una letra de tango. Estos letristas —Santos Discépolo, Alfredo Le Pera y tantos otros— fueron, en cierto modo, los grandes elegíacos del hombre moderno. Los otros elegíacos, los poetas de la vida urbana —una tradición que comienza en Baudelaire y que Eliot continuará— transfiguran una experiencia diaria, la reducen a arquetipo, la amoldan a la tradición ennoblecedora del gran arte de siempre. De este modo, claro está, dibujan de manera más precisa los contornos, los insertan en una perspectiva moral más dilatada. Éste es el cometido más alto del arte culto. Pero hay otro arte, más humilde, que, a su modo, toca también el centro de todos nosotros, el nervio que, sólo con acercar las puntas

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

82

de los dedos —como cuando el cantante de tango los pasa por la guitarra—, sentirá una sacudida, un aguijonazo, una angustia, porque este nervio, inseguro y sufriente, es lo que en el fondo somos tras el fragor de las palabras. ¿Hay, en la vida, horas de exaltación y de alegría real? Naturalmente, no basta con decir: «Es medianoche, el cabaret despierta», o soñar con las «rubias de Nueva York». Todo, sin embargo es transitorio, y la mayor parte de nosotros ha dicho de alguna persona o de alguna idea: «¡Y pensar que hace diez años / fue mi locura!» ¿Quién no ha de confesarse que en algún momento «vivió de mala fe»? Y en cuanto a los recuerdos antiguos, en cuanto a lo que vemos en la infancia con ojos vírgenes, en cuanto a la ciudad o al barrio transfigurado por el recuerdo, sabemos muy poco y el tiempo es inclemente, porque «Barrió el asfalto de una manotada / la vieja barriada / que me vio nacer». ¿Y quién no ha sentido, o no ha presentido «La indiferencia del mundo / que es sordo y que es mudo»? Es suficiente: estas palabras, impresionantes como son, sólo llegan a existir del todo en la voz de Gardel, que las arrastra, o las escupe o las dice a gritos o las murmura con un sarcasmo teatral y patético. Miremos, ahora, una escena de hace años. En Medellín, Colombia, en el aeropuerto. Un avión, al intentar despegar, ha sufrido un accidente. ¿Hay fuego, humo? Las alas están rotas; inválida, deshecha, la armazón del aeroplano se ha hundido como una becada o una garza abatida por el disparo seguro del cazador. Así moriremos todos: solos e indefensos —porque ya sabemos que la muerte viene como un ladrón en la noche—, exactamente como para Gardel en aquel aeropuerto de Medellín. (18 de marzo)

EL HOMBRE DEL CLAVICÉMBALO ¿Tocaba, quizá, un clavicémbalo como éste? Ahí está, desde luego, el espíritu de la época. La madera, impoluta, barnizada, noble, con aquel brillo mate, sereno, en el centro —o en un ángulo— de una sala de música, a punto de ser escuchada por alguna dama muy blanca de piel, con peluca y un escote que muestra a medias el canal alabastrino de los senos. Pero, en esta foto que vemos ahora, en la cubierta de un disco de sonatas de Domenico Scarlatti, el clavicémbalo, aunque impecablemente acabado y como nuevo, flamante, está libre del tributo de cualquier forma ambiental, no se inscribe en ningún tipo de escenario, no es moblaje ni elemento decorativo ni es parte del rito social de algún salón. Al contrario: exento, puro, libre, apenas vemos en él sólo la esencia abstracta. Como si dijéramos, sólo el alma del sonido, aquel tecleo preciso y breve —pero tan y tan matizado, tan secretamente nostálgico, más allá de la aérea brillantez— que hacía quizá daño, como un pellizco en el corazón, de tanta belleza, a las nobles damas y a los caballeros con la cabeza enharinada que —todo cortesía y casacas y oscilación de espadines— callaban un momento, tal vez sólo un momento, para sentir la respiración del crepúsculo en la oscuridad de las estancias, cuando la madera del clavicémbalo, resplandeciente, tenía la gloria dorada de un sol nocturno. Un sol sonoro: sólo unos cuantos minutos —pero, desde luego, una sonata seguía a la otra, aunque no sepamos exactamente de qué manera y con qué espíritu—; sólo unos cuantos minutos de armonía y de modulación, que resplandecía tanto como la madera quieta y luciente del clavicémbalo en el claro-oscuro del atardecer. Fijémonos. Bien mirado, también este clavicémbalo —abierto, quieto: no lo toca nadie, nada lo rodea— es, en definitiva, un mundo. En la parte inferior, la madera de la caja tiene pintadas escenas mitológicas: cupidos juguetones, gordezuelos y desnudos, hojas y flores que forman arcos y guirnaldas. ¡Ah, pero en la parte de arriba —porque la tapa del clavicémbalo está alzada—hay una escena mucho más vasta, con una especie de belleza más amplia y secreta, menos idílica y convencional, que nos hiere como una estocada muy precisa, se nos sube a la cabeza como un perfume demasiado fuerte en un boscaje secreto, en el corazón de un laberinto que oscurece en un parque otoñal. Un parque, quizá, como el que nos muestra esta pintura de la tapa de un

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

83

clavicémbalo. Hay figuras de campesinos, como pastores de égloga, de poema de Teócrito o de Virgilio, bajo el ramaje de un árbol frondoso, o en la tersura tensa de las tierras de cultivo. Pero el paisaje se ensancha cerca del teclado y —siguiendo, claro, la forma de la tapa— va tomando un aspecto más desnudo y más esbelto, afilado y estricto, a medida que se va ciñendo a la superficie más reducida a la madera. Y entonces, también, todo resulta más callado e íntimo. Ya no hay árboles: sólo un tronco, en una región de sombra, en primer término, como si estuviera muy cerca de nosotros. Y tampoco está ya aquel cielo tan alto, ni aquel resplandor como un manto azul o como una túnica de lino, ni siquiera aquellas nubes poderosas y blancas. No: todo se ha recluido, todo se ha ensombrado, todo se desliza hacia una penumbra, como esas otras figuras, tan pequeñas, ya no del todo claras en el crepúsculo, que caminan hacia el límite, ya muy oscuro, de la planicie muda. Les espera, quizá, una paz, en la vecindad de una tiniebla que les hará el presente del sueño. Como si este crepúsculo del día fuera también un crepúsculo de la vida. Y, en definitiva, esta escena pintada en la tapa del clavicémbalo ¿no resume también, un poco, el arte del hombre que tocaba el clavicémbalo? Porque en Scarlatti hay, desde luego, la alegría breve y quebradiza, el tintineo y la filigrana; todo, sin embargo, es transitorio, todo nos señala, punzante y lejana —pero muy dentro de nosotros, como el pinchazo de una aguja de plata en el pecho—, una comarca de la vulnerabilidad, del ensueño, de la nostalgia. Hay un extremo pudor de delicadeza en este arte refinadísimo y supremo, tan alto y tan puro que diríamos que no se atreve del todo a mostrarse al profano en aquello que hay en él de más esencial y de más sutil, en aquello que —precisamente— sólo vislumbramos, si es que sabemos ser dignos, cuando oímos las sonatas tocadas por un clavicémbalo como el que tocaba Scarlatti o bien por un piano, descendiente de aquellos cinco pianofortes que, en su vejez, le hacían compañía en un caserón de Madrid. Este pudor, este pudor nunca desmentido que es la forma más alta de elegancia en el arte de Scarlatti, lo encontramos, también, en las palabras llanas y humildes con las que, a los cincuenta y tres años, en 1783, presentaba al público la primera edición de treinta piezas suyas. Porque no penséis que Scarlatti se pavonea. No: sólo dice que quiere ofrecer «un juego ingenioso con arte», y que no actúa ni por interés ni por ambición, y que tiene sólo la esperanza de que sus sonatas sean consideradas agradables. Palabras de cortesía. Pero, no obstante, quizá sí en estas palabras tan pudorosamente como en sus partituras, nos entrega el núcleo de su arte. Porque nos pide que seamos «más humanos que críticos» y acaba deseando al lector: «Vive feliz.» Feliz, claro, con estas piezas, feliz porque, quizá, se ha enriquecido ya que —como diría, pasados los años, un poeta romántico— «una cosa bella es, por siempre, una alegría». Incluso cuando, íntimamente, llega a hacernos sentir una especie de añoranza, porque pasa y no la retendremos, como las notas lejanas de Scarlatti. (19 de marzo)

MALARDS Un día como este de hoy decidimos emprender el camino de Malards. Hace aproximadamente un año. Era a finales de febrero, o quizá ya marzo, un marzo más benigno y soleado que este marzo ambiguo de ahora, con chirrido del viento como un gañido de veletas herrumbrosas en el cielo oscuro. El sol, en Roda de Ter, era un sol de llanura al mediodía, nítido como la claridad de un gran párpado amarillo en el firmamento. Pero no era ese sol violento e impúdico del verano, llameante y fuerte; era un sol persuasivo, íntimo, que conforta y abriga y — cuando empieza a declinar, desistiendo de la luz unánime— deja unos claros de sombra que aún no es sombra, un recuerdo de tibieza y de suavidad en las manchas umbrías del paisaje. Todo, en Roda, tiene dimensiones humanas. Como ahora este camino de Malards, que — pasando bajo el puente viejo, de piedra adusta y noble— hemos tomado María Rosa y yo esta tarde tranquila de febrero o de marzo. El día —el sol— tiene las horas contadas; dos como máximo antes de la puesta, en esta época del año, a media tarde. También nuestros días están contados; se nos

Pere Gimferrer

84

Dietario (1979 – 1980)

impone, pues, esta especie de mesura. Quizá las dos horas —andando poco a poco, deteniéndonos a menudo, probando los cambios de tonalidad de cada escena y la luz de cada curva— del paseo de ida y vuelta hacia Malards serán, en definitiva, una miniatura del tiempo que podemos vivir. Porque sentimos —y este sentimiento es como un frío que se anuncia por dentro; un frío, y una delectación suave— que veremos oscurecer el paisaje, que volveremos con luz crepuscular. Habremos salido con triunfo de alegría encendida y de lanzas solares del pleno día, y volveremos cuando todo se encoge bajo las alas de la noche que viene. Y no viene como un pajarraco mitológico, sino como el plumaje de un pájaro doméstico: mira, quizá como una de estas palomas de una masía, que ahora van ya hacia el palomar, blancas y lentas. Noche pacífica, doméstica y maternal; remota y antigua como un arado romano, muelle como un palomo arrullador. El camino de Malards pasa por una fábrica. Las fábricas son, en Roda, una especie de centro invisible de la vida cotidiana; casi todo depende de ellas, pero hay que salir del pueblo para verlas de cerca. Ahora, la fábrica está vacía; hay, a esta hora, sólo un perro que sale de los edificios y que —muy cerca de la presa, con aquel chorro fluido y constante como un murmullo verde y profundo de agua— trae un presentimiento de soledad en el mundo. Hay una extensión, amplia, de campos verdes tras la tapia; al otro lado del río, franjas de tierra, como islotes, donde pasta algún caballo solitario de bella crin castaña. Más adelante, nos hemos encontrado con un rebaño de ovejas, de ojos profundísimos y melancólicos; la tapia se desmorona y, comiendo hierbajos entre las ruinas, las ovejas balan y se recortan sobre el fondo del azul impávido y el verde sosegado de los campos, como en un paisaje de ruinas italianas soñado por un pintor del Romanticismo. Pero, empieza ya a oscurecer y, al otro lado del río, las primeras casas con las luces encendidas tienen, en cambio — reflejándose en el agua del río—, aquel misterio desierto, de enigma cotidiano, que encontramos en las telas surrealistas de René Magritte. ¿Es esto Malards? Hay dos puentes: uno, de piedra, cuando el camino ya se dobla y reposa y se convierte en planicie, cerca de los huertos pequeños con espantapájaros; otro puente, antes, más frágil e inseguro, como si fuera una instalación provisional que con el tiempo hubiera tomado posesión, extrañamente —hierro y madera, pasarela hidráulica para ingenieros y peones—, del secreto del paraje. Porque, no lo dudéis, este paraje tiene un secreto. Hay algo que no sabemos en esta iglesia cerrada y muda y hosca, en esta caseta vacía de un perro ausente —míralo: ahora llega—, en esta vastedad inesperada de aguas sombrías e ignotas. Bajo arcadas, entramos en una placita. Hay un bar pequeño y solitario, uno de aquellos «rustics bars» que evoca un poema de J. V. Foix. Entramos. En un ángulo, un televisor, en blanco y negro, muestra imágenes inciertas, como si viniéramos de muy lejos, como si estuviéramos en un lugar fuera del mundo. Dispersos, unos cuantos hombres juegan, en grupos espaciados, a las cartas, o beben taciturnos. Pausados. Hay unas mesas grandes, con largos bancos de madera tosca y antigua, como en una taberna del bosque centroeuropeo, como el hostal —neblina y silencio— que acoge a los campesinos en El castillo de Kafka. Quizá no hace falta hablar: la hora está hecha de este silencio que lo dice todo. Cuando salimos, ya oscurece. El verde de los campos es más denso, el resplandor argentado del río parece un relámpago de mercurio invisible. Es ceremoniosa la púrpura del poniente. Parece un recuerdo, cálido, de una vida desfalleciente y abierta, como quizá la veremos cuando nosotros mismos seamos sólo un recuerdo. (23 de marzo)

DE LOS COMIENZOS Herman Melville empieza Moby Dick dirigiéndose, franco y abrupto, a los lectores: «Llamadme Ismael.» Espléndido inicio, famoso con toda justicia. Ya sabemos el tono del libro: la narración, explicada por él mismo, de algo que ha vivido un hombre como nosotros, que nos habla directamente; un hombre con historia, un aventurero, que lleva un nombre prestado, como si dijera que tanto vale este nombre como otro. O quizá —si lo pensamos con mayor atención— un hombre

Pere Gimferrer

85

Dietario (1979 – 1980)

que solicita un apelativo de resonancias bíblicas porque nos ha de explicar una historia en la que cuenta más un trasfondo de símbolo moral que la corteza externa de los hechos; y por eso le hemos de llamar Ismael, porque con este nombre tocaremos más de cerca el núcleo vivo del relato. ¿Y queréis, al primer vistazo, un inicio más gris y convencional y neutro que el de Stendhal en Rojo y negro? Dice: «La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por una de las más bonitas del Franco Condado.» ¿Banalidad de guía turística? Se ve bien que el señor Henri Beyle, que firmaba Stendhal, leía media hora de buena prosa seca del código civil napoleónico antes de ponerse a escribir todos los días. El comienzo de Rojo y negro, que parece tan anodino, es una astucia rigurosa del genio: anuncia esta neutralidad implacable e impecable, esta capacidad de exposición afinadísima y mesuradísima —ah, pero muy, muy tensa interiormente— que llegará a decir, como en la cita de Danton que hemos leído en el frontispicio de la novela, «la verdad, la áspera verdad». ¿Y Proust? En una novela hecha de frases largas, de amplios períodos —volutas, arabescos, caligrafía de la mente y de los sentidos—, la primera frase, breve, es de una concisión casi stendhaliana: «Pasé muchos años yéndome a dormir temprano.» Otro ejemplo, magistral, de trivialidad aparente, porque lo que hace Proust con esta primera frase —que sabemos que no logró encontrar y seleccionar más que después de haber rehecho y esbozado muchos borradores— es inmovilizar, orientar el foco de atención hacia una zona de la experiencia —la hora de irse a dormir, momento de la lucha con el insomnio y con los espectros de la memoria— que actúa como una imagen reducida de todo el proceso que describirán las tres mil largas hojas de la obra: el proceso de un hombre ante el espectáculo moral que le propone la memoria. Más allá, incluso, de la simple neutralidad, tenemos el comienzo de El castillo de Kafka: «Era hacia el atardecer cuando K. llegó.» La máxima información con las mínimas palabras: un individuo, conocido, sólo, por la letra inicial, K., ha hecho un viaje, se ha desplazado, ha llegado a algún lugar que no se nos precisa; cuando llega, ya empezó a oscurecer; todo eso, además, ocurre en un pasado poco concreto, que podría ser el pasado convencional de la mayor parte de los relatos novelescos, pero que quizá —tan desnudo y tan abstracto— es algo más. ¿De dónde venía K.? ¿Adónde llegó K.? ¿Cuándo ocurrió todo eso? —¿o quizá aún esté pasando ahora mismo, cuando lo leemos? Terminaremos la lectura de El castillo sin tener respuesta para estas preguntas que desvelan las primeras palabras. La respuesta, quizá esté en nosotros. K. no llega al castillo, y la novela queda inacabada, porque, quizá, precisamente el mundo es circular y este pasado de la llegada de K. es el presente de nuestra llegada al libro. Nosotros somos K. (25 de marzo)

UNA CAJA DE TERCIOPELO Decir que es una caja de terciopelo no resulta totalmente exacto. Pero el lector no la puede ver, y la descripción literaria supone este tipo de pequeñas servidumbres. Si la pudiera ver —filmada, o fotografiada— vería, antes que nada, el terciopelo. Es ya muy viejo, descolorido por el tiempo. En un lado muestra roces, pequeños rasguños, que dejan ver, bajo un roto del terciopelo —que en esta zona está ya desgastadísimo—, el color entre blanquecino y amarillento del cartón interior de la caja. Por la parte de arriba se espesa, formando un dibujo compacto, ondulado y rugoso, como un cuerpo vegetal crujiente y denso. Y, en el centro de la tapa, con tonalidades oscuras, medio borradas, hay lo que parece el rastro, un residuo —como el molde que los muebles dejan en las paredes de una casa vacía— de una estampa japonesa, con la ladera de una montaña y un árbol frondoso y el círculo vago de la luna y la silueta de un hombre que, en una franja o en un desconchado de tierra, contempla el vacío vago y vasto. Así tendremos que contemplar nosotros lo que hay dentro de la caja: como espectadores, atónitos o meditabundos, de la lejana y profusa maravilla cósmica. Porque, al lado de la caja, tenemos un aparato de encantamiento. Es un objeto de madera con elementos metálicos. Tiene, delante, una especie de visera. Hay que meter literalmente los ojos —como si nos pusiéramos

Pere Gimferrer

86

Dietario (1979 – 1980)

gafas— y mirar luego —ahora con un ojo, después con el otro— la fotografía doble, repetida simétricamente para cada ojo, que hay pegada en una cartulina y que hemos sacado del fondo de la caja de terciopelo para colocarla en una pequeña y firme plataforma de madera, encarada a los cristales del estereoscopio. La caja es, pues, la caja de Pandora, o quizá la linterna de Aladino. Abridla poco a poco: contiene espíritus, contiene imágenes. Las cartulinas son apaisadas; más largas, pero menos altas que una postal corriente. Pero no es así como se deben mirar, como quien mira una fotografía. Sólo existirán, tal como realmente son, si cumplimos el rito de la visera y del ojo fijo en el cuadrado de cristal. Entonces, estalla una especie de poesía inmóvil. Estáticas, con una fijeza imposible de rehuir, persistente, las imágenes, si se miran a plena luz, toman relieve de cosa viva. Podrían tocarse, vivimos en ellas. Son fotografías antiguas, de los primeros años de este siglo. Hay una casa derruida, convertida en un montón de escombros, y, debajo, una leyenda en inglés: «Ruinas de lo que un día fue una orgullosa ciudad.» Es Messina, después del gran terremoto. Vista al estereoscopio, es cegadora la luz de aquel cielo tan ancho y tan claro en una calle estrecha de Sicilia, con el esqueleto mutilado del edificio y unos cuantos pasmarotes vestidos de oscuro, como en una novela verista de Giovanni Verga, mirando los escombros. Pero también hay —en un camino abierto en el arenal, donde el sol cae a plomo y deja un espacio sesgado de sombra— un rebaño de cabras en una propiedad de Sudáfrica; y el palacio de verano del gobernador de Macao, China, un día del año 1900. El palacio es un edificio pequeño, oficial, de estilo europeo, con porche y balaustrada de mármol blanco. El gobernador —gordo, hosco, con bigotes; chaleco y sombrero blancos y traje oscuro— se desplaza en una silla de manos llevada por cinco coolies de expresión impasible, como si estuvieran más allá incluso de toda humillación. Y también hay la amplitud del parque que rodea el museo de arte de Dresde, en el año 1908, con grupos de señoras de faldas anchas —¿llevaban miriñaque?— y, en primer término, un chiquillo que va andando solo. Y hay un grupo de niños y niñas en hilera estricta, presidida por dos maestras —una con delantal blanco, la otra severamente vestida de negro— ante una casita con tejado rústico, en un claro del bosque. Es una National School, en el año 1903, en tierra irlandesa, y al pie de la foto dice que son los «forjadores de la Irlanda del mañana». No podemos evitar un estremecimiento: ¿cuántos de estos niños y niñas habrán muerto en la Pascua sangrienta de la insurrección irlandesa? Vuelta de hoja: hay también escenas extravagantes, o bien de un erotismo de inocencia picaresca. La señorita con túnica blanca, en pose delante de un jarro con plantas; y la recién casada que —cómo complacería a Freud— se espanta viendo avanzar a su marido disfrazado con una piel de tigre, las garras amenazadoras; y la criadita flaca e implacable que ha abierto la puerta del cuarto de baño y pregunta si la ha llamado el señor con bigotes que está en la bañera. La caja de terciopelo estuvo muchos años abandonada en el fondo de una cómoda enorme y polvorienta. Vivía con la vida secreta de las flores de papel y los abanicos antiguos. Ahora nos deslumbran estas imágenes en blanco y negro; el efecto estereoscópico las convierte en presente, y sentimos el desasosiego y la añoranza de las cosas no vividas. Quizá un buen poema es sólo eso.

(26 de marzo)

EL CAMPANARIO DE RIPOLL A menudo, los campanarios son una selva frondosa de piedra gótica: contrafuertes, pináculos, todo el remedo de un bosque de rocalla vegetal —agujas quietas, lisas y puntiagudas contra el frío del cielo desnudo— que, si levantamos la cabeza desde abajo, vemos como un impulso suntuoso y solemne hacia la claridad que envuelve las nubes. Pero ya estamos, ya vivimos: entre las gárgolas y los badajos de Notre Dame, como el jorobado Quasimodo de la novela romántica de Victor Hugo, tan contrahecho como el retorcimiento de una guirnalda de piedra con figuras de santos, de animales, de grifos, y tan movedizo como el temple sonoro del metal resonante

Pere Gimferrer

87

Dietario (1979 – 1980)

de las campanas. O bien —en un día muy claro, de un azul límpido y resplandeciente de luz en el horizonte— estamos ya en las torres de la catedral de Milán, como aquellos personajes de una película de Visconti que vivían allí, débiles y encendidos, en el corazón de un claro, dentro de la inmensa espesura de piedra, con el estallido hiriente y vulnerable de la propia pasión. En las cimas de las catedrales góticas todo se vuelve monumental, hay allí algo de teatro, de escenario vastísimo, que nos anuda un angustioso vacío en la garganta, suspendidos en una plataforma ensombrada por el tránsito fugitivo de las nubes y por el frescor antiguo de la piedra. Pero en aquella mañana de invierno, lejanísima, en el fondo del hielo del recuerdo adolescente, yo tenía quizá quince años. Ahora lo recuerdo como cuando, al despertarnos, recordamos un sueño, con precisión y al mismo tiempo sabiendo que ya no podremos volver a él, que sólo existe como recuerdo. Un recuerdo exacto y diáfano del frío de aquella mañana, en una excursión escolar, cuando llegamos: el frío, como agujas pequeñísimas penetrando en las puntas de los dedos, en la palma de la mano, aguzando la desnudez antigua del paisaje, ante la portalada románica de Ripoll. Todo un mundo, un universo mínimo y al mismo tiempo grandioso de piedra remota, pero sin aquella especie de dimensión excesiva, sin aquel fulgor del gótico. No: en Ripoll todo es más íntimo, más quieto y recluido, como el murmullo de unas palabras leídas, en voz muy baja, en un breviario antiguo —doradísimo de letras miniadas— mientras el verdor húmedo y sombrío de la hierba parece prometernos la paz de un sueño cuando nuestra muerte —¿la nuestra?—sea ya sólo un recuerdo que no hiere. Y, mira: ahora asciendo, ascendemos, por unas escaleras que parecen muy altas, altísimas —¿y cómo pueden ser tan altas, en una iglesia de medida tan humana?—, unas escaleras rústicas, que, han pasado ya veinte años, recuerdo dando vueltas y más vueltas. El recuerdo es también una espiral, tiene la forma de una escalera de caracol; por ella subimos, jadeantes, ansiosos dando vueltas en torno al eje pétreo secreto e invisible de esta escalera oscura que, de vez en cuando — sólo se oye, rápido y leve como un murmullo, el roce de nuestros pasos—, recibe el trallazo de luz del sol de invierno y del azul del cielo. Y quizá sólo me lo parece, pero tengo, no sé por qué, la visión de un último tramo de escalera formado de tablones. Y, cuando llegamos arriba, por aquellos peldaños de madera, podíamos tocar ya la campana, y había una abertura pequeña en lo más alto. Y, entonces, nos incorporamos un poco más, quizá nos pusimos de puntillas, y sacamos la cabeza por la abertura. Y no diré que la cabeza nos diera vueltas, pero, de pronto, todo era como la pintura de algún maestro holandés, o quizá, más bien, como el fondo de algunos frescos de Giotto: visto desde muy arriba, el campo parecía una idea de orden hecha paisaje. Todo estaba en su lugar: las tierras de cultivo, las praderas, el arbolado, las masías y —muy arriba— aquella torre de piedra y aquella campana y aquel muchacho que era yo y que lo miraba todo. (28 de marzo)

UN SEÑOR EN EL JARDÍN No hay duda: es todo un gentleman. Sentado en una silla plegable, puede tener sesenta años. Pero sabemos que ya de joven parecía mayor, y, además, a principios de siglo, un hombre de cuarenta años —recordemos a Maragall, por ejemplo— era ya patriarcal y venerable. El señor que está sentado en el jardín puede tener, pues, cualquier edad a partir de la cuarentena. A sus pies, enroscado y dócil y benéfico, yace un perro de pelaje oscuro, noble y suave; al fondo, espeso e iluminado, el resplandor del follaje. El señor, en la mano izquierda, sostiene un sombrero blanco, amplio de ala; lleva corbata oscura y camisa de cuello duro, alto; la chaqueta, abierta, deja ver un chaleco abotonado. Una flor blanca —¿un clavel?— luce en un ojal de la chaqueta. El señor parece fatigado; da la impresión de que va a costarle mucho levantarse de la silla plegable, cuando —para entrar, quizá a tomar el té, en la casona de hacendado rural—tenga que hacerlo, y también tenemos la impresión de que se ha dejado caer allí, ya sin aliento y

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

88

maquinalmente, como si el paseo por el pequeño jardín le hubiera agotado. Pero el rostro, en cambio, no muestra ni debilidad ni afectación. Mirándole lacara, encontramos la vivísima luz de la energía interior del hombre. El pelo, peinado con raya al lado, ni corto ni excesivamente largo, es aún negro y abundante; la barba casi toda canosa, acabada en punta, parece responder a la verticalidad vigorosa del perfil de la nariz y del bigote oscuro. La barbilla, que cae sobre el cuello duro y blanquísimo de la camisa, subraya la nobleza esculpida de las facciones. Sus ojos son más bien pequeños, y un poco cerrados, como si les molestara, deslumbrándolos, el vigor excesivo del sol, o quizá el resplandor del magnesio del rudimentario aparato fotográfico, o quién sabe si sólo porque quieren recluirse en visiones más lejanas. No: estos ojos medio cerrados, dirigidos a un punto fijo del horizonte, no miran este jardín. Estos ojos olvidan la fronda y el perrillo y el caserón británico y la paz doméstica de aquel día soleado. Estos ojos ven el lugar remoto y espeso, y el vaho húmedo de la jungla, como una cúspide de verdor pesado y suspendido, y la melena del león, y la gracia frágil de la gacela y del gamo. Estos ojos ven que en el poblado es ya negra la noche, y crepitan los troncos, secamente, en las hogueras, y los cuerpos de piel negra, deslizándose en la sombra, blanden lanzas y azagayas y escudos toscos y grandiosos. Sombrío, el tam-tam es como un vino demasiado fuerte que se derrama y nos hace sentirnos dioses, como si fuéramos ídolos totémicos de madera y de corteza de árbol comulgando con los gestos de la tribu. En un jardín británico, este hombre —Sir Henry Rider Haggard— ve, muy lejana, en el corazón del África negra, la gran calzada del camino construido por el rey Salomón, inalterado y grandioso, recto como una flecha hacia las minas donde duermen, esplendorosos, los tesoros. Sólo, perversa, la demoníaca bruja Gagaola custodiará de la codicia de los hombres las minas del rey Salomón. ¿Y este calor? ¿Y estas llamaradas? Sí, es ella, es Ayesha, la diosa del amor acaparador, absoluto y destructivo; la que en un baño de fuego promete a los intrépidos una inmortalidad de goce y de aventura. ¿Llama alguien al gentleman? ¿Hay voces en el jardín, voces que vienen de la casa? No: hay claros africanos de arenales y de selva para unos ojos que sueñan paisajes de más allá del sueño. Sir Henry Rider Haggard nació el mismo día que yo: el 22 de junio, primer día del signo zodiacal de Cáncer, muy cerca de la noche medianera del verano —la noche de San Juan, aquí— que, como todos sabemos, y Shakespeare recuerda, es el tiempo en que se desvelan las criaturas mágicas de los bosques. Me complace y me es de buen agüero, la sombra patricia y augusta de Rider Haggard, que aquel día en que le hicieron la foto veía aún el mundo que nos legó —el mundo de Las minas del rey Salomón— crepitando con latido de llama en el horizonte de un jardín inglés. (29 de marzo)

ESCUADRAS Yo estaba sentado, ahora hará dos años, con Joan Miró, en la salita de la habitación del hotel que, mediada la tarde, ya empezaba a oscurecerse. Fuera, tras los cristales, había como un presentimiento de luz declinante en la gasa petrificada de las torres de la catedral. Y mirábamos los dos una fotografía: la reproducción de una de las miles de hojas que, aquel invierno, había escudriñado yo en los archivos de la Fundació Miró, en unas tardes silenciosas, quietísimas, a veces con un sol benigno, otras con una claridad lisa y ecuánime, como filtrada en un acuario submarino, tras la amplitud de los ventanales, donde se expandía el verde de los árboles; o bien oscureciéndose todo, bajo la granizada turbia, violenta y breve o la tormenta wagneriana y el aguacero oceánico. A veces, cuando salía, la hierba y los matojos, humedecidos, me invitaban a ventear el recuerdo de la lluvia caída largamente del cielo por los senderos mudos y desiertos de Montjuïc. Mirábamos, pues, la foto de una de aquellas hojas de tamaño desigual, llenas todas de inscripciones, grafismos, esbozos, hechos casi siempre con lápiz negro o con bolígrafo azul, pero a veces, en colores; croquis, proyectos, gérmenes de obra posible, que, en su estado —desazonado, de apunte transitorio— eran ya, al mismo tiempo, realidad plena de obra presente. Había allí unas

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

89

figuras, reducidas, como siempre, a la mínima expresión, tan concisas como un ideograma chino, en un lenguaje de paso de lo real a signo leve y puro que ya me había llegado a ser familiar. Veía, a menudo, el signo y —transparentándose en él— aquello que indicaba el signo: la mujer, el hombre, el campesino, la luna, la flor, la estrella, la escala de evasión alzándose en la amplitud cósmica, el insecto ínfimo y movedizo que late en la claridad del campo. Ahora, sin embargo ¿qué había que pensar de este signo? Era relativamente nuevo para mí y, sin embargo, se repetía en toda la serie de croquis de la que formaba parte aquella hoja de la fotografía. Arriba, en la parte superior del papel, lo presidía todo con solemne, imponente y rígida regularidad de cartapacio geométrico. Estricto, preciso, no era sólo el ángulo recto, sino el dibujo exacto de la herramienta de madera o de metal que se encarga de desenzarzar los ángulos rectos en los maravillosos planos de los aparejadores y de los maestros de obra: una escuadra. ¿Fascinación del artesanado, fascinación de la norma pura? Y Joan Miró, en aquella habitación de hotel, miraba rápido, un momento, a plena luz, aquella fotografía; y luego, sosteniéndola en la mano, se acercaba, y ponía el índice, firme, sobre la herramienta que genera perpendiculares y ángulos rectos, y comenzaba a decir: «Eso...» Y se detenía un momento, porque, a veces, el gesto, la mirada, la atmósfera generada por un acto de Miró —cuando se mueve en aquel ámbito propio que le envuelve y que nos deslumbra, como si entráramos en otra zona cada vez que hablamos—, pueden suplir a las palabras, empobrecedoras, o reemplazarlas. Y yo, no obstante, preguntaba: «¿Esta escuadra?» Y Joan Miró, resuelto: «Eso, sí: esta escuadra.» Y puesto que estábamos instalados ya en el lenguaje de las palabras corrientes —no en el más alto y directo de la intuición que vislumbramos más allá del grafismo— lo que seguía era, como siempre que Miró se explica, una exposición, extremadamente precisa y concreta, en palabras corrientes y justísimas, del porqué de la escuadra, estilización y emblema de una forma del mundo visible. Y, como siempre que ocurre esto con Miró, las palabras no hacían sino corroborar racionalmente la evidencia visual que ya el ojo había entendido antes: la escuadra había de estar allí, en aquel lugar, sirviendo de contrapeso al equilibrio de volúmenes de toda la composición. Los que escribimos, los que ejercemos este arte honestamente arduo ¿hacemos algo más que intentar trazar escuadras, hacemos algo más que aspirar a la justeza de aquella escuadra del croquis de Miró? Segmentamos la realidad vivida; la separamos; intentamos acotar en ella demarcaciones y áreas. Milton, en El Paraíso perdido, nos presenta a Dios, con unos compases de oro, trazando el vasto perímetro del Mundo en la tiniebla de la nada antes de que fuera creada la luz y la materia. Así, nosotros, más humildemente, intentamos trillar, con una escuadra de madera —las palabras, torpes y opacas—, unos caminos de certidumbre en la umbría del intelecto. Ya sería muy alto beneficio el saber que podremos llegar a decir, como Stendhal: «He aquí unos detalles exactos.» (30 de marzo)

LA VIDA SUBTERRÁNEA Hacía tiempo que los transportes subterráneos no formaban parte de mi rutina habitual. Ahora, el azar me ha llevado a usarlos a menudo en trayectos diferentes. Hay los trenes que llevan a Sarriá, que yo recordaba de cuando, años atrás, aún era posible ver allí, pulcro y señorial, al escritor Carles Soldevila, o, de vez en cuando, al poeta Foix, siempre preciso y vivo en la palabra. Si llegamos a la última parada del trayecto, la plaza de Sarriá, rescatada a los estragos de las obras de ampliación ferroviaria, es un islote, casi un mundo indemne. La villa de Sarriá, realmente, no ha perdido su identidad, se mantiene, augusta, quieta, antigua, como un burgo del siglo pasado, a pesar del estruendo de los coches. Hay pasajes y placitas breves y silenciosas. Mirad: ésta es la calle de Setantí, aquí vive J. V. Foix. Hay un cielo de cristal azul y terso. Un poco antes —si bajamos en las Tres Torres— está aquel camino que aún sé de memoria, de cuando, adolescente, lo hacía todos los días a pie —saliendo de la estación de la parte alta de la Vía Augusta— para llegar a la Facultad de Derecho. Eran calles, entonces, siempre espaciosamente

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

90

vacías, con una luz muy clara de sol matutino, cruda y fuerte en pleno invierno, martilleante en verano, suave como un roce o un murmullo que nos orease el alma en el tiempo en que ahora estamos, a la llegada tenue de la primavera, en un abril soleado, ventoso e indeciso. Pasaba a veces por delante de la casa donde vivía Franz Johan —entonces, el personaje televisivo más popular: hablo de hace muchos años, cuando la sensación máxima de la televisión eran, todas las semanas, los filmes norteamericanos de Perry Mason. A menudo pasaba por la calle del Capitán Arenas, y el recuerdo no sabe decirme si habían alzado ya el bloque de casas que, tiempo después, se derrumbaría con la explosión más cruenta y extraña de los anales barceloneses. Había, aún, otra casa, en Manuel Girona —muy moderna, con piscina y jardín—, que fue residencia temporal del poeta Jodo Cabral de Melo, durante su segunda estancia como cónsul del Brasil en Barcelona. Lo recuerdo, un día, sentados en el jardín, mientras iba avanzando el crepúsculo; él hablaba, fatigado y un tanto amargo, pero horripilantemente lúcido, con palabras justas y estrictas, y me evocaba los poetas primitivos —un Berceo, por ejemplo— viendo, en el paraíso ultraterrenal la magnificencia de las cosas de cada día. El paraíso —el poema— sólo puede ser dicho con palabras de tierra; nada que no podamos imaginar será poesía. Yo entraba en la Facultad de Derecho por la parte de atrás, atajando por un camino entre la hierba, que llevaba al bar. Todo, entonces, era abierto, y luminoso y claro, como nuevo flamante, aunque, en las aulas, las palabras de Josep Font i Rius evocaran el Consulado del Mar y los pueblecillos medievales, donde los hogares se contaban, literalmente, por «fuegos», exponiendo, no sólo las leyes, sino también la «vida jurídica» de la Cataluña antigua, en la primera y más eficaz lección pública de catalanismo empírico que recibí. Y Ángel Latorre suscitaba la sombra augusta de los antiguos romanos, y Josep Lluís Sureda, avatares de Jovellanos. Pero, al salir de las aulas, todo volvía a ser luz de día y calor benigno y claridad en Pedralbes. Todo es al contrario, y por definición, oscuridad y vida lucífuga, y claridad neutra de clínica con luces de neón, si dejamos el ámbito del tren de Sarriá y nos adentramos en el inmenso antro del Metro. Aquí está, realmente, la caverna ciega y remota, el vientre oscuro de la ciudad, los pulmones que exhalan la negrura soterrada. Lugar de pasadizos inmensos, donde la gente, espesa, fluye en silencio, sin vocerío, a un ritmo igual, sólo con un roce constante de pasos que mecen el oído. A un lado y otro, sin embargo, de tanto en tanto, puede haber alguien que no se mueve: gente que vende cosas de artesanía elemental, o que ha montado el tenderete testimonial de algún grupo extraparlamentario. Pero estamos ya en un vagón y hay un murmullo rítmico de pistones y carriles, de émbolos y ruedas; el metal, sacando chispas, golpea, rápido, al metal, y nos aturde los sentidos este eco profundísimo. Perdemos, como en un avión, la medida del tiempo y del espacio; siempre, luego, resultará una sorpresa la claridad súbita de la calle. El viaje —como si hubiéramos descendido a los dominios de Proserpina, o tal vez a la caverna de Platón— hubiera debido purificarnos. En el silencio individual —silencio de la vida personal de cada uno, suspensión momentánea, en un paréntesis— estos minutos, con la vastedad del estruendo de las locomotoras subterráneas golpeando, velocísimas, la oscuridad del túnel, nos dan lo que la vida diaria raramente nos ofrece: un momento de ocio para meditar sobre el lugar del hombre en el ciclo cósmico, que al mismo tiempo lo encierra, lo envuelve, y le es externo. (1 de abril)

SOMBRAS EN LA PLAZA No; no es necesario que miréis más. No encontraréis, aquí, la Brasserie Dauphine. Sí, esto es el Quai des Orfèvres, y, cuando el comisario Maigret sale de su despacho en la P. J. —la Policía Judicial— y no tiene tiempo de ir a comer a casa, llama a la señora Maigret y baja a tomar algo a la Brasserie Dauphine: por ejemplo, un buen plato de choucroute con media botella de Beaujolais. El comisario Maigret es ancho de hombros, macizo, un poco ceñudo, un poco paleto; tiene la solidez irónica del hombre de origen campesino. No lo podemos imaginar ni joven ni demasiado viejo;

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

91

anda pesadamente, muy embutido en un abrigo plomizo, olfateando el aire en los escenarios de los crímenes. Se diría que llega a dar con el criminal, sobre todo, porque respira y piensa y siente como él, porque se funde con el alma del lugar que ha incubado los gérmenes del homicidio, husmeando con amargura aquella sucesión desolada y anónima de cuartos fríos de pensiones de mala muerte, y de habitaciones lujosas, anticuadas y horrendas de caserones antiguos. Al comprender los lugares, Maigret comprende los crímenes; son la tasa de muerte que lleva consigo misma cualquier forma de vida, carcomida, desde la raíz, por una red de odios, codicias o vejaciones secretas. Las víctimas, en los casos que investiga el comisario Maigret, han sido asesinadas porque estaban ya maduras para la muerte. Si bajamos los escalones de piedra antigua y solemne del palacio de Justicia, muy próximo a las dependencias judiciales —con gendarmes a lo largo del Quai, vestidos de color azul oscuro, impecables— nos encontraremos, en seguida, en la plaza Dauphine. El lugar es éste, sin duda. Podemos imaginar al comisario Maigret: un corpachón voluminoso bajo un abrigo embarazoso y excesivo, con el aliento helado como una pequeña humareda que solidificara las palabras o la respiración ante la boca, una mañana de invierno, bajo un cielo gris, mirando la tersura del agua del Sena y los puntos solitarios y dispersos de los pescadores de agua dulce, obstinados y enigmáticos a una y otra orilla del río, en un silencio de estatuas alegóricas. De vez en cuando, hoscas y toscas, como en alguna vieja película de Renoir o de Jean Vigo, pasan las péniches, las gabarras, las barcazas que llevan hasta el corazón de París imágenes negruzcas y fluviales de la ruralía lejana y el chapoteo de las aguas, de noche, en la tiniebla de los muelles cubiertos de humo. Pero la plaza Dauphine, recluida, es toda urbana y terrestre. Formando esquina con el Quai, hay un restaurante: el Vert-Galant. Desde la calle, cuando cae la noche, podemos ver en el primer piso unos ventanales que dominan el panorama del Sena, y un salón donde hay encendidas luces de una claridad aterciopelada, pero que está vacío aún, sólo con la sombra tutelar de un camarero elegantísimo, quieto y augusto como una esfinge. Más dentro de la plaza, subiendo por una pendiente al bien, iremos encontrando tres restaurantes pequeños, ni modestos ni demasiado lujosos, con la carta de precios a la entrada. Cualquiera de ellos podría haber sido la Brasserie Dauphine; pero todos tienen una historia propia. Como éste —ni el más caro ni el más sencillo— ante el que nos podemos sentar ahora, en un banco, en medio de la plaza, porque aún es demasiado pronto para cenar. Ya son casi las siete de la tarde, sin embargo, y el sol, que ha brillado benigno durante todo el día, deja ahora a la plaza Dauphine en una media penumbra que, de pronto, parece encogerse bajo la uñada de frío venteante que araña levemente las hojas secas. La plaza no está vacía: hay algún niño jugando en la media claridad, y alguna pareja, y quizá alguna señora solitaria y un perro doméstico al que ha sacado a pasear y hace oír algún ladrido moderado y hospitalario. Empiezan a poner unas cuantas mesas en la acera, porque el tiempo es aún lo bastante bueno como para que alguien pueda, si quiere, cenar en la calle. Dentro, se oye ruido de sillas arrastradas y de fregoteos; pronto habrá que abrir el restaurante. Si miramos hacia las ventanas de las casas, podremos ver, tras los postigos entornados y las cortinas, figuras rápidas y poco precisas de señores y señoras. Pero, ahora, la plaza se ha ido vaciando de gente y el silencio es tan vasto que podemos oír el roce del viento en las hojas de los árboles. De súbito, silencioso y charolado, llega un taxi y se detiene ante un portal. Rápida, se abre la puerta y sale un hombre que —después de dar un vistazo brevísimo a la plaza— se escurre fuera del vehículo. ¿El comisario Maigret? No: más esbelto, pero igualmente fornido, este hombre vestido de negro de pies a cabeza es Ives Montand, que vive en la plaza Dauphine. (2 de abril)

NUBES DE TEMPESTAD Ya lo dice un verso de Jorge Guillén: «Nubes, nubes de bureo». Verso clarísimo,

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

92

quebradizo, pero muy seguro en la gracia leve e inimitable de la palabra. Porque «bureo» no es ninguna palabra frívola o chabacana: tiene aquel punto justo, preciso, de elegancia familiar y coloquial que nos habla de la alegría albeante de una nube como un barco ligero o como una garza blanca, o como la claridad extendida de la nieve en la llanura. Pero no es una nube sola. Son muchas, y quizá las hay que se deshacen, se deshilachan, confundiéndose unas con otras; como los dragones de algún diorama. Son muchas, sí, y van «de bureo»: como quien dice vagabundeando, negligentes, en pos de la alegría de un instante luminoso y transitorio. Cacerías de nubes en un cielo límpido, como el cielo piadoso que asolea los primeros días de abril en esta primavera súbita, excesiva y gozosa. Quizá un cielo totalmente liso, desnudo en la serenidad absoluta del azul indemne, no sería lo bastante puro: precisa la vida mínima de una nube variable, blanca, estremecida. Aquella tarde de verano que ya declinaba, sentados en la terraza —o, más exactamente, en la parte descubierta de la galería— de una casa de Roda de Ter que ya está ahora derribada, nos parecía, en principio, que —muy tenues en la línea del horizonte, sobre el río que enrojecía con las claridades del crepúsculo— veíamos sólo, juguetonas y aladas, unas nubes de bureo. Pero el silencio iba haciéndose cada vez más vasto: había algo que callaba, algo que no era sólo la suspensión del ajetreo de los hombres y de los animales y de las máquinas, algo que no era sólo el silencio de cada atardecer: herido, de tiempo en tiempo, por el canto finísimo de un grillo, acuñado por el sueño poderoso y lejano del agua del río, con el resplandor fosco de un río que recordáramos, porque el agua siempre tiene algo de recuerdo. Y mirad: ahora, nuestras caras, nuestras manos, estaban en la oscuridad. Oscuras mucho antes de tiempo, de modo que habría que encender la luz eléctrica si queríamos vernos el uno al otro. Y no es que fuera noche negra, pero el jardín parecía presentir algo, como ahora aquella lagartija que se deslizaba por una grieta del muro y se escabullía y se hacía un solo cuerpo con el cuerpo de la oscuridad. Y el viento no era muy, muy fuerte, pero sí extraño, como preparando la llegada de algo muy vasto y muy frío. Y fue entonces cuando levantamos la cabeza. Todo estaba completamente quieto y parado y mudo; no caía ni una sola gota de agua. Pero, total como una cúpula, sobre nuestras cabezas, se había cerrado un palacio hosco, compacto, espeso de nubes negras. Unas nubes como las que describen en las novelas románticas, o como las que vemos en los paisajes de los maestros antiguos, o como las que nos exaltan y nos cautivan y nos angustian y nos hacen soñar en las películas de pasiones fastuosas e irreales. Y era como si la sombra de Rebeca sintiera el estremecimiento de aquellas nubes que se cierran sobre el caserón de Manderley. Y cuando, de súbito, cayeron, gruesos y aún dispersos, los primeros goterones del aguacero, algo en nosotros agradecía que la tensión del mundo oscurecido se expiara en el chorro apaciguador de una tempestad. (3 de abril)

UNA RUEDA DE CARRO No tengo ante mí ninguna reproducción de este cuadro; hace mucho tiempo que no lo he visto. Pero sé que el recuerdo, impreciso en más de un detalle, no me engañará en esto. Cuando Brueghel el viejo pintó El triunfo de la muerte, su mente se representaba el espectáculo de la desolación humana. Un espectáculo, es decir, una representación alegórica; no este destrozo mínimo y sórdido que va penetrándonos diariamente, no este irse muriendo poco a poco que es un ir viviendo como si muriéramos, desistiendo un poco más de vivir a cada instante que pasa, haciéndonos sordos a nosotros mismos, y claudicantes y mudos y débiles y heridos. No la muerte cotidiana y sin grandeza, que nos habrá dejado desnudos de vida sin que ni siquiera nos demos cuenta, sino como si dijéramos, todas estas dosis oscuras y lentas de muerte recóndita en un solo gran trago, un trago inmenso que oscurece y ensangrienta el cielo y el mundo entero. Por eso he hablado de espectáculo de desolación: la desolación humana tal como, sofocadamente, nos lacera

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

93

día tras día, la encontraremos en los lugares más escondidos y modestos: unas líneas repetitivas, lacónicas y grises de Franz Kafka, o quizá el rechinar y la gesticulación de algún tango de claridades medio turbias y suburbiales. Pero la desolación a escala cósmica, la desolación como espectáculo, es propia sólo de la alegoría de los visionarios. Así, en esta primera pintura de Brueghel el viejo, la muerte lo ha trastornado todo. La vida era un orden: campesinos y guerreros y cortesanos y sacerdotes. Como en las danzas medievales de la Muerte, el trastocamiento último, aniquilador, también es una parte de este orden. ¿Nunca os habéis preguntado por qué las visiones infernales de los poetas —un Dante, un Milton, por diferentes que sean— resultan en cierto modo bellas y armónicas? No inspiran el horror del caos; describen un mundo terrible, pero esta condición de terrible —quizá la «terribilidad», que decía Miguel Ángel— encaja, como cosa prevista, en una ordenación más vasta. No obstante, la muerte, aunque sea de manera esperada y necesaria, ha hecho tabla rasa, en la visión del cuadro de Brueghel, de este mundo nuestro. Es como un reloj: si lo desmontamos pieza por pieza —o, más bien, si simplemente lo hacemos añicos contra el suelo— habrá muerto, con aquel sonido regular, modesto y rítmico, la existencia del mecanismo, pero no habrá borrado el recuerdo del orden que daba sentido a cada pieza. En el mundo agrario y limitado de Brueghel el viejo, en unos pocos kilómetros a la redonda, por decirlo con medidas actuales, se concentraba el corazón de la civilización holandesa, como una imagen en miniatura de una Europa de límites muy firmemente establecidos. Cualquier alteración de este orden nos permite leer en él en filigrana —como una escritura borrosa tras la oscuridad de un papel traslúcido— el recuerdo de un orden histórico y humano. Pero la Historia no es sólo, ni puede ser sólo principalmente, lo que —con estruendo de bombardas y de artefactos bélicos— ocurre, retumbando como un trueno lejano, en la lejanía. La historia es lo que ocurre aquí mismo, al alcance de la mano. Por ejemplo, este carro volcado, con la madera solitaria, desnuda y patética de una rueda inútil recortándose contra el cielo arrasado por la Muerte. Brueghel el viejo representa un descenso implacable, unánime. Pero sabe —por eso es artista— que la imaginación del hombre se nutre ante todo de cosas concretas y que, más aún que la devastación grandiosa e indistinta, será esta armazón inútil de madera de una rueda volcada, olvidadiza de los surcos y de las tierras de cultivo, ofrecida al vacío del aire, lo que nos hará sentir el estremecimiento del triunfo de la Muerte. No una Muerte cualquiera, sino la muerte de cada uno, tan próxima como el gemido familiar de las ruedas del carro por los caminos campesinos cuando oscurece. (10 de abril)

EL SALTO DE NIJINSKI Como el poema, la fotografía es un arte del instante. ¿O quizá, más bien, un arte de la intemporalidad? Es un arte de retener el instante, de convertirlo en intemporal. Lo vemos bien claro, por ejemplo, en los poemas chinos de la época Tang. Hay un poema que —en el silencio, verde de hojas, de un claro del bosque— nos habla de la presencia nunca vista de dos monjes, sólo por el sonido leve y conciso que, tras los matojos, indica, de tanto en tanto, que han movido, lentos, una pieza en una partida de ajedrez. También lo vemos en los poemas japoneses: hay un haikú que, por ejemplo, ilumina, cegador, el instante de unas tijeras a punto de cortar un crisantemo. Un poeta de nuestro tiempo puede sentir esto. Ungaretti, una noche del segundo decenio de este siglo, vio la chispa eléctrica de un tranvía, y dice que también esta noche pasará; Montale, una tarde, siente el viento como un roce de láminas metálicas. Estos instantes no existirían si no existieran los poemas. La palabra, victoriosa, ha rescatado al hombre del tributo ominoso que paga al tiempo. Mirad: también esta imagen fotográfica ha sido salvada del tiempo. Es un instante detenido; un poema momentáneo. El hombre que salta es Nijinski, pero no el Nijinski que todos conocemos,

Pere Gimferrer

94

Dietario (1979 – 1980)

no el Nijinski que, bajo el flamear de la luz falsa y rojiza de los teatros, sentía en todo el cuerpo — flexible y escurridizo como el azogue— la desazón de Petrushka, polichinela mágico de la Rusia remota, con cúpulas de oro brillante en las iglesias y con techumbres de madera, toscas y ásperas, en las cabañas de los mujiks. No: éste es un hombre maduro, envejecido incluso, y hace ya muchos años que tiene algo, tan tenso, tan desgarrador dentro de sí, como la cuerda de violín que ha sufrido demasiado el ser el cuerpo puro de la música. Es el Nijinski más oscuro, el más impresionante y enigmático: el hombre mudo y vegetativo que continuaba existiendo en un manicomio, año tras año, mientras el otro hombre que él mismo había sido —el joven bailarín Nijinski—, se convertía en mito, separado de aquel cuerpo solitario que sufría y callaba y se encogía en un gran silencio gélido. ¿Quién tomó esta instantánea? Parece un misterio el que alguien pudiera estar al acecho en el preciso momento en que, de pronto, el Nijinski callado, obseso y recluido, vuelve a ser el Nijinski de antes y da un salto como los que —¡hace tanto tiempo!— deslumbraban a las plateas (quizá, entre bastidores, la sombra del empresario Diaghilev, impecable con el abrigo de cuello de piel y los guantes estrictos, de dandy). Pero sólo ha sido un instante, claro. Sí, pero —y es que siempre hay un «pero». La vida, lo saben los teólogos, está hecha de matices— este instante, queda inmovilizado en una foto: lo aísla, con un corte brusco y, al tiempo, delicado, tan suave y resuelto como el naipe que la mano del jugador ha sacado de la baraja, haciéndolo brillar a la luz cruda de la mesa de juego. Nijinski, obstinado, con locura sorda y neutra, salta aún, salta siempre. No: no salta. Fuera del fluir del tiempo, este instante del salto es un gesto abstracto y desolado en un gran vacío. Como un poema, o como la esencia del arte de un bailarín. O como el absoluto que vislumbramos en la locura. El salto de Nijinski. (15 de abril)

SITGES Bajando por el paseo de Gracia, cerca de la Diagonal, avisto a un personaje con un elegante traje color azul oscuro. La tarde es clara y venteada; el aire es seco y límpido. El personaje, erguido, mira unos cuantos libros, y se decide por un curioso volumen de Raymond Chandler. Una afición que compartimos. El personaje está de paso en Barcelona; su trabajo lo retiene en Madrid la mayor parte del tiempo. El personaje es miembro del Tribunal Constitucional, y se llama Ángel Latorre; fue, hace casi veinte años, mi catedrático de Derecho Romano. Sus clases eran ejemplarmente civilizadas y amenas. Bajo una lluvia feroz, constante, hosca y vandálica, Ángel Latorre fue el único catedrático de habla castellana que se tomó la molestia de desplazarse, una tarde remota, hasta la pequeña sala de profesores donde, ante un público escaso y estricto, Salvador Espriu leía su Llibre de Sinera. Ángel Latorre, aquella tarde, acababa de llegar de Sitges en compañía de Josep María Castellet. Asocio a Latorre y a Castellet con Sitges; asocio Sitges con los itinerantes Premios de la Crítica, de los que fui jurado. Pero los viajes más íntimos y fecundos a Sitges son otros: no las estancias en plena época turística, ni las resonancias literarias, sino, más bien, aquellos viajes que parecen furtivos, aunque no lo sean, cuando —justo en los inicios de la primavera, o aún en el punto preciso del invierno que decae, o bien en el corazón áureo y secreto del otoño— llegamos, un día laborable por la tarde, y todo está vacío y mudo. Hay muy poca gente en el paseo marítimo; desde la terraza de la habitación del hotel vemos la arena con un color de bronce claro, un color que nos da la impresión de que los ojos tuvieran tacto para tocarla. Si salimos a pasear, todo está desierto y tiene el aire de una ciudad extranjera. Plegados los parasoles, como flores extrañas de tela abigarrada, en las terrazas de los cafés. Pero podemos sentarnos, asocairarnos, y mirar el mar. Hay, aún, alguna barca de pescador, y algún chiquillo corre y grita en el crepúsculo opaco. En lo alto de la escalera, la iglesia es sólo un sonido de campana y la serenidad de la torre. Y sabemos que, en una calle pequeña y desnuda, nos espera, en el Cau Ferrat —celada en la tenue claridad, como en el fondo de una vitrina—, la túnica, de un rojo anaranjado resplandeciente, de la Magdalena penitente

Pere Gimferrer

95

Dietario (1979 – 1980)

que pintó el Greco. El sol —un sol en retirada, aunque aún vivo y fuerte— y el azul salino y la blancura de la espuma invaden ahora, no muy lejos del Cau Ferrat, esta tarde que recuerdo. Claridad del cielo y del agua asaltando los ventanales, como si toda la estancia estuviera llena de mar. Hay gente que habla. Castellet es el moderador. Se trata de evocar una publicación, L'Amic de les Arts, y el centro de todo son, en definitiva, dos de los protagonistas de la historia: Sebastià Gasch y Josep Carbonell i Gener. Aquella tarde, el tercer protagonista —J. V. Foix— no ha podido estar en Sitges. Pero volvemos al hotel, cuando oscurece ya y se encienden los faroles, y en la mesita de noche del cuarto del hotel abrimos un libro de Foix, con pie de imprenta de L'Amic de les Arts; el libro se titula Les irreals omegues. Y leemos un poema de marzo, en Sitges, en el año 1922, cuando el poeta Foix y el pintor Sunyer ven muchachas lejanas, ven sueños lejanos. Sueños en pleno día, bajo la luz impresionante y nítida de Sitges. «Es todo tan claro que ni sabemos hablarnos», dice el poeta, ebrio de aquella claridad de marzo. Levantamos la cabeza del libro; la ventana se ha convertido en un recuadro totalmente negro. Escuchando con atención la oscuridad, oiremos el murmullo del mar como un rumor dulce y profundo. (20 de abril)

UNA AMAZONA Tenemos un cartel. Nos anuncia la presentación, en Londres, de Miss Adah Isaacs Menken. El nombre, naturalmente, era falso. Y el cartel habla de un caso sin precedentes, porque esta valerosa écuyére hará el papel de Mazeppa. Mazeppa es un héroe de poema romántico, un héroe de Lord Byron: un príncipe tártaro que, en castigo por haber amado a la hija de un patricio polaco, fue condenado a cabalgar atado a la grupa de un corcel salvaje. Vemos, en el cartel, un caballo fogoso y velocísimo. Atada al dorso hay una mujer —llena, maciza, firme. No: no es un cartel con tinta negruzca que el tiempo haya palidecido. Estamos en una noche de octubre, en el año 1864, en Londres, en un local de Westminster Bridge Road. ¿Está desnuda la amazona? Lleva unas mallas rosa, color carne; calzada con coturnos, tiene el busto ceñido por una especie de túnica griega. La amazona sonríe; con la punta de los dedos, envía un beso. Bajo la luz de los faroles de gas, la cabalgadura llegará a una perspectiva de montañas pintadas en una decoración de papel. La amazona viene de lejos: en una taberna de Nueva York le había enseñado a hacer versos un hombre de barba poderosa y fluvial, un poeta errante y poderoso llamado Walt Whitman. La amazona, fuera del escenario, continuaba siendo amazona. Tenemos el testimonio de alguien que la vio, en la oscuridad del palco londinense, hablando con un hombre que la había ofendido. Es como una instantánea. De pronto, se abre violentamente la puerta del palco. Miss Adah Menken blande una espada, igual que el ángel a la entrada del Edén prohibido. Relampaguean susojos aún más que la hoja de la espada, herida por las luminarias del pasillo. La amazona da un paso atrás; alzando el brazo, y con un sonido seco y rápido, corta el aire enrarecido el filo del arma. Delicadísimo, el poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti —sí, el que pintaba aquellas vírgenes tan dulces y tan lánguidas, como en un fresco antiguo— pensó que quizá aquél era el tipo de remedio que convenía a su amigo Algernon Charles Swinburne. Miss Adah Menken, sentada, lleva un vestido ceremonioso, de un lujo pesado y sofocante, con falda de miriñaque. Swinburne está de pie, y la amazona, posesiva e imperiosa, le estrecha una mano y le pasa un brazo por la espalda. Escenografia de sumisión que nos habla, entre bastidores, del «vicio inglés»: dominio moral, quizá con recámaras flagelatorias. París vio también el caballo de Mazeppa; París vio a la amazona dando el brazo al señor Alejandro Dumas, padre, el que soñaba con D'Artagnan y con el conde de Montecristo. París, en la época de las operetas de Offenbach, vio también el relampagueo de los ojos de la écuyère. A menudo —lo dice ya un poema clásico— las cosas bellas no duran mucho más que el espacio de

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

96

una mañana. París, en el sofoco de una tarde de agosto del año 1868, ya no vio, olvidadizo como es, a una mujer que se moría sola en la calle Caumartin. Había bochorno. Fiel, sólo el caballo de Mazeppa acompañó al féretro por las calles despobladas. (23 de abril)

JAZZ Uno de los recuerdos más lejanos: una voz carraspeante, oída por la radio. La atmósfera es quieta, húmeda, espesa. En todas las casas de Barcelona están bajadas las persianas; cerrados los postigos de los balcones. En cambio, las cristaleras, abiertas de par en par, aunque no entra en las habitaciones oscuras ni una bocanada de aire; y si entra, es un aire caliente, que parece sólido y compacto. Las calles están vacías. De tiempo en tiempo, alguien anda, como perdido, por el lado de sombra. Quizá va en mangas de camisa y lleva la chaqueta al brazo; en aquella época había aún mucha gente que, en pleno verano, vestía de manera formal. El transeúnte se detiene. En la calle, el silencio es completo; cuando no pasa ningún coche, el transeúnte puede oír el roce de sus propios pasos sobre el empedrado. En el azul luminoso e impecable del cielo, duerme un andrajo de nube blanca. Podemos oír, entonces, bajo la espada encendida del verano, aquella voz carraspeante. Sale de la oscuridad de madera y baquelita de un aparato de radio. Quizá es uno de los primeros transistores, con la antena de onda corta erecta y exótica como un artefacto interplanetario. O quizá —más probablemente—es, aún, una de aquellas radiogramolas panzudas que incubaban, solemnes, en el fondo de las salas de estar. Una voz: sólo una voz carraspeante, que nos habla de Nueva York. La voz de un viejo, que canta en inglés. Si la voz nos habla del verano en Nueva York, imaginamos el damasco blanco de la nieve sobre la negrura de un Packard, a la entrada del Waldorf Astoria. Si la voz nos habla del otoño en Nueva York, imaginamos la claridad dorada de una coraza de hojas muertas en el Central Park y los ojos de una muchacha que patina. La voz no nos habla de la primavera en Nueva York. Este hombre, con la voz quebrada, llega ahora al escenario. No es en Nueva York: es en Newport, un día de verano. El público se sienta al aire libre, en sillas plegables de madera. Sabemos que el mar está argentado y claro; hemos visto, antes, velas blancas, regatas, una carretera bajo el sol. Ahora somos uno más entre el público. El hombre es corpulento: si nos fijamos lo vemos ya viejo y fatigado. Pero sonríe constantemente con aquella sonrisa amplia. No, no es un hombre hermoso, de la misma manera que su voz rechinante y ronca no es una voz bonita. Pero, en los grandes dientes blancos y en los ojos, tan vivos, y en la cara de luna y en la voz de estropajo, hay algo que no sabríamos definir. El hombre, al principio, se ganaba la vida sólo a fuerza de simpatía. Una simpatía que tenía algo de piedad y de añoranza; lo veían viejo, sin empuje, y recordaban quién había sido, y lo seguían queriendo porque, destrozado como estaba, aquel hombre a quien veían y oían era, aún, Louis Armstrong. Pero, de pronto, aguijoneado por los compañeros, parece que el viejo Satchmo, que tenía ya un aspecto tan caduco, se recobra. Sí: mirad: se yergue, se deja llevar por el impulso. Ahora, Louis Armstrong ya no canta. Enérgico, exultante, ha cogido la trompeta. Durante unos minutos, en aquel documento único —Jazz en un día de verano, filmado por el fotógrafo Bert Stern— veremos y oiremos al Louis Armstrong de siempre. Los que hemos vivido la era del jazz sabemos que este tipo de arte está hecho, sobre todo, de momentos así; una canción oída por la radio en la modorra de una tarde de verano, o el vigor fugaz del viejo Satchmo, ya en declive, en la luz del festival de Newport. Un día, un trompetista de jazz lloraba solo. Le preguntaron por qué lloraba y respondió: «Por cosas.» Cosas, instantes: el jazz nos puede dar más, pero empezamos a amarlo, sobre todo,

Pere Gimferrer

97

Dietario (1979 – 1980)

porque nos da esto. Adiós, Satchmo, en un día de verano. Lejos. (24 de abril)

NOCHES DE TEATRO ¿Qué ruido hace la portezuela de una carroza al cerrarse? Nosotros no lo podemos oír ya. Una carroza, ahora, es una pieza de museo. Si sale algún día a la calle —en una ceremonia oficial, en un acto de sociedad— ya no hará el mismo sonido. Las calles han cambiado, y nosotros mismos no tenemos costumbre de oír el golpe de la portezuela que se cierra. Un sonido conocido, no lo percibiremos nunca de la misma manera que un sonido que no nos es familiar. Por la acera, de noche, hace cerca de cien años, un hombre joven se pasea solo, en Roma, al salir del teatro. Ha oído —lejos, en el fondo de la calle— el sonido de la portezuela de una carroza al cerrarse. Ahora oye que se acerca la carroza; oye aquellos ruidos que tampoco nosotros sabríamos percibir ya: el ruido de las ruedas de madera sobre las losas del pavimento; el relincho de los caballos y el batir de los cascos al trote; quizá algún trallazo breve y nítido. Hay una luna muy clara, y, cuando la carroza pasa cerca del joven, la luz de un farol le muestra, tras los cristales empañados de la puerta, una confusa figura femenina, y la blancura de un abrigo de piel, y el refulgir de una piedra preciosa, y un brazo desnudo, y un collar de perlas o de esmeraldas. En la noche de invierno, esta imagen fugaz, entrevista sólo un instante, obsesionará los pensamientos del joven en el cuarto de una garçonnière de la Piazza di Spagna, número 62, con satén en las paredes, y alfombras persas, y brocados antiguos. En la estancia domina un color rosa muy pálido; pero estalla, súbito, el incendio de un brocado amarillo. Hay un abanico de plumas de pavo real, y una rosa deshojada en un jarro japonés. Hay una montaña acogedora y tibia, de cojines de pluma, en un ángulo, con todos los matices del rojo: rojo de rosa blanca, rojo intenso y vinoso. Desde aquella habitación, el joven Gabriele D'Annunzio, cronista de la vida mundana y nocturna de Roma, salía, como de un cuartel general, a la búsqueda de la gloria de los sentidos. Gloria, sobre todo, de los ojos: la princesa Pallavicini, con un vestido de terciopelo rojo y una cinta roja en el pelo; y, a su lado, la condesa Taverna, muy pálida, con un vestido blanco cubierto con brillantes y con arabescos dorados, y una diadema radiante en la frente. Aquel mismo año —el de 1885— hay, en Londres, otro hombre joven. Es un personaje de ficción. Y este joven de Londres también pasea, inquieto, por las calles nocturnas. Le gusta ver la luz de los faroles y las aceras mojadas y olfatear el aire húmedo de Londres y medio soñar la ciudad bajo la niebla de aquel invierno. Como D'Annunzio, también él oye —y ha vivido antes en una tristeza sorda, hecha de una opresiva humillación en un barrio oscuro— la llamada relampagueante de los teatros lujosos. Una noche, entra en un palco: se sienta al lado de una bella dama extranjera. Sólo la ve, de reojo, un momento, antes de sentarse; pero esta visión —todo perfume y suavidad y ojos oscuros y dos o tres diamantes en la cabellera rubia— le pone en los ojos algo así como una neblina blanca que no le permite contemplar el escenario. La belleza, luminosa y solemne como una pintura antigua, con un abanico rococó en la mano, como un recuerdo vago de un tiempo más soñado que vivido. De esta seducción —hecha de angustia y de hipnotismo estético— nacerán, en el futuro, el D'Annunzio histriónico, y el suicidio, como un dolor muy solitario, del joven londinense, el protagonista de la novela de Henry James La princesa Casamassima. La noche mundana de los teatros del siglo pasado es como un sueño destructor. De noche, paseando, quizá podamos oír que muere este sueño, muy lejos. No hace más ruido que la portezuela de la carroza al cerrarse. (25 de abril)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

98

EL ARMARIO DE LA PRINCESA Tenemos un retrato de la princesa. Y ahora, si lo miramos, podemos comprender que Heine nos dijera que no olvidará nunca esta cara, y que parecía más del reino de la poesía, fantástico, que no de la tosca realidad diaria. Ahora comprendemos que Heine pensara en los contornos de las mujeres enigmáticas y aéreas de Leonardo da Vinci. La princesa Belgiojoso, en esta pintura, es una mujer joven y bella, esbelta y consumida por un rescoldo interior, débil y candente como la brasa que muere en un hogar en la oscuridad fría de la madrugada. La princesa Belgiojoso está sentada; por la posición del cuerpo la habríamos de ver de perfil. Pero, resuelta, ha vuelto la cara hacia nosotros. Su piel es blanquísima, con la palidez de mármol mórbido que la época romántica exigía a las bellezas. Adivinamos que, bajo los pliegues ampulosos y holgados del vestido —una especie de túnica, con una capa sobre los hombros—, el cuerpo es más que frágil: una hoja que tiembla, la llama indecisa y tenue de un cirio en el cielo de un palacio nocturno. No, no parece un cuerpo de carne; las manos, finísimas, más sutiles que el marfil de las teclas de un piano, reposan en una paz hecha de luz remansada. Pero, el centro de todo, es el rostro: un óvalo puro, alargado, con una raya en medio del pelo negro; unos ojos inmensos, profundos, con una tristeza fascinante, que parece que nos obsesionará y nos devorará en una llama mortecina de sensualidad y de misticismo. No, no hemos de mirar mucho estos ojos: nos enloquecerían. Y tendremos que olvidar también el surco de esos labios finísimos, una línea tan sutil como una pincelada de resplandor nocturno de estrellas en una escena de caza otoñal pintada en un camafeo antiguo. En estos ojos, en el contorno de esta cara, en la finura de estos labios, parece que leamos las palabras del poema de Leopardi que dice que el amor y la muerte son hermanos. Es así como cada época —el Romanticismo, por ejemplo— descubre o quizá suscita unas criaturas extrañas, que parecen invenciones de la mente colectiva: unas mujeres y unos hombres y unas vidas que nacen del espíritu del tiempo. Así, la princesa Belgiojoso cuando aparecía en público, en el teatro, con un atavío ascético y sepulcral: una túnica pálida, cenicienta, y una guirnalda de flores blancas en la cabeza. O bien, tal como —ojos en fuego, piel exangüe— nos la describió una visitante: recluida en un dormitorio blanco, como el catafalco de una virgen, con un gran lecho con cobertor plata mate. En la antecámara, un negro con turbante montaba guardia, hosco y lujoso como una estatua alegórica. La princesa Belgiojoso, allá por junio de 1848, perdió a su joven secretario y amante: Giovanni Stelzi. En una carta explica que ha procurado enterrarlo muy cerca de la casa, y que cubre su sepulcro de flores, como si fuera un salón. Pero aquel mismo año, la policía de Austria, que dominaba en aquella parte de Italia, hizo una investigación en la villa de la princesa. Stelzi, fúnebremente bello, estaba embalsamado en un armario. Podemos imaginar un hedor nauseabundo de flores en la estancia donde el tiempo del amor se ha detenido en el tiempo de la muerte. Gemelos, como en los versos luminosos y translúcidos de Leopardi, el amor y la muerte se enlazan en el fondo de la tristeza consumida de aquellos ojos. Nuestra memoria ha recibido este legado de espectros. Todo es oscuro. Belleza tenebrosa. (26 de abril)

LA SINFONÍA FANTÁSTICA Eso ocurrió en Florencia, en una noche del siglo pasado. Imaginadla: las calles muy oscuras, sin luces eléctricas, quizá sin luz de gas siquiera. Calles de piedra húmeda y muda; muros severos y solemnes; ramaje de árboles que desborda las tapias de los jardines señoriales. De vez en cuando, en la oscuridad, se oyen unos pasos. Es un transeúnte, embozado en su capa, como una sombra más en

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

99

el cercado de las sombras. O quizá —con roce de correajes y brillo de espadines y de hebillas— es la guardia en su ronda de noche. Pero, no: ahora vemos unas antorchas. Unas antorchas encendidas que flamean con llamas grandes y cálidas; unas antorchas humeantes. Sentimos el calor del fuego, el olor de la madera que arde. Es un cortejo de encapuchados: los hermanos de la Misericordia, que, de noche, acompañan, por las calles desiertas y glaciales, los funerales florentinos. El viandante, que paseaba por la ciudad dormida, se detuvo de súbito al ver aquella comitiva. Y ahora se acerca: las antorchas de los encapuchados celan algo de lado a lado. Cuando el viandante llega, quizá oye —el silencio es total— el aliento hosco de la llama crepitando en la madera. Y vea una mujer palidísima: una cara que parece de cera y de mármol y de marfil muy puro bajo el cristal del féretro. Quizá el cristal tiembla con brillo incierto, reflejando la llama de una antorcha. El viandante nos dice que «presintió unas sensaciones». Aquella belleza consumida en pleno resplandor le habla del ideal y de los amores ensoñados. Hay una piedad que es también delectación; la herida —que hace daño y da placer a un tiempo— de un cuchillo de plata muy fino en las más finas membranas del alma. El Viandante logra que los encapuchados le abran la caja. El viandante —Hector Berlioz, compositor francés— contempla la belleza muerta, en silencio, y coge su mano. Contempla el rostro de la belleza ausente; las antorchas hacen juegos de sombra y de llamas en aquel cutis transfigurado por una nitidez de mármol definitivo. Miro una fotografía de Berlioz en los años de la vejez. Es un hombre severo, melancólico, de rostro enjuto, impecablemente vestido de negro, con un lazo de seda oscura al cuello y una camisa de pechera blanca, estrictamente almidonada. Sus ojos son severos, profundos y tristes; ondula su cabellera. Quizá escucha —vasta y lejana, también como un mar ondeante—aquella «marcha del suplicio», o bien aquel «sueño de una noche sabática» de la Sinfonía fantástica, que, para nosotros, resume el espíritu de Berlioz. No es, quizá, un remoto y bárbaro suplicio medieval, ni exactamente un sabbat de brujos tribales. Es quizá, más bien, el estrago de un cuerpo joven arrasado en una noche florentina, entre las llamas de las antorchas que blanden unos encapuchados. (29 de abril)

LAS MANOS DEL ESTRANGULADOR Podemos coger una media de seda. La tenemos, quizá, oculta en el fondo de un cajón, en la gran cómoda panzuda de caoba o de cedro, bajo una muda de ropa blanca. Fuera, el día está gris. En la calle silenciosa, entre la llovizna, un organillo lanza su canción desolada y tenue en una esquina. La media de seda tiene un color como de cobre; al tacto, es tan fina que parece que ha de deslizarse. Pero sabemos que puede tensarse, estricta, y formar un rojo anillo en la piel de un cuello de mujer, ahogando el grito y el aliento. De puntillas, con la media en el bolsillo, salimos a la calle. Miramos a un lado y a otro: nadie nos ha visto. Vamos, con paso rápido y seguro, bajo la neblina de las callejuelas de Londres. De vez en cuando, con la mano derecha, hacemos una caricia temblorosa y cálida al fuego glacial de la media de seda oculta en el infierno del bolsillo. Este hombre que avanza, resuelto, tanteándose de vez en cuando el bolsillo ¿somos nosotros, soy yo? Elegante, con la ropa bien cortada. No es un estrangulador tosco y chapucero como aquel pobre lacerado que estrangulaba mujeres en la Rillington Place. No: éste es todo un dandy. Deportivo, dinámico, con chaqueta de moda, quizá con una gabardina dé excelente caída, pasea por los alrededores del Covent Garden. Hay un griterío de vendedores y verduleras. Verdísimas, las coles y las alcachofas y las berengenas* desbordan los cestos de los tenderetes. No os preocupéis. No será este figurín quien se manche en el mercado. Conoce bien todos los recovecos; sabe adónde va. Y piensa en un cuarto y en una escalera que lleva a él. Piensa en los ojos de una muchacha rubia. Piensa en el cuello blanco y suave de la muchacha rubia. Cuando llegue el momento, no *

Berengena: así escrito en el libro impreso [Nota del escaneador].

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

100

tendrá ni que sacar la media de seda del bolsillo; le bastará la corbata, que también es de seda, y tiene un crujido tan leve y un tacto tan suave y apetecible. Mañana, en las aguas oscuras del Támesis, quizá haya una mota de nieve, la desnudez de la muchacha asesinada. Unas manos; unas manos lo bastante fuertes y lo bastante firmes como para tensar una media o una corbata de seda. Unas manos pueden guiar, también, otras manos. Unas manos pueden guiar al estrangulador. No; no lo has de hacer así. La corbata se coge de este modo. Y tú, mueve aquel foco. El estrangulador lleva ahora las manos en el bolsillo de la gabardina. Todo Covent Garden es un solo estrépito de verdor luminoso. Escuchando atentamente, oiremos un golpe seco y breve: el sonido de la claqueta, que avisa que se empieza a filmar la escena. Hay otras manos. Una sola mano que se nos acerca: con la palma muy abierta, los dedos extendidos. ¿Hace un gesto mágico? Vemos, a contraluz, la punta de las uñas, agudas y recortadas. Es una mano gordezuela. Tras ella, hay un hombre calvo, rechoncho, con unos ojos minúsculos, irónicos y vivaces. No nos aterran las manos de Alfred Hitchcock, que, ahora hace diez años, en Londres, rodaba una película sobre un estrangulador. (2 de mayo)

EN UNA PLAZA DE CASAS ROJAS Corpulento, el patriarca llegaba hasta aquí. Alguien, mucho más joven, nos lo ha explicado. La gente, por la calle, lo conocía, quizá incluso lo paraba en su camino: otros, de lejos o de cerca, lo miraban al pasar. Él estaba en todas partes: entre la gente, bajo la plena luz del sol en los bulevares, en la claridad arisca y salina de las soledades de una roca del océano, o bien incubando sueños dentro de la solemnidad polvorienta de las estanterías antiguas de las grandes bibliotecas venteadas. Así lo veía aquel amigo más joven, un dandy pálido de mirada honda, Charles-Pierre Baudelaire. Pero el patriarca, poderoso, robusto, no se detenía, y, al mismo tiempo, era todo él reposo. No: el patriarca —Victor Hugo—, andando por las calles de París o meditando entre los roquedales de Guernesey, impulsado por un desasosiego muy profundo, por un exceso de vida, estaba siempre en todas partes como de paso. Arraigado, no obstante, al mismo tiempo: recibía —por los ojos, por la mente, por todos los sentidos— el resplandor del mundo exterior, el latido del mundo interior; comulgaba con las ciudades y con la naturaleza. Había hecho los esponsales del verbo con el mundo. Con todo lo que tiene el mundo: la hoja verde o amarillenta, el mistral que sopla, las voces de la savia bajo la corteza del árbol, la humareda blanca de las bombardas guerreras, la espada desnuda y la guadaña del campesino en el mas. El patriarca llegaba a esta plaza de casas rojas. La podemos ver ahora. Es una mañana de setiembre, clarísima. Ayer hacía un sol plácido y dulce en las terrazas de los cafés. Pero hoy, con un cielo tan limpio, es frío el aire en la Place des Vosges. Bajo las arcadas de piedra inmemorial, con penumbra de cueva, resuenan los pasos como en el patio de armas de un castillo. A ratos, un viento breve y fino aguza la piedra de los arcos. Si salís de las arcadas veréis las fachadas nobles y aquel tono rojizo que habla de una ciudad más remota. El patriarca subía estas escaleras. Y ya Baudelaire nos explica que estaba siempre rodeado de muebles augustos, y de porcelanas, y de grabados, y de toda «la decoración brillante y misteriosa de la vida antigua». Mirad: una decoración como la de esta falsa estancia oriental, grabada a fuego por él mismo, toda roja y dorada; palacio de dragones, de monstruos y de sueños. La casa del poeta era también el decorado interior de sus visiones. Una noche tuvo otra visión: se le apareció el muro de los siglos. Piedra y carne, quietud y movimiento, interiores de oro, de jaspe y de pórfido, salas y cavernas; un muro que temblaba como el árbol o como el céfiro. El muro de los siglos hablaría con la voz de Victor Hugo. ¿Sueño o alegoría? Demos unos cuantos pasos por el piso de parquet, de madera barnizada y silenciosa. Cualquier mañana como esta de setiembre, el patriarca, tras estos cristales, vio quizá el silencio frío y luminoso de la plaza de casas rojas. El muro de los siglos, inmenso, latía tras el azul terso del

Pere Gimferrer

101

Dietario (1979 – 1980)

cielo otoñal. (3 de mayo)

UNA TARDE EN EL PALAU Pues sí: llovía, como hoy que escribo esto. He dejado por un momento la máquina de escribir, me he levantado, he apartado la cortina de gasa, he mirado por el balcón. Media tarde de domingo, remate de un largo final de semana. Hace sólo un par de horas, la Rambla de Cataluña estaba totalmente desnuda y limpia bajo un cielo impávido y ceniciento. Ahora, ha llovido. El cielo se ha oscurecido mucho más. El asfalto del suelo grisea con un brillo opaco. Hay sólo un último sorbo de luz ahogada que va a morir. Pero ha dejado de llover, y por el paseo comienzo a ver grupos espaciados de gente que anda poco a poco, en la humedad cuajada del aire del atardecer. Un atardecer de primavera se parece a un atardecer de otoño. Y yo —que tenía dieciséis o diecisiete años— bajé al Portal del Ángel, en autobús, en aquel día otoñal de lluvia que ahora recuerdo. Pero la lluvia no era como la de hoy. Era implacable, espesa, constante; una cortinada de agua, indefectible y huracanada, que golpeaba violentamente el suelo y rebotaba en los zapatos con gotas gruesas como perdigonadas. No hacía frío. Sólo oía el murmullo, mareante, del agua que se derramaba obstinadamente desde la armadura imperial y compacta de las nubes. Ni un ruido más en mi recuerdo: sólo el cañoneo hosco de la lluvia. Bustos y estatuas y oros y policromías: el Walhalla modernista de Domènech i Montaner; el Palau de la Música Catalana. Yo había llegado, empapado, después de bajar por la Vía Layetana. Llevaba paraguas, pero todos sabemos que un paraguas no basta para salir indemne si caminamos unos minutos bajo un diluvio universal. No me abandonaba la sensación de ser algo humedecido y estropeado por el agua, ni parecía que abandonara a ninguno de los escasos espectadores, humillados y medio clandestinos en la oscuridad prematura de la tarde que iniciaba la noche antes de tiempo. Y todo tenía un aire friolento de conspiración en alguna pequeña ciudad balcánica. Se apagaron las luces. No era un concierto lo que íbamos a ver. Era una película: la primera que se proyectaba públicamente en Barcelona del cineasta japonés más refinado y sutil: Kenji Mizoguchi. Y veíamos el resplandor densísimo —igual que en la pintura de algún maestro flamenco— de los colores de los jarrones y los colores de las ropas y los colores de la luz nocturna languideciendo tras los muros de un palacio. Y veíamos las huestes armadas, guerreras, en un horizonte oscuro. Y el tintineo claro de una muchacha que ríe, y, vagamente, la claridad de un cuerpo en un estanque. Y —hacia el final— veíamos un manto que caía, y sabíamos que la emperatriz Yang Kwei-Fei había muerto. Pero, después, en una estancia vacía, oíamos unas voces; voces de amantes que hablaban y reían. Todo era ausente y desertado, pero aquellas voces de amantes más allá de la muerte, hablaban de la alegría pura, resplandeciente como un agua encendida por el sol. Se encendieron las luces. Aún tenía en mis oídos aquella risa transparente. Pero ya no me envolvía el temporal de piedra wagneriana del Palau. Al contrario; era casi veinte años después en un local pequeño, húmedo y oscuro, de muros de piedra gris, como un escondrijo al fondo de un hangar. Se subían unas escaleras y estábamos ya en la calle. Y también había llovido; el aire, enjuagado y limpio, lavaba las fachadas encogidas de la pequeña calle Jules Chaplain, en París, donde unas cuantas personas —quizá no más que las que aquella otra tarde se perdían en la platea medio vacía del Palau— habían admirado, una vez más, en silencio reverente, el amor quebradizo y fragilísimo de la emperatriz lejana. (7 de mayo)

Pere Gimferrer

102

Dietario (1979 – 1980)

LE CARRÉ Y SIMENON Ambos nos fascinan, y no porque sean, genéricamente, «literatura policíaca». La literatura policíaca puede resultar muy buena literatura: Dashiell Hammett, Raymond Chandler. Pero Hammett y Chandler son buena literatura, inequívocamente local. Local de los Estados Unidos, claro, de la vida y de las ciudades pequeñas o del intríngulis de las capitales. Simenon y Le Carré, en cambio, son buena literatura europea. La sentimos más próxima. Ambos parecen, voluntariamente, como grisáceos. Mueven personajes opacos: tanto el comisario Maigret como el George Smiley de Le Carré son hombres inteligentes, pero de aspecto amazacotado, vulgar. Nunca intervienen en escenarios exóticos; los vemos con la tristeza y el tedio de las cosas cotidianas, como alguien que, avezado a vivir entre ellas, las tiene ya aborrecidas. Y es que estos parajes, por lejanos que sean, forman parte de un horizonte más reducido de lo que podría parecer. El ámbito de los personajes de Simenon es el antiguo imperio colonial francés. El ámbito de los personajes de Le Carré son los residuos o el fantasma del antiguo imperio británico. Con el tiempo, del imperio colonial francés se pierde el filón. Las novelas de Simenon, entonces, reducen cada vez más el punto de mira: hablan ya sólo de una casona, o de un pueblo, o de una pequeña ciudad, o de algún barrio. O quizá hablan sólo de una familia, de una calle, de una pensión. Pueden ser tan vastas y tan microscópicas como las novelas de Balzac. El imperio británico se difumina también. Pero lo que pasa en Le Carré es que el mundo entonces disminuye y se ensancha. Se ensancha: las cosas pasan al mismo tiempo en Hamburgo y en Moscú y en Londres y en París, o bien al mismo tiempo en Hong-Kong y en Moscú y en Londres y en Pekín, por ejemplo. Es decir, que cualquier cosa es dirigida, registrada, acechada, controlada, desde diferentes lugares. Todo resuena y repercute en todas partes. El mundo, entonces, se empequeñece: es vastísimo, pero queda contenido en unos cuantos despachos con teléfonos y télex y dossiers. Maigret y Smiley son dos personajes morales, sobre todo; Le Carré y Simenon son, ante todo, dos observadores y dos moralistas. Moral pesimista y escéptica, que se opone a la fe de Sherlock Holmes en unos cuantos preceptos de conducta arraigados en un universo sólido. Las novelas de Le Carré pueden ser leídas como apólogos morales sobre un mundo histórica y socialmente muy preciso. Y aquí sí que hay que volver a hablar de Balzac, porque la impresión más constante que nos dan estos escritores es la misma que, en el fondo del fondo, da Balzac: la reiterada, circular, monótona, exasperante, estólida y previsible presencia del mal en la conducta humana. Quizá es por eso por lo que, como Balzac, Simenon y Le Carré destacan sobre todo en la descripción de ambientes y escenarios. Hacen del entorno físico, de la atmósfera, una metáfora del mundo natural. Y así resultan ser poetas, si un poeta, como dicen que dijo Goethe, es un hombre que piensa en imágenes. Imágenes de tristeza; calles de ciudades sombrías y polvorientas donde nos sentiremos solos. (8 de mayo)

EN UN MUELLE DE LONDRES No paséis, de noche, por este muelle. Es el más desolado de todos: el muelle de las ejecuciones. En la claridad cenicienta de alguna madrugada, veréis un grupo de gente en fila a lo largo del agua oscura y fría del río. Están avezados al viento salobre y al salpicar del agua. Bien que sabían mecerse, en cubierta, con el empuje que la ola de alta mar da al maderamen del barco. Bien que, sin cegarse, sabían seguir con ojos vivísimos el resplandor del sol de mediodía que hace alquimia de luz sobre la espuma. Pero, ahora, los aniquila el frío venteado y húmedo del río.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

103

Todo empezó muy lejos: en el mar Rojo. Recordáis una aldehuela, una depredación. Roban negros de Guinea a los nativos. Recordáis una isla, cuando el capitán dice a la tripulación que tengan valor y harán fortuna. Recordáis el saqueo de barcos en las islas de Malabar, y los cofres de mercaderías indias, y el botín de manteca y cera y hierro a capazos, y de sacos de arroz. Recordáis el licor de caña y azúcar, bebido en las costas de Madagascar. Recordáis la negrura de los cañones, y las islas de las especias. Recordáis un día de mayo —el mismo mes en que ahora estamos— del año 1701, en un tribunal de Londres. Recordáis los muros penumbrosos y las pelucas de los magistrados. Recordáis —ahora resuenan, como balas de cañón, evocadas en la oscuridad— las palabras ásperas del artillero y el capitán que le replica: «¡Perro!» Miradlo morir como un perro, con el cráneo aplastado por un cubo de hierro. El viento y el agua del temporal limpiarán la sangre de cubierta. Ellos, los que antes navegaban por una fábula de islas tropicales, montan guardia ahora a lo largo del río denso y turbio de Londres. Cuando sople el viento, sentiremos rechinar los herrajes. Se mecerán los cuerpos, en este muelle húmedo, como se mecían en la claridad del mar asiático o de las islas africanas. Ya hace meses que montan guardia. Los viandantes demorados, en los atardeceres gélidos o en las madrugadas que cortan como un cuchillo, se han habituado a ver, a lo largo del río, colgados de cadenas, los cuerpos del capitán Kidd y sus compañeros piratas. (10 de mayo)

UN VENECIANO EN EL DESIERTO Fue en una prisión de Génova, hace cerca de setecientos años, donde el veneciano, prisionero, explicó la historia a un compañero. El compañero se llamaba Rustichello de Pisa; el veneciano se llamaba Marco Polo. Marco Polo venía de las tierras del Gran Kan. Ciudades de idólatras, con seda y con telas de oro; ciudades de la caballería lujosa y terrible de los tártaros; ciudades con puentes de piedra y columnas de mármol; ciudades con grandes jardines, y ríos poderosos y naves cargadas de mercaderías. Marco Polo tenía aún en sus ojos la claridad de las estancias con losas de oro, y el relampagueo sangriento de las perlas rojas, más preciadas que las blanquecinas. La luz del sol asiático, en los palacios de Catay, en el albor purísimo de las porcelanas. Pero, este viejo manuscrito catalán de la relación de Marco Polo —sabemos que son unas hojas encuadernadas con tablillas de madera y con lomo de cuero— no empieza hablando de todo eso. Conciso, abrupto, fragmentario, el Marco Polo catalán parece que, antes de deslumbrarnos con el resplandor de Catay, nos ha de hacer pasar por una fase purgativa. Y quizá eso tiene, también, un sentido. Quizá, en la reclusión de un palacio genovés, las maravillas no están tan próximas como la sequedad de las largas jornadas de desierto, con viandas y agua, bajo un sol que bruñe el escudo liso del arsenal. Bien que recuerda el veneciano aquella travesía. Y sabe que después vienen ciudades pobladas, y países con templos y palacios. Pero él, ahora en la reclusión genovesa, tiene en la mente el silencio del desierto, amarillento, ardiente. Anda —tal día como hoy— con unos cuantos compañeros. Sí, como si fuera ahora mismo. Los pasos, en la arena, hacen sólo un murmullo; como cuando, en una estancia quieta, rozamos un pergamino con la punta de los dedos. Y ahora Marco Polo se ha retrasado un poco. Ve alejarse a sus compañeros que avanzan por el desierto. Empieza a sentirse solo con el sol y la arena. Y, de súbito, oye voces. Voces que le llaman por su nombre. Voces que gritan Marco Polo. La soledad tiene voces; la soledad está poblada de voces que saben nuestro nombre. Las voces del desierto nos conocen. Las voces del desierto conocen a Marco Polo. Ahora, nosotros sabemos que eso es un espejismo acústico; como cuando vemos al alcance de la mano los torreones y los muros de una ciudad inexistente. Pero, en el palacio genovés, aquellos instantes del desierto, aquella soledad transitoria, aquellas voces no humanas, tienen aún eco en las salas de piedra solemne. Marco Polo levanta la cabeza. No es Génova; es el desierto del

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

104

Lop. No está preso: cabalga. No se encuentra solo: lo llaman las voces remotas de Catar. Como nuestros sueños. (11 de mayo)

UN CAMINANTE EN LA NIEVE Me lo explicó un amigo. Estaba él, en pleno invierno, en una universidad norteamericana. Salió al campus, a pasear. Estaba todo cubierto de nieve, con un gran silencio blanco y vívido. Ni un roce. El horizonte visible, completamente vacío, en una hora quieta, en pleno día. Era agradable pasear, no obstante, bajo la frialdad enérgica de aquella luz tan clara, en el albor amplísimo y silencioso del mundo natural. Mi amigo empezó a caminar en el campus oculto por el manto solemne y límpido de la nieve. Muy lejos, había otro hombre que caminaba también, poco a poco, como si, ocioso o pensativo, contemplara el paisaje y saboreara el alma virgen y desnuda de la escarcha. Por el camino que llevaba —un punto aislado en la paz de la nieve— era evidente que aquel paseante desconocido llegaría a encontrarse con mi amigo. A menudo, dos solitarios que han salido a comulgar con el silencio tenue y liso de la naturaleza, entrecruzan sus caminos, como cometas en la oscuridad, y siguen avanzando, errantes por el mundo como por un cielo nocturno y silencioso. Sí: el desconocido se acerca. No es muy alto. Y parece un poco encogido bajo el azote finísimo del frío. Es, posiblemente, un hombre de tierras más cálidas. Impecable: como una estatua que el hielo y la nieve han afinado y el aire del invierno recorta en un perfil clarísimo. Todo un caballero. Pelo cano; los ojos, enérgicos; señoriales, los bigotes, tan bien cuidados en la claridad de la mañana, parecen dos carámbanos. Es ya mayor; camina con ritmo pausado, pues el día somnoliento invita a hacerlo así, y porque los años lo exigen. Quizá está habituado a andar por un paisaje muy distinto y le sorprende que aquel frío aplacado y sólido le golpee la espalda con un airecillo leve y cortante y ponga ante sus ojos una mortaja fúlgida de nieve. Mirad: ya está aquí. No se detiene. No mira a mi amigo. Con el mismo caminar pausado y seguro, con los ojos fijos en la quietud ausente del horizonte, ignora el encuentro. Continúa caminando, ni apresurado ni brusco. Imperturbable. Y, más que nunca, aquella cara, la cara del hombre solitario avanzando en la nieve de una mañana desierta, recuerda a una estatua; porque es una cara que muchos han visto en fotografías. Y parece que tenga algo de simbólico encontrarse con aquel hombre y encontrarlo así, caminando solo por la llanura nevada en una mañana de invierno. Porque, en el interior de la mente, del corazón, aquel hombre vive en un paisaje de desnudez abstracta; un paisaje interior. Aquel hombre —todo un caballero— era escritor y se llamaba William Faulkner. (13 de mayo)

UNA CASA EN EL VIENTO Era toda de viento: un proyecto de casa. El sueño de una casa. Exactamente como el poema de Maragall dedicado a una casa nueva; pero —diríamos— un momento antes del momento del que habla Joan Maragall. Porque estaban ya alzados lo que Maragall llamaba «els caires» (los cantos) de la casa, y bien delimitados los límites que tomarían «lo que antes era de todos: el espacio, el ambiente, la luz». Pero aún el espacio y la luz eran libres; aún un pájaro —quizá— podría atravesar aquella zona sagrada. La casa, a medio hacer, anunciaba sólo un proyecto de espacio. Nos podríamos perder en él: un tabique; una pared maestra, o bien sólo el marco de un muro no hecho aún, el paso vacío de una puerta. Errábamos por la teoría de una casa, no por una casa ya hecha y real. Como cuando, en un borrador, quien escribe sabe qué quiere, pero no ha encontrado

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

105

aún, exactamente, las palabras justas. De eso, la dueña de la casa, tiene su experiencia. La visión interior vislumbra, precisos, los contornos de algo: quizá un objeto, quizá una sensación, quizá una idea que se ha de expresar con imágenes tomadas de los sentidos. El camino, a veces, tiene muchas curvas; otras, es seguro y liso como un atajo, hace diana por exacta intuición. Pero es siempre el mismo camino: en definitiva, nos llevará al núcleo que antes habíamos entrevisto. Exactamente de la misma manera que esta casa, que ahora ocupa el viento, contiene ya, luminosos y fuertes, «els caires» de lo que será en el futuro. El plano se habrá convertido en edificio; pleno y preciso como la palabra que hace cuajar la idea. Si el día fuese claro, desde la altura donde estamos veríamos quién sabe qué países verdes y frondosos, y algunas cimas, y quizá la dulzura del mar, que no está lejos. Pero este día, un invierno que anda despidiéndose, una primavera que acaba de iniciarse, han dejado, en los valles y en los cerros y en los caminos, una masa de niebla blanda y densa a un tiempo. Es blanda porque podemos andar por ella y se deshilacha cuando la hollamos. Es densa porque persiste: nos abre camino, nos deja avanzar, pero no se va. Ha vestido los proyectos de muro de esta casa alzada en el viento; ha puesto en ella escondites blanquecinos y opacos. Como cuando, entre los repliegues de las palabras que parecían tener un sonido tan claro, sentimos una punzada. Como cuando, en el vivir de cada día, hay un desgarro y se abre un boquete y vemos algo que nos angustia y nos duele y nos atemoriza. Sin embargo, después, sabemos que los días volverán a ser claros y, entre palabra y palabra, no habrá chispazos de duda, y lo que ahora es una casa a medio hacer será, en plenitud gozosa, una casa hecha. Pero en los ojos tan vivos, y en la sonrisa tan franca y en la risa clarísima de la dueña de la casa, sabemos que ella no olvidará jamás el punto de melancolía y de fragilidad y de incertidumbre que tienen estos instantes en los que la niebla hace indeciso el mundo, en los que la casa es y no es aún, en los que vivir hace daño y placer. Sabemos que su arte —el arte de Mercè Rodoreda, que, hace unos cuantos años, se construía aquella casa en Romanyà de la Selva— está hecho, precisamente, de todo eso. (15 de mayo)

EN EL PUERTO No vivimos de espaldas al mar: rendimos, al mar y al sol, un culto tan asiduo como el que los egipcios rendían a Isis y Osiris. Pero sí vivimos de espaldas al puerto, es decir, al mar de la ciudad, a la parte ciudadana del mar. Vivimos de espaldas a las grúas y a los barcos y a las dársenas. El domingo, cierto número de personas va al muelle y sube a las «golondrinas». Pero esto es un episodio. Todo lo que pueda ser Barcelona como ciudad portuaria no forma parte de nuestra mitología. Aún más: es desterrado. En el Paseo de Gracia, en Pedralbes, muchos lo ignoran. Y si, con penas y fatigas, Barcelona pudo aún tener algo, a ratos, de mito literario, se lo debe, precisamente, a la vida portuaria. Leed a Jean Genet o a Mandiargues, con callejones de mugre y de enigma y de crápula. O, si queréis respirar un aire más limpio, leed los versos de Salvat-Papasseit. Aquí está, que yo sepa, la vida mítica más reciente de Barcelona: en el puerto. A menudo, al atardecer, y ya desde adolescente, me ha gustado pasear muy lentamente por el muelle. Empieza ya a oscurecer, pero aún es de día; aquí y allá, alguien trabaja aún. Las embarcaciones tienen su vida profunda y lejana. No la entendemos muy bien, los de tierra firme, pero tampoco nos es extraña del todo. Por el muelle, al caer la tarde, hay grúas paradas y maromas grasientas y algún pajarraco que chilla. Si oímos chillar al pajarraco, es porque nos rodea un gran silencio. Y ahora nos damos cuenta de que estamos solos en el muelle: hay algún marinero a bordo, pero, en tierra, sólo estamos nosotros. Levantamos la cabeza: el cielo, ceniciento, nos habla de borrascas en el mar. Y cerrando los ojos, nos parecerá oír cómo las olas golpean el maderamen o las planchas de hierro del buque.

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

106

Ahora es de noche en el muelle. ¿Se ha hecho de noche tan deprisa? Sentimos unos pasos, como un rozar de hojas. La luz viene a ráfagas, en haces breves y vacilantes que desfiguran las formas de los objetos. Quizá veamos, entre la barahúnda de mercaderías, un hombre que corre. Quizá podamos entrever el brillo de una daga o el relámpago conciso de un disparo de pistola. Sí: un hombre que corre, y que ahora se nos muere en los brazos; un aventurero que se nos ha muerto en los brazos diciendo sólo una palabra, un misterio lacónico en la oscuridad portuaria. Después sabremos que aquella palabra tiene cara: la cara de Orson Welles, que en esta película insólita y obsesiva se llama Arkadin. El muelle de Barcelona está completamente oscuro y la palabra «Arkadin» tiene un sonido de estertor y de miedo y de aventura, cuando empieza la película. (16 de mayo)

UN AMERICANO EN VENECIA Es un hombre joven sin mucho dinero. Su perfil es seguro, bello, armónico: hay firmeza en el pliegue de sus labios y en el mentón, que sobresale. Los ojos miran, de hito en hito, hacia una lejanía que nos es vedada. El pelo, negrísimo, es extraordinariamente abundante; no se puede decir, propiamente, que sea una cabellera de poeta romántico, pues resulta notorio que algún barbero le ha cuidado el contorno. No: no le cae el pelo por los hombros. Pero, en cambio, se extiende, poderoso y esponjado, hacia arriba, y da al rostro un marco sombrío y fuerte. Hace poco que este americano ha llegado a Italia. Escribe poemas, y es natural que alguien que escribe poemas quiera ir a Venecia. Pero de momento anda corto de dinero y parece que este año las góndolas son más caras que nunca. Van y vienen, negras y curvadas y ganchudas, por el agua medio azul y oscurecida. Brillan, con el lujo y el esplendor sombrío del ébano, bajo la luz del mediodía: luz de azur, albergue de los dioses que veían los pintores venecianos. Y este americano sin dinero —casi nadie le conoce aún en Venecia— se sienta en los peldaños de la Dogana, la antigua aduana de los Duxs, y contempla la luz y la ola rizada bajo el aire terso. Y «muchachas de ésas» tampoco hay. No. Sólo una, y muy cara. Pero él, en la luz, verá los dioses de antes. Han pasado muchos años. Hay una casa, en Venecia, que muchos jóvenes conocen. Muchos jóvenes norteamericanos sin dinero para pagar góndolas; jóvenes de cabellera abundante, que les cae por los hombros —ahora está de moda el pelo largo—, que llevan, escrita en algún papelote, una dirección. Y aquélla es la casa donde ahora vive el hombre viejo que, tiempo atrás, fue un joven que llegó a Venecia sin dinero y tuvo que sentarse en los escalones de la Dogana porque no podía alquilar una góndola ni una muchacha; el hombre, que, después, explicó todo esto en un poema. Aquel hombre vive ahora recluido y no tiene ganas de abrir la puerta a nadie. La cara del hombre viejo es un rostro augusto de profeta. Tiene surcos profundos; los años, implacables, han dejado arrugas en la piel, como la de un asceta medieval. Pero no nos engaña la energía de los ojos; y el pelo, blanco por completo y no tan menos abundante, tiene el mismo impulso; y un elemento nuevo —la barba, frondosa y soberana— refuerza la majestad del personaje. Los poetas americanos jóvenes, sin dinero, no se sientan ahora en los escalones de la Dogana; se sientan, día y noche, esperando que les abra, a la puerta del viejo poeta americano que vive en Venecia. Y siempre habrá alguien, más afortunado, que pueda explicar que, en algún momento inesperado —quizá a una hora muerta de la tarde; quizá en plena noche—, se abre la puerta, con un tirón violento y brusco, y sale el patriarca, y les increpa, y les dice que se vayan, que estaban equivocados, que no es quien piensan, que nada tiene que ver con ellos. Y vuelve luego a cerrar la puerta. Y quizá ellos se van, pero han visto ya al poeta viejo y saben que, una vez más, este hombre se equivoca. Tiempo atrás creyó que era fascista, y por eso ahora increpa a los jóvenes que no entienden nada de nada, que nada tiene que ver con ellos. Pero hay alguna cosa en el hombre que es más sabia que el hombre. Hay, en el poema, una ciencia, y una lucidez y un conocimiento más profundos. Los jóvenes que hacen cola ante la casa de este poeta viejo que se llama Ezra Pound — hará ahora ocho años que murió en Venecia— iban en pos de esta verdad más alta, que quizá el

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

107

individuo, el ciudadano, no controlaba del todo, pero que los versos, altos y profundos, nos legaron. (17 de mayo)

FIGURAS DE OTOÑO Ya nos lo dice Marcel Proust: es la mejor estación del año para visitar el Bois de Boulogne. Las postrimerías del otoño. Como ahora estos días dorados y suaves del veranillo de San Martín. Después vendrá el gran puño amoratado y cerrado del invierno. Todo tendrá, entonces, una belleza más hosca. A un lado y otro, la avenida Foch, hecha de casas cada vez más señoriales y más cerradas y más amplias a medida que nos vamos alejando del centro de París. No vemos a nadie; a menudo, todas las ventanas están cerradas tras las soberbias verjas. Y, he aquí —el trayecto es largo— que el taxista se ha enterado de nuestra ciudadanía y tiene algo que decir. Hace ya seis años de esto. A Franco le quedaba sólo uno de vida; el taxista no podía adivinarlo, pero tenía informaciones muy precisas sobre el futuro político peninsular: «Là-bas, il y aura un roi...» dijo con visible complacencia, en tono netamente aprobatorio, con la secreta nostalgia de hacer la prueba de una monarquía liberal que, en el fondo del fondo, vive en el corazón de todo jacobino francés. El Bois de Boulogne ¿lo inventó Proust? Porque era exactamente el mismo paisaje de aquellos días de finales de otoño en los que el joven narrador sale a ver las hojas doradas, que tienen una vida tan fugaz, que pronto no existirán ya, porque habrá llegado el invierno sin que tengamos tiempo de advertirlo. Vemos lo que veía él: un cielo gris, una mezcla de tonalidades en los árboles, con un punto de verde que subsiste y un punto rojizo y una onda dorada y el sol en lo alto del ramaje. Pero no vemos, no veremos, a Madame Swann, con aquella capa malva, o con aquel ramito de violetas en el escote, paseando a pie o en un coche de caballos. Las avenidas, en esta hora de la tarde, comienzan a estar desiertas. Pronto oscurecerá, y el Bois, que era un parque, se convertirá, realmente, en un bosque: mudo y montaraz y negro bajo el cielo gélido de noviembre en las afueras de París. Pero escuchad esto que se oye ahora. No es un ruido familiar a los que viven en las ciudades. Es un sonido opaco, pero regular y firme e impresionante. Se aproxima. Y, ahora lo sabemos: son los cascos de un caballo. Por una avenida vacía desierta del Bois de Boulogne, bajo la ceniza del cielo, llega un caballo con trote rítmico y seguro. Fugaz, veremos una amazona con traje de montar. No es el rostro de Madame Swann. Pero, ahora que el caballo se aleja y que los cascos tienen un eco cada vez más apagado y nos hallamos solos, en la avenida desnuda, con los árboles sombríos y el cielo que va perdiendo la luz, y el silencio de las hojas caídas, quizá sabremos algo de lo que sintió Marcel Proust. (18 de mayo)

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

108

ÍNDICE* 7

Prólogo a la nueva edición. El eterno retorno por JUSTO NAVARRO

13

Prólogo a la primera edición, por J. M. CASTELLET

DIETARIO 1979 31 32 34 35 37 38 39 41 42 44 46 47 49 51 53 55 57 59 61 63 64 66 68 70 72 74 76 78 80 81 83 85 87 89 90 92 *

El vivir clandestino El tema de la Historia Retrato del poeta joven El poeta y el dictador La gran renuncia El poeta y la musa «Aún aprendo» La desaparición de un brujo Mirando una foto Ante el espejo La revolución, de noche El hombre de los cristales Otoño Las tiranías Una noche en Mallorca San Agustín Un melómano en Milán Amedeo Nazzari: el fin de un seductor El señor Scardanelli Bernini Las batallas imaginarias Un álbum de fotografias Un ruso en París En una plaza vacía La bailarina y el poeta Dos músicos en Londres El enemigo interior Noticias de Kapurthala Las puertas del invierno La rosa y la roca Un cartel turístico Un estudiante solitario Una mañana en el Turó Park Un brindis La casa del pintor El detective y el espiritista

La paginación corresponde al libro impreso [Nota del escaneador]. Se recuerda que esta edición digital solo comprende el primer dietario (que acabaría el 18 de mayo de 1980 con Figuras de otoño, aunque mantenemos la paginación original de la edición comprendida con ambos diarios).

Pere Gimferrer

Dietario (1979 – 1980)

1980 97 99 102 103 106 108 110 111 113 115 117 119 121 123 125 127 129 131 133 135 137 139 141 143 145 148 150 152 155 157 158 160 162 164 166 169 171 173 175 178 180 182 184 187 190 191 194 196 198

La muerte del magnate Apoteosis Sombras La escritura del historiador Imágenes perdidas Ot de Montcada Dos viajeros en Alejandría El corazón del invierno El señor Proust Simulacros Los hechos y la moral Símbolos La muchacha de Macao Dibujos venecianos Imágenes nórdicas El maestro de ceremonias Llorenç Villalonga El jardín de Luxemburgo Sajarov El naturalista y el hipopótamo El exiliado de Ravenna Unos ojos El hombre de las calabazas La bella Otero El poeta americano Un ruso en Florencia El parque y el museo Tres forasteros en Londres Pájaros que gritan Las confesiones de Eva Braun En una plaza pública Chopin, un día de abril Fantasmas en el foyer Gusanos de luz Olimpíadas La poetisa y las nubes Un atardecer de otoño La pistola y los salones La mulata y el dandy El cuarto de la poetisa En el retorno de Helenio Herrera Gardel El hombre del clavicémbalo Malards De los comienzos Una caja de terciopelo El campanario de Ripoll Un señor en el jardín Escuadras

109

Pere Gimferrer 200 203 205 207 209 211 213 214 216 218 220 221 223 225 227 228 229 231 232 234 235 237 239 240 242 243 245 246 248 249 251 253 254 255 257 258 260 261 262 264 266 267 269 270 272 273 275 277 278 280 *

Dietario (1979 – 1980)

La vida subterránea Sombras en la plaza Nubes de tempestad Una rueda de carro El salto de Nijinski Sitges Una amazona Jazz Noches de teatro El armario de la princesa La sinfonía fantástica Las manos del estrangulador En una plaza de casas rojas Una tarde en el Palau Le Carré y Simenon En un muelle de Londres Un veneciano en el desierto Un caminante en la nieve Una casa en el viento En el puerto Un americano en Venecia Figuras de otoño La primavera y el invierno* Una noche en el Tinell Una noche de enero Por la calle Una taberna, en Londres Las tres Musas La casa del poeta Tardes de primavera El único emperador Una historia de claveles La dama del coche Sinatra Figuras en una calle La llanura y el mar En un campo de batalla Señoras con pieles La muerte del trovador Un domingo de abril Una fiesta Una guitarra, en los Encantes Un caballero Dos casas Un señor, en Mallorca Cerverí de Girona Las tres damas misteriosas Mañanear En el Hotel Windsor La bella Cléo

Aquí comienza el Segundo diario (1980-1982) [Nota del escaneador].

110

Pere Gimferrer 281 283 284 288 289 291 292 294 295 297 298 300 301 303 304 305 307 308 310 311 313 315 316 318 319 321 322 324 326 328 329 331 332 334 336 338 340 341 343 345 347 348 350 351 353 355 356 358 360 361 363 364

Dietario (1979 – 1980)

Dos exposiciones Ante el mar Luz de la catedral 286 Señoras en el jardín El hombre dentro del escaparate Mis contactos con Ronald Reagan El cañón de Sitges Escaleras Lily, de Shanghai Calles El chalet de Mata Hari Una noche en Milán El verano y el invierno La luz, en Roda Un forastero en Mallorca Historias del tren Invitación al viaje Los secretos del plagio La divina Sarah El poeta olvidado El joven Curial El huracán, en Jamaica Una aparición El siete de copas Crepúsculos Mirando por la ventana Escribir un dietario Los papeles póstumos del dandy En la casa de Goethe Una visita Vuelven los héroes La sombra del Titanic Tres señoras Carolina y Junot En una plaza antigua Terraza Martini Escenas de salón Una historia de pasiones Un contrato de matrimonio Imágenes en un espejo Noticias de Barcelona Dostoievski, en Viladrau Una bañera de mármol Brahms en tres imágenes Retrato de una dama Golpe de Estado en Turquía María Montez tiene la piel muy blanca Dos testamentos La Loren, en Pescara Dos soldados El taxi amarillo de Taxi Key Las puertas del otoño Silvana Mangano: la campesina y la dama

111

Pere Gimferrer 366 367 369 370 372 374 375 377 378 380 382 384 385 387 389 391 392 393 395 397 399 401 403 405 407 408 410 412 414 415 417 419 421 422 424 425 427

Dietario (1979 – 1980)

El estudiante de Praga Un inglés y un portugués El esgrimidor El campesino desnudo Mirando hacia América El mar italiano Epílogo al ciclo Hitchcock El porqué de la poesía Día a día Marilyn y los escritores A orillas del Támesis Llega el frío Del Nobel Milosz En la catedral de Milán Vuelve Charlie Chan Al cabo del otoño Retrato de un gentilhombre Noticias del Tenorio Un incidente en noviembre Exportaciones barcelonesas Flores para los muertos El carnaval de Nápoles Musil, el espectador Temporal Sortilegios del fútbol Brujas en Venecia El escritor en el laberinto Althusser: el intelectual y el delito Erotismos concéntricos George Raft: el crepúsculo del gángster Europa y la lluvia Quevedo Diciembre congelado Tras las ventanas La cocina de Landru Los dos paladines Una voz perdida

1981 433

Tarde de domingo

1982 437

Posible imagen de Josep Pla

Impreso en el mes de octubre de 2002 en ROMANYÁ/VALLS, S. A. Plaça Verdaguer, 1 08786 Capellades (Barcelona)

112