60585058 Lo Mejor de Selecciones Reader Digest

ANTOLOGÍA DE ANIVERSARIO US Selecciones Selecciones del Reader's Digest Director: Audón Coriad Jefe de Redacción: Ramó

Views 312 Downloads 93 File size 20MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

ANTOLOGÍA DE ANIVERSARIO

US Selecciones Selecciones del Reader's Digest Director: Audón Coriad Jefe de Redacción: Ramón Manuel González Jefa de Corrección: Margarita Montero Jefa de Investigación y Documentación.- Ilian Flores

Supervisora de Arte. Mónica S. Carrillo Redactores: José A. Alonso, José A. García, Enrique López, Gerardo Noriega, Norma Sánchez, Mario Sandoval Coordinación: Soledad García Apartado Postal M-2455, C. P. 06000 México, D. F., México Colaboradores: Diseño: Antonieta Cruz Ilustraciones. Julián Cicero Diseñadoras auxiliares: Guadalupe López Mandujano, Ma. de la Luz Montoya Revisión de textos: Jorge Sánchez y Gándara, Alejandro González Luna © 2000 por Reader's Digest México, S. A. de C. V. Se prohibe la reproducción total o parcial, en cualquier forma, tanto en español como en otros idiomas, del contenido editorial de este número. Derechos reservados en todo el mundo. Se han efectuado los trámites necesarios, incluso depósitos en los países que así lo requieren. Acogido a la protección de las Convenciones de Berna, Interamericana 1946, Universal 1952/Acta de París 1971 sobre derechos de autor. Franqueo pagado. Publicación periódica. Permiso No. PP09-0358. Características 228851212. Autorizado por Sepomex. Certificado de Licitud de Contenido No. 899, y Certificado de Licitud de Título No. 8543, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas. Número de reserva de uso exclusivo de título otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor: 514/67. ISSN 1405-5716. Impreso en Litografía Magnograf, S. A. de C. V., Puebla, Pue. Printed in México. Esta edición consta de 224 páginas. Selecciones, Reader's Digest y el símbolo del Pegaso son marcas registradas de The Reader's Digest Association, Inc.

\

A NUESTROS LECTORES

H

ace 60 años, en diciembre de 1940, empezó a circular por toda América Latina Selecciones del Reader's Digest, la primera edición en lengua extranjera de The Reader's Digest, la popularísima publicación norteamericana que para entonces ya se había u invertido en un fenómeno del mundo editorial. Los lectores hispanoamericanos le dieron una cálida bienvenida a la pequeña revista, que pronto conquistó un lugar en sus hogares y sus corazones. Ahora nos complace ofrecer a nuestros lectores una antología de los primeros 60 años de Selecciones. Al hacerlo, reconocemos que es un atrevimiento pretender escoger lo mejor de entre 720 números y más de 15,000 artículos,- también somos conscientes de la imposibilidad de dar gusto a todos. Sin duda habrá algunos o muchos de nuestros amigos que consideren más dignos de esta reimpresión otros artículos publicados en nuestras páginas. Los artículos elegidos son una muestra del contenido editorial que Selecciones ha ofrecido a sus lectores a lo largo de los últimos seis decenios. Muchos de ellos se incluyeron a petición de los lectores que •Hendieron nuestra convocatoria en marzo de 2000,- otros fueron seleccionados por la redacción con la idea de integrar un compendio que reflejara la diversidad y los valores que caracterizan cada número de la revista. Independientemente de las diferencias que pudieran suscitarse con respecto a los criterios de selección, esperamos que los lectores encuentren en todos los artículos los valores que siempre han caracterizado a Selecciones: el afán por ser una ventana al maravilloso mundo del quehacer humano, por difundir los avances y logros en las ciencias y las artes,- la convicción de que el ser humano posee la capacidad para mejorarse y mejorar la sociedad en que vive,- el respeto por la libertad y la igualdad, sin importar la condición económica, religiosa o racial de las personas,- y, sobre todo, la celebración del indomable espíritu del individuo. — L A REDACCIÓN

ÍNDICE Á nuestros lectores

3

Carlos Finlay: Pastear olvidado de América

7

Octubre de 1943

i7

Lo cjue vale una hora al día Julio de 1965

Caí desde 6000 metros y estoy vivo

21

Octubre de 1958

"Mi maestra"

29

Julio de 1956

ADN, el secreto de la vida

34

Diciembre de 1962

El amor en el matrimonio

39

Febrero de 1943

"Serás un hombre, hijo mío"

46

Septiembre de 1993

Nuestra segunda ocupación

53

Enero de 1950

Mozart, niño prodigio de la música

59

Abril de 1947

Magia del contacto humano

67

Noviembre de 1965

Con el diablo dentro

71

Marzo de 1992

¿Seríamos capaces de un amor tan grande?

81

Jilio de 1966

Caza y secuestro de Adolj Eichmann

85

Diciembre de 1960

Lección moderna de la Grecia antigua

92

Junio de 1956

El temor se vence atreviéndose Septiembre de 1941

97

'Mi Sí»rgento"

103

Al.nl dr 1965

I I poder increíble del cerebro

ios

l u c r o de 1957

IM niña c¡ue amaba los gatos y las

flores

115

l'chrcro de 1987

Sencillos secretos de la comunicación familiar

120

Noviembre de 1986

1:1 médico de Lennox

l.i: el de ser mutua, y profundamente compartida. Le falta, además, el aura de la belleza y la poesía. Pero aun el mismo amor verdadero es impotente para librar al m,nido y a la mujer de ciertos peligros que acompañan a las relacio-

nes sexuales. Los excesos precoces impiden el pleno desarrollo del cuerpo y el espíritu. Los excesos tardíos apresuran la vejez y la decrepitud. Ningún esposo que se sienta al cabo de sus fuerzas, dominado por graves preocupaciones, debe dejarse arrastrar a la satisfacción de un deseo artificialmente excitado. Y, viceversa, debe refrenar muchas veces sus importunos ímpetus por consideración delicada y caballerosa hacia su compañera. El amor es incompatible con la ignorancia y el egoísmo. Lo es, igualmente, con la enfermedad. Como quiera que no todos los jóvenes han guardado perfecta castidad antes del matrimonio, debieran cerciorarse, antes de contraerlo, de que no padecen enfermedad alguna transmisible. No existe regla uniforme normativa de las relaciones sexuales. Su frecuencia puede variar mucho. No es posible legislar en un campo en el que se dan todos los grados de la capacidad genésica. Al revés de los animales, que sólo ejercen la función reproductiva en la época de celo, los individuos de nuestra especie pueden realizarla en cualquier época. De ahí la necesidad de que la inteligencia y el dominio de sí mismo sustituyan al mero instinto en la dirección de la vida sexual. Es tan diversa la constitución individual, que se hace imposible establecer reglas fijas en esta materia. Cada pareja debe obrar en ese punto de acuerdo con sus propias peculiaridades físicas y espirituales,- ya que el fracaso de la vida conyugal proviene a menudo de la ignorancia de esos detalles. Muy rara vez forman los esposos una pareja perfecta desde el punto de vista sexual. Lo corriente es que la concupiscencia sea más intensa en el marido que en la mujer. Existe el peligro de que la ignorancia o la brutalidad del esposo provoquen la frigidez de su compañera. Sucede lo propio que en el reino animal: la hembra tiene que ser seducida y conquistada por el macho. En el matrimonio, la comunicación sexual tiende a convertirse en un acto monótono. Es menester, por el contrario, esforzarse en conservarle íntegra su profunda significación. Todos los sentidos, principalmente el de la belleza, debieran tomar parte en ella. En la capacidad de exaltar su simbolismo, haciendo intervenir al entendimiento y al espíritu, está, precisamente, lo que distingue al hombre de los animales. El cariño debe realzar y ungir las manifestaciones emotivas. Tiene el hombre a su disposición abundancia de estímulos senso-

Hall •• v psíquicos. El arte de cortejar, de enamorar, le brinda infinidad ili11 sos y artificios. Ni el marido ni la mujer deben mecanizar una de U* manifestaciones más altas y bellas del amor, privándola de sus mil •iiii,tilos incentivos, convirtiéndola en cosa obligada y habitual. Son inlmii.isy cambiantes las modalidades que pueden revestir el amor entre |tl« esposos. I I Irato cortés y afectuoso mantiene siempre viva la llama del • nuil) conyugal. No deben escatimarse las palabras cariñosas ni las .Iras de gratitud en el transcurso del día, en ocasiones y circunsi II" I.IS que no guardan ni siquiera remota relación con el aspecto i su.il del matrimonio. ¿Cómo se ha de esperar que una mujer acepte l.i insinuaciones amorosas de un hombre que, fuera de ese momento, tu i .i acuerda de ella, o la censura y reprende a cada paso? En el ritual .im.ltorio tienen tanto valor las palabras como las caricias. I 11 la mujer, la apetencia sexual se despierta muy lentamente. Es i" - i iso activarla con oportuna y delicada habilidad. Lo corriente es que en el hombre el proceso llegue a su culminación antes que los sentidos de la mujer rompan por completo las frías ligaduras de su li.ibitual pasividad. De ahí que en ella deje la unilateral consumación i lerta nerviosa inquietud y hasta un amargo poso de desencanto y H'pugnancia. Debe el hombre, por eso, cuidarse de refrenar sabiamente el ritmo más rápido y torrencial de su violenta libido. En el li lluro de nuestra especie ejercería beneficiosa influencia el hecho de que las mujeres reclamasen de sus compañeros un poco más de compiensión en ese aspecto de la vida amorosa. El matrimonio debiera crear un ambiente propicio para la prole. 1 I lento crecimiento de los niños y la necesidad de formarlos, física V espiritualmente, exigen que la unión conyugal sea permanente,- o lo que es lo mismo, la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio. I'uesto que la calidad de los hijos depende de las condiciones hereditarias de sus padres, es importantísimo hacer una buena elección de cónyuge. Solamente así recibirá la humanidad los beneficios de la eugenesia. Es muy de desear que haya entre marido y mujer cierta afinidad intelectual. La inteligencia femenina es diferente de la masculina, pero no inferior. Debiera impartirse a las muchachas una enseñanza tan adelantada como la que se dé a los muchachos. Necesitan poseer extensos conocimientos para desempeñar con acierto su misión en la

vida. Es absurdo pretender que sólo se interesen por los detalles del manejo de una casa o por los llamados deberes de sociedad. El amor se anemia y languidece, si no se le nutre y activa con el ejercicio de las facultades intelectuales. Tanto la felicidad en el matrimonio, como el porvenir de la sociedad, dependen de la cantidad de inteligencia que se ponga en el amor. El enemigo capital del amor es el egoísmo congénito, elevado a su grado máximo en los niños y las niñas por la educación moderna. Ciertos medios recientemente descubiertos para evitar la concepción han venido a despojar a la unión sexual de sus consecuencias naturales. No obstante, la ley biológica de la reproducción no ha perdido, en manera alguna, su vigencia eterna. Y los que la violan sufren el inevitable castigo en forma velada y sutil, pero cierta. Error funesto es el de creer que podemos vivir conforme a nuestra caprichosa fantasía. Somos parte de la naturaleza, y estamos sometidos a sus leyes inexorables. El amor estéril conduce fácilmente a una monotonía desolada, o a las aberraciones del egoísmo desenfrenado. Casi siempre, la vejez de los que no tienen hijos transcurre en helada soledad de desierto. También la corta fecundidad tiene sus peligros. El hijo único se ve privado de la camaradería, las influencias formativas y los auxilios de todo orden que hubiese podido encontrar en sus hermanos y hermanas. En las familias largas suele haber más alegría, y se ayudan más sus componentes entre sí, que en las cortas. Pudiera decirse que el mínimo indispensable a la armonía familiar y a la perpetuación de la especie, lo constituirían tres hijos. La verdadera célula social no está formada por el individuo aislado, sino por el grupo funcional que integran el marido, la mujer y la prole. Resulta, pues, inexplicable, que la democracia conceda más importancia al individuo que a la familia. Todavía no hemos llegado a comprender bien que el amor es una necesidad, no un lujo. Es el único lazo capaz de retener con irrompible atadura al marido, la mujer y los hijos. Es el único aglutinante bastante eficaz a unir en el haz apretado de una nación a ricos y pobres, fuertes y débiles, patronos y obreros. Si no hay amor en el hogar, no lo habrá en ninguna parte. El amor es tan necesario como la inteligencia, como la secreción del tiroides, como el jugo gástrico. Sólo aquellas relaciones humanas inspiradas por el amor tendrán la virtud de satisfacer nuestro anhelo inmortal. El mandamiento que nos

ordena "amaos los unos a los otros" es, con toda probabilidad, un principio natural, un precepto tan absoluto como la primera ley de la termodinámica. En cuantos alcanzan la cumbre de la grandeza en los negocios, en • I irte, en la ciencia, se manifiesta, vigorosa y relevante, la capacidad genésica. Entre los héroes, los conquistadores, los grandes conductores de pueblos, no hay canijos sexuales. Pero el amor sublimado no necesita consumarse materialmente. En el mismo vencimiento del ip< tito carnal hay una próvida fuente de inspiración. "Si Beatriz se hubiera casado con el Dante, no existiría La Divina Comedia." En conclusión: ni el hombre ni la mujer poseen el conocimiento inluso de las condiciones físicas, espirituales y sociales que deben il.irse en el amor conyugal,- pero tienen la aptitud para aprender los principios fundamentales y la técnica de las complejas relaciones que iquél abraza. Los futuros casados obrarán cuerdamente aplicando su propia escala de valores materiales y espirituales a la elección de cónyuge y a los preparativos para la más grande aventura de sus vidas. I os que ya estén casados, y acaso paladeen a estas horas el acíbar del desengaño, sepan que el fracaso es perfectamente evitable y que ludavía pueden gustar las mieles de una larga y tranquila felicidad. Recuerden todos, los casados y por casar, que la inteligencia, que ha hecho al hombre amo y señor del mundo material, puede darle l.imbién la llave áurea del palacio en que el amor guarda sus dulces, i odiciados tesoros.

"SERÁS UN HOMBRE, HIJO Mío"

Detrás del bello poema "Si. .."se encuentra la historia del amor de un padre y del sacrificio de un hijo. POR SUZANNE C H A Z I N P U B L I C A D O O R I G I N A L M E N T E E N SEPTIEMBRE DE 1 9 9 3

E

l ajado paquete de papel de estraza iba dirigido simplemente a "Monsieur Kipling". Rudyard Kipling, el célebre escritor británico, ganador del premio Nobel, lo abrió, acentuada su curiosidad por los laboriosos garabatos. Dentro había una caja roja que contenía un ejemplar de la traducción francesa de su novela Kim, con un hoyo de bala que había respetado sólo las últimas 20 páginas. De la perforación, sujeta con un hilo, pendía la Cruz de Malta de la Cruz de Guerra, la medalla que Francia otorga en reconocimiento al valor en la guerra. Le enviaba aquello un joven soldado francés llamado Maurice Hamonneau. En la carta anexa explicaba que, de no haber llevado ese libro en el bolsillo durante cierta batalla, habría muerto. Y pedía a Kipling que aceptara el libro y la medalla en prenda de gratitud. Nunca un honor había conmovido tanto a Kipling como éste. Dios se había valido de él para salvar la vida del soldado. Ojalá hubiera salvado la de otra persona,- la de alguien que significaba para él mucho más que todos los homenajes del mundo.

Veintiún años antes, en el verano de 1897, la esposa de Kipling, C 'arrie, le dio su tercer hijo. La pareja ya tenía dos hijas, Josephine y I Isie, a quienes Rudyard adoraba,- pero él deseaba un varón. Siempre recordaría el momento en que llegó a sus oídos aquel chillido. —Señor Kipling —anunció el médico—, tiene usted un hijo. Poco después, el escritor contemplaba un pequeño envoltorio de i isi cuatro kilos de peso. Tomó en sus brazos a aquella criaturita que no cesaba de bostezar, y sintió la ternura más profunda. John Kipling, como llamaron al pequeño, resultó ser un niño inteligente, alegre y dócil. Su padre se sentía feliz. Sin embargo, en e l invierno de 1899 la tragedia tocó a su puerta. Durante un viaje a Estados Unidos, Kipling y su hija mayor, losephine, de seis años, contrajeron neumonía. En aquel tiempo, mando todavía no existían los antibióticos, era poco lo que los médii os podían hacer. El 4 de marzo, Kipling consiguió salir del delirio, terriblemente débil. Pero Josephine murió dos días después. A partir de entonces, Kipling no soportaba ver los retratos de Josephine u oír mencionar su nombre. Sin embargo, debía sobreponerse .i su dolor por el bien de Elsie y de John, quienes tenían tres años y die( i nueve meses, respectivamente. De manera que adoptó la costumbre de llevar a pasear a sus hijos •i la montuosa región de Sussex Downs. Les construyó una caja de arena y, cuando se trataba de jugar con ellos, ningún juego resultaba demasiado extravagante. Los más entrañables recuerdos que de aquella época conservó el escritor correspondieron a los inviernos de 1900 a 1907, que la familia pasó cerca de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. En las tardes calurosas, Kipling se recostaba en una hamaca, a la sombra de un recio roble, mientras los niños jugaban a su alrededor. Una vez, John le preguntó: —Papá, ¿por qué tienen manchas los leopardos? En los ojos de Kipling debe de haber resplandecido una chispa. Imitando la voz de un anciano sabio, empezó a explicar que el leopardo había tenido mucho tiempo atrás el color de la arena oscura, al igual que las jirafas y las cebras que cazaba en la sabana. Pero, entonces, la cebra y la jirafa resolvieron ocultarse en la selva para frustrar los propósitos del leopardo. "Después de haber permanecido un largo periodo la mitad del tiempo a la sombra y la otra mitad fuera", continuó, "a la jirafa le

salieron manchas, y a la cebra, rayas". Para poder cazarlas en la espesura, el leopardo también debía cambiar, y por eso decidió cubrirse de manchas. "De vez en cuando escucharán a los adultos preguntar: '¿No podría el leopardo cambiar sus manchas?'" Kipling les guiñó un ojo a sus hijos y concluyó, negando con la cabeza: "Pues no. Así está muy contento". Kipling reunió sus historias fantásticas de la vida salvaje en un libro llamado Just So Storiesfor Little Cbildren ("Cuentos al gusto de los niños"). La obra se publicó en 1902, y fue aclamada por los críticos. El escritor se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los favoritos de los niños de todo el mundo. Pocos sospechaban que aquel hombre, amante de la magia y el misterio de la infancia, había sido tan desdichado en la suya. Rudyard Kipling, nacido en 1865 en Bombay, India, vislumbró el mundo por vez primera a través de la bulliciosa vida callejera de esa ciudad. Antes de que cumpliera seis años, él y su hermana menor, Trix, fueron enviados a Inglaterra para que asistieran a la escuela. Ahí, la mujer contratada para cuidarlos golpeaba y se burlaba del pequeño y frágil Rudyard, y censuraba las cartas que los niños enviaban a sus padres. Además, con frecuencia encerraba al niño durante horas enteras en un sótano frío y húmedo. A pesar de este maltrato, Rudyard se esforzó por ser alegre. Años más adelante escribiría que esa experiencia lo había "despojado para el resto de sus días de toda capacidad de sentir un verdadero odio personal". Y también le imbuyó la determinación de darles a sus hijos la felicidad, el amor y la seguridad que le habían faltado a él. A su regreso a la India, Kipling comenzó a trabajar como reportero, y dedicaba su tiempo libre a escribir relatos de ficción. Sus tramas versaban sobre el valor, el sacrificio y la disciplina que había observado en los militares británicos destacados en el país, y sobre el misterio y el peligro reinantes en la India. Reunió esos relatos en pequeños volúmenes, con la esperanza de que fueran bien acogidos en Londres. Pero los editores londinenses los ridiculizaron. Uno de ellos escribió: "Me atrevería a conjeturar que se trata de un escritor muy joven, y que morirá loco antes de llegar a los 30 años". Kipling cerró los oídos a esas críticas y siguió escribiendo. Al cabo de un tiempo, cuando sus libros cobraron fama y empezaron a buscarlo algunos

literatos, académicos y políticos de renombre, mostró ante los elogios la misma indiferencia que antes había manifestado ante el rechazo. En los primeros años del siglo XX, Kipling hizo muchas advertenc ias del peligro de una guerra con Alemania, e insistió en que debía instituirse el servicio militar obligatorio. La gente lo tachó de "imperialista" y "patriotero". Y, a pesar de las crecientes burlas de los pensadores de la época, se mantuvo firme en sus opiniones sacando fuerza de su hogar y su familia. Para ese entonces, John era ya un chico alto y bien parecido. Aunque no era un atleta consumado, le encantaba participar en las competencias deportivas que se organizaban en el internado. ¡Cómo disfrutaba Kipling viéndolo correr por el campo de rugby, radiante de entusiasmo! ¡Cómo se enorgullecía!, pero no porque fuera un gran atleta, sino porque manifestaba ese tranquilo arrojo y ese buen humor que él admiraba. John felicitaba por igual a sus compañeros y a sus contrincantes por el esfuerzo que realizaban. Nunca alardeaba de una victoria ni gimoteaba ante una derrota. Si trasgredía alguna norma escolar, aceptaba sin chistar el castigo correspondiente. Asumía la responsabilidad de sus actos. En otras palabras, se estaba convirtiendo en un hombre. Para Kipling, la hombría implicaba afrontar la adversidad con entereza. Deseaba fomentar esa actitud en su hijo. ¡Si John fuera capaz de seguir los pasos de los grandes hombres que él había conocido!; ¡si pudiera regirse por esos valores!; ¡si...! Un día de invierno de 1910, Kipling empezó a escribir esos pensamientos para su hijo, que entonces tenía 12 años. Tituló el poema "Si...", y lo incluyó en un libro de cuentos para niños que se publicó ese mismo año. Aunque los críticos no consideraron que era de lo mejor que había producido, a la vuelta de unos años el poema de cuatro estrofas, traducido a 27 idiomas, era ya un clásico en todo el mundo. Los escolares lo memorizaban. Los jóvenes lo recitaban camino a la batalla. Millones de personas adoptaron sus sencillas normas de conducta para guiar su vida. En 1915, la guerra que Kipling había predicho asolaba Europa. John ya era un joven de 17 años, alto, delgado y despierto. Tenía el

pelo castaño, los ojos color de avellana y un bigote incipiente. Como era corto de vista, igual que su padre, no lo admitieron en el ejército ni en la armada. Kipling consiguió que entrara como subteniente en la Guardia Irlandesa, cargo que su hijo aceptó con entusiasmo. John viajó en barco a Irlanda, y en ese país demostró ser un oficial capaz. Mientras tanto, Kipling hizo campaña en su país para conseguir voluntarios, y también visitó Francia con el propósito de escribir sobre la guerra. En mayo, la noticia de que se habían registrado numerosas bajas sacudió a Gran Bretaña. A medida que los reclutas marchaban en oleadas al extranjero, la partida de John era cada vez más inminente. Kipling disponía de un recurso para evitarla: John tenía sólo 17 años, y requería de la autorización paterna para acudir al frente. Pero, pasara lo que pasara, su padre no podía traicionar los valores que le había inculcado. Así pues, dio su consentimiento. Al mediodía del 15 de agosto, John se despidió de su madre y de su hermana con una inclinación de su gorra de oficial. Carrie Kipling escribió después que se veía muy elegante y gallardo cuando les pidió que le trasmitieran su afecto a su padre, quien se encontraba ya en territorio francés. Apenas seis semanas después, el 1 de octubre, un mensajero se presentó en la residencia de los Kipling para entregar un telegrama del Ministerio de Guerra. John había desaparecido en el frente. Se le había visto por última vez en una batalla que tuvo lugar en Loos, Francia. Kipling hizo hasta lo imposible por averiguar el paradero de John, mas nadie pudo informarle nada. Incapaz de quedarse con los brazos cruzados, recorrió uno tras otro los fangosos hospitales del frente, buscando heridos que pertenecieran al batallón de su hijo. Con la serenidad y la sencillez que lo caracterizaban, de inmediato establecía relación con los soldados a los que trataba. Pero nada podía restañar la profunda herida que crecía en su interior a medida que trascurrían los meses sin recibir noticias del muchacho. A fines de 1917 apareció un soldado que había visto morir a John dos años atrás, en la batalla de Loos. Sin embargo, esta triste noticia no le dio ningún consuelo a la familia, ya que el cuerpo nunca fue encontrado. Durante el resto de su vida, que fueron 18 años más, Kipling se dedicó al cumplimiento de sus deberes como miembro de la Comisión

Imperial de Sepulcros de Guerra: reinhumary rendir honores a los caídos. Fue él quién propuso la leyenda que se inscribió en la Lápida del Sacrificio de cada cementerio: "Sus nombres vivirán por toda la eternidad". También la frase "Conocido sólo por Dios", que se grabó en las lápidas de los soldados cuyos cuerpos nunca fueron identificados, como el de su hijo. Visitó muchos lugares donde se desarrollaron hechos de guerra y participó en numerosos actos en representación de la comisión. No obstante, todo ese tiempo estuvo abrumado por el desencanto. Había sacrificado el más bello regalo que le había hecho la vida. Y, ¿para qué? I n sus noches de insomnio, cuando los techos de madera de su casa de piedra crujían, Kipling pasaba largos ratos en la oscuridad, tratando de dar respuesta a esa pregunta. Por primera vez en su existencia, este hombre que se había ganado la vida por medio de la palabra, no encontraba palabras que aliviaran su pena. En un viaje a Francia visitó a Maurice Hamonneau, el soldado que le envió su Cruz de Guerra al finalizar el conflicto. Se habían carteado durante algunos años, y entre ellos había florecido la amistad. Un día de 1929, Hamonneau le comunicó al escritor que su esposa acababa de dar a luz y le pidió que fuera padrino del niño. Kipling aceptó de buen grado, y agregó que le parecía oportuno darle al pequeño el ejemplar de Kim y la medalla de Hamonneau. El escritor miró por la ventana de su estudio y recordó aquel feliz momento en el que tomó a su hijo en brazos por primera vez. Maurice Hamonneau conocía ya esa mágica sensación. A través de Kipling, Dios había salvado la vida del soldado francés, y de todo ello había surgido algo milagroso. Por fin, al cabo de muchos años, Kipling volvió a sentir la esperanza. Ésa era la razón de que John hubiera sacrificado su vida: los que aún no nacían. Mejor que cualquier monumento que él pudiera construir, aquella criatura tan llena de vida y promesas hacía justicia a la memoria de su valeroso hijo. "Mi hijo se llamaba John. Por lo tanto, el tuyo debe llamarse Jean", le escribió a Hamonneau. Así, el ahijado de Kipling fue bautizado con el nombre de su propio hijo en francés..., y otro padre conoció la esperanza y el gozo que Kipling había experimentado al ver a su hijo convertirse en un hombre.

Si. Si puedes llevar la cabeza sobre los hombros bien puesta Cuando otros la pierden y de ello te culpan, Si puedes confiar en ti cuando todos de ti dudan, Pero tomas en cuenta sus dudas, Si puedes esperar sin que te canse la espera, O soportar calumnias sin pagar con la misma moneda, O ser odiado sin dar cabida al odio, Y no por eso parecer demasiado bueno o demasiado sabio, Si puedes soñar sin que tus sueños te dominen, Si puedes pensar sin que tus pensamientos sean tu meta, Si puedes habértelas con Triunfo y con Desastre Y tratar por igual a ambos farsantes, Si puedes tolerar que los bribones Tergiversen la verdad que has expresado, Y la conviertan en trampa para necios, O ver en ruinas la obra de tu vida Y agacharte y reconstruirla con viejas herramientas, Si puedes hacer un atadijo con todas tus ganancias Y arrojarlas al capricho del azar, y perderlas, y volver a empezar desde el principio Sin que salga de tus labios una queja. Si puedes poner al servicio de tus fines corazón, entusiasmo y fortaleza, aun agotados, y resistir aunque no te quede ya nada, Salvo la Voluntad, que les diga: "¡Adelante!", Si puedes dirigirte a las multitudes sin perder tu virtud, Y codearte con reyes sin perder la sencillez. Si no pueden herirte amigos ni enemigos, Si todos cuentan contigo, pero no en demasía, Si puedes llenar el implacable minuto Con sesenta segundos de esfuerzo denodado, Tuya es la Tierra y cuanto en ella hay, Y, más aún, ¡serás un hombre, hijo mío!

NUESTRA SEGUNDA OCUPACIÓN

Un eminente contemporáneo nos invita a buscar empresas para el alma. P O R EL D O C T O R ALBERT S C H W E I T Z E R S E G Ú N L O MANIFESTADO A F U L T O N O U R S L E R E N U N A ENTREVISTA P U B L I C A D O O R I G I N A L M E N T E E N ENERO D E 1 9 5 0

L

a gente suele decir: "Me gustaría llevar a cabo algunas buenas obras. Pero la familia y mis ocupaciones no me dejan un minuto libre. Embargado por mis propios afanes minúsculos, nunca hallaré ocasión de hacer de mi vida algo que valga la pena." Error tan común como peligroso. Ayudar al prójimo pone al alcance de cualquiera de nosotros ocasiones de acometer empresas espirituales que son fuente segurísima de verdadera paz interior, de un contento que dura tanto como la vida. Para conocer esta dicha no necesitamos desatender nuestras obligaciones ni ejecutar actos extraordinarios. A tales empresas del espíritu las llamo "nuestra segunda ocupación." Ninguna ganancia nos dejan, salvo el gozo de ejecutarlas. Nos brindan nobles ocasiones,- nos infunden íntima fortaleza. A ellas podemos aplicar todas nuestras reservas de energía,- pues si algo está haciendo falta hoy en el mundo es que haya hombres que se preocupen por la suerte del prójimo. Hombre o mujer de nuestros días que permanece alejado de esas

empresas del espíritu camina entre tinieblas. La sociedad moderna nos somete a presiones que tienden a menguar nuestra personalidad. Cohibe en nosotros el impulso creador, el anhelo de expresar nuestro propio yo; y en la medida que esto ocurre padece atraso la verdadera civilización. ¿Cuál es el remedio? Por atareado que se le suponga, el hombre dispondrá siempre de tiempo para reafirmar su personalidad aprovechando toda ocasión de actividad espiritual. ¿Cómo así? Mediante nuestra segunda ocupación: aplicándose, siquiera sea en pequeñísima escala, a ejecutar personalmente algún acto que redunde en bien del prójimo. Ni será menester que busque muy lejos oportunidades de hacerlo. El mayor de nuestros errores, en cuanto a individuos, consiste en la ceguera con que vamos por la vida sin reparar en las ocasiones que nos salen al paso. Nos bastará abrir los ojos y mirar para que veamos luego las muchas personas que hay faltas de ayuda que nosotros podemos prestarles, y no en cosas de gran momento, sino en peque fieces. Adondequiera que dirijamos la vista encontraremos alguna necesidad cuyo remedio está a nuestro alcance. En el vagón de tercera de un tren de Alemania tuve cierta vez por compañeros de viaje a un joven fogoso que parecía hallarse en expectativa de algo, y a un anciano que, sentado frente a él, revelaba a las claras por lo desasosegado de su actitud la grave preocupación que lo atormentaba. Al oírle decir al joven que cerraría la noche antes que llegásemos a la primera ciudad, murmuró el anciano: —No sé cómo voy a arreglármelas. Tengo a mi único hijo en el hospital. Me telegrafiaron que está gravísimo y hago este viaje con la esperanza de encontrarlo todavía con vida, pero como soy del campo, temo extraviarme en la ciudad y no llegar a tiempo. —Yo conozco muy bien la ciudad —dijo a esto el joven—. Lo acompañaré a usted hasta dejarlo al lado de su hijo y tomaré después otro tren. En la estación de la ciudad bajaron juntos, como dos hermanos. ¿Quién medirá el alcance de la pequeña buena obra de ese joven? Usted también, lector, puede estar a la mira de pequeñeces semejantes, puede aprovecharlas para remediar una necesidad. En la primera guerra mundial hubo en Londres un cochero que al verse excluido por su edad del servicio militar quiso servir en cualquiera otra forma. Tras de haber ido de oficina en oficina a ofrecerse

a la nación en las horas que su oficio le dejaba libres sin que en ninguna lo aceptaran, determinó imponerse él mismo una tarea. A los soldados de los acantonamientos les daban permiso para que visitasen a Londres antes de mandarlos al frente. Nuestro cochero llegaba a las ocho a la estación del ferrocarril en busca de soldados cuyo aire perplejo indicara que no conocían en absoluto la ciudad. Todas las noches, hasta que licenciaron las tropas, hacía cuatro o cinco viajes sirviéndoles de guía. La timidez nos retrae a veces de dirigirle la palabra a un extraño. Mucha de la frialdad que reina en el mundo se debe al temor de exponernos a un rechazo,- así, nuestra aparente indiferencia es en no pocos casos nada más que cortedad. Un ánimo emprendedor salva ese obstáculo, se halla de antemano resuelto a no amargarse por una repulsa. Si sabemos insinuarnos con tacto, guardando siempre una discreta reserva, hallaremos que nuestra propia cordialidad nos da entrada al corazón ajeno. Especialmente en las grandes ciudades es necesario abrir las puertas del corazón. El amor al prójimo cruza siempre como ignorado peregrino por entre las multitudes. Los vecinos de pueblos y aldeas se conocen mutuamente, sienten que hay entre ellos recíproca dependencia,- los de las grandes ciudades pasan de un lado a otro sin cambiar un saludo: tan aislados, tan distanciados, a veces tan desorientados y tan abatidos. ¡Qué estupendas ocasiones aguardan ahí a los que estén dispuestos a ser sencillamente humanos! Empecemos dondequiera: en la oficina, en el taller, en el autobús. La sonrisa cambiada en un tranvía puede disuadir de sus propósitos al pasajero que iba acariciando la idea del suicidio. Una mirada amistosa es con frecuencia rayo de sol que rasga las tinieblas de un alma cuya angustia no sospechábamos siquiera. Cuando traigo a la memoria los años de mi juventud, me doy cuenta de la importancia que tuvieron para mí la ayuda, la comprensión, la palabra de aliento, la benevolencia, los sabios consejos con que me favorecieron tantas personas. Esos hombres, esas mujeres entraron en mi vida y fueron fuerza dentro de mí. Pero nunca lo supieron,- yo mismo no percibía entonces lo que en realidad significaba su auxilio. Todos nosotros debemos mucho a los demás,- y bien cumple preguntarnos: ¿cuánto nos deben los demás a nosotros? Nunca lo sabré-

mos completamente, aun cuando a menudo nos sea concedido advertirlo en pequeñísima parte, como para que no nos desanimemos. Podemos tener sin embargo la seguridad de que nuestra vida ejerce o puede ejercer en los demás una influencia considerable. Sean cuales fueren los dones que hayamos recibido en mayor abundancia que la generalidad—salud, talento, aptitudes, buen éxito, infancia venturosa, hogar bien avenido—, guardémonos de creernos acreedores de ellos. En agradecimiento a tales favores de la suerte impongámonos algunos sacrificios en bien de nuestros semejantes. Para los que han experimentado especiales aflicciones hay especiales oportunidades. Hay, por ejemplo, la hermandad que une a aquellos en quienes el padecimiento dejó su huella. Los que después de angustiosa dolencia se ven por fin sanos, no han de considerarse del todo exentos, deben sentirse llamados de entonces en adelante a procurar que otros recobren la salud. Si una operación nos salvó de la muerte o de las torturas de la enfermedad, hagamos lo que esté a nuestro alcance por llevar los auxilios de la ciencia médica a lugares donde imperan el dolor y la muerte. Otro tanto ha de decirse a la madre cuyo hijo fue salvado,- a los hijos que vieron mitigadas por la habilidad de un médico las últimas congojas de su padre. A todos cumple propender a que otros participen de iguales beneficios y consuelos. Para que la renunciación y el sacrificio lo sean de veras hay que prescindir de lo que nos gusta o dar lo que nos hace falta. Dar una limosna al menesteroso no implica sacrificio alguno para el que tiene dinero. Las dos moneditas de la viuda valieron más que todos los donativos de los ricos, porque era cuanto ella poseía. Dentro de sus circunstancias, cada uno de nosotros debe dar algo de que le duela desprenderse, aun cuando sólo sea el tiempo que destinaba al cine, a un deporte favorito, a una diversión cualquiera. Muchos dicen: "¡Ah, si yo fuera rico, haría grandes cosas para ayudar a la gente!" Todos podemos ser ricos en afecto y generosidad. Más aún, si al socorrer a otro lo hacemos con discreción, si procuramos enterarnos de cuáles son sus necesidades más urgentes, llevaremos a esa vida aquel interés afectuoso, aquella preocupación por su bienestar que valen más que todo el oro del mundo. Y por obra de misteriosa ley universal, el afecto que damos a otras vidas refluye a la nuestra en dicha y afecto acrecentados.

La asistencia social organizada es, desde luego, necesaria,- pero deja vacíos que la iniciativa individual debe llenar con su bondadosa comprensión. Una institución de beneficencia es una empresa complicada,- a semejanza del automóvil, ha de contar con vías transitables. No puede penetrar en los senderos angostos y escondidos,- éstos son para hombres y mujeres que los recorran con los ojos abiertos y el corazón lleno de comprensiva bondad. No debemos ahogar la voz de nuestra conciencia diciéndonos que ahí están las instituciones de beneficencia y el gobierno para socorrer a los menesterosos. "¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?" ¡Ciertamente lo soy! Y no cabe que rehuya mi responsabilidad para con el prójimo alegando que el Estado hará por él cuanto sea preciso. Una de las tragedias de nuestro tiempo es que haya tantas personas que piensen y sientan de ese modo. Hasta en el mismo hogar los hijos están llegando a considerar que no tienen obligación de cuidar de los padres en su ancianidad. Las pensiones para la vejez no eximen al hijo de sus deberes filiales. Deshumanizar el cumplimiento de esos deberes es un error, porque suprime el principio afectivo, base fundamental del progreso individual y de la misma civilización. Ser benignos para con los más débiles fortalece nuestro corazón ante la vida. Si los hombres nos inferimos crueles ofensas unos a otros, es sólo porque no tenemos comprensión ni piedad. Comprender al prójimo, compadecerlo y perdonarlo nos limpia el alma y hace más limpio al mundo. Mas ¿por qué debo perdonar al prójimo? Porque si no perdono a los demás no soy sincero conmigo mismo. Procedo como si fuese inocente de faltas iguales a las cometidas por los demás,- y ello no es así,- debo perdonar las mentiras dichas en mi daño, porque yo también mentí más de una vez. Debo perdonar el desamor, el odio, la difamación, el engaño, la altanería con que tropiece en mi camino, porque yo también me mostré falto de amor para con otros, y odié, y difamé, y engañé, y fui soberbio. Debo, además, perdonar humildemente, sin ostentación. Por lo general uno no logra perdonar completamente,- ni siquiera llegará a ser siempre justo. Pero quien procure ajustarse a este duro y sencillo principio, conocerá las verdaderas aventuras y triunfos del espíritu. Un hombre nos ha ofendido. ¿Aguardaremos a que nos pida per-

dón? ¡De ningún modo! Acaso no lo haga nunca,- y entonces nunca lo perdonaremos, lo cual nos daña. Digamos sencillamente: "¡Esa ofensa no existe!" En una estación de ferrocarril observaba yo al mozo que armado de escoba y pala estaba barriendo la sala de espera. Limpiaba parte del piso e iba luego a la siguiente. Mas, de haber mirado atrás, habría visto al hombre que tiraba una colilla, al niño que rasgaba un papel y esparcía los pedazos por el suelo, a todos los que acumulaban nuevas basuras en lo que él acababa de barrer. Sin embargo, el mozo seguía en su tarea, sin desmayar, sin enojarse. ¡Así deberíamos hacer nosotros! En mis relaciones con los demás, llevo siempre mi escoba y mi pala. Barro continuamente de mi corazón las basuras. Echo fuera de mí todo lo inútil, todo lo muerto. Si los árboles no se despojasen en otoño de sus hojas secas, carecerían de espacio para las nuevas hojas con que los viste la primavera. Acaso imaginen algunos que ha de ser maravilloso vivir, como mi esposa y yo, en las selvas del Africa ecuatorial. Nos ha cabido en suerte vivir allí: eso es todo. Pero otros pueden hacer de su vida algo más maravilloso todavía,- no será menester que cambien de residencia ni de ambiente, bastará que sometan el alma a multitud de menudas pruebas de las que salga triunfante el amor al prójimo. Tal empresa del espíritu pide paciencia, pide consagración, pide valor. Ha de acometerse y llevarse a cabo con firmeza de carácter, con voluntad de afecto,- es la gran prueba del hombre. Pero en esa ardua "segunda ocupación" halla el alma humana su verdadero y único contento.0

MOZART, NIÑO PRODIGIO DE LA MÚSICA

P O R D O N A L D C U L R O S S PEATTIE P U B L I C A D O O R I G I N A L M E N T E E N ABRIL D E 1 9 4 7

¡Definitivamente el último concierto!... El niño, cjue aún no tiene siete años, tocará el clavicordio, ejecutará un concierto para violín y acompañará sinfonías con el teclado cubierto por un lienzo, tan fácilmente como si estuviese viendo las teclas. Dirá cuáles son las notas (fue se toquen a distancia, tanto aisladas como en conjunto, e improvisará en el clavicordio y el órgano todo el tiempo cfue se desee. Billetes-i/2 tálero.

E

l año de 1763 un periódico alemán publicaba este aviso, anunciando, como fenómeno de feria, al músico de genio más universal que ha conocido el mundo, Juan Crisóstomo Wol fango Amadeo Mozart. Entre el público de aquel concierto estaba otro muchacho, de catorce años, destinado también a la inmortalidad: C ioethe. Años después, el poeta se complacía en evocar la brillante e scena en que el niño músico de faz sonriente, peluca empolvada, exquisito traje de raso lila y minúsculo espadín, corría a sentarse en el banco del clavicordio y le arrancaba notas maravillosas en las que ponía todo su corazón.

Nacido con absoluto dominio del tono, del ritmo y de la armonía, Mozart había venido al mundo con un don maravilloso y único. Sólo así se explica que a los cuatro años empezara su aprendizaje del clavicordio (precursor del piano moderno), y que a los cinco, usando un violín casi de juguete que le había regalado su padre, acompañara con toda perfección a éste y a un amigo suyo en seis tríos cuya música no había visto antes. El niño leía y escribía nota antes de conocer bien el abecedario. Las composiciones que escribió a los seis años se reconocen desde los primeros compases como música inconfundiblemente suya, que no podría ser de ningún otro compositor. Llenas de frescura y gracia, de discreción, de firmeza y de elegancia, esas composiciones son la obra de un estilista sin paralelo y de un alma excepcional. Sus dedos y su cerebro estaban dotados de modo igualmente maravilloso. A los diez años dejó atónitos a los holandeses, tocando insuperablemente el órgano más grande y más complicado del mundo. A los catorce fue llevado al Vaticano para que oyese cantar un Miserere largo y difícil, que se guardaba con tanto secreto que a los cantores estaba prohibido copiar la música bajo pena de excomunión. El muchacho absorbió ávidamente nota tras nota del Miserere y, al volver a casa, escribió de memoria la obra entera. Cuando la escuchó por segunda vez se disgustó al descubrir que se le habían deslizado tres errores. En vez de excomulgarlo, el Papa lo nombró Caballero de la Espuela de Oro. El padre de este prodigio era Leopoldo Mozart, violinista de segunda categoría, maestro de primera clase y vecino de la ciudad de Salzburgo, en Austria. La reverencia que le inspiró siempre el genio de su hijo no le impidió explotarlo. En compañía de la hermana de éste, que era también pianista de talento, paseó al muchacho por toda Europa. Los niños tocaron ante los soberanos de Francia e Inglaterra, y ante la familia imperial de Austria. En esta última ocasión, el muchacho resbaló al atravesar una galería del palacio, se hizo un gran chichón, y fue consolado por una niña que le ayudó a incorporarse. Para mostrar su gratitud, Mozart ofreció a la chiquilla casarse con ella cuando ambos crecieran. Pero la vida tenía reservado otro destino a María Antonieta. Ni las duras diligencias, ni los caminos fangosos, ni las míseras posadas, ni las largas y duras horas de viaje lograban agotar la alegría

ii abatir el humor del muchacho. Era frecuente que el público de sus nuil lertos, encantado por aquel prodigio, se negase a abandonar los Alientos y que el complaciente chiquillo siguiese tocando como en ilrlicioso arrebato, improvisando una melodía tras otra, vertiendo las primeras notas de la última sobre las postreras de la anterior, como i"Mas de una fuente que caen sobre un macizo de flores. Aquella • i" ' ie de orgía musical continuaba hasta que papá Mozart interveiii,i para ponerle fin. Entonces caballeros y damas elegantes abrumaI I . I I I al niño con caricias y aplausos que nunca fueron bastantes a alteI.II su natural modestia. 1:1 producto financiero de aquellas correrías era, sin embargo, invariablemente inferior a los gastos. Los aristocráticos oyentes solian pagar con cajas de rapé, hebillas de zapatos y otras chucherías paiccidas. Papá Mozart las recibía haciendo reverencias, y se llevaba ,i los chiquillos a otro sitio donde pudieran tocar por la cena. Papá Leopoldo fue el único maestro de su hijo. Mozart no asistió a ninguna escuela, pero cultivó con gusto todas las ramas del saber. Sentía predilección especial por la aritmética y hacía sumas con tiza i n mesas y paredes, fascinado por una ciencia que daba respuestas concretas y exactas. Esta afición es la clave de la justeza, perfección v exactitud de sus composiciones. Pero Mozart era, además de insuperable técnico, espíritu alegre, tierno y amoroso. Por eso es su músii ,i tan emocionante como fácil de escuchar. En los tiempos de Mozart hubo gentes que tacharon algunas ubras suyas de "demasiado modernas, demasiado avanzadas". Hoy, i u.indo escuchamos por primera vez una pieza de Mozart, nos parei e haberla conocido y haber gustado de ella toda la vida. Esta impresión se debe a la profunda influencia que ejerció en la música postenor a él. Beethoven lo estudiaba constantemente, y Haydn rindió a su joven amigo el tributo sincero de la imitación. Chopin estaba proiundamente penetrado del espíritu de Mozart y dijo al morir aquello tle "tocad a Mozart en memoria mía". Hasta el orgulloso Wagner se inclinó ante él. En la gozosa gracia que tienen muchos valses de Strauss, y en no pocas de las grandes canciones de Schubert puede percibirse la inspiradora influencia de Mozart. Le brotaban melodías de los dedos. Solía sentarse en una mecedora y tamborear con los dedos en la rodilla, radiante el rostro de placer creador, hasta que completaba mentalmente el tema y lo

garrapateaba en un pedazo de papel. A los catorce años se estrenó en Milán la ópera que acababa de escribir,- tomó parte en ella la orquesta más grande de Europa, que Mozart se encargó de dirigir personalmente. A los quince años era ya autor de catorce sinfonías y seis ópe ras cortas. Entre los quince y los veintiún años invadió los dominios de In composición musical que presenta las máximas dificultades técnicas, El solo hecho de intentarlo invitaba a la comparación con los maes tros de otros tiempos, pero Mozart demostró ser el maestro de todos ellos. Su genio era como una nueva estrella que proyectase sobre la tierra luz más esplendorosa cada año. Obrando con estricta justicia, el emperador de Austria, José II, debiera haberle dado el puesto más distinguido entre los músicos de su corte. Pero no fue así. Influido por la mezquindad de los artistas mercenarios de su séquito, que envidiaban el genio de Mozart, el emperador lo hizo objeto de desdenes y desaires. Músicos rivales impedían que se tocaran las obras de Mozart y más de una vez sobornaron a los ejecutantes para que las estropeasen. No existían entonces derechos de propiedad artística que protegieran los intereses del compositor,- una vez conocida, toda pieza musical podía tocarse gratuitamente y hasta ser apropiada por otro autor. La única manera que tenía un compositor de asegurarse la vida era entrar al servicio de una corte o de un personaje acaudalado. Mozart consiguió uno de esos empleos, cuyo sueldo anual equivalía a unos sesenta y siete dólares. Su patrono, el arzobispo de Salzburgo, lo hacía comer con los criados y lo trataba despóticamente, creyendo que ése era el mejor medio de mantenerlo en la debida humildad. Mozart dejó el cargo y se estableció en Viena como artista independiente. Al morir el célebre músico Christoph von Gluck, le dieron a Mozart el cargo de "compositor de cámara" que aquél desempeñaba en la corte, pero solamente le asignaron algo más de la mitad de su pensión. Sin embargo, Mozart agradeció las migajas con humilde alegría, porque se había casado impulsivamente, siendo todavía muy joven, y los hijos empezaron a llegar en seguida. Su esposa se llamaba Constancia Weber y era una de las cuatro lindísimas hijas de una familia en que todos eran músicos. Mozart conoció a Constancia cuando ella era todavía una risueña chiquilla

• I• Ucee años y él le hacía la corte a su hermana mayor, Aloysia, que liHif.i quince años, bellísimo cuerpo y hermosa voz. Aloysia promelin esperar a Mozart, que había ido a París en busca de fortuna. Pero • liando el mozo volvió con las manos vacías, Aloysia había triunfado i ii en la ópera. Interrogada años más tarde sobre los motivos que le lili leron desdeñar a Mozart, contestó: "Me pareció que era un hom(lici ito insignificante". (Constancia se encargó de reanimar el desolado corazón del joven > no tardaron en casarse, desafiando la implacable furia de papá Mii.-.irt. Constancia era una rubita, festiva y risueña, que resultaba la i niiipañera ideal para ir de merienda a los bosques de Viena, pero i,nocía de toda habilidad casera. Mozart vio cómo la pobreza y la Maternidad fueron desvaneciendo la alegría de su mujer, y gastó i -diavagantemente el dinero en pequeños lujos para resucitar la sonir..i infantil que adoraba. Por si esto fuera poco, Constancia no tenía IIIII na salud y sus alumbramientos la ponían al borde de la tumba,i |IH;O de los siete hijitos del joven matrimonio murieron en la niñez. I.as contrariedades que sufrió Mozart hubieran hecho escribir 11 imposiciones de amargo sabor a cualquier otro músico. Pero Mozart nunca llevó al pentagrama los dolores, tristezas y humillaciones de su vida. Cuanto peor era ésta, mayores tesoros de valor vertía en su arte,poro ese valor nunca fue desesperado, sino gozoso como el canto de un pájaro. Para poderle pagar al carnicero y alejar de su puerta a los acreedores que, asistidos por la justicia, se llevaban con frecuencia piezas del mobiliario, Mozart daba concierto tras concierto, componiendo un,i obra nueva para cada uno. Era frecuente que terminase de escribirla a última hora, y muchas de sus mejores composiciones fueron f i tito de breves días de trabajo. Más de una vez, Mozart se vio imposibilitado de practicar a causa del frío húmedo de los inviernos vieneses. En cierta ocasión, un amigo suyo llegó a la casa y encontró al matrimonio bailando furiosamente. La anécdota se ha venido contando como si fuese travesura de bohemios que desafiasen las inclemencias del tiempo valsando alegremente,- pero lo cierto es que Constancia y Mozart habían recurrido al baile para que el frío no acabase de paralizarlos. El amigo se apresuró a traerles carbón. El amigo de Mozart a quien más debe el mundo fue un negó-

ciante llamado Puchberg, que repetidamente dio pequeñas cantull des al enloquecido músico cuando se encontraba con el agua al uid lio. La lectura de las cartas en que Mozart implora ayuda de su amina suscita la indignación más viva al evocar la imagen de aquel mar.ivll lioso genio reducido a la condición de pordiosero. En Praga tuvo por fin Mozart la satisfacción de verse comprendí! do y adorado en vida. Cuando, previamente invitado, acudió a aqmll lia ciudad para dirigir la representación de su ópera cómica Las boilM de Fígaro, que había sido fríamente acogida en Viena, oyó que todo P|] mundo silbaba trozos de Fígaro en las calles. Durante aquella estaiu id escribió la magnífica sinfonía de Praga, y no tardó en volver pari escribir una ópera dedicada especialmente a aquella ciudad amanlí de la música. La temporada que pasaron en las montañas de la dulce capital tld Bohemia fue una de las más dichosas de la vida de Mozart y Constancia. Compuso entonces su Don Juan, que ha sido llamada con lie cuencia "la ópera perfecta". Da Ponte, el poeta autor del libreto, eri un alegre bohemio que vivía en la misma estrecha calle en que habí taba el matrimonio Mozart, y justamente en la casa fronteriza a la suya. De vez en cuando el músico llamaba a gritos al poeta, o el poeta al músico, para que acudiese a oír nuevas escenas. En otras ocnsiones, el embelesado vecindario veía a sus dos autores favoritos recorrer la calle cantando alegremente, camino de la taberna adondi iban a compartir una botella de vino. Los admiradores obsequiaban al matrimonio Mozart en todat partes y con tanta frecuencia que al músico le faltaba tiempo para su trabajo. La víspera del estreno, la obertura estaba todavía por escribir. Ya se habían encendido las luces del teatro cuando pusieron • toda prisa los papeles en los atriles de la orquesta. Los músicos tuvie ron que tocar a primera vista. Musicalmente hablando, nunca se habían obtenido tan deliciosos efectos cómicos. Pero Don Juan tiene también su parte de tragedia, v prueba que Mozart era un compositor de poder ¡limitado y agudo instinto dramático. Los aplausos y las repeticiones convirtieron las tres horas de ópera en seis. El producto de las entradas salvó de l.i quiebra al dueño del teatro, pero el compositor sólo recibió lina reducida —muy reducida— cantidad. A medida que el breve curso de esa estrella que fue la vida de

Mu irt se acercaba a las tinieblas perpetuas, parecía correr más Vrl »I< I" cilindros reventó. El estampido se oyó a leguas de distancia Los dos ayudantes escaparon milagrosamente sin más que un.r. heridas leves. A Dalén, en cambio, lo cubrió de arriba abajo la caldca da masa. Uno de los ojos casi se le desprendió de su órbita. Las pcrso ñas que acudieron a socorrerlo le apagaron la ropa. Las primeras palabras de Dalén fueron para preguntar por sus compañeros. Informado de que no habían recibido daño grave, exclamó: "¡Cuánto me alegro! Es justo que yo, siendo responsable de lo que ha ocurrido, sea el más perjudicado". Los médicos del hospital no creyeron que el inventor se salvara,pero su excelente constitución de campesino y su enérgica voluntad de vivir triunfaron de la muerte. Perdió, sin embargo, la vista por completo. Su hermano Albin, a la sazón el primer oculista de Suecia, trató en vano de salvarle uno de los ojos, cuyo nervio óptico estaba aún intacto. Cuando la Real Academia Sueca de Ciencias otorgó a Dalén el premio Nobel de física en 1912, aquel honor lo puso triste. "¿Qué pueden esperar de mí, incapaz ya de hacer nada?", dijo amargamente. Sin embargo, con el tiempo recobró su antigua energía. Se resolvió a disfrutar de lo que la vida podía ofrecerle aún. Se dispuso a continuar sus labores como presidente de la compañía AGA de acetileno, mundialmente conocida. Sus ayudantes advirtieron con sorpresa que, cuando le describían el dibujo de un aparato o mecanismo, con frecuencia les indicaba las correcciones que debían hacerse en los detalles. Dalén llegó a ser uno de los prohombres más respetados de Suecia. El Gobierno solicitaba su opinión y consejo en muchos problemas. Se le veía habitualmente en las funciones de estado, donde deleitaba con su afabilidad y su alegría. Sus anteojos oscuros eran el único indicio de que le faltara el sentido de la vista. Bajo su dirección, la AGA emprendió la producción de varias cosas nuevas. Ya de grande utilidad para los ferrocarriles y carreteras, sus telégrafos eléctricos, sus proyectores intermitentes y sus señales luminosas han venido a facilitar los vuelos de noche. El propio Dalén es el autor de la cocina AGA, que conserva durante 24 horas calor suficiente para cocinar, con sólo tres y medio kilos de hulla. En 1936, teniendo ya sesenta y siete años, convocó a una reunión

a los individuos del consejo de administración de la compañía. Abrió la sesión con estas palabras: "Mi médico me dice que tengo un cáncer incurable. Me propongo, sin embargo, continuar en mi puesto mientras pueda". Luego, sin demora, pasó al orden del día. El 9 de diciembre de 1937 murió Gustaf Dalén en su quinta de la bahía de Estocolmo. Ese día brumoso, los buques suecos y extranjeros, al entrar en el canal, disminuían su andar, y ponían sus banderas a media asta, en señal de duelo por la muerte del hombre que tantas veces los había llevado salvos a puerto.

EL ARTE SUTIL DE NO TOMARSE EN SERIO

Para llegar a practicarlo bien, hay c¡ue poseer la aptitud de verse uno a sí mismo como lo ven los demás... y de sonreír ante lo d¡ue entonces ve. POR ARTHUR G O R D O N P U B L I C A D O O R I G I N A L M E N T E E N DICIEMBRE DE 1 9 6 8

H

ace poco se invitó a las finalistas en un concurso de belleza a que nombrasen "al hombre más importante del mundo" y que explicasen la razón de su elección. Después de pensarlo bien, algunas eligieron gobernantes famosos, otras, grandes bienhechores de la humanidad. Pero una de las muchachas ni siquiera vaciló: —Bob Hope —declaró gozosamente—. Hace reír al mundo entero al reírse de sí mismo. ¡Don valioso en verdad es ese de poder hacer bromas a costa de uno mismo! El hombre que cuenta sus éxitos es un latoso,- el que comete un error y lo invita a uno a que se ría con él de su error, es un encanto. Cuando se siente uno triunfante y próspero, un chiste a costa de sí mismo ahuyenta la envidia y los celos. Cuando las cosas van mal, esta virtud lo ayuda a uno a conservar la conciencia de la realidad y el buen humor. A menudo es el principal elemento de ese algo

intangible y misterioso que es la simpatía. Y quien practica ese arte constantemente, puede llegar quizá a millonario. ¡Que se lo pregunten a Bob Hope! Año tras año el incorregible Bob Hope sigue aplicándose alfilerazos a sí mismo, para deleite de millones de espectadores. En un reciente programa de televisión en que participó como invitado surgió el tema del boxeo, y él dijo, con una expresión extática y de nostalgia: —En mi juventud solía boxear un poco. Yo era el único boxeador de mi ciudad natal que peleaba con ayuda de un espejo retrovisor. Era también el único al que había que llevar en brazos dos veces: ¡al subir al ring y al bajar de éll ¿Por qué nos es tan divertida la idea de que Bob Hope sea un cobarde? En parte porque suscita imágenes ridiculas. En parte porque sabemos que no se está burlando de nosotros. El sarcasmo dirigido contra sí mismo por quien lo emplea, no constituye una amenaza a la propia estimación de los demás. Y en parte también porque en todos nosotros hay una pizca de cobardía, y resulta tranquilizador ver que alguien se ríe de la suya propia. De la misma manera, nos encanta oír a una persona importante no tomar en serio su propia importancia. Earl Warren, hasta hace poco presidente de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, gusta de contar lo sucedido años atrás cuando, siendo candidato a un cargo público local, fue invitado a hablar ante una asamblea de ciudadanos. Se iba presentando a los oradores por orden alfabético, y mientras aguardaba sentado entre el público, Warren advirtió, consternado, que a medida que cada candidato concluía de exponer sus merecimientos, abandonaba la sala seguido de sus partidarios. "Cuando me llegó el turno de subir a la tribuna", cuenta Warren, "no quedaba ya más que una persona en el salón. Complacido de contar por lo menos con un oyente, pronuncié mi discurso «y luego bajé para dar las gracias al hombre que se había quedado a oírme. Pero al tenderle la mano, dijo rápidamente: — N o desearía que me tomase por lo que no soy, señor Warren. Me llamo Young... ¡y también yo soy aspirante a ese cargo!" Todo orador experimentado sabe que una de las maneras más rápidas de poner a un auditorio en un favorable estado de ánimo, es ridiculizarse a sí mismo ligeramente. Cierto distinguido amigo mío cuenta que el maestro de ceremonias que debía presentarlo en un

almuerzo se mostraba impaciente porque los presentes seguían comicn do, y le dijo al oído: —¿Quiere que lo presente a usted ahora? ¿O los dejamos que sigan dándose gusto? Además de hacer la vida más grata para todos, el reírse de sí mismo puede muchas veces atenuar una aflicción. Juliette Low, la fundadora del cuerpo de Niñas Exploradoras norteamericanas, sufría de una seria deficiencia del oído, pero durante toda su vida superó este defecto haciendo de él motivo de bromas. Solía contar que cierta noche, en un gran banquete, tuvo la impresión de que el orador (cuyo discurso ella no podía oír en absoluto) no era debidamente apreciado por los oyentes. Así pues, a cada pausa, ella aplaudía ruidosa y largamente, sin advertir en su inocencia que lo que estaba aplaudiendo era un entusiástico elogio que el orador hacía de ella misma. La gracia a costa del mismo que la practica provoca siempre una especie de risa saludable. En esto difiere del ingenio, que a menudo encierra mordacidad. Mark Twain dijo una vez que la diferencia entre ambos le hacía recordar la que hay entre la luz eléctrica y el rayo: la primera es constante y tónica, y un valioso servidor de la humanidad,- el segundo es demasiado intenso y puede causar mucho daño. Todos reímos de algunas de las sarcásticas agudezas de Winston Churchill. De un contemporáneo, por ejemplo, observó: "¡Allí, merced a la gracia de Dios, va Dios!" Muy gracioso... salvo para la víctima. Compárese la frase con la historieta narrada por el primer ministro David Lloyd George (que, como casi todos los personajes pintorescos, tenía buen número de enemigos) acerca del valeroso inglés que se arrojó a un mar enfurecido para salvar a un hombre que flotaba con la cara vuelta hacia abajo. Los espectadores se quedaron atónitos al ver que el salvador volvía a la víctima de espaldas y le miraba bien la cara antes de llevarla hasta la costa. Al preguntársele luego por qué había hecho eso, el héroe contestó: "¡Antes de salvarlo, quería estar seguro de que no era Lloyd George!" Este tipo de humorismo enderezado contra sí mismo por quien lo emplea, es una prueba inequívoca de salud mental. Cierto eminente siquiatra me dijo una vez que en muchos de sus casos el momento en que se iniciaba la mejoría era aquel en que él lograba que el paciente percibiera una chispa de comicidad en algún aspecto de su situación. El don de la burla de sí mismo es un maravilloso catalizador cuan-

do se trata de aliviar alguna tirantez doméstica o de estrechar los lazos familiares. Los padres que saben reírse de sí mismos tienen mucho mayores probabilidades de mantener afectuosas relaciones con sus hijos que quienes no lo saben. Y como tal gracia es en extremo contagiosa, los niños, además de aprender a ser graciosos ellos mismos, adquieren también una elasticidad emotiva que más adelante les valdrá mucho. Todo lo que se necesita para dominar este arte fascinador, en realidad, es cierta conciencia de lo cómico y suficiente confianza en sí mismo para que no le preocupe a uno el que se le haga aparecer durante un momento un poco necio. Por todas partes se puede encontrar materia prima. No es mala idea, pues, tomar las jocosas peripecias que nos ocurran, las rarezas de carácter, los defectos propios de la especie, y tratar de abonarlos a nuestra cuenta, captando la chispa de comicidad, el elemento ridículo que nos hace a todos semejantes. Si así lo hacemos, los demás acabarán por tomarnos verdadera simpatía.

EL HOMBRE QUE NO SE DIO POR VENCIDO

Dramas de la vida real POR ALEX HALEY PUBLICADO ORIGINALMENTE EN JUNIO DE 1963

E

n voz baja y pausada el decano explicó al futuro alumno de la Escuela de Derecho el comportamiento que de él se esperaba: "Hemos arreglado en el sótano una habitación en la que usted permanecerá en el tiempo que medie entre las clases. Deberá abstenerse de transitar por terrenos de la universidad. De la biblioteca de la Escuela de Derecho le enviarán los libros que necesite. Traerá usted diariamente emparedados para almorzar en su habitación. Tanto al entrar en la universidad como al salir de ella, deberá hacerlo por la parte de atrás del edificio, por el camino que he indicado en este croquis". No sentía el decano animosidad alguna contra aquel joven,- de igual modo que la mayoría de los miembros de la facultad y del consejo de administración estaba enteramente de acuerdo con que se admitiese a George Haley, de 24 años de edad, en la Escuela de Derecho de la Universidad de Arkansas. Pero corría el año de 1949, y el joven Haley, veterano de la aviación militar de los Estados Unidos, era negro. Atento a evitar en esa universidad sureña conflictos que ocasionasen actos de violencia, el decano hizo hincapié en que lo más indicado era extremar el aislamiento.

A George le pareció angustiosa la clase de vida que le tenían reservada. Pudo haber ingresado en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, donde no hubiera tenido que vivir como un paria. ¡Y sin embargo, había optado por la de Arkansas! Lo que le decidió a hacerlo así fue una carta de su padre. La recibió cuando cursaba el último semestre en el Colegio de Morehouse, en Atlanta (Georgia). "El único modo de acabar con la segregación racial", decía la carta, "es establecer avanzadas dondequiera que existe. El gobernador de Arkansas y los funcionarios del ramo de instrucción pública han resuelto llevar a cabo discretamente un ensayo de integración racial. Por tu aprovechamiento en los estudios y por tu carácter reúnes las condiciones necesarias para ese ensayo. Entiendo que la Escuela de Derecho de la Universidad de Arkansas es una de las mejores del Sur, y puedo arreglar tu ingreso en ella, si consientes en acometer la empresa". El amor y el respeto que profesaba a su padre, catedrático universitario y uno de los primeros en luchar por la educación de los negros de los Estados Unidos, decidieron a George a someterse a aquella dura prueba. En su primer día en la universidad fue directamente a la habitación del sótano, dejó su almuerzo sobre la mesa, y echó escaleras arriba camino del aula. Hubo de atravesar por entre oleadas de rostros blancos que iban retratando sucesivamente sorpresa, incredulidad, y al fin una cólera sorda y avasalladora. Apenas cruzó la puerta del aula, al murmullo de animadas conversaciones de los allí reunidos sucedió repentino silencio. Buscó George el asiento que le correspondía ocupar. Quedaba a un lado, entre los del resto de los alumnos y el estrado del profesor. Aunque durante la clase hizo desesperados esfuerzos por concentrar la atención en las explicaciones del profesor, el odio latente que le circuía se le entraba alma adentro y le nublaba el entendimiento. En el segundo día de asistencia a la universidad le recibieron con francas provocaciones y amenazas. "Oye, tú, negro: ¿qué vienes a buscar aquí?",- "¡Eh, tú, vuélvete al África!" Procuró hacer oídos sordos, caminar con paso firme y serena dignidad. Idearon los estudiantes nuevos ultrajes. Por las mañanas, cuando llegaba George a su habitación en el sótano, hallaba escritos groseros o amenazadores que le habían deslizado por debajo de la puerta.

El trayecto de la universidad al cuarto de alquiler en que V I V I . I P N M . I a prueba su entereza de carácter. Cierta tarde, al disponerse ,i < tu .11 una calle, varios estudiantes que iban en coche acortaron la man ha y le hicieron señas de que pasara. Mas en cuanto quiso cruzar, acele raron de súbito, con lo que él, al tratar de ponerse a salvo, cayó de bruces en el arroyo, y tuvo que atravesar la calle a gatas. En tanto que los del coche se alejaban, prorrumpieron en carcajadas y le gritaban: "¡Vamos, eslabón perdido! ¡Procura andar como un ser humano!" La habitación del sótano quedaba cerca de las destinadas a la Revista de Derecho, de cuya dirección y redacción estaban encargados los 11 alumnos más sobresalientes de los que cursaban el último año de la carrera. A oídos de George había llegado que a estos alumnos les enfurecía que él tuviese acceso al mismo retrete que ellos usaban. Una tarde se abrió de golpe la puerta de la habitación de George, y al volverse éste a mirar le arrojaron a la cara una bolsa de papel llena de orines. A raíz de este incidente el decano ordenó que diesen a George una llave del retrete de la Facultad, pero él prefirió abstenerse de tomar líquidos durante el día para no tener que usar retrete alguno. Empezó a preguntarse George si la pasividad con que soportaba tantas humillaciones no acabaría por menoscabar en él algo de su hombría. ¿No sería mejor, decíase a veces, responder al odio con el odio, rebelarse y pelear? Comunicó estos pensamientos a su padre y a su hermano en largas y acongojadas cartas. "Ten siempre presente que ellos proceden de esa manera por temor", le escribió su padre. "Temen que tu presencia en la universidad vaya en detrimento de ésta, y en consecuencia, en detrimento de sus propios estudios y sus oportunidades en la vida. Sé, pues, paciente. Dales tú ocasión de que te conozcan mejor y entiendan que no eres amenaza para nadie". Al día siguiente de recibir la carta en que su padre le daba este consejo, vio, al entrar en la habitación del sótano, una soga pendiente del techo. Su hermano le había escrito: "Comprendo lo duro de tu prueba, pero trata de recordar que todos los nuestros están contigo en espíritu y ruegan por ti". George sonrió amargamente al leer esto. ¿Qué diría su hermano al enterarse de que la gente de color de la población esquivaba medrosamente su trato? No ignoraban esos negros que la animosidad

racial podía estallar en cualquier momento, y no deseaban que la explosión les alcanzase a ellos. Solamente unos pocos se atrevían a alentar a George. Así lo hizo cierto diácono que, al deslizarle en la mano un arrugado billete de un dólar para contribuir a sus gastos, le dijo: "Trabajo de noche, y al volver a casa he notado que te quemas las pestañas estudiando". Con todo y haberse "quemado las pestañas", a duras penas salió aprobado en los exámenes del primer semestre. Su mal era que en el aula, crispados los nervios por el odio de que se veía rodeado, apenas podía concentrar su atención en las explicaciones del catedrático. Así pues, en el segundo semestre discurrió valerse de una especie de taquigrafía adquirida en la aviación militar. Tomaba apuntes de todo lo que explicaba el maestro, y de noche, desechando el recuerdo de las mortificaciones del día, estudiaba esos apuntes hasta aprendérselos casi al pie de la letra. Al final del curso había perdido 1 3 kilos y se sentía agotado física y emocionalmente. En esas condiciones lo hallaron los exámenes. Aunque salió del paso lo mejor que pudo, temía mucho haber fracasado. Había puesto cuanto estuvo de su parte y ya podría retirarse de la universidad sin desdoro. A otro negro, más inteligente y de mayor fortaleza que él, le correspondería alcanzar lo que él no logró llevar a buen término. La tarde en que darían a conocer las calificaciones, llegó a su habitación del sótano agobiado por la seguridad de su fracaso, se desplomó en una silla y apoyó la frente en la mesa. Así estaba cuando llamaron a la puerta. "¡Adelante!", dijo. Escasamente pudo dar crédito a sus ojos. Cuatro de sus condiscípulos le sonreían. "Acabamos de ver las calificaciones", dijo uno de ellos. "Las de usted son las más altas. Pensamos que le agradaría saberlo". En seguida, un tanto corridos, se marcharon los cuatro. Por un instante quedó George como aturdido, pero sintió luego que un torrente de emociones le henchía el pecho. Más que nada le tranquilizaba saber que no tendría que decir a sus padres y amigos que salió derrotado. En su segundo año en la Universidad de Arkansas disminuyó considerablemente el número de escritos insultantes que le echaban por debajo de la puerta,- además, aunque manifestado con renuencia, su adelanto en los estudios inspiraba respeto. Mas así y todo, donde-

quiera que iba, tropezaba su mirada con las de quienes parecían vci en él un animal escapado del zoológico. Un día recibió la carta firmada por el secretario de la Fundación de Estudiantes Presbiterianos de Westminster, en la cual le decían: "Nos complacerá mucho que tome usted parte en el cambio de opiniones que habrá el próximo domingo sobre el tema de las Relaciones Raciales". Lo primero que sintió al leer esto fue ira. ¿Conque cambio de opiniones? ¿Y dónde andaban escondidos esos generosos opinantes mientras que él, George Haley, pasaba por un infierno? Hizo pedazos la invitación y la tiró al cesto. Pasó la noche dando vueltas y más vueltas en la cama. Al fin saltó del lecho y escribió la carta en que aceptaba la invitación. Ese domingo, al llegar a la reunión, le recibió un grupo de jóvenes. Todos cambiaron con él premiosos apretones de mano y sonrisas de exagerada cordialidad. Por fin, el que presidía la asamblea, después de presentar a George Haley, agregó: "Confiamos que el señor Haley nos manifestará lo que, como cristianos, nos corresponda hacer..." George se puso en pie y avanzó con tardo paso hacia la tribuna. Aquellas palabras habían despertado en él tempestuoso hervor de sentimientos. Olvidándose del discurso que había preparado tan cuidadosamente, exclamó: "¿Qué os corresponde hacer? ¡Al menos podéis dirigirme la palabra!" De súbito, todos sus sentimientos se le desbordaron del alma. Habló de lo que era verse tratado como enemigo en la propia patria,del daño que se causa al espíritu de quien se ve perseguido como criminal sin haber cometido más crimen que el de tener oscura la piel,de lo que pasa en el alma de un hombre cuando empieza a creer que las enseñanzas de Jesucristo carecen de validez en el mundo. "He empezado a odiar", confesó George. "He apelado a todos los recursos de mi espíritu para desterrar de mí este odio, pero no lo consigo". De pronto, sus ojos se arrasaron en lágrimas de indignación, que se tornaron en lágrimas de vergüenza, y volviose casi a tientas a su asiento. Al silencio que siguió sucedieron tumultuosas manifestaciones de aprobación y aplauso. Cuando el presidente logró restablecer el orden, George Haley quedó elegido miembro del grupo por unanimidad de votos. Desde entonces no hubo fin de semana en que dejase de ir a la

Casa de Westminster a disfrutar del sencillo placer de la humana compañía. En la misma universidad comenzaba a romperse el hielo. Los condiscípulos de George dieron en cambiar con él cautelosos comentarios acerca de los estudios. Cierto día oyó decir a un grupo que discutía una cuestión de procedimiento legal: "Vamos al cuarto de la Soga del Ahorcado, a ver qué opina Haley". De momento sintió indignación, pero en seguida sonrió complacido. No era poco el cambio que aquello denotaba. Hacia fines del curso un alumno de último año le preguntó, con calculada naturalidad, por qué no escribía algo para la Revista de Derecho. Como era cosa sabida que en esa revista colaboraban únicamente los estudiantes más aventajados, esta invitación dejó a George Haley rebosando de orgullo. No obstante, sólo al año siguiente, cuando cursaba el tercero y último de la carrera, se aventuró a presentarse en el restaurante de los alumnos. En realidad, habría preferido no hacerlo. Quería disfrutar de algún sosiego, no estar de continuo a la defensiva, en ese último año de su asistencia a la universidad. Pero había ingresado en la Escuela de Derecho para hacer algo más que instruirse. Apenas entró en el restaurante, tomó una bandeja y ocupó su puesto en la cola. Todos los que le precedían o le seguían se apartaron de él un buen trecho. Tenía ya atestada su bandeja cuando tres corpulentos estudiantes que iban delante de él le gritaron: "¿Conque quieres almorzar con nosotros, negrito?" Acto seguido le propinaron un empellón e hicieron caer al suelo la bandeja que llevaba, con prolongado estrépito de platos rotos. Agachóse George a recogerla, lanzando coléricas miradas a sus perseguidores, y por primera vez respondió a las constantes provocaciones de que era objeto: "¡No son ustedes unos niños! ¡Pórtense como hombres!" Los otros retrocedieron, haciendo cómicas demostraciones de fingido terror. Temblando de ira concluyó él de recoger lo que había rodado por el suelo y fue a sentarse a una mesa desocupada. Allí quedó, inclinado sobre la bandeja. De pronto, un estudiante de incipiente calva y rostro anguloso se detuvo frente a la mesa con su bandeja y dijo a George: "Me llamo Miller Williams. ¿Permite usted que me siente aquí?" George asintió. Todas las miradas estaban fijas en los dos hom-

bres. Y los insultos se enderezaron entonces al estudiante bl.iiun "ese simpatizante de la negrería". Difícilmente cuadraba tal calificativo a Miller Williams. "Naci en Hoxie, Arkansas", le dijo a George Haley, "y he vivido siempre en el Sur. Pero no es justo lo que aquí sucede, y estoy de parte de usted". Esa misma tarde fue Williams a la habitación del sótano en compañía de otros estudiantes. El propósito era celebrar una conferencia, y en ella se habló con claridad. —¿No es cierto que todos los negros son gente de navaja en el bolsillo? —preguntaron a George. Volvió él del revés sus bolsillos: no llevaba tal navaja. —¿Se baña usted con frecuencia? —Diariamente —repuso George. —¿No codician los negros a las mujeres blancas? George les mostró varios retratos de la agraciada joven negra con la que tenía amores en su pueblo natal. En la carta que George escribió a su hermano después de este episodio le decía: "En no menos del 50 por ciento de los casos, mejorar las relaciones raciales es asunto de trato y comunicación. Desde que he podido hablar con algunos blancos me he dado cuenta de que la prevención con que nos miran se debe a la espantosa idea que tienen de nosotros. Noto muy bien la lucha emocional por que han de pasar antes de convenir en que soy un ser humano como ellos". Durante aquel último año de estudios hízose cada vez más patente que era éste un año de triunfo, no sólo para George sino igualmente para los alumnos de raza blanca que fueron capaces de desechar sus propios prejuicios. Cuando uno de estos alumnos se acercó a él para decirle: "Escribí a usted una carta de la cual me arrepiento", George le tendió la mano que el otro estrechó amistosamente. Cuando un alumno le ofreció en silencio un cigarrillo, George apreció en lo que significaba esa demostración, y aunque no era fumador, fingió saborear el cigarrillo. Invitaron a George a formar parte del cuerpo de redacción de la Revista de Derecho. Uno de los escritos que publicó fue premiado por la Corporación de Revistas de Derecho de Arkansas, y escogido para que representara a la universidad en un concurso nacional. George Haley, por designación de la Facultad, actuó de abogado defensor ante el tribunal de prácticas de la Escuela de Derecho. Sus colegas de

la redacción de la Revista de Derecho le encomendaron la selección de las colaboraciones que debían publicarse. Cercano ya el final del curso alentaba en George la íntima satisfacción de haber alcanzado la mayor parte de sus propósitos. Empero, reapareció en esto el espectro de antiguos temores. Era costumbre que al concluir el año la Facultad obsequiase a los redactores de la Revista de Derecho con un banquete al cual asistían distinguidos ex-alumnos de aquélla. No sin angustia se preguntaba George qué ocurriría en esta ocasión. Y la noche del banquete, al entrar en el comedor del hotel en que se efectuaba, vio confirmados sus temores. Apenas le vieron los antiguos alumnos, se hizo hostil, opresivo silencio. A George se le heló el corazón. Se pasaba la comida sin tomarle gusto. Llegó en esto la hora de los discursos. Robert Leflar, el decano de la Escuela de Derecho, dio la bienvenida a los ex-alumnos y procedió luego a presentar a cada uno de los estudiantes redactores de la Revista de Derecho. Aquella lista de nombres parecióle interminable a George Haley, que sentía que la sonrisa se le había helado en el rostro. "El joven que ahora os presento", dijo en esto el decano Leflar, "es persona que merece, y a la cual profesamos, igual, si no mayor estimación que a cualquiera de nuestra Escuela de Derecho". A estas palabras se echaron atrás 11 asientos y sus ocupantes se pusieron de pie. Eran los 11 redactores de la Revista de Derecho. Vueltos hacia George Haley aplaudían vigorosamente. Todos los miembros de la Facultad les secundaron. Y a éstos siguieron, puestos también de pie, los antiguos alumnos. Y con ellos, jueces, abogados, políticos en los cuales estaba representado el Sur de los Estados Unidos. La ovación se hizo atronadora. Insistentes voces pedían que hablase. Intentó él hacerlo, pero, incapaz de contener las lágrimas, dio rienda suelta al llanto. Lo cual tuvo, en cierto modo, el valor de un discurso. Hoy, a los 10 años de aquel día, George Haley ejerce la profesión de abogado en Kansas City, rodeado de universal aprecio. Desempeña desde 1955 el cargo de segundo fiscal de la ciudad. Pertenece al consejo de administración de su parroquia, ha contribuido a la fundación de gran número de empresas de hombres de color y es vicepresidente de la Juventud Republicana del estado de Kansas. Muchos de sus condiscípulos de la Escuela de Derecho son hoy íntimos amigos suyos. Hace pocos años recibió de uno de ellos,

aquel Miller Williams que fue a sentarse a su mesa en el restaurant!' de los alumnos, la prueba más conmovedora de la igualdad de trato a que le consideran acreedor. Williams, en la actualidad catedrático de literatura en la Universidad de Luisiana, telefoneó a George para participarle el nacimiento de una hija. "A Lucy y a mí", le manifestó Williams, "nos gustaría que tú fueses el padrino de la niña". Esta sencilla invitación de parte de Williams afirmó para siempre los vínculos del afecto y la estimación entre dos hombres. Se dijo George Haley que valió la pena la larga y dolorosa lucha que él había sostenido. Entendió cuán en lo cierto estuvo su padre al aconsejarle: "Sé, pues, paciente. Dales tú ocasión de que te conozcan mejor". Entiendo yo la sabiduría de este consejo tan bien como la entiende George. Y es natural que así sea... pues George es mi hermano.

¿ES USTED COLECCIONISTA DE AGRAVIOS?

Una manía tan generalizada como nociva P O R I. A. R

WYUE

P U B L I C A D O O R I G I N A L M E N T E E N ABRIL DE 1 9 5 2

S

entada a la puerta del traspatio de aquella casa londinense, una chiquilla carienfurruñada miraba ceñudamente al espacio. Aquel día era su cuarto cumpleaños pero sus padres —preocupados por el problema crónico de reunir los fondos necesarios para pagar el arrendamiento— no se habían acordado de tal cosa hasta muy avanzada la tarde. La niña rechazó fríamente cuantas cariñosas promesas de reparar el olvido le prodigaron y se fue a acostar aferrada a su resquemor. Todos los regalos del mundo no le hubieran hecho confesar que había gozado inmensamente la situación creada por el descuido paterno. Había sido la heroína de una desgarradora tragedia y había puesto a sus padres una ligadura sentimental que la mantendría a salvo de castigo por sus travesuras durante varios días.

_ (86

Esa ofendida chiquilla está aún viva para mí. Como una vibración lejana pero clara siento todavía su sufrimiento. Porque aquella niña, tengo que hacer esta deplorable confesión, soy yo misma. Yo misma,

que todavía puedo gozar imaginarias injusticias Yo misma qii) i n momentos de complacencia propia, puedo persuadirme