6-La tierra enrojecida.pdf

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 1 La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 2 La t

Views 58 Downloads 0 File size 6MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 1

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 2

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 3

Sabemos que es responsabilidad de nuestro gobierno construir alternativas que propicien condiciones más justas para quienes habitan esta tierra. Parte importante de este compromiso es la opción a los bienes culturales, entre ellos, los libros, patrimonio que revela saberes y trayectorias, y que salvaguarda la historia y la identidad de un pueblo. Ivonne Ortega Pacheco Gobernadora Constitucional del Estado de Yucatán

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 4

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 5

La tierra enrojecida ANTONIO MAGAÑA ESQUIVEL

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 6

Gobierno del Estado de Yucatán Ivonne Ortega Pacheco Gobernadora Constitucional

Secretaría de Educación de Yucatán Raúl Godoy Montañez Secretario

Instituto de Cultura de Yucatán Renán Guillermo González Director General

La tierra enrojecida Primera edición en Biblioteca Básica de Yucatán, 2009 D. R. © de esta edición: Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán Calle 34 No. 101-A por 25, Col. García Ginerés, Mérida, Yucatán Coordinación editorial Secretaría de Educación Imagen de portada Curandero maya, de Víctor Argáez Óleo sobre tela, fragmento Imagen de portada interior Fotografía de Felipe Carrillo Puerto Fototeca Guerra Diseño del libro Ana María Bretón Adriana Ramírez de Alba Corrección Zulai Fuentes

ISBN 978-607-7824-05-3 Comentarios [email protected] www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx Tel. (99) 9303950 Ext. 51238 © Reservados todos los derechos. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio electrónico o mecánico sin consentimiento del legítimo titular de los derechos.

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 7

Presentación Los grandes desafíos de la sociedad actual pueden resolverse sólo con la participación de los ciudadanos. Esto significa para las instituciones, y para ti, una acción consciente e informada, no por mandato de ley sino por convicción. Entender lo que vivimos y los procesos que nos rodean para tomar decisiones con pleno conocimiento de quiénes somos es lo que nos hace hombres y mujeres libres. El libro, que se complementa con las diversas y nuevas fuentes de información, sigue siendo el mejor medio para conocer cualquier aspecto de la vida. En México, la industria editorial tiene hoy un amplio desarrollo; sin embargo, los libros todavía no son accesibles a todos. El Gobierno del Estado ha creado la Biblioteca Básica de Yucatán para poner a tu alcance libros en varios formatos que te faciliten compartir con tu familia conocimientos antiguos y modernos que nos constituyen como pueblo. Para esto, se ha diseñado un programa que incluye la edición de cincuenta títulos organizados en cinco ejes temáticos: Ciencias Naturales y Sociales, Historia, Arte y Literatura de Yucatán; así como libros digitales, impresos en Braille, audiolibros, adaptaciones a historietas y traducciones a lengua maya, para que nadie, sin distinción alguna, se quede sin leerlos. Los diez mil ejemplares de cada título estarán a tu disposición en todas las bibliotecas públicas del estado, escuelas, albergues, hospitales y centros de readaptación; también podrás adquirirlos a un precio muy económico o gratuitamente, asumiendo el compromiso de promover su lectura. A este esfuerzo editorial se añade un proyecto de fomento a la lectura que impulsa, con diferentes estrategias, una gran red colaborativa entre instituciones y sociedad civil para hacer de Yucatán una tierra de lectores. Te invitamos a unirte, a partir del libro que tienes en tus manos y desde el lugar y circunstancia en que te encuentres, a este movimiento que desea compartir contigo, por medio de la lectura, la construcción de una sociedad yucateca cada vez más justa, respetuosa y libre. Raúl Godoy Montañez Secretario de Educación

La tierra enrojecida

7

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 8

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 9

Felipe Carrillo Puerto

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 10

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 11

A Virgen y Sylvia Eugenia

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 12

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 13

Prólogo Aparte de las obras históricas y biográficas, la figura de Felipe Carrillo Puerto (Motul, Yuc., 1872-Mérida, Yuc., 1924), como luchador de las causas sociales, ha sido tratada en textos de diversos géneros desde los días posteriores a su fallecimiento hasta la actualidad. Un recuento inicial comprende obras como la Oda Roja, del poeta costarricense Rafael Cardona, que en esos tiempos residía en México; un artículo periodístico lleno de ira escrito por Diego Rivera, y otros textos que se dejaban llevar por el coraje de ese asesinato, que fue sin duda un enorme acto de injusticia en una tierra que tenía un mejor destino. Asimismo, la imagen del líder se plasmó en diversas manifestaciones pictóricas y gráficas. Tendrían que pasar algunos años para que las expresiones literarias fueran más serenas y observaran los trágicos hechos con un punto de vista más equilibrado. Algo muy alejado de la visión heroica, mesiánica, con que se ha envuelto la figura de este líder político y que ha hecho menos visible su dimensión humana. Al haberse transformado las condiciones sociales en Yucatán, tal vez los hechos fueron objeto de observación dentro de una secuencia más prolongada, además de que se atendía a los contextos en que se desarrollaron las acciones de gobierno y se analizaban los antecedentes, en especial, los de otro revolucionario de virtudes visionarias como fue el Gral. Salvador Alvarado. En ese contexto fueron apareciendo piezas de teatro, relatos, novelas y obras de otras manifestaciones artísticas. Y con el tiempo, se llegó a la escritura de una novela donde se percibe a Felipe Carrillo Puerto en su dimensión humana, como un individuo capaz de sentir emociones entre las que figuran el aprecio amistoso y la alegría, pero también el miedo; se trata de La tierra enrojecida, de Antonio Magaña Esquivel. Antes de comentar esta novela es importante considerar algunos antecedentes históricos, centrados en el entorno en que se desenvolvió la acción de gobierno de Carrillo Puerto. Pensar en que el henequén, al ser impulsado en el siglo XIX como motor de la economía yucateca, generó tanta riqueza que llevó a Yucatán a ser la entidad más rica de México. El henequén era el primer producto de exportación del país, encima del petróleo, cuyos yacimientos actuales eran en su mayor parte desconocidos. La tierra enrojecida

13

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 14

Esta riqueza había generado notorias transformaciones materiales –sobre todo urbanísticas y arquitectónicas– y cambios de costumbres entre la población, para lo cual influyó también la inmigración extranjera, que se había incrementado, trayendo consigo un mejoramiento en la oferta comercial e industrial en la región. A pesar de su lejanía geográfica, conforme a los medios de transporte de la época, Yucatán cumplía un papel importante en el juego de fuerzas del poder político mexicano, justamente por su riqueza. De manera contraria a lo que se hubiera supuesto, la Revolución Mexicana había dado lugar a una mayor producción de henequén –la mayor que hubo en la historia de Yucatán se dio durante el régimen de Alvarado– y a una variación en las posibilidades de su comercialización, sobre todo en lo que se refiere a su industrialización. Una vez que Alvarado había tomado las medidas para que esta riqueza fuera de real beneficio colectivo y no sólo de una élite que boicoteaba las acciones de gobierno, vino la decisión de Carrillo Puerto de que las tierras henequeneras estuvieran en lo posible en manos de quienes las trabajaban. Por ello dictó medidas a favor de los trabajadores del campo, entre las que se incluían algunas de carácter expropiatorio. Estas decisiones trajeron como consecuencia una reacción negativa por parte de los antiguos hacendados, que buscaron por todos los medios a su alcance revertir tales medidas. A la vez, todo un cambio de ideas se había generado en la sociedad yucateca. El paisaje yucateco ya era objeto de una plasmación pictórica y escultórica a cargo de los propios yucatecos. Contrariamente a aquella idea de que por no existir montañas, valles, lagos y ríos, este entorno carecía de todo interés, se empezó a observar que su condición de planicie pétrea, con abundantes cenotes, henequenales y costas llenas de palmeras lo hacían ser diferente de otras regiones del mundo. Se volvieron comunes las imágenes pictóricas de los campesinos yucatecos, fueran de tipo maya o mestizo, y de diversas peculiaridades regionales, que en ese entonces eran totalmente representaciones de tipo realista y no figuras nostálgicas de un pasado demasiado cambiante para su recuperación o resultado de un espejismo histórico. Con estos cambios de ideas y actitudes hacia el paisaje y los campesinos, Yucatán apareció a los ojos de los yucatecos como un tema digno de ser plasmado literaria o artísticamente. 14

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 15

Esto puede evidenciarse en la visita que José Vasconcelos, Secretario de Educación del Gobierno de Álvaro Obregón, hizo a Yucatán en 1921, junto con los pintores Diego Rivera y Adolfo Best Maugard, visita en la que hallaron una serie de manifestaciones plásticas y arquitectónicas donde se retomaban temas, motivos y detalles del arte maya prehispánico, además de una concepción de ideas con enfoque social más adelantadas que las que se aplicaban en otras regiones del país. Este viaje a Yucatán necesariamente dejó huellas en el nacionalismo revolucionario que caracterizaba la literatura y el arte mexicanos, y del cual el muralismo puede considerarse su manifestación más reconocida. Parte de estos cambios se debieron al liderazgo de Felipe Carrillo Puerto, un hombre del pueblo, que había desempeñado los oficios más diversos, como los de parcelero, arriero, ganadero, trabajador de circo, auriga, ferrocarrilero y otros más. Había sido oficial de las fuerzas de Emiliano Zapata en el estado de Morelos y hablaba maya con total fluidez. Antes que su imagen de hombre alto, de tez clara y ojos verdes, destacaba en el imaginario de la época su carisma de luchador social, de visionario de mejores condiciones sociales. Felipe era amigo del presidente Álvaro Obregón, de origen sonorense. Por ello, ante la rebelión de Adolfo de la Huerta, tomó consejo con otras figuras políticas de la región y decidió apegarse al orden institucional del país. Sin embargo, los antiguos hacendados que se habían visto afectados en sus propiedades decidieron acabar con el Gobernador socialista. Para ello recurrieron a la traición de un militar de nombre Juan Ricárdez Broca. Cuando éste se levantó en armas bajo la consigna delahuertista, Carrillo Puerto decidió evitar un derramamiento de sangre entre obreros y militares y huyó hacia la costa oriental de la Península, esperando llegar a lugar seguro mientras se restablecía el orden constitucional en México y Yucatán. Éste es el momento en el que se enfoca La tierra enrojecida, del escritor yucateco Antonio Magaña Esquivel. La novela, dividida en 16 partes, arranca con la llegada de un grupo de extraños a una zona en el extremo noreste de Yucatán, con miras a embarcarse hacia un lugar seguro que les permita llegar a Cuba u Honduras Británica (hoy Belice). Pronto sabremos que se trata de Felipe Carrillo Puerto, tres de sus hermanos y varios colaboradores que lo acompañan lealmente. La tierra enrojecida

15

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 16

Con precisión en sus descripciones, sin rebuscamientos, narrando los hechos singulares y concretos, remitiendo en ocasiones a breves y esporádicos recuerdos de los momentos de poder, esta novela trata hechos históricos en lo general, aunque casi todas las acciones y pensamientos de los personajes se originan de las suposiciones e inventiva del autor. Aun con su inevitable apego a los hechos reales, la novela está estructurada conforme a una idea de suspenso, dejando conocer poco a poco los detalles con que se desenvuelven los hechos y los motivos que impulsan éstos, manteniendo el interés a lo largo de la novela. Los personajes están despojados de su carga de héroes sin mancha e inexpresivos, y se les plasma con una total consistencia humana. En especial, la biografía de Carrillo Puerto (“en cuanto a la vida anterior de aquel hombre, todo se volvía conjeturas, sospechas y excitación narrativa”) aparece contada de modo somero, con un énfasis en los oficios que desempeñó y que le permitieron conocer buena parte de la geografía yucateca. Es de notar que en ningún momento de la novela se mencionan sus apellidos, sino que siempre será mencionado como “Felipe” o “Don Felipe”. El color rojo que caracterizó al Partido Socialista del Sureste y a muchas organizaciones, acciones y símbolos de su Gobierno (como el triángulo equilátero rojo que simbolizaba al Partido Socialista del Sureste o los llamados “Lunes rojos”, que eran actividades culturales) se evoca desde el título, como la tierra que se fertilizará con la sangre del líder. Llama la atención la inserción de la leyenda y del sueño que quiebran la secuencia realista que atraviesa toda la novela. Se trata de una escena, quizá una ensoñación debida al cansancio, tal vez un sueño del líder al dormirse. En este pasaje, Magaña Esquivel retoma una leyenda que aparece en el libro El alma misteriosa del Mayab, de Luis Rosado Vega (Chemax, Yuc., 1873-Mérida, Yuc., 1958), que es “El origen de la mujer Xtabay”, donde la mujer virtuosa termina convirtiéndose a su muerte en una flor maloliente y que, para siempre, terminará siendo la temible Xtabay que espanta a los hombres, en tanto que la libertina se transformará en la aromática flor del xtabentún. En este caso será Xpicoltá-Xbatab, la mujer virtuosa que se convertirá en la Xtabay, y dado que la periodista Alma Reed aparece en esta novela como Jocelyne Lee, “la norteamericana que representaba la sobresaturación” del mundo sentimental de Felipe, será llamada Mumal-Jocelyne en esta leyenda.1 16

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 17

La historia de la Xtabay y la flor del Xtabentún se mezcla con el amorío entre Carrillo Puerto y Alma Reed, con integración de versos de la canción “Peregrina” (cuya letra es de Rosado Vega), originada en dicho romance. Es decir, vemos la integración de una leyenda tradicional, pasada por el tamiz de la literatura, y de una historia contemporánea convertida en leyenda, a la vez que se incluyen versos de la canción popular vinculada fundamentalmente a la misma. Esta interacción de realidades vividas y mundos imaginarios se sigue dando en la vida cotidiana de muchos yucatecos hasta la fecha. Como ocurre en la tragedia griega, La tierra enrojecida tiene un desenlace conocido por todos. Sin embargo, por la tensión existente desde el principio, la novela cuenta con una capacidad de generar suspenso, con un manejo eficaz en cuanto al modo de dar a conocer la identidad de los personajes al irse revelando poco a poco. Los hechos se narran en sus detalles, en todos los simples actos que el protagonista se ve obligado a hacer dentro de este ambiente de impotencia. Es evidente el modo en que todos, sean amigos o traidores, están atentos al peligro, pendientes de cualquier indicio raro, en un estado de alerta, como si se tratara de una lucha por la supervivencia. Esta actitud es notoria desde las primeras páginas cuando el empleado Cervera se fija en las rechinantes y limpias botas del recién llegado, lo cual delata su condición urbana. Todos los personajes parecen no tener conocimiento exacto acerca de qué es lo que va a ocurrir, pero siempre está latiendo en ellos el sentido de que se trata de algo fatal. Saben que se encuentran en un entorno de simulaciones y camuflajes. El líder que a lo largo de su vida se había formado a sí mismo, que se había mantenido siempre de su propio trabajo honrado, sobreponiéndose a las adversidades, tendrá que depender de otros para tratar de sobrevivir en escenarios extremos y llenos de soledad como lo son una franja de costa escasamente habitada, la prisión y el cementerio. Es difícil para quien encarnaba el orden legal ser un fugitivo sin haber cometido ningún delito, estar obligado a una huida hacia donde las redes del poder y de la corrupción con su trasfondo de dinero han de llegar, aun tratándose de lugares extremos donde la ley no cuenta con la fuerza suficiente para ser aplicada.

La tierra enrojecida

17

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 18

Felipe, acostumbrado a tratar con masas populares que lo aclaman, se encuentra sólo con un puñado de fieles y algunos traidores en un sitio como el mar, donde son otros los que tienen la capacidad de alimentarlo, de darle alojamiento seguro y transportarlo, una estancia obligada en terrenos desconocidos para él así como para varios de sus acompañantes, más bien acostumbrados al medio urbano. A través de este hecho de dejar en manos de otros su salvación, se ve el derrumbe anímico del líder, a quien vemos despojado de su condición de “héroe de bronce” y, en cambio, expresando sus emociones, temiendo, dudando, sintiéndose dependiente de otras personas (para peor, desconocidas), reconociendo que el “mecanismo de la esperanza” ya no le funciona “normal y fácilmente”. Está situado en la dimensión humana, donde no son las masas las que actúan sino seres individualizados, con nombre o sin él. La novela plasma estas situaciones incluso desde el punto de vista en que se perciben los hechos, pues si casi todo es captado desde la mirada del narrador externo que se adentra en la conciencia de algunos personajes, en el capítulo 14 la acción pasa a ser percibida desde la colectividad y hacia el final por los choferes. Este cambio de puntos de vista es correlativo de cómo se pierden el poder político y la voluntad de salvarse: el líder va dejando de ser un personaje activo en la novela para convertirse en alguien que sólo es mirado por otros personajes, de la misma manera en que será juzgado y llevado por la fuerza pública al Cementerio General. Destaca entre la miseria moral de sus verdugos, la generosidad de Benigno, que ya en el nombre es simbólico (como lo son también el “Río Turbio” y la canoa-motor y la tienda “El Salvamento”). Benigno y su hijo representan al pueblo ajeno a los conflictos políticos, pero que comprometido con el bien apoya desinteresadamente, aun a costa de arriesgar su vida. Sus acciones tienen un gran contraste con la caricatura lamentablemente tan real del abogado extorsionador que pretende ayudar a Felipe. En esta novela se nota que la buena fe no coincide con los intereses del poder y que sin la lucha colectiva, sin la presencia real y activa del pueblo, no impera más que la indiferencia total, el distanciamiento enajenante de toda una sociedad. Un líder carece de fuerza sin una colectividad que lo sostenga. El hecho de que el pueblo figure en tiempo pasado y sea omitido casi por completo en la novela permite muchas interpretaciones, incluso contradictorias, que dejamos al criterio del lector. 18

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 19

Este libro no podía faltar dentro del proyecto de la Biblioteca Básica de Yucatán por varias razones. Una es la necesidad de recuperar novelas de interés que no han sido ampliamente difundidas. Si bien en el siglo XIX tenemos novelas que seguimos leyendo con gusto, el siglo XX pareciera haberse reducido a las obras de dos o tres novelistas, a pesar de que existen otras igualmente valiosas. También es necesario dar a conocer una de las obras importantes acerca de la figura histórica de Felipe Carrillo Puerto, en este caso como un modo de acercarse a su personalidad que se aleja de las visiones idealizadoras. Y por último, porque en el 2009 se cumple el centenario del natalicio de Antonio Magaña Esquivel, tan conocido por su tarea de investigador teatral, uno de los más importantes que ha tenido México, pero que ha sido poco estudiado en su condición de autor de obras de creación. Es necesario que su obra sea conocida dentro de su estado natal. Valga pues la presente edición de La tierra enrojecida como un homenaje que Yucatán le rinde a este escritor ilustre.

Jorge Cortés Ancona Mérida, Yucatán, diciembre de 2009

1

Es extraño que el nombre de la mujer mala sea Xbatab, como la “amiga primera” de Felipe, que influyó en la formación de su personalidad y que en la leyenda incluida en esta novela aparece como Xpicoltá-Xbatab. En la leyenda contada por Rosado Vega la prostituta se llama Xkebán, mientras que Utz-Colel es la mujer virtuosa que se convertirá en la Xtabay. La tierra enrojecida

19

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 20

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 21

Fragmento de una carta Mi buen amigo Antonio: Anoche me entregué a leer su novela La tierra enrojecida. Me parece que su obra ocupa ese tránsito insensible entre la novela histórica propiamente tal y la que llamaríamos novela de libre invención. Pinta una figura histórica central, la envuelve en su verdadero ambiente, la sitúa con buen enfoque en su época, y suple aquí y allá con la sola imaginación algunos hitos del relato, tanto para resolver el silencio de los documentos como por buena economía del relato. La narración corre sin tropiezos, derecha y firme. Los caracteres están delineados con objetividad y tacto. Los episodios, cargados de realidad mexicana. El resultado es un cuadro heroico y un doloroso aleccionamiento. Así como la leyenda recoge lo que, no pudiendo todavía o no pudiendo ya ser historia, corresponde sin embargo al precipitado que los hechos dejan en la conciencia y representan aquella verdad poética que, según el filósofo antiguo, es, en último análisis, más verdadera que la verdad histórica, la novela puede legítimamente desempeñar una función semejante, en cuanto viene a ser la leyenda de los tiempos modernos. Tiene usted el tiempo por delante, una buena pluma en la mano y una vocación decidida. No dude de mi sinceridad, de mi afecto, de mi cariñosa atención para su obra, de mi fe en su éxito. Cordialmente suyo.

Alfonso Reyes

La tierra enrojecida

21

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 22

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 23

Sin embargo, debemos vencer en esta lucha… ¡Si no!... Pero se nos ha prometido…¡Oh! ¡Cuánto tarda el otro en llegar! Dante Alighieri La divina comedia, canto VIII

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 24

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 25

1

La plataforma se detuvo en el escampado de Moctezuma, primera estación en la ruta entre Tizimín y El Cuyo, en el Oriente de Yucatán, y uno de aquel grupo de hombres desconocidos saltó de ella al suelo y se dirigió a la casa de madera donde estaba la administración de la anexa de los hatos chicleros. La plataforma no tenía toldo ni bancas. Los hombres, sentados en el piso de ella, bajo el sol del mediodía, siguieron con la vista al hombre que había bajado; lo vieron estirar las piernas y luego caminar, cojeando todavía, hacia aquella casa en cuya puerta era visible un letrero que decía: “Oficinas”. A un lado de la puerta, bajo el alero de lámina, una banca burda, sin pintar, cajones y bultos. Las botas chicleras y los animales conservaban revuelto y sucio el escampado. Detrás, se abría el campo, de un verde gris triste, de arbustos que diciembre había secado; un campo triste de soledad y de silencio. El hombre miró a todos lados antes de entrar a la casa, volteó hacia el grupo que permanecía en la plataforma y esperó que le hicieran la señal. Las gotas de sudor le cruzaban el rostro. El que lo hubiera visto en este momento, balanceando el rifle en una mano, con las botas altas recién engrasadas y el sombrero de jipi de alas anchas sobre los ojos, habría pensado en un hombre de la ciudad que iba de cacería. La guayabera con el sudor de la espalda, se le había pegado al cuerpo. A través de la puerta de alambre vio en el interior una estiba de sacos de maíz; luego, el viejo escritorio de cortina; en una mesa pequeña, la máquina Oliver; y en un rincón el revuelto montón de papeles y de periódicos viejos. Había dos hombres, uno sentado frente al escritorio, inclinado sobre notas y documentos, y el otro de pie junto al archivero; y adosado a la pared, el teléfono. Todo mostraba vejez y herrumbre. Empujó la puerta y entró: La tierra enrojecida

25

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 26

—¿Don Eligio Rosado? —preguntó. El que estaba frente al escritorio alzó la cabeza y concentró su mirada en el desconocido. Un momento de silencio, que empleó para recorrer con los ojos el aspecto del hombre, y contestó con una súbita palidez que se le reflejó en la voz: —No está. Fue al Cuyo… Vaciló un segundo y añadió: —¿Desea usted algo? —como si le temblara en la voz el temor de ver confirmarse su sospecha. El desconocido avanzó unos pasos y sus botas hicieron rechinar el piso de madera. Alzó el rifle que empuñaba, para acomodárselo en el hombro, y con ello provocó aún más el desconcierto del empleado. —Sí —dijo—. Quiero que hables al Cuyo por ese teléfono y preguntes por don Eligio. Dile que prepare almuerzo para unos amigos que acaban de llegar. —¿Amigos suyos? —y la voz del hombrecito reveló restos de nerviosidad. Sólo había visto el rifle; ahora sus ojos estaban fijos en las dos pistolas que el desconocido portaba a la cintura, bajo la guayabera abierta, con la canana repleta de cartuchos. —Sí, amigos suyos. ¡Dése prisa! El hombre dio un salto y corrió al teléfono. Era una figura marchita, con los ojillos grises detrás de los espejuelos. Estaba todavía tembloroso y miraba al desconocido como si lo extrañara que no lo hubiese tuteado en esta orden imperativa. Se agarró a la manivela del teléfono y la hizo girar con precipitación, con verdadera prisa. No se hizo esperar la comunicación. —Aquí Cervera, de la anexa Moctezuma. Quiero hablar con don Eligio. ¿Está allí? Sí, muy bien. Llámalo. Volteó a ver al desconocido y sonrió con una sonrisa que distendió su rostro apergaminado. Se escuchaba el zumbido de las moscas. El otro empleado permanecía pegado a su sitio, inmóvil, contemplando la escena; en sus manos conservaba aún el papel que acababa de sacar del archivero. El desconocido se acercó lentamente a la puerta de alambre e hizo una señal a los de la plataforma. Volvieron a rechinar sus botas y 26

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 27

el piso. Se limpió con la manga el sudor del rostro, se quitó el sombrero ancho de jipi para darse aire. Sacó un cigarrillo y lo prendió. Era un hombre grueso, de hombros anchos, de pómulos altos. No podía caber duda: sus botas eran nuevas, tan nuevas que no sólo rechinaban al moverse sino que mantenían aún la grasa de su manufactura, sin el polvo que un día por estos campos resecos basta para acumular escandalosamente sobre los zapatos, la ropa, las manos y el rostro de las gentes. Cervera volvió a sonreír, como si tratara de disculpar la tardanza de don Eligio. Con el audífono pegado al oído, seguía con atención los movimientos del desconocido. Al fin contestaron del otro extremo del hilo telefónico. —Sí, don Eligio —dijo el empleado—, habla Cervera. Aquí hay gente que dice que es amiga suya. Piden que usted les prepare el almuerzo. Escuchó por un momento y luego se dirigió al desconocido: —¿Cómo se llama usted? Don Eligio quiere saber quiénes son. —No es él, es usted que ya se orina por saber quiénes somos. Dígale que somos unos amigos, nada más. Hizo una breve pausa, como tratando de disimular la investigación, y agregó: —Dígale que queremos darle una agradable sorpresa y que por eso no le digo mi nombre. Que prepare el almuerzo y venga pronto. El empleado transmitió el recado, pero de nuevo esperó la respuesta para hablarle al desconocido con una sonrisa más tranquila: —¿Por qué no habla usted con él? Sería mejor... El desconocido hizo un ademán de indudable significado y sólo dijo: —¡No! —de la manera más rotunda. —¿Cuántos son ustedes? —preguntó entonces el empleado—. Don Eligio quiere saber al menos qué cantidad de comida ordena traer. —Somos diez. El sabrá lo que prepara. ¡Pero que venga inmediatamente! La tierra enrojecida

27

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 28

Cervera repitió la orden y colgó el teléfono. Aparentemente estaba tranquilo, pero conservaba cierta vacilación porque aquel desconocido se había negado a dar su nombre y hablar con don Eligio. Permaneció un momento pensando: “quién puede ser este hombre y quiénes sus amigos, nada amables para venir de visita”, antes de atreverse a decir: —No tardará don Eligio. A lo sumo, una hora. Si ustedes quieren pueden descansar aquí, en la sombra. Dígale a los señores. El desconocido volvió a tutearlo, con el tono y la actitud de quien está acostumbrado a dar órdenes: —Saca un poco de agua fresca y prepara lo necesario para que descansemos un rato. Luego preguntó si atrás había otra pieza. Cervera asintió humildemente. La puerta del fondo comunicaba a un pequeño cuarto, cuyas paredes viejas mostraban los restos de la pintura que tuvieron un día. Allí había una hamaca, sólo una hamaca, y dos sillas rotas. Cervera puso en una mesa la jarra del agua. En el rincón había una manguera y otros trastos. El desconocido tomó la jarra y bebió hasta chorreársele el agua por las comisuras de la boca, volvió a limpiarse la cara con la manga de la guayabera y se dirigió a la puerta de alambre. La entreabrió y desde allí hizo otra señal a los hombres de la plataforma. También ellos calzaban botas de montar y vestían trajes de campo. Sólo uno usaba pantalón de casimir, sin botas. El equipaje era escasísimo, casi nada; alguna manta, una mochila, nada más. Pero estaban bien armados. Todos traían rifle al hombro, pistola a la cintura y cananas repletas de cartuchos. Se cubrían con sombreros de jipi unos, de huano los demás. Sus botas de cuero curtido también eran nuevas. Al bajar de la plataforma se estiraron, se golpearon las piernas, las sacudieron, y se detuvieron un momento para hablar entre sí, mejor aún, para escuchar con atención y respeto al más alto de todos, un hombre de ojos verdes y con una ligera pigmentación pecosa en el rostro. Aquel hombre se adelantó en dirección a la casa y los demás lo siguieron. El movimiento de sus manos era firme, 28

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 29

pero su andar pausado, de hombre que ha estado muchas horas encogido y siente las piernas entumecidas o engarrotadas. Cervera lo observaba conforme iba acercándose. Su personalidad transpiraba fortaleza. Parecía tener cuarenta y cinco años. Su tez era blanca; su cara, de rasgos fuertes, mostraba la sombra casi imperceptible de unas líneas extrañas que le daban un aire de ironía; en sus ojos brillaba una luz verde, ancha y profunda, imperativa, vigorosa, y sobre ellos las cejas se abrían en arco ligeramente pronunciado hacia abajo; la boca se arqueaba en una suave ondulación que bastaba para marcar los altivos relieves de los labios; la cabellera espesa dejaba caer un mechón ondulado sobre la frente amplia, alta, limpia, que dibujaba con precisión sus entradas; el mentón era un poco agudo; las mejillas, carnosas; la nariz, recta y larga. Cervera no supo cuánto tiempo tardó en llegar hasta la puerta de alambre, donde lo esperaba de pie el primer desconocido; pero se dio cuenta de que, a pesar de la mancha del viaje en aquella plataforma sin toldo ni bancas, la expresión de aquel rostro se adornaba con una discreta sonrisa de jovialidad. Era, además de alto, esbelto. Y Cervera lo vio detenerse a unos pasos de él y hablar a aquellos hombres, que lo rodearon inmediatamente, con voz que mostraba un timbre de seguridad y la decisión de los hombres que están habituados a tener auditorio. Al cabo de unos segundos el primer desconocido le cedió el paso, a tiempo que decía: —No tardará don Eligio. Fue al Cuyo, pero ya le avisaron y traerá en seguida el almuerzo. El hombre se detuvo a la puerta de la casa y preguntó: —¿Hay noticias de Mérida? —Creo que no. Ya me hubieran dicho algo, o algo hubiera notado. Cervera se adelantó al encuentro del grupo, con la curiosidad en sus ojillos grises y en su estirada sonrisa. —Si quieren refrescarse pasen por acá —indicó la otra pieza—. Pueden tomar agua de la jarra que está en la mesa. La tierra enrojecida

29

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 30

El grupo entró sin decir una palabra. El hombre alto y de ojos verdes lo miró un instante, con la misma expresión de humanidad, y luego vio al otro empleado que todo este tiempo había permanecido inmóvil, seco, mudo junto al archivero. Cervera los condujo al cuarto del fondo y esperó en silencio que ocuparan la hamaca, las sillas rotas, la mesa; los que no alcanzaron sitio se tendieron en el suelo, con la guayabera abierta. Los rifles quedaron en un rincón, amontonados. El empleado no se atrevía a decir nada. Los recién llegados vieron que permanecía parado, un poco tieso, cerca de la puerta. El hombre alto y de ojos verdes cambió una mirada con el primer desconocido, y entonces éste dijo: —Se llama Cervera. —Sí, señor, Cervera es mi nombre. Manuel Cervera, a sus órdenes. Y se detuvo un momento para añadir después, impulsado por la curiosidad que se le hacía ya insoportable: —Vienen de Mérida, ¿verdad? El hombre alto y de ojos verdes volteó rápidamente y fijó su mirada en aquella figura menuda y gris del empleado. Los demás se miraron entre sí y observaron luego al hombrecito como si trataran de medir su pregunta. Pero nadie dijo una palabra. Al cabo de una pausa, aquel hombre de la expresión jovial, que ya se había acomodado en la hamaca y se mecía lentamente, contestó: —Sí, de Mérida. ¿Hay aquí comunicación telefónica para allá? —¡Hum! Ni siquiera correo regular —explicó Cervera—. Los periódicos y la correspondencia llegan con bastante retraso, cuando un propio los trae desde Tizimín. Y eso ocurre a los sumo dos veces por semana. Aquellos hombres cambiaron de nuevo una mirada entre sí, pero ahora con una casi imperceptible ráfaga en los ojos. El del sucio pantalón de casimir, sin botas, parecía el más fatigado. Respiró profundamente, estirado como estaba en el suelo, y cerró los ojos. El empleado los observaba, como si en 30

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 31

su aspecto buscara algo que pudiera decirle lo que podía esperar de ellos, como si quisiera reconocer en alguno un rasgo que fuese su ineludible advertencia. No pensaba, por de pronto, sino en que aquel hombre alto, del mechón ondulado sobre la frente, de tez clara y de ojos verdes, era un rostro conocido y que era así precisamente, con botas, guayabera y sombrero de alas anchas, como se le figuraba recordarlo. Al fin hubo un momento que se arriesgó: —Vienen de parranda o de cacería, ¿no es verdad? Conocí inmediatamente que eran de Mérida. Cuando fui joven, también era parrandista. Ahora, es claro, la familia. Pero nadie contestó. Uno de los hombres desenfundó su pistola y se dedicó a revisar la carga. Esto fue suficiente para él: —Ustedes perdonen. Si me necesitan aquí estoy, en el escritorio. Y salió del cuarto, sin más. El campo a esta hora estaba en silencio, brillante de reverberación. La mula había sido desenganchada de la plataforma y por aquella ventana abierta se le veía mordisquear la yerba. El aire parecía haberse detenido y el bochorno invadía hasta el último rincón. Los hombres se limpiaron la frente. El que estaba en la hamaca no perdía de vista la puerta de alambre, a través de la cual escrutaba el campo cercano. Vio su Longines de bolsillo y meneó la cabeza; habían transcurrido treinta minutos desde que llegaron en la plataforma. Los demás permanecían atentos, en silencio, como si estuviesen atenidos a lo que él dispusiera. –No podemos esperar más —dijo al fin—. Vamos a darle el encuentro a don Eligio. Tú, Ramírez, conoces estos rumbos, ¿no es verdad? –Sí, don Felipe. Podemos seguir hasta la otra anexa que es Canimuc. Si don Eligio está en el Cuyo vendrá forzosamente por ese camino. No hay más que una vía decauville. —¡Pues andando! Estamos perdiendo el tiempo aquí. Costó trabajo despertar al hombre del pantalón de casimir. Bebieron un sorbo de agua, tomaron sus rifles y se dispusieron a salir. Al ruido, volteó el empleado del escritorio; a su lado La tierra enrojecida

31

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 32

permanecía aún el otro, el que manejaba los papeles del archivero, y ambos hablaban en voz baja en este momento que el grupo asomó por la puerta del fondo. Bruscamente el hombre alto y de ojos verdes dijo: —Nos vamos. Si Rosadito habla por teléfono, dígale que hemos ido a su encuentro. Algo le dijo al oído uno de los hombres, porque antes de abrir la puerta de alambre se detuvo, escuchó al que le hablaba con la boca pegada a la oreja, y exclamó: –Es cierto. No había pensando en ello. Vino hacia el empleado del escritorio, se encaró a él y ordenó: —Ustedes, los dos, vienen con nosotros. No les pasará nada, se los prometo. Pero es mejor que nos acompañen. El rostro de Cervera se tornó, súbitamente, de una palidez grisácea. —¿Qué podría pasarnos? —preguntó—. Somos dos modestos empleados y nada hemos hecho, nada tenemos. Miró hacia el grupo que se había detenido en la puerta y ya no estuvo muy seguro de que estos hombres hubiesen llegado hasta aquí simplemente a cazar. Sin decir más bajó la cortina del escritorio, cerró con llave, y se dispuso a caminar. Su compañero lo siguió en silencio; mostraba un ligero temblor en los labios y ni siquiera pudo abandonar sobre el escritorio la pluma que tenía en la mano. Al llegar junto a la plataforma, ya dispuesta frente a la casa, cambiaron una mirada rápida que podía ser de miedo lo mismo que de inteligencia. Ni por un momento hicieron el intento de rehusar, como si comprendieran que estaban atrapados, sin escape posible, y estuvieran ya convencidos de que no iban a participar en ninguna cacería divertida. Dos de aquellos desconocidos engancharon de nuevo la mula a la plataforma, treparon todos y el vehículo se puso en movimiento lentamente. Hay poco más de cinco kilómetros entre Moctezuma y Canimuc. El animal no podía aligerar su trote por la excesiva carga; mascaba el freno y la espuma le 32

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 33

chorreaba del hocico hasta el pecho; los cascos resbalaban al pisar la vía o alguna piedra lisa. Después de un trecho largo, en la primera curva, se normalizó la marcha. Los hombres vigilaban el camino y azuzaban a la bestia de tiro. Algunos plantíos de henequén bordeaban la vía, pero ya no eran las grandes extensiones de los planteles que habían dejado atrás, hasta Tizimín. Ahora abundaban los arbustos, las hierbas, los matorrales, las plantas silvestres. Y sobre todo ello el aire resplandecía. —No es conveniente llegar así al Cuyo —dijo de pronto el hombre alto y de ojos verdes—. Creo mejor que Rosadito nos proporcione los medios para salir por San Eusebio. —¡No, al Cuyo no! —exclamó otro de los hombres—. Sería peligroso. Allí hay telégrafo y puede que estén esperándonos. —¿Qué distancia hay de Canimuc al Cuyo? —preguntó otro. —Poco más de nueve kilómetros —respondió Cervera. El hombre de ojos verdes quedó en silencio. Sacó un cigarrillo y lo prendió. Tiró el fósforo adelante de la vía. Luego, buscó sitio en el piso de la plataforma para sentarse. No era posible viajar de pie, a causa de los tirones que por momentos alteraban el trote de la mula. No había más que permanecer sentado con las piernas encogidas, o en cuclillas, o ponerse en el borde con las piernas colgando fuera de la plataforma. A Cervera le pareció que aquellos hombres no tenían mucho de qué hablar, o que ya se lo habían dicho todo. También era posible que el bochorno los tuviera así, callados, como si les preocupara demasiado. Miraban los campos resecos, los matorrales, el sediento horizonte, y fumaban y cambiaban de postura para acomodarse mejor. Nada más. Cervera pensó que posiblemente había en ellos, en el afán con que buscaban alguna aparición por el camino del Cuyo, el deseo de dar ya con don Eligio. En una curva apareció Canimuc, la casa principal, las oficinas, pero no se veía a nadie ni la menor sombra de vida. Los hombres respiraron profundamente y fijaron los ojos en busca de don EliLa tierra enrojecida

33

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 34

gio. Al dar la vuelta sobre la vía y enfilar hacia el escampado, las ruedas chirriaron con un silbido agudo, penetrante. El rostro de aquellos hombres reflejó contrariedad al comprobar que el sitio estaba desierto. Cervera, como no tenía especial interés en ello y mucho menos en opinar sobre el resultado de aquel viaje, se limitó a buscarle los ojos al otro empleado. —Me parece que Rosadito se ha retrasado —dijo con mal humor uno de los hombres—. Ya debía de estar aquí. Nueve kilómetros, muy despacio que venga, puede hacerlos en treinta minutos. —Quizá se haya retrasado preparando el almuerzo —comentó otro. La plataforma se arrastró hasta frente a la casa principal, de donde arrancaban algunos ramales de la vía en dirección a los corrales. Los viajeros saltaron apresuradamente, sacudieron las piernas, y se dirigieron a la oficina. Cervera los vio apercibir sus armas, como si temieran una sorpresa, como si esperaran un recibimiento alevoso. Antes de llegar a la oficina el hombre alto y de ojos verdes se detuvo un momento ante la puerta, observó el camino que bajaba por el rumbo del Cuyo, y se decidió a entrar seguido por los otros. “¿Quién es, Dios mío?” —se preguntó de nuevo el empleado observando aquel rostro de rasgos firmes e imperativos—. “Tengo que saberlo. No es posible que yo lo ignore, si me recuerda a alguien que no recuerdo”. Y descendió también de la plataforma. Frente a la casa, a un lado de la vía, al extremo del descampado, una ceiba robusta arrojaba su fresca sombra. Después de escudriñar por todos lados los viajeros dejaron quietas sus armas, se pasaron el pañuelo por la cara para secarse el tupido sudor y se despojaron de los sombreros. —Sólo se ve a un hombre en la casa —informó uno de ellos al hombre alto y de ojos verdes-. No hay nadie más. —A ver si hay siquiera alguna noticia de don Eligio. Pero aquel hombre que estaba sentado frente a la ventana, en el interior de la casa, con los pies desnudos apoyados en el pretil, se puso en pie al ver entrar a Cervera 34

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 35

seguido de los otros y preguntó con cierta sombra de sorpresa en el rostro: —¿Qué ocurre, don Manuelito? —y paseó los ojos sobre el grupo, como si con ello quisiera completar su pregunta. Era evidente que no sabía nada, que ninguna noticia guardaba de don Eligio Rosado y que estos hombres desconocidos armados y con las más claras señales de haber hecho un viaje largo le producían, así de pronto, un sentimiento de inquietud. —¿No ha pasado don Eligio? —preguntó a su vez Cervera, por decir algo—. ¿No ha regresado del Cuyo? Estos señores andan buscándolo. —No, don Manuelito, no ha regresado. Pasó temprano, para allá; pero no ha vuelto. ¿Qué ocurre? El rostro del empleado revelaba la inquietud que iba en aumento. Tenía la vista fija en aquellos hombres armados, sudorosos, que se le habían plantado en frente, y para eludirlos habló a Cervera en maya para preguntar quiénes eran y para qué buscaban a don Eligio. El hombre alto y de ojos verdes le respondió en la misma lengua de la tierra, antes de que el empleado pudiera hacerlo. La cara del peón pareció sumergirse en la más absoluta oscuridad al oírlo hablar su idioma con una voz grave y cordial y con la perfección que sólo da la raza que se trae en la sangre; y sus ojos volvieron a pasar revista, mecánicamente, a sus acompañantes. Le oyó decir que don Eligio era su amigo, que los había invitado a almorzar y que ellos estaban de paso hacia un punto de la costa; pero no le dijo su nombre ni los de sus compañeros. Y en ese momento, cuando el desconocido le explicaba en maya que don Eligio tendría que llegar de un minuto a otro, porque así lo había ofrecido, y que allí lo esperarían, se sintió el ruido de una plataforma, el chirrido de las ruedas al tomar la otra curva que pasaba a un lado de la casa. El grupo se precipitó hacia la puerta, con los rifles apercibidos. La pareja de mulas que arrastraban la plataforma resoplaron, como si reconocieran el sitio de la parada, y el pesado vehículo se detuvo precisamente a la sombra de la ceiba. La tierra enrojecida

35

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 36

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 37

2

El peón que los había recibido en Canimuc trabajaba para la compañía chiclera El Cuyo. Manuelito Cervera trabajaba para la compañía chiclera El Cuyo. Todos los hombres desde Misné hasta la costa oriental de la península trabajaban para la compañía chiclera El Cuyo. Unos en el corte de zapote. Otros en labores administrativas. Otros más, como policías o guardias particulares. Los hatos chicleros estaban en todos los sitios, entre unas y otras anexas, desde Moctezuma, cerca de Tizimín hasta el más remoto rincón del Territorio de Quintana Roo. Sólo esta vía decauville y la línea telefónica particular, controladas por la compañía, comunicaban una anexa a otra. Los peones, para trabajar, no necesitaban leer periódicos, ni tener familia, ni amigos que les escribieran cartas; ni siquiera, al contratarlos, se les preguntaba sus antecedentes, de dónde venían, qué cuentas dejaban atrás y si el nombre que daban era el suyo verdadero. Nada de esto tenía importancia si el hombre sabía manejar el machete y resistía a la selva. Cada seis meses amontonaban a los peones en las plataformas y eran transportados a Tizimín; otros, buscaban salida por Payo Obispo, para gastar en una semana, en una sola borrachera con mujeres de burdel, el dinero que habían acumulado. Luego venían otros, a sumarse a los que sobrevivían. Cuando llegó el grupo de hombres desconocidos había comenzado la temporada del chicle. No era inusitado que pasaran por Canimuc trabajadores en plataforma, que viajaban hacia otro hato de la compañía. Pero ahora no, no eran trabajadores los que venían en esta plataforma que se detuvo a la sombra de la ceiba. Tampoco eran las gentes que suponían aquellos desconocidos, si habría de juzgarse por la prontitud con que apercibieron sus armas. De aquella plataforma descendieron La tierra enrojecida

37

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 38

dos hombres y uno de ellos se adelantó rápidamente hacia el grupo y se dirigió resueltamente al hombre alto y de ojos verdes, con una expresión de asombro en el rostro: —¡Don Felipe! ¡Por Dios, me hubiera avisado que era usted! —y le tendió las manos para saludarlo. —¿Usted es don Eligio Rosado, verdad? —dijo el desconocido, aceptando el apretón de manos—. Ya temíamos que no llegara. —Le aseguro que si hubiera sabido, hubiese venido más aprisa y dado órdenes por teléfono... —¡No, no! —interrumpió el desconocido—. He preferido no dar mi nombre ni el de las personas que me acompañan, en vista de las circunstancias. Ha sido mejor así. Nunca puede uno saber… —Pero siquiera Esteban, el encargado de Otzceh, debería haberme avisado. Ustedes seguramente pasaron por allí, porque es la primera anexa que se toca viniendo de Tizimín. Yo le habría ordenado que les proporcionara no una sino dos o tres plataformas, con su plataformero cada una y su buen tronco de mulas. Hubieran viajado más cómodos. ¿No vio usted a Turix? —No lo vi. Tampoco vi a Esteban. No quise ver a nadie, para no tener que identificarme. No culpe de nada a ellos. El empleado de Otzceh me reconoció, sin decirle nada, y nos proporcionó todo lo que necesitábamos. —¿Entonces, Turix no sabe que están aquí? —preguntó de nuevo don Eligio. —Nadie lo sabe y procuraremos que nadie lo sepa. Cuento con usted, porque creo que es mi amigo. —¡Pero, Turix...! —¿Turix? ¿Quién es Turix? ¿Don Arturo Aguilar, el administrador general de El Cuyo? —Sí, don Felipe, Turix Aguilar. Ayer bajó a Tizimín por un asunto, y creo que allí estará todavía unos días, a no ser que hubiera seguido viaje a Mérida. El hombre alto y de ojos verdes miró interrogativamente a sus acompañantes, que lo rodeaban y no perdían una palabra. 38

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 39

En aquellos ojos pudo ver Felipe un asomo de desconfianza; alguno masculló algo en voz baja. Después de un breve silencio, mirando fijamente al hombre que tenía ante sí y que reflejaba un aire de asombro y de duda, Felipe preguntó: —¿Entonces, Rosadito, usted no sabe nada? ¿Me asegura usted que no ha llegado por aquí la menor noticia de lo que ocurre? Rosado volvió la mirada hacia los otros hombres, vio aquellos ojos que lo penetraban, y de pronto sintió una extraña nerviosidad que hizo temblar su voz. —¿Saber, yo? ¿Qué habría de saber? Le juro, don Felipe, que no sé a qué se refiere. No sé nada. ¿Qué ha pasado? Felipe vio de nuevo a sus acompañantes con la misma interrogación en el rostro. Todos guardaron silencio, en espera de que él tomara la iniciativa. El hombre mantenía su mano derecha en la culata de su pistola. Pasaron unos segundos. El hombre sacó un pañuelo, se limpió la cara, se echó hacia atrás el ancho sombrero de jipi, y se inclinó hacia Rosado para hablar como si mordiera las palabras: —¡Un cuartelazo! ¿Entiende usted, Rosadito? ¡Un cuartelazo! ¡A mí, que podría levantar miles de campesinos armados y organizar una feroz resistencia! Pero no quiero matanzas, en las que seguramente no caerían los verdaderos culpables. —¡Pero quién, don Felipe, quién ha sido capaz...! —¿Cómo, quién? ¡Quiénes! ¡Los hacendados, el amo de usted y los otros amos! ¿Compraron a Ricárdez Broca, que ha resultado un canalla y se prestó al jueguito! ¿No lo sabía usted? Un calosfrío recorrió el cuerpo de Rosado. El rostro se le tornó lívido y sus ojos vagaron en círculo hasta posarse de nuevo en aquel hombre que tenía enfrente. El 5 de diciembre habían llegado a Veracruz Adolfo de la Huerta, Rafael Zubaran, Jorge Prieto Laurens y otros políticos, y luego se concertaron con el general Guadalupe Sánchez, Jefe de las Operaciones de aquella zona, y convinieron en desconocer al gobierno del general Obregón, contra el que se alzaron también los jefes, oficiales y soldados de aquella División y la FloLa tierra enrojecida

39

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 40

tilla del Golfo. El 6, luego que Felipe recibió el mensaje en que se le invitaba a manifestar su adhesión o su negativa, consultó con el coronel Carlos M. Róbinson, jefe de la guarnición de Mérida, y con el licenciado Garrido Canabal y el general González, gobernador y Jefe de las Operaciones en Tabasco, telegráficamente. Le respondieron que no, y consultó entonces con el coronel Durazo, de Campeche, recibió una respuesta indecisa; pero después que se entrevistó con Durazo en Halachó, Felipe quedó seguro de que todo el sureste, incluidos Quintana Roo y Chiapas, seguiría al gobierno legalmente constituido de Obregón. Habiéndose venido encima los acontecimientos, Felipe depuso al teniente coronel Javier M. del Valle del cargo de Jefe de Operaciones y designó para substituirlo al coronel Róbinson, y envío a Manuel Cirerol Sansores a Estados Unidos con dinero suficiente para adquirir armamento. El 12 de diciembre Durazo avisó que el teniente coronel Vallejos se había alzado en armas en Campeche y que necesitaba inmediato auxilio. Felipe reunió en La Liga Central de Resistencia a comisiones y presidentes de las Ligas de Mérida y del interior del Estado, y luego les dijo que estuvieran prevenidos y que concentraran los fondos disponibles en la Tesorería y que el coronel Róbinson se iba a encargar de combatir a Vallejos. Ordenó fijar en las plazas y sitios públicos sendos pizarrones en los que se citaba urgentemente a todos los componentes de las distintas Ligas de la ciudad, para ponerse a las órdenes de la Liga Central con las armas de que dispusieran, y fue a reunirse con su familia; pero apenas acabado el almuerzo recibió un telegrama de Róbinson en que comunicaba la dispersión de las fuerzas rebeldes y le pedía que lo esperara en la propia Estación del Ferrocarril para informarle de palabra. Felipe vio en ello una celada y dispuso entonces su fuga de Mérida, con otros. No quería ser la causa de una matanza de campesinos y soldados. Y habiendo reunido hasta veintiocho amigos y compañeros fieles, salió de Mérida en el Ferrocarril del Oriente hacia Motul, Espita y Tizimín; pero en Espita despidió a la mitad y el grupo de fugitivos se redujo 40

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:29 Página 41

a trece personas en total, con escasos recursos pero buenas armas y abundante parque. —¡Un cuartelazo! —repitió Felipe—. Ricárdez Broca se ha erigido gobernador y comandante militar, aliado a los hacendados y a la rebelión delahuertista. Ya comprenderá usted, Rosadito por qué no he querido dar mi nombre. Don Eligio sacudió la cabeza con lentitud. Una racha de aire levantó la falda de la guayabera que portaba y lo hizo respirar profundamente. Nadie hubiera podido saber lo que estaba pensando en este momento, ni la actitud que podía asumir después. Los ojos de Felipe se deslizaron sobre aquel rostro lívido, como penetrándolo. Luego, con expresión encendida, escupió en el suelo. Las nubes bajas proyectaron algunas manchas grises sobre el escampado y otro soplo de aire trajo un penetrante olor de madera recién cortada, de árboles acuchillados. Se mecieron suavemente las ramas de la ceiba, con ese murmullo de hojas tan peculiar y tan grato en el día y que de noche adquiere un sentido sobrenatural. Los hombres permanecían en círculo, expuestos en este escampado al sol y al aire. Rosado dijo: —Pues usted dirá, don Felipe, en qué puedo servirles. Yo hablaré con Turix… —¡No! —interrumpió el hombre—. ¡No dirá usted una palabra a nadie, menos al tal Turix! Tengo noticias ciertas de que Ricárdez Broca ha despachado un piquete de soldados, con vía libre hasta Tizimín, para capturarnos. En realidad no creo que se atrevan a hacernos nada, más que meternos a la Penitenciaría “Juárez” y guardarnos allí. Pero de todos modos… —¿Qué distancia hay de Tizimín al Cuyo? —preguntó de pronto uno de los acompañantes de Felipe, después de carraspear ruidosamente. —Ochenta kilómetros, aproximadamente —respondió Rosado. —¿Y de aquí, de Canimuc, al Ingenio de San Eusebio? Rosado vaciló unos segundos, se limpió el sudor de la frente con la manga de la guayabera y comenzó a echar cuentas: La tierra enrojecida

41

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 42

—A ver, a ver. De aquí a la estación El Crucero hay dieciséis kilómetros. Ese punto señala la división territorial de Yucatán y Quintana Roo. Entre El Crucero y Solferino, que es otra anexa del Cuyo, habrá unos catorce kilómetros. Y luego, de Solferino a San Eusebio otros doce kilómetros aproximadamente. Total, poco más de cuarenta kilómetros. La costa queda ya muy cerca. El grupo de hombres se removió y algunos murmuraron algo en voz baja. —No nos conviene ir al Cuyo. Sería peligroso. Aunque sea más lejos, será mejor salir a la playa por San Eusebio. ¿No crees Felipe? Era un hombre joven el que habló, con el cabello ensortijado, espeso, la nariz recogida y los labios delgados. Su piel transpiraba copiosamente, en la frente, en el cuello, en las axilas. No era corpulento, pero bajo la guayabera se adivinaban los músculos recios, juveniles. Felipe lo escuchó con atención y la luz verde pareció brillar más profundamente en sus ojos; luego dijo: —Bien, bien. Usted, Ramírez, conoce perfectamente estos rumbos. Díganos su opinión. El hombre se removió, se humedeció los labios con la punta de la lengua, se quitó el sombrero de huano que lo cubría; era un rostro quemado, oscuro, de pómulos salientes; era una cabeza redonda y pronunciada, sobre un cuello ancho; la nariz se movió en inclinaciones rítmicas cuando habló, como si le faltara piel y los labios estirasen la del gancho de la nariz. Sí, don Felipe —dijo al fin—. Yo creo que saliendo por Chikilá, que está a unos minutos de San Eusebio, podríamos embarcar en alguna lancha y llegar a Isla Mujeres y algún otro punto de la costa. Por allí sería más difícil que nos alcanzaran. —¡Pues ya está! —exclamó Felipe—. Por allá iremos y a ver qué suerte nos toca. Usted, Rosadito, y éste otro —apuntando al hombre que había venido en compañía de don Eligio —, nos acompañarán. Usted aquí manda y lo necesitamos para no tener dificultades en el camino. 42

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 43

Y dio la vuelta para entrar de nuevo en la casa. La sombra de la ceiba se alargaba sobre el suelo. Unos buscaron su protección, y los demás siguieron a Felipe para recoger el pequeño equipaje y los rifles. El sol volvió a brillar, opulento, abrasador. Rosado permaneció de pie, junto a la entreabierta puerta. Con el pañuelo secaba el sudor de su cara, con una expresión de duda o de inquietud en los ojos. Así lo encontró Felipe cuando apareció de nuevo por la puerta; mostraba la indecisión reflejada en su actitud, como si no pudiera ocultar el temor de disponer de su persona sin consultar a su amo. —No hay tiempo que perder, Rosadito —le dijo Felipe— . Ninguna precaución está por demás, en las presentes circunstancias. Hemos podido apoderarnos de todo cuanto necesitamos y no he querido. Hemos podido destruir la línea telefónica y los rieles de esta vía, para dificultar que nos persigan; y tampoco he querido. Pero sí considero indispensable que usted venga con nosotros, para facilitarnos el camino. Rosado se pasó la lengua por los labios secos, recogió una mano a la altura del pecho, clavó los ojos en la palma de ella como si quisiera medir su voz y sus palabras, y dijo suavemente: —Sí, don Felipe, yo lo entiendo así. Pero luego para mí serán las dificultades, y no sólo con Turix, que es mi jefe, sino con los otros. Yo quisiera… —¡Yo conozco a Arturo Aguilar, Rosadito! No quiero nada con él. Además, sé que usted aquí tiene facultades para disponer, dar órdenes y todo. Y no quiero perder tiempo. Quiero que nos acompañe usted como amigo; pero si es preciso, en último extremo usaré la fuerza. No deseo destruir ni causar daño ni a usted ni a nadie; pero necesito llegar a donde puedo reunir elementos y fuerzas suficientes para regresar y echar del gobierno a esos canallas. Y regresaré, Rosadito, regresaré. No le queda duda. —Sí, don Felipe, no lo dudo... Continuaba mirándose la palma de la mano, y meneó la cabeza como si no pudiese respirar a sus anchas. Lo que decía Felipe indicaba un peligro para él, de cualquier modo, porque La tierra enrojecida

43

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 44

con alguno se veía obligado a quedar mal: con este hombre o con aquellos otros que lo mandaban y le pagaban por ello. —No lo piense más, Rosadito —terminó el hombre—. Estamos perdiendo el tiempo y ahora sí que los minutos son oro en polvo. —Bueno, don Felipe —aceptó, al fin, el contratista—. A la fuerza ahorcan. Iremos por donde usted ordene. Entonces le indicó al peón que vino con él la conveniencia de cambiar las mulas de la plataforma. Y en seguida tornó a hundirse en sus preocupaciones. Entre tanto, los viajeros, que habían permanecido cerca de Rosado y Felipe, interesados en la conversación y en la decisión que se tomara, se dirigieron a la plataforma para recoger las dos cestas donde venía el almuerzo. Había que creer, a juzgar por la decisión y la naturalidad con que se dispusieron a engullir el almuerzo allí mismo, al sol y con las manos, que aceptaban de buen grado el descenso en sus comodidades y que exigían mucho menos de lo que hubieran pedido en otras circunstancias; o bien, que era realmente grave el peligro, puesto que abandonaban todo y se entregaban, decididamente, a las contrariedades, imprevisiones y molestias de un viaje en tales condiciones a la costa de Quintana Roo. Para que esta marcha fuese menos penosa, se la presentaban seguramente no como una fuga definitiva. Y porque se daba cuenta de ello y temía no quedar bien ni con Dios ni con el diablo, Rosado se veía incapaz de abandonar sus preocupaciones. Aunque en los rostros de aquellos hombres había señales de fatiga y de inquietud, no era precisamente en su conversación donde se lograba advertir pesimismo ni dudas. El campo reverberaba, el sol estaba alto y aquel almuerzo era la primera comida formal que hacían en varias horas; todo ello decidió que allí mismo, en el piso de la plataforma, se entregaran sin el menor reparo a devorar el arroz y los pedazos de gallina que había preparado don Eligio Rosado. Eran diez hombres. —Si no conoce usted a todos, ya los irá conociendo por el camino —dijo Felipe a Rosado—. Estos dos son mis herma44

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 45

nos, Benjamín y Edesio, aquí el licenciado Berzunza; aquellos son oficiales de la policía, ayudantes míos, Mariano Barroso, José Ramírez, Fernando Marín, Rafael Urquizo y Pedro Rizo. Y luego, señalando a otro que llegaba del fondo del corral con un botellón de agua: —Aquél es también mi hermano, el más pequeño, Wilfrido. Apenas movieron la cabeza, para hacer un saludo sin ceremonia, sin dejar de mascar al ritmo apresurado de las mandíbulas. Rosado mantenía su actitud de reserva, algo defensiva, o como si todavía no saliera de la impresión de ver en esta situación a unos hombres que la gente solía representarse rodeados de la multitud, rodeados de inseparable marco de partidarios. Los hombres estaban en cuclillas, o sobre un costado. Llegó el peón con la remuda de bestias y las enganchó con presteza a la plataforma. Tomó el chicote y brincó para ocupar su sitio, con las riendas en la mano izquierda. Felipe se mantuvo sentado en la orilla del vehículo, con las piernas colgantes; como había dicho que Rosado y el empleado con quién vino seguirían con ellos, estaba calculando lo que convendría hacer con Cervera, el otro empleado que los acompañó desde la anexa Moctezuma. No quería cometer equivocaciones. Con él serían trece y acerca de este número hay una superstición; pero dejarlo significaría facilitar su rastro, su persecución, por cualquiera indiscreción que pudiera tener. Por mejor buena fe que tuviera, podría ser forzado a revelar la ruta que seguían. —Cervera, usted también vendrá con nosotros —decidió al fin, hecho ya a la idea de no correr riesgos inútiles—. Aquí las leyes son distintas. El empleado buscó los ojos de Rosado y al cabo de un segundo movió la cabeza en señal de conformidad. Después del almuerzo aquellos hombres parecían recuperados y aun sonrientes, como si la comida les hubiese traído optimismo o proporcionado un gusto particular. Aquella cantidad de arroz y aquellos pedazos de gallina frita, aunque no se acompañaban más que con agua de lluvia, fueron consumidos fácilmente y en La tierra enrojecida

45

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 46

pocos minutos, con especial atención. El espectáculo que ofrecía el grupo se ordenó de una manera más tranquila y compacta; el almuerzo en común y el peligro ejercían sobre estos hombres una fuerza de mutua atracción, los unía, los nivelaba. —¡Vámonos! —ordenó Felipe—. Usted, Ramírez, esté atento a que el camino sea el correcto, el convenido. El grupo se aprestó en el centro de la plataforma. Unos se recostaron sobre la espalda de otros, para estirar las piernas y soportar menos difícilmente el gruñido de la digestión. Comenzó de nuevo el paso lento de las mulas y al poco rato el trote regular, monótono. En un cuadrado del campo ardía una hoguera incierta, que a determinada altura se revolvía en una columna de humo negro. Los hombres comenzaron a fumar. Este campo, muy cerca de los límites de Quintana Roo, reunía, gracias a los árboles más frondosos y a los pequeños accidentes del suelo, muchas más perspectivas en un solo momento que las que podrían ofrecer los caminos del centro de la península en muy larga extensión; y además, la esperanza de alcanzar pronto el final de este viaje era por sí misma como otro placer físico superpuesto al del almuerzo. La marcha, sin embargo, no era suficientemente rápida, en un altibajo fue preciso bajar de la plataforma y empujarla, y ascender la pequeña cuesta a pie. Las mulas resoplaban. Unas horas después, cuando ya se anunciaba el crepúsculo, Rosado advirtió que estaba próximo El Crucero y que allí mudarían las mulas. —¿En ese punto comienza el Territorio de Quintana Roo? —preguntó Benjamín. —Exactamente. De allí a Solferino la distancia es corta. Y conviene llegar allá antes que anochezca. A un lado de la vía apareció de pronto una pequeña construcción de madera, que Rosado señaló como El Crucero. —¡Hemos llegado! Los viajeros saltaron a tierra a estirar las piernas. El viento empujaba las nubes, de un azul-morado que en el horizonte se convertía en rojo encendido. Vino una racha del monte cercano y comenzó a difundirse la frescura del atardecer. 46

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 47

3

Don Eligio no olvidaba una tarde en que pudo escuchar a Felipe en una reunión de trabajadores de La Plancha, el gran taller de los Ferrocarriles Unidos de Yucatán. Fue en un patio de regulares dimensiones. El hombre hizo un cuento, relató una fábula que todos comprendieron. Contó que en cierta época existía un tigrillo que asolaba los campos y mataba al ganado. Era un animal terrible, furioso, de enormes garras, muy fuerte, que odiaba a los hombres y lo que éstos poseían. Su reputación era terrible, pero los hombres no encontraban algo en que fundara aquel animal la razón de su maldad. Un día salieron en su busca. ¿Estaría allí donde decía el batab? ¿Qué cosa podían hacer los hombres si no defender su realidad, su mundo y su naturaleza? El tigrillo encarnaba otro universo, hostil y oscuro, frente al cual los hombres no se sentían seguros en su fortaleza ni en su magia. Para vencerlo era preciso reunir las fuerzas de los dioses y de los hombres. Aun los más débiles se hayaban dotados de tal manera por la naturaleza y por los dioses que podían tomar ventajas sobre el tigrillo si se empeñaban en ello. Cuando tuvieron acorralado al animal, éste declinó su actitud de fiereza y de altivez y se dirigió al cazador que lo acosaba con su lanza: —¡Pobre de mí! —exclamó gimoteando—. ¡Cuántas calumnias han inventado en mi contra! Me crees tu enemigo y no es cierto. Soy tu amigo, créeme. —Has destruido mis milpas —respondió el cazador sin apartar el arma que apoyaba sobre el pecho del tigrillo—. Has matado mi ganado. Eres un ser malvado y destructor. —¡No me mates! No tengo tu confianza, es cierto, y por eso no te he buscado antes para explicarte mi desgracia, porque he La tierra enrojecida

47

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 48

temido encontrar cuchillos en las cercas o veneno en el agua. Pero nada odio tanto como causarte un dolor o un daño. Vaciló el cazador ante aquel ademán de súplica y de humildad. Apartó su arma y esperó. —¡No me mates! —repetía el tigrillo, con la voz opaca—. Soy tu amigo y quiero probártelo. Separa tu lanza de mi pecho. Confía en mí. El cazador dio oídos a sus ruegos. Separó la punta de su lanza del pecho del tigrillo y cuando esperaba una prueba de amistad vio que el animal dio unos pasos rápidos, tomó impulso y saltó sobre él para enterrarle en el cuello sus garras y sus dientes. No supo más, claro está. Los que llegaron después sólo encontraron su cuerpo despedazado y el mismo rastro de sangre que manchaba todos los corrales. Felipe terminaba la parábola alzando los brazos, extendiéndoles hacia delante y exclamando con la voz encendida de cólera: —¡Ese es el latifundista, el hacendado! ¡En él ha reencarnado el espíritu de la maldad! ¡Es inhumano, poderoso, altivo! Pero te sonríe y jura ser tu amigo cuando tienes empuñada tu escopeta y ve que corre peligro su seguridad. Su palabra es falsa. Ustedes lo han sufrido durante siglos, ustedes, hombres como yo. Las gentes decían que estas fábulas que Felipe aplicaba a la actualidad, eran antiguas lecciones que él había escuchado desde niño en labios de los indios. Ahora, en apogeo de su política agraria y obrera, el hombre mostraba un aspecto imponente, de seguridad y dominio, como si la verdadera fuerza de su persona se resolviera en esta mágica atracción que ejercía sobre el ánimo de todos. Ahora quienes lo vieron pequeño y débil, recluido en la modesta ciudad en que nació, podían medir el alcance de la febril actividad de su ser extraordinario. Había instituido los “jueves agrarios” para realizar los repartos de tierras y difundir su propaganda socialista, y llevar a cabo obras de beneficio común mediante el trabajo colectivo de campesinos y autoridades. Cuando inauguró la carretera a Dzitás a Chichén Itzá, hubo una ceremonia en el paraninfo del llamado 48

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 49

Juego de Pelota y dijo: “He abierto esta carretera para que vengan ustedes a contemplar la grandeza de nuestros antepasados, seguro de que inspirados en ellos aspirarán también a ser grandes…” Había creado la Liga Central de Resistencia, idea suya en que se combinaban los torneos pedagógicos, la actividad gremial, los llamados “lunes rojos” que eran veladas culturales, y las campañas electorales. Cuando comenzó a tomar forma y fuerza la Liga Central, organizó los primeros congresos obreros, en Motul y en Izamal, y proclamó que lo más grato y prometedor de todo lo que hasta entonces ocurría eran los postulados que allí surgieron como sustento y espíritu del Partido Socialista del Sureste. Y dispuso que se tocara la Internacional. La gente contaba historias, ciertas o inventadas, en torno a su vida. Lo único de que todos estaban seguros se refería a la confianza absoluta, a la fe mítica que a su figura habían erigido los campesinos, los trabajadores. Y sin embargo, parecía imposible que el indio viera en aquel hombre su par y gemelo. Cuando se mencionaba aquella leyenda sin fondo que corría en voz baja y que hablaba del hombre de los ojos verdes y blanco y barbado que siglos atrás se fue por el ancho mar y prometió volver un día para redimir al indio, no se encontraban sino reservas y escapatorias; y cualquier campesino se limitaba a estirar los labios en una sonrisa pequeña e indefinible, casi imperceptible, y a exclamar: —¡Quién sabe…! En cuanto a la vida anterior de aquel hombre, todo se volvía conjeturas, sospechas y excitación narrativa. Resumía, indudablemente, una secreta energía que acaso era su principal virtud. Las gentes se remontaban a muchos años atrás, cuando Felipe vivía en Motul al lado de sus padres, y creían tener algún fundamento para suponer que su primera educación provino del contacto con los peones de las haciendas henequeneras de esa rica zona, a lo menos en el sentido, que él pregonó después, de que la educación es el fortalecimiento de la voluntad. Felipe solía hablar de una mujer india que nombraba “mi vieja Xbatab” y que influyó en la formación de su personalidad. La tierra enrojecida

49

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 50

Ella, contaba él mismo a sus amigos, había sido la causa de su primera prisión. Felipe era entonces un joven aprendiz de cirquero, ayudante de una contorsionista que se anunciaba como “la niña Elvira”, y amigo de todos los indios que llegaban a Motul trayendo para el mercado sus tercios de leña. Un día Xbatab le dio la noticia de que la ranchería de Kaxatah, enclavada dentro de los linderos de la finca Dzununcán, estaba incomunicada porque el hacendado había ordenado levantar una albarrada con la idea de preparar nuevos planteles para la siembra de hijos de henequén. Si los indios de Kaxatah hubieran sido más fuertes aquello no hubiese ocurrido. Fue necesario que Felipe derrumbara la albarrada y sufriera la primera prisión de su vida, acusado ante el Jefe Político de daño en propiedad ajena. Su padre, el bueno de don Justiniano que usaba grandes bigotes que ya para entonces habían encanecido, pagó la multa y obtuvo su libertad. Xbatab le enseñó la lengua maya y como llegó a hablarla como si fuese la suya propia, acaso mejor, la gente lo miraba pensando si habría heredado el secreto de la tierra y si cuando traducía y explicaba el texto de la Constitución de 1857 ante los grupos de peones indígenas, no habría llegado a olvidar que tenía los ojos verdes y estaba ya muy cerca del odio de los hacendados. Se le comenzó a ver excitado, como encendido de entusiasmo, si hablaba de lo que siempre había sido atribuido a los dioses y nadie se atrevía a explicar por voz humana. Mencionaba entonces la esperanza como una promesa cercana y no como un sueño o pesadilla, como algo que iba mucho más de prisa que el agua que los balames hacían llover sobre estas tierras áridas. Y también les agradaba a los indios escuchar en su lengua otra explicación de por qué las anonas daban sus frutos, por qué las milpas crecían y se adornaban de mazorcas, por qué el henequén ofrecía un alma de zosquil y por qué es malo el viento que viene del sur, como si este hombre hubiese encontrado el modo de desenredar la maraña de la vieja religión de los balames y los dioses múltiples y de 50

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 51

la real naturaleza de la tierra y los hombres. Las parábolas lo ayudaban a explicarse y ayudaban a las gentes a entenderlo: —No pises nunca la sombra de tu semejante que sea tu amigo o compañero, porque les harás daño, enfermarán, y entonces no encontrarás a nadie que te proteja contra la desgracia —le había dicho Xbatab el día en que un hombre llamado Arjonilla trató de clavarle un puñal en el pecho. Ese día Felipe supo disparar su pistola a tiempo y matar a su agresor, que venía pagado por otros. Y si salió de la Penitenciaría “Juárez”, libre por sentencia asentada en su proceso, se debió a que sobrevino el cambio de gobierno en el Estado y surgió la revolución carrancista. Nadie hubiera podido decir si él creía todo lo que le contaba Xbatab. Al principio en Motul seguía su vida modesta como si nada estuviera ocurriendo. Lo veían trabajar en cualquier cosa, con igual entusiasmo, y avivar esas relaciones del campo que era posible que tuvieran un contenido mágico, pero que le enseñaron en qué época era preciso quemar un plantel para abonar la tierra, en qué forma el jornalero debe manejar el machete para obtener la penca de henequén más larga, cuántas pencas componen un rollo, por qué la flor del henequén al brotar está indicando el término de la planta y en qué forma debe levantarse el dedo humedecido para saber en qué dirección corre el viento. Durante ciertas horas del sol permanecía en los planteles de las fincas cercanas. Su familia contaba que iba a comprar y vender cosas, a traer mercancías y hacer negocios; hasta que una vez alguien lo vio en el fondo de uno de los planteles ayudando a unos indios a fabricar sus cántaros y sus ollas; sacaban el barro de la saccabera y ponían a jugar sus dedos con él, humedeciéndolo, hasta darle la forma que perseguían; y todo ello en silencio, casi inmóviles, como si lo hicieran a hurtadillas. Había pasado la quema de planteles y el aire venía del oriente; era la época en que la atmósfera del campo se saturaba del olor del xcacaltún, que es un arbusto silvestre que crece pegado a las espinas del chacún y del catzín entonces las gentes dijeron que Felipe estaba aprendiendo brujerías y alebrestando a la indiada. La tierra enrojecida

51

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 52

Y esa fue la causa de que Felipe buscara otro trabajo y entrara a desempeñar el empleo de conductor del tren. Las gentes lo habían visto ir frecuentemente a los planteles de la hacienda Cauacá y caminar junto a aquellos hombres que parecían brotar de la tierra y de los matorrales y que daban la sensación de estar hechos de la misma tierra y de sombras. No se explicaban lo que tenía que hacer allí. Los peones caminaban en fila, uno detrás del otro, con el sabucán al hombro y el machete a la cintura, sin prisas. Luego se detenían al lado de Felipe en alguna albarrada, y él les hablaba. Otras veces, con el brazo extendido les señalaba algo en aquellas milpas que comenzaban a jilotear. Era el atardecer y en una extensión interminable los plantíos de henequén iban tiñéndose de un verde oscuro, cada minuto más oscuro, hasta que adquirían una coloración grisácea y de los matorrales comenzaban a surgir las primeras sombras descoloridas que preceden a la noche. De este lado, la casa principal de la hacienda era una construcción inmensa, soberbia, que se alzaba sobre un pequeño otero en el centro de los plantíos de henequén; en torno a ella, el espacio verdeante y fresco de los jardines y de las huertas de árboles frutales; un gran árbol de ramón en la plazoleta del frente, y a su lado los bebederos y un pozo cuya agua se bombeaba mediante la veleta gris; más allá, la casa de máquinas donde se desfibraba la penca, y los tendederos donde la fibra recién raspada se ponía a secar al sol, impregnaban el aire de un olor agrio y penetrante. Felipe se estaba horas y horas y volvía luego con una expresión extraña en el rostro. Un domingo fue a Tixkokob e hizo amistad con el jefe de la estación del Ferrocarril del Oriente. Antes si salía de Motul era para ir a Tekit, a caballo o en bolán, este vehículo de dos ruedas tirado por mulas que se usaba entonces en el campo de Yucatán. A caballo no representaba problema para él, porque iba a campo traviesa o por los caminos alejados que nadie más que los indios conocían; pero en bolán podían verlo, porque no era fácil que el vehículo pasara inadvertido. Entonces 52

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 53

se acurrucaba a un lado, bajo el toldo; el zangoloteo entre los matorrales y en el camino fangoso resultaba fatigante, monótono, y el sordo crujir de la madera del piso y de las ruedas completaban el cansancio del viaje. Por esto él prefería ir a caballo, o a pie si no había otro recurso. Pero un día resolvió no ir más a Tekit; aquella mujer que lo esperaba ya no era la misma. En esos días conoció al jefe de la estación, al regresar de su viaje a Tixkokob. Hacía calor y el cielo parecía una combustión de luces y colores. Al bajar al andén, en Motul, el hombre se limpió el rostro sucio de hollín y de polvo de Kankab. El aire parecía haberse detenido y no se sentía sino un bochorno que se teñía de un color rojizo y llenaba el ambiente de reflejos. Allí permaneció varias horas, sin decidirse a caminar hacia el centro de la población. El jefe de la estación lo observó largo rato y al fin lo abordó: —¿No encontró trabajo en Tixkokob? —No. Don Miguel, el de Cauacá, dio malos informes. El hombre miró significativamente sobre la vía cuyas líneas se perdían a lo lejos entre los plantíos de henequén, sacudió el polvo de su sombrero, y añadió: —Y sin embargo, las gentes quieren que me marche. Parece que tienen miedo de mi presencia. —Esas cosas suyas con los indios. Usted sabrá... Calló un momento y luego agregó: —Si yo fuese soltero ya andaría de conductor. ¿A usted no le gustaría? Sería un buen modo de resolver la cosa, de ir y venir y ocuparse en algo... Felipe aceptó, sonriendo. El techo de lámina del andén aumentaba el bochorno bajo el sol endurecido. —¡Y mire usted! —agregó el jefe de la estación—. ¡Es posible que en los viajes hasta tenga tiempo de volver a ensayar la flauta, como antes! El hombre no respondió. Sus tiempos de músico, al lado del maestro Jerónimo Ramírez, le habían dejado como único beneficio un extraño sentido de armonía, un don especial para encontrar en los ruidos una malicia melódica y en la voz La tierra enrojecida

53

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 54

de las gentes un sonido identificable. Se despidió del jefe de la estación y emprendió la caminata hacia el centro de Motul. Bordeaba el camino un pasto seco y amarillento. A poco andar vio las primeras casas de paja, enjalbegadas, con el perro en la puerta y los chiquillos desnudos trazando jeroglíficos en el polvo del suelo. De pronto el camino se hizo una curva y eran entonces toneladas de cal amontonada y más allá el mundo de las hormigas y de las moscas afanosas, incansables; y luego, unos enormes charcos de agua sucia, lodosa, en los que las mulas remojaban el vientre, para refrescarse y beber agua. Cuando entró a su casa a la casa de sus padres, fue derechamente a la cocina a saciar su hambre.

54

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 55

4

Don Justiniano y doña Adela dijeron que Felipe estaba perdiendo el tiempo, porque no conseguía el empleo de conductor en el Ferrocarril. Primero entró como escribiente, luego fue oficinista en la propia estación de Motul. Fue necesario que pasara algún tiempo para llegar a conductor. Entonces viajó en la línea del tren de pasaje que corría de Mérida a la hacienda Cauacá y pudo ir y venir entre aquellos hombres a quienes oscurecían el aire, el polvo, el humo de la locomotora. En uno de sus viajes conoció a Pancho Caamal. No le extrañó su mirada insondable al principio, amarga y triste, porque era muy parecida a las que había tenido muy cerca en los plantíos de henequén. Pero en aquellos ojos estaba también el fuego. Aquella mirada, aquel rostro maya, aquella expresión de Pancho Caamal estaba diciendo, sin sarcasmos, que no era ninguna extravagancia considerar que el mundo había dejado de ser lejano e inasequible para él. Era hijo de un peón de Dzununcán que trabajaba a últimas fechas en la casa de máquinas, donde se raspa la penca del henequén. Había podido escapar al trabajo del corte y comerciaba con maíz y animales que llevaba de un sitio a otro. Primero fue reforzar con una mano el movimiento o la actitud de la otra, poner una idea delante de otra; luego, forjar dentro de sí una enorme capacidad de entendimiento y de trabajo y reunir con dolor los elementos del buen conocimiento de su tierra y de sus hombres. Esa era su manera de estar enfermo. Era joven y un día, sentados en la banca de madera del vagón de segunda, le dijo a Felipe: —Ya te conocía. Ya había oído hablar de ti, entre los míos. Pero tú todavía no nos conoces bien. Conoces la tierra, allá adentro. Pero te falta ver ciertas cosas, las que yo he visto. Falta La tierra enrojecida

55

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 56

que te veas en cuclillas, junto a otros cien jornaleros, al borde del corredor de la casa principal de la hacienda, frente al mayocol que está dando sus órdenes para el trabajo del día. Falta que veas venir a esa hora, cuando apenas comienza a clarear, a ese mayocol y echarse sobre ti para castigarte porque el día anterior te habías emborrachado o porque no cumpliste exactamente lo que ordenó. Te arrastrará, te tomará por los pelos para alzarte la cara y escupirte. Y cuando ya no le queda nada adentro, oirás que dice: “Veinticinco azotes, para que aprendas a obedecer”. Y luego indicará dónde has de arrodillarte y quiénes te golpearán con el látigo hasta sangrarte las espaldas. Y después, la fajina, para que tengas tiempo de repasar todos tus pecados. ¡La fajina! Tú no sabes lo que es eso de hacer durante horas y horas un trabajo gratuito que completará tu castigo: desyerbar, componer los techos de palma, levantar albarradas, hacer embutidos para tender los rieles decauville, o cortar quinientas pencas de henequén. Nada más. Mi padre estaba libre de fajina porque trabajaba en la casa de máquinas, pero no de los azotes. ¿Tú has visto alguna vez azotar a tu padre? Yo sí, y te aseguro que no se olvida nunca. Durante noches tuve esa pesadilla. ¿Comprendes? Y después, recuerdo que en la tienda de raya no querían darle a mi madre las medicinas para curarlo. ¿Comprendes? Sólo una vez habló Pancho Caamal de esto. Nunca en ninguna de sus conversaciones, volvió a mencionar los azotes a su padre enfermo. Felipe dejó de ser conductor del Ferrocarril del Oriente y no se encontró con su amigo sino bastantes años después. Ni siquiera cuando, ensayando otros trabajos, se hizo comerciante y llevaba y traía maíz de Motul a Valladolid. Lo buscó y no dio con él. Luego, se hizo abastecedor. Al principio todo fue bien; pero su capital era pequeño y se arruinó. Se dedicó entonces a publicar una hoja impresa que llamó “El Heraldo de Motul”, y creyó que don Justiniano estaba al fin contento de su actividad porque se mostraba orgulloso cuando oía decir que su hijo era ya un periodista. 56

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 57

El propio Felipe pensó que este fue su paso definitivo, muy a propósito para su espíritu; un hombre agitado, inquieto, retenido en aquella ciudad del oriente, con experiencias directas del campo, de la tierra y de sus hombres, esperaba este momento en que la luz cayó sobre él. Ni el aire ni el tiempo estaban quietos. Sobre las gentes vino como nueva amenaza el decreto que el gobernador Muñoz Arístegui suscribió para fortalecer el caciquismo de un lado y la obediencia de otro, para afirmar el orden decía él; con aquella disposición bastaba cualquiera indisciplina o ser mal visto por el Jefe Político para quedar marcado con la bola negra y ser obligado a cubrir una plaza en el Cuerpo de Seguridad Pública y Policía, que había venido a substituir a la antigua Guardia Nacional; es decir, a un hombre se le consignaba al servicio de las armas, sin más, y el “rebaje”, o sea la cuota mensual para obtener reemplazo en el servicio, quedaba al arbitrio del gobernante. Los campos y los pequeños poblados del interior de la península se vieron cruzados por las caravanas de hombres, jornaleros, campesinos, peones, que eran conducidos al servicio forzoso o que huían con la idea de que por mal que les fuese no les iría peor que donde antes estaban. Los hechos se fueron sucediendo y aumentando la inquietud, enardeciendo las impurezas, fomentando los abusos. Ese año se repitió el fraude electoral. Además, al aire trajo enormes manchas de langosta que destruyeron rápidamente las milpas y trastornaron el pasto y las siembras. Aquellas manchas de color marrón empalidecieron el cielo, como nubes. El campo se tornó sombrío, oscuro, solitario. El suelo se cubrió de una delgada costra blanda y sucia, que era la acumulación del excremento de miles y miles y miles de langostas. El animal intensificó sus voraces incursiones. Bajo su ataque las hojas del maíz tierno se doblaron y terminaron por desaparecer, y las mazorcas se pulverizaron en los tallos. El aire mismo languideció. Junto a ésta los políticos y los hacendados eran otra plaga interminable. Aquel fraude electoral colmó la medida. Al iniciarse junio estalló la revuelta, con una sola voz de rebeldía, La tierra enrojecida

57

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 58

nada monótona, con una voz que conjuró la voluntad de todos. En las fincas Kantó y Ekbalán y en la ranchería Dzelkoop se concertaron los sirvientes y los jornaleros sometidos, bajo la dirección de tres hombres. Atacaron a Valladolid y lo capturaron fácilmente. Se respiraba la ansiedad, la inquietud, el amargor del viento de todos los sitios. Frente a las cuartillas y en la imprenta donde se hacía su periódico, Felipe escuchó el ruido de las gentes y el de la langosta y pensó que había mucho que hacer para librarse de la plaga. De pronto, las lluvias llegaron y dejaron caer el agua más recia y levantaron los aires más violentos; pero el torbellino que se alzaba de la tierra quedó deshecho y volvieron a dispersarse las fuerzas y las voluntades de los hombres. Tras la aprehensión de los cabecillas y del fusilamiento de los principales, Bonilla y otros, pareció que el cielo se aclararía de nuevo y que el sol se endurecería definitivamente sobre las cabezas de todos. Pero el sudor del esfuerzo y el polvo de la tierra habían dejado pequeñas, ocultas, grandes corrientes entre la maleza. Así se explicó Felipe que los levantamientos se sucedieran, a pesar de todo, en varios lugares, en Peto, Temax, Taxcabá. Como un fuego súbito en mitad de la noche, aquella corriente adquirió poderío, fortaleza, y el gobernador Muñoz Arístegui se vio sustituido por un jefe militar con especiales facultades. Mediado mayo del año siguiente, lo que parecía dogmático e inconmovible rodó al fin: se supo que el general Díaz y el señor Corral habían renunciado a la presidencia y vicepresidencia de la República, y que José María Pino Suárez estaba designado ya gobernador interino del Estado. Entonces las gentes se detuvieron, se vieron entre sí, se vieron las manos y el cuerpo, y se preguntaron: —¿Esto resolverá nuestra situación? ¿Qué haremos ahora? Felipe por su parte sabía qué hacer. Por esos días parecía vivir poseído de un dios, iba y venía por los campos, hablaba con todos y gobernaba la atención de aquellas gentes; y la gobernaba para inclinarla al lado favorable de Delio Moreno Cantón como había tratado antes de hacerlo durante la cam58

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 59

paña electoral frente a Muñoz Arístegui. Las condiciones en que estaba Pino Suárez no era posible verlas como un molde al que debería conformarse el porvenir; era una administración plácida y conciliatoria; carecía de perfiles seguros; por de pronto, consideraba prudente cortar la actitud desafiante de los peones del campo y resguardar a los hacendados, “quienes han visto, con razón —decían los papeles que se pusieron a circular—, seriamente amenazados sus intereses y aun sus vidas en estos movimientos”. Los jornaleros volvieron a preguntarse: —Y ahora, ¿qué hacemos? Felipe también entonces supo qué era preciso hacer. Un día los sirvientes de la hacienda Santa Cruz, en las proximidades de Espita, se alzaron lanzando vivas a Moreno Cantón y a aquel hombre cuya mirada verde se hacía más profunda y amplia. Si había otra actitud posible que no era la conciliatoria ni mucho menos la vuelta hacia atrás, si no bastaban las decisiones de Pino Suárez, ¿por qué continuar la resignación y el temor de intentarlo todo? Las personas acomodadas y serias de Motul vieron transformarse a Felipe y sintieron nacer todos los temores que podían caberles en el cuerpo: —¡Este demonio ha aprendido tanto en los libros como en los indios! —exclamaron. Así surgió un día frente a Felipe aquel hombrecito llamado Arjonilla, armado de puñal y pistola. Muerto el agresor, se abrió el proceso y Felipe fue trasladado a Mérida e internado en la Penitenciaría “Juárez”. Sin embargo, por fuerza del tiempo, las razones humanas continuaban modelando los acontecimientos, sujetando a los hombres del gobierno. Y otro día se oyó hablar de Carranza, también blanco y barbado, que roturaba las tierras del norte del país. Y de Zapata, peón levantisco, que en el sur y apoyado en sus hombres de sombrero ancho exigía tierra y libertad. Felipe salió libre y emigró al interior de la República, se alió a Zapata, durmió en los montes en que se deshacen las faldas de los volcanes, y regresó más rico de ideas y de entusiasmo a Yucatán. La tierra enrojecida

59

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 60

La península había tomado un aspecto totalmente distinto con la llegada del general Alvarado y su ejército carrancista. Mérida se llenó de soldados revolucionarios, indios yaquis y oficiales de sombrero ancho y pañuelo ceñido al cuello. Los jornaleros venían en caravanas, a exponer sus quejas, y los hacendados se escondían o huían a La Habana. En las paredes aparecían carteles, manifiestos, proclamas que hablaban con lenguaje apasionado. Al comercio se le impusieron préstamos forzosos y las señoras dejaron de ir a los paseos. Felipe apareció de nuevo, de guayabera y sombrero negro al estilo australiano, y las gentes lo vigilaban tal vez temiendo que Felipe trajera de Zapata lo que todos creían que traería. Iba a los pueblos y los peones lo escuchaban hablar de la Revolución, de la no reelección, del sufragio y de la libertad de trabajo, y le preguntaban en voz baja sin dejar de escucharlo. Luego, se sentaba a comer con ellos. Alvarado primero lo tomó preso, pensando probablemente en que no convenía alebrestar a los indios sin tener una organización que pudiera controlarlos y guiarlos ordenadamente; y al fin, lo llamó a su lado para que le expusiera sus ideas socialistas y organizara un partido, el Partido Socialista del Sureste. Durante una temporada Felipe condujo expediciones de campesinos hacia Mérida, grupos de peones que iban a exponer sus quejas contra los antiguos amos. Felipe servía de intérprete y de propagandista, de organizador. Vivía entonces de manera muy desigual, unas veces en Mérida y otras en Motul, o recorriendo los pueblos más apartados. Después se asentó en Mérida y las gentes lo vieron organizar el primer grupo de obreros, un organismo gremial que se llamó Unión Obrera de los Ferrocarriles y del que tomaron ejemplo las Ligas de Resistencia que fueron surgiendo bajo la mano de Felipe. Los jornaleros, los trabajadores de la ciudad, ya podían andar libremente; para ellos era la tarjeta roja, que los identificaba como miembros de alguna Liga, forma inicial de los sindicatos en Yucatán, y entonces fueron los otros, los hacendados y patrones, los antiguos amos, quienes preguntaron con la misma palidez que les provocaría su sentencia de muerte: 60

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 61

—Y ahora, ¿qué hacemos? No les quedaba sino agarrarse a la última dificultad y tratar de evitar la próxima. Un día se le presentó a Felipe una india que había sido sirvienta doméstica en una casa rica de la ciudad y que ahora vivía en una casita de paja en las afueras de San Cosme; y le dijo que el padre de su hija, que apenas tenía unos meses de nacida y traía en brazos, era su antiguo amo. Felipe sabía de muchos casos idénticos, demasiado frecuentes entonces, y que ya aceptados como costumbre muy antigua se les conservaba a muy considerable distancia no sólo de la realidad del amo sino también de sus creencias. Felipe llevó a la india con el general Alvarado y éste mandó traer al culpable, que llegó entre soldados, demacrado, pálido, sin atreverse a pensar en nada. Felipe sabía que la india preferiría que su amo fuese fusilado, aunque ella tuviera después que recorrer a pie toda la ciudad y todos los pueblos para mantener a su hija, a la manera imprecisa y sin noción del tiempo de los indios. El hombre oyó los chillidos de su hija, su llanto y los gemidos de aquella india, y estuvo ya seguro de lo que ocurría. Aceptó darle dinero, alguna cantidad mensual, o bien, lo necesario para instalar una tortillería en el Mercado de Santiago. Pero la india no quedó satisfecha. Prefería el fusilamiento, la destrucción del individuo que la había humillado. Felipe lo obligó a firmar su compromiso de entregar una pensión mensual, y recogió a la india y a su hija. Una fábrica la ingresó como obrera. Cuatro meses más tarde murió aquel hombre y no faltaron quienes dijeron que había sido a causa del disgusto que le dio Felipe.

La tierra enrojecida

61

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 62

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 63

5

Junto a la vía y sobre ella, obstruyéndola, aparecieron de pronto unos hombres. Al frente, uno del grupo se quitó el sombrero de huano y comenzó a moverlo de un lado a otro, sobre la cabeza, con la clara intención de que los viajeros se detuvieran. Cuando éstos apercibieron sus armas y se disponían abrirse paso, Rosado dijo que eran chicleros de un hato cercano, trabajadores pacíficos, y que no era de temer nada por su lado. Esta explicación devolvió la calma a los viajeros, a lo menos en apariencia. Habían salido de El Crucero hacía apenas unos minutos, después de cambiar las mulas, y tenían prisa por llegar a Solferino. De allí al Ingenio San Eusebio el camino podría hacerse en poco más de una hora. Al detenerse la plataforma, los chicleros la rodearon. Rostros quemados y sudorosos; torsos desnudos y brazos musculosos; los machetes, a la cintura. A un lado de la vía, una fogata y sobre ella, sostenida con bejucos unidos en pirámide y atados con cordeles, una cazuela humeante. En el suelo algunos platos de comida. Dos o tres hombres permanecieron en cuclillas, cerca del fuego, atizándolo o limpiando los trastos con el agua de una cubeta. ¡Un pequeño infierno salvaje! Los chicleros habían terminado sus labores y habían venido a este sitio a descansar, a tomar café, a fumar unos cigarrillos. Eran hombres sin problemas ni obligaciones, sin impaciencias; su única aversión era el tiempo y la continencia sexual obligada, pues no encontraban una mujer en varias leguas a la redonda. Cuando llegaba alguna profesional, fugitiva de algún burdel de Payo Obispo o de Isla Mujeres o de otro sitio de la costa o del interior, con frascos, polvos o ungüentos de color, la rifaban a la baraja o la disputaban con el machete. La tierra enrojecida

63

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 64

Reconocieron inmediatamente a Rosado e invitaron a todos a tomar café. No había más. Felipe recordó los tiempos en que viajaba de Motul a Valladolid transportando maíz y otras mercancías. Recordó a Xbatab, la vieja Xbatab, su amiga primera. Su socio tocaba la guitarra algunas veces, unas jaranas cuya letra iba improvisando. De este círculo salió también una guitarra vieja y los dedos duros y encallecidos resbalaron por las cuerdas en un rasgueo bronco, desafinado. Entonces una voz pesada cantó: “Peregrina de ojos claros y divinos y mejillas encendidas de arrebol...” Y el círculo de hombres canturreó, acompañando a la voz ronca del guitarrista. Una parte del espíritu de Felipe gimió en su interior y veinte ojos buscaron su rostro, que en la luz del atardecer se mostró de pronto obscurecido como si se sumiera en un sueño. Parecía otro hombre, recostado a la sombra de un árbol. Sacó un pañuelo del bolsillo de la guayabera y lo pasó por la frente para secarse el sudor. —¡Vaya con la canción! —exclamó su hermano Wilfrido —Tengo la impresión de que hace una enormidad de tiempo. Y el otro hermano, Benjamín, añadió: —Tampoco tuviste oportunidad de avisar a Jocelyne. A ver cómo se defiende. Felipe se mantuvo en silencio un momento, con la mirada en el horizonte, hasta que dominó el ahogo de la voz. —No avisé a nadie, no había tiempo. Jocelyne sabe lo que debe hacer, lo sabía desde antes. Cuando comenzaron estas cosas, le advertí y la instruí. Sin embargo, me preocupan ciertos detalles. Con los ojos embotados miró las piedras de la fogata, el polvo de ceniza que se alzaba al aire y enmudeció otra vez. De pronto tuvo la impresión de no poder recordar cómo estaba hecha la cara de Jocelyne Lee, la norteamericana que representaba la sobresaturación de su mundo sentimental. Todos sus amigos ponderaban el don, la seguridad y la rapidez con que esta mujer extranjera había penetrado las actitudes políticas y sociales de Yucatán. Al principio, sin idea de engrandecerse, 64

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 65

procuró el trato de Felipe, con el que podía hablar y enterarse del medio y las fuerzas de la tierra. Luego, comenzaron otra vida en común, como si fueran seres nuevos y sin término de comparación; y hasta para ella, que llegó a saber, o sabía desde antes, lo que significaba él en la amistad y en el pensamiento de estas gentes nada elegantes del campo de Yucatán, que no eran ornato de la tierra sino esencia natural de su tradición y de su ser, Felipe llegó a constituir la relación lógica y natural y suprema de ella con el mundo. Sin embargo, ella estaba de paso, no era la raíz sino el aire y su imagen carecía de sombra fija. Por eso él ahora no podía recordar cómo estaba hecha su figura, cómo era su rostro; recordaba apenas su sonrisa, pero no la forma de sus labios; recordaba el fulgor de su mirada, pero no el fondo de sus ojos. La canción hablaba de ojos claros y de cabellera brillante como el sol. Pero no podía fijarlos. La música sí la recordaba, pero en otro plano y como una superficie invisible que no estaba acorde con las palabras. “Todo esto no quiere decir nada”, concluyó en su pensamiento. “Lo único que demuestra es que tengo otras muchas cosas adentro”. Los chicleros deseaban seguir rasgueando la guitarra porque era su manera de descansar. Todos, ellos y los viajeros, formaban ya un solo grupo, una unidad, en el fondo de pizarra del atardecer. Al cabo de un rato, Felipe dio orden de continuar el viaje hacia Solferino. —Son cuarenta minutos de recorrido. Llegarán todavía con luz. ¿Allí pasarán la noche? —No sabemos aún. Yo deseo ir más adelante —aclaró Felipe—. Gracias por el café, muchachos. Cuando regrese, me acordaré de ustedes. Se abrazaron como viejos amigos, como si toda su vida no hubiesen hecho más que tomar café juntos y tocar la guitarra. —Buen viaje, don Felipe. Cuando termine la temporada iremos a Mérida. Entonces usted nos invitará. Y rieron satisfechos, pensando acaso que de aquel café y de aquel abrazo podían hacer la norma de sus actos. Fue menester subir de nuevo a la plataforma, después de repartir abrazos y La tierra enrojecida

65

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 66

despedidas, ponerse de nuevo en cuclillas o con las piernas colgantes y animar con la voz a las mulas. De los árboles robustos del camino se desprendía un fresco olor a madera, que transportaba la brisa. Los viajeros permanecieron en silencio, como si de pronto hubiesen recordado las causas y las condiciones de su marcha que por algunos minutos habían olvidado en la compañía de los chicleros. Felipe hubiese querido profundizar en estas disímbolas impresiones que lo habían sobrecogido y que lo mantenían quieto, mudo, con las piernas encogidas y la espalda apoyada en la espalda de su hermano Benjamín. Nunca había logrado impermeabilizar su espíritu a las emociones puras del hombre y de la tierra; al contrario, era un sentimiento irrecusable y placentero. Con las últimas luces, vieron asomar en un recodo la silueta de la casa principal de Solferino, de paredes carcomidas y manchadas, con un pretil en el frente y el pozo a un lado. Las mulas aligeraron el paso y cruzaron un terraplén que desembocaba en el descampado del corral. —Todavía nos falta una hora para llegar a San Eusebio — dijo Felipe consultando su Longines. Rosado dio unas voces y vino un mozo a mudar las bestias. Desenganchar las que traían no fue difícil ni tardado, pero encontrar el reemplazo llevó largos minutos. —¡Diablos! —exclamó Bejamín—. No quisiera que nos agarrara la noche aquí. Felipe comenzó a pasar de un lado a otro del descampado, para estirar las piernas y calmar los nervios. Sus hermanos, el licenciado Berzunza y el oficial Ramírez lo siguieron. Los demás caminaron hasta el pretil y se acostaron en el suelo. Rosado y Cervera andaban por el monte con el que lindaba el corral, ayudando al mozo a encontrar la remuda. —Si tú hubieses aceptado mi plan, no estaríamos aquí sufriendo el chaquiste, el cansancio y todo lo demás —Benjamín se sacudió una pierna, y siguió diciendo—: Podríamos haber resistido, en Mérida o en Motul. Tú viste que en la Liga Central se concentró alguna gente armada. Y en Motul, Edesio ya había organizado a trescientos hombres bien dispuestos. 66

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 67

—Si ustedes no hubieran llegado tan a tiempo, yo habría salido para Mérida, con mi gente, en un tren de leña que ya estaba arreglado —explicó Edesio. —¡Sí, trescientos hombres con malas escopetas de cacería! —replicó Felipe—. ¡Y en Mérida, miles de obreros armados con palos! ¡Vaya armamento para enfrentarse con los 30-30 y las ametralladoras de los federales! ¿Qué querían? ¿Que hubiese una matanza inútil? No, Benjamín, era inhumano enfrentar esta gente desarmada a los federales. Se detuvo junto a la albarrada del corral, se echó para atrás el sombrero ancho de jipi y con una mirada indefinible, comentó: ¡Si el coronel Róbinson hubiera podido controlar el 18 batallón! ¡Otra sería la situación en estos momentos! Nadie me quita de la cabeza la convicción de que los jefes y oficiales ya estaban juramentados para alzarse en favor de De la Huerta, y apalabrados con los hacendados para eliminarme en el primer momento. Felipe recordaba esto: en octubre de ese año un hombre llegó a Mérida enviado por el Partido Nacional Cooperatista para hacer campaña a favor de la candidatura presidencial de Adolfo de la Huerta. Ahora lo sabía bien: no hizo propaganda sólo entre la población civil, sino principalmente entre los jefes y oficiales del 18 batallón. Lo había dejado andar de un lado a otro, sin molestarlo porque no parecía un político profesional. Ahora le parecía que ninguno, ni él mismo, había mirado a ese propagandista de una manera especial ni atendido cuidadosamente sus idas y venidas por la ciudad, como para enterarse de lo que en realidad hacía. Pero en cuanto la rebelión prendió en Veracruz y se recibió aquel telegrama que invitaba a secundarla o a resolver negativamente, fue como si en aquel mensaje hubiese una señal convenida, aunque no clara, que intentaba decir a los jefes y oficiales lo que debían esperar o estaban ya esperando; en sí mismo el mensaje llevaba su ineludible advertencia; sin embargo, ahora le parecía que ninguno tuvo sentido común o La tierra enrojecida

67

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 68

malicia para reconocerla, y a ello se debió la actitud indecisa de los jefes y oficiales de Campeche y la necesidad de ir hasta Halachó para concertar un acuerdo con el jefe de esa zona. Todo inútil. Y esa fue la primera vez que Felipe recordaba haber pensando en una trampa, en un engaño. Ahora más que nunca le parecía que no otra cosa fue el aviso telegráfico de Róbinson, cuando apenas había salido hacía unas horas a combatir al grupo rebelde en Campeche, pidiéndole que lo esperara en la estación del ferrocarril pues ya venía de regreso. Sí, una trampa, de la que pudo librarse. Y la conciencia de esto se afirmó en Motul, que era su terreno, donde el jefe de la estación le informó que de otra, posiblemente Cholul, habían avisado el paso de un tren con tropas federales que venían en su persecución. —¡Todo estaba ya tramado con aquella gente! —exclamó Felipe moviendo de un lado a otro la cabeza—. ¡Ya no era posible hacer nada! Ahora, lo que importa es convenir el sitio adonde vamos. A mí me parece más fácil y conveniente ir directamente a La Habana. Se oyó el ruido de las bestias que pasaban sobre juncos y hierbas secas. Rosado, Cervera y el mozo venían con ellas; aparecieron por el fondo del corral, caminando lentamente. —¡Vaya, al fin llegan éstos! Y respondiendo a la proposición de su hermano, Wilfrido opinó que era mejor ir a Belice, donde seguramente tendrían menos tropiezos que en La Habana y que, además, ofrecía la posibilidad de regresar por el mismo camino. —No —respondió Felipe—. No lo creo así. En La Habana, en cambio, podremos hacernos de fondos suficientes para realizar mis planes y regresar pronto. En San Eusebio nos espera una noche de perros, y necesitamos descansar luego un poco; por el rumbo de Belice, imposible; en cambio, por acá, podremos salir fácilmente. Rosadito me ha dicho que no dispone en estos momentos de una canoamotor, pero sí de un bote regular que nos espera en la playa de Chikilá. 68

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 69

—Felipe ¿y por qué no nos internamos en la montaña? —pregunto Edesio—. Lo creo más prudente. Allí estaríamos escondidos un tiempo y luego, quién sabe, podríamos regresar. Felipe sonrió. —¿Cómo crees que podemos internarnos en el monte, sin un buen práctico que nos guíe, sin bastimentos, sin lo necesario para protegernos? No, sería absurdo; sería ir a una muerte segura y horrorosa, inútilmente. Yo insisto en que vayamos a La Habana. ¿Usted qué opina, licenciado? El hombre de pantalón de casimir mostraba una fatiga enorme en sus ojos; había estado sentado largo rato, tratando de dormir, pero los chaquistes lo habían levantado. Fue al brocal del pozo y encontró una cubeta con agua; se empapó la cabeza, la cara, el cuello, y vino de nuevo a la sombra. Permanecía en silencio y daba la impresión de ser el más afectado, el menos hecho a las molestias e incomodidades del campo. —¿Usted qué opina, licenciado? —repitió Felipe su pregunta—. ¿No cree que será mejor buscar una salida a La Habana? —Sí, creo que sí. No está mal. Pero creo que no hay que desechar la idea de ir a Belice, o a Payo Obispo. En fin eso podríamos resolverlo definitivamente ya en la costa, después de tomar un buen descanso. El sol se había ocultado en el horizonte, pero aún flotaba en el aire un resplandor azulado y el calor no parecía disminuir sensiblemente. Rosado y Cervera avisaron que las mulas ya estaban enganchadas y que todo estaba dispuesto para seguir el viaje. Ninguno estaba satisfecho del breve descanso, ni del polvo, ni del sudor, ni de la boca reseca, ni del hambre que comenzaba a aparecer con una extraña sensación de vacío en el estómago. No deseaban sino llegar, adonde sea, y tenderse a dormir en alguna hamaca y bajo un mosquitero que los protegiese del chaquiste. —Todavía nos quedan algunas horas de plataforma para alcanzar el mar —dijo el licenciado Berzunza—. Y no tenemos ni una mala sábana para cubrirnos. La tierra enrojecida

69

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 70

—¿Navegaremos esta misma noche? —preguntó el oficial Rizo. —No sé. Depende si encontramos listo el bote —explicó Felipe—. Ni siquiera sé si podremos llegar esta noche a la playa. De no estar ya preparado el bote, nos quedaríamos a dormir en San Eusebio, en cualquier parte. —Me gustaría tener una hamaca y acostarme en seguida —confesó el licenciado Berzunza—. Estoy molido. Pero por otra parte, me sentiré más tranquilo cuando estemos ya en el bote, navegando y alejándonos de estos sitios. Rosado y Cervera no hablaban una palabra. El mozo no hacía sino azuzar a las mulas y blandir el chicote. El camino se hizo más pesado; la vía pasaba por embutidos muy altos que terminaban en pendientes bastante pronunciadas. Las sombras del anochecer comenzaban a brotar de los matorrales que bordeaban la vía y hacían difícil precisar la dirección. Se hizo necesario aminorar la marcha en algunos trechos. El grupo de fugitivos tampoco hablaba. Felipe y Benjamín, espalda con espalda, en cuclillas, en el centro de la plataforma, muy cerca del plataformero; Edesio y Wilfrido, a un lado, en idéntica posición; el licenciado Berzunza, recostado sobre las piernas de Edesio; Rosado y Cervera, al frente del vehículo, con las piernas afuera; y los demás, sentados también en los bordes, con las piernas colgando, salvando por momentos la maraña de bejucos y arbustos que brotaban a los lados del camino. —¡Ya llegamos! —gritó Rosado—. Allí está San Eusebio. Y con la mano señaló unas luces que parecían temblar en el fondo de la obscuridad que se les había venido encima. La plataforma llegó hasta frente a la casa principal, de la que se desprendieron las sombras de unos hombres que traían lámparas de petróleo en las manos. Rosado dio órdenes de preparar la cena. Los viajeros se acomodaron en butaques y en sillas, se limpiaron el rostro empapado de sudor y respiraron profundamente como si estuvieran conociendo por primera vez el aire y la comodidad. Cuando los llamaron a la mesa, dormitaban. 70

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 71

6

En el centro de la pieza aquélla que sirvió de comedor, en una hamaca, yacían Felipe y Rosado, y en otra, a un lado, se hallaban Bejamín y Edesio. Más allá, en otra hamaca, solo, el licenciado Berzunza, cubierto con una larga sábana de manta cruda. En el suelo, los demás. Cada quien tenía su rifle y su pistola cerca, al alcance de la mano. No se quitaron los vestidos; sólo se desprendieron de las botas, para descansar los pies entumecidos. Edesio sentía el crujir de sus nervios. Felipe permanecía con los ojos abiertos, fumando cigarro tras cigarro. El licenciado Berzunza cayó en un sueño pesado, intranquilo, y por momentos mascullaba palabras ininteligibles. Wilfrido y Urquizo fueron designados para hacer la primera guardia; dieron primero una vuelta en torno de la casa, para reconocer las entradas y salidas y el sitio donde habían quedado la plataforma y las mulas, y luego se estacionaron en la puerta, sentados en el pretil. Cervera se acercó a ellos y los invitó a jugar a la baraja, para matar el tiempo; les dijo que no tenía sueño y que el suelo, además, le resultaba demasiado duro para descansar. —Me acordaré de este horroroso sitio mientras viva — dijo Wilfrido—. Nunca imaginé que podría verme en estas condiciones. Se levantó para traer una pequeña mesa donde poner el quinqué y manejar las cartas. Se sentaron los tres hombres; pero hasta en el acto de jugar, Wilfrido parecía presa de una nerviosidad que le hacía moverse a cada momento. Uno de los hombres, acosado por el chaquiste, se alzó del suelo, se acercó a los jugadores, miró un momento las cartas, dio una vuelta por el corredor del frente de la casa, y regresó para subir y acomodarse arriba de unos sacos de maíz que se hallaban al fondo y casi alcanzaban el techo. El chaquiste colmaba el amLa tierra enrojecida

71

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 72

biente y producía un zumbido monótono, atormentador. Los hombres se revolvían y aporreaban las piernas, sacudían las manos, se azotaban la espalda, inútilmente porque el chaquiste volvía a acosarlos. Como no se oía nada más que el zumbido del chaquiste y un vago rumor del aire que se filtraba entre las ramas de los árboles, a Felipe le pareció que el mundo había dejado de respirar para transformarse en una muchedumbre infinita de animalitos y de aguijones. Le pareció que en ese momento todos los aguijones estaban contra él. Le pareció que aquel hombre que estaba acostado a su lado, en la misma hamaca, portaba un tremendo aguijón dirigido en su contra. Y a partir de ese minuto todo fue pensar, con pensamiento rápido pero que se veía incapaz de completar. “Hay que buscar la salida. Hay que buscar la salida. En mi lugar se ha colocado, sin pedírselo nadie, un hombre que también tiene muchos aguijones. Y detrás de él, hay otros hombres, los que me han perseguido siempre y ahora lo incitan contra mí”. Le pareció que era preciso marcharse ya, y que ya debía de estar de vuelta el emisario que envió allá, a Chikilá, para comprobar si el bote ofrecido por Rosado estaba esperándolos. “Ese Barroso ya debería estar aquí de regreso”. Consultó su reloj de bolsillo y vio que era media noche. Trató de dormir y no pudo, por el chaquiste y por el ansia que le recorría el espíritu. Hasta él llegó el murmullo de las voces de los jugadores y la respiración fatigosa del licenciado Berzunza, que parecía una queja. Agitó una mano para espantar el chaquiste. Recordó de pronto que tres de sus compañeros se habían quedado en Tizimín, con el propósito de ocultarse en la casa de algún amigo o en una hacienda cercana. —¡Eh, Benjamín! —llamó en voz baja. —¿Qué hay, qué te pasa? —respondió el hermano—. ¿No puedes dormir? —¡Este maldito chaquiste! Y agitó de nuevo la mano, sobre la cara, sobre la cabeza, sobre las piernas. Luego dijo: —Oye. ¿Sabes dónde se iban a guardar Valerio y los otros que bajaron en Tizimín? 72

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 73

—No, no sé nada. Les pregunté, pero ni ellos sabían exactamente. No temas. Ya los conoces. Son de arranque y saben lo que hacen. Además, conocen muy bien esos rumbos y tienen gente. —Ojalá y sea así de veras. Creo que en Sucopo vi todavía con nosotros a Valerio. —Sí, pero regresó inmediatamente a Tizimín. ¿No se despidió de ti? —No recuerdo bien. En fin, a lo mejor ellos están más seguros que nosotros. A ver cómo nos va después. Y después de una ligera pausa, añadió: —¡Y el tal Barroso que no llega! ¡Ha habido tiempo para que haga dos viajes, de ida y vuelta, a Chikilá! ¿No crees que haya ocurrido algo? ¿Qué haya tenido un tropiezo y esté en dificultades? —No, no lo creo. De todos modos, pregúntale a Rosadito. Rosado estaba escuchando hacía rato esta conversación, muy atento. Tampoco le era posible conciliar el sueño. Antes de que Felipe le preguntara, dijo: —No debe tardar. La distancia no es larga, pero puede ser que el camino esté malo. Hubo una pausa. Se escuchaba la respiración del licenciado Berzunza, que había dejado de agitarse; había caído en un profundo sueño y era, en realidad, el único que dormía. —La tardanza de Barroso me está poniendo nervioso — dijo de pronto Edesio—. ¿Estás seguro, Felipe, de que no hay peligros por ese lado? Algo sucede. La respiración del licenciado Berzunza se hizo breve y jadeante de nuevo, el zumbido del chaquiste arreció, como si fuese otra invasión que entraba por las ventanas, por la puerta, que brotaba del suelo y de las paredes. Era un zumbido feroz, implacable. Felipe abandonó la hamaca y fue a la puerta; allí se detuvo junto a los jugadores y se calzó las botas. Vio su reloj. Entonces ordenó que se cambiara la guardia, que Wilfrido y Urquizo fuesen substituidos por Ramírez y Edesio. Así se hizo. El juego de baraja se suspendió y Cervera se dispuso también a tenderse en el suelo. La tierra enrojecida

73

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 74

Mientras su hermano menor y Ramírez tomaban sus armas, se calzaban y ocupaban el sitio de Wilfrido y Urquizo en la puerta, Felipe se adelantó por el corredor de la casa y miró hacia el oriente, en dirección a Chikilá. Llegaba una brisa suave que olía a mar. Chikilá estaba cerca, el mar estaba allí, pero el camino por el que irían era posible que estuviera cerrado. ¿Sería posible? Los cocuyos encendían y apagaban su luz, como en un parpadeo incansable, cercados por la profunda obscuridad. Felipe avanzó unos pasos más y se paró junto al pretil. ¿Dónde estaba ahora la fuerza de su personalidad? ¿Dónde su poder político, que él pensó siempre estar apoyado en la gran masa de hombres que lo seguían y lo escuchaban fervorosamente hablar en lengua maya, en la misma forma que ellos mismos podrían hacerlo? ¿Dónde, dónde estaba todo ello y lo demás que él era y representaba? ¿Dónde estaban sus indios, los que acudían con el corazón en la boca a los jueves agrarios, de cualquier rincón de aquella tierra? Recordó la inauguración de aquella carretera de Dzitás a Chichén Itzá, a la que el pueblo se volcó en camiones, a caballo, a pie, para escuchar el discurso que dijo parado altivamente en el paraninfo del Juego de Pelota. Sí, lo recordaba bien. “He abierto esta carretera para que vengan ustedes a contemplar la grandeza de vuestros padres, seguros de que inspirados en ella aspiraréis también a ser grandes”, había dicho entonces, en lengua maya. Y él entonces creía que aquello iría adelante y que iba a durar el resto de su vida. ¿Era posible aceptar esto de ahora como un castigo a la precipitación de sus ideales, o como un hecho natural e ineludible? ¿Y dónde estaba aquella poderosa Liga Central de Resistencia, su Escuela Laica, sus torneos pedagógicos, sus leyes, su gobierno socialista? Y de pronto, súbitamente, el recuerdo confuso, impreciso, vago, de aquella mujer extranjera. Alguna vez pensó en decirlo delante de sus indios, en alguno de sus discursos, en hacer que los otros que no podían, a pesar de su riqueza, ni alterarlo ni ignorarlo, lo supieran y se encontraran en la con74

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 75

veniencia y en la necesidad de ocultárselo a los demás; alguna vez pensó en decirlo, como muestra de gratitud a la confianza de aquellas gentes: “Oigan ustedes, hombres como yo. Mis enemigos dicen que habéis criado y levantado a un hombre que no es vuestra imagen, que es extraño a ustedes. Yo los invito a que les respondan que debajo de este cielo, nutrido de esta tierra y de este aire, habéis criado los ojos verdes a este indio y que este indio podría devolverlos a otra india de ojos verdes, que también es obra de esta tierra reseca que apenas respira por las cavernas de sus cenotes y que es obra de ustedes”. Sin embargo, no lo dijo nunca y no sabía por qué. Ahora estaba solo, con su misma voluntad pero solo, con su misma voluntad pero solo en la obscuridad del aire libre y de la tierra. Se sentó en el suelo, extendió las piernas y recostó la espalda en el pretil. Cerró los ojos adormilado. La fatiga le hizo cerrar de nuevo los ojos, cargados de sueño. Le temblaban los párpados, como si se hundieran bajo el peso de este mundo de obscuridad que lo rodeaba, que lo ceñía, que lo iba meciendo poco a poco. Vio el campo que se extendía indiferente hasta el horizonte y que avanzaba hacia el mar. La tierra se llamaba entonces Mayapán. Los cenotes eran corrientes de la savia de la tierra de las que sólo era posible conocer el rumor. Por todos lados el hombre se encontraba cercado por la magia, en trato directo con los dioses, y no le había brotado aún la sombra. Vio a una mujer que no sabía si se llamaba Xpicoltá o Xbatab, pero que representaba la virtud más austera; tenía la cabellera larga, el rostro bien ordenado y un terror invencible a los hombres. Oyó decir que no había habido otra como ella en estas tierras. En las tardes recorría la llanura y se dirigía al oratorio para hablar a sus dioses; allí clamaba al espíritu de quien había puesto nombre a todas las cosas y creado la ciudad de los doce cerros sagrados, y que regía omnipotente sobre las deidades que sostienen el firmamento. A la edad en que las mujeres se sienten felices de ver en su cuerpo cumplidas las aspiraciones y la necesidad del sexo, Xpicoltá-Xbatab no hacía La tierra enrojecida

75

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 76

otra cosa que invocar al hijo de Hunab Kú y excitar a los dioses para que guiaran su vida hacia la luz brillante donde se premian la virtud y el sacrificio. —Tengo la piel delicada y virgen —decía—. Cuando muera en el gran cenote, mi cuerpo tendrá el olor del cielo. Guardaba el culto de la holgura y de la soledad, y así podía sentirse firme y segura bajo el sol. Solamente sufría cuando llegaba la noche. Se esforzaba entonces por aclarar la sensación confusa del frío, sed y fiebre que comenzaba a invadirla una hora después de estar acostada. Por encima de ella se alzaba la noche, que se poblaba de tantas sombras como quería y dejaba a los árboles, a los kúes y a los hombres en tan grande soledad que nadie más que ellos sabían que aún permanecían sobre la tierra. Xpicoltá-Xbatab pidió a los dioses antiguos que cuando la noche inundara definitivamente sus ojos, grabaran el recuerdo de su virtud sobre la piedra jeroglífica de Itzamatul. —Mi virtud olerá ese día a mil flores de xcacalcún, ¡oh dioses! —repetía. Pero una nube blanca y verde bajó de sus andenes un día y tomó la forma de mujer, dueña de una hermosura que resistió las mayores pruebas e hizo brillar los ojos de los hombres. Todos en Mayapán escucharon aquel día que esa mujer que nadie sabía si se llamaba Mumal o Jocelyne, de fino y perfumado espíritu, convocaba a una fiesta en la llanura a la hora en que la luna rozara las copas de los árboles. Ni Felipe ni nadie estaban seguros de que las profecías hablaran de la primera mujer que enseñaría a los hombres a componer “la bestia de dos espaldas”; sólo los h-menes sabían lo que de amor estaba escrito en los libros sagrados que se guardaban para las fiestas de la virtud afligida; todos ignoraban su misterio. Los cantos mejores fueron para Mumal-Jocelyne. La mano colosal y pródiga de Kabul dejó ese día su huella en los muros del adoratorio, una huella encendida como rastro de sangre. Y lo cierto fue que desde entonces los hombres aprendieron a unir sus cuerpos y sus pensamientos a los de las mujeres, y que cuando un rostro se volvía hacia ellos declaraban con de76

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 77

lirio que estaban celebrando el hermoso acto del amor. Un canto sobresalía entre todos, un canto a esta peregrina de ojos claros, de mejillas encendidas y de radiante cabellera como el sol; a la peregrina que había dejado sus lugares, los abetos y la nieve virginal y que había venido a refugiarse bajo la ceiba de la tierra de Mayapán. —Tememos que sea una blasfemia —dijeron los hombres— , pero es bello según lo decidió Kabul. El canto seguía, corría de boca en boca. Las aves daban sus trinos por ver a la peregrina y las flores la acariciaban y le perfumaban los labios y la sien. Al cabo de un tiempo, XpicoltáXbatab vio llegar su ruina y la de su virtud, porque los hombres se iban cerrando en torno a Mumal-Jocelyne como si su felicidad les fuera necesaria para la suya; y su desgracia fue que ni siquiera podía mostrar algún trofeo de su virtud, pues aún no le brotaban las flores con que había soñado. Cuando los hombres fueron interrogados por los más ancianos, respondieron: —Las nupcias del espíritu nos llevan a sentirnos mejorados y nos ponen en estado de halagar a Zamná y acudir a su sabiduría en el Kinich Kakmó. Los ancianos dijeron: —Si de este acto vuelven tan felices, habrá de ser cosa de los dioses. Así se repitió en la inmensa extensión de la llanura, porque el viento tenía una voz que iba tocando en todos los oídos. Una tarde Xpicoltá-Xbatab venía del adoratorio y pudo alcanzar a un hombre que asomó del bosque; lo tomó por los brazos y le preguntó con ansiedad: —¿Dime, acaso me desdeñan porque no les he dado un sitio en mi lecho? ¿Acaso porque no doy limosnas ni sonrío, mi virtud no debe ser considerada? El sol resbalaba por un mundo de nubes doradas, y el hombre respondió: —Veo que eres más digna de lástima. El amor no es blasfemia contra los dioses. La sonrisa y la bondad no amenazan La tierra enrojecida

77

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 78

ninguna virtud. Tu vientre y tus muslos nos tienen sin cuidado; lo que cuenta es el pecho y lo que está dentro. Entonces Xpicoltá-Xbatab dijo que los hombres eran cobardes. —¿Por qué no me asaltáis un día y probáis la potencia de mis senos y de mis muslos? —exclamó—. ¡Para mí sería fácil invitar a cualquiera, que aceptaría gustoso! ¡Pero mi virtud es potente! Yo nací para llevar en el cuerpo el olor del cielo y llegará un día en que por mi camino crecerán flores blancas de dulce aroma. —No soy a quien corresponde preocuparse por ello —contestó el hombre—. Confiesa, sin embargo, que hablas de virtud y de los dioses por miedo de hablar de amor. Y eso sí es blasfemia. Y cuando Xpicoltá-Xbatab se disponía a revelar su secreto de esterilidad y el triste esfuerzo de su virtud, vio venir a Mumal-Jocelyne por el mismo camino blanco que atravesaba la llanura y hacía un círculo en torno al adoratorio. Venía con su suntuoso cortejo que formaban los hombres más bellos, los guerreros y los grandes sacerdotes encabezados por el más alto, el más fuerte, que lucía una mirada verde en los ojos y un triángulo rojo en la frente; junto a ellos cuatro parejas de hermosos venados, con la ramazón de la cornamenta en altivo esplendor, y seis tigrillos de pelambre reluciente. Los pájaros hacían ondas en el aire. Enmudeció Xpicoltá-Xbatab. El rumor del cortejo llenó sus oídos y fue tomando vigor y engrandeciéndose como si se tratara del susurro de un dios enorme en el instante mismo de su nacimiento. La ceiba estaba cerca y bajo sus ramas fue Xpicoltá-Xbatab a continuar su plegaria, escondida detrás del robusto tronco que era como una columna que separaba los vientos del norte y del sur, del oriente y del poniente. Conforme los días transcurrieron y bajo sus ojos iban frunciéndose todos los objetos, Xpicoltá-Xbatab fue estando menos segura de no odiar a los hombres y a los animales. Sin embargo, se dispuso a ganárselos. En su mente tramó mil pla78

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 79

nes para sujetarlos a su voluntad y vencer a Mumal-Jocelyne; y ninguno le parecía suficientemente poderoso. He de recurrir a la más antigua ciencia, a las más remotas profecías —se repetía cada noche. Pero ni los dioses pudieron explicarle la existencia de aquella mujer y su adhesión al guerrero más poderoso, el de los ojos verdes, ni le fue posible obtener de los hombres el juramento por el que se ligarían contra su enemigo todos los mortales. Los hombres iban haciéndose a la costumbre de ver que no había felicidad que pudiera soportar la presencia de XpicoltáXbatab; y para no correr el peligro de una prueba inútil, se escurrían por las estrechas veredas cuando ella iba a la llanura. Muchas lunas la sorprendieron allí, midiendo el tiempo, y la vieron excitarse sin descanso; y últimamente, aquellos que volvían retrasados de las milpas y de las peregrinaciones a los adoratorios del oriente, la oyeron hablar con el viento cuando éste era más fuerte, con la ceiba cuando ésta aparecía más cuajada de sombras. Xpicoltá-Xbatab concluyó por imaginar que Mumal-Jocelyne seguía viviendo sólo porque ella lo permitía y se dijo entonces: —Si muriera, los hombres y los animales huirían de su lado ante el hedor de sus carnes. Con este pensamiento el sueño se apartó de ella. Cada palabra suya se fue endureciendo, como si fueran flechas disparadas por su boca y no conocieran más que un camino. No quiso acudir a los h-menes que conocían el secreto de las yerbas y tenían la sabiduría de la muerte; decidió matarla ella sola con los venenos inventados por su virtud. Llegó la noche en que la luna era más vieja y hasta el aire parecía haberse endurecido; todas las hojas de los árboles habían caído y unas nubecillas lívidas viajaban sobre la llanura. Xpicoltá-Xbatab salió en busca de Mumal-Jocelyne. —¡Qué menos puedo hacer en beneficio mío y de mi pueblo! —iba repitiéndose para darse ánimos. La tierra enrojecida

79

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 80

Había decidido también matar al guerrero de los ojos verdes. En el campo todo el aire era sombras que iba consumiendo la noche. En el centro de la llanura estaba el cenote, y era el único sitio donde parecían haberse encerrado los ruidos calcinados del día. Durante horas vigiló la vivienda de su rival. Esperó el momento del sueño y luego se introdujo hasta el lugar donde ella dormía. La tomó por el cabello, sujetó su cabeza con el propio peso de su cuerpo, oprimió su cuello con la mano derecha crispada, de modo que la asfixia obligó a Mumal-Jocelyne a abrir la boca, y le hizo tragar su brebaje. Cuando la soltó y avanzó hacia la salida de su vivienda, pudo Mumal-Jocelyne levantar la cabeza con el ánimo de erguirse; pero murió inmediatamente y quedó rígida. Xpicoltá-Xbatab cruzó rápidamente la llanura, sin aliento, desfallecida, y se acercó a la orilla de la caverna profunda del cenote; por aquel agujero negro lanzó la olla que había contenido el veneno; no vio sino que el agua del fondo llameó un segundo y sólo escuchó algo parecido a un quejido que fue subiendo y le llenó los oídos durante unos instantes. Escapó; pero esa noche tampoco pudo dormir tranquila. Se alzó la mañana siguiente. Era el día, según su certidumbre, que iba a clarificar sus relaciones con los hombres y los animales del monte. Pero con la luz un aroma agradable se había extendido por los campos, inundó la llanura, subió a los kúes y bajó hasta el cenote. Era un aroma desconocido que hizo suspirar a los habitantes de Mayapán, lanzó a los pájaros por el aire y aumentó el brillo en los ojos del venado. Los guerreros más jóvenes localizaron el origen de tan extraño aroma en la vivienda de Mumal-Jocelyne. Penetraron y encontraron el hermoso cuerpo sin vida, sin vestiduras; no mostraba su rostro menos belleza que antes ni tenía más acompañante que la de un venado joven que le lamía las manos en silencio y un tigrillo que ahuyentaba a los pájaros con sus garras. Todo el pueblo se preguntó cómo había podido ocurrir esta desgracia. Las manos afanosas registraron los rincones y pal80

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 81

paron el cuello, el pecho, el vientre de la muerta; los ojos espiaron los menores rastros; cualquier palabra resultaba sospechosa; todos los silencios eran comprometedores. El aroma del cuerpo se esparcía y dominaba el aire. Cuando Xpicoltá-Xbatab se enteró y sintió este perfume, se encaminó a la vivienda del milagro. Fue por entre los arbustos más extraños y sintió que aquellos también acogían entre sus ramas el agradable aroma. Llegó ante la muerta y después de ventear desesperadamente, exclamó con desesperación: —¡Si esta mujer con todos sus pecados despide tan grato olor, que prodigioso aroma exhalaré cuando yo muera! Nunca supo si fue cólera o miedo lo que brotó de su virtud; pero probó darse fuerzas repitiendo el juramento de su felicidad y poniéndose de nuevo en oración bajo la sombra de la ceiba. Durante el día desfilaron los hombres frente al cuerpo inerte de Mumal-Jocelyne; aun de muchos kilómetros a la redonda vinieron a deleitarse con la hermosura y el aroma desconocido de la peregrina. Llevaron el cadáver a sepultar, en medio de un cortejo suntuoso que encabezaban el guerrero de la mirada verde y la pareja de venados de más altiva cornamenta. Era una procesión en que reinaban el brillo y la devoción con que era costumbre formar los largos desfiles que subían hasta Itzmatul, a visitar la mano derecha que hacía todos los milagros y la cabeza prodigiosa que había inventado las palabras y era guardada en el cerro de Kinich Kakmó. Por años no se había presenciado un sentimiento más vibrante del pueblo. Xpicoltá-Xbatab estaba inundada de alegría; sólo ella gozaba de felicidad en este momento, porque pensaba en el porvenir; la historia y la leyenda serían suyos, y los hombres, privados de la extranjera, estrecharían su admiración por la virtud de su cuerpo y ocuparían su pensamiento en recordar que la sentencia de los dioses era dejar esculpidos su nombre y su gloria en la piedra jeroglífica. Bajo la frondosa ceiba preparó sus plegarias; y trazó un triángulo rojo, igual a ese que llevaba en la La tierra enrojecida

81

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 82

frente el guerrero de ojos verdes, en el robusto tronco que daba la impresión de comunicar el mundo de arriba de la tierra con el de abajo de la tierra. Y esperó el día siguiente. Pero ocurrió que con la primera luz que brotó del oriente, nacieron en las albarradas y en el césped que bordeaban el camino por el que pasó el cortejo unas florecillas blancas que despedían el mismo agradable y desconocido aroma del cuerpo de Mumal-Jocelyne. Las gentes exclamaron con la voz ardorosa que esas flores eran el espíritu mismo de aquella peregrina. Entonces las tomaron con las manos y las aspiraron, y fueron felices de nuevo; y las besaron y su sabor era dulce y alegre. Se les nombró xtabentún, porque su jugo embriaga, es aromado y su miel resulta panacea para los mortales. El campo se adornó con el perfume de estas florecillas, como si un nuevo dios hubiera llegado a colaborar con los hombres en sus luchas por ganar la salvación. Xpicoltá-Xbatab sufrió por esta postrera aparición y por el canto en honor de aquella peregrina que de nuevo se extendió por Mayapán. Se dio a vigilar las nubes, a espiar a los animales que andaban por parejas y atravesaban la llanura en busca de un matorral que albergara sus caricias; todo lo auscultaba y lo pesaba tratando de adivinar qué podría ser ese espíritu que de esta manera cambiaba a los hombres y a los animales, apartándolos definitivamente de ella. Las noches la veían despierta y los días la sorprendían sonámbula de fatiga y desasosiego. Mientras tanto, la devoción por aquel aroma y por las flores blancas de xtabentún se hacía más poderoso. Al fin llegó el día en que la muerte golpeó contra su pecho virgen e hizo arder sus ojos y su sangre en un delirio espantoso. Sufría, pero depositó su esperanza en los dioses. —Mi cuerpo tendrá el olor del cielo —repetía delirante— . Mi virtud no pudo habérseme dado en balde. Algo terrible hubo de suceder en las regiones que habitan los dioses, porque al morir Xpicoltá-Xbatab los hombres se vieron forzados a cubrirse las narices ante el hedor insoporta82

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 83

ble que se esparció por Mayapán. La llevaron a sepultar, con un cortejo opulento. Pero las flores que colocaron sobre su tumba amanecieron podridas, lavaron su vivienda y el hedor persistía, y por el estrecho camino blanco que recorrió el desfile fúnebre creció el tzacán, que es un pequeño cactus de flores mal olientes, rígido y seco. Toda la sabiduría de los h-menes no fue bastante para dilucidar lo que estaba ocurriendo. Durante el día la luz se tornaba amarillenta y los animales corrían despavoridos; y en la noche soplaba un viento gigante que alzaba ruidos extraños y hacía retorcerse a los árboles, y que era como la representación de una pelea tremenda entre dos poderes. Los h-menes susurraron que en el rincón más apartado de la llanura un alma se había entregado a los dioses malignos, y que este hedor insoportable no había de terminarse hasta que un nuevo cuerpo acogiera a ese espíritu en pena. Así transcurrieron muchos soles amarillos y varias lunas grises, que vieron caer y morir de rodillas a muchos hombres ahogados en su propia peste. Al cabo vino un amanecer en que se pudo respirar a gusto y adorar de nuevo el aire y olvidar la cólera. Una peregrinación salió hacia Itzamatul a llevar sus ofrendas a los dioses bondadosos. Atravesaron la llanura y pusieron al fin el pie en la ciudad de los doce cerros sagrados. Otras continuaron su peregrinación hasta Chichén Itzá, a ofrecer las más hermosas vírgenes en el gran cenote sagrado. Un hombre vio de pronto la robusta ceiba y bajo su sombra, como estrellas enormes, los ojos de la mujer más hermosa que jamás se haya visto sobre la tierra. Se detuvo inundado de fascinación y vio que aquella mujer peinaba su larga cabellera, con una actitud de éxtasis, mientras el aire de la llanura, limpio y claro, ceñía el huipil al cuerpo como en una caricia. El corazón del hombre se alegró al escuchar la voz que nació bajo la ceiba: Tuux ca bin, cotén uayé. Que es como decir en nuestra lengua: —¿Adónde vas? Ven conmigo. La tierra enrojecida

83

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 84

El hombre permaneció mudo, estático, y la voz volvió a sonar, insinuante, prometedora: —Tuux ca bin, cotén uayé. El hombre no pudo resistir la atracción de aquella voz. Solamente la ceiba los vio abrazarse. Nadie más que ella escuchó los gritos del hombre cuando sintió las espinas en la mano de la mujer y vio horrorizado sus pies de gallina y su cuerpo rígido, erizado de pelos duros. Nadie pudo auxiliarlo. Pero antes de morir alcanzó a escuchar la voz: —No podrás seguir. Ningún hombre podrá seguir. No estimaron mi virtud y desde hoy van a temer mi abrazo. Los que regresaban de la peregrinación, con la impaciencia y la esperanza del reposo y el bienestar, encontraron el cuerpo de aquel hombre con las espinas del tzacán clavadas en la espalda, en el cuello y en el pecho, y los ojos desorbitados con una profundidad de terror. Los h-menes gritaron, con un grito que resonó en la inmensa llanura de Mayapán. —¡Oh dioses! ¡Ha llegado la época de la maldición! —¡Ha nacido la Xtabay! —Sopló un viento fuerte y el venado y el tigrillo corrieron al monte; y las mujeres con sus hijos pequeños huyeron a sus casas. Ni el venado ni el tigrillo han regresado ni han podido ya ser amigos del hombre, porque tienen la aflicción del resentimiento y ya no los sostienen los mismos dioses que antes. Y el hombre, allí tendido, mostraba en la frente el triángulo rojo, como tatuado, y en las pupilas desorbitadas un tono verde más seco, más obscuro, y una luz que no era completamente una mirada. Sintió que su alma se iba hundiendo en un mundo fantástico, surcado de nieblas y de voces confusas que temblaban frente a él hasta producirle este desvanecimiento que le impedía moverse, gritar y arrancarse las punzantes espinas que le atravesaban el cuello y el pecho. Y cayó en una especie de éxtasis, que no sabía si era la muerte o sólo el sueño.

84

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 85

7

Cuando se incorporó, sobresaltado y sudoroso, estaba frente a él su hermano Benjamín llamándolo a voces. —¡Felipe! ¡Felipe! ¿Estás allí? ¡Vaya broma la tuya! Se quiso poner en pie y sintió que sus miembros estaban dominados todavía por una sensación de laxitud. —¿Qué ocurre? —preguntó, con un esfuerzo para poner en orden sus ideas. —Pudo pararse al fin y echó a andar hacia la puerta de la casa principal, donde estaban agrupados los demás fugitivos, con los rifles en la mano y la angustia en el rostro. —¡Cómo qué ocurre! A nadie avisaste que venías a este rincón a acostarte y los muchachos de pronto se dieron cuenta de que no estabas en tu hamaca. Ya comprenderás el susto que hemos pasado. ¿Qué hacías allí, en la obscuridad, solo? —Nada, vine a fumar un cigarro, a estirar las piernas y a ver si por casualidad asomaba Barroso. No me di cuenta cuando me quedé dormido. Se detuvo en la puerta, junto al grupo y dirigió la vista hacia el rumbo de Chikilá. —Me preocupa saber por qué ha tardado tanto Barroso — añadió—. ¿Saben lo que vamos a hacer? —¿Qué? ¿Piensas que debemos ir a Chikilá sin esperarlo? —preguntó Benjamín. —Exactamente, eso estoy pensando exactamente. Tendremos ocasión de saber qué ocurre y tomar providencias oportunas. Todo, cualquier cosa, menos esta situación de incertidumbre, seguir así estancados, sin saber nada, sin hacer otra cosa que esperar, esperar, sujetos a cualquier contingencia. La tierra enrojecida

85

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 86

—¿Y no sería mejor emprender la marcha cuando amanezca? Eso en el caso de que hasta esa hora no hubiese regresado Barroso —dijo Edesio. —Yo soy amigo de hacer inmediatamente las cosas —explicó Felipe—. Pero si ustedes opinan que debemos esperar otro rato, hasta que llegue Barroso o amanezca, pues esperaremos. Al cabo falta poco. Y al voltear los ojos hacia arriba no vio sino nubarrones y la gran cúpula negra e indiferente que formaban. El único que continuó acostado fue el licenciado Berzunza, con un sueño cada vez más intranquilo. Los demás dijeron que era preferible esperar el amanecer; en realidad así se daba tiempo a que regresara Barroso de Chikilá, y si éste no venía, ellos emprenderían el camino hacia la playa. Felipe se encaminó hacia la palangana que había servido de lavamanos para la cena. Se bajó el cuello de la guayabera y se mojó la cabeza y la cara. Todos habían recuperado la tranquilidad al verlo. Giró y vio al licenciado Berzunza dormido. —¡Miren al abogado! —dijo, mientras se secaba con un pañuelo—. Es el único que ha logrado descansar. Estaba rendido, después de tres noches sin dormir. —Dichoso él. Mañana estará fresco, recuperado —dijo Edesio—. Y necesitamos estarlo todos. Ojalá y podamos dormir un rato —y Felipe se acostó de nuevo en la hamaca, en la que ya se había echado Rosado—; acuéstense y procuren cuando menos descansar. Tendremos un día bastante pesado y necesitamos resistir. Todos ocuparon sus mismos sitios. Edesio y Ramírez salieron otra vez a desempeñar su guardia. La obscuridad era espesa. Con los brazos cruzados, sintieron en las ventanillas de la nariz el olor húmedo de la tierra; los dos se sentaron junto a la mesa que había servido a los otros para jugar a la baraja. Sentían en los muslos, en los brazos, en el pecho, en la espalda, a través de la ropa, el latido absorbente de la fatiga. Permanecieron inmóviles durante unos momentos, en silencio, paseando la mirada por el fondo obscuro de los mato86

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 87

rrales. Edesio cerró un instante los ojos y los abrió de pronto en actitud de incorporarse, con claros signos de nerviosidad. —¿Has oído? —preguntó. —No, no he oído nada —respondió Ramírez. —Por allí, como si un bejuco se quebrara. Y señaló el rumbo por donde se perdían las dos líneas de la vía decauville. Ramírez sacudió la cabeza e inmediatamente se puso en pie, con el rifle apercibido. Escuchó con atención, y luego: —Nada. No oigo nada —dijo. —Estoy seguro de que oí ese ruido. Puede que sea Barroso, pero también podrían ser otras gentes. —¿Vemos? —Mucho cuidado, Ramírez. Mucho ojo. Tan malo sería precipitarnos y darle un tiro a Barroso, como dejarnos coger desprevenidos. Podría ser una trampa. —¿Avisamos a los demás? —No me gustaría dar una falsa alarma. —Entonces, mira. Me voy aproximar al pretil de aquel lado. Tú permaneces aquí, muy atento. Si hay algo, desde aquí puedes avisar a don Felipe y a los demás. Adelantó unos pasos y a lo lejos creyó ver una lucecita que se movía, que avanzaba. Retrocedió inmediatamente y dijo a Edesio: —Sí, es cierto. Por allá viene alguien. Levanta a todos y que se dispongan a lo que sea. Edesio dio un brinco hacia el interior de la casa y en un segundo cada uno tenía calzadas las botas y el fusil en la mano. La cara de todos se ensombreció. —No nos precipitemos —aconsejó Felipe, que mantenía su serenidad—. Es posible que sea Barroso, casi estoy seguro de que él es. En realidad, no hay por qué alarmarse. Rosado permaneció sentado al borde de la hamaca, Cervera, en cuclillas, en el mismo rincón donde se había acostado. De pronto, una voz de hombre sonó en la obscuridad. —Soy yo, Barroso. La tierra enrojecida

87

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 88

Venía con una pequeña lámpara de mano, tratando de alumbrar el sitio donde ponía los pies. El grupo se adelantó hacia él y lo rodeó. —¡Vaya, hombre! Creíamos que algo había ocurrido ¿Por qué tardaste tanto? Se le doblaron las rodillas al hombre y se dejó caer sentado en el pretil. —Un momento, por favor. Déjenme respirar. —¿Estás herido? ¿Te sientes enfermo? —No, no. Cansado nada más, muy cansado. —¿Y la plataforma? —Se descompuso; tenía mala una rueda. Tuve que abandonarla a medio camino. Por eso, precisamente por eso tardé. He dado una buena caminata. Todos lo miraban, con ansiedad, en espera de sus informes. El hombre se limpió el sudor de la cara con la manga de la guayabera y respiró profundamente. Al cabo de un momento, le preguntaron: —¿Encontraste la embarcación? ¿Está dispuesta? Las noticias no eran muy buenas, porque la canoa que encontró Barroso en Chikilá era demasiado pequeña; pero, de todos modos, era lo único disponible y había que aprovecharla. —¿Tiene suficiente capacidad para todos nosotros? —¿Es de motor o tiene velas? —¿Podríamos llegar en ella hasta Isla Mujeres? Barroso no hizo otra cosa que menear la cabeza lentamente, como buscando aire para sus pulmones agitados. No podía informar de todo, al mismo tiempo. Era un bote de motor, pero también tenía velas en previsión de cualquier desperfecto. Posiblemente cabrían todos los fugitivos. —Y en cuanto a que podamos llegar en él a Isla Mujeres —añadió—, creo que nadie podría decirlo. —Conformes con la noticia, pero intranquilos aún, aquellos hombres regresaron al interior de la casa. Barroso iba arrastrando los pies. Felipe le cedió su hamaca y el hombre se echó como un tronco, sin descalzarse, sin desprenderse de la 88

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 89

pistola que traía a la cintura y que asomó por fuera entre los hilos, casi rozando el suelo. Felipe estuvo un rato silencioso. —Rosadito —dijo, de pronto—. ¿No tiene la Compañía otra embarcación disponible? Rosado, algo aturdido por la desvelada y la fatiga, miró a Felipe y trató de sonreír. Habían caminado los dos hacia la puerta y allí ocuparon las sillas que estaban junto a la mesa donde se jugó a la baraja. Edesio y Ramírez, continuando su guardia, daban paseos por el largo corredor del frente. —No, don Felipe —respondió Rosado—. No dispone de ninguna otra. Se lo aseguro. —Sé que tienen varias y que todas vienen a parar a Chikilá. —Es cierto; pero en estos momentos están fuera. Una marchó a Progreso a recoger a no sé qué personas; y otra llevó a don Gustavo Patrón a Riolagartos, para recibir la carga de palo de tinte. En realidad, la única embarcación de que puede disponerse hoy es el bote que está en Chikilá. Usted lo verá, don Felipe. Sacudió, contrariado, la cabeza y levantó los ojos para ver si el cielo se había despejado de aquellos nubarrones negros. La obscuridad se había ido diluyendo y las menudas estrellas habían desaparecido con la primera claridad del amanecer. No había calor; era una humedad pegajosa, que castigaba el cuerpo a través de la ropa y aumentaba el cansancio de los músculos. Rosado ordenó al mozo hacer café y reunir todo lo que pudiera para el desayuno. Entonces, con la aurora que ya asomaba, pudieron ver aquellos hombres que sus rostros estaban rígidos, con un color de cera, y que sus ojos mostraban un tono enrojecido en el borde de los párpados. —¿A qué hora saldremos de aquí? —preguntó Benjamín. —Inmediatamente después del desayuno. Un poco de café caliente caerá bien a todos. Mientras se preparaba el café, Rosado anduvo registrando armarios y cajones y reunió algunos objetos: cobertores, víveres en lata, cigarros, dos pabellones. Luego, con ayuda de Urquizo, quitó las hamacas e hizo un bulto con ellas. La tierra enrojecida

89

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 90

—Don Felipe —dijo—, todo esto les será muy necesario para el viaje. Es poco, pero es todo lo que puedo ofrecerles. No tengo más. —Gracias, Rosadito. A mi regreso lo buscaré y lo recompensaré por esto. Los demás observaban con modorra, encogidos de cansancio, los preparativos. El licenciado Berzunza había despertado de mal humor, agitado. Al sentarse a la mesa, ya servido el café, quiso bromear Edesio: —¡Vaya! —dijo—. Parece que nunca haré otra cosa que huir.

90

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 91

8

Dio un salto y quedó parado en el centro de la plataforma. Luego se sentó y tomó la mochila que le entregó su hermano Benjamín. La acomodó detrás de él, estiró las piernas y apoyó la espalda en ella; después de un día de práctica y de una noche de incomodidades podía encontrar una postura en el piso de la plataforma sin estorbar a sus compañeros. La mochila quedó como almohada y aún ofrecía un espacio suficiente para que otro apoyara la cabeza. Subieron los demás rápidamente. El día comenzaba a levantarse cuando emprendieron la marcha hacia la costa, a Chikilá. El sendero por el que se deslizaba la vía apareció recto y bordeado por árboles robustos, de espesas ramazones. La casa principal de San Eusebio, un poco obscura todavía se acurrucaba detrás y poco a poco fue perdiendo sus contornos entre las manchas verdes de las ramas que se doblaban sobre el sendero. Felipe sacó su reloj Longines y vio que estaba parado; había olvidado darle cuerda la noche anterior. Por el sol, calculó que era tarde, cerca de las siete. Pensó en lo que más allá estarían haciendo, o preparando en su contra, los hombres que eran culpables de que no dispusieron sino de una plataforma para viajar y de que su reloj y los de sus compañeros no caminaran exactamente como habían acostumbrado. El sentimiento que hasta este momento no había sido en él más que de contrariedad y desconcierto, se iba transformando con la luz del día en temor y desconfianza, como si la falta absoluta de noticias acerca de los movimientos de sus enemigos fuera en rigor un signo de fatalidad. Temía que los hombres que prepararon el cuartelazo y la traición, ya que él no había esperado ser aprehendido en Mérida, ni ofrecido el pecho de compañeros inermes a las bocas de sus ametralladoras, llevarán su saña hasta el La tierra enrojecida

91

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 92

punto de perseguirlo implacablemente y pretendieran acorralarlo en cualquier parte como a una fiera, exterminarlo físicamente, a él y a los demás, y aplastar una obra de tanto años que apenas comenzaba a dar sus primero frutos. Su sueño le había dejado una sensación de ceniza en la boca, una fatiga que no era la física, algo que él no se resignaba a aceptar como un presentimiento. Pero ahora el hecho de que durante su fuga desde Mérida hasta aquí no hubiese encontrado tropiezos, comenzaba a parecerle sospechoso y a producirle el temor de que era parte del plan enemigo, para alejarlo de la gente y allí lejos pudiera ocurrir cualquier cosa sin el menos rastro. Recordó que en Motul, al tener noticias de que un tren con tropas federales había salido de Mérida en su persecución, ordenó dinamitar la vía en el tramo a la estación de Chacabal después de lanzar una máquina loca al encuentro de sus perseguidores; pero esto no era sino retardar la acción de aquellos hombres, a lo sumo, y provocar mayor furia para darle alcance. Pensó: “Sí, eso es. Habrán salido por la costa del norte, la más próxima a Mérida, para luego cortarnos el paso. No cabe duda. Algo va a suceder”. En circunstancias ordinarias no le hubiera preocupado que Ricárdez Broca pretendiera alzarse contra el gobierno. No habría sido problema para él oponerle la fuerza de las organizaciones de trabajadores y probar que nadie tenía derecho a especular con las cuestiones sociales. Pero en las presentes condiciones, no había más que hacer porque era absurdo dejarse coger y provocar una matanza. “Es imposible creer que se hayan quedado quietos”, pensó. “Seguramente intentarán cortarme el paso”. La claridad se había transformado en resplandor; el sol brillaba otra vez. En la plataforma, con el sombrero sobre la cara, dos o tres de los fugitivos se habían enroscado y pretendían dormir; en realidad la luz del sol y el balanceo del vehículo resultaban más acogedores del sueño que el chaquiste. —Rizo —dijo Felipe, dirigiéndose a uno de sus ayudantes—, usted tiene alguna experiencia como marino, ¿no es cierto? 92

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 93

—Sí, don Felipe. Sé algo de eso. He trabajado en barcos, he navegado bastante. —Sabrá usted seguramente manejar un pequeño bote de motor. —Es posible, don Felipe. He trabajado como mecánico también. —Pues ahora tendrá usted oportunidad de probar sus conocimientos náuticos y mecánicos. —Como usted ordene, señor. —Lo que se necesita es saber guiar ese bote hasta Isla Mujeres cuando menos. Allí no será difícil, creo yo, encontrar un vivero cubano que se preste a conducirnos a La Habana. Rosado descansaba con la espalda apoyada en un costado de Cervera; al oír esto se incorporó y dijo: —Hay puntos más cercanos, don Felipe, en los que también podrían encontrar alguno de esos barcos pesqueros cubanos. —A ver, dígame, Rosadito. —Hay un punto que nombran Boca Iglesia, en la costa. Está frente a la isla de Contoy, que es una de tantas que existen por allá. En Boca Iglesia siempre, o casi siempre, se encuentra algún vivero, porque abunda el cahuamo. Creo que allí les sería más fácil dar con alguno que quisiera transportarlos. —¿Y está cerca de Chikilá? —No sé exactamente a qué distancia está; pero desde luego es más cerca que Isla Mujeres. —De manera que usted opina que nos dirijamos hacia Boca Iglesia. —Sí, realmente. Esa es mi opinión. Pasó un momento antes de que Felipe contestara. Vio a su hermano Benjamín, luego a Edesio y a Wilfrido, y por último, al licenciado Berzunza. —Está bien. Eso haremos. Usted conoce mejor que nosotros estos rumbos y toda la costa por este lado. Hacía poco más de media hora que habían salido de San Eusebio cuando tuvieron la primera impresión del mar. Fue primero una visión rápida, por entre la maleza, y luego, sin La tierra enrojecida

93

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 94

transiciones, la gran extensión líquida. La plataforma se deslizó más suavemente, en un ligero declive. Los cocales se alineaban a un costado. A distancia, el aire soplaba limpio y fresco. —¡Al fin! ¡Ahí está nuestra salvación! —exclamó el licenciado Berzunza. —¡El mar! ¡Nunca lo había visto tan hermoso! —y Benjamín se pasó la lengua por los resecos labios. La plataforma se detuvo cerca de un pequeño muelle de madera al que estaban atracadas dos embarcaciones, una canoa-motor de regulares dimensiones a cuyo costado se veía un letrero con un nombre: Manuelita, y un bote de escasa altura en el que estaban dos hombres holgazaneando. Al ruido de la plataforma voltearon y brincaron al muelle. ¿Es la Manuelita en la que embarcaremos? —preguntó Felipe. Rosado bajó de la plataforma pesadamente. Sacudió las piernas al tiempo que contestaba: —No, don Felipe. Es aquel bote pequeño que está al otro lado del muelle. Entonces Felipe lo miró con seriedad y volvió a preguntar: —¿Pues no me ha dicho usted que la compañía no contaba hoy con ninguna embarcación de tamaño regular? —Y así es, en efecto, don Felipe. —¿Y esa canoa-motor, que tiene cupo suficiente para todos nosotros? —¡Oh, señor! Esa embarcación no está disponible. Hace una semana llegó de Progreso, para ser carenada. El viaje tuvo que hacerlo con vela y palancas, porque el motor vino ya descompuesto o se descompuso en el camino. —¿Quiere usted convencerse? No dudo lo que me dice, Rosadito; pero si está descompuesto el motor, aquí tenemos un mecánico. A ver, usted, Rizo; haga el favor de revisar ese motor. Vea que tiene. El hombre bajó de la plataforma, estiró las piernas y caminó hacia el muelle; un momento después penetró en la embarcación, en silencio, sin abandonar el rifle que le colgaba del hombro derecho. 94

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 95

Creo que tenemos que esperar un momento más —dijo Felipe—, pero será mejor viajar en la canoa-motor que en aquel bote. ¿Qué hora es, Rosadito? —Ya dieron las siete y media. —Gracias. Y luego de escrutar el horizonte, por el lado del mar: —Oiga, Ramírez. Vaya a ayudar a Rizo, para terminar pronto. Necesitamos salir en media hora. Se sentaron en la orilla del muelle, a recibir el aire marino que a esa hora era fresco. Los hombres del bote los miraban en silencio, esperando; la pequeña embarcación tenía un motor de escasa potencia, pero contaba con una vela y palancas. Felipe vio a sus hermanos, al licenciado Berzunza y a los demás, pesados por el cansancio, tenderse sobre las maderas del muelle y cerrar los ojos. Rosado y Cervera hablaron con los boteros y vio Felipe que éstos describían un amplio círculo con las manos y señalaban un punto en el horizonte, sobre la costa. —¿Qué ocurre? —preguntó. Rosado se aproximó y su voz sonó ronca: —Dicen los muchachos que se anuncia un brisote y que será bueno partir cuanto antes. De aquí a Boca Iglesia se hacen algunas horas y temen no poder llegar si el brisote los agarra. Felipe vio a los boteros, que permanecían parados en la esquina del muelle donde estaba atracado el bote y lo miraban fijamente; luego puso la vista en Rosado, detenido frente a él, los brazos en jarras. Con los ojos fruncidos por la luz brillante y por las rachas de aire que levantaban un fino polvo de la arena, no delataban en sus rostros ninguna huella de rencor ni de premeditación. Felipe se levantó y se encaró a Rosado. —De manera que hay que aceptar a cada paso lo que indiquen ustedes, o nos moriremos abandonados. Dígame, ¿usted cree que no ardo en deseos de embarcar de una vez y salir de aquí? Pero tampoco quiero proceder con precipitación ni coLa tierra enrojecida

95

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 96

meter imprudencias. Si Rizo logra componer la máquina de esta canoa-motor, en ella embarcaremos. En caso contrario, ni modo, aprovecharemos aquel bote. Dependemos, pues de lo que Rizo pueda hacer. —No, don Felipe, no mal interprete mis indicaciones. Si las hago es porque quiero ayudarlos. Nada más. Usted decide en todo caso y los demás no harán sino lo que usted diga. Hay gente que viene persiguiéndolo, ¿no es cierto? Y que tiene muchas ganas de alcanzarlo, ¿no es cierto? Pues, entonces, lo que conviene es partir cuanto antes y estar lo más lejos posible cuando ellos lleguen. Solamente quiero recordarle que a mí me considerarán comprometido en esto y que seguramente tendré dificultades; nada voy ganando en el lío y sin embrago, quiero ayudarlos. Eso es todo. Felipe tomó al hombre por un brazo y lo sacudió amistosamente, mientras sonreía. Por espacio de una hora, con las primeras luces del amanecer, habían venido rondándolo el temor y la desconfianza, la idea sospechosa de que algo estaba a punto de ocurrir y de que en ello no serían ajenos ni Rosado, ni Cervera, ni aquellos mozos de Solferino y San Eusebio que eran como perros fieles al amo. —¿Usted ha estado preso alguna vez, Rosadito? —preguntó sin abandonar su sonrisa. —No, nunca —contestó el hombre, con un gesto de asombro. —¿Tampoco ha sido espiado, perseguido, acosado? —No, tampoco. —Pues, oiga bien lo que voy a decirle. Esta no es tierra de cantar y bailar; es de lucha y de veinte mil hostilidades. Tampoco es un valle de lágrimas como predican los curas. Por eso contra la hostilidad y el agravio hay que alzarse y me he alzado desde joven, toda mi vida, en vez de ponerme a llorar; y he procurado que mis gentes tampoco lloren, sino que peleen. Y por ello he estado preso. Y por ello sé lo que es matar a un hombre en defensa de mi vida. Cuando uno ha pasado por eso le nace una especie de sexto sentido, un sentido de adivi96

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 97

nación o de presentimiento; más de dos hombres que hablan en voz baja, nunca tratan nada bueno para el de más allá. Si de alguien hay que desconfiar es de quien acostumbra cuchichear al oído. Y si algo va a ocurrir, basta ver a esos hablando en voz baja para adivinarlo, para intuirlo. ¿Me entiende usted, Rosadito? —Sí, don Felipe. ¡Vaya si lo entiendo! —Entonces, no tome a mal mis desconfianzas, mis precauciones. En mis condiciones, un paso en falso sería fatal. Claro, pueden cometerse errores; pero a mí no me está permitido equivocarme. La voz del mecánico Rizo asomó por la cubierta de la canoa-motor. Uno a uno, los fugitivos fueron levantándose hasta formar un coro de voces interrogativas y un círculo en torno a Felipe y el mecánico. De un salto había bajado éste de la embarcación al muelle y ahora estaba, entre Felipe y Rosado, moviendo la cabeza y limpiándose las manos grasientas en un trozo de estopa, mientras hablaba. Dijo que la embarcación estaba en buen estado, pero que el motor no servía; lo había revisado de todo a todo y se había convencido de que era imposible echarlo a andar porque le faltaba una pieza; es decir, la pieza estaba rota y era indispensable cambiarla por una nueva. —En San Eusebio —dijo— acaso podamos soldarla, en último caso, provisionalmente. ¿No es cierto, señor Rosado? Pero antes de que éste respondiera, Felipe hizo un movimiento de contrariedad y se dirigió de repente a sus compañeros: —No es posible esperar más tiempo. Embarquen en el bote y a ver qué pasa. Necesitamos salir de aquí inmediatamente. Los fugitivos comenzaron a cargar el bote. Ramírez, Edesio, Urquizo y Wilfrido se colocaron en el bote y los demás les alcanzaron los pocos bultos, la mochila de las hamacas, la bolsa de latas de conserva. Los boteros les indicaron dónde podrían acomodarlos, distribuidos en el interior, para no poner en peligro la estabilidad de la embarcación. De pronto, La tierra enrojecida

97

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 98

Barroso se desplomó sobre el piso de madera del muelle, sin un grito, lívido, con los ojos en blanco, el rostro contraido y el cuerpo doblado en una actitud de dolor. Se acercaron a él y Felipe lo auscultó mientras los otros trataban de contener sus convulsiones. —Desde anoche me di cuenta de que estaba enfermo — comentó Edesio—. Su rostro no era normal cuando llegó a San Eusebio, temblaba y apenas podía articular palabra. Sí, pero cuando le preguntamos dijo que sólo era el cansancio. En realidad, no pensé más en ello —dijo Felipe. Rosado se acercó también, se agachó y le tomó el pulso, le miró las pupilas y dijo: —Ataque palúdico. Durará varias horas y luego vendrán los fríos, los temblores. Será difícil que pueda viajar así. —Y ni una pastilla de quinina, ni una medicina. ¡Caray, que suerte! —Tenemos que partir —dijo Felipe—. Y no podemos dejarlo. Acomódense en el bote como puedan, y dejen sitio para acostar a Barroso. Esto le pasará pronto, no se alarmen. Los boteros no se habían movido de su lugar. Vieron traer cargado a Barroso y no extendieron una mano para ayudar a bajarlo al bote; ni siquiera hicieron un movimiento para despejar el sitio donde habían de acostarlo. Urquizo trajo a el bote el último paquete, los dos pabellones. Felipe y Benjamín permanecían aún en el muelle; luego que se embarcaron todos, Felipe se dirigió a Rosado Adiós, Rosado —le dijo—. Pronto nos volveremos a ver y podré recompensarle todo lo que ha hecho en favor nuestro. —Adiós, don Felipe, y buen viaje. Confíe en los muchachos del bote; tienen bastante experiencia y conocen muy bien todos los rincones de la costa. —Hasta pronto, Rosadito —dijo Benjamín. Los dos hermanos dieron un abrazo al contratista chiclero y apretaron la mano de Cervera; luego, se encaminaron al bote y ocuparon su sitio en el interior. Uno de los boteros puso en marcha el motor, mientras el otro soltaba la cuerda que lo su98

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 99

jetaba al muelle. El bote comenzó a avanzar lentamente. Felipe miró hacia atrás. Rosado y Cervera estaban de pie en una esquina del muelle, con la mirada fija en ellos, y los dos al mismo tiempo alzaron un brazo arriba de la cabeza y lo agitaron en señal de despedida. —¡Adiós, Rosadito! ¡Hasta pronto! —gritó Felipe. Benjamín, Edesio y él agitaron de nuevo la mano, pero ya no respondieron.

La tierra enrojecida

99

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 100

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 101

9

El bote se mantenía a una velocidad mínima en su marcha a lo largo de la costa. El motor resoplaba y a duras penas lograba impulsarlo sobre las aguas. Apenas se alejó del muelle comenzó a balancearse y fue necesario ponerse de nuevo en cuclillas, convenientemente distribuidos para asegurar la estabilidad. Felipe procuraba aparentar serenidad, confianza en el resultado del viaje, pero las rayas obscuras de su rostro y la chispa cambiante de su mirada estaban delatando la preocupación que le nacía adentro. Estaba inmóvil mirando la línea obscura de la costa, y cuando sintió la punzante mirada de sus compañeros y la expectación que en ellos se reflejaba, volvió la suya al horizonte y luego al cielo simulando observar la proximidad del brisote de que habló Rosado con los boteros. Estuvo así largo rato; retiró al fin los ojos del mar y de la costa y los fijó en el enfermo. Barrosos temblaba, se agitaba, sus dientes castañeaban; no era propiamente un temblor incontenible, sino sucesivas convulsiones; lo habían cubierto con un cobertor, pero era inútil; mantenía los ojos cerrados, y en el rictus impreso en su rostro se podían advertir el sufrimiento y la angustia; el cuerpo extendido en el fondo de la embarcación daba a el cobertor que lo cubría jorobas y declives impresionantes. Pretendió apartar los ojos, pero no pudo; y sintió que los demás tenían clavada la mirada en el enfermo, como si estuvieran pendientes del momento en que ellos iban a comenzar a convulsionarse. Sintió que las mejillas se le encendían y que su cuerpo era una brasa. Nadie se atrevía a decir lo que estaba pensando; al fin, fue el licenciado Berzunza. —¿Y ahora, qué vamos a hacer? —preguntó señalando a Barroso con un movimiento de la cabeza— ¿No hubiera sido mejor dejarlo en Chikilá? La tierra enrojecida

101

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 102

—No sé, creo que no —respondió Felipe, pero no había en su voz el tono de seguridad que acostumbraba. —Después de estos calosfríos, vendrá la fiebre y puede que delire. El no haber dormido anoche aumentará la enfermedad. ¿Y entonces? —¡No podíamos abandonarlo, licenciado! Ha sido fiel a nosotros, ha hecho un buen trabajo —No hablo de abandonarlo, Felipe. Quiero decir que, en su propio bien, podría quedarse en Chikilá y ser conducido luego a San Eusebio. Allá encontraría medicinas y atenciones que aquí, nosotros, no podemos proporcionarle. Berzunza volvió los ojos hacia los demás fugitivos, que lo miraron con la misma expectación que antes Felipe sorprendió en su expresión. Hizo una pausa y añadió: —Es decir, que no podemos hacer nada en favor de él, que estamos impedidos de mejorar su situación, y en cambio empeoramos la nuestra. ¿No es cierto? —Es posible que tengas razón, Manuel. Pero más posible es que en San Eusebio hubiera sido aprehendido a estas horas, y lo que ellos habían de hacer no sería para salvarlo. Hay que comprender que no nos queda más recurso que seguir adelante, hasta donde podamos. —¿Y si nos vemos precisados a detenernos, porque Barroso se ponga peor? En ese estado no puede caminar ni ayudar en nada, y tampoco sería humano —y el licenciado Berzunza describió un círculo con la mano, en un gesto rápido, nervioso— abandonarlo en cualquier parte. Eso no, desde luego. ¿Qué ocurriría entonces? —No sé, Manuel, no sé lo que puede ocurrir. Pero nosotros seguiremos adelante, con Barroso. Felipe se removió en su sitio, en un movimiento prolongado por el temor y la angustia que comenzaban a invadirlo; y lo peor era que iba tomando conciencia de este sentimiento y comprendiendo su responsabilidad sobre el destino de estos hombres que lo seguían. Se echó hacia atrás el sombrero y movió la cabeza de un lado a otro. Y luego: 102

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 103

—¡Nada más esto faltaba! —exclamó— ¡Que uno a estas alturas comience a creer en la fatalidad y en los malos agüeros! Y se puso de mal humor. Vio de nuevo al enfermo, que seguía agitado, convulsionándose, con el mismo rictus de sufrimiento, y esa imagen penetró en su espíritu levantando un tumulto de ideas desagradables. Un silencio envolvió a los fugitivos. Sólo se escuchaba el resoplido del motor y el golpe monótono de las olas en los costados del bote. En una punta de la embarcación, uno de los boteros manejaba el timón; de este otro lado, su compañero vigilaba la pequeña maquinaria. La fatiga, el sueño y la inquietud comenzaba a dominar a todos. Felipe vio las cabezas de ellos inclinadas dolientemente sobre las rodillas, y esta laxitud parecía estar difundiéndose por todo el bote como un soplo de pesadumbre, daba la sensación de un vaho de fatalidad o renunciamiento. Sacudió, malhumorado, la cabeza y fijó la vista en la costa. De pronto comenzó a soplar un viento fuerte que produjo peligrosos balanceos de la pequeña embarcación. —¡El brisote! —dijeron los boteros, al unísono. Las nubes por el lado del mar se veían grises, obscuras, los boteros viraron la dirección y pusieron proa a la costa, tratando de acercarse y alcanzar la playa en cualquier momento que fuese preciso. Las cabezas de los hombres se levantaron con el primer movimiento y giraron de un lado a otro. En este momento empezó a caer una lluvia menuda y el motor se paró. —¿Qué pasa? ¿Se ha descompuesto? —preguntó Felipe, tratando de incorporarse y sujetándose el sombrero con la mano. —No, señor. El agua ha penetrado un poco el motor. Siempre ocurre así. —¿Van a a poner la vela entonces? —No, sería peligroso, el bote está sobrecargado y el brisote va arreciando. No se preocupe. Para estos casos traemos las palancas. La tierra enrojecida

103

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 104

La llovizna se hacía más tupida, más rápida, ayudada por el viento. El bote se deslizaba suavemente sobre el agua, lentamente, siguiendo el impulso que traía; pero el balanceo se hacía a cada momento más pronunciado. Los boteros tomaron las palancas y con ellos bogaban. Los fugitivos pusieron otro cobertor sobre el enfermo, cuyos temblores no aminoraban, cuyos ojos permanecían cerrados, cuyas manos y rodillas empujaban hacia arriba los cobertores con un movimiento irregular, como un latido espantoso; y se apretaron uno contra otro, para darse ánimo y calor. Felipe seguía los movimientos de los boteros. El bote se iba aproximando a la playa. Benjamín murmuro al oído a Felipe: —A lo mejor quieren que desembarquemos aquí. Felipe se dirigió entonces a uno de aquellos hombres y le preguntó si Boca Iglesia estaba lejos aún. El botero lo miró fijamente, sonrió con un aire indefinible y contestó: —Boca Iglesia queda más allá de Punta Piedra, y para llegar a Punta Piedra faltan como ocho leguas. —Y entonces, ¿por qué nos acercamos demasiado a la playa? El botero volvió a mirarlo y a sonreír; pero ahora le pareció a Felipe que esta sonrisa era de malicia o de burla. —Porque aquí nos quedamos. —¿Aquí nos quedamos? ¿Qué, acaso no es posible continuar adelante? —No, señor. Con este tiempo no es posible, y menos con lo sobrecargado que está el botecito. La voz le llegaba a Felipe como si viniera de gran distancia. Los demás seguían en silencio, apretados, chorreando agua, en actitud expectante. No era posible ni siquiera moverse en el pequeño espacio que disponían, pero procuraban resguardar las armas para que no las alcanzara la lluvia. —¿Y qué tiempo tardaremos aquí? ¿Hasta que pase la lluvia y el brisote? —preguntó de nuevo Felipe. —No, señor. De aquí ustedes pueden internarse al monte. Es un sitio seguro, bien guarecido. Santa Cruz no está lejos. 104

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 105

—¿Cómo se llama este sitio? —Río Turbio. Es una ensenada, como usted ve. Los fugitivos trataron de ver, a través de la lluvia que caía ahora más aprisa, el punto al que se dirigía el bote. Era en realidad una pequeña ensenada. Al fondo, se veía la sombra parda del monte, imprecisa, vaga en sus contornos. —Lo convenido fue conducirnos hasta Boca Iglesia —reclamó Benjamín—. Aquí, en este sitio, quien sabe si encontremos salida. Llévenos a Boca Iglesia y les pagaremos bien. Los boteros cambiaron una mirada y guardaron silencio por un momento. Luego, el que había hablado antes dijo: —Si pudiéramos, con todo gusto. Pero usted está viendo cómo viene malo el tiempo. Si pasa pronto el brisote, le aseguro que continuaremos hasta Boca Iglesia. —Muy bien. Conformes. Eso fue lo arreglado. La playa se distinguía ya con absoluta precisión. Felipe se acomodó las manos sobre el ala del sombrero, a manera de visera, para ver mejor. Aquello era una franja de tierra y arena, detrás de la cual se alargaba un brazo de mar hasta perderse entre la maleza. Esta fue su primera impresión. El bote tocó fondo y los hombres recogieron sus palancas. Urquizo, Ramírez, Wilfrido y Rizo cargaron el cuerpo rígido, tembloroso, del enfermo, y se encaminaron hacia la playa, con el agua hasta arriba de las rodillas; detrás de ellos, saltaron los otros y por último Felipe. Ni un árbol ni una choza donde cobijarse. La playa quedaba separada de la tierra firme por el brazo del mar. Más allá, a una distancia considerable que no les era fácil precisar, se unía la playa con el monte y formaban una elevación como un otero. —¿Podremos acampar aquí? —preguntó Edesio. —No hay más remedio. La lluvia está pasando. Tendieron a Barroso en la arena y sobre su cuerpo alzaron un cobertor a manera de techo, que cuatro hombres sostuvieron durante un rato. La lluvia pasó, pero el viento levantaba todavía enorme oleaje. Felipe y Benjamín caminaron largo trecho sobre la playa y conforme avanzaban sobre la arena emLa tierra enrojecida

105

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 106

papada aquella soledad, aquel ambiente de abandono y de inhospitalidad, les iba angustiando más el espíritu. No era un sitio agradable pero sí tranquilo y, sin embargo, no podían concretar en qué radicaba la sensación de peligro que iba invadiéndolos. Ni una sombra, ni la menor señal de vida humana. Y todo ello les parecía que aumentaba su indigencia. —¿Qué piensas de todo esto, Felipe? —preguntó Benjamín, sin dejar de caminar y de voltear la cabeza por todos lados. —Creo que es una trampa, que nos han engañado. Mira aquella maleza; parece impenetrable. Tengo la impresión de que no hay más salida que el mar— y se detuvo de pronto. Los dos estaban agitados, nerviosos. Giraron y a lo lejos vieron al grupo de fugitivos y a los boteros tratando de arrastrar la pequeña embarcación hacia la playa, a tirones, en franca lucha con el oleaje. ¡Regresemos! —exclamó—. Nuestra única salvación será este bote. El sombrero lo llevaba sumido hasta la frente, hasta rozarle las cejas, para defenderse de los golpes de aire. Era necesario partir. ¡Era necesario partir! ¡Partir cuanto antes! Una voz interior aconsejábale partir de aquel sitio horroroso, no esperar más, porque aquél podía ser el principio de las más crueles penalidades. Caminó de prisa, para alcanzar a sus compañeros antes de que lograran sacar del todo la embarcación a la playa. Ahora comprendía cuál era el verdadero papel que había jugado Rosado, y qué parte tomó en ello Cervera, y qué final estaba preparado para que lo ejecutaran aquellos dos hombres que habían traído bogando el bote. Cuando llegó al grupo, el bote ya descansaba sobre uno de sus costados, fuera del alcance de las olas. Y los hombres se habían tendido sobre la arena, exhaustos, pálidos, jadeantes. Por supuesto que él podía comprender los sufrimientos de aquellos sus amigos, la fatiga agobiante en aquellos cuerpos que hacía poco tiempo daban la impresión de ser fuertes y recios, y que ahora reflejaban una fría tristeza. 106

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 107

No quiso decirles otra cosa: —Que procuren descansar, muchachos. Duerman un rato. Yo vigilaré, con Benjamín. Tomó su rifle y lo revisó; luego, los cartuchos. Estaban secos. Hizo una señal a su hermano para que hiciera lo mismo con el suyo. —Reúne todas las armas allá, envuélvelas en aquellos pabellones, y no les quites el ojo— y con un ligero movimiento de cabeza señaló a los boteros, que se habían alejado unos pasos y estaban aparentando indiferencia. Felipe y Benjamín se apostaron a un lado del bote, con los rifles apercibidos. Delante de ellos, sentados en la arena, los boteros hablaban en voz baja; luego, permanecían largo rato en silencio, viendo el mar encrespado, con los ojos fruncidos y los cabellos al aire; por momentos, volteaban disimuladamente hacia el grupo de fugitivos. —Descansa también tú, aunque sea un momento —dijo Felipe a su hermano—. Yo quedaré al pendiente. Benjamín se sentó en la arena y apoyó la espalda en el costado del bote. Cerró los ojos y respiró profundamente. El enfermo, en el centro del grupo que formaban los fugitivos, lanzó un gemido. Sus convulsiones ya no eran fuertes ni tan continuadas. Felipe se acercó a él. Tenía aun expresión extraña en el rostro, como si un vapor obscuro le ascendiera del pecho. La piel estaba colmada de pequeñas gotas de sudor. Tenía las manos recogidas sobre el cuello, la respiración jadeante y sus ojos permanecían cerrados. Felipe pensó: “La fiebre. Ya tiene la fiebre”. Le tocó la frente y sintió que ardía. Al sentir la mano, el enfermo abrió un momento los ojos, miró fijamente a Felipe con un brillo fosforescente en la mirada y trató de sonreír como si quisiera disculparse. No habló, no pudo hablar seguramente; pero sus labios quedaron abiertos, secos y grises. Felipe le dio unos sorbos de agua. No podía hacer más. El brisote se mantuvo fuerte durante varias horas. Por momentos el oleaje crecía y arrojaba una hirviente espuma sobre la playa. Felipe vio su reloj; de nuevo se había parado. Las aguLa tierra enrojecida

107

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 108

jas marcaban las cuatro y calculó, por la luz del sol, que pronto anochecería. Llamó a Benjamín, que despertó de un salto. Luego despertó a los demás. —Ya es tarde —dijo. Creo que me toca el turno de dormir un rato. Los que estaban acostados levantaron la cabeza. Se estiraron con modorra, se pusieron en cuclillas y luego dieron un salto para ponerse en pie, los dos boteros seguían en el mismo sitio, a unos pasos de distancia. Felipe murmuró al oído de Wilfrido: —Estoy rendido y quiero dormir. Tú quédate de guardia, con Ramírez, o con Rizo: con cualquiera que tú elijas. Especialmente, mucho ojo con esos tipos del bote. —¿Tú crees, Felipe, que intenten alguna cosa? —No sé, cuando menos, en cualquier descuido, llevarse el bote y dejarnos sumidos aquí, encajonados. Y eso es lo que importa evitar. ¿Entiendes? —Descuida. Procura dormir que tienes muy mala cara. —¡Ah! Otra cosa. Las armas están allí envueltas para impedir que se mojen o les entre arena. Que ninguno de esos tipos se acerque a tocarlas. Se extendieron sobre la arena Felipe y Benjamín, cubiertos con sendos cobertores. Antes de cerrar los ojos, Felipe recomendó todavía: —Y que abran algunas latas para ver si cenamos algo. Durante un rato los hombres guardaron silencio, estirándose, desperezándose. Edesio en compañía de Urquizo y de Marín emprendieron una caminata, los fusiles al hombro, con la intención de hacer un breve reconocimiento. El licenciado Berzunza y Ramírez registraron la bolsa de víveres y sacaron unas latas que decían: “Salchichas de Viena”, otras que decían: “Salmón”, y unas rebanadas de pan. —Necesitamos leña —dijo Berzunza—. Usted, Rizo, vea por dónde encuentra algunos troncos. El sol estaba rojo, cerca ya del horizonte. El viento continuaba con igual fuerza. Apareció Rizo con unos alambres re108

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 109

torcidos y pequeños troncos. Al socaire del bote encendieron el fuego. Los hombres formaron un círculo en torno de la fogata. Las huellas de la fatiga se habían marcado en las comisuras de los labios, alrededor de los ojos, en la sombra de la barba ya crecida, en las rayas de la frente. Permanecían en silencio, acaso por el temor de mostrar sus preocupaciones si comenzaban a hablar. —Ojalá y pudiéramos beber algo fresco —dijo el licenciado Berzunza. —Confórmese con que tengamos agua limpia —respondió Wilfrido—, y un poco de ron. La botella del aguardiente pasó de mano a mano. Edesio y sus acompañantes regresaron con las manos en los bolsillos del pantalón y el ceño endurecido. Se detuvieron al resplandor del fuego y no dijeron más: —Nada. No encontramos nada. Ya había anochecido. El viento aminoró y los fugitivos se acomodaron, con las piernas encogidas, al amparo del bote. En silencio devoraron las salchichas y los trozos de salmón.

La tierra enrojecida

109

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 110

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 111

10

Sólo cuando estuvieron acostados todos, menos Rizo que permanecía de guardia junto al bote, hundidos en las tinieblas de aquella noche, pudo darse cuenta Felipe del horror del silencio. El aire, el cielo, el mar todo era una mancha obscura, impenetrable. La fogata había quedado encendida, pero su resplandor apenas alimentado por unos cuantos leños aumentaba la severidad del ambiente. Quizá no oyó Felipe en toda la noche más que al monótono oleaje sobre la playa. Es muy posible que ni Rizo, ni Ramírez, ni Marín, ni el licenciado Berzunza, que se turnaron en la guardia, se hubieran podido dar cuenta de que aquellos dos hombres del bote permanecían alejados del grupo para esperar un momento oportuno y escapar por algún rumbo. Seguramente aun en el caso de haberlo advertido a tiempo, tampoco hubiesen podido hacer nada más que aventar algún tiro al aire y despertar a los otros. Perseguirlos entre aquella obscuridad cerrada y aquellos médanos que se extendían hasta el brazo del mar, no hubiese tenido objeto; sólo habría ocasionado otra desgracia o que alguno quedara extraviado en aquellos sitios desconocidos y despoblados. Pero en realidad ninguno advirtió nada. Cuando llegó el amanecer estaba de guardia el licenciado Berzunza y de repente, con las primeras luces, notó que las sombras de aquellos hombres ya no estaban sobre la arena de la playa. Al principio no se alarmó, porque no pensó que su ausencia significara la fuga; dio una vuelta alrededor del bote buscándolos por aquel lado o por el mar, apercibido el rifle para evitar una sorpresa. Luego, al cabo de un rato, comenzó a inquietarse; y al fin, decidió avisar a Felipe. ¿Por qué rumbo pudieron escapar aquellos hombres? Felipe dejó a Edesio y a Ramírez al cuidado del bote y del enfermo, La tierra enrojecida

111

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 112

con instrucciones precisas, y destacó por un lado a Wilfrido con Berzunza, Marín y Rizo; él tomó el lado opuesto, con Benjamín y Urquizo. Atravesó la franja de tierra y salió a la orilla de aquel brazo de mar; era una corriente lenta y sombría de aguas fangosas, con enormes manchas de sargazo. En la otra orilla crecían arbustos, se entretejía una tupida maleza y todo tenía un aspecto de impenetrabilidad. Los tres recorrieron el playón hasta el punto en que se unía al otero y comenzaba una selva imponente, obscura, nada grata a la vista. —Nada más un práctico podría caminar por allá; y no hay huellas recientes —dijo Felipe. —Esos tipos tenían preparado algo —comentó Benjamín. —¿El bote, verdad? —preguntó Urquizo. —Exacto. Si no pone Felipe una vigilancia especial al bote, a estas horas estaríamos dándonos de porrazos contra la arena. Felipe no contestó. Miraba despacio y fijamente aquellas aguas cenagosas que bordeaban la selva de enfrente, por donde era posible que aquellos hombres hubiesen escapado. Pero, ¿adónde? ¿Adónde irían? Él les oyó decir que Santa Cruz estaba cerca. ¿Habrían ido hacia allá? ¿Y con qué propósito? Todo aquello le parecía vago, sin la evidencia de un plan determinado. Atravesaron de nuevo la franja de arena y tierra y caminaron por la otra orilla en dirección al punto de partida. No había más que hacer. —Sería una estupidez —dijo, como hablando consigo mismo—, internarse por esa selva en seguimiento de esos tipos. Cuando Felipe volvió adonde estaban Edesio y Ramírez, ni siquiera necesitó ver del otro lado para estar seguro de que Wilfrido y los demás tampoco habían encontrado nada. La temperatura después de la noche húmeda, empezó a subir de nuevo. —Nada, ¿verdad? —Nada. —¡Vaya que lo hicieron bien esos desgraciados! —exclamó Wilfrido. —A lo menos, nos queda el bote. 112

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 113

El rostro de aquellos hombres tenía la expresión del animal acosado; había en ellos un jadeo que ya no era de fatiga, y mantenían abiertos los ojos desmesuradamente como si temieren que al cerrarlos, o al parpadear, pudiera ocurrir algo más. —Tranquilidad, tranquilidad —aconsejó Felipe—. No se alteren, puesto que la situación no es desesperada. Sin embargo, para evitar los ojos que lo espiaban dirigió la cara hacia el sitio donde permanecía acostado Barroso. Vio que él también lo miraba, con los ojos empañados por la fiebre y que su temblor ahora tenía otra causa; era un rostro que estaba diciéndolo todo y que era la representación misma del infortunio y de la desesperación. Felipe no dijo nada de pronto; dio unos pasos y volvió a mirar al enfermo. Los demás se miraron y tampoco dijeron nada cuando Felipe se encaminó hacia el bote y brincó a su interior para apreciar el estado en que lo había puesto el brisote. Esperaron que asomara de nuevo la cabeza. Por el lado del mar no venía sino un soplo suave, una brisa que por momentos refrescaba y a ratos quemaba como si fuese un vaho de horno. Benjamín, Wilfrido, Edesio y el licenciado Berzunza se echaron sobre la arena, con la cara contraída en un gesto amargo de hombres que saben que los han engañado. Los otros cuatro quedaron de pie frente a ellos, con la misma actitud expectante, como si con los ojos quisieran preguntar: —¿Y ahora, qué hacemos? Y posiblemente estaban tratando de formularla abiertamente, cuando asomó de nuevo Felipe, saltó del bote a la playa y dijo: —Licenciado, a usted le toca la parte más importante. Usó el “usted” seguramente para dar más énfasis a sus palabras, porque después de una pausa, cambió el tono de voz y añadió: —Barroso sigue mal y he pensado que tenías razón, Manuel, cuando propusiste llevarlo a San Eusebio para que lo curaran. No hubo réplica. Al parecer, todos esperaban que Felipe concluyera y seguían inmóviles, perplejos, como si la única La tierra enrojecida

113

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 114

ayuda que podían tener ahora era la del hombre que les hablaba, que los guiaba ahora y que los había guiado antes. —Se trata, pues, de que en este bote —y Felipe extendió el brazo y puso toda la intención en sus palabras—, conduzcan a Barroso hasta Chikilá. Necesita atención médica, sin más demoras. Sería un crimen retenerlo aquí. —¿Conduzcan, quiénes? –preguntó Berzunza. —Tú, Edesio y Rizo que es mecánico y marino. —¿Y ustedes, qué? —Nosotros permaneceremos aquí, en espera de que ustedes regresen trayendo una verdadera canoa-motor. Estoy seguro de que esa pieza que Rizo encontró rota en la Manuelita, ya está compuesta. De no ser así, o en caso de no poder soldar o reponer la pieza para echar a andar esa canoa-motor, vayan al Cuyo y por los medios que sean precisos traen ese barco Weherum, de tres palos, que ya debe haber llegado de Tampa. ¿Entendido? En último caso, de no lograr ni una ni otra cosa, lo cual sería el colmo de la mala pata, se traen en este mismo bote a un guía que nos conduzca por el monte para salir a Santa Cruz. Tienen ustedes veinticuatro horas para desempeñar esta comisión. —Bueno, sí, conformes. Pero, ¿ustedes, qué harán? —Esperar, nada más. Es lo más práctico, que vayan sólo cuatro hombres en el bote. Si vamos todos, no hacemos sino estorbar y retardar la marcha. Por supuesto, confiamos en que estarán de regreso mañana a más tardar, porque ni víveres ni agua tenemos para más tiempo. Es decir, en manos de ustedes queda el éxito de este asunto, nuestra salvación. ¿Aceptan? ¿O quieren que pongamos a sorteo la designación de quienes deben ir a Chikilá? Lo hombres se miraron de nuevo, sorprendidos por esta decisión de Felipe. Hubo un momento de silencio. El sol brillaba con frialdad, pero el aire venía caliente. Durante unos segundos sólo se escuchó el murmullo de las olas que se reclinaban ya sin fuerza sobre la arena. —Yo estoy listo —dijo al fin Berzunza—. Y creo que también Edesio y Rizo. Si los demás están de acuerdo, iremos los que tú designaste. 114

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 115

—¿Conformes todos? —preguntó Felipe. —Conformes —respondieron. Avivaron el fuego para calentar café. El aire se había calmado. El día se aclaraba lentamente, con una luz pálida, nublada. Todos apuraron el escaso desayuno con rapidez. Con el último sorbo de café se levantaron a disponer el bote. Estaban nerviosos, apresurados. —Que nos dejen los cobertores, las mochilas, y lo demás. Llévense solamente sus armas —recomendó Felipe. Entre todos transportaron a Barroso, envuelto en su frazada, al interior del bote. Lo acostaron en las tablas del fondo, acomodaron cerca de él sus rifles y las cananas, y empujaron la pequeña embarcación hacia el mar. Ya a flote, subieron el licenciado Berzunza, Edesio y Rizo; éste probó el motor y a poco pudo echarlo a andar. —¡Buena suerte! —gritaron desde la playa—. ¡Y mucho cuidado! —¡Hasta mañana! —contestaron del bote. La embarcación comenzó a balancearse. Los que se quedaron en la playa la vieron moverse con alguna lentitud y luego avanzar mar adentro, ganando velocidad conforme el motor se calentaba. Desde el bote agitaron las manos en señal de despedida. Los de la playa respondieron en igual forma. Con un aire con que no hubiese podido permanecer cualquier hombre que estuviera tranquilo, aquellos rostros de la playa se fueron contrayendo, ensombreciendo, conforme la pequeña embarcación avanzaba y se alejaba de ellos y se iba apagando el ruido de su motor. De pie en la justa línea en que morían las olas, respirando el ardiente olor del mar, aquellos hombres permanecieron un tiempo, que nunca podrían precisar, con los ojos en aquella sombra del bote que se iba empequeñeciendo hasta convertirse al fin en un punto; y entonces, en aquel momento, con mayor fuerza que antes, la playa, el rumor del oleaje, las aguas cenagosas, la obscura maleza, la soledad y lo horrible de aquel sitio, se convirtieron de pronto en una realidad salvaje y agotadora llena de extraños La tierra enrojecida

115

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 116

presentimientos y hostilidades. Odiaron todo esto más que antes y les pareció que por sus espaldas resbalaba una arena fría y caliente a la vez, escalofriante. Fue la primera vez que sintieron una clara sensación de miedo. De un extremo de la playa al otro extremo donde comenzaba la selva, desde la orilla de aquellas corrientes sombrías y fangosas hasta el borde del mar abierto, y vuelta otra vez de un sitio a otro, estuvieron recorriendo durante este largísimo día círculos y círculos interminables; primero fue una necesidad de estirar las piernas, hacer un poco de ejercicio y respirar a pleno pulmón el aire marino, y luego una especie de angustia de bestias acorraladas que tratan de olfatear una salida. Trajeron algunas ramas para preparar el fuero que necesitarían prender en la noche; las quebraron cuidadosamente, prolongando el trabajo con el propósito de llenar el tiempo. Y se sentaron en el suelo, cada uno con una rama con la que terminaron trazando figuras y rayas sobre la arena. Felipe los observaba. —No hay por qué inquietarse —dijo para darse ánimo— , mañana temprano estarán de regreso y podremos continuar el viaje. —¡Hum! Faltan algunas horas todavía —replicó Ramírez. Benjamín lo miró fijamente y exclamó con todo el aire de dirigirse a sí mismo al mismo tiempo que a el otro: —¿No has sido soldado, Ramírez? —Sí, en realidad aún lo soy —asintió—. Un oficial de la policía es como un soldado. —Pues entonces estás obligado a soportar incomodidades. Esta situación no se prologará. ¿Y si los agarran al llegar a San Eusebio? —preguntó Urquizo—. Nos quedamos aquí lucidos. Ni Felipe ni nadie respondió, porque era la misma pregunta que hacía rato rondaba a todos y que ninguno quería formularse abiertamente. Felipe revolvió la mochila, buscó en su fondo y sacó la botella de ron. —¿Quieren un trago? 116

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 117

Ramírez tomó la botella, sacó el corcho y bebió un sorbo largo; luego, se pasó la manga por la boca y extendió el brazo para entregar la botella a Wilfrido, que estaba a su lado. Bebieron todos, el último Felipe. —¡Está bueno! ¡Cae muy bien! —y estalló la lengua. Quedaron en silencio durante un rato, con las piernas extendidas sobre la arena. El sol iba adquiriendo fuerza, disolviendo las nubes, otorgando un color dorado al ambiente; a distancia, la superficie del mar despedía reflejos rápidos, puntos luminosos que bailoteaban y producían una especie de estela. Inmóviles y mudos, los seis hombres parecían seis rocas en la playa en espera de la marea alta. —¡No hay que preocuparse mucho por la comodidad! — exclamó de pronto Felipe, posiblemente por decir algo y borrar aquellos pensamientos silenciosos—. Todos la hemos tenido un día, automóvil para viajar, cognac en la comida y una mujer cerca. No nos hará mucho daño carecer de todo esto un día, unas horas. Tampoco respondió nadie. Con la mirada puesta en los reflejos del mar, parecían estar examinando y sopesando por primera vez lo que podría ocurrir si aquellos tres hombres no regresaban. Entonces Felipe propuso: —¿Vamos a bañarnos, eh? No hemos probado el agua en tres días. Y se levantó para quitarse la ropa. Totalmente desnudo se metió al mar y desde allí gritó, a sus compañeros, animándolos a entrar. —Es gracioso —dijo Benjamín—. En Mérida hacemos viaje especial a Progreso para bañarnos en el mar y asolearnos un poco. Ahora, ahí está, a nuestros pies, y a nadie se le había ocurrido. Las cejas de los hombres recobraron su nivel normal. Se alzaron, sonrieron como recuperándose de una mala idea, se desnudaron y se echaron al agua. —No hay nada más fácil como bogar agua y remojarse. Nadaron un rato. El agua les refrescaba el cuerpo y les hacía liviano el espíritu. Por momentos, se dejaban caer donde las La tierra enrojecida

117

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 118

olas no venían con fuerza, se acostaban en la superficie del mar y dejaban flotar su cuerpo. —¡Está fresca! —gritó Felipe. —¡Sí, muy sabrosa! —respondió Ramírez. Felipe y sus hermanos, mejores nadadores que los otros, se deslizaban donde el agua era profunda, con los ojos y la nariz fuera del agua, braceando rítmicamente. —¡Un regaderazo después, con jabón de olor! —rió Benjamín—. ¡Ah, y una rasurada! Salieron del agua y tomaron los cobertores para cubrirse y secarse el cuerpo. Por unos momentos les pareció que todo era diversión. Felipe sacó de nuevo la botella de ron e invitó: —¿Otro trago? Después del baño cae mejor. El agua les escurría de la cabeza y de las crecidas barbas. Ni peine, ni navaja de rasurar. La botella pasó de mano a mano. Felipe vio si todavía quedaba algo y dio otro sorbo. Terminaron de vestirse las mismas ropas sucias y cálidas. Se recostaron unos, otros se pusieron en cuclillas, y de pronto volvieron a quedar en silencio. Durante las horas que transcurrieron hasta la puesta del sol caminaron en distintas direcciones y volvieron al mismo punto. Se acostaban un rato, ensayaban descansar, y luego se ponían en pie para estirar las piernas. Al medio día, con el sol sobre sus cabezas, abrieron unas latas, más salmón y más salchichas, y tomaron del garrafón unos tragos de agua. Y como sentían demasiada fatiga para permanecer despiertos, consiguieron que las horas pasaran alternándose en el sueño y en la espera. Aquella noche tampoco se alejaron de la playa, mantuvieron vivo el resplandor de la fogata y los mismos turnos en la vigilancia. Como el sueño no acudía, Felipe se levantó para acompañar a Benjamín en su guardia. Se sentaron en un pequeño promontorio de arena y hierbas, y hablaron. Entonces fue Benjamín el que habló. Felipe vio ahora en su hermano lo que descubrió que ya sospechaba y temía desde el principio: la inexperiencia de Berzunza y de Edesio en esas cuestiones, sus 118

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 119

dificultades para avenirse a las contingencias de una fuga por el monte. Bejamín hablaba en voz baja, con la cara sumida en plena obscuridad; pero no necesitó verlo, para que Felipe supiera que reflejaba la misma preocupación que él sentía. —Quizá hubiera sido mejor enviar a Wilfrido —dijo Benjamín. —Es posible, pero no lo pensé entonces. ¿Por qué no me dijiste? —Creí que lo pensarías tú. —No, no lo pensé. —Todavía nos queda tiempo para lamentarnos. Mañana deberán estar de regreso. —¿Y si no regresan? ¿Qué hacemos? —No sé. Ya veremos. La obscuridad era absoluta y aunque los dos hablaban en voz baja. Los demás los escucharon; permanecían acostados envueltos en algún cobertor, y parecía que se vigilaban como si comenzaran a sospechar unos de otros. De este modo, el presentimiento y el pesimismo se debatían en ellos, que no se resignaban aún a perder toda esperanza. El día se levantó con la misma cálida indiferencia que parecía reinar en aquel sitio. Tras las primeras y violentas luces del amanecer vinieron unas sucesivas ondas de aire caliente y frío que influían del mar. Y según iba haciéndose más vivo y luminoso el cielo, los hombres registraban con los ojos la línea del horizonte por donde debería asomar aquella sombra que esperaban; el mar aparecía o desaparecía a sus ojos, según abrieran o cerraran los párpados; y la mirada al tenderse sobre la superficie líquida, llevaba un asomo de esperanza y de imaginación. En realidad, este esfuerzo de reconocer el horizonte transportaba la imaginación de estos hombres hacia fuera, hacia más allá del límite visible. Pero nada ocurría que les fuese propicio. —¡Está bien, muy bien! ¡ Te digo que estamos salados! —Tranquilidad, tranquilidad, muchachos —recomendó Felipe—. Las cosas tienen que resolverse favorablemente. No pierdan la confianza. La tierra enrojecida

119

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 120

La luz se fue haciendo más débil y el anochecer se aproximó. Y la tranquilidad que aún eran capaces de aparentar se fue consumiendo, casi el mismo ritmo desesperanzado con que las latas de salchichas y salmón quedaron vacías totalmente y las reservas de agua limpia se fueron rebajando en el garrafón. Las sombras se hicieron entonces más espesas sobre el sitio de la costa donde una nueva cuestión había comenzado a desarrollarse, amplificando progresivamente sus términos: era la existencia la que salía a la ventura y desarrollaba no sólo la angustia sino la mutilación vital. Felipe yacía sobre la arena, junto al fuego, y espiaba la obscuridad que flotaba sobre el mar y sobre la playa; como si lo supiera, como si lo hubiera escuchado o visto, infería que los tres hombres y aquel enfermo habían sido puestos a un lado y probablemente destruidos. “Y si fuera así, me niego a creer que esos hombres tarden en dar con nosotros”, pensó. A poca distancia de donde permanecía acostado, estaba el mar como principio y fin de todos los caminos. Como les había dicho a Berzunza y a Edesio no tenían más víveres sino sólo para veinticuatro horas, y esperaba que amaneciera de nuevo para decidir el rumbo que tomarían; pero era posible que para entonces llegaran Berzunza y Edesio o se presentaran los otros, sus perseguidores. Miró hacia allá, sobre la superficie del mar, y se detuvo en el acto de incorporarse como si los nervios hubieran chocado con algo corporal; creyó haber visto una lucesita, una chispa en movimiento lento; creyó haber oído un rumor distinto al oleaje. Era posible que no fuese sino su propia ansia proyectada desde su espíritu. “Me agradaría que fuesen ellos”, pensó. “Unos u otros, cuantos quieran. Me gustaría que viniese alguien, ellos, de una vez, y que intentaran destruirnos. Así se decidiría todo”. Le pareció que aquella luz desaparecía y que no había más movimiento que el del aire. Pasó un rato. Ya estaría cerca el amanecer. Y de pronto: —¿Viste, Felipe, allá, por aquel lado? —era la voz de Benjamín. —No, no vi nada. Hace un rato creí ver una luz, pero desapareció. 120

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 121

—Esto fue ahora, hace un segundo. —¿Qué es? ¿Qué ocurre? —interrogó otra vez entre la obscuridad. Todos se incorporaron. En realidad no dormían; era un estado de semi-inconsciencia, entre la vigilia y el sueño, producido por la fatiga, la debilidad y la angustia. —Una luz, por aquel lado. Estoy seguro que la vi, se movió un momento y se apagó. Estoy seguro, no pude engañarme. Felipe y Benjamín se habían puesto en pie, pero ahora no lograban distinguir nada. Al avanzar unos pasos, se mojaron los pies. La obscuridad comenzaba a diluirse, muy débilmente, y una nube de fino polvo gris se levantaba por aquel extremo del horizonte. Nada. No se veía ahora nada. —Es extraño —dijo Benjamín. —Fue una equivocación, seguramente. —Insisto en que… vi la luz, claramente. —¡Vaya! ¡Ya estamos viendo visiones! Parecía que encontraban un placer morboso, inexplicable, en seguir hasta su término las imprecisas líneas de su escepticismo y en penetrar a los más bajos fondos de su desesperanza, para oír y sentir más profundamente el goce de retornar, inesperadamente, al nivel de la vida. ¡No! ¡No podía ser! Si fueran ellos, sus amigos, que regresaban, o alguien que ya venía por ellos, no valdría la pena haber estado aquí este tiempo mordiéndose los puños. De la mala semilla de la desesperación podían brotar nuevas desgracias, que había que evitar. En este orgullo de sí mismos y en el desprecio de toda conmiseración pasaron los fugitivos otro día, sombrío y calenturiento, sumidos en una especie de pereza corporal y espiritual. Las guayaberas estaban manchadas, sucias. Las botas, resquebrajadas, raspado el cuero. Los sombreros no temían forma precisa, porque el jipi de unos y el huano de los otros estaba aún húmedo y retorcido. En Felipe, Benjamín, Wilfrido y alguno otro, el rostro se veía encuadrado por una barba gruesa que hacía resaltar más lo hundido de los ojos. La sorpresa fue La tierra enrojecida

121

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 122

a media mañana del tercer día. De pronto todas las miradas se juntaron para precisar un objeto que se movía sobre la superficie del mar. —¡Un bote! —gritaron—. ¡Sí, es un bote! Lo vieron avanzar lentamente, impulsado por una figura menuda. Con los ojos enrojecidos siguieron el movimiento del bote. Agitaron los sombreros, dieron gritos desaforados. Felipe dijo: —¡Ya nos vio! Viene para acá, ¿no es cierto? La pequeña embarcación iba surgiendo entre los reflejos del agua. Vieron entonces sus contornos precisos y la silueta de un muchacho desnudo de la cintura para arriba, con el calzón enrollado, que se cubría con un sombrero de huano, desteñido y roto. ¡Es un chiquillo! —exclamó Benjamín—. ¡Siquiera nos traerá noticias! Y esperaron ansiosamente. El muchacho maniobró con habilidad y dirigió su bote hacia la playa, hasta que tocó fondo. Saltó al agua y se dirigió al grupo de hombres. Pero una vez junto a ellos se mostró cohibido y extraño. —¿De dónde vienes? —le preguntó Felipe—. ¿Es tuyo el bote? El muchacho estaba empapado de sudor y agua, jadeante. Se quitó el sombrero y preguntó a su vez: —¿Usted es don Felipe? —Sí. Dime, ¿traes algo para mí? —Mi padre me dijo que lo buscara por este sitio y que le dijera que esos señores que regresaron a Chikilá están presos. Los agarraron los guardias de San Eusebio y los mandaron a Tizimín. Un brillo rápido pasó por los ojos de aquellos hombres. Se vieron en silencio. Y sin embargo, no podía ser una sorpresa para ellos la noticia. Nadie dijo nada. Se limitaron a mirar a Felipe, con el aire de gente que está ahogándose. Y sin embargo, es posible que ya supieran cómo había ocurrido todo.

122

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 123

11

En el muelle estaba atracada todavía la canoa-motor Manuelita cuando llegaron. No había nadie. Rizo comprobó que el motor había sido compuesto y que la pieza faltante ya estaba de nuevo en su sitio. No tenía gasolina el tanque. Era preciso, antes que nada, conducir al enfermo hasta San Eusebio. Bajaron rápidamente a la playa y vieron la plataforma con la mula enganchada. Se dirigieron hacia la casa de paja que estaba a un extremo, justamente al final de la vía decauville. Tampoco había gente. —Si encontráramos siquiera una lata de gasolina ocuparíamos en seguida la Manuelita —dijo el licenciado Berzunza. Examinaron la choza, con su suelo de cemento y el pequeño bebedero de las mulas al fondo. No había gasolina allí; encontraron una lata vacía, un rollo de alambre, varios frenos de mulas y algunas herramientas colgadas de un clavo. —No hay nada —dijo Edesio—. Ni una gota de gasolina. Salieron y se encaminaron al muelle en busca de Barroso que permanecía en el fondo del bote. El brisote había arrojado a la playa montones de sargazo, conchas y caracoles. La arena se había endurecido. Se detuvieron junto a la plataforma y Edesio señaló la mula que estaba enganchada. —Por aquí debe de andar alguien. Mira, parece que la plataforma está dispuesta para el viaje a San Eusebio. Voltearon por todos lados. Nadie. Luego Edesio hizo señas a Rizo, que estaba parado en la esquina del muelle vigilando. El hombre se acercó rápidamente. Quédese aquí y vigile. Esto no puede estar desierto. Necesitamos la plataforma para seguir a San Eusebio. —¿Y Barroso? —preguntó Rizo. —El licenciado y yo iremos por él. La tierra enrojecida

123

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 124

Edesio y Berzunza depositaron sus rifles en el piso de la plataforma y se dirigieron al bote. El sol había subido hasta ponerse perpendicular, encima de las cabezas. Rizo los vio desaparecer en el interior del bote, al inclinarse para levantar al enfermo. Vio que pasaban de nuevo al muelle y que al fin regresaban con aquel cuerpo envuelto en cobertores que acomodaron en la plataforma. De nuevo Berzunza y Edesio se detuvieron a mirar por todos lados. —Es raro que no aparezca nadie —comentó el licenciado. —Sí, muy raro, bastante sospechoso. Se sentaron uno junto al otro en el piso de la plataforma, miraron fijamente la maleza que bordeaba por un lado la vía. Rizo tomó las riendas de la bestia, el chicote que estaba a un lado, y puso en movimiento el vehículo. Edesio y Berzunza tenían ya sus rifles en la mano. A pocos metros la vía describió una curva y se internó en el monte. —¿Es el mismo camino que trajimos antes, verdad? —preguntó Edesio. —Sí, el mismo. —No comprendo lo que pasa. La plataforma estaba lista para salir y sin embargo no había nadie. ¿Qué opinas? —No sé —respondió el licenciado Berzunza—. Parece que no hubiera nadie; o bien, puede ser que el que estaba aquí haya salido huyendo al vernos desembarcar. —¿Huyendo? ¿Y la plataforma? Pudo habérsela llevado, creo yo. —¡Quién sabe! En fin, estamos prevenidos. El enfermo, acostado en el piso de la plataforma, se quejó débilmente tenía la cara lívida, los ojos hundidos, y el mismo rictus de amargura o de dolor. El sudor le perlaba la frente. Edesio le colocó un pañuelo sobre los ojos, para protegerlo del sol que caía con fuerza, vivo y brillante. Rizo azuzaba el trote de la mula con la voz y con el látigo. El paisaje se fue volviendo abrupto y la vía ascendía o declinaba de trecho en trecho. En el mismo instante en que tomó una curva la plataforma, Edesio vio en el reducido espacio del camino por el que se deslizaba 124

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 125

la vía, a ambos lados y a distancia de unos pocos metros, a unos hombres que hacían señales con los sombreros en alto. —¡Mira! —dijo—. Allá. Tenían la apariencia de jornaleros, trabajadores del campo o chicleros. Berzunza miró en esa dirección y vio que aquellos hombres no tenían armas. Pronto llegó la plataforma al sitio donde estaban. Se acercaron con el sombrero en la mano, con un paso lento, con los ojos de sorpresa al ver que Edesio y Berzunza mantenían en alto sus rifles. —¿Van a San Eusebio? —preguntó uno de aquellos hombres. —Sí, allá vamos. —Nosotros también. Si los señores quisieran llevarnos en la plataforma. —Llevamos un enfermo —dijo Berzunza—. En fin, a ver si pueden acomodarse. Sólo se veía al fondo de la garganta que formaban los arbustos alineados a lo largo del camino a uno y otro borde, un trozo de cielo color pizarra en el que parecían unirse las dos líneas de la vía. Y de pronto, en el preciso momento en que saltaban aquellos hombres a la plataforma, sonaron varias descargas de fusil en el interior del bosquecillo. Edesio, Berzunza y Rizo se sintieron sujetados por varias recias manos y aparecieron los guardias chicleros con los rifles humeantes aún y los rostros fruncidos, ceñudos. Todo fue súbito, por sorpresa. Si es posible que en determinado momento la tierra produzca un ser en el que se concentre el mal sabor del polvo y el particular horror de los insectos venenosos y las alimañas imprevisibles, este ser debería estar representado por estos hombres de rostro curtido que brotaron de la maleza y se encaminaron hacia la plataforma. De nada sirvió a los fugitivos tener un rifle en la mano, cuando sintieron la presión de las manos en los brazos tirándolos para atrás y vieron asomar las bocas de aquellas armas entre la maleza. —¡Quietos, jovencitos! ¡Quietos! Ni siquiera hubo tiempo de hablar, decir algo, gritar. Los desarmaron con violencia y los arrojaron al suelo. Uno del La tierra enrojecida

125

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 126

grupo saltó a la plataforma y dio un tirón al cobertor que cubría a Barroso. —¿Y éste? ¿Está borracho? —preguntó. —Está enfermo. Lo llevamos a San Eusebio para que lo vea un médico. —Pues antes lo verá el comisario. Barroso tenía el semblante de la más completa rendición. A Edesio le pareció ahora que el tener el enfermo este aspecto le haría el mayor bien. Aquel individuo le tocó la frente, le abrió los párpados y dijo: —Fiebres terciarias. Ya se le pasará. La plataforma reanudó el viaje, pero ya no eran ni Edesio ni el licenciado Berzunza quienes deseaban llegar. La mula bajo las manos más hábiles trotaba rápidamente por el estrecho sendero, bajo las ramas de los arbustos. Conforme avanzaban y se aproximaban a San Eusebio los prisioneros maldecían el calor y el camino, con una mezcla de temor y de rabia por lo que consideraban un descuido infantil, una negligencia fatal. A ratos Edesio y Berzunza se miraban en silencio, tratando de darse fuerzas y de conocer lo que iba a ocurrir de aquí en adelante. Esta vez no estaban en San Eusebio ni Cervera ni Rosado. Los prisioneros volvieron a ver aquella casa del ingenio, que les recordó el chaquiste. Cuando llegaron el sol había declinado un poco y el aire tenía una insinuación refrescante. Los tres, más viejos ahora que los otros, pidieron ser llevados a presencia de Rosado o del administrador. Berzunza quiso decir algo, pero el comisario, sin detenerse a escucharlo, había entrado a la habitación y ocupado una silla frente a la mesa donde una noche cenaron aquí los fugitivos. Junto a él, otros hombres se agruparon y hablaron en voz baja. —Los llevaremos a Tizimín —decidieron al poco rato—. Allí nos dirán qué se hace con ellos. En un segundo grupo, entró un hombre que vestía chamarra y sombrero ancho de fieltro y calzaba botas mineras. Se acercó al comisario y preguntó: 126

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 127

—¿Y los otros? ¿Dónde están? Algo respondió el interrogado, que los prisioneros no alcanzaron a escuchar. Luego, aquel individuo se dirigió a ellos: —¿Quién de ustedes es el licenciado Berzunza? —Yo, señor. No he cometido ningún delito y quiero saber por qué se nos ha aprehendido. —¿Y usted es hermano de don Felipe, no es cierto? —Pregunto de nuevo aquel hombre dirigiéndose a Edesio. —Sí, señor. ¿De qué se nos acusa? El hombre les volvió la espalda sin dar ninguna respuesta. Edesio vio que aquel rostro tenía algo de insensible y vacuo, algo de indiferente y cruel a la vez. Habló de nuevo en voz baja con los demás, se enfrentó a Edesio luego y con una expresión de cólera exclamó: —¡Me va usted a decir dónde está escondido don Felipe! ¡Y procure no engañarme! De pronto Edesio se dio cuenta de que su hermano y los demás estarían esperándolos, los vio hambrientos y desesperados por aquel auxilio que ya no podría llegar. Ahora sabía lo que les esperaba en aquella playa desierta. Y pensó: “esta vez creo que estoy mejor aquí que ellos allá, y creo que ellos también estarían mejor”. Sin embargo, no resolvió nada, así de pronto. Miró al licenciado Berzunza y notó que le hacía una disimulada indicación con la cabeza. No pudo permanecer más tiempo en silencio, porque estos coléricos que tenía enfrente lo tomaron por los brazos y lo sacudieron. —¿No ha oído? ¿Dónde está su hermano escondido? ¡Conteste! El desconocido tenía el sombrero ancho de fieltro echado sobre los ojos. Oyó su voz ronca y pensó en la significación que pudiera tener el hecho de revelar el sitio donde estaban los otros. —¿Qué piensan hacer con nosotros, con mi hermano, con los demás? —preguntó Edesio. —Nada, no pensamos hacer nada. A lo sumo, entregarlos en Tizimín. La tierra enrojecida

127

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 128

—¡A quiénes? ¿A los soldados federales? —No, al comandante militar de Tizimín, don Rodolfo Bates. Es yucateco y él sabrá lo que hace después con ustedes. Edesio se volvió al licenciado Berzunza y a Rizo, con la expresión de inseguridad en los ojos y en las palabras. Era muy posible que nada ocurriera, que los llevaran presos a Mérida y allí los tuvieran por un tiempo; nada más. Posiblemente más penalidades pasarían en aquella playa desierta, sin auxilio, sin un medio para salir, sin víveres. Acaso en Mérida podrían establecer tratos con aquella gente, ofrecerles dinero que era lo que buscaban, y dominar la situación, con mayores seguridades. Edesio se había inclinado hacia los dos amigos y hablaba en voz baja, consultando su opinión: —Es decir —concluyó— que dejarlos allí sería condenarlos a morir de hambre, desesperación y fatiga. En cambio, permitir que vayan por ellos es abrir la puerta a otras oportunidades de solución, más adelante. ¿No es cierto? Y al ponerse de acuerdo y aceptar esta idea, parecieron más sosegados, como si les hubiese vuelto la tranquilidad, el optimismo. Dijeron todo, el sitio donde se habían quedado los otros, las condiciones en que estaban, su deseo de ser conducidos a Mérida y puestos a disposición del gobernador y comandante militar del Estado. La escena se pareció mucho a una conversación de amigos. —¿Qué, no traen refuerzos, hombres, elementos de guerra? —preguntó de nuevo el desconocido—. Tenemos noticias de que los vieron pasar en actitud hostil, con pertrechos y gente. —Nada, no tenemos nada. Unas pistolas, unos rifles, lo mismo con que salimos. —Bien, bien. Pues vámonos. Antes de mucho los tendremos aquí a todos. El desconocido hizo una pausa y luego añadió: —A ver. Ustedes, José Castro, Leopoldo Vázquez, Rafael Fernández, Esiquio Marmolejo, Ricardo Pérez, Manuel Zetina, un paso al frente. Lleven a los señores a la plataforma y espérenme allí un momento. 128

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 129

Los tres hombres inclinaron la cabeza por un segundo, respiraron con una sensación de alivio y salieron entre sus guardias. Al emprender la marcha reconstruyeron el camino. De San Eusebio a Solferino hay doce kilómetros; de Solferino a Canimuc, treinta; y luego sigue Moctezuma, Misné y Otzcéh, donde termina la vía fija decauville. De Otzcéh a Tizimín harían el viaje a caballo, o a pie. —Llegaremos a Tizimín en la madrugada —dijo el licenciado Berzunza. Y no volvió a decirse una palabra.

La tierra enrojecida

129

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 130

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 131

12

Cuando mi padre los vio pasar, atados por los codos, entre los guardias de la chiclería, corrió y me ordenó que viniera a darle el aviso a usted, don Felipe. El sol ardía y el muchacho jadeaba aún. Felipe dio unos pasos, se detuvo y observó el bote. Aún después de unos segundos, continuó observando el bote y la distancia que se extendía hacia el sur, sobre el mar. Finalmente, dio la vuelta y se enfrentó al grupo de hombres sucios y desesperados que permanecían en silencio, con la boca reseca. —Has hecho un buen trabajo —dijo al chiquito—. ¿Cómo se llama tu padre? —Benigno Jiménez, señor. Vivimos en Holbox, a poca distancia de aquí. Mi padre hace viajes a Chikilá y es costumbre que yo lo acompañe. Conozco muy bien estos rumbos. —¿Serías capaz de ayudarnos a llegar a Holbox? Ninguno de nosotros sabría manejar tu bote tan bien como tú. —¡Cómo no, señor! Si usted quiere, yo los llevo. —¿Cabríamos todos en el bote? Somos seis y tú, siete. El muchacho meneó lentamente la cabeza; sus ojos se fijaron por un momento en la embarcación, que en realidad era un cayuco que se gobernaba con un remo de pala ancha. —Creo que sí —dijo al fin—. Iríamos costeando, muy cerca de la playa. Nada más hay que tener mucho cuidado con los bajos y los pantanos. —¡Pues de una vez! —exclamó Benjamín—. ¿Qué esperamos? ¿Qué vengan las tropas a sacarnos a balazo limpio? Felipe escudriño el horizonte por el rumbo de Chikilá. No se veía nada, a no ser el reflejo del sol sobre el agua y algunas nubecillas bajas. Dio instrucciones de recoger todo, las mochilas, los cobertores, las armas y acomodarse inmediatamente La tierra enrojecida

131

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 132

en el bote. El muchacho subió primero y los otros le iban alcanzando los bultos; los colocaban cuidadosamente en el fondo buscando distribuir su peso para mantener el equilibrio en la embarcación. Sólo faltaba que subieran los hombres. —Es mucha carga —dijo el chiquito—. Las hamacas de las mochilas y los cobertores ocupan mucho espacio y pesan bastante. —¡Pues a sacarlo! ¡No la pasaremos peor sin esas cosas! Ahora devolvieron todo a la playa y sólo conservaron las armas. Subieron el cayuco: primero Wilfrido y Urquizo, en una punta acomodados; Benjamín y Marín en el centro; y por último Felipe y Ramírez, en el otro extremo. El muchacho se situó en uno de los bordes, para manejar con alguna libertad el canalete. El bote comenzó a avanzar pesadamente. El sol daba de lleno en la cara y el muchacho hacía visibles esfuerzos por impulsar el cayuco. Felipe vio en el fondo otro remo e indicó a Marín que lo tomara para auxiliar al pequeño marino. Entonces pudo avanzarse mejor; al cabo de un rato, el bote se deslizaba sobre la superficie líquida con mediana velocidad. Felipe miró hacia atrás. Todavía pudo distinguir las mochilas abandonadas en la playa. Una espesa niebla parecía rodear el espíritu de estos hombres después de tres días de sentirse aislados del mundo, abandonados al hambre, a la angustia y a todos los temores en aquella playa pantanosa. Parecían sumidos en una especie de estupor, del que apenas se iban levantando. Esto era de nuevo la vida, las formas visibles de vivir. Felipe sentía el cuerpo laxo, flojo, débil, pero el ánimo bien dispuesto a consumar su propósito de escapar y regresar después. Esto no podía ser todo ni el asunto que se disputaba en Yucatán podría terminar así, de esta manera. El tiempo de la espera, en aquella playa, había pasado. El paisaje de la costa fue tomando un aspecto menos sombrío, más grato a los ojos, como si se amontonaran en él las reservas de luz. El aire era azul y a la distancia las nubes le proporcionaban un colorido rosa pálido que adquiría un tono encendido en el fondo, en la línea en que se unían cielo y mar. 132

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 133

Los hombres no quitaban los ojos de la costa; a ratos los volvían hacia atrás, por donde seguramente habría de surgir algo que tuviera relación con los acontecimientos anteriores. De pronto apareció en un recodo del mar, un poblado, menos aún, un modesto conjunto de casuchas de techos inclinados y paredes de un color blanquecino cercano al amarillo. Por simple instinto, Felipe sacó su reloj, que seguía parado y señalaba las cuatro de no sabía ya cuándo. Se puso luego las manos sobre los ojos para distinguir mejor. —¿Holbox? —preguntó al muchacho. —Es la entrada —contestó aquél—. El pueblo está más allá, detrás de aquella punta. —¿No será peligroso llegar directamente a Holbox? Puede haber tropas y no sabemos qué actitud ha tomado el gobernador de Quintana Roo —dijo Benjamín dirigiéndose a Felipe. El muchacho y Marín habían dejado de remar por un momento y el bote resbalaba suavemente sobre las aguas tranquilas. La playa formaba un codo bastante profundo, donde la calcinada arena y la frondosa maleza quebraban la uniformidad de la costa y hacían aparecer aquel rincón como un magnífico escondite. Por allí no sería difícil ponerse en comunicación con aquella otra vida del pueblo, tampoco encontrar alimentos a disposición de los fugitivos. Los seis hombres miraban aquel punto y seguramente tuvieron el mismo pensamiento. —¡Aquel lugar! —dijo Felipe—. ¡Hacia allá! Y Marín y el botero volvieron a impulsar el cayuco con los canaletes. Pusieron proa hacia el sitio designado por Felipe. Los demás, con las manos sobre los ojos para protegerse del sol y facilitar la visión, miraban fijamente aquella mancha gris de la playa. No se veía a nadie. —Tú debes conocer este sitio —dijo Felipe al chiquito. —¿Qué es aquí? —Es una pequeña ría —respondió el botero—. Allí en aquellas casitas, viven pescadores. Si se quedan aquí deben tener mucho cuidado, porque hay pantanos y bajos a los largo de esa playa. Propiamente es un lodo suave y peligroso. La tierra enrojecida

133

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 134

—Podremos esperar que anochezca. Mientras tanto, tú irás al pueblo y te informarás si hay tropas y en qué actitud están. ¿Podrás hacerlo? —Sí, señor. En todo caso, desde aquí verían cualquier movimiento. Aquella punta está casi enfrente de Holbox. Esta explicación le quitaba un poco de misterio al lugar y dio a los fugitivos una sensación de seguridad, como si tuvieran la posesión inmaterial de su conocimiento directo. El muchacho al mismo tiempo ofreció traerles algo de comer y esto acabó de infiltrarles ánimo y paz interior. Con los ojos y el espíritu concentrados en la costa comenzaron a distinguir mejor los árboles, aquel grupo de casas y la costa negruzca que lamían las olas en la orilla. Vieron cómo se acercaban los árboles y la tierra, y cuando el cayuco tocó fondo, apenas a unos metros de la orilla, saltaron rápidamente al agua y caminaron hacia la parte seca con la exaltación de sentir la naturaleza más cerca y más viva; era una sensación de descanso y de bienestar. La playa era como otras que suelen encontrarse en el oriente de la península, muy distinta a las que verdaderamente son playas de arena blanca en Progreso o Chabihau; era muy estrecha y subía en cuesta bastante pendiente hasta convertirse en tierra grisácea. Más allá, a distancia de pocos metros, comenzaba un bosque alegre y de colores encendidos, de árboles altos y robustos. —¡Vaya! —exclamó Benjamín—. ¡Al fin dejamos atrás aquel infierno! Bajaron todos y el botero se dispuso a marchar al pueblo. Felipe tenía los ojos fijos en aquel bosque y su mirada verde brillaba con la luz del atardecer. Durante las últimas horas, a bordo de esta pequeña embarcación, no había podido estirar las piernas por temor de poner en peligro la estabilidad. Ahora podían estirarlas, caminar confiadamente, respirar a pleno pulmón y hacer proyectos. Todo les pareció que se iba aclarando. El muchacho arrastró al cayuco hasta ponerlo en lugar seguro y se dirigió a Felipe: —Me voy, don Felipe, para regresar pronto. —¿Y el bote? ¿Lo dejas? 134

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 135

—Sí, señor, por si acaso lo necesitan ustedes. Yo iré caminando, por aquí, y ese pedazo después de aquella punta lo pasaré a nado. Felipe despidió al muchacho; le tendió la mano; luego, lo abrazó, las rayas de su cara adquirieron notable relieve. La chispa de sus ojos se iluminó con un brillo especial, como si tratase de manifestar algo que en este momento no era posible analizar y ni siquiera completar. —Te esperamos —dijo nada más—. Y ojalá y pueda venir también tu padre, para que yo lo conozca. —El chiquillo echó a correr pisando la espuma de las olas. Era moreno, pequeño, de apenas diez o catorce años, y llevaba solamente el calzón, arrollado a la altura de las rodillas. El reflejo del mar recortaba su silueta. Felipe lo vio brincando entre el agua, lo vio desaparecer y rebotar después y ganar al fin aquella punta de tierra que asomaba frente a Holbox. —Entre unas cuantas horas, a lo sumo, estará de nuevo aquí. Esta es mi gente —comentó Felipe—. Ya se echó al agua. Ahora está nadando y pasará al otro lado para seguir corriendo y llegar a ver a su padre. Ni siquiera sintieron cómo fue anocheciendo. Posiblemente el cansancio los rindió; quedaron dormidos sobre la arena revuelta, dura y negruzca. De pronto, en el linde entre el sueño y la vigilia, Felipe oyó el ladrido de un perro. Abrió los ojos y no logró ver sino las sombras que se recortaban sobre el fondo pálido del cielo, dos sombras que avanzaban hacia ellos por la orilla del mar; y de nuevo el ladrido que se acercó y pasó brincando sobre los hombres dormidos. El perro olfateó a cada uno cuidadosamente, corrió con saltos irregulares en dirección a las sombras que seguían avanzando y volvió hacia los fugitivos que para entonces ya habían alzado la cabeza; el perro alzó la pata trasera sobre un pequeño promontorio de arena y lodo; y orinó; se acercó más y ladró otra vez, después de olfatear. —Felipe ya estaba en pie, con el rifle en la mano y la mirada atenta. Los otros apenas se hincaron y levantaron sus pistolas. —¿Quién es? —grito Felipe. La tierra enrojecida

135

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 136

—¡Yo, don Felipe! —y emprendió también la carrera hacia ellos el muchacho, hijo de Benigno Jiménez. Se adelantó para recibirlo y vio que lo acompañaba un hombre de cara tostada y anchos hombros, robusto, que se quitó el sombrero unos pasos antes y se detuvo respetuosamente. —Es mi padre —dijo el chiquito—. Le dije que usted quería conocerlo y no me dejó regresar solo. Felipe vio a un hombre que le extendía la mano abierta y le sonreía con una limpieza de expresión de la que tuvo la sensación que hacía mucho tiempo no veía. En la penumbra del anochecer parecía más moreno. Usaba una camisa azul anudada en la cintura y abierta en el cuello, pantalones de dril blanco y zapatos de cuero resquebrajado. En la mano izquierda sostenía un sombrero negro, blancuzco por el polvo y el sol. Su rostro reflejaba satisfacción, casi alegría, y una hilera de dientes blanquísimos se dejaba ver insistentemente. —Benigno Jiménez, servidor de usted, don Felipe. Y Felipe tocó una mano gruesa, ruda, rasposa, de hombre que se gana la vida con ella. Todo aquel hombre transpiraba fortaleza y humanidad. Dijo su nombre y sonrió de nuevo, con una especie de entusiasmo que le animaba el rostro. Saludó a todos y de nuevo se dirigió a Felipe: —Aquí cerca, en una casita de aquellas podrán pasar la noche. Cuando esté más obscuro yo los llevaré. —Gracias, Benigno Jiménez. Hemos pasado tres días malos y necesitamos comida, descanso, para continuar. Se volvió rápidamente hacia su hijo y le tocó la espalda. A ver la canasta —dijo, y volvió a sonreír—. Mi mujer hizo unos salbutes y unos panuchos, pensando que tendrían ganas. Tomó de las manos del muchacho la canasta, cuya boca venía cubierta con una servilleta, y la entregó a Felipe. Los otros se acercaron y metieron las manos ansiosamente; sacaron los panuchos, los salbutes, y dieron también con una botella que contenía agua. Mordieron los trozos de tortillas rellenas de frijoles refritos y de picadillo de carne, y nadie habló hasta que no va136

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 137

ciaron completamente la canasta. Benigno Jiménez los observaba como si nunca hubiera visto comer con tal precipitación y tal voracidad a un ser humano. Comieron de pie, sorbieron el agua del botellón y luego se pasaron la manga sucia de la guayabera para limpiarse la grasa de la boca. Aquel encuentro con el hombre que les facilitaba el camino, que les proporcionaba un sitio tranquilo y techado para reponerse y les entregaba comida, tenía necesariamente que corresponder a un destino mejor para ellos, era forzosamente el anuncio de que la suerte los favorecía otra vez y de que la situación iba a componerse quizá definitivamente. Felipe y Benjamín fueron los primeros en volver a la vida. Primero fue Benjamín: —Ahora, a ver las noticias. ¿Hay tropas en Holbox? —¿Soldados? No, no hay —contestó el hombre—. Dos policías con los encargados de cuidar el orden en el pueblo. Y a veces no están, porque son pescadores y salen en su bote. —¿Y alguna otra gente armada? —Algunos tenemos escopetas, pero nada más. El grupo había formado un círculo alrededor de ellos. Inclinaron algunos la cabeza para oír mejor. Entonces preguntó Felipe: —¿Podríamos conseguir una canoa-motor? Necesitamos llegar a Isla Mujeres . —Puede ser, puede ser. Mi compadre Avelino tiene una. Y si no dispone ahora de ella, pues ahí está el dueño de la tienda “El Salvamento”. Creo que la podría prestar. El sol había declinado completamente, hacía rato. Estaban hablando en la obscuridad. —Muy bien —dijo Felipe—. Confiamos en usted, Benigno Jiménez. El servicio tiene que hacerlo completo. Se prendieron unas luces a los lejos, en dirección donde habían visto las casitas de paredes amarillentas. Después de un breve silencio, el padre del muchacho dijo: —Creo que ya podemos llegar. Es donde está la primera luz. Y se encaminaron detrás de él. El cielo había adquirido un tono gris y la luna parecía un rasguño delgado y luminoso La tierra enrojecida

137

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 138

muy cerca del horizonte. Marcharon en silencio y remontaron la pendiente lodoza produciendo con las botas un crujido bajo sus pies. Benigno Jiménez los condujo a través del lodazal hasta topar con una reja de madera, detrás de la cual podía verse ya la silueta de una construcción chaparra de techo inclinado. El hombre abrió la puerta de la reja con la seguridad de quien está en sitio propio y atravesó un patio en el que había tendida en una soga la red de pescar, y en el rincón un amontonamiento de piedras y enseres indefinibles. Al aproximarse a la entrada apareció un mozo en el cuadro iluminado de la puerta de la casa. En el interior un quinqué despedía una luz pálida, amarilla, un poco gastada. —Aquí es —dijo Benigno Jiménez—. Entre usted, don Felipe. El rumor del mar llegaba confuso, vago. El mozo esperó y se descubrió cuando los hombres entraron al cuadro de luz; luego se hizo a un lado y dejó pasar a los recién llegados. —Buenas noches —dijo sumiendo la barba en el pecho. —Buenas noches, José. ¿Está dispuesto todo? —interrogó Benigno Jiménez. —Sí, casi todo. No encontré más que dos hamacas. El perro se había adelantado y movía la cola ruidosamente en el aire mientras iba de un sitio a otro, de una persona a otra, y estiraba el pescuezo para olfatear. Por momentos ladraba, sin dejar de mover la cola con evidente satisfacción. Al fin se pegó al muchacho del bote y éste lo sujetó por el collar de cuero con toda la apariencia de una mecánica corporal acostumbrada. Benigno Jiménez explicó a Felipe la situación de la casa con respecto a las otras; era la primera, en realidad cerca del mar y no muy alejada del sitio donde habían dejado el bote; el piso era de cemento y estaba limpio y allí podían acostarse quienes no alcanzaran lugar en las hamacas; él regresaría poco antes del amanecer para informarles acerca de la canoa-motor que trataría de conseguir; en aquel rincón había un anafre con carbón que podían encender si querían calentar café de la olla que estaba sobre la mesa del fondo. 138

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 139

Esta explicación fue acompañada de la misma sonrisa limpia y fresca, ahora más apreciable a la luz del quinqué. Y terminó: —Este chiquito se queda aquí, por si ustedes necesitan alguna cosa. Ya me voy, para que descansen. —Buenas noches, amigo Jiménez. Y Felipe le palmeó la espalda como prueba de agradecimiento y de confianza. Con los fugitivos quedaron el muchacho y su perro. Los seis hombres miraron perderse en la obscuridad la silueta ancha y robusta de Benigno Jiménez y permanecieron de pie por unos segundos, en silencio, absortos ante su actitud, más conmovedora por su sencillez, por su naturalidad. Su sinceridad fisiológica parecía responder a su salud moral, y aún esta vigilante modestia con que acudía a las urgentes necesidades de los fugitivos era, indudablemente, producto de una idea no sólo política o de partido sino de su simple y natural condición humana. Sortearon las hamacas. En una irían Benjamín y Ramírez; en la otra Wilfrido y Marín. Felipe se acomodó en un rincón limpio; arrolló su guayabera sobre el ancho sombrero de jipi y la puso de almohada. Urquizo se acostó también en el suelo, al otro lado. El muchacho se echó junto a su perro, con las piernas encogidas y las rodillas pegadas. —Ahora sí creo que mañana salimos de esto —dijo Benjamín—. Ahora sí estoy seguro de que de aquí en adelante todo será fácil. —A dormir —ordenó Felipe, y apoyó la cabeza sobre la improvisada almohada. No necesitó repetirlo. El silencio se hizo uno solo y pareció que el mundo estaba de nuevo en orden. La agilidad con qué el sueño los venció y los ayudó a estirarse y a respirar pausadamente, había encontrado su apoyo no sólo en la acumulada fatiga física y mental sino en el valor renacido y en la certidumbre de que habría un mañana esplendoroso y tranquilo. El perro ladró y levantó las orejas. Alguien se acercaba, indudablemente. Felipe alzó la cabeza para escuchar, con la sensación de que apenas acababa de cerrar los ojos para dorLa tierra enrojecida

139

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 140

mir. Escuchó pasos por el patio, pasos que se acercaban entre las sombras hacia la puerta. El muchacho dio un salto y se asomó. Era su padre que se aproximaba, que trasponía ya el umbral y saludaba con el sombrero en la mano. Comenzaba a clarear. —Buenos días, don Felipe. Ya son las cinco. —¿Las cinco de la mañana? —Bueno. Faltan unos minutos. Pronto amanecerá. El hombre hizo una pausa, para pasear los ojos sobre los otros fugitivos que comenzaban a desperezarse y preguntó: —¿Cómo pasaron la noche? —Perfectamente, amigo Benigno. Parece que es primera noche en mi vida que duermo. Habían dormido más de ocho horas. El cielo tenía el mismo tono gris claro del atardecer, pero aquel delgado semicírculo de la luna había desaparecido y las estrellas palpitaban ahora con un brillo incierto. Los seis hombres se enderezaron poco a poco, mientras Benigno Jiménez preparaba el fuego para calentar el café. —La canoa-motor estará a cierta distancia de la costa, esperándolos —explicó—. Ustedes se embarcarán en mi bote y saldrán a su encuentro. No tengan ningún temor. Mi hijo los llevará y yo estaré en la canoa-motor para presentarlos con el motorista y el patrón. —¿A qué hora debemos estar allá? —preguntó Benjamín. —Inmediatamente después de la salida del sol. Apenas al amanecer. El desayuno fue rápido. Todo era optimismo... De no ser por las ropas sucias y las barbas crecidas y las figuras desordenadas, podría creerse que aquellos hombres consumaban en este momento el final de un tranquilo paseo. El rostro se les había aclarado; los ojos habían perdido esa expresión mortecina del día anterior. Al salir al patio pudieron ver el cielo un poco coloreado y en el horizonte las primeras líneas blancas que anunciaban el amanecer. Caminaron de prisa en dirección al sitio donde 140

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 141

había quedado el cayuco. Poco metros delante de la reja de madera, Benigno Jiménez se detuvo y se despidió: —Yo debo ir por acá, para no llamar la atención. Ustedes por allá. Nos veremos después, al rato, a bordo de la canoamotor. ¿Está bien, don Felipe? —Hasta pronto, Benigno Jiménez. Hasta dentro de un rato. Lo vieron dirigirse al pueblo, cuyas luces todavía alcanzaban a verse. Cuando llegaron al bote, después de salir a la playa, los hombres estaban bromeando. Ni por un momento sospecharon que la pequeña embarcación no pudiera estar allí donde la dejaron la noche anterior. Se acomodaron igual que antes, cada uno en la misma posición que cuando salieron de Río Turbio. El cayuco comenzó a balancearse. Felipe volvió el rostro. —¿Vamos? Creo que ya es buena hora. Benjamín miró hacia la playa y pudo distinguir una luz que se movía, una luz que no podía confundirse con aquellas del pueblo porque parecía saltar, avanzar, moverse en el aire como si fuese una linterna encendida que alguien trajera en la mano en carrera abierta. —¿Qué pasará? —se preguntó Felipe—. Alguien viene. Era Benigno Jiménez, jadeante, descompuesto, con una expresión de animal sorprendido. Se agarró del borde del cayuco con la respiración entrecortada. Traía una linterna en la mano. —¿Qué te ocurre, Benigno? Parece que hubieras visto al diablo. Respiró profundamente y con una mano señaló en dirección a Holbox. Y mientras los seis hombres lo observaban, dijo: —¡Allá! ¡Un pelotón de soldados! ¡Traen una canoa-motor grande! ¡Son muchos! Los hombres sintieron que los atravesaba un viento frío e impetuoso y que este viento los despojaba de toda certidumbre y los arrojaba a un pozo, tan súbitamente que ni siquiera les daba tiempo de hablar o de mirarse por fuera. Por un momento aquel soplo helado los dejó vacíos, sin nada de lo que hasta hacía un segundo llevaban dentro. Sólo Felipe acertó a decir: La tierra enrojecida

141

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 142

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora? —Si se acercan ustedes, los verían inmediatamente. Y no habría manera de escapar. —¿Nos escondemos en la casa, entonces? —Sería inútil. No tardarían en registrar todo el pueblo. Todavía cintilaban débilmente las luces de Holbox a la distancia. Todavía estaba obscuro. —La única oportunidad sería —propuso Jiménez— aprovechar la obscuridad, antes de que amanezca, y doblar aquella punta para alcanzar ese lado donde hay bajos y pantanos. Allí no podría llegar esa canoa-motor. Y esperar allí, ocultos entre la maleza, hasta que los soldados se vayan. —¡Lo que sea, pero pronto! ¿No les parece? —dijo Benjamín—. ¡Hay que hacer algo! Al comenzar a moverse el cayuco, todavía Benigno Jiménez gritó a media voz desde la playa: —¡Procuraré estar en contacto con ustedes! Ya les avisaré lo que ocurra! Les era difícil aceptar de nuevo esta situación, tan bruscamente surgida, en momentos en que ya veían segura la salida. Los fugitivos miraron al cielo, porque allí estaba su esperanza. Ahora les parecía que no eran suficientes tinieblas y que la delgada línea de luz que se iba afirmando en el horizonte era un peligro, una amenaza desagradable. Ahora era preciso obrar como si todo comenzara de nuevo. —No es posible que sepan que estamos aquí —dijo Felipe—. Y por esto precisamente procederán como si pudiéramos estar en cualquier parte, revolviéndolo todo, rebuscándolo todo. Sintieron fresco, un frío que no estaba en el aire. El muchacho y Marín impulsaban el bote con los canaletes en silencio, pausadamente, sin producir el menor ruido. Al cabo de un rato el chiquillo les avisó que estaban cerca de la punta de tierra y que allí doblarían para internarse en el recodo que formaba el mar. Vieron una sombra que flotaba sobre las aguas y que se movía en dirección a ellos. Sacaron 142

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 143

los remos del agua y dejaron que el bote se deslizara por inercia. —¡Agáchense! —ordenó Felipe. De pronto una luz brotó de aquella sombra, un rayo de luz frío y blanco que se balanceó un momento por encima del oleaje y luego se movió en zigzag. Los hombres en cuclillas vieron pasar por encima el reflector. —¡Son ellos! —exclamó el chiquito. Y para no despertar sospechas siguió moviendo el canalete cuando el rayo de luz lo alcanzó, lo cubrió por un segundo, y giró en otra dirección. Los hombres mantuvieron la cabeza contra el piso de la embarcación. —Me gustaría darle un balazo a ese reflector —dijo Urquizo. —No se enterarían de donde viene. —¡No! —repuso Felipe. Sería denunciarnos. Y no serviría de nada, porque pronto amanecerá y no necesitarán el reflector para buscarnos. La canoa-motor se acercaba. Se oía el ronco chas-chas y el ruido de las olas al ser batidas por la quilla. La luz del reflector rebotó sobre el agua y se elevó hacia las nubes y volvió a bajar en zig-zag, y al fin desapareció. Los seis hombres pudieron entonces alzar la cabeza y estirar el cuello en busca de la sombra perseguidora. —¿No nos vieron? —preguntó Ramírez. —No, no nos vieron, por fortuna. La próxima vez será más difícil ocultarnos. A lo lejos se oía aún el sonido del motor. Y otra vez surgió el rayo de luz, pero ahora en dirección contraria, hacia allá. —Van hacia Río Turbio —comentó Benjamín. Ojalá y no lleguen nunca. El reflector parecía registrar la playa, en un balanceo continuo, en un ininterrumpido movimiento, zigzagueando sobre médanos y lodazales. Se alejaba, se alejaba, y los hombres respiraron como un alivio. Marín volvió a tomar su canalete, ahora con mayor ímpetu. El bote dobló la punta de tierra y se internó en una obscura masa de agua removida y yerbas. La tierra enrojecida

143

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 144

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 145

13

El agua se introducía entre los matorrales; los arbustos habían crecido entre el agua, con los troncos endurecidos por la costra de salitre. El cielo había adquirido un reflejo dorado y la luz se difundía con claridad. El bote tropezaba a cada paso con hierbas acuáticas, sargazo o arbustos. Los hombres permanecían en silencio, auscultando el sendero de agua por donde se deslizaba ahora la embarcación, con las piernas encogidas y las rodillas juntas. Las últimas sombras se desvanecían entre la tupida maleza y el aire cobraba su primera transparencia gris. —¿Es por aquí? ¿Estás seguro? —preguntó Felipe al chiquillo. —¡Las veces que he recorrido este sitio! ¡Lo conozco mejor que mi padre, que nunca pudo encontrarme cuando venía a esconderme por huir del trabajo o de la escuela! Hizo una pausa, sacó el canalete del agua por un momento mientras oteaba a los lejos, y añadió: —Mire, señor. Por aquí saldremos al otro lado de la costa. Después de este pedazo malo, todo irá bien. Era un pantano. El muchacho desvió la ruta y penetró a un espacio más sucio todavía, más enmarañado, donde el agua se cubría de grandes manchas grisáceas y verduzcas. Allí se detuvo el bote. —¿Y ahora? —preguntó Felipe. —Un momento nada más. Si usted quiere, aquí esperaremos noticias de mi padre. O yo puedo ir y regresar inmediatamente —propuso el chiquillo. —Creo que será mejor continuar y salir cuanto antes de aquí. Al otro lado podría esperarnos la canoa-motor —opinó Benjamín. La tierra enrojecida

145

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 146

Wilfrido trató de estirar las piernas inútilmente. Marín conservaba el canalete en la mano y lo metió en el agua en posición perpendicular para medir la profundidad. —Apenas un metro —dijo. —¿Y cómo irías a ver a tu padre? —preguntó Felipe. —Caminando entre el agua o nadando, conozco bien esto —respondió el pequeño botero. No eran las penalidades y las fatigas lo que Felipe detestaba. Ya las conocía, de antes, y sabía sobrellevarlas. Era la persecución, la cacería abierta en su contra a la que se veía condenado; era también el temor de que estos hombres desfallecieran y se inundaran de miedo. En silencio, inmóvil, indeciso aún acerca de continuar la marcha o esperar allí, pensó de pronto: “Quieren desesperarme. Quieren hacerme gritar. Creen que si yo enloqueciera de furia y desesperación, habrían logrado su objeto”. Vio los rostros de sus compañeros y preguntó: —¿Continuamos? —¡De una vez! El muchacho impulsó de nuevo el bote. Marín hundió también el canalete que conservaba en la mano. Entre matorrales y yerbajos el bote tropezaba, se desviaba y volvía a tropezar. Al cabo de un rato salieron a un espacio abierto donde el aire soplaba en línea recta y el sol resplandecía. La punta de la playa quedaba ahora a la izquierda. Enfrente se veía el poblado de Holbox, tranquilo, apacible, recostado en una tierra blanquecina que se hacía arena delgada y suave al tocar el mar. La vida en la población había comenzado y se veían las siluetas de los hombres que caminaban por la playa y más lejos un grupo reunido en el pequeño muelle de madera. No se dieron cuenta de que la canoa-motor había asomado por aquella punta, hasta que la vieron venir hacia ellos. —¡Es la “Salvamento” —gritó el chiquillo. ¡Viene hacia acá! Y se disponían a levantar las manos para agitarlas al aire y saludar a quienes se acercaban, cuando por el mismo lado, en la misma punta de tierra, apareció la otra canoa-motor repleta 146

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 147

de soldados. Durante un momento los seis hombres permanecieron inmóviles, sobrecogidos por la sorpresa; y luego, con la desesperación del animal acosado hicieron esfuerzos por cambiar la dirección del bote y regresar al pantano que habían dejado atrás. En este instante el cayuco se volteó y todos cayeron al agua. Felipe oyó que la canoa que Benigno Jiménez conducía se desviaba y que el ruido de su motor se iba alejando. Por unos segundos quedó bajo el agua; luego sacó la cabeza al aire y vio que la otra embarcación se acercaba. Sus compañeros nadaban tratando de alejarse de aquel sitio. A poca distancia, vio a Benjamín y un poco más allá a Wilfrido. Comprendió que todo estaba perdido, que era inútil buscar desesperadamente el último recurso, puesto que ni siquiera los dejarían ahogarse. Oyó una descarga cerrada y pensó: “Esto es para intimidarnos, como si fuera necesario para que nos rindamos. No se atreverán a balancearnos aquí, seguramente”. Y siguió nadando, ya sin prisas. No podía distinguir a todos. No alcanzaba a ver sino las sombras de las cabezas flotando en el mar. Ni siquiera podía estar seguro de que estuvieran todos, de que alguno se hubiera ido al fondo con rifle, pistolas y cananas. El agua le azotaba la cara. “Rifles, pistolas, cananas. Para qué todo ello”, pensó. “Ni siquiera un tiro”. Poco después sintió que la canoa-motor se detenía junto a él y que unas manos se adelantaban para alzarlo y ponerlo sobre cubierta. “Ya está”, pensó. “Ya está. Siempre imaginé que éste sería el fin”. Cuando pudo ponerse en pie vio que ya estaban a bordo de la canoa-motor su hermano Wilfrido y Ramírez y Marín. Momentos después recogieron a Benjamín y Urquizo. —¿Están todos? —preguntó el oficial. —Falta el chiquito —dijo Felipe. Un rapazuelo que encontramos aquí. El oficial dio órdenes de buscarlo. La canoa-motor viró en redondo y corrió una distancia en línea recta; luego zigzagueó y se detuvo. Subieron al muchacho a bordo. La tierra enrojecida

147

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 148

—Tenemos que pasar por Holbox para dejar a este chamaco —dijo el oficial. ¿Cómo te llamas? —José Jiménez —respondió, sin más. —¿Qué hacías con esa gente? El muchacho guardó silencio y miró a Felipe como esperando alguna señal. —Es mejor que respondas de una vez —insistió el oficial— . ¿Por qué andabas con ellos? —Don Felipe es mi amigo. Por eso. Mi padre dice que no es malo ser su amigo, porque ha sido bueno con nosotros. —¿Quién es tu padre? —Benigno Jiménez. Vivimos en Holbox. El oficial alzó los hombros. Era un hombre delgado moreno, de nariz aguileña. Llevaba la gorra reglamentaria del Ejército, la camisa color kaki abierta en el cuello y con las mangas enrolladas hasta el codo, y el pantalón verde sostenido por el ancho cinturón del que pendía, sobre la cadera derecha, la pistola calibre 45. Se volteó hacia los prisioneros y preguntó: —¿Usted es Felipe Carrillo Puerto, verdad? —Sí, subteniente. Ese es mi nombre. —Soy el subteniente Leopoldo Mercado. Tengo instrucciones de conducir a usted y a sus acompañantes a Chikilá, con las debidas garantías. Pueden estar tranquilos. Y acomódense como les convenga. ¿Tiene armas? —En el bote había unos rifles y algo de parque. Todo se perdió. Mi pistola aquí está. Felipe entregó la suya. El oficial recogió las de los otros. Un soldado sacó unos cajones a cubierta y allí se sentaron los prisioneros. Al avanzar el día, el aire se hizo más caliente. En Holbox se detuvo la canoa-motor lo suficiente para entregar al muchacho botero. En el muelle se había agrupado la gente. De pie, en una de las esquinas de madera, sostenido en un barrote donde había amarrado la cuerda de un cayuco, estaba Benigno Jiménez con los ojos brillantes bajo el mismo sombrero negro manchado de polvo, pero con otra expresión en el rostro; no tenía la sonrisa de antes ni aquel aire de con148

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 149

fianza y satisfacción. Vio bajar a su hijo conducido por un soldado y se adelantó a recibirlo con las mismas manos gruesas y ásperas. Felipe lo vio hablar con aquel soldado y luego, sin preámbulos, abrazar al muchacho. Pidió al oficial permiso para bajar también. Otro soldado lo condujo hasta donde permanecía de pie Benigno Jiménez con los ojos fijos en él. Se dirigió a él y le estrechó las manos. —Quiero que usted conserve esto que es lo de más valor que ahora tengo —y sacó de su bolsillo el reloj Longines, parado a las cuatro de un día cualquiera, y su tarjeta roja de la Liga Central de Resistencia que llevaba el número 1. —Muchas gracias, don Felipe —respondió el hombre—. Yo hubiera querido hacer más, pero no fue posible. —Ya lo sé, Benigno Jiménez. En alguna parte leí algo acerca de la infalibilidad de los acontecimientos. Sucederá, pues, lo que tenga que suceder. Le dio un abrazo y regresó a la canoa-motor. Los otros prisioneros habían permanecido acodados en la borda, con centinelas de vista. En la proa estaba el oficial Mercado, espiando los menores movimientos de la gente en el muelle. —¡Adiós, Benigno Jiménez! —gritó Felipe agitando la mano. Desde la esquina del muelle, el hombre levantó el sombrero y lo movió de un lado a otro como despedida. Bajo los rayos del sol, le brillaba el sudor en la cara.

La tierra enrojecida

149

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 150

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 151

14

La víspera de Navidad las calles de Mérida se encharcaron y el agua goteaba de los tejados. Hacía un poco de fresco, de humedad más bien. El cielo se había nublado desde dos días antes y las gentes apercibieron sus paraguas. Las calles se veían desiertas y sólo en las puertas de algunas casas y en los Cafés de los portales de la Plaza Grande habían pequeños grupos que hablaban en voz baja, que no era suficiente para ocultar la inquietud tensa que los sobrecogía. Los grupos se dispersaban con cuidado infinito y silencioso, con los ojos atentos a cualquier rostro extraño, y cada quien caminaba aprisa, con el paraguas abierto. Las puertas de las casas se cerraban. Al ruido de algún automóvil, las ventanas se entornaban con disimulo y asomaba un rostro con la misma inquietud en la expresión. No dudaba a donde iría. Sabían todos que ese automóvil, y cualquiera otro que lo siguiera, se enfilaría por la calle 59 y subiría a todo lo largo de ella hasta asomar a la esquina del Parque del Centenario, rodear los jardines del frente y tomar la callejuela que conducía a las puertas de la Penitenciaría “Juárez”. Y estaban seguros también de que descenderían de él, para entrar al amplio edificio, oficiales y jefes del 18 Batallón, o soldados con el rifle amartillado y la mirada vigilante. Así pasó aquel día, entre carreras de veloces automóviles que bajo la llovizna, por momentos más tupida, arrancaban del patio del Palacio de Gobierno, frente a la Plaza Grande, y tomaban el rumbo de la Penitenciaría “Juárez”, para luego regresar por el mismo camino. Otros, se dirigían a la Estación Central del Ferrocarril, y volvían con igual velocidad. Pero las gentes reunidas en torno a los Nacimientos y a las mesas donde se acomodaba la merienda de las Novenas, en el inteLa tierra enrojecida

151

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 152

rior de las casas, ni extrañaban que lloviera ni se sorprendían que oficiales y soldados ocuparan las calles que estaban acostumbrándose a ver patrullar desde hacía más de dos semanas. Les extrañaba que habiendo dado por libre a Felipe, en algún sitio de la costa, o calculado que hubiese alcanzado ya La Habana, el hombre hubiera sido aprehendido precisamente donde era fácil saber los puntos de salida o conocer la imposibilidad de escapar. El rumor fue creciendo rápidamente. Llegaría a la Estación Central por el tren de oriente, escoltado por un piquete de soldados. Y con él, llegarían también sus compañeros de fuga. La noticia fue confirmada por la “Revista de Yucatán”, ese mismo día víspera de Navidad, con su reconocido estilo periodístico. “Ayer a las 3 de la tarde —venía la declaración del propio Felipe al corresponsal del periódico en Tizimín—, después de sufrir engaño vil del encargado del Cuyo, y de pasar penalidades sin cuento, tuvimos que ocurrir a un barco que estaba frente a nuestro escondite Río Turbio. Dicho barco distaba más de 2 kilómetros de la playa, entre bajos y pantanos. Tuvimos que hacer balsas para poder alcanzar dicho barco, con el cual navegamos ayer, hasta llegar a Holbox. No pudimos entrar, debido a que encalló el barco. En esos momentos pasaban frente a nosotros, a gran distancia, fuerzas federales. Después de llamarlas muchas veces, y no pudiendo acercarse a nosotros, nos echamos al mar Benjamín y yo y dos compañeros más, dirigiéndonos a Holbox, caminando o nadando, hasta encontrarnos con los botes en que venían las fuerzas, a quienes nos presentamos y entregamos. Benjamín, en un bote, fue hasta nuestro barco para entregar 4 rifles y algún parque que teníamos. Allí recogieron a Edesio y Wilfrido y a los demás amigos. Esa misma tarde se presentó el capitán José Corte, quien nos ha tratado con toda amabilidad, lo mismo que su gente. El subteniente Leopoldo Mercado fue el que nos recogió en su bote, dejándonos en Holbox al cuidado de una escolta. En la propia tarde nos fuimos a Chikilá y de allí al Ingenio, en donde pasamos la 152

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 153

noche, hasta las 2 de la mañana, hora en que salimos para esta villa, en carreta y caballos, a la cual llegamos a las 8:15 de la noche de hoy”. En realidad, Felipe no tenía interés en saber quién lo conducía. No se preocupaba de ello, porque creía saber adónde iba, adónde lo llevaban. Tampoco le preocupaba por qué había sido perseguido. Pero las gentes, en Mérida, sostenían la idea de que el número 13 sería otra vez de mal agüero, si es que en realidad los que ahora eran traídos completaban con aquellos otros que ya estaban en la Penitenciaría “Juárez”, ese número cabalístico. No faltó quien asegurara que esto del número 13 era una simple casualidad y que el talento del comandante militar Ricárdez Broca y del Jefe de la Plaza, Hermenegildo Rodríguez, iba a quedar probado en un proceso cuya sentencia sería el menosprecio de los fugitivos y la indiferencia por una libertad que no ofrecía para ellos el menor peligro. Lo cierto era que en las primeras horas de la madrugada se había visto llegar a la Estación Central un piquete de soldados que se posesionó del andén principal. Pocas horas después, apenas apuntando el amanecer, el movimiento de tropas había crecido en esta misma dirección y en la que conducía a la Penitenciaría “Juárez”. Ricárdez Broca mismo llegó en un automóvil, con su escolta personal y un grupo de oficiales, y dispuso que el piquete de soldados avanzara hasta los talleres de “La Plancha” y que se estacionase en el entronque de las líneas de la división poniente y la división oriente. La gente adivinó entonces el peligro que venía de oriente. No sabía el número exacto de la patrulla que había salido en busca de Felipe ni las horas invisibles que quedaban para que aquel tren que lo traía se detuviera en los patios de la Estación. Con la esperanza de que algo ocurriera, los curiosos comenzaron a colmar los andenes. Y ahora, cuando ya amanecido, llegó el tren militar que se había despachado a Tizimín y que venía como explorador, pudieron darse cuenta de que esta tropa ocupó uno de los convoyes donde venían los presos, para aumentar la escolta que desde “La Plancha” y en el mismo La tierra enrojecida

153

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 154

tren condujo directamente a Felipe y a sus compañeros hacia la Penitenciaría “Juárez”. Para ello, era preciso rodear la ciudad siguiendo la vía del tren de Campeche, hasta llegar a espaldas de la prisión. Y los curiosos se volcaron hacia allá, formaron luego un solo grupo, compacto, inmenso, y así se mantuvieron detrás de las cuatro filas de soldados que resguardaron el paso de aquellos hombres, cuando éstos descendieron del tren, sucios, enflaquecidos, con la barba crecida y el cabello en desorden, atados de las manos y las bayonetas picándoles las espaldas. Entonces, ante aquel aparato de fuerza militar, las gentes pensaron en lo peor y en que no sería ninguna casualidad la indiferencia con que esas autoridades y su jefe militar permanecerían si en un momento aquellos presos desaparecían o eran asesinados. Felipe ni siquiera pudo detenerse un segundo entre aquellas cuatro filas de soldados, ni siquiera para reconocer a los suyos que podrían estar confundidos entre aquella multitud de curiosos. Vestía un pantalón de dril sucio y una guayabera desgarrada y sucia; se cubría con un sombrero de huano de ala ancha; llevaba enrollado al pecho un cobertor gris sucio. Detrás de él, con parecida guardia, fueron bajando uno a uno sus compañeros, con igual aspecto de abandono y miseria. Franquearon la puerta de la Penitenciaría y Felipe sintió de nuevo en el rostro el aliento podrido y caliente que salía de las bartolinas; quiso detenerse, pero brazos tensos y duros lo empujaron y las bayonetas tocaron sus costillas. Lo llevaron a un salón, que él se esforzó en reconocer, y de pronto se escuchó la voz de “¡alto!” y se vio entonces frente a un hombre gordo, de enorme vientre, alto con un águila en la gorra militar y un fuete de manatí en la mano con el que golpeaba rítmicamente sus botas federicas. Aquel hombre lo contempló y luego habló por primera vez: “¡Usted...!” y Felipe supo entonces quién era y qué cosa quería. Lo reconoció en el acto, en un segundo, y sin la menor sorpresa. La sorpresa habría sido de aquel hombre que lucía el águila de general del Ejército, si hubiera sabido lo perfecta154

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 155

mente bien que Felipe estaba conociéndolo y viendo sus verdaderos propósitos. Ya sabía su nombre, y en los años que él gobernó aquellas tierras no habían hablado cincuenta palabras; pero en la vida de Felipe este hombre se hacía en un momento un ser definido, absolutamente conocido, sin sorpresas. Lo escuchó en silencio, mientras lo observaba, y pudo darse cuenta de que el hombre lo odiaba y le temía tanto como hasta para evitar que le ocurriera algo que no viniera de sus manos directamente. Al tercer día la inquietud llegó a su límite, porque trajeron de Motul a otros presos, parientes y amigos de Felipe, bajo la acusación de andar fraguando una conjuración para levantar a los campesinos en favor de Felipe. Y éste, desde su celda número 43 de la galera 2, los vio llegar y advirtió el temblor de sus guardianes. Y como después de su aprehensión y de su entrevista con el hombre gordo que usaba el águila de general en la gorra, el mecanismo de la esperanza no le funcionaba normal y fácilmente, se dijo: —¿Qué te parece, mi viejo Xpil? Yo creo que ahora ya tienen suficiente material para comenzar la función. Estaba acostado en la tarima de madera, con los ojos en el techo, cuando oyó girar la cerradura y vio que se abría la puerta de su celda. Entró a tientas un hombre elegante, con un puro en la boca, vestido con un traje blanco de dril número ciento, bien planchado y brillante; luego que se hubo acostumbrado a mirar en la penumbra, le habló: —Don Felipe, creo que vengo a ser su salvador. Todo podría remediarse, si nos arreglamos a tiempo. Usted necesita un defensor y a mí me gustaría ver que usted solicita mis servicios. Y tosió ligeramente. Felipe no dijo al hombre que también ya lo conocía. No hizo ningún ruido, esperando que concluyera de hablar y dijera todo lo que le habían enseñado. Aquel hombre hizo una pausa, volvió a toser, y se acercó a Felipe hasta casi rozarle la oreja con los labios. —Si usted puede reunir cien mil pesos, yo me comproLa tierra enrojecida

155

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 156

meto a obtener su libertad. Eso sí. ¡En oro! ¡En oro! Y rozó ligeramente los dedos del pulgar e índice de su mano derecha, con una señal significativa que se usa para designar dinero. Felipe lo miró de nuevo, se incorporó de su tarima y tocó el piso con los pies. Y cuando estuvo de pie lo envolvió en una mirada agresiva, penetrante, que aquel hombre no pudo resistir: —¡Cien mil pesos en oro! ¡De dónde tomo cien mil pesos en oro! —exclamó Felipe con una carcajada. Y de pronto, lo tomó por la solapa del saco: —¿Quién lo mandó a usted? ¡Dígame! ¿Quién le dijo que viniera a pedirme dinero para salvarme? El hombre se encogió y apenas pudo musitar: —Nadie, don Felipe, nadie en particular. Pero no faltan amigos, usted sabe, familiares, fanáticos del partido. Usted firma un documento por esa cantidad, por ejemplo, una letra de cambio, un pagaré a la vista. Ya en completa libertad a usted no le será difícil reunir ese dinero y rescatar el papelito. Esperó un momento el efecto de sus palabras. Y luego: —¿Acepta? —preguntó. Felipe seguía mirándolo fijamente; exhaló un suspiro y aflojó la tensión de sus músculos. —¡No pensé nunca en la enormidad que vale mi persona! ¡Cien mil pesos en oro! Si hubiera estado en otras condiciones, habría rechazado las proposiciones de aquel hombre. Dio unos pasos y no lo pensó mucho: —Muy bien, licenciado. Acepto. Entonces el hombre suspiró a su vez, como aliviado de un peso enorme, y después sonrió con todos los signos de la satisfacción. Sacó del bolsillo interior del saco la cartera y de ésta extrajo un documento en regla por la cantidad indicada. A continuación extrajo de otro bolsillo su plumafuente y la tendió a Felipe, en silencio. No era posible dudar de lo bien que el hombre había calculado el tiempo y la respuesta. Ape156

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 157

nas hubo firmado Felipe, se abrió de nuevo la puerta de la celda y apareció el guardián. —Hasta mañana, don Felipe —dijo el licenciado—. Le traeré buenas noticias. Lo felicito. Y se guardó el documento en el bolsillo. Fue cosa de minutos, de muy breves minutos, la entrevista. Todo ocurrió demasiado de prisa, como si estuviera bien premeditado y no cupiera duda alguna acerca del resultado. El hombre se marchó y Felipe volvió a quedar sumido en el silencio y la inmovilidad, con la sensación de que no encontraba cómo empezar a esperar y terminar de maldecir. Al día siguiente se repitió la visita del licenciado. Pero el hombre vino con mayor seriedad, más dueño de sí, más pausado el tono de su voz. Felipe estaba en su rincón, sobre la tarima, y ni siquiera se movió, como si ya supiera lo que el otro iba a decirle. En realidad no dijo mucho, apenas pronunció unas palabras, terminantes, y volvió la espalda. Tampoco esto fue sorpresa para Felipe. —Lo siento, don Felipe. Del otro lado han dado ya doscientos mil pesos por su fusilamiento. Si usted me hubiera llamado antes... —¿Doscientos mil pesos? ¿Y también en oro? ¿Quiénes han sido? —preguntó con la seguridad de oír lo que ya sabía bien, lo que no podía ignorar desde su entrevista con Ricárdez Broca. —Sus enemigos, don Felipe, los hacendados. Lo siento. No hay nada qué hacer. Vio Felipe que no había más razones para que este hombre estuviera aquí que las que había habido desde el primer día para que no hubiese venido. Y ya se disponía a salir con la misma sombra en el rostro, cuando se detuvo y exclamó con una lucecita turbia en los ojos: —¡A no ser que la Liga Central de Resistencia y todos sus compañeros socialistas reunieran trescientos mil! ¡Eso sería magnífico! Felipe se agazapó en su tarima que le servía de lecho y de La tierra enrojecida

157

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 158

asiento y pegó un manotón en la pared. De nada le valió, a no ser para desalojar algo de los nervios y provocar la huida precipitada de aquel hombre. Se acostó y al poco rato estaba dormido.

158

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 159

15

Al medio día del 2 de enero corrió por todo Mérida la voz de que había comenzado el proceso. A los cinco minutos de haberse sabido, comenzó a reunirse gente en las afueras de la Penitenciaría. Los que tenían ocupaciones o eran empleados, pidieron permiso de salir. Algunos comerciantes cerraron sus establecimientos. Los estudiantes del Instituto literario abandonaron sus clases. Los Cafés de los portales de la Plaza Grande y el que se halla enfrente del Parque “Cepeda Peraza”, se vaciaron en un momento. Nadie, a pesar de sus esfuerzos, logró trasponer las filas de soldados del 18 batallón tendidas en las bocacalles que conducían a las puertas de la prisión. La función era a puerta cerrada. El Consejo de Guerra Sumarísimo había empezado a las diez de la mañana. Entre sus componentes estaban un coronel como presidente y dos tenientes coroneles como vocales, que pertenecían a la guarnición de la plaza. El juez instructor era el licenciado Hernán López Trujillo, un yucateco de aspecto benevolente que mostraba en el rostro una extrema palidez. Con los ojos ávidos en los que la expresión alcanzaba por instantes un fulgor de llama, uno de los agentes del Ministerio Público, el licenciado Manuel González, seguía el interrogatorio que el otro agente, un coronel llamado Vicente Coyt, había iniciado con el voluminoso expediente en las manos. Y el defensor, el licenciado Domingo Berny Diego, que por su parte tal vez veía lo que iba a venir antes de que viniera, mostraba una cara lisa, plana, en la que por momentos parecía fruncirse la comisura de los labios. A esa hora en punto, las diez de la mañana, Felipe vio llegar a su celda una escolta a la que acompañaba un grupo de civiles que fácilmente reconoció, y luego sintió que lo emLa tierra enrojecida

159

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 160

pujaban hacia la puerta, que la puerta se cerraba tras él y que era conducido a un salón de la propia Penitenciaría donde ya estaban doce compañeros suyos. Las puertas fueron cerradas y la escolta se instaló junto a ellas, con bayoneta calada y equipo completo. Entonces pudo saber Felipe que había un expediente en su contra y que en él aparecían las acusaciones por los delitos de violación de garantías individuales y otros de igual gravedad contra la paz pública, y que ni siquiera se consideraba absolutamente necesaria su presencia. Sus compañeros se quedaron atrás, formando un grupo. Y él fue obligado a avanzar, hasta colocarse frente a la mesa donde se habían instalado el presidente, el juez, el secretario y los vocales. Una vez allí, puesto de pie, Felipe oyó que los militares le hacían preguntas que él consideró inútil contestar. —Parece que nos se esfuerza usted por recordar —dijo el presidente del tribunal. —No puedo recordar lo que no sé —replicó Felipe—. Ustedes, jefes y oficiales delahuertistas, deberían saberlo o darse prisa por investigarlo. —Aquí en el expediente hay un telegrama en el que usted ordena varios fusilamientos. —No dudo que allí aparezcan, bien ordenadas, las peores cosas contra mí —aclaró de nuevo. El secretario, un Samuel Jiménez, leyó aquel documento que figuraba un telegrama-circular cuyo texto autorizaba a los presidentes municipales a fusilar, “acto continuo”, a cualquiera persona que tratara de favorecer a los rebeldes De la Huerta y Sánchez, “pues enemigos débense tratar así”. Mientras el secretario leía, Felipe pudo, en una mirada rápida que para él significó una sacudida, distinguir entre los asistentes al proceso caras conocidas que lo observaban con ojos que, al tropezar con los suyos, desaparecían o se nublaban de sombras. No hizo más que mirarlos, sin capacidad ya para el asombro o la sorpresa, ni siquiera para la indignación y mucho menos para el miedo. 160

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 161

—¿Con qué facultades ordenó usted que los fondos del Banco Nacional fuesen depositados en la Tesorería General? —preguntó en ese momento el coronel presidente del tribunal. —El señor Enrique Manero me hizo ver la conveniencia de poner a salvo esos fondos. Se temía un saqueo... –explicó Felipe. —¡Magnífico! Usted no quería que el pueblo, en un saqueo, se apoderaba de ellos. Y sin embargo hubo actos de pillaje y varias casas comerciales fueron saqueadas por la plebe. ¿Cómo explica usted eso? —Ni siquiera trato de explicarlo, pero acaso usted sí pueda explicarme por qué me cargan culpas ajenas, o inexistentes, sin la menor prueba. De lo del saqueo de los fondos del Banco Lacaud y de algunos establecimientos comerciales, me he enterado después. Y me enteré también de que eso ocurrió cuando las tropas que habían salido a combatir a los rebeldes de Campeche regresaron confabulados con aquéllos y penetraron al centro de Mérida en actitud hostil. Ya había salido yo de aquí. Sé que se improvisó una manifestación y que no faltaron holgazanes que entraron a saco en varios establecimientos. Sé también... —Usted responderá sólo cuando se le interrogue —interrumpió el presidente—. No nos interesa ni su opinión ni lo que usted sepa. Los hechos, nada más los hechos que figuran en este expediente. Y tosió ligeramente. Consultó de nuevo el voluminoso expediente y carraspeó: —¿Qué cargo desempeñaba usted en el Estado, en los momentos de ocurrir tales hechos? —No desempeñaba sino desempeño, como usted sabrá, el cargo de gobernador constitucional. Y seguiré siendo el gobernador hasta las próximas elecciones —hizo una pausa Felipe, y añadió—: o hasta mi muerte, si ocurre antes. —Entonces queda probado que usted es el culpable de todos aquellos acontecimientos delictuosos. La tierra enrojecida

161

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 162

—Sí, señor, si usted lo dice. Culpable hasta de este proceso, si a usted le parece bien. El presidente volvió a toser y dirigió una rápida mirada a sus compañeros del tribunal, que paseaban los ojos por aquellos civiles que permanecían a un lado del salón y espiaban por momentos la puerta del fondo, custodiada por la escolta de soldados. —Usted ordenó al Director de la Oficina de Correos que concentrara sus fondo en la Tesorería General. —No es cierto. —Usted ordenó los fusilamientos de Muna. —No es cierto. Nunca ordené tal cosa. El presidente volvió a consultar los papeles, tomó unas notas, y preguntó de nuevo: —¿Qué cargo político desempeñaba usted simultáneamente al del gobernador? —Desempeñaba entonces y sigo desempeñando, como usted podrá ver, el cargo de presidente de la Liga Central de Resistencia. Todo eso lo tengo encima en estos instantes y estoy bastante ocupado con ello. —Es indudable que usted se ocupaba mucho de los demás. ¡Pero no insista demasiado en su inocencia! Dése cuenta de que su situación es comprometida. Luego vinieron otras preguntas y otras respuestas. Y luego fueron sometidos a interrogatorio el licenciado Berzunza, Benjamín, Wilfrido y Edesio; y más tarde, Urquizo, Ramírez y los otros. —La opinión pública lo señala a usted como el director intelectual del asesinato del profesor Florencio Ávila y Castillo —dijo el presidente del tribunal al licenciado Berzunza. —No es cierto. Eso es una infamia. No tuve nada que ver con aquel crimen —respondió Berzunza. —¿Entonces, qué providencias tomó usted con motivo de aquel asesinato? —Volvió a preguntar el coronel. —Consigné el caso al Procurador General de Justicia y para dejar satisfecha a la familia de don Florencio le pedí que de162

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 163

signara al agente del ministerio público de más confianza. La familia pidió que fuera el licenciado César Alayola. El presidente revisó sus papeles. Miró rápidamente a sus compañeros. Y se dirigió de nuevo al licenciado Berzunza: —¿Por qué siguió usted a este señor en su fuga? —Porque me figuré que podría ocurrir algo anormal en esta ciudad y, además, como estuve con él en su apogeo, consideré justo seguirlo en su desgracia... A las 2 de la tarde se suspendió el juicio, para dar tiempo a que los miembros del tribunal tomaran sus alimentos; mientras tanto, los presos fueron encerrados en sus celdas, incomunicados. Para mayor seguridad pusieron una guardia especial en la puerta del calabozo de Felipe. A las 3 de la tarde se reanudó el Consejo de Guerra con el mismo acoso de preguntas e igual desesperación por encontrar los papeles acusatorios en el voluminoso expediente. Felipe vio que todo lo dominaban dos hombres que estaban allí desde el principio del proceso, que hablaron con el presidente y con el secretario y se marcharon; y que después de algunas horas regresaron y volvieron a hablar en voz baja, al oído del presidente y del secretario, y que ya nos se marcharon sino al anochecer. Vio también que estos otros hombres que lo interrogaban conservaban una tensa excitación cuando lanzaban sus preguntas en uno u otro sentido buscando en ellos alguna palabra que pudieran atrapar y esgrimir luego en su contra. Al cabo de las horas, ya al anochecer, tuvo entonces la impresión de que aquellos rostros estaban fatigados, y de que ya no otorgaban a lo que decían la suficiente importancia como para pensar que tenían necesidad de otros extremos inquisitivos. Ni siquiera se les advertía ya el deseo de continuar el interrogatorio. A las 2 de la madrugada el agente del ministerio público licenciado González formuló sus conclusiones. El Consejo de Guerra comenzó inmediatamente sus deliberaciones y a las 2 y 15 leyó sus sentencia en la que pedía, por unanimidad de votos, la pena de muerte para los trece acusados. Cuando se La tierra enrojecida

163

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 164

llevaron a éstos a sus calabozos, el presidente del tribunal telefoneó al Palacio de Gobierno en cuyo salón principal, despacho del gobernador, Ricárdez Broca, Hermenegildo Rodríguez y sus amigos esperaban el resultado. Treinta o cuarenta ojos se iluminaron, como si no necesitaran más que la confirmación de lo que ya sabían, cuando Ricárdez Broca dijo: —Bueno, señores. Todo está listo. Con los fusiles por delante, pero no podrán decir que no hemos cumplido con las formalidades convenientes. Y Hermenegildo Rodríguez destapó otra botella de coñac.

164

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 165

16

A las 3 de la madrugada se detuvo un automóvil a la puerta del garage “Chacmool”, en la calle 54, y descendieron de él dos militares que mostraban en su actitud la más desordenada nerviosidad. El mecánico Martín García creyó en un principio que iban a solicitar alguna compostura rápida; pero luego oyó que uno de ellos al encararse con él pedía con urgencia que les fuesen proporcionados dos choferes para conducirlos inmediatamente a la Jefatura de la Guarnición de la Plaza, y pensó en otra cosa, en algo peor, en un peligro incierto y vago. Estaba agachado lavando las ruedas del automóvil de un cliente, y no pudo de momento ni siquiera enderezarse. Pero sintió que le tocaban en la espalda y al alzarse vio que uno de aquellos oficiales tenía en la mano una pistola y le repetía, imperiosamente, la orden de buscar en esos instantes a los dos choferes que urgían, bajo pena de llevarlo preso. —¡Pero a quiénes puedo encontrar a esta hora! —protestó. No hay nadie en el garage. Vean ustedes. —Usted sabrá cómo le hace. Ese es su trabajo y por eso se le pagará. ¡Andando! Y el oficial adelantó la mano con la pistola empuñada. De pronto el mecánico recordó que en un rincón estaba durmiendo el chofer José Casanova. Se encaminó a la pieza que servía de oficina y encontró en el fondo envuelto en un cobertor sucio y de color moribundo, el bulto del hombre dormido. Lo tocó con un pie. —¡Eh, tú, Cañuto! ¡Despierta! Luego lo sacudió por los hombros. Cuando hubo abierto los ojos le explicó de qué se trataba. Adormilado, el chofer Casanova se puso en pie. Extrañado e interesado, al escuchar que este trabajo urgente era tan urgente que la orden estaba La tierra enrojecida

165

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 166

respaldada por una pistola reglamentaria. El mecánico y el chofer se dirigieron al automóvil de los militares y oyeron que uno de ellos decía con el mismo imperio: —¡Pronto! ¡A la esquina del “Gato!” En rigor Casanova acabó de despertar cuando sintió en el rostro el aire fresco de la madrugada. Las calles estaban desiertas y el aire llegaba un poco húmedo. El automóvil enfiló la calle 54 hasta alcanzar su cruzamiento con la 65; aquí doblaron a la izquierda y avanzaron a toda velocidad hasta llegar a la esquina con la 50. Era la esquina llamada de “El Gato”, y a un lado había otro garage. El automóvil se detuvo y bajaron los dos oficiales. Pidieron dos camiones para un servicio rápido. En uno se acomodó el mecánico García y tomó el volante. El otro quedó encomendado al chofer Casanova. Y ambos escucharon nuevas órdenes: —¡Al cuartel de Mejorada! Allí, tan pronto llegaron, el camión que conducía Casanova fue ocupado por un piquete de veinticinco soldados. El otro quedó vacío y García, al volante no hacía sino mirar con inquietud a su amigo. Otra orden, sin más: —¡ A la Penitenciaría! Y a correr con la máxima velocidad posible hasta salir a la calle 59 y tomar derechamente el rumbo de la prisión, en silencio, aturdidos sólo por el gruñido del motor. Hubo un momento en que Casanova casi no vio sino las manchas iluminadas del piso, sobre las que se aplastaban las luces de los fanales del camión. En unos minutos llegaron a la esquina del Parque del Centenario y rodearon los jardines de enfrente para alcanzar la puerta central de la prisión. Chirriaron los frenos y los dos camiones aminoraron su velocidad, para pasar lentamente entre las dos filas de automóviles que estaban acomodados en ambas aceras. Ya detenidos frente a la puerta, los soldados descendieron del camión y ocuparon sus sitios, en doble fila, junto a la guardia. García había quedado más adelante y desde su asiento del camión apenas lograba ver las siluetas de las gentes que se movían de un lado a otro, de un 166

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 167

automóvil a otro, y que se recortaban más claramente cuando entraban al cuadro iluminado de la puerta del penal. Buscó con los ojos el rostro de su compañero. Casanova estaba mirándolo también, con igual inquietud en la expresión. Pocos minutos después oyeron murmullo de voces, ruidos y carreras, y de pronto vieron aparecer, entre soldados, a Felipe y al licenciado Berzunza. Iban con las manos atadas a la espalda, sin sombrero, con la guayabera abierta, con la misma barba crecida con la que los habían visto bajar del tren del oriente hacía apenas unos días. Detrás de ellos, los demás presos. Un oficial los distribuyó en los dos camiones. En el que manejaba Casanova quedaron acomodados Felipe, Berzunza, Barroso, Urquizo, Ramírez, Wilfrido y el marino Rizo. En el que guiaba García, los otros. Eran trece en total, mal número. Los oficiales gritaban, daban órdenes, y aun golpearon con el cañon de la pistola a alguno que no logró subir con la prisa que exigían. En realidad, los movimientos de las tropas y los de los civiles no se ajustaban a un orden determinado. Al fin subió las escoltas a los dos camiones, y los soldados ocuparon sus puestos junto a los presos. Una vez ocupados los camiones, las gentes, oficiales y civiles, se esparcieron por la calle y fueron llenando los automóviles. Los vehículos conservaron las dos filas, tal y como se habían estacionado, para dejar lugar en el centro a los dos camiones. —¡Vámonos! —ordenó un oficial a Casanova. —¿Y ahora a dónde? —se atrevió a preguntar el chofer-. ¿Qué rumbo tomamos? —Rodee el Parque del Centenario y tome la calle 59 —respondió el oficial. García esperó que Casanova tomara la delantera, pues sus órdenes eran seguir al otro camión. “¡Si supiera adónde vamos!”, se dijo, con la intención de no creer lo que ya comenzaba a sospechar. Detrás de los camiones venía el cortejo de automóviles repletos de gente. La ciudad seguía dormida. Los pequeños focos de la esquinas apenas despedían una luz incierta, débil. Casanova vio su reloj. Eran exactamente las La tierra enrojecida

167

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 168

4:30 de la madrugada. “¡Ya no podré dormir en todo el día!”, pensó, mientras pisaba el acelerador. Al llegar a la Plaza de Santiago recibió orden de voltear sobre la 70, a la derecha, y entonces la idea que venía rumiando le llegó con claridad. “¡Vamos al Cementerio!” “¡Si yo pudiera saber...!” No fue la humedad del aire que precede a la madrugada lo que le hizo sentir un calosfrío. Al doblar sobre la calle 70 trató de ver a su amigo que venía guiando el otro camión. No pudo y en ese momento apareció un carro repartidor de leche que venía en sentido contrario. Con los ojos desorbitados ante este cortejo inusitado, el lechero subió su vehículo a la banqueta, chicoteando al caballo, sujetándolo con los brazos tirantes, para dejar el paso libre. Más allá, casi en la esquina de la Cervecería, un panadero se detuvo sujetando su “globo” con una mano, absorto, contemplando el desfile de vehículos a esa hora desacostumbrada. Los oficiales ordenaron imprimir mayor velocidad a los camiones. En un momento pudo ver Casanova el rostro de Felipe. Iba quieto, sin el menor gesto en la cara, sereno. Era posible que estuviera agotado. Era posible que esa apariencia fuese de absoluta serenidad. Su aspecto, eso sí, era de miseria. Ni siquiera movió la cabeza cuando Casanova lo miró. Todo él era más bien una sombra. Cuando llegaron, las puertas del Cementerio estaban cerradas. Un teniente recibió orden de saltar las tapias y avisar al velador para que abriera las rejas. Fue una espera nerviosa, de tos y carrasperas. A los pocos minutos, con el sueño aún en los ojos, con la boca entreabierta de sorpresa, el empleado se acercó, movió las cerraduras y dio paso a los vehículos; detrás de éstos, se volcaron los automóviles sobre la avenida central. El cortejo se detuvo frente a la casa principal, al fondo. Bajaron los soldados y se enfilaron frente al paredón que formaba el costado sur del edificio. Casanova y García se dieron vuelta para mirar otra vez a los presos. En silencio, graves, con los cabellos enmarañados, ceñudos, los vieron bajar de los camiones y caminar entre la 168

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 169

penumbra del amanecer. Un civil se adelantó y habló en voz baja, casi al oído del oficial. Al parecer el oficial lo escuchó y le replicó algo en el mismo tono discreto. Casanova pudo verlo bien. No era un oficial, era un jefe, un coronel, con tres estrellas doradas en la gorra. —Tenemos que apurarnos —oyó que decía. —No tardará en amanecer y no tengo ningún deseo de que el sol nos alcance aquí. Un teniente vino a ordenar a los dos choferes, a Casanova y a García, que adelantaran sus vehículos y los acomodaran de frente al paredón, y que prendieran los fanales para iluminar la escena que se iba a producir en unos instantes más. —¡Allí! ¡Allí están bien! —dijo después de ver la maniobra. Casanova recuerda que vio una gran mancha violeta o roja en aquella pared, en el momento de prender los fanales de su camión. Vio, jadeando, sin atreverse a pensar en nada, que aquellos hombres, con las manos atadas a la espalda, eran acomodados a lo largo de aquella pared. Eran nueve los del primer grupo, los mismos que venían en su camión. Los vio permanecer de pie unos segundos y luego encogerse, doblarse, al tiempo que sonaba la descarga cerrada del pelotón de soldados. Ni una palabra habían dicho, ni una protesta. Y se quedaron tendidos con una expresión profundamente contemplativa, como si estuvieran mirando hacia arriba. Por un momento le pareció que esa descarga desigual del pelotón de ejecución no había producido más ruido que un paquete de triquitaques. Alguno de aquellos cuerpos tendidos se movió. Entonces el oficial se acercó y por un momento permaneció inmóvil, con la pistola en la mano; luego la acercó a la cabeza del caído y disparó el primer tiro de gracia, y siguió avanzando y disparando sobre los otros cuerpos hasta que no se escuchó ni un quejido. Ni un soplo. Por un minuto, el silencio más absoluto. Se ordenó bajar a los otros presos y la escena se repitió. Pero ya no logró verla el chofer. El aire sopló levemente. Casanova se pasó la mano por detrás de la cabeza, muy cerca del cerebro, y suspiró, como si La tierra enrojecida

169

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 170

necesitara hacerlo para aflojar los músculos en tensión. El cielo había tomado, con las primeras luces, una coloración rosácea que comenzó a difundirse. El mismo hombre vestido de civil se acercó de nuevo al jefe. Casanova lo vio avanzar después, hasta llegar al sitio exacto donde había quedado el cuerpo de Felipe, como si tuviera el propósito de tocarlo para probar que no podía alzarse. A los pocos segundos regresó y comenzó a caminar en busca de su automóvil. Los soldados también caminaban, pero ellos iban en perfecta formación, fríos, mecánicos, indiferentes, con la actitud de quien ha cumplido su trabajo. El sol se asomó finalmente sobre el techo del edificio. La tierra dejó ver, con la luz, el rojo de la sangre muerta, la quietud del aire muerto, las rugosidades de la tierra muerta.

FIN

170

Literatura

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 171

¿Sabías qué…? Antonio Magaña Esquivel nació en Mérida, Yucatán, el 2 de noviembre de 1909 y falleció en la Ciudad de México en 1987. En los inicios de su carrera literaria colaboró en el Diario del Sureste, con artículos de tema cultural, dirigió una película titulada Bajo el signo del Mayab, en 1934, y posteriormente emigró a la capital del país, donde desarrolló una fructífera carrera de investigador y crítico teatral. Escribió varios libros sobre estos temas, así como obras de teatro, la novela El ventrílocuo (1944) y La tierra enrojecida, que recibió el Premio Ciudad de México en 1951. Treinta años después fue galardonado con la Medalla Yucatán. ¿Quieres saber más? Visita www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx o escríbenos a [email protected]

La tierra enrojecida

171

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 172

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 173

Índice Presentación ....................................................................

7

Prólogo ............................................................................

13

Fragmento de una carta....................................................

21

Capítulo 1 ......................................................................

25

Capítulo 2 ......................................................................

37

Capítulo 3 ......................................................................

47

Capítulo 4 ......................................................................

55

Capítulo 5 ......................................................................

63

Capítulo 6 ......................................................................

71

Capítulo 7 ......................................................................

85

Capítulo 8 ......................................................................

91

Capítulo 9 ...................................................................... 101 Capítulo 10 .................................................................... 111 Capítulo 11 .................................................................... 123 Capítulo 12 .................................................................... 131 Capítulo 13 .................................................................... 145 Capítulo 14 .................................................................... 151

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 174

Capítulo 15 .................................................................... 159 Capítulo 16 .................................................................... 165 ¿Sabías qué…? ................................................................ 171 Índice ............................................................................ 173

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 175

La tierra enrojecida La impresión de este libro se realizó en los talleres de Compañía Editorial de la Península, S.A. de C.V., calle 38 No. 444-C por 23 y 25. Col. Jesús Carranza, Mérida, Yucatán, en diciembre de 2009. La edición consta de 10,000 ejemplares en papel lux cream de 105 grs. en interiores y forros en cartulina couché de 170 grs. en selección de color. [email protected]

La tierra enrojecida:Literatura 27/11/09 14:30 Página 176