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José Joaquín GÓMEZ PALACIOS

LAS COSAS DE DON BOSCO

JOSÉ JOAQUÍN GÓMEZ PALACIOS

LAS COSAS DE DON BOSCO

EDITORIAL CCS

© José Joaquín Gómez Palacios © 2013. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Diagramación editorial: Alberto Diez Ilustración de portada: Niño Musió Ilustraciones de interior: Salvador García Espinosa ISBN: 978-84-9023-119-7 Depósito legal: M-32725-2013 Fotocomposición: AHF, Becerril de la Sierra (Madrid) Imprime: Producciones Digitales Pulmen, S.L.L.

In d ice

Introducción .............................................................................

9

1.1 BECCHI JUAN BOSCO, NIÑO

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13.

La «casita» de I Becchi...................................................... El granero.......................................................................... La jaula del m irlo............................................................... La botella de aceite ............................................................ El prado del su eñ o ............................................................. El establo........................................................................... El peral .............................................................................. El catecismo de la primera comunión ............................. «El Donato»....................................................................... El serm ón.......................................................................... La llave del cofre................................................................ El saludo .......................................................................... La acacia de flores blancas ...............................................

14 16 18 20 22 24 26 28 30 32 34 36 38

H. CHIERI JUAN BOSCO, JOVEN

14. 15. 16. 17. 18.

La sastrería ....................................................................... El cuaderno de «La Sociedad de la Alegría» .................... La tentación de ro b a r........................................................ El hueco de la escalera...................................................... La baraja ...........................................................................

42 44 46 48 50

19. 20 . 21 . 22 . 23 . 24 . 25 . 26 . 27 . 28 . 29 .

La varita del saltim banqui................................................ La fonda «El Muletto» ...................................................... El tronco de la cucaña ...................................................... La mesa de billar ............................................................... La librería........................................................................... El convento de los franciscanos ....................................... El reloj del sem inario............... La guadaña ........................................................................ La so tan a............................................................................ La fiesta de Nuestra Señora del Rosario ......................... La imitación de Cristo........................................................

52 54 56 58 60 62 64 66 68 70 72

III. EL ORATORIO ITINERANTE DON BOSCO, JOVEN SACERDOTE

30 . 31 . 32 . 33 . 34 . 35 . 36 . 37 . 38 . 39 . 40 . 41 . 42 . 43 . 44 . 45 . 46 . 47 . 48 . 49 .

El plumero ......................................................................... La residencia de sacerdotes jóvenes ................................ La nevada.......................................................................... El villancico ....................................................................... El cementerio..................................................................... La iglesia de San Martín de los M olinos.......................... La ordenanza m unicipal................................................... La s illa ............................................................................... La trompeta ....................................................................... El gorro del limpiachimeneas .......................................... El globo aerostático........................................................... Los zancos.......................................................................... El carruaje.......................................................................... La lágrim a.......................................................................... El cobertizo Pinardi .......................................................... La enfermedad................................................................... La Historia Sagrada ........................................................... El Sistema Métrico Decimal .............................................. El bocadillo........................................................................ El bonete ............

76 78 80 82 84 86 88 90 92 94 96 98 100 102 104 106 108 110 112 114

IV. VALDOCCO. TURÍN UNA CASA PARA LA ACOGIDA Y LA ESPERANZA

50 . 51 . 52 . 53 . 54 . 55 . 56. 57. 58 . 59 . 60 . 61 . 62 . 63. 64 . 65 . 66. 67 . 68. 69 . 70 .

La cesta de Mamá M argarita............................................ El reloj de bolsillo.............................................................. La m a n ta ........................................................................... El barrote de la cárcel ....................................................... La cocina del Oratorio ...................................................... La navaja de afeitar........................................................... La b a la ............................................................................... El último periódico ........................................................... El huertecillo de Mamá M argarita................................... El contrato de aprendiz .................................................... Los zapatos ....................................................................... El mantel del a lta r............................................................. La diadema ....................................................................... La plum illa........................................................................ El soborno......................................................................... «El Corazón de Oro» ........................................................ El p lan o ............................................................................. La lu p a............................................................................... El breviario ....................................................................... La primera piedra.............................................................. El bastón ...........................................................................

118 120 122 124 126 128 130 132 134 136 138 140 142 144 146 148 150 152 154 156 158

in tro d u cció n

El presente libro trata sobre Don Bosco. Intenta abordar su figura des­ de una perspectiva distinta y no explorada hasta el presente. Describe quién fue Don Bosco a través de las cosas inanimadas que estuvieron en contacto con él a lo largo de su vida. El reloj, la sotana, el contrato de un aprendiz, los zapatos, la jaula del mirlo, la varita del saltimbanqui... cobran vida para hacemos par­ tícipes de sus andanzas junto al santo de los jóvenes. Los objetos, mediante la ficción literaria, reflexionan, se emocionan, dudan, sufren y se alegran... Nos transmiten una amplia gama de va­ lores que arraigaron en Don Bosco. Los más variados objetos se asoman a estas páginas para conducir­ nos a las emociones compartidas junto a Don Bosco.

Respeto por la historia, la pedagogía y la espiritualidad El presente libro no es un libro de historia, pero respeta la historia. No es un libro de pedagogía, pero a través de sus páginas se intuyen las líneas fundamentales de la educación salesiana y del Sistema Pre­ ventivo. No es un libro de espiritualidad, pero de la mano de los ob­ jetos, el lector percibe rasgos de la espiritualidad que sustentó la vida interior de aquel sacerdote comprometido con ser Buen Pastor para un pueblo de jóvenes.

Los objetos como iconos Los iconos forman parte de la larga tradición artística de la Iglesia. Estas obras de arte oriental son signos materiales a través de los cua­ les, quien los posee, se introduce en realidades espirituales que tras­ cienden la materialidad del icono.

«Las cosas de Don Bosco» pudieran considerarse también como «iconos escritos»: puertas de acceso a los valores humanos y cristianos que sustentaron la rica personalidad de Don Bosco. Los iconos se presentan mediante trazos sencillos. Su simplicidad es una de las características que les ha ayudado a trascender el tiempo. De igual forma, los relatos que recoge este libro están trazados con palabras sencillas y frases cortas. Lenguaje popular que huye de cual­ quier artificiosidad.

El lector como coautor El universo narrativo ha calado en la humanidad a lo largo de los si­ glos. Y ha sido así no solo por su sencillez, sino también porque este tipo de lenguaje genera emociones e incide en dimensiones humanas a las que no se accede por medio de la lógica conceptual. La narración ha sido tradicionalmente una forma de expresión abierta: el lector se convierte en coautor. Es él quien debe imaginar el escenario donde transcurre la acción, poner rostro y dar forma a los personajes, sentir sus emociones... participar del desenlace. En este tipo de lenguaje, la asimilación de los valores no llega por reflexión lógica, sino por identificación emocional con el protagonista. Los relatos populares participan del llamado «lenguaje de modula­ ción», abierto a las emociones. Don Bosco fue un maestro en el arte narrativo. Desde sus primeros años como seminarista, aprendió que debía desprenderse de toda cla­ se de artificio para narrar «popularmente, popularmente». Así lo ex­ presa en las Memorias del Oratorio, cuando describe cómo fueron sus primeros sermones. Las cosas de Don Bosco se sitúa en este tipo de narraciones abiertas que incitan al lector a convertirse en coautor.

Puente hacia las Memorias del Oratorio Cada relato concluye con la correspondiente cita de las Memorias del Oratorio, donde se da noticia del objeto que protagoniza el relato y del contexto en el que se halla.

Estas referencias son una invitación para que el lector, al mismo tiempo que sitúa al objeto, se adentre en las Memorias del Oratorio, li­ bro escrito por Don Bosco y auténtico vademécum para el educador cristiano que desea profundizar en el modelo propuesto por el santo de los jóvenes. Se puede decir que Las cosas de Don Bosco tienden un puente entre la anécdota creada por la ficción literaria y la historia real de Don Bosco. Con el acercamiento a las Memorias del Oratorio, el lector amplía sus conocimientos sobre la historia de Don Bosco y bebe directamen­ te del manantial de su pedagogía.

Una espiritualidad de lo cotidiano Una de las características de la espiritualidad de Don Bosco radica en que, siendo una profunda experiencia religiosa, es vivida a partir de las realidades cotidianas: el mundo del trabajo, las relaciones perso­ nales, el esfuerzo, el sacrificio por el bien de los demás, la entrega ge­ nerosa de cada momento de la vida... Los objetos cobran vida en la ficción literaria de este libro. Pero no de forma arbitraria, sino respondiendo a un plan preestablecido que permite al lector transitar por los aspectos esenciales de Don Bosco; profundamente enraizados en las realidades humanas y en la honda vivencia de la fe Dios.

Despertar la creatividad Las cosas de Don Bosco, en su sencillez, puede convertirse en un taller de narraciones para niños y jóvenes. Los relatos, convenientemente descritos y analizados en su estruc­ tura, pueden ser ocasión para que el lector se convierta no solo en au­ tor que otorga sentido, sino en escritor capaz de inventar y crear nue­ vos episodios. Este ejercicio requerirá una labor previa de documentación, con lo que se profundizará la historia; precisará también un conocimiento de las líneas maestras del estilo educativo de Don Bosco; descubrirá los

rasgos que configuran la espiritualidad del santo... En definitiva, par­ tir de una ficción literaria que ayuda a conocer la historia, la pedagogía y la espiritualidad de Don Bosco.

Ilustraciones documentadas *

Las ilustraciones del libro también han sido cuidadosamente documen­ tadas. Su autor, Salvador García Espinosa, ha realizado una minuciosa labor de investigación histórica. Los edificios que forman el paisaje ar­ quitectónico de los relatos aparecen reproducidos con fidelidad casi fotográfica: la casita, el cementerio de San Pedro, san Martín de los Molinos, el santuario de Superga, el reloj del seminario, el hueco de la escalera, el Monte de los Capuchinos, el cobertizo Pinardi... etc. Al respeto por los elementos socioculturales, pedagógicos y espiri­ tuales se une la fidelidad histórica en el diseño de las imágenes que acompañan a cada relato.

I BECCHI Juan Bosco, niño

1. LA «CASITA» DE I BECCHI

esar de mis doscientos años de*vida, me llaman la «casita» de Don oseo. En diminutivo. Por mi natural condición debería haberme derrumbado hace mucho tiempo. Todos creen que me mantengo en pie gracias a las rehabilitaciones practicadas sobre mis muros. Pero lo cier­ to es que cada mañana me pido a mí misma el esfuerzo de mantenerme erguida en señal de fidelidad a quienes me habitaron. Ese es mi secreto. Formé parte de los sueños de Francisco y Margarita, los padres de Juan Bosco. Me compraron con la ilusión puesta en el futuro. Francis­ co me arregló por fuera; Margarita vistió de ternura mi interior. Ellos dos y sus tres hijos fueron corazón y latido de mis muros. Cuando Francisco murió a causa de una pulmonía, pensé que todo había terminado. Un temor, gélido como el viento del invierno, comen­ zó a socavar mis cimientos... Cerré mis ojos temiendo lo peor. Me vi arrumbada y en ruinas. Pero estaba equivocada. Mamá Margarita, con la confianza puesta en Dios y con su trabajo infatigable, no solo man­ tuvo en pie mis paredes, sino que les otorgó larga vida. Gracias a ella todavía puedo seguir oteando las suaves colinas que me rodean. Últimamente añoro un poco de silencio. Hasta mí llegan diariamen­ te cientos de visitantes de todas las partes del mundo. Se acercan con la obsesión de fotografiarme. Voy a ser sincera. Estoy cansada de que tan solo se fijen en mis la­ drillos; la parte más pobre y miserable de mi existencia. Estoy harta de escuchar palabras de compasión sobre aquellas personas a las que tuve el honor de albergar. Cuánto me gustaría gritar a los visitantes la fortaleza de Mamá Mar­ garita... y recordarles el coraje de aquella buena mujer por sacar ade­ lante a su familia. Ella sola fue capaz de hacer de mis pobres paredes una casa común y compartida: una familia. Cuánto me gustaría hablarles de las lecciones que Mamá Margari­ ta ofreció a sus hijos para que aprendieran a endurecerse en la vida sin perder la ternura... Todavía conservo el recuerdo de su solidaridad,

capaz de compartir la escasa harina de maíz con los vecinos más ne­ cesitados del caserío. Y su fe recia convertida en acogida sincera. En mi vacío pajar aún resuena el eco de las narraciones que Juanito Bosco contaba a sus amigos; cultura sencilla para los niños campe­ sinos. Todos los visitantes me fotografían y marchan aprisa repitiendo con voz quejumbrosa: «Qué pobre fue la infancia de Don Bosco...». ¡Ya quisieran ellos tener en sus casas un poco del calor de familia y hogar que yo tuve... y que aún aflora en mí cuando tengo un poco de sosiego para recordar! Nota: En las primeras páginas de las Memorias del Oratorio, Don Bosco na­ rra, en primera persona, su infancia en el caserío de I Becchi, las dificul­ tades de su niñez y la decisiva figura de su madre: Mamá Margarita. (Me­ morias del Oratorio. Introducción).

2. EL GRANERO

oy el granero de la casita de I feecchi. Nací pequeño y humilde; siempre dispuesto a ofrecer lo mejor de mí mismo. Estaba forma­ do por tres compartimentos. El más grande para las mazorcas de maíz; los otros dos, para el trigo y la cebada.

S

Los graneros aprendemos desde pequeños la única lección que guía nuestra existencia: dar y recibir. Hacia el final del verano recogemos en nuestro interior el milagro de la cosecha. Durante el invierno ofre­ cemos el grano, anticipo de hogazas compartidas. Siempre cumplí mi misión... hasta que sobrevinieron aquellos años de terrible escasez, «el tiempo del gran miedo». Todas las cosechas se malograron a causa de unos inviernos de fuertes heladas y unos vera­ nos de atroces sequías. Mis reservas disminuían. Al principio tan solo lo notó Mamá Mar­ garita. Su preocupación se transformó en temor. Hacía pocos meses que había quedado viuda. La responsabilidad le abrumaba. Cuando comprobó que no quedaba ni trigo, ni cebada, ni maíz, su miedo se convirtió en angustia... ¿Cómo alimentar a sus pequeños y a la abuela? Mi fortaleza se debilitó. Temblaba al escuchar historias de gentes muertas de hambre por los caminos. Aunque me esforcé por ser un granero responsable, un día aciago Mamá Margarita tuvo que barrer mi rugoso suelo para hacer acopio del último puñado de trigo. Decepcionado de mí mismo, deseé mi final. Un granero vacío no merece vivir. Perdí la noción del tiempo. Los so­ nidos se tomaron lejanos. Mi último recuerdo fueron las voces de An­ tonio, José y Juan, los hijos de Mamá Margarita, que suplicaban un poco de pan entre sollozos. Luego, el silencio oscuro del hambre. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que regresé a la luz. Al prin­ cipio creí que el milagro se debía a los cuatro sacos de trigo que, com­ prados por Mamá Margarita a precio de oro, llenaban nuevamente mis paredes vacías. Pero lo que realmente me devolvió a la vida fueron las

palabras que Mamá Margarita repitió a sus hijos como una oración: «Vuestro padre me dijo antes de morir que confiara en Dios, que reza­ ra y tuviera coraje. En casos extremos, remedios extremos». Han pasado muchos años. Aunque sigo siendo un humilde granero, aquella frase todavía resuena en mí. Y es que Juan Bosco, ahora sacer­ dote, se la repite cada otoño a los chicos pobres de Turín que trae de excursión a I Becchi. Ambos aprendimos de Mamá Margarita que la fe en Dios, la valentía y el trabajo incansable renuevan diariamente el milagro de un granero lleno de pan para los hijos. El mismo prodigio que Don Bosco repite cada día para los chicos pobres de Turín que acoge en su Oratorio. AIota: Cuando Juan Bosco apenas contaba cuatro años, una terrible hambru­

na asoló la región. La fe en Dios, la decisión y el trabajo incansable de Ma­ má Margarita salvó aquella crisis. (Memorias del Oratorio. Introducción).

3. LA JAULA DEL MIRLO

o era una vieja jaula olvidada en el pajar de una casa campesina. Todavía recuerdo aquella mañana de primavera. Unas manos pe­ queñas me sacaron del letargo en el que vivía. Un niño me limpió cui­ dadosamente. Arregló mis barrotes deteriorados. Afianzó mi portezue­ la con un cordel nuevo. Y se hizo el milagro: mi silencio de jaula abandonada se llenó con la vida de un pequeño mirlo que revoloteaba dentro de mí. El mirlo que habitaba mi interior se habituó pronto a la estrechez de mi espacio. Yo me esforzaba para hacerle agradable el cautiverio. Juanito Bosco, que así se llamaba el niño, mimaba al pájaro. Le animaba con sil­ bidos para que su canto se elevara fuerte y melodioso. De tanto en tanto, le traía pequeñas frutas silvestres, trigo y lombrices. El mirlo se acostumbró a vivir su existencia como una fiesta. Pre­ gonero de la alegría, iniciaba el canto con los primeros rayos del sol. Animado por su joven dueño, sus gorjeos ganaron en matices. Era la admiración de cuantos habitaban las viviendas campesinas del caserío de I Becchi. La desgracia llegó una tarde de verano. Dormitaba la naturaleza bajo el sol. De pronto, el mirlo comenzó a revolotear golpeándose an­ gustiado contra mis barrotes. Abrí mis ojos de jaula. Sentí su aliento. Me paralizó el terror. Un gato enorme, con gesto certero, extendió su pata hacia mi interior. Sacó las uñas. Zarandeó mi cuerpo. Me empu­ jó con violencia. Rodé por el suelo. Intenté hacer espesos mis barrotes, pero mis esfuerzos fueron inútiles. El gato consiguió alargar su zarpa y alcanzar mortalmente al pájaro. Así fue cómo el mirlo se convirtió en un amasijo de plumas sangui­ nolentas y sin vida.

Y

Regresó Juanito con la sonrisa en sus labios. Al verme, comprendió enseguida lo que había pasado. No gritó, no dijo nada... Sus ojillos se llenaron de lágrimas. Su impotencia se transformó en dolor.

Hoy tan solo soy una jaula vieja y oxidada. Me he repetido cientos de veces que no fue culpa mía, que son cosas que pasan, que el dolor destroza las ilusiones... Con esfuerzo, he conseguido un poco de paz en mi interior. Durante largo tiempo me preocupó que Juanito aprendiera tan pronto que las cosas que nos son queridas pueden desvanecerse en un instante. Era tan solo un niño. Pero últimamente le veo vestirse de son­ risas cada domingo. Traza un arco iris de juegos y fiestas ante sus ami­ gos y vecinos para enseñarles el camino de la felicidad. Desde mis ba­ rrotes oxidados y enmohecidos, le miro y sonrío. Más allá de las penas, que ambos compartimos, ha vuelto a ser el heraldo de la alegría. Nota: Cuando Juan Bosco tenía 10 años, se encariñó con un mirlo al que mimaba y enseñaba a cantar. Un gato terminó con la vida del pájaro. Jua­ nito aprendió a no poner el corazón en las cosas. (Memorias Biográficas. Tomo I, pág. 111).

4. LA BOTELLA DE ACEITE

o era una botella de aceite de oliva. Llegué al mercado de Castelnuovo en el carromato de un comerciante napolitano. El color amarillo de mi cuerpo atraía la mirada de las lugareñas.

Y

Me compró una mujer decidida. Todos le llamaban Mamá Marga­ rita. Pagó 50 céntimos de lira. Escaso valor para el vendedor ambulan­ te; elevada cantidad para la campesina. Mi destino fue una humilde casita de I Becchi. El frágil vidrio de mi botella se echó a temblar al contemplar a los tres hijos de Margari­ ta. Juguetones, alegres, inquietos... cualquier movimiento en falso po­ día malograr mi delicada existencia. La buena mujer, conocedora del riesgo que corría mi cuerpo de cristal, me depositó en lo alto del armario de la cocina. Respiré tran­ quila. Aquella altura garantizaba mi supervivencia. Durante varias semanas contemplé la profunda sencillez de aquella familia. Margarita, viuda desde hacía unos pocos años, aprovechaba cualquier oportunidad para educar a sus pequeños. Una mañana aciaga ocurrió lo inesperado. Margarita había ido al mercado. El silencio de campos y prados se había adueñado de la casa. De pronto, la puerta se abrió sigilosamen­ te. Entró Juan, el menor de los tres hijos de Margarita. Alzó la mirada. Me contempló. Cogió una silla. La arrastró hasta ponerla junto al ar­ mario. Se encaramó. Extendió la mano derecha... Sentí el calor tibio de la palma de su mano. Intentó rodearme con sus dedos. Eran dema­ siado pequeños para abarcar mi cuerpo... Cuando se dispuso a bajarme de la altura, cerré los ojos ante el in­ minente desastre. Segundos después mi cuerpo se hacía añicos contra el suelo de tierra pisada. Juan intentó remediar la tragedia. Retiró mi cuerpo fracturado. Pero nada pudo hacer para eliminar la mancha que mi sangre amarilla dejó sobre el piso. El pequeño salió tembloroso y azorado de la estancia.

Tras varias horas de silencio, se abrió nuevamente la puerta. Entró Margarita con rostro adusto. Dispuesta a la reprimenda. Le seguía Juan, silencioso y cabizbajo. Pero antes de que comenzara a hablar, Juanito extendió su mano y le ofreció una vara de mimbre decorada a punta de navaja. La madre quedó sorprendida. Juan rompió el silencio: «Ma­ dre, le he preparado esta vara para que me mida con ella las costillas sin tener que molestarse...». Mi existencia de botella de aceite se desvanecía definitivamente. Temí que Margarita rompiera con sus gritos el sosiego de mis últimos momentos. Pero no hubo golpes ni reproches amargos. La buena ma­ dre, con admirable serenidad, mostró a su hijo las consecuencias de actuar sin reflexionar. En el mismo momento en que yo marchaba hacia el paraíso de las botellas de aceite, me pareció detectar en el rostro del muchacho una sonrisa picara, hábil y apenas perceptible... Abandoné este mundo con una pregunta: ¿qué sería de aquel pequeño que tan bien conocía el co­ razón de su madre?, ¿qué depararía la vida a aquel muchacho que, a pesar de sus cortos años, era capaz de unir tan hábilmente: bondad, humildad y astucia? ¡Cuánto me hubiera gustado verle de mayor! Nota: Juan Bosco niño rompe una botella de aceite que Mamá Margarita guarda sobre el armario de la cocina. Consciente del destrozo, el pequeño prepara una vara que ofrece a su madre cuando esta regresa del mercado. Viendo tanta nobleza, Margarita le perdona. Le hace ver la importancia de prever las consecuencias de nuestros actos. (Memorias Biográficas. Tomo I, págs. 74-75).

5. EL PRADO DEL SUEÑO

unca tuve más empeño que ayudar a crecer hierbas verdes sobre mi cuerpo. La misión de un prado es producir heno y forraje de buena calidad. Presumía de albergar en mi tierra mullida: tierna alfal­ fa, aterciopelados tréboles y esbelto brezo... Era uno de los mejores prados de la contornada. Proporcionaba forraje a la vaca y al ternero de una humilde casa de la aldea de I Becchi. Nunca olvidaré al niño que de tanto en tanto se acercaba a mí. Se llamaba Juan. Aunque segaba mi hierba, su mirada siempre oteaba el horizonte. Los límites de mis ribazos eran demasiado estrechos para albergar sus sueños. Una noche ocurrió algo extraordinario. Hacía poco que el sol se había ocultado. La noche hilvanaba su manto de silencio. Como por ensueño, Juan se hallaba sobre mí. Junto a él emergió una multitud de jóvenes malencarados a los que yo nunca había visto. Sus gritos, riñas y blasfemias rompían mi paz. Mi joven dueño se abalanzó sobre ellos. Quería transformar sus golpes en amistad. Deseaba borrar las palabras irreverentes que rebo­ taban con furia y ensuciaban mi hierba limpia de prado. Se enzarzó con ellos en desigual pelea. Lanzaba sus puños con fuerza. Intentaba golpearles con más furia que acierto... Al llegar a este momento, todo se llenó de claridad. Apareció un personaje majestuoso. Poniendo su mano sobre el hombro de Juan, le advirtió con voz suave como la brisa: «No con golpes, Juan. Solo con la bondad podrás cambiarles». Juan se asustó. Junto al hombre apa­ reció una mujer vestida de luz y dulzura. Ella sería la maestra de Juan... A su resplandor los muchachos se transformaron en mansos corderos. Cuando amaneció y el sol regresó a su rutina, sentí nuevamente las pisadas casi imperceptibles de Juan. Cruzando mi cuerpo de tierra mullida, se desplazaba hacia el misterio. Una fuerza nueva orientaba su existencia.

De pronto algo llamó mi atención. Con gesto imperceptible, el pe­ queño Juan pasaba la mano derecha sobre los nudillos de su mano izquierda. Como si le dolieran todavía por los golpes. ¡El sueño había sido realidad! Alguien había depositado en la vida de Juan simientes de sencillez, alegría, paciencia... y un afecto inmenso hacia los mucha­ chos pobres para transformarlos en personas de bien. De esta historia han pasado casi dos siglos... Son muchos quienes conocen aquel sueño... Vienen a diario. De tanto pisotearme, me han convertido en tierra yerma y apelmazada. ¡Cuánto añoro las pisadas menudas de aquel niño sobre mi hierba fresca! Pero soy feliz. Cada día puedo proclamar, desde el desierto en el que me han convertido: ¡el sueño de Juan se hizo realidad. Ha vencido al tiempo. Sigue cruzando fronteras! La semilla de aquel sueño se ha multiplicado en cosechas de bondad por todos los rincones del mundo. Nota: Cuando tan solo contaba 9 años de edad, Juan Bosco tuvo un sueño que orientó su vida y existencia. Dios le llamaba a ser «Buen Pastor» para los jóvenes necesitados. (Memorias del Oratorio. Introducción).

6. EL ESTABLO

urante las largas tardes de invierno yo era el lugar más apreciado de la casa. El calor de la vaca y el ternero me convertían en espacio acogedor, a pesar del persistente olor a estiércol y de las incómodas pulgas, de las que nunca logré librarme.

D

Pero yo añoraba espacios abiertos. Entre mis muros de establo se apretujaban dos animales grandes, un tronco vacío convertido en pe­ sebre, haces de heno, varios cedazos redondos colgados en las paredes y horcas polvorientas aguardando el tiempo de aventar la parva tras la trilla. Como nadie está contento con su suerte, me hubiera gustado poder encaramarme a las colinas para otear el horizonte. Mis nostalgias desaparecieron cuando aquel chiquillo inició sus reuniones en mi interior. Su voz, todavía de niño, tenía la fuerza y los matices necesarios para hacer añicos los muros que oprimían mis an­ sias de libertad... Sus palabras abrían ventanas a la fantasía. Aunque soy un humilde establo, escuchando las narraciones de Juanito Bosco he sido testigo de la refinada vida cortesana de los Pares de Francia; he presenciado las duras batallas que sostuvo Carlomagno contra el terrible Fierabrás, rey de Alejandría; he recuperado la libertad de manos de Floripes, la princesa oriental más bella que uno pueda imaginar. En ocasiones me saltaron las lágrimas de tanto reír al escuchar, de labios de aquel chaval, las astucias y los ingenios del rústico Bertoldo y de su hijo Bertoldino... Así aprendí que hay un tiempo para llorar y otro para reír. Pero un día él no regresó a la cita de cada invierno. Cesó su presen­ cia. Enmudecieron las palabras. Me dijeron que quería ser sacerdote y había marchado a la ciudad de Chieri para estudiar. Desde que él partió, mis inviernos son más largos. El viento helado se cuela por las rendijas de mi desvencijada puerta. Añoro aquellas historias que ponían latidos de vida a mi miseria. Desde que cesó la magia de sus relatos y leyendas, mis muros dejaron de ser amplios

ventanales por los que contemplar paisajes grandiosos habitados por personajes magníficos. He regresado al silencio triste de las cosas. He vuelto a ser un pobre establo. Hace poco escuché decir que Juan Bosco continúa contando histo­ rias y abriendo de par en par las puertas de la esperanza a quienes tie­ nen la suerte de escucharle. Nadie como él sabía hacer realidad los sueños que construía con sus relatos. Yo le sigo esperando, despierto y en pie. Porque cuando él regrese, llenará de vida mi triste soledad de establo. Me quitará las telarañas de la desesperanza. Mientras retorna, hago memoria de su voz. Porque sus palabras tienen una fuerza capaz de transformar mis paredes desconchadas en el mejor de los palacios. Nota: Don Bosco cuenta en las Memorias del Oratorio cómo, siendo toda­ vía niño, era el animador de sus convecinos de IBecchi. Durante las largas tardes de invierno les reunía en el establo para narrarles historias de «Los Pares de Francia» y «Las aventuras de Bertoldo y Bertoldino». (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 1).

7. EL PERAL

l frío de los Alpes me endureció. Mis raíces se hicieron profundas. Gracias a ellas soportaba las embestidas del viento en invierno, me nutría en primavera y ofrecía el prodigio de mis frutos en otoño. Recuerdo que era primavera en I Becchi. Yo andaba, como todos los perales, preocupado por acicalarme con flores blancas y rosadas. No quería perder ritmo en la sinfonía de color que los árboles inter­ pretamos cada primavera. De pronto llegó aquel chaval. Observó mi tronco gris. Se encaramó por él y lo rodeó con una soga de cáñamo. Le observé atónito desde mi altura. Habitualmente los niños tan solo se acercan a mí para coger las peras de mis ramas. Luego tensó la cuerda y anudó el otro extremo a un viejo olmo, amigo y compañero, que crecía a escasos metros. Mis verdes hojas y mis flores se estremecieron al ver al chiquillo trepar sobre mí hasta que sus pies quedaron a la altura de la cuerda. Se quedó inmóvil sobre ella. Respiró hondo. Extendió sus brazos en cruz, tal como hacen los titiriteros de las ferias. Echó a andar. Pero, al tercer paso, cayó al suelo. Se levantó dolorido, a pesar de que la hierba del prado hizo todo lo posible para amortiguar el golpe. Yo supuse que, tras aquel primer batacazo, iba a renunciar a sus pretensiones de titi­ ritero. Pero estaba muy equivocado. Regresó a la altura. Imaginó nue­ vamente que la cuerda era un sendero... Perdió el equilibrio muchas veces, pero el tesón de aquel crío era más fuerte que el dolor que le producían las caídas. Varias semanas después, sus pies menudos habían aprendido el arte de caminar sobre la cuerda. Saltimbanqui de la alegría, confiaba en transitar por la del­ gada cuerda que va de la tristeza al gozo. Lo mejor vino el domingo. Los habitantes de la aldea se congrega­ ron junto a mí. El niño invitó a todos a rezar. Terminadas las oraciones, trepó por mi tronco hasta que sus pies alcanzaron la altura de la soga... Y comenzó el espectáculo. Los músculos en tensión y la mirada hacia delante, como los equilibristas profesionales... Deambuló, saltó y bai­ ló sobre la cuerda sin caer. Todos aplaudieron.

E

Yo, que había contemplado el dolor de tantas caídas, fui testigo de la gloria primera de aquel chaval. Junto a mis ramas en flor aprendió a ejecutar los más difíciles equilibrios de la vida. Aprendió a transitar el camino que conduce del sufrimiento al gozo. Realizó grandes obras sin perder la humildad. Soñó un mundo nuevo para todos los jóvenes sin olvidar la realidad de sus chicos de Turín. Trabajó como si todo depen­ diera de él, pero sin olvidar a Dios... Nota: Don Bosco narra que cuando tenía 11 años, ya entretenía a los aldea­ nos de I Becchi... «ataba al peral del prado una cuerda que anudaba en otro árbol. [...] Andaba sobre la cuerda como por un sendero: saltaba, bai­ laba como un titiritero profesional...» (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 2).

8. EL CATECISMO DE LA PRIMERA COMUNIÓN

oy un catecismo de la parroquia de San Andrés de Castelnuovo. De Cuaresma a Cuaresma permanezco encerrado en un arcón de ma­ dera junto a varias decenas de pequeños catecismos, hermanos geme­ los míos. Todos mostramos con orgullo nuestro nombre y título: Com­ pendio de la Doctrina Cristiana de Miguel Casati.

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Las manos rudas de varias generaciones de niños campesinos no han conseguido desencuadernarme: mis sólidas tapas permanecen uni­ das a mi lomo. Mis hojas gastadas y amarillentas son testigo de años ininterrumpidos dando a conocer la doctrina católica a generaciones de pequeños que se preparan para realizar su primera comunión. Recuerdo aquella Cuaresma de 1826. El párroco, don Giuseppe Sismondo, inició el acostumbrado ritual: abrió el arcón como quien abre un tesoro. Nos distribuyó entre los niños y las niñas. Me tocó en suerte un muchacho de pelo rebelde y ojos despiertos. Se llamaba Juan Bosco. Junto a la estufa del salón parroquial, me miró con veneración y sus manos se deslizaron suaves sobre mi cuerpo gastado. Me abrió con decisión. Sus ojos comenzaron a acariciar las pregun­ tas impresas con letra negrita sobre mis hojas. Leía deprisa. De pronto noté que algo no iba bien. Aquel muchacho tan solo leía las preguntas... Sus ojos se saltaban las menudas letras de las respuestas. Era urgente que le indicara la importancia de las respuestas. De seguir así no aprendería nada. Mis hojas se pusieron a temblar y se llenaron de preocupación. Soy un catecismo responsable. Intento ayu­ dar a los muchachos para que aprenden la doctrina cristiana. Media hora después, don Giuseppe ordenó cerrar los catecismos. Comenzó a tomar la lección. Él formulaba la pregunta y los niños y las niñas debían recitar de memoria la respuesta. Le llegó el tumo al pe­ queño Juan. La pregunta quedó flotando en la sala. Un breve silencio. Contuve la respiración temiéndome lo peor.

Pero el chico respondió con aplomo y perfección. En mi mente de papel amarillento, una duda: ¿cómo sabía Juan la respuesta si tan so­ lo había leído las preguntas...? Varios días después conocí a su madre, Mamá Margarita... y lo com­ prendí todo. De ella había aprendido Juan las respuestas del catecismo. De ella había aprendido también el pequeño Juan a admirarse ante la inmensidad del cielo, a dar gracias a Dios, a escuchar en su interior la voz de la conciencia, a abrir las manos para hacer crecer el árbol de la solidaridad; a mantener abierta la puerta de la humilde casa para aco­ ger a pobres y mendigos que transitan por la vida... Margarita, una sencilla mujer analfabeta, fue el catecismo vivo y lleno de ternura que yo nunca llegaré a ser. Nota: Juan Bosco hizo su pñmera comunión en la Pascua de 1827. Asistió todos los días de Cuaresma a la catequesis en la parroquia de Castelnuovo. Su madre Margarita fue la catequista que le enseñó no solo las respuestas del catecismo, sino también las profundas verdades de la fe cristiana. (Me­ morias del Oratorio. Década primera, n. 2).

9. «EL DONATO»

o era un libro viejo de hojas gastadas por el uso y amarillentas por el tiempo. Mi único honor, el emblemático nombre que pregonaba mi dignidad: Manual para aprender con facilidad la lengua latina en las escuelas regias de los estados de su Majestad. Pero todos me conocían como «El Donato», apodo recibido en memoria de Donato, autor de una gramática latina del siglo IV. Pertenecía a la biblioteca de don Juan Calosso, un sacerdote ancia­ no, bueno y sabio que decidió retirarse a la soledad rural de la aldea de Morialdo. Los años me habían marcado con el hierro del olvido. Reposaba polvoriento sobre el anaquel de su escritorio. Nunca olvidaré aquella mañana de diciembre. Don Juan Calosso parecía rejuvenecido... Vino directamente hacia mí. Sopló con fuerza. Me frotó sobre su sotana como si quisiera sacar brillo a mis vetustas tapas de cartoné. Minutos después me hallé ante un chaval de unos catorce años. Se llamaba Juan Bosco. Tenía la mirada despierta. El anciano sacerdote me depositó en sus manos. El muchacho me tomó como quien recibe un tesoro. Me sentí renovado y dispuesto a enseñarle mis riquezas. Varios días después, mis ilusiones rodaron por tierra... Me vi obli­ gado a competir con una azada. Era incomprensible. Mientras la ma­ no derecha de Juan Bosco empuñaba una azada, con la que escardaba las hierbas del campo, me sostenía con la izquierda. Leía a trompico­ nes. ¿Era aquel el respeto que merecía mi sabiduría? Me sentí incómo­ do. Me hubiera gustado huir. Noches después, mientras yo dormitaba al calor de la repisa de la chimenea, me sobresaltaron los gritos de Antonio, el hermano mayor de Juan Bosco. De pronto, las voces destempladas de aquel hombre joven y rudo se dirigieron amenazantes hacia mí. Mis hojas comenza­ ron a temblar... Y hubiera terminado pasto del fuego a no ser por la rapidez con la que Juan me rescató de la ira de la ignorancia.

Quedé admirado por el coraje de aquel muchacho. Aquella noche descubrí que cada vez que me tomaba entre sus manos, realizaba un acto de valentía. Nos hicimos buenos amigos. Me contó que quería ser sacerdote para ayudar a los jóvenes pobres. Puso en el estudio de mis páginas la intensidad que nadie había puesto jamás. Pasó el tiempo. Tras ofrecerle mi sabiduría, regresé al sueño del olvido. Pero de tanto en tanto recuerdo los ojos despiertos de aquel muchacho que vislumbraban sueños de futuro. Tan solo ellos eran ca­ paces de otear un mañana cargado de promesas allí donde solo se veían viñas, campos de maíz, azadas y sarmientos. Cuando Juan Bosco me miraba era como si me contemplara una multitud inmensa de ojos jóvenes abiertos a la cultura y a la esperanza. Nota: Don Juan Calosso, anciano sacerdote, enseñó latín al adolescente Juan Bosco utilizando la popular gramática latina «El Donato». Ante las pre­ siones de su hermano Antonio, Juan estudiará mientras trabaja con la azada en el campo. (Memorias del Oratorio. Década primera, nn. 2-3).

10. EL SERMÓN

i vida de sermón comenzó á fraguarse en el escritorio de fray Guillermo Botta, padre dominico y predicador preclaro. Duran­ te días enteros consultó el Evangelio y varios libros de teología. Palabra a palabra dio forma a mi cuerpo.

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El celoso dominico, mientras me escribía, imaginaba a los sencillos campesinos de la parroquia de Butigliera de Asti, pueblecito enclavado en las suaves colinas del Piamonte. Cuando descubrí que yo no era un sermón cualquiera, sino que es­ taba destinado a brillar con luz propia en la misión del año Jubilar, me llené de orgullo. Por fin llegó el día. Era una tarde de abril. Los campesinos se ha­ bían congregado en la iglesia. Un rancio olor a cera quemada impreg­ naba el templo. El predicador subió al pùlpito. Comenzó la disertación. Mi cuerpo de sermón, impulsado por su voz potente, comenzó a llenar todos los rincones de la iglesia. Minutos después se derrumbaron mis sueños de grandeza. Varios campesinos dormitaban al no entender las palabras eruditas del pre­ dicador. Otros, ajenos a mí, elaboraban una lista de pecados para rea­ lizar una buena confesión y eludir las penas del infierno... Algunas mujeres devotas musitaban el santo rosario. Cuando comenzaba a sentirme decepcionado, llamó mi atención un niño de unos diez años. Desde la altura del pulpito observé su pelo recio y ensortijado... Sus ojos despiertos y atentos se cruzaron con los míos. Me cautivó. Hallé en él la tierra buena que buscaba. Me olvidé del olor a cera, de los campesinos que dormitaban, de las beatas que farfullaban oraciones... y me esforcé por llenar la vida de aquel crío. Le hablé de la misericordia de Dios; de la alegría de vivir; de la sonrisa que abre caminos al encuentro; de la bondad... Y él me escuchó para siempre.

Han transcurrido muchos años. Aquel niño es hoy sacerdote en la ciudad de Turín. Anuncia caminos nuevos a los jóvenes para que lle­ guen a ser «honrados ciudadanos y buenos cristianos». Me cabe el honor de haber sido el primer sermón que escuchó. Des­ de aquella tarde nunca nos hemos separado. Las palabras de Don Bosco han dado vida a mi cuerpo. Él me ha enseñado a ser charla amena que provoca sonrisas y homilía que cap­ ta la atención. A su lado he aprendido a hundir mis raíces en la vida diaria y a anunciar la misericordia infinita de un Dios que es Padre. En sus labios dejé de ser sermón para convertirme en «la sonrisa joven de Dios». Nota: El papa León XII declaró 1825 como año Jubilar. El pequeño Juan Bosco asistió a las predicaciones de la misión organizada con motivo de este evento. Aquí se encontró a don Juan Calosso, sacerdote que le acom­ pañó en los inicios de su vocación sacerdotal. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 2).

11. LA LLAVE DEL COFRE

oy una pequeña llave de metal clorado. Me cabe el honor de haber custodiado los secretos de un pequeño cofre de madera: color cao­ ba por fuera y forrado de terciopelo por dentro. Soy fuerte y fiel. Nun­ ca me he vendido a nadie.

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He guardado, durante más de treinta años, los escasos ahorros de don Calosso, un anciano sacerdote. Este buen hombre, encorvado por el peso de los años, fue doctor en teología. Tanto brilló en él la llama de la sabiduría, que eligió para sus últimos años ser el Buen Pastor de una humilde aldea rural. Bajo su sotana gastada por los años, latió siempre un corazón lleno de sabiduría y bondad. Hablaba de Dios con palabras tan sencillas, que entendían hasta los campesinos de Morialdo. Pero mi vida ha cambiado desde hace unas semanas. Don Calosso ayudaba a Juan Bosco, un muchacho de I Becchi que no podía pagarse los estudios. Le enseñaba latín al tiempo que le mos­ traba el camino para ser sacerdote. Pero un aciago día don Calosso, mi dueño, sufrió un ataque de hemiplejia. Quedó paralizado de medio cuerpo y perdió el habla. Aún le quedaron fuerzas para pedir, por señas, que llamaran a Juan Bosco. El chico voló al lado del sacerdote. El anciano párroco, con gran secre­ to y decisión, me entregó al muchacho. Fue un momento difícil para mí. Las llaves, aunque somos de metal, tomamos cariño a nuestros dueños. Yo siempre aprecié a don Calosso. En el fondo nos parecíamos. Yo era una llave dorada capaz de conser­ var sus escuetos ahorros. Él era como una llave de bondad capaz de abrir los corazones de la gente sencilla de su parroquia. Pero a pesar de la tristeza del momento me sentí en buenas manos. Los ojos de aquel chico reflejaban sinceridad. Cuando murió don Calosso, avisaron a sus sobrinos... Llegaron de la ciudad. Participaron con rutina en el entierro. Concluido el funeral, fueron a la rectoría. Al descubrir el cofre se agitó su corazón ambicio­

so. Preguntaron por la llave. Nadie sabía nada. Gritaron a los cuatro vientos que ellos eran los herederos. Juan Bosco, que me guardaba en el interior de su mano cerrada, sin pronunciar palabra, la abrió. Y aparecí yo. Los ojos de los sobrinos brillaron de avaricia. Me arrancaron de la mano. Se precipitaron hacia el cofre. Abrieron, sacaron el dinero... y marcharon. Juan vivió semanas de dolor, y yo junto a él. Al final sus ojos se lle­ naron de vida y comenzó a guardar un nuevo tesoro en el cofre vacío: los libros de don Calosso. Está decidido a aprender a hablar de Dios con palabras sencillas. Y yo soy la llave que custodia esta sabiduría. Nota: Don Bosco conservó siempre un recuerdo imborrable y agradecido de don Calosso. En las Memorias del Oratorio él mismo nos narra la his­ toria de la llave del cofre. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 3).

12. EL SALUDO

os saludos somos inmateriales y no tenemos cuerpo. Estamos for­ mados por unas simples palabras que quedan suspendidas en el ai­ re. Son las personas quienes nos ponen rostro y gesto al pronunciamos.

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Yo soy el saludo que ha acompañado a Don Bosco desde su infancia hasta el final de sus días. He sido un saludo afortunado. Siguiendo las orientaciones de Mamá Margarita, el pequeño Juan Bosco se convirtió en un maestro en el arte de saludar. Se dirigía a los vecinos del caserío de I Becchi con tanta simpatía, que aquellos rudos campesinos quedaban prendados de la cordialidad que transmitía aquel niño. Me acostumbré a ser su heraldo. El joven Juan Bosco ponía especial interés en mí cuando el desti­ natario era algún párroco o sacerdote de la contornada. Cuando les veía llegar, detenía el paso y esbozaba una sonrisa, mitad admiración y mitad respeto. Luego, inclinando levemente la cabeza, decía respe­ tuoso: «Buenos días»... y quedaba esperando una respuesta. Pero la respuesta no solía llegar. Aquellos adustos y graves eclesiásticos rara­ mente correspondían al saludo de un muchacho. Cuando esto ocurría, yo regresaba a mi joven dueño con las manos vacías. Juan aprendió que nunca debía actuar como aquellos eclesiásticos preponderantes. Y se prometió a sí mismo cuidarme con esmero, es­ pecialmente cuando los destinatarios fueran niños y jóvenes. Siempre cumplió su promesa. Cuando marchó a Turín para cuidar a los jóvenes pobres, tuve que esmerarme para interpretar adecuadamente sus deseos. Frecuente­ mente me vestía con ropajes de alegría y me enviaba por el aire con la misión de arrancar una sonrisa a un niño que había quedado huérfano. En otras ocasiones me revestía de confianza y me hacía correr hacia un muchacho asustado para decirle: «No tengas miedo, Don Bosco no te abandonará nunca».

Cuando visitaba a sus jóvenes aprendices en las fábricas, yo debía poner mucha atención para no equivocarme. Cuando saludaba al pa­ trono, ponía sobre mi cuerpo una expresión exigente aunque afable. Minutos después, cubierto con ropajes de esperanza, yo me convertía en apoyo incondicional para el aprendiz. Sacaba de su interior los más variados matices que colocaba cui­ dadosamente sobre mi cuerpo de saludo: exigencia, comprensión, áni­ mo, nuevas oportunidades, respeto... Pasaron los años. Don Bosco se hizo anciano. Un buen día intuí que pronto nos separaríamos. Y así fue. Pero estuve en sus labios hasta su último aliento. Vestido de futuro, me envió hacia sus salesianos con un mensaje de fe. Recubierto de inmenso afecto, me dirigió a sus jó­ venes para recordarles lo mucho que les quería... Por último, me puso un vestido de agradecimiento... y me envió hasta el corazón de Dios. Nota: Juan Bosco, muchacho, saluda amablemente a los párrocos y vicarios de los pueblos vecinos. Frecuentemente el saludo de dichos eclesiásticos era frío o inexistente. Se promete así mismo no actuar nunca de esta ma­ nera. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 12).

13. LA ACACIA DE FLORES BLANCAS

o era una acacia. Crecí al borde del camino que une el caserío de I Bechi con Castelnuovo. Cada primavera me vestía con flores blancas en un intento de disimular las espinas de mis ramas. Soporté con entereza las ventiscas del invierno y el calor de los veranos.

Y

Un día llegaron unos leñadores de Castelnuovo. Midieron mi tron­ co. Calcularon el precio de mi madera... Me marcaron con una cruz blanca de cal. Supe que me quedaban pocas semanas de vida. Había observado aquel ritual de muerte en otras acacias. A él le conocí durante aquellos días de soledad. Era un muchacho fuerte y recio. Bajaba desde el caserío de I Becchi silbando. Cuando contempló la cruz en mi tronco, pasó su mano sobre ella. Días después se sentó a mi lado. Apoyó su espalda sobre mi tronco y sacó unos libros de gramática y aritmética de su viejo zurrón. Así fue cómo descubrí que realizaba aquel itinerario cuatro veces al día para poder estudiar. Nos hicimos amigos. Sabiendo que mi vida terminaría en breve, intenté transmitirle mi sabiduría de árbol. Le enseñé la importancia de tener raíces profundas para hacer frente a las contrariedades. Le señalé mis flores blancas, camino de las abejas hacia la miel. Le sonreí desde mis tallos verdes para que aprendiera la alegría... Le mostré mis espinas, compañeras inseparables de las flores. Le ofrecí la acogida de mi sombra. Los leñadores me talaron una mañana de primavera. Caí al borde del sendero. Juan llegó cuando el sol se ocultaba tras las colinas. Se detuvo. Me miró con bondad. Por el brillo de su mirada supe que había aprendido mis lecciones. Con mi madera fabricaron estacas para vallar un campo cercano al camino. Un buen día me despertó un rumor de voces. Abrí mis ojos de ma­ dera. Contemplé a un centenar de jóvenes que cantaban y reían... Y de pronto: ¡allí estaba él! Aquel niño de antaño se había convertido en el

alma y la vida de aquellos muchachos. Todos le llamaban Don Bosco. Era sacerdote. Había desafiado contrariedades y dificultades para ha­ cer crecer su obra a favor de los chicos pobres de Turin. De sus labios brotaban sonrisas como hojas nuevas de primavera. Sus ramas se ha­ bían convertido en un hogar capaz de acoger a los muchachos que transitan sin familia por el desierto de los afectos. A su sombra crecía la amistad. Sus raíces estaban ancladas en el Dios de la Vida. Les vi alejarse por el camino. Reverdeció mi corazón de madera reseca. Aquel muchacho de antaño había puesto en práctica mis lec­ ciones de árbol curtido por la vida. Nota: Año 1828. Juan Bosco ha cumplido trece años. Mamá Margarita le en­ vía a estudiar a la escuela pública de Castelnuovo. Para poder estudiar recorre 20 km diarios, entre ida y vuelta, por un camino rural jalonado de acacias. Con los rigores del invierno, el camino se toma impracticable. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 13).

Il CHIERI Juan Bosco, joven

14. LA SASTRERÍA

*

o era la mejor sastrería de la contornada. Cuando me enteré de que él me abandonaba, no pude reprimir un sentimiento de frustra­ ción. ¡Había puesto tantas ilusiones en aquel joven aprendiz llegado del caserío de I Becchi...! ¿Por qué aquella decisión de marchar?

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Sumergida en el desengaño, recordé cuando nos conocimos. Ante los ojos asombrados de aquel campesino de quince años, llegado para trabajar de aprendiz de sastre mientras estudiaba en la escuela de Castelnuovo, había desplegado todas mis riquezas y secretos. La colección de bobinas ordenadas por colores y el frágil hilo de hilvanar. Las reglas de madera para diseñar patrones. Las largas tijeras... Me fue fácil im­ presionar a aquel chaval para quien el mundo de la sastrería termina­ ba en el costurero de su madre. El también me tomó cariño. No cesaba de cantar a dúo con mi due­ ño, el señor Gioanni Roberto, maestro en sastrería y músico del coro parroquial. Mientras trabajaban, hilvanaban canciones que flotaban como tejidos transparentes. El aprendiz Juan Bosco también estudiaba todo lo que podía, a pe­ sar de los deficientes maestros de aquella escuela rural perdida entre campos de maíz y viñedos. Y llegó el prodigio. Juan Bosco hilvanaba. Abría ojales. Alisaba las prendas con las planchas de hierro hueco rellenas de tizones encendi­ dos. Rayaba y cortaba patrones... Cuando el dueño le propuso un tra­ bajo fijo como oficial de sastrería, mi imaginación forjó un futuro cuajado de proyectos junto a él. Me vi convertida en sastrería de postín, donde recalara la aristocracia rural. Pero él marchó. Y yo regresé al hilvanado torpe de los aprendices mediocres. Resignada, le olvidé. Pasaron muchos años. Un buen día, alguien relató entre mis pare­ des la historia de un aprendiz de sastre que llegó a ser sacerdote y gas­ tó su vida con los chicos pobres de Turín.

Mientras escuchaba, me llené de orgullo. Y comprendí que él nunca me había olvidado. ¡Siempre trabajó como un buen «sastre»! Remendó las heridas que la vida desgarra en los corazones de los chicos explota­ dos. Confeccionó trajes de dignidad para convertir a los jóvenes obreros en «honrados ciudadanos». Planchó y alisó las arrugas que dejan los defectos y los pecados... Hilvanó camisas de futuro para que sus sacer­ dotes pudieran ir «en mangas de camisa» entre los muchachos... En el momento de entregar su vida, el doctor le dijo: «Don Bosco, usted es como un traje muy gastado...». Fue entonces cuando Dios le regaló un traje nuevo de luz, de los que se confeccionan en las sastre­ rías del cielo. Nota: 1830. Mientras el joven Juan Bosco asiste a la escuela pública de Castelnuovo, trabaja como aprendiz en la sastrería de Gianni Roberto. El dueño le ofrece unpuesto de trabajo. (Memorias del Oratorio. Décadapñmera, n. 4).

15. EL CUADERNO DE «LA SOCIEDAD DE LA ALEGRÍA»

an solo soy un viejo cuaderno. Permanecí muchos años abandona­ do en el cuarto trastero de las Escuelas Municipales de la ciudad de Chieri. Vivía sepultado en la oscuridad de un antiguo arcón, rodea­ do por decenas de cuadernos gastados. Todos ellos conservaban en su interior correcciones echas con lápiz rojo; heridas de antiguas batallas escolares libradas contra el cálculo y la ortografía.

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En la parte inferior de cada libreta figuraba el nombre de su antiguo dueño. Sin embargo, en mi tapa aparecía tan solo una enigmática ins­ cripción: «La Sociedad de la Alegría». No conocer a mi dueño me su­ mergía en una incómoda orfandad. De pronto todo cambió. Alguien abrió con energía la tapa del arcón. Chirriaron los goznes herrumbrados... Un rayo de luz nos inundó. Unas manos comenzaron a rebuscar con energía. Mis compañeros se agitaron. Todos ansiaban verse libres del olvido, volver a la luz y sentir una caricia cargada de nostalgia. La agitación duró varios minutos. De pronto cesó la búsqueda. ¡Yo era el elegido! Noté cómo me to­ maban y me transportaban al mundo de la luz. Junto a la claridad de la ventana, unos ojos me contemplaron con ternura, acariciaron cada página y evocaron un tiempo cargado de nombres que formaban pai­ sajes de amistad. Mientras aquella mirada se deslizaba por mi cuerpo de papel, re­ cordé mi vida anterior: el porqué de mi extraño nombre, las listas de socios escritas en mi interior, los elencos de libros de lectura, las cuen­ tas de los escasos dineros acumulados y gastados... Abandoné las bru­ mas del olvido y recuperé mi dignidad. Tengo el honor de conservar entre mis hojas la historia de «La So­ ciedad de la Alegría»; un grupo de adolescentes que, capitaneados por Juan Bosco, se asociaron para dibujar sonrisas sobre la seriedad gris de la vida.

Actualmente reposo en una estantería del escritorio de Juan Bosco. Aquel muchacho de antaño es ahora un joven sacerdote que acoge y educa a los muchachos pobres de Turín. Mis hojas de papel amarillen­ to se llenan de satisfacción cuando me muestra a sus muchachos y les dice con voz cargada de evocaciones: «Mirad, aquí comenzó todo... Este cuaderno conserva los nombres de quienes nos asociamos para estar siempre alegres». Y, manteniéndome entre sus manos, les habla de un pasado que es futuro. Entonces siento entre mis hojas un aleteo nuevo de alegría. Nota: Año 1832. Juan Bosco, adolescente de 17 años, estudia y trabaja en la población de Chieri. Con sus amigos, funda «La Sociedad de la Alegría»: asociación juvenil destinada a fomentar la alegría y a promover el cum­ plimiento de las responsabilidades humanas y cristianas. Existía un lis­ tado de socios. (Memorias del Oratorio. Década primera, nn. 6-7).

16. LA TENTACIÓN DE ROBAR

oy la tentación de robar. Mi existencia es tan antigua como la hu­ manidad. Mi dilatada experiencia me ha enseñado a socavar las conciencias más honradas.

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Desde tiempos inmemoriales he sido ñel compañera de estudiantes ociosos y jaraneros. Ellos son una de mis especialidades. Ajusto mi paso a sus pies; ofrezco soluciones rápidas a su escasez de dinero; les prometo alegrías fáciles. Muchos sucumben al instante, deslumbrados por el brillo de los placeres que se compran. Todavía recuerdo a los estudiantes de Chieri; pequeña ciudad que acogía a un nutrido grupo muchachos campesinos convertidos en es­ tudiantes. Algunos de ellos —desertores del arado y la azada—, zanga­ neaban en lugar de aplicarse al estudio. Mi estrategia era sencilla: les acompañaba en sus vagabundeos por calles y tabernas. Cuando precisaban dinero para sus entretenimientos, aparecía yo con palabras persuasivas: «Amigo, es hora de despertar. Hay que aprender a vivir en el mundo. Apáñate para obtener dinero y podrás gozar de los placeres de la vida». Y ellos caían en la tentación. Muchos robaban a sus patronos e incluso a sus padres. Sin embargo, mis estratagemas seculares no lograron doblegar la conciencia de un muchacho llamado Juan Bosco. Me convertí en su som­ bra. Me disfracé con la imagen de sus compañeros. Halagué su amor propio... ¡Todo en vano! La recia fe cristiana que había aprendido de su madre, fue el muro contra el que se estrellaron mis propuestas. Nunca cedió. Quería y res­ petaba a su madre. No la defraudaría por nada del mundo. Confiado en mi experiencia, seguí insistiendo. Semanas después hu­ be de reconocer que le había minusvalorado. Aquel chaval, haciendo gala de una honradez poco común y una fe inquebrantable, me desafia­ ba públicamente. Incluso consiguió que sus amigos se unieran forman­ do «La Sociedad de la Alegría», para hacer frente a mis insinuaciones. Algo molesta, decidí olvidarle y continuar con mi trabajo en otros lugares.

Transcurrió el tiempo. El azar hizo que volviera a encontrarme con Juan Bosco muchos años después. Era sacerdote. Educaba a los chicos pobres y abandonados de la ciudad de Turín. Pensé que sería fácil in­ filtrarme en las conciencias de sus muchachos: chavales pobres que tan sólo disponían de un poco de pan con el que mitigar el hambre... Nuevos fracasos. Aquel cura joven había conseguido hacer de cada muchacho un «honrado ciudadano», baluarte de dignidad contra el que se derrumbaban mis propuestas de robo. Para que la decepción no hiciera mella en mi dilatada historia de triunfos, decidí ir a lo seguro. Olvidándome de Don Bosco y sus mu­ chachos, puse cerco a la conciencia de los comerciantes que medran a costa de la explotación de los pobres; a la de los truhanes que venden su alma por placer; a la de los estafadores de guante blanco... Con ellos regresé al éxito. Me recuperé de tantas y tantas derrotas sufridas a ma­ nos de Don Bosco y sus muchachos. Nota: Juan Bosco es un joven estudiante de 15 años en la ciudad de Chieri. Algunos compañeros le incitan a robar. Juan, recordando las enseñanzas de su madre, vence la tentación de robary convence a sus amigos para que sean honestos e íntegros. Ya sacerdote, educará a los jóvenes del Oratorio para que lleguen a ser «honrados ciudadanos» (Memorias del Oratorio. Década primara, n. 4).

17. EL HUECO DE LA ESCALERA

ranscurrían mis días vacíos yvanas mis noches. Cuando se inau­ guró aquel edificio destinado a alojar el Café Pianta de la ciudad de Chieri, albergué la esperanza de llenarme de objetos que dieran sentido a mi existencia. A medida que transcurrieron los meses, me resigné a ser el hueco vacío de una escalera. Me hallaba situado entre dos salas. A mi izquierda, mesas de café repletas de personas enfrascadas en conversaciones triviales. A mi de­ recha, un salón con mesas de billar. Tapices verdes alumbrados por lámparas de petróleo. Bolas de billar impulsadas por los golpes secos de los tacos. Un día me visitó el dueño del establecimiento. Le acompañaba Juan Bosco, joven estudiante que trabajaba de camarero. Me observaron. Mi­ dieron mi superficie. Calcularon mi altura. Cerraron el trato. Y yo me quedé aguardando el milagro de la utilidad. Imaginé a aquel joven llenan­ do mi oquedad con sacos de café, costales de harina y tarros de azúcar. Avanzó la noche. Cesó el chocar de las bolas de billar. Fue entonces cuando Juan Bosco llegó a mí. Traía en sus labios una sonrisa mitad esperanza, mitad resignación. Venía cargado con unos cuantos enseres. Depositó sobre mi suelo un jergón. Colocó una vela sobre una palmato­ ria de latón. Apiló varios libros prestados. Apoyó una gastada maleta con algo de ropa. Luego marchó. Yo me sentí colmado la dicha. Aquellos trastos eran suficientes para saciar los anhelos de un hueco de escalera. Andaba con estos pensamientos cuando regresó Juan. Tal vez traía un nuevo objeto. Pero no. Brilló una cerilla entre sus dedos. Se ilumi­ nó mi interior. Encendió la vela. Se sentó sobre el jergón. Abrió un libro y comenzó a leer... Entonces comprendí que él iba a ser quien llenara mi vacío. Así fue como me convertí en el hogar de Juan Bosco. Palpité con sus latidos. Me contagié de su esperanza. Vestí de ternura mis descon­ chadas paredes. Viajé con él hasta lejanos países, porque sus sueños llegaban hasta cualquier lugar del mundo donde hubiera un joven con­ fiando en un futuro mejor.

T

Meses después marchó. Pero mis silencios han estado siempre po­ blados con su recuerdo. Han transcurrido más de ciento cincuenta años. Sigo en pie para narrar a cada visitante la presencia de aquel joven que hizo rebosar de esperanza mi vida. Ellos musitan comentarios, se emocionan, me fo­ tografían. .. Estoy seguro de que Juan Bosco sigue llenando de sentido sus vidas... Igual que antaño colmó mi vacío de hueco de escalera. Nota: Durante el curso 1833-1834 Juan Bosco, que ya tiene dieciocho años, trabaja como camarero en el Café Pianta para ganarse el sustento y costear sus estudios. Dormirá en el hueco de una escalera del citado café. El hueco de la escalera se conserva actualmente. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 9).

18. LA BARAJA

n aquellos tiempos, los naipes nacíamos con el estigma del deshonor grabado en nuestra piel de cartón coloreado. Nuestra vida transcu­ rría sobre mesas de taberna, garitos clandestinos y burdeles sombríos. Crecíamos empujados por ágiles manos de tahúres fulleros ávidos de fortuna. Comencé a caminar por la vida con esta triste resignación.

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Fui a parar a una población rural: Chieri. Lamenté mi mala suerte. ¡Pocos dineros tenían aquellos pobres artesanos y campesinos! Sus lánguidos quinqués de petróleo apenas si alumbraban las escasas mo­ nedas esparcidas sobre las mesas de sus tabernas... Me acostumbré también a las miradas de desprecio de las gentes de bien. Para ellas yo era un pasaporte hacia el infierno. Me libré de ir a parar a una taberna. Tuve la suerte de que me com­ prara un muchacho joven y fuerte, de ojos despiertos y cabello rebelde. Se llamaba Juan Bosco. Entre sus dedos experimenté nuevas sensaciones. Extraía una de mis cartas y la colocaba en la palma de su mano. Luego, forzando los músculos del pulgar y el meñique, formaba un escondite perfecto. Otras veces lanzaba todo el mazo al aire y, antes de que cayeran al suelo mis cartas, una de ellas aparecía atravesada por una fina daga. Ilusiones ópticas que hicieron nacer en mí una nueva dignidad. Colaboré con él en sus espectáculos de prestidigitación. Ante los ojos asombrados de muchachos y adultos, mis días se tomaron mági­ cos. Desaparecía de las manos de mi dueño para aparecer en el bolsillo de cualquier espectador. Con su soplo mágico, reconstruía la carta ro­ ta en cien pedazos. Mi vida cobró sentido. Juan Bosco ingresó en el seminario. Ordenado sacerdote marchó a la ciudad de Turín, donde no hizo otra cosa que cuidar a los chicos pobres que no tenían familia. Fue entonces cuando comprendí que conmigo había ensayado el gran proyecto de su vida. Porque los muchachos que acogía Don Bosco eran como yo: chicos de la calle; huérfanos explotados sin horizonte... cartas sucias de la baraja humana con la que se entretenía aquella sociedad enferma. Pe­

ro de pronto, llegaba él y ¡zas!: cambiaba la tristeza por una sonrisa. Aparecía la sabiduría donde tan solo había incultura. Transformaba las peleas en palomas blancas de amistad. Recomponía las pequeñas vidas rotas. Allí donde únicamente había desprecio y maltrato, apare­ cían honrados ciudadanos... De Juan Bosco aprendí que nunca hay nada perdido cuando se ofre­ cen nuevas oportunidades. Siempre le recordaré como un mago de la educación capaz de transformar a sus muchachos. Él nos enseñó «la magia de la vida». Nota: Juan Bosco, joven estudiante en Chieri, crea un incipiente Oratorio. Desarrolla sus habilidades como mago y prestidigitador. (Memorias del Oratorio. Primera década, n. 11).

19. LA VARITA DEL SALTIMBANQUI

e fabricaron con una rama de roble. Soy una varita equilibrista. Vivo en una mullida bolsa de terciopelo verde. Aunque tengo el corazón de madera, contemplo la vida con ojos de artista. Mi dueño y yo somos saltimbanquis profesionales.

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Él es un hombre ágil y curtido por la vida. Malvive de los espectácu­ los y desafíos que escenifica en las ferias para los pobres aldeanos. Al finalizar acude siempre a la taberna para celebrarlo. En ella mitiga el tedio de andar de plaza en plaza repitiendo siempre el mismo es­ pectáculo. Hace años ocurrió un suceso que todavía recuerdo. Era la feria de Chieri. Mi amo vestía sus mejores galas. Comenzó la función con va­ rios juegos de prestidigitación. A continuación llegaron los desafíos. Mi dueño, saltimbanqui profesional, retaba a los espectadores a una carrera, un salto y un ejercicio de habilidad en el que yo era la prota­ gonista. Yo aguardaba pacientemente, junto a la bolsa de terciopelo verde, a que llegara el momento de mi actuación. De pronto unos mozalbetes se plantaron ante él: aceptaban el reto de la carrera. El corredor elegido por los jóvenes se llamaba Juan. Mi dueño le miró con prepotencia y apostó 20 francos... Comenzó la ca­ rrera. Mi amo tomó ventaja, pero cuando iba a ganar, se detuvo simu­ lando fatiga. Yo conocía bien aquel truco: era la estrategia habitual. Mi dueño se dejaba ganar. Fingía decepción y cansancio. Entonces, suplicando una nueva oportunidad, doblaba la apuesta y les retaba al juego de la varita equilibrista en la que era un experto. Juan, animado por la victoria conseguida en la carrera, aceptó el desafío de la varita equilibrista. Llegó mi tumo. El titiritero, tomándo­ me con ensayada parsimonia, me mostró al gentío. Hizo una reveren­ cia y me depositó en las manos de Juan. Todavía recuerdo la suave presión de sus dedos al asirme. En los ojos de Juan percibí una ilusión por la vida que nunca antes había sentido.

Con suave equilibrio recorrí cada dedo de Juan. Luego pasé de su muñeca al codo y del codo al hombro. Salté por su barbilla, nariz y frente. Deshice el camino con leves impulsos y regresé a su mano. La multitud aplaudió. Le tocaba el tumo al saltimbanqui. Mientras yo saltaba, veloz y se­ gura por las yemas de sus dedos, busqué una forma de ayudar al cha­ val... Todavía no sé por qué lo hice. Pero, sin pensarlo dos veces, al llegar a su nariz... me dejé caer. Mi amó perdió la apuesta. La multitud aclamó al muchacho. Acabada la función, regresé a la bolsa de terciopelo verde. Mi due­ ño estaba armiñado. No me reprochó nada. En su mirada, cansada de ir de feria en feria, noté un brillo distinto. Creo que él también hizo lo posible para que ganara Juan, el capitán de «La Sociedad de la Alegría». Nota: Juan Bosco, estudiante en Chieri, fundó «La Sociedad de la Alegría». Las ferias populares ofrecían entretenimientos variados a la población entera. Él mismo narra el desafío al saltimbanqui y el desenlace. (Memo­ rias del Oratorio. Década primera, n. 12).

20. LA FONDA «EL MULETTO»

uando aquellos veintidós muchachos entraron por mi puerta, mis paredes cargadas de historia se pusieron en guardia. Yo era por aquel entonces la casa de comidas más distinguida de Chieri: la fonda El Muletto. Mis mesas, adornadas con finos manteles de hilo y delica­ da cubertería, no estaban preparadas para aguantar las algaradas de un grupo de mozalbetes.

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Mi dueño, el señor Cario Ruggeri, también se puso alerta. Sin em­ bargo, tras una breve conversación con el muchacho que dirigía a sus compañeros, le indicó amablemente las mesas que debían ocupar. Comenzó la comida. Yo esperaba que de un momento a otro se ele­ varan las voces y estallara una tormenta de despropósitos. Pero nada más lejos de la realidad. La alegría de aquellos jóvenes era moderada, sus modales educados y sus conversaciones limpias. Enseguida descubrí que no todos eran estudiantes. En medio de ellos había un extraño personaje. Vestía chaleco de vivos colores y cu­ bría su cabeza con un gorro de fieltro marrón. Era un famoso saltim­ banqui que rodaba de feria en feria apostando y desplumando a los rudos campesinos que se acercaban a su atracción de apuestas. El joven que dirigía al grupo —al que todos llamaban Juan Bosco—, intentaba en vano hacerle reír. El saltimbanqui, avergonzado, apenas si levantaba la mirada. Mientras comían me enteré de que aquellos muchachos formaban parte de una asociación denominada «La Sociedad de la Alegría». Juan Bosco era el joven que los dirigía. El saltimbanqui había perdido tres apuestas seguidas con Juan Bosco: la carrera, el salto del canal, la ha­ bilidad con la varita... Cuando escuché que la deuda ascendía a 245 liras, comprendí la tris­ teza de aquel pobre diablo. El titiritero no solo estaba arruinado: había perdido el prestigio para poder seguir apostando de feria en feria. Cuando llegaron los postres, Juan Bosco se puso en pie. Se hizo si­ lencio. Dirigiéndose al saltimbanqui con respeto, le agradeció la comi­

da... y para que se llevara un buen recuerdo de «La Sociedad de la Alegría», le devolvió el dinero que había perdido en las apuestas. Con pagar las 25 liras de la comida, la deuda quedaba saldada. Los ojos de titiritero se abrieron como platos. Su expresión de ad­ miración se tomó en sonrisa de agradecimiento. Hizo varias reveren­ cias. Tan solo atinó a balbucir: «Al devolverme este dinero evitáis mi mina. Os lo agradezco de todo corazón. Conservaré un grato recuerdo de vosotros». Concluyó la comida. Marcharon. Regresó el silencio. Entre mis pa­ redes de fonda distinguida, quedó flotando una pregunta: ¿quién era aquel joven capaz de tanta magnanimidad y alegría? ¿Llegaría algún día a convertirse en un titiritero famoso? El tiempo me desveló su auténtica identidad. Con los años, Juan Bosco creció en generosidad y sabiduría. Fue el sacerdote de los jóve­ nes pobres de Turín... y pasó toda su vida haciendo equilibrios para que el bien y la alegría mantuvieran erguido el corazón de sus mucha­ chos. Apostó siempre por ellos... y ganó. Nota: Juan Bosco, joven estudiante en la ciudad de Chieri, acepta el desafío de un saltimbanqui de feria. Le gana. Para no dejarle en la ruina, le perdo­ na el dinero a cambio de una comida en la fonda «El Muletto» para sus amigos de «La Sociedad de la Alegría». (Memorias del Oratorio. Primera década, n. 12).

21. EL TRONCO DE LA CUCAÑA

e aldea en aldea y de feria en feria. Así transcurría mi vida de tron­ co de cucaña. Fuerte, liso y recto. Orgulloso de los premios que colgaban de mi cabeza.

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Siempre me molestó que me embadurnaran con grasa de tocino. Pero era el precio que debía pagar para no verme devorado por las lla­ mas de cualquier hogar campesino. Mi dueño, un feriante de pobladas cejas y mirada aviesa, me pre­ paró para la feria de Montaña, un pequeño pueblo de calles sin empe­ drar y olor a vacas. Amanecía cuando mi amo me transportó hasta la plaza. A golpes de mazo me encajó con cuñas verticales para que mi cuerpo se man­ tuviera fírme y enhiesto. De mi parte superior colgaban los premios: una bolsa con 20 liras, un salchichón, un pañuelo, una botella de grappa... La plaza fue llenándose tras la misa mayor. Mi dueño voceaba con voz aguardentosa: ¡A 50 céntimos el intento! Y enseguida me vi rodeado de jóvenes campesinos ansiosos por demostrar su habilidad. Observaban los premios. Pagaban los 50 céntimos con un mohín de desagrado. Se abrazaban a mi cuerpo e iniciaban el ascenso con más ímpetu que ha­ bilidad. Pero las fuerzas les abandonaban prontamente. Uno tras otro resbalaban y caían entre los silbidos y las burlas de los aldeanos. De pronto distinguí la mirada de un joven. No era un campesino. Sus ropas le delataban. Tal vez era un estudiante. Sus ojos inteligentes examinaban las pequeñas cicatrices que quedaron en mi cuerpo cuan­ do el hacha cortó mis antiguas ramas. Le llegó el tumo. Entornó los ojos para concentrarse. Apoyó sus ma­ nos sobre mí. Inició el ascenso lentamente. Trepaba aprovechando ca­ da nudo imperceptible. Se apoyaba sobre sus talones para recuperar fuerzas... dominábala ansiedad. Lentamente fue ascendiendo. Los mur­ mullos cesaron a medida que trepaba lento sobre mi grasiento cuerpo.

Cuando tuvo los premios al alcance de la mano, se detuvo. Estaba al límite de sus fuerzas. El silencio de los espectadores se hizo denso. Serenó su respiración, levantó la mano... y de un tirón arrancó la bol­ sa con las 20 liras y el salchichón. Descendió entre aplausos y desapa­ reció rápidamente. Nunca más he vuelto a verle. Cuando me invade el tedio de ir de feria en feria, pienso en la habi­ lidad y constancia de aquel estudiante. Estoy seguro de que estudió, se superó y llegó a ser una persona sabia y bondadosa. Su recuerdo me da ánimos para seguir en pie. Desde aquel día ofrezco a los jóvenes campesinos de los pueblos que recorremos, la posibilidad de superar­ se y ascender... Vivir la vida con una meta y una ilusión, como aquel joven que un día ascendió por mi cuerpo hasta el premio. Nota: Juan Bosco es estudiante en la ciudad de Chieri. Debe pagar sus estu­ dios. A tal fin, trabajó en diversos oficios... y no dudó en participar en la cucaña de la feria. (Memorias Biográficas. Tomo I, pág. 201).

22. LA MESA DE BILLAR

o era la mesa de billar más lujosa del Café Pianta, en la ciudad de Chieri. Mi superficie, lisa y cubierta por fieltro verde, brillaba en todo su esplendor alumbrada por cuatro quinqués de petróleo. Mis bandas, protegidas por amortiguadores de goma, facilitaban el rebo­ te de las bolas. Siempre sentí compasión por las tres bolas de marfil que se desli­ zaban veloces sobre mi contorno. Pequeñas como eran, rodaban im­ pulsadas por los golpes secos de los tacos, esos palos orgullosos cuya punta de cuero hay que maquillar constantemente con tiza azul. Los ciudadanos de Chieri acudían al local donde me hallaba para tomar café, conversar y practicar el billar francés, tan de moda en aque­ llos tiempos. Mi tapete verde era como un oasis en medio del desierto de sus preocupaciones triviales. Mi vida mejoró cuando se encargó de mi cuidado un joven cama­ rero llamado Juan Bosco. Cepillaba diariamente mi fieltro. Lustraba el marfil de las bolas... Atendía con esmero a los clientes. Servía café, grappa y pastelillos de almendra, especialidad de la casa. Estudiaba y trabajaba. La alegría alzaba el vuelo en cada una de sus sonrisas. Cuando no había clientes en el café, Juan Bosco ensayaba caram­ bolas bajo los sabios consejos de Jonás, un joven que visitaba asidua­ mente el Café Pianta. Tal era la maestría de Jonás, que yo no tenía secretos para él. Las conversaciones de los dos amigos eran distintas a las del resto de clientes. Hablaban de música, de historias leídas en libros alquila­ dos en la librería del señor Elias, de poesía... Pero un buen día todo cambió. Dejaron de hablar en voz alta. Co­ menzaron a musitar vocablos extraños y desconocidos para mí. Los paisajes limpios de sus narraciones se oscurecieron. Todavía resuenan en mí las palabras insólitas y secretas que musitaban: torá, menorah, hanukká, ion kippur... Aquellas oscuras expresiones caían como mal­ diciones sobre mi tapete verde. Entrechocaban siniestramente contra mis bolas de marfil.

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Presa de temor, supuse que los dos formaban parte de alguna secta secreta. Imaginé sangrientos rituales. Mi temor se convirtió en pánico. Fallaba las carambolas más sencillas. Mi tapete verde palideció; perdió color y brillo. Semanas después, aguzando el oído, se me desveló el misterio. La familia de Jonás era de religión judía. Pero él deseaba abrazar la fe cristiana que profesaba Juan. Mientras jugaban al billar, Juan le había explicado las verdades de la fe. Yo había sido testigo de excepción de sus conversaciones. Aquellas palabras oscuras que me habían parecido signos cabalísticos, formaban parte el digno entramado de la religión hebrea: Ley de Dios, Candelabro de los siete brazos, Fiesta de la luz, Día del perdón... Jonás recibió el bautismo en medio de una gran fiesta. Recuperé el color; mis bolas, su precisión. Los dos amigos regresaron a las conver­ saciones serenas y amenas. Gracias a ellos dos he sido algo más que una mesa de billar. Mi tapete verde se transformó en tierra buena don­ de crecieron las semillas de la amistad, la cultura y la fe. Nota: Chieri, 1835. Juan Bosco, estudiante y trabajador en el Café Pianta, entabla amistad con Jonás, joven judío de elevada cultura y experto en el juego del billar. Jonás pide a Juan que le inicie en la fe cristiana. Tras ven­ cer resistencias familiares, Jonás recibe el bautismo. (Memorias del Ora­ torio. Década primera, n. 10).

23. LA LIBRERÍA

is paredes de ladrillo estaban dubiertas de estanterías repletas de libros ordenados meticulosamente. Mi vida de librería era tan tranquila que crecía en ella la mala hier­ ba de la monotonía. Los habitantes de la ciudad de Chieri nunca tu­ vieron gran afición por mis libros, a excepción de los folletines román­ ticos, tan de moda en aquellos tiempos. El librero Elias se desvivía para aconsejar a sus clientes la última novedad llegada desde las imprentas de Turín. Proponía títulos. Bus­ caba e indagaba hasta hallar el libro adecuado para cada lector. Exce­ lente negociante, había establecido un sistema de préstamo al precio módico de 5 céntimos de lira: artilugios financieros en una época en la que no sobraba dinero para invertir en libros. Cuando Juan Bosco cruzaba el umbral de mi puerta, todo era dis­ tinto. Aquel joven amaba la cultura como herramienta para construir su futuro. Aquel día llegó con un extraño interés en sus ojos. Tras entablar una breve conversación con Elias, le indicó una de las estanterías rotulada con letra gótica: «Clásicos Latinos». Elias movió la cabeza y desacon­ sejó al muchacho aquellos pequeños volúmenes encuadernados con tapas de cuero marrón y título dorado. Eran textos originales escritos en latín, demasiado difíciles para él. Pero Juan Bosco desoía los con­ sejos del librero. Y, ante la insistencia del joven, Elias le dio a elegir entre varios autores. Juan optó por el historiador Comelio Nepote. Tras ojear brevemente el volumen, se lo llevó... Juan Bosco regresó varios días después. Le miré fijamente inten­ tando adivinar sus andanzas por los intrincados vericuetos del texto latino de Comelio Nepote... ¿Comprendía realmente o se hacía la ilu­ sión de entender algo que no estaban a su alcance? Semana tras semana desfilaron entre sus manos todos los títulos de la colección: Cicerón, Tito Livio, Ovidio, Horacio... Entre mis ana­ queles, aleteó siempre la duda: ¿entendía el joven Juan Bosco los clá­ sicos latinos...?

M

De esta historia han pasado muchos años. Siempre me sentí muy satisfecha de haber conducido a aquel chico por los senderos del co­ nocimiento. Actualmente muestro con orgullo una nueva estantería repleta de libros cargados de sabiduría popular y hondura religiosa que la gente sencilla lee con fruición. El rótulo dice: «Lecturas Católi­ cas. Librería Don Bosco. Turín». Tan solo por la pasión que conserva Juan Bosco por escribir y di­ fundir buenos libros, ha valido la pena mi existencia de librería. Nota: Juan Bosco, durante su época de estudiante en Chieri, acudía asidua­ mente a la librería del judío Elias. Mediante un sistema de préstamo, leyó los Clásicos Italianos y posteriormente los Clásicos Latinos. De estos últi­ mos reconocerá, años después, que no siempre comprendía lo que leía. (Memorias del Oratorio. Década primera, n. 13).

24. EL CONVENTO DE LOS FRANCISCANOS

oy uno de los conventos más emblemáticos de Turin. Mi amplio claustro ha escuchado durante siglos el rumor silencioso de los frailes. Mis muros despiertan antes del alba para el canto de maitines. Los frailes franciscanos me dedicaron a Nuestra Señora de los Ángeles.

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Era el mes de abril. Mi soledad conventual se vio turbada por siete jóvenes que avanzaban bajo los arcos de mi claustro. Clavaban sus ojos en los cipreses que, puestos de puntillas en el patio interior, intentaban acariciar el cielo. Me enteré de que habían venido desde pueblos cercanos para iniciar un camino de perfección como frailes franciscanos. El escrutinio iba a tener lugar en mi sala capitular. Introdujeron a los jóvenes candida­ tos en la iglesia para que se prepararan con la oración. Comenzaron las entrevistas. Pasó el primero. Apenas pude escuchar sus tímidas respuestas a las amables preguntas del padre guardián. Mientras se sucedían las entrevistas, uno de aquellos jóvenes llamó mi atención. Esperaba a que le tocara el tumo sentado en un banco de la iglesia. Miraba con ojos despiertos los frescos que adornan el ábside. Observaba a los ángeles hieráticos y severos que desde siempre hacen guardia a Nuestra Señora. Viéndolos, movía la cabeza negativamente. Le hubiera gustado un coro de ángeles alegre y bullanguero. Con me­ nos alas y más sonrisas. Le tocó el tumo. Comenzó la conversación sobre su itinerario espi­ ritual. Todavía recuerdo la sorpresa del padre guardián cuando el mu­ chacho, al referir el camino apostólico recorrido, no dudó en citar como un gran logro a «La Sociedad de la Alegría», un gmpo de mozalbetes dirigido por él que hacía consistir la santidad en estar alegres. Demos­ tró también vivir una intensa vida cristiana y tener gran corazón. Así es que el padre guardián, sonriendo por primera vez, le admitió al no­ viciado. Y yo me llené de esperanza... tal vez él sembraría de alegría mi seriedad austera de convento franciscano.

Varios días después sus compañeros tomaron el hábito. Le busqué, pero él no estaba. Nunca más regresó al silencio de mi claustro... Hace unos días alguien comentó entre mis muros que aquel mu­ chacho, llamado Juan Bosco, es actualmente sacerdote y que anda por las calles de Turín rodeado de chavales. Dicen que enseña a sus mu­ chachos —que no son precisamente ángeles— a sonreír con la misma sonrisa de Dios, y que repite a todos que se puede ser santo sin perder la alegría. ¡Quién pudiera! Nota: 18 de abril de 1834. Juan Bosco, cuando contaba 19 años, solicitó ser admitido en la orden de los franciscanos. Superó el escrutinio en el con­ vento de Nuestra Señora de los Ángeles de Turín. Siguiendo los consejos de un sacerdote, decidió finalmente entraren el seminario de Chierí. (Me­ morias del Oratorio. Década primera, n. 14).

25. EL RELOJ DEL SEMINARIO

L

os días del verano son agotadores para los relojes de sol. En cuan­ to sentimos los primeros rayos del astro solar, comenzamos a re­ flejar la fina sombra del estilete sobre nuestro cuerpo geométricamen­ te rayado. La sombra debe recorrer con precisión quince grados de circunferencia cada hora. Ni uno más ni uno menos. Desde mi nacimiento me hallo sobre un muro del patio interior del seminario de Chieri. Todavía recuerdo aquel último día de octubre. Los reverentes saludos de los seminaristas, que regresaban tras los lar­ gos meses de vacaciones estivales, resonaban a mis pies. Sus modera­ das expresiones hacían juego con el color negro de sus sotanas: el se­ minario de Chieri siempre formó sacerdotes con una espiritualidad sostenida sobre la sobriedad y el desprecio al bullicio alegre de las gentes sencillas. De pronto llamó mi atención el comportamiento de dos jóvenes se­ minaristas. Debían ser nuevos, a juzgar por sus expresiones llenas de vida. Hablaban animadamente, avanzaban a grandes zancadas, gesti­ culaban y reían... No iba con ellos la severidad marcada en los rostros de sus compañeros veteranos. De pronto se detuvieron ante mí. Alzaron la vista y me contempla­ ron. Uno de ellos, llamado Juan Bosco, leyó en voz alta la frase latina rotulada a mis pies: «Afflictis lentae, céleres gaudentibus horae». En se­ guida tradujo: «Las horas transcurren lentas para los tristes; rápidas para los alegres». Y concluyó: «Estemos siempre alegres y así pasará pronto el tiempo». Acto seguido, las risas de los dos amigos crecieron hasta que varios seminaristas mayores les instaron al silencio. Durante los seis años siguientes, no transcurrió un solo día sin que los dos jóvenes me dirigieran una mirada cómplice. Yo asumí el com­ promiso de recordarles la importancia de sembrar los senderos de la existencia con semillas de alegría.

Marqué mis mejores horas cuando supe que aquel joven semina­ rista, ya sacerdote, trabajaba incansablemente por devolver sonrisas y afectos a los chicos pobres a quienes, una vida amarga les había arre­ batado todo. Cuando me dijeron que le llamaban «el santo de la ale­ gría», mis latidos se aceleraron. Han pasado muchos años. El tiempo hizo estragos en mí, pero me restauraron y sigo en pie. De tanto en tanto me visitan grupos de per­ sonas que dicen ser las herederas de aquel seminarista. Pocas se fijan en mí y casi nadie entiende mi inscripción. ¡Cuánto me gustaría gri­ tarles el mensaje de alegría que día a día mostré a Juan Bosco! ¡Cuán­ to deseo que los visitantes aprendan aquella lección que, aún hoy, sigo repitiendo desde mi silencio de reloj de sol! Nota: 30 de octubre de 1835. Don Bosco ingresa en el seminario de Chieri. Junto con su amigo Guillermo Garigliano descubre bajo el reloj de sol una inscripción que invita a la alegría. El reloj, convenientemente restaurado, se conserva actualmente en el patio del edificio que antaño fuera seminario. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 2).

7 i . j raaaas-zraaaas... Cuando entorno los ojos me contemplo todavía a mí misma segan­ do hierba, heno y forraje para el ganado. Ahora dormito, polvorienta e inútil, colgada en una pared del Museo de Herramientas Campesinas. Atrás quedaron trabajos y fatigas al amanecer. Soy una guadaña. Mi cuerpo está formado por una cuchilla grande y curva ensartada en un palo. Siempre fui más grande y fuerte que las hoces, mis hermanas pequeñas. Pero todo mi orgullo desapareció cuan­ do se oxidó el filo de mi cuchilla de metal. Zraaaas-zraaaas... Cuando estaba en activo, formaba parte de las herramientas de la casita de I Becchi. Me hice muy amiga de Juan Bosco. Le ayudaba a segar hierba y heno para los animales. Pero el muchacho marchó a la ciudad de Chieri para estudiar. Su familia y los vecinos decían que es­ tudiaba para ser cura. Pasé varios veranos sin verle. Zraaaas-zraaaas... Un buen día, Juan Bosco regresó. Todavía no era cura, pero ya vestía sotana. Le mire de lejos añorando los tiempos pasados, convencida de que sus manos dedicadas al estudio y a la liturgia no volverían al trabajo. Pero estaba equivocada. Al día siguiente, antes de que el sol se pu­ siera de puntillas tras las colinas, llegó hasta mí. Sacó la alargada pie­ dra de afilar del zurrón. Suavizó y aguzó tanto mi filo, que fui espejo de la primera claridad del amanecer. Trabajamos duramente. Me llamó la atención su silencio. ¡Cuánto había cambiado! Antes todo eran cantos y silbidos... Ahora tan solo se escuchaba el ruido acompasado que producía mi filo al cortar el heno y la hierba. Zraaaas-zraaaas... Cuando el sol ya apuntaba sobre el cielo, se sentó en un ribazo. Me tomó entre sus manos. Mientras afilaba nuevamente mi filo, me reve­ ló el motivo de aquel silencio.

Me contó que en el seminario le habían dicho que yo era el símbo­ lo de la muerte, siniestro instrumento enarbolado por lúgubres esque­ letos que cubren su cráneo con negras capuchas. Espectros dispuestos a cercenar vidas humanas con la misma facilidad con la que las gua­ dañas segamos la hierba. Dolida por tan negros pensamientos, le expliqué que estaba equi­ vocado. Que las guadañas somos tan solo una herramienta de trabajo. Que la vida es hermosa. Que los campos de heno crecen libres bajo los rayos del sol... Incluso me atreví a recordarle las palabras que juntos escuchamos de los labios de Mamá Margarita cuando le enseñaba a rezar: Dios no es un juez severo, sino un Padre bueno... Creo que me entendió. Continuamos el trabajo. Volvieron los cantos y la alegría. Años después, cuando regresó convertido en sacerdote y rodeado de muchachos, observé cómo les enseñaba a vivir con alegría, confian­ do en un Dios que es vencedor de la muerte. Nota: Don Bosco, joven seminarista, ocupaba el tiempo de las vacaciones dando catequesis a los muchachos de las poblaciones vecinas a su casa y realizando determinados trabajos agrícolas y manuales de utilidad para su familia. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 4).

ací en el taller de sastrería del maestro Andrea Fanelli de Chieri, sastre de las sotanas que visten los seminaristas por vez primera. Prontamente fui instruida en la alta dignidad a la que había sido llamada. En una habitación llena de bobinas de hilo negro, agujas y tijeras, me enseñaron que mi color oscuro significa la renuncia al mundo y a sus placeres. Por mi diseño supe que iba a convertirme en la frontera que separa al sacerdote del resto de la gente... Mi vida iba a transcurrir entre honores y dignidades. Viviría rodeada de personas ricas y cultas que llevan una vida ordenada, rezan y hacen obras de caridad. No pu­ de reprimir un gesto de orgullo ante semejante perspectiva. Así creí que iba a ser cuando revestí a aquel joven seminarista lla­ mado Juan Bosco. Él me tomó con gran respeto y veneración. Pero mi vida no ha transcurrido tal como imaginé. En lugar de re­ cepciones en salones señoriales, he frecuentado las celdas de una pri­ sión para reclusos jóvenes. Las primeras veces fui motivo de burlas e insultos. Pero aquel cura joven supo ganarse, a fuerza de respeto y afecto, la confianza de los jóvenes presos. Las despedidas comenzaron a estar llenas de afecto y promesas de futuros encuentros. Nunca des­ cendí a la cárcel llena de aristocrática dignidad, sino con mis bolsillos repletos de caramelos, tabaco y regalos para paliar el dolor de la liber­ tad perdida. En multitud de ocasiones mi dueño remangaba mis faldones hasta la cintura y se lanzaba a jugar con los chicos. Derrochaba tanto entu­ siasmo en el juego, que parecía que no hubiera nada más importante en el mundo. Me he visto marcada con los cercos blancos que deja el sudor. He soportado sacos de yeso y arena. Conservo en mi piel varios remiendos: honrosas cicatrices de heridas sufridas en los talleres de formación profesional. Incluso he sentido en mi piel de tela el desgarro que me produjo una bala dirigida contra Don Bosco.

Nunca olvidaré la mirada agradecida de aquellos miles de mucha­ chos que encontraban en Don Bosco un motivo para vivir. Ellos llena­ ron mi vida de sentido. Iluminaron mi color negro con todos los ma­ tices del arco iris. Así viví muchos años. Pero un buen día, quizá por no oír más a su madre, Don Bosco decidió comprarse una sotana nueva. Creí que había llegado mi final, y me apresté a terminar mis días con paz y serenidad. Sin embargo, Don Bosco, con gesto entusiasma­ do, cogió tijeras y agujas y me transformó en el vestido negro de una vieja campesina del Piamonte. Me necesitaba como vestuario para una obra de teatro que había escrito para sus chicos. Y aquí me tenéis hoy, sobre el escenario, descubriendo la dignidad que se esconde tras los aplausos y las risas de los muchachos de Don Bosco. Nota: Don Bosco recibió la sotana el día 25 de octubre de 1835 de manos del sacerdote don Antonio Cinzano, profesor de teología moral en el seminario de Chieri y párroco de Castelnuovo de Asti. El joven seminarista Bosco hizo importantes propósitos en esta ocasión. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 1).

28. LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO

l joven seminarista Juan Bosco, prometía. Su facilidad de palabra atraía a la multitud. Su fama se hizo notoria en los pueblos y al­ deas cercanos a la ciudad de Chieri.

E

El párroco del cercano pueblo de Alñano le invitó a predicar en la fiesta de la Natividad de María. La afluencia de fieles a la iglesia parro­ quial estaba garantizada. Semanas antes del día señalado, Juan Bosco comenzó a tejer expre­ siones y dar forma a mi cuerpo de sermón: cuidado lenguaje, abundan­ tes citas de la Escritura y acertadas aplicaciones morales. A medida que crecía mi cuerpo sobre las hojas de papel, aumentaba mi orgullo de sermón. Narraba las glorias de la Virgen María con inmejorable estilo. Yo era el fruto de la devoción a María que le inculcó Mamá Margarita. Cinceló mi cuerpo con palabras precisas. Me acicaló con toda clase de adornos y complementos. Orfebre de la palabra, engarzó varias ex­ presiones latinas que brillaban entre mis párrafos como un collar de perlas. Preparó una modulación de voz distinta para cada párrafo. Vo­ calizó y repitió las expresiones difíciles... Me sentí como un gran tem­ plo de palabras levantado en honor a la Virgen del Rosario. Llegó el día de la fiesta. Todos musitaban palabras de elogio hacia el nuevo seminarista. Mi cuerpo de papel iba cuidadosamente plegado en el interior del bolsillo de su sotana limpia y recién planchada. Entró en la sacristía. Se revistió con un alba blanca cuajada de pun­ tillas y encajes. Salió al altar. El párroco comenzó la misa. Tras la lec­ tura del Evangelio, el joven seminarista subió al púlpito. La iglesia rebosaba de fieles. La voz de Juan Bosco se alzó potente. Todos los ojos estaban fijos en él. Puso emoción ensayada en algunos pasajes. Arrastró la voz para imitar al fiel cristiano que suplica a la Madre del cielo. Sonrió. Conclu­ yó con la anécdota de un fiel que se encomendó a María durante una

tempestad. Finalizó el sermón. Descendió del púlpito. Media hora des­ pués, la bendición del sacerdote puso final a la celebración. Algunos fieles entraron a la sacristía a felicitar a Juan Bosco por su homilía. Un caballero y varias damas le felicitaron con tan grandes elogios, que mis mejillas de sermón se ruborizaron. El caballero, esbozando una sonrisa amplia, y dando unas amables palmadas a la espalda de Juan Bosco, enfatizó: «¡Nunca había escu­ chado hablar con tanta devoción y profundidad de las benditas almas del purgatorio!». El párroco no pudo menos que echarse a reír. Juan Bosco sintió perplejidad y vergüenza. Pero aprendió la lección. Si algún día pasas por el museo de las cosas de Don Bosco, encon­ trarás el papel amarillento en una urna de cristal. Me cabe el dudoso honor de haber sido el último sermón difícil y culto de cuantos escri­ biera Don Bosco. Desde aquel día se esforzó por hablar popularmente, popularmente... Y así lo hizo hasta el final de sus días. Nota: Juan Bosco, joven seminarista, inicia su andadura como predicador. Sus homilías están cuidadas y bien preparadas, aunque cultas en exceso. Tras un sermón pronunciado en Alfiano, el párroco le hará ver que debe predicar «popularmente, popularmente, popularmente». (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 4).

S

i no fuera por la humilde sabiduría que atesoro entre mis hojas, hubiera caído en la tentación del desaliento y la desesperación.

Aunque soy uno de los libros de vida espiritual más importantes, me hallaba postergado en una estantería de la biblioteca del seminario de Chieri. Solitario y apenado, observaba el paso apresurado de los jóvenes seminaristas. Su prisa les impedía fijarse en mis serenas reflexiones. Cuando por casualidad reparaban en mí, su indiferencia me hacía daño. Me miraban como quien avista a un viejo decrépito. Tal vez tu­ vieran razón. Mis cuatro siglos de existencia me convertían en un libro arcaico y vetusto: La imitación de Cristo. De pronto mi corazón de papel comenzó a latir apresuradamente. Unas manos jóvenes me habían tomado. Contuve la respiración. Miré al joven seminarista que me ojeaba. Sopló para quitarme el polvo. Su aliento fue como brisa fresca. Abrió mis hojas al azar. Leyó unas líneas. Frunció el ceño. A punto estuvo de devolverme al anaquel. Respiré se­ renamente cuando continuó su camino llevándome entre sus manos. Hube de emplearme a fondo para mostrarle mi sabiduría. Juan Bosco, que así se llamaba aquel seminarista, conocía la literatura clá­ sica. Sus ojos habían navegado por el mar Egeo siguiendo las aventu­ ras de Ulises. Había asistido a la guerra de Troya leyendo a Homero. Había traducido los Clásicos Latinos. Sabía de memoria versos de Dante y Petraca. Pasé varios días de soledad y silencio en el banco de la iglesia. Temí que se hubiera olvidado de mí. Pero una mañana, algo cansado de rezar y sin tener cosa mejor que leer, volvió a asirme con sus manos. Abrió mis páginas por la introducción. Comencé a hablarle de mi autor: un monje sencillo y sabio llamado Tomás Kempis. Le dije que, después de la Biblia, soy el libro del que se han impreso más ediciones. Se enfrascó en la lectura del primer capítulo: «De las vanidades del mundo».

Viendo cómo se sumergía en el texto, me relajé. De pronto noté có­ mo sus manos perdían fuerza. Me precipité hacia las losas del templo. Al caer, sentí un duro golpe sobre mi lomo. El ruido sobresaltó a Juan. Despertó. Cuando comprendí que se había dormido con mi lectura, temí lo peor. Me imaginé abandonado nuevamente en la estantería. Pero no. Aquel joven era constante. Me tomó del suelo. Me miró con amabili­ dad. Me pidió perdón. Regresó a la lectura. De aquella historia han pasado muchos años. Juan y yo nos hicimos amigos para siempre. Ahora me hallo en la estantería de su habitación. Soy un libro viejo y gastado. Pero entre mis hojas amarillentas brota un renuevo verde cada vez que Don Bosco enseña a sus muchachos a imitar a Cristo. Con palabras sencillas les guía a ser «buenos cristianos». Sigo vivo por ellos. Renazco cada día en sus vidas abiertas al futuro. Nota: Don Bosco, seminarista en Chieri, acostumbrado a la literatura de los clásicos, no encuentra gusto en leer libros de espiritualidad. La lectura de La Imitación de Cristo, de Tomás Kempis, le sorprenderá y cambiará su perspectiva. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 8).

EL ORATORIO ITINERANTE Don Bosco, joven sacerdote

30. EL PLUMERO

e afanaba a diario en mantener limpios y brillantes las estatuas de los santos, los candelabros de bronce y los nobles armarios de la sacristía que guardan albas, casullas, estolas y manípulos.

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Recuerdo aquella mañana de invierno. El sacristán me llevaba de un sitio a otro con movimientos nerviosos. Era la fiesta de la Inmacu­ lada. El frío de la calle se reflejaba en el rostro de las personas que aguardaban el comienzo de la misa. De pronto, el sacristán reparó en un joven que acababa de entrar. Llevaba una chaqueta raída. Sus manos apretaban una gorra de obre­ ro. Tiritaba de frío. El sacristán se dirigió al muchacho y le ordenó que ayudara a misa a Don Bosco. El joven respondió asustado que no sabía, que se había refugiado en la iglesia para encontrar un poco de calor tras una noche pasada en un dormitorio público para transeúntes. Es­ taba harto de escuchar las toses tísicas de mendigos tuberculosos. Sin mediar palabra, el sacristán me levantó con furia y comenzó a golpear al chico en la cabeza y en la espalda. Mi mango de madera sintió el duro contacto con las costillas del pobre muchacho. Mis plumas se estremecieron de vergüenza. Se desprendieron del mango. Nunca había golpeado a una persona. Afloraron los insultos. Algunos fieles giraron la cabeza, pero volvieron a mirar al altar mayor con falsa devoción. De pronto resonó la voz potente del joven sacerdote. El sacristán se detuvo. Don Bosco avanzó hasta llegar a nosotros. Mirando al mucha­ cho con afecto, reprochó al sacristán: «¡No le toque, este chico es mi amigo!». Nunca olvidaré el rostro de extrañeza del muchacho al escu­ char la palabra «amigo» en labios de aquel cura al que no conocía de nada. Terminó la misa y el joven marchó con Don Bosco. El sacristán re­ cogió las plumas desprendidas. Me observó con indiferencia, como se mira a las cosas viejas cuando se gastan. Me arrojó al pequeño patio que hay tras la sacristía. Me sentí definitivamente inservible y roto.

Las inclemencias de aquel invierno aceleraron mi agonía. Estaba a punto de decir adiós a este mundo, cuando escuché unas voces en el patio. Haciendo un último esfuerzo abrí mis ojos. Contemplé al cura joven rodeado de varios aprendices de albañil que reían y hablaban llenos de respeto y nueva dignidad. Entonces comprendí por qué aquel cura podía llamar «amigos» a todos los jóvenes del mundo. Y, aunque estaba agonizando, sentí la resurrección de la amistad. Nota: El 8 de diciembre de 1841, Don Bosco se dispone a decir misa en la iglesia de San Francisco de Turín. El sacristán, Giuseppe Comotti, golpea con el mango del plumero a un pobre aprendiz llamado Bartolomé Garelli. Don Bosco afea al sacristán su actitud. Llama amigo al muchacho e inicia con él su obra a favor de los chicos necesitados. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 12).

31. LA RESIDENCIA DE SACERDOTES JÓVENES

oy un antiguo edificio cargado de siglos. Cuando conocí a Don Bosco ya conservaba las cicatrices que la historia había dejado sobre mis muros.

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Nací como convento de frailes franciscanos. Mi claustro irradiaba silencio, austeridad y acogida incondicional a los pobres. Todo cambió con el paso de las tropas francesas. Todavía recuerdo con horror cómo mutilaron mi cuerpo y mancillaron mi antiguo esplendor. Protesté con todas mis fuerzas al convertirme en dependencia militar... Me sumer­ gí en un silencio oscuro cuando, décadas después, me abandonaron y estuve a punto de ser demolido. Una nueva luz alumbró la última etapa de mi vida: me transforma­ ron en residencia de sacerdotes jóvenes. En mi interior aprendían a ser curas nuevos para un tiempo distinto. Estudiaban, reflexionaban en el silencio de mi claustro, conocían las nuevas pobrezas y aprendían a predicar con palabras sencillas. Cuando llegó Juan Bosco, le acogí con la mejor de mis sonrisas. Aquel joven sacerdote estaba nimbado por un halo de alegría. Nunca se quejaba del tiempo presente. Miraba al futuro. Sembraba de espe­ ranza joven sus días y sus trabajos. Meses después fui testigo del milagro: la sonrisa del joven sacerdote se multiplicaba en los labios de varias decenas de jóvenes aprendices que le acompañaban siempre. Eran chicos pobres; pequeños albañiles que, tras agotadoras jomadas de trabajo sobre el andamio, recalaban en la amistad y el afecto de Don Bosco. Durante los primeros días le seguían hasta la puerta de la residen­ cia. Tras la despedida, Don Bosco penetraba en el silencio de mis mu­ ros. El bullicio de los chicos quedaba fuera. Comencé a notar miradas de recelo.

El conflicto estalló tras la fiesta de santa Ana, patrona de los albañi­ les. Don Bosco decidió acoger a sus nuevos amigos. Tras unos momen­ tos de duda, accedí a sus deseos. Abrí mis puertas de par en par para que entrara aquel grupo de chicos que esperaba en la calle... Y con ellos penetraron los juegos y el bullicio, las palabras pronunciadas a voz en grito, la emoción y la alegría... Noté cómo rejuvenecían mis muros de­ crépitos. Dispuse la mejor de mis salas con mesas llenas de galletas y dulces, chocolate, bizcocho, café y leche... Fue una fiesta inolvidable. A partir de este momento, crecieron las miradas adustas y las críti­ cas lacerantes de los sacerdotes residentes. Aumentaron las protestas. Se multiplicaron las murmuraciones. Al terminar el año, Don Bosco marchó. Le vi alejarse desde la altu­ ra de mis muros. Le envidié. Me dejó a solas con el silencio y el estudio. El latido joven de sus muchachos marchó con él. Nota: 1842. Don Bosco, sacerdote recién ordenado, se prepara para la acción pastoral en la residencia para sacerdotes jóvenes de Turín. La presencia de varias decenas de jóvenes aprendices, que ya forman su incipiente Orato­ rio, perturba la tranquilidad y el silencio de la residencia sacerdotal. (Me­ morias del Oratorio. Década segunda, n. 13).

32. LA NEVADA

ra invierno. Yo llevaba varios días agazapada en las nubes. Espe­ raba el momento propicio para dejar caer mis copos de nieve sobre la ciudad de Turín.

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Oteaba casas, palacios, calles y avenidas. Intentaba detectar un acontecimiento importante para desplegar mi manto blanco de neva­ da. Las horas transcurrían tediosas y lentas. Escasos ciudadanos deam­ bulaban por las calles. Se resguardaban del frío bajo los amplios pór­ ticos que adornan las avenidas de la ciudad. Nada merecía mi blanca presencia, signo de bondad, pureza y resurrección. De pronto, algo llamó mi atención. Desde mi altura observé un gru­ po de niños reunidos en una sala. Escuchaban atentamente las palabras de un sacerdote. Retiré mi mirada. No era un acontecimiento digno de ser realzado por mi blanca presencia. Minutos después, al no hallar nada importante, mi mirada regresó nuevamente a la sencilla reunión. Se trataba de un acontecimiento vulgar: unos cuantos muchachos y un cura cobijados del frío en la sa­ la inhóspita del edificio de un barrio extrarradio. No formaban parte del latido noble y aristocrático de la urbe. Todavía no sé por qué lo hice. El caso es que, llevada por la curio­ sidad, dejé caer algunos copos de nieve y me deslicé por ellos. Miré a través de la ventana... Me asombró la atención con la que escuchaban al sacerdote aquellos chavales desarrapados; pequeños obreros que escondían tras sus blusas, las heridas de la explotación causada por patrones sin conciencia; mano de obra barata en las fábricas textiles, los andamios y las fundiciones... Me hallaba en estas reflexiones cuando, desde la ventana, observé cómo aquel joven sacerdote comenzaba a llorar. ¡Qué extraño! ¿Serían lágrimas de rabia e impotencia ante la miseria a la que eran sometidos sus pequeños?

No. Con sorpresa descubrí que el sacerdote sonreía al mismo tiem­ po. Eran lágrimas de alegría y esperanza. Les decía, con la mirada cla­ vada en el futuro, que aquella sala iba a ser el nuevo hogar donde re­ cuperar el afecto perdido; oportunidad para estudiar y crecer como honrados ciudadanos y buenos cristianos; sencilla iglesia en la que poder llamar a Dios, Padre. Nunca supe su nombre ni quiénes eran. Pero convoqué a los copos más blancos de las nubes. Les ordené que se deslizaran lentamente hasta formar un gran manto blanco. Contribuí a realzar la sencillez y la humildad que tienen las cosas buenas cuando nacen. Nota: 8 de diciembre de 1844. La marquesa Barolo facilita a Don Bosco una sala donde reunir a sus muchachos. Un cuadro de san Francisco de Sales preside el provisional Oratorio. Don Bosco «derramó lágrimas de consuelo porque veía la obra del Oratorio como si estuviera ya consolidada». Fuera caía una copiosa nevada. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 16).

33. EL VILLANCICO

ací en el mes de diciembre. Mis*ojos se abrieron a la luz cuando por las calles de la ciudad de Turín se deslizaba el viento helado de los Alpes. Las gentes se preparaban para celebrar una nueva Navidad.

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Imaginaba yo que los villancicos nacemos sobre el atril de un piano, arropados por otras partituras, y que nuestro cuerpo se abre paso entre las líneas del pentagrama. Pero no. Aquel cura joven hizo aparecer mi letra sobre un papel amarillento. Utilizó como apoyo la barandilla del coro de la iglesia de San Francisco de Asís. Los primeros momentos de mi vida estuvieron marcados por el te­ mor a nacer deforme. Allí estaba mi letra, pero no había ni rastro de melodía. Minutos después, cuando Juan Bosco comenzó a canturrearme con armonía y cadencia, comprendí que mis notas se hallaban escritas en la mente de mi creador. Enseguida comencé a imaginar cómo sería mi vida adulta: un nutri­ do coro de voces graves entonaría mis notas sobre el coro de la iglesia y una amplia gama de sonidos, brotados del órgano, acompañarían la melodía llenando todos los rincones del templo. Los fíeles, abajo, vibra­ rían de emoción. Yo, un sencillo villancico, sería el latido de su Navidad. Al día siguiente todos mis sueños de grandeza se derrumbaron. En lugar del nutrido coro de voces graves, media docena de chavales, ca­ rentes de la más mínima afinación, maltrataban mis notas siguiendo las pacientes indicaciones de Juan Bosco. En lugar del coro de alguna iglesia, ensayaban paseando entre la calle de Doragrossa y la plaza de Milán. La gente que pasaba por la calle miraba extrañada a aquel sa­ cerdote que, entre risas y bromas, repetía una y otra vez mi monótono estribillo: «Entonad con voz de júbilo / gratos cánticos de amor / que ha nacido un tierno Niño / vuestro Dios y Salvador». Llegó la fiesta de Navidad. Cuando yo había perdido toda la ilusión, ocurrió algo inesperado. Aquellos chavales, tras haber cepillado cui­ dadosamente sus raídas chaquetas y, apretando entre las manos sus

gorras de obrero, intentaban calmar sus nervios en el coro de La Consolata, la iglesia más importante de Turín. Don Bosco estaba sentado al órgano. Tras la comunión miró a sus chicos, les sonrió con compli­ cidad, alzó las manos, presionó el teclado... y brotó una sinfonía en los tubos del órgano. A continuación, las voces de aquellos chavales co­ menzaron a dar vida a mi melodía. Cerré los ojos temiéndome lo peor. Pero sus voces se alzaron claras, afinadas y seguras... vocalizando to­ das las sílabas. Muchos fieles, sorprendidos, giraron la cabeza y miraron hacia el coro. Cuando vi en sus ojos el brillo de alguna lágrima, comprendí que, gracias a aquellos chavales, yo era algo más que un villancico. Ellos me habían convertido en el latido de aquella Navidad. Nota: Navidad de 1842. El Oratorio es una semilla en germen. Don Bosco compone un sencillo villancico para un pequeño grupo de chicos obreros, a los que ayuda y con los que se reúne. Lo cantarán con éxito en la iglesia de La Consolata y en los Dominicos. (Memorias Biográficas. Tomo II, págs. 107-108).

34. EL CEMENTERIO

i existencia estuvo marcada*durante casi un siglo por la quietud de las tumbas. Altos pórticos custodiaban la soledad de cientos de lápidas depositadas sobre el suelo. Desde ellas se pregonaban nom­ bres y títulos de personas que fueron gloria de la nobleza turinesa.

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La pesada verja de hierro que cerraba mi recinto se abría, solo de tanto en tanto, para dar paso a comitivas de personas enlutadas y aba­ tidas. El murmullo de rezos y sollozos entrecortados, y el golpe seco de la tierra al caer sobre los ataúdes, eran los únicos sonidos que había escuchado. Recuerdo aquella mañana de domingo. Hacía más de diez años que nadie había sido depositado en mi cuerpo santo de tierra. De pronto percibí un murmullo de voces que se alzaba a lo lejos. Agucé el oído. Los sonidos se tornaron más nítidos. Se acercaban. In­ tenté auparme sobre mis altos pórticos para contemplar el nuevo pai­ saje humano que se dibujaba cerca de mí. Pero no hizo falta. La verja de hierro se abrió con un lamento largo y oxidado. Y sin tener tiempo para reaccionar, los sentí sobre mí. Me estremecí al sentir sus pasos apresurados. Mi cuerpo de camposanto yerto latió apresuradamente. Cientos de pies menudos e inquietos tra­ zaban caminos de vida por entre mis abandonadas tumbas. Eran niños y jóvenes. De pronto cesaron las risas y se hizo el silencio. Una voz adulta les dio la bienvenida. Era un cura joven que sonreía y les hablaba de un Dios que es Padre y lleva la alegría en la comisura de sus labios. No pude evitar recordar a otros curas oficiando ritos, siempre ataviados con capas negras tejidas con hilos del pasado. Durante toda la mañana los pasos de aquellos niños pisotearon las malas hierbas del abandono y el sinsentido. Cada grito de alegría era una nota para una sinfonía distinta. Aupados sobre sus zancos, levan­ taban la esperanza caída. Haciendo rodar sus aros redondos de hierro, araban mi tierra para sembrarla con semillas nuevas.

Varios domingos después prohibieron al cura y sus muchachos ve­ nir a mí. Cesó la vida y regresé a mi soledad. Pero siempre recordaré que durante algún domingo viví la resurrección de la alegría. Nota: 1845. El Oratorio itinerante de Don Bosco se instaló en el cementerio turinés «San Pedro Encadenado». Fue construido en 1777. No se realiza­ ban entierros desde el año 1829. La estancia del Oratorio en este lugar du­ ró tan solo un domingo. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 18).

35. LA IGLESIA DE SAN MARTÍN DE LOS MOLINOS

is muros de iglesia se alzaban junto al canal del río Dora. Un con­ siderable número de molineros con sus familias frecuentaban las rutinarias celebraciones que el cura del lugar oficiaba en mi interior. Todos mis feligreses eran funcionarios del Ayuntamiento de Turín, empleados en moler trigo para la ciudad.

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Los molinos producían un rumor sordo y continuo al triturar el ce­ real. La quietud del lugar tan solo se veía alterada por el trasiego de carros y carretas que traían sacos de trigo de los campos y llevaban ha­ rina a las panaderías. Todo cambió un domingo del mes de julio. Un murmullo de voces jóvenes fue creciendo. Mi silencio se vio alterado por la llegada de más de trescientos niños y jóvenes capitaneados por dos curas de escasa estatura. Se adueñaron de mi interior como savia de primavera que revienta en brotes nuevos. Eran caminantes. Yo tan solo iba a ser una etapa en su camino. Todavía resuena el eco del primer sermón que aquellos dos curas jóvenes —Juan Bosco y Juan Bautista Borel— dirigieron a los chicos. Entre sonrisas les hablaron de coles... Sí. Les dijeron que si las coles no se trasplantan de un lugar a otro, no se hacen grandes y her­ mosas. De igual forma el Oratorio debía ser trasplantado. Durante los meses que estuvieron al abrigo de mis muros sentí en­ vidia de sus predicaciones y cantos... ¡Qué distintas sus celebraciones cargadas de vida de aquellas otras marcadas por la rutina y por sermo­ nes de oficio! Todavía me vienen a la memoria los gritos y las risas de sus juegos, que aunque realizados en la explanada contigua, llegaban tenuemente hasta mi interior. Un domingo de invierno marcharon para siempre, acusados por el Ayuntamiento de perturbar la paz de los molineros. No hubo grandes despedidas. Cambiaban de oasis. Aquel nuevo pueblo de Dios, forma-

do por jóvenes, proseguía camino hacia su Tierra Prometida. Don Bosco, como un nuevo Moisés, les guiaba. Cuando todos hubieron marchado, alguien abrió lentamente mi puerta. Era Juan Bosco. Pensé que había olvidado su libro de oracio­ nes.. . Pero no. Se puso de rodillas y rezó en silencio. Seguramente pi­ dió a Dios que tomara sus días, como granos de trigo, y los moliera para hacer con ellos un pan grande y compartido para sus chicos. Luego marchó. Nunca más regresó al silencio de mis muros. Su vida miraba siempre hacia el futuro. Nota: Durante algunos años, el Oratorio de Don Bosco fue itinerante. En ju­ lio de 1845 se trasladó a la iglesia de San Martín de los Molinos del río Dora. El alboroto de los chicos provocó las quejas de los vecinos y el Ayun­ tamiento les obligó a cambiar de lugar. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 17).

36. LA ORDENANZA MUNICIPAL

ací en un despacho del Ayuntamiento de Turín. El secretario mu­ nicipal, —hombre enjuto, de traje impecable y gesto adusto— ta­ tuó mi cuerpo de papel verjurado con tinta de escritorio. Me adornó con impecable caligrafía. Recuerdo el calor de la estufa, el terciopelo que tapizaba los sillones y los señoriales cortinajes.

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Cuando la razón llegó a mi mente, me sentí orgullosa de las severas advertencias que contenían mis líneas. Yo era una ordenanza munici­ pal destinada a garantizar el orden y a cortar de raíz los desmanes de un grupo de mozalbetes que se habían enseñoreado de los molinos del río Dora. El excelentísimo señor alcalde me otorgó mayoría de edad con su sello y firma. Un grupo de guardias municipales me trasladó a mi destino. Se adentraron por el Barrio del río Dora donde diecisiete molinos molían el cereal para Turín. Escuché voces en la lejanía. Latió con fuerza mi corazón de papel. Necesitaba valentía y coraje para enfrentarme a los alborotadores... Por fin me tomó entre sus manos mi destinatario. Con sorpresa, descubrí que era un joven sacerdote rodeado de muchachos que reían y jugaban buscando afecto y alegría en aquella mañana de invierno. No me pareció un agitador. Tal vez fuera un error. Don Bosco desplegó mi cuerpo. Los chicos hicieron un respetuoso silencio. Mientras sus ojos se deslizaban entre mis líneas, descubrí en su mirada un solo interés: buscar un hogar para aquellos chicos sin familia. Fue entonces cuando mis letras se rebelaron. Intenté que las «oes» de mi texto se convirtieran en bocas abiertas para gritar la bondad y la inocencia de aquel cura y sus muchachos. Pero fue en vano. Don Bosco me guardó en el bolsillo de su sotana y se puso a jugar con sus muchachos para paliar el dolor del desalojo. Y yo me sumí en un silencio cargado de culpabilidad. Hubiera deseado terminar rota en mil pedazos. Pero Don Bosco me archivó serenamente en una vieja carpeta.

Transcurrieron meses de oscuridad. Una mañana de abril me des­ pertó el rumor alborozado de unas voces jóvenes. Agucé el oído. Se aceleró mi corazón cuando escuché, nítida y potente, la voz de aquel cura joven. Inauguraba un humilde cobertizo alquilado al señor Pinardi, reconstruido con ladrillos de ternura y transformado en hogar para sus muchachos pobres. Ninguna ordenanza le podría desalojar. Dis­ ponía de un contrato de alquiler firmado y convenientemente visado por el Ayuntamiento de Turín. Me dejé invadir por las risas y los cantos de los chicos de Don Bosco que llegaban a mi en oleadas de esperanza. Se borró mi culpa. Ellos me redimieron de la injusticia que se agazapaba entre mis letras. Nota: Año 1845. El Ayuntamiento de Turín permite a Don Bosco desarrollar su Oratorio junto a los molinos del río Dora. Tras seis meses de actividad, las quejas de los molineros provocan una ordenanza municipal, revocando el permiso. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 17).

37. LA SILLA

unca supe mi lugar de origen* Tan solo recuerdo vagamente un tiempo compartido con otras sillas. Frecuentemente regresan a mi memoria las oscuras paredes de la taberna que habité durante años; el olor del vino a granel; las voces de los borrachos; y el silencio denso de la noche, cuando la tasca cerraba sus puertas y cada cual regresaba a su miseria. Mis patas de madera de roble soportaban con entereza las penali­ dades. Mi asiento, tejido con cuerda de cáñamo, se mantenía en buen uso. Pero con el paso del tiempo envejecí. Terminé abandonada en un solar. Entonces llegaron ellos. Vestían raídas blusas de obrero y pantalo­ nes de pana. Caminaban presurosos. Reían. Temblé cuando me toma­ ron entre sus manos encallecidas. ¿Sería mi destino una hoguera para paliar el viento helado del invierno? Salimos de la ciudad. Se juntaron otros muchachos. Tras largo ca­ mino, llegamos a un amplio prado donde una multitud de chavales jugaba con aros, bochas, zancos, cuerdas... Un cura joven, recio y de baja estatura, era el latido de alegría que a todos animaba. El sonido de una trompeta se alzó sobre el barullo. Cesaron los jue­ gos. Se hizo el silencio. Dos jóvenes asentaron y clavaron mis fuertes patas de madera sobre la mullida hierba del prado. Tantearon mi es­ tabilidad y le invitaron a subirse... Todos los mozalbetes se arremoli­ naron en tomo a Don Bosco que, subido sobre mí, agigantaba su figu­ ra y sobresalía entre la multitud. Fue entonces cuando comenzó mi nueva vida. Desde la escasa al­ tura de mi asiento, el joven sacerdote habló a sus muchachos. Su voz era como campana que convoca a la esperanza. Sus palabras dibujaron un arco iris en el que brillaban los colores de la misericordia, el perdón y la alegría. Sus amenas historias fueron como bálsamo que cura las heridas de la vida.

Nunca más me separé de ellos. Me trasladaron de prado en prado. Me hice imprescindible. Me llené de satisfacción y orgullo: yo hacía grande a aquel cura de baja estatura. Terminé mis días en la leñera del Oratorio, aquejada de un ataque agudo de carcoma. Observando todo el bien que hacía Don Bosco, comprendí la verdad: no era yo quien había contribuido a engrandecer su figura; fue él quien me aupó a la esperanza, dio sentido a mi vida y me hizo grande cuando yo era tan solo una desvencijada silla de taber­ na abandonada en un solar. Nota: Marzo de 1846. Don Bosco se ve obligado a abandonar la casa Moretta. Alquila un prado a los hermanos Philippi, donde reúne a sus muchachos. Subido a una silla habla a los jóvenes que se acercan ansiosos a escucharle. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 20).

38. LA TROMPETA

T JL a, ta, ta... Tararí... Ta, ta, ta... Tararí... Mi cuerpo de metal se llenó de alegría al sentir el sol de primavera. Comencé a sonar con todas mis fuerzas. Mi voz surgía potente llenan­ do de vibraciones el prado de los hermanos Philippi. Mi dueño era un chico que tan solo sabía tocar varias melodías apretando torpemente los tres pistones de mi cuerpo. Pero era sufi­ ciente. Gracias a él abandoné el triste tugurio donde me alojaba. De su mano compartí canto y grito con cientos de chavales que jugaban y corrían entre las sonrisas y los ánimos de Don Bosco. Hasta aquel día yo era tan solo una vieja trompeta. Había llegado a la ciudad de Turín entre las escasas pertenencias de un abuelo y su nieto; las únicas personas que formaban mi familia. Mi piel de metal bruñido comenzaba a mostrar manchas oscuras que me afeaban. Atrás quedó el tiempo en el que el abuelo me tomaba con sus manos encallecidas, aplicaba sus labios a mi embocadura... y de mi cuerpo brotaban arias, serenatas y tarantelas. Cuando el anciano colocaba su mano izquierda sobre mi campana, el efecto sordina amortiguaba el sonido, entristecía mi canto y expresaba la añoranza del pequeño pue­ blo que quedó entre colinas cuando emigraron a la ciudad. Cuando me tomaba el nieto, todo era distinto. Sus dedos bailaban y saltaban alegres sobre mis pistones y, a pesar de su poca experiencia, conseguía destellos de alegría en mi voz. Un buen día, Don Bosco se acercó a mi joven dueño, que no paraba de ensayar escalas..., y le dijo: «Tú avisarás a los compañeros para el cambio de actividades». Noté cómo mi dueño enrojecía y bajaba la vista. ¿Cómo iba a ser él el encargado de avisar a los compañeros si tartamudeaba ligeramente? Todos se reirían de él. Pero Don Bosco prosiguió: «No, no te preocupes. Les avisarás con la voz de tu trompe­ ta: un primer toque significará el cese de los juegos; un segundo toque, silencio». La cara del muchacho se iluminó de alegría. Y así fue a par­ tir de aquel momento.

Semanas después, los hermanos Philippi rescindieron el contrato a Don Bosco y lo echaron del prado. Él y sus muchachos marcharon entristecidos hacia otros lugares. Durante el tiempo que duró aquella incertidumbre, yo me esforcé por alejar su tristeza. El brillo y la fuerza de mis notas se alzaban, de puntillas, sobre el suelo de la amargura. Fui el heraldo que les anunciaba un futuro mejor mientras peregrina­ ban hacia la tierra prometida de la esperanza. Nota: Marzo de 1846. Al no poder seguir en la casa Moretta, Don Bosco tras­ lada el Oratorio a un prado alquilado a los hermanos Philippi, que pron­ tamente le rescindirán el contrato. Mientras el incipiente Oratorio se ubicó en este prado, una trompeta avisaba del cambio de actividades. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 20).

39. EL GORRO DEL LIMPIACHIMENEAS

i joven dueño era un chaval menudo y escuálido. A principios de otoño, bajó desde el Valle de Aosta a la ciudad de Turín para tra­ bajar como limpiachimeneas.

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Se despidió de su madre tragándose el miedo. Cuando llegó a la gran urbe, el temor se convirtió en dolor; el dolor, en hambre y soledad. Tan solo al principio derramó alguna que otra lágrima; regueros de añoranza sobre sus mejillas tiznadas. Con sus ocho años aprendió a sobrevivir con la entereza de un adulto. Cuando por las noches se acurrucaba sobre el jergón sucio de hojas de maíz, me tomaba entre sus manos y me apretaba con fuerza. Yo, su humilde gorro de lana, hacía todo lo posible por conservar la ternura que su madre depositó en mí mientras me tejía. Antes de que el sol se levantara yo me afanaba en cubrir sus cabe­ llos rizados. Comenzaba el trabajo del niño esclavo. El capataz le subía hasta al tejado. Ataba al crío con una cuerda que le sujetaba por deba­ jo de las axilas... Le descolgaba por el hueco angosto de la chimenea. Y el pequeño comenzaba a rascar el hollín. Mis buenos oficios de gorro de lana no alcanzaban a preservar sus pulmones del polvo y la ceniza. Sus carraspeos se convirtieron en una tos fea y seca. En más de una ocasión sentí cómo latían sus sienes al escuchar te­ rribles noticias: un compañero suyo yacía con las piernas rotas porque se soltó la soga. Otro murió de asfixia al quedar encajado en la oquedad de la chimenea... Pero una tarde de domingo todo cambió. Mi joven dueño se hallaba en una taberna cercana a Porta Palazzo junto a otros compañeros de oficio. Con vino áspero y barato, viajaban al país del olvido. Entonces llegó Don Bosco. Las risas y las voces de los limpiachime­ neas se fundieron en un silencio expectante. No habían visto a un cura desde que llegaron a la ciudad. Lleno de respeto, mi dueño se descubrió la cabeza.

Aquel joven sacerdote era diferente. Sonreía. Sus palabras vibraban como las notas de una sinfonía de amistad y dignidad. Les invitó a ir al Oratorio. Hallarían amigos, juegos, esperanzas compartidas... y un horizonte de luz para dejar atrás el espacio sucio de las chimeneas. El cura pagó la última ronda de vino. Mi joven deshollinador siguió al sacerdote. En el Oratorio encontró amigos de los que brotaba la alegría como un manantial de agua lim­ pia. Con ella se lavó el hollín de las penas; la ceniza de la desesperanza; las manchas que la soledad deja en el alma... Se desprendió del grave disfraz de adulto. Volvió a ser niño. Han pasado los años. Mi dueño creció en el Oratorio junto a Don Bosco. Ahora es un joven fuerte. No se ha olvidado del gorro de lana que le hizo su madre. Cuando llega cada otoño, me coloca orgulloso sobre su cabeza. Juntos nos lanzamos a reclutar pequeños deshollina­ dores recién llegados a la ciudad. Los arrancamos de la oscuridad de las chimeneas y de las garras de sombríos capataces. Les ofrecemos pan, cultura, la fe en un Dios que es Padre y la dignidad de un hogar humilde, pero limpio y luminoso. Y es que aquel pequeño limpiachi­ meneas, aprendió a ser como Don Bosco. Nota: Año 1842. El primer Oratorio iniciado por Don Bosco estaba formado por muchachos trabajadores: picapedreros, albañiles, canteros, limpiachi­ meneas. .. Les reunía en la Residencia de San Francisco de Asís para sa­ cerdotes jóvenes. (Memorias Biográficas. Tomo 3, págs. 141-143; 163).

40. EL GLOBO AEROSTÁTICO

oy un pequeño globo aerostático. Mi cuerpo está formado por an­ chas tiras de papel de seda de vivos colores. Siempre envidié a los grandes globos Montgolfier... Pero mi destino es ser un globo pequeño, menudo, y alzar el vuelo aprovechando el aire calentado por un puña­ do de algodón en rama empapado en alcohol y ardiendo sobre el alam­ bre enrejado que hay en mi base.

S

Aquella mañana de domingo yo permanecía doblado en una caja junto a otros globos. De pronto me vi ante un cura. No pude reprimir un gesto de decepción al imaginarme entre los muros de una iglesia, sin posibilidad de alzar el vuelo libre. Pero estaba equivocado. Emprendimos camino por las calles de la ciudad. Escuché gritos lejanos de muchachos que se iban uniendo. Las empedradas calles de la urbe quedaron atrás. Ante nosotros se abrió un sendero que ascen­ día hacia una alta colina. Arreciaron los cantos acompañados por un tambor, una trompeta y una guitarra. Una hora después, nos detuvimos. El cura depositó sobre un ribazo la caja con los globos plegados. Desde la caja divisé el esbelto santuario de Superga y una gran explanada. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver al joven sacerdote sumergido en un torbellino de juegos: bochas, zancos, tejo, soga-tira, carreras, aros...! Me pareció estar en el paraíso. Al toque de trompeta cesaron los juegos. Se hizo un breve silencio; el tiempo que empleó el sacerdote en anunciar la comida: sopa, cocido de garbanzos con carne, pan, vino y fruta... Un torrente de vítores bro­ tó de aquellas gargantas jóvenes que veían la oportunidad de saciar el hambre atrasada. De pronto intuí que algo no iba bien. El joven sacerdote hablaba en voz baja con otro cura. Sus voces contrastaban con la algarabía y el ruido de los cubiertos que llegaba desde las mesas: «Nos han obligado a rescindir el contrato de la casa Moretta. Los hermanos Philippi no quieren alquilamos nuevamente su prado... ¡No tenemos dónde reunir a los chicos!».

Tras la comida entraron en el Santuario. Rezaron y cantaron a la Virgen... Regresaron a los juegos. Por fin llegó mi tumo. Yo era parte del fin de fiesta. Desplegaron mi cuerpo. Prepararon un puñado de algodón en el centro del alambre. Le prendieron fuego. El aire caliente llenó mi cuerpo. Mientras me elevaba, noté que el joven sacerdote me miraba... Per­ cibí en sus ojos la preocupación por no saber dónde iría con sus mu­ chachos el domingo siguiente. Aunque los globos no sabemos rezar, cargué su súplica sobre mi cuerpo y ascendí. Me elevé más allá de lo aconsejable llevando su ple­ garia sobre mí. Superé el límite de lo razonable y mi cuerpo de papel de seda se deshizo para siempre. Pero valió la pena. ¿Quién sabe si mi oración sirvió para que aquel cura encontrara una casa para sus muchachos? Nota: Marzo de 1846. Don Bosco no tiene dónde reunir a sus muchachos. Deambulará por diversos santuarios. Unos sacerdotes invitan a comer a los chicos de Don Bosco en el santuario de Superga. Terminan la fiesta elevan­ do globos aerostáticos. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 20).

41. LOS ZANCOS

uestro cuerpo es de madera. Está formado por dos palos largos y rectos. Cada palo tiene una especie de escalón para colocar los pies. Hemos gastado la vida haciendo las delicias de los chicos del Ora­ torio. Generaciones de muchachos se han divertido de lo lindo usán­ donos para caminar desde nuestra altura. Aupados sobre nuestros es­ calones han recorrido su pequeño mundo sintiéndose gigantes.

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Es un arte mantener el equilibrio. Pero aquellos endiablados mu­ chachos no solo conservaban la posición vertical, sino que corrían, danzaban y luchaban desde la elevación que les proporcionábamos. Nuestra vida no siempre ha sido fácil. Hasta los zancos de madera sufrimos crisis. Don Bosco nos encargó al mejor taller de carpintería. ¡Pagó por anticipado! El carpintero hizo una obra artesanal elegante y sólida. Nuestra primera crisis vino al vernos sometidos a uso y disfrute de aquellos chavales. En la carpintería habíamos imaginado una vida con brillo propio bajo la carpa de algún circo. Soñábamos con el mundo del espectáculo. La función de la tarde. Manos y pies de equilibristas expertos. El público. Los aplausos. Pero aquellos sueños se derrumbaron. Nos vimos en manos de un centenar de muchachos ávidos de juegos. Nos agotaban. Compartía­ mos penalidades con un sinfín de aros, bochas, bolos, cuerdas, sacos, balones, velocípedos y aparatos de gimnasia. Protestamos a Don Bosco. Pero él supo tocar nuestro corazoncito de madera. Nos convenció enseguida. ¡Cómo negamos a jugar con sus niños obreros; esclavos condenados a trabajar más de doce horas dia­ rias por un jornal de miseria! Así es que, nos aguantamos. Seguimos adelante por ellos. Crisis solucionada. Meses después vino la crisis del transporte. Como Don Bosco no tenía un lugar fijo para recoger a sus muchachos, cada domingo los reunía en un lugar diverso. Igual animábamos los juegos en un prado que en una calle; en una plaza que en un solar. Incluso recalamos du-

rante meses en los molinos del río Dora, donde se molía todo el cereal para la ciudad de Turín. ¡Hasta por entre las tumbas del cementerio de «San Pedro Encadenado» nos tocó hacer equilibrios! Aquello no era vida. Nuevas protestas a Don Bosco. Pero en aquella ocasión se lo tomó a la tremenda. Tras comparamos con los maderos de la cruz que hi­ cieron sufrir a Jesús, nos dijo que hiciéramos lo que quisiéramos. Pero nos advirtió: «¡Si algún chico, por no poder jugar, se convierte en la­ drón y termina en la cárcel, la responsabilidad será vuestra!». Callamos. Pedimos perdón. Seguimos con él y con sus golfíllos. Por fin, el cobertizo Pinardi. Tuvimos almacén propio y patio de juegos estable. Hicimos de los muchachos nuestra vida. Nunca nos hemos separado de Don Bosco. Pero hasta los zancos nos hacemos viejos. Tras varios tratamientos con barniz y aceite de linaza, Don Bosco ha decidido retirarnos. Ahora descansamos en el taller de carpintería del Oratorio. Esperamos con ilusión que manos de aprendices transformen nuestra madera en cru­ ces para presidir las aulas: ese lugar donde los chicos de Don Bosco crecen y se elevan con la cultura para saber defenderse en la vida. Nota: Abril de 1846. Don Bosco traslada al cobertizo Pinardi, recién alquila­ do, los enseres de la iglesiay los juegos. Entre los múltiples juegos, los zancos. Memorias del Oratorio. Tercera década, n. 1).

42. EL CARRUAJE

oy un carruaje de alquiler. Por aquellos tiempos residía en el Corso Casale de Turín. Allí permanecía junto a otros carruajes hasta que alguien solicitaba mis servicios. Transportaba por las calles de la ciu­ dad tanto a elegantes damas de la aristocracia local como a políticos anticlericales. Mis flexibles ballestas garantizaban viajes cómodos, con­ fortables y rápidos.

S

Recuerdo que un día llegaron dos sacerdotes del arzobispado. Tras conversar con mi dueño, alquilaron mis servicios. Los caballos inicia­ ron un suave trote. Atrás quedaron las señoriales avenidas porticadas. Durante el trayecto escuché a mis clientes hablar con compasión de un joven sacerdote que había perdido el juicio: se dedicaba a jugar con los gofillos de la ciudad, les recogía de las calles, reía con ellos e inclu­ so intentaba enseñarles a rezar... Y no solo eso. Afirmaba tener sueños en los que veía un mundo de oportunidades nuevas para los jóvenes; visiones en las que caían los oscuros muros de la explotación a la que están sometidos los niños aprendices de las fábricas. Convenía encerrarlo en el manicomio por el buen nombre del clero. Y yo era el encargado de cumplir tan penosa y caritativa tarea. Tras recorrer los abruptos caminos del barrio extrarradio de Valdocco, los caballos se detuvieron ante un sencillo edificio al que entra­ ban y salían muchos jóvenes. Los dos eclesiásticos se dirigieron resuel­ tos hacia la vivienda. Regresaron media hora después. Les acompañaba el joven sacer­ dote que sonreía y bromeaba con los jóvenes que hallaba en el trayec­ to... Los dos clérigos intentaron que él subiera primero al carruaje. Pero él, deshaciéndose en cumplidos, consiguió que fueran ellos quie­ nes ascendieran primero. Luego, quedándose en tierra, cerró mi caja con un portazo y gritó: «¡Al manicomio!». El cochero fustigó a los caba­ llos. Emprendimos veloz carrera. Mis ballestas apenas podían soportar los baches del camino. Poco tiempo después cruzábamos, como una exhalación, las puertas del establecimiento para enfermos mentales.

Los enfermeros redujeron inmediatamente a los dos eclesiásticos, que en vano afirmaron estar cuerdos. Dos horas después se aclaró el equívoco gracias a la intervención del capellán del manicomio. De esta historia han transcurrido muchos años. Ahora soy tan solo un carruaje roto y arrumbado que sufre agudos ataques de óxido en las llantas de sus ruedas. De entre tantos y tan importantes pasajeros como he tenido, jamás olvidaré a aquel cura joven que... nunca llegó a sentarse en mis elegantes asientos tapizados. Nota: Año 1846. Don Bosco reúne a una multitud de muchachos, les visita en su trabajo, juega y ríe con ellos y les educa. Algunos buenos eclesiásticos piensan que Don Bosco ha perdido el juicio e intentan llevarlo al manico­ mio para preservar el buen nombre del clero turinés. (Memorias Biográ­ ficas. Tomo II, págs. 309-315).

levaba varios días luchando pof ver la luz. Deseaba con todas mis fuerzas abandonar las angosturas del lacrimal y sentirme libre. Las penas de Don Bosco oprimían mi cuerpo de lágrima transparente. Los dueños del prado, donde ahora jugaban los chicos, habían res­ cindido el contrato. Cuando el sol se deslizara por el horizonte, los muchachos abandonarían para siempre aquella pradera que había si­ do su hogar durante los últimos domingos. Concluían definitivamente juegos, amistades y sueños. Don Bosco y sus muchachos habían pere­ grinado en busca de una tierra prometida. Pero se cerraban todos los caminos. Ya no había ni horizonte, ni futuro: ante ellos se desplegaba una despedida definitiva. Avanzaba la tarde. En varias ocasiones noté cómo cedía la presión del lacrimal... Pero cada vez que me disponía a dejarme caer por el tobogán del llanto, acudía algún muchacho. Y entonces Don Bosco, haciendo acopio de entereza, ocultaba su pena, evitaba el sollozo, son­ reía, pronunciaba una frase ingeniosa y anunciaba un mañana carga­ do de futuro. Por fin pude escapar. Aprovechando un momento de soledad, me asomé por la parte inferior del ojo y me deslicé por su mejilla. Me alegre por Don Bosco. Porque, aunque las lágrimas seamos hi­ jas del dolor, dejamos una huella de paz y sosiego tras nuestro paso. Es la misión de nuestra corta vida... Me sentí orgullosa de haber con­ tribuido a desahogar el sufrimiento de aquel hombre bueno. Fue entonces cuando le escuché musitar una oración: «Dios mío, ¿por qué no me señaláis claramente el lugar en dónde queréis que reúna a estos chicos?». De pronto, mientras mi cueipo de lágrima se desvanecía, llegó un hombre. Se inclinó ante Don Bosco a modo de saludo. Comenzó a ha­ blar a trompicones. Tartamudeaba... Presté atención. Pero mi cuerpo se evaporaba rápidamente... Mi conciencia se diluía en el aire...

Y de repente todo cambió. El rostro del joven sacerdote se iluminó. ¡Aquel hombre le ofrecía la posibilidad de alquilar un pequeño cober­ tizo para reunir a sus muchachos! Don Bosco recorrió el prado a grandes zancadas. La brisa del atar­ decer aceleraba mi desaparición. Se extinguía mi vida... Pero antes de evaporarme, contemplé el cobertizo. Era pobre, estrecho y humilde, pero en él cabían las ilusiones y la dignidad de todos los jóvenes del mundo... Don Bosco haría de él su tierra prometida. Y aunque pareza mentira, en mi rostro de lágrima, se dibujo una sonrisa. Nota: 15 de marzo de 1846. Don Bosco debe abandonar el prado de los her­ manos Philippi. No tiene dónde reunir a sus muchachos. Angustiado por la situación, afirma: «Me conmoví hasta las lágrimas». En este momento llega Pancracio Soave y le ofrece la posibilidad de alquilar el cobertizo Pinardi, donde se ubicará definitivamente el Oratorio. (Memorias del Ora­ torio. Década segunda, n. 23).

44. EL COBERTIZO PINARDI

*

or aquellos años yo era tan sólo un pobre cobertizo. Estaba situado en la parte trasera de un humilde edificio propiedad del señor Pinardi. Mis paredes se levantaban en Valdocco, barrio extrarradio. Des­ de la altura de mi tejado oteaba la gloria, la miseria y el incipiente de­ sarrollo industrial de Turin.

P

Transcurrían mis días y mis noches sin más utilidad que la de al­ macenar mercancías. En mi parte izquierda se alineaban productos para abastecer la floreciente industria de las lavanderías: tablas de madera, pastillas de jabón fabricado con grasa y sosa cáustica, garrafas con lejía, sacos de almidón, planchas de hierro huecas en su interior para albergar tizones de carbón... A mi derecha se apilaban cajas ci­ lindricas conteniendo sombreros; complementos ornamentales para las damas de una nobleza decadente y anclada en el pasado. El señor Pancracio —que era quien gestionaba mi alquiler— albergó durante un tiempo la idea de establecer entre mis tabiques un labora­ torio para extraer almidón del maíz y la patata. Yo soñaba con conver­ tirme en industria. Imaginaba a varios obreros rompiendo mi silencio con sus conversaciones. Pero aquel proyecto nunca se concretó. Re­ gresé a la monotonía de los días sin brillo ni relieve. Siempre recordaré aquella mañana de primavera. El sol jugaba con los prados... Desde mi silencio percibí que alguien se acercaba. Escu­ ché sus pasos apresurados y su conversación. El señor Pancracio tar­ tamudeaba más de lo habitual... El joven sacerdote que le acompaña­ ba, sonreía. Miraba hacia lo alto. Respiraba profundamente. Repetía una y otra vez: «¡Quiero alquilar el cobertizo para establecer en él un Oratorio... no un laboratorio, sino un O-ra-to-rio!». Deletreaba la pa­ labra. Pero la posibilidad de hacer negocio ofuscaba al señor Pancracio. Tartamudeando, ofrecía insistentemente mis paredes a Don Bosco pa­ ra que instalara en ellas su «laboratorio». Quedaron en cerrar el trato con un contrato escrito. Me llené de esperanza.

Desde que Don Bosco llegó, todo cambió. Mi espacio interior, aunque atiborrado de objetos, siempre había estado vacío. Los muchachos de Don Bosco dieron sentido a mi existencia. Colmaron de felicidad mis días. Me limpiaron. Ahondaron el suelo. Otorgaron profundidad a mis esperanzas. Enjalbegaron mis paredes con cal. Me vistieron de luz. Cuando Don Bosco estableció entre mis paredes su Oratorio, me convirtió en su «Laboratorio de Vida». En mi interior, la soledad de los muchachos pobres de Turín se transformaba en amistad; sus lágrimas, en sonrisas; la explotación a la que eran sometidos se convertía en nue­ va dignidad; la orfandad, en calor de hogar; la ignorancia, en cultura... Yo hacía resonar entre mis esquinas los nombres propios de aque­ llos aprendices anónimos. Para Don Bosco el nombre de cada mucha­ cho era como una oración pronunciada con afecto y respeto. Han transcurrido muchos años. Mis viejos muros fueron demolidos. Sobre ellos se construyeron otros nuevos, y sobre estos, otros. Pero para siempre yo seré el cobertizo Pinardi: el «Laboratorio de Vida» de Don Bosco. Nota: Abril de 1846. Tras deambular con sus muchachos por múltiples luga­ res, Don Bosco establece definitivamente su Oratorio de San Francisco de Sales en un humilde cobertizo alquilado al señor Pinardi. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 23).

eambulaba yo, siniestra e inmaterial, por las calles de Turin. Eran tiempos de gran actividad para las enfermedades de pulmón que medrábamos a costa de la vida de los pobres. Hallaba en las clases pro­ letarias mi mejor acomodo. El escaso alimento, las jomadas de traba­ jo agotador y la ausencia de médicos y medicinas abrían el camino a mi trabajo letal.

D

Todavía recuerdo aquel verano. Un calor agobiante y malsano me llevó hacia un lugar lleno de niños y jóvenes. Maldije mi suerte. Siem­ pre detesté segar vidas abiertas al futuro. Al comprobar que mi próxi­ ma víctima no era ningún pequeño, sino un cura llamado Don Bosco, respiré tranquila y me dispuse a abordar la tarea. Comencé por activar la fiebre; al principio imperceptible, luego per­ sistente. Le quité el apetito para debilitarle. Finalmente anidé en el in­ terior de sus pulmones. Comenzó la tos y el agotamiento. Los leves ca­ rraspeos iniciales crecieron en intensidad. Hube de emplearme a fondo. Aquel cura poseía gran fortaleza física y admirable reciedumbre interior. Semanas después conseguí la primera tos con sangre. Cuando el joven sacerdote descubrió un esputo sanguinolento en su pañuelo, ad­ vertí un temblor en sus manos. Me desafió lleno de coraje y siguió ju­ gando con sus muchachos. Pero él y yo sabíamos que estaba vencido. Dos días después se desmayó. Le llevaron a la cama. Llegó el médi­ co. En la mirada resignada del doctor noté mi triunfo: era cuestión de esperar. Pero entonces ocurrió lo inesperado. Desde el interior del cura ven­ cido observé cómo desfilaban los muchachos por la austera habitación. Apretaban las gorras de obrero entre sus manos encallecidas. Los ojos de los más pequeños temblaban ante el temor de una nueva orfandad. El afecto y la admiración se mezclaban con la impotencia en las mira­ das de los jóvenes mayores. Por las comisuras de sus labios, la rabia se fundía con las plegarias.

Cerré mis ojos de enfermedad para no sentir aquellas miradas. Pe­ ro desde mi oscuridad continué escuchando el rozar de sus alpargatas sobre el suelo... lamentos que se convertían en súplicas ante el Dios de la vida. Todavía no sé por qué lo hice. El caso es que decidí abandonar. De puntillas crucé la puerta de la habitación; una puerta que los mucha­ chos de Don Bosco habían abierto de par en par para que entrara la Vida. Nota: Julio de 1846. Don Bosco, gravemente enfermo, está a punto de morir. Sus muchachos le visitan y rezan. Vencida la enfermedad, Don Bosco les dirá: «Estoy convencido de que Dios me ha conservado la vida gracias a vuestras súplicas; la gratitud exige que yo emplee toda mi vida para vues­ tro bien temporal y espiritual. Así prometo hacerlo». (Memorias del Ora­ torio. Década tercera, n. 4).

i la primera luz en la tipografía de Speirani y Ferrero, modesta editorial cercana a la iglesia de San Roque de Turín. Me amaman­ taron con tinta de imprenta y me vistieron con unas elegantes tapas decoradas en las que figuraba la imagen de Moisés.

V

Hubiera pasado a la historia como un libro vulgar a no ser por el entusiasmo de mi autor, el sacerdote Juan Bosco. Recuerdo sus ince­ santes idas y venidas a la editorial. Recogía las pruebas de imprenta, leía detenidamente las galeradas, corregía párrafos, ajustaba las ilus­ traciones, recomponía el índice... Don Bosco mostró tanto interés por mí, que nací con una vanidad innata. Mi interior estaba decorado con más de cincuenta ilustraciones. Cada página era una ventana por la que se asomaban los principales personajes bíblicos: Adán y Eva, Noé, Abraham, Moisés, David, San­ són... Mis contenidos culminaban con Jesús de Nazareth. Tomé conciencia de mi misión al comprobar que todos ellos pre­ sentaban rasgos comunes: la fe en Dios, la valentía y la fortaleza para hacer frente a las dificultades de la vida. Modelos cargados de valores para los jóvenes del Oratorio. Una mañana de otoño llevaron un primer ejemplar a Don Bosco. Fue entonces cuando descubrí el secreto que se escondía entre mis páginas. El joven sacerdote me tomó en sus manos. Me miró. Percibí en sus ojos el brillo de una emoción largamente presentida. Aspiró el olor a tinta impresa que desprendían mis hojas nuevas. Inmediatamente bus­ có el capítulo IX, el que describe la vocación y el largo itinerario que siguió Moisés por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida... Leyó el capítulo sin levantar la vista. Sus ojos recorrían el texto con rapidez. Reconocía el texto escrito y se reconocía a sí mismo en él. Cuando ter­ minó el capítulo, tenía los ojos humedecidos.

Así fue como descubrí que aquel sacerdote, a pesar de sus escasos treinta años, se sentía el guía de un pueblo de jóvenes. Durante largos años había deambulado con sus muchachos de prado en prado, de santuario en santuario, de oasis en oasis hasta llegar al Oratorio de San Francisco de Sales: su Tierra Prometida. Era un nuevo Moisés com­ prometido con guiar a los jóvenes del mundo. Mi vida de libro ha sido muy larga. Durante más de un siglo se hi­ cieron múltiples ediciones de mí. Siempre fui fiel a la misión que me encomendó Don Bosco: conducir a los jóvenes por los senderos de la vida; proponerles las virtudes y los valores de los creyentes que se aso­ man por entre mis páginas; ofrecer modelos de vida... Actualmente me he convertido en pieza de museo. Pero a pesar de los años, siento cómo late la vida entre mis hojas: el pueblo de jóvenes que puso en camino Don Bosco, sigue transitando infinitos senderos por todos los rincones del mundo. Nota: 1847. Don Bosco publica su libro Historia Sagrada. Al detectar que no existen libros religiosos adaptados a los muchachos, pone manos a la obra con gran entusiasmo. Este libro muestra los valores que adornan a los principales personajes bíblicos. Se hicieron sucesivas ediciones a lo largo de más de cien años. La última edición está fechada en 1956. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 3).

47. EL SISTEM A MÉTRICO DECIMAL

Y

o era un pequeño libro de bolsillo envejecido prematuramente por el continuo trajín al que me sometía mi propietario.

Recuerdo aquel domingo lluvioso de octubre. Mi dueño, un joven albañil que trabajaba de sol a sol, se levantó del jergón con las prime­ ras luces a pesar de no ser día laborable. No cesó de silbar mientras se aseaba con el agua que contenía una palangana desconchada. Antes de salir a la calle, me tomó entre sus manos encallecidas. Le­ yó mi título una vez más: El Sistema Métrico Decimal. Sonrió. Me co­ locó en el bolsillo de su camisa de franela. Se caló la gorra de obrero, salió a la calle y echó a correr por los señoriales pórticos de Turín res­ guardándose de la fina lluvia. Me agarré con fuerza al bolsillo de su camisa para no salir despedido. Abandonó el centro de la ciudad y se adentró por los caminos em­ barrados del barrio de Valdocco. Brincaba sorteando los charcos. Yo escuchaba su respiración entrecortada. Llegamos al Oratorio. Se detuvo. Tomó aire mientras buscaba con la mirada a Don Bosco. En cuanto el sacerdote le vio, se le acercó sonrien­ do. Entonces mi dueño me levantó, como quien enarbola la bandera de la cultura, y gritó a Don Bosco: «¡Lo he conseguido: ya soy oficial de primera. Y todo gracias a usted y a su libro! Soy la única persona de la obra que sabe trasladar las antiguas medidas al nuevo sistema métrico decimal». Hablaron como dos buenos amigos. Me emocioné al saber que aquel cura era el autor que había dado vida a mis páginas. ¡Cuántas horas robadas al sueño para ayudar a sus jóvenes! Me llené de orgullo cuan­ do ponderaron mis tablas destinadas a convertir pies y pulgadas en metros; onzas y libras en kilos... Cuando Don Bosco reparó en mis hojas gastadas, me guardó en su bolsillo y alargó al joven albañil un ejemplar nuevo y por estrenar, diciéndole: «Un oficial de primera debe tener un libro nuevo. Este se lo daremos a algún muchacho que esté aprendiendo».

Actualmente me levanto antes que el sol y subo al andamio en el bolsillo de un aprendiz de once años. Las hojas de mi cuerpo siguen manchadas de cal, arena y sudor de niño. A pesar de mis achaques, sigo siendo fiel a mi autor y me esfuerzo por enseñar todos mis secre­ tos al pequeño con quien trabajo. El también será algún día un digno y «honrado ciudadano». Nota: Mayo de 1849. Ante la inminente entrada en vigor del decreto que abo­ lía las antiguas medidas piamontesas e instauraba el sistema métrico de­ cimal, Don Bosco publica un pequeño libro de 80 páginas para sus apren­ dices: El Sistema Métrico Decimal, modelo de intuición pedagógica, sencillez y utilidad. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 3).

48. EL BOCADILLO

e hallaba en el interior de un gran cesto de mimbre junto a un centenar de hermanos míos. Mi cuerpo de pan guardaba celosa­ mente un secreto de queso y salchichón que las manos bondadosas de un fraile habían depositado en mi interior.

M

Con las primeras luces de la mañana, el fraile capuchino depositó el canasto repleto de panecillos en un rincón del claustro del monas­ terio que se alza en el Monte de los Capuchinos. Un paño blanco nos cubría. Los bocadillos aguardábamos inquietos. En silencio nos imaginábamos a los mendigos hambrientos que en breve nos tomarían. Manos extendidas esperando el milagro de la cari­ dad. Pordioseros famélicos marcados por el silencio amargo del hambre. De pronto escuchamos un rumor que crecía a lo lejos. Eran voces limpias que subían por el sendero que asciende desde el río. Los boca­ dillos nos miramos con sorpresa. Según nos habían dicho, los indigentes hablan poco: la vergüenza de verse marcados por la pobreza, atenaza sus palabras. Cuando el murmullo se convirtió en clamor, descubrimos con extrañeza que quienes ascendían eran niños y jóvenes... Cuando irrumpieron, nos inundaron con sus gritos, juegos y bro­ mas. Los arcos del claustro despertaron de su letargo secular. De improviso, silencio. La voz de un sacerdote les invitó a dar gra­ cias a Dios. Se abrieron las vetustas puertas de la iglesia monacal. Por ellas entraron los muchachos. Los bocadillos debíamos esperar. Concluida la misa, escuchamos el rumor producido por las pisadas de cientos de alpargatas de esparto de niños obreros. Comenzó el re­ parto. Don Bosco, que así llamaban los muchachos a su sacerdote, entregaba a cada chaval un bocadillo. Yo, desde el fondo del cesto, veía cómo marchaban mis compañe­ ros. Con la mirada les deseaba suerte. Al final, quedé yo solo en el fon­ do del cesto.

Fue entonces cuando escuché la voz de Don Bosco dirigirse a un chico: «¿Has tomado ya tu bocadillo?... El muchacho respondió que no, sin atreverse a alzar la mirada. Cuando Don Bosco le preguntó el motivo, el pequeño respondió con voz teñida de vergüenza: «No he tomado bocadillo porque me he ido a jugar y no he confesado ni comulgado». Don Bosco sonrió, al tiempo que le decía: «Para tomar el bocadillo no hace falta confesarse y comulgar. Tan solo es necesario tener ganas y apetito». El muchacho levantó su mirada. Sus ojos se cruzaron con los de Don Bosco. Sonrieron. Cuando Don Bosco me tomó para ofrecerme al chaval, supe que la misión de mi vida se estaba cumpliendo. El chi­ co me apretó entre sus manos. Sentí que la felicidad de mis días llega­ ba a lo más alto. Aquel gesto dio profundidad a mi vida, aunque solo fui un humilde bocadillo con alma de queso y salchichón. Nota: Don Bosco todavía no dispone de un lugar fijo para el Oratorio. Lleva a sus muchachos al convento del Monte de los Capuchinos. Allí les obse­ quia con un bocadillo. El pequeño Pablo no se atreve a tomar su bocadillo porque no ha confesado ni comulgado. Don Bosco le responde que para tomar bocadillo tan solo hace falta tener ganas y apetito. (Memorias Bio­ gráficas. Tomo II, pág. 293).

49. EL BONETE

ací en la sombrerería eclesiástica de Turín. Serio y circunspecto, me tocó en suerte ser un bonete, esa especie de gorro negro que lucían antaño los sacerdotes. Mi parte superior estaba formada por tres estrías rematadas por una borla de color negro. Aunque me acoplaba perfectamente a la cabeza de Don Bosco, me costó bastante acompasar mi vida a la de aquel cura. Yo había imaginado una existencia llena de honores y graves reve­ rencias, tal como correspondía a la dignidad sacerdotal de mi dueño. Pero nada fue como había supuesto. Por el contrario, fui testigo de sus jomadas llenas de aventuras. Don Bosco se levantaba al amanecer. Se dirigía a la iglesia de San Francisco de Sales. Revestido con alba y casulla, me colocaba sobre su cabeza mientras caminaba hacia el altar. Iniciada la eucaristía, me ponía sobre una mesa lateral. Yo esperaba a que concluyera la misa. A partir de este momento, cada jomada era una sorpresa. He pasado días enteros sintiendo el latir preocupado de sus sienes. He sufrido lo indecible al notar su corazón acelerado cuando pedía ayuda para los chicos del Oratorio. Entonces me parecía convertirme en una corona de espinas. Como un buen padre, Don Bosco padecía cuando no hallaba pan, prendas de abrigo, libros para el estudio o ma­ teriales para los talleres repletos de aprendices. Eran días de gran ac­ tividad y terrible desasosiego. Cuando por la noche me depositaba sobre su mesita de noche, yo tenía agujetas de cansancio en mi alma de terciopelo negro. También recuerdo haber compartido días en los que un arco iris de la alegría brillaba tras las preocupaciones. Arremangándose la sotana hasta la cintura, se entregaba al juego con sus chicos. Entonces todo era distinto: yo podía transformarme en objeto volador, balón impro­ visado, o terminar sobre el cabello ensortijado y sudoroso de cualquier chaval. Aprendí que la dignidad no radica en la tarea desempeñada, sino en la actitud interior.

Un buen día fui a parar a las manos encallecidas y duras de un mu­ chacho menudo que llevaba varios años trabajando en una función. Hacía pocos días que frecuentaba el Oratorio. El chico nunca había jugado con un cura. Cuando caí entre sus manos, me apretujó tanto, tanto, que —mitad por sorpresa y mitad por emoción— desgarró mi terciopelo y destrozó mi borla... entre risas de alegría y alborozo. Mamá Margarita, aguja en ristre, intentó en vano recomponerme. Me despedí de este mundo con una sonrisa. He tenido el privilegio de sentir el latido de un sacerdote diferente. Nota: Bonete: gorro negro usado en tiempos pasados por sacerdotes y semi­ naristas. Don Bosco lo usó y lo facilitaba a sus compañeros de seminario. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 9).

I

VALDOCCO. TURÍN Una casa para la acogida y la esperanza

50. LA CESTA DE MAMÁ MARGARITA

o era la cesta preferida de Mamá Margarita. Mi cuerpo estaba for­ mado por mimbres cuidadosamente entrelazados. Siempre tuve el honor de permanecer en la habitación de mi dueña. Ella misma había forrado mi interior con tela de colores. Colgada de su brazo, fui la fiel compañera de sus caminatas hacia Capriglio, Castelnuovo, Morialdo...

Y

Todo ocurrió de repente. ¡Nos íbamos de viaje a la capital! Mamá Margarita había accedido a acompañar a su hijo a Turín. Juan Bosco, el cura de los chicos pobres, la necesitaba para que hiciera de madre de los chavales que pensaba acoger en su casa. Todavía recuerdo la última noche. Mamá Margarita me llenó con prendas de ropa blanca cuidadosamente planchadas. Entre las ropas depositó espigas de lavanda. En mi fondo, oculto bajo el forro de tela, escondió su pequeño tesoro: un envoltorio de terciopelo conteniendo dos anillos de boda y una gargantilla de oro. Hicimos el viaje a pie. Al anochecer llegamos a la gran ciudad. ¡Qué desilusión! Yo había imaginado una casa señorial, pero nuestro desti­ no era una casucha con tres pobres habitaciones; muebles desvencija­ dos y paredes desconchadas. Mamá Margarita y Juan trabajaron hasta la extenuación durante los días siguientes. Consiguieron vestir de ternura lo que antes solo eran cuartos vacíos y polvorientos. Los chicos pobres llegaron a las pocas semanas. Sus risas fueron el latido del hogar recién creado. Pero algo comenzó a ir mal. Las prendas blancas que atesoraba en mi interior comenzaron a desaparecer... Cuando quise darme cuenta, todas se habían desvanecido. Mi cuerpo hueco tan solo conservaba el humilde tesoro de los dos anillos y el collarcito de oro... En vano intenté protestar el día en que Mamá Margarita se llevó también la pequeña bolsa de terciopelo. Me sumí en la soledad oscura y vacía de las cosas que se toman inservibles.

Así estuve hasta que una noche, aguzando el oído, pude oír una conversación entre Juan y su madre... Las prendas, los anillos y el collarcito que yo atesoraba habían servido para hacer de aquellas habi­ taciones un hogar común y compartido. Les escuché pronunciar el nombre de los pequeños acogidos como quien reza una oración. Desde aquella noche una luz ilumina mi interior. Ahora, aunque mi cuerpo sigue vacío, tengo mi corazón de mimbre lleno de nombres: los nombres de los chicos de Don Bosco. Nota: 3 de noviembre de 1846. Don Bosco y su madre bajan desde IBecchi a Valdocco, barrio extrarradio de Turín. Tan solo poseen unas prendas de ropa blanca, dos anillos y un collarcito de oro que Mamá Margarita guar­ da en su cesta. Con estos escasos bienes harán frente a las primeras nece­ sidades de los chicos pobres del Oratorio. (Memorias del Oratorio. Déca­ da tercera, n. 5).

51. EL RELOJ DE BOLSILLO

ic, tac, tic, tac, tic, tac... Nunca*sabré si empleé mi existencia en marcar el tiempo con precisión de reloj suizo o si me dejé llevar por los latidos del corazón de aquel cura joven.

T

Le conocí tras su ordenación sacerdotal. Yo fui el mejor regalo que le hicieron en día tan señalado. Desde aquel mismo momento, me co­ locó en el bolsillo interior de su sotana, situado justo encima de su co­ razón. He sido testigo de su vida y de sus horas. Tic, tac, tic, tac, tic, tac... Mi dueño consideraba el tiempo como un regalo de Dios. Siempre andaba apresurado, inventando mil cosas pa­ ra aquellos chicos que, a pesar de sus pocos años, ya conocían el dolor áspero de la vida. Así fue como aprendí que los relojes podemos llegar a ser algo más que pequeñas máquinas que controlan el tiempo: pode­ mos marcar las horas y los minutos de una vida orientada por Dios. Tic, tac, tic, tac, tic, tac... Cuando yo le escuchaba charlar con per­ sonas serias y graves, sabía que muy pronto me tocaría mostrar la ho­ ra. En efecto, me tomaba con su mano derecha, me apoyaba sobre sus dedos y, con el pulgar, abría la tapa. Escrutaba mis agujas y decía con voz de circunstancias: «Se me hace tarde. Ruego que me disculpen. Debo marchar». Sin embargo, cuando estaba entre los jóvenes se olvidaba de mí. Más de una vez, en medio de los juegos, echaba a correr. Entonces yo aprovechaba para salir y contemplar fugazmente aquel río de vida que era el Oratorio. Tic, tac, tic, tac, tic, tac... Fui testigo de excepción del día que cam­ bió su existencia. Era verano. El calor apretaba. Hacía semanas que el ritmo de su corazón era irregular. Sentía opresión en el pecho. Tosía con tos seca. De pronto se desplomó sobre el suelo. Le llevaron a la habitación. Le desabrocharon la sotana. Llamaron al médico. Sus palpitaciones eran irregulares y débiles. Tac......, tac....., tac...... Conocedor de lo importante que es un ritmo fuerte y regular para la vida, me temí lo peor. El Oratorio se tomó lánguido. Las manecillas

del reloj de la alegría parecían querer detenerse para siempre. Los chi­ cos rezaron como nunca lo habían hecho. Semanas después le sentí recuperado. Fue entonces cuando, emo­ cionado por el afecto de sus chicos, me tomó entre sus manos, me mostró e hizo una promesa solemne: «Todos los minutos de mi vida serán para los jóvenes». Yo soy testigo callado de esta promesa cumplida. He tenido el ho­ nor de marcar todos los minutos de una vida entregada a los jóvenes. Nota: Julio de 1846. Don Bosco cae agotado y enfermo de tanto trabajo. Se teme por su vida. Los jóvenes del Oratorio rezan por él. Cuando recupera la salud, le reciben con muestras de gran alegría y afecto. Don Bosco re­ nueva la promesa de entregar todos los minutos de su vida a los jóvenes. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 4).

52. LA MANTA

oy una manta áspera, tosca y sin delirios de grandeza, pero capaz de abrigar a los humanos en sus largas noches de invierno. Un buen día llegó hasta la fábrica donde nací, un joven sacerdote y su madre. Regatearon por mi precio. Me compraron. Me apilaron jun­ to a otras mantas en una pobre casa del barrio de Valdocco. ¿Cuál se­ ría mi destino? Mis dudas se disiparon al anochecer. Alguien llamó a la puerta de la casa donde residía el joven sacerdote con su madre. Abrieron. Apa­ recieron varios jóvenes que pedían un poco de pan y un lugar donde cobijarse. Don Bosco, que así se llamaba el sacerdote, les invitó a pasar. Sus ojos brillaban de ilusión. Su madre sacó dos hogazas de pan y una ja­ rra de vino. Les sirvió polenta, disculpándose por no tener nada mejor. Los recién llegados saciaron su hambre. Florecieron sonrisas entorno a la mesa. Al terminar la cena, Don Bosco les dirigió unas palabras. Con gesto triunfal, les repartió las mantas recién adquiridas. Les con­ dujo al pajar contiguo que había preparado para que se resguardaran del frío de la noche. A mí me correspondió acompañar a un muchacho de unos quince años. Unos mechones de cabello asomaban bajo su gorra de trabajador. Cuando me tomó, sentí un destello de bondad tras sus ojos cansados. El sacerdote se despidió con un amable «hasta mañana». Minutos después, aquellos jóvenes estallaron en carcajadas cargadas de malicia. Planeaban marchar al amanecer llevando las mantas como trofeo arrancado a la ingenuidad del sacerdote y su madre. Percibí cómo se aceleraba el corazón del joven a quien ofrecía mi calor. No se atrevió a protestar. Pero él había aprendido de su madre a ser honrado. La noche transcurrió entre bromas de mal gusto. Cuando los primeros rayos de sol iluminaban la ciudad, yo me ha­ llaba con mi joven dueño vagando por las calles de Turín. El resto de mozalbetes se había dirigido al mercado para malvender las mantas

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robadas. Pero él me extendió sobre la acera. Me enrolló con delicade­ za. Ató holgadamente mis extremos con una cuerdecilla. Y ya siempre me llevó colgada de su hombro. Me alegré: yo no era el fruto del robo que se malvende, sino un regalo que se aprecia. Meses después, acuciado por el hambre y empujado por el frío, el muchacho llamó nuevamente a la puerta de Don Bosco. Yo iba con él, colgada de su hombro. Se repitió la escena. Una madre que ofrece pan y polenta; un sacer­ dote que se desvive en la acogida... Cuando Don Bosco le ofreció una manta, mi joven dueño, mostrándome, le dijo: «Gracias, pero a mí ya me regaló una hace dos meses...». No hubo ni reproches ni quejas por parte de Don Bosco y su madre. Simplemente una sonrisa, un abrazo de perdón... y una nueva opor­ tunidad. Nota: Año 1847. Don Bosco comienza a acoger a jóvenes sin hogar. Les pre­ para un lugar donde pasar la noche. Les ofrece mantas. Pero algunos de ellos marchaban al amanecer llevándoselas. (Memorias del Oratorio. Dé­ cada tercera, n. 7).

53. EL BARROTE DE LA CÁRCEL

i la primera luz en una fundición de la ciudad de Turín. Todos los barrotes de hierro nacidos durante aquellos meses fuimos desti­ nados a una nueva experiencia promovida por el gobierno del Piamonte: «La Generala», una cárcel para jóvenes.

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Allí me convertí en reja. Mi corazón de hierro se tomó indiferente a fuerza de contemplar tantos sufrimientos jóvenes. La monotonía amarga de aquel correccional, que albergaba a de­ lincuentes casi niños, se rompía cada domingo con la llegada de un cura llamado Don Bosco. Aparecía con la sonrisa prendida en los la­ bios. .. y con los bolsillos llenos de golosinas, tabaco y pequeños regalos. Al principio me extrañó su actitud: ¿cómo podía sonreír aquel cura viendo a los muchachos llenos de piojos y parásitos; infectados de tiña y sama; heridos por llagas y tumores; debilitados por el hambre? Pero él llegaba puntual como un rayo de luz y marchaba dejando tras de sí una estela de esperanza. Cada domingo los chavales le hablaban de la mala suerte que ha­ bían tenido en la vida y de sus familias destrozadas. Se arrepentían de los pequeños hurtos que les habían conducido a aquel lugar de amar­ gura. Se quejaban de los pesados trabajos agrícolas a los que eran so­ metidos en los campos del correccional. Él les escuchaba en silencio. Luego, mirándoles a los ojos, les prometía un futuro digno, un hogar lleno de afecto y un trabajo honrado. Un día, en el momento de la despedida, ocurrió algo inesperado: un muchacho alargó a Don Bosco, por entre los barrotes, un envoltorio de papel de estraza. Todos callaron con silencio cómplice: «¡Ábralo. Es un regalo para usted!». Cuando Don Bosco lo desenvolvió, apareció un tomate rojo y brillante. Era el primer fruto de la nueva cosecha del huerto del correccional.

Don Bosco quedó en silencio ante tanto afecto. Sin dejar de sonreír, se agarró enérgicamente a los barrotes de la reja. Mi cuerpo de hierro frío sintió, por vez primera, que aquella fuerza no era un gesto de rabia e impotencia, sino un canto a la esperanza. Cuando marchó Don Bosco, y los chavales regresaron a sus triste­ zas, yo comencé a sentirme inútil. Porque cuando hay afecto y amis­ tad. .. los barrotes y las rejas nos tomamos objetos inservibles. Nota: Año 1845. Se abre en Turín «La Generala», un correccional para jóvenes delincuentes de 12 a 18 años de edad. La inserción se realizaba mediante duros trabajos agrícolas en los huertos del correccional, que disponía tam­ bién de un taller de carpintería para la fabricación de cestos, barriles. ..Don Bosco visitaba asiduamente a los jóvenes presos y les acogía cuando salían en libertad. Comenzaba a fraguarse el Sistema Preventivo. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 11).

54. LA COCINA DEL ORATORIO

unque solo fui una humilde cocina. Siempre estuve limpia. Mamá Margarita, dueña y señora del fogón, de las ollas y sartenes que col­ gaban de mis pobres paredes, se afanaba por mantenerme reluciente.

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Por aquel tiempo mi vida era un continuo trajín. Casi todos los días había un plato que cocinar para alguno de aquellos pobres chavales que acudían a Don Bosco buscando un poco de comida o un lugar donde pasar la noche. Recuerdo que ya había oscurecido. Llovía sobre Turín. De pronto alguien llamó a la puerta. Apareció un chico empapado y tiritando de frío. Suplicaba un lugar para dormir. Don Bosco dudó en acogerle. Y es que, según les oí lamentarse, días atrás, varios mozalbetes, abusan­ do de la buena fe de Juan y su madre, habían marchado al amanecer llevándose mantas y todo cuanto habían podido robar. Mamá Margarita también dudó. Pero de pronto, como quien tiene una solución secreta e infalible, se animó a acoger aquel chico aterido de frío. Cuando le introdujo entre mis paredes para quitarle la raída camisa y secarla junto al fogón, me sentí orgullosa. Cuando improvisó un camastro para que durmiera al abrigo de mi calor, mi corazón de cocina sintió una nueva ternura. Enseguida ordené al fogón que se es­ merara con el mejor de sus fuegos. Fuera seguía lloviendo. Soplaba el viento frío de los Alpes. Luego Mamá Margarita se sentó frente al chaval que acababa de dar cuenta de un plato de sopa caliente con abundante pan y queso. Mirándole fijamente le susurró, con cariño de madre, unas sencillas palabras que guardo como recuerdo imborrable entre mis paredes: «Sé bueno, trabaja con responsabilidad y nunca olvides rezar las oraciones que te enseñó tu buena madre». Terminadas aquellas recomendaciones le deseo ¡Buenas Noches! Aquellas dos palabras, tan sencillas y repe­ tidas, resonaron matices nuevos entre mis paredes. Estaban cargadas de afecto y sencillez. Eran reflexión y buenos deseos. Promesa de ayu­ da mantenida en el tiempo.

Don Bosco, consciente de ha b er a p ren d id o d e su m a d r e u n s e c r e to para ser m ejor educador, se p ro m e tió a s í m is m o d e s p e d ir s ie m p r e a sus m uchachos con unas «Buenas N oches». A la mañana siguiente el chico n o se había m a rc h a d o lle v á n d o se la manta y las escasas pertenencias de D on B osco y M a m á M argarita. D e s­ pertó con una sonrisa en su nuevo hogar. Tras recib ir los c o n se jo s y las recomendaciones de Don Bosco, m a rch ó para b u s c a r tra b a jo c o m o a l­ bañil. Había encontrado un hogar al que regresaría al ca er la tarde. Cuando Don Bosco quiso c o m en ta r con su m a d re el s e c r e to d e la s «Buenas Noches» aprendido la n o ch e anterior. M a m á M a rg a rita s o n ­ rió por toda respuesta, ai tiem po que m ostra b a la llave d e m i c erra d u ra . Nota: En el mes de mayo de 1847, Don Bosco acogió al p rim er chico huérfa­ no en el Oratorio. No se sabe su nombre, tan solo que procedía de Valsesia. Mamá Margarita dio las primeras «Buenas Noches». Y cerró con llave la puerta de la cocina. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 7).

55. LA NAVAJA DE AFEITAR

ací en una importante acería de Suiza, aunque mi vida transcurrió en una barbería de Turín.

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Cuando abrí los ojos a la vida me sentí orgullosa. Mi acero no su­ friría el triste destino de otras navajas sin apellido, condenadas a me­ nesteres vulgares, siempre en manos de rudos campesinos que igual cortan tocino que desuellan a un conejo. Mi amo me conservaba afila­ da y con una sutil capa de aceite para mantenerme brillante. Mi vida en la barbería estaba cargada de responsabilidad. Un error en el rasurado de la barba podía provocar un corte; el corte, una heri­ da; la herida, la pérdida de un cliente. Por este motivo, tan solo me tomaba el dueño para ejecutar conmigo el difícil arte del afeitado. Mi amo era un experto barbero. En las dos décadas de experiencia había aprendido a recortar cabellos y barbas, y a ser un malabarista de las palabras, zalamerías y halagos. Recuerdo aquella mañana. Yo descansaba en mi estuche de tercio­ pelo azul. Entró un cura joven que hablaba con simpatía y sonreía. Ocupó el sillón. Carlos, el pequeño aprendiz de diez años, le hizo una reverencia y se apresuró a enjabonarle la cara. El sacerdote dialogó con el chaval como si le conociera de toda la vida. Había tanto afecto en sus pala­ bras, que el aprendiz, huérfano de padre, cambió su ademán triste por una sonrisa. Cuando el reverendo estuvo enjabonado, el muchacho se retiró. El afeitado correspondía al maestro... De pronto, el sacerdote dijo con voz entusiasta: «¡Hala, Carlos, coge la navaja y comienza a afeitarme!». Carlos dudó. Luego me tomó con mano temblorosa. El dueño quiso rescatarme, pero la decisión del clien­ te era firme. Segundos después comencé el peor afeitado de mi vida. A Carlos le temblaba la mano. Yo hacía lo que podía sobre la piel curtida de aquel cura, que más parecía la de un campesino que la de un ministro de Dios. Haciendo equilibrios rasuré la mejilla. Al llegar

al mentón, ¡zas!, un corte. El hilillo de sangre asustó al aprendiz, preo­ cupó al dueño e hizo reír al sacerdote. Azorado el chaval, desencajado el dueño y sonriente el cura... ter­ miné por perder el control de mi filo. Cinco fueron los tajos que el due­ ño intentó restañar colocando pedacitos de papel de fumar sobre ellos. Dos meses después falleció la madre del aprendiz. El dueño le des­ pidió dejándole en la calle. Ese mismo día volví a ver al cura joven tras los ventanales... pero ya no entró a la barbería. Habló con el chaval, le ofreció un hogar y cambió su dolor por una sonrisa. Me hubiera gustado volver a sentir en mi acero aquellas manos de niño que temblaban. . . ya aquel cura, llamado Don Bosco, que sonreía; que siempre sonreía... a pesar de las heridas y los cortes de la vida. Nota: Año 1848. Don Bosco se encuentra con Carlos Gastini, aprendiz de barbero, que le afeita. Meses después, queda huérfano y Don Bosco le aco­ ge en el Oratorio. Carlos Gastini impulsará la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos. (Memorias Biográficas. Tomo III, págs. 269-271).

56. LA BALA

oy una bala de arcabuz. Por aquellos tiempos las balas de fabrica­ ción casera éramos gruesas y toscas: una esfera de plomo de varios centímetros de diámetro.

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Nací en la miserable casa de un asesino a sueldo. Mi amo era un ser despreciable. Creció en las tabernas bebiendo el vino amargo de la vio­ lencia. Tuvo por escuela las prisiones y los bajos fondos de la ciudad. Amigo de broncas y peleas; taciturno y solitario; colérico y desconfiado. Cuando le contrataron para asesinar a un joven cura que acogía y educaba a los muchachos pobres de Turín, no preguntó nada. Resen­ tido y amargado, aceptó. Tomó el dinero. Cerró el trato en una taberna sombría. Durante la noche preparó el arcabuz. Cuando me eligió entre varias de mis compañeras, sentí cómo se aceleraba mi corazón de bala. Cuan­ do me enteré del hombre bueno al que iba destinaba, intenté negarme a participar en su muerte. Gemía en silencio por el dolor que iba a causar. Imaginaba a aquellos pobres huérfanos a los que iba a sumer­ gir en una nueva orfandad. Mi siniestro dueño se acercó al Oratorio a plena luz. Observó a los muchachos que jugaban. Con mirada atenta, siguió las evoluciones de Don Bosco. Reparó cómo se dirigía, rodeado de muchachos, a una es­ tancia trasera. Rodeó la tapia hasta tenerle a tiro. Observó la sombra del cura mientras hablaba a sus chicos. Tan solo le separaba el frágil cristal de una ventana. Cargó el arcabuz con una medida de pólvora negra. Me dejó caer por el cañón. Me apretó con fuerza. Apuntó... Cuando disparó, sentí un calor intenso sobre mi cuerpo de plomo. Rasgué el aire. Iba directa hacia el corazón de aquel hombre bueno... Cerré mis ojos para no ver su muerte. Sentí un golpe muy fuerte. Cuando recobré el sentido, me hallaba en las manos de un mucha­ cho que me había recogido del suelo. Aturdida, pude ver cómo Don Bosco sonreía en medio del pánico provocado por el disparo. Mostra­

ba a sus muchachos el desconchado que yo había provocado al impac­ tar sobre la pared y el trozo de sotana que había rasgado al rozarle. Cuando comprendí que el disparo había fallado, me invadió una inmensa alegría. Mi sombrío y cobarde dueño huyó a toda prisa. Yo quedé libre para siempre. Actualmente permanezco en el escritorio de Don Bosco. Me con­ serva sobre su mesa para no olvidarse de dar gracias a Dios. Ya no soy una bala. Me ha convertido en un pequeño pisapapeles que mantiene en orden las facturas. Al igual que a los chicos del Oratorio, me ha transformado al ofrecerme un futuro lleno de dignidad. Nota: Durante la primavera de 1848, Don Bosco es víctima de un atentado. El disparo de un sicario intenta acabar con su vida mientras explica ca­ tecismo a un grupo de muchachos. La bala rasgó la sotana y fue a incrus­ tarse en la pared. (Memorias Biográficas. Tomo III, págs. 237-238).

57. ELÚLTIMO PERIÓDICO

o me siento culpable, pero sí profundamente apenado. Con la edi­ ción de hoy termina mi orgullo de periódico y la ilusión que Don Bosco había depositado en mí. Hoy es el último día de mi vida.

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Perdón por no haberme presentado: soy un periódico destinado a los jóvenes, hijo de la creatividad de Don Bosco. He llevado una vida errante y enclenque durante ocho largos meses. Me hubiera gustado crecer fuerte, aumentar mis páginas en cada edición y sentirme robus­ to y deseado por miles de lectores. Hubiera querido percibir la fuerza nueva de los ojos jóvenes acariciando mis líneas... pero todas esas ilu­ siones forman parte de nuestro fracaso compartido. Todavía está reciente en mi memoria aquella primera mañana, cuando estrené cabecera y tipografía nueva. Recuerdo que Don Bosco me tomó sonriente y entusiasmado entre sus manos. Me acercó a la nariz. Estaba tan feliz que, olfateando mi tinta fresca de imprenta, so­ ñó con estar oliendo un perfume nuevo. Mi nombre expresa todo lo que he significado para él: El amigo de la juventud. Durante los sesenta números de mi existencia he procurado hacer­ me oír, que para eso venimos al mundo los periódicos. Me he esforza­ do por gritar, desde mis páginas, las palabras y los pensamientos de Don Bosco. He proclamado la libertad y la justicia desde mi sección internacional. He prestado mi voz para denunciar la situación penosa en la que se hallan tantos y tantos jóvenes. He defendido la fe cristiana. Nada ha sido fácil. He tenido que competir duramente con otros periódicos nacidos a raíz de la ley de libertad de prensa promulgada por el gobierno liberal del Piamonte. He de confesar que he sentido envidia al ver la fuerza, el poder y la opulencia económica de mis riva­ les. Ellos eran respectivamente la prolongación de los grandes partidos políticos conservadores y liberales. Yo era el sueño de un sencillo sa­ cerdote impreso sobre el papel.

Mañana solo seré un recuerdo de archivo. Termina mi vida de pe­ riódico. Pero siempre estaré orgulloso de haber llegado a pequeños pueblos para apoyar la escasa cultura de jóvenes campesinos que no tienen acceso a los libros... Quedo en paz con mi conciencia de papel: he subido a los andamios de los edificios en construcción y dejado que mis páginas se mancharan de cal y yeso, para instruir a los niños alba­ ñiles como los que acoge Don Bosco. He visitado en varias ocasiones la cárcel de menores de Turín... y he abierto ventanas hacia la libertad ante los ojos de los presos jóvenes. Mañana marcharé para siempre del mundo de las imprentas. El tiempo hará amarillear y desaparecer mis páginas como hojas de oto­ ño. Pero estoy seguro de que mi vida no terminará con la tirada de mi última edición. Mi nombre seguirá vivo entre vosotros porque siempre recordaréis a su creador. Y es que mi cabecera de periódico tan solo ha sido un reflejo de Don Bosco, el auténtico «Amigo de la Juventud». Nota: En el año 1849, Don Bosco editó un peñódico llamado El amigo de la juventud. Fue un pequeño fracaso. Aparecía dos veces por semana. Se editaron 61 números. Se imprimía en la tipografía Speirani-Ferrero. (Me­ morias Biográficas. Tomo III, págs. 373-374).

58. EL HUERTECILLO DE MAMÁ MARGARITA

an solo fui un huertecillo de reducidas dimensiones. Nací fruto de la nostalgia de una campesina. Mi dueña se llamaba Margarita Occhiena. Llegó a la ciudad de Turín desde las suaves colinas del ca­ serío I Becchi para apoyar a su hijo Juan Bosco, joven sacerdote que había decidido concretar su sueño: ofrecer oportunidades de vida a los chicos pobres de la gran urbe. Ella fue la madre de aquellos pequeños. Se multiplicó para que nunca faltara un plato de polenta y una ra­ ción de afecto a los jóvenes aprendices acogidos por su hijo. Por la no­ che, mientras dormían, remendaba sus gastadas blusas obreras. Du­ rante el día, zurcía, con hilo de esperanza y aguja de alegría, las heridas que la vida había dejado en sus corazones.

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Un día de primavera decidió crearme a mí. Eligió un terreno algo apartado del lugar donde jugaban los chicos. A golpe de azada alisó la tierra. Trazó los surcos. Delimitó mi cuerpo con una pequeña valla. Puso una fila de lechugas, varias plantas de judías, coles, patatas y to­ mates... Me regó cuidadosamente. Me cuidó con primor. Judías y tomateras se pusieron en pie. Sus zarcillos abrazaron las cañas que les servían de guía. El milagro se produjo. Todavía recuerdo el orgullo con el que le ofrecí las primeras verduras y hortalizas nacidas en mi tierra. Pero una aciaga tarde de mayo todo cambió. El Oratorio bullía de actividades y fiesta. Varios bandos de muchachos jugaban a la guerra. Improvisados generales trazaban estrategias. La tropa infantil reptaba por tierra, asaltaba posiciones enemigas y recuperaba banderas y es­ tandartes... Aunque siempre me habían respetado, aquel día todo fue distinto. Sentí las pisadas inconscientes de varias decenas de muchachos sobre mi cuerpo de tierra... Cayeron derribadas las cañas de las tomateras en el fragor de la batalla. Malogradas hojas de coles y lechugas se apel­ mazaron contra el suelo.

Cuando ella llegó, tan solo pudo evaluar los daños. Con lágrimas de rabia e impotencia, tomó una determinación: regresar a las suaves co­ linas de I Becchi. Le vi alejarse hacia la habitación de su hijo Juan pa­ ra comunicarle la decisión. Temí lo peor. Por un momento me imagi­ né privado de los cuidados de Mamá Margarita. Abandonado para siempre. Soportando las malas hierbas del olvido. Horas después regresó Mamá Margarita. No dijo nada. Comenzó a retirar pacientemente las hortalizas dañadas. Levantó las cañas rotas... De tanto en tanto miraba hacia lo alto, como musitando una oración y pidiendo a Dios una cosecha de paciencia y ayuda. Y la ayuda llegó... De pronto, apareció un grupo de muchachos del Oratorio. Con rostro compungido, los chicos se colocaron fuera de los límites del huertecillo. En silencio pidieron una nueva oportunidad. Margarita les perdonó con la mirada. Sonrieron. Le ayudaron a recom­ poner mi cuerpo de huertecillo herido de muerte en la batalla. Renací a la vida. Nota: Mamá Margarita, recordando sus raíces campesinas, levantó un huer­ tecillo en el Oratorio. Los muchachos lo destrozaron en varias ocasiones. Ante los enfados de la buena mujer, Don Bosco le indicaba la paciencia que tuvo Jesús en la cruz. (Memorias Biográficas. Tomo II, pág. 404 y tomo III, págs. 342-343).

59. EL CONTRATO DE APRENDIZ

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unca olvidaré a aquel cura jove'n que puso alma de dignidad a mi frágil cuerpo de papel.

Yo era una vulgar cuartilla sobre la mesa de don Carlos, patrono y maestro vidriero. Aguardaba el común destino que aguarda a las hojas de papel del despacho: convertimos en factura que hace firmes las deudas. Pero mi suerte iba a ser otra, aunque por aquel tiempo ni la imagi­ naba. En mi espera miraba el color rojo intenso del homo en el que se reblandecía el vidrio. Observaba a los obreros soplar por largos tubos para dar forma de vasos, botellas y jarras a porciones de masa de vidrio incandescente... A veces modelaban también finas «lágrimas» de cris­ tal para señoriales lámparas de araña. Varios aprendices casi niños, acompañaban en sus trabajos a ofi­ ciales y maestros del arte del vidrio. Muchachos menudos que crecían a golpes sin más horizonte que trabajar de sol a sol. Niños condenados a vivir como adultos. En el interior de los pequeños se marchitaban deseos de aprender para llegar a ser algún día «honrados ciudadanos». Un día se presentó en la fábrica un cura joven. Le acompañaba un muchacho de apenas doce años. Cuando entraron al despacho, escu­ ché las protestas de don Carlos: «Don Bosco, lo que usted me propone es una barbaridad. ¡Nadie lo ha hecho nunca así!». Don Bosco sonreía seguro de conseguir su propósito. De pronto mi cuerpo de papel notó la presión de unos dedos. Sin mediar más palabras, el sacerdote me había tomado de la esquina de la mesa donde me hallaba apilada junto a más de cien hermanas mías. No tuve tiempo para reaccionar. Se puso a escribir sobre mí. Aquel cura sabía lo que quería: las ideas fluían desde su mente a la pluma y desde la pluma se deslizaban rápidas sobre mi cuerpo de papel.

Varios minutos después, sopló sobre mi superficie para acelerar el secado de la tinta. Me quedé desconcertada. Llevaba mucho tiempo resignada a convertirme en factura, pero aquellas letras y expresiones me eran desconocidas. ¿En qué me había convertido aquel cura? Sen­ tía que el soplo que había dirigido sobre mí, otorgaba un espíritu nue­ vo a mi cuerpo de papel. Con gesto de triunfo me entregó al maestro vidriero. Los ojos del patrón me leyeron con atención. Por un momento temí ver mi cuerpo despedazado cayendo a la papelera... Pero no. Don Bosco y don Carlos sonrieron. Firmaron ambos. Se dieron la mano. Yo respiré tranquila. Con el tiempo me enteré de que había entrado en la historia: tengo el honor de ser el primer contrato de trabajo de un aprendiz. Gracias a mí, aquel muchacho tuvo garantizado un sueldo progresivo durante los tres años de aprendizaje, quince días anuales de vacaciones paga­ das, descanso los domingos y festivos, posibilidad para acudir al Ora­ torio y formarse como ciudadano y como cristiano... y sobre todo, fue respetada su dignidad de joven obrero. Nota: Durante el mes de noviembre de 1851, Don Bosco promueve y firma el primer contrato de la historia entre un patrono y un aprendiz. El patrono era el maestro vidriero don Carlos Aimino y el aprendiz, José Bordone. El documento original se conserva en los archivos de la Congregación Salesiana. (Memorias Biográficas. Tomo IV, págs. 230-231).

60. LOS ZAPATOS

on las primeras lluvias de otoño supimos que habíamos enferma­ do de gravedad. El cuero de nuestras suelas se había desgarrado buscando jóvenes por plazas y mercados, visitando aprendices o reco­ rriendo el largo pasillo que conduce a las celdas de aquella cárcel para jóvenes... Por las redondas heridas de nuestras suelas se filtraba el agua y el barro de las calles de Turín. Don Bosco nos sustituyó provisionalmente por otros zapatos menos gastados. A nosotros dos nos dejó en la quietud del cuarto trastero. Nos envolvió un silencio oscuro. Atrás quedaban los pasos apresurados de nuestro dueño. Aquella quietud e inmovilidad se tomó insoportable. Conocíamos cada rincón de Turín. Estábamos acostumbrados al ritmo trepidante de aquel sacerdote que hacía del trabajo a favor de los jóvenes, una oración. Unidos a sus pies, habíamos recorrido los señoriales salones de la aristocracia, recabando ayudas. Nuestras suelas se habían gasta­ do pisado el áspero suelo de las fábricas hasta donde acudía Don Bos­ co exigiendo dignidad para los pequeños aprendices. Aquella quietud no presagiaba nada bueno. Imaginamos que estaba próximo nuestro fin. Acurrucados, nos sumergimos en un sopor de nostalgia y dolor. Varios días después se abrió la puerta. Entró Don Bosco. Nos tomó del suelo con decisión. Un negro presagio arraigó en el interior de nues­ tro envejecido cuero. Nos dispusimos a abandonar este mundo con dignidad. Pero minutos después nos hallábamos sobre el banco de un taller de zapatero. Sonreímos. Tal vez hubiera remedio para nuestros mal­ trechos cuerpos. Las manos expertas del zapatero restañarían heridas y aliviarían el dolor de nuestros clavos, desmejorados por agudos ata­ ques de óxido. Pero la alegría se tomó temor. Quien iba a intentar remediar nues­ tros males no era un experto zapatero, sino un chaval de trece años que nunca había remendado un zapato.

Un escalofrío nos recorrió de la punta al tacón. La lezna, el martillo y la cuchilla podrían transformarse en crueles instrumentos de tortura. Y así fue... Sufrimos la lucha del chaval inexperto con las tenazas para extraer los clavos. Cada extracción, una herida. Cuando le vimos con la cuchi­ lla afilada entre sus manos, cerramos los ojos. El chico sonreía entu­ siasmado por el privilegio de arreglar los zapatos de Don Bosco. No­ sotros temblábamos aterrorizados. Por fin logró clavetear las nuevas medias suelas. Como sobraba cuero por los lados, enmendó los errores a golpe de cuchilla. Remató la faena con los hierros de pulir cantos. Cuando nos embadurnó con betún negro y nos cepilló, comprendi­ mos que había pasado lo peor. Ensayamos una sonrisa de brillo. Re­ gresamos a las calles de Turín. Nunca entenderemos el abrazo y las felicitaciones que nuestro due­ ño prodigó al chaval por la «chapuza» perpetrada sobre nosotros. Aun­ que no nos extrañó: Don Bosco siempre tenía para los jóvenes una mirada de afecto cargada de futuro. Nota: Don Bosco intuye prontamente la necesidad de talleres para los apren­ dices. (Memorias del Oratorio. Década tercera, nn. 8-9). En el año 1853 iniciará don sencillos talleres de zapatería y sastrería. Con ellos nace la Formación Profesional. Los zapateros se sitúan en un corredor de la casa Pinardi. Don Domingo Goffi será el primer maestro zapatero. (Memorias Biográficas. Tomo TV, pág. 504).

61. EL MANTEL DEL ALTAR

o recuerdo de donde sacó Mamá Margarita las telas que dieron forma a mi cuerpo. Tan solo resuena en mi interior el rumor im­ perceptible de su aguja mientras me bordaba. Cada hebra de color era como una oración. Luego flanqueó mi cuerpo con puntilla blanca; fino encaje para romper mi monotonía. Días después, planchado y almidonado, me hallaba sobre el altar. Cada día, a primera hora, Don Bosco celebraba la eucaristía sobre mí. Pasaron los meses y llegó el verano. El calor sofocante de aquel estío fue tomándose denso y amenazador. De pronto una terrible noticia co­ rrió cargada de amenazas: una epidemia de cólera se extendía por la ciudad de Turin. El calor agravaba la situación. Los ricos abandonaron la ciudad para refugiarse en sus lujosas villas de la montaña. Los pobres, impotentes y temerosos, se encerraron en sus casas carentes de higiene. Don Bosco reunió a sus muchachos en la iglesia para tranquilizar­ les ante los alarmantes rumores. Desde al altar, fui testigo de excepción de sus palabras. Pero la epidemia continuó extendiéndose. Los cadá­ veres se amontonaban en las calles sin que nada se pudiera hacer por detener la mortandad. Fue entonces cuando Don Bosco tomó una valiente decisión. Con­ vocó a los muchachos mayores: debían actuar en favor de quienes su­ frían el azote de la enfermedad que galopaba por las calles como un caballo desbocado. Los jóvenes acudieron a las casas pobres del barrio. Levantaban el ánimo decaído de los enfermos, animaban a las personas sanas, cura­ ban, rezaban, borraban el miedo... Mamá Margarita les proporcionaba alimentos, agua limpia, vendas y sábanas... Y los jóvenes de Don Bos­ co fueron luz que rasga la oscuridad; ayuda solidaria en medio del abandono. Una mañana ocurrió lo inevitable. Dos muchachos llegaron hasta Mamá Margarita pidiéndole sábanas y telas para hacer vendas. La preocupación se reflejó en el rostro de la buena mujer. ¡.Ya no quedaba

ni un pequeño pañuelo de tela blanca! Les miró con ojos abatidos. Ba­ jo los brazos impotentes. Se echó a llorar. Pero de pronto sus lágrimas se detuvieron. Se iluminaron sus ojos. Llegó hasta el altar de la iglesia. Me contempló por última vez. Me pi­ dió disculpas por lo que iba a hacer... y, sin pronunciar palabra, tiró de mí. Me entregó a los jóvenes que esperaban. Minutos después sentí cómo desgarraban mi cuerpo blanco e in­ maculado. Me convertí en finas vendas. Y, aunque parezca imposible, estando junto a los cuerpos enfermos, me sentí tan cerca del corazón del Dios de la Vida, que pude escuchar sus latidos. Nota: Año 1854. Una epidemia de cólera asóla la ciudad de Turín. Los chicos del Oratorio, con Don Bosco a la cabeza, atienden a los enfermos con gran entrega. Mamá Margarita les ofrece todo lo necesario. En un momento de necesidad, utilizará los manteles del altar para hacer vendas. (Memorias Biográficas. Tomo V, págs. 75-76).

62. LA DIADEMA

oy una diadema. Di mis primeros destellos en el taller de monsieur Montparfais, un orfebre francés que supo aunar sencillez y elegan­ cia: tres turquesas engarzadas sobre una cinta de plata. Me hubiera gustado ser una diadema de oro, tal como correspondía a la alta alcur­ nia de mi dueña: Julieta Colbert, marquesa de Barolo. Pero su auste­ ridad cristiana no le permitía tal ostentación.

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Colocada sobre su cabeza, fui testigo de sus obras. Creyente pro­ funda, no se contentó con levantar instituciones benéficas. Acudía per­ sonalmente a las cárceles de mujeres para instruirlas y ayudarles a poner en pie la dignidad caída. Cuidaba con ternura de las «magdalenitas»: muchachas en riesgo de caer en la prostitución. Abrió escuelas y hospitales. Fue luz para quienes sufrían la oscuridad de la exclusión. Conocí a Don Bosco durante la primera entrevista que mantuvo con mi dueña con él. La marquesa le contrató para dirigir el Pequeño Hos­ pital de Santa Filomena para niñas abandonadas. Deseaba lo mejor para sus muchachas. Don Bosco acudió a su nuevo trabajo... rodeado de niños de la ca­ lle. En él habían encontrado al padre que la orfandad les arrebató. A su lado recuperaban la justicia conculcada por patronos y capataces despiadados. Un día fui testigo del problema. La marquesa ordenó a Don Bosco que dejará a los muchachos. Le estaban agotando. Debía medir sus fuerzas. Dosificar la entrega. La respuesta de aquel cura, de escasa es­ tatura física y admirable fortaleza, fue rotunda: por nada del mundo abandonaría a sus chavales. La marquesa le amenazó con despedirle. Ante la disyuntiva, él dejó el trabajo. Meses después llegaron a oídos de la marquesa noticias sobre Don Bosco. Abandonado de todos, vagaba con sus chicos por el extrarradio de Turín. Decían que estaba loco porque jugaba y rezaba con ellos en los prados. Suplicaba a Dios una casa donde poder acogerlos y educarlos.

De pronto sentí cómo la marquesa me quitaba de su cabeza. Me extrañó el gesto. Yo era la diadema que le acompañaba siempre. Llamó a un criado. Le susurró palabras al oído. Me depositó en sus manos... Y ya nunca más volví a ver a la marquesa. El dinero obtenido por mi venta fue a parar a los muchachos de Don Bosco. Fue un duro golpe para mi orgullo de diadema. ¿Por qué me vendía si disponía de dinero abundante para socorrer a Don Bosco? Se debilitó el brillo de mi plata. Semanas después se me desveló el misterio. Fiel a sus principios, la marquesa había querido ayudar a Don Bosco con algo más que con dinero. Por eso hizo entrega de un trozo de su propia vida: su diadema. Me sentí halagada. Recuperé el brillo. Si os sirve la palabra de esta diadema, contad a todos la verdad: Julieta Colbert, marquesa de Barolo, nunca fue una arrogante aristó­ crata. Ayudó con humilde discreción a Don Bosco durante todos los días de su vida. Nota: Año 1844. Don Bosco comienza a trabajar en el Pequeño Hospital de Santa Filomena, obra de la marquesa de Barolo. Compagina esta tarea con el Oratorio. Dos años después, la marquesa le obliga a elegirentre su obra o los muchachos. Don Bosco elige seguir con el incipiente Oratorio. La mar­ quesa le ayudará siempre. (Memorias del Oratorio. Década segunda, n. 22).

63. LA PLUMILLA

unca hubiera imaginado que mi vida llegara a ser tan intensa. Me habían dicho que la existencia de las plumillas suele ser tranquila. Llegué al Oratorio de Valdocco guardada en un estuche de cartón. Jun­ to a mí se hallaba mi inseparable hermano: un palillero de madera de haya cuidadosamente barnizado. A nuestro lado, un tintero de cristal con tapa de cobre finamente labrada. Lo primero que llamó mi atención fue una multitud de niños y jó­ venes que jugaban, corrían y reían ocupando todos los rincones del patio. Respiré tranquila. Aquellos muchachos parecían más interesados en el juego que en escribir largos textos sobre sus cuadernos. Me ima­ giné en manos de alguno de ellos. Emplearía mi vida trazando redon­ das letras infantiles, garabateando palabras..., esbozando caligrafías deficientes. Pero nada fue como imaginé. Me depositaron sobre un escritorio. Escuchaba, lejanos, los gritos y las voces de los pequeños. Cayó la noche. El alboroto de los muchachos se fue apagando. Creció el silencio... Iba a entregarme al descanso, cuando llegó él. Con sorpresa descubrí que mi dueño no era un mucha­ cho, sino un sacerdote llamado Juan Bosco. Me sacó del estuche. Me ajustó al palillero. Llenó cuidadosamente el tintero. Alineó una hoja de papel sobre la mesa. Me sumergió en tinta negra. Comenzó a escribir... En aquel momento terminaron mis sueños de tranquilidad. Juan Bosco escribía rápido y con trazos apresurados. Ajeno a las normas más elementales de caligrafía, alteraba los renglones a su antojo. No respetaba los márgenes. Las frases surgían a borbotones. De tanto en tanto se detenía. Su mirada quedaba perdida durante unos segundos... y regresaba a la tarea con ímpetu renovado. A duras penas si podía se­ guir el ritmo frenético de aquel sacerdote escritor. Durante las mañanas, casi no podía moverme. Sentía pinchazos agudos en mis diminutos músculos de metal. Pero cuando me acos­ tumbré, todo fue distinto. Descubrí que estaba llamada a ser algo más que la plumilla de un escritorio.

Durante mi corta existencia he sido la prolongación de Don Bosco. Sentimientos e ideas se fraguaban en su corazón; llegaban a la mente; desde allí descendían hasta su mano... Y yo, una humilde plumilla, tenía el privilegio de darles forma y dibujarlas sobre el papel para que todos pudieran leerlas y sentirlas. Incluso llegué a pensar que mi cuerpo era como un pequeño arado que él dirigía con su mano. Cada línea de sus escritos era un surco pa­ ra sembrar palabras. Cada palabra, una semilla dispuesta a germinar para ofrecer una cosecha de bondad. Tras largos meses de intenso trabajo, se quebró mi cuerpo. Me tor­ né inservible. Pero siempre recordaré que fui la prolongación de Don Bosco; el dibujo de su alma sobre el papel. Nota: Don Bosco es denominado el «apóstol de la buena prensa» por su in­ cansable trabajo como escritor y por sus iniciativas editoriales. En 1853 emprendió la publicación periódica de las Lecturas Católicas, de gran re­ percusión pastoral y editorial. (Memorias del Oratorio. Década tercera, nn. 20-21).

64. EL SOBORNO

odos tenemos un precio. Y para demostrarlo, allí estábamos noso­ tros sobre la mesa del despacho de Don Bosco. Éramos cuatro bi­ lletes de mil francos cada uno. Sumábamos una elevada cantidad capaz de hacer frente a las facturas del Oratorio que se apilaban en el otro extremo de la mesa.

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Recién salidos de la fábrica de moneda y timbre, estrenábamos existencia. Conservábamos íntegra esa tesitura tan agradable al tacto que caracteriza a los billetes nuevos. Éramos promesa de futuras can­ tidades. Reclamo y cebo. Sentimos sobre nuestros cuerpos la mirada de Don Bosco. Aquellos ojos honestos nos provocaron una sensación desconocida. Hasta la fecha tan solo habíamos sentido miradas de codicia mezcladas con deseos de poseemos. Don Bosco escuchó a los circunspectos caballeros que, tras señalar los billetes, le hablaban con cortesía. Nuestra presencia tenía una con­ trapartida: dejar de publicar las Lecturas Católicas: sencillos libros de cultura religiosa y popular que el sacerdote de los jóvenes había lanza­ do al mercado editorial desde el taller de imprenta del Oratorio. Los señores esgrimieron falaces argumentos. Comenzaron por el ha­ lago intelectual: «Las Lecturas Católicas no están a la altura de una men­ te preclara como la suya. Son folletos de gran tirada popular pero de es­ casa calidad. Dirija sus esfuerzos hacia obras emditas... Aquí tiene cuatro mil francos. Serán de gran utilidad para la Obra del Oratorio que la Pro­ videncia le ha encomendado. Son el anticipo de futuros "donativos”». Don Bosco respondió con tanta firmeza a las insidias, que los bille­ tes dudamos de nuestro valor. Los cuatro mil francos asistíamos mudos y expectantes al diálogo. Cuando Don Bosco nos arrastró hacia los doctos caballeros, supimos que se avecinaba la tormenta. Y así fue. Los hombres se despojaron de su disfraz de amabilidad. La persuasión se tomó amenaza: «Don Bos­ co, hace mal en despreciar este dinero. Está exponiendo a su Obra a

ciertos peligros...». Don Bosco se mantuvo inflexible. Proclamó su dignidad de sacerdote y su vocación de escritor católico comprometi­ do con la buena prensa. Los caballeros se transformaron en truhanes mañosos. De las ame­ nazas al Oratorio pasaron a la coacción personal: «Quién sabe qué le puede ocurrir a usted... Si sale de casa, ¿está seguro de poder regresar?». Viendo el cariz del asunto, Don Bosco se levantó. Abrió la puerta. Llamó a varios jóvenes del Oratorio. Fuertes y valientes, entraron. Sin perder la sonrisa, les sugirió: «Por favor, acompañad a estos señores. No conocen la salida». Varios días después los cuatro billetes de mil francos nos hallába­ mos nuevamente en una caja fuerte. Comentábamos la lección apren­ dida de Don Bosco: hay personas íntegras que no tienen precio. Des­ conocedores de nuestro futuro, añorábamos habernos quedado en el Oratorio. Nos hubiera gustado ayudar a aquel hombre honesto a pagar las facturas que, desde el otro extremo, no habían cesado de hacemos guiños mientras estuvimos sobre la mesa. Nota: Año 1854. Don Bosco inicia con éxito la publicación de las Lecturas Católicas. Los protestantes intentan desacreditarlas. Al no conseguirlo recurren al soborno y alas amenazas. Don Bosco se mantuvo firme. (Me­ morias del Oratorio. Década tercera, n. 21).

65. «EL CORAZÓN DE ORO»

ras mi rebuscado y romántico nombre tan solo se escondía una oscura taberna; guarida de hombres de mirada torva y mujeres de posturas descaradas. Todo mi mobiliario se reducía a unas cuantas mesas desvencijadas.

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En mi interior se agazapaba lo peor de la contornada. Mis descon­ chadas paredes albergaban a los maestros del engaño. Los ladrones del barrio se repartían cada noche, sobre la áspera espalda de mis me­ sas, el dinero robado a la gente de bien. Cuando rodaba el vino fuerte de Asti, las voces se convertían en gri­ tos y las discusiones, en peleas. De tanto en tanto, el filo de las navajas hacía un guiño a la luz del quinqué. Recuerdo aquella noche de invierno. Todo estaba preparado para romper las esperanzas de un cura joven que, unas calles más abajo, enseñaba a los muchachos pobres el camino del bien y la honradez. Aquellos maleantes, hartos de que los jóvenes eligieran crecer a la som­ bra fresca y limpia de Don Bosco, decidieron talar el árbol en su raíz. Todavía me parece estar viendo cómo prepararon vino envenenado en una botella marcada. Luego urdieron el engaño para atraer a la víc­ tima: llamarían a Don Bosco para confesar a un falso moribundo... Cuando llegara, le obligarían a beber el vino envenado. Algunos mar­ charon en busca de la víctima. Cuando comprendí sus siniestras intenciones, algo se rebeló en mí. Mis paredes estaban hartas de la maldad que se urdía en mi interior durante noches interminables sin amanecer. Yo sentía admiración por los muchachos trabajadores que habían elegido la luz del afecto y la honradez de Don Bosco. Llegó Don Bosco. Antes de la falsa confesión, le invitaron a beber vino de Asti. Don Bosco rehusó. Insistieron. Primero con palabras fuer­ tes, luego con gestos agresivos. Mis paredes agrietadas deseaban avi­ sarle del peligro. Pero, a medida que transcurrían los minutos, la ren­ dición estaba más cerca.

Un hombre torvo y malencarado tomó la botella de vino envenena­ do. Llenó un vaso... sin ningún disimulo. La invitación se tomó ame­ naza. Don Bosco cogió el vaso. Lo levantó. Se lo acercó a los labios. Mi corazón se detuvo. Cerré los ojos ante lo inevitable... Cuando los abrí, ellos irrumpían por mi puerta. Se hizo un silencio denso que los seis jóvenes del Oratorio recién llegados, rompieron con una pregunta: «Don Bosco, ¿algún problema?». Vi el vaso de vino en­ venenado intacto sobre una de mis mesas. Mi corazón de taberna re­ cuperó su ritmo. Salieron por la puerta sonrientes y acompañando a Don Bosco. Sentí ganas de marchar con ellos. Aunque soy una oscura taberna, siempre deseé hacer honor a mi nombre: «El Corazón de Oro». Estoy segura de que junto a Don Bosco mi sueño se hubiera hecho realidad. Nota: No lejos del Oratorio había una taberna frecuentada por gentes de mal vivir. Algunos de sus ruines personajes quisieron deshacerse de Don Bosco. Le tendieron multitud de trampas y engaños. Pusieron en peligro su vida. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 22).

66. EL PLANO

oy un sencillo plano. Nací en las oficinas de don Juvenal Delponte, prestigioso arquitecto de la ciudad de Turín. Sobre mi cuerpo de «papel vegetal» se distinguía nítida la silueta de una pequeña edifica­ ción trazada con líneas de tinta china.

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El sentimiento de orgullo que me invadió cuando abrí los ojos a la luz, duró muy poco. Con amargura distinguí otros planos complejos y perfectos; diseños de edificaciones señoriales. Vi casas que eran pala­ cios para albergar a la flor y nata de la aristocracia turinesa. Pude ob­ servar planos de edificios públicos encargados por el gobierno para ofrecer servicios a los ciudadanos. Rojo de vergüenza, tomé conciencia de mi simplicidad. Don Juvenal Delponte, arquitecto principal de la oficina, ni siquie­ ra me miró. Encargó a un subordinado suyo que me llevara a una di­ rección situada en las afueras de la ciudad. Un oficial de segunda enrolló mi cuerpo y me colocó en el interior de un tubo de cartón. La oscuridad de aquel incómodo reducto agravó mi sensación de pequeñez. Horas después me desplegaban sobre una mesa de madera. Sentí cómo la piel áspera de aquella mesa rozaba mi fino cuerpo de papel. Temí que alguna mancha de grasa o aceite afeara para siempre mi cutis. Hice un esfuerzo por serenarme. Intenté aceptar mi destino sumido en una honda pena. Estaba a punto de echarme a llorar, cuando mi mirada se cruzó con la suya. Nunca me había mirado nadie con tanto interés y afecto. Tuve una extraña sensación. Noté que no me miraba a mí, sino «a través de mí». Era como si los ojos de aquel cura joven adivinaran cientos de edificios encerrados en la simplicidad de mis trazos... A pesar de ser un pobre plano, me sentí el heredero de una promesa de futuro. Por un momento me olvide del pesar que me oprimía. Mis trazos se ensancharon.

Pero lo mejor estaba aún por venir. Tras comentar algún detalle con el oficial de segunda, el cura llamó a varios de sus muchachos. Eran chicos trabajadores cargados de una alegre seriedad. Me rodearon. Sentí la caricia de sus ojos jóvenes. Me miraban como si mis modestas líneas configuraran el boceto del mejor de los palacios. Meses después las sencillas delineaciones de mi cuerpo se hicieron realidad. De mis líneas surgieron: tres aulas, un lavadero y una leñera... Poca cosa, ¿verdad? Pero me cabe el honor de haber albergado sobre mi piel de papel los primeros trazos del sueño de Don Bosco: una casa para la acogida y la esperanza de todos los jóvenes del mundo. Nota: El Oratorio experimentó constantes ampliaciones. (Memorias del Ora­ torio. Década tercera, n. 18). Tras la guerra acaecida en el verano de 1859, aumentan los muchachos huérfanos que llaman a la puerta del Oratorio. Don Bosco contrata al arquitecto Juvenal Delponte para ampliar los loca­ les y poder acoger a todos. (Memorias Biográficas. Tomo VI, pág. 208).

67. LA LUPA

currió poco a poco. Don Boscó comenzó por abrir y cerrar los párpados con excesiva frecuencia. Posteriormente entornaba los ojos y pasaba sobre ellos, con gesto maquinal, el dedo índice y pulgar.

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Un buen día descubrió que con el ojo derecho apenas si distinguía las letras que escribía con trazo rápido y nervioso. A grandes males, grandes remedios: aumentó el tamaño de su letra. Pero los rasgos se tomaron cada día más borrosos e inseguros... El secreto que intentaba ocultar corrió de boca en boca. Y así fue como obligaron a Don Bosco a acudir al oculista, al doctor Reimon. El diagnóstico fue contundente: el ojo derecho está seriamente dañado y el izquierdo comienza a acusar la fatiga de tantas noches de trabajo bajo la mortecina luz de una lámpara de petróleo. El remedio: prohi­ bición de leer y escribir tras la puesta del sol. Las ilusiones de Don Bosco se vinieron abajo. Él siempre había considerado que escribir era uno de los mejores medios para hacer el bien. No en vano, Dios, en su infinita sabiduría, había elegido el libro de la Biblia para comunicamos su Palabra. ¿Qué hacer? ¡Le quedaban tantas cosas por escribir! Yo dormitaba en el escaparate de una óptica de Turín. Cuando Don Bosco reparó en mí, noté que su mirada recobraba el brillo perdido hacía meses. Yo era una lupa grande. Mi cuerpo de cristal estaba rodeado por un elegante marco de madera del que sobresalía el mango. Colocada a escasos centímetros del papel, era capaz de obrar el milagro de hacer grande lo pequeño. Me compró inmediatamente. Me guardó en el bolsillo de su sotana. Subió alborozado las escaleras de la habitación. Cerró la puerta. Tomó un libro de la estantería. Abrió una página al azar. Me colocó sobre las letras... Y el milagro volvió a producirse. Conseguí devolver a aquellos ojos cansados el gozo de la luz.

Desde aquel momento fui elemento inseparable en escritorio y en sus viajes. Gracias a mí Don Bosco pudo leer hasta el final de sus días. A veces, mirándome con agradecimiento, recordaba con nostalgia las primeras páginas escritas para aquella Historia Sagrada o para el Sistema Métrico Decimal... que con tanto interés y afecto había redac­ tado para los chicos del Oratorio. A lo largo de diez años colaboré estrechamente con Don Bosco pa­ ra que pudiera escribir aquellos libros que ayudaban a formarse a sus chicos. Compartíamos un mismo secreto: ambos éramos capaces de ayudar a crecer; de hacer grande lo pequeño. Nota: Año 1878. Don Bosco tiene 63 años. Advierte una fuerte pérdida de vi­ sión en su ojo derecho. El oculista Reimon certifica el grave deterioro de ambos ojos tras tantas noches escribiendo a la luz de una lámpara. Du­ rante sus últimos años, Don Bosco se ayudará de una lupa para leer. (Me­ morias Biográficas. Tomo XIII, pág. 650).

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e tenido el honor de ser el breviario de Don Bosco durante largos años.

Los breviarios somos esos libros de hojas de papel fino repletas de salmos, lecturas de la Palabra de Dios, himnos y plegarias... Nuestras tapas son negras, tal como corresponde al grave menester al que esta­ mos destinados: ayudar a rezar a los sacerdotes. He acompañado siempre a Don Bosco. Comencé a formar parte de su vida el mismo día que fue ordenado sacerdote. Nada ha sido como imaginé. Este hombre de Dios me ha sorprendido a cada paso. Me habían dicho que me tomarían unas manos finas y delicadas, como corresponde a las manos de los eclesiásticos dedicados a la litur­ gia, los rezos y el estudio. Cuando me vi entre unos dedos encallecidos y curtidos por el trabajo, temí haberme equivocado de dueño. Pero no. Aquel sacerdote se ganaba la vida con esfuerzo. Estaba rodeado de ni­ ños trabajadores. Trabajaba a tiempo pleno para ofrecer pan, vestido y cobijo a cientos de pequeños... A fuerza de escucharle decir que el trabajo es oración, consideré un privilegio sentir la piel rugosa de sus dedos sobre mí. Me habían dicho que llevaría una vida sosegada. Me prometieron la paz del templo. Me auguraron prolongados descansos sobre recli­ natorios barnizados con el esmalte rancio del pasado. Pero mi vida fue un constante ir y venir. Pasé años hallando mi mejor acomodo en los ribazos de las praderas del extrarradio de Turín. Acompañé a Don Bos­ co en su caminar de prado en prado. Me acostumbré a la intemperie. Aquel Buen Pastor de los jóvenes no tenía un techo donde resguardar los suyos. Cuando el incipiente Oratorio recaló entre las tumbas del cemen­ terio «San Pedro Encadenado», le preparé diligentemente el oficio de difuntos..., pero Don Bosco y sus muchachos hicieron de aquel cam­ posanto un lugar de vida. Yo me sumé a su alegría resucitada.

Aprendí nuevos salmos urbanos sobre la tosca madera de los pupi­ tres de las escuelas nocturnas. El esfuerzo de aquellos jóvenes por ad­ quirir cultura fueron plegarias en los labios de Don Bosco. Me habían dicho que tendría la vida asegurada. Pero muchas no­ ches mis únicas oraciones fueron las súplicas de Don Bosco que cla­ maba en soledad: «¡La panadería ya no nos fía el pan! ¿Con qué ali­ mentaré mañana a mis pequeños? ¡Señor, danos el pan de cada día!». Mi estructura de maitines, laudes y vísperas se vio desbordada. Él hizo de su vida una oración continua. Transcurrieron los años. Los ojos de Don Bosco se debilitaron. Du­ rante meses enteros, sus pupilas agotadas recorrían mis líneas ayudadas por una lupa. Cuando el Santo Padre le dispensó de leer el breviario, sentí temor ante la posibilidad de ir a parar a manos de otro sacerdote. ¿Cómo me acostumbraría a la rutina de los rezos y a las plegarias encorsetadas en horarios fijos? Tras largos años acompañando a Don Bosco, yo había aprendido también a hacer de mi vida, una oración. Nota: A causa de las dolencias que sufría en los ojos, el papa Pío IX dispensó a Don Bosco de la obligación de rezar el breviario. No obstante, al ama­ necer de cada mañana, permanecía largo tiempo en oración. Siempre subrayó la importancia de la oración. (Memorias Biográficas. Tomo V, pág. 628 y tomo XI, pág. 251).

69. LA PRIMERA PIEDRA

i vida de piedra destinada a la construcción se inició en una can­ tera situada en la falda de los Alpes. El cantero que me desbas­ taba me contempló con tanta satisfacción, que enseguida supe que estaba llamada a ser algo importante.

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El chirrido de la carreta que me transportaba fue la única nana que escuché durante mis primeros días. Me descargaron en un descampa­ do del extrarradio de Turín. Procuré que ningún golpe estropeara la perfección de mis aristas. De pronto, todo cambió. Maldije mi suerte al contemplar el deso­ lado paisaje del suburbio en el que me depositaban. Ausencia de edi­ ficios señoriales. Desolación arquitectónica. La única edificación era un modesto albergue. Durante los días siguientes, nuevas decepciones. Más de un cente­ nar de muchachos, enardecidos por mil juegos, se encaraban sobre mí. Saltaban. Gritaban. Durante varios días sufrí las penalidades que me infringía aquella grey formada por chavales alegres y bullangueros. Por fin, un arquitecto. Le acompañaba un sacerdote joven al que llamaban Don Bosco. Se acercaron. Admiraron mi perfecto acabado. Me eligieron para ser la primera piedra de un sencillo templo. El arquitecto, contemplándome, imaginaba el templo entero: los cimientos como raíces, el campanario acariciando el cielo. Para Don Bosco yo era la diminuta semilla del Evangelio llamada a convertirse en un gran árbol capaz de acoger a todos sus muchachos. Días después se reunió mucha gente en tomo a mí. Las blusas obre­ ras de los chicos de Don Bosco estaban limpias. Hacían juego con sus cabellos repeinados. Era fiesta grande. Derramaron agua bendita sobre mí. Le recibí como lluvia fina; pro­ mesa de cosecha abundante. Luego, un sacerdote tomó la palabra. Cuan­ do dijo que yo —la primera piedra de aquel templo— simbolizaba a

Jesucristo, mis moléculas se echaron a temblar. Aquel honor excedía a mis pretensiones. Quise negarme. Declinar el compromiso... Pero los lamentos de las piedras no son percibidos por los oídos humanos. Cuan­ do todos marcharon, quedé sola y abrumada por la responsabilidad. Descendieron las oscuras horas de la noche. Las palabras dichas sobre mi misión resonaban en mi interior. De pronto percibí un rumor de pasos. Alguien se detuvo a mi lado. Era Don Bosco. Me contempló con el futuro reflejado en sus pupilas. Desde mi silencio de piedra, le conté mis temores. Le confesé que, a pesar de la perfección de mis aristas, yo era una simple piedra. Tras un breve silencio, me respondió: «Si tu responsabilidad es grande, la mía también. He de levantar sobre ti una iglesia, pero no tengo ni una lira...». Me sonrió con complicidad. Mientras se alejaba en la noche, le oí exclamar: «¡Dios proveerá!». Y así fue. Dios nos ayudó. Ha transcurrido más de siglo y medio. Cada día, cientos de perso­ nas pisan las losas de aquel templo. Pero nadie se fija en mí. Estoy en­ terrada en los cimientos. Pero desde mi silencio de piedra, me siento heredera del sueño de Don Bosco. Por él yo fui semilla y anhelo; hogar y oración joven; árbol y templo. Nota: Año 1851. El cobertizo Pinardi ha quedado pequeño para tantos mu­ chachos. Don Bosco bendice la primera piedra de la iglesia de San Francis­ co de Sales; la iglesia del Oratorio. Actualmente se conserva en uso tal como la construyera Don Bosco. (Memorias del Oratorio. Década tercera, n. 16).

70. EL BASTÓN

ací en una lujosa tienda de Turín. Crecí rodeado de orgullosos bastones que se afanaban por mostrar su esbelto cuerpo de ma­ deras exóticas. Sus puños de plata, labrados por orfebres, hacían gui­ ños a la codicia de los transeúntes. Todos mis hermanos aspiraban a convertirse en signo de distinción para los proceres turineses. A mí me relegaron al rincón más oscuro de la tienda. El barniz que cubría mi cuerpo, a duras penas disimulaba mi modesta condición. Soportaba mi triste destino. Pero mi pobre existencia cambió una mañana de invierno. Dos jó­ venes aprendices franquearon la puerta. Sus raídas blusas de obrero contrastaban con el boato de la tienda. El dependiente les conminó con duras palabras a abandonar el establecimiento. Ellos insistieron educadamente: deseaban comprar un bastón para un sacerdote llama­ do Don Bosco. El empleado accedió a regañadientes. Las escasas monedas de los chicos tan solo alcanzaron para com­ prarme a mí; el bastón más humilde. Minutos después, envuelto en fino papel de seda, abandonaba el comercio. Con ellos experimenté una nue­ va sensación: mi cuerpo bailaba entre las manos de mis nuevos dueños. Mi mal humor crónico contrastaba con la alegría desbordante de aque­ llos aprendices. Sonreían. Hablaban con entusiasmo. Acariciaban mi cuerpo de tosca madera como si yo fuera el más preciado de los tesoros. Días después abrí los ojos a la luz. Me hallaba en una amplia estan­ cia repleta de niños y jóvenes. Una banda de música, formada por mu­ chachos, llenaba el ambiente con ritmo de fiesta. Los disfraces de los actores ponían colorido al escenario. Voces de niños trazaban melodías. Cada aplauso era un latido común y compartido. De pronto se hizo el silencio. Los dos aprendices requirieron la pre­ sencia de Don Bosco sobre el escenario. Me llené de satisfacción al convertirme en regalo para aquel buen sacerdote. Don Bosco me acep­ tó con sonrisa cargada de afecto. Cuando me tomó entre sus manos, sonó un aplauso fuerte y cerrado. En aquel momento presentí que nuestras vidas permanecerían unidas para siempre. •

De esta historia ha pasado más de siglo y medio. Actualmente per­ manezco en un rincón del museo de Don Bosco. Casi nadie se fija en mí. Pero me cabe el honor de haber compartido con Don Bosco todo el peso de la vida. Cuando él se apoyaba sobre mi delgado cuerpo de madera, también a mí me pesaba la soledad de los pequeños huérfanos del Oratorio. Cuando al final de la jomada descansaba sus manos sobre mí, yo com­ partía su cansancio de buen samaritano dedicado a curar las heridas que la vida había dejado en sus muchachos. Me esforcé por ser el apoyo de sus pies de Buen Pastor, pies hin­ chados tras jomadas agotadoras recorriendo las calles en búsqueda de oportunidades para los chicos pobres. Me esforcé para ayudarle a sobrellevar la desazón que le producía ver a jóvenes encarcelados, muchachos llenos de vida sin más horizon­ te que los barrotes de las celdas... ¡Cuántas veces temí que mi delgado cuerpo de bastón se quebrara ante tanto esfuerzo! Pero resistí hasta el final. Compartí con Don Bos­ co el peso de la vida. Le ayudé a caminar en silencio... hasta que Dios fue su apoyo definitivo y para siempre. Nota: Año 1884. Don Bosco, ya anciano y agotado de tanto trabajo en bien de los jóvenes, se apoya en un sencillo bastón al desplazarse. Así mitiga así las dificultades que le provocan sus piernas hinchadas. (Memorias Biográfi­ cas. Tomo XVII, pág. 192).

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