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Jarabe para poetas EMEEQUIS | 22 de febrero de 2016 (& un libro Súper!Especial) 52 Les dicen Los Dextro y son apen

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Jarabe

para poetas

EMEEQUIS | 22 de febrero de 2016

(& un libro Súper!Especial)

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Les dicen Los Dextro y son apenas un pequeño grupo dentro de una vasta multitud de jóvenes que han hecho de la poesía un arma vital. Parece inaudito. Que la poesía tenga un impacto tan alto en una generación nacida en el reino del tedio y el desempleo, donde la vida se siente a través de likes y retuits, no es cualquier cosa. Sin embargo, es cierto: cientos de jóvenes han decidido forjar sus propias reglas y, contra todo pronóstico, escribir poesía. Publican como pueden, donde sea, en editoriales independientes o electrónicas, y en fanzines hechos por ellos mismos, de espaldas al mundo, arriesgándolo todo si es necesario. Por Carlos Acuña • @esecarlo Ilustraciones: Carmen M. Mota • articuloscarmen.tumbrl.com

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Y, como ha sido usual en las artes, algunos experimentan con drogas. Por ejemplo, el dextrometorfano —ese opiáceo sintético, componente esencial del jarabe para la tos— se ha convertido en uno de sus signos de identidad; también, en una herramienta de exploración. Por eso no es raro verlos empujarse un frasquito tras otro: las disociaciones que provoca esa sustancia viscosa los lleva a sentir cómo el alma se despega de su cuerpo, cómo la conciencia se vuelve ajena. En sus textos, mientas tanto, retratan la nostalgia por la infancia, el ritmo acelerado de los nuevos tiempos, la cultura pop cada día más extraña, el lenguaje cada vez más intoxicado. Al final, de eso se trata: del lenguaje, de la poesía. Así beban dextro o cualquier otra sustancia.

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Genkidama Ñu es la santa virgen del dextrometorfano. Eso dice Martín Rangel después de poner en manos del periodista unos 12 libros de poetas jóvenes mexicanos y dos pastillas de pregabalina: Genkidama Ñu es la santa virgen del jarabe para la tos, shiavo.

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n el principio fue el rumor: les dicen Los Dextro, güey, son un grupo de poetas, todos muy chavos, que se ponen bien locos con jarabe para la tos. Ahora, un tipo de mirada flemática habla con el periodista sin mirarlo a los ojos. Hay algo de infantil en él, en su ternura maniaca, en el mismo nombre que eligió portar como bandera: Genkidama Ñu es este pálido Peter Pan de tenis rotos y mejillas marcadas por la varicela. Esta voz de jeroglíficos: —Según yo, el dextro es una droga bien de ciudad, así, bien de chicos de ciudad —Genkidama Ñu habla mientras sorbe jugo de uva de un envase tetrapack. El cabello cae lacio y castaño sobre su frente—. Es muy sintético pero sus efectos son súper espirituales; si lo pruebas en un estado solitario sientes cómo a tu alma, así, a tu conciencia, la atraviesa un prisma. La primera vez que lo pruebas vomitas porque el cuerpo rechaza la sustancia; también porque el dextro, el dextro es un disociativo: sientes que el alma se despega de tu cuerpo. Después entras en un prisma, sí, en un prisma, y entonces todo se vuelve oscuro-oscuro, y no piensas en nada. Es como caer; es como, como si te echaran cobijas, así, cobijas de muchos colores y líneas; según yo, puedes hasta adivinar el sentido y la forma de la muerte. Según yo, la muerte es como estar en dextro. Su voz es intermitente, así, una onda de radio llena de interferencias. Quizá sea el invierno que lo hace tiritar y

sorberse cada tanto la nariz. Sin mirarlo a los ojos, Genkidama Ñu abre su mochila y le muestra al periodista su último poemario, Súper!Especial. Señala con su dedo la ilustración de la portada: se trata de un frasco de jarabe para la tos, un frasco de jarabe para la tos en alto contraste sobre un fondo rosa casi fluorescente, un frasco de jarabe para la tos llamado dextrometorfano. —De alguna manera, todas las drogas están conectadas con el arte; no directa ni específicamente, simplemente a algunos nos gusta consumir ciertas sustancias —al fondo suena una canción de Joy Division; Genkidama comienza seguir el ritmo con la cabeza sin dejar de hablar y sin levantarse del piso y sin mirar nunca al periodista—. A mí lo que me gusta es el dextro. Y me gusta porque es una droga urbana pero muy espiritual, porque es una droga para chavos de clase media que no pueden pagar por cocaína o por un ácido, pero pueden pagar 15 o 20 pesos en la farmacia; porque es completamente, completamente legal y te lo puedes beber, así, enfrente de un policía —Genkidama remueve el cabello de su frente y, mientras se relame los labios, admite—: lo único malo es el sabor, el sabor es horrible-horrible.

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ún vivía en Culiacán, tenía 18 años y estaba loco. Augusto Sonrics lo ha contado varias veces porque todavía le parece asombroso. El dextrometorfano tiene un efecto similar a la ketamina: mientras tu cuerpo se queda quieto, tu conciencia flota lejos, a la deriva; la difenhedramina, en cambio, es un delirante: tus alucinaciones cobran más peso que la realidad: la sustituyen. Y lo que Augusto Sonrics bebía en Culiacán era Benadrex: un jarabe para la tos que contiene difenhedramina y dextrometorfano por partes iguales: una bomba.

—La primera vez que lo probé me dio algo bien raro: el dextro provoca este viaje medio místico, pues, como de viajes astrales; pero con la difen es distinto. Me acuerdo muy bien: cerré los ojos, los abrí: ahí estaba: en un restaurante como asiático, lavando platos: un rollo muy extraño. Existencias paralelas, pues, no sé cómo llamarlo. Augusto Sonrics comenzó a escribir poemas hace 10 años. Hoy tiene 23, estudia lingüística en la UNAM y, aunque es conocido sobre todo por su trabajo poético, él se define como un artista multidisciplinario. Le cuenta al periodista que, desde hace un par de años, toma medicamentos antisicóticos por prescripción médica: seroquel, principalmente, una pastilla que le ayuda a ordenar su desordenada mente; elimina sus deseos de gritar o correr sin motivo. El tiempo le ha enseñado a beber alcohol o consumir cualquier sustancia sólo después de varios días de no tomar el medicamento: conoce bien las consecuencias de mezclar varios efectos y no lo recomienda. Las drogas, principalmente las de farmacia, ocupan un espacio importante en su trabajo. En Seroquel Dreams,  que además de libro es una compilación de canciones, Sonrics escribe: “mira ven siéntate conmigo mira este libro es el nuevo libro es nuevo contiene además de vitaminas y minerales cantidades generosas de lorazepam diazepeam alprazolam clonazepam quetiapina sertralina codeína morfina dextrometorfano difenhedramina tramadol vitamina a pregabalina entre otras cosas”. —Sí, pues —afirma Sonrics con una sonrisa que le afila aún más la cara—. Yo vinculo mucho el dextro y el consumo de sustancias a lo que escribo: la exaltación de los sentidos, la aparición de pensamientos inusuales. No es nada nuevo, pienso en los escritores del XIX que consumían todo tipo de cosas: opio, absenta y eso. A veces los poetas son los únicos que pueden comunicar estas experiencias poco comunes. Su labor es ésa, pues: testificar.

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[ súper especial/ sería el MISMO-LIBRO pero inyectado de drogas/ & marica/ & la portada sería color rosa neón/ se lo dedicaría a todos mis amigos/ & a mis amantes/ & a mis mascotas de peluche & a tao lín sobretodo/ (nunca lo he leído  pero quiero chupársela)/ estaría drogado escribiendo/ de principio a fin/ (sin detenerme)/ con mucho amor & caspa/ orinándome en los pantalones/ & sin equivocarme/ lo abandonaría de pronto/ & me cogería al perro de mi vecinos/ que me habla en sueños ]

una ligera somnolencia. En dosis mayores, libera una descarga de serotonina y dopamina que provoca alucinaciones y la sensación espiritual descrita por sus consumidores.

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s tan insignificante como molesta. Pocas cosas, muy pocas, odiamos tanto como ese carraspeo continuo que interrumpe, procazmente, nuestras palabras: la tos, la tos. Durante un tiempo la codeína fue uno de los mejores remedios contra ella. La codeína, un derivado del opio, el hermano menor de la morfina. En su célebre novela En el camino, Jack Kerouac narra cómo William Burroughs cocinaba jarabe para la tos hasta convertirlo en una masa negra que después fumaba. El mismo Burroughs habla en muchos de sus escritos sobre el jarabe como único remedio ante el síndrome de abstinencia: “...así que aquí estamos en esta ciudad sin caballo aguantando a base de jarabe para la tos. Y vomitar el jarabe y viajar y viajar, el frío viento de primavera silba por las rendijas de este cacharro, ese frío que siempre se te mete dentro cuando no hay droga”. El abuso a lo largo de los años —algunos raperos lo adoptaron como estandarte— provocó la prohibición de venta de jarabe con base en codeína. Para entonces, las farmacéuticas tenían ya varios sustitutos. El bromhidrato de dextrometorfano, por ejemplo, un opioide completamente sintético que, desde los años cincuenta, fue aprobado por la Administración de Alimentos y Drogas de Estados Unidos como un medicamento seguro y eficaz para limpiar las gargantas de los quejosos. En bajas dosis, los efectos secundarios del dextrometorfano, o DXM, no rebasan una ligera somnolencia. Es normal. En el estudio Mechanism of action of dextromethorphan/quinidine: comparison with ketamine, firmado por el neurólogo y farmacobiólogo Stephen M. Standhal, se explica que el dextro bloquea los receptores de glutamato, uno de los principales neurotransmisores del cerebro. En dosis mayores, sin embargo, el dextro obliga al cerebro a liberar una descarga de serotonina y dopamina en la corteza prefrontal, lo cual sobreestimula a las neuronas. La ausencia de glutamato, sumada a la excitación nerviosa causada por la serotonina y la dopamina liberada, es lo que provoca, además de alucinaciones, la sensación disociativa y espiritual descrita por los consumidores regulares de dextro. Espoleada y sin un asidero firme, la conciencia fabrica un limbo desconocido y se aleja de su dueño.

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o puede evitar sentir simpatía. El rosa estridente del papel, su manufactura estrictamente casera, los links a videos de YouTube en las primeras páginas. Cada poema de Súper!Especial, el más reciente libro de Genkidama Ñu, parece burlarse del lector, de su autor, de sí mismo:

En bajas dosis, el efecto del dextro no rebasa

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i rastro de Genkidama Ñu. Son las 12 del día sobre la fosa 115 del Panteón Francés. Como cada enero, los familiares y amigos de Mario Santiago Papasquiaro —el poeta infrarrealista en el cual Roberto Bolaño se inspiró para escribir Los detectives salvajes— lanzaron una convocatoria para celebrar, al pie de su tumba, el décimo octavo aniversario luctuoso. Genkidama Ñu citó al periodista aquí pero, excepto por una pareja de veinteañeros que leen con timidez un cuento de ciencia ficción, el lugar está desierto. El periodista espera más de una hora. Nadie llega. Dentro del altar de la cripta, junto al corazón abierto de un Cristo y detrás de un cristal ahumado, Mario Santiago mira al vacío desde una fotografía amarillenta; lo acompaña su Canción implacable impresa en una hoja bond ya roída por las cochinillas: “Me cago en Dios & en todos sus muertos”. El periodista no puede evitar pensar que esto es lo que les espera a todos los poetas: la intemperie, el olvido. A punto de irse, lo sorprende una pequeña comitiva. Son 15 personas que empujan la silla de ruedas de un hombre al que le falta la pierna izquierda: es Héctor Zendejas, el hermano de Mario Santiago, quien, casi de inmediato, comienza a leer poemas inéditos de su carnal muerto. Uno a uno, los presentes toman la palabra. Los más viejos recitan con ese tono burocrático y solemne; los más jóvenes, en cambio, leen los versos de Papasquiaro como si todo esto fuera un juego y un chiste y una fiesta y miran con estupor los aviones que cruzan el cielo blanco. Genkidama Ñu no llega nunca a la cita. El periodista intuye que su ausencia es un mensaje: una manera de decirle que hay algo más importante que el maldito jarabe para la tos por el que no deja de preguntarle.

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axkin Melchy Ramos. Tal vez fue Luis Felipe Fabre el primero en llamar la atención —desde un círculo literario acreditado— sobre ese nombre y su dueño: un muchacho pequeño, de 23 años, rostro andrógino y pinta de extraterreste, que en ese entonces estaba a punto de ganar el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino por su libro Poemas que vi por un telescopio. En aquellos días, principios de 2009, Yaxkin era parte de un grupo de poetas conocidos como Los devras: Eliud Delgado, Daniel Malpica, Aurelio Meza, Yaxkin, entre otros. “...Los devras andan en eso —escribió Fabre en Letras Libres—. Construyendo una retórica juvenil (con los lugares comunes que ésta conlleva pero también con sus hallazgos) que oscila entre la esperanza y la nostalgia (ah, y también hacen esténciles poéticos), cosa que por otra parte me parece de lo más saludable en un contexto literario donde, salvo excepciones, los poemas suelen parecer escritos por viejitos franceses.

Uno de sus mejores frutos es El nuevo mundo de Yaxkin Melchy (quien, junto con Iván Ortega López, me parece de los poetas jóvenes más interesantes)”. Siete años han pasado. Yaxkin Melchy ya no es la joven promesa que llamaba la atención de algunos, sino un tipo que se ha ganado el respeto de numerosos poetas dentro y fuera del país. Fue también uno de los fundadores de la Red de los Poetas Salvajes, un proyecto que aprovechó los vínculos de internet y sus redes para aglutinar a cientos de poetas de toda América Latina y buscar una ebullición en el cada vez más flácido horizonte de la poesía. Luna Miguel, poeta y editora de la revista Playground, escribe desde España: “Algo está pasando en México: una especie de torbellino literario generacional en el que el poeta es el nuevo rockero, o el nuevo rapero, o la nueva estrella de cine que brilla así en el cielo como en la tierra. Si el mundo fuera equiparable a la anatomía humana, no cabría duda de que en la actualidad este país latinoamericano es el órgano que todo lo bombea, el que todo lo centraliza, el que puede levantar un estandarte y autoproclamarse, sin reparos, el corazón de la poesía del presente”. Algo sucede, es cierto. En vez de los recitales solemnes y académicos, decenas, cientos de muchachos organizan recitales de poesía que en realidad son fiestas, bullicios donde las palabras hierven borrachas. Cientos de jóvenes leen sus textos o improvisan, micrófono en mano, a veces con música, a veces con performances, a veces rapeando, a veces disfrazados o desnudos. Sus poemas son tantos; algunos dignos de asombro, otros más bien regulares. Sin embargo, los jóvenes poetas no parecen temer equivocarse, ser criticados o incomprendidos y tal vez ese sea su verdadero mérito. Por eso, cada vez con más frecuencia, suceden milagros: poemas inexplicables que dejan aterido al público; poemas que son vitoreados por una multitud que se esfuerza por recordarlos. Resulta difícil pensar en otra época donde haya existido tal cantidad de poetas, agrupados en tantos colectivos en casi cualquier punto de la República, todos nacidos a fines de los ochenta o en algún punto de los noventa. David Meza, Gerardo Grande, Esther M. García, Alejandro Albarrán, Paula Abramo, Lorena López, Andrea Alzati, Ricardo Limassol, Gerardo Villanueva, Marie Schmidt, Martha Rodríguez, Fernando Rasé, Diego Espíritu, Ashauri López, Samuel Martínez, Andrés Paniagua, Yolanda Segura, Iván Palacios, Sebastián Rodavi, Frydha Victoria, Clyo Mendoza, Alejandra Retana, Karen Cano, Ana Velarde, Frida Librado, Paulina del Collado, Pablo Piceno, Omar Jasso... Cientos de poetas que publican su trabajo en revistas, o en editoriales independientes, o en editoriales cartoneras, o en editoriales electrónicas, o en fanzines, o en plaquettes hechos por ellos mismos. En el centro de ese huracán está Yaxkin Melchy; no sólo eso: es uno de sus principales impulsores. Un tipo que escribe poemas que imitan la estructura del ADN; poemas que son gráficas, electrocardiogramas o fór-

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mulas científicas; poemas que hablan de videojuegos, de los darwins de la nueva era, de los pequeños robots que renacerán como bodhisattvas del futuro: ¿Los has visto? No son como nosotros Pero nos sostienen Es lo que se contempla con la fascinación de no tomarse Alienígenas Tú y yo Escritura Dos niños que también jugábamos con vaho

Cada sustancia es una puerta y hay quien piensa que el dextro, aunque es una droga peligrosa, puede crear una tradición urbana capaz de alterar no sólo la poesía sino las raíces mismas del lenguaje.

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En uno de esos cientos de recitales, Yaxkin, con su voz nasal y su rostro andrógino, le dice al periodista que hace meses que no bebe jarabe para la tos; durante un tiempo, sin embargo, bebió tantos frascos que perdió la cuenta. Después, con desconfianza justificada, le previene: el dextro no es algo que deba tomarse a la ligera. Es una droga peligrosa: cada sustancia es una puerta y el dextro puede crear una tradición espiritual tan fuerte como la del peyote, como la de los hongos, como la de la ayahuasca; una tradición urbana que altere no sólo la poesía sino las raíces mismas del lenguaje. Hay que tener cuidado, le advierte Yaxkin. Sus ojos, dos planetas lejanos detrás de sus gafas, el dedo índice apuntando a su cara: el periodismo puede hacer que el jarabe para la tos se convierta en una moda idiota, en un simple divertimento. Y el dextrometorfano, como la poesía, es algo mucho más complejo que eso.

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e vez en cuando se asoma de nuevo a esas palabras impresas sobre papel rosa. Siempre que lo hace el periodista termina soltando una carcajada, aunque no está seguro de entender muy bien por qué: [ ...ya no estás en edad/ de irte al serengueti/ los elefantes aprendieron/ a jugar póker/ & las hienas abrieron/ franquicias de starbucks ]



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Güey, yo estoy muy en contra de la idea que existe del drogadicto, o sea, consumir una droga es igual a drogadicto, drogadicto igual a persona no funcional en la galaxia. Y, güey, o sea, no. Nosotros podemos ser calificados como drogadictos pero, cabrón, estamos produciendo y generando cultura, estamos haciendo cosas, muchas... pero el estigma ya nadie nos lo quita. Hace un par de años, Martín Rangel ganó el Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo, en Hidalgo, por su libro El rugido leve (las canciones de Ryan Karazija). Tenía apenas 19 años. Esta tarde Martín habla sin dejar de dar vueltas y vueltas alrededor del sillón de su casa; gorra de rapero, pantalones ajustados y lentes oscuros, sube y baja las escaleras de su casa; a veces regresa con un libro suyo o de alguien más o recita entre dientes algún poema recién descubierto mientras busca en Soundcloud algún ritmo que se ajuste a sus palabras. Al principio, al periodista la cuesta seguir el hilo de la charla. Por momentos Martín sonríe y habla como si estuviera solo; párpados lánguidos, quijada ansiosa. —Me caga que me den consejos los otros poetas, güey; a veces me tratan como niño sólo porque tengo 21 años: “Cabrón, yo tengo ya cuatro libros, tú tienes uno apenas: no me vengas con mamadas”. ¿Ya conoces esta canción? Yo soy un ñoño, güey, sobre todo con el asunto de las sustancias, vivimos en una época muy chingona; no le veo sentido a drogarte a lo idiota cuando tienes toda la información a la mano. Creo mucho en ese pedo de reducir el factor de riesgo antes de meterte nada. Yo estoy diagnosticado con desorden de ansiedad y depresión: me recetaron clona, pero me cagan sus efectos, ahora tomo tramadol y pregabalina y me caen mucho mejor. La verdad, me he vuelto mi propio doctor gracias a Google. Claro, a veces pienso que me voy a equivocar y que todo va a valer verga. El periodista está aquí porque Martín Rangel es una enciclopedia capaz de hablar durante horas sobre sustancias, síndromes extraños y neurotransmisores. También porque tiene un libro de cuentos, DXM y otras cosas, en el cual narra su experiencia con dextrometorfano en un pequeño cuento titulado Tos:  Abres el frasco, das un trago tímido. No sientes nada. Sólo el sabor a cereza sintética. Sabor que, por un instante, te devuelve a la infancia. Tienes 5 o 6 años y cargas una tos de perro de varios días. Tu mamá está frente a ti y te pide que abras la boca. Tiene una cuchara en la mano, llena con un líquido rojo, espeso, traslúcido. Lo siguiente es el sabor a cereza sintética, la mueca. Ahí estás, otra vez indeciso, parado afuera de la farmacia, como un idiota. La evidencia dice que el consumo frecuente de dextro no provoca una adicción física, si acaso ligeras afecciones hepáticas no permanentes; sin embargo, el dextro disminuye considerablemente el ritmo cardiaco y respiratorio. En internet abundan indicadores para medir la cantidad exacta que debe de tomarse, de acuerdo al

peso y la altura del consumidor, para evitar complicaciones como el síndrome serotoninérgico. Bajo estas circunstancias, el dextro parece no ser peligroso por sí mismo, aunque puede ser letal si éste se mezcla con otro tipo de sustancias. Pese a todo, nadie está a salvo de malas experiencias. Martín sabe de eso. Aunque reconoce que el jarabe tuvo una influencia crucial en él y en varios de sus escritos, dice que hace vtiempo dejó de beberlo: —El dextro las primeras veces es hermoso, pero la verdad es que el efecto después se vuelve muy torcido. Una vez… había oferta del 2x1 en Similares. Como ahí es genérico y el high no es tan potente, ni lo pensé y me lleve dos frascos al trabajo: bad idea. De pronto sentí que todo pasaba demasiado lento. Después ya estaba temblando y sentía que me iba a desvanecer. Un amigo me llevó al Oxxo. Yo no recuerdo nada. Creo que estuve como dos horas allí y sólo veía como cuadros de colores; la realidad la veía dividida como en cinco partes: un prisma, un pedo fractal. Sentía que estaba en muchos lugares al mismo tiempo, mientras escuchaba muchas voces distintas hablándome. Fue muy jodido, la verdad. Además de sus cuatro libros publicados, Martín Rangel hace traducciones, escribe semanalmente columnas y reseñas en un puñado de revistas y periódicos, es jefe editorial de una revista digital, organiza eventos de música y literatura con el colectivo Bala Fría, estudia la licenciatura en el sistema abierto de la UNAM. Es, en efecto, un tipo productivo.

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artín Rangel presenta su último libro, Emoji de algo muerto, en la Pulquería Insurgentes. Invita a varios de sus amigos a leer, cada uno, un poema distinto. Ahí están los poetas Fernando Rasé y Diego Espíritu, Samuel Martínez y Marie Schmidt, Gizeh Jiménez y Eduardo de Gortari; también Genkidama Ñu y Augusto Sonrics. Al final de la noche, luego de mezclar música mientras los demás leían sus versos, Martín decide terminar con un último poema, titulado Nada de esto estaría pasando si yo fuera Justin Bieber: Y en lugar de morir de sobredosis en un camión rumbo al df/ estuviera muriendo de una sobredosis en un jet rumbo a holanda/ en lugar de estos fruit of the loom cubriendo mi sexo de hombre/ unos calvins ceñidísimos/ resguardando mi sexo de dios/ y alrededor mío/ en lugar de esta cobija barata de aeropuerto/ los brazos de una modelo cuyo apellido jamás/ seré capaz de pronunciar/ aunque podré/ descifrar/ el mapa de su cuerpo/ dándole a la lengua un uso/ infinitamente más gozoso/ que el de escribir algún poema/ quisiera ser justin bieber a toda velocidad/ con el viento atravesando el viento/ sobre un convertible rojo/ y

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os dedos de Augusto Sonrics se posan sobre el cuello de una cerveza: en sus uñas, un barniz negro carcomido por los días. Mira hacia la calle: sus ojos parecen los de algún personaje de anime japonés. Le dice al periodista que desde hace tiempo intenta desarrollar un método poético en donde confluyan la teoría lingüística y la modificación de la conciencia: una semántica imaginativa, le llama. Sonrics es reconocido por su generación como uno de los pocos poetas mexicanos que, entre otras infinitas cosas, han sido influenciados por las nuevas tendencias de arte lingüístico de Estados Unidos, como la poesía conceptual y la alt lit, esa corriente literaria que se nutre del lenguaje inmediato de las redes sociales: el tedio juvenil que vive y siente la vida a través de internet: likes, retuits, favs. “Aprendí a escribir poesía frente a una televisión en un cuarto oscuro de los noventa”, escribió Sonrics en su libro Valeria Luiselli; “llevo 21 años buscando en Google cómo autodestruirme”, afirma en uno de sus poemas; “compro bolsas de skittles para tranquilizarme/ como skittles para tranquilizarme/ los saco uno por uno de su bolsa/ registro el color de cada uno de ellos/ tomo fotografías de cada uno de ellos y luego los como/ incluyo fotografías en un documento de power point/ titulo el documento ‘¿cuántos sueños has tenido desde que naciste?’/ envío el documento a todas las revistas de arte y literatura/ que me

han rechazado en anteriores ocasiones/ me siento extraño y no tengo motivaciones para seguir/ les presento mi nueva obra de arte/ lloren conmigo”. En sus libros —Depresión decente, Valeria Luiselli, Adiós tk bye :(  y Seroquel dreams— las frases emergen, una tras otra, inconexas, aleatorias, con la inmediatez de los nuevos medios: intoxicaré mi organismo hasta minimizar sus funciones primarias/ consumiré sustancias que probablemente no planeaba consumir/ vomitaré sentimientos reprimidos en un inodoro ajeno/ pensaré en leerte este poema mientras lo escribo/ bajaré del taxi sin pagar/ gritaré y correré en dirección contraria mientras grito. El periodista lee esos versos y entiende que ahí está la vida de Sonrics: su intimidad descarnada. Lo sabe porque ha gastado varias horas de varios días stalkeándolo: ha husmeado en su blog de Tumblr, en su muro de Facebook, en sus varias cuentas de Twitter donde recopila extraños comentarios de gente extraña; ha mirado también sus fotografías en Instagram: skittles solitarios, cada uno de un color distinto. Augusto Sonrics piensa en la dosis diaria de medicamentos antisicóticos que tiene que tomar: quetiapina (nombre comercial: Seroquel): 100 miligramos. Y piensa también en todas las otras sustancias que ha consumido por mera curiosidad o placer. Es posible que sus poemas, dice, no sean sino un disfraz para sus síntomas, una manera de que sus pensamientos no sean catalogados como patologías mentales. La poesía entonces es una forma de ordenar el mundo, de darle sentido. —La fórmula es sencilla: yo creo que el lenguaje modifica tu conciencia: tu conciencia modifica tu percepción del mundo: quizás el mundo mismo. Lo mismo que pasa con las sustancias: el lenguaje también es una droga, shiavo: la más potente.

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en el asiento trasero/ inhalar líneas de xanax/ sobre los pechos de selena gómez/ fumar marihuana con snoop dogg / cuidando siempre que la ceniza/ no manche mis margiela/ y si sucede/ hay un centenar más en mi casa/ a mi disposición/ hoy quisiera ser justin bieber y no este cuerpo vacío/ llenándose de rivotril los espacios donde antes hubo algo/ tramadol quizás oxicodona los ojos de una mujer/ el fantasma de una mujer mirándome a los ojos/ y yo a su vez mirando los de ella/ hallando apenas un par/ de planetas mudados de órbita/ hoy quisiera ser él y no ser yo y hasta quizás no ser ninguno/ sin embargo para mí el destino jugó otra mano/ la salvación hace mucho que dejó/ de ser una alternativa/ y al menos hoy dios está muy ocupado/ grabando algún sencillo/ promocionando su fragancia/ o posando su esplendor/ para la portada de alguna revista.

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arece un cliché romántico pero es cierto: la literatura —la poesía en específico— guarda una relación tan íntima con las drogas que resulta difícil encontrar una corriente que no haya al menos coqueteado con la intoxicación y sus efectos. En su libro Opio, Jean Cocteau escribió: “Decirle a un consumidor en estado de euforia continua que se está degradando, equivale a decirle a un pedazo de mármol que está siendo deteriorado por Miguel Ángel”. La historia se repite con Henry Michaux y la mezcalina; Antonin Artaud y el peyote; la generación beat y los opiáceos; Georg Traki y la cocaína; Ken Kesey y el LSD. Como en otras artes, la alteración de los sentidos ha provocado búsquedas formales y temáticas, a veces con resultados inauditos. “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos (...) él busca por sí mismo, agota en él todos los venenos para conservar sólo las quintaescencias”, escribió Charles Baudelaire, quizás el más grande estereotipo de la relación del poeta con las drogas. Esta constante aparece también en las corrientes hispanoamericanas: José Martí le dedicó un poema al hachís, lo mismo que Rubén Darío; Manuel Gutiérrez Nájera hablaba del alcohol, el éter y la morfina como una nueva “Santísima Trinidad”. El mismo Octavio Paz, quien consumió hachís en India —Guillermo Sheridan sospecha que también comió peyote—, reivindicaba el uso de las drogas como instrumento ritual y como herramienta poética: “Las autoridades las prohíben no tanto en nombre de la salud pública como de la moral social (…), la autoridad no obra como si reprimiese una práctica reprobable o un delito, sino una disidencia”.

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Sólo quiero besarte/ & drogarnos / & perderlo todo/ nuevamente ]

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l ruido es insoportable. Hace un momento, Augusto Sonrics pintaba sus uñas de negro en medio de esta pequeña multitud reunida en un estacionamiento abandonado de Azcapotzalco. Ahora todo parece a punto de irse a pique. Se trata de la segunda edición de una fiesta —Azcapo Existe, la llamaron sus organizadores— donde, además de vender cerveza, se invita a un par de bandas a tocar y a colectivos de diseño a intercambiar fanzines, vender camisetas o impartir talleres de serigrafía. Un mal escenario. En general, los poetas están acostumbrados a ser ignorados en eventos de este tipo: borracheras llenas de grupos aislados que pocas veces conviven entre sí y en donde los poetas toman el micrófono mientras la siguiente banda afina sus instrumentos y ecualizan el sonido. Un grupo de chicas, Antisex, anunció su última canción: un latigazo veloz de guitarras distorsionadas. Es cuando Augusto Sonrics aparece de la nada cargando un bajo, el tipo con máscara de hockey que lo acompaña es el poeta Andrés Paniagua; el de la guitarra, Fred Cansino. Genkidama Ñu va descalzo con un vestido verde de lunares blancos, a su paso derrama papelitos azules con frases crípticas escritas en rojo: [ todo es gratis & violento ] Entonces llega el verdadero estruendo. Mientras Sonrics, Cansino y Paniagua literalmente aporrean sus instrumentos, Genkidama Ñu comienza a joderse la garganta a punta de repetir, a gritos, un célebre verso punk: “Echemos abajo la estación del tren: demoler, demoler, demoler, demoler”. Después de varios minutos, suelta un alarido desgañitado: “La poesía no es un acto de segunda mesa”. Cuando un fotógrafo se acerca y lo enfoca, Genki le asesta un golpe a su cámara que hace volar varias piezas de su lente: “Echemos abajo la estación del tren”. Días después, Genkidama Ñu le dirá al periodista que hace 10 años, cuando comenzaba a conocer a otros poetas, el panorama era distinto: “la poesía mexicana siempre ha sido aburrida”. Más tarde, en un taller literario, conoció a Yaxkin, quien para 2009 ya estaba cansado de formar parte de Los Devras: el grupo había comenzado como una broma pero empezaba a ser absorbido —a punta de becas y premios— por la burocracia institucional. Fue cuando, junto con el poeta Manuel J. Jiménez, Yaxkin y Genki fundaron Mancha: un colectivo anónimo dedicado a sabotear eventos, recitales y premiaciones que, según sus miembros, caían en el nepotismo u otras prácticas nocivas más propias de la política que de la poesía. “Fuimos terroristas —dice Genki—, lo intentamos. Nos desilusionaba todo, la estructura, los grupos cerrados. Y Mancha fue burlas, en extremo agresivas, hacia todo el mundo”. Cuando el grupo fue desenmascarado, el mundo literario señaló a Yaxkin, quien había cosechado ya un par de premios, como principal responsable: fue una forma de reprocharle su falta de agradecimiento. “Pero en este

grupo —escribió Aurelio Meza en la Revista Salvajes— el centro no ha sido Yaxkin, sino Víctor Ibarra; puedo acusar a Ibarra de no ser más que un remedo de Duchamp sin proponérselo, pero la repetición que ejerce en sus textos implica la destrucción más radical de la forma poética que se haya visto en la poesía mexicana de los últimos tiempos. Después de Ibarra, la poesía ya no es posible”. Víctor Ibarra es el antiguo nombre de Genkidama Ñu. El mismo que ahora grita ese mantra del infierno: echemos abajo la estación del tren echemos abajo la estación del tren echemos abajo la estación echemos demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demoler demol

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eternidad— entre sus ojos y sus manos, entre sus ojos y él mismo. ¿Son suyos esos ojos o por qué cuando los cierra aparecen imágenes de ciudades lejanas perfectamente delineadas, interiores de edificios, gente uniformada que jamás ha visto en la vida pero que le parecen, de pronto, tan familiares? ¿Son suyos esos ojos? Al otro día, cuando despierta, piensa en escribir la crónica de los poetas y el dextrometorfano en tercera persona, como si él fuera uno más de los personajes a los que ha estado entrevistando. Sería otra forma de retratar la sensación disociativa que provoca el dextro. Pero qué pésima idea, le dice al espejo que por fin le devuelve su imagen.

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ero, uno, uno, cero. Sandino Bucio y Yaxkin Melchy caminan por una calle oscura de Azcapotzalco. Uno, cero, cero. Hace unas horas, cuando llegó su turno, Yaxkin tomó el micrófono en Azcapo Existe y comenzó recitar un poema en lenguaje binario mientras otro grupo de punk, Mujercitos, intentaba callarlo a punta de guitarrazos. Cero, uno, cero: a cada cifra Yaxkin parecía más alterado, como si los números lo sumergieran en un trance histriónico. Uno, uno, uno, cero. En algún punto, de manera involuntaria, el ruido de las guitarras incluso parecía acompañarlo. —Eso lo hice un poco para molestar —le dice al periodista mientras se encaminan rumbo al Metro. Esta noche hay otra lectura de poesía y Yaxkin Melchy también figura en el cartel. —El problema —dice de pronto Sandino— es que

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l periodista se deja vencer por la curiosidad: compra un frasco de jarabe para la tos en la farmacia más cercana: 120 mililitros de dextrometorfano puro. Aunque procura beber a tragos pequeños, el sabor glucoso le provoca náuseas. A cada trago piensa en los poetas jóvenes y no puede evitar sentirse un poco viejo aunque varios de ellos tienen, más o menos, su edad. Durante el último mes ha asistido a lecturas de poesía, ha comprado sus fanzines, los ha rastreado por internet, los ha escuchado nombrar a Pablo de Rokha, Tao Lin, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Ginsberg, Martínez Ocaranza; discutir sobre poesía nicaragüense, poesía dominicana, ucraniana, maya, árabe. Ha chateado con Sonrics sobre los bots que escriben poesía automática. Martín Rangel le ha contado de las benzodiazepinas y del síndrome de abstinencia que provoca el xanax. Ha grafiteado supermercados abandonados con Genkidama Ñu. Ha leído poemas sin metáforas ni mayúsculas ni puntuación ha conocido poetas que estudiaron mecatrónica y no consumen ni un mililitro de alcohol descargado antologías de poesía en pdf que nadie firma poemarios encriptados imposibles de leer sin un código de acceso recitales en antros cafés bares de la narvarte centro histórico roma condesa pulquerías de tultitlán estacionamientos de azcapotzalco cantinas de pachuca escuelas de tijuana cementerios moteles de paso borracheras improvisadas estaciones de metro shiavos que arden frente a las pantallas de sus smarthpones y computadoras ninis rebeldes que buscan poesía entre lluvias de tuits videos de britney spears cassettes canciones de charly garcía caricaturas japonesas pikachús gremlins y dinosaurios glitch versos leídos a gritos debajo de la lluvia a ritmo de hip-hop de reggaetón qué carajos a ellos les gusta ver al público perrear al ritmo de sus palabras. No se percata en qué momento se termina el jarabe y ríe porque —qué extraño— todo le parece lejano y viscoso —cada vez más lejano y cada vez más viscoso— y cuando mira sus manos siente una distancia enorme —una

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tenemos un montón de nuevas sustancias que parten de nuevas moléculas. Y lo único que hacemos con ellas es ir a fiestas, esa es nuestra única ritualización. Y es algo muy básico, si lo piensas. —El aspecto lúdico de la droga es muy engañoso —responde Yaxkin—. El aspecto lúdico de la droga es el capitalismo. Y la droga podría ser para mucho más: para sanar, para transformar tu cuerpo, para transformarte por completo. Pero para que eso ocurra tiene que haber una tradición. El dextro, por ejemplo, es una droga, sí, pero puede convertirse en otra cosa. Falta más escritura para que comience a tener sentido el viaje. La poesía, si lo piensas, puede ser una técnica de exploración. Y debemos comenzar a pensar en las posibilidades del propio lenguaje, sin la sustancia. El periodista escucha casi sin intervenir pero con la grabadora encendida. Antes de despedirse, Yaxkin comparte con él una antología en donde aparece acompañado de tres poetas latinoamericanos: Ernesto Carrión, Héctor Hernández Montesinos y José Manuel Barrios. Abre el libro al azar y se encuentra con un poema de Yaxkin, uno que dice, más o menos, lo siguiente: “01010110 01100101 01101110 0110111...”

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te llamo siempre/ & todas las veces/ contesta un esbelto/ & maleducado/ yakuza del futuro/ que destruye el teléfono/ con su sable de luz ]

En las últimas páginas del libro de Genkidama Ñu aparece una fotografía porno, retro, impresa sobre las páginas rosas. El periodista se pregunta, con cara de idiota, si esa foto será también un poema.

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os vientos de Pachuca mantienen el cielo siempre despejado. Esta noche, una luna menguante parece sonreír desde ese cielo con una mueca maniaca. —Lo que pasa es que llegaste tarde al dextro —le dice Martín Rangel al periodista mientras camina por las calles del Centro—. Yo lo que más pruebo ahora es la pregabalina. Te decía que el psiquiatra me había recetado clonazepam para la ansiedad, pero en Alemania usan la prega como tratamiento alternativo. Tiene unos efectos secundarios medio raros pero creo que es la pastilla que la banda que escribe está usando más ahora. A mí me sirve, me da cierta estabilidad. La caja cuesta como 170 pesos en Similares. Hace unas horas, antes de guiarlo a través de un laberinto por las calles de Pachuca, Martín Rangel bajó de su cuarto y le mostró una caja llena de pastillas: “Lyrica. Pregabalina”. —¿No es hermoso? —le preguntó sin esperar una respuesta mientras engullía un par de pastillas—. Qué chingón que la droga más usada por la banda que escribe tenga ese nombre comercial: Lyrica. Semanas antes, varios de sus entrevistados le dijeron al periodista que ya no bebían más jarabe para la tos. Incluso Genkidama Ñu le dijo que estaba dejándolo; a lo largo de cuatro años, le confesó, había bebido alrededor de 400 botellas de jarabe y su hígado comenzaba a resentirlo. El periodista duda, pero a nadie de los conocidos de Genki le parece una cifra exagerada. —Lo que pasa es que llegaste tarde al dextro, shiavo —le repite Martín Rangel mientras mira la luna menguante colgada del cielo—. Tienes razón: la luna está sonriendo. Pero, si te fijas, es una sonrisa en pregabalina. Podrías usarla como motivo para tu crónica, ¿no? Sería chido. Martín Rangel sonríe y, en efecto, su cara parece imitar sonrisa que ambos miran en el cielo. Después le cuenta algo de Vlad Pojoga, un poeta al que acaba de traducir del rumano.

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*** ...patinar de regreso a casa/ & beberme/ (como si fuera un disparo) / el último jarabe para la tos ]

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su alrededor 30 personas bailan una música electrónica con ritmo de cumbia. Como siempre, el periodista tarda en entender qué está pasando. El lugar es el Cráter Invertido: guarida de la colonia San Rafael, refugio y laboratorio para artistas emergentes. La poesía es fascista, recita una chica al fondo de la fiesta. Un estudiante de derecho comienza a repartir páginas de su último y larguísimo poema. Afuera diciembre cala con su aliento helado. Mi abuela es racista y mi padre es homofóbico. Por allá está Sandino Bucio bebiendo whisky y repartiendo frutas. Es el que salió con Carmen Aristegui, ¿no? Yaxkin Melchy habla con el periodista y le dice algo sobre la caligrafía japonesa. Sólo una vez probé el dextro —le dice el tipo de barba y lentes oscuros al estudiante de derecho— y no sentí gran cosa. ¿Pues cuánto tomaste? Aquella muchacha reparte calcomanías y diapositivas color sepia. La intención del autor en el trazo en un ideograma puede significar más que el concepto o la palabra que representa. Mi madre le teme a lo diferente: también ella es fas-

cista. Augusto Sonrics ensaya una danza robótica y sus ojos parecen rayos láser bajo la luz fluorescente. Skuinkles y panditas de goma pasan de mano en mano con entusiasmo infantil. Genkidama Ñu le regala a Yaxkin su último poemario. Una botella de cerveza se hace añicos en el suelo. Octavio Paz fue un fascista: en su mente sólo había naciones y patrias; en mi mente hay gatitos en el espacio.

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