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El cambio del milenio se acerca y lo mismo sucede con el cuarenta cumpleaños de Nikki. Lleva casada veinte años y está h

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El cambio del milenio se acerca y lo mismo sucede con el cuarenta cumpleaños de Nikki. Lleva casada veinte años y está harta de su papel de esposa trofeo en una pequeña ciudad donde no puede luchar adecuadamente para lograr sus elevadas aspiraciones profesionales. Anteriormente todas sus aventuras sáficas

habían sido llevadas en secreto, pero cada día se siente más atraída por las mujeres. La energía sexual de Nikki empieza a ser más fuerte que ella y está convirtiendo a aquella eficiente ejecutiva de marketing en una déspota. En cambio, Georgie, una joven escritora, siempre ha llevado con orgullo su lesbianismo. No obstante, ambas tienen algo en común: en plena fiebre del milenio las dos buscan acción y satisfacción. Cuando se conozcan, la combinación será

explosiva. Un libro audaz y sorprendente en el terreno de la sensualidad y el erotismo. Las protagonistas inician un juego de seducción, lleno de deseo e inteligencia, en el que, desde el principio, las dos niegan el amor.

Título Original: Millennium fever Traductor: Marga Ibañez Giménez ©1999, Wood, Julia ©2001, Egales

ISBN: 9788495346636 Generado con: QualityEbook v0.69

A SW por la inspiración original. A JJ por creer en mí. A mi querida Sarah por haber salido del mismo apuro que yo.

Somos como una sola, sencillamente, somos.

EL día

había empezado mal y fue empeorando hasta estropearse por completo. Y lo más irritante era que sólo eran las once de la mañana. —Malditos creativos. Les das un plazo y no hacen ni puto caso —Nikki echaba chispas mientras daba furiosas caladas a su cigarrillo y, con una mueca, se bebía de un trago su café de máquina, ya tibio.

Su asistente personal no dijo nada, pero se fijó en que Nikki tamborileaba con los dedos sobre el escritorio, se echaba las gafas hacia delante y se masajeaba el puente de la nariz. Aquello siempre era señal de peligro. —Te traeré café recién hecho —dijo Marión, y salió sin hacer ruido del despacho. Nikki gruñó. Otro puto día en el paraíso. Un marido que cinco minutos antes de que ella saliera de casa había decidido que esa noche ella tendría que ponerse sus mejores galas para asistir a una cena de negocios. Se avecinaba otra velada de aburridas conversaciones banales, una permanente sonrisa

femenina y tener que pedir cordero porque Steve era demasiado tacaño como para pagarle un solomillo al punto. Cabrón. En el trabajo, estaba pendiente de recibir el material gráfico realizado por profesionales para acompañar la campaña estratégica de mailing directo que había preparado para la presentación de las dos, y el director creativo, con su estúpida calva en la coronilla, su cola de caballo de doce centímetros y la barba de tres días a lo George Michael, le había anunciado alegremente que «su gente» había tenido dificultades para interpretar el briefing que ella les dio.

—¿Tu gente? Querrás decir tu puta colección de analfabetos ultramodernos —masculló ella—. ¿No me lo podías haber dicho hace diez días, que no podíais interpretar el briefing? Menuda mierda la última tecnología del diseño: el estudio parece el puente de mando de la nave Enterprise y en cambio tus chicos siguen utilizando lápices de colores. Seguro que ni siquiera sabéis escribir vuestro maldito nombre sin… Su furioso farfullar se vio interrumpido por el cauto acercamiento de Marión a la mesa. Llevaba café recién hecho en una mano y un fax en la otra. —¿Y ahora qué? —gruñó.

—Ya lo he leído… —Marión se interrumpió. Aquello significaba malas noticias. Marión había sido su fiel y leal asistente durante diez años y era una de las pocas personas que no sólo podía detectar sus estados de ánimo y sus probables reacciones, sino que también podía comprender su espantosa caligrafía. Debería haber sido médico. Probablemente le pagarían mejor que en aquella pretenciosa y atrasada agencia de tres al cuarto dejada de la mano de Dios. Frunció el entrecejo y agarró el fax de un manotazo. Lo leyó rápidamente y lo dejó sobre el escritorio. La

presentación se había cancelado. El posible cliente había celebrado una reunión de consejo de administración y, debido a «cambios en la dirección de la empresa», había tomado la decisión de suspender todas las acciones de marketing durante el trimestre en curso. Como nota al pie, el cliente dejaba claro que no pagaría ningún honorario por la presentación, ya que aquello iba contra la política de la empresa. Probablemente habría leído aquella frase en el Marketing Week, el muy hijo de puta, pensó Nikki. —Bueno, la parte positiva es que por lo menos no tenemos que preocuparnos porque el material gráfico

no esté listo —se aventuró Marión. —Sí, mirémoslo por el lado bueno, ¿no? Mi trabajo de una semana se va al traste, Alistair me está todo el día encima con lo de captar nuevos negocios y éste hubiera sido una perita en dulce. Tengo que preparar el programa de esa otra campaña de publicidad, sigo esperando los textos para aquel boletín d e l freelance que me recomendó Gillian, los de MTS siguen incordiando sobre su última factura y lo único que tengo en perspectiva es una cena en el Grand con otra de las potenciales cuentas de grandes empresas de Steve. —¿Otra vez cordero? —Ha de haber algo más que esto,

algo más que trabajar hasta dejarte la piel en medio de la nada por clientes que se creen el no va más y no son otra cosa que pequeños caciques locales, que se pasean pavoneándose y te las hacen pasar negras. Todos y cada uno de ellos: malditos diseñadores y redactores frustrados que meten las narices donde no los llaman y que no dicen más que tonterías. Marión se sentó. Iba a ser una de esas largas diatribas que ya había escuchado antes varias veces y que ahora iba a seguir con: «Me merezco algo mejor. Yo tendría que estar en Londres». —Yo me merezco algo mejor que

esto, Marión. Cualquier agencia de Londres me contrataría mañana mismo. Pero no, Nikki está casada con Don «No-puedo-dejar-sola-a-mimadre», aunque sólo la va a ver una de cada dos Navidades y porque lo obligo. ¿Quién le recuerda todos los cumpleaños y aniversarios de su familia y amigos? ¿Es por eso por lo que los hombres se casan? ¿Para tener las camisas planchadas y los calzoncillos limpios, y para que la tía Ethel reciba una tarjeta de felicitación cuando toca? ¿Es eso? Marión seguía en silencio, pero sonrió, esperando la predecible réplica. —Lo que necesito es un puto buen orgasmo, para librarme de toda esta

tensión: agarrarme a las jodidas almohadas o morderme el brazo, revolearme sudorosa de un lado a otro, haciendo muecas y ruidos estúpidos, en posiciones imposibles, hasta dislocarme la cadera o tener calambres. Eso es lo que necesito. Y, en vez de eso, ¿qué tengo? Uno de cada tres o cuatro sábados, después del maldito golf o del partido de rugby, del Match of the Day1 y de cinco pintas, lo tengo apestando a cerveza, manoseándome y gruñendo. El Hombre de la Atlántida empujando con valor durante dos minutos en la postura del misionero y, ¡zas!, eso es todo, nena. «¿Te ha gustado? Sigo siendo Steve “el Hombre” Jones» y quedarse dormido

acto seguido. Marión sabía que el humor de Nikki estaba cambiando. Las constantes arremetidas verbales contra su marido siempre eran un indicio de que su sentido del humor estaba de vuelta. De algún modo, lo sentía por Steve: si ya no era fácil trabajar con Nikki, qué decir de vivir con ella. No obstante, después de haberlo conocido —él era un pesado—, lo sintió más aún por Nikki. Nikki era dinámica y animada, era el alma de la fiesta. Trabajaba mucho y tenía auténtico talento. Marión estaba absolutamente convencida de que Nikki podría haber logrado el éxito en Londres sin la carga emocional que suponía su

marido. También creía que Nikki sería mucho más feliz y estaría más satisfecha si, de entrada, hubiera encontrado al hombre ideal. Al principio, Steven debía de haber tenido algo que le permitió atrapar a aquella criatura. Llevaban casados cerca de veinte años, pero, durante los diez años en los que Marión había trabajado para ella, Nikki lo había estado criticando. Él se mostraba desdeñoso respecto a sus logros profesionales. Marión, que tenía dos hijos adolescentes, también sabía que a Nikki le hubiera encantado tener hijos, pero que no los había tenido porque Steve no quería que engordara y acabara llena de estrías. Debería

haberlo dejado hacía años y haberse ido a Londres, o haberse quedado allí y haber encontrado un tipo decente, fuerte y honesto que la valorara de verdad en vez de aprovecharse de ella. Por lo que Marión podía juzgar, la principal razón que tenía Nikki para quedarse con aquel patán pretencioso era la hipoteca tan ventajosa que tenían sobre su gran casa. Steve llevaba veintitrés años trabajando en el banco, lo que le había asegurado unos tipos de interés favorables, y ahora que había alcanzado las vertiginosas alturas de Ayudante de Dirección del Centro Bancario de Negocios, su casa estaba más segura que nunca. Y, si Nikki era

justa, la financiación a bajo interés — así como la hábil inversión de lo heredado de la madre de Nikki— también había ayudado a asegurar el Saab Turbo negro que tenía aparcado fuera y que era el amor de su vida. —Voy a hacerle una pequeña visita al fotógrafo, a ver cómo va la sesión — anunció Nikki de repente, interrumpiendo las meditaciones de Marión. Marión sabía que el paseo en coche le sentaría bien. Nikki era una conductora excelente, aunque agresiva, y sacudirse las telarañas de un golpe de Saab la dejaría tranquila para el resto del día. Marión miró el reloj. Sólo eran

las 11:15. —Pues nos vemos dentro de un par de horas —sonrió—, y mientras tanto llamaré a la freelance a ver qué pasa con la entrega de los textos. Diez minutos más tarde, Nikki se hallaba acomodada en la cabina refrigerada del Saab, con una canción potente y vivificante sonando a toda pastilla en el CD. Hizo rugir el coche al salir del parking, con el turbo, acelerando y sintiendo la presión del asiento de cuero. —¡Dios, me encanta este coche! — exclamó, y lanzó una carcajada. La Bestia Sueca había sido uno de los principales placeres de su vida en

los últimos meses. Todavía olía a cuero nuevo y a nuez, y ronroneaba de vuelta a la vida, con ganas de correr, casi media tonelada de máquina de gran rendimiento lista para salir, agarrándose al asfalto como una lapa. El motor prácticamente silencioso, con el silbido del turbo cuando entraba en acción, y la soberbia ingeniería aunada con el extraordinario lujo de la cabina que la envolvía dándole seguridad la hacían sentir invencible, segura. Y la excitaban. El coche siempre garantizaba un cambio de humor. La sumergía en un estado mental de prepotencia, de ser capaz de todo. Poder controlar aquella máquina con un toque de acelerador, con

un golpe de freno, la animaba y disipaba las tinieblas. Cuando estaba al mando de la Bestia, no había quien se enfrentara a ella. También era en momentos como aquéllos, cuando la adrenalina corría al entrar en una curva a 90, con un pequeño toque del freno y acelerando para salir, viendo cómo se movía la aguja del turbo, cuando Nikki podía empezar a fantasear y a recordar de nuevo. Haberse casado con el Hombre de la Atlántida tenía pocas ventajas, pero eran de las grandes: la casa, la hipoteca, la Bestia Sueca. Lo que ella ganaba era básicamente suyo, para sus gastos. Así que tenía peluquería —cortar y teñir—

cada cuatro semanas, para mantener aquel look a lo Sharon Stone (y para esconder las canas que le habían empezado a aparecer); elegantes modelitos de diseño, sobre todo para el trabajo; una extensa colección —si bien algo mediocre y terriblemente poco moderna— de CD para el coche; las reglamentarias vacaciones sin él una vez al año, porque aquello era todo lo que Steve iba a permitir; las comidas y las salidas sólo de chicas; y lo otro. ¡Ah, sí!, lo otro. Nikki luchó contra su impulso durante una fracción de segundo pero, en vez de eso, metió cuarta con decisión y se lanzó: el Saab pasó volando al lado

del camión articulado, con el habitual tirón en la parte baja de la espalda. Una vez lo hubo adelantado con seguridad, volvió a su carril. Cambió de marcha suavemente y, con satisfacción, advirtió las ráfagas de luces y los pulgares levantados del camionero, en señal de reconocimiento por su maniobra. —Jodido cabrón —masculló—. Ni lo sueñes, chaval. «Yo también soy una jodida cabrona —pensó—. Ya hace tiempo, por lo menos cuatro semanas.» El tacto de la carne cálida, suave y tersa contra su piel, acariciar un cuello delicadamente arqueado, la curva de una cadera bajo sus dedos, un pezón endureciéndose

contra su lengua, la deliciosa combinación de un dulce perfume con el olor almizclado de la excitación sexual, los suaves gemidos y jadeos al oído. Quería hundir profundamente el rostro, alargar la lengua. Quería una mujer. Otra vez. Había comenzado la familiar palpitación del clítoris, la humedad que empezaba a empaparla, el dolor en la boca del estómago, el suplicio casi físico del deseo. Se removió levemente en el asiento: podía sentir cómo empezaba a mojarse con aquellos pensamientos picantes y deliciosos que le rondaban por la cabeza, con los recuerdos que se filtraban. Necesitaba un orgasmo y lo necesitaba desesperadamente. Necesitaba mirar a

los ojos de otra mujer para calcular lo que prometían. Necesitaba aquel primer toque tanteante que lleva a una caricia suave como una pluma, a un delicado roce de los labios, a un movimiento conjunto de los cuerpos en busca de un beso de exploración, que se hace más fuerte y más intenso mientras las manos empiezan a moverse por los cuerpos. Con un chirrido, paró el coche en seco en un área de descanso, dando unos golpecitos en el salpicadero inconscientemente, como disculpándose por un trato tan brusco. Abrió de golpe la guantera y hurgó bajo el manual, el mapa y el botiquín, hasta que encontró el móvil. Lo enchufó al encendedor para

cargarlo, lo encendió y miró a la pantalla. —¡Mierda! Ningún mensaje. Buscó en la memoria y marcó el número. Respondió un contestador. —Hola, soy Sue —dijo Nikki a las ondas—. Llamaba para ver cómo estabas y cómo tienes la agenda. Me gustaría verte pronto. Llámame. Lanzó el teléfono al asiento del copiloto. Movimiento equivocado. Siempre hay que borrar las huellas, decir mentiras próximas a la verdad, asegurarse de que tu coartada sabe que lo es, esconder las pruebas incriminatorias. Volvió a dejar el teléfono en el

fondo de la guantera, comprobó los retrovisores y arrancó.

Marión no estaba en su mesa cuando Nikki volvió después de comer. La sesión fotográfica había sido mediocre, pero adecuada para su objetivo. ¿Cuán creativo se puede ser con una colección de productos químicos para limpieza, por el amor de Dios? ¿Cómo puede ponérseles tan dura a los clientes con cosas tan aburridas? ¿Cómo podían encargarle textos y eslóganes ingeniosos para un producto que ayuda a aclarar los platos?

Nikki removió las hojas de mensajes y los post-it con notas que tenía sobre la mesa. Un texto publicitario ingenioso. ¡Ja! Marión había contactado con la freelance que iba a presentarse aquella tarde a las tres. También había confeccionado una lista de las publicaciones que parecían más adecuadas para los anuncios, así que Nikki esparció sus papeles sobre la mesa, encendió el ordenador portátil y, mordisqueando un clip para papeles, empezó a organizar el programa. Estaba totalmente concentrada cuando entró Marión. —Ya está aquí tu cita de las tres.

¿Quieres más café? —Que se espere. Estoy dándole los últimos retoques a este cronograma. Ofrécele una revista y algo de beber, que enseguida salgo —dijo Nikki sin levantar la vista de la pantalla. Y entonces se desataron todos los demonios. Se fue la luz de todo el edificio, la pantalla se quedó en blanco y el ordenador, con un gemido, se murió, igual que el cronograma. Dos horas de trabajo irrecuperable echadas a perder, porque, de nuevo, había olvidado ir salvando el trabajo regularmente. No había guardado el documento, ni nada que pudiera recuperarse. Nikki Jones había estado trabajando durante dos

horas para nada. La luz volvió, pero la pantalla, obstinada, seguía negra. Sin poder creérselo, volvió a reiniciar el ordenador. Nada: sólo una pantalla negra con el cursor parpadeante esperando instrucciones. Buscó el menú de archivos y descendió hasta encontrar un archivo. Mierda, mierda, joder, maldita porquería taiwanesa. ¿Cómo iba a encontrar un archivo si, para empezar, no lo había salvado? ¿Por qué siempre olvidaba la regla básica: guardar mientras vas trabajando? ¿Por qué la gente no seguía utilizando secretarias y máquinas de escribir? ¿Por qué hacía ese trabajo para ganarse la vida? ¿Por qué se había casado? ¿Por qué

había nacido? —¡Marión! —gritó. Marión gimió. Iba a tener que vérselas con el ordenador. Lanzó una mirada a la freelance, que se había quedado helada por el grito. Compartieron una mirada de desconcierto, que se convirtió en sobresalto cuando Nikki salió de golpe de su despacho. —Lo he perdido. Lo he perdido todo. Haz que Phil baje de su estudio y venga a mirarse esta porquería antes de que tire el ordenador por la ventana. Se supone que él es un puto mago. Haz que lo recupere, por favor, haz que lo recupere —gritó Nikki.

«Dios —pensó Marión—, ha vuelto a hacerlo. No ha guardado mientras iba trabajando.» Estaba claro que Nikki había olvidado la sarta de insultos que había descargado aquella mañana contra Phil y su equipo. Había que reconocer que tenía alguna justificación para haberlo hecho, pero los creativos eran notablemente temperamentales. Si Phil estaba enfadado era harto improbable que se dignara a bajar los dos tramos de escaleras desde su estudio. En aquel momento ni siquiera se dignaría a mearse sobre Nikki aunque ella estuviera en llamas. Marión suspiró. —Te traeré un café. Siéntate y fúmate un cigarrillo. Mientras tanto, iré

a ver si puedo hacer que Phil baje — dijo con tranquilidad. Nikki estaba de pie, temblando, apretando los puños para recuperar el control. Tendría que rehacerlo todo. Seguramente tendría que quedarse hasta tarde, lo que disgustaría a Steve, por lo que tendría que pasar toda la noche junto a un glacial muñeco de nieve. Mientras Marión se levantaba de su asiento, Nikki se dio cuenta de que había una mujer sentada a su lado. Aquélla debía de ser la freelance, pensó. ¿Por qué estaba allí sentada mirándola con el aspecto de un conejo deslumbrado por los faros de un coche? —Será mejor que pases a mi

despacho —dijo Nikki, y volvió allí en dos zancadas. La mujer se acercó cautelosamente al escritorio. —Dijiste que no querías los textos hasta el martes —empezó— y, aunque empecé en cuanto tu asistente me llamó, es obvio que no he tenido tiempo de acabarlos. —¿El martes? ¿El martes? La reunión con el cliente es el lunes, ¿por qué te iba a decir el martes? ¿La gente como tú no utiliza agendas, gestores del tiempo, calendarios, relojes? Yo tengo unos plazos que cumplir. A los creativos les doy plazos, unos briefings que hasta un niño de cinco años podría interpretar

y un montón de tiempo para que adapten su talento y su mente creativa y extremadamente bien remunerada al trabajo que tienen entre manos. Se trata de un boletín para una compañía de televisión de circuito cerrado. No puede ser tan difícil. Tienes el grueso del contenido servido en bandeja. Lo único que debes hacer es darle unas sacudidas y ponerlo en inglés, y te di como mínimo una semana. Es la primera vez que trabajamos contigo, ¿no? Una amiga mía fue quien te recomendó y me dijo que se podía confiar en ti. No parece que sea un principio muy prometedor, ¿verdad? Marión había aparecido al fondo, pero Nikki se negaba a hacer caso de los

extraños gestos que le hacía. —Si pudiera… —dijo la freelance. —Esto no está bien. Un maldito trabajo que podría haber hecho yo misma, escribirlo en media hora, y tú llevas toda la semana y aún no está acabado. Además, seguro que nos pasarás una factura desorbitada que esperarás que te paguemos al instante. —Si me dejaras… —Y mira los textos que ya has preparado. El primer párrafo del cuerpo central ni siquiera tiene sentido, así que lo que me das ni me sirve ni es bonito. ¿Cómo se supone que he de presentar el lunes a mi cliente esta porquería a medio acabar?

Marión ya no lo pudo aguantar más. Sus muecas, sus frenéticos gestos pasándose el índice por el cuello e indicando a Nikki que se callara habían sido ignorados. Nikki estaba lanzada, pero Marión se aclaró la garganta y la interrumpió. —Nikki, la reunión es el otro lunes, los textos no tenían que estar hasta el martes, por si había que hacer modificaciones, y todo está anotado en la hoja de control en el archivador de proyectos en curso de tu bandeja —soltó de corrido. —Bueno, aun así no me gusta lo que has hecho hasta ahora —dijo Nikki más dócilmente a la freelance, quien, en ese

punto, ya iba cambiando de un pie a otro movida por la rabia. —Si pudiera… —Tienes hasta el viernes para hacer otro intento. Así, si sigue sin ser bueno, tendré oportunidad de darle el briefing a otro o de hacerlo yo misma —dijo Nikki —. Y lamento haberme equivocado con las fechas, pero tu estilo no me convence, así que vuelve a intentarlo. Le devolvió los textos: sus miradas se encontraron y se quedaron clavadas la una en la otra en un desafío mutuo. Sin romper el contacto visual, la freelance dobló el papel y lo metió en su bolsa. —Gracias —apenas disimuló su sarcasmo—. He tomado nota de tus

críticas constructivas y de tus sugerencias, y haré un esfuerzo por incorporarlas a la nueva propuesta. Sus miradas seguían clavadas en señal de hostilidad. Marión tosió. —¿Te acompaño a la salida? —dijo, a la nuca de la freelance. La chica se giró con el desdén reflejándose claramente en su rostro y salió. Nikki se debatió pensando si debía abroncar a Marión cuando volviera, pero inteligentemente decidió que no. No era frecuente que Marión le respondiera de aquella manera; de hecho, sólo podía recordar unas pocas ocasiones en las que su asistente se

hubiera vuelto contra ella y siempre había tenido un buen motivo para hacerlo. Nikki se había equivocado y lo había empeorado con todos aquellos gritos sobre si el copy era una mierda. Ni siquiera lo había leído detenidamente. Por lo que sabía, podría haber sido perfecto. Sin embargo, aquella pobre desgraciada había tenido que tragarse toda su pataleta para que ella pudiera desahogarse, aunque no era culpa suya. Venía muy recomendada por su mejor amiga, Gillian. De hecho, Gillian llevaba meses insistiéndole a Nikki para que la probara. Al parecer, la chica era la hija de una de sus amigas de estudios, recordaba Nikki vagamente.

Siempre había confiado en el criterio de Gillian y ella no hacía más que elogiar a la chica, pero Nikki ahora era su cliente y pagaba sus facturas, así que la freelance tendría que soportarla. Tomó nota mental de que tendría que ser muy agradable con ella el viernes, a modo de disculpa. Marión, también muy sabiamente, dejó a Nikki en paz durante la siguiente hora, mientras ella y Phil escudriñaban la pantalla. Phil, después de que Marión alimentara sutilmente su ego descomunal durante diez minutos, y consciente de que aquello lo haría acreedor de un enorme favor a cambio, entre grandes alardes y muchas reticencias había

accedido a ayudar, pero el rescate no fue posible: el archivo se había perdido para siempre en el ciberespacio. Nikki apagó el ordenador —ahora, en la esquina superior de la pantalla había un post-it enganchado que decía IR SALVANDO— y suspiró profundamente. Le picaban los ojos de lo cansada que estaba. Incluso la perspectiva de conducir su ronco Saab no le suponía más que un apagado atractivo. Sabía que se iba a casa para pasar dos horas reformulando el cronograma del anuncio, mientras Steve iba de un lado a otro molestándola y quejándose porque llegaban tarde a la cena. ¡A la mierda! Un retoque rápido

del maquillaje, lavarse los dientes, ponerse más gomina, enfundarse un traje pantalón elegante, ponerse zapatos de tacón y ya estaba lista. Sonrió con malicia: aquella noche se pondría los tacones de diez centímetros sólo para sacar de quicio a Steven. Aunque descalzos tenían la misma altura, cuando salían parecían el punto y la i, pues Nikki parecía mucho más alta que su marido. Éste lucía una rotunda barriga cervecera que rebosaba por encima de la cinturilla de sus pantalones holgados. ¿Qué es lo que habría visto alguna vez en aquel imbécil? ¿En qué momento el último vestigio de respeto salió volando por la ventana? ¿Por qué el muy

idiota no se liaba con su secretaria, anunciaba que estaba atravesando la crisis de los cuarenta y se iba a surcar los mares para encontrarse a sí mismo? «Porque —se decía a sí misma— ese cabrón es un vago y esto supondría demasiado trabajo.» El riesgo para Steven Jones era abrir el correo por la mañana y evitar cortarse con el papel. Sonrió al pensar en la odiosa madre de Steven, que siempre le estaba encima durante primer año de matrimonio. «¿No le preparas la ropa cada mañana?» En aquella época, Steve era un niño de mamá terriblemente mimado. Se quejaba constantemente de los lamentables intentos de Nikki por

cocinar. Ahora Nikki se había convertido en socia fundadora y miembro de pleno derecho de la Escuela de Cocina Sin Horno y durante los últimos quince años sólo había utilizado el congelador, el microondas y los fogones para preparar las pocas comidas que compartían en casa. Era pésima planchando camisas y siempre dejaba un doble pliegue en las mangas. Nada de lo que hacía se parecía lo más mínimo a cómo lo hacía la madre de él. Sin duda el sexo con su madre también debía de ser mejor. Ahora aquella odiosa vieja estúpida estaba en una residencia con Alzheimer. En su caso, Nikki estaba convencida de

que aquella dolencia era un regalo del cielo. Ya no podía recordar quién era Nikki, y mucho menos reprocharle pecados reales o imaginarios cometidos contra su precioso Stevie. Tomó otra nota mental de que debía recordarle a Steve que tenía que ir a visitarla. Sintió el frío del cuero de la tapicería del coche contra su espalda. Ajustó el asiento automáticamente para aliviar una molesta presión en la parte inferior de la columna y hurgó en la guantera: seguía sin haber mensajes de respuesta. Así que nada de sexo ilícito a la vista. Cansada, de mal humor y con aquella tensión en el clítoris que le

recordaba constantemente lo caliente que estaba, salió de su plaza de aparcamiento justo delante de un BMW. Éste tuvo que frenar tan violentamente que se quedó balanceándose sobre los dos ejes. Cansinamente, levantó una mano aceptando su error, pero el conductor ya estaba fuera del coche con la cara congestionada y desfigurada por la rabia, y con los puños apretados, buscando pelea. Ella dejó las ventanas subidas, activó el cierre centralizado y esperó el momento oportuno para rodear con el Saab el BMW, que había quedado en un ángulo forzado, y largarse. El hombre dio un fuerte manotazo contra el

parabrisas, al tiempo que escupía de rabia mientras rugía un improperio tras otro. —¡Oh! Por el amor de Dios — suspiró y negó con la cabeza. Entonces, el hombre cometió el peor de todos los errores: le propinó una patada a un lateral del coche. En cuestión de segundos, Nikki se desabrochó el cinturón, abrió la puerta y le dio un empujón tan violento al hombre que lo desequilibró y lo hizo caer de espaldas. En el mismo movimiento, Nikki salió del coche y le clavó una bota en la barriga fofa y en los riñones. El hombre, desesperado por protegerse de las patadas, se hizo un ovillo. Nikki tomó

impulso para darle una patada en la nuca. —Yo de ti no lo haría —dijo una voz tranquila y calmada a su espalda. Era uno de los creativos, en su bicicleta, con gafas de sol envolventes a lo Stallone y casco de velocista—. Sube al coche y vete. Déjalo en paz. Sé que es consciente de que estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado para buscarte las cosquillas. Ella tragó saliva, echó un rápido vistazo a la abolladura de la puerta, subió al coche y se fue. Por el retrovisor vio cómo el creativo dejaba la bicicleta para ayudar a levantarse a aquel hijo de puta. Empezó a temblar. Podía sentir

cómo se deslizaba el sudor por debajo de sus pechos. ¿Qué coño le estaba pasando? Con muchas ganas lo hubiera pateado hasta cansarse. ¿Y por qué? ¿Por una abolladura? ¡Dios!, menudo día de mierda. Necesitaba una copa. Steve, sin decir nada, le sirvió un Jack Daniel’s con hielo. Podía tener un montón de defectos, pero la capacidad de calibrar el humor de Nikki al final del día era un talento que compartía con Marión. De hecho, era una de sus pocas características positivas que servía de alguna ayuda a su matrimonio. Las manos de Nikki temblaban tanto que el hielo tintineó violentamente contra el vaso. Steve esperó. Sabía que

su esposa estaba profundamente afectada por algo. —Ese cabrón de mierda me ha pateado la puerta del coche —dijo casi sin aliento, mientras el JD le abrasaba la garganta—. Me ha pateado la puerta del coche y eso después de que yo me disculpara. Me ha pateado la puta puerta del coche, así que yo iba a patearle su puta cabeza, pero Gary se ha bajado de la bici para ayudarlo, y la presentación se ha suspendido, y se me ha estropeado el ordenador y he gritado e insultado a aquella pobre chica y no tengo malditas las ganas de cenar cordero esta noche. Soltó todo aquel torrente de un tirón. Steve se perdió la mayor parte, pero

captó que había sido un mal día y suspiró dramáticamente con impaciencia, mientras ella se echaba al gaznate el resto del whisky. —La verdad, creo que ésta debería ser tu última copa de esta noche. Lo que menos necesito hoy es que estés ya medio bebida cuando te presentes. —Él captó su mirada glacial—. Mira, siento que hayas tenido un día de mierda, pero si queremos llegar a la cena más vale que empecemos a movernos. No puedo permitirme llegar tarde. Esa gente prácticamente me ha prometido su cuenta. Sé que están buscando créditos para comprar aquel solar en el centro de la ciudad y construir un centro

comercial, y yo puedo ofrecerles un trato excelente. Así que empólvate la nariz, ponte tus mejores trapos y cerremos el trato. Todo lo que tienes que hacer es llevar mañana el coche para que hagan un presupuesto. Estoy seguro de que no es tan grave. Al fin y al cabo, no es más que un trozo de metal sobre ruedas —dijo Steve, en una cantinela monótona. Desafortunadamente, como se estaba sirviendo una generosa copa de whisky escocés, no percibió la señal de peligro: Nikki pasándose una mano por detrás del cuello. Con la nuca de Steve a su disposición, tan vulnerable, Nikki estaba

esforzándose denodadamente para controlar la necesidad de golpearlo con la botella de JD. —No voy a ir —dijo con frialdad—. Hoy soy una acompañante pésima y, además, tengo trabajo que hacer. —No puedes abandonarme ahora: sabes que soy fatal en eso de las frivolidades sociales. No puedo presentarme allí e ir directo a los negocios. ¿De qué coño hablo para distraerlos hasta la hora del café, la copa y el puro? Esto es demasiado. No te estoy pidiendo tanto, creo. Tú has tenido un día de mierda y yo soy el que sale perdiendo. Esto es un completo desastre. Probablemente es el acuerdo

más importante de mi vida y ¿qué pasa?, que mi propia esposa ni siquiera puede molestarse en salir unas miserables horas. Bueno, pues entonces llamaré a Sophie a ver si ella quiere venir. Dejaría caer todo lo que tuviera entre manos para tener la oportunidad de ayudarme a conseguir una cuenta como ésta. Conoces a Sophie, ¿no? Aquella jovencita rubia y tetuda de mi departamento, ya sabes, esa que tiene las piernas tan largas que le llegan hasta las orejas. —¿Lo dejaría caer todo? Pues entonces pídele a esa putita que deje caer las bragas y eso os dará a vosotros los ejecutivos, hijos de puta trajeados,

la oportunidad de hablar de algo. Y espero que le guste el cordero —dijo Nikki con rencor y salió, con la idea de ir a darse un baño. Steve se encogió de hombros y bebió de su whisky, un trago tan largo que los ojos se le anegaron y empezó a toser y a resoplar. —Así te atragantes y te mueras, cabrón —masculló Nikki. Acababa de subir por la escalera y se había quitado ya la mitad de la ropa—. No, Steve, gilipollas, no he tenido un buen día. No tengo una buena vida. Debería estar en Londres, allí es donde debería estar… Su mascullar entre dientes se apagó cuando cerró de golpe la puerta del

baño. —Entonces, deduzco que tengo que llamar a Sophie, ¿no? —gritó Steve hacia el piso de arriba, una vez se hubo recuperado de las palpitaciones y pudo volver a respirar con normalidad.

GEORGIE

tiró la bolsa sobre el asiento de atrás y todos los papeles se desparramaron. Se quedó de pie, al lado de la puerta abierta del coche, respirando profundamente, tratando de recuperar la calma. —Hija de puta. Maldita hija de puta presuntuosa —masculló, con los dientes apretados—. Sólo porque se le estropea el puto ordenador y seguramente porque

ayer no folló, me salta al cuello. Maldita cabrona de tacones altos, no ha tenido tiempo de leerse el copy. No es posible. Me dejo la piel para entregarle algo pronto y ¿qué ocurre? Que la muy hija de puta, reina de todos los infiernos, decide descargarse conmigo. A la mierda: no me hace ninguna falta su puto boletín. Le rechinaron los dientes. Georgie Rivers sí que necesitaba aquel puto boletín. Su impuesto de circulación había caducado hacía seis semanas y estaba harta de tener que ir con cuidado al aparcar el coche. Los de la British Telecom le estaban montando un escándalo porque había dejado sin pagar

la segunda cuota de la factura de teléfono y volvía a llevar atraso en el alquiler. Estuvo encantada cuando recibió una llamada inesperada ofreciéndole aquel trabajo. Su tía Gillian —la llamaba así aunque en realidad no tenían ningún parentesco— le había dicho, cuando Georgie se mudó a esa ciudad dejada de la mano de Dios, que pasaría su nombre a todos sus contactos, pero creía que tía Gillian había olvidado su promesa, pues tenía fama de despistada. —Necesito una cerveza —suspiró. Se metió en el coche y se fue a buscar un paquete de Stella. En casa, desconsolada, miraba

fijamente la pantalla. Las experiencias de los clientes sobre la instalación de circuitos cerrados de televisión no la entusiasmaban, pero el trabajo valía cerca de 600 libras. Si se lo sacaba de encima rápidamente podría pasarse el resto de la semana colgada del teléfono, consiguiendo más trabajos. A Georgie siempre le quedaba la opción de recurrir a la agencia de noticias. Keith necesitaba constantemente corresponsales en los tribunales, en los juzgados de instrucción o en algún jodido juzgado laboral. Un sueldo de mierda y muchas horas de trabajo, pero le ayudaba a mantener la velocidad de su taquigrafía

y, de vez en cuando, Fisgona Rivers le conseguía a Keith material para lograr una abultada prima de los periódicos nacionales. Suspiró. Hacía mucho tiempo que había abandonado el supuesto glamour del periodismo y, aunque algunas veces se las había apañado para adelantarse a los reporteros rivales en las noticias de negocios, no tenía la determinación despiadada para las historias verdaderamente importantes que implicaban tragedias humanas. Eran muchas las ocasiones en las que había tenido que abandonar el lugar del suceso con lágrimas en los ojos: siempre lo sentía demasiado por las víctimas o por

sus familias. Georgie Rivers sabía que nunca hubiera llegado a ningún periódico nacional. Se hubieran reído de ella. Y de haber llegado y haberse puesto a trabajar en serio, no le hubiera gustado la persona en la que se habría convertido, así que las columnas de opinión de los periódicos nacionales nunca habían sido una ambición inalcanzable. Se quedó en el seguro mundo de los periódicos locales hasta el día en que la despidieron. —¡Ja! No te creas que eres una tipa dura —dijo en voz alta, pensando en Nikki Jones. Comparada con los redactores jefe y los editores de noticias que la habían intimidado a lo largo de

los años, Nikki era un angelito. No obstante, Georgie se había merecido su despido: armó un lío demasiado grande. La enviaron a la escena de un crimen, un asesinato que era una gran noticia local, en vez del habitual corresponsal especializado en crímenes, porque no podían localizarlo. Desesperado, el redactor jefe —que tenía un tic nervioso en el ojo, el cual, por algún motivo, aumentaba de frecuencia cada vez que Georgie estaba cerca— miró ostentosamente por la enorme sala de redacción, pero estaba vacía, a excepción de Georgie, que andaba por ahí, como siempre, dedicada a los artículos de «mujeres».

Con la cabeza agachada sobre su leal Olympia, Georgie no llegó a percibir cómo el redactor jefe dejaba caer los hombros, negaba con la cabeza y suspiraba profundamente. —¡Georgie! Mueve el culo y vete a Willen Hill. ¡Ha habido un asesinato! — bramó, blandiendo la hoja con anotaciones y taladrándola con la mirada, mientras el ojo le parpadeaba terriblemente. Ella se levantó de un salto, le arrancó el papel de la mano y salió corriendo. Willen Hill era un barrio duro, de viviendas de alquiler de protección oficial, construidas antes de la guerra: casas adosadas separadas por diminutos

callejones, con patios llenos de bicicletas viejas y chatarra. Sucios mocosos corrían por todas partes, haciendo destrozos y provocando follones. Las chicas dejadas y desaliñadas, envejecían antes de tiempo. Tenían la piel enrojecida y la permanente barata les había dejado el pelo encrespado. Siempre era una buena fuente de historias de interés humano de cualquier tipo: malos tratos a mujeres, muertes repentinas, vandalismo y peleas callejeras entre bandas enemistadas de adolescentes borrachos. Georgie estaba al tanto de la situación: marido sin trabajo que al final había perdido los

nervios con su descuidada mujer o con alguno de sus hijos, y, espoleado por la sidra barata, había cometido la truculenta acción. Dándole vueltas en la cabeza al titular para la primera plana, abrió la puerta del coche de golpe, salió y empezó a correr por el caminito del jardín y a través del oscuro callejón. No fue hasta el final del túnel —cuando irrumpió torpemente en la zona iluminada, se quedó momentáneamente deslumbrada y cayó sobre algo blando — cuando se dio cuenta de que había tropezado con la escena del crimen. Literalmente. —¡Oh! ¡Dios! —masculló el

sargento detective cuando Georgie, de golpe, se plantó en medio, alterando la prueba crucial que constituía el cadáver yaciendo donde había caído. —¡Joder! —masculló Georgie, mientras una colección de policías, tanto uniformados como de paisano, se giraban en el silencio, el desdén y la indignación más absolutos y se la quedaban mirando. —Es por eso por lo que ahora has de escribir sobre los clientes de circuitos cerrados de televisión para ganarte la vida. —Georgie sonrió mientras regresaba al presente y a la pantalla en blanco que esperaba su prosa ingeniosa.

La puerta se abrió de golpe y Kim irrumpió en la estancia cargada de bolsas, que, sin duda, estaban llenas de artículos de perfumería. A Kim le volvían loca las perfumerías. Georgie nunca había tenido tantos estantes del baño atiborrados de botellas de loción capilar, gel de baño, quince variedades de jabones, perfumados y sin perfume, tres tipos diferentes de pasta de dientes y enjuague bucal de cuatro sabores distintos. Había productos de perfumería esparcidos por todas partes: habían invadido el dormitorio, colocados ordenadamente en fila en las repisas de las ventanas, sobre las mesillas de noche, bajo la cama. Fuera donde fuera,

Georgie siempre se tropezaba con los malditos productos de belleza y, ahora, la muy tonta había comprado más aún. Y las bolsas —Georgie les lanzó una mirada inquieta— también parecían contener una colección de medicamentos. —Estoy atravesando el peor período de mi vida — anunció Kim. «Y yo también —pensó Georgie—, desde que te mudaste.» ¿Qué les pasaba a aquellas mujeres? Si no llevaban una carga emocional con ellas, cargaban con malditos productos de perfumería. Y si no eran productos de belleza eran mascotas. Por lo general, se trataba de gatos sarnosos o de perros roñosos,

recogidos de algún refugio lleno de pulgas. ¿Por qué las lesbianas nunca adquirían animales con pedigrí? Y si no eran mascotas era una colección de fotos enmarcadas de todos sus ex. Si no eran alcohólicas eran maniacodepresivas, todas y cada una de ellas con propensión a olvidarse de tomar sus pastillas de la felicidad. ¿Por qué no podía encontrar una chica estable, con gran sentido del humor y a quien le gustara follar, sin todas aquellas complicaciones emocionales y sin la presión para comprometerse que solía acompañarlas? ¿Por qué cedía y dejaba que se fueran a vivir con ella? Le vino a la cabeza el viejo chiste: «¿Qué lleva una lesbiana en su segunda cita? Un camión de

mudanzas».

Georgie ya sabía que no iba a trabajar más aquel día, por lo que puso el portátil en modo reposo. Kim tenía la enervante costumbre de quedarse de pie mirando por encima de su hombro mientras ella trabajaba e inexorablemente le señalaría los errores de ortografía. ¿No se daba cuenta la muy idiota de que le rompía el hilo de los pensamientos y la concentración, y que DESPUÉS todo sería corregido y arreglado adecuadamente? «Si Kim utilizara ordenador, lo más probable es

que pusiera tippex en la pantalla», pensó maliciosamente Georgie y, resignada, se dispuso a soportar una velada de lloriqueos. Sólo llevaba tres meses con aquella relación y ya le molestaba cualquier cosa que hiciera la chica. Sólo mirar a Kim la irritaba. Incluso le fastidiaba oír cómo respiraba. «Un culo fabuloso, pero ya era hora de moverse, Chica Georgie», pensó, aunque no podría echarla mientras Kim tuviera la regla, ya que lo más probable era que le destrozara o el piso o la cara. Kim no era grande, pero tenía tendencia a sufrir explosivos arranques de cólera. En tres meses, Georgie había tenido que reemplazar dos auriculares

de teléfono y aún había un paquete de copos de maíz de Kellogg’s tapando el agujero de la ventana. Y quitarle el cuchillo de trinchar había resultado un poco complicado, incluso para Georgie. Georgie podía controlarse en la mayoría de las situaciones, especialmente si tenía una botella de Bud en la mano, pero cualquiera que le tirara del pelo la ponía enferma. Quitarle el cuchillo a Kim le pareció lo más natural y lo hizo por instinto, y no fue hasta más tarde, cuando lo dejaba en el fregadero, que se dio cuenta de lo delicada que podía haberse vuelto la situación. «Maravilloso, un culo maravilloso»,

reflexionó Georgie, pero sin duda ya era hora de empaquetarla. Era hora de salir a buscar carne fresca y se juró a sí misma que aquella vez no dejaría que nadie se fuera a vivir a su casa. Tenía que disfrutar de su propio espacio, para variar. El tiempo más largo que había vivido sola fueron siete meses, la mayor parte de los cuales se desdibujaba en una nube de Jack Daniel’s, Budweisers, demasiados cigarrillos y no mucha comida. Georgie odiaba estar sola. La terrible soledad, acompañada de su baja autoestima y mezclada con el alcohol, resultaba una combinación asesina. En vez de estar sola, se llevaba a alguien a vivir con ella en cuestión de días, a veces de un día para otro. Un primer

encuentro en un club, de vuelta a casa para una sesión y cinco semanas más tarde la chica seguía allí, quitándole espacio en el armario y viendo las jodidas series de la tele cada noche. «Pero míralo por el lado bueno, Georgie. Siempre hay alguien nuevo ahí fuera.» Nunca tenía problemas para ligar. Su sonrisa descarada, sus ojos risueños y sus frases ingeniosas no le fallaban nunca. Había que reconocer que algunas de sus conquistas tenían más atractivo según la cantidad de Stella, Bud o JD que hubiera consumido, pero su historial en lo que respecta a aventuras con chicas guapas no era precisamente malo.

Por lo general, se trataba de chicas, más que de mujeres que ya no eran jóvenes, pero las mujeres, las lesbianas experimentadas de pura sangre con las que había ligado, habitualmente estaban más que dispuestas a enseñarle a la pequeña aprendiz algunos trucos nuevos. También las prefería porque estaban menos ansiosas por mudarse con todo incluido después del primer polvo, generalmente ya tenían su propia casa y, muy frecuentemente, con su pareja ya instalada allí. «Sí —decidió Georgie en aquel preciso momento—, creo que es hora de ponerse en marcha y encontrar a una mujer mayor de tetas grandes.»

Mientras tanto, Kim ya había emprendido otro monólogo sobre la enfermedad que había detectado. Se frotaba las manos en la cocina, mientras hablaba con voz monótona. Afortunadamente, el ruido del agua al correr ahogaba su voz. Georgie se vio distraída de sus meditaciones cuando la voz de Kim se hizo más fuerte —¿por qué era tan penetrante?— y la chica entró en la sala. —… Y entonces, mientras estoy intentando atender al cliente, empiezo a notar que me estoy manchando. —Ya, ya. Sinceramente hoy no estoy de humor para escuchar ese tipo de cosas. ¿Te apetece cenar pizza? —dijo

Georgie, alcanzando el menú que estaba al lado del teléfono. Cinco latas de Stella más tarde, Georgie estaba empezando a suavizar su actitud con Kim, mientras estaban acurrucadas en el sofá. —La verdad es que tienes un culo fantástico —masculló en el cuello de Kim, acariciándole la espalda y notando el habitual y traicionero palpitar del clítoris producido por la Stella. —Ya es suficiente. Me duele el estómago —dijo Kim con tono enérgico y se levantó del sofá para alcanzar el mando a distancia del televisor—. Dan Eastenders.2 Georgie gruñó y se tumbó de

espaldas, contemplando distraídamente las nalgas de Kim enfundadas en sus Levi’s, mientras ésta se inclinaba para recoger el mando a distancia. «Voy a echarlas de menos», pensó. —Me voy —anunció. —¿Dónde? —Salgo. No tardaré. No me esperes despierta, ¿de acuerdo? El rostro de Kim se endureció. «Vaya —pensó Georgie—. Movimiento equivocado. El teléfono va a empezar a volar de un momento a otro.» —¿Y ahora qué es lo que he hecho? Ya sabes, parece que últimamente nada de lo que hago te está bien. Siempre me estás encima, metiéndote conmigo. Ya

no me quieres, ¿verdad? —dijo Kim, lloriqueando. Sopesando las posibilidades de que volviera a aparecer el cuchillo de trinchar frente al mal menor de un teléfono volando, Georgie tomó aire. —No. —Nunca me has querido, ¿verdad? —No. —Esto es un poco cruel, ¿no te parece? Un poco brutal, un poco demasiado franco y directo. —Sí. —Vas a buscarte otra modelo, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Verdad que es a eso a lo que vas? —Sí.

—No significo nada para ti, ¿no? ¿Qué he sido, sólo un entretenimiento pasajero? Pensaba que había algo especial entre nosotras, pensaba que teníamos un compromiso. —Nunca he hablado de comprometerme. De hecho, tampoco te he dicho nunca que te quisiera. Nunca te he prometido nada. Tú y yo nos emborrachamos como cubas en una fiesta, viniste a casa conmigo, follamos y antes de que me diera cuenta había montones de geles de ducha apilándose por todas partes. Y, de repente, tengo conocimiento detallado de todas y cada una de las dolencias que has sufrido en la vida, en espléndido tecnicolor.

»Te escucho cuando te quejas y lloriqueas. Cada mañana tengo que esperarme media hora antes de poder utilizar mi cuarto de baño, porque estás ocupada poniéndote litros de lo que sea y restregándote las manos como una obsesa. Nunca tengo toallas limpias y siempre he de recoger el baño después de que tú salgas. ¿Qué coño haces ahí dentro durante media hora? ¿Cuánta espuma para el pelo puede llegar a usar una mujer? Mi cuarto de baño parece Boots3, no puedo encontrar ninguna de mis cosas, dejas tu ropa por todas partes, la maldita tele siempre está a todo volumen con alguna patética teleserie y nunca me ha parecido bien tu

gusto musical: todas las canciones son para cortarse las venas. Georgie tomó aire y estaba a punto de emprender otra parrafada cuando Kim juntó las manos en gesto de súplica. —Vale, vale. Puede que tenga costumbres y gustos extraños. Haré lo que quieras, pero deja que me quede. Te quiero. Intentemos solucionar esto. —No hay nada que solucionar. Se ha terminado, se ha acabado. Traeré algunas cajas de Safeway4 y mañana empaquetaré tus cosas. Puedes venir a recogerlas después del trabajo —dijo Georgie, con frialdad. —Tienes el corazón de hielo —dijo Kim—. Saltando de una a otra nunca

serás feliz. Sabía cómo eras, pero creí que conmigo sería diferente. Evidentemente estaba equivocada. —Evidentemente. Kim suspiró con dramatismo y se dejó caer en el sofá. —¿Puedo quedarme un tiempo? — dijo con voz lastimera—. Tengo que organizarme para encontrar otro sitio al que ir, ¿sabes? No es tan fácil. —Sí. —Georgie se encogió de hombros dentro de su chaqueta de cuero, consciente de que aquella noche Kim saldría disparada a casa de su madre, quien siempre había creído que todo aquello del lesbianismo no era más que una etapa pasajera y que algún día Kim

sentaría la cabeza y conocería a un buen chico. «Kim parece estar tomándoselo bastante bien», pensó mientras cerraba la puerta con firmeza. El golpe de la maceta al chocar contra el otro lado de la puerta en cuanto cerró le indicó lo contrario. Se preparó para encontrarse con un piso destrozado a su regreso, se abrochó la chaqueta y se dirigió al bar de ambiente.

Entre la multitud —la mayoría eran rostros familiares, que la saludaron con

un gesto cuando entró— estaba, Phillipa, una chica delgada de aspecto normalito que, por algún motivo, cada dos por tres se dirigía apresuradamente al lavabo. Era evidente que estaba metiéndose algo porque, a medida que la noche avanzaba, su energía, su resistencia y sus tácticas de caza sexual empezaban a mostrar un agudizado y creciente nivel de actividad. Georgie contemplaba divertida sus gracias: eran lo que daba fama a Phillipa. A medida que las Bud descendían agradablemente por la garganta de Georgie, Phillipa iba pasando de tener un aspecto normalito a convertirse en una apuesta segura para la noche, sobre todo cuando, al final, se

acercó sigilosamente a Georgie, le acarició el culo, le dijo que siempre le había gustado y le preguntó si le apetecía divertirse un poco. Georgie fue asaltada segundos después de poner el pie en el umbral del piso de Phillipa. Nunca, en toda su vida, la habían desnudado tan deprisa. Phillipa la tumbó sobre la alfombra, completamente vestida, cayó de rodillas y hundió la cara entre las piernas de Georgie. Aunque algo desconcertada por la velocidad de los acontecimientos, Georgie también era plenamente consciente de que Phillipa llevaba un cigarrillo encendido en la mano y que

aquello suponía un peligro real de sufrir una tremenda quemadura en el coño. Con la excusa —emitida en un grito estrangulado— de que necesitaba ir al lavabo, Georgie salió apresuradamente. Cuando volvió después de un lapso de tiempo razonable, le alivió ver que Phillipa, ya sin cigarrillo, estaba tumbada en el sofá. Creyendo inocentemente que la chica se había quedado dormida y que probablemente podría escabullirse, se dirigió con sigilo hacia el montón de ropa arrugada que se apilaba frente a la puerta de entrada. Un ruido a su espalda la alertó de la realidad: Phillipa no sólo estaba completamente despierta, sino que

también se hallaba llena de energía y, sin ninguna duda, caliente como una perra en celo. Sonrió, se desabrochó los pantalones y se los bajó. Dejó al descubierto unas medias con liguero y, como no llevaba bragas, un vello púbico primorosamente recortado. Se desabrochó la camisa y exhibió un sujetador de media copa. Georgie se quedó sin aliento mientras repasaba con ojos hambrientos uno de los cuerpos más bellos que había visto en la vida. No muchos estaban a la altura. Aquella vez Phillipa se contuvo lo suficiente para ralentizar los preparativos. Empujó a Georgie con firmeza contra el sofá, la besó en el

cuello y se sentó a horcajadas sobre ella. Georgie empezó a besarla lentamente y entonces se dio cuenta de que Phillipa se había puesto la mano entre las piernas para recoger un poco de sus abundantes fluidos y esparcirlos sobre los pezones de Georgie. A pesar de sus recelos previos sobre si era oportuno aceptar el sin duda imponente desafío de Phillipa en plena acción, Georgie no pudo evitar reaccionar. Empezó a relajarse y a disfrutar mientras Phillipa agachaba la cabeza para lamerle los flujos, al tiempo que le masajeaba con fuerza ambos pechos. Otra vez, Phillipa, con los dedos, recogió su humedad y la esparció sobre los pechos de Georgie, mientras le

introducía la lengua en la boca hasta que Georgie empezó a mover las caderas y a dar empellones contra ella. Georgie quería tocar, sentir y acariciar, pero, cuando empezó a mover las manos, Phillipa la inmovilizó. Georgie estaba empezando a gemir y a retorcerse de deseo cuando Phillipa, con el muslo, le hizo abrir las piernas y se lamió los dedos. De inmediato, encontró el clítoris de Georgie. Moviendo el dedo lentamente en círculos, primero agitó el clítoris desde debajo y después deslizó el dedo hasta hundirlo profundamente dentro de la mujer. Sin salir de ella, descendió velozmente por su cuerpo, recorriéndolo

con rápidos y precisos movimientos de lengua. Con la otra mano retiró el capuchón del clítoris y empezó a lamer la carne desnuda y expuesta, que se iba hinchando rápidamente, aumentando la presión, retrocediendo y volviendo a empujar con fuerza, rozando suavemente con el borde de los dientes, moviéndose en círculos y después de un lado a otro. Alentada por la efusiva humedad que manaba del coño de Georgie, deslizó otro dedo en su interior, metiéndolo y sacándolo al mismo ritmo que la lengua, que succionaba profunda y apasionadamente el clítoris cuando la presión aumentaba. Phillipa gemía de deseo ante el sabor y el tacto de aquella mujer excitada y, cuando Georgie bajó

la mirada, abrió los ojos y levantó un poco la cabeza para sonreírle, de manera que Georgie pudo ver cómo su propia humedad brillaba en los labios y la barbilla de Phillipa. Phillipa volvió a desplazarse hacia arriba, manteniendo los dedos dentro, y moviéndolos a aquel ritmo enloquecedor, aumentando el compás y empezando a besar a Georgie. El olor y el sabor de su propio coño, dulce y almizclado, cautivó los sentidos de Georgie. La mano de Phillipa volvía a golpear rápido y con fuerza contra su coño, llevando los dedos más hacia dentro y penetrándola hasta que la cabeza empezó a darle vueltas y se le

hizo un nudo en el estómago. Georgie podía notar cómo sus músculos vaginales se contraían alrededor de los dedos de Phillipa para no dejarlos escapar y entonces se dio cuenta de que se estaba corriendo gracias al profundo rugido que nacía en el fondo de su garganta. Su respiración empezó a entrecortarse mientras jadeaba en la boca de Phillipa, pero aun así no dejaba de besarla. Georgie arqueó la espalda y empezó a empujar furiosamente con las caderas contra la mano de Phillipa, buscando alivio mientras las olas de placer empezaban a inundarla. Después, abandonada, delirante, no quería soltar a Phillipa: la

agarraba del pelo, le arañaba la espalda con los dedos, alcanzaba su culo y le clavaba las uñas con fuerza, hasta que, por fin, alcanzó el clímax y explotó, no sólo con un estremecimiento, sino con sacudidas que le recorrieron todo el cuerpo, mientras se abandonaba a la sensación. Las piernas de Georgie temblaban, sus pechos subían y bajaban con el esfuerzo de los pulmones, que trataban de obtener el precioso aire. Tenía la boca seca y el cuello encogido, y gimió cuando Phillipa, lentamente, retiró los dedos. —¡Guau! Aquello era lo que quería decir

Georgie, pero no había pasado de la primera letra cuando Phillipa volvió a saltar sobre ella. Estimulada por las drogas y el alcohol, Phillipa era una autómata del sexo, una máquina sin sentimientos, técnicamente afinada y a máxima velocidad. Georgie empezó a tener serias dudas sobre aquella mujer. Al parecer, lo que había estado esnifando, junto con las copiosas cantidades de alcohol, le había proporcionado una energía y una excitación suprahumana y, seguramente, inagotable. A pesar de que Georgie deseaba desesperadamente caer dormida o perder el conocimiento, lo que llegara antes, porque la cabeza le daba vueltas y

tenía el coño entumecido, empujó a Phillipa hasta tumbarla de espaldas. Se le había ocurrido que, si follaba con Phillipa y hacía que se corriera, podía ser que fuera ella quien perdiera el conocimiento. Georgie también sospechaba que hiciera lo que hiciera estaría bien: Phillipa había rebasado el estado de técnica y refinamiento. No podía estar más equivocada. Lamió a Phillipa hasta que se le dislocó la mandíbula, se quedó sin saliva, el labio superior se le quedaba enganchado a los dientes y la lengua se le entumeció. La penetró con los dedos hasta que creyó que se le iban a caer las manos —alternarlas para evitar las

rampas tampoco fue de mucha ayuda. Georgie montó sobre Phillipa y se frotó contra ella hasta que creyó que se iba a quedar clavada para siempre con la espalda encorvada. Por un momento pensó que había sufrido daños irreversibles en los codos, dolorosamente pinzados, pero Phillipa seguía estremeciéndose y empujando, inagotable, insaciable. Georgie llegó al punto de considerar la posibilidad de propinarle un gancho a Phillipa para dejarla inconsciente, porque seguía queriendo más y más cuando ella, en cambio, sólo quería dormir. La oferta —mascullada entre

desenfrenados asaltos de profundos besos con lengua— de una tercera botella de cerveza a sumar a la cantidad de alcohol que ya había ingerido aquella larga y agotadora noche por fin le concedió un descanso. A media cerveza, que engullía como si fuera Coca-Cola, Phillipa le preguntó a Georgie si alguna vez le habían bebido cerveza del coño. Ya nerviosa por los efectos que el ruido de aquella maratón de sexo oral iba a tener sobre los vecinos y dolorosamente consciente de una irritación en el culo por culpa de la fricción con la alfombra, Georgie se vio envuelta por un pánico irracional al

pensar en el efecto que podía tener cualquier derrame. —Nena, tengo que irme —dijo con delicadeza, saliendo de la maraña de manos y piernas. Se dio cuenta, con alivio, de que Phillipa tenía los ojos cerrados y de que un casi imperceptible chorrito de Bud se le escapaba por la comisura de los labios. Se vistió con cautela, sin quitarle ojo, tanto por la eventualidad de otro asalto como por la posibilidad de que Phillipa se atragantara con sus propios vómitos. Con un cierto remordimiento de conciencia, giró a la chica inconsciente hasta ponerla de lado. Apretó los almohadones del sofá contra

su espalda y salió de puntillas, dejándola en una postura que facilitara su recuperación para el más que probable caso de que se sintiera mal. «Dios mío, he sido Phillipada», pensó, ajustándose la costura de los pantalones, mientras salía dando tumbos y recorría el pasillo como una bola de billar, rebotando de una pared a la otra. «Ha sido el final perfecto para un día perfecto —pensó despiadadamente —. Probablemente por la mañana tendré cistitis o afta. ¡Joder!, ya es por la mañana: está amaneciendo. Y tengo un piso que reconstruir y un boletín que acabar.» —Por cierto, ¿dónde coño estoy? —dijo

en voz alta al salir del bloque de pisos y encontrarse en medio de un brillante nuevo día.

NIKKI sonrió para sus adentros. Se acababa de sorprender a sí misma mirando con ojos libidinosos a una grácil mochilera nórdica o alemana, de piernas largas y con unos pantalones cortos diminutos, que se le subían por las nalgas de su prieto trasero, las cuales rebotaban mientras cruzaba el paso de peatones delante de ella. ¡Dios! A Nikki le gustaba el verano.

Le encantaba fantasear, animada por las extensas superficies de carne desnuda que normalmente empezaban a aparecer a mediados de mayo. Al igual que su hermana Lynda y su compañera Gillian constantemente fantaseaban con deliciosos pensamientos sobre policías en moto y bomberos con botas y casco, Nikki podía ponerse melosa al pensar en mujeres policía y celdas, en enfermeras con medias ocupándose de los enfermos, en mujeres bombero acarreándola sobre sus hombros, en auxiliares rubias y tetudas haciéndole la respiración boca a boca durante horas y horas. El verano normalmente transformaba

a Nikki: la original conductora agresiva que era en invierno se convertía en la más dócil y cortés conductora de la carretera. Ella y su Saab se paraban en los cruces y ronroneaban juntos mientras ninfas liberadas ataviadas con tops diminutos, con las piernas largas y bronceadas y sus sandalias de tacones altos, caminaban resueltas bajo el sol del verano. Siempre, sin excepción, dejaba que las conductoras atractivas (especialmente las rubias con un BMW negro) salieran de los cruces delante de ella, porque así podía verlas por el retrovisor exterior. Y Nikki siempre sonreía.

Para Nikki, la belleza de todo residía en que podía disfrutar de aquella espléndida lascivia en completa impunidad, ya que el resto del mundo que la rodeaba en aquel momento no era consciente en absoluto de lo que estaba sucediendo. De haber sido un hombre, la hubieran detenido por merodear, por acechar, por acosar. Sin embargo, ninguna de las mujeres que sufrían el escrutinio de Nikki — probablemente el 98 por ciento de ellas era heterosexual— tendría la más remota idea de que aquella mujer alta, rubia, de ojos azules y aspecto profesional, que estaba de pie a su lado o sentada tras el volante de un vehículo

de alto rendimiento, estaba totalmente mojada, con las bragas empapadas y el clítoris como un balón de fútbol. «Dios, cuánto me gusta el verano», pensó, mientras hacía una señal para dejar pasar a la mujer que se incorporaba al tráfico delante de ella y recibía un malicioso gesto de agradecimiento. Marión levantó una ceja, sorprendida por el alegre humor de Nikki cuando entró en la oficina. «Puede que Steve le haya dado lo que quería — pensó—, o al menos que le haya comprado un bistec.» —Buenos días, Marión. Aquí tienes el disquete con todo el programa.

¿Puedes llevarlo arriba al estudio para que adornen un poco la composición y luego me traes cinco copias? Después quiero que llames al mecánico del Saab y que pidas hora para un presupuesto. Anoche, cuando me iba a casa, tuve un pequeño contratiempo con un gilipollas, viejo y gordo. También necesito una actualización de las cifras de BMRB para la evaluación del proyecto de desarrollo de marca de ese producto y me hace falta la hoja de control del material gráfico terminado para el anuncio de MTS. Pero, antes que nada, necesito cafeína y nicotina… —La voz de Nikki se fue apagando mientras entraba en su despacho con aire majestuoso.

«Humm —pensó Marión, mirándose el reloj—, le doy media hora.» De hecho, el buen humor de Nikki duró casi toda la mañana. Sólo se tambaleó ligeramente cuando los chicos del estudio aparecieron con un cómic que representaba a Nikki muy caricaturizada, moliendo a palos de tres maneras diferentes a un indefenso conductor de BMW. Simuló aceptarlo con buen humor, pero frunció el entrecejo mientras embutía el cómic en su archivador. —No te olvides de que hoy comes con Gillian —le dijo Marión, plenamente consciente de que aquello era dar por perdida la tarde de Nikki y

de que tendría que cubrirla en caso de que Alistair, su jefe, quisiera conocer su paradero. Nikki recuperó su buen humor en un abrir y cerrar de ojos. Se había olvidado de la comida: en teoría era una cita para discutir una actividad complementaria de relaciones públicas para un trabajo de marketing que tenía entre manos. Ella y Gillian, que llevaba su propio pequeño negocio de relaciones públicas, hablarían de trabajo durante diez minutos y, después, de sexo y alcohol durante los 240 minutos siguientes. Al cabo de los años sus comidas se habían reducido hasta quedarse en una al mes, dos si tenían poco trabajo.

Gillian odiaba a Steve con animosidad. Nunca le había gustado, ni siquiera en los primeros días en que había aparecido —había rezumado, era más apropiado— en el horizonte, cuando la carrera profesional de Nikki estaba a punto de despegar. Y Steve había agravado la antipatía que sentía Gillian al describirla a un amigo común como una devoradora de hombres. Nikki sabía que su querida amiga íntima dedicaría, por lo menos, 45 de aquellos 240 minutos a proferir una sarta de insultos contra su marido. Se moría de ganas. Nikki trabajó a toda máquina, dispuesta a acabar con su lista de

trabajos pendientes para asegurarse que podía tener la tarde libre.

En el restaurante, Gillian ya había pedido los aperitivos. —¡Cariño, amor mío! —gritaron al unísono, lanzando escandalosos besos al aire y disfrutando de las caras de susto de los demás comensales, en pleno almuerzo de negocios. Gillian se puso cómoda. Nikki sabía que iba a ser una comida muy larga, que tendría que volver a casa en taxi y que tendría que enviar a Steve a buscar el Saab, así que también se puso cómoda.

—¿Qué tal el trabajo? —dijo Gillian. —Una porquería —respondió Nikki —. ¿Y el tuyo? —Una porquería. ¿Qué tal tus amores? —Una mierda. ¿Y tú? —Una mierda. Bueno, digo esto — Gillian empezaba a entrar en materia—, aunque la agencia me ha presentado una oportunidad interesante. Nikki gruñó para sus adentros. La torturada vida amorosa de Gillian siempre había sido objeto de largas e intensas discusiones. En cambio, no podían hablar sobre la de ella, ya que, a todos los efectos, Nikki era una fiel

mujer casada, a menos que fuera para intercambiar comentarios perversamente maliciosos y deliciosamente divertidos sobre la destreza de Steve como animal sexual. Nikki nunca había sido capaz de hablar con Gillian sobre su otra vida. Respetaba demasiado su relación y no podía permitir que su amiga cargara con el peso de un secreto tan enorme. Además, tenía la sospecha de que Gillian se quedaría impresionada, que no lo entendería. También estaba bastante avergonzada de su vida furtiva. —¿Y, concretamente, qué es lo que te han presentado esta vez? Hasta ahora, su historial intentando proporcionarte el

compañero ideal ha sido un fracaso — dijo Nikki. Las dos mujeres empezaron a reírse. —Lo sé, lo sé —Gillian tosió cuando el vino se le fue por el otro lado —. «Caballero de Cheshire busca potranca con clase para compartir su vida.» ¿Te acuerdas? Ya me conoces, siempre llego tarde a todo y entro corriendo en el Savoy como la mujer salvaje de Wonga, acalorada y sudorosa, con el pelo de punta, y allí está él, con los brazos tiesos, sosteniendo su impecable ejemplar del The Times a los reglamentarios sesenta centímetros de distancia de sus quevedos.

Nikki, por su parte, también se atragantó con el vino. Había escuchado esa anécdota varias veces, pero seguía logrando que se desternillara. —«Dígame, jovencita, ¿dónde estudió? ¿Su familia tiene propiedades?» Y entonces, cuando yo le pregunto que qué es lo que espera de una relación… Las dos mujeres corearon al unísono. —¡Algún tipo de actividad de naturaleza horizontal en el dormitorio! Las lágrimas corrían por su rostro y apenas podían hablar para encargar la comida. La risa de Nikki estaba teñida por un toque de tristeza: Gillian se

merecía un tipo decente, aunque, había que reconocerlo, tenía que ser alguien poco común, de algún modo. Gillian era una persona maravillosa, de buen corazón y alma sensible, pero algo excéntrica. Tras años de vivir sola, se había acostumbrado a un estilo de vida que simplemente no permitía un compañero masculino a jornada completa que invadiera su espacio. Por mucho que Gillian quisiera tener un hombre en su vida, no le permitiría, por ejemplo, que interfiriera en sus impulsos repentinos de marcharse a insólitas excursiones. A Nikki le vino a la mente la de los trineos tirados por huskis en Groenlandia. El resultado

había sido una efímera relación con el Gran Danés: un hombre grande como un oso, que parecía un trampero. Era el roncador más escandaloso del mundo y tenía propensión a ligar con las amigas de Gillian en sus escasos viajes al Reino Unido. A Nikki le cayó mal en cuanto lo vio. El gusto de Gillian en lo que a hombres hacía referencia era amplio y variado. Aún no estaba en el estadio de ir tras cualquier cosa con vida en los pantalones, pero había pasado por una buena cantidad de relaciones malogradas. Una fase de esteticismo la condujo, dejando de lado cualquier prudencia, a un seminario de escritura

creativa, que se impartía en un hotel en el que también se alojaban los participantes. Allí se dedicó a fantasear nostálgicamente con Robert, pero Robert, para su desilusión, resultó ser gay. Entonces la inclinación de Gillian por «los deliciosos jóvenes» la llevó a mantener una relación furtiva con un instructor de fitness de 24años, en la sauna del hotel. Nikki albergaba la secreta sospecha de que Gillian nunca la había perdonado por el fiasco que se llevó con un chico holandés, bastante joven, que conoció unas vacaciones haciendo senderismo por Turquía. Locamente enamorada del chico —Nikki tenía que admitir que era excepcionalmente guapo, a juzgar por

las fotos—, Gillian le propuso a Nikki ir a visitarlo a Holanda y le aseguró que él le conseguiría un amigo igual de guapo para que la distrajera. Sin que Nikki lo supiera, Gillian envió fotos, incluida una de Nikki en la que aparecía borracha y con un sombrero del Pato Donald. Desde entonces, Gillian no había vuelto á saber nada del chico. —Quizá debería renunciar a todo esto —dijo Gillian, dando un bocado al salmón—. No parece que me lleve a ninguna parte. Parece que no funciona nada, que nada cuenta. Las miradas de las dos se encontraron sobre la mesa y empezaron a reírse de nuevo.

—¡La teoría del «no cuenta»! —dijo Nikki. —Si no puedo recordar su nombre, no cuenta. —Si no puedes recordar tu propio nombre, no cuenta. —Si no te corriste, no cuenta. —Si no pudo correrse, no cuenta. —Si yo estaba bebida, no cuenta. —Si yo estaba sobria, no cuenta. —Si tenía la polla pequeña, no cuenta. —Si no quiso practicar sexo oral, no cuenta. —Si no se logró la penetración, no cuenta. —Si yo estaba inconsciente, no

cuenta. —Si no pagó la comida, no cuenta. —Si no puedo recordar dónde, no cuenta. —Si no puedo recordar nada de nada, no cuenta. —Si se quedó sin pilas, no cuenta. Llegadas a este punto, las dos mujeres se estaban enjugando las lágrimas con la servilleta, los comensales a su alrededor estaban boquiabiertos, el camarero se había ido disparado a recrear al personal de cocina con las historias de las dos cachondas mujeres maduras de la mesa 36 y el teléfono de Gillian había recibido tres mensajes en el buzón de

voz. —Hablando de lo que no cuenta, ¿cómo está el patético cabrón que tienes por marido? —dijo Gillian. En algún momento de su pasado lejano, Gillian estuvo casada. En todos los años que hacía que Nikki la conocía, Gillian sólo se había referido a él como a Aquel Roedor. Lo dejó en Nueva Zelanda, donde habían emigrado cuando Gillian tenía veinte años y acababan de casarse. Doce semanas de viaje de regreso en barco al Reino Unido acabaron con Gillian beneficiándose a la mayoría de oficiales de la tripulación. La ropa blanca tropical, los calcetines blancos largos y las rodillas bronceadas

aún eran un fetiche para ella. —Anoche me las arreglé para escaquearme de una de esas asquerosas cenas, porque se me estropeó el ordenador y tenía que trabajar —dijo Nikki, haciendo un gesto al atento camarero para que les sirviera otra botella de vino—. De hecho, ayer fue un día nefasto. ¿Sabes?, un gilipollas me dio una patada en la puerta del coche, porque hice marcha atrás delante de él. Me disculpé, pero él optó por atacarme. Ayer no fue un buen día. Nikki había evitado hábilmente mencionar su contraataque. Seguía avergonzada por haber perdido el control.

—¿Por qué será que nosotras dos tenemos más días malos que buenos? Yo parece que tenga una sucesión de días de mierda en el trabajo. Ya sabes, ésos en los que llevas tanto tiempo posponiendo las cosas que al final tienes que hacerlas —dijo Gillian, mientras Nikki asentía fervorosamente—. Parece que te estás dejando la piel por gente que de todos modos no te valora. Quiero decir que esa gente se levanta por las mañanas sintiéndose una mierda y piensa: «Oh, está bien, Gillian trabaja para mí. ¿Si le toco un poco las pelotas me sentiré mejor?». Así que acabo corriendo como una loca de aquí para allá y, normalmente, salvando su trabajo,

porque ellos han jodido algo. Las dos mujeres eran miembros de la Sociedad de Damas «La Vida Empieza en el Almuerzo» y de la organización asociada «Trabaja con más inteligencia, no más duro». —Estoy empezando a pensar que deberíamos fundar el club «Me importa una puta mierda» —reflexionó Nikki—. ¡Todo parece costar tanto trabajo, incluso las cosas más sencillas! Siempre me siento intranquila, ¿sabes?, el tema «ha de haber algo más que esto». Ya sé que Marión está harta de oírmelo decir pero es verdad. Quiero decir que, ¡por Dios!, sólo faltan dieciocho meses para que se acabe el siglo veinte y me falta un

año para cumplir los terribles cuarenta… —Yo pasé por esto hace años, cariño, y no es agradable —dijo Gillian, sirviendo más vino—. He estado ahí, lo he vivido y ojalá hubiera hecho algo. —Hablo con mucha gente que siente lo mismo: un trabajo sin futuro, un matrimonio o una relación sin futuro. Hay algo flotando en el aire y creo que va a haber una revolución en masa o algo así, y que de golpe todos empezaremos a despegar el 31 de diciembre de 1999 para hacer lo que siempre hemos querido: empezar el año 2000 a lo grande. —Así, ¿tú qué harías? ¿Deshacerte

de ese cabrón aburrido de Steve y largarte a una isla desierta? Nikki sonrió con tristeza, haciendo girar el vino dentro de la copa y mirando las gotitas de agua condensada en el exterior. Si fuera tan fácil. —Lo siento, he puesto el dedo en la llaga. —Gillian se estiró para dar un apretón a la mano de Nikki. —No, no, sólo es que parece que me debato entre la necesidad de hacer algo y el miedo a hacerlo. Siempre he querido montar mi propia agencia. Sé que soy lo bastante buena, aunque soy demasiado mayor para empezar en Londres desde el principio. Seguramente voy con quince años de retraso, con

todos esos trajes llamativos, las gafas de diseño y los BMW descapotables. Y luego están todos esos jóvenes recién licenciados, con toda la puta teoría fresca en la mente y el argot ostentoso. En quince días me habría quemado. Hay mucho activo disponible en la casa y el coche ya está pagado. Sólo se trata de dar el paso, de decirlo: «Quédate la mitad de esto, es tuyo, te lo mereces, sal y hazlo». »Sé que lo único que tengo que hacer es llevarme a los clientes, abrir un despachito en alguna parte, alquilar una casita, conducir un Peugeot… Puede que eso no. Pero podría hacerlo, Gillian, sé que podría. Y después encontrar a mi

pareja ideal, alguien que me entienda y que entienda mis necesidades emocionales. Alguien que esté esperándome al final del día para apoyarme y abrazarme y decirme que todo irá bien, que lo afrontaremos juntos. Alguien que crea en mí, que tenga fe en mí, que me valore. —¿Sabes, Gillian?, me siento como un paquete de detergente. A veces creo que me pusieron en este planeta para lavar las camisas de Steve y que ese es mi papel en la vida. —Lo que te hace falta es una esposa —soltó Gillian de manera despreocupada. Nikki no pudo evitar quedarse muy

rígida en la silla. —¿Qué quieres decir con eso? — preguntó. Sorprendida por la vehemencia de la reacción de Nikki, Gillian no sabía qué decir. De repente, con una sensación de ahogo en la boca del estómago, Nikki se dio cuenta de que su reacción había sido excesiva e intentó relajar el ambiente, quitarle importancia. —Lo siento, siempre estoy a la que salta. Sé lo que quieres decir: alguien que me cuide y que se ocupe de mí tal como se espera de una esposa. Supongo que Steve tampoco tiene ninguna ganga conmigo. ¿Te acuerdas de aquella vez que se iba a jugar a fútbol y quería sus

pantalones de la suerte? Gillian, todavía algo turbada por el brusco cambio de humor de Nikki, desplegó una sonrisa de compromiso. —Me olvidé de lavarlos la noche antes de un partido, ¿te acuerdas? Así que me dio una vara y los lavé a mano, los puse debajo de la parrilla para que se secaran y estuve a punto de prender fuego a toda la casa. El humor seguía sin cambiar. Una tensión incómoda se había instalado entre las dos mujeres, que permanecían sentadas en silencio. Nikki luchó con su conciencia: Gillian no se lo merecía. La fiel Gillian, la leal Gillian, una de las pocas personas en quien Nikki confiaba

sin reservas. Cada una de ellas daría su vida por la otra. A lo largo de los años, Gillian siempre había estado allí cuando Nikki la había necesitado, nunca la había juzgado, ni siquiera había intentado convencerla de que no se casara con el cerdo de su marido. Gillian no le había dicho ni una sola vez: «Ya te lo dije», a pesar de algunas meteduras de pata monumentales en su vida personal y profesional. Nikki hacía las cosas bien el 90 por ciento de las veces, pero el otro 10 por ciento habitualmente estaba constituido por errores tremendamente caros o inmensamente costosos emocionalmente y, aun así, Gillian siempre había estado

a su lado y, a menudo, la había ayudado a salir del lío. Seguro que Gillian también la apoyaría aquella vez si le abría su corazón, ¿no? Nikki respiró hondo. —Gilly, creo que necesitamos otra botella de vino. Tengo algo que contarte —dijo, dirigiéndose a la coronilla de la cabeza gacha de Gillian. Hizo otra señal al camarero, quien reapareció con una nueva botella y se quedó rondando por allí hasta que lo despacharon con una mirada fría. —Gilly, ¿cuánto hace que me conoces? —Siglos, creo, desde que nos encontramos aquella vez en un congreso

y tú fuiste tan borde conmigo, porque creías que te estaba molestando para quitarte un cliente. —¿Por qué crees que durante este tiempo he estado casada y he aguantado a Steve? ¿Por qué crees que incluso cuando nos vamos tú y yo solas de vacaciones o de fin de semana nunca accedo a follar con otros hombres? ¿Por qué crees que nunca he tenido la aventura típica de la crisis de los cuarenta con la que llevas dándome la lata los últimos cinco años? Gillian estaba desconcertada por el veneno que destilaba la voz de Nikki, que creía dirigido a ella, pero entonces la miró a la cara y vio que tenía la

mirada perdida, fija en el infinito, y que aferraba con fuerza la copa de vino. Gillian guardó silencio. —Gilly, desde que iba al colegio me han gustado las otras niñas, y no se trataba sólo de enamoramientos adolescentes: sé que era algo más. Me he esforzado muchísimo por evitarlo, por ser la buena chica del norte que se casa, tiene hijos, dos coches y una habitación con baño. Sin embargo, durante los últimos años, he cedido a esos sentimientos, a esas necesidades. Gillian la miraba fijamente sin decir palabra. De una tirada, Nikki espetó: —Durante todos estos años he

estado quedando con mujeres a escondidas, Gilly. Steve es solo una tapadera, una tapadera útil con acceso a negocios e hipotecas baratos. Y siempre que él pueda utilizarme una vez al mes con su torpe estilo habitual y pueda lucirme colgada del brazo como un trofeo, a él le parece bien. No sé ni me importa si es feliz, sólo sé que le está bien. El viejo, aburrido y dependiente Steve. Yo no interfiero en su golf ni en su squash y el hombre puede tener aventuras a diestro y siniestro por lo que a mí respecta. Me permite guardar las apariencias y así puedo dedicarme a mi sórdido secreto sin que nadie sospeche. Nunca le he hablado de esto a nadie, ni a una sola persona, pero ahora está

empezando a destrozarme… —Su voz se apagó mientras las lágrimas empezaban a manar. —¿Cómo contactas con esas mujeres? —le preguntó Gillian, en un tono tranquilo. —A través de agencias de acompañantes. Caras y discretas, aseguran desinterés y total ausencia de sentimientos. Tengo un teléfono móvil exclusivamente para esto. Lo escondo en el coche y hablo con ellas, a veces durante horas. Después nos encontramos en un lugar seguro, tomamos una copa y seguimos charlando. A veces vamos a un hotel, a veces lo hacemos en el coche, a veces voy a su casa. En algunas

ocasiones me siento sucia y avergonzada. En otras, me siento despreocupada y satisfecha. Si me siento sucia, lo dejo estar durante un tiempo: pueden ser semanas o meses, siempre depende de cuánto me pueda controlar a mí misma. Me sumerjo en el trabajo o doy un paseo en coche, pero hay días — y noches— en los que es más fuerte que yo. »Tengo que estar con una mujer, a veces con cualquier mujer, pero ya no de un modo físico, para lograr satisfacción personal, pagando para tener sexo rápido con una desconocida. En el fondo de mi corazón, sé lo que soy, lo que siempre he sido cuando estoy

con una mujer. Quiero una relación, quiero una pareja a quien cuidar y con quien compartir, una relación igualitaria, no una sucesión de caras y cuerpos bonitos, que puedo olvidar al momento. Puedo fingir montones de cosas, puedo esconderme tras una fachada de respetabilidad, pero me atormento imaginándome lo que sucedería si me descubrieran. ¿Perdería el trabajo? ¿Tendría un divorcio complicado? ¿Qué pensaría mi familia? —Bueno —dijo Gillian con cautela —, si tuvieras tu propia empresa no perderías el trabajo. Podrías hacer lo que quisieras. Divórciate ahora de Steve, consigue dinero, empieza un

negocio y llévate a tus clientes. Llévate también a Marión contigo y a la mierda todo. Ser gay o lesbiana ya no es un estigma, Nikki, no tiene por qué determinar toda tu vida, ¿verdad? Si sales y consigues encontrar a alguien con quien mantener una relación de verdad, no tendrás ningún motivo para sentirte avergonzada, furtiva o sucia. Puedes seguir siendo discreta cuando haga falta o cuando pueda suponerte algún problema. ¡Por Dios!, no es como si tuvieras aspecto de lesbiana. Nikki sonrió para sus adentros. Gillian seguramente no reconocería a una lesbiana aunque se encontrara entre dos mujeres follando.

Gillian empezaba a animarse con el tema. —Lo que me has dicho ha sido como una bomba, Nikki, pero para mí no supone la más mínima diferencia. Lo único que me importa es verte feliz. Y esto… de ser lesbiana, declarada y orgullosa, creo que dicen…, ¿va a hacerte feliz? —¡Oh, sí! —las palabras salieron en una oleada de alivio—. Es lo que necesito, lo que quiero, Gilly. No sé cómo voy a conocer a la mujer de mis sueños, pero ya no puedo aguantar esto por más tiempo. —Pues adelante, corazón, y si hay algo que yo pueda hacer para ayudarte a

conseguirlo, lo haré. Se apretaron las manos de nuevo, en silencio, mientras las lágrimas rodaban por las mejillas de Nikki. —De hecho… —Gillian volvía a hablar con cautela—, yo sólo conozco a otra lesbiana. Puede que quieras hablar con ella: podría ayudarte. —¿Quién es? —Mi ahijada, una chica encantadora, un poco voluble, pero siempre ha sido muy clara sobre lo de su lesbianismo. Es la hija de una chica con la que fui a la universidad. Bendita sea, Genevieve no era precisamente la chica con más talento ni la más brillante: sólo soñaba con casarse, tener hijos y sentar

la cabeza igual que había hecho su madre. »Acabó la carrera e inmediatamente se casó, se quedó embarazada en la luna de miel y eso fue todo. Ahora tiene cuatro hijos y creo que por lo menos tres nietos, y es completamente feliz con la vida que le ha tocado vivir. Estoy segura de que ya te he hablado de ella. Nikki sonrió. Ella y Gillian bromeaban diciendo que las dos tenían demencia presenil: había veces en que Gillian la llamaba para explicarle cosas que ya le había contado previamente; otras veces, en cambio, estaba convencida de haberle dicho algo a Nikki y no era así. Gillian era el tipo de

persona que dejaba el mismo mensaje en el mail de Nikki, a Marión, en el contestador de casa de Nikki, en el móvil del despacho y en el que llevaba fijo en el coche. —Teniendo en cuenta lo que te acabo de contar, estoy segura de que, si me lo hubieras comentado, recordaría el hecho de que tu ahijada es lesbiana — hizo constar con sequedad. —Bueno, lo que sea —dijo Gillian con energía—. Hace años que no la veo. Vino aquí del norte hará unos cinco años. Era algo como que la despidieron de su último trabajo y quería dejar el nido. Bueno, lo de dejar el nido no sé. Llevaba algún tiempo viviendo fuera de

casa, pero creo que el disgusto del trabajo hizo que Genevieve se desesperara. —¿Qué le parece a Genevieve que su hija sea lesbiana? —Teniendo en cuenta alguna de las aventuras en las que estuvo envuelta, creo que sencillamente era la última de una larga serie de revelaciones. Genevieve es bastante difícil de escandalizar. Para tratarse de alguien que pasó directamente de la universidad a convertirse en ama de casa, es una persona con mucho mundo y se toma las cosas con bastante calma. De todos modos, con tres hijos varones, creo que una hija lesbiana encajaba

perfectamente. —Sí, me gustaría conocerla. — Nikki parecía tener la cabeza en otra parte. Gillian estaba a punto de comunicarle que era posible que ya se hubieran conocido por algún tema profesional, puesto que le había pasado el nombre de Georgie como posible redactora de copy, pero el camarero que se acercó a llenarles las copas la distrajo y el pensamiento se le fue de la cabeza inmediatamente. —Bueno, cariño, puedo sentir cómo se acerca una fiesta. Primero terminaré con la salita y después habrá una inauguración —anunció Gillian.

—Lo siento, querida, pero no creo que pueda esperar tanto —comentó Nikki con afabilidad. En realidad Gillian nunca había necesitado ninguna excusa para organizar una fiesta. El año anterior, las celebraciones de un cumpleaños importante —nadie estaba muy seguro de qué edad había alcanzado, ya que era terriblemente reservada sobre su edad— habían durado gran parte de los doce meses previos. Gillian también remodelaba su casa constantemente, a pesar de lo pequeña que era, para desesperación de los miles de trabajadores a domicilio de la localidad. A mitad de cualquier

proyecto, ella cambiaba de idea, inspirada por las páginas de una revista de moda. Habitualmente la reforma se hallaba en el estadio en que hacía falta un electricista o un lampista, lo que implicaba reorganizar las fechas del albañil, el carpintero o el decorador. Ella nunca había caído en la cuenta de que la mayoría de sus mensajes desesperados a las compañías correspondientes eran ignorados. La salita era el último proyecto y seguía inacabado. Tenía la intención de convertirla en un palacio de seducción para una planeada sucesión de chicos deliciosamente jóvenes, pero le faltaba un ingrediente vital: una chaise-longe en la que Gillian pudiera recostarse. En

consecuencia, la fiesta de inauguración llevaba viéndose venir desde hacía más de dos años. —¿Sabes que el maldito tapicero está esquivando mis llamadas? — comentó indignada—. Creo que organizaré una de mis pequeñas veladas temáticas. Barbacoa, ensaladas y abundantes cantidades de vino, puede que disfraces. Reuniré a unas cuantas personas para que no sea tan obvio. Nunca antes había tenido a un par de atractivas lesbianas en mi casa. —Sólo quiero hablar con la chica: no pretendo que me organices una cita —dijo Nikki, horrorizada. —Déjalo en mis manos, cariño —

dijo Gillian y Nikki no pudo evitar que una pequeña llamarada de miedo temblara en su corazón. Iba a escapársele de las manos, lo sabía.

Aquella misma noche, más tarde, mientras estaba tumbada en la cama al lado de Steve, reflexionaba sobre todo aquello. Puede que fuera una buena idea, por lo menos podría hablar y expresar sus sentimientos. Sus relaciones a lo largo de los años habían sido simples acoplamientos sin emociones; para las otras mujeres no era más que el trabajo de una profesional. No había habido

lugar ni necesidad de conversaciones profundas sobre sexualidad. Había reconocido aquella mirada en los ojos de algunas profesionales: la consideraban una ama de casa rica y aburrida que buscaba un pasatiempo. Aquella mirada la había molestado, pero, mientras tendía el dinero, con no poca vergüenza, no tenía por qué dar explicaciones. Haberlo hecho la hubiera dejado expuesta, vulnerable, y su modo de vida se hubiera visto amenazado. Nikki miró por encima el bulto que roncaba en la cama. ¿Por qué siempre se quedaba con todo el puto edredón? Suspiró con fuerza, agarró una esquina del edredón y se giró violentamente,

dando un tirón. El aire frío sobre el culo rechoncho de Steve lo hizo gimotear en sueños.

El viernes amaneció con el cielo nublado y lluvia fina. El Saab odiaba la lluvia y, cuando llovía, coleaba desconcertantemente. Nikki condujo con cuidado hasta el despacho y Marión percibió al instante que Nikki podía cambiar de humor en cualquier momento. Gracias a Dios, era viernes, pensó Marión. Adoraba a su jefa: compartía con ella todas las emociones, la defendía e incluso se preocupaba por

ella mientras estaba en casa con toda la familia. Marión nunca desconectaba. Era la mano derecha de Nikki y lo sabía todo de todos y cada uno de los proyectos y trabajos; era sólida, responsable y absolutamente digna de confianza. Sin ella, Nikki se encontraría completamente a la deriva. Marión lo sabía y por eso era muy tolerante cuando los ánimos estaban caldeados. Nunca se quejaba. Mantenía un flujo constante de café y desviaba a los colegas y a las llamadas que hubieran hecho que la espiral de Nikki llegara aún más lejos. Fue Marión quien la rescató —como de costumbre y con absoluta discreción — el día en que Nikki perdió

completamente los papeles el último verano. Una cita matinal con un representante de impresoras se había convertido en un almuerzo regado con mucho alcohol y Nikki se había olvidado el móvil. Para cuando Marión la localizó en su vinatería favorita, estaba tan borracha que, a decir verdad, no recordaba ni quién era. Envió un taxi con el dinero, ya que Nikki también se había olvidado el monedero, para que la llevara a casa a dormir la mona antes de que Steve llegara. Fingió tener una infección vírica para justificar su necesidad desesperada de dormir para recuperarse del Bollinger y el Tía María.

Marión nunca le había mencionado a nadie lo ocurrido, pero el lunes siguiente le dijo a Nikki, en voz baja-. «Por favor, no vuelvas a hacerlo. Me tenías terriblemente preocupada. A veces bebes demasiado y eso no es bueno para ti, ya lo sabes. Has de aprender a controlarte y a calmarte». Nikki, en aquel momento, se sintió como la hija de dieciochos años de Marión, mientras estaba de pie soportando la reprimenda. Pero, como de costumbre, Marión tenía toda la razón. Sólo tres personas en el mundo podían hablarle de aquella manera: Marión, Gillian y su hermana. Su madre, si aún estuviera viva, hubiera sido

mucho más brutal. Ya habían pasado ocho años y Nikki aún la echaba de menos cada día de su vida. A pesar de tener 39 años, había veces en que lo único que quería era que su madre apareciera y le solucionara los problemas, como solía hacer. Aunque tenía la misma edad que Marión, Nikki siempre se había sentido como una hija para ella. Era a Marión a quien buscaba cuando necesitaba el mismo tipo de apoyo y se había portado bien desde aquel último verano. —¿Cuándo ha de venir la freelance? —preguntó Nikki, recordando la promesa que se hizo a sí misma de tratarla bien.

—Ahora mismo —dijo Marión, mientras sonaba una llamada en la puerta del despacho. L a freelance se acercó. Parecía nerviosa. También parecía tener una resaca monumental, mientras le tendía los textos a Nikki. —Me gustaría disculparme por lo del otro día. Fui un poco dura contigo — dijo Nikki de un modo que la dejó desarmada—. No tendría que haberte gritado de aquel modo. ¿Te encuentras bien? La freelance, agradecida y cansada, se había hundido en la silla y tenía aspecto de estar a punto de desmayarse. —Lo siento —masculló—, creo que

estoy incubando algo. Nikki asintió. Era evidente que la chica tenía resaca, pero era la excusa habitual que Nikki también solía utilizar. Empezó a echar una ojeada al copy. Era bueno; exactamente lo que necesitaba. Volvió a sentir remordimientos de conciencia al darse cuenta de que probablemente el otro día los textos también eran buenos. La chica dejó caer la cabeza y un ligero aroma a cerveza rancia le llegó desde el otro lado de la mesa. —¿Quieres café? —preguntó Nikki con educación—. ¿Café solo? ¿Montones de azúcar? ¿Unos doce litros?

L a freelance levantó la mirada y sonrió, al darse cuenta de que la habían pillado. «Dios mío —pensó Nikki—, tiene unos dientes fantásticos. Seguro que también tiene los ojos bonitos cuando no están enrojecidos. Y estoy completamente segura de que esta mañana no se ha lavado el pelo: probablemente no podía soportar la presión del agua en la cabeza. Es muy guapa y se le ilumina todo el rostro cuando sonríe. Estoy convencida de que en su momento ha debido romper unos cuantos corazones.» —Es bueno. ¿Lo tienes en disquete? —Nikki alcanzó el disquete que le

tendían—. Prepara la factura y haré que te la paguen lo antes posible. Mira, si estás dispuesta, tengo otro trabajillo para ti. No tardaré mucho en hacerte un resumen y puedo ofrecerte una tarifa fija de 350 libras. ¿Qué te parece? Georgie luchó por mantener la expresión impasible. Aquello supondría poder quitarse de encima al casero. «Parece que me ha perdonado. Aquella recomendación de la tía Gillie va a valer la pena. Esta es una agencia enorme y respetable, con algunos clientes con mucho estilo. Puede que me recomiende a otros si le hago un buen trabajo. No es tan dura ni parece tan feroz cuando está de buen humor y sin

gafas está más guapa.» —¿Para cuándo lo necesitas? — preguntó Georgie. Al despedirse, estrechó la mano de Nikki y le dedicó una sonrisa de alto voltaje, que alcanzó sus ojos nublados. Nikki evitó quedarse boquiabierta cuando la freelance la tomó de la mano y se la .estrechó. «De hecho —pensó Nikki—, es muy guapa. Si ella trabajara de acompañante, ahora mismo estaría más que dispuesta a pagar el doble de la tarifa habitual. Frena ya, yegua caliente, es obvio que es heterosexual por los cuatro lados.»

GEORGIE se despertó con un largo quejido. El teléfono estaba sonando, la cabeza le daba vueltas y tenía la sensación de tener la boca como el suelo de la jaula de un loro. —Dios mío, alguien me ha cambiado la lengua durante la noche… — masculló, agarrando con fuerza el teléfono a fin de detener aquellos incesantes timbrazos.

Al escuchar la voz al otro lado acalló otro quejido. ¿Por qué la tía Gillian era tan estridente? ¿Y por qué estaba tan jodidamente alegre? —Buenos días, querida, aunque ya prácticamente es por la tarde. ¿Cómo estás? ¿Qué haces últimamente? ¿Por qué nunca llamas a tu tía Gillian? «Seguramente porque me haces demasiadas preguntas cuando tengo resaca», pensó Georgie descortésmente. ¿De verdad ya era prácticamente por la tarde? —Lo siento, tía, aún no estoy muy despierta —dijo Georgie, sentándose y, acto seguido, deseando no haberlo hecho.

—Georgina, ¿no tendrás resaca por casualidad? —Tía Gillian, me he pasado resacosa la mayor parte de mi vida adulta. —Hummmm, la verdad es que no puedo regañarte, ¿no es cierto? Sería como si la sartén le dijera al cazo… Ya sabes que me gusta hacerme vieja escandalosamente. Hablando de eso, te llamaba para preguntarte si te gustaría venir a una pequeña fiesta que celebraré pronto. —¿Vas a acabar pegándote el lote en el sofá con algún jovencito, como de costumbre? —Eso espero. ¿Conoces a alguno?

—Tía, últimamente estás al borde de dedicarte a seducir criaturas. Además, ya sabes que yo no frecuento ese tipo de círculos donde hay preciosos modelos masculinos disponibles. Al menos, no los heterosexuales —Gillian se quedó callada. Georgie sabía que se avecinaba algo. —Mira, no sé si puedes ayudarme o no —empezó Gillian con cautela—, pero tengo una amiga muy querida que el otro día me anunció algo bastante sorprendente. Está casada, estoy segura de que ya te he hablado antes de ella, pero por lo que parece siempre se ha sentido lesbiana y desde hace unos años lleva practicando regularmente lo que

sea que las lesbianas soléis hacer. Ahora está en una encrucijada, ¿sabes?, aquello de «tengo que hacer algo para el cambio de milenio», y como tú eres la única lesbiana que conozco pensé que podías ayudarla hablando un poco con ella sobre este tipo de cosas —la frase final cayó como un chaparrón y Georgie tuvo problemas para seguir el hilo. —¿Este tipo de cosas, tía? —Ya sabes, cómo ha de abordar eso. —¿Eso? —Georgina, no rae lo estás poniendo fácil. Quiere acabar con su matrimonio. Buena cosa, porque él es un completo idiota. ¿Sabes que una vez

tuvo el atrevimiento de insinuárseme? Sencillamente he pensado que, si vosotras dos os encontráis y tenéis una charla sobre la vida como lesbiana, después ella podría tener un poco más claro hacia dónde ir. —Tía, haces que parezca como si yo fuera una experta mundial en lesbianismo y no lo soy. Sencillamente me decidí y lo hice… Se interrumpió porque Gillian se incomodó y se puso nerviosa. —Vale, vale. Sea lo que sea lo que hagáis la gente como tú, creo que podrías ayudarla a aclarar alguno de los líos que tiene en la cabeza. Está empezando a ponerse un poco nerviosa

por todo el asunto, pero la conozco y sé que quiere seguir adelante. Y creo que agradecería tener una amiga que la comprendiera. Yo sólo puedo ayudarla hasta cierto punto, ¿sabes? A Georgie le dio un vuelco el corazón. Ahora se esperaba que hiciera de consultora sentimental lesbiana de una fulana casada que tenía curiosidad por lo bisexual y que quería tener un escarceo para ver si le gustaba o no. Y si era una de las amigas de Gillian, iba a tener que andarse con mucho cuidado. ¡Joder!, odiaba a las mujeres casadas. Daban más trabajo del que valía la pena. Respondió con brusquedad. —Muy bien, tía Gillian, intentaré

ayudarla, si es que puedo, pero ya me he encontrado con mujeres así antes, ¿sabes?, y por lo general acaba en drama. O bien te declaran amor eterno, quieren dar la espalda a sus familias y acabas con un marido enfurecido en la puerta de tu casa, o te preguntan si su marido también puede participar. La frase final fue demasiado para Gillian, cuando la imagen se le materializó en el cerebro. Una vez había conseguido por los pelos evitar aquel escenario después de una borrachera impresionante y no tenía ninguna intención ni tan siquiera de recordar el incidente. —Pues entonces quedamos el

sábado de la semana que viene —dijo Gillian con la misma brusquedad—. Trae una botella. Habrá cositas para picar, un poco de música, lo de siempre. Acabará tarde. Puedes quedarte a dormir en el suelo si hace falta. Georgie era plenamente consciente de que aquella noche se iba a emborrachar. ¿Cuándo no lo había hecho? Por Dios, dar ánimos a una mujer casada, ¿en qué lío se estaba metiendo? Tendrían una conversación rápida y se daría al JD: aquello la disuadiría. Hacía un montón que no veía a tía Gillian y estaría bien volver a ver a aquella vieja pájara. Georgie sintió remordimientos

cuando colgó el teléfono a tientas. Se dio cuenta de que hacía más de una semana que no hablaba con su madre. Sabía que ellas dos eran viejas amigas de la universidad y su madre le había contado algunas historias sobre Gillian que eran escandalosas. Puede que fuera excéntrica —sin duda se convertiría en una vieja chiflada—, pero no cabía duda de que tía Gillian era muy divertida. Quizás, después de todo, la noche no estaría tan mal. Pero, ¿con una mujer casada? ¿Una de las mejores amigas de Gillian? Georgie volvió a hundirse entre las almohadas. Sólo una vez cometió el error de transgredir los límites que se

había autoimpuesto y había abordado a una mujer casada y con un hijo. Todo acabó bastante rápido y de muy mala manera, pero la chica era enfermera en jefe y a Georgie le volvían loca los uniformes. Tenía la fantasía —por el momento sin cumplir— de una mujer policía con esposas y una gran porra. Georgie volvió a acomodarse entre las almohadas mientras la cabeza, lentamente, dejaba de martillearle. Aquella aventura había tenido lugar hacía dos años. Supuso una diversión durante unas pocas semanas y en un momento en que disfrutaba de un suculento contrato con una revista y de mucha pasta para gastar.

En concreto, hubo un fin de semana particularmente picante y tremendamente caro, que pasaron en un hotel que incluía un jacuzzi en el que podías nadar, champán a mansalva y una cama inmensa con iluminación pensada para seducir, espejos y el techo con drapeados. Hasta el momento, había sido el polvo más caro de toda su vida. Jackie era una belleza redondita y de enormes pechos. Quizás amamantar tenía sus ventajas, pero, aunque eran muy grandes, no tenían sensibilidad. La maternidad había supuesto la desafortunada modificación de ciertos puntos internos, que frecuentemente la hacían sentir incómoda, y las estrías la

acomplejaban. A pesar de ello, Georgie aún recordaba a Jackie con no poco cariño. Pero le tenía más cariño a la segunda tarde que pasaron en el hotel, cuando Jackie se vistió con el uniforme, medias incluidas. Georgie no tenía la más mínima idea de que se lo hubiera llevado. Jackie sugirió que hicieran la siesta y Georgie diligentemente se dirigió a la cama, pensando sinceramente que con un sueñecito podría despejarse de las varias botellas de cerveza que se había tomado a la hora de comer. En vez de eso, unos suaves empujones la hicieron despertarse. Se

encontró con Jackie, que se inclinaba sobre ella con mirada de preocupación y con una coqueta cofia blanca de algodón encaramada en lo alto de su cabello. Confusa, Georgie reconoció que se trataba de una enfermera e inmediatamente pensó: A, «He sufrido un ataque al corazón o un infarto y estoy en el hospital, y prometo que nunca más volveré a pasarme de la raya», seguido rápidamente de B, «Me he muerto y estoy en el cielo». Jackie le dijo que se quedara tumbada sin moverse y que hiciera lo que le decía si sabía lo que le convenía. Y eso hizo Georgie. Bueno, lo intentó, pero cuando Jackie lentamente fue

apartando el edredón y fue pasando la lengua por un pezón, descendiendo por el costado de Georgie, cruzando sobre su estómago y alcanzando la punta del clítoris, no pudo evitar que las caderas se movieran. Georgie siempre había tenido la sensación de que su propio cuerpo era una de las maravillas naturales de la sensualidad del mundo civilizado. No parecía nada especial al mirarlo, pero se diría que todas y cada una de sus terminaciones nerviosas estaban unidas a su clítoris. Aparte de las orejas y los pies, cualquier mujer desnuda haciendo cualquier cosa podía provocarle una reacción y tenía zonas erógenas en los

territorios más increíbles e insospechados. El labio superior de Georgie era un reflejo de su clítoris: los dos se hinchaban y temblaban simultáneamente. Con mujeres con alguna experiencia, aquello siempre la delataba cuando estaban manteniendo una conversación razonablemente imparcial o de sondeo preliminar. Lo único que tenían que hacer para calcular su respuesta era mirar el labio superior de Georgie y así sabían si se recreaba secretamente con pensamientos subidos de tono. Si a Georgie se le caía la bebida es que estaba cerca del orgasmo: no malgastaba el alcohol sin un buen motivo.

De todos modos, así estaba ella aquel día con Jackie. Una fría y húmeda tarde de octubre fuera, mientras que dentro hacía un calor sofocante, arrebujada bajo la ropa de la cama, con una enfermera en jefe auténtica y plenamente cualificada que le proporcionaba todo lo que necesitaba. Jackie estuvo acariciándola durante un buen rato, mientras Georgie, para sus adentros, pedía a gritos que la lamiera como es debido, que se metiera dentro de ella, que se agachara sobre su lengua expectante. Jackie pasaba los dedos (las uñas no, porque era una enfermera) por la parte posterior de los muslos de

Georgie, quien, involuntariamente, levantó las piernas. De repente se hundió dentro de ella, masajeándole el clítoris con el pulgar; después puso su boca sobre la de Georgie mientras con la otra mano le abría las piernas más aún. Se desplazó para sentarse a horcajadas sobre Georgie, por lo menos con tres dedos todavía dentro de ella, moviéndose de una manera atormentadoramente lenta, para después agitarse en ráfagas rápidas contra el punto G, mientras se bajaba lentamente la cremallera del uniforme hasta la cintura. Aquellos pechos fabulosos se

apretaban contra el tejido y Georgie ya hubiera sido feliz sólo con poder contemplarlos, si Jackie no se hubiera levantado la falda por ambos lados de un tirón y hubiera dejado expuestos aquellos pechos, los muslos blancos como la leche contra el liguero de encaje negro y todo el conjunto de una enfermera caliente, que tenía los dedos profundamente hundidos en su interior. Georgie a duras penas podía resistirlo. Entonces, para su sorpresa, Jackie se retiró, dio media vuelta, puso una pierna a cada lado de la cabeza de Georgie, miró por un momento y rápidamente hundió la cabeza en ella. Georgie la alcanzó y apartó el uniforme

para verle el tanga negro de encaje. Para entonces, Jackie estaba tan excitada que se había hinchado a ambos lados de la estrecha tira de tejido. Georgie la apartó y, agarrándole los muslos, la hizo descender sobre su hambrienta boca. Estaba tan inflamada que Georgie no podía metérsela toda en la boca y tan mojada que resbalaba y hacía patinar la lengua de Georgie. Cada una abría las piernas de la otra lo máximo posible, moviendo rápidamente la lengua, metiéndola hasta lo más hondo, agitando los clítoris, lamiendo los labios y mordisqueándolos. Besaban con lengua y mordisqueaban suavemente el clítoris,

abriendo el sexo con ambas manos y cerrándolo después para poder tomar todo el coño de una sola vez. Lenguas que se deslizaban arriba y abajo a todo lo largo del coño, arriba y abajo, sobre el ano, provocándose suavemente, reflejo de lo que hacía la otra, las dos al mismo ritmo. Georgie, con sus largos brazos, no sólo alcanzaba a separar al máximo el coño de Jackie, sino que también llegaba a su ano y lo excitaba con un dedo lubricado por el torrente de fluidos. Lenta y cuidadosamente, penetró a Jackie con la punta del dedo. Esta sacudió las caderas hacia delante y desde muy abajo, resonando contra el

coño de Georgie, llegó un profundo gemido. Con la lengua firmemente anclada en su clítoris, Georgie la levantó un poco y deslizó dos dedos dentro de su vagina, moviendo todos los dedos al mismo ritmo. El dedo del culo cada vez entraba más hondo y con más facilidad, y estaba más mojado, mientras ella se iba abriendo y empezaba a mover las caderas con desenfreno. Jackie intentaba desesperadamente concentrarse en lo que estaba haciendo, pero Georgie sabía, por su manera de respirar, que le faltaba poco. Aumentó el ritmo, metiéndose más y más profundamente en ambos orificios, cada

vez con más fuerza, mordisqueándole el clítoris y aumentando la presión, moviendo la cabeza cada vez más rápido al mismo ritmo, de un lado al otro y de arriba abajo. Jackie levantó la cabeza para tomar aire y Georgie, implacable, supo que estaba apretando los dientes para contener el orgasmo, pero que no iba a poder evitarlo. Jackie empezó a sacudirse violentamente contra Georgie, quien continuó follándola con fuerza, cada vez más rápido, aguantando con ella, bajando el ritmo mientras ella empezaba a descender desde el clímax, mientras jadeaba para conseguir llenar de aire los pulmones. Los violentos empellones se convirtieron en sacudidas y después en una serie de

estremecimientos. Se desplomó sobre el rostro de Georgie, con las piernas temblándole y con algún que otro espasmo, y se oyó un suspiro largo, profundo y fuerte. Georgie había estado tan ocupada con lo que estaba haciendo que había dejado en espera su propio orgasmo, pero podía notar que estaba chorreando, más abierta y dispuesta de lo que nunca había estado, y que no le costaría mucho acabar. Y así lo hizo Jackie, rápido, con fuerza y con cuatro dedos en lo más profundo. En el mismo instante en que dejó de temblar se separó de Georgie y se arrodilló entre sus piernas,

obligándola a doblar las rodillas y tirándole las piernas hacia atrás, de manera que pudiera alcanzarle el punto G. Georgie empezó a ascender con la respiración jadeante y entrecortada. Jackie retiró la mano rápidamente y apretó los dedos dentro del coño de Georgie, hasta alcanzarle el culo, clavándolos con fuerza. Con su boca, buscó la de Georgie y la penetró con la lengua, mordisqueándole la lengua con la punta de los dientes, haciéndole hundir la cabeza aún más contra la almohada con la suya, mientras Georgie empezaba a arquearse, con las piernas por encima de los hombros de Jackie, y

a dar sacudidas contra aquellos pechos uniformados, al tiempo que seguía con su ascensión. Georgie no quería dejar de elevarse; la sensación seguía aumentando. Con un puñado de pelo de Jackie entrelazado en los dedos, empezó a estirar, mientras se acercaba al clímax. A Jackie se le cayó la cofia y se le soltó el pelo, y Georgie seguía subiendo más y más arriba. Creía que iba a explotar, que no podía alcanzar más placer del que ya tenía, pero Jackie seguía empujando con fuerza y ahora empezaba a gemir de deseo. Georgie era vagamente consciente de que Jackie, por su parte, también estaba a punto de correrse. Quiso intentar

mantenerse en la meseta hasta que ella la alcanzara, para que así pudieran correrse juntas, pero entonces pensó: ¡qué coño!, y vaya si sucedió. Juntas y sin perder ni un compás, las dos sumergidas la una en la otra, siguieron juntas el ritmo, gritaron juntas, con el sudor de Jackie cayéndole por la cara y haciendo que los dos cuerpos se engancharan el uno contra el otro. Las dos resbalaron y se deslizaron mientras daban sacudidas y rodaban descendiendo de la cima de la montaña como si fueran una sola. Georgie ahora estaba bajando de su propia montaña. Los recuerdos de aquel glorioso fin de semana plagado de sexo

se habían apoderado de ella hasta absorberla por completo. Yacía tumbada sola en su cama, tenía los ojos cerrados, resaca y el trabajo y la mitad del mundo olvidados. Mientras sus propios dedos hurgaban en su interior y se masajeaba el clítoris, empezó a sacudir las caderas y se corrió con un grito ahogado, largo y profundo, que se le escapó en el momento de la liberación. Seguía tumbada, estremeciéndose y respirando pesadamente, con los dedos todavía en su interior, mientras lentamente empezaba a descender. Sonó el teléfono. Sintiéndose culpable por haber perdido toda la mañana, Georgie

respondió, aún envuelta en los vestigios del orgasmo. —¿Georgie? Soy Nikki Jones, del BFCP. ¿Cómo estás? ¿Ya te has recuperado de lo del otro día? —Estoy bien, gracias. —Su voz aún sonaba apagada, mientras intentaba desesperadamente respirar con normalidad. —Me temo que voy a darte malas noticias. El cliente ha adelantado la reunión. ¿Hay alguna posibilidad de que me puedas entregar el trabajo esta tarde? Mierda. Cojones. —¿A qué hora? Cinco minutos más tarde Georgie estaba en la ducha. Diez minutos

después, con el pelo aún chorreando, estaba inclinada sobre el ordenador, con la cara torcida en una mueca de concentración, mientras intentaba enfrentarse a los puntos básicos para la presentación digital. Tenía los dedos torpes y su cerebro se resistía. Disponía de dos horas para completar el trabajo y Nikki Jones le había prometido que habría un cheque esperándola. Mierda, mierda. ¿Por qué había bebido tanta Bud la noche anterior? ¿Cómo fue que volvió a casa sola? ¿Cuándo iba a ser la próxima vez que echara un polvo? ¿Por qué masturbarse siempre la dejaba caliente durante tres días? Concentración, concentración.

Casi dos horas más tarde, la hoja definitiva salía de la impresora. Mientras imprimía, había intentado poner un poco de orden en los pelos terribles que tenía aquel día y había procurado arreglarse para estar medio presentable. Seguía sintiéndose como una mierda, pero ya no parecía una mierda, y aquello tendría que bastar. Georgie intentó entrar tan campante en el despacho de Nikki, pero una ojeada a su enfurecido rostro le dijo que quizás el silencio fuera la mejor política. Nikki estaba al teléfono. Marión apareció sigilosamente junto al codo de

Georgie con una taza de café y le hizo señas de que se sentara. —No, no puedo. Tengo que quedarme a trabajar hasta tarde. Ha reaparecido un lanzamiento urgente y he de tenerlo listo para mañana por la mañana. No, Steve, no puedo, tendrás que volver a llevarte a aquella rubia pechugona de las piernas largas… Steve, te estoy diciendo que es imposible que pueda escaparme antes de las ocho… Steve… Nikki se quedó mirando el auricular. Su marido le había colgado el teléfono en un ataque de resentimiento infantil. Se quedó sentada, en silencio, sin ser consciente de que Georgie la estaba

mirando. Detenidamente, intrigada. —Lo siento. Una pelea doméstica — dijo Nikki por fin, cuando consiguió recuperar la calma—. Mira, te agradezco de verdad que hayas podido hacerlo en tan poco tiempo. Nikki buscó en su bandeja, sacó el cheque y se lo tendió distraídamente. Georgie se acercó a recibirlo y sus dedos se tocaron. El cheque se sostuvo en el aire entre ambas. Nikki levantó la vista. En su rostro había una mirada de tristeza tan profunda que Georgie, de repente, sintió la ridícula necesidad de dar la vuelta al escritorio y abrazarla. Pero, en vez de eso, tomó el cheque y le tendió el

disquete y la copia impresa. Nikki no hizo ningún gesto, así que Georgie dejó el material sobre la mesa. —He hecho lo que he podido — titubeó—. Sé que me dijiste que sólo hacía falta acicalarlo un poco, pero para ser sinceros el material de base no era demasiado bueno para empezar y había unos cuantos términos que no he entendido bien. —Estoy segura de que estará bien. —Nikki seguía sin estar del todo con ella: tenía la mirada clavada más allá de Georgie, probablemente más allá del despacho. Ni siquiera oyó cómo le daba las gracias por el dinero y se despedía; no la vio salir del despacho.

Nikki Jones estaba en su propio mundo. Steve había salido hasta muy tarde la noche anterior. Nikki deseaba desesperadamente, mientras pasaban las horas, que llegara a casa con marcas de pintalabios en el cuello de la camisa. Podría enfrentarse a él y echarlo de casa. Pero, en vez de eso, salió de un taxi dentro del cual se apiñaban cuatro hombres adultos soltando risitas, entró tambaleándose en casa y avanzó dando bandazos hasta la cama sin tan siquiera decir hola. Era demasiado para él tener una aventura desenfrenada, pensó Nikki, abrumada por la decepción. ¿Cuándo

empezaría a sufrir su crisis de los cuarenta y se iría a la mierda? Luchando con su resaca aquella mañana, Steve había intentado hablarle de la cena de la Mesa Redonda,5 pero ella no tenía el más mínimo interés. Desanimada, había conducido hasta el despacho. Al comprobar si había mensajes en su móvil secreto, había descubierto la posibilidad de una cita aquella noche, si estaba libre. Apresuradamente devolvió la llamada y fijó la cita para aquella tarde a las ocho. Después entró andando animadamente en su despacho, para que Marión le comunicara que había reaparecido el lanzamiento y que las tres

agencias tenían que hacer la presentación al día siguiente. Sabía que estaba haciendo todo lo posible para que el trabajo estuviera acabado a tiempo y pudiera recorrer la media hora que la separaba del pub donde había quedado con la chica. Tendría que cancelarlo. Pero lo haría por la tarde, cuando viera cómo había progresado con los gráficos el equipo de diseñadores, aunque entonces ya era evidente que aquel día iba a salir muy tarde del trabajo. El gimoteo patético de Steve justo en aquel momento, diciéndole que lo dejaba colgado, era la gota que colmaba el vaso.

«Mi primera oportunidad de practicar sexo en semanas y pasa esto», pensó con amargura mientras sonaba el teléfono. Marión le pasó la llamada de Gillian, una de las pocas llamadas permitidas aquel día. —Todo arreglado —dijo Gillian con alegría. ¿Por qué sería tan estridente? Nikki se sentía especialmente poco tolerante. —¿El qué? —espetó. —La pequeña velada, ya sabes, tu oportunidad de hablar con mi ahijada. El sábado de la semana que viene en mi casa. Trae una botella. Nikki se arrepintió.

—Siento haberte contestado mal. Tengo un día horrible. Suena bien: allí estaré —dijo. Media hora más tarde el día empeoró aún más. No había tenido tiempo de revisar los textos de Georgie. Sencillamente se los dio a Marión para que hiciera una copia para el cliente, pero el cliente no estaba precisamente admirado. —No tiene ningún sentido — refunfuñó—, y no está en el orden correcto. Y por lo menos faltan dos páginas de texto. Esperaba algo un poco más profesional de vosotros. ¿No es por eso por lo que estoy pagando una extraordinaria cantidad de dinero?

Nikki se frotó el puente de la nariz. —Con todo los respetos… — empezó. —Y ahora no empieces con eso de los «respetos». Por lo general, lo único que significa es que no hay el más mínimo respeto. Ya he usado esa frase yo mismo. El diseño gráfico tampoco me impresiona. Mi logo no aparece con la importancia que os dije que quería y los gráficos que habéis dibujado son inexactos. En resumen, lo que habéis hecho es una porquería y yo no os pago para esto, así que creo que lo mejor es que me busque a otro que me lo haga. Anunciáis todos esos fantásticos servicios por los que cobráis un ojo de

la cara y yo creía que mi trabajo era bastante sencillo. Tenía el rostro alterado y la papada se le agitaba ligeramente mientras apretaba las mandíbulas con fuerza, en un patético alarde de masculinidad. Nikki suspiró. El trabajo sólo suponía 500 libras de beneficio si lo completaban al gusto del cliente. Hasta el momento los costes eran razonables y podían ser absorbidos en otros conceptos. Tomó nota mental de pedirle a la freelance que le devolviera el dinero y también tomó nota mental de abroncar al estudio de diseño. Su última nota mental fue para sí misma. No había comprobado el trabajo

—había sido una emergencia de último minuto, como de costumbre para ajustarse a los caprichos del cliente— y, como directora de proyecto, debería haber sido más lista. Si algo podía ir mal, iría mal, y la responsabilidad era suya. —Lamento que se sienta así… —Su voz sonaba gélida—. Usted es el cliente y da la sensación de que lo hemos defraudado terriblemente. Sé que tiene una plazo muy apretado para la presentación ante la conferencia de ventas y que localizar otra agencia y hacerles un briefing lleva tiempo. ¿Qué le parece si empezamos de cero y le rebajo el veinte por ciento del

presupuesto? Nikki estaba muy tensa, observando cómo el hombre fruncía el entrecejo y se retorcía por dentro, mientras calculaba mentalmente la factura definitiva. Sabía que lo tenía contra la cuerdas, pero que él aún tendría que salir de aquello con su patética dignidad de cliente intacta. —Un descuento del veinticinco por ciento, y más vale que sea un trabajo excepcionalmente bueno —dijo al final. Impasible, ella asintió, pero por dentro estaba sulfurada. Aquello significaba echar por la borda el posible beneficio y solucionarlo iba a suponer una tocada de huevos, pero por lo menos había salvado la reputación de la

agencia. Cuando salió de la reunión, le pidió a Marión que llamara a Georgie. Para su irritación, saltó el contestador. Le dejó un breve mensaje explicándole que el cliente había rechazado el trabajo y que esperaba que le devolviera todo el dinero o una parte, junto con un trabajo correctamente efectuado. Una llamada interna al estudio confirmó que los gráficos de la presentación no estarían completados hasta poco antes de las siete de la tarde. Para entonces eran las 5:3O y ya estaba segura de que iba a tener que cancelar su cita. Mientras tanto, Georgie había oído

sonar el teléfono y había escuchado el mensaje de Nikki. Primero, al oír el sonido de su voz, se tambaleó su resolución de mantenerse alejada del mundo por lo menos durante 24 horas. Después, a medida que el mensaje proseguía, contuvo un suspiro de alivio. De ninguna manera tenía ganas de hablar con una iracunda arpía de agencia publicitaria, especialmente cuando se había dejado la piel para cumplir un plazo que le habían adelantado, con resaca y con el clítoris palpitante. En voz alta, lanzando un filosófico saludo al teléfono con su botella de Bud, Georgie, gritó mientras Nikki colgaba: —A la mierda. No necesito tu

basura. No te necesito. Vete al infierno.

NIKKI estaba contenta. Contenta de verdad. La presentación había ido muy bien, Steve se había comportado la noche anterior y no le había estado tocando las narices, y había podido recolocar su cita para aquella noche. El Saab volaba, devorando los kilómetros de autopista sin esfuerzo aparente, mientras ella se precipitaba hacia su cita. Estaba alerta e iba comprobando

los retrovisores y las vías de acceso por si había policía. Hijos de puta. Una vez le quitaron el permiso de conducir por exceso de velocidad y, como resultado, los tres meses siguientes tuvo la sensación de que le habían cortado las piernas. Había tenido que confiar en que los demás la llevaran en coche. Crítica y gruñona, Nikki era una de las peores pasajeras del mundo. Steve odiaba tener que llevarla a alguna parte: inevitablemente discutían sobre su habilidad al volante, o más bien sobre su falta de habilidad. Nikki odiaba no tener el control. Ir en avión era un mal necesario para ella. Los vuelos de larga distancia de Nikki consistían en medio emborracharse en el bar, acabar de

emborracharse en el avión, dormir la mona y volver a empezar. Era la única manera de aplacar el miedo que despertaba en ella el hecho de que su vida estuviera en manos de otro. Había tenido suerte de que la tripulación nunca la hubiera esposado al asiento, aunque el noventa por ciento del tiempo no era más que una borracha feliz e inofensiva. Una vez que volvía en avión de una exposición en Chicago, Nikki empezó a hablar con la chica que llevaba al lado, quien, afortunadamente, tenía una filosofía similar sobre cómo sobrellevar el trayecto y estaba igual de borracha y aburrida que ella. Estaban a medio vuelo, con los ojos enrojecidos, cuando

Nikki, envalentonada por el Tía María y consciente de que casi todos los demás estaban durmiendo, se le insinuó. La otra chica, con la misma valentía, aceptó la insinuación graciosamente. Cinco minutos más tarde estaban las dos apretujadas en el lavabo, soltando risitas como dos colegialas y haciéndose callar frenéticamente la una a la otra. Estaban demasiado borrachas para hacer un intento real de sexo completo y el cubículo era demasiado estrecho para estar cómodas. Nikki se había fijado en los grandes pechos de la chica, pero, hasta que se levantaron, no cayó en que la chica era igual de grande por todas partes. Tan contorsionada como estaba,

Nikki sencillamente no podía arreglárselas para colocarse en una posición que resultara cómoda o satisfactoria para alguna de las dos. Llegadas a ese punto, excitadas y sudorosas, Nikki sugirió que, en vez de eso, se morrearan, sobre todo porque se hicieron evidentes los efectos combinados de estar de pie, volando a once mil metros de altura, y constató que estaba a punto de regurgitar el Tía María. La chica no sabía besar y si había algo que sacaba de quicio a Nikki era un beso patético. En su opinión, los besos patéticos normalmente implicaban sexo patético.

Salieron dando tumbos del cubículo para darse de bruces con una azafata, que se había dado perfecta cuenta de que algo estaba sucediendo y estaba enfadada porque habían interrumpido su descanso. Las dos se sentaron, rojas de vergüenza, se intercambiaron las tarjetas de visita profesionales y se quedaron dormidas. Hasta el momento, aquella había sido la única oportunidad que había tenido Nikki de sumarse al Mile High Club6 y había fracasado estrepitosamente. También le había sentado muy mal la bebida. La gran cantidad de café que tomó en el aeropuerto no le hizo ningún efecto.

Bajó dando bandazos del autocar del aeropuerto, encontró el coche y se quedó dormida. Nunca llamó a la chica. Por su parte, la chica tampoco la llamó. Nikki vio el coche patrulla en algún punto delante de ella y redujo la velocidad suavemente, hasta una razonable velocidad de circulación. Pasó el control del cruce y avanzó sin esfuerzo durante veinte kilómetros. Siempre parecía ser de aquel modo, reflexionó. Siempre era ella la que tenía que tomar la iniciativa, tanto si pagaba por el sexo como si no. La ilícita — aunque de algún modo ya rutinaria para entonces— excitación del sexo sin

compromisos emocionales estaba empezando a palidecer. Se dio cuenta con un sobresalto de que, de hecho, parecía que se había perdido un montón de cosas, tanto sexual como emocionalmente. Quizás aquello cambiaría esa noche, pensó para sí. Paula parecía razonablemente competente, si bien algo fría y distante. Maldita sea, ya que era Nikki quien pagaba, quizá debería ser más exigente con sus requerimientos. Era una cliente habitual de Paula y, hasta el momento, la chica había conseguido una considerable cantidad de dinero gracias a ella. A menudo tenía la desconcertante sensación de que Paula

se limitaba a ser una intérprete técnica: todo el acto parecía mecánico y sin sentimientos. De todos modos, ella no era más que una puta, sin que importara lo bonito que quisiera pintarlo. Y Nikki no era más que una putera. ¿O habría un nombre específico para las clientas? Aquel pensamiento ocupó una parte de su cerebro durante el resto de la tarde, mientras mecánicamente superaba la nueva presentación profesional y se iba a casa. Steve no estaba; había una nota garabateada en la encimera. Nikki se dio un baño caliente y perfumado, encendió algunas velas y se metió en el agua con su copa de Chardonnay. Aquella noche iba a hacer

un esfuerzo especial: maquillaje completo, camisa vaquera desteñida y unos Levi’s, porque Paula los había admirado en alguna ocasión. Si había una característica suya que sabía que excitaba tanto a hombres como a mujeres era su trasero, que con los Levi's ceñidos resultaba especialmente provocativo. Sus ojos tremendamente expresivos también eran uno de sus rasgos característicos y, como a Nikki le encantaba coquetear, les sacaba el máximo partido. Para entonces, estaba tan contenta y caliente que prácticamente silbaba. Paula la estaba esperando en el pub con otra chica, Diane. Fue directa y sin

rodeos. —Diane es nueva en esto y me ha parecido que ya era hora de que tuvieras un cambio de aires —empezó Paula, incluso antes de que Nikki pudiera sentarse—. Diane, ésta es Sue. Es una de mis clientas habituales, así que trátala bien, ¿de acuerdo? Con un guiño, Paula se acabó la Coca-Cola y desapareció. A Nikki no le disgustó el repentino giro que habían tomado los acontecimientos. Diane tenía aspecto de ser un buen polvo, aunque estaba muy nerviosa. Nikki era perfectamente consciente de sus pensamientos aquella tarde. Parecía como si, una vez más, tuviera que

hacerse cargo de todo el proceso. —Cuando dice que soy nueva, soy nueva de verdad. Quiero decir que no lo he hecho nunca antes. Por Dios, una completa novata. —Bueno, he practicado sexo con mujeres antes, lo que no he hecho es todo esto de ser acompañante —añadió Diane. Bueno, puede que no sea una completa novata, pero no debe de tener más de veinte años. —Lo que sucede normalmente — empezó Nikki, con suavidad— es que nos tomamos un par de copas, hablamos un poco y después vamos arriba, donde tengo una habitación reservada.

Las dos bebidas se convirtieron en cuatro, puesto que Diane se iba poniendo más y más nerviosa a medida que la tarde avanzaba. Nikki prácticamente se había resignado a meter a la chica en un taxi y a volverse sola a casa cuando la joven recobró las energías. —¿Así, qué? ¿Vamos arriba? La habitación era limpia y funcional, y nada más. Nikki nunca había tenido ningún problema con el dueño, que aceptaba a gays y lesbianas. Una o dos veces él le había hecho algún comentario subido de tono y ella tenía la secreta sospecha de que había cámaras de vídeo instaladas tras los espejos.

Probablemente había copias pirata de porno doméstico protagonizado por ella circulando por todo el país, pero a Nikki no le importaba lo más mínimo. Ligeramente más alta que Diane, Nikki se inclinó para besarla en el cuello desde atrás, con una caricia ligerísima, apartándole el pelo con cuidado. Con suavidad pasó la lengua de arriba abajo por el cuello de Diane y por detrás de su oreja, mientras con los dedos le acariciaba casi imperceptiblemente el interior de los antebrazos. Después tomó con las manos los pechos de Diane y los apretó con delicadeza, con lentos movimientos circulares. Diane arqueó el cuello y

Nikki aplicó más presión a su lengua y después se la pasó rápidamente alrededor de la oreja. Acarició la parte superior de su espalda por debajo de la camiseta y después la hizo volverse. El beso empezó lentamente, con apenas ninguna presión: aquellos labios maravillosos, suaves y sensuales, apretados los unos contra los otros. La punta de la lengua de Diane rozó los dientes de Nikki, se agitó por todo el labio superior y lentamente se deslizó por las comisuras de los labios. Entonces, la lengua de Diane separó los labios de Nikki, mientras la abrazaba estrechamente, como si nunca la fuera a dejar escapar, acariciándole la espalda,

apretándole el culo, moviendo las caderas contra ella. Apartó un poco a Nikki y la tomó de la mano. Sus ojos no se separaron de los de ella mientras la llevaba hacia la cama y, cuando Nikki se sentó, sus ojos la siguieron. Nikki se tumbó de espaldas y vio cómo Diane se sacaba la camiseta por encima de la cabeza y dejaba libres un par de pechos magníficos. Irracionalmente, Nikki se preguntó si Diane quedaría decepcionada por los de ella. Con los ojos aún clavados en los de Nikki, Diane se quitó con unos movimientos de cadera sus pantalones militares y se tumbó a su lado. Nikki no

podía apartar la mirada: los ojos marrones de Diane eran como imanes. Igual que un gato, Nikki se desplazó hasta quedar a horcajadas sobre Diane. Con la espalda arqueada, las piernas estiradas y un brazo a cada lado de la chica, inclinó la cabeza para besarla y sus pechos se frotaron los unos contra los otros. Nikki empezó a succionar, enredando los dedos en el pelo de Diane. Incrementó la presión de sus labios, que excitaban y chupaban los pezones con algún amago de mordisco. Mientras tenía los labios centrados en un pecho, movió la mano sobre el otro, amasándolo y acariciándolo por

encima de la punta del pezón. Después agarró todo el pecho, lo apretó con fuerza y tiró del pezón, hasta que Diane ahogó un grito con una mezcla de placer y dolor. A continuación se dio la vuelta y le lamió el otro pecho, mientras con los dedos mantenía el otro pezón erecto. —Desnúdate para mí —dijo Diane tranquilamente. Nikki se levantó y, estaba a punto de quitarse la ropa, cuando Diane se apoyó contra la almohada, separó las piernas y se puso la mano en medio. Sonrió perezosamente y Nikki se dio cuenta de que tenía una sonrisa torcida, que dejaba al descubierto unos dientes blancos y grandes. Entonces dejó asomar la punta

de la lengua, mientras con la mano empezaba un movimiento rítmico que también seguían sus caderas. Con los párpados entrecerrados, Nikki la miró profundamente a los ojos, que ahora estaban enturbiados por el deseo y la pasión. Acto seguido Nikki estaba a su lado, desnuda. Rodó hasta quedar de costado, se apoyó en el codo, deslizó un muslo sobre el de Diane y empezó a besarla. Mientras acariciaba los pechos de Diane, el beso se hizo más y más profundo y su lengua más ansiosa. Empezó a acariciarle el costado y fue avanzando hacia abajo. Nikki se dio cuenta de que también movía las caderas

al mismo ritmo. Con la espalda arqueada, estaba anhelando algo, cualquier cosa que liberara la presión que se le estaba concentrando en la boca del estómago. Todavía besándola y descubriéndola con la lengua, Nikki desplazó la mano hacia el interior de los muslos de Diane y la acarició con delicadeza, arrastrando ligeramente las uñas por el exterior y después rozándole el coño como por casualidad. Entonces, rápidamente cambió de postura, pero con la boca aún sobre la de Diane, hasta quedar encima de ésta, con un muslo entre los de Diane y con los pechos contra los de ella. Respiraba profundamente, mientras cambiaba de

posición. Con el hueso de la cadera presionaba sobre el clítoris de Diane. La parte alta del muslo de ésta quedaba contra su coño mojado, mientras se empezaba a mover. Así, Diane podía sentir la humedad del coño de Nikki sobre su muslo mientras Nikki se frotaba contra ella. Los pechos de Nikki estaban aplastados contra los de Diane y su boca se volvía más insistente al tiempo que movía las caderas cada vez más rápido y con más fuerza. Tensó los brazos al arquear la espalda y su gemido grave resonó en la boca de Diane. Después levantó la cabeza con los ojos cerrados y se estremeció contra ella. Nikki se dejó llevar completamente por la sensación, sin ser consciente de que la

chica que tenía debajo había sido tomada por sorpresa. Rodó hasta quedar de espaldas y se tapó los ojos con el brazo. —Ha estado bien, gracias —dijo Nikki. Diane arqueó una ceja. Nikki seguía sin moverse. Esperaba impaciente la siguiente ronda, pero no llegó. Con un vuelco en el corazón, Diane se dio cuenta de que la respiración de Nikki se había ralentizado y de que se había quedado dormida. Miró el reloj. Nikki le había pagado tres horas y, teniendo en cuenta las bebidas extra, aún tenía media hora de crédito. Diane se hallaba en un dilema.

¿Tenía que despertar a la mujer para su media hora o debía dejarla dormir? Cuando Nikki gimió y se puso de lado haciéndose un ovillo, Diane encontró la respuesta. Se vistió y, sigilosamente, se marchó. Nikki se despertó sobresaltada unas dos horas después. Tenía frío, temblaba y estaba totalmente sola. Comprobó la hora y empezó a inventarse una historia para Steve. Una conducción furiosa estilo rally, con atajos a través del campo para evitar las rutas principales y las pruebas de alcoholemia de la policía, y llegó a casa en un tiempo récord. No tenía por qué haberse preocupado: Steve llegó veinte minutos

más tarde y para entonces su mujer se había dormido rápidamente. En el despacho, al día siguiente, Nikki estaba alegre y animada. Marión tenía un mensaje para ella. —Ha llamado Georgie Rivers. Se ha disculpado por el texto que entregó y está de acuerdo en rehacerlo y devolver cincuenta libras, ¿Le digo que te parece bien? —Sí, sí. Lo que sea. Llámala y dile que lo quiero en mi mesa a las cuatro de la tarde. Haz que esa capulla se tenga que ganar el dinero —dijo Nikki, bebiendo un trago de café y

desapareciendo en su despacho. Marión devolvió la llamada a Georgie y dejó instrucciones en el contestador. Al otro lado, Georgie suspiró al escuchar el mensaje. Encendió el ordenador y se puso a trabajar. Por primera vez en mucho tiempo no estaba resacosa un viernes por la mañana. Sabiamente se había frenado después de tres botellas de cerveza, había comido algo y se había ido temprano a la cama. Sabía que no había hecho el trabajo de Nikki todo lo bien que podía y estaba decidida a hacerlo como era debido aquella vez. Perdió la noción del tiempo y estaba

profundamente enfrascada en el trabajo cuando el teléfono volvió a sonar. Respondió el contestador. —Hola, mira, soy Nikki Jones. Espero que aún no te hayas puesto a reescribir. Me he mirado el copy yo misma y la verdad es que no hace falta tanto trabajo, teniéndolo en cuenta todo. Puedes quedarte con trescientas libras de las trescientas cincuenta y quedamos en paces… Georgie se abalanzó sobre el auricular. —Sí que he empezado a reescribir. De hecho, me he pasado toda la mañana haciéndolo —gruñó. Nikki se mostró fría.

—Estoy segura de que, conociendo al cliente como lo conozco, me hallo en mejor posición que tú para juzgar si el trabajo que yo he hecho sobre tu texto original es apropiado o no. —Recibí instrucciones de tu secretaria a las nueve y cinco, y me puse directamente a hacerlo. ¿Me estás diciendo en serio que he gastado cuatro horas de mi tiempo y que de todos modos me quitas cincuenta libras? Nikki ahora se mostró gélida. Nunca había soportado a los proveedores altaneros. —Si hubieras hecho el trabajo bien en primera instancia en vez de intentar hacerlo con resaca, cosa que parece

ocurrir con cierta regularidad, por lo que he podido constatar, no te encontrarías en esta situación y yo no hubiera quedado como una idiota frente a mi cliente. Georgie estaba casi sin habla por la rabia. —Tuve que hacer el trabajo en cuestión de horas y el material que me proporcionaste era una porquería, para empezar. Además, si no hubieras estado tan ocupada arreglando tus problemas personales cuando lo entregué, me hubieras oído decirte que había tenido problemas para entender algunos términos y que había hecho lo mejor posible dentro de lo malo.

Nikki odiaba a los proveedores respondones. Marión, en la habitación de al lado, ya había oído cómo alzaba la voz y, como por arte de magia, apareció sigilosamente con un café. —Por lo que recuerdo —las gafas de Nikki salieron despedidas por encima del escritorio cuando se levantó —, fui lo bastante buena como para tener un cheque esperándote, teniendo en cuenta que el plazo de entrega se había adelantado. Y oí perfectamente lo que dijiste cuando entraste. Nunca dejo que mi vida personal interfiera en mi trabajo y me ofende que una freelance bebida pueda insinuar que soy poco profesional.

—¿Bebida? ¿Bebida? ¿Me estás llamando borracha? —Cada vez que te he visto tenías resaca, era obvio para mí, así que también es probable que no volvamos a contar contigo si ésta es tu actitud. —No soy yo quien tiene un problema de actitud. Crees que porque estás sentada en un despacho moderno puedes mangonear a la gente como yo. Las voces de ambas mujeres habían subido de tono. Nikki sostenía con fuerza su taza de café. Georgie golpeó con el puño sobre la mesa. Las dos colgaron el teléfono simultáneamente. —¿Borracha? —le gritó Georgie al ordenador.

—¿Poco profesional? —le gritó Nikki a Marión. —Estoy segura de que no quería decir eso —dijo Marión, con voz tranquilizadora. No quería que Nikki estropeara el resto del día, a ella y a los demás, con un berrinche. Era viernes, al fin y al cabo. Compadeció a Steve: seguramente le arruinaría el fin de semana si Nikki se quedaba resentida por aquello. Nikki se sentó de golpe, vertiendo café sobre el bloc de notas. —Será caradura esa mujer. Hace un trabajo de mierda y por su culpa me gano un rapapolvo. Rescato el trabajo, ¿y qué ocurre? Que me suelta una sarta

de insultos. Que en contabilidad le hagan una factura de cincuenta libras por hacerme perder el tiempo. —¿Por qué no lo dejamos estar? Ya le has dicho que no íbamos a volver a contratarla —sugirió Marión, cautelosamente. Nikki se frotó la frente. Marión tenía razón. La agencia era una de las más importantes de la ciudad y Georgie nunca volvería a trabajar para ellos. Además, Nikki conocía a suficiente gente en el sector como para asegurarse, si quería, de que la maldita Georgie Rivers tuviera muchos apuros para conseguir trabajo en las otras grandes agencias locales. Para empezar, había

hecho un trabajo de mierda. Ahora Nikki quería sacarla de en medio. ¿Valía la pena que le hiciera subir la tensión? No debería haber hecho aquel comentario sobre las resacas de Georgie. Dios sabe que ella, en sus tiempos, también había tenido muchas. Y en horas de trabajo. No era justo haberla juzgado de aquella manera. Nikki frunció el entrecejo. Tampoco ella debería haberla calificado de poco profesional. Muy bien, de hecho Georgie no había dicho aquello. Y era cierto, por lo que Nikki podía recordar, que la llamada telefónica de Steve, cuando Georgie entraba, la había puesto de mal humor. No era justo hacérselo pagar a la

chica cuando, después de todo, lo más importante en la mente de Nikki era que tenía que cancelar la cita y que Steve era un gilipollas. Lo de siempre. La mueca de Nikki se acentuó. Mientras le daba vueltas en la cabeza se daba cuenta de que se había pasado de la raya. Otra vez. Le estaba sucediendo demasiado a menudo. Siempre había sido voluble, incluso de bebé ya era temperamental. Pero las últimas semanas ilustraban que sus cambios de humor eran cada vez más frecuentes y más negativos. ¿Qué le pasaba? Quizás estaba entrando en la menopausia. Quizás, en cambio, todo fuera fruto de su lamentable matrimonio sin amor, de los

revolcones furtivos con putas, de la presión a la que estaba sometida en su trabajo, de los escasísimos elogios y agradecimientos que recibía, de la implacable rutina de los largos días de trabajo sin ningún alivio, ni por las noches ni los fines de semana. De repente, Nikki se dio cuenta de que apenas tenía nada que la ilusionara. No había objetivos en su mente por los que luchar. Sobre su cabeza pendían enormes y amenazadoras decisiones, pasos formidables que tendría que dar para sacarse a sí misma de aquella rutina aburrida. «Tienes que hacer algo, Jones, antes de que se te pase la vida sin que te

enteres.» Marión se dio cuenta, cuando Nikki empezó a hablar para sí, de que su jefa iba a estar mal toda la tarde. Marión sabía que no era la pelea telefónica lo que la había desequilibrado, que Nikki se enfrentaba a preocupaciones mucho mayores, reales o imaginarias. A ojos de Marión, ella y la freelance eran tal para cual. Sus caracteres echaban chispas y eran tan parecidos que ahora, tanto la una como la otra, iban a cerrarse en banda en sus obstinados orgullos. En las pocas ocasiones en que había visto a Gergie o había hablado con ella, había tenido la sensación de que Nikki había encontrado a una igual. Todo lo

que Nikki tenía sobre Georgie era el poder de proporcionarle trabajo y ahora Nikki lo iba a frenar por un rencor mal entendido. Lo más seguro era que Georgie también fuera demasiado orgullosa como para rebajarse a pedir más trabajo. En efecto, Georgie era orgullosa y testaruda. Había estado despotricando frente al ordenador durante más de diez minutos, andando de un lado para otro nerviosamente, con los ojos clavados en el teléfono, mientras resistía la urgente necesidad de descolgar y decirle a aquella zorra exactamente qué era lo que pensaba. No obstante, también deseaba desesperadamente que sonara el teléfono

y que la reina de las hijas de puta estuviera al otro lado, implorándole una disculpa. ¡Ni soñarlo! La vaca seguramente se estaría zampando un carísimo almuerzo en alguna parte, pagando con la elegante tarjeta de crédito de otro y preparándose para el fin de semana. Su maridito probablemente la llevaría en un coche fino a algún sitio donde pudieran relajarse, con champán y jacuzzis, langostas y bistecs. «Ahora ya me habrá olvidado por completo. Para ella no soy más que un molesto grano en el culo.» Para entonces Georgie también tenía el entrecejo fruncido y se frotaba el tabique, llena de frustración y cansancio.

No había más trabajo en el horizonte inmediato y ya había emitido cheques por el valor, o probablemente por más del valor, del importe recibido de la agencia. Por lo menos, ahora ya había pagado los impuestos del coche y el casero la dejaría en paz. Hasta el mes siguiente. «¿Por qué no puedo encontrar a alguien como Nikki Jones? —pensó—. Alguien con pasta, ropa de diseño. Me juego algo a que tiene un coche fardón y una casa digna de la portada del Homes & Gardens. Alguien con brillantes ojos azules y hoyuelos. A pesar de lo temperamental que es, por lo menos tiene personalidad y también es fuerte.

Supongo que si estás en su posición has de ser así. Sólo la he visto sonreír una o dos veces. Seguramente se halla bajo una enorme presión para entregar los productos. Cuando sonríe le cambia la cara por completo: no parece tan amedrentadora, tan terrorífica. Me pregunto qué edad tendrá. Sé que está casada, a juzgar por el anillo en su dedo. Bonitas manos, tiene los dedos largos.» —¿Qué coño estás haciendo, Rivers? —dijo en voz alta, interrumpiendo su ensueño. Por Dios, estaba a punto de empezar una fantasía sobre aquella mujer. Maldita heterosexual con hombreras, jodida fulana de agencia publicitaria, casada,

con traje de ejecutiva y con tacones altos. De la más absoluta nada le apareció una imagen de Nikki Jones vestida sólo con medias y tacones. En un momento en que estuvieron las dos de pie, vio que Nikki le sacaba claramente diez centímetros de altura. «Por Dios, ahora sí que te estás dejando llevar. Que sea alta no significa que tenga unas piernas largas, estupendas y gráciles, y un culo prieto. Dios, ¿y qué si lo tiene? Seguramente es así. Me juego algo a que es de armas tomar. Compadezco al pobre cabrón con el que se haya casado. Seguro que ella ha convertido su vida en un infierno,

pero probablemente vale la pena por follar con ella. ¿En qué coño estoy pensando?» El mal humor de Georgie había desaparecido. De hecho, estaba sonriendo para sí. Las cosas tenían que irle muy mal para que tuviera que recurrir a fantasías sobre una mujer heterosexual que la acababa de abroncar. «¡Dios!, ahí voy otra vez», pensó Georgie, mientras una imagen de la cabeza de Nikki entre sus piernas, lamiéndola y chupándola, se le aparecía de repente. Georgie prácticamente salió disparada hacia la cocina, sin saber si beberse una cerveza helada o echársela

por la cabeza. Decidió bebérsela. Mientras la Bud le bajaba por la garganta, se puso un poco melancólica. Quizá debería tragarse el orgullo y disculparse. Necesitaba desesperadamente mantener buenas relaciones con la agencia, pero, en vez de eso, tragó más Bud. Vació rápidamente la botella y fue en busca de otra. —¡Ja! Borracha, ¿eh? —dijo en voz alta, tragando tan rápidamente la Bud que soltó un eructo. —No soy más borracha que cualquier otra —repuso, dirigiéndose a una planta mustia que había en la repisa de la ventana. Enfatizó cada palabra

haciendo un gesto con la botella—. Por lo menos, no lo soy más que mi padre. El padre de Georgie siempre había sido un borracho. «Cuando se muera — pensó—, será mejor que lo enterremos. Si lo incineramos, el cabrón arderá durante tres días como una hoguera.» Su padre había arruinado todas las Navidades que ella podía recordar y era de ese tipo de bebedores incapaces de esperar a que la cerveza hecha en casa fermente. Beber agua con levadura al cabo de una semana lo había tenido en cama toda la semana siguiente. El padre de Georgie hubiera bebido Bistro Chef7 simplemente porque lleva un uno por ciento de alcohol. Georgie creía

sinceramente que ella no tenía ningún problema con el alcohol, que bebía por un hecho social, porque estaba bajo presión o porque tenía algo que celebrar o algo que lamentar. Georgie era capaz de echarle la culpa de la resaca a una salchicha o a un kebab con mal aspecto, antes que admitir que el vómito podría haber sido el resultado de ocho pintas de cerveza fuerte. Alegaría que las piernas le flojeaban por culpa del aire fresco, que la había golpeado sin previo aviso. Nunca era culpa de la bebida. Nunca. —Maldita caradura. Nadie se imagina que pueda sentarme en un banco del parque con una botella de plástico

llena de cerveza y completamente borracha a las ocho y media de la mañana. Eso es lo que es un borracho. —La maceta empezaba a ponerse borrosa mientras Georgie vaciaba la segunda botella. No había comido desde la noche anterior. La tercera y la cuarta botella también se vaciaron en una rápida sucesión y Georgie tuvo un último pensamiento lúcido antes de caer dormida en el sofá. «Tengo que comprar más Budweiser para esta noche.»

EL día

de la fiesta de Gillian se avecinaba. Como de costumbre, su «pequeña velada» había crecido vertiginosamente y se esperaba que más de cincuenta personas invadieran su casa en el campo. Afortunadamente, el sábado por la mañana, cuando saltó de la cama, hacía buen tiempo. Todo el mundo podría reunirse en el patio: la casa era demasiado pequeña —y la

decoración estaba por acabar— para acoger en su interior a aquella cantidad de personas. Necesitó casi cuatro horas para limpiar el invernadero y dejar libre un corredor que permitiera llegar hasta allí desde la pequeña salita. Después tocaba ir al Safeway, a comprar algunas cosas para picar, detallitos para la fiesta y mas cajas de vino. A continuación necesitaba un par de horas para hacerse algo en el pelo y por lo menos media hora más para la habitual indecisión sobre qué ponerse. Mientras miraba el cielo azul, despejado y sin nubes, se arrepintió de no haber optado por hacer una barbacoa. A la fiesta iban a ir hombres y siempre les encantaba la carne asada. «Debe de ser algo

ancestral. En el fondo, todos son unos pirómanos», meditó. Eso significaba que podían llevar delantales de plástico, dar grandes tragos de cerveza, quemar las salchichas y rememorar sus días de boy scouts mientras ella y sus amigas podían concentrarse en la bebida. Las barbacoas eran divertidas. Se debatió entre cambiar o no de idea sobre la comida hasta que cayó en la cuenta de que no había limpiado la barbacoa desde la última vez. Decidió que no tenía tiempo para aquello y volvió al plan original. Georgie no tenía ningún dilema sobre qué ponerse: su dilema era cómo

levantar la cabeza de la almohada. Era vagamente consciente de que había otra persona en la cama, pero, como mover la cabeza resultaba doloroso, optó por devanarse los sesos. Por más que lo intentaba, sólo podía recordar hasta el momento en que pidió una bebida en la barra del club. Debían de ser las dos de la madrugada, momento en que se sirve la última copa, porque había una verdadera aglomeración. Recordaba a un chico gay con perneras de cuero, que se apretaba contra su espalda, y una imagen vaga y borrosa de una rubia chiquitina, de pie a su lado, también agitando frenéticamente un billete de cinco libras al barman. El recuerdo del Jack Daniel’s doble bajando por su

garganta despertó otro recuerdo, que incluía montárselo con la atrevida rubita. —¡Buenos días, colega! —dijo la atrevida rubita, alegremente apoyándose en los codos. Georgie abrió un ojo. Sí, era verdad: no estaba sola. La rubia debía de tener al menos diecinueve años, pensó Georgie con desespero. Cerró los ojos para concentrarse, pero no había manera de recuperar los recuerdos de haber salido del club, haber llegado a casa o cualquier otra cosa. —¿Nosotras…? —Sí, colega. —¿Yo estaba despierta?

—Sí, colega, y estabas hecha una animal. Brillante. Súper. Georgie se desesperó aún más. La idea de que podía haber sido una amante magnífica e incansable y que ni siquiera pudiera recordarlo la deprimía lo indecible. —Mira, no quiero parecer maleducada, pero… —Sharon. Me llamo Sharon, colega. Soy mecánica. Aunque al final sí que estabas fuera de juego. Creía que ibas a vomitar. No parabas de hablar, que si tetas, que si culos, y entonces te quedaste frita encima de mí. No me sorprende que no te acuerdes de nada. Puse la papelera al lado de la cama por

si vomitabas. Un pensamiento espantoso asaltó a Georgie. Una vez estaba tan borracha que se quedó frita mientras estaba penetrando con los dedos a una chica y todavía tenía los dedos dentro de ella cuando se durmió. A la chica no le entusiasmó. —Lo siento —murmuró. La habitación seguía borrosa en los extremos y todavía no había reunido valor para mirar a Sharon a la cara. Sharon, mientras tanto, saltó de la cama y se estiró. —¿Te apetece una taza de té, colega? Por algún motivo, las habilidades de

Sharon en la cocina no incluían el sigilo. Ruido de platos y tazas, y de cucharillas de café que caían al fregadero, e incluso logró dar un portazo al cerrar el frigorífico. Cada sonido —Georgie podía jurar que Sharon consiguió que la tetera hirviera ruidosamente— retronaba en su dolorida cabeza, con un dolor sólidamente fijado entre los ojos. Era obvio que Sharon creía que la vida como mecánica no era más que un peldaño hacia la más preferible profesión de enfermera e iba de aquí para allá, alrededor de Georgie, ayudándola ruidosamente a recostarse en mullidas almohadas o estirando el edredón, hasta que Georgie explotó.

—¡Basta! Lo estoy pasando mal. No necesito una niñera. La cara acongojada de Sharon —que también era muy bonita, tal como Georgie se percató— fue suficiente para hacer que Georgie se lo repensara. —Lo siento, colega, sólo intentaba ayudar. ¿Quieres que me largue? —dijo Sharon. Georgie se debatió brevemente sobre si era acertado pedirle a la chica que se quedara, dormir la mona y después saltar sobre ella como una delicia de media tarde. —Mira, te diré lo que podemos hacer. Tengo la resaca más gorda y más hija de puta de toda la cristiandad y un

dolor de cabeza monstruoso. Me encuentro mal y creo que voy a meterme los dedos en la boca. Tengo que dormir y después tendré que arreglarme para la fiesta de mi tía Gillian, donde probablemente me emborracharé tanto que mañana por la mañana estaré en el mismo estado. Pero, si quieres, podemos salir mañana por la noche, o quedarnos en casa a ver una peli de vídeo o algo. —Así que quieres que me largue, ¿no? —Sí, pero, por favor, déjame tu número de teléfono y te llamo más tarde. Te lo juro. —Guay. Para cuando Sharon acabó de

ducharse y vestirse y se fue, Georgie estaba dormida. Mientras tanto, Nikki llevaba horas levantada. Todo empezó cuando Steve se cayó en la habitación, a oscuras y borracho. ¿Por qué los hombres siempre arman tanto jaleo? ¿Por qué siempre que intentan ser sigilosos lo hacen tan estrepitosamente mal? Nikki se despertó cuando tropezó sobre la otomana. Dios mío, llevaba cinco años en el mismo sitio. ¿Por qué no podía recordar dónde estaba? Después Steve intentó quitarse los pantalones. Estuvo dando saltos a la pata coja con una pierna dentro y otra fuera durante cuatro minutos, antes de

apoyar la cabeza contra la pared para lograr algo de estabilidad. La calderilla y las llaves cayeron al suelo en un tintineo irritante. Para entonces y entre risitas, se había hecho literalmente jirones la camisa al intentar sacársela, ya que había olvidado aflojarse la corbata previamente. Con un suspiro, Nikki se sentó y encendió la luz. —¡Oh, así que estás despierta! —le dijo con una sonrisa. Ella percibió el olor empalagoso que emanaba de su marido, disimulando ligeramente el aroma de cervezas y de whisky. Steve fue a sentarse a los pies de la cama,

pero calculó mal y acabó sentándose de golpe en el suelo. —¿Qué tal la cena del club de rugby? —le preguntó ella con dulzura, plenamente consciente del extraño olor. —Las chicas del strip-tease eran buenas —masculló. Nikki puso los ojos en blanco. Por lo general aquello quería decir que un par de putas del pueblo habían llegado, se habían quitado la ropa, habían sacado pecho frente a los borrachos y se habían ofrecido a representar un espectáculo especial si los tipos llenaban una pinta con dinero. A veces las chicas no hacían nada del otro mundo: sencillamente repetían sus giros habituales. Otras

veces montaban un espectáculo lésbico. Y, en algunas ocasiones, elegían un tipo de entre el público e intentaban practicar sexo con él. —Steve, ¿qué es este olor? —dijo Nikki. —Aceite de niños —respondió él, desternillándose con un ataque de risa. —Así, ¿has acabado en el escenario? Steve, creyendo que entonces sí que la había jodido, resopló mientras intentaba formular una respuesta. —No pasa nada, Steve, en el estado en que te encuentras no tengo ninguna duda de que fuiste incapaz de actuar. —Bueno, me quitaron la camisa y la

corbata —dijo, a la defensiva. —Steve, estás recubierto de aceite de niños. ¿Qué te dejaron puesto? —El reloj —dijo con orgullo—, y me ataron una cinta rosa alrededor de la polla. Nikki miró por encima del hombro. No había ni rastro de una cinta rosa. Sólo Dios sabía dónde había ido a parar. —Ve a darte una ducha, Steve. Ese olor es repugnante —dijo, dándose media vuelta y disponiéndose a dormir. El despertador sonó temprano, ella supuso que para la partida de golf del sábado por la mañana. La cama, a su lado, estaba vacía, pero ella sabía

perfectamente dónde encontrar a Steve. Veinte años de matrimonio le habían permitido saber que cuando él estaba completamente bebido tenía dos números especiales. Uno era mearse en el armario. El otro era quedarse dormido en la bañera, afortunadamente vacía. Y fue allí exactamente donde lo encontró. Sintió un gran alivio, pues la última vez se vio sorprendida por el truco del armario. Nikki se despertó al oír cómo el líquido salpicaba sobre un par de sus mejores botas de cuero. Aquella parte de la fiesta la ponía enferma. Llevaban viviendo en la misma casa desde hacía casi diez años: los

armarios empotrados ya estaban allí cuando se mudaron y el lavabo nunca se había movido. Podía disculparle lo de la otomana, pero no tenía la menor idea de cómo era posible confundir el armario con un lavabo. ¿Y por qué siempre elegía el armario de Nikki en lugar del suyo? Aquello le recordó su luna de miel. Grecia. De cabeza al hotel desde el aeropuerto, se pusieron rápidamente la ropa de playa y fueron directos a disfrutar del último sol de la tarde. Sin deshacer las maletas, se dieron una ducha rápida, se pusieron pantalones cortos y camisetas, y fueron a visitar las tabernas locales.

El ouzo, la retsina y el metaxa se mezclaron con hojas de parra rellenas, musaka y algún que otro empalagoso pastelito en el estómago de Steve, el cual estaba tan borracho que se limitó a sentarse bien erguido en la cama, inclinarse y vomitar en el suelo embaldosado. El único inconveniente era que la maleta abierta de Nikki estaba al lado de la cama. Y la única ocasión en que fueron a esquiar —una manera extremadamente cara de caerse de culo de manera regular, por lo que había podido constatar—, ella y Steve se despertaron una mañana después del aprés piste.

Aquella vez fue ella quien se quedó en la bañera y él quien cayó comatoso sobre la alfombrilla que había junto a la cama. Steve dominó inmediatamente el arte de mantenerse derecho sobre dos trozos de madera, mientras que Nikki nunca lo logró. De hecho, ella nunca había dominado ningún entretenimiento que implicara esquís, patines, patines en línea ni cualquier otro complemento en sus pies. El sentido del equilibrio de Nikki era desastroso. Que consiguiera mantenerse de pie con tacones altos, especialmente si había bebido, era algo que nunca dejaba de sorprenderla. Era

la chica más alta del colegio y, cuando los zapatos de plataforma eran el último grito, visitaba regularmente la enfermería de la escuela, donde le curaban las torceduras de tobillo. Le sorprendía que con todo aquello no sintiera miedo a las alturas. Cuando tenía catorce años creía que estaba fantástica con plataformas. En realidad, era alta y desgarbada, y tenía las piernas largas, de modo que los zapatos le daban el aspecto de tener los pies deformes. Pero, por lo menos, el ser alta hacía que la dejaran entrar en los clubs nocturnos. Ella y Janine subían al autobús sin maquillaje, para pagar medio billete, y

después desaparecían en un lavabo público para pintarse. El truco era beber cola o zumo de naranja hasta que un tipo les preguntaba si querían tomar algo. Entonces iban directas a los Bacardís o a los vodkas. El padre de Nikki, que era totalmente abstemio, salvo en Navidades, siempre sospechaba del comportamiento de Nikki cuando ella volvía a casa. A los quince años Nikki había desarrollado la habilidad de respirar hondo antes de hablar y articular con mucha precisión, además de disimular su aliento con un puñado de caramelos de menta de camino a casa. Ella y Janine invariablemente

acababan dándose besos con lengua con un par de jovencitos llenos de granos, en un intento de conseguir que las llevasen a casa en coche. Janine era la chica más impresionante del colegio y había terminado un curso en la Escuela de Modelos de Lucie Clayton, que, en aquellos remotos setenta, era el súmmum de la elegancia y el glamour para los meros mortales, como Nicola Todd. Janine no tenía ni idea del amor y de la devoción que Nikki sentía dolorosamente por ella, porque, como el noventa y seis por ciento de las chicas del instituto al que asistían, le gustaban mucho los chicos y cada noche soñaba que se casaba con Donny Osmond. El

hecho de que Nikki hiciera una más que aceptable imitación de Donny, que completaba con un sombrero de fieltro morado adquirido en el mercado, imitando las palabras angustiadas de su éxito Puppy Love,8 le resultó muy útil. Lo más cerca que llegó a estar de Janine en un nivel físico fue para reconfortarla entre sus brazos, antes y después de sostenerle la cabeza en el lavabo después de que ella y Nikki se ventilasen una botella entera de aguardiente de cerezas, que se hallaba escondida en el mueble-bar desde las Navidades. El otro cuatro por ciento de los alumnos o eran los reyes del armario o,

como Nikki, de hecho eran demasiado jóvenes para saber qué hacer si surgiera la oportunidad de dar un beso, meter mano o acariciarse. El día en que Nikki se subió a los hombros de Christine Kent para mirar por encima de la puerta del lavabo porque sospechaban que había dos chicas juntas, vio cómo sus fantasías de juventud se desmoronaban para convertirse en algo más real, en un contexto más sórdido. Mientras que Nikki había albergado ingenuas visiones, desenfocadas y románticas, de ella y Janine, su único amor verdadero, alejándose agarradas de la mano en una puesta de sol, la violenta imagen de dos alumnas de los

últimos cursos de secundaria contra la pared del lavabo le supuso un shock inicial. Hay que reconocer que fue sólo una mirada fugaz y que Nikki no tenía ni idea de cómo explicar lo que había visto a sus impacientes y ruidosas amigas. Tras todos aquellos años, Nikki aún podía recordar que aquel shock se vio superado rápidamente por una sensación cálida y húmeda entre las piernas y que, como su clítoris en aquel momento estaba firmemente sujeto contra la parte posterior de la cabeza de Christine Kent, el placer fue indescriptible. Lo que siguió aún más rápidamente fue un pánico agudo, al darse cuenta de

que las chicas que se lo estaban montando la habían visto y al constatar que es prácticamente imposible salir corriendo cuando estás subida a los hombros de alguien. Tanto Nikki como Christine recibieron una buena paliza aquel día. «Y aun así, aquí me tienes, con casi cuarenta años —pensó despiadadamente — y ligada a un hombre al que le atan una cinta rosa alrededor de la polla; un hombre que cree que el clítoris es una planta trepadora para decorar los muros de la casa; que se pasa las noches en el club de golf, en el club de rugby, en el Rotary Club, en la Mesa Redonda o en cualquier otra jodida organización

benéfica; que cree que una mujer no es más que un adorno que cuelga del árbol de Navidad para enseñar a sus compañeros. Un hombre que ni siquiera puede empuñar un taladro sin que parezca que hayan ametrallado la pared. Una repentina oleada de cariño la invadió: fue una absoluta sorpresa. No todo era tan malo, ¿verdad? Él no la pegaba, no era jugador, bebía cuando estaba con sus amigos, no la asfixiaba con sus demandas de derechos conyugales y la dejaba hacer bastante lo que le daba la gana. Había aceptado que ella no supiera cocinar, planchar, coser ni jardinería. Había pagado a proveedores para que arreglaran la casa

sin una sola queja. En realidad, no le daba demasiados problemas. Sólo lloriqueaba y hacía ruidos patéticos de vez en cuando, e intentaba ponerla celosa con sus comentarios sobre las rubias pechugonas de su sección. Puede que no hubiera amor, pero su matrimonio era más cómodo que muchos otros con los que se había tropezado. Ella y Steve se entendían. Los límites estaban claramente marcados. Seguramente echaría de menos algunos aspectos de aquel cabrón gordinflón si ella decidía irse. No «si se iba», «cuando se fuera». Fortalecida por la idea de una agencia millonaria y de éxito con su

nombre impreso en los membretes y con una provocativa diablilla esperándola en casa, Nikki empezó a prepararse un baño, después de sacar a Steve. Boca arriba y cubierta hasta el cuello por la espuma perfumada, empezó a soñar despierta. «Gillian ha descrito a su ahijada como una buena pieza. Me pregunto si será una provocativa diablilla. ¿Qué aspecto tendrá? Sería irónico que resultara ser la mujer de mis sueños. ¿Qué diría Gillian? Sé que se supone que será sólo una charla, pero ¿y si nuestros ojos se encuentran y yo me entrego por completo? ¿Y si le pasa a ella? Todo mi futuro puede cambiar esta noche.»

Los nervios y el cosquilleo seguían allí mientras conducía hacia la fiesta. Sabía que lo mejor era no llegar a la hora. Primero, porque Gillian nunca estaba lista a tiempo para recibir a los invitados. Cualquiera que conociera a Gillian estaba acostumbrado a añadir un factor de retraso de por lo menos una hora. Ella, indefectiblemente, siempre tenía algo que acabar, otras dos o tres llamadas de teléfono que hacer o se había olvidado de algo y tenía que salir corriendo a buscarlo. Gillian hacía listas y más listas para intentar organizarse, pero solía fracasar estrepitosamente, por lo general porque

el tiempo que dedicaba a cada tarea era insuficiente. A pesar de llegar por lo menos ochenta minutos después del teórico principio de la fiesta, Nikki fue de las primeras en presentarse. Gillian ya estaba nerviosa, preocupándose por si aparecerían todos. También estaba un poco achispada, puesto que durante el día no había tenido tiempo de comer y ya se había bebido media botella de vino bien fresquito. Nikki se puso cómoda, se sirvió un gin-tonic y pronto se vio envuelta en una conversación con una desconocida. Resultó que la desconocida tenía un perro con personalidad cero. Era tan grave que

ella y su marido se lo olvidaban constantemente en casa de los amigos, en el pub, en parques, en viveros, y a resultas de aquello el perro había desarrollado un terrible pánico a las separaciones. A Nikki casi se le saltaban las lágrimas de la risa. La fiesta se iba llenando. Para entonces a Gillian le costaba bastante mantenerse de pie e iba devorando todas las cosas de picar que podía en un tardío intento de absorber el alcohol. Georgie también se tambaleaba sobre sus pies cuando llegó y estuvo a punto de caerse al salir del taxi. Tontamente había decidido que la cura

instantánea para su resaca iba a ser tomar un trago. De hecho, la cura se convirtió en una larga sucesión de tragos, ya que la botella de Jack Daniel's se había mostrado especialmente tentadora y reconfortante. A pesar de su apariencia, Georgie era tímida y tener que enfrentarse a un grupo de absolutos desconocidos en un entorno social siempre la ponía nerviosa. Envalentonada por el Jack Daniel's, respiró profundamente y juró pasar el resto de la noche bebiendo cola o zumo de fruta. —Querida —dijo su tía Gillian arrastrando las palabras, mientras le colocaba una copa de vino en la mano

—, pensaba que te habías olvidado de nosotros. Georgie fue dirigida hacia un grupo de gente poco atractiva, mientras intentaba desesperadamente recordar los nombres que tía Gillian pronunciaba a voz en grito. Por lo general sólo podía recordar los nombres si las personas colaboraban amablemente escribiéndolos en unas etiquetas. —Ésta es Georgina, mi ahijada. Es escritora —anunció llena de orgullo Gillian y después desapareció. Resignada a tener que explicar una serie de anécdotas de sus días como gacetillera, Georgie dio un paso en el círculo de gente y empezó.

Mientras tanto, Nikki apenas se había movido de su asiento en más de tres horas y empezaba a arrepentirse de no haber comido nada antes de ir a la fiesta. Su gin-tonic era rellenado con inquietante frecuencia por el marido de su nueva amiga, quien había percibido algo alarmado el estado de creciente embriaguez de Gillian. El marido había recibido instrucciones de asumir el papel de gentil anfitrión y de asegurarse de que los invitados tenían bebidas y aperitivos, papel que representó con notable entusiasmo. Nikki sabía que probablemente tendría dificultades para mantener el equilibrio si se levantaba, y ya no

digamos si andaba. Sentía el calorcito de la ginebra en su estómago. Se encontraba rodeada de gente que estaba de pie y la pequeña casa empezaba a parecer aún más pequeña a causa de la gran cantidad de gente allí reunida. De hecho, empezaba a sentir un poco de claustrofobia y bastante calor. También se sentía muy, muy borracha. El tercer vaso de vino de Georgie fue, con toda seguridad, una gran equivocación. La habitación empezaba a cerrarse a su alrededor y a volverse algo borrosa. El grupo de gente había resultado ser tremendamente divertido y Georgie apenas se había movido. Ahora, crucialmente consciente de que

necesitaba aire fresco, empezó a efectuar una cautelosa aproximación al invernadero, fuera en el patio. Nikki también se había movido. Se había levantado con cuidado para alejarse de su asiento: sólo tres pasos hasta la cristalera abierta que daba al patio y podría encontrar algún alivio. Se tambaleó un poco, pero esperó que nadie se hubiera dado cuenta. Las dos mujeres chocaron en la puerta mientras se apresuraban a alcanzar el refugio del aire fresco de la noche. Automáticamente, las dos se disculparon y se apartaron para dejar pasar a la otra. Allí plantadas, incómodas, ninguna daba el primer paso

y las dos tuvieron que enfocar sus miradas enturbiadas antes de darse cuenta de quién era la otra. La discusión empezó antes de que ninguna de las dos hubiera puesto un pie en el patio. —Llamarme borracha, ¿eh? ¡No pareces estar en condiciones de llamarme así! —Georgie fue la primera. —Por lo menos esto es un entorno social y no laboral —respondió Nikki, peleándose con la frase. —Nunca estoy borracha cuando trabajo. Resacosa sí, lo admito, pero nunca borracha —Georgie empezaba a alzar la voz. —Yo nunca he sido poco

profesional. —Nunca te he dicho que lo fueras. Sólo dije que estabas ocupada con tus problemas personales… —Nunca dejo que mis problemas personales interfieran en mi trabajo y me molesta que puedas insinuar algo así… —Y a mí me molesta que me llames alcohólica. —Nunca te he llamado alcohólica. Sólo dije que cada vez que venías a mi despacho tenías resaca… —Dos veces. Te informaré de que hay muchísimos días en los que no tengo resaca… —Y hay muchas ocasiones en las que yo no tengo problemas personales

que interfieran en mi jornada laboral. No puedes eludir el hecho de que hiciste un mal trabajo y de que yo tuve que arreglarlo. Por otra parte, no es habitual que mis proveedores se me presenten siempre con resaca. A Gillian la habían avisado de la discusión que estaba teniendo lugar en el patio. Pasando como si nada entre sus invitados, igual que un galeón a toda vela, se plantó en el patio con una sonrisa beatífica. —Chicas, chicas, no lo estropeemos todo, ¿vale? Venga, entrad y tomad una copa: así nos calmaremos. Mirándose la una a la otra, Nikki y Georgie se dejaron conducir, algo

tambaleantes, de vuelta a la brecha. Gillian, con sensatez, decidió que aquél no era el momento adecuado para presentarlas oficialmente. Era evidente que no estaban en el estado de ánimo más apropiado para mantener una agradable charla sobre lesbianismo. Las distanció, colocando a Georgie en un grupo de gente y a Nikki en otro. Todavía hostiles, bebiendo vino sin saborearlo e intercambiándose miradas gélidas, las dos mujeres siguieron separadas durante la siguiente hora. A aquellas alturas Nikki y Georgie estaban demasiado bebidas para recordar que la fiesta se había organizado teniendo en mente una

intención concreta. Ninguna de ellas había hablado con la otra desde la confrontación telefónica de la semana anterior. Marión tenía razón: el orgullo se había apoderado de ellas. Y ahora, espoleado por el alcohol, el resentimiento había salido a la superficie para duplicar las supuestas ofensas que cada una había infligido a la otra. El hecho de que el cliente de Nikki hubiera aprobado el trabajo sin ninguna queja y de que ella hubiera prácticamente decidido que quizá se disculpara con la freelance para entonces estaba completamente olvidado. La disputa original había

quedado grabada en primer plano. Georgie no tenía ningún recuerdo de su dulce fantasía sobre Nikki Jones: su indignación lo había hecho desaparecer. Gillian mantuvo un ojo vigilante sobre ellas dos. No quería que fuera a más, se tratara de la discusión que se tratara —algo de trabajo, había entendido—, y estaba disgustada porque su pequeño plan no iba a cuajar. Tenían aspecto de estar a punto de saltar la una al cuello de la otra, así que mejor no hablar de convertirse en las mejores amigas lesbianas. Nikki se dio cuenta de que tenía que irse, pero no había manera de que pudiera conducir. También sabía que

por la mañana tendría una resaca de caballo. Georgie también había llegado rápidamente a la conclusión de que, si no se tumbaba pronto, caería en redondo. Las dos compartieron una última mirada cargada de hostilidad, mientras Nikki aprovechaba que se ofrecían a acercarla a casa y se iba. Georgie se hundió en un sofá y cerró los ojos, agradecida. «Bueno, esto ha enviado a la mierda cualquier oportunidad de volver a ser santo de la devoción de Nikki Jones —pensó—. Y probablemente haga que me pongan en la lista negra de cualquier otra agencia de por aquí. ¿Por qué no podía haberlo

dejado estar en vez de mantenerme en mis trece? No me sorprende que Nikki haya reaccionado como lo ha hecho. Las dos habíamos bebido demasiado para intentar calmar las aguas turbulentas que, para empezar, afrontémoslo, ya se habían salido de madre.» «¡Oh!, por el amor de Dios, ¿por qué me emborraché antes de venir? El demonio de la bebida ha vuelto a hacerlo: me ha hecho abrir la boca cuando no podía permitírmelo. Por cierto, ¿dónde está esa tipa casada que la tía Gillian quería presentarme? No puedo hablar, no puedo pensar. A la mierda.» Georgie estuvo durmiendo mientras

todos se iban y mientras Gillian intentaba recoger con poco entusiasmo. Después, Gillian le echó una manta por encima y la dejó roncar.

NIKKI estaba de un humor de perros. La mañana del domingo era cálida y soleada, y los efectos combinados del calor del día y la resaca le provocaron un exceso de sudor y de desagradables náuseas. Alguien la había acercado a casa la noche anterior y, al llegar, estuvo peleándose diez minutos para meter la llave en la cerradura. Steve, que había pasado la noche en casa

bebiendo latas de cerveza y viendo el fútbol, al final cedió a su irritación y le abrió la puerta. Ella se cayó en el vestíbulo, subió las escaleras tambaleándose y se fue directa contra la otomana del dormitorio. Ahora ya sabía por qué Steve siempre se peleaba con el maldito trasto cuando se emborrachaba. Convencida de que la otomana cobraba vida en la oscuridad, se fue quedando dormida y tuvo un sueño un poco alarmante sobre muebles. Recordaba vagamente haber tenido una discusión. Mierda, otra tarjeta de disculpas. A veces pensaba que sería mejor y más barato comprarlas al por mayor. Esperaba que Gillian no

estuviera demasiado enfadada con ella, no en vano lo había organizado todo pensando en ella. Y a había perdido amigos con anterioridad por culpa de los excesos de alcohol y Gillian le resultaba demasiado estimada en aquel momento de la vida. En cuanto lograra erguirse, intentaría llegar hasta el teléfono. Su arrepentimiento se vio interrumpido. Se dio cuenta, de repente, de que su marido estaba hablando con ella y de que probablemente ya llevaba un rato. —¿Qué? —Te decía, Nikki —Steve hablaba con una paciencia sobreactuada—, que estaba pensando que podrías haber

estado menos evidentemente borracha anoche. Ya tienes casi cuarenta años. ¿No crees que deberías empezar a actuar de un modo más acorde con tu edad, de vez en cuando? ¿No va siendo hora de que dejes de beber tanto y tan a menudo? A saber qué deben de pensar los vecinos. Estabas gritando todo tipo de barbaridades en la puerta. —Pues tendrías que haber abierto la jodida puerta, ¿no? Apagaste la luz del porche: ¿cómo se supone que tenía que encontrar la puta llave a oscuras? Una noche tras otra tengo que aguantar tu comportamiento de borracho y tú eres incluso más mayor que yo. ¿A santo de qué está bien que tú te bebas cervezas

con sus chupitos de whisky, acabes desnudo con un par de putas viejas frente a un público, con la idea de follarte a una o a las dos, después llegues a casa bañado en aceite para bebés y te vayas cayendo por toda la habitación? Supongo que vas a decirme que son cosas de hombres, ¿no? Yo me tomé unos cuantos gin-tonics, demasiados, pero con sensatez; dejé que me trajeran a casa y, de acuerdo, tuve dificultades para subir las escaleras y meterme en la cama, pero por lo menos no me quité la ropa en público con la intención de dejar que ningún strípper de culo peludo se encargara de mí delante de mis colegas.

—Sabía que no ibas a dejar pasar eso. Sabía que ibas a sacarlo. Sencillamente se me escapó de las manos, eso es todo. Y eso es lo que hacen los jugadores de rugby. —Me importa un pito lo que hagan los jugadores de rugby. Lo único que sé es que se espera que aguante tu comportamiento de machito provocado por el alcohol y que sonría, tolerante, y diga: «Muy bien, Steve, haz lo que quieras. Está bien. Eres un hombre, eres seguidor de un equipo de rugby y esto es lo que ocurre en esos casos.» Steve volvió a mostrar su indignación. —No creo que sea una gran cosa, ni

que sea inteligente, agradable ni civilizado ver a una mujer, especialmente de tu edad y en tu posición, emborracharse de tal manera. ¿Qué pasa si mis jefes se enteran? ¿Qué pasa si empiezas a comportarte como una idiota en una de mis cenas? Estoy convencido de que estás a punto de convertirte en una alcohólica, ¿sabes? —Vete a la mierda, Steve, y déjame dormir. El disgusto de Steve, en realidad, no se debía a que ella se hubiera emborrachado. Se había pasado la noche solo, tragando cerveza entre resoplidos y mirando una peli porno pirata, entre

una nebulosa de nieve estática, lo que había propiciado que desenterrara algunas fantasías eróticas sobre su vida sexual. Había decidido que haría el amor con su mujer en cuanto volviera. La tumbaría sobre la alfombra como Odín el Guerrero y la tomaría allí mismo con fuerza bruta. Cuando Nikki apareció más que desarreglada y apestando a ginebra, su ardor desapareció al instante y ahora se sentía insignificante y resentido. Él también sabía que Nikki lo sabía. También estuvo enfadado durante un buen rato, porque Nikki había estado con aquella mujer, Gillian. Cuando ella le habló por primera vez de la fiesta y le

dejó absolutamente claro que iría ella sola, el primer pensamiento de Steve fue que no era bienvenido porque ellas dos estaban planeando alguna expedición de caza de hombres. No le extrañaría que Gillian llevara a su mujer por el mal camino. Probablemente llevaba años suplicándole a Nikki para que se embarcara en una aventura. Pensó en las vacaciones que pasaban juntas, los fines de semana largos que se iban fuera, las noches que salían al teatro, las fiestas en las que se emborrachaban, las comidas sólo para chicas y las largas conversaciones telefónicas. Además, ¿de qué podían hablar las mujeres durante tanto rato?

¿Por qué sentían la necesidad de hablar la una con la otra prácticamente cada día? Cuando oía por encima los finales de conversación de Nikki, tenía la sensación de que entre ellas hablaban suajili, por lo que podía entender. Mientras miraba cómo dormía su mujer, Steve pensó una vez más que sabía muy poco de la amistad femenina. Se sentó al borde de la cama y Nikki ni se movió. ¿Qué pasaría si ella tuviera una aventura? ¿Qué haría él? ¿Cómo reaccionaría? Podía haber estado saliendo con otro hombre, por lo que él sabía. Pasaba mucho tiempo trabajando hasta tarde en el despacho. Se quedaba a dormir en

hoteles por asuntos de negocios. Iba a conferencias, a veces al extranjero. Nunca había entendido qué hacía ella para ganarse la vida. Al principio, Nikki volvía a casa y charlaba sobre sus clientes y lo que hacía para ellos, y le hablaba de la gente con la que trabajaba. A veces tenía ataques de risa y soltaba unas carcajadas tan fuertes que no podía acabar la historia que había empezado. Hacía mucho, mucho tiempo que no la veía reírse de aquel modo. Se preguntaba, por curiosidad, si su mujer se seguía divirtiendo. Parecía muy preocupada por el trabajo y la verdad era que no parecía que el trabajo siguiera haciéndola feliz. La presión que

al principio le había sentado tan bien ahora parecía estar hundiéndola. Durante las veladas, ahora tan escasas, que pasaban juntos siempre estaban en silencio. Ella nunca le preguntaba por su trabajo, por sus amigos, por su familia, por sus aficiones. Y él nunca le preguntaba a ella por los suyos. Por un momento se sintió culpable: probablemente tenía su parte de responsabilidad por aquella vida de autocomplacencia que llevaban. Ni siquiera eran compañeros en el matrimonio. Por Dios, durante la mayor parte del tiempo ni siquiera eran amigos. Simplemente se soportaban. Y cuando ella se dignaba a colgarse de su brazo en funciones de esposa, él sabía que Nikki

hacía un esfuerzo para entablar conversación con sus colegas y clientes. De hecho, Steve se sentía bien cuando ella estaba allí, a menos que llevara tacones, porque Nikki tenía la habilidad de relacionarse con la gente. Para ser justo con ella, Nikki nunca bebía alcohol: siempre era la encargada de conducir, porque sabía que las tres copas que él necesitaba para tranquilizarse eran más que suficiente para que sobrepasara el límite. Steve era de naturaleza tímida y se sentía incómodo con los desconocidos, mientras que ella se acercaba a un grupo y en cuestión de segundos tenía a la gente comiendo de su mano. Y todos

sabían que aquella era su mujer, rubia y guapa, esbelta, con sensuales ojos de un azul intenso, rápida e ingeniosa, y con un culo fabuloso. «Sí, Steve Jones lo tiene todo», debían de pensar. Steve Jones sabía en su interior que, en realidad, lo que tenía era una mujer que seguramente lo despreciaba a él y a la rutina y la monotonía del estilo de vida que llevaban. También sabía que el amor y la pasión hacía años que habían desaparecido. Lo que lo desconcertaba era que ella no le pidiera dejarlo. ¿Por qué no había vuelto a casa después de una de sus excursiones al Caribe con la Devorahombres y le había anunciado

que se había tirado a toda la tripulación de una fragata americana y que lo abandonaba? Steve no podía pedirle el divorcio a Nikki. Era ella quien tenía que pedírselo y él le diría que no. Había trabajado muy duro para llegar donde estaba, financiar la casa y alcanzar aquel nivel de respetabilidad y convencionalidad superficial de clase media. Lo único que les faltaba era los 2,4 niños. Él era el único de su familia que había conseguido abrirse paso y, ¡qué cojones!, no iba a acabar en un piso alquilado en cualquier sitio, mientras su mujer disfrutaba de la casa conyugal o de la mitad de lo que sacaran de aquella propiedad.

Sólo llevaban cinco años casados cuando empezaron a aparecer las fisuras. Dejaron de darse besos. Cuando comentó el tema con sus amigos, sabiamente todos estuvieron de acuerdo en que aquél era, por lo general, el primer síntoma. Las mujeres seguían follando, pero como deber conyugal, y las mamadas desaparecían, pero en cuanto los besos se acababan casi siempre quería decir que el matrimonio estaba pasando la fase de «compañerismo». Y después de dejar de besarse, todos sabiamente coincidieron en que el siguiente paso serían las discusiones. Steve y Nikki se pasaron los

siguientes cinco años discutiendo. Discutían sobre quién debía fregar los platos, sobre cómo cocinaba Nikki, sobre el golf de Steve, sobre la madre de Steve. Discutían en el coche sobre la interpretación de los mapas; discutían en los restaurantes sobre el menú o el vino que había que elegir. Estaban a punto de llegar a las manos por culpa del mando a distancia. Incluso habían discutido si ir o no ir a un consejero matrimonial. Finalmente quedaron de acuerdo en ir, pero, cuando Nikki descubrió que la lista de espera era de tres a seis meses, perdió los nervios. —Si tengo que esperar seis meses para recibir asesora-miento sobre mi

matrimonio, entonces será mejor que lo ponga de patitas en la calle y acabe con esto —le gritó a la recepcionista antes de colgar el teléfono, con un golpe tan fuerte que resquebrajó el auricular. La fase de discusión se terminó: había muy pocas cosas que les preocuparan del otro. Entonces Nikki consiguió el trabajo que aún tenía — bueno, el que obtuvo antes de su rápido ascenso— y se sumergió de lleno en él. Steve había tenido un respiro de unos cuantos años antes de que la presión se intensificara. Nikki se adelgazaba y engordaba de un modo alarmante, siempre estaba cansada y se pasaba casi todo el fin de semana durmiendo. El la

convenció de que fuera al médico, porque tenía ataques de pánico relacionados con la posibilidad de quedarse embarazada, aunque no era demasiado probable: el sexo era prácticamente inexistente; pero, aun así, ella se pasaba las noches despierta, tumbada y sudando ante la idea de tener hijos. Se sometió a un examen exploratorio. Además de sentirse aterrorizada ante la idea de que su vida se viera alterada por un niño, Nikki también sufría constantes ataques de ansiedad relacionados con el cáncer. Bajó de peso en picado hasta niveles alarmantes.

Se desmoronó en casa, después de consultar a un especialista exorbitantemente caro, sintiendo una mezcla de rabia y alivio. —No es cáncer: es síndrome del colon irritable y lo provoca el estrés. ¡Estrés! Me quedo sentada mientras me hace preguntas sobre mi vida y me paso todo el rato esperando a que se ponga unos guantes de goma y me meta un dedo en el culo, pero en cambio me pregunta si me duele la cabeza, si me duele el pecho. «¿Qué coño tiene eso que ver con mi sistema digestivo?», pregunto. «Ah», responde, y me muestra unos diagramas y después me dice que es el síndrome

del colon irritable y que tengo que eliminar de mi vida el origen del estrés. Me giro y le digo: «No, doctor, no me importa cuántos títulos y másters tenga usted. Se equivoca. No es síndrome del colon irritable, es síndrome del cabrón irritable y me voy a ir a casa a enterrar a mi puto marido bajo los rosales. ¿Eso me ayudará?» Llegado ese punto, Steve cometió el error de reírse. Sintió tanto alivio por el hecho de que ella no estuviera embarazada ni tuviera una enfermedad terminal que pasó completamente por alto las habituales señales de advertencia de que el explosivo mal carácter de Nikki estaba a punto de

estallar. La bebida que le había servido acabó rodando hasta el otro lado de la habitación y él pudo oír el estrépito y los golpes, mientras salía rápidamente. El SCI de Nikki tardó un tiempo en estar bajo control. Su definitivo alejamiento como pareja ayudó. Ella se tomó unas vacaciones y después se fue a pasar unas semanas a Hawaii con la Devorahombres. Cuando regresó, los dos se acostumbraron a la rutina de vivir bajo el mismo techo y compartir cama. Nikki sugirió que durmieran en camas separadas —había bastante sitio, por el amor de Dios—, pero él se negó. En el cerebro de Steve, aquello estaba demasiado cerca del divorcio. La cama

de matrimonio, sin embargo, repentinamente se había hecho más grande para los dos. Nunca se abrazaban por la noche: los dos se despertaban por la mañana separados por un enorme abismo. De vez en cuando, se juntaban para un apareamiento mecánico, generalmente cuando a Steve le dolían los cojones porque los tenía demasiado llenos y ella estaba muy borracha. Él creía que había perfeccionado el arte. Cuando sus necesidades biológicas eran más de lo que podía soportar, la agasajaba con una botella de champán y un porro. Tenía que calcularlo a la perfección: una botella y una copa llena era suficiente para atraerla a la cama; un vaso de más y ella se quedaría dormida.

Si tenía que ser sincero consigo mismo, Nikki nunca había sido una fiera con él. Sus compañeros hablaban atemorizados de mujeres que mordían y arañaban, que aullaban como lobos cuando se corrían, que lamían y chupaban con ansiedad. Mujeres con pelvis acrobáticas que podían follar como potros salvajes desbocados. El se removía incómodo en su asiento, con el pene medio erecto, frotándose contra la costura de los vaqueros y deseando con todas sus fuerzas que su mujer fuera de aquella manera. A todos sus amigos les gustaba Nikki y él lo complacía diciéndoles que ella era la más aulladora de todas. En realidad, en las

raras ocasiones en que lo hacían, lo más seguro era que ella estuviera pensando en ir de tiendas. Ahora que lo pensaba, Steve se daba cuenta de que era imposible que su mujer tuviera una aventura: no le interesaba el sexo. Nunca le había interesado y seguramente le aliviaba haber llegado a un punto muerto. El aún podía sentir una leve sensación de deseo de vez en cuando, cuando la veía desnuda, pero últimamente le parecía demasiado esfuerzo y probablemente ella le hubiera dado un buen rapapolvo si lo hubiera intentado estando los dos sobrios. La dejó dormir. Las horas pasaban y

tenía que llegar al pub a tiempo de encargar la comida del domingo. En el momento en que Nikki oyó que la puerta de casa se cerraba, apartó la sábana a un lado y se sentó. La cabeza le latía, pero parecía que las náuseas habían desaparecido. Se dio una larga ducha, se puso un chándal y se preparó una taza de café muy cargado. Gillian, como de costumbre, no tenía resaca cuando descolgó el teléfono. —¿Cómo lo haces? —gruñó Nikki —. Estoy completamente segura de que te emborrachaste. —La costumbre, cariño, la costumbre. A mi edad el cuerpo se acostumbra a los excesos. Y ahora, ¿vas

a contarme de qué iba aquella estúpida discusión de anoche? —Escucha, tengo que disculparme en serio. Había bebido demasiado, tenía el estómago vacío y, por algún motivo, aquella chica es para mí como un capote rojo para un toro. Ya hemos tenido un par de enganchadas antes. Una vez la traté con desconsideración y…, bueno, de hecho fue culpa mía las dos veces, si he de ser sincera. Sólo he trabajado con ella en dos ocasiones, pero cada vez que ha venido a traerme el trabajo me ha encontrado de un humor de mil diablos por otras razones y la he tomado con ella. Seguramente cree que soy una hija de puta. Ella también estaba borracha

anoche y fue la que empezó. Supongo que tendría que haberlo dejado pasar, pero ya sabes cómo me pongo cuando he bebido ginebra. Tendría que haberme dado al vino. Debería haber mantenido la boca cerrada. Lo siento si te estropeé la fiesta. —No la estropeaste, querida. Creo que a la gente le divirtió. No pasa cada día que estés a punto de ver una pelea. —Bueno, la próxima vez anúncialo como un concurso de lucha en el barro, pero no invites a esa chica. Ya encontraré a alguna otra persona con quien pelearme. —Esa chica, cariño, es mi ahijada. Y, si lo recuerdas, fui yo quien te la

recomendó para el trabajo. Se hizo un largo silencio. Finalmente fue Gillian quien lo rompió, mientras Nikki se frotaba la frente profundamente avergonzada. Le habían vuelto las náuseas. —De hecho, aún está aquí. Se quedó dormida en el sofá y he estado recogiendo las cosas a su alrededor. Además, tienes que venir a recoger el coche, ¿no? —Gillian, no. Es imposible que pueda mirarla a la cara. ¿Sabe que…? —No. No lo sabe. No me pareció que anoche fuera el momento oportuno y, como aún no se ha movido, no es consciente de que tú eras la persona con

la que se suponía que tenía que hablar. Imagino que yo debería ir a comprobar que no ha muerto durante la noche por envenenamiento etílico. Creo que tendrías que pasarte por aquí, al menos para intentar quedar como amigas. Me acabas de decir que creías que los malentendidos que habíais tenido otras veces eran culpa tuya. —Decírtelo a ti y decírselo a ella son cosas completamente diferentes — dijo Nikki, a la defensiva, empezando a notar los síntomas de un ataque de ansiedad. —Mira, Georgie es una chica muy temperamental, pero tiene momentos de serenidad y de sensatez. Si las palabras

«lo siento» pueden salir de tu garganta, estoy segura de que será capaz de darse cuenta de que lamentas lo sucedido. Depende de cuánto te importe hablar con ella. Ya té dije que es la única lesbiana que conozco, así que ésta es la única ocasión en la que realmente podré ayudarte. No seas tan jodidamente orgullosa y cabezota. Probablemente necesitaré un par de horas para conseguir que se mantenga erguida y receptiva. Tómate otro café en tu casa, lee el periódico del domingo y piénsatelo. Gillian volvía a hablar con una brusquedad que rozaba el límite de la estridencia. Nikki reconoció la acerada

determinación en su voz: Gillian era una mujer con una misión y no se iba a rendir tan fácilmente. —De acuerdo, de acuerdo. Te llamo dentro de un rato. Steve se ha largado al pub, así que de todos modos voy a tener que tomar un taxi para ir a buscar el coche y ya sabes lo que cuesta encontrar un taxi un domingo, por aquí. Se quedó sentada mirando el teléfono durante horas antes de llamar a un taxi. Esperaba que Gillian no le contara demasiado a Georgie antes de que ella llegara, de manera que sus opciones siguieran abiertas. ¿Qué pasaría si Georgie estaba lo suficientemente enfadada con ella como

para intentar utilizar toda la situación en su beneficio? En aquel momento Nikki no podía permitirse activar una bomba de relojería. Si Georgie decidía jugar sucio, podía explicar a determinadas personas lo que estaba sucediendo. Nikki ni siquiera podía plantearse cómo afrontar una cosa así. Pero, en cualquier caso, Georgie no parecía mezquina ni resentida. Temperamental sí, pero Nikki ya estaba acostumbrada a aquello en sus negocios. Mientras Nikki luchaba contra sus pensamientos, Gillian luchaba con Georgie. La muy condenada se negaba a volver en sí. Cada vez que Gillian creía

haber conseguido sentarla, Georgie se relajaba y se desplomaba contra los almohadones. —Venga, Georgina, si aún estás borracha esto es lo mejor que te vas a sentir en todo el día, porque aún tienes que pasar por la resaca. Te he preparado un fantástico baño de agua caliente y voy a hacerte una taza de té. No, mejor te preparo un cubo de café bien cargado y un sandwich. Venga, venga. Haces que la casa parezca desordenada. Georgie se quedó sentada con la cabeza entre las manos. —Tía Gillian, me encuentro fatal. Estoy hecha una mierda.

—Bueno, ve al lavabo y métete los dedos en la garganta. Es una manera de empezar. —Siento mucho lo de anoche, tía Gillian. Bebí demasiado y debería haber comido algo. —Esta mañana Nikki me ha dicho lo mismo. Sois tal para cual. No sé qué mosca os picó a vosotras dos para empezar con el pequeño altercado de anoche, pero, si eso sirve de consuelo, a Nikki le sabe tan mal como a ti. De hecho, ahora está de camino hacia aquí. Viene a recoger su coche, así que creo que vosotras dos podríais hacer las paces. Oh, querida —Gillian se puso nerviosa de repente.

Georgie no entendía nada. Luchando contra la bilis que le subía por la garganta, se levantó rápidamente, se tambaleó, puso un pie delante de otro y salió corriendo hacia el lavabo. Tía Gillian tenía razón, pensaba diez minutos más tarde: haber vomitado la ayudaría. Agradecida, se hundió en la bañera que Gillian tenía esperando para ella y un café cargado, algunos analgésicos y un bocadillo también la ayudaron a recuperarse. Para cuando Nikki llegó, Georgie estaba a punto de volver a sentirse humana. Se miraron la una a la otra con recelo. Nikki le había estado dando vueltas al asunto mentalmente y sabía

que tenía que ser ella quien diera el primer paso. —No sé tú, pero yo creo que lo de anoche fue un gran error. Deberíamos haber solucionado nuestras diferencias antes, la verdad. No sabía que ibas a estar aquí y yo estaba bebida. Georgie no dijo nada. «Sigue, zorra, y discúlpate.» —Seguramente he sido un poco demasiado, bueno, podríamos decir que debería haber, esto… Empezamos con mal pie y sé que, en mi posición, quizá debería haberlo pensado un poco más cuidadosamente… Bueno, ya sabes que estas cosas se nos pueden escapar de las manos y que en realidad lo que quería

decir era que… Llegados a este punto, Gillian estaba gritando interiormente: «Lo que está intentando decir, Georgie, es que lo siente». Georgie seguía sin decir nada. —Y Georgie, sinceramente, creo que tú también tendrías que disculparte —de repente, Gillian sonó igual que la madre de Georgie—. Si os quedáis ahí plantadas mientras yo me disculpo en vuestro nombre no vamos a llegar a ninguna parte, ¿no? Y si se supone que vosotras dos tenéis que hablar sobre algunas cosas, creo que éste sería un buen punto de partida, ¿no? —¿Qué cosas? —dijo Georgie,

enfurruñada, porque en realidad Nikki no había llegado a disculparse directamente. —Cosas, ya sabes, cosas de lesbianas. —Gillian se detuvo al darse cuenta de que el rostro de Nikki se había quedado helado por el horror. —¿Quieres decir que ella es esa mujer casada de la que me hablaste? — dijo Georgie con incredulidad. Un incómodo silencio cargado de tensión las envolvió a las tres. Nikki se dio cuenta de que su angustia podía haber sido innecesaria si Gillian hubiera mantenido la boca cerrada. Evidentemente, hasta aquel momento no le había dicho nada a Georgie. Nikki

podría haber gruñido una disculpa, podría haberse subido al coche y haberse largado, y Georgie nunca lo hubiera sabido. Gillian sabía que debería haberlo dejado estar. Entre ellas dos ya había demasiados temas pendientes, como para que ella lo empeorara. Georgie estaba en un mar de confusión. Su mente se vio asaltada por imágenes de Nikki en diferentes estados de desnudez: Nikki abierta de piernas y esperando ante sus ojos ansiosos, con los pezones erectos llamando a su lengua; Nikki mojada y expectante. En una fracción de segundo, Nikki Jones, la trajeada publicista de expresión severa

y marido misterioso, se había visto reemplazada por Nikki Jones la desvergonzada, desnuda, suplicando a Georgie que saboreara su coño chorreante y reluciente. —¡Coño! —suspiró Georgie, sin que ni Nikki ni Gillian tuvieran idea de que la expresión estuviera tan cargada de significado. —¿Alguien quiere café? —dijo animadamente Gillian. Georgie volvió a sentarse. De repente sus piernas no la sostenían. Se dirigió hacia el sofá al mismo tiempo que Nikki y se sentaron juntas. Georgie imaginaba que podía sentir el calor del cuerpo de Nikki, a pesar de que, por lo

menos, había treinta centímetros de cojín entre ellas. El lenguaje corporal de Nikki era defensivo: cruzada de brazos y piernas, y con los hombros girados, alejándolos de Georgie. Se miraba las rodillas. La mente de Georgie trabajaba a toda máquina: en lo único en lo que podía pensar era en frenéticas penetraciones con los dedos. Por su parte, en lo único en lo que podía pensar Nikki era en la posibilidad de que le hicieran chantaje. ¿Cómo se le podía haber ocurrido a Gillian que ella podía hablar con Georgie, una freelance a quien había gritado por lo menos tres veces y a quien, hasta la noche anterior, sólo había visto en un entorno laboral?

¿Cómo podía abrirle su corazón a aquella chica? Nunca debería haberle dicho nada de nada a Gillian. Gillian trasteaba por la cocina. Era evidente que quería salir de en medio. —Así… —Georgie se dio cuenta de que le había salido un tono un poco demasiado agudo—, ¿quieres hablar conmigo sobre esos sentimientos que tienes o prefieres que lo olvidemos y hagamos como si nunca hubiera ocurrido? Cuando Nikki se giró hacia ella, sorprendida, Georgie sonrió. —No pasa nada, ¿sabes? No soy el tipo de persona que sale corriendo a contarle a tu marido o a tu jefe que eres

una pervertida con pensamientos sucios. Tía Gillian tiene buena intención, pero, si vas a sentirte más cómoda, ahora me callo y hacemos como si nunca hubiera ocurrido nada de esto. «Me callaré —pensó—, pero lo que no dejaré es de atormentarme con más visiones en las que tú, desnuda y abierta de piernas, estás debajo de mí.» Percibió que la tensión de Nikki desaparecía y se dio cuenta de que había cambiado de posición: había descruzado las piernas y se había girado para quedar de cara a ella. Georgie esperó con toda la paciencia del mundo. —Todo es muy raro, ¿sabes? — empezó Nikki—. Le comenté algo a

Gillian. Me costó horrores hacerlo. Y, sin embargo, antes de que me dé cuenta está haciendo todo lo posible para solucionarlo. Ya debes conocer su faceta de «soy una mujer con una misión». Nunca me he movido en círculos gays o lésbicos. No sabría cómo empezar. Lo único que sé es que tengo que afrontarlo. Me sentía sola y perdida, preguntándome dónde coño ir, qué hacer después, si es que había que hacer algo. —Yo nunca he tenido ese problema. Debe de ser muy difícil para ti. ¿Cuánto tiempo llevas sintiéndote así? —Pues desde que tengo memoria. Ya en la escuela secundaria, supongo.

No era algo que entonces pudiera comentar con nadie y creía que se me pasaría cuando me hiciera mayor. Más tarde conocí a Steve. Fue mi primer novio formal, supongo: el primero al que le dejé, bueno, ya sabes… Georgie se dio cuenta de que estaba celosa. —Así que te casaste con él. Las convenciones. La seguridad. La imagen… Todas esas cosas. Nikki asintió. Había dejado caer ligeramente la cabeza y ahora estaba en silencio. —Nunca te sentiste bien. Tenías la sensación de que te faltaba algo, de que algo no encajaba. ¿Tienes hijos?

—No. Steve no soporta a los niños. Imagino que fue un acuerdo desde el principio, la verdad. Si no hubieran intervenido otros factores, probablemente eso sería lo mejor: seguro que los niños hubieran ralentizado mi carrera. No tendría el trabajo que tengo ahora de haber tenido hijos. Pero sí, siempre hay algo que no está bien del todo. Cada vez que me planteo tener una aventura para dar algún puto aliciente a mi vida, pienso en buscar a una mujer y no a otro hombre. Pienso en besar a otra mujer, estrecharla entre mis brazos, acariciarle su suave piel, el arco de su cuello… Georgie se estaba esforzando por

mantener el rostro impasible. —Entonces empezó a ser más fuerte que yo. Sabía que tenía que hacer algo, al menos descubrir por mí misma si aquello era realmente lo que yo quería o si únicamente lo quería porque era controvertido y diferente. Vi un anuncio en una revista porno que mi marido escondió un día debajo de la cama. Ya sabes, uno de esos de contactos. Georgie se dio cuenta de que no quería oír más. No quería saber detalles sobre las mujeres con las que Nikki había hecho el amor. No podía soportar la idea de mujeres sin rostro ni nombre introduciendo a Nikki en los deliciosos placeres que ella tanto ansiaba.

—Así que salieron de allí, ¿no? —Sí, y supe que aquello era lo que quería, lo que me hacía sentir realizada y satisfecha. Una vez lo hube probado no podía soportar que mi marido me tocara, a menos que me hubiera emborrachado terriblemente con champán. He conocido a mujeres mediante anuncios, mediante agencias de acompañantes, pero sigue sin ser suficiente: es sólo una manera fácil y sin complicaciones de disfrutar del sexo, pero no me proporciona una relación con alguien con quien compartir la vida, con alguien con quien volver a casa. Y eso era lo que le comentaba a Gillian. ¿Cómo puedo pasar de la situación en la que estoy ahora a

conocer a alguien que también quiera algo más, que me ame y me respete del mismo modo en que yo la amaría? Si tomo la decisión de cambiar mi vida y dedicarme a ser lesbiana, con todos los riesgos que ello conlleva, quiero alguien que esté conmigo, a mi lado, cuando lo haga. —¿«Cuando», en vez de «si»? —Oh, Georgie, no podré mantener esta fachada durante mucho tiempo. Es una necesidad y me está consumiendo. Sé que en algún lado hay una mujer esperándome. Por las mejillas de Nikki rodaron lágrimas silenciosas. Georgie estiró los brazos y Nikki cayó entre ellos y

empezó a sollozar con grandes gemidos, incontrolables y angustiados, mientras Georgie la abrazaba con fuerza y le acariciaba el pelo, besándola con suavidad en la coronilla. —Por favor, ayúdame —susurró Nikki. Gillian echó una mirada cuando entró, tosió y Georgie se limitó a levantar la vista y a negar con la cabeza, sin mediar palabra. Gillian asintió. Se retiró sigilosamente y dejó a Nikki en los brazos de Georgie. —Estaré ahí para ti —susurró Georgie.

POR

lo menos cinco personas observaron el buen humor de Nikki antes de las 9:45 de la mañana. Marión, acostumbrada a sus cambios de humor, apostó consigo misma a que aquel buen humor habría desaparecido antes de las once. El primero en darse cuenta había sido Steve. De hecho, Nikki había estado cantando en la ducha mientras Steve se vestía para ir al trabajo.

En el coche había cantado a grito pelado un par de melodías, ignorando a las tres personas que la vieron y que quedaron convencidas de que estaba sufriendo un ataque mientras conducía. De hecho, seguía tarareando cuando entró alegremente en el trabajo. Ni siquiera un cortante recordatorio sobre sus exagerados gastos consiguió desmoralizarla. Un material gráfico bastante mal ejecutado que le presentó un miembro júnior del equipo de diseño fue despachado con críticas extremadamente constructivas y sugerencias sensatas, en vez de con la habitual sarta de improperios sobre su linaje o sobre su habilidad para dibujar

una línea recta. Nikki Jones había encontrado una aliada, una amiga. Un miembro pleno de la hermandad a tiempo completo. Una llave de la puerta para empezar una nueva vida. Ella y Georgie hablaron durante horas. Tanto que Gillian tuvo que hacer una incursión a su congelador para improvisar una cena tardía. Fue el período más largo que Gillian había aguantado sin hablar (salvo cuando estaba dormida), puesto que no tenía nada con lo que contribuir a la conversación, que consistió en Georgie dándole una idea general acerca de adonde ir, cómo ir por ahí y el tipo de mujeres que, sin ninguna duda, Nikki

tenía que evitar. Gillian también estaba muy preocupada por si la conversación derivaba hacia instrucciones más gráficas para Nikki, en cuyo caso ella tendría que largarse al pub local. Georgie disfrutó tremendamente. Como por arte de magia, había olvidado sus reservas iniciales ante la idea de tener que tomar bajo sus alas a la «tipa casada». Que Nikki fuera terriblemente guapa ayudó. También quedó aclarado rápidamente que Nikki no tenía ni idea. Georgie sabía que había tenido encuentros poco frecuentes con mujeres, aunque las experiencias, al menos para ella, habían sido más que placenteras. Las explicaciones de Georgie sobre los

tipos de lesbianas (masculinas, femeninas, maquilladas), sobre cómo beber cerveza en botella y sobre los códigos de señales en el ambiente (dominante, sumisa, fetiches…) intrigaban a Nikki e incomodaban terriblemente a tía Gillian. Georgie tuvo la paciencia de explicar ciertas expresiones varias veces a tía Gillian, quien, al final de todo, seguía pareciendo algo desconcertada. La existencia de diversas publicaciones gays y lésbicas con sección de contactos, así como los detalles sobre locales, centros turísticos y hoteles para gays y lesbianas supusieron una novedad para Nikki.

Georgie pasó lista de los grandes iconos lésbicos del cine y de la música, para regocijo de Nikki, y le prometió dar una batida en su piso para encontrar números atrasados de revistas de lesbianas. Descubrir que había librerías especializadas, que por correo se podían encargar películas y manuales gráficos, e incluso que había sex-shops especializados en lesbianas hizo que Nikki se fuera por las ramas y empezara a pensar dónde coño iba a guardar todas esas cosas para que Steve no las encontrara. Tendría que comprar una maleta con candado de combinación y dejarla en el coche, decidió. Cuando

Georgie empezó a recitar de un tirón algunos de los locales más populares de Brighton, Birmingham, Londres y Manchester, Nikki le pidió a Gillian papel y lápiz. —No hace falta que te lo apuntes. Ven conmigo y te enseñaré los mejores sitios a los que ir —dijo Georgie—. En esta ciudad dejada de la mano de Dios hay dos locales donde podemos ir para empezar. —Esto está un poco demasiado cerca como para que me sienta cómoda —dijo Nikki. —¿Qué? ¿Por si uno de tus amigos heteros o uno de tus clientes te ve salir por la puerta con una lesbiana colgada

del brazo? —dijo con sorna Georgie—. ¿Qué te hace suponer que no te vas a encontrar con un colega o un cliente ahí dentro? Ni siquiera has empezado a entrenar tu capacidad para reconocer a una lesbiana, ¿verdad? De mí nunca lo sospechaste: no tenías la más mínima idea. Ven conmigo y yo te cuidaré. Habrá bastantes lesbianas interesadas en un espléndido trozo de carne fresca, incluso aunque sea un poco demasiado femenina y vaya muy maquillada. Todas me conocen bastante bien: descubrirás que el ambiente lésbico es muy cerrado y exclusivista. Si estás conmigo te dejarán en paz, a menos que me digas lo contrario.

Quedaron para encontrarse un día de aquella semana. Georgie se negó a quedar con ella en un pub de heteros, así que llegaron al acuerdo de encontrarse en el parking de un Burger King. —No me malinterpretes —le explicó Georgie—. No tengo nada en contra de los heteros. Es sólo que no me siento cómoda. En un local hetero nunca me parece que pueda ser yo misma. Por este motivo me he perdido montones de fiestas, pero también bastantes amigos míos heteros tampoco se dejarían ver ni muertos en un bar de gays o lesbianas. Por ejemplo, ¿te imaginas a tía Gillian en uno? —Estaría demasiado ocupada

explicándoles a todos los hombres que lo que necesitan es una mujer de verdad — saltó Nikki. Ahora, mientras Nikki cantaba y andaba tan animada ese lunes, tenía algo por lo que ilusionarse. Le había gustado el sentido del humor de Georgie y tenía confianza en que, sinceramente, iba a cuidar de ella y a conducirla por entre los posibles escollos. Era indudable que la chica tenía experiencia y ahora Nikki estaba contenta de que Gillian las hubiera convencido para que hablaran. Dios mío, ella no tenía ni idea de que hubiera tantas cosas ahí fuera. —Tantas mujeres y tan poco tiempo… —dijo en voz alta, antes de

poder darse cuenta. Marión estaba entrando en el despacho en el mismo momento en que ella lo decía y las dos se quedaron mirando la una a la otra. —Una de las frases favoritas de Steve. La dijo ayer por la mañana cuando me estaba pegando bronca por haberme emborrachado el sábado por la noche. Ya sabes, su habitual intento mensual de reafirmar su autoridad y recordarme que hay cientos de mujeres ahí fuera que se mueren por ponerle las manos encima. ¿Sabes quién estaba en la fiesta del sábado? Aquella freelance, ya sabes, Georgie-no sé-qué. —Rivers. ¿Y qué estaba haciendo ahí?

—Resultó ser la ahijada de Gillian. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? En cualquier caso, tuvimos un pequeño rifirrafe sobre el último trabajo, después nos emborrachamos juntas y nos echamos unas risas. Ya es agua pasada, ¿eh, Marión? En realidad es muy divertida. Vamos, que es fantástica. Resulta que tenemos mucho en común. De hecho, hemos quedado el miércoles para ir a tomar una copa y arreglar nuestras diferencias definitivamente. La vida es demasiado corta para guardar rencor, ¿no crees? Marión aún estaba demasiado anonadada por el precipitado torrente de ininteligibles palabras y por la

benevolencia que desprendía el tono de Nikki como para haber entendido demasiado. Nikki prácticamente no había hecho ni una pausa para respirar. Marión computó algo sobre rencores y tomó nota mental de recordarle a Nikki La Lista que guardaba en el cajón superior. La Lista había sido confeccionada después de una de las sesiones de terapia de Nikki, como parte de su tratamiento del síndrome del colon irritable. Los consejos sobre cómo afrontar el estrés, junto con la terapia cognitiva, habían mantenido a Nikki ocupada durante algún tiempo. Como de costumbre, se había lanzado de cabeza

al nuevo desafío y había comprado en la librería local la sección entera de libros de autoayuda, centradas en cómo gestionar la rabia y cómo canalizar la agresividad de manera positiva. Marión no entendía ni una palabra, pero asentía sabiamente en los momentos adecuados, cuando Nikki le hablaba durante horas sobre el poder del pensamiento positivo. Como de costumbre, seis meses después cambió radicalmente de objetivo y se centró en otra cosa —Marión no recordaba en qué—, pero La Lista permaneció. En La Lista había toda la gente que había despreciado, insultado, molestado o hecho enfadar a Nikki Jones en algún momento. Era una larga lista.

Se había pasado horas confeccionándola, describiendo a las personas, cuando no recordaba o no sabía sus nombres. A continuación del nombre escribía un resumen de las emociones que le había hecho sentir en su momento. Se suponía que tenía que ser un proceso terapéutico, que convertía una emoción negativa engendrada por otra persona en una fría frase escrita. De este modo las emociones se canalizaban al papel, donde permanecían y se desvanecían con el tiempo. Lo único que Marión sabía era que las cinco personas que aparecían al principio de La Lista constituían una fuente constante de

enfado y rabia para Nikki, quien, a lo largo de los años, había tramado un montón de planes supuestamente infalibles para hacerlas desaparecer. Steve, naturalmente, era el primero de La Lista, aunque su jefe, Alistair, lo seguía muy de cerca. Su padre era el tercero y, por algún motivo, un chico que se había abalanzado sobre su brazo en la escuela primaria era el cuarto. En lo que se refería a los rencores, pensó Marión, Nikki tenía una memoria de elefante. —Bueno —Marión avistó su oportunidad de hablar—, está muy bien que hayas arreglado las cosas con ella. ¿He de suponer que vas a volver a

trabajar con Georgie? Es que aún no he encontrado el momento de abrirle una ficha para el fichero de freelances. —Sí, sí, como quieras. Estoy segura de que aparecerá alguna cosa que podamos darle y mejor les dices a los de contabilidad que hagan caso omiso de la factura de cincuenta libras que te hice enviarle. Seguramente pensaría que soy una persona mezquina y estrecha de miras, y no quiero volver a pelearme con ella, ¿no? Marión no hizo el menor caso de las magnánimas instrucciones de Nikki sobre la factura, porque, en su momento, había creído que se trataba de algo mezquino y estrecho de miras, y porque

también sabía que aquellas órdenes emitidas en un momento de rabia seguramente se quedarían en nada y serían olvidadas en cuestión de horas. Marión perdió la apuesta que había hecho consigo misma. ¡Fantástico! Aquel lunes el humor de Nikki duró hasta bien pasadas las once y Nikki seguía aún de un humor excelente cuando salió del trabajo el miércoles por la tarde. En casa, Steve Jones estaba al borde de un ataque de nervios: casi tres días sin un estallido de mal genio. Se sentía como unos dibujos animados que había visto una vez, en los que un gato extremadamente repugnante se asustaba ante una muestra de afecto. Se

resistía a estropear el humor de Nikki con sus demandas de sexo: seguramente era tentar al destino. Nikki ni siquiera lo mordió cuando él se quejó de que la pizza se había chamuscado. Mientras conducía hacia el Burger King, vestida con vaqueros y botas sin tacón, tal como le había indicado Georgie, el estómago de Nikki empezó a saltar de nerviosismo. Georgie ya estaba allí, saludándola con la mano, mientras Nikki hacía marcha atrás para aparcar el coche en el espacio que había junto al de ella. Georgie sonrió para sus adentros. Tenía razón: llevaba un coche de lujo y la matrícula personalizada era un poco excesiva. Abrió la puerta del

pasajero del coche de Nikki para verse auditivamente asaltada por Robert Palmer a tal volumen que los bajos sonaban distorsionados. —Un poco de los ochenta, ¿no? — gritó Georgie. —Sí, tienes razón, y si vas a seguir hablando de mi edad pondré mi recopilación de Motown —respondió Nikki, chillando. Apagó la música—. ¿Tu coche o el mío? Georgie dio un repaso al vehículo, que valía unos buenos treinta de los grandes. Seguramente no sería buena idea aparcarlo cerca del bar gay al que quería ir: lo más probable era que lo rayaran o lo destrozaran. Por algún

motivo que se le escapaba, los locales de ambiente siempre estaban cerca de las zonas más peligrosas de la ciudad, lo que por lo general suponía aguantar el acoso de los que atacaban a gays y lesbianas a última hora de la noche del sábado, sobre todo en Manchester, donde los heterosexuales habían tardado mucho en caer en la cuenta de que, en el barrio gay, la regulación de la venta de bebidas alcohólicas era más amplia. «Eso está bien, malditos cabrones: bebéis cerveza en nuestros locales y después nos dais una paliza. ¿Os lo hacemos nosotros a vosotros?» Se lo estaba explicando a Nikki mientras iban en su viejo Granada.

—Un año, estaba en Manchester el Martes de Carnaval, ese gran festival que celebran en el puente de agosto. Era sábado, todos nos lo estábamos pasando en grande al sol, en las terrazas de los cafés, con música en vivo, tenderetes de cerveza y todo eso, cuando una pareja heterosexual llegó al barrio por casualidad y decidieron tomar una cerveza. No sé cómo no se dieron cuenta de que estaban rodeados de gays y lesbianas. Yo tenía a mi novia abrazada y le estaba mordisqueando la oreja, ya sabes, estaba un poco excitada, cuando la mujer empezó a hacer comentarios de sabelotodo al respecto. Yo le leí la cartilla: le dije que cuando nosotras

estábamos en su territorio sabíamos comportarnos, pero que aquel era nuestro terreno y que si no le gustaba no tenía por qué estar ahí. Luego fui otro sábado con algunas colegas y unos gamberros decidieron meterse con las marimachos y los mariquitas. Había furgonetas de la policía por allí cerca, pero ni se inmutaron. De repente, de la otra esquina salió un montón de tipos S&M vestidos de cuero, de esos que entrenan y hacen pesas, y arremetieron contra los heteros de mala manera. Sólo entonces intervino la policía, pero la mayoría se reían tanto que no pudieron arrestar a nadie.

—¿S&M? Pensaba que era M&S.9 —Sí, claro, pégame, pégame y después dame un vale para unas bragas nuevas… Georgie prácticamente estaba doblada sobre el volante a causa de la risa y, cuando acabaron de aparcar, todavía seguía soltando carcajadas. Con un considerable esfuerzo, Nikki se contuvo de hacer ningún comentario sobre la habilidad de Georgie aparcando. Tres intentos de hacer marcha atrás en un espacio lo bastante grande para un tráiler australiano acabaron con el coche en un ángulo forzado, con el volante girado hacia fuera, hacia el tráfico que iba en

dirección contraria, y con tanto espacio entre el coche y la acera que hacía falta tomar un autobús para llegar hasta el bordillo. Las maniobras dieron tiempo suficiente para que Nikki se recompusiera. Se dio cuenta de que estaba muy nerviosa. ¿En qué se estaba metiendo? ¿Qué pasaría si no le gustaba el ambiente, ahora que finalmente iba a conocerlo? ¿Qué pasaría si hacía que se diera cuenta de que, después de todo, era hetero? ¿Qué pasaría si le hacía sentir que no pertenecía a ese mundo? ¿Adónde coño pertenecería entonces? Georgie, que había percibido el abrupto cambio de humor de Nikki, entrelazó su

brazo con el de la otra mujer y virtualmente la hizo entrar a la fuerza por la puerta. —No te preocupes, nena —dijo—, mi primera vez también fue horrible. El bar estaba tranquilo en lo que se refiere a clientes, pero la música atronadora y machacante y las luces relampagueantes suponían prácticamente un asalto a cada terminación nerviosa del cuerpo de Nikki. Los bajos retumbaban con tanta fuerza que podía sentir cómo palpitaba su corazón. —¿Siempre está tan fuerte? —gritó. —¿Qué? —La música. ¿Siempre está tan fuerte?

—¿Qué? ¿Cerveza? Nikki asintió, mientras sus ánimos se desmoronaban. Georgie debía de haberse pasado años en sitios así para que el ruido no la molestase, para no sufrir en aquellos momentos una sordera terminal. Quizá, sencillamente, ella era demasiado vieja para aquel tipo de cosas. No parecía que hubiera ninguna melodía: sólo un tum-tum-tum sin sentido. Todo sonaba igual. Tristemente se dio cuenta de que estaba pensando las mismas cosas que su madre le gritaba cuando ella ponía sus LP de Glam Slam a todo volumen, en plena adolescencia. No sólo los ponía demasiado fuertes, sino que los ponía una y otra vez para

aprenderse las letras. Cuatro años de secundaria sacando buenas notas en una de las mejores escuelas de chicas del condado y, en el presente, no podía recordar ni una puta cosa de las que había aprendido, pero dos compases de cualquier canción de los setenta y te podía recitar la letra al completo y decir el nombre del grupo, y probablemente el nombre del cantante. Mujerzuela patética. Con sus cervezas, se retiraron a una esquina del bar. La música les obligaba a inclinarse la una hacia la otra, muy juntitas, casi gritándose al oído en un intento de conversar. —La gente pensará que somos

pareja —se quejó Nikki—. ¿Cómo se espera que parezca soltera y disponible? —Claro que no somos una pareja. No hay química entre nosotras —dijo Georgie—. De todos modos, aquí hay bastante gente que me conoce. En cuanto empiece a llenarse podré presentarte a la gente y pronto se sabrá que eres joven, libre y sin compromiso. Bueno, libre y sin compromiso. —No es precisamente que esté soltera. —Yo que tú, sin duda evitaría cualquier mención a tu matrimonio. Y quítate el anillo de casada. Cualquiera que estuviera interesada se alejaría un kilómetro si creyera que eres una mujer

casada, de mediana edad, con cierta curiosidad por la bisexualidad. Esperarán que invites a tu marido para un trío. Algunas de nosotras ni siquiera tocaríamos a una mujer que haya estado con un hombre. A mí no me importa, pero aquí hay unas cuantas lesbianas que creen que una mujer que ha estado con un hombre al final acabará harta de toda esta historia del sexo lésbico y se largará con el primer tío que intente ligar con ella. Te darás cuenta de que hay mucha inseguridad por aquí. Un montón de chicas entraron en ese momento. Avistaron a Georgie inmediatamente y, de repente, Nikki se vio rodeada por más lesbianas de las

que había conocido en toda la vida. «Mierda —pensó Georgie—, Phillipa.» Phillipa ya había apartado de un codazo a dos mujeres para quedar justo en la línea de visión de Nikki. Nikki, hasta el momento, estaba demasiado ocupada intentando que su rostro no reflejara pánico y que sus gestos parecieran casuales, como para darse cuenta de que alguien la estaba desnudando y follándosela mentalmente. Georgie se interpuso entre las dos. Nikki no estaba lista para ser Phillipada. Si Georgie había tenido que realizar un esfuerzo, ¿qué posibilidades tendría la pobre Nikki?

Nikki se dio cuenta de que Georgie le había pasado el brazo casualmente por encima de los hombros. El reconfortante apretón fue subrepticio, pero Nikki empezó a relajarse inmediatamente. —Ésta es Nikki. ¡Haced que se sienta bienvenida! ¡La mía es una Bud! —gritó Georgie, por encima del estruendo. Todas, excepto Phillipa, se perdieron casi toda la frase. Nikki examinó el grupo y se dio cuenta, para su disgusto, de que no le gustaba nadie. Puede que llegara alguien más. «Quizás estoy pidiendo demasiado, y demasiado pronto», pensó. La cerveza iba cayendo con facilidad, pero sabía

que tendría que pasarse a las bebidas sin alcohol la próxima vez. Con recelo, miró a una de las chicas: pelo muy corto, tatuajes y una diversidad de piercings faciales. De repente, le asustó pensar que si se emborrachaba podía acabar siendo violada en el lavabo. El brazo de Georgie ahora le rodeaba la cintura, tenía el pulgar enganchado en su cinturón y se sentía razonablemente segura, pero no había manera de que pudiera ir sola al lavabo. Más le valdría tener la vejiga como un globo. Llegó más gente. El bar empezaba a estar lleno. La música —Nikki creía que era imposible— subió de volumen. Mientras miraba con los ojos bien

abiertos, la gente empezó a bailar en el mismo sitio en que estaba. Los tíos se besaban con tíos, las mujeres se acariciaban entre ellas. Algunas casi podía decirse que practicaban sexo vestidas mientras bailaban. Nikki se dio cuenta de que disfrutaba con el panorama. De lo que no disfrutaba era de una fricción furtiva contra su cadera izquierda. Estaba de pie, apretujada entre una multitud de amigas de Georgie, la cual, muy cerca de ella, la protegía. Sin embargo, una de las chicas se había puesto a su lado y se estaba frotando contra ella. «Seguramente esto es lo que ocurre

normalmente en los clubs de gays y de lesbianas», pensó. Pero sentir una mano apretándole el culo ya fue demasiado. Le echó un vistazo a la chica, pero no la inscribió en la lista de posibles polvos. En absoluto. —¡Déjalo, Phillipa, déjalo! — Georgie fue al rescate. La chica respondió a la gélida mirada de Georgie con una mirada fulminante y malhumorada. Entonces Nikki la vio, alta y rubia, cuando un grupo de gente se apartó momentáneamente. La chica debió de sentir que los ojos de Nikki la observaban, porque se giró y la miró a los ojos inmediatamente. Las dos

sonrieron al mismo tiempo. Entonces sus amigos volvieron a reunirse a su alrededor y Nikki perdió el contacto visual. Georgie y Phillipa estaban a punto de llegar a las manos, pero Nikki hacía caso omiso del jaleo que se estaba organizando a sus espaldas. Quería, necesitaba, volver a ver a la rubia. Volvió a suceder. La gente se apartó y era evidente que la rubia también había estado intentando localizar a Nikki entre la multitud. Volvieron a sonreírse. La chica levantó su vaso vacío y le hizo un gesto. Nikki supuso que quería decir que iba a invitarle a una copa y asintió, pero, en el mismo momento en

que empezaba a avanzar, el caos se apoderó del rincón donde estaban apretujadas. Georgie, afortunadamente para Phillipa, no estaba bebida. Phillipa, en cambio, sí que lo estaba. Mientras Nikki daba su tercer paso hacia la rubia, el ruido de un vaso al romperse la alertó de un posible problema a sus espaldas. Se giró justo cuando Phillipa desaparecía en una maraña de brazos, mientras tres mujeres intentaban alejarla de Georgie. Una se plantó entre las dos, mientras el segurata aparecía de repente, sin avisar. Se gritaron varios epítetos por encima de la música y Nikki se quedó clavada, sin poder hacer nada.

Una amiga suya sujetaba a Phillipa por las espaldas y le decía algo al oído, mientras el segurata exigía saber qué había pasado. Phillipa negó con la cabeza y fulminó con la mirada a Georgie. Esta levantó las manos hacia el segurata y se enfrascaron en una conversación. Mientras hablaban, Phillipa, de mala gana, fue arrastrada por su amiga hacia otro lado. Georgie miró un momento a Nikki y le guiñó un ojo. Cuando Nikki volvió a girarse para encontrarse con la rubia, ésta estaba enfrascada en una conversación con otra mujer. La rubia levantó los ojos, miró directamente a Nikki y se encogió de hombros, como

diciendo: «Demasiado tarde». Con cara de circunstancias, Nikki dio media vuelta para encontrarse con Georgie, que estaba justo detrás de ella. —¿De qué coño iba todo esto? — preguntó con furia. —Asuntos pendientes: unos celillos y yo velando por tus intereses, básicamente —dijo Georgie, quitándole importancia—. ¿Quieres bailar? El bar tenía una pista de baile en el piso inferior. Para cuando hubieron logrado atravesar el gentío, la rubia misteriosa de Nikki había desaparecido. Seguramente estaba en alguna parte de la pista de baile con su nueva chica, pensó Nikki con resentimiento. Estaba tan

oscuro y lleno de humo allí abajo que a Nikki le escocían los ojos. No podía distinguir a ninguna persona en concreto; no digamos vislumbrar a su rubia. Georgie ya se estaba moviendo al machacante compás de la música, bailando enfrente de Nikki. Ésta empezó a moverse, un poco cohibida. Enseguida reconoció, con una oleada de placer, que había descubierto el ritmo de la música club y que, de hecho, podía bailarla. Georgie se quitó rápidamente la camisa y la dejó caer descuidadamente sobre el respaldo de un taburete del bar. Su pelo corto ya empezaba a mostrar signos del sudor que le recubría la cara

y el cuello. Nikki quería hacer lo mismo: el sudor se le acumulaba entre los pechos. Entonces Georgie avanzó dos pasos hacia ella, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia sí. Mientras Nikki se adaptaba automáticamente al ritmo de Georgie, se dio cuenta de que el latido subyacente de los graves era como el ritmo del sexo. Georgie se apretaba contra ella y ella también se frotaba contra Georgie. Tenía un muslo de Georgie entre los suyos y su cadera se frotaba contra la entrepierna de Nikki con una frecuencia enloquecedora y familiar. La mano de Georgie le acariciaba la espalda y la otra mano estaba —Nikki no se había dado cuenta hasta entonces—

entrelazada con la suya, mientras Georgie se echaba hacia atrás y la empujaba con más fuerza. Georgie seguía echándose hacia atrás, aguantándose en el cinturón de Nikki para poder sujetarse mientras empujaba, acariciando descuidadamente con una mano uno de los pechos de Nikki. «¡Dios!, ¿las lesbianas siempre bailan así?», se preguntaba Nikki. Se dejó llevar por la música, que ya no le parecía tan estridente. El calor del cuerpo de Georgie, su propio clítoris hinchado, el ambiente, todo se combinaba para hacer que Nikki se sintiera como embriagada. Estaba

empapada. El sudor se deslizaba por su rostro hasta el hombro de Georgie. Podía sentir los pechos de Georgie apretándose contra ella mientras, de nuevo, Georgie la atraía hacia sí, ahora rodeándola estrechamente con los brazos, acariciándole la espalda y los hombros con las manos y escondiendo la cara en su cuello. Georgie quería saborear el sudor que se deslizaba por el cuello de Nikki. Nikki era tan alta que quería estirarse para besarle la oreja. Quería pasar las manos por delante y sentir sus pechos, y deslizar su mano hacia abajo para sentir el montículo de Nikki. Nikki llevaba los vaqueros tan ceñidos que Georgie se

había pasado casi toda la noche en un estado de notable excitación sexual. Sabía que tenía los pantalones militares empapados por sus fluidos. Nikki se apartó tan repentinamente que tomó a Georgie por sorpresa. Había localizado a su rubia en la penumbra: la chica estaba entrelazada con una morenita y las dos se estaban besando desenfrenadamente. Para cuando Georgie hubo ordenado sus pensamientos, Nikki ya estaba a medio camino de la barra. Cuando llegó al lado de Nikki, ésta ya había pedido dos cervezas y las había pagado. A la tenue luz, Georgie pudo ver que Nikki no parecía contenta y siguió la

dirección de su mirada. Nikki ni siquiera sintió el sabor de la cerveza al bebérsela. Georgie sabía que la había perdido para el resto de la noche: algo la había molestado y lo mejor, probablemente, sería que se fueran. Anduvieron en silencio hasta el coche. Mientras aparcaba en el Burger King, al lado del Saab de Nikki, Georgie rompió el silencio. —Sólo es tu primera vez, recuerda. Lo más seguro es que ella vuelva a estar allí otra noche, o que haya otras. —Pero la chica con la que estaba, no sé, estoy segura de que soy más guapa que ella. Iba a invitarme a una

copa cuando ha empezado la pelea con esa amiga tuya y, cuando se ha acabado, ella ya había ligado con otra. Era jodidamente guapa. —Entonces, ése es tu tipo, ¿no? Alta, rubia, delgada, con el pelo cortado a lo paje y un poco ligera de cascos. —No tengo un tipo —dijo Nikki a la defensiva—. Lo único que sé es que, de entre todas las que había, ella era la única que me gustaba. A Georgie le dio un vuelco al corazón. —Bueno, como te he dicho, es tu primer día y hay un montón de mujeres guapas ahí fuera. Están en los clubs, en los barrios gays, en los anuncios, en

todas partes. Te ayudaré a organizarte de una manera u otra. Una vez que entras en el círculo y empiezas a hacer amigas, todo se vuelve más fácil. La gente conoce a gente, ya sabes, eso del networking. No cometas el error de creer que era tu única oportunidad. Tómate tiempo. También has de acostumbrarte a todo esto y tener amigas cerca te ayudará a sentirte segura. Dentro de unas semanas, créeme, andarás resuelta hacia una pájara como ésa y ligarás con ella. Por el amor de Dios, Nikki, ¿no esperarías que la noche de hoy fuera la noche en la que ibas a encontrar a tu amor único y verdadero, la luz de tu caminar, verdad?

Nikki sonrió, arrepentida, mientras se sentaba en la oscuridad. —Pues sí, lo esperaba. ¡Qué tontería!, ¿verdad? Estaba tan nerviosa por todo en conjunto que me he entusiasmado. Tengo que seguir toda una curva de aprendizaje, ¿no? Primero debería relajarme, divertirme y frivolizar, y después, seguramente, aparecerá una mujer detrás de una esquina y me tirará de espaldas, y yo estaré lista para ella. Ahora mismo sería demasiado complicado, ¿no?, demasiadas cosas para solucionar. Debería ser un poco golfa durante un tiempo. —Sí, pero ve con cuidado. Hay unas

cuantas chifladas por ahí dentro. No hagas nada sola, sin tu guardaespaldas. —Georgie, no sé qué haría sin ti. — Nikki no vio cómo cambiaba el rostro de Georgie en la oscuridad—. Tengo que irme, de verdad. ¿Cuándo podemos repetirlo? —Cuando te apetezca. En cuanto quieras. Tienes mis números. Ya vuelvo a tener línea de móvil, porque he pagado la factura, o sea que me puedes llamar siempre que quieras. Ya lo sabes: para eso es para lo que están las colegas. De todos modos, tengo que cuidarte, porque, si algo saliera mal, tendría que responder ante tía Gillian. Nikki se rió y se inclinó para darle

un beso de despedida. Georgie se quedó rígida —no confiaba en su traicionero cuerpo si se movía—, mientras los labios de Nikki le rozaban la mejilla. —Te llamaré mañana, a ver si quedamos en algo. —Nikki ya estaba fuera del coche, haciendo un gesto con la mano mientras desactivaba la alarma del automóvil. Georgie la miró por el retrovisor hasta que las luces rojas del Saab desaparecieron y entonces se quedó sentada en la oscuridad. «Te quiero», pensó.

HABÍA sido un verano de locos. Nikki estaba sentada en su escritorio, sonriendo para sus adentros una tarde a principios de septiembre. Se había lanzado al ambiente con entusiasmo, y con Georgie siempre a su lado. El grupo principal de amigas de Georgie la había adoptado con una actitud cariñosa y protectora. Ahora ella era miembro oficial del Clan de los Chichis de

Georgie. Incluso aquella veleidosa Phillipa había dejado de mirarla con ojos de becerro degollado, ya que había encontrado a una ninfómana de diecisiete años con la que ocupar sus noches. Ahora, los fines de semana salía habitualmente por los bares de la zona o a los barrios de gays y lesbianas que había por todo el país. Por lo menos dos veces a la semana Nikki y Georgie pasaban una velada en uno de los bares locales o en el piso de Georgie. Allí estudiaban minuciosamente los anuncios de contactos clasificados, recopilaban respuestas escritas a los apartados de correos o ensayaban guiones para los

mensajes de voz. Nikki esquivaba la propuesta de Georgie de que ella pusiera su propio anuncio. —Novata alta, delgada y desesperada necesita preciosa muñeca para que le apriete las clavijas. ¿No? ¿O qué te parece: zorra rica necesita servicios regulares. ITV superada y se garantizan pezones engrasados? ¿O: cachonda madura que se muere por hacerlo necesita urgentemente una larga, lenta y sensual sesión de sexo con absolutamente cualquiera? —le preguntó Nikki. Se atragantó cuando empezó a reírse con la boca llena de cerveza. Nunca le había gustado la cerveza, pero ser

miembro del clan implicaba unas reglas estrictas. La cerveza en botella y los piercings en la oreja eran los primeros requisitos. Así que Nikki aprendió a pillarle el gusto a la Budweiser (le alivió ver que el Jack Daniel’s también se permitía) y se había armado de valor para llevar pendientes de doble aro en una oreja. Su anillo de casada aún seguía bien metido en el bolso desde la primera vez que salieron juntas. Steve no había hecho ninguna observación al respecto, seguramente ni siquiera se había dado cuenta, y ella había hecho que le ajustaran el sello que le regalaron cuando cumplió dieciocho años para poder llevarlo en el meñique de la mano izquierda.

Georgie había sugerido algunas otras muestras de elegancia lesbiana, pero Nikki creía que podían resultar demasiado delatoras. Hacerse piercings en otras partes del propio cuerpo no le atraía en absoluto, aunque en diversas ocasiones había admirado el pequeño piercing que Georgie llevaba en el ombligo. No obstante, todavía no se sentía como una lesbiana hecha y derecha, y aún no dominaba el arte de reconocer a una hermana en cualquier sitio que no fuera un local de ambiente. Georgie le había dicho que le llevaría un tiempo y mucha práctica. Tenía algo que ver con La Mirada: al parecer se trataba de una inflamación instantánea

del clítoris que se producía cuando una mujer miraba a otra de una cierta manera en un entorno heterosexual. Nikki, lamentablemente, aún no había experimentado La Mirada fuera de los clubs y bares que ahora frecuentaba. A decir verdad, tampoco la había experimentado demasiado dentro del ambiente. Georgie y el clan habían hecho todo lo posible para animarla cada vez que ella se iba sin haber conseguido ligar. Se turnaban para bailar provocativamente con ella en los pubs y consideraban su obligación presentarle regularmente a sus otras amigas. También empezaba a acostumbrarse a la enorme cantidad de

coqueteo que había dentro del grupo. Todas se mostraban abiertamente cariñosas con las demás y le costó un poco de tiempo acostumbrarse al hábito de besarse en los labios cuando decían hola o adiós, pero ahora le salía tan natural que tenía que recordar conscientemente no hacerlo con sus amigas heteros. Gillian la hubiera abofeteado. Invariablemente, cuando una del grupo tenía una crisis emocional o atravesaba un período especialmente sensible, las demás acudían a ofrecerle su apoyo, como gallinas cluecas o como suelen hacer las tías favoritas. Normalmente, en aquellas ocasiones

había montones de abrazos comunitarios. Las noches que pasaban en una casa o en un piso que escogían (normalmente coincidiendo con la última semana antes de la paga, cuando todas andaban mal de dinero), siempre acababan con al menos una de ellas acurrucándose contra Nikki. Nunca sintió ninguna presión sexual por parte de nadie, ni siquiera la memorable noche en que convencieron a Georgie de que sacara el aceite de masaje para darle un masaje en la espalda a Tracy. Después de haberle dado el masaje a Tracy, Georgie se encontró con una cola de lesbianas con dolores reales o imaginarios en diversas partes del

cuerpo. Fijó sus límites al negarse a efectuar un masaje en el pecho a una, pero Nikki, liándose la manta a la cabeza, le pidió un masaje de cuello y hombros. Como resultado, la tensión generada en el trabajo por un vencimiento inminente desapareció en cuestión de minutos. Tomó nota mental de pedirle a Georgie un masaje de espalda la próxima vez que tuviera oportunidad. Pasar tiempo en el ambiente sirvió para abrirle los ojos. Compró libros de lesbianas, revistas y vídeos, y todo lo guardaba en el piso de Georgie. También era la dirección de Georgie la que había usado para las hasta entonces

escasas respuestas a apartados de correos. Para las respuestas a los mensajes de voz utilizaba su número de móvil. Solo había recibidos tres mensajes en dos meses, y los tres sonaban adustos. De hecho, llevada por la desesperación, había accedido a conocer a una de las chicas, pero al final le dieron plantón. Aunque llevaba un tiempo sin nada de sexo, nada de nada, ni por una vez se sintió tentada de recurrir a las acompañantes de Paula. Su clan, a pesar de los repetidos fracasos a la hora de concertarle una cita, seguía proporcionándole un montón de diversión. Tenían un sentido del humor

tan exacerbado como el de ella y Nikki se tomaba con calma los repetidos chistes sobre su avanzada edad. Como miembro más mayor de la banda, tenía que hacerlo. Nikki disfrutaba de la sensación de libertad que había descubierto en las últimas semanas. Steve, Marión, sus colegas y sus clientes también disfrutaban de los beneficios. Últimamente pocas veces perdía los nervios. Incluso su jefe, que había acuñado la muy utilizada expresión: «Nunca vuelvas a una Nikki encendida», se encontraba más relajado a su lado. Se dirigía animada a las reuniones para concretar nuevos encargos, con un brío y un vigor

renovados, y ya había ganado dos cuentas nuevas y le había arrebatado una campaña de anuncios al mayor competidor de la agencia, en sus propias narices. Nikki se servía de cualquier excusa para utilizar profesionalmente a Georgie. Esta ahora estaba trabajando a toda máquina en una serie de proyectos de redacción de copy y de guiones de vídeo, y su saldo bancario tenía más salud de la que había tenido en mucho tiempo. Nikki le había dado carta blanca con sus preciosos contactos en otras agencias y le había dedicado grandes elogios al menos en dos ocasiones. «No —pensaba—, por el momento

no estoy follando, pero estoy segura de que lo haré.» Las discusiones sobre sexo a última hora de la noche, cuando la banda se reunía a beber cerveza en casa de Georgie, habían estimulado el apetito de Nikki. Una cosa similar le ocurrió cuando era adolescente: las muchachas que habían acabado cuarto alardeaban de sus conquistas sexuales con jóvenes llenos de granos y Nikki se limitaba a asentir frenéticamente, mostrando su acuerdo cuando se describían diversos encuentros. Indefectiblemente, después tenía que preguntarle a Georgie de qué coño estaban hablando las otras, igual que hacía cuando era adolescente. Una vez cometió el error de preguntarle a su madre qué era el sexo oral, tras haber

oído cómo un ex compañero de quinto alardeaba sobre ello en clase de física. —Para eso —replicó su madre, gélida, con un tono que insinuaba que el tema quedaría inmediatamente zanjado en cuanto hubiera respondido— es para lo que van los hombres a las prostitutas. Sin tenerlo aún muy claro, llevaba seis meses casada cuando Steve se lo propuso. Ella odiaba hacérselo y, por su parte, Steve sólo se lo había hecho en un puñado de ocasiones, antes de comunicarle que consideraba que era poco higiénico. Herida donde más le dolía, Nikki sufrió temporalmente un trastorno obsesivo-compulsivo y se gastó una fortuna en jabones, sprays de

perfume corporal y desodorantes vaginales. La verdad es que fue una lástima, porque, en las raras ocasiones en las que él hizo el simbólico esfuerzo, le proporcionó a Nikki el único placer sexual que había llegado a disfrutar con Steve. De todos modos, él fue quien salió perdiendo. Parecía contento con los manoseos habituales: le sobaba las tetas, le toqueteaba rápidamente por debajo y después se subía a bordo para un polvo rápido. La idea que tenía Steve de los juegos previos era una quinta lata de cerveza antes de sugerir que se fueran pronto a la cama. Ella se había adaptado a aquella vida sexual del Hombre de la Atlántida en la posición del misionero, que, para entonces, prácticamente se

había ido reduciendo hasta quedarse en nada de nada. De hecho, ya no podía ni recordar en qué año había sido lo bastante benevolente como para obsequiarle con una mamada. Todavía estaba intentando recordarlo cuando sonó el teléfono. Marión, a aquellas alturas, ya reconocía a Georgie inmediatamente y siempre pasaba la llamada. —¡Te han respondido! —Bueno, no lo digas como si hubiera ganado el Nobel de la Paz. Si va a ser tan desastroso como la última vez, creo que me dedicaré a citarme con ponis. —¿Machos o hembras? Esto

requiere una respuesta. No, en serio, éste parece interesante. Una voz sexy, muy sexy. He guardado el mensaje y su número. Parece ideal. Un poco engreída, pero te gustan los retos, ¿no? Seguramente cuando os encontréis será una lucha de titanes. Lo he anotado en taquigrafía. Escucha esto… Nikki se acomodó en la silla. Sabía que Georgie tendría que pelearse con ciertas líneas. Siempre le pasaba lo mismo. A menos que transcribiera sus notas de taquigrafía al momento, Georgie acababa sin poder leer una gran parte del dictado. Aquello ya le había causado problemas muchas veces cuando era un cachorrillo de periodista,

tal como le recordaba Nikki. Como de costumbre, esperó pacientemente mientras Georgie leía entre dientes sus notas al otro lado de la línea. —Cuarenta y cuatro años, con aspecto juvenil, elegante y con ropa de diseño… Industria del gas… Algo sobre ventas y marketing… ¿Qué coño pone aquí? Todos se giran a mirarla, busca a alguien que la haga sentir orgullosa en un restaurante… Ha trabajado en América… Piernas largas…, muy alta…, locuaz, vehemente y con un culo para morirse… Nikki interrumpió el monólogo. —A mí no me parecen más que estupideces.

—Bueno, se extendió tanto que la máquina la cortó y tuvo que volver a llamar para seguir con todos los superlativos. —No, no me lo creo. Nadie puede ser tan perfecto, especialmente si no hace más que alardear sobre ello. Ya puedes romper el papel y tirarlo. Cuando me pase por tu casa esta noche ya echaremos otro vistazo a los anuncios. —Creo que tendrías que llamarla. Por Dios, ¿y si tiene el mismo aspecto que Cindy Crawford? A ti te gustan femeninas. Sé que es mayor de lo que quieres, pero, afrontémoslo, Nikki, no puedes permitirte ser tiquismiquis.

Nikki se lo dejó pasar. A aquellas alturas estaba acostumbrada a sus bromas. Desde julio había sido objeto de más insultos que en toda su vida laboral. Por lo menos, eran creativos y originales, lo cual era más de lo que se podía decir de todos los que Steve le había dedicado en los años anteriores. Por su parte, ella había desarrollado unas réplicas fantásticas, pero estrictamente dentro de los confines del clan. Un insulto casual en la dirección equivocada podía acabar en una pelea y Nikki había contemplado bastantes recientemente. —Bueno, tendré que escucharlo más tarde y decidirme entonces. ¿Hay

cerveza en la nevera? —Lamentablemente, no la suficiente. Ahora salgo a por más si tú pagas la comida que encarguemos. —Trato hecho. Nos vemos a las siete. Cuando Nikki miró su bloc de notas después de colgar el auricular —hacía semanas que no colgaba de un golpe el maltratado teléfono—, le intrigó ver una hilera de interrogantes, todos subrayados al menos tres veces. «Me pregunto qué pensaría de esto mi psicoterapeuta, si aún siguiera yendo a verla», pensó y después vio el otro garabato. Sencillamente se leía una «G». Dos veces. Dentro de un círculo.

Le quitó importancia: había estado jugueteando inconscientemente con el lápiz mientras Georgie cotorreaba. Georgie se había lanzado de cabeza a la misión de conseguir que Nikki follara con el mismo empeño con que su madrina enfrentaba los proyectos. Aunque era evidente que no había ninguna posibilidad de que Georgie tuviera herencia genética de Gillian, había adoptado uno o dos rasgos idénticos bastante atractivos a lo largo de los años. Ella, igual que Gillian, era como un terrier con un hueso cuando se le encomendaba una tarea. Nikki sonrió al pensar en Gillian, su más querida y vieja amiga, y una vez

más, mentalmente, le agradeció que la hubiera puesto en contacto con Georgie y que salvara la situación aquel domingo. ¡Todo podría haber sido tan triste y tan drásticamente diferente! Muy a menudo y cada vez con más adornos, Nikki y Georgie regalaban los oídos del clan con el relato de cómo se habían conocido y cuál había sido el papel de Gillian. Como las dos podían imitarla casi a la perfección, siempre resultaba una anécdota muy popular.

Se presentó en casa de Georgie justo a tiempo. Nikki era el tipo de persona que

se presenta para un vuelo con tres horas de antelación. Al contrario que Gillian, Nikki vivía con el miedo de llegar tarde a todas partes. Georgie acababa de salir de la ducha cuando sonó el timbre. Envuelta en una toalla, abrió la puerta. —Ve a escuchar el mensaje mientras me seco el pelo. No tardaré mucho — gritó, mientras Nikki entraba en la pequeña cocina y asaltaba la nevera en busca de una cerveza. «Aquí nos tienes otra vez —pensó Nikki con desaliento—. Otra perdedora. Seguramente, tendrá que ver con el tipo de gente que pone anuncios de contactos. Supongo que no puedo conocer a alguien de otra manera. ¿Pero qué dice eso de

mí? Repaso estas cosas de mierda semana sí, semana no, y no puedo ligar en los clubs. Dios, yo solía pagar por ello, pero por lo menos lo hacía. De momento no tengo la suerte de cara, ¿no? Pulsó el botón de Play con poco entusiasmo y se vio asaltada por la voz más sexy y ronca que había oído nunca. Su entusiasmo se multiplicó por diez mientras escuchaba el profundo ronroneo de la mujer a través del teléfono. En lo único en lo que podía pensar era en aquella misma voz, inquietantemente caliente, susurrándole deliciosas fantasías al oído. Escuchó el mensaje por lo menos cinco veces antes de que Georgie

volviera a aparecer. —Te dije que valía la pena escucharla, ¿verdad? —Por Dios, una voz así podría provocarle una erección a un eunuco — dijo Nikki, con voz soñadora. —Llámala. Devuélvele la llamada, por el amor de Dios, y pon el manos libres, que quiero oírlo todo. Animada por su tercera cerveza, finalmente Nikki cedió a los ruegos de Georgie y, titubeante, marcó el teléfono de la mujer. Descolgaron el teléfono al segundo timbrazo y aquella voz inundó el piso. Incluso el «hola» se aferró al clítoris de Nikki. Georgie ahogó un suspiro con un

almohadón. —Hola, soy Nikki. ¿Me has dejado un mensaje? —Sí, querida. Tu carta me pareció interesante, tenía gracia. Es una lástima que no enviaras una foto; me encantaría poder ponerte un rostro. Georgie soltó una risita y se aguantó la necesidad de gritar: «Y a mí me encantaría poder ponerte mi cara encima». Nikki evitó mirar a Georgie: aquella voz la estaba hipnotizando. La mujer, Elizabeth, habló de sí misma durante bastante rato. Nikki no percibía los minutos que pasaban. Sin embargo, sí que registró la altura (un

metro ochenta y cinco) y el ligero acento nasal de Sudáfrica; que la mujer tenía el pelo moreno, largo y rizado, ojos marrones, una piel perfecta y piernas infinitas; que le gustaba el buen vino y la buena comida, que llevaba una exitosa empresa de consultoría de ventas dentro del sector de la energía y que viajaba muchísimo; que había estado casada, se había divorciado y que sus hijos ya eran adolescentes. —Entonces, ¿tus hijos viven contigo? —preguntó Nikki. —No, cariño, lamentablemente no es así. Los dejé cuando me di cuenta de lo que era. Me ha costado años, pero hemos construido una relación. Ahora

me aceptan tal como soy e intentan comprender por qué tuve que irme. —Eso debe de haber sido una decisión difícil para una madre. ¿Son felices con su padre? —Abandonar a tus hijos siempre es una decisión difícil, cariño. Y básicamente aceptan que su vida ha sido más feliz sin que yo estuviera siempre allí. A Nikki le encantó el efecto que Elizabeth imprimió a la palabra «cariño». Un lejano timbre de alarma se había disparado en el fondo de su cerebro, pero hizo caso omiso. Tenía que seguir escuchando aquella voz. —Y así, de mi carta —empezó—, en

concreto, ¿qué fue lo que te indujo a llamarme? —Me dio la impresión de que eras una joven guerrera. Y me gustan las rubias, sobre todo las altas. Con mi altura, sería muy difícil que empezara algo con un taponcillo, ¿no? Además, me gusta llevar tacones, de manera que tiendo a sobresalir como una torre por encima de los demás. Atraigo una terrible cantidad de miradas cuando me visto de tiros largos, por eso me encantaría poder entrar a los sitios con una mujer igual de guapa colgada de mi brazo. Nikki podía estar haciendo caso omiso del timbre de alarma que se había

disparado en su cerebro, pero Georgie ahora estaba trabajando a toda máquina. Sus señales de alarma podrían haber atraído a toda una brigada de bomberos. Para entonces, ella ya había visto más allá del atractivo de aquella voz, y estaba empezando a hacerle muecas a Nikki, pero ésta no le hacía ningún caso. —¿Eres guapa? —le preguntó Elizabeth. Georgie negaba enérgicamente con la cabeza, intentando captar la atención de Nikki. —Me dicen que soy atractiva… — dijo tímidamente—, que me parezco un poco a Sharon Stone, pero seguramente de noche, con muy poca luz y con

grandes cantidades de alcohol de por medio. —Es una proposición interesante — la voz de Elizabeth sonaba ronca por el deseo. La reacción inmediata de Nikki fue descolgar el teléfono, para que la llamada dejara de oírse por el altavoz. Georgie se fue indignada a la cocina a buscar más cerveza. La conversación empezó a fluir. Cada vez era más picante, mientras que Georgie estaba cada vez más preocupada. Cuando, muerta de nervios porque estaba a punto de conocer a una combinación de Sigourney Weaver y Diana Rigg, Nikki insistió en

encontrarse con Elizabeth, Georgie estuvo a punto de estallar. Una vez quedaron de acuerdo, Nikki colgó el auricular y se giró con una sonrisa de autosatisfacción en el rostro que la mirada helada de Georgie borró al momento. —¿Qué coño pasa contigo? —le preguntó Nikki. —Hay algo que no me gusta. No sé decirte exactamente el qué, pero no me gusta. Tengo malas vibraciones, malísimas, sobre esto, Nicola. Malísimas. Para que Georgie utilizara su nombre completo debía de tratarse de una sensación muy fuerte, pensó Nikki.

—Mira, querida, las cosas no cuadran, ¿a qué no? —continuó Georgie —. ¿Si está tan jodidamente pagada de sí misma y es tan maravillosa que los coches se detienen a mirarla, por qué se anuncia bajo un apartado de correos? ¿Cómo puedes fiarte de una mujer que abandona a sus hijos de ese modo? Muy bien, tiene una voz que te va directa al clítoris, pero no tienes ni idea de nada más, ¿no? Nunca me fiaría de nadie que hablara de sí mismo de ese modo. Me juego algo a que no es en absoluto lo que dice ser y pondría la mano en el fuego a que es una psicópata que acaba de salir de un manicomio o algo así. —Creo que tu reacción es

exagerada, ¿no te parece? Hemos quedado en encontrarnos a plena luz del día en el vestíbulo de un hotel. —Sí. Veinte libras a que tendrá una habitación reservada para el resto del día o de la noche. Por el amor de Dios, Nicola, parece como si estuvieras demasiado caliente para pensar con la cabeza. —Pues sí. Y has de saber que me ha gustado hablar con ella. —Ahora Nikki estaba totalmente a la defensiva. —Que ella te hablara, dirás. Deberías haber mantenido unas cuantas conversaciones más antes de lanzarte a una cita. Iré contigo. Esto no me gusta. No me gusta nada.

Las dos estuvieron tomándose sus cervezas, enfurruñadas, Georgie fue la primera en ceder. —Tienes que aceptarlo, nena: tengo más experiencia que tú con las mujeres. ¿Recuerdas que te advertí de las locas que hay ahí fuera? Las mujeres son emocionales e inseguras en cualquier caso, lo que puede llevar a todo tipo de comportamientos psicóticos, obsesivos, acosos… Dios sabe qué, cuando añades a la ecuación la persecución contra los gays y las lesbianas. Créeme: me he encontrado con muchas de ésas y puedo verlas venir a un kilómetro de distancia. »Ella sólo sabía hablar de sí misma. Lo único que le interesaba es la mierda

superficial de estar con una mujer guapa que la haga quedar bien. ¿No te has dado cuenta? Eres guapa, Nikki. Seguramente se le mojarán las bragas en cuanto te vea. Prométeme que me llevarás contigo. —En mi trabajo estoy acostumbrada a los egos descomunales. El mío también lo es. Y puedo bajarle los humos si hace falta. Si es la mitad de lo que dice ser, tendré bastante. No te quedes ahí con los brazos en jarras, Georgina. —No puedes estar tan desesperada. Nikki se encogió de hombros. Georgie la estuvo incordiando durante el resto de la tarde, y por

teléfono en el trabajo, hasta que, al final, Nikki se rindió y accedió a que la acompañara al día siguiente, con la condición de que fueran en coches separados y de que Georgie se quedara en el suyo mientras Nikki iba a hacer un reconocimiento. Temprano, con las piernas temblorosas y, por suerte, con un buen día en lo referente a su peinado, Nikki entró en el vestíbulo del hotel para encontrarse con una visión. Como Nikki era la única mujer en el vestíbulo rubia, alta, delgada y con un vago parecido a Sharon Stone, era difícil que la confundieran. Inmediatamente fue avistada y se quedó

helada como un conejo deslumbrado. Su primer pensamiento fue que Elizabeth no era en absoluto como se había descrito por teléfono. Ligeramente atractiva, no era en absoluto tan hermosa que dejara a la gente boquiabierta, como ella misma había asegurado. Era tremendamente alta, lo que hizo que Nikki, incómoda, recordara a las guerreras Amazonas. Pero, en su favor, Elizabeth tenía un aire casi majestuoso, que recordaba a Boadicea10 en plena acción. Su gusto en el vestir era elegante pero clásico —rozando lo pasado de moda— y resplandecía igual que un ángel gracias a un enorme montón de joyas antiguas, auténticas y, era de

suponer, extremadamente caras. Nikki rechazó aquellos pensamientos rápidamente, amonestándose mentalmente por haberse decepcionado tanto en la primera mirada, por ser tan frívola y superficial. —Llegas pronto. Caramba, una entusiasta. Yo también he llegado pronto. He tenido que conducir como una centella porque necesitaba desbeber: el efecto de los nervios — Elizabeth miraba a Nikki de una manera terriblemente tímida. «¿Desbeber?» ¿Se refería a mear? Seguramente diría «pompis» en vez de «culo». Por Dios, ¿aquella mujer vivía atrapada en el pasado o qué? ¿Qué

quería decir con «entusiasta»? Nikki, desconcertada y decepcionada al comprobar que Elizabeth no se parecía en absoluto a Sigourney Weaver, estaba enviando inconscientemente intensas vibraciones negativas, evitando establecer contacto visual y preguntándose desesperadamente cómo le podría decir con un poco de tacto a aquella amazona de la alta sociedad que sencillamente no le gustaba. Elizabeth se inclinó hacia adelante con coquetería, dio una palmadita sobre la mano rígida de Nikki y ronroneó: —Eres cien veces mejor de lo que pensaba. ¿Yo soy todo lo que te dije que

era? —Bueno…, eres alta —dijo Nikki entre dientes, a la defensiva. Elizabeth quería comer; Nikki no tenía hambre. Sin inmutarse por el hosco silencio de la otra mujer y totalmente inconsciente de que Nikki no experimentaba ni el más mínimo atisbo de tensión sexual en aquel encuentro, Elizabeth se instaló cómodamente y empezó a hablar entre gorgoritos de su tema favorito: ella misma. —He tardado siglos en decidirme por el atuendo más adecuado para hoy. Quería estar súper especial para ti. Incluso he logrado conseguir hora para hacerme la manicura —extendió sus

descomunales manos para que Nikki las admirara—. Aunque, si he de serte totalmente franca, tenía la esperanza de que no llevaras vaqueros. Prefiero que mis mujeres tengan un aspecto mucho más femenino, ¿sabes? Y, para ser sincera, llevas el pelo un poco demasiado corto para mi gusto, un poco masculino, si no te importa que te lo diga. ¿Es ésa la palabra adecuada? Yo apenas me corto el pelo, ¿sabes? Creo que simboliza un cierto tipo de fuerza femenina, ¿sabes? Mientras seguía y seguía parloteando, comparando sus propias gracias con las de Nikki, Nikki permanecía muda de indignación ante la

sucesión de observaciones ligeramente insultantes que brotaban de la boca extraordinariamente embadurnada de pintalabios de aquella mujer. Elisabeth totalmente enamorada de sí misma. Irritada por el alud de comentarios críticos sobre su pelo, su maquillaje, su gusto en el vestir…, e incapaz de pagarle con la misma moneda, Nikki empezó a hervir de indignación en un desagradable silencio. «Esto es terrible. No sé cómo cono voy a salir de aquí», pensó con malicia. Su salvación, como de costumbre, fue Georgie. Georgie se había quedado en el coche, como acordaron, durante quince

minutos, desesperadamente preocupada. Nikki no había reaparecido, aunque había jurado salir al cabo de media hora para poner a Georgie al corriente de los progresos —si había alguno— y proponer una razón plausible para que Georgie la acompañara de vuelta al hotel. No obstante, Georgie no pudo esperar media hora: tenía visiones de Nikki arrastrada hacia el ascensor y violada sistemáticamente durante tres días. Así que entró en el vestíbulo, vio la espalda de la mujer misteriosa y reconoció la triste mirada de desconcierto y suplicio en el rostro de Nikki. —¡Nikki! ¿Cómo estás? ¡Menuda

sorpresa! —Avanzó como un bólido hacia ellas, las saludó teatralmente con la mano y, en un mismo movimiento, se giró para quedar de cara a Elizabeth—. ¿Y tú debes de ser…? Con los dientes apretados, Elizabeth prácticamente gruñó su nombre a la lesbiana que las había interrumpido. Nikki seguía muda de la impresión. —¿Por qué no tomamos una copa y nos conocemos un poco más? Georgie era la cortesía personificada, mientras que Nikki seguía sin ser capaz de articular una frase coherente. La irritación de Elizabeth era palpable pero, ansiosa por empujar a Nikki a proseguir con la conversación,

de hecho, con cualquier conversación, agitó la mano accediendo gentilmente. «Dios —pensó Georgie—, se comporta con más majestuosidad que la Reina Madre. Nikki se vio rápidamente impulsada por el codo hacia el bar. Elizabeth las seguía de cerca, como un galeón a toda vela. La primera frase completa que pronunció Nikki desde que había conocido a Elizabeth fue para aceptar un Jack Daniel’s. Elizabeth arqueó sus cejas perfectamente depiladas en un gesto de desagrado, mientras se sentaba, rígida y con la espalda completamente recta, en el borde de la silla.

—Es un poco temprano para algo tan fuerte, ¿no crees querida? Yo, por mi parte, soy de la teoría de que no hay que beber antes del mediodía. Mi querida madre siempre solía decirme que el alcohol tiene la desagradable costumbre de volver a aparecer en tu piel cuando te haces mayor. Por eso siempre me halagan diciéndome que parezco mucho más joven de lo que soy en realidad. — Las obsequió a las dos con una sonrisa. —No has conocido a muchas lesbianas antes, ¿verdad? —Fue la táctica de apertura de Georgie. Deseaba, y acertó como se vio, que Elizabeth se sintiera incómoda al tratar aquel tema tan abiertamente.

—Me baso en los anuncios, he de confesar, sobre todo en las cartas y en las fotos. Una ha de tener cuidado al mezclarse con cierta gente y eso te permite, por lo menos, tener alguna manera de detectar entidades no deseables. —¿Como qué? ¿Extraterrestres? — saltó Nikki. Impactada porque parecía que la rubia, en realidad, podía hablar después de todo, Elizabeth parecía haber sufrido un fallo generalizado en su sentido del humor. A Georgie se le metió el Jack Daniel’s por la nariz cuando la hundió en el vaso para intentar frenar una carcajada. Elizabeth se quedó mirando a

Georgie con desdén por aquel comportamiento adolescente. —Por algún motivo, tengo la sensación de que no se me está tomando en serio —Elizabeth irguió su persona y su escote de matrona a una altura extraordinaria. A Nikki le recordó a su antigua directora de colegio. Elegantemente, dejó el vaso de zumo de naranja sobre la mesa, se levantó durante lo que a Nikki le pareció un tiempo excesivamente largo y se colocó su chal con borlas alrededor de los hombros. —Puedo percibir que se ha producido un tremendo error de apreciación de algún tipo. Más tarde

tengo otra cita a la que acudir y me parece que carece de sentido continuar con esta pequeña farsa. Buenos días — declaró imperiosamente Elizabeth, dio media vuelta sobre sus talones con furiosa indignación y se marchó. —¿Has visto? ¡Te lo dije! No es que sea una psicópata precisamente pero, por Dios, quedaría perfecta en un caserón inmenso dando órdenes a sus sirvientes. ¡Jesús! Seguramente hubieras acabado como una criada, frotando los fogones cada día y teniendo que sacarle las botas después de su paseo a caballo a primera hora del día —Georgie estaba radiante de alegría. —¿Cerrarás tu maldita boca?

—¿Otra copa? ¿Un poco de edulcorante? ¿O ya es hora de recibir la visita del hada de las hormonas? Nena, sé que estás en estado de shock… —Tengo estrés nervioso postraumático. —Pero, reconozcámoslo, querida: esto va a ser una anécdota absolutamente fantástica para cuando acabemos. Será un clásico de las citas de pesadilla. Supera incluso el encuentro de tía Gillian con aquel miembro de la alta sociedad. Quizá podamos conseguir reunir a esos dos para que hablen sobre las propiedades de otras personas y mantengan actividades de naturaleza horizontal en el dormitorio. Ella no es

lesbiana. Seguramente quería llevar a la práctica alguna fantasía erótica con su niñera o con alguna de las criadas en delantal. —Todo lo que sé es que a partir de ahora voy a ser célibe. No voy a responder a ningún otro anuncio de mierda. Quiero ver el producto antes de degustarlo. Ya encontraré alguna chica en un club, en un bar o en el mismo trabajo y, ¡zas!, gracias es usted muy amable, señora. Si te dejan más mensajes en tu maldito contestador, ni siquiera te atrevas a hablarme de ellos. En el futuro, filtra todas las respuestas. Sé que las dos creemos que me gustan los desafíos, pero éste ha sido

monumental, para desbeber y no echar gota. —¿Desbeber? —Sí, desbeber. Ella decía desbeber en vez de mear, orinar, hacer un pis, hacer un pipí. —Nadie dice desbeber. Ni siquiera en la familia real dirían desbeber. Reconozcámoslo: si se hubiera parecido a Jodie Foster y hubiera dicho desbeber, tú también habrías perdido el interés. No es precisamente un indicador infalible de sexo totalmente desinhibido, ¿no? Fue en ese momento cuando, por fin, Nikki estableció contacto ocular con Georgie y se empezó a reír. Las dos se

rieron hasta que se les saltaron las lágrimas. —Sólo podía pasarme a mí. Tendría que haberme dado cuenta de algo por teléfono, ¿no? Pero no, me lo trago porque cada noche mi coño me persigue por toda la cama gritando: «Dame de comer, dame de comer». ¿Puedes creer que llegó a sugerirme que, si congeniábamos hoy, podíamos pasarnos todo el fin de semana en la cama? Si alguna vez vuelvo a responder a un anuncio, ¿puedes asegurarte de que hago las preguntas adecuadas y de que pido fotos y un árbol genealógico, o algo por el estilo? —Creo que tendremos que

olvidarnos de los anuncios, nena. Volvamos a poner en marcha la Agencia de Citas del Clan de los Chichis. Sé que las chicas se mueren por salir una noche y un par de ellas tienen amigas que aún no has conocido. Georgie estaba ansiosa porque Nikki no se dejara llevar de nuevo por el abatimiento. Primero una cita apropiada de verdad y a ver qué ocurría. Sería mejor que salieran en grupo, así todas podrían ocuparse de ella si algo iba mal. Y si al final se acababa sintiendo atraída por alguien a quien sus amigas conocían, pues por lo menos habría alguna oportunidad de esquivar a las maníacas esquizofrénicas.

—Está muy bien que tengas una misión, Georgie, pero no es que precisamente tú, por tu parte, te estés dedicando a ello, ¿no? —Paciencia, querida niña. Estoy concentrando todas mis energías en ti, de momento. Me lo estoy pasando bien: unas cervezas, unas buenas risas y una compañía fantástica. En este momento no busco nada más. Pasar sin sexo no es algo que nunca me haya preocupado demasiado. Claro que, ahora que lo digo, nunca he pasado demasiado tiempo sin sexo. De todos modos, incluso si todo lo demás falla, no he encontrado a nadie que pueda masturbarme mejor que yo misma.

Nikki sufrió otro ataque de risa. —Me estoy hartando de llevar a mi mano a cenar y al cine. La mano izquierda no hace más que quejarse: que si nunca me llevas a ninguna parte… Nikki estaba muerta de risa. —Me siento encima para que se me quede dormida y parezca como si fuera de otra persona… Nikki prácticamente aullaba, sujetándose el estómago, que le dolía de la risa. La gente las miraba. —Pero eso significa que siempre acabo durmiendo en medio de una mancha de humedad. Georgie esperó, sonriente, hasta que las risas de Nikki cesaron. Nikki se secó

los ojos. Se le había corrido el rímel, pero no le importaba. —Siempre consigues animarme, Georgie, incluso después de algo tan desastroso como esto. —Si te sirve de consuelo, por lo menos tú no has alcanzado el mismo estatus que yo. La gente me llama cuando está deprimida y tiene pensamientos suicidas porque, por lo general, algo mucho peor me ha ocurrido a mí el día anterior. Proporciono un servicio a la comunidad cuando los buenos samaritanos están ocupados. Una vez estaba tan deprimida que pensaba que me iba a suicidar y llamé a una psicóloga que encontré en las Páginas

Amarillas, pero no podía visitarme hasta al cabo de quince días. Le dije que para entonces estaría muerta y ella me preguntó que cuál creía que era mi mayor problema. «Que no hay puta manera de que me lleve bien con la gente», le respondí y colgué el teléfono de un golpe. Después me sentí mucho mejor. Aquello hizo que Nikki se volviera a disparar. Se reía con tanta fuerza que tuvo que pasar un brazo alrededor del hombro de Georgie para aguantarse. Georgie le pasó la mano por la cintura. —Georgie, eres divertidísima, de verdad —consiguió resoplar al fin—. La vida contigo nunca es aburrida. No creo

que haya conocido a nadie como tú. Ojalá te hubiera encontrado hace años. Me has cambiado tanto la vida que no te lo creerías. Nunca me había reído tanto ni con tantas ganas, nunca. Nunca me había sentido tan libre, tan cómoda, siendo yo misma, en vez de mantener esa fachada que he tenido que levantar durante todos estos años. Georgie tenía un lío de emociones. Se encontraba en un entorno heterosexual, rodeando con el brazo a una mujer que aún no había reconocido con claridad lo que sentía por ella y que le estaba diciendo cosas que Georgie deseaba desesperadamente que le hubiera dicho en otro contexto. Se tragó

las palabras que quería decir y volvió a imbuirse en el papel de amiga íntima y protectora. —¿Qué fachada? —Depende de con quién estoy. Normalmente es la de una inflexible mujer de negocios con poder que va pateando culos en un mundo de hombres y que constantemente consigue dinero para que algún otro cabrón lo disfrute. O puede ser la de esposa devota y consciente de sus deberes que es exhibida por ahí como si fuera el banderín de un club de rugby, y que dice las cosas adecuadas en los lugares y momentos adecuados. Exitosa zorra del marketing, de mediana edad,

convencional, agresiva y con hambre de poder. Lo tiene todo, incluida la capacidad de coquetear y batir las pestañas en el momento apropiado, aunque seguramente ya está un poco demasiado entrada en años para eso, por lo que finalmente regresa a una gran casa —con lavadero, dormitorio, lavabo en suite y armarios empotrados— y se sienta, en absoluto silencio, junto a un completo desconocido. Georgie no tenía ni idea de qué decir. —Está bien —siguió Nikki—. Ahora miro otra vez mi vida y me pregunto en qué podría haber sido diferente, mejor. Sé que tengo un

inmenso montón de cosas a las que otras personas sólo pueden aspirar. Tengo salud, soy guapa, visto bien, gano un buen sueldo y puedo permitirme darme caprichos. La fachada de implacable y agresiva me protege, esconde mi yo real de la gente que podría herirme y que seguramente lo haría, que se aprovecharía de mí si lo vieran. Me querrían por los motivos equivocados. Steve me quería para poder ascender en el banco como un individuo respetable, sólido y firme, con una acompañante respetable e inteligente. Mi jefe me quiere para que pueda encandilar a sus clientes y conseguir montones de negocios nuevos para alimentar su cuenta bancaria. Transmito la impresión

de ser independiente, lista, descarada y atrevida; encajo los golpes y, aun así, sigo dispuesta a defender lo que es mío. Soy un desafío para la mayoría de la gente pero, a veces, especialmente cuando es de noche, lo único que quiero es rendirme, abandonar y gritar que soy una gatita y no una tigresa. Estoy cansada de rebotar una y otra vez, y en quince, ¡Dios mío!, en veinte años darme cuenta de que todo lo he hecho por los demás, no por mí. —Esto sí que es toda una declaración. Ahora no hay nada, absolutamente nada que te impida hacerlo todo para ti misma. —Divorcio, dinero, riesgos.

—Seguro que sólo son detalles prácticos, que se irán haciendo cada vez más fáciles, ¿no? Las finanzas pueden discutirse de una manera civilizada. Por lo que dices de tu matrimonio, seguro que Steve sería más feliz si viviera solo. Tú puedes dedicarte al marketing por tu cuenta, abrir una asesoría y llevarte a algunos clientes. Lo único que te hace falta es un despacho con servicios, una línea de teléfono y ya estás instalada y lista para empezar. Sé que en la ciudad tienes buena reputación y se te respeta por el trabajo que haces, incluso aunque tengas a la gente aterrorizada. Por lo menos sé de un director de servicios al cliente que se esconde en el lavabo

cuando ve que aparcas el coche en el parking. »Sabes lo que quieres conseguir y sabes perfectamente que eres capaz de hacerlo. Sabes dónde quieres llegar en la vida y aunque organizarlo pueda ser complicado, incluso doloroso a veces, ahora cuentas con personas a tu alrededor que te comprenden, que se preocupan por ti. Todas estamos aquí por ti. Tía Gillian te ayudará en el terreno profesional, sabes que lo hará. Marión también es muy importante para ti y estoy segura de que te ayudará si la necesitas. Steve no puede hacer que te quedes. No puede obligarte a continuar con un matrimonio de conveniencia

como éste. Os acabaréis matando el uno al otro cuando os hagáis mayores y más gruñones. Gracias a Dios no tienes niños de los que preocuparte y sencillamente puedes irte, empezar de nuevo. Hazlo, concéntrate en lo que es más importante para ti. »Tal como dices, tienes mucho más que la mayoría de la gente y eso te hará las cosas más fáciles. Sacrifícate un poco en el acuerdo de divorcio, para satisfacer el ego masculino de Steve, empieza a hacer planes ya y no te preocupes por encontrar una relación, sucederá cuando llegue el momento. Sólo porque ahora te sientas a gusto siendo lesbiana no significa que tengas

que dejar que domine tu vida. Da un paso cada vez, piénsalo todo cuidadosamente y no te expongas ni te muestres vulnerable. Me juego algo a que el año que viene por estas fechas podrás ver cómo todo empieza a cuajar. Nikki siguió sentada en silencio durante todo el parlamento. —Cosas en las que pensar —dijo en voz baja y apretó la mano de Georgie. «Yo estaré ahí para ti —pensó Georgie—. Te esperaré. Valdrá la pena, lo sé.»

GEORGIE

estaba contemplando sin ganas la pantalla. Aquella mañana no había manera de que empezaran a correr las palabras. Precisamente aquello era lo que quería ella, correrse. Desesperadamente. Se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, disfrutando tan sólo de un sueño ligero, despertándose constantemente a cada hora y mirando

con tristeza el reloj. Tenía la cabeza llena de Nikki. Cada vez que intentaba pensar en otra cosa, en otra persona, Nikki la interrumpía: Nikki riéndose, Nikki llorando, Nikki bailando con ella, Nikki tomándola de la mano, abrazándola. Nikki cerca de ella, inclinándose para poder oír a Georgie por encima del ruido de la música, con su oreja tentadoramente cerca. Nikki durmiendo desnuda en su sofá, hecha un ovillo, con las piernas desnudas sobresaliendo por debajo del edredón, como de costumbre. Nikki como loca pensando en qué ponerse aquella noche, corriendo arriba y abajo por toda la habitación en sujetador y vaqueros, para acabar pidiéndole prestado un ceñido

top. Georgie aún no había lavado el top: olía al perfume de Nikki, al cuerpo de Nikki. Nikki no se dio cuenta de nada la mañana en que Georgie se deslizó en el salón para verla dormir. Cuando estaba dormida, Nikki parecía un ángel, pensó Georgie, un ángel de la resaca medio cubierto por el edredón. Aquella mañana, Nikki se movió en sueños, se puso de espaldas y estiró las piernas, de manera que Georgie disfrutó de una breve visión del paraíso: aquellos pechos perfectos, redondos y absolutamente merecedores de ser besados; el suave y maravilloso pubis, rubio y cuidadosamente recortado, tan sumamente digno de ser lamido.

Luchando con todas sus fuerzas para controlar el deseo que la inundaba, Georgie contuvo el aliento mientras, cuidadosamente, volvía a cubrir a Nikki con el edredón. Los largos dedos de Nikki se entrelazaban con los suyos siempre que bailaban. Quería ser acariciada por aquellos dedos. Quería que aquellos dedos le tiraran del pelo mientras lamía y chupaba a Nikki hasta hacerle alcanzar el clímax. Quería aquellos dedos en su interior, moviéndose, investigando. Y, sobre todo, quería los labios de Nikki en los suyos, la lengua de Nikki en su boca, los labios y la lengua de Nikki jugando con su sexo. Georgie nunca

había deseado tanto a nadie, ni con tanto anhelo. Nunca había pensado en nadie prácticamente a cada momento; nunca había fantaseado tantas veces. La tarde anterior había llegado al despacho de Nikki con algo de trabajo. Nikki rodeó el escritorio para saludarla y rozó suavemente sus labios con los de ella. Como la mano de Georgie se había posado con naturalidad sobre la cadera de Nikki mientras se besaban, notó el liguero. La falda de Nikki era aceptablemente corta y llevaba enfundadas sus largas piernas en transparentes medias de lycra, negras y brillantes. Los tacones resaltaban sus esbeltos y bien moldeados tobillos y sus

pantorrillas. A Georgie le resultaba muy difícil concentrarse mientras Nikki se recostaba contra la esquina de la mesa y cruzaba las piernas. Podía oír el roce de una media contra la otra y en lo único en que podía pensar era en la piel blanca como la leche de los muslos de Nikki bajo los ribetes de encaje de sus medias. Nikki hablaba, ignorante de la inquietud que experimentaba Georgie. La mente de Georgie iba a toda máquina: tenía visiones de Nikki recostada en su cama llevando aquellos tacones, medias transparentes, liguero, un pequeño tanga que apenas le cubriera el pubis y un sujetador de satén apretándole los pechos.

«Dios, no tiene ni idea de lo que está haciendo conmigo. Pensar en ella me vuelve loca.» Georgie seguía sin ser capaz de hacer aparecer las palabras en la pantalla. Desconsolada, puso el ordenador en modo reposo y fue tranquilamente a la cocina a por más café. Sonó el teléfono: era Nikki. —Estaba pensando en ti —dijo Georgie. «Pensando en hacerte el amor, en abrazarte, en acariciarte, en besarte, en lo mucho que te necesito. Pensando en cuánto me gustaría dormir a tu lado todas las noches, el resto de mi vida.» —Guarra. ¿Lo hacía bien? ¿Cómo va el trabajo?

—Lento —admitió Georgie—. Por algún motivo hoy no me siento muy inspirada. —Pareces un poco triste. ¿Estás bien? «Sí, estoy bien. Sólo que estoy loca por ti.» —Es el bloqueo del escritor. Eso es todo. Es difícil encontrar motivación para escribir prosa chispeante sobre faxes y material de oficina. —Pues pasa de todo. Ahora mismo estamos acabando de montar el diseño gráfico y lo único que necesitas es un listado de los puntos destacables y la mierda habitual, del tipo: «Ya has probado todo lo demás, ahora prueba lo

mejor». Haz como yo: coge el dinero, haz lo suficiente para no sudar demasiado, escribe lo primero que se te pase por la cabeza, entrégalo y pasa al siguiente trozo de mierda. —Soy una artista. Yo no escribo lo primero que se me pasa por la cabeza… —No te hagas la valiosa y la prima donna conmigo. Tal como has dicho, son faxes y grapadoras. Tengo otra cosa para ti cuando me entregues esto. Puedo llevártelo mañana por la noche, si te parece. —Como quieras. Y se despidieron.

Nikki dejó en su sitio el auricular. Georgie estaba de un humor extraño. Nunca la había visto así antes. Le había parecido muy triste, casi deprimida. La última vez que hablaron por teléfono, Georgie estaba tan animada, tan jovial y tan chillona como de costumbre. Pero después, recordó, cuando fue al despacho el lunes por la tarde, la encontró un poco apagada. De hecho, pensaba ahora Nikki, en realidad Georgie había dicho muy pocas cosas durante la media hora que estuvo allí y parecía muy inquieta y nerviosa. Nikki le había vuelto a explicar, con regocijo, el último desastre que su

marido había perpetrado haciendo bricolaje. Steve siempre había tenido problemas para colgar los cuadros, por no hablar de cuando se embarcaba en proyectos monumentales, como colgar los soportes para los altavoces. Había colocado los soportes y había hecho los agujeros haciendo volar polvo de ladrillo y argamasa, para después darse cuenta, cuando fue a montar los altavoces, de que no había dejado suficiente separación hasta el techo. Tras repetir los agujeros hasta tres veces y rellenar temporalmente los otros agujeros, las paredes del salón habían quedado como el decorado de una película de guerra. Nikki se había

mantenido ocupada en otra parte de la casa, emitiendo los obligatorios sonidos propios de una esposa, mientras él gruñía y sudaba, pero no se había preocupado lo suficiente como para quejarse por el desaguisado organizado. Había dejado de preocuparse por todo lo que tenía que ver con la casa. Se preguntaba a sí misma si le importaba perderla y se dio cuenta de que no. Steve podía quedársela. Durante mucho tiempo la elección del mobiliario y la decoración, dentro de las ideas algo limitadas de Steve sobre interiorismo, había constituido su orgullo y su alegría; en cambio, ahora sabía que podía marcharse y no volver a pensar en la casa.

Comparando los precios que aparecían en el periódico local, se hizo una idea aproximada de cuánto valía la casa y de su valor líquido. Sólo quería una pequeña porción de dinero, suficiente para poder empezar: una inversión de puesta en marcha que sabía que sería igualada por cualquier sucursal bancaria, salvo por la de Steve. Podía mudarse a un piso de alquiler durante un tiempo, sólo hasta que su negocio despegara. Entonces, cuando empezara a tener ganancias, podría pagarse una gratificación como depósito para comprar algo pequeñito, quizás una casita en un pueblo. Podía ir de compras por ahí para encontrar muebles antiguos

—Steve siempre había sido un hombre de roble claro o negro ceniza— y decorar una habitación cada vez. Mientras tuviera una cama, un microondas, una nevera, un equipo de música, un televisor y un baño razonable con ducha, Nikki sería feliz. Georgie no había reaccionado demasiado bien a aquello, ahora se daba cuenta Nikki. Había sido el discurso de Georgie, el otro día, el que había dispuesto los pensamientos de Nikki en la línea de partida para un plan de acción con objetivos y plazos temporales. Ahora sentía que tenía ánimos para conseguirlo: todo era razonable, práctico y factible. Los

momentos libres que tenía en el trabajo los empleaba en fotocopiar determinados documentos que podían serle de utilidad. Sin hacer preguntas, Marión le había proporcionado una copia del archivo de contactos de nuevos proyectos de la agencia, que incluía detalles de las compañías con las que habían contactado previamente otros directores de cuentas, con sus nombres y números de teléfono. Marión se había pasado toda una mañana al teléfono, haciendo comprobaciones para actualizar la información. Nikki ahora tenía una base de datos para la campaña de posibles negocios para su nueva empresa. Había

confeccionado una lista de los clientes actuales de la agencia y de algunos de los clientes favoritos de sus mayores rivales, con intención de levantárselos. Sabía cuánto cargaban en su agencia por los proyectos y en concepto de tarifa diaria, y tenía una idea aproximada de los precios de la competencia. Rebajando los precios de todos, y con su política agresiva, no tenía la más mínima duda de que podía acabar con una facturación bastante lucrativa. Incluso ya tenía nombre para su nueva empresa: Millennium. Los garabatos hechos al azar en el bloc de notas le habían inspirado el logo y el estilo de los membretes.

Mientras Nikki se hallaba sentada tranquilamente dando sorbos a su café, sus pensamientos volvieron a Georgie. Había creído que Georgie se mostraría eufórica ante los progresos que Nikki estaba haciendo de cara a su nuevo futuro. Sin embargo, Georgie se limitó a mirarla, asintiendo cuando tocaba, pero apenas dijo nada, no hubo palabras de ánimo, ni de orgullo. Nada. Quizá tenía problemas de dinero otra vez. No parecía preocupada por su vida amorosa. Pero Georgie no tenía vida amorosa, ¿o sí? Había dejado su propia vida en espera para dedicarse a encontrarle a Nikki su pareja perfecta, ¿no? Aquello

clamaba al cielo. Georgie era una gran chica y merecía tener pareja. ¡Era tan divertida, generosa, sensible y afectuosa! Tenía una cara encantadora: no necesitaba maquillaje para acentuar sus mejores rasgos. Cuando Georgie reía o sonreía, su expresión era tan alegre que no podías evitar reír o sonreír con ella. Y también tenía un tipo espectacular. Realmente estaba desaprovechada. Debería empezar a concentrarse en sí misma de nuevo. Nikki estaba segura de que en alguna parte habría alguien que la trataría como se merecía. Por lo que Georgie le había contado, había vivido una sucesión de breves aventuras, pero nunca había tenido una relación importante, de larga

duración. No podía ser culpa de Georgie: simplemente parecía que había atraído a las personas equivocadas o que era demasiado rápida al pasar al plano físico. Aunque sin duda Georgie era una de las chicas más populares del ambiente, la mayoría de las relaciones que había tenido parecían haber sido abusivas en uno u otro nivel. Como amiga, Georgie la apoyaba tanto y era tan considerada que Nikki sabía que aportaría aquellas cualidades a cualquier relación. Como amante, Georgie parecía tener mucha experiencia. «La que la atrape será una mujer afortunada», pensó Nikki. No, decidió Nikki. Era hora de que

Georgie encontrara una pareja para ella. Alguien con chispa, que la mantuviera en ascuas y la llevara más allá del umbral del aburrimiento. Alguien con brío, salero, inteligencia, calidez, humor. Guapa, delgada, seguramente, y con un buen culo. A Georgie le encantaban los culos. Se dio cuenta, con remordimientos, de que, aunque Georgie muchas veces le había pedido a Nikki que le describiera a su mujer ideal, Nikki nunca le había devuelto la pregunta. Se dio cuenta de que en realidad no sabía qué tipo de mujer estaba buscando Georgie. Había estado tan absorta en su propia búsqueda del Santo Coño que no había

llegado a darse cuenta de que Georgie podía tener sus propios deseos y necesidades que satisfacer. Se lo preguntaría al día siguiente por la noche. No, la llamaría en aquel mismo momento para asegurarse de que todo iba bien. Sonó el teléfono con una duda de un cliente. Después llamó su jefe para anotar provisionalmente una reunión con el fin de poner al día el desarrollo de un nuevo negocio. Llegó un diseñador con un problema. Marión le pidió cinco minutos para organizarse las vacaciones y se convirtieron en media hora de charla. El día se le escapó de las manos antes de que pudiera darse cuenta. En el

coche, recordó que había pensado en llamar a Georgie. Lo intentó desde allí, pero saltó el con testador. Dejó lo que a ella le parecía un mensaje alentador para levantarle la moral y se fue a casa.

Georgie se estaba debatiendo entre descolgar el teléfono o no cuando oyó la voz de Nikki, pero lo dejó pasar. Nada más oír cómo Georgie arrastraba las palabras, Nikki se hubiera dado cuenta de que había bebido y Georgie no quería que supiera que estaba borracha, como una cuba, casi inconsciente a las 6:30 de la tarde. Estaba avergonzada de sí

misma y no quería que Nikki lo descubriera. Sólo quería dormir. Necesitaba dormir, sin el tormento de las fantasías insatisfechas. Ya estaría sobria y fresca la noche siguiente, cuando Nikki se pasara por allí y siguiera sin enterarse de nada. Era Steve el que estaba de un humor difícil cuando Nikki entró en su casa tan contenta. Había tenido un día plagado de problemas en el banco: uno o dos negocios habían empezado a estropearse y le había caído la culpa a él. En vez de defenderse, Steve le dio la razón a todo lo que le decía su jefe y prefirió quedarse sentado, enfurruñado, en su

escritorio durante la media hora siguiente dándole vueltas a las cosas, furioso, pensando en todo lo que le hubiera dicho si hubiera tenido valor. Estaba de mal humor, así que el buen humor de su mujer le molestó. Últimamente siempre estaba jodidamente alegre. Nunca estaba en casa: seguro que aquél era el motivo de su buen humor. El la prefería abatida, gruñona y cascarrabias. Por lo menos sabía cómo enfrentarse a eso. No obstante, aquel buen humor ya hacía semanas que duraba. Quizá le habían dado una gratificación o un aumento de sueldo y no se lo había dicho. Quizá había estado atravesando una menopausia prematura durante los

últimos cinco años y ahora ya lo había superado. Quizá tenía un affaire, una aventura con algún amante jovencito que le habría presentado la Devorahombres. Su entrecejo fruncido no captó la atención de Nikki, quien tarareaba mientras metía en el microondas la comida ya preparada, al tiempo que ponía a hervir las verduras congeladas y trasteaba por la cocina. —He tenido un día de mierda, asqueroso, repugnante, por si quieres saberlo… —empezó. Nikki se encogió de hombros. Seguía dándole la espalda. —Tómate una copa. Te sentirás mejor. Enseguida estará la cena.

—Un par de negocios se fueron a la mierda y la pagaron conmigo. Dijeron que era culpa mía. No me pareció justo… Nikki sabía que la voz lloriqueante de Steve empezaría a molestarla si no cumplía con su cometido de esposa preocupada. —Espero que les hayas dicho cuatro verdades. A veces creo que se aprovechan de tu carácter tranquilo, que no esperan que te vuelvas. A veces, Steve, dejas que la gente te pisotee. —¿Qué? ¿Como lo que llevas haciendo conmigo desde hace veinte años? —el lloriqueo de Steve se había convertido en un gruñido.

Ella se volvió, sorprendida. Steve tenía la cara roja de ira y la boca fruncida en una fina y desagradable línea. —Creo que eso podría considerarse una calle de doble sentido, Steve — respondió tranquilamente, aunque su corazón le martilleaba el pecho—. Tampoco es que haya sido un lecho de rosas para mí, ¿no te parece? —Hay momentos, Nicola, en los que sinceramente creo que ni siquiera sabes ni te importa si existo, en los que crees que soy uno de los malditos cuadros de la pared, un adorno de la vitrina. No te interesa nada de lo que hago, de lo que intento conseguir en el trabajo, de

adonde quiero llegar en la vida. Siempre estás fuera: algunas veces incluso no vienes ni a dormir. Nunca me dices adónde vas, dónde has estado, con quién estás. Simplemente reapareces de vez en cuando, cocinas algo, miras un poco la tele conmigo o te pasas horas colgada del maldito teléfono y, entonces, ¡zuuuum!, te vas otra vez como un puto fantasma por la noche. Seguramente era el discurso más largo que había pronunciado Steve en los últimos meses. Nikki se dio cuenta, con una sensación de horror en la boca del estómago. «Es hora de tomar las riendas, chica.» —¿Y tú? —dijo ella—. ¿Te quedas

en casa sufriendo por mí noche tras noche? No, no lo creo. ¿Adónde vas? Sales con tus amigos igual que yo con los míos. Utilizas esta casa como un hotel tanto como yo: la única diferencia es que cuando vuelves después de salir por la noche te encuentras con la ropa limpia, con que hay cerveza en la nevera y comida en la despensa. Tienes razón: paso tanto tiempo en casa como fuera, pero la casa está limpia y ordenada, ¿no? No te mueres de hambre, ¿no? Tú tienes tus intereses y yo tengo los míos, y no coinciden. No te pisoteo, Steve. No te incordio. No te critico, no impongo un toque de queda nocturno, no reviso el cuello de las camisas en busca de pintalabios o de perfume. Dejo que

hagas tu vida, sea lo que sea estos días. Y, a cambio, simplemente espero que me dejes hacer la mía. —Esto no es precisamente un matrimonio, ¿no crees? —No, Steve, no lo es. Nunca lo ha sido, ¿verdad? Ni siquiera hay compañerismo, amistad. Es sencillamente con lo que los dos nos hemos conformado. Hace algún tiempo que acepté que, fuera lo que fuera lo que nos unió por primera vez, ha desaparecido a lo largo de los años y ninguno de los dos ha intentado recuperarlo. A ninguno de los dos le ha apetecido. Ahora sólo somos dos personas adultas que comparten casa y

que de vez en cuando pasan juntos el fin de semana o una velada. Steve suspiró. Aquél no era el camino que había querido tomar: sólo quería quejarse de la suerte que le había tocado, desquitarse con alguien, porque alguien se había desquitado con él, pero ahora se daba cuenta de que había abierto aquella antigua caja de Pandora, cosa que resultaba trágica, cuando había disfrutado durante tantas semanas del buen humor de Nikki. Era culpa suya: debería haberlo dejado correr. Fuera lo que fuera lo que la hacía feliz, le había proporcionado paz y tranquilidad: nada de turbulencias, discusiones, nervios crispados, respuestas de doble filo.

—Míralo como quieras. Es lo que siempre haces —dijo, girándose para irse, ansioso por terminar con la conversación. —Voy a decirte cómo lo veo. Lo veo igual que tú. Lo único es que probablemente yo tengo agallas para decirlo. Somos dos desconocidos, polos opuestos, llevamos años así. No tenemos nada en común, ya no, ni siquiera algo como base para nuestra amistad. No puedes ser feliz con este acuerdo. Yo sé que no soy feliz. Quiero estar aquí tanto como tú, Steve, y si tuvieras huevos lo admitirías, ahora mismo. Ella estaba escurriendo las verduras

mientras hablaba. Mantenía las manos ocupadas para que Steve no pudiera ver cuánto temblaba. En su plan de acción, aún faltaban semanas para mantener aquella conversación con Steve, ya que todavía había mucho trabajo preliminar que realizar. Ahora había afrontado el tema y el silencio se había instalado entre los dos mientras Steve le miraba la nuca. —¿Tienes una aventura? —espetó al final, esperando que las coles de Bruselas cocidas salieran disparadas en su dirección. Nikki sabía que él odiaba las coles de Bruselas. ¿Sería por eso por lo que las había cocido? —¿Y tú? —aún de espaldas a él,

Nikki aguardó, llena de esperanza, una respuesta afirmativa que le hiciera la vida más fácil. —Claro que no. Estoy casado, aunque no creo que te importara que anduviera follando por Inglaterra. —Yo tampoco tengo ninguna aventura, si bien Dios sabe que he tenido montones de oportunidades de follar, pero no es porque esté casada, es porque no quiero volver a pasar por este tipo de mierda otra vez. —Se giró y se inclinó sobre la encimera. Tenía los ojos apagados cuando tomó aire y pronunció en voz alta lo que no había osado decir desde hacía algún tiempo. —Quiero que nos separemos, Steve.

Lo dijo antes de que pudiera darse cuenta y vio el cambio en el rostro de Steve. Advirtió cómo cayeron sus hombros. —No puedes hacer esto. —Su voz era débil—. No voy a permitirlo. —¿Por qué? ¿Por si tu familia o tu jefe creen que has fracasado? Por el amor de Dios, Steve, sabes que ésa es la única salida para cada uno de nosotros. Sé que no te vas a quedar ahí plantado jurándome amor eterno y diciéndome que tu mundo sin mí se desmorona. Si seguimos de este modo, va a destruirnos a los dos. Ambos somos lo bastante jóvenes para superarlo. Tendremos más libertad de la que ya teníamos. Por Dios,

podemos decirle a la gente que ha sido algo amistoso, civilizado. Seré tu acompañante en tus reuniones sociales, si eso te lo va a hacer más fácil. La gente podrá creer que somos terriblemente adultos y que seguimos siendo amigos. Steve, si seguimos casados acabaremos viejos, amargados, arrepentidos y mucho más resentidos con el otro de lo que estamos ahora. Lo discutiremos y nos aseguraremos de que los dos estamos contentos con los acuerdos y de que ninguno sale perdiendo. No hace falta que involucremos a ningún abogado. Debería ser un acuerdo de ruptura claro, sencillo y sin dobleces. Quédate con la casa, Steve: si significa tanto para ti,

cómprame mi parte. Dame lo que puedas permitirte. No quiero dejarte pelado, te lo prometo. Intentemos conservar el respeto que aún tenemos el uno por el otro y hagámoslo como adultos. Démonos una salida. Todo lo que decía tenía sentido. Estaba tan tranquila, parecía tan práctica. —Tendré que pensármelo esta noche. Te informaré de mi decisión — murmuró él. —Por Dios, Steve, no soy un pequeño operador de franquicias que ha solicitado un préstamo para ampliar su negocio. Lo he estado pensando largo y tendido. Estoy haciendo todo tipo de

planes para el futuro. Necesito crecer, hacer algo más con mi vida. Quiero volver a empezar. Steve se giró. Ella le oyó ir a la sala y abrir botellas. Volvió con bebidas y las mezcló con hielo y refrescos que sacó de la nevera. —He trabajado muy duro por todo esto —dijo al final, con irritación, después de dos tragos de whisky—. ¿Por qué tendría que permitir que te quedaras con nada? —Steve, hemos trabajado muy duro por esto y tú puedes seguir teniéndolo, Steve, y ser mucho más feliz. Sabes que puedes permitirte comprar mi parte e ir pagando una hipoteca mayor. Incluso

podemos vender la casa e irnos los dos a sitios más pequeños. Sólo somos dos, por el amor de Dios, y sé que no serás capaz de asumir la limpieza de una casa de este tamaño. —Me buscaré una au pair, un ama de llaves, una sueca de diecinueve años, rubia, con tetas grandes y las piernas bien largas. Le haré vestirse sólo con un delantal y un plumero para el polvo, y le haré agacharse muchas veces para recoger las cosas. Nikki, con un sobresalto, llegó a tener una visión del joven Steve Jones, con una sonrisa picara en los labios. De hecho, lo de separarse le había supuesto un alivio, Nikki se dio cuenta. También

era lo que él quería. Una vez hubo constatado que ella no iba a exprimirle para sacarle el dinero, su último bastión defensivo para continuar con aquella parodia de matrimonio sin amor desapareció. Ella lo conocía demasiado bien. —Steve —dijo, amablemente—, una de diecinueve años te mataría. Búscate una de treinta y cinco. Tienen menos resistencia pero más técnica. —Quizás —empezó lentamente—, quizás esto signifique que ahora, en vez de eso, podemos empezar a ser amigos. —Al menos podemos intentarlo — dijo Nikki y los dos sonrieron sin disimular su alivio.

Su buen humor continuó durante toda la noche. Incluso intercambiaron comentarios y anécdotas sobre los acontecimientos diarios en el trabajo, aunque Nikki no accedió a abrazarlo para que se durmiera cuando él se lo pidió. Sencillamente no soportaba notar el movimiento de su polla contra su cadera. No se sentía tan magnánima. Mientras conducía hacia el trabajo, a la mañana siguiente, Nikki estaba excitadísima y muerta de ganas de explicarles las novedades a Georgie y a Gillian. Georgie tenía razón: todo empezaba a tomar forma. Lo de Steve había sido más fácil de lo que había

pensado, a menos… que fuera la calma que precede a la tormenta. ¿Qué pasaría si se lo repensaba, si lo comentaba con sus amigos, si se cerraba en banda, si involucraba a abogados, si empezaba a ponérselo difícil? Nikki tenía unos plazos que mantener, un cuaderno de trabajo con los logros potenciales y sus fechas estimadas. El único logro que ansiaba y que no estaba incluido en su agenda era la mujer de sus sueños. Aquello, de momento, sería un extra: tenía demasiadas cosas en las que pensar y que organizar antes de que sucediera. El Clan de los Chichis salía aquella noche. Al menos, ella estaría entre iguales,

libre para ser ella misma, la primera lugarteniente de la multitud, la segunda al mando de la indomable Georgie. Aquello era cierto: tenía que llamar a Georgie y asegurarse de que estaba bien. Con un poco de suerte, estaría algo más animada y de humor para unas risas. Georgie estaba enfrentándose a su resaca y a un rebelde juego de dedos que mecanografiaban. Se había emborrachado tanto la noche anterior que había acabado hablando sola a gritos, intentando hacerse entrar en razón. Recordaba vagamente algunos detalles. En general se mostraba inflexible consigo misma: no estaba a la altura de Nikki. Nikki ni siquiera había

pensado en ella como otra cosa que no fuera su amiga íntima. Nada más. Aquello iba a ser todo. Se decía a sí misma que tendría que seguir adelante, que Nikki ni siquiera se había fijado en ella de un modo sexual, que no había respondido a sus insinuaciones verbales. Seguramente habían sido demasiado sutiles, decidió Georgie. Debería haber sido más directa e ir al grano. «¿Te apetece follar, Nikki?» Sí, aquello hubiera caído como una bomba, ¿no?, vaca estúpida. Quedarse en la cama hasta tarde, tomarse varios cafés solos y el doble de la dosis recomendada de Nurofen consiguieron despejarle el dolor de

cabeza. Sin embargo, aún tenía que enfrentarse al aletargamiento que la afectaba. La idea de que iba a ver a Nikki aquella noche era un ligero incentivo. Georgie le pareció un poco apagada por teléfono, decidió Nikki más tarde, de camino al bar, pero no tan triste y deprimida como el día anterior. Seguramente no era más que un problema pasajero. Normalmente Georgie se mostraba tan llena de entusiasmo que cuando estaba baja era muy evidente. Al llegar al bar se dio cuenta de que Georgie no estaba bebiendo cerveza, sino una cantidad alarmante de Coca-

Cola con montones de hielo. Los ojos de Georgie aun estaban ligeramente enrojecidos y Nikki supo que, fuera lo que fuera lo que había provocado la tristeza del día anterior, probablemente había ido acompañado de varias copas, demasiadas, de JD. Estaba a punto de llevarse a Georgie a un lado para hablar con ella cuando Tracy le dio un golpecito en el hombro. —Nikki, ésta es mi amiga Ann — dijo, mientras Nikki se giraba y se quedaba mirando los ojos marrones más profundos que había visto nunca—. Está pasando unos días en mi casa. Ann era tan alta como Nikki y su pelo era largo y negro. Tenía un poco de

sobrepeso, pero cuando sonrió a Nikki le dio un vuelco el corazón. «Dios mío —pensó—. Me está lanzando "La Mirada” que va directa al clítoris. Georgie tenía razón.» —Ann ha oído hablar mucho de ti — continuó Tracy—. Ya te dije el sábado que iba a venir. Como ninguna de las dos mujeres había hablado aún, sólo se sonreían y se miraban a los ojos, Tracy dio por supuesto que había ganado la apuesta interna. Cualquier miembro del clan que le consiguiera un polvo a Nikki habría ganado el bote, que en aquellos momentos ascendía a unas nada desdeñables 50 libras.

Georgie se vio distraída por Phillipa, que estaba hablando de sus peripecias con una chocolatina Mars congelada. Le contaba cómo ésta se había derretido en un momento poco adecuado, por lo que se había visto obligada a pescar la recalcitrante mitad de la chocolatina de tamaño especial, combinación de chocolate, caramelo y tofe. —Lo que realmente la hizo enfadar —se reía Phillipa— era la idea de que lo absorbería directamente por el flujo sanguíneo y que por la mañana se levantaría pesando medio kilo más. Deberíamos haberla dejado más rato en el congelador. Menos mal que no lo

intentamos con un Tropic: no hubiera conseguido sacar los cacahuetes… Mientras las demás se desternillaban como histéricas algo incrédulas, Georgie se dio cuenta de que había una chica con Nikki. Las dos estaban de pie, enfrascadas en una conversación, un poco separadas del grupo. El lenguaje corporal que ambas utilizaban era incitante, de coqueteo, provocativo. Interiormente, Georgie se desmoronó. Cuando Ann se giró hacia Nikki y le puso una mano sobre el brazo para captar algo que le acababa de decir, a Georgie se le revolvió el estómago. Sopesó si sería acertado rellenar la Coca-Cola con algo más fuerte, pero

recordó las náuseas que había sentido aquella mañana y decidió que en vez de eso se iría a casa temprano, simulando la llegada de una mala regla. Nikki apenas se dio cuenta de que Georgie se iba del bar. Estaba demasiado absorta. Ann, una agente de policía, había pasado algún tiempo en el ejército y el contagioso humor de sus comentarios sobre la vida en los barracones era extremadamente divertido. —Durante cuatro años fui como un niño en una juguetería, esquivando constantemente a los oficiales que consideraban que el sexo gay o lésbico es o bien un delito que merece la horca,

o bien la manera de asegurarse una rápida promoción si lograban desenmascararlo. Disfruté de cuatro años de infinitos e ilimitados montones de coños, culos y tetas. Compartir las duchas significaba tener dolor de cabeza y de coño, cada vez, porque había tanto que no sabía qué elegir. Follábamos en la parte trasera de los cuatro toneladas mientras estábamos de maniobras: dejar caer los pantalones, hacerlo y fuera. Siempre me acababan llevando ante el oficial al mando, pero no lograban atraparme. Una noche estaba recorriendo cierto corredor y estuve con tres mujeres distintas en diferentes habitaciones y ninguna se enteró de lo de las otras. Nunca sobrepasé las

vertiginosas alturas de soldado raso: siempre andaba metida en líos y contestando mal. Era una listilla. Los que mandaban me querían. Le pasaba lo mismo a una sargento. Mientras estaba con ella se llevó a cabo una inspección sorpresa. Pude oír las botas fuera, en el pasillo y las puertas que se abrían y se cerraban. Salí disparada por la ventana completamente desnuda, para caer literalmente en los brazos de un sonriente sargento mayor. Me habían pillado. »Como sólo me quedaban dos semanas para acabar con mis cuatro años y el papeleo que hubiera supuesto nos hubiera atado a ellos y a mí durante

seis meses, me dejaron marchar con una baja deshonrosa, pero por lo menos tuve buenas referencias para utilizar en el futuro. No como una de mis compañeras, a la que también pillaron, pero con tiempo para castigarla. Su referencia dice tan sólo: «Fue soldado». Todo es un montón de estupideces: incluso algunos de los oficiales más mayores se lo montan entre ellos. Pon a gente del mismo sexo en un entorno cerrado como ése y están destinados a acabar follando unos con otros, ¿no te parece? Nunca hice ningún daño a nadie, ¿verdad? Yo me alisté para estar rodeada de mujeres. Aquélla era mi única intención. »Una amiga mía se convirtió en

funcionaria de prisiones para poder acabar en una cárcel sólo para mujeres con otras quinientas lesbianas. Bueno, la mayoría no son lesbianas cuando entran. Ingresas a las diez y a las doce ya eres la fulana de alguien, aunque tienes que ser cuidadosa. Nikki estaba como en trance, atrapada. Ann era muy directa hablando sobre sus experiencias, que debían de haber sido considerables. Se había pasado toda su vida laboral constantemente a punto de ser capturada, en un estado adrenalínico provocado por sus aventuras que Nikki no podía comprender. «Por Dios —pensó—. Ella sí que se crece con la presión.» Se dio

cuenta de que Ann, en realidad, no tenía sobrepeso, sino que estaba extraordinariamente fuerte. Una caricia a su brazo le hizo descubrir que bajo su piel había potentes músculos. Seguramente Ann resultaría muy útil en cualquier altercado. La idea de los brazos protectores de Ann rodeándola empezó a trastocar la imaginación de Nikki. Ann, probablemente, tenía que encargarse de prisioneros difíciles todo el tiempo, por lo que estaba perfectamente entrenada en autodefensa, dominio y control. Nikki ahogó un suspiro de deseo. Ann en uniforme, dominándola y controlándola mientras desencadenaba

toda la fuerza del deseo y la pasión. Imágenes y fantasías salvajes corrieron en tropel por su cerebro. Ann, por supuesto, había sido bien informada por Tracy, sin que ésta fuera consciente de ello. Ann sabía de antemano qué aspecto tenía Nikki, quien al parecer era toda una muñeca; que era generosa y sensata; que era una novata; que necesitaba que le dieran un empujoncito. También sabía que Nikki era una mujer bastante acomodada y que, probablemente, estaba a punto de firmar un jugoso acuerdo de divorcio. Ann siempre había considerado que estaba mal pagada en los trabajos que había tenido que desempeñar. De hecho,

estaba resentida por una considerable serie de cosas, ninguna de las cuales había sido culpa suya: sencillamente, era demasiado difícil de llevar. Pero aquello era problema de los demás y no de ella. Ann estaba más que contenta de sí misma y consideraba que estaba lo más cerca posible de la perfección. Con regularidad alimentaba la fantasía de ser una mantenida, de tener a una ricachona como esclava sexual. Entonces Ann se podría pasar el día entrenando en su propio gimnasio, completamente equipado, y saliendo el tiempo suficiente para atender y hacer feliz a su totalmente sumisa y adinerada zorra. La atendería lo suficientemente bien como para conseguirse algunos caprichos

especiales de manera regular. Ann nunca había compartido aquellos pensamientos con ninguna de sus amigas: era demasiado arriesgado. Ellas, bastante acertadamente, la consideraban una tipa dura, pero eran demasiado blandas para ni tan siquiera sospechar que pudiera tratarse a alguien de aquel modo. «Hazlo y disimula todo lo que puedas», era el lema secreto de Ann. Aunque era una de las primeras en llevarse la mano al bolsillo para pagar una ronda o para compartir una comida, se guardaba la mayor parte de su dinero para ella. Sus amigas tenían la idea de que era una persona generosa, pero, de hecho, Ann tenía tres o cuatro cuentas corrientes y

había reunido una considerable cantidad de joyería por el camino, bien regalada, bien robada a sus antiguas novias. También tenía un destacable talento para detectar mujeres vulnerables, mujeres con secretos e inseguridades, de las que podía aprovecharse y a las que podía utilizar en su propio beneficio. Ann era la clásica psicópata, egocéntrica y sin ninguna conciencia; una mentirosa patológica, obsesivocompulsiva y con una vena terriblemente celosa. Nikki no tenía ni idea de cuán turbulentas eran las aguas por las que estaba a punto de navegar. Su amiga y protectora se había ido. Las otras

guardaespaldas la habían dejado a solas con aquella fascinante mujer y su pintoresco pasado. Parecía tan abierta, tan amistosa. Tan caliente.

A Nikki le daba vueltas la cabeza. El recuerdo de los besos de Ann ocupaba todos sus pensamientos, mientras intentaba con todas sus fuerzas concentrarse en el camino de vuelta a casa. Las dos habían estado hablando durante horas, tocándose ligeramente las manos o pasando como por casualidad el brazo por los hombros de la otra o alrededor de su cintura. Después fueron

abajo a bailar. Rápidamente se acercaron la una a la otra. Los labios de Ann le rozaron el cuello y Nikki se inclinó apenas un poco para recibir el primer beso. Delicado, exploratorio, interrogante, sólo una ligera presión de la lengua de Ann entre sus labios. Después ella abrió la boca un poco más: el beso se hizo más y más profundo, y sus lenguas se exploraron mutuamente. Los fuertes y protectores brazos de Ann la rodearon firmemente, casi con cariño, y después sus manos se deslizaron por la cintura de Nikki y por sus caderas, y luego le tocó el culo, mientras se apretaban la una contra la otra durante todo aquel beso que parecía que fuera a ser interminable.

Llevaban besándose ya cinco canciones cuando la mano de Ann se deslizó hasta la parte delantera de sus vaqueros y empezó a apretar cada vez con más fuerza contra el montículo de Nikki. Nikki separó ligeramente las piernas ante la urgente insistencia de aquellos dedos y entonces, enloquecedoramente, Ann apartó la mano, la llevó hacia los pechos de Nikki y empezó a masajearlos, presionarlos, amasarlos y acariciarlos hasta que Nikki puso su mano sobre la de Ann para aumentar la presión. Incluso ahora, al recordarlo, Nikki se retorcía contra el asiento de cuero del Saab. Había deseado desesperadamente

que Ann durmiera con ella aquella noche, pero Ann, de repente, se apartó bruscamente y después le tendió la mano a Nikki para que la acompañara a la barra. Con los vaqueros empapados y sin decir palabra, Nikki la siguió. —Volveré pronto por aquí —dijo Ann, despreocupadamente—. Quizá podamos quedar para tomar una copa. Tracy tiene todos mis teléfonos. Llámame. Mañana por la noche estaré de vuelta en casa. Nikki hizo un esfuerzo para que ni su voz ni su rostro traslucieran su decepción. A medida que recordaba el musculoso cuerpo de Ann contra el suyo,

la intensidad y la pasión de sus besos, aparcó el coche y se quedó sentada, casi sin aliento, en la oscuridad. De un modo inconsciente, su mano se había deslizado hasta la entrepierna de sus vaqueros y estaba acariciándose por encima de la ropa. En un momento dado Ann había interrumpido el beso y le había susurrado al oído: «¡Oh!, nena». La mano de Nikki se empezó a mover a más velocidad, con más fuerza y más urgencia, a medida que recordaba la intensidad del placer que le había provocado aquel susurro. Podía notar que estaba muy, muy mojada. Quería volver a oír aquella voz, quería

acariciar aquella piel, meterse dentro de ella, que la lengua de Ann la volviera loca. Quería sentir a Ann frotándose contra ella, lamiéndole los pezones, penetrándola con los dedos hasta que explotara entre sus manos. Nikki estaba terriblemente excitada, pero cuando llegó el orgasmo se vio acallado, obstaculizado por los vaqueros. Se quedó sentada y sin hacer ruido durante un rato, hasta que recuperó la calma. Después cogió el teléfono. Georgie respondió después del tercer timbrazo, ligeramente atontada por el sueño. —Georgie, ¡creo que ésta sí que es! ¿La has visto? Hemos estado

besándonos como locas en la pista de baile. Me desea. Sé que me desea. No sé cuándo voy a volver a verla, pero voy a llamarla, Georgie. He de tenerla, y pronto. La espera me está volviendo loca. —Yo nunca he tenido ninguna oportunidad, ¿verdad que no…? —la pregunta era deliberadamente ambigua y Georgie la lanzó al aire. —Oh, no te encuentras bien, ¿verdad? ¿Estás bien? Dios, espero que podamos hablar mañana. Espero que vuelva a aparecer pronto. ¡Está tan en forma y es tan fuerte! Es poli, Georgie, y había sido soldado. ¡Es tan divertida!, ¿sabes? Dios, y sabe bailar. Pensaba

que iba a correrme en la misma pista. Mañana voy a llamar a Tracy para que me cuente todo lo que sepa. Georgie, sinceramente, ya no podía aguantar más las tonterías que Nikki le estaba contando con encendido entusiasmo. —Sí, seguro que sí —fue tan cortante que incluso resultó desdeñosa —. Tranquilízate, tómatelo con calma y poquito a poco. —Pensaba que te alegrarías por mí —dijo Nikki con mal humor. —Me alegro, me alegro. Pero me preocupa que vayas a lanzarte de cabeza. Ve con cuidado. Esa chica es una incógnita; no es una de nuestro

grupo. —¿Es por eso por lo que te muestras tan poco entusiasta? ¿Porque no has tenido ocasión de investigarla como corresponde? ¿Porque no está bajo tu control? —No es que me sea indiferente, Nikki, sino que soy cautelosa. También estoy muy cansada. Es tarde y anoche no dormí muy bien. Lo único que me preocupa es que te entusiasmes y te lances a algo sin habértelo pensado, con alguien a quien apenas conoces, y que eso pueda poner en peligro todas las demás cosas que estás intentando hacer en este momento. Intenta conocerla un poco más: eso es todo. ¿No vive un

poco lejos? —Sólo a una hora, seguramente menos en este coche. Y es muy poco probable que me vuelvan a pillar por exceso de velocidad, ¿no? Piensa, Georgie, esposas, porra, los brillantes botones del uniforme. Por Dios, es mi fantasía más deseada hecha realidad. Georgie permaneció en silencio. Su fantasía más deseada nunca se haría realidad, si aquella poli ponía sus manazas en Nikki. El peligro estribaba en que Nikki era vulnerable. Sería su primera relación de verdad con una mujer y, en las manos equivocadas, aquello podía ser mortal. Lo único que Nikki veía era la superficie: aquella

pájara había encajado en algún tipo de ideal que Nikki había creado en su mente. ¿Qué tipo de persona era? Podía incluso haber alguien más viviendo en su casa, por lo que Nikki sabía o le importaba. La primera mujer que le hacía caso de verdad y la vaca estúpida parecía haber tenido suerte ya. ¿Por qué no podía tantear el terreno un poco más, divertirse, antes de darse cuenta de lo que tenía justo delante de sus narices? Georgie hizo un gran esfuerzo para que no se le notara la frustración y la rabia en la voz. Hizo unos ruiditos apaciguadores y le suplicó que la dejara seguir durmiendo. Nikki colgó. Se sentía resentida, pero enseguida los recuerdos

de Ann volvieron a su mente. Arrancó el coche y se fue a casa. Georgie había desaparecido de sus pensamientos. Al día siguiente, un domingo, se mantuvo ocupada, viendo pasar el tiempo en el reloj, agonizantemente lento. Sabía que aquella tarde Steve iba a salir: había una partida de dardos de beneficencia. En cuanto se fue, llamó a Tracy, quien amablemente le dio los números de Ann. Se puso cómoda, se acurrucó en el sofá con una copa en la mano y marcó el número. Ann respondió casi al momento. —Sabía que ibas a llamarme —dijo Ann. Nikki no notó su tono de prepotencia.

—¿Cómo estás? ¿No te emborrachaste demasiado anoche? —Yo ya no me emborracho. Demuestra falta de control. Nikki dejó el vaso por si Ann podía oír el tintinear del hielo contra el cristal. —Cuando estaba en el ejército solía beber mucho —empezó Ann—. Me acostaba con mujeres porque estaba borracha y no me importaba el aspecto que tuvieran. Diez copas de la cerveza barata de la cantina siempre las hacía parecer más atractivas, un buen polvo. No engordaba porque siempre estaba corriendo y haciendo ejercicio, pero una noche acabé follando con esa mujer, no puedo recordar cómo se llamaba, pero

recuerdo su apodo: «Grimsby Docks». Era mucho mayor que yo, tenía una cara que asustaba a un jabalí y era de constitución fuerte y corpulenta. Pero yo iba borracha, estaba muy caliente y parece ser que me la tiré. También parece ser que lo hice muy bien. Fue cuando me desperté a su lado con una resaca de campeonato cuando me di cuenta de que había llegado demasiado lejos. Tardé un tiempo, pero conseguí controlar la bebida. Desde entonces no me he emborrachado. Achisparme alguna vez, sí, pero emborracharme, nunca. Normalmente cuando salgo me tomo sólo una cerveza y después refrescos.

»En mis tiempos arresté a muchos borrachos. Siempre buscan problemas y pelea. La gente que habitualmente bebe mucho suele esconderse de algo. No tiene ningún orgullo. Nikki miró su copa con culpabilidad, luchó contra el deseo y la dejó. —Es por eso por lo que disfruto tanto entrenando. Estoy orgullosa de mi cuerpo. Tengo el control. Libera la tensión, el estrés, la presión. Me encanta el squash. ¿Tú juegas? —ni siquiera esperó a que Nikki respondiera—. La bola de squash puede convertirse en quien yo quiera, alguien que me ha amargado el día, y puedo golpearla una

y otra vez contra la pared todo el rato que quiera. Nikki tenía la mente llena de sexo desenfrenado: Ann dominándola, tumbándola, clavándole los dedos en su interior, esposándola a la cama; Nikki incapaz de moverse mientras Ann la lamía, la chupaba, excitaba su sexo que manaba a borbotones; Ann quitándose el uniforme; Ann en medias… —No me has contado gran cosa del cuerpo —dijo al darse cuenta de que había una pausa en el monólogo de Ann. —Llevo diez años. Dejé la calle y entré en el Departamento de Investigación Criminal hace tres años. Hace diez meses que logré ascender a

sargento detective… Ann lo estaba recitando de un tirón, como su CV en una entrevista de trabajo. Nikki se sintió tremendamente decepcionada al descubrir que Ann era un agente de paisano. Pero, aun así, seguramente tendría esposas, ¿no? —Y si no hay novedad, el verano que viene me trasladan a estupefacientes. En realidad quiero llegar a la Brigada Regional de Investigación Criminal. He trabajado mucho para conseguir mis galones. Nunca me molesté en intentar conseguir un ascenso en el ejército, pero la policía tiende a ser un poco más insistente para que intentes acabar tus estudios y

progresar. Es una manera de ganar más dinero, ya sabes, hacer horas extras y todo eso. Además, supondrá una mayor pensión cuando me retire. De repente, Nikki tuvo una irracional visión del futuro con ellas dos envejeciendo juntas. «Contrólate, mujer.» Subrepticiamente dio un trago de su copa, manteniendo el auricular bien lejos. Ann seguía hablando. —Mira, me deben algunos días libres y me los tomaré pronto: posiblemente la semana que viene, el martes, el jueves o algo así. El problema es que en mis días libres a veces me llaman a los juzgados o surge algún incidente y se cancelan todos los

permisos, pero es un riesgo que hay que asumir cuando planeas las cosas. A veces me pone de los nervios, ya que odio tener que cambiar los planes. ¿Estarás por ahí? —¿Qué? ¿Durante el día? —Podrías venir aquí. Podemos pasar el día juntas. Te llevo a comer, o lo que sea. Sé que estás casada. Tracy me lo dijo. ¿Te supone un problema? —En absoluto —dijo Nikki con vivacidad. Hubiera vaciado su agenda de toda la semana si hubiera tenido que hacerlo. Alistair normalmente era flexible con los días libres, a causa de la cantidad de horas que trabajaban sus ejecutivos de más antigüedad—. ¿Te

molesta que esté casada? —Me molestaría si no supiera que quieres el divorcio. —¿Exactamente cuánto te ha contado Tracy sobre mí? —Eso es todo, más o menos, aparte de que eras un bombón. Y tenía razón en eso. No pude quitarte los ojos de encima en toda la noche. No podía apartar mis manos de ti. —Pues yo creía que habías dicho que ya no perdías el control. —Y no lo pierdo. Nunca. —La voz de Ann era glacial—. Siempre sé exactamente lo que estoy haciendo. Nikki sintió como si la reprendieran. No era más que un comentario

desenfadado. Ann se había mostrado un poco mordaz, ¿no? La voz de Ann se suavizó. —Pensé que eras la mujer más bonita que había visto nunca. Aunque sólo había una cosa que fallaba. —¿El qué? —Tu ropa. Nikki estaba indignada. Sus vaqueros de diseño seguramente costaban más que toda la ropa de Ann. —¿Qué le pasaba a mi ropa? —Que la llevabas puesta —replicó Ann, dejando caer ligeramente la voz—. Me gustaría verte desnuda, sentir tu piel contra la mía, acariciarte, besarte por todo el cuerpo. Quiero estar cerca de ti,

debajo de ti, dentro de ti. Quiero hacerte el amor, besarte, sentirte. El abrupto cambio de actitud de Ann pilló a Nikki desprevenida. Tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Apuró el vaso sin preocuparse de si Ann la oía y volvió a acomodarse entre los almohadones. —¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo? —la voz de Ann era fascinante. —Estoy acurrucada, escuchándote. La voz de Ann ahora era apenas un susurro. —Quiero que estés conmigo. Estamos juntas en la cama ahora mismo. Nos estamos besando. Estamos sintiendo

la una el cuerpo desnudo de la otra, explorando, descubriéndonos lentamente, averiguando lo que nos gusta… Nikki se retorció entre los cojines y cerró los ojos para dejar que aquella voz se apoderara de su imaginación. —Quiero recorrer todo tu cuerpo con mis manos, besar cada centímetro, lentamente. Quiero saborearte, excitarte, mientras tú sencillamente estás tumbada disfrutando. ¿Me sientes? Quiero besarte en el cuello, en las orejas, deslizar la lengua por encima de tus pechos, jugar con ellos, apretarlos, acariciarlos. Estoy ahí, justo ahí, contigo, a tu lado. Sé que me deseas. Te deseo. Quiero acariciarte

los costados, el estómago. Quiero sentir lo mojada que estás, adentrarme lentamente en tu interior. Quiero lamerte mientras estoy dentro de ti. ¿Lo ves? ¿Lo sientes? —Oh, sí —Nikki se había abandonado a la fantasía. Ann había vuelto a bajar la voz. Ahora sonaba grave y profunda a causa del deseo. Nikki tenía los ojos cerrados y sostenía el auricular con fuerza, tan cerca de la oreja que sentía que Ann estaba a su lado, hablando con ella mientras ella se acariciaba, se excitaba. —Quiero lamerte lentamente, tan lentamente que quieras más y más, que no tengas bastante. Es tan suave que te

mueves contra mí, que quieres que te lama con más fuerza, que te mordisquee, que beba de ti. Quieres sentirme más adentro, quieres correrte, estás ascendiendo, te estás volviendo loca. ¿Qué estás haciendo ahora? —Me estoy acariciando. —Imagínate que es mi lengua, mis dedos. Estás abierta de piernas para mí, no puedes abrir las piernas lo suficiente para mí. Quieres que te folle, ¿verdad? —Oh, sí, sí. Te quiero aquí ahora mismo. Quiero que me folles rápido, con fuerza. —Estoy dentro de ti, cabalgas sobre mis dedos, te aprietas contra mí. Te agarro con fuerza, te estoy follando, te

estoy dando lo que quieres, lo que necesitas. Quiero que te corras, nena, venga, nena, folla, venga, nena, córrete para mí, quiero oír cómo te corres para mí. La mano libre de Nikki estaba hundida hasta el fondo de sus pantalones de chándal y se frotaba el clítoris con los dedos. Estaba empapada, resbaladiza. Aguantó el auricular con la barbilla, hundió también la otra mano y echó hacia atrás el capuchón del clítoris para aumentar la presión sobre él. Tenía las piernas separadas de par en par y respiraba en jadeos cortos, mientras la voz a su oído la incitaba a correrse, a correrse y a seguir corriéndose. La

mente enfebrecida de Nikki estaba llena de imágenes de Ann. Eran los dedos de Ann los que estaban en su coño, deslizándose frenéticamente dentro de ella. Era la lengua de Ann sobre su clítoris. Ann la lamía y podía sentir los pechos de Ann contra sus piernas, podía sentir la cabeza de Ann moviéndose mientras el ritmo aumentaba, cada vez más rápido y más fuerte. Podía percibir lo mojada que estaba, podía imaginarse que era la boca de Ann la que hacía aquellos ruidos, prácticamente podía sentir los gemidos de deseo de Ann, que vibraban contra su coño, mientras Nikki subía cada vez más alto, levantaba las caderas y empujaba contra ella. Quería sentir a Ann más y más adentro.

Finalmente explotó con un enorme grito ahogado, gritando el nombre de Ann. Después, llegó el momento posterior, cuando empezaron los temblores y se estremeció toda ella. Tenía la boca seca e hizo un esfuerzo por controlar la respiración, por ralentizar su corazón. Ann estaba en silencio. Creía que la había recuperado. Nikki ya era suya. —¿Ya has aterrizado, nena? —dijo por fin—. ¿Te imaginas cómo sería en la realidad? —Guau —dijo Nikki, que todavía seguía intentando respirar con normalidad—. La espera me va a volver loca. —Pues entonces hasta la semana que

viene. Llámame mañana por la tarde, que ya habré arreglado lo de mi día libre. Nikki se sintió un poco molesta porque Ann había vuelto directamente a sus modales bruscos. Le hubiera gustado oír más palabras tiernas, más susurros suaves. Se intercambiaron las despedidas y Nikki se quedó mirando el teléfono, irritada. Al día siguiente Nikki todavía seguía enfadada. Había intentado llamar a Georgie pero siempre comunicaba o saltaba el contestador. Le dejó un mensaje, pero Georgie no le había respondido aún. Algo reconcomía a Nikki, aunque no estaba segura de lo que

era. Se pasó otro día mirando el reloj y al final, a las cuatro de la tarde, se vino abajo y marcó el número de Ann. Ann no estaba en casa y no había contestador. Nikki siguió intentándolo sin éxito cada media hora, hasta que se fue del despacho. Lo intentó dos veces desde el coche, pero seguía sin haber respuesta. Sabía que no le sería fácil volver a llamar aquella tarde, porque Steve iba a quedarse en casa, pero, aunque podía ser que Ann tuviera su número de móvil gracias a Tracy, no podía correr el riesgo de tener el móvil en la casa. Aparcó en la esquina y volvió a intentarlo.

Aquella vez, Ann contestó. —Llevo siglos llamándote —dijo Nikki, enfurruñada. Ann lo sabía. La pantalla de su teléfono mostraba los repetidos intentos de Nikki. Lo había calculado a la perfección, ya que sabía que cuando apareció el número de móvil quería decir que Nikki estaba intentándolo de camino a casa. Ann sabía que tenía que aceptar la tercera llamada: seguramente sería el último intento de Nikki antes de llegar a casa con su maridito. —Lo siento. —Ann utilizó un tono tranquilizador—. Acabo de entrar. Mira, sé que te aviso con poco tiempo y que tendría que haberte llamado antes, pero

no tenía tu teléfono. Tengo fiesta mañana. ¿Aún puedes arreglarlo? Nikki aceptó de inmediato. Llamaría diciendo que estaba enferma. Quedaron de acuerdo en dónde y cuándo encontrarse. Nikki estaba tan contenta que prácticamente entró en la casa dando saltos. Se pasó toda la noche dando vueltas en la cama, con Ann invadiendo constantemente sus pensamientos: hacer el amor con Ann; el delicioso placer que la esperaba al día siguiente. Ann había propuesto que se encontraran en el Holiday Inn, justo al lado de la autopista, ya que era un lugar

fácil de encontrar. Nikki entró en el aparcamiento, pasando despacio junto a una flota de coches de empresa, intentando localizar el golf plateado de Ann. Media hora más tarde de lo acordado, llegó Ann, le hizo luces y aparcó a su lado. La irritación de Nikki desapareció en el instante en que Ann le sonrió mientras avanzaba hacia el Saab. Se sentó en el asiento del copiloto. —Siento llegar tarde. Tenía que hacer un par de llamadas. Espero que no te haya hecho esperar mucho —dijo Ann. —Ha valido la pena esperar — repuso Nikki, olvidando su disgusto por el plantón. Estaba en brazos de Ann,

besándola. Durante los últimos tres días no había hecho más que pensar en ella, pero no estaba preparada para su propia reacción. Ann era más guapa y besaba mejor de lo que recordaba. Sus manos ya estaban investigando. Fue Ann quien deshizo el beso. —¿Vamos a algún sitio a comer? — dijo tranquilamente—. La verdad es que tengo mucha hambre. Hay un bonito pub de pueblo siguiendo la carretera. Vamos en tu coche, ¿vale? Ann se iba poniendo el cinturón mientras lo decía, así que Nikki no tuvo elección. Arrancó el coche con una mezcla de desengaño y frustración, y la sensación de haber sido engañada

volvió a aparecer. Ann le dio indicaciones y condujo en silencio. Nikki, que se había pasado casi dos días en un frenesí sexual anticipado, comía con desgana, mientras Ann le hablaba del trabajo. Cada terminación nerviosa pedía a gritos ser aliviada. Quería sexo, no conversación. Quería estar desnuda y abierta de piernas, dejando a Ann que le hiciera lo que quisiera. Ann sabía que Nikki estaba molesta. El sexo telefónico del domingo la había dejado anhelando más. No, Ann se tomaría su tiempo aquella vez, la haría esperar hasta que empezara a suplicarle. Ann, cada vez que hacía una pausa

en su soliloquio para respirar, engullía más alimento. Nikki, al final, se rindió y dejó a un lado los cubiertos. —¿No tienes hambre? —Por fin parecía que Ann se daba cuenta de la falta de apetito de Nikki. —Al menos de comida no — masculló Nikki. Levantó la vista y la miró a los ojos. Los ojos de Ann eran fríos y, cuando sonrió, la sonrisa no alcanzó a su mirada. De repente Nikki se sintió incómoda: tuvo la sensación de estar en presencia de un depredador, como una gacela asustada acorralada por una leona. Había tenido aquella misma sensación en el trabajo y en la vida social, cuando su coqueteo

inofensivo le había dado a algún hombre la sensación de que estaba sexualmente disponible. La atmósfera siempre se había vuelto gélida cuando Nikki había tenido que recuperar el control de la situación. Ahora, con Ann, se sentía indefensa, pero de un modo distinto. Por algún motivo, le costaba recuperar el equilibrio. Ann se limitaba a mirarla, distante, arrogante, controlando la situación. A Nikki no le gustaba. El día estaba arruinado. Los instantes por los que había estado suspirando desde el domingo no habían surgido y, en cambio, se sentía atrapada, débil, vulnerable. El domingo ella se expuso. Ann jugaba con

ventaja. Nikki estaba enfadada consigo misma y volvió a recordar la conversación con Georgie… Nikki se había lanzado de cabeza, sin pensar. Ann se estiró y le acarició la mano. —Pareces tensa. ¿Te pongo nerviosa? Estás preocupada, ¿verdad? No tienes por qué. Podemos llevar el ritmo que tú quieras, lo que te haga sentir más cómoda. Lo único que quiero es que estés contenta. Aquella vez hizo que una sonrisa asomara a sus ojos y que su rostro pareciera más dulce, más amable. Apretó la mano de Nikki y buscó sus ojos, hasta asegurarse de que había desaparecido cualquier duda. Nikki

empezó a relajarse. Ann estaba en el buen camino. Quizá Nikki se había equivocado al juzgarla. Seguramente había aprendido a ser arrogante como parte de su trabajo y seguramente también estaba acostumbrada a ser ella la que controlara la situación. Sexualmente, Nikki era la novata: tenía que dejar que Ann tomara la iniciativa. Aquello parecía lógico, ya que la mujer contaba con una amplia experiencia, aunque no sucedía a menudo, ni en el trabajo ni en su vida social, que Nikki, conscientemente, tuviera que dar un paso atrás para dejar que otra persona asumiera el control. En esta ocasión, razonó, no tenía otra alternativa, si quería una relación con Ann. De hecho,

tampoco tenía otra opción si quería sexo, así que no hablemos de una relación. Era obvio que Ann la deseaba. Nikki, entonces, pudo ver el deseo salvaje en su mirada. Ann movió las piernas debajo de la mesa para atrapar los muslos de Nikki entre los suyos. Su otra mano también estaba bajo la mesa, acariciándole un muslo con mucha suavidad. —Creo —dijo Ann con cuidado— que deberíamos tomarnos nuestro tiempo, que no debemos precipitarnos. Tenemos todo el tiempo del mundo. No quiero que pienses que sólo eres otra muesca en la cabecera de mi cama. Te respeto demasiado para eso. El otro día

por teléfono, me dejé llevar. Lo siento, no debería haberlo hecho. Dediquémonos a conocernos un poco más. Para empezar. No fue hasta más tarde, mientras Nikki conducía de vuelta a casa y analizaba la tarde, cuando se dio cuenta de que, después de aquello, en realidad Ann apenas había hablado. El pub estaba abierto todo el día y se quedaron allí sentadas cuatro horas, tomando refrescos y café, mientras Nikki le hablaba a Ann de su trabajo, de su matrimonio, de sus anteriores encuentros clandestinos. Ann ahora ya sabía que Nikki llevaba casada cerca de veinte años con

un hombre que no tenía la menor sospecha de que su mujer fuera lesbiana. Que Steve no tenía ni idea de que su mujer se había pasado los últimos meses en el ambiente, buscando algún ligue casual que sustituyera los encuentros pagados de los que había disfrutado con anterioridad. Nikki habló extasiada de sus planes para montar su propia agencia y llevarse a sus clientes. Tenía montones de ideas para encarrilar su vida a tiempo para el cambio de siglo. Le había hablado a Ann de sus deseos de encontrar un alma gemela con la que compartir aquella nueva vida: sabía que aquella mujer estaba en alguna parte. Ann sólo le

planteó algunas preguntas durante aquellas cuatro horas. —Quizá ya la has encontrado y aún no lo sabes, ¿no? —era la única pregunta que Nikki se repetía una y otra vez en la mente. De nuevo Ann la había pillado por sorpresa. Le había insinuado a Ann, más de una vez, que podía quedarse a dormir, en cualquier sitio, donde fuera, si lo deseaba. Ann sacudió ligeramente la cabeza. —No creo que estés preparada para esto, cariño. Ya te he dicho que teníamos que tomárnoslo con calma, ir poco a poco. Quiero que nuestra primera vez sea especial, con mucho tiempo.

Puedo volver a acercarme este fin de semana; puedo verte el sábado por la noche. Podemos salir con todas, si quieres. ¿Cómo las llamas? El Clan de los Chichis. Además, sé que cuando te acuestes conmigo te enamorarás de mí y no tengo ningún interés especial en ser mencionada en un caso de divorcio. El destello de arrogancia en los ojos de Ann volvió a despertar en Nikki su incomodidad anterior. Aquello la ayudó a armarse de valor cuando se despidieron en el parking del hotel. Ann la desconcertaba, le daba algo y después se lo quitaba, más tarde se lo volvía a dar… Así todo el día. Nikki no tenía ninguna duda de que acabarían en la

cama, pero estaba convencida de que Ann estaba tan pagada de sí misma que creía que Nikki le iba a jurar de inmediato devoción y amor eterno. No podía combatir la prepotencia. Ann era una de las mujeres más guapas que había conocido y se movía con un arrogante pavoneo natural. Quizá los años que había pasado en el ejército o patrullando le habían dado aquellos andares, pensaba Nikki. Pero si se creía tan jodidamente especial como para que Nikki arriesgara todos sus planes por un polvo, entonces estaba muy equivocada. Eso es todo lo que iba a ser Ann, un polvo, decidió Nikki. Georgie, como de costumbre, tenía razón. Nikki tenía que

tantear el terreno, ponerse al día. Si había sido capaz de atraer a alguien como Ann, también podía atraer a otras mujeres guapas. No, Ann únicamente sería la primera de una larga lista, decidió. Y si no le gustaba, pues mala suerte. La vería el sábado, se enrollarían, bailarían provocativamente, tan pegadas que tendrían que separarlas con una tarjeta de crédito, y después… Bueno, pues Nikki se iría a casa. Sola. —Si quiere jugar despacio y poquito a poco, que lo haga. Pero lo hará a mi manera y no a la suya —dijo Nikki en voz alta, mientras aparcaba frente a su casa. Entonces, ¿por qué no podía dejar de

pensar en ella?

GEORGIE había filtrado sus llamadas deliberadamente. Sabía que Nikki había intentado localizarla diversas veces, pero no se veía con fuerzas de oírla hablar durante horas de otra mujer. En el fondo de su mente, tenía la idea de que lo había estropeado todo. ¿Pero cómo podía haberlo estropeado si no le había dicho a Nikki lo que sentía? De algún modo sabía que debería haber

hecho las cosas de otra forma. ¿Qué la había frenado? El miedo al rechazo, eso era lo que la había frenado. Había construido una amistad tan fuerte y tan sólida que le asustaba pensar que, si demostraba que se sentía atraída por ella, Nikki la rechazaría y su amistad nunca volvería a ser igual: Nikki nunca se volvería a sentir cómoda con ella. ¿Y si lo hubiera intentado y Nikki no la hubiera rechazado? ¿Y si Nikki sintiera lo mismo? No podía sentir lo mismo: nunca, ni una sola vez, le había dado la menor pista de que pudiera estar sexualmente interesada por ella. Así que Georgie estaría machacando en hierro frío, ¿o no?

Ahora Georgie tenía que cruzarse de brazos y dejar que las cosas siguieran su curso. Se suponía que tenía que apoyar a Nikki mientras se abalanzaba sobre aquella poli, fuera quien fuera. ¿Por qué Nikki no podía tomárselo como algo casual, algo para divertirse, igual que Georgie solía hacer? ¿Por qué tenía que ser tan exagerada, tan rápida? Aquello acabaría mal, Georgie lo sabía. Igual que la siguiente y la otra. Nikki estaba tan convencida de que enseguida encontraría a su mujer ideal que se lanzaba en brazos de la primera que le respondía. Georgie se había mantenido informada sobre cómo se comportaba la

poli gracias a los mensajes de Nikki. Al parecer se habían encontrado durante la semana. Nikki no podía dejar de pensar en ella. Habían tenido sexo por teléfono un par de veces. La poli estaría allí con todas el sábado. Ann parecía muy arrogante, así que Nikki se moría de ganas de tener ocasión de bajarle los humos. Había habido constantes referencias a porras y esposas. Nikki parecía una mujer obsesionada y eso le preocupaba a Georgie, mientras se preparaba para salir aquel sábado por la noche. Cuando llegó al bar de siempre y vio a Nikki sola se preocupó aún más. Era evidente que estaba tan emocionada ante

la idea de ver a aquella mujer que había llegado antes que de costumbre. El bar estaba casi vacío. —Creía que te habías muerto —dijo Nikki. «No te darías cuenta», pensó Georgie, aunque en lugar de eso dijo: —He estado ocupada. Tenía que cumplir con un par de plazos de entrega muy apurados. Bueno, así que con esta Ann va bien, ¿no? —Eso creo. Nos lo estamos tomando con calma. De verdad, Georgie. No me estoy precipitando. No hemos dormido juntas ni nos hemos comprometido a nada, pero me hace sentir muy especial, querida y deseada, aunque parece muy

arrogante. Creo que es por culpa de su trabajo y a mí me gustan los desafíos. Aunque sólo uno por día, ¿eh? Georgie no respondió de inmediato. Lentamente, dio un sorbo a su cerveza, examinó meticulosamente a Nikki y, mientras ponía en orden sus pensamientos, encendió un cigarrillo. —Nikki, creo que tenemos que hablar… —empezó. Entonces Nikki abandonó el taburete. Su atención se centró en Ann y Tracy, que entraban en aquellos momentos. Ann y Nikki se abrazaron y Georgie, interiormente, quedó hecha pedazos. Ann examinó con frialdad a Georgie cuando Nikki las presentó. Con gesto

posesivo, pasó el brazo sobre los hombros de Georgie y la atrajo hacia sí al reconocer el desafío en sus ojos. Inmediatamente sospechó que no le gustaba a aquella chica, aunque no sabía por qué, y que Georgie podía suponer una amenaza. Además, era la líder de la banda con la que salía Nikki. Quizás aquello tenía algo que ver. Algunas de aquellas lesbianas eran increíblemente exclusivistas, incluso parecía que jugaran a pasarse el paquete,11 intercambiándose las parejas habitualmente. Ann prefería el acercamiento individual. Una vez que Nikkie fuera totalmente suya, Ann la aislaría de las otras, eliminaría la

dependencia que parecía tener de sus colegas, pero hasta entonces Ann haría el esfuerzo de formar parte de todo aquello, incluso aunque el lenguaje corporal de aquella chica fuera desafiante. Georgie estaba de pie delante de ella, con las piernas separadas, una mano en la cadera y la otra agarrando la botella de cerveza. El entrenamiento profesional de Ann entró en escena computando la posibilidad de que Georgie le causara problemas. Dejó caer el brazo que estaba sobre los hombros de Nikki e imperceptiblemente se desplazó hasta adoptar una postura igual de desafiante, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.

Nikki pudo palpar la tensión que se había generado entre las dos. Georgie aún no había hablado desde que le presentó a Ann. Por alguna incomprensible razón, Georgie se mostraba claramente hostil y poco amistosa. —¿Te apetece beber algo, Ann? — le preguntó Nikki. Sin interrumpir su contacto visual con Georgie, Ann asintió. Nikki se debatió sobre si era una buena idea o no dejarlas a solas mientras iba a la barra. Fue Tracy quien rompió la tensión al ver que llegaban otras amigas. En ese momento tuvo lugar la algarabía habitual de saludos y abrazos. Simultáneamente

Ann y Georgie relajaron sus posturas mientras varios miembros del Clan de los Chichis las envolvían en abrazos y besos. Ann apartó a Nikki del grupo. —Le gustas —dijo. —¿A quién? —A Georgie. Está celosa de mí porque estoy contigo y ella te quiere. Esto es lo malo del ambiente: siempre hay alguna hija de puta que se entromete e intenta ligar contigo o quitarte la novia. ¿Qué pasa con las lesbianas, que siempre ven la hierba más verde en el jardín del vecino? Nunca están contentas con lo que tienen y quieren joderlo todo para las demás. —Georgie no haría eso. Sólo se

preocupa por mí, eso es todo. Es una de mis mejores amigas. —Sí, claro. Le gustas, eso es todo lo que sé, y no me gusta que otras mujeres se entrometan en lo que es mío. —Yo no soy tuya aún —explotó Nikki— y Georgie, nunca se me ha insinuado. Así que si le gusto tanto como dices ya lo hubiera hecho, ¿no? No puedo evitar tus inseguridades, si crees que todo el mundo te quiere quitar la chica. Lo único que sé es que Georgie siempre ha estado cuando la he necesitado, me ha sacado de unos cuantos líos y confío en ella. —Deberías anteponer tu pareja a tus amigas. Debería ser en mí en quien

confiaras y te estoy diciendo que te quiere para ella y que será mejor que no se me vuelva a poner delante. —¿Quién te has creído que eres? No soy tu pareja. No te pertenezco. No pertenezco a nadie. ¿Qué derecho crees que tienes de comportarte como si yo fuera de tu propiedad? De pronto Ann se dio cuenta de que Georgie se estaba volviendo a acercar, alertada por la voz de Nikki. —¿Todo bien por aquí? —dijo Georgie tranquilamente, tendiéndole a Nikki su cerveza. —Sí, todo va a las mil maravillas — replicó Nikki con malicia y se bebió la cerveza de un trago.

—Sólo estábamos comentando nuestras diferencias sobre algo que ahora ya está solucionado. No metas tu linda cabecita en esto —dijo Ann. Para Georgie, aquel tono condescendiente fue la gota que colmó el vaso. —¿Está solucionado, Nikki? —le preguntó con frialdad y sin apartar los ojos de Ann—. ¿O quieres que me encargue yo de solucionarlo? —Yo no te lo aconsejaría. Ya sabes que soy agente de policía y supongo que no querrás que me enfade contigo, ¿verdad? —Me importa una puta mierda lo que seas. Lo único que sé es que has

molestado a Nikki con algo y no me gusta que molesten a mis amigas. —Escucha, cabecilla de la banda: da marcha atrás y vete a jugar a otro lado. Agarra tu pelota y vete a casa. Como por arte de magia se había formado un gran espacio circular alrededor de ellas dos mientras se enfrentaban. Nikki gruñó. ¿Qué coño había pasado aquella noche tan de repente? No irían a pelearse por ella, ¿verdad? ¿Qué le había picado a Georgie? ¿Por qué Ann le había buscado las cosquillas? ¿Por qué a Ann le caía tan mal Georgie? ¿Por qué se sentía tan insegura y amenazada? ¿Qué coño podía hacer para

poner orden? Lo único que quería aquella noche era divertirse, reírse, besuquearse un par de veces y bailar insinuantemente. En cambio, en media hora había acabado gritándole a Ann, quien, además, estaba a matar con su mejor amiga, y la velada se había ido estropeando hasta convertirse en una verdadera mierda. Y se pondría aún peor si continuaba con una pelea. Se interpuso entre las dos. —Esto es una puta estupidez. Vosotras dos, separaos y dejaos en paz la una a la otra. No sé por qué, pero es evidente que en cuanto os habéis visto no os habéis gustado lo más mínimo. Tendremos que vivir con ello. Sea lo

que sea no vale la pena pelearse, que nos echen a todas y que nos prohíban la entrada para siempre. Ann, vámonos a otro sitio. Intentemos tranquilizarnos y no perder la calma. —¿Así que primero te molesta, después se pone chula, se hace la gran policía, me cabrea de verdad y ahora te vas con ella? —Georgie no podía creérselo. —Sí. —El rostro de Ann reflejaba una petulancia insoportable—. Se va conmigo. Parece que ya ha escogido, ¿no? Ya nos veremos. Nikki se vio desplazada hacia la puerta, sujeta por el codo, tan rápido que no tuvo tiempo ni de decir adiós.

Miró por encima del hombro cuando llegaron a la puerta y, justo antes de que el grupo se reuniera alrededor de Georgie, alcanzó a ver cómo negaba con la cabeza, con los ojos llenos de angustia. Después ya no la pudo ver. —Bueno, ¿y ahora dónde quieres ir? —dijo Ann. —A casa. —¿Qué? ¿Con tu maridito? No dejes que toda esta mierda te moleste. No vale la pena. Si de verdad hubiera querido, la hubiera aplastado. No es más que palabras y bravuconería. —La verdad es que eres una cabrona pretenciosa, ¿no? Y no estoy segura de que eso me guste.

Ann podía ver que Nikki se le estaba escapando. —Mira, nena, estoy acostumbrada a este tipo de cosas, tanto en mi trabajo como en el ambiente. Georgie se acostumbrará a que esté por aquí. Sólo está celosa y yo también lo estoy. Todo es nuevo para ti, lo sé, pero lo único que intento hacer es protegerte, cuidar de ti. Ella tiene algún motivo oculto: ése es su problema. Tienes razón. Me siento insegura: es evidente que sentís algo la una por la otra y yo estoy siendo una estúpida porque no es nada más que amistad. Sencillamente es que, desde que te conozco, no quiero dejarte escapar, no quiero perderte, quiero estar

contigo y sólo contigo, y seguramente me he excedido en mi reacción. Lo siento. Se había acercado más a Nikki. Ahora la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. El cuerpo de Nikki seguía rígido por la tensión. —Tengo que volver y hablar con Georgie —dijo Nikki tercamente. —Déjala estar, se calmará en un par de días. Tiene que aceptar que ahora soy una parte importante de tu vida y, cuando vea que soy buena para ti, volverá. Incluso puede que empiece a gustarle. La próxima vez que la vea le pediré disculpas, lo prometo. Ahora, en lo que tenemos que concentrarnos es en volver a situarnos en el buen camino. Sé

lo que siento por ti y no quiero que nada se interponga. Vayamos a otra parte, tomemos una copa tranquilamente y olvidemos lo que ha pasado. De nuevo, Ann estaba desplazando a Nikki, sujetándola con su potente brazo alrededor de los hombros. A pesar de las reticencias de Nikki, la presión era demasiado fuerte. Se fueron, pero Nikki no podía dejar de pensar en aquella mirada afligida en el rostro de Georgie. Dentro del bar, a Georgie le habían servido un chupito enorme con la cerveza. Todavía seguía temblando de rabia e indignación mientras una idea iba tomando forma en su mente. No

importaba lo que Ann le hubiera dicho a Nikki, Nikki se había ido con ella. No la había defendido. Seguramente estaba demasiado ocupada pensando en echar un polvo. Bueno, si Nikki le había dado la espalda, ella podía hacer lo mismo. Le demostraría que no la necesitaba y Nikki volvería corriendo con el rabo entre las piernas en cualquier momento, sin duda esperando que Georgie prosiguiera como si nada hubiera pasado. —Salvo que yo no estaré aquí — masculló tristemente para sí misma. Cinco cervezas con sus respectivos chupitos más tarde, estaba bailando provocativamente y besuqueándose con

Sharon, la mecánica, que había perdonado rápidamente que no volviera a llamarla y que le había hecho jurar que aquella vez sí que recordaría el sexo. Nikki, mientras tanto, se había tragado varios refrescos mientras Ann permanecía contrita y arrepentida. Ann ya había mencionado que tenía un juego de llaves de la casa de Tracy y que Tracy aún estaría fuera con el clan durante unas horas. Nikki había dejado que Ann la besara en el coche después de que cruzaran la ciudad hasta otro bar, pero Ann podía ver que seguía a la defensiva y bastante alterada por lo que había sucedido. Nikki la estaba

haciendo trabajar duro, pensó con amargura. —¿Tu marido espera que vuelvas esta noche? —le preguntó en un tono despreocupado. Nikki se encogió de hombros. —Él ya no espera nada de mí. Puedo hacer lo que quiera, pero creo que prefiero irme a casa. La verdad es que no estoy de muy buen humor. —¿Por qué no vamos a casa de Tracy, abrimos una botella de vino, nos tranquilizamos y vemos si te cambia el humor? Podemos acurrucamos en el sofá y abrazarnos. —Ann apretó la mano de Nikki mientras lo decía. Le alivió que Nikki le devolviera el apretón.

Finalmente Nikki cedió, aunque se sentía inquieta. Su mente volvía una y otra vez a lo que había pasado y a las cosas que se habían dicho aquella noche. Condujeron en silencio hasta la casa de Tracy, pero a Ann le gustó que Nikki le agarrara la mano en el coche. Pasó el brazo alrededor de Nikki cuando subían las escaleras y ésta se apoyó contra ella. Mientras se adentraban en la oscuridad del piso, Ann atrajo a Nikki hacia sí, la abrazó estrechamente y empezó a besarla, al principio lentamente y con cautela. Nikki empezó a responder: sus manos deambularon por la espalda de Ann, sintiendo sus músculos firmes,

mientras el beso se hacía más profundo y más urgente, y sus lenguas empezaban a explorarse. —Me encanta cómo besas —le murmuró Ann al oído—. Siento tanto haberte molestado, nena. Lo siento. Déjame demostrarte cuánto lo siento. Nikki dejó que la llevara a la habitación de invitados. Una vez allí, Ann se quedó de pie y la abrazó en silencio. —Te deseo tanto —dijo Ann por fin, al reconocer cómo el último vestigio de tensión desaparecía del cuerpo de Nikki. Empezó a acariciarle los brazos, los costados, la espalda. El beso fue largo. Nikki empezó a asumir el control. Atrajo

a Ann hacia sí y le devolvió los abrazos y las caricias. Sin dejar de besarla, Ann movió a Nikki hacia la cama, la abrazó con fuerza y la tumbó. Mientras se besaban, sus caderas se movían juntas. La pierna de Nikki se movió sobre la de Ann y empezó a sacarle la camisa de dentro de los pantalones. Aún no habían deshecho el beso cuando Ann se incorporó y se desabrochó los botones de la camisa, se la quitó y empezó a desabrochar el cinturón y los botones de la bragueta de Nikki. Por fin se separaron. Nikki levantó las caderas y Ann se deslizó hacia abajo, empezó a bajarle los pantalones,

tirando de las botas y de los calcetines de Nikki. Lentamente, Ann volvió a ascender, pasando la lengua por el interior de la pantorrilla de Nikki, por la rodilla, por el muslo, rozando levemente su montículo y después volviendo a recorrer con suaves lametones el camino de bajada por la otra pierna. De nuevo, se movió lentamente hacia arriba, con los labios apenas tocando el sexo de Nikki, y llevó la boca sobre su vientre, mientras le acariciaba el hueso de las caderas y le levantaba la camisa. Nikki empezó a desabrocharse la camisa. No llevaba sujetador. Mientras tanto, Ann, suavemente, seguía trazando

con la lengua un camino ascendente por su cuerpo, con una lentitud seductora. Cuando Ann, agradecida, hundió la boca en los pechos de Nikki y la acarició con los dedos con caricias ligerísimas, Nikki empezó a gemir. Sostuvo la cabeza de Ann, empujándola contra sus pechos mientras ésta empezaba a succionarle con fuerza un pezón. La presión de la mano de Ann era lo bastante fuerte como para que Nikki gimiera de placer. Ahora la otra mano presionaba el sexo de Nikki. Los dedos la acariciaban ligeramente, mientras Nikki volvía a levantar las caderas. En un movimiento fluido, Ann se levantó para besarla. Con una pierna

separó las piernas de Nikki y la inmovilizó debajo de ella. Nikki la agarró con fuerza del pelo mientras le metía la lengua en la boca, lo más hondo posible, y empezaban a frotarse las caderas, al tiempo que la otra mujer, lentamente, se metía dentro de ella. Mientras primero uno y después dos dedos se movían en su interior, Nikki arqueó la espalda y ahogó un grito. Creía que los dedos la llenarían del todo, pero aún quería más. Las dos se movían juntas, al mismo ritmo, con la presión del cuerpo de Ann y su boca sobre la de Nikki marcándole la velocidad: lenta y enloquecedoramente sensual. Inundada de placer, Nikki se

dejaba llevar por la experiencia de Ann. Entonces Ann, lentamente, se retiró y Nikki no pudo evitar un gemido de disgusto. —Todavía no, nena, todavía no. Quiero jugar —le susurró Ann, entre los muslos de Nikki. El primer toque de su lengua fue delicado, experimental, casi imperceptible. Nikki se estremeció, expectante, mientras Ann levantaba la cabeza, sonreía casi triunfalmente y volvía a agacharla. Aquella vez la boca de Ann estaba llena de ella, su lengua se movía rápidamente arriba y abajo, a todo lo largo, metiéndose dentro de ella, agitándose de un lado a otro, mientras

Nikki empezaba a gemir su nombre. Nikki podía sentir la boca de Ann resbalando contra su humedad. Ann había deslizado las manos bajo sus nalgas para levantar aún más el coño de Nikki contra su cara. Ahora sostenía sus muslos contra ella, aguantando sobre los hombros el peso de las caderas y de los muslos de Nikki, mientras hundía la cara y movía en círculos la lengua alrededor del clítoris hinchado de Nikki. Entonces Ann empezó a succionar con fuerza. La impresión de un placer tan intenso hizo que Nikki se pusiera rígida. Era casi insoportable: una parte de ella quería alejarse, mientras que otra parte quería frotarse contra la cara de Ann.

Podía sentir cómo iba subiendo. Nunca había experimentado nada tan intenso. Empezaba a dominarla mientras cerraba los ojos, pero no quería que acabara nunca, quería seguir en la cresta de la ola, navegar sobre ella, disfrutar de más y más placer, que siguiera inundándola. No podía creer que Ann, de repente, se detuviera. Sintió que sus caderas descendían, sintió que su cuerpo bajaba y de nuevo gimoteó disgustada cuando Ann apartó la cara. —Chisss, nena, esto es sólo el principio —dijo y, entonces, con la punta de la lengua empezó a juguetear con la hendidura hinchada de Nikki, resbalando sobre su humedad. Nikki

podía oír a Ann tragándose sus jugos y, de repente, volvió a sentirla dentro de ella, esta vez con tres dedos, y después chupándola. Aquello nunca le había sucedido: nadie se había tomado la molestia de intentar algo así. Nunca había sentido que alguien disfrutara tanto de ella, que quisiera darle tanto placer. «Dios mío —pensó Nikki mientras volvía a ascender—, me he perdido tantas cosas.» Fue su último pensamiento racional, ya que su mente y su cuerpo cedieron ante lo que Ann le estaba haciendo. Los dedos golpeaban dentro de ella en rápidas ráfagas y después Ann bajaba el

ritmo, acercándola cada vez más y más al orgasmo, deteniéndose lentamente justo en el borde, hasta que Nikki empezó a pedir a gritos que la liberara. Ann la lamía, la chupaba, la succionaba, bebía de ella y la sujetaba con fuerza mientras Nikki empezaba a retorcerse. Todo lo que Nikki podía oír o sentir era a Ann: Ann dentro de ella, Ann sujetándola con fuerza, los gemidos de deseo de Ann, que vibraban junto a su coño. Y entonces se oyó a sí misma: el largo e interminable jadeo que salía de lo más profundo de su interior, sintió cómo se apretaba alrededor de los dedos de Ann y el calor en su vientre, mientras empezaba a avanzar a toda

velocidad hacia el orgasmo, sacudiéndose y agitándose. Apenas podía respirar: no había nada en el mundo salvo aquella desesperada necesidad de saltar por encima del límite y Ann seguía penetrándola cada vez más rápido y con más fuerza, yendo con ella por encima de aquel límite, y entonces Nikki explotó. Le pareció que no iba a terminar nunca de correrse, que sentiría aquella intensidad para siempre jamás: era consciente de que estaba gritando en voz alta «Dios», «Jesús», «Ann» y sentía que aquellas oleadas de placer la consumirían, la ahogarían, y que entonces estaría perdida. Mientras seguía tumbada, jadeando,

con espasmos en los muslos y con el corazón palpitándole salvajemente, levantó sus brazos debilitados hacia Ann. Lentamente y con suavidad, Ann se retiró y avanzó hacia arriba, para que pudiera abrazarla. Nikki hundió el rostro en el cuello de Ann mientras intentaba recuperar el control de la respiración. Sabía que nunca había tenido un orgasmo tan fuerte, tan incontenible, y sabía que siempre querría seguir teniendo orgasmos así. —Por el amor de Dios, ¿qué me has hecho? —respiró al final en el oído de Ann. Ann se irguió para poder mirarla. Nikki abrió los ojos y de nuevo tuvo

aquella desconcertante sensación de estar atrapada. El rostro de Ann le pareció frío; Nikki no podía interpretar su mirada. Todas las sensaciones postorgásmicas desaparecieron rápidamente y, mientras miraba a Ann, tuvo un alarmante flashback: los ojos angustiados de Georgie. Ahora unos fríos ojos marrones la estaban mirando. Era imposible sondear las emociones de Ann. Entonces Ann sonrió. —Si quieres, nena, puede ser siempre así —dijo. Fue en aquel momento cuando Nikki percibió el triunfo en su voz y sintió que aquellos ojos marrones eran opacos, muertos, sin emoción.

Aquello no era lo que quería. En absoluto

EL cortejo de Ann había empezado en serio. A la semana siguiente dos veces llegaron rosas al despacho de Nikki con tarjetas ambiguas; su teléfono móvil se vio colapsado por mensajes amorosos, largos y persistentes; tres veces se encontró con llamadas misteriosas en su casa: el número estaba oculto y colgaban cuando Steve contestaba al teléfono. También a su casa llegaron

grandes tarjetas de felicitación, con pegatinas de «privado» y «confidencial» enganchadas en los sobres. Afortunadamente ella fue la primera en ir a por el correo aquel día y las escondió en su maletín. Ahora estaba sentada a su mesa mirando el sobre. No quería abrirlo. Llevaba toda la semana con una corriente de miedo subyacente, con la sensación de que una desgracia la esperaba tras la esquina y sabía que tenía que ver con Ann. Nikki estaba hecha un lío. Aquella noche había abandonado el piso de Tracy dejando asuntos pendientes. La atmósfera había sido cordial pero un poco incómoda y le

había hecho a Ann la vaga promesa de llamarla más adelante, aquella semana, con vistas a quedar para tomar algo, pero era viernes y aun no la había llamado. No sería nada más que eso, decidió Nikki, si es que llegaban a quedar para tomar algo. Había dos cosas que la preocupaban: ¿Cómo había conseguido Ann su número de teléfono y la dirección de su despacho y de su casa? ¿Y dónde coño se había metido Georgie? La ansiedad le provocaba un nudo permanente en el estómago. Sabía que tenía que afrontar aquel tema, pero no sabía cómo. Para mantener su inquietud, por la noche se le aparecía la

imagen recurrente de Ann presentándose en su trabajo o, peor aún, en su casa. Era evidente que Ann había conseguido la información a través de su trabajo — debía de haber sido así— o interrogando al Clan de los Chichis, pero ninguna de ellas tenía su número de casa, sólo el móvil, y únicamente Georgie sabía exactamente dónde trabajaba. Tanto pensar en el problema le estaba dando dolor de cabeza. Era innegable que el sexo con ella había sido extraordinariamente bueno, mejor que todo lo que había disfrutado hasta entonces. Había simulado estar cansada como excusa para no devolverle el favor a Ann, quien se

limitó a encogerse de hombros. Nikki respiró hondo y abrió el sobre. Impreso en la tarjeta se leía «Eres muy especial». Y el mensaje escrito decía: «Te echo de menos. Te quiero. A.». Nikki rompió la postal en cuatro pedazos y la tiró a la papelera. Descolgó el teléfono, pero le volvió a salir el contestador de Georgie. Seguramente seguía ignorándola; seguramente todavía estaba enfadada. Había telefoneado a una o dos chicas del clan y todas le dijeron que el domingo Georgie estaba como una cuba y que se fue del bar con Sharon, pero, aparte de eso, tampoco sabían nada de

ella. «¿Cómo coño me he metido en este lío? ¿Cómo voy a salir de esto? He perdido a mi mejor amiga y ahora me acosa una loca prepotente y obsesiva, que tiene una información que puede estropear mis planes si sale a la luz ahora, antes de que esté lista. Por otro lado, seguramente se ha aprovechado de su condición de poli. Lo único que tengo que hacer es llamarla, tal como le prometí, y decirle sencillamente que tenemos que bajar el ritmo, que no estoy preparada para una relación intensa. “Gracias por el polvo, fue fantástico. No debería haberlo hecho, pero dejémoslo ahí, ¿vale?” Eso no sería demasiado

difícil, ¿no? ¿O sí? “Por cierto, no te atrevas a volver a llamarme a casa o al trabajo, o haré que te sancionen y te echen del cuerpo”.» Fantástico. ¿Dónde estaba Georgie? Nikki había hablado varias veces con Gillian, le había pedido que llamara a la madre de Georgie, a ver si ella sabía algo. Ni siquiera eso dio resultado: Georgie hacía semanas que no hablaba con su madre. Hacía casi una semana que no sabía nada de ella y que odiaba haberla molestado. Aquello también era un asunto pendiente. Nunca había visto a Georgie tan herida. Tenía que disculparse, arreglarlo, pero Georgie

había desaparecido de la faz de la tierra. De repente se acordó de que Georgie estaba terminando un proyecto para un contacto que le había pasado ella. No importaba cuán enfadada estuviera con Nikki, seguía teniendo trabajo que hacer y no iba a esquivar a los clientes. Rebuscó en su agenda hasta encontrar el número. —Hola, Phil, soy Nikki Jones, de BFCP. Te puse en contacto con una redactora de copy freelance, Georgie Rivers, ¿te acuerdas? Ahora está haciendo un trabajo para ti, ¿verdad? Sí, es cierto, sólo es que ahora mismo me han dado un trabajo urgente para ella y no consigo localizarla. Ha pasado un

tiempo desde que trabajó para mí y pensaba que igual se ha cambiado de teléfono, se ha mudado o… —Se ha ido —interrumpió Phil—. Entró en mi despacho el lunes por la tarde, una semana antes del plazo de entrega, me dio el material y me dijo que no estaría disponible durante unas semanas. Dijo que esperaba que todo estuviera bien porque no podría reescribirlo si hacía falta. Que si tenía dudas o problemas que la llamase al móvil hasta el martes por la mañana. Y eso fue todo, de verdad. —¿Te dijo adónde iba? —Lo único que sé es que dijo que el móvil estaría apagado después del

martes, porque no tenía cobertura internacional. Supongo que se ha ido al extranjero, seguramente de vacaciones. Después de unos comentarios triviales sobre el negocio, Nikki colgó y escondió la cabeza entre las manos. Georgie se había ido. Dios sabía adónde o por cuánto tiempo. De repente, Nikki se sentía acorralada, aislada y sola con sus problemas. No tenía el resto del día muy ocupado. Miró en su agenda: todo podía esperar hasta el lunes. Llamó a Gillian. —¿Estás libre para comer? ¿Hacemos la salida de chicas de los viernes? —Intentó que su voz mantuviera un tono optimista, pero

Gillian la conocía demasiado bien. —Por ti vaciaré mi agenda. Quedemos tarde, así me da tiempo a hacer lo que pensaba hacer esta tarde y paso a recogerte por tu despacho. Deduzco que ha ocurrido algo. ¿Va a ser una cumbre de «Con nosotras las nenas no se juega»? —Algo parecido. Tengo que hablarlo con alguien, ver cómo puedo arreglarlo. Por cierto, Georgie se ha largado de vacaciones sin decirle a nadie adónde iba ni por cuánto tiempo. Pueden ser semanas. Quizá quieras que su madre lo sepa. Gillian apareció a tiempo de llegar al pub para las últimas comidas, pero a

Nikki entonces ya sólo le interesaba el alcohol. Le contó la trágica historia a Gillian. Tardó tres rondas y para entonces estaba ligeramente borracha. —Lo primero que tienes que hacer es ponerte en contacto con ese bicho raro y sacártelo de encima. Seguramente ha obtenido tu dirección buscando tu vehículo en las bases de datos de la policía nacional y, por supuesto, no has pedido que tu número de casa no figure en la guía, ¿o sí? Sin embargo, no tengo ni idea de cómo ha conseguido el número y la dirección del trabajo, a menos, claro, que te haya seguido hasta allí una mañana. Me da la impresión de que está jugando un juego peligroso,

aunque supongo que ella alegará que le diste la información voluntariamente y que tú te quejas porque eres una ex novia malintencionada. ¿Te acuerdas de aquel idiota con el que cometí el error de liarme? No le hizo desistir ni el hecho de que lo arrestaran por chantaje, al muy cabrón. Se las arregló para engatusarlos y que lo dejaran libre, ¿no? Tardé un año en sacármelo de encima, hasta que se enganchó a otra pobre mujer y se olvidó de mí. Ése es el problema. Son maníacos, obsesos, no pueden creer que no los quieras, Ellos lo hacen por Amor. Gillian, después de años, aún guardaba las cintas del Dictaphone con

los acalorados y extraños mensajes que recibía de él. Se gastó un montón de dinero en honorarios de abogados para intentar sacárselo de encima. Incluso ahora, en las raras ocasiones en que lo veía, de hecho, sentía el mismo sobresalto, la misma rabia, miedo y odio que sintió entonces. No le desearía aquello ni a su peor enemigo, así que no digamos a una amiga tan querida. —Por lo menos, cariño —la apaciguó Gillian—, no te has metido en una relación importante. Yo estuve con él seis meses antes de que empezaran a aparecer los problemas. Seguramente captará el mensaje si le dices ahora, tan pronto, que te has equivocado, que no

pegáis, que no te gusta. Dile que vas a volver con tu marido: eso le quitará las ganas. Al fin y al cabo, sólo era la tercera vez que os veíais. —Todo es muy práctico y muy razonable, pero sigue habiendo algo más. No creo que se rinda tan fácilmente. Es obvio que ya se ha tomado mucho trabajo. Debería haber hecho caso de la intuición de Georgie. No le gustó en absoluto: estuvieron a punto de llegar a las manos. Ann cree que le gusto a Georgie y Georgie ahora piensa que me he puesto de parte de Ann, cuando yo lo único que quería era separarlas. Sé que debería haberme llevado a Ann y después haber vuelto

para hablar con Georgie, pero ahora ya es demasiado tarde. La echo de menos, Gillian y ella está enfadadísima conmigo. —¿Le gustas a Georgie? —Si es así, ella nunca me lo ha dejado entrever, pero estamos muy unidas, eso no lo niego. —¿Ella te gusta? —Georgie es una chica maravillosa, encantadora. La quiero muchísimo. Ha conseguido cambiar completamente mi vida en muy poco tiempo. Cuando no puedo hablar con ella me siento como si me hubieran cortado los brazos. Me sabe tan mal haberla disgustado. No le haría daño por nada del mundo.

—Entonces, ¿Ann sólo interpretó mal la situación? Recuerdo que aquel cabrón intentaba alejarme de mis amigos. Se sentía muy inseguro, creía que iba a largarme con alguno de ellos. No importa lo que dijera para tranquilizarlo, él sentía que tenía que ser el centro de mi vida. ¡Qué coño!, tengo montones de cosas con las que disfruto demasiado como para dejarlas de lado mientras él se obsesiona conmigo. Una relación debe basarse en compartir. Las dos debéis tener vuestras propias aficiones, vuestro espacio y vuestros amigos. Nikki no oyó ni una palabra de aquello. Estaba replegada en sus

propios pensamientos. —Creo —dijo Gillian con firmeza — que tienes que llamar a esa chiflada esta tarde. Hazlo ahora, déjale muy claro que no se puede meter contigo. Las personas así están obsesionadas por el control: únicamente les interesa tener poder. Les gusta creer que pueden dominar a la gente como nosotras porque eso alimenta sus egos patéticos y frágiles. Por eso se esconde tras un uniforme, la máxima posición de poder, ¿no?, ser agente de policía. La única manera de tratar con un matón es devolviéndole el desafío, demostrándole que eres más fuerte de lo que se ha pensado, poniéndoles en evidencia.

—¿Y qué hago con Georgie? —Ahora mismo no hay nada que puedas hacer, ¿verdad? Puedes escribirle una carta para cuando vuelva. Si se ha ido de vacaciones, tendrá tiempo de pensar en sí misma. Conociendo a Georgie, si se parece en algo a su madre, estará furiosa y dolida durante un tiempo, pero después ocurrirá algo que la distraerá y se olvidará de todo. Al fin y al cabo, me dijiste que estabais muy unidas. Siempre me lo parecisteis cuando os vi juntas y los amigos siempre se perdonan. Puede que lleve algún tiempo, pero los amigos siempre son amigos. Nikki no estaba segura. No obstante,

la idea de la carta era buena: por lo menos podría poner por escrito sus pensamientos sin que Georgie tuviera la oportunidad de cuestionarlos. Podría decir exactamente lo que sentía. Gillian tenía razón en lo de Ann: tenía que cortarlo de raíz ahora, antes de que se le escapara de las manos, antes de que aquella bruja pudiera hacer algo que amenazara sus planes. Faltaban seis meses, como mucho, para el lanzamiento del Millennium y por lo menos tres clientes estaban esperando para cuando vencieran sus contratos. Ya estaban preparados los papeles para crear una sociedad limitada, con ella y Gillian como socias igualitarias, y su plan de negocio empezaba a tomar forma. Ya

había dado los primeros pasos vacilantes hacia una separación legal y había llegado a un acuerdo con Steve sobre la casa. ¿Por qué le habría contado tantas cosas a Ann acerca de empezar el nuevo siglo a lo grande? Debería haber mantenido la boca cerrada, ya que, aunque Ann no podía demostrar nada, podía hacerle la vida muy incómoda y lo último que necesitaba Nikki en aquel momento era meterse en más marañas de engaños. —Yo añadiría algo: recuerda que nosotras, las mujeres, somos taimadas, podemos guardar rencor durante años y planeamos cuidadosamente la venganza. A los hombres siempre puedes verlos

venir: no pueden hacer más de una cosa a la vez y habitualmente lo avisan a kilómetros de distancia. Simplemente asegúrate de cubrirte las espaldas, eso es todo —dijo Gillian. —Quizás hubiera debido dejar que Georgie le diera una paliza —repuso Nikki con desaliento. —Sé cerebral, cariño: éste ha de ser tu planteamiento. Piénsalo con todo detalle y planea cuidadosamente cada posibilidad. Después, si todo lo demás falla, deja que Georgie le rompa las piernas. Por fin Nikki sonrió. De algún modo sabía que podía recuperar su amistad con Georgie, cuando ésta se hubiera

tranquilizado. Seguramente Georgie lo haría, si Nikki la necesitaba. Aquello era Georgie para ella. Lo único que deseaba era saber dónde estaba. La necesitaba. Georgie estaba en la playa, escuchando su walkman a un volumen insoportable, mientras Sharon le ponía crema en su espalda dolorida. La segunda cosa que hizo aquel lunes por la mañana —Sharon había resultado ser demasiado sensual para resistirse— fue revisar las últimas ofertas del teletexto. Tres llamadas de teléfono después, habían hecho una reserva para volar la tarde siguiente a Sta. Lucía, con todo

incluido, durante tres semanas. La primera llamada fue al banco, para incrementar el límite de su tarjeta de crédito; la segunda, al jefe de Sharon, para pactar una semana de vacaciones pagadas y dos semanas sin paga; la tercera fue para hacer la reserva. Había atado todos los cabos sueltos relacionados con el trabajo, había hecho las maletas apresuradamente, había ayudado a Sharon a recoger sus cosas y las vacaciones habían empezado. Ahora que el sol le caía de lleno sobre la espalda y las manos de Sharon le recorrían el cuerpo, podía empezar a relajarse. El vuelo le había parecido interminable; había tenido que discutir

por la calidad del alojamiento; los empleados del hotel la miraron desconcertados cuando pidió una habitación doble con cama de matrimonio, en vez de con dos camas gemelas, y ya se había emborrachado tanto que se había puesto mala. Ahora, en el tercer día, ella y Sharon habían establecido una rutina. A pesar de la resaca, iban directamente a tomar el primer sol de la mañana, luego iban al bar en la happy hour y a comer cuando el sol era demasiado fuerte. Volvían a la habitación para echar un polvo y la siesta. Después volvían a salir fuera para disfrutar del sol de última hora de la tarde y, luego, de nuevo al bar para la

happy hour. —Esto es el paraíso, colega —dijo Sharon. Ellas dos ya habían provocado varios comentarios, por pasear por el complejo agarradas de la mano, y Georgie sabía que había por lo menos cinco tipos que tenían que estar tumbados boca abajo en las tumbonas cuando ella o Sharon se ponían loción la una a la otra. Seguramente habían ayudado a mejorar la vida sexual de todos los heterosexuales que había alrededor de la piscina, sobre todo Sharon, que estaba fantástica con aquel tanga y parecía haber conseguido un bronceado intenso a las pocas horas de

aterrizar. «Probablemente estamos representando las fantasías secretas de todo el mundo», pensó Georgie, sonriendo para sus adentros. «Si Nikki estuviera aquí, sí que se estarían corriendo, porque yo no sería capaz de apartar las manos de ella. Me la follaría en la tumbona o de pie, contra la palmera, delante de todos los niños de la piscina. La tumbaría sobre la arena y la follaría bajo las estrellas y el oscurísimo cielo negro, acompañadas por el sonido de los grillos.» Georgie gimió y Sharon creyó que era un gemido de deseo. Le estaba poniendo crema en lo más alto de la parte trasera de los muslos. Hizo el

movimiento más lento y más profundo, más fuerte, con los pulgares deslizándose subrepticiamente cada vez más cerca del sexo de Georgie. Sus manos empezaron a infiltrarse por debajo de los bordes del bikini de Georgie. El tipo de la tumbona de al lado tosió y se dio media vuelta, preguntándose dónde estarían sus gafas de sol para poder contemplarlo todo sin ser observado por su mujer. Entonces Sharon se desplazó, de manera que ocultaba parcialmente lo que estaba haciendo. Sus manos extendieron la crema por los costados de Georgie, los dedos se metían dentro de la parte de arriba del bikini y empezó a acariciarle

y a apretarle los pechos. Su sudor caía sobre la espalda de Georgie y se mezclaba con la crema blanca, mientras las manos se deslizaban hacia abajo, hacia las nalgas, hacia las caderas, hacia la parte alta de sus muslos. Georgie percibió que Sharon estaba a punto de hacer algo que probablemente haría que las echaran del hotel, eso si no las deportaban. Cerró las piernas y cruzó los tobillos. Disgustada, Sharon captó la indirecta y se apartó. A continuación, Georgie escuchó el ruido de Sharon al zambullirse en la piscina. «Una manera de enfriarse», pensó Georgie. Sharon estaba bien y tenía un polvo

más que decente, aunque estaba un poco demasiado llena de energía, seguramente debido a su juventud. Era una alumna entusiasta y animada. No tenían demasiadas cosas en común, pero no había sido por su conversación por lo que Georgie se ofreció a pagarle el pasaje. Sharon era una diversión, una distracción, y Georgie tenía la sensación de que, a pesar de lo joven que era, no se hacía ilusiones. Nunca se quejaba cuando Georgie se sumergía en su propio mundo, a veces durante horas. Nunca le hacía preguntas: se limitaba a esperar pacientemente que Georgie rompiera su ensueño y, entonces, animada, proponía ir a tomar una copa o follar.

Eso es todo lo que es —pensó Georgie con amargura—, algo con lo que entretenerme, algo que me ayude a sacarme a Nikki de la cabeza. No la estoy utilizando, ella acepta la situación. Ha conseguido unas vacaciones en el Caribe y copas gratis. No tengo por qué sentirme culpable. No fui yo la que tomó partido. No fui yo quien ignoró todas las señales. Le di pistas a Nikki, sé que lo hice. Muy bien, puede que no fueran pistas muy claras. Nikki había dicho ciertas cosas que Georgie podía haber recogido y utilizado, podía haberse arriesgado. Georgie había desempeñado demasiado bien el papel de mejor amiga

y de mentora lesbiana, de líder de la banda, de guardaespaldas. Para eso era para todo lo que Nikki la quería: seguramente no sentía nada más. La verdad era que Georgie no le había mostrado nada más, ¿o sí? Durante todo aquel tiempo, todo aquel glorioso verano de diversión con el Clan de los Chichis, Nikki no había tenido ni idea de lo que sentía Georgie por ella. ¿Qué pasaría cuando volviera? ¿Qué habría sucedido ya? ¿Nikki habría tirado la toalla, habría dejado a Steve y se habría ido a vivir con esa poli? Probablemente se habrían acostado juntas, se habrían declarado su loco y apasionado amor la una por la otra, se

habrían jurado envejecer, encanecer y perder los dientes juntas, y se habrían intercambiado los anillos. Aquello seguramente significaría que Georgie nunca volvería a ver a Nikki, En cuanto las amigas se embarcan en relaciones y se convierten en parejas, parecen desaparecer del ambiente. No había ninguna posibilidad de que Ann aceptara que Nikki mantuviera algún tipo de relación con Georgie después del fiasco del domingo. La idea de no volver a ver nunca a Nikki, con todo lo que había quedado por decir, la paralizó. Una lágrima silenciosa rodó por su mejilla y cayó en la toalla.

—Oh, Nikki —gimió en voz alta, justo cuando Sharon aparecía con bebidas del bar. Sharon lo oyó, pero no dijo nada. —Aquí tienes, colega.- «Sexo en la playa» para ti y «Tornado tropical de tequila» para mí. Hoy hay barbacoa para comer, hamburguesas caseras con montones de ajo, y esta tarde hay prevista una salida a Castries para ir de compras y después una noche calipso. ¿Qué te parece? «Me parece que los próximos dieciocho días van a ser los más largos de mi vida. Sin Nikki, cada día muero un poco. Con ella, revivo; sin ella no soy nada. Eso es lo que me parece.»

—Sí, fantástico. Me parece sensacional. Estuvo encerrada en sí misma el resto del día. Fue mientras paseaban por la playa agarradas de la mano cuando, finalmente, Sharon rompió el silencio. —Así, ¿quién es esa Nikki? — preguntó, intentando evitar un tono malicioso. —Una colega mía. Nos discutimos el domingo pasado por una mujer que creo que no le conviene. Estaba tan enfadada que tuve que irme. Seguramente no la viste, porque cuando llegaste ya había pasado todo. Era alta, guapa, rubia. —Cuando llegué estabas sola y me

sorprendió mucho verte después de tanto tiempo. Habían pasado unas cuantas semanas. Deberías haberme llamado antes, aunque al final estuvo bien. Ha salido bien. Me alegra que me hayas traído aquí. Hasta ahora sólo había viajado una vez a España y nadie había hecho algo tan bonito como pagarme unas vacaciones. —Sharon le apretó la mano. —¿Por qué no vamos a ver si hay alguien en la piscina? —dijo y Georgie sonrió. Ya lo había sugerido dos veces antes, pero las dos acababan tan borrachas cada noche que a duras penas conseguían regresar a su habitación

antes de caer redondas. La zona de la piscina estaba desierta, las luces de seguridad se encontraban apagadas, la luna se reflejaba sobre el agua y una suave brisa cálida mecía las hojas de las palmeras. Sharon se apoyó contra la palmera ante el insistente besuqueo de Georgie. Mientras se besaban, Georgie trataba de olvidar a Nikki: se la había imaginado apoyada contra una palmera y con las piernas abiertas, mientras ella, de rodillas, la volvía loca en la oscuridad con la lengua y los dedos. En vez de Nikki, era Sharon quien se retorcía contra ella, pero, aunque también era muy agradable, era la

imagen de Nikki desnuda y abierta de piernas la que cautivaba la mente de Georgie tras sus párpados cerrados. En la vivida imaginación de Georgie, algo enfebrecida y espoleada por el alcohol, era a Nikki a quien llevaba al borde de la piscina, era a Nikki a quien le arrancaba los pantalones y a quien sumergía en el agua. Ella también saltó a la piscina, ahogando un grito por la impresión del agua fresca y saliendo a respirar. Nikki la esperaba en la parte menos profunda, apoyada contra las frías baldosas, con los brazos extendidos sobre el borde de la piscina, la camiseta pegada y los pezones erectos. Georgie

nadó lentamente hacia ella, se sumergió bajo el agua y apareció apoyando las manos sobre las caderas de Nikki. Empezaron a besarse inmediatamente. Georgie se apoyaba contra ella, el agua les corría por la cara y Georgie, con una pierna, separó las de Nikki bajo el agua. Ya tenía la mano allí abajo, acariciándola, frotándola. Nikki se movía contra ella. Georgie rompió el beso y empezó a lamerle el agua que se deslizaba por su cuello, acariciándola cada vez con más fuerza, succionando y mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja, la nuca. Con los dedos de la otra mano agarraba y estiraba un pezón, no tan

fuerte como para que resultara doloroso: los gemidos de placer y su nombre susurrado al oído indicaban que la presión era justo la adecuada. Podía sentir el coño de Nikki, que empezaba a manar contra su mano, cálido, resbaladizo, mezclándose con el agua fría, y empezó a tocarle el clítoris suavemente. Cuando Nikki levantó las caderas hacia ella, la penetró con dos dedos y empezó a follarla lentamente, mordiéndole un poco más fuerte en el cuello, sintiendo cómo se les subían las camisetas mojadas, mientras el agua de la piscina se agitaba a su alrededor al incrementar el ritmo. Entonces, a medida que aumentaba la urgencia en las caderas de Nikki, empezó a besarla de

nuevo, hundiendo profundamente su lengua exploradora, succionándole la lengua. Sabía que Nikki estaba lo bastante abierta y mojada como para acoger tres dedos y se metió más profundamente dentro de ella. Nikki se separó del beso y ahogó un grito cuando Georgie la inmovilizó contra las baldosas, llenándola, penetrándola con fuerza y velocidad. Georgie, por su parte, también estaba a punto de correrse al imaginarse a Nikki frotándose contra ella, haciendo chapotear el agua deliciosamente contra su espalda. Casi podía oler su perfume; era el coño de Nikki el que se cerraba con fuerza y espasmos contra sus dedos;

era Nikki quien la mordía en el hombro. Y, súbitamente, el sueño se hizo pedazos. —Joder, colega, esto sí que es placer. —Sharon prácticamente se lo gritó justo en la oreja. El deseo desapareció al momento. De hecho, Sharon hizo un gesto de dolor cuando Georgie sacó los dedos. —No podemos hacer esto. — Georgie era perfectamente consciente de que Sharon no se había corrido; seguramente había estado justo a punto —. Pueden arrestarnos o algo así. Lo siento, no puedo hacerlo. Vamos, salgamos y vistámonos antes de que llegue alguien.

—Bueno, yo sí que no he llegado. — La enfurruñada queja de Sharon era justificada. —Venga, rápido, antes de que nos vea alguien. —Georgie estaba subiendo las escaleras y recuperando sus pantalones cortos—. Vamos a tener montones de ocasiones para que te corras, pero no aquí, ahora no. Sabía que Sharon tenía todo el derecho a enfadarse, pero el mueble-bar de la habitación lo arreglaría pronto. Lo único que tenía que hacer era arreglarse ella misma, quitarse de la cabeza a aquella maldita mujer. Del corazón. De la sangre. Del alma. Aquello era todo lo que tenía que hacer.

OTRO día sin Georgie amaneció para Nikki. Ya habían pasado dos semanas y ni una postal, nada, ni una palabra de nadie del grupo sobre dónde estaba, con quién estaba, cuándo volvería, si es que iba a volver. «Debo de haberle dado un disgusto monumental», pensó Nikki, con el estómago revuelto por un nuevo ataque de ansiedad y con un dolor agudo como

una puñalada bajo las costillas. Su síndrome del colon irritable había vuelto para vengarse, igual que sus cambios de humor y su mal carácter. Había estado esquivando al Clan de los Chichis, y se quedaba en casa cada noche, incluso los sábados. Cada vez que sonaba el teléfono en casa o en el trabajo, daba un salto con aire de culpabilidad, torturada por el miedo. Cada mañana corría a la puerta de casa en cuanto oía al cartero, prácticamente arrancándole los sobres de las manos. En el fondo de su mente, atormentándola a cada momento del día, estaba la preocupación de que, a pesar

de su conversación con Ann, aquélla era la calma que precedía a la tormenta. Había sido una semana antes. Envalentonada por la insistente persuasión de Gillian, se había sentado en el coche, con Gillian a su lado, y la había llamado desde el móvil, con el manos libres y con un guión previamente ensayado en su mente. El plan de ataque era dejarla ir poco a poco, ofrecerse a seguir siendo amigas en vez de enfrentarse a la mujer. Por lo menos, aquélla era la idea. Estaba deseando que saltara el contestador al otro lado. Ann descolgó al primer timbrazo, tomándola por sorpresa ya de entrada. Nikki balbuceó y tartamudeó durante los

saludos y las convencionalidades. —¿Cuándo voy a volver a verte? Estoy loca por ti, te echo tanto de menos, nena. ¿Me añoras? Echo de menos tu cara, tu voz. —La voz de Ann era suave, delicada, casi hipnótica. —Yo… eh… quería darte las gracias por las flores. Son preciosas… Ya sabes que no hace falta que me envíes flores… ni postales. —Nikki podía ver los gestos alentadores de Gillian por el rabillo del ojo—. Esta semana he estado muy ocupada en el trabajo… No te he llamado antes… eh… Lo que de verdad quería decirte… ¿Cómo estás? —Enamorada de ti.

Mierda. Cojones. Dios mío. ¿Y ahora qué? Miró a Gillian en una muda llamada y ésta se encogió de hombros, curvó los labios con desdén y, después, volvió a asentir alentadoramente. —Sí, bueno, eh… De eso es de lo que quería hablarte. Creo que esto está yendo un poco demasiado rápido. Ha sido demasiado pronto para mí… Silencio. —Ya sabes, en estos momentos tengo muchas cosas en marcha y la verdad es que no quiero más complicaciones. Sinceramente no creo que esté preparada para una cosa tan intensa, tan seria. —Su voz se fue apagando sin que pudiera evitarlo.

Gillian se desplomó, negando con la cabeza. —¿Complicaciones? ¿Una cosa seria? —Ya sabes, algo serio. Creo que preferiría que fuéramos sólo amigas, al menos mientras encarrilo mi vida. Lo siento, Ann… —respiró hondo—, pero mis sentimientos por ti no son tan intensos como los tuyos. Estoy segura de que podemos ser buenas amigas. ¿Podemos intentarlo, por lo menos? —¿Intentar ser amigas? Pues, si tienes que intentarlo, entonces no tiene mucho sentido, ¿no? —Ann empezaba a alzar la voz, indignada. Nikki y Gillian hicieron un gesto de

dolor, esperando la explosión. El estruendo del teléfono cuando Ann lo colgó de golpe resonó por todo el coche a través de los altavoces. Nikki imaginó que el coche se balanceaba sobre los ejes. —Bueno, le ha sentado como una patada, ¿no? —dijo Nikki. No había sabido nada de ella desde entonces. No había habido más llamadas misteriosas que después colgaban, ni tarjetas, ni mensajes de Ann al móvil. Sin embargo, Tracy le había dejado cinco mensajes durante la semana posterior, cada vez más exigentes y estridentes, pidiéndole que la llamara. Nikki sabía que Ann estaba utilizando a

Tracy como mediadora, que probablemente le había explicado alguna versión terriblemente sesgada sobre una historia de profundo amor no correspondido. Probablemente le habría contado que Nikki la había engañado y le había prometido el cielo, para después dejarla caer como un trapo. Quizá a aquellas alturas todo el grupo comentaba lo muy bruja que era. No, razonó, seguramente ellas serían algo más objetivas. Las amantes vienen y van, y las amigas siguen siendo amigas. Era una de las reglas no escritas. En el ambiente, a algunas chicas se las pasaban unas a otras como si fueran chocolatinas.

Ann lo superaría. Sin duda Nikki no era el gran amor de su vida: apenas se conocían. No obstante, Ann era tan arrogante que el hecho de que la dejaran seguramente le provocaría una profunda herida en su orgullo, una verdadera bofetada a su ego descomunal, ¿Por qué había tenido que decirle que se había enamorado? No era posible. Todo eran gilipolleces sentimentaloides, por lo que Nikki podía ver. Enamorarse, para Nikki, era un impacto repentino, perder el aliento, no poder comer, morirse por la otra persona, totalmente, locamente, enamorarse de la otra persona absoluta y completamente. Alcanzar su interior en una plena comunión de corazones.

Su ensueño se vio turbado cuando oyó que Steve se quejaba porque no podía encontrar un par de calcetines limpios. Dios, ¿todavía seguimos con esto? —En el cajón de arriba, al fondo, como de costumbre. Todos perfectamente emparejados, tal como tu madre me enseñó a hacer, ya que tú, cuando eras un niño, por las mañanas eras incapaz de encontrar un par de calcetines. Me sorprende que no esperara que yo te siguiera vistiendo también —siseó, mientras se levantaba de la cama. Steve suspiró. Había disfrutado de unos cuantos meses de respiro, mientras

ella había estado haciendo lo que fuera que le había parecido tan absorbente, pero la última quincena se había quedado en casa todas las noches. Los fines de semana deambulaba por allí como una pieza suelta, con la cara seria e inflexible. La vieja Nikki había vuelto, irascible, con mal genio, rencorosa. El no dijo nada; se limitó a hurgar en el fondo del cajón hasta que encontró un par de calcetines que no le hacían juego con el traje, pero que servirían. Mantener la cabeza gacha seguramente era la mejor política a corto plazo. Si él la exasperaba, podía ser que Nikki cambiara de idea sobre la propuesta de acuerdo y empezara a aumentar sus demandas, inflando aún más las facturas

de los abogados. Fuera lo que fuera lo que la había disgustado, estaba convencido de que no había sido él. Sin embargo, sabía que él iba a sufrir las repercusiones y, a pesar de lo irritante que resultara, por lo menos el acuerdo, una vez finalizado, seguía estando totalmente decantado a su favor. Respiró hondo y se dispuso a mantener la boca cerrada. Los dos se vistieron, desayunaron y se fueron al trabajo en silencio. La postal estaba encima de todo el correo, sobre su escritorio. Una puesta de sol caribeña con una muñequita semidesnuda sobre una tumbona. Le dio

la vuelta e inmediatamente reconoció los garabatos de Georgie. El corazón le dio un vuelco. Aquí hace un tiempo espléndido. Ojalá estuvieras conmigo. Volvemos el 23. Reúne a las chicas. Estás perdonada. Georgie xxx La primera palabra que computó de verdad fue «volvemos». La segunda fue la fecha, al cabo de dos días. La tercera fue «perdonada». Gracias a Dios. ¿Con quién estaba? Por lo menos no había desaparecido para siempre: volvería en sólo dos días. Esperaba que la carta que le había enviado, corregida después de

unas útiles sugerencias de Gillian, reforzara el perdón de Georgie. Aquellos dos días le parecieron los más largos de su vida. Había llamado a un montón de chicas —haciendo caso omiso de otros dos mensajes de Tracy— y todas iban a encontrarse el sábado por la noche. Su humor había mejorado un poquito, pero mientras conducía hacia el bar se le hizo un nudo en el estómago, por el miedo y los nervios. Deseaba fervientemente que Ann y Tracy no estuvieran allí. Rodeó la manzana tres veces y después aparcó. Esperó a que apareciera el coche de Georgie y dejó pasar los reglamentarios diez minutos en los que Georgie se dedicaba a pelearse

para aparcar el Granada en un espacio razonablemente grande. La oscuridad envolvía su Saab, mientras el Granada plateado pasaba volando por la esquina. Sorprendentemente, Georgie aparcó a la primera e incluso la rueda trasera quedó en la calzada. Nikki esperó, mientras Georgie, como de costumbre, salía del coche de un salto, inspeccionaba su aparcamiento y se encogía de hombros. A Nikki le sorprendió la intensidad de la reacción física que tuvo al ver a Georgie después de tres semanas. Bajo la limitada iluminación de los faroles, Georgie parecía en forma, morena y relajada. Sonreía a otra persona, que ahora Nikki podía ver saliendo del

asiento del copiloto. No alcanzó a ver bien a la otra chica, pero, cuando Georgie rodeó el vehículo por delante, la chica automáticamente se metió bajo el brazo extendido de Georgie y entraron juntas en el bar, con las cabezas pegadas. El corazón de Nikki había dado un vuelco cuando volvió a ver a Georgie, pero ahora lo tenía en un puño, que lo agarraba y lo estrujaba con fuerza. Había empezado un ataque de ansiedad: se le revolvió el estómago y empezó a tener náuseas. Todos los nervios que sentía de volver a ver a Georgie habían desaparecido en el momento en que aquella chica pasó el brazo por la

cintura de Georgie. Era evidente que eran pareja. Con un pánico repentino, Nikki recordó partes de la carta que le había enviado a Georgie. Esperaba que ésta no se la hubiera enseñado a nadie y mucho menos a su nueva novia. Probablemente habrían echado unas buenas risas, ante las humildes disculpas de Nikki, quien reconocía que se había equivocado al tomar partido aquella noche, que Georgie había tenido razón, lo desastrosa que había resultado ser Ann —una verdadera psicópata tipo Atracción fatal—, lo mucho que Nikki echaba de menos a Georgie, que haría cualquier cosa para arreglarlo todo, lo

importante que Georgie era en su vida y cuánto la necesitaba. «Bueno, no lo sabrás hasta que no entres y no veas lo que está sucediendo», pensó. Se armó de valor, hizo unas cuantas respiraciones profundas para calmar su corazón desbocado e intentó aparentar indiferencia. Georgie le daba la espalda cuando entró en el bar, pero la mirada de adoración y de fidelidad, como de cachorrito, que percibió en el rostro de su novia bastó para que Nikki diera media vuelta y se fuera directa a la salida. Lo que la detuvo fue que Georgie se medio giró, como si supiera que

Nikki estaba detrás de ella. Sus ojos se encontraron y, de repente, la barra se hizo borrosa hasta desaparecer, la música se desvaneció y allí no había nadie más. Nikki estaba temblando, tenía la garganta seca y no podía hablar. Sólo las separaba medio metro y el espacio se hacía cada vez más pequeño, mientras Georgie avanzaba hacia ella, con los brazos abiertos. Entonces Nikki se vio envuelta, estrechamente abrazada, con sus brazos alrededor de Georgie. No dijeron nada, pero Nikki volvió a sentirse a salvo. El cuerpo de Georgie era cálido y su perfume, familiar y reconfortante. Nikki hundió el rostro en el cuello de Georgie y las lágrimas asomaron por el rabillo de los ojos.

Sentía que no podía acercarse lo suficiente, que no podía abrazarla con la suficiente fuerza: no quería dejarla ir. Nunca. Las tres semanas de vacaciones plagadas de sexo y sol habían bastado, creía Georgie, para curar su herida, para reparar el corazón que ella creía hecho pedazos, destrozado. A medida que pasaban los días, el tiempo que dedicaba a pensar en Nikki había disminuido de veinticuatro horas al día a unas diez, aunque cada vez que hacía el amor con Sharon, en su mente, le estaba haciendo el amor a Nikki. Una vez, incluso había gritado el nombre de Nikki en voz alta al llegar al orgasmo y Sharon

no le había dirigido la palabra durante la mayor parte de los dos días siguientes. Le había costado una vaga promesa y un carísimo paseo en helicóptero sobre la isla, que la había llevado justo al límite de su tarjeta de crédito, antes de que Sharon, finalmente y algo a regañadientes, la perdonara. Había maldecido los orgasmos sonoros. Por lo menos, se había tomado diez de aquellos cócteles empalagosos servidos en probetas para beber de un trago, con el licor dispuesto en capas que se mezclaban en el fondo de la garganta. Mientras volaban de vuelta a casa, Georgie había decidido que, tras haber enviado la postal diciéndole que la

perdonaba, ella y Nikki seguirían adelante como buenas amigas, pero nada más. Sharon podía ocupar en parte el hueco, el profundo abismo de la necesidad, y con el tiempo Georgie aprendería a quererla y todavía tendría a Nikki en su vida. Cuando la azafata se inclinó para ofrecerle otra bebida, el parecido de la chica con Nikki fue como una dolorosa puñalada en el corazón. Al leer la carta de Nikki a su regreso, resguardada en el baño de los ojos indiscretos de Sharon, había vuelto a desmoronarse. Nunca había leído nada tan abierto y tan sincero de nadie. Ahora, mientras abrazaba a Nikki y sentía las dos lágrimas en su cuello, el

Caribe y Sharon, las promesas que se habían hecho las dos bajo el sol y en la reconfortante oscuridad quedaron olvidadas. Lo único que importaba era Nikki y ahí estaba, entre sus brazos, donde ella tenía que estar, donde estaba destinada a estar, donde pertenecía. Georgie podía sentir cómo empezaban a manar sus propias lágrimas. —Te he echado tanto de menos —le murmuró Nikki al oído, exactamente al mismo tiempo que se lo decía Georgie. Se separaron un poco por la impresión y se miraron la una a la otra con los ojos refulgentes. Aquello fue demasiado para Sharon, que estaba esperando de pie, furiosa,

con creciente impaciencia e intransigencia, a medida que el abrazo se prolongaba más y más. —Tú debes de ser Nikki —dijo, tan amistosa como un rottweiler con hambre de tres días—. Yo soy Sharon. Nikki y Georgie finalmente se soltaron, pero se quedaron cerca, con los dedos entrelazados en la espalda de Nikki. —Sí, Sharon, ésta es Nikki —dijo Georgie y Sharon tomó nota del orgullo que se desprendía de su voz. En aquel momento el mundo de Sharon se hizo pedazos. Todos sus sueños de futuro se desvanecieron, mientras sus ojos celosos repasaban a

Nikki de los pies a la cabeza. Georgie nunca había sido suya, nunca había tenido una oportunidad frente aquella mujer, ¿no? Sharon había intentado con todas sus fuerzas refrenar sus sentimientos durante aquellas vacaciones, pero cada día que pasaba se sentía más y más cerca de Georgie, sentía que Georgie la iba dejando entrar, que dejaría que Sharon la ayudara a recomponer su corazón roto. Georgie había insistido en que Nikki no era más que una amiga, pero Sharon, instintivamente, había sido más lista. Su intuición la había ayudado a mantener puestas algunas barreras, pero ahora su juventud y su falta de madurez tomaron el control. Su boca se tensó con una

expresión de mal humor y salió corriendo hacia el lavabo. —¿Y bien? —Georgie se volvió hacia Nikki. Había borrado a Sharon de su mente. —¿Recibiste mi carta? —Te había perdonado de todos modos. Tardé un tiempo, pero me imaginé que me querrías aquí para seguir con lo nuestro. Tenía que irme, Nikki. Mi cabeza no podía asimilar lo que estaba ocurriendo. Sabía que seguramente dejaría que el enfado sacara lo peor de mí y entonces sí que te hubiera perdido para siempre. Hubiera dicho las cosas equivocadas, hubiera hecho las cosas equivocadas. Pensé que

huir y dejarte era lo más sensato. Quizá tenías que aprender por el camino difícil. —Estaba terriblemente preocupada. Tardé siglos en descubrir dónde estabas. Creo que ya he arreglado lo de Ann, pero aún no estoy totalmente segura y si quieres decirme «ya te lo dije», adelante. Me comporté como una completa idiota porque no te escuché. Sin ti ahí, mi vida sencillamente se había detenido. No podía creer que hubieras desaparecido de aquella manera. No tenía ni idea de cuándo ni de si ibas a volver. Si querrías volver a verme, si todo sería lo mismo o sería diferente. Nunca me había sentido tan

sola, tan perdida. Todavía tenían los dedos entrelazados mientras Georgie volvía a abrazarla. Seguían aún abrazadas en un silencio de comprensión mutua cuando Sharon volvió, lanzó una mirada y salió disparada hacia la barra. Seguían juntas cuando entraron Ann y Tracy. Georgie fue la primera en verlas y registró la mirada en el rostro de Ann. Se le disparó la adrenalina y, suavemente, apartó a Nikki. —¡Dios mío! —fue todo lo que pudo decir Nikki mientras Ann se acercaba. Los ojos de Ann en ningún momento se separaron de los de Georgie. Estaba fuera de quicio y sentía una mezcla de

placer por volver a ver a Nikki y rabia por los celos. Aquella chica tan pesada volvía a estar allí y había estado abrazando a Nikki, a su Nikki. Ann había olvidado convenientemente la última conversación que mantuvieron, aquélla en la que colgó el teléfono de un golpe. Lo único que veía entonces era la mirada desafiante y la postura amedrentadora de aquella mequetrefe. —Tengo entendido que te has convertido en un fastidio —dijo Georgie. Nikki cerró los ojos y gruñó. Quizás había dado demasiados detalles en su carta. Tuvo un recuerdo fugaz del comentario de Gillian sobre romperle

las piernas y deseó con todas sus fuerzas que no fuera Georgie quien acabara enyesada al final de la noche. Abrió los ojos y se dio cuenta, asustada, de que Ann la estaba mirando a ella. ¡Mierda!, quizá sería ella la enyesada. —¿Qué has estado contando, Nikki? —la pregunta de Ann era aparentemente tranquila. —La verdad. —Nikki se mordió los labios para intentar sofocar la bilis que le subía por la garganta. —Lo último que oí fue que te habían dejado, que habías sido un poco demasiado atrevida, ¿no? —El tono de Georgie era inconfundiblemente provocador.

—¿Quién se ha muerto y te ha dejado al mando? No me dejó, quedamos de acuerdo en ser sólo amigas, eso es todo. Nos estamos tomando nuestro tiempo, nada serio. Nikki se giró, anonadada. —Eso no es del todo cierto, ¿verdad? —Georgie, deliberadamente, bajó la voz para que Ann tuviera que esforzarse para oírla por encima de la música. —Puedes creer lo que quieras, pero las cosas son así. —Las cosas son… —La voz de Georgie ahora era firme—. Son que yo creo lo que Nikki me ha contado y no lo que dices tú, y sugiero que te alejes de

nosotras de una puta vez. Ninguna de nosotras quiere una relación de ningún tipo contigo. Ve a convertirte en la pesadilla de otra, ¿vale, nena? —¿A que te saco fuera y te hago botar como a una puta pelota de fútbol? El guardia de seguridad, un enorme tipo negro sin cuello, había aparecido por la periferia del grupo y estaba observándolas cuidadosamente. —¿A que agarro una botella de cerveza y te la meto por el culo? —dijo Georgie. Finalmente habló el guardia de seguridad: —Señoras, ¿por qué no se tranquilizan las dos? Es demasiado

temprano para tener que andar echando a la calle a las chicas guapas. Tracy no sabía qué hacer. Sentía lealtad por las dos, por Ann y por Georgie, pero Ann recientemente le había estado dando la lata para que la ayudara a intentar que Nikki volviera al redil y estaba un poco harta. Hacía tiempo que conocía a Georgie y sabía que sólo amenazaba violencia cuando estaba absolutamente justificada. Había visto a Georgie en acción dos veces: una había convencido a una chica de que dejara una pelea en los lavabos; otra había intercambiado unos cuantos puñetazos y había ganado. A Ann, sin embargo, nunca la había visto así. Dio

un paso y se interpuso entre las dos. —Venga, tiene razón. Ahí fuera hace un frío terrible. —Tracy hablaba con un ligero tono de histerismo en la voz. Se había dado cuenta de que el guardia de seguridad estaba tomando posiciones: movía los enormes hombros, que cambiaban de postura bajo su chaqueta hecha a medida; abría y cerraba los enormes puños; se balanceaba sobre las puntas de los pies, y desplazaba los ojos de la una a la otra, intentando prever el próximo movimiento. Probablemente estaba decidiendo bajo qué brazo llevaría a cada una de ellas como un balón de rugby, pensó Tracy, y cuántos segundos tardaría en llevarlas hasta la

puerta. Entonces empezaría una pelea callejera absolutamente lamentable, indigna, desagradable, sucia, con gritos, tirones de pelo y puñetazos. Como ninguna de las dos, ni Ann ni Georgie, había bebido ni una gota, podía durar siglos. Pero aquello, al menos, demostraba una cosa, pensó Tracy para sí, lo mismo que se les había ocurrido ya hacía tiempo a la mayoría de miembros de la pandilla: que Nikki y Georgie deberían haber estado saliendo antes. Sharon volvió a aparecer. Lo único que podía hacer Nikki era atormentarse con visiones de ella o de Georgie

hechas papilla por Ann o por Sharon. Se salvarían por los pelos. De una manera o de otra, pensó Nikki con tristeza, tendría que recurrir a desenterrar algunos de los movimientos que había aprendido en la escuela y aún acabaría yendo a trabajar el lunes con el pelo arrancado a mechones o con delatoras marcas en la cara. —Bueno, señoras, ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Fácil o difícil? —El guardia de seguridad ahora sonreía, con los dos dientes de oro relampagueando, aunque sus ojos seguían siendo amenazadores. Ann reconoció la amenaza y sensatamente decidió que su carrera profesional podía llegar a su fin en el

cuerpo si se enteraban de que había estado peleándose en la calle, en la puerta de un bar de lesbianas. Nikki quería marcharse, igual que Tracy. Sharon quería que castigaran a Georgie, que la humillaran, ya fuera Ann o el guardia de seguridad, no le importaba. A Georgie le importaba una mierda. —Otro día, nena —le siseó Ann—, cuando menos te lo esperes. Y tú —se giró hacia Nikki—, ve con cuidado, que sé dónde estás. Tracy captó el comentario y una llamarada de miedo mezclado con asco y desdén le hicieron agarrar con fuerza

el brazo de Ann y empezar a tirar de ella hacia la puerta. Georgie, que también había oído la amenaza, se puso en movimiento al mismo tiempo, igual que el guardia. Que tiraran de ella hacia atrás afectó al equilibrio de Ann, quien dio un traspiés cuando Georgie la alcanzaba y antes de que el guardia pudiera frenar a Georgie. El patinazo dio la ventaja a Georgie. Un velo rojo nubló sus ojos y, antes de que Ann pudiera reaccionar, Georgie le había saltado al cuello con las dos manos. Las dos cayeron al suelo en una maraña y los taburetes salieron volando, pero el apretón de Georgie no se aflojó y Ann recibió el impacto en plena

columna. Mientras Georgie se sentaba a horcajadas sobre Ann, con una mano todavía en su cuello y la otra lista para propinarle un puñetazo en plena cara, el guardia la agarró por el pecho y empezó a apretar. Georgie había perdido los estribos y apenas se daba cuenta de que el apretón la iba dejando sin aliento, de que los inmensos brazos de aquel tipo también la levantaban y la separaban, pero no pensaba soltar el cuello de Ann, y Ann empezaba a atragantarse, a tener problemas para respirar. El guardia estiró el brazo para soltar la mano de Georgie, pero ella empezó a retorcerse para liberarse del otro brazo, con la fuerza multiplicada por la rabia y

la determinación. El agarre del hombre empezó a perder fuerza: parecía que la mujer tuviera dos o tres pares más de brazos, era como intentar sujetar un pulpo. Cuando le aguantaba un brazo aparecía otro y empezaba una lluvia de puñetazos. Se llevó un par en la nariz, mientras el puño iba y volvía en busca de un directo, pero por lo menos ya no estaba intentando estrangular a la otra. Al final, la mole recuperó el control y consiguió inmovilizarla con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo, sujetos por la espalda, al tiempo que se levantaba y se llevaba a Georgie consigo. Ann seguía en el suelo, tosiendo, mientras Georgie era apartada a un lado.

El guardia se quedó con Georgie, sujetándole las muñecas con fuerza en señal de advertencia y con el cuerpo en parte ocultándola, en parte impidiendo que se moviera. No soportaba que las mujeres se pelearan. Todavía no había golpeado a ninguna, pero en esta ocasión había estado muy cerca. El y Georgie estaban de pie, respirando ruidosamente. Ann apenas podía respirar y Tracy fue a ayudarla a incorporarse. Hizo caso omiso de la mano que le tendía e intentó incorporarse por sí misma. Todo el bar la miraba en silencio, con una expresión atónita. Clavó los ojos en el guardia y éste, sin decir nada, negó con la cabeza. Detrás de él sólo podía ver los ojos de

Georgie, pero observó que estaban llenos de odio y que las llamaradas de rabia no habían perdido fuerza. Después vio a Nikki, que se dirigía hacia Georgie. Había perdido. Del todo. Fantástico. Se incorporó, se arregló la camisa, intentó recuperar algo de su dignidad y avanzó con paso tembloroso e inseguro hacia la puerta, con otro guardia de seguridad en pos de ella para asegurarse de que no se quedaba por los alrededores. Tracy, que la seguía, se giró una vez y le dijo a Georgie por señas que lo sentía. —Dadle diez minutos —les dijo tranquilamente el primer guardia a Georgie y a Nikki—, y después sugiero

que os vayáis. —¿Podemos tomarnos una copa antes de irnos? Puedes vigilarnos —dijo Nikki, lanzándole su más cálida sonrisa. Él asintió. Nikki rodeó a Georgie con el brazo y la llevó hacia la barra. El mar de gente se apartó para que pasaran. Dos chicas palmearon a Georgie en la espalda. Las atendieron inmediatamente. Los bourbons dobles con hielo, bebidos en silencio, las ayudaron a las dos. En cuanto terminaron las bebidas reapareció el guardia y, con suavidad, posó sendas manazas sobre sus espaldas. —Lo siento, chicas, es hora de irse.

—Su colega le había indicado que fuera no había moros en la costa. Tras una mirada rápida a Sharon, que parecía estar enfrascada en una conversación con alguien, las dos salieron al aire fresco. Se detuvieron un poco incómodas al lado del coche de Georgie. Finalmente Georgie rompió el silencio. —Creo que podemos dar por hecho que no nos van a permitir la entrada, bueno, por lo menos hasta que la caja se empiece a resentir. Seguramente podremos entrar dentro de unas semanas. —No sé si debo estar agradecida

por lo que acaba de suceder, Georgie. ¿Crees que me dejará en paz o que esto lo empeorará? Es como una bomba de relojería. Sabe dónde trabajo, dónde vivo, y como tú la has humillado puede decidir vengarse presentándose… —Yo creo que desaparecerá de la faz de la tierra. Tracy estaba enfadada con ella y no creo que volvamos a ver a Ann por estos pagos. Me he hecho daño en la mano —dijo de repente. Nikki le tomó la mano y la levantó hacia la luz de las farolas. Pudo ver rasguños en los nudillos. Georgie hizo un gesto de dolor. —Venga, te llevaré a casa —le dijo Nikki—. Podemos recoger tu coche

mañana. Se detuvieron en una licorería. Nikki compró un paquete de cervezas y lo llevó al piso. Hacía frío, así que las dos se apretujaron en el sofá frente a la estufa de gas para intentar entrar en calor. —No has respondido a mi pregunta. ¿Te gustó mi carta? —preguntó Nikki. —Nunca había leído nada tan franco y tan sincero. Debe de haberte costado mucho escribirlo, morder el polvo y disculparte. La he leído unas cuantas veces, pero hay un par de cosas que no me quedan bastante claras —dijo Georgie, rebuscando bajo los papeles esparcidos sobre la mesita de café.

Cuando sacó la carta, Nikki se dio cuenta de que el papel estaba muy manoseado. Sospechó que Georgie la había leído muchas veces. Georgie fue directa a la frase en cuestión, así que Nikki constató que se sabía la carta de memoria. —En esta parte, aquí, dices que cuando estás lejos de mí es como si te faltara una gran parte de tu vida. Y que te gustaría decirme lo importante que era para ti, cuánto me necesitabas en tu vida. ¿Es sólo como amiga? — Georgie se giró hacia Nikki. Parecía que se le había detenido el corazón mientras esperaba la respuesta que le iba a cambiar la vida. —Eso es lo que pensaba —dijo

Nikki en voz baja—, pero cuando te fuiste me di cuenta de lo que sentía en realidad. Acusaba tu ausencia físicamente. Me dolía. No podía dejar de pensar en ti. Mi vida parecía vacía, lo demás parecía no tener importancia. No podía concentrarme en el trabajo, no podía pensar con claridad. Lo único que veía era tu cara, el dolor en tus ojos la última vez que te vi. Pensar que yo te había hecho eso me partía el alma. Recordaba una y otra vez los momentos divertidos que habíamos pasado, nosotras dos, cómo me ayudaste a encarrilar mi vida, cuánto me haces reír. Siempre que te he necesitado has estado ahí. Hasta aquella noche en que Ann me dijo que yo te gustaba, no tenía ni idea.

Entonces empecé a pensar en ello, en algunas cosas que me habías dicho. —Quizá fui un poco demasiado sutil. —La voz de Georgie era casi un susurro. —¿Sutil? ¿Por qué no me lo dijiste sin rodeos? —Me aterrorizaba que pudieras rechazarme. Nunca habías hecho ningún gesto que me hiciera pensar que te gustaba o que me veías como algo más que una amiga. Podía haber sido el peor error de mi vida. Podía haberte perdido del todo, incluso como amiga. Y yo tenía la sensación de que tú competías en otro nivel, de que yo no era lo bastante buena para ti. Así que me fui, me largué al

Caribe con Sharon, creyendo que a mi vuelta te encontraría viviendo con Ann, con todos tus planes tirados por la borda. Creía que Ann nunca me dejaría volver a ser tu amiga, que nunca volvería a verte. —Mientras hablaba, hacía girar la botella de cerveza que tenía en la mano y, sin darse cuenta, le arrancó la etiqueta. —Mírame —le dijo Nikki con suavidad. Georgie levantó la cabeza. Nikki le estaba sonriendo. —Bésame —dijo Nikki.

EN

aquella fracción de segundo, Georgie supo que no había vuelta atrás: su respuesta determinaría su futuro y el futuro de Nikki. Podía ser el futuro con el que había soñado y fantaseado. Hacía tanto tiempo que a Nikki le pertenecía una enorme y secreta porción de su corazón, y allí estaba, esperando con paciencia y complicidad, expectante, en silencio y sonriendo, a que Georgie

diera aquel paso. Georgie le miró a los ojos y pudo ver las chispas del deseo. Bajó la mirada a los labios entreabiertos de Nikki. En una fracción de segundo podría estar besando aquellos labios. Sentía que el paraíso la estaba llamando. Temblando de emoción, dejó la cerveza sobre la mesa y se inclinó hacia delante en un movimiento fluido. Depositó un ligerísimo beso que apenas rozó los labios de Nikki y se apartó. Temía que Nikki pudiera estar jugando con ella, que no tuviera ni idea de cómo se sentía en realidad. Nikki sintió la descarga que se produjo entre las dos cuando sus labios

se juntaron, brevemente, seductoramente. Entonces Georgie prácticamente se apartó y los brazos de Nikki acercaron su cuerpo tembloroso. Nikki bajó la cabeza y sus labios quedaron casi rozándose, pero sin llegar a hacerlo, mientras se miraban la una a la otra. —Hace tanto que te deseo — murmuró Georgie. Nikki podía notar su aliento contra sus labios mientras hablaba—. Verte con otra persona me estaba volviendo loca. Sabía que no te convenía, sabía que te iba a tratar mal. Quería ser yo de quién hablaras así. No lo podía soportar. »Aquella noche que te di un masaje

me estaba volviendo loca. Cada vez que bailábamos juntas quería llevarte a la cama. Te he mirado mientras dormías. He estado en tu despacho muriéndome de ganas de lanzarte sobre el escritorio y tomarte allí mismo. Cuando entré y me di cuenta de que llevabas medias con liguero creí que me moría en aquel instante. Abrazarte, pensando que tú no me querías, me destrozaba cada vez. Cada día que pasaba sin verte, sin poder hablar contigo, era una tortura para mí. Esas tres semanas en el Caribe han durado como toda una vida. Creía que podría olvidarte, pero nunca he querido olvidarte. Quiero estar contigo, necesito estar contigo. Eres mi vida, la razón por la que estoy aquí, por la que respiro, por

la que existo. Hasta ahora, hasta este mismo instante, he ido a la deriva: siempre me ha faltado algo. Entraste en mi vida y me desconcertaste, me dejaste boquiabierta. Nunca he deseado tanto a nadie. Nunca he soñado con alguien cada noche, así. Quiero dártelo todo, todo lo que tengo, todo lo que soy, todo lo que siempre he querido ser. Nikki se había quedado sin palabras. No podía apartar su cara de la de Georgie. Tenían los ojos clavados los unos en los de la otra. Estaba fascinada por el amor con que Georgie la miraba, por su voz, por la emoción que traslucía. Nunca se había sentido tan querida y necesitada. Parecía que todo su pasado

se hubiera reescrito y que Georgie siempre hubiera estado ahí, tal como estaba entonces, entre sus brazos, mirándola con plena confianza. ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Por qué había hecho falta que Georgie tomara la drástica decisión de irse para que ella, por fin, se diera cuenta de lo que había tenido allí todo el tiempo, justo delante de sus narices? Todos aquellos meses perdidos, aquellos comienzos fallidos intentando desesperadamente encontrar a su mujer ideal y haciendo caso omiso de las señales que Georgie le enviaba. El repentino torrente de emociones profundas y apasionadas que le expresaba la chica que tenía entre los

brazos la tomó por sorpresa. Necesitaba abrazarla aún con más fuerza, no dejarla escapar. Ahora no, no cuando se habían encontrado por fin la una a la otra. —Vuelve a besarme —susurró al oído de Georgie—. Quiero que me tomes, que me hagas el amor, que me enseñes, que me demuestres cuánto me deseas. Los besos de Georgie eran suaves, delicados, tanteantes, ligeros como alas de mariposa contra sus labios, sus pestañas, sus mejillas, sus orejas, mientras Georgie le sostenía el rostro entre las manos. Y entonces, se juntaron, dando rienda suelta a los meses de deseo que explotaron en el primer beso,

profundo, exploratorio, intenso, con las bocas abiertas para que las lenguas investigaran. Las dos gimieron: la necesidad y el anhelo las invadían al mismo tiempo. Nikki se tiró hacia atrás cuando Georgie se echó hacia delante. Ahora estaba debajo de ella, moviendo las caderas mientras las manos de Georgie empezaban a masajearla y acariciarla. Empezó a succionar la lengua de Georgie hasta el fondo de su boca. Nikki se imaginaba aquella lengua en otras partes, mientras Georgie la agitaba suavemente sobre el labio superior, la deslizaba por el labio inferior, le lamía las comisuras de los labios y, después, la besaba profundamente, haciendo sus caricias

más insistentes y urgentes. La pasión se había apoderado de ambas. Nikki deslizaba las manos arriba y abajo por la espalda de Georgie, arañándole la camiseta con las uñas. Le deslizó la mano por dentro de la cinturilla. Georgie le apretaba los pechos mientras seguía excitándola con la lengua. Nikki necesitaba tener aquella lengua dentro de ella, probando sus fluidos. Georgie empezó a apartarse; Nikki la siguió. —Ven conmigo —le susurró Georgie en la boca, agarrándola de la mano, haciéndola levantar y llevándola hacia la habitación. De repente, Nikki se sintió

irracionalmente tímida y nerviosa. —No quiero decepcionarte —dijo en voz baja. Georgie se quedó de pie, en silencio, sosteniéndole la mano, e inmediatamente lo comprendió. Tenía que ser lento y extremadamente delicado. Tenía que darle tiempo a Nikki a recuperar su confianza. Por Nikki, hubiera podido esperar tanto como hiciera falta. Pelearía por ella, moriría por ella, haría cualquier cosa que Nikki le pidiera. De repente, Georgie miraba con temor reverencial a aquella mujer que estaba de pie delante de ella, expuesta y vulnerable, y absolutamente a su merced.

—¿Por qué no te adelantas y te vas preparando? Recogeré un poco —le susurró. Nikki asintió y Georgie, sonrió mientras Nikki cerraba la puerta de la habitación. Se metió en el baño, se desnudó, se envolvió en una toalla y paseó por el salón lentamente, apagando las luces, apagando el fuego, resistiendo la tentación de fumarse un cigarrillo, dándole a Nikki todo el tiempo del mundo. Tenía el corazón en la boca. Estaba tan nerviosa como Nikki: también temía defraudarla. Su máxima fantasía estaba detrás de aquella puerta, desnuda, abierta, mojada y expectante. Le temblaban las manos, el nerviosismo

la estaba abrumando. Respiró profundamente y abrió la puerta. Nikki estaba encima del edredón, desnuda, apoyada sobre un codo y con una pierna doblada cuando Georgie entró. Le lanzó una mirada, repasando con sus ojos hambrientos el cuerpo de Nikki desde la cabeza a los dedos de los pies y de vuelta otra vez. Aquellos muslos larguísimos y esbeltos; los pechos plenos y redondos, de pezones erectos; el vello rubio, suave, sedoso y húmedo entre sus piernas; la pelusilla de los muslos de Nikki, que se veía a contraluz por la lámpara de la mesilla. En silencio, luchando por controlar su palpitante corazón, dejó caer la toalla y

se quedó de pie, orgullosa, mientras escuchaba el grito ahogado de placer de Nikki y veía cómo ella absorbía cada centímetro con ojos igual de ávidos. Nikki nunca había visto a Georgie desnuda, ni siquiera medio vestida. Luchó para superar la urgencia de saltar de la cama con manos voraces. Georgie siempre llevaba vaqueros o pantalones militares y camisas anchas, de manera que Nikki no tenía ni la menor idea de las delicias que, en realidad, esperaban debajo de la ropa. Georgie tenía los pechos más grandes de lo que ella había imaginado y su cuerpo era más delgado de lo que esperaba. Tenía las piernas y los brazos firmes y bien definidos, y la

piel perfecta y delicadamente bronceada, salvo por la marca del bikini. Ahora las dos sonreían, paladeando la idea de lo que les esperaba. El primer contacto de Georgie con la piel desnuda de Nikki fue electrizante, una lánguida caricia por todo el costado, un lento círculo alrededor del pecho, un contacto delicadísimo como una pluma sobre su pezón. Nikki se estremeció: en su interior, cada terminación nerviosa parecía estar gritando. Entonces la lengua de Georgie tomó el mando, mientras Nikki se recostaba sobre las almohadas. El tiempo se detuvo para Nikki.

Nada en el mundo importaba, salvo la lengua de Georgie sobre su piel. Sólo tocaba la superficie, muy lentamente, subiéndole por el costado, por el brazo, por el exterior de un pecho, por el cuello, mientras Georgie se sentaba a horcajadas sobre ella y continuaba con su tarea. La lengua de Georgie la lamió suavemente, descendiendo por el otro lado del cuello de Nikki, por el hombro, el brazo y el interior del codo. Bajó hasta la cadera dando un lengüetazo en un pezón, descendió por entre los pechos y se movió en círculos con enloquecedora lentitud sobre su vientre plano y terso. Las manos de Georgie empezaron a acariciarla mientras la lamía, prácticamente planeando sobre

sus pechos; después cada mano se movía más lejos por el cuerpo de Nikki. La lengua se deslizaba suavemente arriba y abajo por un muslo cuando Nikki abrió las piernas. Georgie olió el perfume de Nikki mezclado con el almizcle de su excitación; vio cómo brillaban sus fluidos; escuchó a Nikki gimiendo su nombre; paladeó la sal en su piel. Todos los sentidos estaban en su apogeo: Georgie podía oler, oír, sentir, gustar y ver el deseo de Nikki. Tenía la cabeza llena de Nikki, las manos llenas de Nikki y quería llenarse la boca de Nikki, pero aún no. Le dio unos besitos ligeros en la

parte interior de sus muslos, yendo de uno a otro con un delicado lametón en medio, en el clítoris, hasta que Nikki empezó a levantar las caderas, deseando desesperadamente, pero en silencio, que Georgie se sumergiera en ella con labios y lengua. Georgie aún luchaba contra la urgencia de hacer lo que deseaba desde hacía meses. Podía sentir cómo sus propios fluidos empezaban a rezumar mientras Nikki gemía y se retorcía. Tenía la mano de Nikki en la cabeza, apretando con insistencia. Georgie levantó la cabeza. Nikki la estaba mirando, con los ojos medio cerrados y un brazo doblado sobre la almohada. Nikki sonrió y sólo dijo:

—Por favor. Georgie bajó la cabeza y finalmente se hundió en ella, con alivio y anhelo. Nikki no pudo evitar una respiración brusca cuando Georgie le tomó todo el sexo en la boca, lo retuvo, lo liberó y después empezó a lamerla con ansiedad. Los sentidos de Nikki empezaron a dar vueltas, mientras la experimentada lengua de Georgie dibujaba círculos alrededor de su clítoris, se deslizaba a todo lo largo y exploraba en su interior, aumentando la presión cuando lamía hacia delante, agitando el clítoris con la punta de la lengua, de un lado a otro y de arriba abajo. Georgie movió la mano para apartar el capuchón del clítoris y lo

succionó con fuerza, casi mordisqueándolo con los dientes y después pasando la lengua una y otra vez alrededor. Nikki podía escuchar a Georgie, podía sentir el clítoris palpitante, el coño que se tensaba. Tenía los ojos cerrados mientras dejaba que los sonidos y las sensaciones llenaran su mente. La otra mano de Georgie ahora le estaba apretando el muslo aún más contra la cama y Nikki notaba que no podía estar más abierta. Quería entregarse por completo a Georgie; aquello no era suficiente. Estaba empujando hacia arriba contra la maravillosa cara y la preciosa boca de

Georgie. Era casi como si la quisiera dentro de ella, como si quisiera que se quedara allí. Mientras Nikki se frotaba contra ella, con los dedos tensándose entre su cabello, Georgie tuvo la sensación de que quería estar así para siempre, dándole placer, oyéndola gemir su nombre. Necesitaba estar dentro de Nikki, sentir que Nikki se apretaba contra sus dedos, pero, en lugar de eso, siguió lamiéndola, deslizando lentamente toda la lengua arriba y abajo, penetrándola rápidamente mientras oía que Nikki susurraba, murmuraba. —Lléname, nena, lléname. Tengo que sentirte dentro de mí. Haz que me

corra. Tengo que correrme. ¡Dios, esto es el paraíso! Cuánto placer. Georgie levantó un poco la cabeza y Nikki pudo sentir su cabello entre sus muslos con la pequeña agitación de su cabeza. —Hay demasiadas cosas para correrse ahora —murmuró Georgie. El placer era tan intenso para ella que gimió de deseo contra el sexo de Nikki. Georgie pudo saborear cada marea de nuevos fluidos en la punta de la lengua, mientras Nikki comenzaba a ascender. Su rostro empezaba a resbalar en la humedad y se aferraba al interior de los muslos de Nikki para agarrarla con la boca, para que la lengua pudiera

explorar más y más hacia dentro, aumentando la presión sobre el clítoris de Nikki a cada caricia. Entonces, atacó, sabiendo que a Nikki no le faltaba mucho, succionando con fuerza su clítoris erecto, agitándolo de un lado a otro. Nikki había estado lista para alcanzar el clímax durante algún rato: las repentinas e intensas punzadas de placer cuando creía que no podía experimentar nada más sensual, excitante e irreal parecieron alcanzar el centro de su alma. Ni en sus sueños y fantasías más salvajes había imaginado tal intensidad de excitación sexual, exacerbada por una emoción tan intensa.

Nunca había imaginado que nadie estaría tan encantado de poderle proporcionar tanta dicha durante tanto tiempo y de manera tan generosa. Cada fibra de su ser estaba centrada en una única parte de su cuerpo. Una parte de ella intentaba retorcerse en la cama para alejarse; otra empujaba para acercarse. —¡Dios! ¿Qué me estás haciendo? Estaba al borde, en el mismo borde, justo allí, apenas ligeramente consciente de estar gritando el nombre de Georgie cuando Georgie se retiró, limitándose a agitar la punta de la lengua sobre su clítoris. Nikki dejó escapar un profundo suspiro de disgusto y deseo.

—Nena, tenemos toda la noche —le ronroneó Georgie junto a su clítoris palpitante. Nikki apenas podía concebir la idea de que aquella delicia fuera a durar aún más horas. Georgie seguía acariciando los muslos de Nikki, rascando ligeramente las uñas contra su piel. Se incorporó y, sin dejar de acariciarla, cubrió de delicados besos todo su cuerpo. La besó en la boca suavemente y, después, intensamente. En cuanto notó el sabor de sus propios fluidos en los labios de Georgie (nunca nadie le había hecho aquello antes), Nikki enloqueció y respondió con desenfreno agarrando a

Georgie con fuerza y arañándole la espalda con las uñas, mientras Georgie le apretaba los pechos, al tiempo que se movían frenéticamente la una contra la otra. Georgie deslizó la mano por debajo de los pechos de Nikki, por su vientre, hasta alcanzar su sexo, mientras Nikki levantaba las caderas para encontrarse con aquellos dedos insistentes y experimentados. Georgie se deslizó dentro de ella con facilidad, moviéndose con una ternura que a Nikki le pareció exquisita y divina, bajando el ritmo y sin dejar de besarla intensamente. Después sacó los dedos para frotar el clítoris hinchado de

Nikki con el pulgar. Georgie se separó de ella y Nikki abrió los ojos. Los dedos de Georgie sobre sus labios, empapados en su propia humedad, la sorprendieron y Nikki empezó a lamerlos, primero titubeante y después enfebrecida al saborear la dulzura almizclada y cremosa de sus fluidos, sabiendo que estaba probando lo mismo que acababa de saborear Georgie. Sentir la lengua de Nikki alrededor de sus dedos empapados, lamiéndolos, chupándolos, fue demasiado para Georgie. Se inclinó para besar y lamer aquellos mismos dedos; sus lenguas se tocaban y resbalaban. Cuando Nikki

dejó de notar el sabor de su placer, bajó el ritmo, sin dejar de mirar con absoluta confianza a los ojos de Georgie. —Date la vuelta —le susurró Georgie. Nikki se dio la vuelta, intrigada. Georgie se arrodilló entre sus piernas y empezó a besarla en la nuca, en las orejas. Nikki podía sentir los pechos de Georgie rozándole contra los omóplatos. Las manos de Georgie le acariciaban la espalda y la parte exterior de sus pechos, mientras empezaba a desplazarse hacia abajo con besos ligerísimos. Nikki, soñadora, empezó a mover su cuerpo contra los labios de Georgie, contra sus dedos. Su

cuerpo estaba plenamente relajado. Confiaba totalmente en las caricias de aquella mujer experimentada e impaciente, que se cernía sobre ella. Nikki estaba donde tenía que estar, donde estaba destinada a estar. La velocidad con la que habían conectado le había quitado el aliento. La profundidad de sus sentimientos por Georgie, desatados en tan corto período de tiempo, parecía infinita. Siempre habían estado ahí. Sin Georgie, ella no estaba completa. Con ella sentía que todo el vacío, el dolor, el daño de aquellos años desaparecían de golpe, que podía seguir adelante y comerse el mundo. Lo único que se reprochaba era

no haber manifestado antes sus sentimientos, que hubieran habido tantas oportunidades perdidas. Y respecto a lo que Georgie le estaba haciendo en aquel momento, ahondando en su interior, explorándola con la lengua, sin vergüenza… Georgie quería que la primera vez fuera especial para las dos. Cuando Nikki la besó por primera vez, se le detuvo el corazón. En aquel instante su fantasía se hizo real y ahora quería besar y paladear cada centímetro de Nikki, por si el sueño se hacía pedazos por la mañana, ya que los recuerdos permanecerían para siempre. Incluso su más enfebrecida fantasía a altas horas de

la madrugada, a solas en la oscuridad, palidecía por su insignificancia frente a la realidad de aquella fabulosa criatura tumbada debajo de ella. Y así deslizó la lengua por el interior de los muslos de Nikki, mientras ésta se abría aún más de piernas. Le lamió el coño y, con infinita lentitud, empezó a moverse hacia arriba, controlando con cautela las reacciones de Nikki, mientras rozaba con la punta de la lengua lo que podía ser un lugar prohibido. Sintió que Nikki se tensaba y después se relajaba, con un silencio que manifestaba su consentimiento. Ahora succionaba y exploraba con delicadeza y Nikki empezó a gemir.

Georgie deslizó un brazo bajo las caderas de Nikki y la hizo levantar de la cama y ponerse de rodillas. Georgie estaba detrás de Nikki, cubriéndola, con los dedos dentro de su coño, besándole la nuca, casi mordiéndola y moviéndose a un ritmo creciente, mientras Nikki empezaba a empujar cada vez más rápido y con más fuerza contra aquellos dedos insistentes, persuasivos y profundos. Estaban cabalgando juntas. Georgie sentía los espasmos de Nikki, escuchaba sus jadeos sumándose a los suyos y también podía sentir cómo se le formaba un nudo en el estómago, listo para ser deshecho, mientras inclinaba su cabeza sobre la de Nikki.

Nikki enroscó sus labios alrededor de los de Georgie, con los gemidos vibrando en la boca de la otra. Después Georgie se volvió a separar, mientras con una mano apretaba y estiraba un pecho de Nikki y con la otra seguía penetrándola con fuerza. Nikki empezaba a dejarse ir, empezaba a dejar que el orgasmo inundara todas las partes de su cuerpo, comenzando en el estómago y extendiéndose hacia el exterior. Georgie podía sentir el chorro del orgasmo de Nikki en su mano, mientras Nikki soltaba el grito final: un largo e interminable «Georgie». Nikki se desplomó y Georgie la envolvió, la abrazó con fuerza, mientras

casi sollozaba en su nuca. Las dos se susurraban «te quiero» una y otra vez, intentando tranquilizar su respiración y controlar sus miembros, que temblaban y se estremecían. Lentamente, Georgie retiró los dedos y suavemente los elevó hasta los labios de Nikki, quien los besó. —¿Siempre va a ser así? —murmuró Nikki, mientras sus muslos se sacudían en un espasmo. —Acabamos de empezar, nena — dijo Georgie, acariciándole la nuca—. ¿Ya estás lista para la segunda ronda? Nikki empezó a reírse. —Nena, todavía estoy allí arriba, en el techo —repuso.

Georgie la miró con picardía. —Tengo fresas y champán en la nevera —dijo—. Me las iba a tomar para desayunar porque me sentía decadente desde mis vacaciones, pero ahora me siento hambrienta y caliente. ¿Y tú? Nikki, con debilidad, levantó un brazo para hacerle una seña, indicando que se fuera. —Como quieras —dijo. Seguía en la misma posición cuando Georgie volvió. El corazón le dio un vuelco, porque creyó que Nikki se había dormido, pero al descorchar la botella Nikki volvió a la vida. Se levantó hasta quedar sentada con las piernas cruzadas.

Georgie apenas podía apartar los ojos de aquella visión. —¿Te he explicado alguna vez lo caliente que me pone el champán? — dijo Nikki sonriendo, mientras las manos de Georgie temblaban por el esfuerzo que hacía para servir el champán sin derramarlo. Nikki tomó la copa con manos igual de temblorosas. Brindaron y las dos bebieron, ansiosas. —Lo que tienes que hacer es meter una fresa en el champán y así te la puedes comer después —dijo Georgie. —Prefiero meterla en otro sitio y comérmela. —Era evidente la malicia que desprendía la voz de Nikki.

La fresa que Georgie se iba a llevar a la boca se quedó a medio camino. Nikki se la quitó y, mientras se miraban a los ojos, se inclinó hacia delante para deslizar la fruta, arriba y abajo, por el coño empapado de Georgie. Sin dejar de mirarse a los ojos, Nikki pasó la lengua alrededor de la fresa y después le dio un mordisco. Georgie bajó la mirada a la boca de Nikki. —Hummm, delicioso —dijo Nikki, quitándole la copa a Georgie—. Creo que ahora es mi turno. La seguridad de su voz ocultaba los temblores de su corazón. La manera en que Ann le había hecho el amor y el orgasmo alucinante que le acababa de

proporcionar Georgie la habían llenado de aprensión. Nikki sospechaba que ella no sería lo bastante buena para aquella lesbiana experta que estaba tumbada boca arriba sobre los almohadones, esperando pacientemente, al parecer, su primer movimiento. Quería proporcionarle mucho placer a Georgie, quería que Georgie alcanzara las cúspides de locura a las que había ascendido ella misma. Todos los apareamientos anteriores a Ann habían sido simplemente amateurs por su parte, experimentales. Había saboreado a una mujer, había penetrado con sus dedos a una mujer, pero siempre se había mostrado reacia cuando le sugerían utilizar algún juguete. Y sabía que nunca

había conseguido que una mujer se corriera del modo que Ann y Georgie lo habían hecho con ella. Sobre todo, Georgie, que la había subido en unas montañas rusas hacia el éxtasis. Prácticamente aún podía sentir su lengua allí abajo y los dedos de Georgie en su interior. «Dios, voy a ser el peor polvo de su vida» —pensó con desmayo. Su rostro delató aquel pensamiento. Georgie la tomó de la mano y se la apretó, se inclinó hacia delante y le dio un beso en los labios y depositó otro sobre sus hombros temblorosos. —Tenemos todo el tiempo del mundo —le susurró al oído, animándola,

y le giró la cabeza con ternura para que Nikki pudiera besarla. Mientras Georgie volvía a recostarse, arrastrándola con ella, Nikki le devolvió el beso y la pasión que crecía en su interior empezó a controlar su mente. Paseó las manos por los firmes pechos de Georgie, haciéndole cosquillas y jugueteando con sus pezones, hasta que se irguieron con orgullo. Sus labios bajaron para lamerlos, para succionarlos, para tirar de ellos, para mordisquearlos suavemente, hasta que Georgie gimió con una mezcla de placer y dolor. Georgie pasaba los dedos por entre el cabello de Nikki y Nikki se dio cuenta

de que, con suavidad pero con firmeza, la estaba empujando hacia abajo. Respiró profundamente para disimular su nerviosismo, esforzándose por recordar lo que Ann, Georgie o las otras chicas le habían hecho allí abajo. Deseaba con todas sus fuerzas ser la mejor para Georgie, pero era lo suficientemente realista para saber que era imposible que lo fuera. Al menos aquella noche. Georgie había doblado una rodilla. Nikki le pasó la lengua por la parte inferior de los muslos y volvió a bajar, acariciándola con la mano, amasando su carne musculosa. El almizcle de Georgie inundó sus sentidos y no pudo esperar ni

un minuto más para saborearla, para beber de ella, para tragar y chupar aquellos brillantes hilillos de fluido que podía ver al agachar la cabeza y empezar a lamer, a chupar, a succionar. En el momento en que la lengua de Nikki la tocó, Georgie estuvo a punto de correrse. La sacudida involuntaria de las caderas de Georgie hizo que Nikki mirara hacia arriba, sorprendida. Georgie la estaba mirando, con los ojos medio cerrados de deseo, y Nikki pensó que nunca había visto nada tan bello, tan excitante. Georgie se estaba esforzando denodadamente por no perder el control

de su cuerpo. Cada noche había soñado con aquello, con tener a esa bellísima, poderosa y excitante mujer entre sus piernas, con la cara hundida en ella, con aquellos dedos largos y sensibles acariciándola. Tenía la boca seca: se mojó los labios y de nuevo sintió el sabor de Nikki sobre ellos. La realidad era casi más de lo que podía soportar. Le hiciera lo que le hiciera Nikki, lo más probable es que fuera a explotar. Georgie se estremeció con el contacto de su cuerpo: tan sólo estar allí desnuda con ella le hubiera bastado. Pero ahora Nikki estaba siguiendo el ritmo y su confianza aumentaba por segundos, mientras Georgie se retorcía

contra su boca. Empezaba a desarrollar una habilidad natural mientras experimentaba con la lengua, escuchando el sonido de la respiración de Georgie, lo que le decía, cómo movía las caderas para intentar incrementar la presión de la lengua contra su sexo. Manando a borbotones, goteando, dulce y espeso como la miel contra su boca, hinchado bajo su lengua, el coño de Georgie hizo que los sentidos de Nikki empezaran a dar vueltas. Georgie bajó una mano para apartar el capuchón de su clítoris, Nikki se hundió aún más y empezó a succionarlo y a pasar la lengua arriba y abajo por los dedos que Georgie tenía a cada lado.

—Por el amor de Dios —jadeó Georgie—, penétrame. Nikki continuó con la boca, succionándole el clítoris con fuerza, y presionó para introducir primero dos y luego tres dedos dentro del coño de Georgie. Georgie ahogó un grito al notar los dedos de Nikki en su interior. —Esto me está volviendo loca. Venga, nena, a por ello. —La orden era inequívoca. Georgie casi podía sentir la sonrisa de Nikki contra ella mientras agitaba la cabeza. Nikki quería quedarse allí abajo, quería jugar, quería excitarla, quería aprender. Tenía todo el sexo de Georgie dentro de la boca, le estiraba

suavemente de los labios, con los dedos jugueteaba en el exterior del coño y después metía y sacaba la lengua sobre los dedos resbaladizos y empapados. Sin avisar, se introdujo más dentro de Georgie, tan profundamente y llenándola tanto que Georgie arqueó la espalda. Nikki la chupaba con fuerza mientras la follaba, con un ritmo que encajaba perfectamente con el movimiento de caderas de Georgie. Nikki había estirado un brazo hacia delante y estaba amasando un pecho de Georgie, y tirándole de un pezón, y lo único que Georgie pudo hacer fue empezar a gritar mientras el orgasmo crecía y crecía. Ahora Nikki le había

encontrado el punto G y con cada penetración rápida y profunda Georgie se elevaba cada vez más y más cerca, arqueando la espalda hasta casi separarse de la cama, en parte desesperada por correrse, en parte deseando que aquello no terminara nunca. No podía frenarlo, no podía controlar su cuerpo. Todas las fantasías, los anhelos, el dolor, el disgusto, el intenso amor y la pasión que sentía por Nikki inundaron su mente en un último espasmo visceral y arrebatador. Fue tan vehemente, tan intenso, que sintió cómo se deshacía a borbotones en la boca de Nikki y escuchó y notó la reacción de

Nikki. Su grito cuando estalló se convirtió en un sollozo y no pudo evitar que las lágrimas brotaran bajo sus párpados cerrados. Nikki se movió rápidamente cuando Georgie intentó alejarse de ella, con incontrolables sollozos sacudiendo sus hombros. Se tumbó a su lado, la giró hacia ella y la rodeó estrechamente con los brazos mientras lloraba. Sintió las lágrimas en su pecho. —Ha sido increíble —suspiró finalmente Georgie, cuando los sollozos remitieron, los muslos dejaron de estremecerse y las manos dejaron de temblar—. Nadie me había hecho llorar antes —añadió.

—Nadie te ha amado tanto antes — dijo Nikki en voz baja. Georgie levantó la mirada, con las lágrimas aún brillándole en los ojos. Nikki se inclinó y rozó suavemente sus labios con los de ella. —Estoy aquí y soy tuya, en corazón, mente, cuerpo y alma —susurró Nikki. Aún seguían entrelazadas cuando Nikki se despertó. Lanzó una mirada al reloj. Era muy pronto. Sentía un cuerpo caliente y seductor contra el suyo. La pierna de Georgie estaba encima de la suya, y su cabeza se hallaba apoyada en el hombro de Nikki. Nikki podía sentir la respiración de la chica, que dormía tranquilamente.

En la oscuridad, ellas dos juntas, no importaba nada más: el mundo estaba bien encerrado ahí fuera. Nikki quería quedarse allí para siempre, cómoda y calentita, segura y satisfecha. En sueños, Georgie movió el brazo, encontró la mano de Nikki y entrelazaron sus dedos. Nikki sonrió para sí, y besó a Georgie en lo alto de la cabeza. Georgie se movió otra vez y se acurrucó aún más contra ella, y Nikki volvió a dormirse, sonriendo aún. Cuando volvió a despertarse, Georgie le estaba besando los pechos con mucha delicadeza y le acariciaba el estómago casi imperceptiblemente, moviéndose contra ella. Adormilada,

Nikki empezó a reaccionar moviendo las caderas en señal de respuesta. Georgie se incorporó, la excitó suavemente con los dedos y la miró. —No puedo creer que estés aquí — dijo con suavidad. —Te quiero —dijo Nikki, haciéndole bajar la cabeza y empezando a besarla con un beso que parecía no acabar nunca. Tampoco quería separarse. Las manos acariciaban, exploraban; los cuerpos estaban resbaladizos por el sudor; sus pechos se aplanaban, frotándose el uno contra el otro. Georgie empujó a Nikki sobre su espalda y le separó las piernas con su propia pierna. La inmovilizó e instantes

después, estaba dentro de ella, en lo más profundo, mientras Nikki ahogaba un grito. Georgie movió la otra pierna y deslizó su muslo debajo de Nikki, mientras ésta arqueaba la espalda y empujaba contra los dedos. La sensación empezó a aumentar a toda velocidad. Nikki no podía creer que fuera tan rápido. Georgie le metía la lengua en la boca al mismo ritmo frenético que los dedos y, cuando Nikki empezó a tensarse, Georgie dejó de besarla para que Nikki pudiera gritarle «Dios», «Jesús», y para que pudiera lanzar larguísimos gemidos guturales, mientras Nikki alcanzaba el clímax y aguantaba, sacudiendo las caderas con

frenesí. Pero Georgie aún quería darle más. Sin salir de dentro de ella, Georgie se desplazó entre sus piernas, acariciándola con suaves toques de la lengua, como un suspiro sobre el clítoris aún palpitante de Nikki. Nikki volvió a ascender con aquella delicada caricia casi insoportable. Aún estaba en los últimos coletazos del primer orgasmo cuando sintió que se acercaba el segundo: un maremoto recorría todo su cuerpo y se extendía por todo su interior. Seguía gritando sin poder creérselo cuando Georgie frotó toda la lengua sobre su clítoris y después la clavó dentro de ella, por encima de los

dedos exploradores y ansiosos. Georgie se estaba esforzando al máximo para aferrarse a ella: Nikki se movía frenéticamente y con urgencia contra la boca y los dedos de Georgie, desesperada por liberar aquella última inundación de sensaciones. Georgie estaba rodeada, absorta, enfrascada en el sabor, el olor, el tacto. Ella también gemía ante la mezcla de sensaciones que estaba experimentando. Su rostro se deslizaba y resbalaba en los fluidos de Nikki. Percibía el sonido de su voz y aquella gloriosa presión alrededor de sus dedos. Tenía las piernas de Nikki sobre los hombros, empujándola aún más profundamente.

Los muslos se empezaban a cerrar como un cepo a medida que Nikki se dejaba ir, se abandonaba. Mientras lo hacía, un último borbotón cálido llenó la boca de Georgie. Aquella sensación extraordinaria la llevó al límite. No pudo aguantar más la creciente marea de su propio orgasmo, mientras clavaba la lengua y los dedos en Nikki. Las dos permanecieron tumbadas en silencio. Georgie tenía la cabeza apoyada en el vientre de Nikki, mientras sus respiraciones empezaban a tranquilizarse. —Te amo —dijo al fin Georgie. Y Nikki se sintió en casa.

LAS

semanas y los meses se desdibujaron para Nikki Jones. Su único foco de atención era Georgie, la vida juntas, su futuro juntas. Steve Jones apenas veía a su mujer. Cada vez pasaba menos noches en casa, ya que al parecer andaba muy ocupada en conferencias, seminarios y reuniones de nuevos negocios cada vez más lejos. Cada noche que pasaba en su casa,

separada de Georgie, era como una tortura. Ahora sabía lo que significaría perder a Georgie, no ser capaz de abrazarla, de sentirla, de saborearla. Como una colegiala, esperaba con ilusión comer juntas, pasar la tarde y la noche juntas, las llamadas de teléfono. Quería pasarse cada hora de cada día del resto de su vida con Georgie. Verlas a las dos juntas en los bares y los clubs de lesbianas era un afrodisíaco natural para cualquier lesbiana presente. Estaban siempre pegadas, nunca dejaban de tocarse y nunca bailaban con nadie más. Era una pareja atractiva e hipnótica. Sólo tenían ojos y sonrisas la una para la otra, mientras realizaban su habitual espectáculo en la pista. Muchas

creían que haría falta una intervención quirúrgica para separarlas. Y las noches. Las noches eran otra cosa. ¡Su amor era tan real, tan físico! Nikki nunca se había excitado tanto ni tan inmediatamente sólo porque alguien la mirara, con una sonrisa lenta y pícara, por las promesas cómplices de sus ojos. Georgie la había trasladado a una nueva dimensión de deseo, placer y asombro ante la profunda reacción que su cuerpo podía ofrecer. Nikki se deleitaba, destacaba y florecía en la feliz satisfacción de amar y ser amada. Sus planes de negocio empezaban a concretarse. Había hecho una tasación global para la venta al contado de su

queridísimo Saab, sólo en caso de emergencia. Ella y Gillian habían acordado un contrato para un despacho amueblado. Cada día sacaba disimuladamente un poco de material de oficina de la compañía. Georgie había contactado con diseñadores independientes, que habían acabado el diseño del anuncio de lanzamiento. El logo y los membretes de Nikki estaban listos, esperando la luz verde de la imprenta. Nikki tenía ya cierta cantidad de clientes anteriores, devorados por la impaciencia ante el lanzamiento del Millennium. Sus previsiones de liquidez y de ganancias y pérdidas mostraban unos primeros meses difíciles, pero sabía que iba a funcionar. Sabía que

podía irse de su agencia e incluso dejar su matrimonio, y tener éxito de la noche a la mañana. El amor de Georgie, su apoyo, su fe y su confianza en Nikki eran absolutos. Georgie entendía los sueños de Nikki e implícitamente creía en ella. Su propia fantasía también se había hecho realidad: ahora estaba con Nikki. Con la inquebrantable devoción y con el compromiso de Georgie, Nikki Jones estaba dispuesta a comerse el mundo y lograr su sueño. Ahora iba a toda prisa a encontrarse con Georgie. Se iban de fin de semana largo reservado desde la empresa, en apariencia un viaje a París para asistir a la conferencia de un cliente, en lo que a

Steve respectaba. Cuatro días y cuatro noches, el tiempo más largo que habían pasado juntas. Era una cálida tarde de fines de primavera cuando Nikki descargaba el coche. Georgie bajó saltando las escaleras hasta el coche, agarró una bolsa y vio que Nikki aún iba con la ropa de trabajo. El beso de bienvenida fue rápido y subrepticio, como si fueran dos amigas saludándose. Dentro del piso no le dio nada de tiempo a Nikki. Se abrazaron con fuerza y se besaron enfebrecidamente, hasta que dejaron caer lo que llevaban —las bolsas, las llaves— a sus pies y se

fundieron la una en la otra. Nikki llevaba tacones, así que sobresalía por encima de Georgie, de manera que ésta tenía que estirarse para alcanzar aquel beso persistente. —Dime que llevas medias con ligero —le susurró Georgie. Nikki se limitó a mirarla y sonreír. El corazón de Georgie dio un vuelco. Nikki siempre había llevado ropa informal las tardes y las noches que habían compartido, pero en el despacho, cuando se encontraban, Georgie se veía atormentada constantemente por visiones de Nikki con finísimas medias brillantes debajo de aquellas faldas cortas y estrechas que llevaba. Una vez, después

de comer, ya en el coche, había deslizado la mano por debajo de la falda de Nikki y había notado la carne desnuda bajo el borde de encaje, pero tenían poco tiempo y tuvo que dejar a Nikki en un frenesí sexual. Y cuando Nikki apareció aquella noche en vaqueros, se disgustó. Nadie la había excitado nunca de aquella manera. Experimentaba una incesante sucesión de estremecimientos de emoción cada vez que la veía o hablaba con ella, y cuando Nikki bajaba la voz, al hablar por teléfono, hasta aquel ronco ronroneo. Era la certeza de saber que ella se llevaba a Nikki a casa, a la cama, después de los clubs; que estarían desnudas la una en brazos de la otra

momentos después de haber llegado a casa de Georgie; que Nikki no tenía ojos para nadie más; que ella era todo lo que Nikki necesitaba y deseaba. Ver aquel deseo devuelto en los profundos ojos azules de Nikki, ensombrecidos por el ansia, en una sonrisa torcida, lenta y despreocupada, que nunca antes había visto en Nikki, una sonrisa sólo para ella. Georgie siempre había creído que su cuerpo era una masa de zonas erógenas en ebullición, pero Nikki podía tocarla absolutamente en cualquier parte con un toque casual, una descarga eléctrica, rozarla en los dedos, una suave caricia en la nuca. Georgie incluso había dejado

que Nikki le masajeara los pies y le lamiera las orejas, algo que nunca le había dejado hacer a nadie antes. Cada milímetro de su piel había sido acariciado y lamido, mientras Nikki disfrutaba de su papel de alumna para aprender más del cuerpo de Georgie cada vez que hacían el amor. Ella también había explorado todos y cada unos de los rincones del cuerpo de Nikki con la lengua y los dedos. Cuando Nikki no estaba con ella, Georgie podía representarla con una claridad pasmosa: el lunar al lado del pecho derecho; las pequitas de sus brazos; las cicatrices apenas visibles de las rodillas, provocadas por los

pequeños accidentes que tuvo cuando era niña; la marca de la vacuna en el brazo; la imperfección de la cara, donde tuvo una pupa fruto de la varicela cuando tenía seis años. Cuando Nikki hablaba con ella por teléfono, Georgie podía imaginársela metida dentro del teléfono y sostenía el auricular muy cerca de los labios, como para sentirla más cerca. Georgie conocía a aquella mujer de arriba abajo, cómo se sentía, por qué lo sentía, sus cambios de humor, sus éxitos, sus recuerdos, sus desesperaciones y miedos de los años que ya habían pasado. Mientras se abrazaban, Georgie le susurró al oído:

—Te quiero muchísimo. Llevo todo el día deseándote, desde hace horas. No somos sólo una pareja, sencillamente somos. ¿No lo notas? Nikki, sin palabras, la llevó al dormitorio. —Nena —dijo lentamente—, creo que estoy preparada. Instintivamente Georgie supo a qué se refería. Lo habían estado hablando, al principio en broma y después más seriamente, pero Georgie no había querido presionarla, no había querido precipitarlo. Las dos se habían complacido, se habían saciado la una a la otra con sus manos y sus bocas, pero aún había muchas más posibilidades,

aunque sólo cuando Nikki quisiera y, si Nikki quería, cuando se sintiera capaz de transgredir los límites hasta el final. Hasta entonces, Georgie esperaría pacientemente, aunque era perfectamente consciente de que el momento en el que la última barrera de Nikki cayera, se desmoronara, podía no llegar nunca. Y aquél era el momento, allí estaba y, de repente, era Georgie quien se mostraba nerviosa, tímida. Envió a Nikki al baño con instrucciones de no salir hasta que la avisara. Le temblaban las manos. El arnés le resbalaba entre los dedos sudorosos mientras intentaba apretarse las cinchas. Por fin quedó en su sitio, ceñido contra ella, como una

extensión de su cuerpo, irguiéndose orgulloso, brillante y resbaladizo por el aceite para niños que, sin ninguna prisa, casi amorosamente le estaba aplicando. Se hallaba tan enfrascada en la tarea que no se dio cuenta de que Nikki, sigilosamente, había abierto la puerta del baño y estaba de pie, mirando, conteniendo la respiración en la garganta ante la visión de Georgie. Steve, en plena erección, bien dotado y listo, incluso cuando era joven y en los primeros meses de pasión y lujuria, nunca le había impactado tan poderosamente ni con tanto erotismo como aquella visión de Georgie, con una mano en la base del consolador,

manteniéndolo firmemente en su sitio mientras con la otra mano lo acariciaba y frotaba (era casi como si se estuviera masturbando). Sus dedos jugueteaban con el tronco brillante y con el pulgar trazaba cansinamente círculos en la punta con el aceite. Nikki seguía sin respirar. Cuando Georgie sugirió utilizar el juguete por primera vez, Nikki se negó. Todo le recordaba demasiado al sexo heterosexual, le parecía una parodia sustitutiva. Había creído que sería ridículo, totalmente fuera de lugar, que empezaría a reírse y estropearía el momento. Ahora, cuando ávidamente miraba

cómo las manos de Georgie aplicaban el aceite sobre el consolador con arneses, le pareció lo más natural, el perfecto paso siguiente. Parecía que formara parte de Georgie y quería que Georgie la penetrara con él: la quería encima de ella, debajo de ella, montándola y tomándola, sumergiéndose más profundamente, totalmente, en la consumación absoluta de su amor. Cuando por fin Nikki exhaló, Georgie levantó la vista, sobresaltada. Su concentración en la labor se había visto interrumpida. Ahora le tocaba a Georgie quedarse sin aliento. La silueta de Nikki se recortaba contra la puerta. La tenue luz de la

temprana puesta de sol era suficiente para permitirle a Georgie ver los tacones, las medias, los ligueros, el tanga de encaje de corte alto, con el maravilloso vello rubio de Nikki escapándose por los bordes, y sus pechos palpitantes prácticamente rebosando por encima del apretado sostén de media copa. La visión de la ropa interior negra contra la suave piel de Nikki, de un tono beige, fue más intensa y más instantáneamente provocativa que cualquier imagen que Georgie hubiera evocado en su mente. Nikki anduvo serpenteando hacia la cama y, con una lentitud infinita, se sentó a horcajadas sobre Georgie, con su

pubis cubierto de encaje apretándose contra la base del consolador cuando se inclinó para besarla. Empezó a moverse contra el dildo, controlando el ritmo en una lánguida caricia arriba y abajo. Cada vez que bajaba, Georgie podía sentir la humedad de Nikki contra su mano. Entonces Nikki bajó la mano y apartó el tanga. —Tómame ya, ahora mismo. Te quiero dentro de mí. Quiero que me folles —jadeó contra los labios de Georgie, empezando a guiar el consolador con su propia mano y levantando las caderas para poder sentir cómo la punta empujaba contra su sexo. Ahora era ella quien lo sostenía,

frotando el coño contra la punta y permitiendo sólo una ligerísima penetración. Georgie empujó las caderas hacia arriba para la primera inmersión inicial, pero Nikki se apartó, provocativamente, dejando que el pene rodeara la parte externa de sus labios. Georgie bajó la mirada: la vista cortaba la respiración, ya que el aceite se había mezclado con los fluidos de Nikki y brillaba a la suave luz de la lámpara de la mesita. Nikki se agachó hasta la base del consolador. Sus pechos empujaban contra el encaje, a pocos centímetros del rostro de Georgie. Georgie había utilizado el juguete sólo en un puñado de ocasiones y

siempre lo había llevado ella, nunca lo había probado. Consistía en un corto pero frenético bombeo hasta alcanzar el clímax. Ahora era consciente de que Nikki estaba acostumbrada a la penetración, de que tendría una técnica, de que sabría lo que quería. Georgie sintió una dolorosa punzada de celos hacia Steve Jones: el afortunado cabrón había tenido todos aquellos años a aquella magnífica criatura montando su polla . «Seguramente se corría al instante. Me está volviendo loca. Desearía poder sentir exactamente lo que sentía él.» Entonces Nikki se dejó caer con un gemido, tomó la polla en toda su

longitud, frotó el culo contra los muslos de Georgie y sacudió las caderas. Entonces Georgie empezó a empujar hacia arriba. A cada uno de los empellones de Nikki, el consolador entraba aún más hacia dentro, casi hasta la raíz, llenando a Nikki. Nikki amasaba los pechos de Georgie mientras la montaba, aumentando la velocidad. Georgie la seguía a cada caricia y levantaba las caderas. Los pechos de Nikki le caían ahora en pleno rostro para que pudiera chuparlos mientras la follaba hasta lo más hondo. «Ahora sí que somos como un solo ser», pensó Georgie, mientras sus manos agarraban con fuerza las caderas de

Nikki y percibía sus cálidos jadeos. El sudor de Nikki empezaba a caerle sobre el rostro mientras se retorcía y giraba encima de ella, contra ella. «Dios, nunca me había sentido así con Steve», pensó Nikki para sí misma. Nunca hubo aquella delicadeza, aquel cuidado, aquella intensa emoción, la suavidad de aquella piel debajo de ella. «Me está dejando tomar el control; está yendo conmigo.» Nikki estaba fuera de sí, sin aliento, pidiendo que la tomara desde atrás, a cuatro patas, suplicante y ansiosa, mientras Georgie se ponía en posición. «Por Dios, he despertado al monstruo», pensó Georgie mientras saboreaba la

visión que tenía delante. De pie, a los pies de la cama, se inclinó hacia delante y desabrochó el sostén de Nikki, dejando que sus impresionantes pechos se balanceasen libremente. Enganchó con los pulgares el tanga de Nikki y se lo bajó hasta las rodillas. Guió el consolador cuidadosamente, con su pulgar contra la punta, tanteando el camino de entrada. Haciendo un esfuerzo, se esperó y después dio unos cuantos empellones cortos y precisos cuando Nikki se apretó hacia atrás, ansiosa, pidiendo más: quería sentirla dentro de ella en toda su extensión. La vista era magnífica: Georgie bajó la mirada para ver el consolador

entrando y saliendo de entre las firmes nalgas de Nikki, que se apretaban con fuerza contra ella. Podía sentir los tensos muslos de Nikki contra los suyos, podía ver el aceite, el sudor y los fluidos de ambas empapando el vello púbico de Nikki cuando finalmente cedió y se hundió hasta la empuñadura. Sinceramente sentía que era una parte de ella la que ahora estaba tan dentro de Nikki, dándole placer. Una mano sujetaba con fuerza la cadera de Nikki y alargó la otra para recoger una mezcla de sus fluidos; la frotó contra el ano de Nikki y empezó a mover el pulgar hacia dentro. Al principio, Nikki notó aquella

sensación adicional con una pequeña punzada de incomodidad, pero después, cuando el pulgar y el consolador se movieron al unísono y notó los fuertes muslos de Georgie contra la parte posterior de los suyos, el cosquilleo de sus pezones desnudos contra su espalda y la otra mano de Georgie frotándole el clítoris, Nikki se dejó envolver por la sensación de estar llena del todo, por la combinación de cosquilleos y estremecimientos, todos centrados en su coño, en su culo. Sus muslos y sus brazos tensos empezaron a estremecerse y a temblar. Nikki y Georgie se frotaban la una contra la otra, más rápido, más fuerte. El

arnés frotaba el clítoris de Georgie y la ponía al rojo vivo, igual que a Nikki. Y Georgie seguía empujando, batiéndose contra ella. Nikki le devolvía los golpes, llenándose cada vez más, aferrándola estrechamente en su interior a cada empujón. Georgie intentaba posponer el orgasmo. Esperaba la liberación final, el instante en que Nikki explotara, para que pudieran chillar y gritar al mismo tiempo. Respiraban al unísono. Estaban unidas como si fueran una. Eran una, iban a por ello como una, subiendo como una hasta las cumbres más altas, saltando como una. Georgie estaba tan absorta que casi pudo sentir que se

corría dentro de Nikki, que se vaciaba en su interior. Cuando el orgasmo empezó a remitir en las dos, Nikki se desmoronó, con Georgie encima. Los muslos de Nikki estaban empapados con la eyaculación de ambas mezclada y podía sentir cómo se deslizaba hacia la cama. Todavía dentro de ella, Georgie la abrazaba estrechamente y le lamía el cuello y los hombros. Nikki seguía envuelta en su orgasmo, en los coletazos, con todo su cuerpo estremeciéndose, con todos los sentidos dándole vueltas por la intensidad de las sensaciones. Sentía a Georgie contra ella; sentía su sudor fusionándose entre

ellas, refrescándolas. —Quédate siempre conmigo — murmuró Georgie contra su cabello—. No me abandones nunca. No puedo soportar estar sin ti, ni por un momento. Ven conmigo, vive conmigo, despiértate conmigo cada mañana, ven a dormir conmigo. Sé mía. Nikki en aquel momento lo hubiera dejado todo, todos y cada uno de los planes que había pensado, por los que había trabajado: había tirado por la ventana el sentido común. En lo único en lo que podía pensar era en aquella mujer que la abrazaba. Se sentía muy bien. Nunca había estado tan segura de nada en la vida. Pensar en Georgie nunca

dejaba de sorprenderla: siempre la pillaba desprevenida la velocidad y la intensidad con que se había enamorado. Georgie se había entregado sin complicaciones, con un compromiso absoluto. Nunca antes había sentido aquella estabilidad y calidez. Georgie podía calmarla, agotarla y excitarla. La escuchaba sin juzgarla y parecía que cada día se enamoraba más de ella. Georgie no le pedía nada a cambio, salvo que la amara. Atesoraba el amor de Nikki, lo valoraba y lo devolvía con intereses. La amaba incondicionalmente por lo que era en realidad, no por lo que pretendía ser, la imagen que había alimentado y nutrido para el mundo

exterior. Estaba segura de que Georgie estaría a su lado, que creería en ella casi con la misma fe que un niño, aunque Nikki se quedara sin trabajo, sin coche, en la bancarrota y viviendo en una tienda de campaña. Desde aquel momento en que Georgie buscó su mirada antes de darle el primer beso, Nikki se había perdido por ella, en una vorágine de emociones turbulentas, pero positivas. Georgie y su sencilla confianza se habían hecho con el poder, la habían dirigido, la habían conducido, la habían apoyado, la habían mantenido segura en aquellas largas y solitarias noches sin ella. Nunca

volvería a estar sin ella, nunca se separarían. Eran compañeras del alma, amantes, amigas. —Sencillamente lo somos —le recordó Nikki con una sonrisa. Aquel largo fin de semana le ayudó a aclarar aún más sus ideas. Fuera donde fuera, allí estaba Georgie. Compraron comida y, con los dedos, Georgie rozaba los de Nikki en el carrito de la compra. Georgie de pie delante de ella mientras buscaban ofertas especiales en la sección de bebidas alcohólicas. Georgie inclinándose hacia ella mientras se esforzaba por no caer en la tentación de tomarla entre sus brazos y besarla como

una loca, en medio de un Sainsbury repleto y heterosexual en un 97,8 por ciento. Anduvieron juntas por entre los campos agarradas de la mano. Al principio se separaban cuando aparecía alguien, pero después se olvidaron del resto del mundo. Se daban la mano en el cine. Se besaban cuando Nikki detenía el coche en los semáforos. Nikki quería gritarlo desde los tejados: ya no le importaba si la gente las miraba o soltaba un comentario. Había algo entre ellas que muy poca gente tenía y estaba orgullosa de ello. Se sentía segura y satisfecha: habían creído en algo y ahora las dos lo estaban viviendo. A la mierda

los demás: allí era donde ella estaba destinada a estar y se hubiera maldecido si lo hubiera dejado estar o hubiera levantado alguna otra fachada. Ahora Nikki se apoyaba contra la encimera de la cocina, mirando a Georgie con regocijo. —No puede ser tan difícil, ¡joder! —mascullaba Georgie, mientras repasaba, de nuevo, las instrucciones que aparecían en el paquete de arroz. Había tenido la brillante idea de preparar una comida china. Había comprado la salsa para saltear y pretendía echar las verduras y el pollo troceados y hacer arroz tres delicias desde el principio. Sólo lo había hecho

una vez antes, para impresionar a una chica, y la comida resultó tan asquerosa que había acabado en la basura después del primer bocado. No fue hasta más tarde cuando Georgie se dio cuenta de que la salsa que había utilizado no era para saltear, sino que se trataba de un concentrado. En aquella ocasión tuvo que cocinar el arroz al microondas y acabaron teniendo que comer arroz con ketchup. Ahora, como el microondas se había muerto la semana anterior, tenía que cocer el arroz a la manera convencional. Se giró hacia Nikki, angustiada. —¿Conoces algún restaurante que traigan comida a casa? —le preguntó

Nikki, cariñosamente. Más tarde, saciadas por la comida, el alcohol y el sexo, permanecían tumbadas en la oscuridad de su última noche de aquel fin de semana largo y lleno de vicios. —¿Hablabas en serio la noche del jueves, cuando me dijiste que viniera a vivir contigo, o sólo era un ramalazo de pasión? —reflexionó Nikki en voz alta. Sintió que Georgie se tensaba momentáneamente. —Seguramente fue la pasión. No puedo asumir la responsabilidad de las cosas que digo cuando me estoy corriendo —dijo Georgie de manera despreocupada, pero aguantando el

aliento—. Además, ¿por qué ibas a querer dejar aquella casa tan grande para venir a este piso tan pequeño? —Para estar contigo. —¿Y qué hay de Steve, de tu nuevo negocio y de todo lo demás? —Adelantaré la fecha de lanzamiento. Puedo conseguir una cantidad considerable de dinero por el coche y la matrícula, y comprarme un cochecito barato, que me bastará hasta que empiecen a llegar los beneficios. Sin duda las discusiones legales con Steve empezarán a complicarse pero puede quedárselo todo, por lo que a mí respecta. Tú eres lo único que me preocupa, levantar esa empresa y ayudar

a construirnos una vida juntas. He tenido todas las cosas ostentosas, todo lo material. Lo único que necesito es mi ropa. Ahora te tengo a ti y la empresa debería proporcionarnos un nivel de vida cómodo. No nos moriremos de hambre. Y en un par de años, seguramente, podremos comprarnos algo juntas, quizás una casita en el campo o algo así. —¿Qué le vas a contar a Steve? —Que necesito espacio. Allí no estoy casi nunca, de todos modos. Le diré que me voy a vivir con una amiga hasta que todo esté arreglado. Ahora ya hace algún tiempo que no me pide que le deje rodearme con el brazo. Apenas nos

saludamos con la cabeza cuando nos cruzamos. No creo que ni siquiera sepa cuándo no estoy allí. El ha seguido con lo que sea que hace en su propio mundo limitadito. De hecho, hace lo mismo que ha estado haciendo en los últimos años. Con quién estoy es irrelevante. Si voy y le digo que soy lesbiana desde hace unos años probablemente me preguntará si puede venir a mirar o traer una cámara de vídeo. Ha aceptado que no hay nada entre nosotros, que no lo hay desde hace tiempo, de manera que contárselo todo no cambiará nada, sólo puede herir su ego masculino. —Entonces, ¿eso significa que te gustaría venirte a vivir aquí?

La respuesta de Nikki fue un largo beso. Sus cuerpos se encendieron de nuevo en un instante, con una llamarada de excitación que las llevó a tocarse, a acariciarse y a lamerse con la sensual tranquilidad que les proporcionaba la experiencia y la complicidad. Se fundieron perfectamente, perdiéndose la una en la otra en la oscuridad, con los sentidos agudizados y afinados a las necesidades de la otra. Susurraron, gimieron y se movieron al unísono, llevadas por la pasión que las rodeaba, por su necesidad ciega de la otra, por su necesidad de estar la una contra la otra y dentro de la otra. Sus labios expertos, sus expertas lenguas,

sus expertos dedos volvían a descubrirse, como si lo estuvieran disfrutando por primera vez. Adoptaron sus posiciones favoritas, suavemente, con experiencia, sin incomodidad, torpeza ni dedos temblorosos, sino con una comprensión implícita, sin palabras. Ahora Georgie planeaba sobre los labios expectantes de Nikki y luego, lentamente, se hundió con un suspiro agradecido, anticipando lo que estaba por llegar, quedándose quieta para aumentar el placer mientras Nikki la recibía, para escuchar su familiar gemido de satisfacción cuando Nikki volvía a saborearla.

Nikki estiraba la lengua todo lo que podía dentro de Georgie, la cual luchaba contra la necesidad de moverse, de abandonarse al poder de aquella boca maravillosamente sensible. El cuerpo de Nikki sí que se movía. Georgie miró por encima del hombro. Las piernas de Nikki estaban abiertas de par en par y se estaba tocando con las manos, mientras se hundía aún más dentro de Georgie. Miró fascinada mientras Nikki se masturbaba, con el ritmo y la presión de los dedos en su coño siguiendo el de la lengua sobre el clítoris y los labios de Georgie. Podía oír a Nikki tragándose sus fluidos, la respiración de Nikki cada vez más rápida y más profunda, al ritmo

de la de Georgie. Georgie le lanzó una última y prolongada mirada y se abandonó a la necesidad de empezar a mover las caderas para alcanzar el clímax con Nikki. Nikki se corrió la primera, sólo uno o dos segundos antes. Tuvo que ahogar los gritos mientras se abría camino frenéticamente con la lengua para llevar a Georgie al clímax con ella. Georgie se sujetaba desesperadamente a la cabecera de la cama, mientras se movía con fuerza contra el rostro de Nikki. Después explotó. Nikki, ahora repleta, abandonada, continuaba intentando con las manos hacer bajar a Georgie donde estaba ella.

Georgie intentaba levantarse para que remitieran los temblores y los espasmos, pero Nikki era más fuerte e insistente y, sujetándole los muslos con fuerza, la mantuvo perfectamente en el punto mismo de empezar a descender tras el orgasmo. Georgie volvía a ascender, rápidamente, con más fuerza. Tensaba el estómago, apretaba los dientes para afrontar los primeros toques rápidos de la lengua de Nikki contra su clítoris hinchado y aún palpitante. Nikki la lamía rápida y furiosamente en círculos, arriba y abajo, de un lado a otro. La cabeza de Georgie le daba vueltas, su estómago parecía haber dado un salto mortal, el coño se le estrechaba en espasmos cada vez más fuertes. El

momento de liberarse estaba muy cerca. Y llegó, con tanta fuerza e intensidad que los brazos y las piernas de Georgie cedieron y se desmoronó. Sólo las manos de Nikki, que le aguantaban los muslos, evitaron que cayera del todo. Georgie apoyó la frente en la cabecera. —No está mal para una novata, ¿eh? —oyó vagamente que Nikki se burlaba. Georgie no podía hablar. Tenía la boca seca. Sentía que hasta la última gota de líquido de su cuerpo había manado a borbotones en la boca de Nikki segundos antes. Lo único que pudo emitir fue un gemido de satisfacción. Nikki empezó a reírse mientras Georgie intentaba apartarse de ella de mala gana.

Sus piernas, temblorosas, se agitaban tanto que tuvo que detenerse a esperar. Nikki se retorció para salir de debajo de ella y, suavemente, la ayudó a tumbarse, depositando besos cariñosos en sus hombros, en el cuello, en sus labios resecos, mientras Georgie se tumbaba de espaldas. —Creía que te había enseñado bien, pero resulta que tienes algunos trucos de tu propia cosecha —logró decir Georgie al final. —Nunca tengo bastante de ti —dijo Nikki—. No quiero que esto se acabe nunca. —Pues cásate conmigo —le propuso Georgie.

FALTABAN sólo doce semanas para el fin de año, para el principio de un nuevo siglo. Nikki se despertó y saltó de la cama mientras Georgie se giraba en sueños y gruñía. —¡Nena, hoy es el día! Georgie volvió a gruñir. Todo el champán de la noche anterior parecía habérsele acumulado en la frente, latiendo con un insistente y doloroso martilleo. Entonces los recuerdos empezaron a aparecer, filtrándose entre

una nebulosa de alcohol rancio. Aquel día, lunes, era el primero en que oficialmente empezaba a operar Millennium, aunque Nikki ya hacía un mes que estaba en su nuevo despacho, en teoría con tres meses de baja de su antiguo trabajo. Sus directores la habían amenazado con acogerse a su contrato de servicios, pero ella había utilizado sus encantos para convencerlos, sabiendo que tres de los principales clientes estaban a punto de pasarse a Millennium. Sus instalaciones elegantes y funcionales se hallaban a una corta distancia, con el Granada, del piso de Georgie. Habían hecho un fondo común con

todos los recursos disponibles desde el momento, cuatro meses antes, en que Nikki llegó al piso de Georgie, con las maletas en las manos, un enorme cheque en el bolsillo del comprador del Saab y lágrimas en los ojos por haberse despedido de su amado vehículo. Georgie había accedido a trabajar en las nuevas instalaciones. De este modo podían compartir el coche cuando hiciera falta. Aquello también significaba que se pasaban juntas casi 24 horas al día. Steve apenas se había encogido de hombros cuando Nikki le anunció que se mudaba para quedarse «temporalmente» en casa de una de sus amigas. Los

asuntos legales estaban en punto muerto, porque Steve había discutido la propiedad de un puñado de objetos y le había buscado los tres pies al gato a diversos detalles económicos. Nikki había dejado el expediente a un lado cuando se concentró en el despegue del negocio y había puesto los papeles del banco a nombre de Gillian para que Steve no pudiera reclamar nada en el futuro. Gillian había manifestado su sorpresa ante la velocidad con que Nikki y Georgie habían desarrollado su relación, pero a menudo se complacía en anunciar que ella había sido la responsable de reunirlas por primera

vez. Miembro honorario del Clan de los Chichis, animosamente se había aventurado a salir unas cuantas veces a bares de ambiente, pero siempre se había negado en redondo a dejar su asiento para conseguir otra copa o para aliviar su vejiga, por si era abordada por alguna lesbiana de cabeza rapada y adornada con piercings. En lugar de eso, se divertía contemplando a los «deliciosos» jovencitos gays que frecuentaban el lugar y secretamente albergaba malvadas fantasías acerca de convertirlos a todos y a cada uno de ellos. Ann, al parecer, se había pegado a una vieja rica y excéntrica que vivía

cerca de su casa. Desde entonces, Tracy había roto cualquier contacto con ella, en un justificado ataque de rencor y resentimiento. El clan había cerrado filas alrededor de ellas y Nikki y Georgie eran ahora las líderes indiscutibles del grupo. Sharon, a regañadientes, había vuelto al redil y ahora estaba instalada permanentemente en el piso de Phillipa. Cada vez que se dignaban a abandonar la cama para reunirse con las chicas, unos círculos oscuros bajo los ojos eran testimonio de las noches que pasaban en vela, compitiendo para ver quién aguantaba más. En su momento les había parecido

una buena idea combinar los dos eventos, la inauguración del Millennium y su ceremonia de bendición, pero, mientras Georgie intentaba débilmente levantar la cabeza de la almohada, una leve punzada de arrepentimiento se deslizó por la parte frontal de su mente. La semana pasada había transcurrido en un frenesí de excitación, tensión y nervios, alimentados por el alcohol. La pandilla había salido en masa el sábado, mientras Nikki y Georgie se presentaban ante el pastor. Gillian, abrumada por la emoción y el honor de que le pidieran que ayudara a Nikki, había cumplido con sus obligaciones con manos temblorosas.

Durante semanas se había preocupado por su discurso y, a pesar de que hablar en público habitualmente formaba parte de su profesión, estaba muerta de miedo por tener que levantarse y pronunciar el discurso en una sala llena de lesbianas. Gillian también se había preocupado lo indecible sobre lo que aconsejaba la etiqueta como regalo de bodas aceptable para dos lesbianas maduras. Al final se decidió por un champán de cosecha añeja. Había insistido en que Nikki llevara frac, para que ella pudiera quitarle la naftalina al suyo. Lo había comprado en una tienda de ropa de segunda mano

como parte de un disfraz de Marlene Dietrich. La idea de las dos de pie, altas y elegantemente vestidas de negro había empujado a Georgie a hacer una frenética carrera por todas las tiendas. Finalmente se conformó con un traje gris con levita, soberbiamente confeccionado. Ahora estaba orgullosa y confiada, junto a su mujer, mientras el pastor las acompañaba por la ceremonia de bendición y los votos que ellas mismas habían concebido. Nikki había dejado caer unas lágrimas silenciosas durante toda la ceremonia. Georgie no la soltó en ningún momento, hasta que

intercambiaron los anillos, hechos a mano. Georgie se esforzó por contener las lágrimas, pero se tambaleó un poco hacia el final, cuando el segundo Jack Daniel's doble había logrado abrirse paso en su sistema. Habían pasado la noche anterior separadas. Nikki había insistido en seguir la tradición, así que Gillian y Tracy, dados sus respectivos cargos, tenían que asegurarse de que las dos llegaban a la ceremonia a tiempo y sobrias. Sin embargo, Gillian, al advertir los nervios de Nikki, había abierto una botella de champán para que bebiera mientras disfrutaba de un baño de

espuma aquella mañana. Georgie, por su parte, no había necesitado que Tracy la persuadiera para meterse de cabeza en el bar en cuanto llegaron. Necesitaba tranquilizar su estómago inquieto. El pastor había preparado juntamente con ellas toda la ceremonia y el momento en que, con manos sudorosas y temblorosas, se intercambiaron los anillos resultó conmovedor. Incluso Gillian sintió el picor de las saladas lágrimas. El alcohol había corrido libremente durante el resto de la tarde y la noche, y cuando Georgie se despertó el domingo por la mañana descubrió varios cuerpos comatosos esparcidos por sus sofás y su

alfombra. También se encontró con que una persona llamada Sarah se había quedado frita en el lavabo y la arrastró hasta un confortable sillón. Se sirvieron curas para la resaca, consistentes en croissant y café solo, en lo que parecía una sucesión interminable. Poco a poco, y una a una, los miembros del clan se fueron yendo hasta dejarlas solas, por fin, a primera hora de la tarde. Georgie sonreía cuando recordaba la larga y lánguida sesión de sexo con la que celebraron su unión, sólo interrumpida por el constante rellenar de las copas de champán, mientras se entregaban al placer contra las

almohadas. Ahora Nikki corría frenéticamente por la habitación, como solía hacer cada mañana, cosa que siempre conseguía marear a Georgie. —Bueno, el primer día del Millennium. ¿Qué te deparará? — preguntó. Nikki se giró hacia ella con una sonrisa diabólica. —De hecho, nada. Nikki hurgó en el cajón de su ropa interior y reapareció blandiendo unos billetes de avión. —Pensé que primero teníamos que disfrutar de una luna de miel… Georgie miró estupefacta el destino

impreso en los billetes: Hawaii. Dos semanas. —Y los gays y lesbianas son bienvenidos… Georgie seguía atónita y callada. —El avión sale esta noche. ¡Venga, chica, preparémonos! Nikki llevaba preparando la sorpresa desde el día después de que Georgie le pidiera que se casara con ella. Sólo lo sabía Gillian y había jurado mantener el secreto, aunque por lo menos tres veces aquel sábado había estado a punto de irse de la lengua, después de beber demasiado champán. Hawaii parecía perfecto. A Georgie siempre le habían gustado las anécdotas

de cuando Nikki y Gillian habían cruzado medio mundo hasta la exótica isla, aunque Nikki se había quejado del viaje en avión. «Ahora ya sé por qué el Papa besa el suelo cuando baja del avión», había bromeado Nikki. —Tengo que hacer un recado de camino al aeropuerto… —Nikki ahora estaba hurgando en el fondo del armario, buscando la ropa de verano—. La tradición manda llegar temprano, achisparse un poco en el bar, tambalearse hasta el avión, emborracharse, dejar que se te pase la borrachera y volver a emborracharse. ¿Podrás hacerlo? Georgie se limitó a asentir en

silencio. Finalmente, lanzada a la acción, hizo las maletas con frenesí. Gillian llegó para llevarlas al aeropuerto. Se desviaron un momento y se detuvieron en casa de Nikki, para que ella lanzara algo en el buzón. Después siguieron su camino. El avión estaba despegando cuando Steve Jones entró por la puerta principal de su casa, cansado y hambriento, pero ilusionado por la primera cita que tenía con Sophie, más tarde, aquella misma noche. Por fin había reunido el valor para preguntarle si quería salir con él y le sorprendió que ella accediera

enseguida. Steve «el Hombre» Jones aún seguía teniendo algo, pensó, sonriendo para sus adentros. El sobre, dirigido a él y escrito con la reveladora letra de Nikki, captó su atención. La tarjeta de negocios cayó a sus pies, mientras leía la carta y los documentos, frunciendo el entrecejo confundido. Nikki le pedía que completara, firmara y enviara a la dirección de Gillian los papeles del divorcio que adjuntaba. Decía por escrito que no quería reclamar nada sobre la propiedad, ni el contenido, ni el dinero de su cuenta conjunta, a cambio de una

ruptura limpia. Steve tenía que acceder a divorciarse sin presentar posteriores contrademandas en el futuro. Aquel mismo día ella se iba de vacaciones, leyó, y estaría de vuelta en dos semanas. Seguramente se iba con la Devorahombres a follar por ahí, en cualquier paraíso tropical bañado por el sol, reflexionó con seriedad. Desesperado por asegurarse de que ella se mantenía firme a su promesa, firmó inmediatamente sobre la línea de puntos y tomó nota mental de enviarlo por correo urgente a la mañana siguiente. Ahora no tenía nada de lo que quejarse. El acuerdo estaba

absolutamente decantado a su favor y, lo que era más importante, seguro que dentro de unas pocas horas iba a estar dando empellones dentro de Sophie, aquella ágil jovencita de piernas largas, para hacerle pasar el mejor rato de su vida. Notando cierta excitación en la polla, se agachó a recoger la tarjeta. Un logo a todo color atrajo su atención. Igual que las palabras «Millennium. Soluciones Estratégicas de Marqueting», Nikki Rivers, directora ejecutiva. Desconcertado ante aquel nombre, dio la vuelta a la tarjeta y ahí, de nuevo, estaba la letra manuscrita de Nikki.

—Steve —al principio tuvo que esforzarse para leer la frase—, he cambiado de siglo. Sin entender nada de nada, se metió la tarjeta en el bolsillo de la camisa y cruzó el salón para servirse el primer trago de whisky, preparándose para la conquista de Sophie.

Fin

1

Nota de la Traductora: programa de televisión donde se retransmiten partidos de diversos deportes. 2 Nota de la Traductora: famosa serie televisiva británica. 3 N. de la T.: cadena de tiendas especializadas en droguería, perfumería y productos de higiene personal. 4 N. de la T.: cadena de supermercados. 5 N. de la T.: en inglés Round Table , club social para profesionales jóvenes que promueven obras benéficas,

organizan actividades sociales, etc. 6 N. de la T.: club en el que se “ingresa” cuando se han mantenido relaciones sexuales en pleno vuelo. 7 N. de la T.: marca de un vinagre balsámico. 8 N. de la T.: Donny Osmond, famoso cantante estadounidense, solía llevar un sombrero de fieltro morado. Puppy Love es uno de sus éxitos y habla del amor entre dos jóvenes. 9 N. de la T.: Marks & Spencer: nombre de una cadena de grandes almacenes británicos. 10 N. de la T.: Reina de la tribu celta de los icenios que lideró la sublevación de su ejército contra la dominación

romana de Gran Bretaña, en el siglo I. 11 N. de la T.: Pass the parcel. Juego infantil que consiste en desenvolver poco a poco un paquete haciéndolo circular de mano en mano.