1. Crisis Del Lenguaje

El espacio de la definición y la crisis del lenguaje Nuestro uso del lenguaje está impregnado de referencias a la confo

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El espacio de la definición y la crisis del lenguaje

Nuestro uso del lenguaje está impregnado de referencias a la conformación del espacio; pensemos, por ejemplo, en las preposiciones usadas para ordenar los elementos del discurso (“más allá de”, “bajo”, “junto a”, “por encima de”, etcétera), o en las metáforas visuales que usamos para clarificar nuestro pensamiento (“nada que ver”, “ese es el punto”, “tomar posición sobre un tema”, etcétera). Todas estas enunciaciones expresan percepciones visuales, metáforas aptas para restituir de modo inmediato la idea de algo conceptualmente difícil de expresar, precisamente debido a su falta de forma. Pierre Francastel, que ya cité la semana pasada, recuerda por ejemplo que «el vocabulario musical subraya el carácter espacial de la experiencia musical; escala, intervalos, altura, movimientos paralelos, opuestos, etc.» [Francastel, 1984 : 60]. En la Grecia clásica, la distinción entre ciudadanos y bárbaros era una distinción lingüística. El término βάρβαρος (bárbaros) es una onomatopeya que reproduce, con la repetición de la sílaba “bar”, la incomprensibilidad de otro idioma: bárbaros, es decir “extranjeros”, eran todos aquellos que no hablaban correctamente griego. En la Política, Aristóteles identifica en la polis el espacio en que el lenguaje se impone definitivamente sobre el sonido, el significado sobre el significante; como señala Agamben: «el nexo entre nuda vida y política es el mismo que la definición metafísica del hombre como “viviente que posee el lenguaje” busca en la articulación entre phoné y lógos (...). El viviente posee el logos suprimiendo y conservando con él la propia voz, de la misma forma que habita en la polis dejando que en ella quede apartada su propia nuda vida» [Agamben, 1998 : 17]. La conexión entre lenguaje y polis vuelve evidente una vez más la naturaleza del lenguaje como espacio organizado (también como espacio civil, político): la polis, como el camino en el bosque, es geografización del paisaje, dominación del espacio; y el logos es un acto de conquista y dominio sobre el paisaje oscuro del pensamiento. Nuestra cultura se fundamenta en gran medida sobre esta discreción semántica que garantiza la “mensurabilidad” del significado y, por lo tanto, su valor. Sobre la posibilidad de atribución de un valor se basa no sólo nuestro sistema lingüístico, sino también nuestro sistema económico. Si los conceptos de definición y mensurabilidad son tan esenciales, eso se debe a que permiten la evaluabilidad del objeto y, consecuentemente, su inclusión en un sistema de intercambio. En el momento en que el lenguaje determina el valor significacional de un concepto, el concepto puede ser comparado e intercambiado con otros conceptos a los que ha sido asignado un valor. El intercambio de informaciones es uno de los factores clave que hicieron posible el salto evolutivo de la humanidad por delante de las otras especies. Y no olvidemos que el lenguaje en sí mismo ya es un “sistema económico” que tiende al ahorro, es decir, a volver comunicable un concepto del modo más rápido posible y con el menor gasto de energía posible. En su ensayo Languages of Art (Los lenguajes del arte, 1968), Nelson Goodman señala, por ejemplo, que el uso de la metáfora nace «de la necesidad urgente de economizar. De no poder transferir prontamente unos esquemas con el objetivo de hacer nuevas clasificaciones y ordenaciones, tendríamos que cargar con múltiples esquemas inmanejables, ya con la adopción de un amplio vocabulario de términos simples, ya procediendo a una prodigiosa elaboración de términos compuestos» [Goodman, 1976 : 94]. Las palabras son, al fin y al cabo, compromisos económicos entre la precisión definitoria y la

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performatividad comunicativa, que garantizan la estabilidad del sistema lingüístico, económico, y también social. En la tradición judeo-cristiana, el primer acto cumplido por el primer hombre es un acto de nominación que ya es síntoma de una voluntad de dominación: Dios llama a Adán para que les dé un nombre a los animales del jardín, de modo que «le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo» 1. Por medio de la nominación, el objeto se vuelve dominable y el mismo “sujeto nominante” se vuelve reconocible en aquel acto de dominio. ¿Acaso no se funda sobre este principio el psicoanálisis? Se trata de hacer pasar la realidad a través del filtro de la expresión, con el fin de volverla más comprensible (o, al menos, no perjudicial). Así, por ejemplo, el sujeto, en un acto apotropaico, debe tratar de dar un nombre a sus miedos, para superarlos. El psicoanálisis es, ante todo, esto: un exorcismo lingüístico. En el nombre se basa también el reconocimiento público del sujeto, y en el momento en que el sujeto acepta sobre sí un nombre, como en el bautismo cristiano, cambia su naturaleza pre-identidad para aquella nueva naturaleza diáfana que es la identidad social [Rosset, 2007]. Una vez que el nombre se impone, está garantizada la unidad del sujeto; esta unidad es sagrada porque funda el orden del mundo. El cambio de nombre es un fenómeno que se produce sólo en circunstancias extraordinarias y siempre debe interpretarse como una desconcertante revolución en la naturaleza del sujeto (desconcertante e incomprensible como cualquier mutación). Así, por ejemplo, Dios cambia el nombre de Abram en Abraham; Cristo cambia el nombre de Shimon en Pedro; Saulo, después de su conversión en el camino de Damasco, se hará llamar Pablo; Cassius Clay, después de su conversión al islam, cambia su nombre en Mohamed Alí. A través de un nuevo nombre, la realidad asume una nueva forma y puede ser interpretada bajo un nuevo punto de vista. Cuando define el espacio del significado de un concepto y el espacio de la identidad de un sujeto, el nombre da forma a lo informe, arroja luz sobre la oscuridad, permitiendo la conformación ordenada del cosmos. La estrecha relación entre acto denominacional y acto creativo, como ya hemos visto anteriormente, se consolida en la tradición judeo-cristiana en la identificación de Dios con el logos. El célebre íncipit del Evangelio de Juan -el más lógico de los evangelistas, al que un ángel en Patmos dice: «Escribe lo que has visto» 2- es conocido también como Himno al Logos: «al principio existía el logos, y el logos estaba junto a Dios, y el logos era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del logos y sin ello no se hizo nada de todo lo que existe. En ello estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron» 3. Para Deleuze, «el orden de Dios comprende todos estos elementos: la identidad de Dios como último fundamento (...), la identidad de la persona como instancia bien fundada (...), la identidad del lenguaje como potencia de designar todo lo demás» [Deleuze, 2005 : 338-339]. Así como el camino de la verdad, la senda derecha, interviene en el paisaje oscuro de la existencia para convertirlo en el espacio seguro de la salvación, así actúa la palabra de Dios, el ευ αγγέλιον (eu anghélion) el “buen mensaje”. La invocación que precede la antífona de comunión en la misa católica: «una palabra 1

Génesis, 1, 26; la cursiva es mía. Apocalipsis de Juan, I, 19; la cursiva es mía. 3 Evangelio de Juan, 1, 1-3. Algunas traducciones sustituyen el término original “logos” por “palabra” o “verbo”; no olvidéis que Juan escribe su Evangelio en griego. 2

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Tuya bastará para sanarme» 4, ofrece una visión perfecta de cómo el metarrelato cristiano de la salvación está estrechamente ligado al logos: la redención no puede sino pasar por el puro acto lingüístico divino. En la cultura occidental, el logos trasciende el tiempo, es kairós que perturba el chronos y lo abre al aión eterno; así dice Cristo: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» 5.

Descripción y creación de la realidad Entre palabra y tiempo existe una relación mística y misteriosa: el lenguaje expresa en la narración la necesidad de retener la experiencia del tiempo; y es precisamente por medio del relato que el lenguaje da forma al tiempo lineal de la historia. Cuando el tiempo lineal es proyectado sobre la realidad, ésta asume aquel tiempo lógico como su estructura expresiva: la realidad es en cuanto comunicable, nos ha enseñado la tradición occidental. La obligación de pasar a través del filtro de este tiempo lógico, sin embargo, nos desvía de la experiencia de otro tiempo, exactamente como cuando tomábamos una fotografía con una cámara analógica y al mirar por el objetivo perdíamos la imagen real 6. De igual manera que la fotografía (o el cine) es una admisión de derrota frente a la imagen real, así cada historia es el testimonio de una pérdida frente a la experiencia vivida. Este contraste entre la incapacidad de expresar exactamente y la necesidad de expresarse “de todos modos” subyace en la base de toda actividad humana. Pensar que a través del lenguaje pueda expresarse la totalidad de la realidad, o del sentido de la realidad, sería una aberración. A una lengua siempre se le escapan conceptos, siempre hay conglomerados de pensamiento que se resisten a tomar forma; esto es evidente, por ejemplo, cuando utilizamos expresiones de una lengua extranjera para expresar un concepto que en nuestra lengua no encuentra mejor definición; el lenguaje en sí, incluso como totalidad de las lenguas, carece de la posibilidad de expresarlo todo. Maestros de la enseñanza oral como Sócrates, Cristo, Lao-Tse y Confucio, que no dejaron nada escrito, usaban el lenguaje conscientes de su insuficiencia: por lo que hablaban a través de imágenes, metáforas y parábolas, y enseñaban a sus discípulos precisamente haciéndoles experimentar el mundo. He aquí la paradoja del lenguaje: siendo comunicación es también incomprensión, a saber, fracaso de la comunicación. Sobre esta paradoja se construye por ejemplo el teatro de Peter Handke, Thomas Bernhard y Elfriede Jelinek, autores que le deben mucho a su compatriota Ludwig Wittgenstein. Para el lógico austriaco, la proposición lingüística es la figura (Bild) de un hecho, en el sentido que es “representación lógica del hecho”, a saber, capacidad de representar una configuración específica de elementos que constituyen un estado de cosas. Esto es lo máximo a lo que podemos aspirar: para Wittgenstein, como para Odiseo, los límites del mundo son los límites del conocimiento, y estos límites coinciden con los del lenguaje; así que una vez superados estos límites, no hay modo de volver atrás a contar lo que ha sucedido. Por eso, por ejemplo, no podemos hablar de la muerte, porque ella nunca es un hecho: «no se vive la muerte» [Tractatus, 6.4311]. De 4

La invocación parafrasea el episodio de la visita de Cristo a la casa del centurión, relatado en el Evangelio de Mateo, 8, 5-11. 5 Evangelio de Marcos, 13, 31; Evangelio de Mateo, 24, 35; la cursiva es mía. 6 De ahí, por ejemplo, la utopía que perseguían los personajes de las películas de Wim Wenders, que paseaban colocando la cámara a su espalda, en busca de la imagen pura que nunca ha sido mirada ni “consumida” por el ojo.

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la misma manera, Baudrillard dirá: «no hay fin en tiempo real, no hay tiempo real de la muerte. Eso es un absurdo. El fin siempre se vive en diferido, en su operación simbólica. De lo que resulta que la inmortalidad en tiempo real es en sí misma un absurdo» [Baudrillard, 1993 : 137]. Si le tenemos miedo a la muerte, si la exorcizamos en el final de cada historia (cuando acaba una historia que estábamos escuchando, los receptores de alguna manera sobrevivimos a la historia), es porque el nacimiento y la muerte, los dos límites de nuestra vida, siempre quedan fuera del lenguaje, de aquel relato personal que es la memoria: los únicos acontecimientos de nuestra vida que no podemos ni recordar ni contar son nuestro nacimiento y nuestra muerte. Los hombres no vivimos realmente entre dos límites, sino entre áreas indistintas, que nosotros mismos historicizamos y geografizamos a través de los límites que imponemos en el relato lingüístico. No sabemos elaborar lingüísticamente qué ha habido antes y qué habrá después; de modo que «si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente. Nuestra vida es tan infinita como ilimitado es nuestro campo visual» [Tractatus, 6.4311]. Esta organización lingüística de la existencia, mientras que, por una parte nos permite llevar una vida “operativa”, por otra parte nos aleja de la “vida real” al estado puro. El problema es que esta modalidad de la existencia, en el momento en el que es pura vivencia, no-lógica, no-lingüística, también es no-definible y no-comunicable; permaneciendo fuera del sistema (económico) del valor, es relegada a un segundo plano por la tradición occidental. Todo método para llegar a la “verdad” que se proponga como alternativo al sistema lógico-lingüístico automáticamente parece, en nuestra cultura, problemático. Cuando, por ejemplo, en los años Sesenta las disciplinas orientales entraron masivamente en la cultura occidental, la paradoja de su importación y difusión fue la necesidad de traducir en términos lógico-lingüísticos algo que por su propia naturaleza era -y debía permanecerextraño a aquellos términos. Una de las proposiciones sobre el Tao (que, recordemos, en Occidente se ha traducido como “camino”, “principio”, “método”, pero que es también algo más que un camino, un principio, un método) dice: «el Tao, que puede ser expresado, no es el Tao perpetuo. El nombre, que puede ser nombrado, no es el nombre perpetuo» [Tao, 1.a]; del mismo modo, el Tao es definido como “forma sin forma” y “oscuro y luminoso” [ivi, 21; 21.b]. Estas contradicciones son contradicciones sólo en el campo de la lógica aristotélica; son precisamente aquellas proposiciones indecibles que socavaban la coherencia del sistema. El lenguaje natural es, en última instancia, una tentativa de formalización que queda inconclusa. Es precisamente aquí donde intervienen lenguajes de otra naturaleza, no lógica, como los lenguajes artísticos: ellos hablan precisamente para satisfacer una necesidad expresiva frustrada por la insuficiencia del lenguaje natural. Si bien no siempre producen significados unívocos, dichos lenguajes comunican, transmiten sensaciones, permiten intuir, sugieren, crean una atmósfera: son, en cualquier caso, lenguajes informativos. Como subraya Eco, si el significado está relacionado con la expresión ordenada y definida, la información tiene que ver con la renuncia del concepto claro y preciso en favor de algo nuevo (que determina precisamente la calidad de la información): «el significado es tanto más claro e inequívoco cuanto más me atengo a reglas de probabilidad, a leyes de organización prefijadas (...). Recíprocamente, cuanto más improbable se hace la estructura, ambigua, imprevisible, desordenada, tanto más aumenta la información» [Eco, 1992 : 206]. Los lenguajes artísticos apuntan, o deberían apuntar, a la información más que al significado; incluso 4

aquéllos basados en el lenguaje natural, como la literatura y la poesía, que buscan, o deberían buscar, superar las convenciones comunicativas dictadas por el uso común. Las artes figurativas, las artes plásticas, la música, las artes visuales y espectaculares son tipologías de expresión que -a pesar de que la puedan incluir- nacen por naturaleza en abierto desacuerdo con la expresión lingüística. Así, por ejemplo, cuando tratamos de dar una interpretación de una pintura o una escultura, o una composición musical (pero, en cierta medida, también de un poema, de una novela, de un mito), estamos llevando a cabo un trabajo de “traducción” quizás no ilegal, pero al menos “degradante” para la obra, ya que, arrojándola en el campo de la expresión lingüística, de alguna manera estamos devolviendo la información a la prisión de la que se había escapado. Me parece particularmente significativo mencionar aquí lo que señalaba el filósofo francés Henri Maldiney con respecto a un intento de crítica sobre la pintura de Cézanne: «de cualquier palabra que busque describir de manera discursiva un cuadro de Cézanne (…) se puede decir que describe porque fracasa. Fracasa en su pretensión de articularse de acuerdo al carácter existencial de la obra. Y fracasa porque describe. No se describe sino lo que se percibe, y cualquier percepción es naturalmente objetivante. Una descripción divide y recompone una obra según las dimensiones longitudinales, trasversales, diagonales, verticales del espacio objetivo, en la que la obra se encuentra abusivamente sumergida. Dichas dimensiones no son las de la obra en cuanto obra, sino de un trabajo reducido al estado de objeto. A la unidad rítmica se ha sustituido una síntesis que, aboliendo la forma, desnatura sus elementos formantes» 7 [Maldiney, 2005 : 96; la cursiva es mía]. La referencia al espacio objetivo es, para nuestro discurso, particularmente significativa. Cada formulación lingüística de la imagen es una traducción de la sensación al lenguaje de la significación; ésta es ya, en sí misma, una operación de objetivización, a saber, de geografización. Decía Cézanne: «mi cuadro y yo ya somos uno. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Sueño, vagabundeo» [en Gasquet, 2009 : 162; las cursivas son mías]: este vagabundeo es el de Alicia, y este caos irisado es el caos del kúden. Este perderse en el objeto antes de que se convierta en imagen formada, es decir, este perderse en lo natural antes de que sea artificializado, este con-fundirse con ello. Aquel “perderse y confundirse” es también el perderse que auspiciaba Nietzsche (perdido, a su vez, en los paisajes de la Engadina): la confusión de lo dionisíaco frente al orden apolíneo; por eso el filósofo arremetía justamente contra la «descarga de la música en imágenes» 8. Es el perderse y confundirse de Alicia: los lugares del país de las maravillas son siempre también lugares lingüísticos, en los que asistimos al colapso del lenguaje en el paisaje indistinto del nonsense. 7

La traducción es mía. «Aun cuando el músico [Beethoven] haya especificado por medio de imágenes poéticas el sentido de su obra, cuando califica una sinfonía de “pastoral”, cuando intitula una de sus partes “escena al borde de un arroyo” y otra “alegre reunión de los aldeanos”, todas estas indicaciones no son más que representaciones simbólicas, nacidas de la música – y no algo como imitaciones de realidades exteriores extrañas a la música – y estas representaciones no pueden en forma alguna suministrarnos el menor esclarecimiento sobre el contenido dionisiaco de la música (…); es lícito considerar el poema lírico como la irradiación de la música y su imitación en imágenes y en ideas» [Nietzsche, 2013 : 74-75]. 8

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