09 - El Narrador Postmoderno

El narrador posmoderno Los cuentos de Edilberto Coutinho son útiles, tanto para preguntar de manera ejemplar como para

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El narrador posmoderno

Los cuentos de Edilberto Coutinho son útiles, tanto para preguntar de manera ejemplar como para discutir exhaustivamente una de las cuestiones básicas sobre el narrador en la posmodernidad. ¿Quien narra una historia es quien la experimenta, o quien la ve? O sea: ¿es aquel que narra acciones a partir de la experiencia que tiene de ellas, o es aquel que lo hace a partir de un conocimiento que de ellas ha adquirido por haberlas observado en otro? En el primer caso, el narrador transmite una vivencia; en el segundo, da una información sobre otra persona. Se puede narrar una acción desde adentro o desde afuera de ella. No es suficiente decir que se trata de una opción. En términos concretos, narro la experiencia de un jugador de fútbol porque soy jugador de fútbol; narro las experiencias de un jugador de fútbol porque me acostumbré a observarlo. En el primer caso, la narrativa expresa la experiencia de una acción; en el otro, es la experiencia proporcionada por una mirada. En un caso, la acción es la experiencia que se tiene de ella, y es eso lo que presta autenticidad al material que es narrado y a la narración; en el otro, es discutible hablar de autenticidad de la experiencia y del relato porque lo que se transmite es una información obtenida a partir de la observación de un tercero. Lo que aquí está en cuestión, por tanto, es la noción de autenticidad ¿Solo es auténtico lo que yo narro a partir de lo que experimento, o puede ser auténtico lo que yo narro y conozco por haberlo observado? ¿El conocimiento humano será siempre el resultado de una experiencia concreta de una acción, o puede existir en una forma exterior a esa experiencia concreta de una acción? Otro ejemplo palpable: digo que es auténtica la narrativa de un incendio relatada por una de las víctimas, y pregunto si no es auténtica la narrativa del mismo incendio hecha por alguien que estuvo observándolo. Intento una primera hipótesis de trabajo: el narrador posmoderno es aquel que quiere extraerse de la acción narrada, en actitud semejante a la de un reportero o de un espectador. Él narra la acción como un espectáculo que observa (literalmente o no) desde la platea, desde la gradería o desde un sillón instalado en el living de su casa o en la biblioteca; él no narra como actuante. Trabajando con el narrador que mira para informarse (y no con lo que narra inmerso en la propia existencia), la ficción de Edilberto Coutinho va un paso más allá en el proceso de rechazo y distanciamiento del narrador clásico, según la caracterización modelar que de él hizo Walter Banjamin, al tejer consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov. Es el movimiento de rechazo y de distanciamiento lo que vuelve al narrador un narrador posmoderno. Para Benjamin, los seres humanos están hoy privándose de la “facultad de intercambiar experiencias”, porque “la cotización de la experiencia ha caído. Y da la impresión de que sigue cayendo en un sin fondo”. A medida que la sociedad se moderniza, el diálogo, en tanto intercambio de opiniones sobre acciones que fueron vivenciadas, se hace más y más difícil. Las personas ya no consiguen hoy narrar lo que experimentaron en carne propia. De esa forma, Benjamin puede caracterizar tres etapas por las que pasa la historia del narrador. Primera: la del narrador clásico (el único valorado en su ensayo), cuya función es dar a su oyente la oportunidad de un intercambio de experiencias; segunda: la del narrador de novelas, cuya función pasó a ser solo

la de hablar de manera ejemplar a su lector; tercera: la del narrador que es periodista, es decir, aquel que solo transmite la información a través de la narración, ya que él escribe no para narrar la acción de su propia experiencia, sino lo que le ocurrió a x o a y en tal lugar y a tal hora. Benjamin desvaloriza (y lo posmoderno valora) al último narrador. Para Benjamin, la narrativa “no se propone transmitir el puro `en sí` del asunto [narrado], como una información o un reporte”. La narrativa es narrativa porque ella “sumerge el asunto en la vida del relator, para poder luego recuperarlo desde allí”. En el medio está el narrador de novela, que desea ser impersonal y objetivo ante el asunto narrado, pero que, en el fondo, se confiesa como Flaubert lo hizo de manera paradigmática: “Madame Bovary, c’est moi”. Retomemos: el asunto narrado es sumergido en la vida del narrador y desde allí retirado; el asunto narrado es visto con objetividad por el narrador, aunque este confiese haberlo extraído de su vivencia; el asunto narrado existe como puro en sí, él es información, exterior a la vida del narrador. En la reflexión de Benjamin, el principal eje en torno al cual gira hoy el “embellecimiento” (y no la decadencia) de la narrativa clásica es la pérdida gradual y constante de su “dimensión utilitaria”. El narrador clásico tiene “interés práctico”, pretende enseñar algo. Cuando el campesino sedentario o el marinero comerciante narran, respectivamente, tradiciones de la comunidad o viajes al extranjero, ellos están siendo útiles al oyente. Dice Benjamin: “Una vez podrá consistir esta utilidad [de la narrativa] en un moraleja, otra vez en una indicación práctica, una tercera en un proverbio o en una regla de vida: en todos los casos el narrador es alguien que tiene consejos para dar al oyente”. Y remata: “El consejo, entretejido en la materia que se vive, es sabiduría”. La información no transmite esa sabiduría porque la acción narrada por ella no fue tejida en la materia viva de la existencia del narrador. Intento una segunda hipótesis de trabajo: el narrador posmoderno es quien transmite una “sabiduría”, la cual es el resultado de la observación de una vivencia ajena a él, puesto que la acción que narra no fue tejida en la materia viva de su existencia. En ese sentido, él es el ficcionalista puro, pues tiene que dar “autenticidad” a una acción que, por no tener el respaldo de la vivencia, estaría desprovista de autenticidad. Esta emergencia de verosimilitud es producto de la lógica interna del relato. El narrador posmoderno sabe que lo “real” y lo “auténtico” son construcciones de lenguaje. (La pérdida del carácter utilitario, así como de la sustracción del buen consejo y de la sabiduría, características de la etapa narrativa actual, no son vistas por Benjamin como señales de un proceso de decadencia por el que atraviesa hoy el arte de narrar, según sugerimos antes, lo que lo retira de inmediato de la categoría de los historiadores anacrónicos o catastróficos. En la escritura de Benjamin, la pérdida y las sustracciones arriba referidas son apuntadas para que, por contraste, se enfatice la “belleza” de la narrativa clásica –su perennidad. El juego básico para Benjamin es la valorización de la plenitud, a partir de la constatación de lo que en ella se ha desvanecido. Y lo incompleto –antes de ser inferior– es solo menos bello y más problemático. La transformación por la que atraviesa el narrador “es más bien un fenómeno que acompaña a unas fuerzas productivas seculares”. No se trata, pues, de mirar hacia atrás para repetir hoy el ayer (si lo hiciéramos, tal vez seríamos unos Esta y las siguientes citas de Walter Benjamin, serán tomadas de: El narrador, trad. introducción, notas e ídice de Pablo Oyarzún (Santiago: Metales Pesados, 2008) [t.]. 

historiadores felices, porque nos restringiríamos al reino de lo bello). Se trata más bien de juzgar bello aquello que lo fue y que aún lo es –en este caso, el narrador clásico–, y de dar cuenta de aquello que apareció como problemático ayer –el narrador de novelas–, y que aparece aún más problemático hoy –el narrador posmoderno. Aviso para los benjaminianos: estamos utilizando el concepto de narrador en un sentido más amplio que el que propuso el filósofo alemán. Él reserva el concepto solo para lo que estoy llamando narrador clásico). Apoyándonos en la lectura de algunos cuentos de Edilberto Coutinho, intentaremos comprobar las hipótesis de trabajo y aprehender el significado y la extensión de los problemas propuestos. Todo eso con el fin de presentar insumos para una discusión y una futura topología del narrador posmoderno. Como ya he señalado, solo algunos cuentos serán examinados. De lo contrario, cabría la posibilidad de confundir nuestro designio, pues la variedad de narradores que la ficción de Edilberto Coutinho presenta es más amplia que la aquí analizada. Citemos como ejemplo el cuento “Mangas-de-jasmim” (merecidamente apreciado por Jorge Amado): la historia evita la narrativa posmoderna y se aproxima a la narrativa que reescribe las tradiciones de una comunidad, pudiendo ser clasificado como narrativa de “recuerdos”, como quiere Benjamin, y que fue típica del modernismo (Mário de Andrade, José Lins, Guimarães Rosa, etc.). El recuerdo “lía la red que forman en fin todas las historias”. Nuestra intención aquí no es la de dar una pincelada más al “embelesamiento” de la narrativa clásica, trabajo ya hecho con brillo por lectores brasileños de Benjamin, como Davi Arrigucci Jr. y Ecléa Bosi. Nuestra idea es la de contemplar con Benjamin el “Angelum Novus” de Klee, intentando comprender por qué las alas del ángel de la historia no se cierran cuando son alcanzadas por aquella tormenta llamada progreso. Es decir, se trata de comprender lo que es problemático en la actualidad –una historia del vuelo humano en la tormenta del progreso. En el cuento “Sangue na praça” [Sangre en la plaza], un periodista brasileño (el narrador del cuento), de visita en España junto a su joven compañera, se encuentra en una plaza de toros con el novelista estadounidense Ernest Hemingway. Ambos están realizando un reportaje. Perfecta ocasión para tematizar el narrador clásico y dramatizar un “intercambio de experiencia”. Pero esa no es la intención del narrador (ni del relato). Le interesa dramatizar otras cuestiones. Presenta la oscilación entre dos profesiones (la de reportero y la de novelista) y entre dos formas diferentes de producción narrativa (la periodística y la literaria). Este dilema ciertamente nos es contemporáneo, de manera que tampoco nos es gratuito. Como tampoco lo es, incluso en el cuento mismo, el acercamiento final y definitivo entre reportero y novelista, entre producción periodística y producción literaria. Quien intentó barajar las dos cosas para Hemingway, sin éxito, fue la novelista Gertrude Stein (presentada en el cuento como “aquella mujer de París”). Informa Hemingway al periodista brasileño que lo entrevista: “Yo estaba intentando ser un escritor y ella [Gertrude] me dijo prácticamente que desistiera. Afirmó que yo era y que solo sería un reportero”. El golpe, por lo visto, fue duro en aquella época para el aspirante a novelista, pero no tanto, ya que luego descubriría que no había nada de malo en ser un reportero-novelista, o viceversa. Él concluye: “Y fue escribiendo para periódicos que realmente aprendí a ser escritor”.

Interesa poco ahora escudriñar escritos y biografías de los involucrados para indagar sobre la veracidad de la situación y el diálogo. Estos se sostienen al proponer temas que transcienden las personalidades implicadas. Contentémonos, pues, con considerarlos conjuntamente, situación y diálogo, en el área del cuento y descubrir que, no sin interés, el cuento se escribe paradójicamente como un... reportaje. Hemingway llegó a España y, como siempre, atacó a la prensa, negándose violentamente a dar entrevistas, al denigrar poco éticamente a sus colegas. El narrador no se intimida. Va a la lucha con su compañera, cuyo nombre es Clara. Parte de la historia del cuento es la insistencia del reportero para obtener una entrevista con Hemingway. La insistencia solo es quebrantada por otro incidente, tan periodístico como el anterior: un torero fue herido por el toro y es retirado de la arena. ¿Reportaje o cuento? Los dos ciertamente. Lean, incluso, otros textos de Edilberto Coutinho como “Eleitorado o” [Electorado o] y “Mulher na jogada” [Mujer en la jugada]. En el universo de Hemingway (de acuerdo al cuento) y en el de Edilberto (de acuerdo a las características de su producción), se impone un desprestigio de las llamadas formas novelescas (defendidas en el cuento por Gertrude Stein) y un favorecimento de las técnicas periodísticas del narrar; o, más bien, se impone la actitud periodística del narrador sobre el personaje, el tema y el texto. El narrador está ahí para informar a su lector de lo que acontece en la plaza. Esta pirueta estética tiene consecuencia para el problema que queremos discutir, ya que la figura del narrador pasa a ser básicamente la de aquel que se interesa por otro (y no por sí mismo) y se afirma por la mirada que lanza a su alrededor, acompañando seres, hechos e incidentes (y no por una mirada introspectiva que capta las experiencias vividas en el pasado). De manera aún simplificada, se puede decir que el narrador mira al otro para hacerlo hablar (entrevista), ya que él no está ahí para hablar de las acciones de su experiencia. Pero ninguna escritura es inocente. Como correlato a la afirmación anterior, añadamos que al permitirle hablar a otro, acaba también por darse habla a sí mismo, solo que de manera indirecta. El habla propia del narrador que desea ser un reportero es el habla de una persona interpuesta. La oscilación entre reportero y novelista sufrida por el personaje (Hemingway), es la misma que experimenta, solo que en silencio, el narrador (brasileño) ¿Por qué este último no narra las cosas como siendo suyas, es decir, a partir de su propia experiencia? Antes de responder a esta pregunta, veamos otro cuento dedicado España de Edilberto Coutinho, “Azeitona e vinho” [Aceite y vino]. En rápidas líneas, esto es lo que acontece: un viejo y experto hombre de poblado (el narrador), sentado en una bodega, toma vino y mira a un joven torero, Pablo (conocido como El Mudo), cercado de amigos, admiradores y turistas ricos. Mirando y observando como un reportero ante el objeto de sus nuevas historias, el viejo se embriaga más y más tejiendo conjeturas sobre la vida del otro, es decir, lo que acontece, aconteció y debería acontecer con el joven e inexperto torero, depositando en él las esperanzas de todo el poblado. Los personajes y temas son similares a los del cuento anterior, con la salvedad de que aquí lo importante para nosotros es que la misma actitud del narrador se asemeja a la del narrador anterior, aunque él, en el segundo cuento, ya no considere al periodismo como una profesión, puesto que solo se trata de alguien del poblado. El narrador tenía todo para ser un narrador

clásico: como hombre viejo y experimentado, podría concentrarse sobre las acciones de su vivencia y, mediante el recuerdo, mezclar su historia con otras con las que ha convivido en la tradición de la comunidad. Sin embargo, no hace nada de eso. Mira al hombre más joven y se embriaga con vino y con la vida del otro. Permanece, así, como válida y como vértebra de la ficción de Edilberto Coutinho una forma precisa de narrar, aunque esta vez la forma periodística no coincida con la profesión del narrador (¿dónde está la autenticidad como respaldo de la verosimilitud?). Se trata de un estilo, como se dice, o de una visión de mundo, como preferimos, una característica del cuento de Edilberto Coutinho que transciende incluso las reglas mínimas de la caracterización del narrador. La continuidad en el proceso de narrar establecida entre los diferentes cuentos afirma que lo esencial de la ficción de Edilberto Coutinho no es la discusión sobre el narrador en tanto reportero (aunque lo pueda ser en este o en aquel cuento). Lo esencial es algo de más difícil comprensión, es decir, el propio arte del narrar hoy. Por otro lado, paralela a esta constatación, surge la pregunta ya anunciada más arriba y estratégicamente abandonada: ¿por qué el narrador no narra su experiencia de vida? La historia de “Azeitona e vinho” narra acciones en tanto son vivenciadas por el joven torero; esta es básicamente la experiencia de una mirada lanzada al otro. Atando la constatación a la pregunta, vemos que lo que está en juego en los cuentos de Edilberto Coutinho no es tanto la trama global de cada cuento (lo que siempre es de fácil comprensión), ni la caracterización y desarrollo de los personajes (que siempre se aproximarán a un prototipo), sino algo más profundo: el denso misterio que rodea la figura del narrador posmoderno. El narrador se substrae a la acción narrada (hay grados de intensidad en la sustracción, como veremos al leer “A lugar algum” [A lugar alguno]) y, al hacerlo, crea un espacio para que la ficción dramatice la experiencia de alguien que es observado, y que a menudo está desprovisto de palabra. Sustrayéndose a la acción narrada por el cuento, el narrador se identifica con un segundo observador –el lector. Ambos se encuentran privados de la exposición de la propia experiencia en la ficción y son observadores atentos de la experiencia ajena. En la pobreza de experiencia de ambos se revela la importancia del personaje en la ficción posmoderna; narrador y lector se definen como espectadores de una acción ajena que les impresiona, les emociona, les seduce, etc. La mayoría de los cuentos de Edilberto se recubren y se enriquecen por el enigma que rodea la comprensión del mirar humano en la civilización moderna ¿Por qué se mira? ¿Para qué se mira? Razón y finalidad de la mirada lanzada al otro no se dan a primera vista, porque se trata de un diálogo-enliteratura (es decir, expresado por palabras) que, paradójicamente, queda de este lado o más allá de las palabras. La ficción existe para hablar de la incomunicabilidad de las experiencias: la experiencia del narrador y la del personaje. La incomunicabilidad, sin embargo, es recubierta por el tejido de una relación, relación que se define por el mirar. Un puente, hecho de palabras, envuelve la experiencia muda del mirar y hace posible la narrativa. En el cuento “Azeitona e vinho”, el narrador insiste: “Pablito no sabe que lo estoy observando en aquel grupo”. Y también: “No se acordará de mí, pero tal vez no olvide las cosas de las que le hablé”. Permanece la fijeza imperturbable de un mirar que observa a alguien, de este lado o más allá de

las palabras, en el presente de la cantina (se observa de una mesa a otra), o en el pasado revivido por el recuerdo (aún lo veo, pero en el pasado). No es importante la retribución del mirar. Se trata de una inversión hecha por el narrador en la que él no obtiene beneficios, sino solo participación, pues el beneficio está en el propio placer que obtiene al mirar. Te doy una mano, dice el narrador. Siento su firmeza, replica el personaje. Ambos están mudos. Ya no se encuentra el juego del “buen consejo” entre expertos, sino el de la admiración del más viejo. La narrativa puede expresar una “sabiduría”, pero esta no surge del narrador: es desprendida de la acción de aquel que es observado y que no puede ya narrar –el joven. La sabiduría se presenta, pues, de modo invertido. Hay una desvalorización de la acción en sí. He ahí en sus líneas generales la gracia y el sortilegio de la experiencia del narrador que mira. El peligro en el cuento de Edilberto Coutinho no se encuentra en las mordazas, sino en las vendas. Como si el narrador exigiera: déjeme mirar para que usted, lector, también pueda ver. El mirar tematizado por el narrador de “Azeitona e vinho” es un mirar generoso, simpático, e incluso amoroso, que recubre al joven Pablito, sin que él se dé cuenta de la dádiva que le está siendo ofrecida. Pero, ¡atención!, el más experto no tiene consejo para dar, y es debido a ello por lo que no puede obtener ningún beneficio de la inversión del mirar. No debe cobrar, por así decirlo. He ahí la razón para la pelea entre Hemingway (observador y también hombre de palabra) y el torero Dominguín (observado y hombre de acción): En esa época Dominguín lo llamaba Padre. Papá. Ahora decía que el viejo estaba un poco loco. Padre chiflado. Pocos días después pude mostrarle a Clara una entrevista en que Dominguín contaba: “Yo era su huésped en Cuba. Vinieron unos periodistas a su casa para entrevistarme. [...] Cuando un periodista quiso saber si era verdad que yo buscaba los consejos del dueño de casa para mejorar mi arte, comprendí cómo habría podido surgir el rumor inoportuno, solo para verle el rostro. Pensé en dar una respuesta diplomática, pero cambié de idea y hablé con toda franqueza: No creo, al punto al que he llegado, que necesite los consejos de nadie en cuestiones de torada [énfasis agregado].

El “hijo” no puede mirar sumísamente el rostro del “padre”, sin arriesgarse a destruir el misterio de la inversión afectiva dada por el mirar paterno. De nada ayuda la diplomacia si el pacto se ha quebrado –Dominguín dice todo lo que piensa; Dominguin es conflitivo. El hijo no puede reconocer al padre como fuente de consejos, o reconocer la deuda que proporciona el beneficio del más viejo, pues es él mismo la fuente de la sabiduría. Padre. Papá. Viejo loco. Padre chiflado. He ahí la metamorfosis del viejo que quiere usurpar el valor de una acción que no es experimentada por él, sino tan solo observada. Él se sustrae por el mirar –he ahí el único consejo que le puede dar al observado, si hubiera lugar para el diálogo. La vivencia del más experimentado es de poca valía. Primera constatación: la acción posmoderna es joven, inexperimentada, exclusiva y privada de palabra –por todo eso es que no puede ser dada como si perteneciera al narrador. Él observa una acción que es, a la vez, incómodamente autosuficiente. El joven puede acertar errando, o errar acertando. De nada vale el paternalismo responsable en el direccionamiento de la conducta. A menos que el paternalismo se prive de palabras de consejo y sea un largo deslizar silencioso y amoroso por las avenidas del mirar.

Si el mirar quisiera ser reconocido como consejo, surge la incomunicabilidad entre el más y el menos experimentado. La palabra no tiene sentido porque ya no existe el mirar que ella recubre. Desaparece la necesidad de la narrativa. Existe, pesado, el silencio. Para evitarlo, el más experimentado debe sustraerse para hacer valer y brillar al menos experimentado. Para que la experiencia del más experimentado sea de menor valía en los tiempos posmodernos es que él se sustrae. Por todo eso también es que se hace prácticamente imposible hoy, en una narrativa, el cotejo de experiencias adultas y maduras bajo la forma mutua del consejo. Cotejo que sería semejante al encontrado en la narrativa clásica y que conduciría a una sabiduría práctica de vida. En virtud de la incomunicabilidad de la experiencia entre diferentes generaciones, se percibe cómo se hizo imposible dar continuidad lineal al proceso de perfeccionamiento del hombre y de la sociedad. Por eso, aconsejar –al contrario de lo que pensaba Benjamín– no puede ser más “una propuesta concerniente a la continuación de una historia (que se está desarrollando en el momento)”. La historia no es más vislumbrada como tejiendo una continuidad entre la vivencia del más y la del menos experimentado, visto que el paternalismo es excluido como proceso conectivo entre generaciones. Las narrativas de hoy están, por definición, quebradas. Siempre hay que recomenzar. Esa es la lección que se desprende de todas las grandes rebeliones de los menos experimentados que sacudieron la década del 60, comenzando por el Free speech movement, en Berkeley, y los événements de mai, en Paris. Sin embargo, el helo de simpatía cómplice entre el más y el menos experimentado (sostenido por el mirar recubierto por la narrativa) asegura el clima de acciones intercambiables. Las acciones del hombre no son diferentes en sí de una generación a otra, lo que cambia es el modo de encararlas, de mirarlas. Lo que está en juego no es el surgimiento de un nuevo tipo de acción enteramente original, sino una manera diferente de enfrentarlas. Se lo puede hacer con la sabiduría de la experiencia, o con la sabiduría de la ingenuidad. No hay, pues, una sabiduría vencedora, privilegiada, aunque haya una que impere. Hay un conflicto de sabidurías en la arena de la vida, como hay un conflicto entre narrador y personaje en la arena de la narrativa. Como piensa y nos dice Octavio Paz: “La confianza en los poderes de la espontaneidad está en proporción inversa a la repugnancia frente a las construcciones sistemáticas. El descrédito del futuro y de sus paraísos geométricos en general”. De ahí que pueda concluir: “En la sociedad posindustrial las luchas sociales no son el resultado de la oposición entre trabajo y capital, sino que son conflictos de orden cultural, religioso y psíquico”. El viejo en la cantina ya ha pasado por todo aquello que le ocurre al joven llamado El Mudo, pero lo que cuenta es la misma diferencia por la que el observador pasa, que el observado experimenta en su juventud de hoy. La acción en la juventud de ayer del observador y la acción en la juventud de hoy del observado es la misma. Pero el modo de encararlas y afirmarlas es diferente ¿De qué valen las glorias épicas de la narrativa de un viejo ante el ardor lírico de la experiencia del más joven? –he ahí el problema posmoderno. Aquí se impone una distinción importante entre el narrador posmoderno y su contemporáneo (por lo menos para Brasil), el narrador memorialista, ya que el texto de memorias se hizo importantísimo con el retorno de los exiliados

políticos. Nos referimos, claro está, a la literatura inaugurada por Fernando Gabeira con el libro O que é isso, companheiro?, donde el proceso de implicación del más experimentado finalmente se presenta de forma opuesta al de la narrativa posmoderna. En la narrativa memorialista el más experto adopta una postura vencedora. En la narrativa memorialista, el narrador más experimentado habla de sí mismo como si fuera un personaje menos experimentado, extrayendo de ese desfase temporal, e incluso sentimental (en el sentido que le entrega Flaubert en su “educación sentimental”), la posibilidad de un buen consejo, por sobre los errores cometidos por él mismo cuando joven. Esta narrativa trata de un proceso de “maduración” que se da en forma lineal. Por su parte, el narrador de la ficción posmoderna ya no quiere verse ayer, sino observar su ayer en un joven de hoy. Delega en otro –que es joven hoy como él lo fue ayer– la responsabilidad de la acción que observa. La experiencia ingenua y espontánea del ayer del narrador continúa siendo referida a través de la vivencia semejante, aunque diferente, del joven que él observa, y no a través de la sabia madurez del presente. Por eso, la narrativa memorialista es necesariamente histórica (y, en ese sentido, se encuentra más próxima a las grandes conquistas de la prosa modernista), es decir, es una visión del pasado en el presente, que busca camuflar el proceso de discontinuidad generacional con una continuidad farragosa y racional de hombre más experimentado. La ficción posmoderna, pasando por la experiencia del narrador que se ve –y no se ve– a sí mismo ayer en el joven de hoy, es la prioridad del “ahora” (Octavio Paz). Retomemos a Benjamín. Él dice: “Con la Guerra Mundial comenzó a hacerce evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse ¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? No más rica sino más pobre en experiencia comunicable” (énfasis agregado). Por uno de esos finos juegos de ironía, quien habla en el cuento, el viejo, no narra la propia vida para el lector. Importa solo la juventud corajuda del joven que él admira y que es llamado sintomáticamente El Mudo, y que “mudo” permanece durante todo el cuento. Dar la palabra al mirar lanzado al otro (al menos experimentado, El Mudo) para que se pueda narrar lo que la palabra no dice. Hay un aire de superioridad herida, de narcisismo descuartizado en el narrador posmoderno, impávido por ser portador de la palabra en un mundo donde ella poco cuenta, anacrónico por saber que lo que su palabra puede narrar como recorrido de vida poca utilidad tiene. Por eso es que la mirada y la palabra son lanzadas sobre los que han sido privados de ellas. Dijimos que la literatura posmoderna existe para hablar de la pobreza de la experiencia, pero también de la pobreza de la palabra escrita en tanto proceso de comunicación. Trata, por lo tanto, de un diálogo de sordos y mudos, ya que lo que realmente vale en la relación que entre ellos establece el mirar es una corriente de energía, vital, silenciosa, placentera y agradable. La respuesta más radical a la pregunta “¿Por qué se mira?” nos fue dada por Nathalie Sarraute: se mira de igual manera como las plantas se vuelven hacia el sol en un movimiento de tropismo. Luz y calor –he ahí las formas de energía que el sol transmite a la plantas, levantándolas, tonificándolas. Traspuesto a la experiencia humana de la que nos ocupamos, el tropismo sería

una especie de subconversación (sous-conversation, dice Sarraute) en que, contradictoriamente, el sol es el más joven, y la planta, la más experimentada. La vieja planta se siente atraída por el joven sol sin que se evidencien los motivos de la subconversación. No es extraño, entonces, que Edilberto haya creado su ficción sobre esta falta de evidencia de la razón y de la finalidad del mirar. El cuento dice que el narrador mira. El cuento dice que el personaje es mirado. Pero permanecen como un enigma la razón y la finalidad de ese mirar. En términos apocalípticos, se mira para dar razón y finalidad a la vida. De manera sutil, Benjamin vuelve el embellecimiento de la narrativa clásica paralelo con otro embellecimiento: el del hombre en el lecho de muerte. El mismo movimiento que describe la desaparición gradual de la narrativa clásica sirve también para describir la exclusión de la muerte del mundo de los vivos hoy. A partir del siglo XIX, nos informa Benjamin, se evita el espectáculo de la muerte. La ejemplaridad que da autoridad a la narrativa clásica, traducida por la sabiduría del consejo, encuentra su imagen ideal en el espectáculo de la muerte humana. “Sin embargo, no solo el conocimiento o la sabiduría del hombre, sino sobre todo la vida que ha vivido –ése es el material del que nacen las historias– adquieren primeramente en el moribundo una forma transmisible”. La muerte proyecta un halo de autoridad –“la autoridad que hasta el más mísero ladrón posee, al morir”– que está en el origen de la narrativa clásica. Muerte y narrativa clásica cruzan su camino, abriendo espacio para una concepción del devenir humano donde la experiencia de la vida vivida es cerrada en su totalidad, y es por ello que llega a ser ejemplar. A la nueva generación, a los aún vivos, se les ofrece el ejemplo global e inmóvil de la vieja generación. Al joven, el modelo y la posibilidad de la copia muerta. Un furioso iconoclasta opondría al espectáculo de la muerte un grito lancinante de la vida vivida en el momento de vivir. La naturaleza ejemplar del que está incompleto. El torero en la arena siendo alcanzado por el toro. Hay –no tengamos duda– espectáculos y espectáculos, continúa el joven iconoclasta. Hay un mirar camuflado en la escritura sobre el narrador de Benjamin que merece ser revelado y que se asemeja al mirar que estamos describiendo, solo que los movimientos de las miradas son inversos. Para Benjamín, el mirar camina hacia el lecho de la muerte, hacia el luto, el sufrimiento, las lágrimas, etc., con todas las variantes del ascetismo socrático. El mirar posmoderno (en nada camuflado, solo enigmático) mira en los ojos del sol. Se vuelve hacia la luz, el placer, la alegría, la risa, etc., con todas las variantes del hedonismo dionisiaco. El espectáculo de la vida hoy se contrapone al espectáculo de la muerte de ayer. Se mira un cuerpo en vida, cuya energía y potencial para la experiencia son imposibles de cerrar en su totalidad mortal, porque ella se abre en el ahora en mil posibilidades. Todos los caminos son el camino. El cuerpo que mira con placer (ya dijimos), mira con placer otro cuerpo placentero (añadamos) en acción. “Vivir es peligroso”, dijo una vez Guimarães Rosa. Hay espectáculo y espectáculo, dijo el iconoclasta. En el lecho de muerte, el peligro de vivir es también exhumado. Incluso el peligro de morir, porque ya esta ahí. Solo la calma inmovilidad del hombre en el lecho de muerte, el reino de las belles images, para recordar la expresión de Simone de Beauvoir ante los fúnebres grabados de los libros de historia. Al contrario, en el campo de la vida expuesta en el momento de vivir, lo que cuenta para el mirar es el movimiento.

Movimiento de cuerpos que se desplazan con sensualidad e imaginación, inventando acciones silenciosas dentro de lo precario, inventando el ahora. En un cuento posmoderno, muerte y amor se encuentran en medio del puente de la vida. La única pregunta que hace el narrador de “Ocorrência na ponte” [Ocurrencia en el puente] ante la imagen de la muerte, “una dama fea y triste, del color del lodo”, es: “¿Era posible reinventar la vida para el río o para ella?”. La respuesta es también única: por el deseo se reinventa la vida en la muerte. Y en aquel rostro de mujer, tras la cópula, tras la muerte, se expresaba, nos dice el narrador, “cualquier cosa como una absurda esperanza”. El mirar humano posmoderno es aquel deseo y aquella palabra que caminan por la inmovilidad, una voluntad que admira y se retrae inútil, una atracción por un cuerpo que, sin embargo, se siente ajeno a la atracción, energía propia que se alimenta vicáriamente de fuentes ajenas. Él es el resultado crítico de la mayoría de nuestras horas de vida cotidiana. Los tiempos posmodernos son duros y exigentes. Quieren la acción como si fuera energía (de ahí el privilegio del joven en tanto personaje, y del deporte como tema). Agotada esta, el actuante pasa a ser el espectador de otro que, como él, ocupa el lugar que antes fue suyo. “Azeitona e vinho”. Es esta última condición de placer vicario, a la vez personal y posible de generalización, que alimenta la vida cotidiana actual, y que Edilberto Coutinho dramatiza a través del narrador que mira. Al dramatizarlo en la forma en que lo hace, revela lo que en él puede ser experiencia auténtica: la pasividad placentera y el inmovilismo crítico. Son esas las posturas fundamentales del hombre contemporáneo, todavía y siempre un mero espectador de acciones vividas o de acciones ensayadas y representadas. Por el mirar, el hombre contemporáneo y el narrador oscilan entre el placer y la crítica, guardando siempre la postura de quien, aún habiéndose sustraído a la acción, piensa y siente, se emociona con lo que en él resta de cuerpo y/o cabeza. El espectáculo torna la acción en representación. De esa forma, él retira del campo semántico de la “acción” lo que existe de experiencia, de vivencia, para prestarle el significado exclusivo de imagen, concediendo a esa acción liberada de la experiencia la condición ejemplar de un ahora tonificante, aunque desprovisto de palabra. Luz, calor, movimiento –transmisión masiva. La experiencia del ver, del observar. Si falta a la acción representada el respaldo de la experiencia, esta, por su parte, será relaciona con el mirar. La experiencia del mirar. El narrador que mira es la contradicción y la redención de la palabra en la época de la imagen. Él mira para que su mirar se recubra de palabra, constituyendo así una narrativa. El espectáculo torna la acción en representación. Representación en sus variantes lúdicas, como fútbol, teatro, baile, música popular, etc.; y también en sus variantes técnicas, como cine, televisión, palabra impresa, etc. Los personajes observados, hasta entonces llamados actuantes, pasan a ser actores del gran drama de la representación humana, expresándose a través de acciones ensayadas, productos de un arte, el arte de representar. Para hablar de las varias facetas de este arte es que el narrador posmoderno –él mismo reteniendo el arte de la palabra escrita– existe. Él narra acciones ensayadas que existen en el lugar (el escenario) y en el tiempo (el de la juventud) en que les es permitido existir.

El narrador típico de Edilberto Coutinho, por las razones que hemos estado exponiendo, se encuentra en la “sociedad del espectáculo” (para usar el concepto de Guy Debord), campo fértil para sus embestidas críticas. Por ella es investido y contra ella se inviste. En el cuento “A lugar comum”, trascripción ipsis litteris del script de un programa de televisión, en el que es entrevistado un joven marginal, la realidad concreta del narrador es grado cero. Él se sustrae totalmente. El narrador es todos y cualquiera que esté frente a un aparato de televisión. Esta también –repitamos– es la condición del lector, pues cualquier texto es para todos y para cualquiera. En “A lugar comum”, el narrador es solo aquel que reproduce. Las cosas ocurren como si el narrador estuviera apretando el botón del canal de televisión para el lector. Yo estoy mirando, mire usted también este programa, y no otro. Vale la pena. Vale la pena porque asistimos a los últimos resquicios de una imagen que aún no es ensayada, donde la acción (el crimen) es respaldada por la experiencia. La experiencia de un joven marginal en la sociedad del espectáculo. Para testificar del mirar y de su experiencia es que aún sobrevive la palabra escrita en la sociedad posindustrial. [1986] (Este ensayo fue escrito como prefacio a una antología de relatos de Edilberto Coutinho, seleccionada por el mismo Silviano, y publicada por la editorial Globo, de São Paulo, en 1986. Fue republicado en Revista do Brasil, núm. 5 (1986): 4-13. Su publicación definitiva se dio en su tercer libro de ensayos, Nas malhas da letra (São Paulo: Companhia das Letras, 1989), 38-52).