Juan Crisostomo sobre el sacerdocio

Juan Crisóstomo Sobre el sacerdocio TRADUCCIÓN ESPAÑOLA POR DANIEL RUIZ BUENO BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS MADRID

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Juan Crisóstomo

Sobre el sacerdocio TRADUCCIÓN ESPAÑOLA POR

DANIEL RUIZ BUENO

BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS MADRID • 2010

ÍNDICE GENERAL Págs.

PRESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

VII

Los seis libros sobre el sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . .

3

LIBRO I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LIBRO II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LIBRO III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LIBRO IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LIBRO V . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LIBRO VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

3 20 37 77 103 114

IX

PRESENTACIÓN San Juan Crisóstomo es uno de los santos más célebres de la Antigüedad. Nacido en Antioquía, en torno al año 350, en el seno de una familia acomodada, fue nombrado lector (371) por su obispo Melecio y, tras una experiencia monástica en el desierto, fue ordenado diácono (381) y, más tarde, presbítero (386) por Flaviano, sucesor de Melecio. Después de doce años de ministerio, será trasladado a la sede de Constantinopla, donde fue consagrado obispo en el año 398. A lo largo de su vida pastoral, predicó incansablemente la doctrina evangélica con tal brillantez que años más tarde sería apodado como «boca de oro» (crisóstomo). Su rectitud ante el poder imperial y las intrigas internas de la Iglesia le valieron la persecución, el destierro y, a la postre, la muerte sufrida en el año 407. La obra Sobre el sacerdocio fue escrita probablemente antes de ser ordenado diácono y después de su experiencia monástica, es decir, cuando el santo tenía ya el bagaje suficiente como para poder darse cuenta de la calamitosa situación por la que pasaba la Iglesia y, muy en especial, la iglesia antioquena. El siglo IV fue una verdadera prueba para la Iglesia. La controversia en torno a la herejía de Arrio despedazó la Iglesia en varios partidos. En particular, en la ciudad del Crisóstomo se vivió lo que se conoce como cisma de Antioquía. La Iglesia en la que creció de niño el Crisóstomo presentaba una cara absolutamente dividida en tres, cuatro o hasta cinco facciones. A esto ha de añadírsele las intrigas de tipo político que invadían la Iglesia, una vez que esta podía gozar ya de la publicidad y del favor de la corte imperial.

VIII

Presentación

Tal situación condujo al sacerdocio cristiano a un estado bastante triste. Ser sacerdote y ser santo eran, para algunos, conceptos incompatibles. Para vivir el evangelio parecía imprescindible abandonar la ciudad y dedicarse a la ascética propia de los monjes. Ante el desprestigio tan enorme en el que había caído un ministerio tan digno, se levantaron algunas voces en el seno de la Iglesia para componer lo que podríamos llamar una apología del sacerdocio. El caso del Crisóstomo es uno de ellos, tal vez el más conocido a la postre en la tradición eclesial. Toda la obra, en consecuencia, responde a este objetivo: devolver el sacerdocio cristiano al puesto y dignidad que le corresponden, resaltar las dificultades propias de tal ministerio, ensalzar las virtudes de quien lo ejerce y el bien tan alto que acarrea para el pueblo de Dios el buen gobierno de sus pastores. En este Año Sacerdotal, su lectura sigue siendo recomendable y presenta no pocos aspectos siempre actuales. El Crisóstomo no abunda en el aspecto litúrgico, que no ignora y, por supuesto, valora. Se centra, en cambio, en las tareas de gobierno y enseñanza del pastor describiendo las cualidades que debe presentar un buen sacerdote (prudencia, buen uso de la palabra, paciencia...) y los peligros que debe evitar (vanagloria, ambición, superficialidad, irascibilidad...). PATRICIO DE NAVASCUÉS BENLLOCH

INTRODUCCIÓN Es la más famosa de las obras de san Juan Crisóstomo, su obra maestra acaso: Los seis libros sobre el sacerdocio. Fue también desde antiguo la obra más leída. «Te remito —escribe Isidoro Pelusiota, en vida acaso del santo, a un tal Eustacio— el libro que buscabas y espero ha de producir el ti el fruto que suele en todos los que lo leen. Porque no hay yo te lo aseguro, no hay corazón en que su lectura haya penetrado y no haya quedado herido del amor divino. Enseña, en efecto, por una parte, cuán augusto e inaccesible sea el sacerdocio y muestra, por otra, cómo hayamos de desempeñarlo irreprochablemente. Porque aquel sabio intérprete de los misterios de Dios, ojo que fue no solo de la Iglesia de Bizancio, sino de toda la Iglesia, Juan, compuso este libro tan puntual, sutil y prudentemente, que todos los sacerdotes encuentran en él lo que les conviene: los que según Dios desempeñan su ministerio, sus méritos; los que con negligencia y desidia, sus reprensiones» 1. A principios del año 392 o comienzos del 393, esta era la única obra de Juan que leyera san Jerónimo: «Juan, presbítero de Antioquía, se dice que compone muchas obras, de las que solo he leído la peri hierosynes» 2. A mediados del siglo X, el Léxico de 1 ISIDORO DE PELUSIO, Epist. 150: PL 78,288. Como se sabe Isido-

ro, presbítero y abad de un monasterio cerca de Pelusio, en el Delta del Nilo, es maestro en la carta literaria. De él se han conservado 2.012 cartas, algunas brevísimas, en cinco libros. Fue ferviente admirador de san Juan Crisóstomo. Murió hacia 435. 2 De vir. ill. 129: PL 23,713. Esta fría noticia del De vir. ill. acerca de san Juan Crisóstomo revela la frialdad de relaciones que mediaron entre los dos grandes contemporáneos. Y es notable el hecho de que algunos ms. de la obra jerominiana eliminen «la antipática laconicidad» (A. Penna) de la noticia incluyendo en el elogio casi todas las

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Introducción

Suidas (s.u. Ioannes) tampoco conoce otra obra de san Juan Crisóstomo que los libros sobre el sacerdocio: «Dícese que este escribió muchas obras, entre las que descuellan sus tratados sobre el sacerdocio, por la elevación de su estilo y la suavidad y elegancia de lenguaje». Solo secundariamente nos interesa aquí la cuestión, modernamente debatida, acerca de la historicidad del incidente que enmarca la obra. Se intenta elevar a la dignidad episcopal a los dos jóvenes amigos Basilio y Juan. Juan logra escapar a la ordenación; pero Basilio se deja sorprender, fiado justamente en que su amigo había aceptado. Al verse burlado, se queja a Juan y este defiende su engaño y su fuga. La defensa se reduce, en el fondo, a este argumento: «la dignidad sacerdotal —en su grado supremo la episcopal— es tan alta y yo tan indigno de ella, que no tuve otro remedio que huir». Tal es el fondo de los seis libros sobre el sacerdocio. Yo me inclino a la historicidad del incidente justamente porque el tema del engaño (que llena el libro primero) y el de la fuga (que se prolonga por toda la obra) producen una constante desazón en el lector (en mí por lo menos) y restan indudablemente belleza a la obra. Si la cosa fue inventada, el invento no fue afortunado. Se ha identificado, desde Baronio, al amigo de juventud de Juan con Basilio, obispo de Racanea, que firma las actas del concilio de Constantinopla del 381. Mas aun cuando esta identificación no fuera plenamente satisfactoria, tampoco quedaría por ello plenamente demostrada la ficción literaria del enmarcamiento u ocasión histórica del diálogo sobre el sacerdocio. Para una imaginación tan sobria como la de san Juan Crisóstomo parece demasiado forjarse un obispo de cuerpo entero, sin más existencia que la de su fantasía. obras del «presbítero de Antioquia». Realmente, san Jerónimo sabía disimular mal sus simpatías y antipatías personales. Tampoco parece le sobró humildad, siquiera literaria, en el último número de su catálogo. Cf. A. PENNA, San Girolamo (Turín-Roma 1949) 178ss.

Introducción

XI

Lo que aquí de verdad nos interesa es observar el estado de alma del futuro sacerdote. La vocación apostólica que irrumpía ya incontenible por las páginas del Adv. opp. vitae monasticae estalla irreprimible y triunfante en estas sobre el sacerdocio. La tesis de la superioridad del ideal apostólico sobre el mero vivir solitario puede afirmarse que, explícita o implícitamente, colma toda la obra, pues llenaba indudablemente el alma de Juan. El ministerio de las almas es la prueba máxima de amor que le podemos dar a Cristo. El Señor mismo le dijo a Pedro: «Pedro, si me amas más que a estos, apacienta mis ovejas». Pudiera haberle dicho: «Si me amas, ejercítate en ayunos, en dormir en el suelo, en vigilias continuas». Juan se acuerda de sus ayunos, sus cameunias, el sueño sobre la dura tierra, sus noches insomnes y días interminables en su espelunca, y no parece arrepentirse de haber dejado todo eso. Hay otros modos más excelentes de mostrar su amor a Cristo: la entrega al servicio de las almas compradas por la sangre de Cristo. El asceta que se ejercita a sí mismo, a sí mismo solamente aprovecha. El que distribuye sus bienes entre los necesitados, o toma la defensa de los oprimidos, aprovecha ciertamente al prójimo; pero va del bien que este hace al prójimo al que le hace el sacerdote la diferencia que del cuerpo al alma. Por otra parte, las maceraciones corporales pueden ser de provecho a un solitario que se encierra en su tugurio y solo tiene cuenta consigo mismo. El sacerdote que ha de derramarse en tan grande muchedumbre y para quien cada súbdito constituye una preocupación, necesita alma de temple mucho más fuerte, pues muchos que supieron soportar las durezas de la mortificación externa, se vuelven fieras salvajes por una injuria, una burla, una reprensión (III, 13). Pero donde las alusiones al monacato y a los monjes son más frecuentes, intencionadas y dignas de considerarse es en el libro sexto. El sacerdote ha de tener un alma más pura que los rayos del sol, a fin de que nunca

XII

Introducción

le abandone la gracia del Espíritu Santo. El monje, aparte de la seguridad que le da su estado, aún busca nuevas guardas y se amuralla por todas partes y se esfuerza por alcanzar la mayor perfección en sus obras y palabras a fin de tratar con Dios con aquella pureza que cabe en lo humano. Mucha mayor pureza se exige en el sacerdote que ha de tratar tan de cerca con Dios y es embajador ante la majestad divina no ya de una ciudad, sino del universo entero. Y es el caso que a quien más pureza se exige, más expuesto está a perderla. Los peligros rodean por todas partes a quienes andan metidos en el negocio del mundo; la soledad, en cambio, es puerto seguro contra todo lo externo. Puede atacar al solitario un pensamiento torpe; pero la fantasía tiene poca fuerza y puede fácilmente extinguirse cuando los ojos no traen leña de fuera. Y en todo caso, el monje no tiene que preocuparse más que de sí mismo… El morar en común hace que las faltas de los monjes sean fácilmente observadas y corregidas por los superiores, «cosa tan importante para el adelantamiento en la virtud». Mas no solo la pureza que conviene a su altísimo ministerio. El sacerdote ha de poseer también prudencia en sumo grado y ser hombre de mucha experiencia. Por una parte ha de conocer los negocios seculares no menos que los que andan en medio del mundo y, por otra, ha de estar más desprendido de todo lo terreno que los mismos monjes que moran en las montañas. Comparado el sacerdote con el monje, aquel es un rey o emperador, este un hombre privado. Mucho sin duda tiene que luchar el monje, pero su combate se reparte entre el cuerpo y el alma o, por mejor decir, la mayor parte depende de la buena complexión del cuerpo. Ayunar, dormir en el suelo, vigilias, privación de baños y todo lo que practican los monjes para la maceración de su cuerpo desaparece si el cuerpo no lo puede soportar. Acaso Juan pensaba aquí en sí mismo y en el desastre de su salud, reliquia de sus dos años de total

Introducción

XIII

anacoretismo. La virtud del sacerdote es toda íntima y ahí tiene trazado por san Pablo (1 Tim 3,2) el ideal que ha de realizar. El monje es un prestidigitador que anda cargado con las mil herramientas de su arte. El sacerdote es el filósofo, que lo lleva todo dentro de sí mismo. Su vida es sencilla y, externamente, no se diferencia del común de las gentes. No es de admirar que un monje que vive solo para sí mismo y huye del trato de las gentes no peque muy gravemente. Es un piloto que no ha salido del puerto. Lo maravilloso es que el sacerdote, que ha de entregarse a muchedumbres enteras y lleva sobre sí mismo los pecados de todos, se mantenga firme e inconmovible, empuñando el timón de su alma en medio de la tormenta como si estuviera en la calma del puerto. De hecho, los que, venidos de la palestra del yermo, pasan a estos combates del ministerio sacerdotal, pocos son los que brillan en él. La mayor parte de ellos no hacen sino poner de manifiesto lo que son y, tras sufrir graves sinsabores, caen lamentablemente. «Mas si los monjes no lo hacen —replica el amigo—, ¿habrán de gobernar la Iglesia los que andan envueltos y revueltos en sus negocios seculares, muy duchos en las artes del vivir y hábiles en gozar de los placeres? —¡Blasfemia! —contesta Juan—. No. El que, aun tratando y conversando con todo el mundo, es capaz de conservar intactas e inconmovibles, y hasta con más cuidado que los mismos monjes, la pureza y la paz, la castidad y mortificación y vigilancia sobre sí mismo y todas las otras virtudes, ese es el auténtico candidato al sacerdocio» (VI,8). Como es bien sabido, estos textos de san Juan Crisóstomo, o algunos de ellos por lo menos, han servido desde los tiempos de santo Tomás de Aquino para alimentar polémicas que a un profano han de parecer bizantinas. Renovadas en nuestros tiempos en que los perros atisban el momento de echársenos encima, nos recuerdan la famosa discusión sobre galgos y podencos. Acaso fuera

XIV

Introducción

más provechoso penetrar de verdad en el pensar y sentir de san Juan Crisóstomo y aprender la serena lección que nos quiere dar. Al sacerdote se le exige más que al monje y, sin embargo, el monje está mejor defendido que el sacerdote. ¿No es ello invitar al sacerdote a que, en cuanto lo consienta su vocación apostólica, imite la vida del monje? Luego veremos que también al monje le recuerda Juan que, en definitiva, su vocación es la misma que la del sacerdote: la salvación de las almas, no solo de la propia, sino también de la del prójimo. Lo otro sería ganas de perpetuar en la Iglesia aquella íntima escisión de los eustacianos, hija de fina soberbia, anatematizada ya a mediados del siglo IV. Volviendo al De Sacerdotio, la forma y como pie forzado de apología de su fuga quita nitidez al pensamiento de Juan y nos impide ver claramente en su alma en el momento de escribirlo. Se proyecta como una sombra de negación sobre toda la obra y la conclusión de sus mejores páginas es, desconsoladoramente, que hay que huir más bien que amar y desear el sacerdocio. Es en realidad una obra escrita desde fuera del sacerdocio (no olvidemos que Juan es todavía diácono) y hay que confesar que, aun admirándola, no nos satisface plenamente; la hubiésemos querido plenamente afirmativa. Hubiéramos deseado una exhortación no a huir, sino a correr generosamente al sacerdocio, que, si es la prueba máxima de nuestro amor a Cristo, por ello solo ha de ser la garantía máxima de la gracia y ayuda del mismo Cristo para sostén de nuestra humana y dolorosa flaqueza. De ahí que su amigo Basilio le pueda prontamente replicar: —Si tan excelente prueba de amor a Cristo es el ministerio sacerdotal, ¿cómo tú, que sin duda amas a Cristo, rehuyes ese ministerio? Juan alega su indignidad. Así lo sentía indudablemente, pero también había íntimamente de sentir que aquella fuga no podía ser más que una dilación:

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—Sí, yo amo a Cristo y nunca dejaré de amarlo. El amor vencerá a la humildad y le hará cerrar los ojos a la indignidad (de no ser así, ¿quién pudiera jamás ser sacerdote?). Entre tanto, no estaba mal meditar a fondo sobre la tremenda responsabilidad que echa sobre sí el sacerdote, suma el sumo; pero grande aun el mínimo. Tal vez piense Juan en su ministerio de diácono, tan ligado a las temporabilidades de la Iglesia, cuando escribe estas graves palabras: «Porque no estamos ahora discutiendo sobre administración de trigo o de cebada, de bueyes o de ovejas, sino sobre el cuerpo mismo de Jesús; pues la Iglesia, según palabra de Pablo, es el cuerpo de Cristo, y aquel a quien ese cuerpo se le confía ha de cuidar extremadamente de su salud y procurarle la mayor hermosura» (IV, 2). Si Juan no se sintiera llamado al sacerdocio, si no lo anhelara íntimamente a despecho de su fuga momentánea, no le hubiera dedicado tan largas horas de meditación en sus años de diaconado, como supone este largo y bien logrado tratado en seis libros, que estamos ahora leyendo para hallar, entre la filigrana de sus páginas, el alma misma de quien lo escribe.