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PARA LA SUBVERSIÓN DE LA VIDA

La fuerza del anonimato

Espai en Blanc M ATERIALES

PARA LA SUBVERSIÓN DE LA VIDA

La fuerza del anonimato

Editado por Espai en Blanc y Edicions Bellaterra, 2009 Coordinado por Marina Garcés, Santiago López Petit, Amador Fdz-Savater Diseño de Laura Klamburg Fotografías de David Gràcia

Licencia Creative Commons Reconocimiento - NoComercial - SinObraDerivada 2.5 España Puedes copiar y distribuir los artículos publicados en esta obra sin necesidad de permiso expreso de los autores, siempre que reconozcas la autoría, lo hagas sin ánimo de lucro, copies o distribuyas el texto íntegro e incluyas la misma nota. © El copyright de los artículos es de sus respectivos autores. © El copyright de la edición es de Edicions Bellaterra. ISBN: 978-84-7290-441-5 Depósito Legal: B. 9.376-2009 Impreso en Reinbook Imprès, 08830 Sant Boi de Llobregat. Barcelona

INDICE

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Prólogo

ESPACIOS DEL ANONIMATO

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Anonimato y sobremodernidad

Marc Augé Los espacios del anonimato: una apuesta por el querer vivir

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Santiago López Petit FAQ (Frequently Asked Questions) sobre la fuerza del anonimato

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Amador Fdz-Savater y Leónidas Martín Saura EL ANONIMATO Y LO COMÚN

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Un mundo entre nosotros

Marina Garcés

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La plebe o el extranjero interior

Fulvia Carnevale Sociedades anónimas. Las trampas de la negociación

73

Manuel Delgado

101

El dispositivo de la persona

Roberto Esposito PRÁCTICAS DEL ANONIMATO

119

Kid A de Radiohead. El anonimato como pasaje

Érik Bordeleau Espectros de Müntzer al amanecer / Bienvenida al siglo XXI

133

Wu Ming

153

Mikuerpo y otros Virus

Luis Navarro Cine sin autor: realismo social extremo en el siglo

XXI

165

Gerardo Tudurí Repúblicas forestales

179

Carles Guerra HABITAR EL ANONIMATO

Grecia 2008

187

Carta leída por los amigos de Alexandro en el funeral y Carta a los estudiantes escrita por trabajadores griegos Para una crítica del conflicto vasco

193

Ehki Lopetegi Tiqqun: una aventura política

Jordi Carmona Hurtado

205

¿Cómo hacer?

211

Tiqqun Un tejido horizontal íntimo y anónimo

229

Juan Gutiérrez Biografía de los autores

233

Prólogo Hace tiempo que Espai en Blanc, como su propio nombre indica, viene trabajando en la creación de espacios, situaciones y acciones en las que «no ser nadie» no sea sinónimo de no valer nada sino todo lo contrario: sea la posibilidad de creación y de expresión de nuevas formas de pensamiento y de intervención colectivas. Un ejemplo práctico de ello han sido los encuentros en el Bar Horiginal, donde en 2006 y 2008 nos dimos cita, autoconvocándonos, decenas de personas una vez al mes para pensar juntos, para hablar cara a cara desocupando nuestros lugares de enunciación habituales y reconocidos. Otro ejemplo ha sido la investigación que hemos coordinado sobre las Luchas autónomas en España en los años setenta y que ha dado lugar a la elaboración de un libro, un archivo y un documental.1 En ellos se rastrea, desde la actualidad, la memoria de unas luchas que consistían precisamente en construir la fuerza de lo común contra los nombres y las consignas que, desde partidos y sindicatos, pretendían capitalizarla. Y es que las prácticas del anonimato no son algo que hayamos inventado nosotros sino que se dan en continuación con una larga historia de luchas sociales y, más concretamente, con la manera como una parte importante del activismo más reciente ha sabido desarrollar una crítica de la representación, de las identidades y de los códigos de visibilidad que estructuran el espacio público de cualquier ciudad contemporánea. Estos materiales surgen en el hilo de estas experiencias prácticas y teóricas en las que hemos aprendido a poner en cuestión un determinado reparto de asignaciones (lo académico / lo militante, lo alternativo / lo institucional, los movimiento sociales con cada una de sus diferencias, etc.) que no nos sirve para expresar hoy el deseo de lo común, la necesidad de pensar y experimentar hoy un nosotros. Paradójicamente, esta pregunta por la experiencia del nosotros es la que nos ha llevado a plantear el problema del anonimato, del anonimato como apuesta colectiva, como fuerza, como posibilidad conquistada de la experiencia de algo común que se abre frente al recrudecimiento de las identidades que fragmentan el mapa del mundo global y frente al estricto proceso de identificación y de privatización que sufrimos hoy como individuos. La transformación del espacio político moderno y de su régimen de visibilidad parece que está alterando radicalmente la experiencia que tenemos del anonimato. Como podrá comprobarse en la lectura de estos textos, es ambivalente y paradójica. Por un lado, el anonimato nos remite al imaginario del individuo moderno: a su conquista de la privacidad como derecho individual y, a la vez, a la pérdida de su singularidad en la indiferencia de la sociedad-masa. En continuidad con ello, sigue siendo necesario hoy defender la libertad asociada al anonimato personal, cada vez más puesta en peligro por la sociedad de control. Al mismo tiempo, persiste un cierto miedo a ser víctima de la indiferencia y la in-

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visibilidad, a caerse «fuera», a dejar de estar conectado a la red precaria de los hilos que articulan nuestra sociedad. Pero más allá de esta dimensión individual, el anonimato está pasando a ser hoy también la condición de nuevos caminos de resistencia, de creación y de intervención, tanto en lo social y político como en lo cultural. Ante la crisis de la representación política y de sus espacios de interlocución ciudadana, ante la personalización, privatización e identificación cada vez más fuerte de todos los momentos de la vida social, hay un deseo de anonimato, un deseo de que sea «la gente» quien hable, quien piense, quien actúe. Son prueba de ello las últimas grandes movilizaciones ciudadanas (movimiento contra la guerra, 11-M, Vivienda digna…), que han tomado su fuerza del anonimato de sus convocatorias. El hecho de que no fueran convocatorias en nombre de nadie ni de nada ha sido su condición de posibilidad, el hecho de resistirse a dejarse poner un nombre en el mapa de la representación política es lo que ha abierto un espacio y un tiempo en el que hacer causa común. Lo mismo ocurre en ámbitos muy diversos de la cultura y de la creación, donde paralelamente al «star system», fuertemente personalizado, prolifera una creatividad que se quiere anónima, que se da nombres-máscara que circulan entre la gente, que no se separan de ella, que incluso desaparecen y se confunden con ella. Son muchas las expresiones de este anonimato, entendido como fuerza de lo colectivo: desde el gesto zapatista de cubrirse el rostro para hacerse visible más allá de lo que la identidad indígena y las individualidades concretas hubieran permitido, hasta la ubicuidad social de lo que algunos autores llaman los nuevos «nómadas urbanos», refiriéndose a los grupos de jóvenes que ya no viven encerrados en sus guetos sino que se mueven juntos por todo el espacio de la ciudad, alterando los límites entre centro y periferia y sustrayéndose a las identidades, clasificaciones y asignaciones que les corresponderían. De la misma manera, los protagonistas de los nuevos conflictos sociales han adquirido también connotaciones que hacen difícil darles un nombre: precarios, parados, chusma, sin-papeles, sin-techo, sin-voz, sin-nombre… Ante determinados acontecimientos, como el 11-M en Madrid, también la gente (¿cómo decirlo sino?) se apropia de los espacios de comunicación colectivos y crea una narración coral, un boca a boca que desborda la comunicación lineal de los medios oficiales. No hay manera de responder, en ninguno de estos casos, a la pregunta por el ¿quién? Ahí es donde nos interesa situar nuestro debate: no queremos caer en la trampa de formular la pregunta sociológica o policial sobre los nuevos anónimos (¿quiénes son?) para tratar de identificarlos, sino que queremos situarnos precisamente donde esta pregunta deja de funcionar. ¿Qué ocurre entonces? ¿Qué posibilidades se abren? ¿De qué manera puede ser el anonimato la expresión de la heterogeneidad más radical, de un desafío a los actuales dispositivos de poder? ¿Qué paradojas se abren entonces?

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La fuerza del anonimato, cuando no es la fuerza impuesta de una condena individual a la indiferencia sino que es la fuerza de una expresión colectiva, rompe los códigos que articulan nuestra sociedad e invalida los espacios previstos para la representación. ¿Qué significa hoy ser visible, existir, estar en el mundo? La sociedad actual tiene diversas respuestas para ello: – Como sociedad de control, ofrece una respuesta a través de múltiples procesos de identificación que nos otorgan los permisos necesarios para estar o no estar. Es un uso de la identidad que más que relaciones de pertenencia establece pautas de discriminación a partir de la gestión de los permisos y los accesos. – Como sociedad de consumo, establece un régimen de deseo-compensación que da a cada uno su propio horizonte de expectativas/satisfacciones. – Como sociedad formalmente multicultural, ofrece un abanico cerrado de categorías étnicas, culturales y de origen con las que identificarse. – Como sociedad terapéutica, se dirige a cada psique individual para ofrecerle una serie de recursos (institucionales, discursivos, etc) para gestionar su propia vulnerabilidad. Nosotros buscamos otras respuestas a qué significa hoy estar en el mundo, en continuidad con esas prácticas en las que el anonimato deja de ser una condena que se nos impone individualmente para convertirse en la fuerza que impugna los procesos de privatización e identificación que nos separan, que encierran nuestras diferencias en guetos y nuestras singularidades en individualidades impotentes. Los textos que presentamos indagan estas otras respuestas y abordan los problemas, paradojas, horizontes, dificultades y caminos por recorrer que se abren cuando nos disponemos a aprender el anonimato en vez de permanecer amarrados al rol, al lugar de visibilidad o de invisibilidad que nos ha sido asignado. Algunos de ellos fueron presentados en las jornadas «La fuerza del anonimato», que celebramos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) en diciembre de 2008. Fue el inicio de un recorrido que hemos continuado junto a otros y que esperamos que la publicación de esta revista contribuya a ampliar y reforzar, tanto en lo teórico como en lo práctico.

1. Todos los datos del proyecto, en www.autonomiaobrera.net

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ESPACIOS DEL ANONIMATO

Anonimato y sobremodernidad

Marc Augé

Anonimato y sobremodernidad Desde la publicación de mi libro No-lugares, Los espacios del anonimato (Gedisa, 1993), el proceso de urbanización del mundo ha continuado y se ha amplificado en los países desarrollados, en los sub-desarrollados y en los que hoy llamamos emergentes. Las megalópolis se extienden al igual que, a lo largo de las costas, de los ríos y de las vías de comunicación, los «hilos urbanos», por recodar la expresión del demógrafo Hervé Le Bras. Asistimos pues a un triple desplazamiento o, por así decir, un triple «descentramiento». En primer lugar, las grandes ciudades se definen principalmente por su capacidad de importar o exportar personas, productos, imágenes y mensajes. Espacialmente, su importancia se mide según la calidad y amplitud de la red de autopistas o de las vías ferroviarias que las conectan con sus aeropuertos. Su relación con el exterior se inscribe en el paisaje a la vez que los centros llamados «históricos» son, cada vez más, un objeto de atracción para los turistas de todo el mundo. En segundo lugar, en las mismas viviendas, casas o apartamentos, el televisor y el ordenador han ocupado el lugar del hogar. Los helenistas nos han enseñado que sobre la casa griega clásica velaban dos divinidades: Hestia, diosa del hogar, en el centro umbrío y femenino de la casa, y Hermes, dios del umbral, que mira hacia el exterior, protector de los intercambios y de los hombres que tenían su monopolio. Hoy en día, el televisor y el ordenador han ocupado el lugar del hogar en el centro de la vivienda. Hermes ha sustituido a Hestia. Finalmente, también el individuo está de algún modo desplazado respecto a sí mismo. Se equipa de instrumentos que lo ponen en contacto constante con el mundo exterior más lejano. Los teléfonos móviles son a su vez cámaras fotográficas, televisores, ordenadores. El individuo puede vivir singularmente en un ambiente intelectual, musical o visual completamente independiente de su entorno físico más inmediato. Este triple desplazamiento corresponde a una extensión sin precedentes de lo que llamaré los «no-lugares empíricos», es decir, los espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Pero, a este respecto, conviene recordar que no hay «no-lugares» en el sentido estricto del término. He definido como «lugar antropológico» todo espacio en el cual pueden leerse las inscripciones del vínculo social (por ejemplo, cuando se imponen estrictas reglas de residencia) y de la historia colectiva (por ejemplo, los lugares de culto). Estas inscripciones

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son evidentemente menos comunes en los espacios marcados por el sello de lo efímero y del tránsito. Lo que no impide que, en la realidad, no existan, en el sentido absoluto del término, ni lugares, ni no-lugares. La pareja lugar/no-lugar es un instrumento de medida del grado de sociabilidad y de simbolización de un espacio dado. Ciertamente, los lugares (lugares de encuentro y de intercambio) pueden constituirse en lo que para otros sigue siendo un no-lugar. Esta constante no presenta contradicción alguna con aquella otra de la extensión sin precedentes de los espacios de circulación, de consumo y de comunicación que se corresponden con el fenómeno que actualmente designamos con el término de «globalización». Esta extensión tiene consecuencias antropológicas importantes pues la identidad individual y colectiva se construye siempre en relación y en negociación con la alteridad. Por tanto, es a partir de aquí que el conjunto del campo planetario se abre a la investigación, por parte del antropólogo, de los mundos contemporáneos. De este modo, ciertos temas y fenómenos pueden ser abordados desde un nuevo punto de vista. *

*

*

Se puede ver, en la expresión de los espacios virtuales, el signo de una progresión rápida de la «sobremodernidad» entendida como la combinación de tres fenómenos: el estrechamiento del espacio, la aceleración del tiempo y la individualización de destinos. Frente a mi ordenador tengo la sensación de tener el control sobre mi comunicación, sobre todo si firmo con un nombre inventado, y, evidentemente, puedo comunicar de manera casi instantánea con individuos que viven al otro lado de la tierra. Lo que queda por saber es qué tipo de relación establezco de esa manera y cuál es la naturaleza de la libertad que ejerzo como sujeto «comunicante». Es necesario distinguir dos cosas: la mediación de Internet puede ser la condición previa del establecimiento de una relación en el sentido habitual del término, al estilo de los anuncios en los periódicos. En ese caso, lo «virtual» es una promesa de actualización, un medio, un mediador. Pero no es de eso que se trata en el «social networking», cuya finalidad es establecer un tipo de relación y de ambición, la creación de otra realidad. Esta finalidad y esta ambición pertenecen propiamente al mundo contemporáneo, en el cual la parte de la ficción y de la imagen no cesa de acrecentarse. Esto debe ser estudiado no tomándolo al pie de la letra, como si el mundo real hubiera sido substituido efectivamente por el mundo que designan, sino como uno de los factores que reorientan hoy nuestra relación con la historia y la actualidad. Las «communities» son agrupaciones de usuarios, es decir, de consumidores. En esta medida, son figuras pertinentes del mundo que la antropología de lo contemporáneo tiene la pretensión de observar. El etnólogo, tradicionalmente, ha

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observado siempre grupos pequeños, la manera cómo se construían relaciones sociales simbolizadas, pero con una doble preocupación: contextualizar la observación y preguntarse en qué medida, a partir de qué condiciones y bajo qué aspectos eran generalizables. Este segundo aspecto de su trabajo es el que constituye a un «antropólogo», es decir, a un etnólogo que no se encierra en la pura descripción de un universo cerrado. Aceptar hacer como si una agrupación de usuarios o de consumidores agrupados bajo una misma etiqueta constituyese una «comunidad» con identidad fuerte, incluso a costa de un juego de palabras internacional (comunidad, «community»), es entrar en la ideología que se trata, por el contrario, de analizar. La primera función del antropólogo de nuestras sociedades es identificar (en los lugares de residencia, de trabajo o eventualmente de ocio, incluso en los medios asociativos) los grupos pertinentes para una observación contextualizada. Les «communities» forman parte del contexto. Avatares y seudónimos En este contexto, la aparición de identidad digital plantea varios problemas. En primer lugar, la identidad digital puede ser utilizada para actividades específicamente lúdicas o para actividades profesionales o públicas. Es acompañada por una metáfora espacial cuando es utilizada para crear un «sitio» o para visitar y frecuentar otros «sitios». Recurre a la metáfora social (la cuestión es saber en qué medida se trata en ese caso de metáfora) cuando permite ser parte de una «comunidad» que puede ser definida por medio de una actividad lúdica, profesional o intelectual. Vemos también, recorriendo Internet, que el juego identitario se encuentra en el centro de la referencia a la identidad digital: en efecto, se puede cambiar de identidad, reaparecer en diferentes sitios con un nombre nuevo y una nueva máscara. El yo se define, en esas circunstancias, a través de la existencia cibernética de diversos avatares. Este problema de las identidades enmascaradas abre algunas cuestiones específicamente antropológicas. La identidad individual se construye siempre en relación, en negociación con la alteridad. Las nociones de identidad y de relación son estrechamente complementarias. Existen, por lo tanto, diversos niveles identitarios, que están –ellos mismos– en relación más o menos estrecha, y variable, los unos con los otros. Sabemos, por ejemplo, que la educación familiar tiene consecuencias sobre la formación del adulto y, en consecuencia, sobre su vida afectiva, intelectual o profesional. Esas dimensiones afectan a la identidad o, más exactamente, a las identidades parciales de un individuo que tiene dificultad –a veces– para conciliar las diversas identidades en relación con las cuales tiene que situarse. La aptitud para dominar los diferentes «roles» que nos impone la vida nos define –en principio– como adultos. Con la identidad digital, la cuestión se plantea de manera diferente. Se plantea, en primer lugar, la cuestión de saber si el mundo cibernético se añade o substituye al mundo de las relaciones «frente a frente». El riesgo no es no existir, bajo

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la máscara de una identidad ficticia y de un nombre prestado en el confort de un mundo cibernético cerrado sobre él mismo, abierto a los otros, cierto, pero a otros que a su vez están enmascarados y concebidos para existir en ese mundo. Se plantea, seguidamente, la cuestión de la relación con la ficción. Vivimos cotidianamente en un mundo influenciado por avalanchas de imágenes y mensajes: lo real no es para nosotros sino la suma de informaciones que nos son comunicadas. Pero con la identidad digital, un paso más es franqueado: entramos en la pantalla, pasamos al otro lado del espejo y podemos tener el sentimiento de convertirnos en actores. Pero ¿actores de qué? ¿Actores de nuestra vida, expresando nuestras opciones y nuestras opiniones? ¿O actores de teatro improvisando nuestro rol bajo la cobertura de una identidad prestada? El doble olvido –de los otros y de uno mismo–, hace correr el riesgo de matar al mismo tiempo la relación y la identidad, como lo señala Freud en relación con las crisis adolescentes. Lo que podría ser llamado la dialéctica de la máscara y de la persona, desemboca de esta manera en una forma de esquizofrenia de la que no es fácil desembarazarse. Los fenómenos de posesión en ciertas sociedades tradicionales y el recurso a la máscara estaban estrechamente y simbólicamente controlados. Era revelado, a aquél que alcanzaba la edad de hombre, que detrás de las máscaras divinas no había sino hombres. Las figuras de la posesión identificadas por especialistas eran figuras de ancestros que no cesaban de referir la actualidad del pasado para controlar los desórdenes eventuales. La fantasía cibernética hace caso omiso de esas simbolizaciones y no se refiere sino al presente del cual ella es una expresión. Da, de esta manera, a sus héroes enmascarados una impresión de superpoder al cual las realidades del mundo en el que ha sido, no obstante, concebido el mundo virtual pueden aportar un cruel desmentido. De esta manera, las nociones de máscara, de persona y de ficción nos ayudan a comprender que el mundo cibernético no se plantea en realidad nuevas cuestiones, sino que se da con demasiada facilidad la ilusión de conocer las respuestas. La imagen, la ficción y la realidad Uno de los aspectos más sutiles de la sociedad de consumo, que en este sentido es un éxito ideológico finalizado, es que convierte en deseables (y por lo tanto, comprables) las instrucciones que fabrica para nuestro uso. En la antropología que organiza, el ser humano es ya dependiente de los profetas de la inversión: es necesario consumir para existir y lo máximo de la existencia es pasar al otro lado del espejo, hacerse uno mismo imagen. La telerealidad, la creación de sitios personales en la red, traducen la necesidad de ese paso a la imagen, pero también la publicidad («visto en la televisión») y lo que podría ser llamado la impregnación de la ficción. La impregnación de la ficción es un fenómeno antiguo (se visita cerca de Marsella el calabozo del conde de Monte Cristo, que es un personaje de novela), pero es un fenómeno que se generaliza hoy a partir de imágenes vistas en la pantalla y no de elaboradas por la imaginación. No sola-

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mente turistas van a intentar encontrar en Nueva York los lugares de la serie norteamericana Sex and the City, sino que Disney construye al lado de Disneylandia Paris un pueblo a su imagen donde habitan los verdaderos habitantes –suficientemente ricos– como para vivir esa vida de ensueño. Los aspectos más fascinantes de ese sistema es su capacidad de reproducción. La sociedad, o más bien el sistema de consumo de imágenes, es hábil y rápido para hacer de cualquier cosa un producto de consumo, incluyendo las formas artísticas o literarias que quisieran contestarle. Esta dimensión de la sociedad de consumo es preocupante en la medida en que combina la ciencia (bajo la dimensión de beneficios tecnológicos), la economía (bajo el aspecto de empleo que crea y de productos que pone a la venta) y el poder (hoy todo acontecimiento es un acontecimiento mediatizado y no hay poder que se ejerza sin cobertura mediática). Por otra parte, la tecnología modifica la sensibilidad, las percepciones y la imaginación humanas más fuertemente y más irreductiblemente que los sistemas religiosos más elaborados. Sabemos que la ciencia avanza de manera radicalmente acelerada y que la distancia entre los más instruidos y los menos instruidos (tanto a nivel de las naciones como de los individuos) se abre aún más rápidamente que el distanciamiento entre ricos y pobres. Se puede, temer por lo tanto, que a medio plazo el futuro de la humanidad no sea una democracia generalizada sino una aristocracia planetaria que opondría, de manera más o menos organizada, una minoría de los más próximos a los polos del saber, del poder y de la fortuna a una masa de alienados (por el consumo) y una masa aún más grande de excluidos (del consumo). No-lugar y anonimato El término «no-lugar» se aplica, al mismo tiempo, en el plano teórico, a espacios en los cuales no se puede leer ninguna relación social, ningún pasado compartido, ningún símbolo colectivo y, sobre un plano empírico, a todos los espacios de comunicación, de circulación y de consumo que se desarrollan en nuestros días en todo el planeta. En la realidad, ningún espacio puede definirse absolutamente como un lugar o un no-lugar. Un aeropuerto no es un no-lugar para aquellos que van a trabajar todos los días, que tienen allí amigos y hábitos. Un supermercado puede servir de lugar de encuentro regular a jóvenes que habitan las periferias urbanas. Todo eso es evidente. Pero también es cierto que los espacios de comunicación, circulación y consumo se extienden y transforman los paisajes. Los responsables están tentados a veces de hacer propuestas de transformación de no-lugares en lugares, o incluso en «hiper-lugares», «humanizándolos», multiplicando los comercios, las actividades de esparcimiento y descanso, las áreas de juego para los niños, etc. Ese juego puede continuar indefinidamente y, en ese sentido, pertenece al mundo de la imaginación y de la recuperación. El anonimato del individuo en esos no-lugares empíricos (espacios de circulación, comunicación y consumo) es relativo y ambivalente.

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Es relativo ya que, a la entrada y a la salida, es necesario justificar la identidad, presentar la tarjetas de miembro, su tarjeta de crédito o el código que le ha sido atribuido. Las cámaras de vigilancia, los ficheros de diverso tipo de que disponen los servicios de policía o de seguridad, los controles y las interpelaciones permanentemente posibles, relativizan aún más ese anonimato. Es ambivalente, en el sentido de que se define negativamente (por ausencia de relaciones sociales simbolizadas), pero que puede vivirse como una experiencia íntima de libertad. En el espacio del no-lugar, me encuentro entre paréntesis, pero en el interior del paréntesis no debo, en principio, dar cuenta a nadie. Me encuentro en ese espacio neutro en el que todo encuentro se convierte en posible, en el que todo puede acaecer, en el que me siento existir por un momento fuera de los límites de la coacción ligada a la identidad social. Ese sentimiento tiene que ver con la ilusión, sin duda, pero Freud señalaba que la ilusión es el fruto del deseo. Nos dice, por lo tanto, algo sobre lo real. De hecho, existe una tensión esencial, fundamental, entre la noción de identidad y la de libertad. Algunos autores, en los años 60, hicieron progresar la reflexión sobre la noción de cultura entendiéndola como un sistema de coacción intelectual a partir de una doble constatación: el individuo no siente su identidad sino en y por la relación con el otro; las reglas de construcción de esta relación le preexisten siempre. Lévi-Strauss escribió en su «Introducción a la obra de Marcel Mauss» que era, a decir verdad, aquél que llamábamos sano de espíritu quien se alienaba, pues aceptaba existir en un mundo definible únicamente por la definición de yo y del otro. El sentido social no es un sentido metafísico o trascendental, sino la misma relación social en tanto que representada e instituida. Resulta que existe siempre una tensión entre sentido (social) y libertad, definida como el espacio dejado a la iniciativa individual. Si el nombre es el primer símbolo de la identidad, el anonimato es la expresión más acabada de la libertad. Es esta tensión entre los dos extremos lo que la democracia debe saber administrar. En las sociedades en las que la atribución del nombre está estrictamente determinada por la filiación, la posición en el interior del grupo de hermanos o la pertenencia a una casta, la libertad del individuo se reduce a algo muy estrecho. Al igual que en las sociedades totalitarias que someten el nombre individual a una categoría englobante: camarada, hermano, hermana… El anonimato, desde ese punto de vista, aparece como una fuerza y una conquista, pero no tiene sentido sino en el marco de un combate por la reivindicación de la libre identidad. No soy libre si no existo y no existo sino en la medida en que me nombro. Ahora bien, los bautismos, sea cual sea su origen y su naturaleza, me encierran en una categoría o en una clase, en una pertenencia de la que debo tener la capacidad de liberarme si así lo quiero. Garantizar la libertad de los individuos sin condenarles al anonimato, he aquí la función más alta de la democracia.

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Espacios del anonimato y querer vivir

Santiago López Petit

Los espacios del anonimato: una apuesta por el querer vivir Una sensación generalizada de impotencia No es necesario insistir mucho en que la época global comporta un cambio en el estatuto de lo político. Si la hemos designado como postpolítica no es por la crisis del Estado-nación –lo que implicaría reducir lo político a lo estatal– sino a causa de una verdadera mutación que ha tenido lugar en la acción política. La época global es postpolítica porque en ella la acción política transformadora queda neutralizada. Esta neutralización ocurre porque estamos frente a un impasse: lo políticamente posible no cambia nada; y la acción auténticamente transformadora es impensable políticamente. Postpolítico significa, en última instancia, redefinición de la relación que existe entre «lo que se puede hacer» y «lo que no se puede hacer». Por ejemplo: no puedo luchar en la empresa ya que si protesto la deslocalizarán, pero sí puedo comunicarme instantáneamente, por ejemplo, con los trabajadores de la misma empresa sita en otro país. Lo factible se redimensiona y el resultado es finalmente una sensación de impotencia generalizada. La conocida consigna puesta en boga por el movimiento antiglobalización «pensar globalmente y actuar localmente» ¿no es un subterfugio que intenta disimular esa impotencia? La impotencia desborda el ámbito de la crisis de lo políticamente factible para remitir, en último término, a una pérdida de control sobre la propia vida como consecuencia de la misma globalización. De aquí que, por lo general, se hable más de miedo que de impotencia, de un miedo amplio y difuso ante una incertidumbre que parece estar al acecho en todas partes. No hay que confundir, sin embargo, el miedo con la sensación de impotencia. El miedo tiene muchas caras, la impotencia sólo una. La impotencia es previa y constituye nuestro verdadero problema. Contra el miedo podemos inventar modos de expulsarlo: una alianza de amigos, el odio libre a la vida… Pero ¿cómo acabar con la sensación de impotencia cuando está profundamente enraizada en la propia vida, cuando aparece como inherente a la acción (política) misma? Seguramente, el primer paso que hay que dar para desarmar la impotencia es analizar qué es lo que la produce. La impotencia existe siempre como sensación de impotencia y la sensación de impotencia se produce «ante» algo que nos aplasta. En la época global no es muy difícil dar nombre a ese «algo» que nos impone una relación asimétrica. Hoy sentimos impotencia ante el desbocamiento del capital. El desbocamiento del capital es el acontecimiento único que –repitiéndose en cada momento y en cada lugar– unifica el mundo al conectar todo

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lo que en él pasa. Esa repetición compleja –que es a la vez fundadora y desfundadora– es a lo que denominamos globalización neoliberal. No vamos a entrar ahora a analizar dicho acontecimiento. Digamos solamente que el desbocamiento del capital es el acontecimiento en el que se realiza la copertenencia entre poder y capital. Y la copertenencia entre poder y capital es su mutuo empujarse más allá de sí: el capital empujando al poder y el poder empujando al capital. Desbocamiento del capital o fuga hacia adelante de la propia realidad hecha una con el capitalismo. La metáfora del tren lanzado sin frenos, aunque es demasiado simple, sirve para plasmar esa sensación de impotencia de la que hablamos. En otras palabras, no hay alternativa política frente a la globalización neoliberal. Y, sin embargo, la sensación de impotencia no sólo deriva del desbocamiento del capital –lo que sería deudor de una aproximación exterior– sino también de «los efectos» que una aproximación interior destacaría. Empleando las palabras de Sloterdijk podemos afirmar que sentimos impotencia también frente a la «desigualdad irreductible de los destinos personales y su no compensación a nivel de lo humano». Esa desigualdad de destinos es la que nosotros plasmábamos en una nueva dramaturgia formada por tres teatros distintos: el teatro de los emprendedores, el de las marionetas y el de las sombras. Los emprendedores son los triunfadores porque disponen de un capital social propio hecho de experiencias, contactos, proyectos… Las marionetas son los precarios atrapados en sus relaciones localizadas. Las sombras son los otros, los estigmatizados porque son vidas sin rostro, desconectados de la red. La movilización global, es decir, la movilización de las vidas para (re)producir esta realidad obvia que coincide con el capitalismo, es lo que está detrás de esta tripartición. Impotencia, pues, ante el desbocamiento del capital y ante la desigualdad radical de los destinos personales. La impotencia comporta indiferencia ante el otro, y la indiferencia produce mayor sensación de impotencia. Pero, en realidad, la impotencia no es «ante» sino «por». La sensación de impotencia es por la movilización global que lleva nuestras vidas. Dos alternativas que hay que descartar De la sensación de impotencia por la movilización global no se libra nadie ya que alcanza todas las biografías. Ciertamente, es muy distinto vivirla como una sombra que tiene que ocultarse, o como una marioneta sometida al viento del mercado. O como un emprendedor que quiere ser protagonista de su proyecto. Y, sin embargo, todos tienen que hacer de su yo un yo-marca. O, por lo menos, tienen que esforzarse en gestionar su vida como el que gestiona un currículum. El que no lo consigue, el que no sabe hacerse rentable, se hunde fuera de la movilización global. Muere socialmente. Ante esta vorágine que nos lleva y que nos impone un destino, existen dos posiciones contrapuestas. La metafísica antigua frente al movimiento siempre ha defendido la inmovilidad. La referencia a Parménides en este sentido es inexcusable. Con Parménides, y su afirmación de que

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«el Ser es», se levanta por primera vez un ámbito cuyos atributos (unidad, indivisibilidad, eternidad…) le ponen fuera de la erosión del tiempo. Este baluarte contra el movimiento se resquebrajará y el mismo Parménides tendrá que inventar una vía mixta. Más adelante, ya en Plotino, la inmovilidad se buscará en un camino interior hacia el Uno. La posición contrapuesta la encontramos en la última vanguardia política-artística del siglo pasado: los Situacionistas. Si Parménides ponía a punto una decisión metafísica por el Ser, los Situacionistas formulan, por el contrario, una decisión metafísica por el cambio: ganar el propio cambio yendo cada vez más lejos en el juego. En sus palabras, se trata de «una apuesta sobre la (propia) huida del tiempo» (à miser sur la fuite du temps) que seguramente se perderá pero que es ineludible. Parménides y los Situacionistas, la metafísica antigua y la moderna, petrificarse o acelerar el movimiento, constituyen dos salidas que para nosotros ya no son válidas. Cuando debido a la movilización global estamos condenados a ser un yo-marca, petrificarse significa la muerte (social), y acelerar el cambio no supone más que profundizar en la propia mercantilización que, en el fondo, es otra forma de muerte. Radicalizar la impotencia Hay otra posibilidad. En vez de medirse con el movimiento (detenerlo, acelerarlo) cambiar el enfoque y radicalizar la propia impotencia. La impotencia frente a esa movilización global que se hace con nosotros –y contra nosotros– que unifica realidad y capitalismo, proclama que «No hay nada que hacer». «No hay nada que hacer» es una frase extraña que no se asemeja en absoluto a otras frases aparentemente parecidas: no podemos hacer nada, es imposible hacer algo… «No hay nada que hacer» es el nombre de una bifurcación que conduce a dos lugares completamente distintos: «No se puede hacer nada» y «Todo está por hacer». El primer caso no nos interesa. El segundo sí. Cuando se puede llegar a decir «No hay nada que hacer» porque realmente se ha tocado fondo y ya no queda esperanza alguna, entonces se abre una travesía del nihilismo. Entonces sí podemos afirmar que «Todo está por hacer». La travesía del nihilismo que el «No hay nada que hacer» abre no es más que la radicalización de la impotencia. La primera referencia a la cuestión de la impotencia podemos hallarla paradójicamente en Aristóteles, que es un pensador de la potencia. En él ya está en todo momento formulada la relación entre potencia e impotencia. La potencia de no ser y de no hacer acompaña respectivamente a la potencia de ser o de hacer. Toda potencia es, en ella misma, también privación. De lo contrario, la potencia iría más allá del acto, y se confundiría con él. Agamben analiza así la ambivalencia de toda potencia: «Toda potencia humana es, cooriginariamente, impotencia; todo poder-ser o poder hacer está, para el hombre, constitutivamente en relación con la propia privación. Y éste es el origen de la desmesura de la potencia humana…»

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En la potencia está la potencia del no (ser o hacer). Por eso, desde la perspectiva aquí considerada, la cuestión clave es: ¿cómo la potencia puede neutralizar la impotencia que la acompaña? En el interior de este planteamiento, evidentemente, no puede pensarse ninguna radicalización de la impotencia. Toda la obra de Artaud es un intento de dar una respuesta a la cuestión que nos interesa y vale la pena detenerse en ella. En Artaud radicalizar la impotencia es lo mismo que hacer la experiencia del impoder. En su Correspondencia con Rivière la impotencia aparece referida a la imposibilidad de pensar. El análisis de este «querer pensar pero no poder pensar» constituirá el núcleo de todo su primer escrito. «Hay algo que destruye mi pensamiento… Algo furtivo que me quita las palabras que he encontrado, que disminuye mi tensión mental, que destruye progresivamente en su substancia la masa de mi pensamiento…» Esa imposibilidad se extenderá luego al propio vivir. Quiero vivir pero no consigo vivir. Si Artaud se hubiese quedado en este punto habría sencillamente mostrado la impotencia como inherente a la propia existencia. Pero Artaud introduce un giro inaudito: vivir es hacerse imposible vivir –eso nos produce más dolor y nos dificulta el vivir– pero eso es, en definitiva, vivir. Desde esta perspectiva el sufrimiento se transforma en un combate tal como se afirma en una carta del 27 Julio de 1946: «No se hace nada, no se dice nada, sino que se sufre, se desespera y se lucha, sí, creo que en realidad, se lucha. ¿Se valorará, se juzgará, se justificará el combate? No.» ¿Pero de qué combate se trata? ¿Contra qué se lucha? En una carta del 11 de Mayo de 1946 dirigida al Dr. Ferdière se aclara perfectamente: «Pero lo horrible de la cosa… es el insólito poder de esta cosa misma que no tiene nombre y que, en su superficie y solamente en su superficie, puede llamarse sociedad, gobierno, policía, administración y contra la cual ni ha existido –en la historia– el recurso de la fuerza de las revoluciones. Pues las revoluciones han desaparecido, pero la sociedad, el gobierno, la policía, la administración, las escuelas… han permanecido siempre incólumes.» En este combate que es la existencia, que es el vivir, sólo nos queda mirar cara a cara el sufrimiento que el combate produce. Más concretamente: debemos «sufrir para afirmarnos». Sin entrar en mayores consideraciones podemos afirmar que el autor francés consigue pasar de la impotencia al impoder. Es decir, la radicalización de la impotencia es posible porque Artaud introduce una

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fuerza determinante: la fuerza de la asimetría vida/dolor, o sea, la afirmación del dolor hacia la vida. Radicalizar la impotencia significa, en definitiva, resistir, y resistir quiere decir soportar la inmanencia del combate sin refugiarse en trascendencia alguna. La imagen del fuego es muy adecuada: «Lo que quiero decir es que si los hombres encienden el incendio fuera, el fuego no se detendrá ya más ni fuera ni dentro, puesto que el de afuera no sirve más que para mostrar el de dentro. Se ha necesitado siempre un gran esfuerzo humano para hacer salir el fuego de dentro. Esta vez habrá suficiente con una cerilla». Radicalizar la impotencia es hacer la experiencia del impoder: la imposibilidad de vivir como, paradójicamente, la condición de posibilidad para seguir viviendo. Radicalizar la impotencia es, pues, hacer la experiencia de un «no-poder que es un poder». La frase «No hay nada que hacer» nos ha dejado, finalmente, ante ese «no-poder que es un poder». Ahora es el momento de preguntarnos: esa fuerza asimétrica del dolor hacia la vida, ese fuego que quema y se quema, ese «no-poder que es un poder» ¿no es justamente la fuerza del anonimato? Marx refiriéndose al proletariado resumía muy bien todas estas características en la frase: «No soy nada, y debería serlo todo». La fuerza del anonimato y el nosotros La fuerza del anonimato se nos presenta como un «no-poder que es un poder», de aquí que, aparentemente, tenga dos caras. Por un lado, el anonimato carece de fuerza. Se podría decir que cuando reina el anonimato nadie toma la decisión en sus manos. Nadie es verdaderamente dueño de su vida. Recordemos el conocido análisis del man (el «se» impersonal castellano) de Heidegger en Ser y Tiempo. Anonimato significa, entonces, «nosotros somos y no somos». Pero, por otro lado, el anonimato es lo que permite ejecutar la decisión hasta el final. El anonimato tiene toda la fuerza de quienes pueden llegar a afirmar: «nosotros somos quien somos». Heidegger es incapaz de imaginar algo parecido. Y es explicable, ya que aunque habla del «mitsein» (ser con), en realidad no puede pensar la relación con el otro y, por consiguiente, se le escapa un nosotros construido a partir de las singularidades. Si la fuerza del anonimato surge en el tránsito del «nosotros somos y no somos» al «nosotros somos quien somos» ¿dónde encontrar la fuerza del anonimato? La respuesta que parece más indicada es en el hombre anónimo. En numerosos escritos he introducido la figura del hombre anónimo. El hombre anónimo es cada uno de nosotros, y a la vez, ninguno de nosotros. El hombre anónimo es aquél que pone en el centro de su vida el «Yo vivo… y que se olviden de mí, que me dejen tranquilo…». Las categorías tradicionales de la alienación, reificación etc. no sirven para calificarle. Es más que objeto (alienado)

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pero menos que sujeto. Es calculador. Vota cuando le conviene aunque, por lo general, se abstiene. En él hay una profunda ambigüedad política, ya que por encima de todo, es un oportunista. Pero ¿cómo sobrevivir en esta sociedad sin ser un oportunista? Su nihilismo nos asusta. No se confunde, en absoluto, con el hombre-masa pregonado por los elitistas del tipo Ortega y Gasset. Tampoco es un hombre cualquiera. El hombre cualquiera es intercambiable, el hombre anónimo no, puesto que guarda un secreto. Es opaco a los ojos del poder. Por eso es irrepresentable. Pero desconoce el nosotros porque no puede verse a sí mismo como constituyendo un nosotros. Y, sin embargo, en la medida que dice «yo vivo…» y es simplemente un querer vivir –de ahí nace su radical ambivalencia– existe una vía hacia el querer vivir. En el fondo de mi querer vivir está el querer vivir. Y en el querer vivir vive la fuerza del anonimato y una cierta forma de nosotros. Con todo, seguir los avatares del hombre anónimo es totalmente insuficiente. No podemos afirmar que en el hombre anónimo se localice la fuerza del anonimato. En todo caso, lo que hay en él, es una aspiración a poseer esa fuerza del anonimato. Esta conclusión nos permite avanzar un poco más. La pregunta adecuada no debe indagar por el lugar donde localizar la fuerza del anonimato. La pregunta interesante y útil es ¿quién hace la experiencia de la fuerza del anonimato? O dicho de otra manera. La fuerza del anonimato no es algo dado sino que surge cuando se hace la experiencia de la fuerza del anonimato. Entre el nosotros y la fuerza del anonimato parece que existe una correlación originaria, tal como hemos dejado entrever en el análisis del querer vivir. Si es así –y eso es algo que tendrá que probarse en lo sucesivo– el problema de hacer la experiencia de la fuerza del anonimato se desplaza hacia el problema de la constitución del nosotros. Sin embargo, la cuestión no se resuelve ya que ambas instancias se remiten mutuamente. El nosotros es el que hace la experiencia de la fuerza del anonimato, y en dicha experiencia se constituye el nosotros. Esta circularidad paradójica es la que debemos afrontar. Hay dos maneras de hacerlo. Entrar en ella plenamente para domeñarla. Se entra en ella de la mano del hombre anónimo que, como ya sabemos, tiene una relación tanto con el nosotros como con la fuerza del anonimato. Pero ocurre que esta relación no es inmediata. Hay que pasar por el querer vivir que hace de puente entre el plano individual y el colectivo. Este camino implica una genealogía de la Vida. Esa genealogía es la que he efectuado en mi libro El infinito y la nada. Existe otra posibilidad, y es la que aquí tomaremos en consideración. Esta vía es más rápida porque nos permite encarar la cuestión de la fuerza del anonimato desde una nueva perspectiva. Se trata de introducir una nueva dimensión, un nivel lógico superior en el cual desaparece la contradicción porque la paradoja se resuelve. En nuestro caso, la introducción de una nueva dimensión pasa por interrumpir la movilización global. En otras palabras: cuando se interrumpe la movilización global simultáneamente tiene lugar la experiencia de

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la fuerza del anonimato y la constitución del nosotros. En la interrupción ya no existe oposición entre ambas instancias. Pero no sólo eso. En la medida en que se produce una interrupción de la movilización global, el tiempo se suspende y es puesto entre paréntesis. El nosotros y la fuerza del anonimato se hacen espacio, se encuentran en el espacio. Así surgen los espacios del anonimato. En los espacios del anonimato se plasma la correlación originaria entre el nosotros y la fuerza del anonimato que el querer vivir anuncia. Los espacios del anonimato: tres preguntas Una buena manera de presentar los espacios del anonimato es hacerlo a partir de tres preguntas: 1)¿Cómo surgen? 2) ¿Qué son? 3) ¿Cómo actúan? Respondiendo a cada una de estas cuestiones conseguiremos definir su estatuto filosófico y político: 1) Decíamos que los espacios del anonimato surgen cuando la movilización global se interrumpe. Ahora lo tenemos que precisar mejor. Cuando la movilización de la(s) vida(s) se bloquea mediante un gesto radical, tiene lugar una extraña «epojé»: el tiempo se pone entre paréntesis, y se abre un espaciamiento. El gesto radical –con la lógica de la unilateralización que le es propia– rompe las relaciones que la movilización construye. Comienza una travesía nihilista que puede resumirse en la frase: «ser nadie para llegar a ser lo que podemos». En la práctica significa que «lo social» abandona la forma sujeto, se retira de ella. Este proceso de nihilización acaba en el «nosotros somos quien somos». Hay que destacar que no se trata del «¿Cómo se llega a ser lo que se es?» que Nietzsche introduce en el Ecce Homo. En el planteamiento nietzscheano hay todavía un trasfondo de autenticidad no criticada. No hay que confundir, por tanto, el «llegar a ser lo que se puede» con el «llegar a ser lo que se es». Con la puesta entre paréntesis de la movilización global, el tiempo se retira. El espacio se hace espaciamiento. Los espacios del anonimato surgen, pues, como espaciamientos del espacio. 2) Los espacios del anonimato no están afuera –ya que no hay afuera de la movilización global– pero sí son una llamada a ponerse fuera. Son la intemperie donde la experimentación se hace posible. Por eso dejan tras de sí la relación entre lo propio y lo impropio. En ellos no hay nada propio que recuperar porque no hay nada que se haya desnaturalizado o perdido. La fuerza del anonimato se vincula radicalmente con el Nosotros, justamente porque la ley de lo propio queda extinguida. El espacio del anonimato es un espacio sin lugares donde la fuerza del anonimato jamás se localiza, donde el Nos-otros se constituye en su deshacerse. ¿Qué son entonces los espacios del anonimato? Son todo y son nada. Son el ritmo repetido del gesto radical que ha interrumpido la movilización global. El ritmo de la cacerola golpeada, el baile que no cesa. En la casa

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ocupada cuya difícil conquista por parte de la policía inició el ciclo político de la okupación en Barcelona, los policías que consiguieron entrar se encontraron pintado en la entrada: «Que nos quiten lo bailado». 3) Si la pregunta ¿qué son? es inadecuada, y tiene que ser criticada puesto que encierra en la identidad, la pregunta ¿cómo actúan? también tiene que ser matizada. Más acertado sería plantear la cuestión ¿qué pasa en los espacios del anonimato? Y la respuesta es simple: que el querer vivir se hace desafío. En el hombre anónimo, la ambivalencia del querer vivir se traduce en ambigüedad política. En el espacio del anonimato, la ambivalencia sin llegar a perderse, es liberada y dirigida. Más exactamente: la unilateralización hace de la ambivalencia una potencia, en la medida que la dirige desde dentro. De esta manera, el querer vivir llega a identificarse con el mismo querer vivir. O lo que es igual, se hace desafío. Tipos de espacios del anonimato Los espacios del anonimato surgen cuando la movilización global se interrumpe. Cuando la movilización de la(s) vida(s) se bloquea, y tiene lugar una extraña «epojé»: el tiempo se pone entre paréntesis, y se forma un espaciamiento. Para que el espaciamiento se abra es necesario, pues, que un gesto radical –cuya lógica interna es la unilateralización– actúe rompiendo las relaciones que la movilización construye. Se puede afirmar, en este sentido, que todo espacio del anonimato se inaugura con un gesto radical. Es entonces que «lo social» se separa de la forma sujeto. Según el tipo de vaciamiento, o lo que es lo mismo, según el modo de separarse de la forma sujeto, se generará una modalidad diferente de espacio del anonimato. Para comprender mejor lo anterior, hay que recordar que la movilización global es asimismo una visibilidad mediada, es decir, «una lucha para ser visto y oído, y una lucha para que otros sean vistos y oídos». Esta nueva visibilidad configura las luchas sociales y políticas como «luchas por la visibilidad». Y sólo se tiene éxito en este tipo de luchas si se adopta la forma sujeto. Los espacios del anonimato –en tanto que modos de separarse de la forma sujeto– son agujeros negros puesto que no entran en el juego de la lucha por la visibilidad. En este sentido se constituyen como auténticas desfiguraciones de la realidad. Hay tres tipos de espacio del anonimato según sea su forma de hacerse presente. 1) Sin identificación que es un presencializarse exponiéndose. Ejemplo: ciertas formas de abstencionismo electoral, o votaciones especiales como después del 11-M del 2004, cuando Aznar perdió las elecciones. 2) Por contraidentificación que es un presencializarse oponiéndose. Ejemplo: ciertas huelgas que involucran toda la población como Argentina 2001 con su «Que se vayan todos» 3) Por desidentificación que es un presencializarse ocultándose. Ejemplo: los incendios de coches en las periferies de ciertas ciudades francesas. O el movimiento V de vivienda en sus primeros momentos.

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Los espacios del anonimato son, en definitiva, presencializaciones o visibilizaciones no mediadas. Por eso es un error caer en una compartimentación elevada que exagera las diferencias. Aunque también lo es a la inversa, pretender una hipotética unificación. Los espacios del anonimato no son más que las diferentes formalizaciones de la fuerza del anonimato. Si el poder es una gradación cuantitativa, los espacios del anonimato en tanto que resistencias al poder, constituyen una gradación cualitativa. A esta gradación cualitativa no se le puede aplicar el punto de vista de la totalidad, que caracteriza según Lukacs a la teoría revolucionaria. Pero tampoco puede someterse al vector tiempo con el objetivo de radicalizar una tendencia acumulativa, como quiere hacer Negri. En este sentido, los espacios del anonimato constituyen un verdadero desafío para la propia teoría revolucionaria. Para la política tradicional, su opacidad los convierte en un enigma peligroso por indescifrable. El estatuto político de los espacios del anonimato (el que no sean homogéneos, el que no sean sumables…) es función y viene determinado por la propia esencia de la fuerza del anonimato. Es ella la que les confiere sus características principales: ausencia de reivindicación, articulación en torno a un gesto radical que se repite, no-futuro, politización apolítica… De aquí que sea más interesante analizar la fuerza del anonimato en sí misma antes que sus formalizaciones concretas. La fuerza del anonimato frente a la fuerza de impulsión La fuerza del anonimato no es una fuerza corriente. Ni se identifica ni es identificadora. Anonimato proviene del griego «anónimos» que consta de la negación «an» y «onómato» que significa nombre. Anónimo, quiere decir por tanto, «sin nombre». La fuerza del anonimato es anónima porque nadie puede ponerle nombre. Y no puede hacerlo porque: 1) Se desocupa el nombre cada vez. 2) Se subvierte el nombre (la marca) con un falso nombre. Este carácter anónimo es, sin embargo, aún superficial ya que no es una afección de la propia fuerza. Se podría afirmar que la fuerza del anonimato es anónima porque ninguna otra fuerza la define. Hay que recordar que toda fuerza forma un par con otra fuerza. De aquí que existan dos modos de definir una fuerza: 1) En relación a otra fuerza, como lo Otro define al Mismo. 2) En relación a ella misma, y sólo después, en referencia a una segunda fuerza. La fuerza del anonimato no se define de ninguna de las dos maneras, porque no forma un par con ninguna fuerza. Y, sin embargo, como veremos, no existe sola y aislada, lo que significaría su apagarse en tanto que fuerza. La fuerza del anonimato no se define, porque se autopone. La autoposición de la fuerza del anonimato para ser efectiva requiere una fuerza opuesta. Esta fuerza opuesta es la fuerza de impulsión que pone en marcha la movilización global. No es éste el lugar para hacer una genealogía de dicha fuerza, lo que nos obligaría a explicar el paso de un paradigma de la explotación

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capitalista clásico a uno de la movilización global. Digamos, solamente, que si la explotación capitalista es un proceso de reducción mercantil que produce la fuerza de trabajo como resultado del secuestro del querer vivir, la movilización global añade un proceso de marcaje o reducción semiótica. Ahora el querer vivir/fuerza de trabajo es fijado como centro de relaciones y se le asigna un sentido. Todo lo particular es entonces determinado por lo general (el capital). O dicho de otra manera: nada escapa al capital que lo marca todo con su huella, antes que nada a cada uno de nosotros. Esta determinación o marcaje confiere un sentido al querer vivir, que deja así de ser ambivalente (en la ambivalencia estaba la posibilidad de que el querer vivir se hiciera desafío). El querer vivir adquiere un sentido para los otros, o lo que es igual, marcado por el capital se transforma en marca (comercial). «Yo soy» significa «yo soy mi propia marca». La fuerza de impulsión está constituida por esas marcas y por la propia aspiración a ser marcas, por el movimiento de esos centros de relaciones en los que nos convertimos cada uno de nosotros. Esta operación de marcaje consiste, pues, en una nueva reducción de la ambivalencia del querer vivir. La fuerza del anonimato se confronta con la fuerza de impulsión. Después de lo dicho está claro que la fuerza de impulsión –que nace del doble proceso de reducción de la ambivalencia– no es más que una forma degradada de la fuerza del anonimato. Pero la fuerza de impulsión es la que alimenta la movilización global. Se podría afirmar, paradójicamente, que si bien no es verdaderamente anónima, no por ello tiene nombres. No tiene nombres significa que es una forma perversa de anonimato, una forma de anonimato que trabaja para el capital. La fuerza del anonimato y la fuerza de impulsión no forman, por tanto, un par de fuerzas, no constituyen una dualidad. Es más, de hecho sólo es auténticamente una fuerza, la fuerza del anonimato. Porque el verdadero carácter de una fuerza no es expanderse, sino retraerse. El corredor que quiere vencer debe primero plegarse sobre sí, como si de un muelle se tratara. La fuerza del anonimato, justamente porque es anónima, se recoge en ella misma, es un retorno a sí. En el anonimato vive esa reflexividad necesaria para poder abrirse hacia fuera: como fuerza anónima. En cambio, la fuerza de impulsión es salida de sí, expansión que moviliza la movilización global, que se visibiliza en el mercado. La fuerza del anonimato es un fondo oscuro, es «Grund». Una fuerza oscura que una vez vencida por la fuerza de impulsión –recordemos que ésta no es más que otra cara de una única fuerza– va a corroerla desde su propio interior. La fuerza del anonimato se venga clavando los espacios del anonimato, es decir, abriendo agujeros negros en la realidad que la movilización global produce. La fuerza del anonimato avanza empujando la fuerza de impulsión, y se individua en los espacios del anonimato. Con lo que bajo un nuevo aspecto, encontramos la misma relación que ya describimos entre el querer vivir y el ser.

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La estructura de la fuerza del anonimato La fuerza del anonimato no remite a una ontología del exceso sino de la ambivalencia. La ambivalencia es el fondo común («Urgrund») de la fuerza del anonimato y de la fuerza de impulsión. En la primera, la ambivalencia está sin reducir; en la segunda, está reducida. Pero si la fuerza del anonimato es esencialmente ambivalente –porque es expresión del querer vivir, porque nada la define– ¿cómo puede llegar a autoponerse? Esta cuestión es clave, ya que sin esta autoposición el querer vivir no llegaría jamás a hacerse desafío en los espacios del anonimato. Para intentar dar una respuesta a lo que sería el problema político fundamental, hay que analizar la estructura interna de la fuerza del anonimato, o lo que es igual, la relación entre la fuerza del anonimato y los espacios del anonimato. ¿Se trata de una dualismo del mismo tipo que el que existe entre lo virtual y lo actual? Es tentador basarse en esta dicotomía que Deleuze ha explicado muy bien en su aplicación al acontecimiento. Ocurre, sin embargo, que el planteamiento deleuziano exige que no haya comunicación entre lo actual y lo virtual. Lo que tiene una existencia virtual se actualiza, pero jamás se conectan ambas regiones. Este enfoque sirve para separar lo posible de lo virtual, y explicar bien el hecho de la proliferación. Pero a nosotros no nos interesa esta cuestión. Lo que tenemos que explicar es algo muy distinto: tenemos que dar cuenta de la extraña forma de individuación de la fuerza del anonimato, cuyo resultado son los espacios del anonimato. Decimos extraña porque ni es consecuencia de una negación ni de una afirmación. La individuación se produce como una determinación en relación a un fondo oscuro. Por esa razón, en los espacios del anonimato persiste la oscuridad de su fundamento. Eso sólo es posible si existe comunicación entre ambas instancias, entre la fuerza del anonimato y los espacios del anonimato. Que haya comunicación significa que en los espacios del anonimato, la ambivalencia liberada es dirigida desde dentro gracias a la unilateralización. Los espacios del anonimato siguen conectados a la ambivalencia y persisten en la ambivalencia, pero en ellos la ambivalencia puede actuar ya como potencia. La potencia de la ambivalencia, justamente porque está conectada con este fondo oscuro, no puede ser constitutiva. La potencia de los espacios del anonimato es más bien una potencia destituyente o de disolución. El análisis de la estructura de la fuerza del anonimato nos muestra que dicha fuerza persiste en los espacios del anonimato, como la causa en sus efectos. Falta, con todo, una precisión que complica un poco nuestro desarrollo, aunque abre nueva vías para la reflexión. Hemos visto que la fuerza del anonimato se recoge –y en su recogerse– se abre en los espacios del anonimato. Hemos estudiado la relación que entonces surge. Pero este retorno a sí, este recogerse: ¿a qué retorna la fuerza del anonimato? ¿en qué se recoge la fuerza del anonimato? Pensamos que aquí se hace necesario introducir el concepto de interioridad común. La interioridad común es la fuerza del anonimato dirigida hacia sí misma. Aunque no profundizaremos en ella, vale la pena precisar dos cuestiones. Si

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la marca (comercial) que somos en la movilización global implica pura exterioridad y exposición total, la interioridad común es, por el contrario, la opacidad de lo que se esconde, el silencio que interrumpe. Y, desde otra perspectiva aunque totalmente complementaria, la interioridad común es la instancia que puede permitir que los espacios del anonimato se vinculen entre ellos. Tenemos, pues, la tríada fuerza del anonimato-interioridad común-espacios del anonimato. Pensarla es empezar a sentar las bases de una política que, aunque no posee horizonte, es capaz de disolver la realidad. La política nocturna que defendemos se pone como objetivo fundamental la politización del malestar social causado por la movilización global. Pensamos que esta politización para ser efectiva requiere la tríada que hemos presentado, y que dicha tríada puede ser útil para liberarnos de la impotencia que hoy nos envuelve.

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FAQ sobre la fuerza del anonimato

Leónidas Martín Saura Amador Fernández-Savater

FAQ (Frequently Asked Questions) sobre la fuerza del anonimato 1. ¿Pero qué es eso de los espacios del anonimato? 2. ¿Y en qué se diferencian de un movimiento social? 3. ¿Dónde reside la fuerza del anonimato? 4. ¿Y su fragilidad? 5. ¿De qué movimientos hablamos en concreto? 6. ¿En qué sentido lo ocurrido el 13-M de 2004 expresó la fuerza del anonimato? 7. ¿Pero acaso se consiguió algo más que cambiar a Aznar por Zapatero? 8. ¿Entonces hay que esperar un acontecimiento para hacer política desde el anonimato? 9. ¿Sólo una catástrofe, que traiga dolor y muerte, es hoy capaz de abrir espacios del anonimato? 10. ¿En qué sentido «no tendrás casa en la puta vida» es un grito de guerra del anonimato? 11. ¿Se puede sostener lo insostenible? ¿Se puede hacer visible lo invisible? 12. ¿Cómo es posible un «anonimato en primera persona»? 13. ¿Cuál es la radicalidad de los espacios del anonimato? 14. ¿Se puede intervenir sobre el anonimato? 15. Algunas referencias y documentos

1. ¿Pero qué es eso de los espacios del anonimato? No son «jamás esto o aquello, sino siempre tal, así. No presupuesto, sino exposición».1 Movimientos de lo social (y no movimientos sociales) que desafían los lugares que nos son asignados. Gestos sin autor que cambian las cosas sin apoyarse en las palancas clásicas de la acción política. Politizaciones que no se definen por una pertenencia común (a una clase, una sustancia o una categoría social específica), sino por una com-parecencia (o presencia común). Espacios donde practicar una huelga de identidades en la que dejamos de ser lo que hay que ser. Bancos de niebla irrepresentables donde luchar juntos contra lo que nos separa. Puntos de intensidad que aparecen cuando se trenzan por un momento lo existencial y lo político. Interrupciones del funcionamiento social que reconfiguran el mapa de lo posible. Espacios de subjetivación con los que nadie contaba y en los que cualquiera puede contarse.

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2. ¿Y en qué se diferencian de un movimiento social? Los movimientos sociales son reediciones (cada vez más) a la baja del movimiento obrero, que es el único movimiento social que ha existido. Es decir, los movimientos sociales se apresuran a llenar el vacío que dejó la derrota del movimiento obrero, pero sin llevarla hasta el fondo ni elaborarla creativamente. Sin embargo, los espacios del anonimato no son portadores de un horizonte de sentido ni anuncian un mundo mejor. No se organizan en torno a una reivindicación. Son horizontales, pero no asamblearios. No se sitúan en una política de confrontación. No dibujan una línea entre amigo y enemigo. No son de derechas ni de izquierdas, sino todo lo contrario. No son pura propuesta, sino que incorporan una parte de negatividad. Son radicalmente heterogéneos y no se acumulan en el tiempo. No encajan en sujeto alguno ni conforman ningún gran polo de movimiento, aparecen y desaparecen, se autoconvocan y rechazan toda representación. 3. ¿Dónde reside la fuerza del anonimato? El motor y el carburante de la fuerza del anonimato no se encuentra en una ideología, unas certezas, una alternativa, una firme voluntad de transformar el mundo o una buena disciplina militante, sino en una afectación. Es decir, una sacudida que atraviesa la vida, suspende y desequilibra la normalidad, suscita preguntas radicales y encarnadas sobre el sentido de la vida, hace que las cosas y los otros importen realmente, imprime pasión y verdad en la banalidad que nos rodea, nos exige una elaboración de sentido (íntima, colectiva, creativa, política…). La fuerza del anonimato afecta la realidad porque es afectada por ella. 4. ¿Y su fragilidad? Reside en la dificultad ante la que nos encontramos para articular precisamente lo existencial y lo político. Para situar ambas dimensiones en un mismo plano horizontal mientras hacemos de la afectación un acto de creación. Sin lo político, lo existencial se vuelve grupo de autoayuda. Sin la sacudida existencial de una afectación, la política sólo puede ser un teatro, un estilo, un grupo de agit-prop o una lucha de poder. La vieja política conspira dentro y fuera de los espacios del anonimato para desligar modos de vida y modos de lucha: desde fuera puede ser la represión o la presión política y mediática; desde dentro, la persistencia de las formas organizativas vacías, la primacía del elemento ideológico o el tiempo de la urgencia en la movilización. Todo ello empuja a que lo político deje de alimentarse y a la vez hacerse cargo de la vida con sus clarooscuros. ¿Qué significa politizar la vida cuando lo colectivo ya no es la solución, sino el problema (en el sentido de incógnita, de enigma)? 5. ¿De qué movimientos hablamos en concreto? Nos referimos a la revuelta de Los Ángeles en 1992, a la que gritó «que se vayan todos» en Argentina a finales de 2001, a la de las banlieues en noviembre de

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2005 o a la más reciente en Grecia tras la muerte de un muchacho a manos de la policía… Hablamos de movimientos muy conocidos públicamente en nuestro contexto como el «No a la guerra», lo ocurrido tras el 11-M o la V de Vivienda. Pero también de movimientos colectivos no identificados que nadie reconoce como acontecimientos políticos, como por ejemplo la convocatoria a escala nacional de un botellón masivo contra la prohibición de beber en la calle, las movilizaciones físicas y virtuales en torno a la muerte de Álvaro Ussía a manos de los porteros de una discoteca, o incluso la broma colectiva (punk attitude) que significó votar por el Chikilicuatre. Aludimos a experiencias prolongadas en el tiempo, tales como la Red Ciudadana tras el 11-M o la lucha de los familiares de los retenes forestales que murieron en el incendio de Guadalajara. Pero también a los «Dobles malvados», es decir, las expresiones del anonimato donde la ambivalencia parece unilateralizarse hacia las pasiones tristes del racismo y el odio capturado, como es el caso de los Peones Negros. Hay gestos anónimos, intervenciones anónimas, prácticas anónimas, espacios de anonimato, movimientos anónimos, rebeliones anónimas… Finalmente, y esto es decisivo, hay anonimato social. Esto es, no un sujeto, no un contra-mundo ni siquiera una sustancia de potencial antagonista (trabajo vivo, etc.), sino retazos de mundos sin nombre que pelean por su existencia cotidianamente abriendo grietas en la máquina capitalista y que alimentan de pronto las luchas explícitas: amistades, otras sensibilidades y otros sentidos, relaciones no instrumentales, cooperación, etc. 6. ¿En qué sentido lo ocurrido el 13-M de 2004 expresó la fuerza del anonimato? El 13-M se caracterizó por la multiplicidad (no se acude en bloques, no vamos encuadrados, uno no sabe bien quién tiene a su lado); el anonimato (no convoca ninguna organización; la cita circula mediante sms y por la red, mensajes de gente de confianza y de fuentes múltiples: no sólo militantes); la autonomía (el sentido no es previo, se autoconstruye desde dentro y sobre el terreno); la creatividad (proliferan mil consignas nuevas, se llega a chistar a quien introduce algunas pertenecientes a otras situaciones como «vosotros fascistas sois los teroristas»); el pragmatismo radical y la ausencia de utopía («mañana votamos, mañana os echamos»), la mezcla de lo existencial y lo político (se incorpora el duelo a la protesta, se mezcla la emoción, el pensamiento y la acción; no funciona tanto el plano de la conciencia, como el dolor, la rabia, la indignación, la necesidad…). La potencia del 13-M se nutrió de un medio ambiente donde lo existencial y lo político se habían entrelazado mediante mil formas anónimas de elaboración de lo sucedido. No fue sólo expresión de un rechazo, de una denuncia. No fue sólo política. Frente al horror del atentado, las vidas se agarraron unas a otras para hacerle frente, produciendo así un espacio de lo común al mismo tiempo inclusivo y múltiple. La sensibilidad de los minutos de silencio que tachonaron el recorrido del 13-M sólo puede entenderse desde ahí (eran absolutamente extra-

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ños a las formas militantes de tomar la calle). Si desvinculamos las autoconvocatorias frente a las sedes del Partido Popular de los santuarios salvajes que se improvisaron por todo Madrid o del gesto de quien fue a donar sangre un día antes no entenderemos NADA. «Nosotros también estuvimos en la manifestación de ayer», decía una pancarta muy significativa el 13-M. Reducir la fuerza del anonimato a la «noche de los móviles» es una estrategia discursiva que autoriza repatriarla hacia las formas de un «nuevo activismo». 7. ¿Pero acaso con todo eso se consiguió algo más que cambiar a Aznar por Zapatero? La victoria de ZP –favorecida por el voto táctico y como autodefensa contra el PP– fue en todo caso un efecto derivado de lo que un amigo llama «la parte quieta del movimiento», es decir, una ola de fondo de la que el 13-M fue el repunte, la cresta, la espuma. Y lo que esa ola de fondo consiguió, para decirlo en una sola frase, es que el 11-M no se convirtiera en un 11-S. ¡No es poco! El estado de sitio informativo no funcionó. Se desdibujó la línea amigo/enemigo: violentos y demócratas, nosotros y ellos, Occidente y barbarie, Vida y Muerte. La lógica securitaria –que consiste siempre en que los súbditos desconfíen unos de otros y adhieran al soberano– no prendió. El racismo, latente, no se organizó. El cuerpo social se hizo inmune al virus de la histeria colectiva y su lógica del chivo expiatorio. La gestión del miedo fue cuestionada y desalojada del poder. Las nuevas asociaciones de víctimas (Asociación 11-M de Afectados de Terrorismo, Red Ciudadana tras el 11-M) elaboraron otro sentido al hecho de ser golpeados por el terror, más allá del odio cristalizado en deseo de venganza. Se nombraron a sí mismas como «afectados» y no como «víctimas», lo cual no supuso sólo un desplazamiento semántico. Pensemos siquiera por un momento en un detalle: tras el 11-M, la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) exigía la expulsión de inmigrantes, el endurecimiento de la ley de extranjería y el cierre de mezquitas. ¿Qué efectos tiene para la vida social el hecho de que hayan perdido su monopolio sobre los sentimientos de las víctimas? No pocos. Ciertamente, la fuerza del anonimato es una potencia destituyente: disuelve, evita, impide, interrumpe, desmoviliza, etc. Pero que no sea un poder constituyente de «otro mundo posible» no significa que sea una fuerza puramente nihilista o negativa que despuebla este mundo. De hecho su capacidad destituyente depende de la positividad del común que teje (nuevas subjetividades, nuevas relaciones sociales, nuevas posibilidades para la acción). Tal vez no transforma la realidad, pero sí nuestra manera de vincularnos a ella. 8. ¿Entonces hay que esperar un acontecimiento para hacer política desde el anonimato? El acontecimiento es un momento excepcional, pero sus efectos pueden persistir en lo más cotidiano. Todo depende de cómo se elabore/decida su sentido.

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Qué se hace con lo ocurrido, cómo se piensa y se actúa a partir de él. El acontecimiento no trae consigo una carga de fatalidad. Sus intensidades pueden desvanecerse por completo, aunque esto por un momento nos parezca imposible. Podemos volver atrás. Persistir en el acontecimiento significa seguir sacando consecuencias. Llevar las marcas hasta el umbral de irreversibilidad donde se transforman en destino: una nueva piel sensible. Sólo así podemos «trasladar» el acontecimiento a otras situaciones y experiencias de la vida. Esa fidelidad no viene dada, hay que construirla. La fuerza del anonimato nos deja acontecimientos borrosos, atípicos o erráticos sin la «plenitud tempestuosa»2 de los viejos acontecimientos revolucionarios (1871, 1917, 1936, 1968). Estos acontecimientos borrosos «se descifran lentamente y la cuestión de su alcance, es decir, de lo que significa serles fiel, es un trabajo que se hace en parte a ciegas».3 No nos entregan una verdad, hay que crear su verdad, nuestra verdad. Y para ello atreverse a pensar de qué manera esos acontecimientos desafían, desmienten y alteran lo que entendíamos por política. Arriesgar la identidad y su calor de establo –izquierda, extrema izquierda, medio radical– trabajando en el filo de lo ambiguo. 9. ¿Sólo una catastrofe, que traiga dolor y muerte, es hoy capaz de abrir espacios del anonimato? En el caso del País Vasco por ejemplo, la muerte y el dolor constituyen el azufre que alimenta diariamente el dispositivo de control y neutralización de lo político. No se trata tanto de dolor como de un vaciamiento. El acontecimiento 11-M produjo un vacío de las identidades que cotidiamente nos separan, un vacío en el que las singularidades cualquiera descubrieron entre sí y politizaron un mundo común. El contexto clásico del Conflicto Vasco (identitario y dialéctico) hace del cualquiera –que cada uno es potencialmente– un héroe, un verdugo, un martir, un terrorista… Cubre y codifica con identidades previas cualquier posibilidad de un proceso inesperado, de un punto vacío, de una alianza imposible. Prohibe enunciados como «en ese tren íbamos todos» o «el enemigo es la guerra». El escenario del 11-M es muy distinto. Cualquiera fue quien mató. Cualquiera fue quien murió. Cualquiera fue quien se movilizó. La muerte suspende una realidad obvia allí donde habita el hombre anónimo. Por otro lado, la V de Vivienda es una prueba muy clara de que es posible abrir un espacio del anonimato sin ninguna catástrofe previa (¡aunque la situación de la vivienda sea bien catastrófica!). 10. ¿En qué sentido «no tendrás casa en la puta vida» es un grito de guerra del anonimato? «No vas a tener una casa en la puta vida» es un eslogan y al mismo tiempo no lo es, porque niega en vez de afirmar (una situación, un estado, una virtud, una carencia…). La fuerza con la que esta frase irrumpió en el imaginario social

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quizá se deba a que supo, de alguna manera, atravesar las defensas y conectar con lo que podríamos llamar una «interioridad común»4 Es como si esta expresión acertase a exponer públicamente un malestar colectivo, hasta ese momento vivido –y sufrido– de manera individual y en silencio. Este eslogan aparece en lo social rompiendo gran parte del sentido común que parece acompañar a otros eslóganes utilizados comúnmente por los movimientos sociales: no ofrece ninguna esperanza («yes, we can»), no ofrece ningún futuro («por un mañana sin pobreza»), no ofrece alternativas («otro mundo es posible») y, sin embargo, es un eslogan que parece contenerlo todo: la casa, los derechos, la (puta) vida… Cuando uno lee esta frase en la calle, sabe que nadie más que él mismo está detrás de ella. «Nadie está hablando por mí, nadie me está representando, eso, exactamente eso, es lo que pienso yo: no voy a tener una casa en la puta vida, soy yo el que sufre esa condición, ésa es, efectivamente, mi vida». 11. ¿Se puede sostener lo insostenible? ¿Se puede hacer visible lo invisible? La fuerza del anonimato irrumpe y aparece, no simplemente circula clandestina por los subterráneos de la materia social. No sólo se abstiene, huye, desaparece. No sólo dice: «preferiría no hacerlo», sino que también, a veces, rompe la relegación social y toma la calle, experimentando así la potencia de estar juntos, el gozo de sentir una fuerza común. Entonces busca comunicarse, replicarse, contagiarse, generalizarse. Así sucedió con V de Vivienda que, a partir de un mail escrito por cualquiera y que circuló libremente durante meses replicándose a lo largo y ancho de la red, consiguió movilizar a miles de personas, convocando una concentración en las principales plazas de las ciudades españolas el día 14 de mayo del año 2006. Pero a diferencia de otros espacios del anonimato, V de Vivienda no se quedó ahí y fue un paso más allá, convirtiéndose en la primera expresión anónima multitudinaria que aspiraba a sostenerse en el tiempo, exponiéndose a partir de entonces, inevitablemente, a los problemas de la visibilidad. Cuando surge el movimiento por la vivienda, elige como nombre una broma: V de Vivienda, y lo hace con la voluntad explícita de no ser nombrado, ni representado, ni tan siquiera identificado. Aparece ocultándose. De hecho V de Vivienda no significa nada, tan sólo una ironía en la que, precisamente por no ser nada, cabemos todos. «No vas a tener casa en la puta vida» interpela a lo que hay por debajo de las identidades. Está dirigido a cualquiera, más allá de una condición identitaria. Provoca un acontecimiento. Sin embargo, mantener la «cuota» de visibilidad que había ocupado sorpresivamente con su irrupción publica, le forzaría rápidamente a «tener una identidad». Parece como si ser alguien o algo es lo que diese derecho a domicilio en la visibilidad, como si el querer permanecer presente en el espacio mediático y político conllevase, obligatoriamente, tener que situarse y definirse: ser mileurista, ser joven, ser de izquierdas, ser subversivo, ser miembro de una tribu urbana, en definitiva, ser. El

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eslogan «no vas a tener casa en la puta vida», que efectivamente no representaba a nadie, fue una forma que la fuerza del anonimato adoptó con la intención de hacerse presente y visible –y sin duda lo consiguió. Pero a la vez, ese mismo eslogan cristalizó, involuntariamente, en una marca, en una identidad («repetición en y de lo Mismo») que la dejaba fija en un lugar y le arrebataba toda su espontaneidad. En definitiva, para ocupar una cuota en la visibilidad lo que se exige es perder la fuerza del anonimato, de la ambigüedad, de la experimentación y de la interpelación a la singularidad cualquiera y no a estos o aquellos. De momento así ha sido, pero en verdad nadie sabe lo que la fuerza del anonimato puede. 12. ¿Cómo es posible un «anonimato en primera persona»?5 El recurso al anonimato ha sido una constante en las luchas que querían enfatizar la naturaleza colectiva de la producción política –de discursos, símbolos, enunciados, dispositivos– contra las estrategias (externas o internas) de control, privatización, individualización o jerarquía. El anonimato, como espacio de todos y de nadie, afirmaba así el poder de cualquiera para actuar políticamente (contra la hegemonía de expertos o especialistas) y la fuerza de un nosotros colectivo, abierto. Pensemos por ejemplo en el movimiento de Mayo del 68 y su producción anónima y colectiva de carteles, panfletos, pintadas, ciné-tracts, etc. O en los pasamontañas zapatistas, «detrás de los cuales estamos ustedes»: símbolo de una comunidad de lucha abierta y procesual. O en el travestismo de identidades y la guerrilla de los nombres múltiples –disponibles para cualquiera– en los albores de la red. O en la tentativa del Proyecto Luther Blissett de formular una nueva mitología, expresamente adaptada al potencial antagonista de un sujeto productivo emergente: el trabajador inmaterial, figura principal del «capitalismo de espiritu» basado en la comunicación y la creatividad («Necesitamos mitos, narrativas que inciten a la intelectualidad de masas a pasar a la acción). Pero si aquel tipo de anonimato quiere expresar sobre todo la potencia de lo colectivo (comunidad abierta, sujeto multitudinario, inteligencia colectiva, cooperación social, etc.), el «anonimato en primera persona» extrae su fuerza de la conexión entre singularidades cualquiera que hablan en nombre propio: los mensajes que nos convocan a la calle (sms) son personales; la confianza que les otorgo viene precisamente de que conozco a quien me lo envía; a las manifestaciones se llevan pancartas individuales con lemas propios; lo que funciona mejor y se comparte son los testimonios da cada uno sobre las condiciones de vida, etc. El anonimato en primera persona se mueve a sus anchas por la web 2.0. que, al mismo tiempo, es el espacio de exposición privilegiada del «I am what I am« típico del capitalismo posmoderno. La blogosfera –y no los espacios de comunicación política antagonista– tuvieron una importancia decisiva en el nacimiento de movimientos como la V de Vivienda. Cuando empezaron a surgir los blogs hace unos años, desde los espacios politizados de comunicación alternati-

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va se los veía con mucha distancia: se juzgaban sólo como la expresión del narcisismo autorreferencial del sujeto, incapaz de construir algo colectivo. Un paso atrás. Sin embargo, quizá surgieron precisamente en respuesta a la comunicación desencarnada que inundaba la red –una de cuyas declinaciones sería el discurso hiper-ideológico que fue apoderándose de los espacios comunicativos más politizados– como otra forma posible de articular el yo y el nosotros, de conjugar lo común y la singularidad. El anonimato en primera persona introduce otro concepto de «verdad». Ya no se trata de oponer la verdad «antagonista» a la verdad oficial, como en la contrainformación. Pero tampoco se trata de disolver la verdad en un juego de imágenes, como en la guerrilla de la comunicación. El anonimato en primera persona pone en juego verdades no ideológicas. Sostenidas por una experiencia («lo que yo veo y vivo») y vinculadas a una afectación, a una emoción (no las verdades frías del racionalismo y la ideología). Verdades que no se llaman a engaño (porque son vividas), aunque se puedan elaborar en muy distintas direcciones. Verdades que en ocasiones se pueden «comunizar» en tanto que parten del malestar ante un fondo de precariedad compartido: «No nos representan», «No tendrás casa en la puta vida», «Íbamos todos en ese tren», etc. Verdades de cada cual que forman juntas una interioridad común. 13. ¿Cuál es la radicalidad de los espacios del anonimato? ¡Ningún radical diría que existen! Pero la radicalidad nunca está dónde se la espera. Volvamos al incómodo ejemplo del País Vasco. Hay que preguntarse hasta el fondo: ¿por qué las subjetividades militantes han sido incapaces durante décadas de debilitar el dispositivo (llamado Conflicto Vasco) que bipolariza lo social como modo de gobierno y neutralización de lo político? A la matriz militante amigo/enemigo se le funden los plomos en condiciones de complejidad (donde el adversario no está claro, las alianzas no están claras…). Cuando se sigue pensando el conflicto político como una «guerra« (relación de fuerzas, enemigo, violencia, contrapoder), ¿cómo llegar a pensar que la guerra misma (y no éste o aquel contendiente) puede ser una forma de gobierno, es decir, de hacer que «nada pase, todo funcione y reine la situación normal»?6 Y sin embargo, los dispositivos de poder pasan hoy por la gestión de la guerra de todos contra todos (que, según el caso, se suscita, se modula o se instrumentaliza): gestión de la inseguridad y el miedo sobre un fondo de precarización general de la existencia y «sálvese quien pueda» donde la producción del otro como enemigo es constante. El elemento ideológico conduce a tratar de codificarlo todo en términos binarios cuanto más definidos y estables mejor. Define un nosotros identitario donde no entra cualquiera. Siempre parte de lo que falta (deber ser) y nunca de lo que hay. Se blinda a la afectación, a la situación (por ejemplo sólo se conmueve con los afines ideológicamente). Piensa la victoria como la aniquilación

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del adversario y ni se le pasa por la cabeza la posibilidad de hacerse amigo del enemigo. Ignora los recursos que podemos encontrar hoy en las zonas grises o indiscernibles. Desprecia las sutilezas de la ambigüedad, la inteligencia de la paradoja y la potencia de la duda. Allí donde los espacios del anonimato ensayan estrategias para ausentarse de los dispositivos que nos separan (como por ejemplo el silencio), la subjetividad militante sólo puede ver carencia, cobardía o insipidez pre-política. No soporta no ser. No es ninguna casualidad que los militantes estuvieran ausentes del primer plano tras el 11-M. Incapaces de sentir la energía de la parte quieta del movimiento, sólo presagiaban (presagiábamos) «la fascistización de lo social». En realidad su zozobra ante los acontecimientos abrió paso a la posibilidad de nuevas respuestas. 14. ¿Se puede intervenir sobre el anonimato? No sin intervenir sobre el propio anonimato. En los años 60-70 la revuelta contra el Partido-Maestro y el Libro decía: «no se trata de trazar una hipótesis y elaborar desde ahí la línea política que se aplica en las situaciones concretas: hay que partir de la práctica de masas, ir a la realidad, reencontrar la realidad». No presuponer las luchas con categorías, sino aprender a percibirlas en situación y darles nombres. No buscar cómo se realizan en la práctica las ideas, sino encontrar ideas en las prácticas. De ese impulso surgieron invenciones políticas y colectivas como la encuesta obrera o la práctica del «establecimiento» en las fábricas. Sin embargo, hemos visto demasiadas veces cómo por ejemplo la encuesta funciona en circuito cerrado –los mismos criterios previos de los que se parte son los que filtran lo que se escucha, la información que se recoge– y sirve simplemente para verificar hipótesis previas. La soberbia del Libro simplemente se hace más sutil. Intervenir sobre el anonimato exige entonces ir más allá: suspender la maldición de la visión vanguardista, los acercamientos instrumentales y las respuestas automáticas. Ello exige romper radicalmente con la voz en off militante que no sale de ningún sitio, con la tercera persona del «movimiento» o la «multitud» que nos absuelve de tener que hablar en nombre propio y ponernos en juego. Romper radicalmente con la exterioridad vanguardista que se plantea cómo acercarse a… organizar a… preguntar a… llegar a… atraer a… convencer a… entusiasmar a… Otro. ¿Qué significaría entonces ir a la realidad, reencontrar la realidad en el caso de la fuerza del anonimato? Como mínimo significa partir de su mismo centro de energía: el ser afectados. No ir hacia el Otro sin interrogar al Otro en uno mismo. No abrirse a otras creaciones sin un movimiento en nuestro propio interior. Sin la sacudida de esa afectación común (que no idéntica), no hay auténtica apertura ni horizontalidad, preguntas genuinas, acercamientos afectivos desde un no-saber, acontecimiento. Todo nos es indiferente, nos deja como estábamos, no nos compromete a nada… O bien es

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el tablero de ajedrez donde se despliega nuestra estrategia, nuestra línea, nuestra hipótesis. 15. Algunas referencias y documentos 11-M «Desarmar la inseguridad», Margarita Padilla, Revista de Espai en Blanc n.º 1-2: Vida y política. «Las luchas del vacío», Margarita Padilla y Amador Fernández-Savater, Revista de Espai en Blanc n.º 3-4: La sociedad terapéutica Red Ciudadana tras el 11-M. Cuando el sufrimiento no impide pensar ni actuar, Desdedentro, Acuarela Libros & A. Machado, Madrid 2008. Sobre la V de Vivienda Todos los análisis del Grupo 47 se pueden leer aquí: http://agitpub.wordpress.com/ Sobre el Conflicto Vasco «Por una crítica del Conflicto Vasco», Ekhi Lopetegui de la Granja (en este mismo número de Espai en Blanc).

1. Giorgio Agamben, La comunidad que viene (Pre-textos, Madrid, 1996). 2. Alain Badiou, ¿Se puede pensar la política?, Nueva Visión (Buenos Aires, 1990) 3. Alain Badiou, «Pensar el surgimiento del acontecimiento», revista Archipiélago (n.º 80-81). 4. «La interioridad común», Santiago López Petit, Revista de Espai en Blanc n.º 1-2: Vida y política. 5. Tomamos la expresión de Gilles Deleuze en su Foucault (Paidós, México, 1991) 6. Appel, texto anónimo (http://rebellyon.info/article5691.html)

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EL ANONIMATO Y LO COMÚN

Un mundo entre nosotros

Marina Garcés

Un mundo entre nosotros Para poder decir «nosotros» hay que aprender a ver el anonimato del mundo que hay entre nosotros. En ese aprendizaje, el anonimato deja de ser sinónimo de privación o pobreza del sujeto para mostrársenos como riqueza del mundo en el que estamos implicados. De lo que pretendo hablar es de esa riqueza y de cómo pensarla políticamente. 1. Para ello, lo primero es preguntarse ¿por qué nos es tan difícil decir «nosotros»? ¿En qué sentido lo es? Lo es cuando no sabemos con quién contamos, quiénes son los nuestros. Cuando en la multiplicidad de nuestros contactos y relaciones no encontramos aliados, cuando sobrevivimos en la indiferencia de saberlo todo y que no pase nada… Pero lo es también cuando debemos recurrir a identidades externas que nos digan quién somos para sentirnos reconocidos, o cuando a fuerza de generalizar nos perdemos en universalidades vacías. Parece, así, que la experiencia del nosotros no se sostiene por sí misma: – Se diluye en la suma de yoes (lo multitudinario, la red de contactos, los públicos, las cifras de la estadístic…) – Se cierra en la identificación (nuevas y viejas identidades culturales, étnicas, estéticas…) – Se neutraliza en la abstracción (la ciudadanía, la humanidad…) La pregunta por el nosotros es política, filosófica, existencial, no coincide con la pregunta sociológica por la identificación de actores/agentes de una determinada situación social. La pregunta por el nosotros no se resuelve en la respuesta al QUIÉN sino que se cierra en ella porque es la pregunta siempre abierta y siempre concreta por nuestros vínculos, por nuestra inscripción en un mundo que hacemos y transformamos colectivamente. En continuidad con anteriores momentos del pensamiento crítico, se trata de pensar con nuevas palabras esta autonomía del nosotros, su intemperie más encarnada, su equilibrio precario entre la abstracción vacía y la particularidad cerrada. Como la lluvia fina que ya no está en el cielo pero aún no ha encharcado suelo, que está en movimiento en cada una de sus innumerables gotas… ¿Cómo ser lluvia fina? ¿Cómo pensar el nosotros en su autonomía concreta? ¿Cómo conquistar nuestros vínculos sin quedar atrapados en ellos, haciendo de esta conquista un proceso de liberación?

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2. Para adentrarnos en estas preguntas propongo revisar, casi a cámara rápida, un breve episodio perteneciente a la historia de la filosofía de la primera mitad del s. xx. Los protagonistas son Heidegger, Sartre y Merleau-Ponty. En 1927, en Ser y tiempo, Heidegger aventura la idea, casi antimoderna y muy poco occidental, de que el ser-con-otros (Mitsein) es una estructura fundamental de la existencia, es decir, que no es algo derivado, segundo respecto a una existencia individual, que no hay un yo previo al ser CON los otros. Puesto que existir es estar abierto al mundo, ya estamos siempre en relación con los otros, estamos ya en un cierto nosotros que es anterior a nuestra relación personal de tú a tú, de uno con el otro. Quince años más tarde, en El ser y la nada, Sartre rebate esta propuesta heideggeriana por considerarla una «afirmación sin fundamento», una idea «abstracta» que no nos sirve para explicar la relación concreta entre conciencias. En lo concreto, para Sartre, toda relación con otro es personal y las personas, en cualquier relación, son primordialmente un yo y un tú. Todo sercon-otro debe presuponer, por tanto, un ser-para-otro, un momento de exterioridad, conflicto, encuentro y reconocimiento. Toda experiencia del nosotros es así una impresión subjetiva, psicológica y provisional de la conciencia particular en su relación de confrontación con otro. El intento heideggeriano de pasar de la lucha al equipo es un intento infructuoso de superar la confrontación yo-tú, la lucha de conciencias como esquema básico de la intersubjetividad. «La esencia de las relaciones entre conciencias no es el ser-con sino el conflicto», afirma Sartre.1 Por tanto, el nosotros no se sostiene por sí mismo, sólo puede ser concebido en segunda instancia, como un concepto derivado. Experimentado por una conciencia particular, sólo puede ser pensado como un yo ampliado o dilatado, como una persona ampliada. Parece que la discusión no tiene salida: o nos quedamos, con Heidegger, en el postulado de un nosotros abstracto que no toca lo real (de hecho es una estructura ontológica que no tiene traducción en el mundo óntico) o entramos en el terreno de lo concreto, donde la lógica de la persona impone su ley y la idea del nosotros sólo puede ser segunda o derivada respecto al yo. Tres años más tarde, Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción, entra en escena con la pregunta «¿cómo poner el yo en plural?». Se propone retomar la afirmación sin fundamento de Heidegger para enraizarla en la concreción del mundo humano. Para hacerlo, tendrá que romper el círculo vicioso que impone la lógica de la persona. Merleau-Ponty no intenta sumar yoes ni abstrae su relación: lo que hace es abrir el yo a su existencia impersonal. No se trata de borrar la singularidad de cada existencia sino de abrirla a su propio anonimato. Porque estamos abiertos al mundo, es decir implicados en él, siempre hay algo en nosotros que no es del todo nuestro, que no cabe en nuestro yo. Lo anónimo, lo que no tiene titular, lo que no es atribuible a este individuo o a aquél, a esta conciencia o a aquella, es una dimensión fundamental de nuestra existencia en tanto que ésta está inscrita en un cuerpo y en un mundo. Merleau-Ponty ras-

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trea las huellas de este anonimato en las cosas, donde encuentra rastros de otro, de una actividad de la que también yo participo; en los cuerpos, siempre entrelazados en su aparente distancia; en la historia no como ley sino como «verdad por hacer», como acumulación de sentido de la que participamos y que pide ser siempre retomada. Merleau-Ponty encuentra el anonimato no en un sujeto borrado sino en un mundo poblado de sentidos, de cuerpos, de gestos, de relaciones… en un mundo común, que no es de nadie sino en el que estamos todos y todas las cosas implicados. En esta dimensión tan concreta de la vida colectiva hay un nosotros que precede la separación de las conciencias. Un nosotros que ya no es sólo personal, o que es personal sólo de manera local e intermitente. Un nosotros que ni siquiera es sólo humano, sino que incorpora el conjunto de lo sensible. Este anonimato no supone la pérdida del rostro. Lo que se pierde, incorporándolo como una dimensión de la existencia, es la soledad del cara a cara. Lo que se gana es un mundo poblado de sentidos acumulados, una visión del ser inagotablemente expresivo y secretamente articulado. El anonimato, como inacabamiento, no es entonces déficit sino potencia, no es indefinición sino campo de relaciones, no es insignificancia sino expresividad social. «Tengo un mundo como individuo inacabado a través de mi cuerpo como potencia de este mundo».2 El anonimato no es disolución sino coimplicación, «complicación», podríamos también decir. Esta coimplicación es el nosotros. Ahí puede sostenerse la autonomía de un nosotros, de un ser-con, que no es segundo ni derivado de una relación personal entre un yo y un tú sino que es la dimensión fundamental de la vida humana como actividad de creación y transformación del mundo. Aprender el anonimato no es por tanto desaparecer sino «despertar en los vínculos»,3 dicho de otra manera, conquistar la libertad en el entrelazamiento. 3. He querido retomar el hilo de esta discusión porque la manera como Merleau-Ponty rompe la disyuntiva entre la abstracción de lo común o la concreción de las personas, abriendo la puerta a la dimensión impersonal de nuestra existencia involucrada de manera corporal, activa y concreta en el mundo y con los otros, nos permite buscar hoy nuevas claves para pensar dos cuestiones fundamentales para nuestros tiempos de pulverización del lazo social: – La relación entre nosotros y el mundo. ¿Cómo estar en el mundo, cómo implicarse en él más allá de los roles de espectadores y consumidores? ¿Qué significa intervenir? ¿cómo desalojar la silla del espectador, cómo hacer mundo en vez de consumir objetos y experiencias? – El sentido de nuestra interdependencia, no limitada a la tarea de salvación/preservación de la especie, sino planteada como problema político, a la vez singular y universal, de cómo vivir juntos.

EL ANONIMATO Y LO COMÚN | Un mundo entre nosotros | Marina Garcés

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La fuerza del anonimato rompe códigos: de visibilidad, de representación, de identidad, de legitimidad, de acceso al mundo. Lo hace no sólo por una potencia de fuga y de disolución sino sobre todo porque nos devuelve el mundo que hay entre nosotros como aquello en lo que estamos involucrados, que nos desafía y que nos exige no aceptar lo dado, rechazar lo que nos separa, hundir las distancias que aseguran el ejercicio del poder. La fuerza del anonimato rompe los códigos que privatizan la vida. Nos lleva hasta los límites de nuestro pequeño yo para mostrarnos la imposibilidad de ser sólo un individuo, incluso de ser exclusivamente humanos. Nos obliga a pensar y a vivir desde ese inacabamiento que somos, desde ese inacabamiento que «es potencia de este mundo», no desde una verdad hecha sino desde una verdad por hacer. Rompiendo esos códigos, la fuerza del anonimato abre perspectivas nuevas para la crítica y para la reflexión política. Las resumiré en tres ejes de cuestiones: En primer lugar, ofrece un punto de vista para la crítica que no es el de la conciencia que juzga (una realidad puesta enfrente) sino la de un cuerpo involucrado. El cuerpo está involucrado en una cadena alimenticia, en una red de cuidados, en un entorno de amenazas, en unos deseos, en unas condiciones histórico-sociales. Para el cuerpo es imposible no vivir. Padece, goza, se agota, desea, es vulnerable, pero resiste, crea, se reproduce. El cuerpo está involucrado porque incluye la existencia de otro aunque esté solo. En el cuerpo se encuentran lo personal y lo impersonal, lo singular y lo anónimo, la apariencia y la oscuridad. Tener un cuerpo es poder ser afectado. Tocar y ser tocado. Tener/ser un cuerpo es depender de otros, dejar rastro. ¿Qué consecuencias tiene para el pensamiento crítico asumir el punto de vista de este cuerpo involucrado? Hace tiempo que la filosofía ha incorporado el cuerpo como objeto de los dispositivos de poder. Pero la pregunta que planteo va más allá: ¿cómo encarnar la crítica? En continuidad con ciertas expresiones del feminismo y del marxismo, ¿Cómo hacer de nuestro contacto corporal con el mundo y con los otros la base del pensamiento crítico, una potencia crítica? ¿Cuáles serán los conceptos, las prácticas, los materiales de este pensamiento? En segundo lugar, la fuerza del anonimato como perspectiva del pensamiento crítico nos exige pensar lo común más allá del espacio/tiempo privilegiados de la política. Nos sólo de la política institucional, como es obvio, sino también del momento insurreccional o revolucionario, del momento del estar-juntos como apoteosis del nosotros. Una manifestación, una huelga, una insurrección, una okupación… son momentos privilegiados, del que Mayo del 68 es el icono más cercano, momentos en los que la acción y la palabra agujerean la realidad, abren un espacio de invención colectiva, de subversión de los roles, de cancelación de las condiciones normales de existencia. Son momentos en los que la posibilidad de estar-juntos redibuja lo real y su campo de posibles. Blanchot decía

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que Mayo del 68 se cerró sigilosamente porque no tenía que durar.4 Pero el cuerpo dura. ¿Cómo volver a la normalidad sin enloquecer? ¿Más allá de estar juntos, cómo vivir juntos? Hay quien piensa que lo que viene después de esta pregunta ya no es política. Hace unas semanas, en el marco de un seminario de un Máster sobre prácticas del cuerpo,5 hablábamos de la necesidad, al fin, de hacerse dos cuerpos a la vez: el que crea y el que sobrevive, el que está intermitentemente con otros y el que vuelve solo a casa, el que siente la capacidad de transformar el mundo y el que sabe que su impotencia es insuperable. ¿Cómo vivir con dos cuerpos? ¿Será que seguimos manteniendo la distinción entre vida pública y vida privada que el capital ya se ha encargado de disolver, en beneficio suyo? Nuestros cuerpos siguen viviendo y con sus vínculos pueden hacer una soga o un tejido. Tras el acontecimiento, la palabra conquistada parece que se retira. ¿Pero cómo lo sabemos? La gente se sigue frecuentando, hablando de sus condiciones de vida, de su precariedad, de sus deseos, de su malestar. La voz se hace rumor. Son formas de resistencia en lo ordinario para las que la filosofía política no encuentra palabras. No me estoy refiriendo a la resistencia del «pueblo» frente a la de las «vanguardias» o «ilustrados». Es la resistencia del ser anónimo que somos todos, aunque tengamos nombre. ¿Cómo rastrearla? ¿Cómo indagar y experimentar en ese terreno? ¿Cómo darle expresión sin identificarla? Finalmente, la fuerza del anonimato permite desplazar la pregunta por la comunidad hacia la pregunta por un mundo común. La comunidad es una promesa siempre aplazada, el ideal regulador de nuestras prácticas colectivas y de la imagen de la sociedad futura reconciliada. La idea de comunidad reintroduce la pregunta por el QUIÉN. Y en el fondo, necesita siempre como respuesta de la idea de un hombre nuevo. Un hombre nuevo a definir, crear, producir. Por eso la comunidad siempre es lo que nos falta. La idea de un mundo común, en cambio, es la certeza injustificable de la que ya siempre podemos partir. Aquí estamos, enredados en una cadena infinita de acciones, de significados, de cosas, de relaciones, de dominaciones, de posibilidades… Podemos pensar que entre nosotros no hay nada: puro abismo, puro vértigo, pura posibilidad de la aparición (de otro). ¿Cómo encontrar al otro? El ser en común será entonces el horizonte de un salto inconmensurable. Pero si pensamos que el «entre» está lleno, que es un campo infinito de relaciones de ni empiezan ni acaben en mí, exponernos será ya encontrar ese mundo en el que estamos involucrados. Ciertamente no una comunidad, pero sí un mundo común en el que luchar, vivir, crear. Curiosamente, la palabra comunidad es una de las que ha renacido con más fuerza en la sociedad de la información. Y lo ha hecho para designar precisamente la autorreferencia de los mundos particulares: conjuntos de usuarios relacionados en torno a un mismo objetivo. La comunidad acaba nombrando entonces la particularización de los mundos vividos, su co-aislamiento. La

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ausencia de una dimensión común. A fuerza de preguntar QUIÉN, este «quien» se fragmenta y se miniaturiza. Es, en cambio, en la experiencia del mundo común donde la pregunta por el quién deja de funcionar, donde el anonimato inhabilita esta pregunta y a la vez expresa un campo de relaciones. La idea de mundo es totalizable: lo podemos imaginar o representar. La idea de mundo común no. Siempre es opaca porque siempre hay algo por ver, por hacer, por crear. Algo que no sabemos y que necesita de otro. Aprender el anonimato es aprender esta opacidad de lo que no cabe en lo representable, aprender la riqueza de lo que no está acabado y sólo puede ser continuado por otros de los que no sabemos nada. Abrir esa posibilidad tiene algo que ver con la vieja idea de emancipación como tarea colectiva. Una emancipación para la que la idea de libertad no remite al individuo sino a la posibilidad de hacer mundo colectivamente y de manera autónoma. Como hemos dicho antes: con la posibilidad de conquistar la libertad en el entrelazamiento. Recopilando los tres desplazamientos que hemos esbozado, podríamos decir que desde el cuerpo involucrado, más allá del espacio/tiempo privilegiado de la política y hacia un mundo común: son las coordenadas del espacio teórico y práctico que nos ha abierto la fuerza del anonimato y en el que se sitúa, para mí, la posibilidad de encontrar un terreno fértil desde el que combatir el duro acoso privatizador, identificador y despolitizador al que están sometidas hoy, en menor o mayor grado, nuestras vidas y atrevernos a decir, con valentía, nosotros.

1. Sartre, L’être et le néant, Gallimard, 1943, p. 481 2. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, Gallimard, 1945, p. 402 3. Merleau-Ponty, M.: Les aventures de la dialectique, Gallimard, 1953, p. 278 4. Blanchot, M.: La communauté inavouable, Ed.Minuit, 1983, p. 52 5. Macapd (Máster en la Práctica de las Artes Contemporáneas & Diseminación), L’Animal a l’esquena-Universitat de Girona. 2008-2009

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La plebe o el extranjero interior

Fulvia Carnevale

La plebe o el extranjero interior «No se trata de una recopilación de retratos lo que se encontrará aquí: son trampas, armas, gritos, gestos, actitudes, engaños, intrigas de las que las palabras han sido los instrumentos. (Tdt.)» (p. 240, La vie des hommes infâmes). Así es como Foucault describe la antología de lettres de cachet,1 extraídas de los Archivos de la Bastilla por Arlette Farge y un puñado de asiduos investigadores e investigadoras, publicado bajo el título de El desorden de las familias. En el célebre prefacio de Foucault titulado «La vida de los hombres infames», desfilan «esos zapateros remendones, esos soldados desertores, esos vendedores ambulantes, grabadores, frailes vagabundos, siempre irascibles, escandalosos e infames. (Tdt.)» (p. 239); donde aparecen fugazmente iluminados por una luz que viene de otra parte. Sus vociferaciones, su revuelta, sólo las recibimos a través de la gran retórica de los escritores públicos,2 creada para vestir hechos insignificantes. Un ventrílocuo político presta su voz de juez a esos cuerpos sin historia, su presencia física polariza la atención, lo que ello nos dice no es más que el habitual empeño del poder en hacer hablar a los mudos. En una entrevista aparecida el mismo año en que se redactó el prefacio, Foucault constataba que «aquellos a quienes se ha vencido (…) ¡son aquellos a los que, por definición, se ha quitado la palabra! (Tdt.)». Y que si a pesar de eso hablan, lo hacen en una lengua extranjera que les ha sido impuesta. No son mudos. Tampoco hablan «una lengua inaudita que ahora uno se sentiría obligado a escuchar. Por el hecho de estar dominados, una lengua y unos conceptos, que se han transformado en cicatrices de su opresión, les fueron impuestos. Cicatrices, huellas, que han impregnado su pensamiento (…) que incluso impregnan sus actitudes corporales ¿La lengua de los vencidos ha existido alguna vez? (Tdt.)» (La torture c’est la raison, p. 391, 1997). A esta misma pregunta Spivak respondía negativamente en su texto Can the Subaltern speak? Los subalternos, las víctimas de una discriminación múltiple ligada a su posición en el seno de la distribución geopolítica global del trabajo, así como a su situación social particular, no pueden hablar. La arqueología de su silencio es justamente nuestra tarea y las mellas que la historia colonial les ha dejado no hacen más que confirmar el diagnóstico foucaultiano. Spivak cita al respecto el ejemplo extremo de las viudas indias que tenían la costumbre de inmolarse sobre la pira funeraria de su marido, añadiendo así a su desaparición verbal, cultural y política, su desaparición física.

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¿Qué hacer entonces de esta ausencia? ¿Debemos contentarnos con exhumar sus rastros, o debemos empeñarnos en representar ese lugar sin lugar, ese espacio otro, que es el continente de los excluidos de todo tablero político? La cuestión de la representación vuelve con fuerza a continuación en el texto de Spivak, donde señala la ligereza que manifiestan Deleuze y Foucault en su conversación de 1972, publicada con el título de Les intellectuels et le pouvoir. Las referencias hechas a las luchas de los trabajadores parecerían ser, según Spivak, reverencias dictadas por las convenciones, más que el fruto de cuestionamientos sobre la distribución geopolítica del trabajo. Además, éstas se acompañan de una teoría de la representación por la cual «el intelectual teórico ha dejado de ser un sujeto, una conciencia representativa –dice Deleuze–. Aquellos que actúan y luchan han dejado de estar representados, ya sea por un partido o por un sindicato que se arrogaría el derecho a ser su conciencia (…) Todos somos grupúsculos. Ya no hay representación, solo hay acción, acción en teoría, acción en práctica, en relaciones de relevo o de red. (Tdt.)» Llevados por un optimismo un poco apresurado, Deleuze y Foucault terminan por descuidar el lugar que ocupan en el engranaje que denuncian; su renuncia a la función representativa del intelectual, aún albergando las mejores intenciones, y por la confianza absoluta en el proceso de emancipación entonces en curso (pienso entre otras cosas en su compromiso con el Groupe Information Prisons), tenía como consecuencia la violencia epistémica que conlleva el olvido de aquellos y aquellas que, subalternizados, colonizados, excluidos pues de toda dialéctica con el poder, no tenían ni siquiera acceso a la lucha. En el 18 Brumario de Louis Napoleón Bonaparte, encontramos una precisión grata a Spivak, en torno a los dos sentidos en alemán de la palabra «representar»: Vertretung significa hablar en el lugar de alguien, en tanto que Darstellung es un término empleado para la descripción, la presentación, para un uso en general artístico. Convendrá pues que aprendamos a representarnos a nosotros mismos, en el sentido de Darstellen, junto a los granjeros que viven en la subsistencia, a los trabajadores de la tierra no organizados, a las tribus y las comunidades de «zero workers» de ciudades y campo, y a los que se representa en el sentido de Darstellen. Pero el problema sigue sin resolverse: por mucho que se pretenda representar a los múltiples y disparatados componentes de esta muchedumbre de excluidos, no se hace más que describirlos. Ya se trate de una perspectiva antropológica o literaria, no se sale nunca o casi nunca de ahí; y Spivak se descubre, a su vez, desgranando pacientemente la lista de los sujetos subalternos. El propio Marx es el mayor pintor de frescos de la vida popular y conspirativa en sus rasgos más sugestivos, tal como puede leerse en el 18 Brumario en la descripción de los afiliados a la Sociedad del 10 de Diciembre: «Al lado de “apaleados” en la ruina de dudosos medios de existencia y origen, al lado de aventureros y de residuos corrompidos de la burguesía, se encontraban vagabundos, soldados li-

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cenciados, forzados salidos de la cárcel, presidiarios que han quebrantado el destierro, rateros, charlatanes, lazzaroni, pickpockets, escamoteadores, jugadores, rufianes, encargados de prostíbulos, cargadores, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, estañadores, mendigos, en definitiva, toda esa masa confusa, descompuesta, flotante, que los franceses llaman la “ bohème” (Tdt.)» (p. 98, 18 Brumario) «Bohème» es efectivamente otro de esos nombres dados a esta pintoresca muchedumbre. Benjamin, en un escrito de 1938 que lleva esta palabra como título, omite darnos su genealogía: «Aquí –leemos en una nota que acompaña al manuscrito–, falta un pasaje de alrededor de seis páginas que bosqueja una breve historia de la bohemia a partir de sus generaciones. Define la bohemia dorada de Gautier y de Nerval, la bohemia de la generación de Baudelaire, Asselinau y Delvau, y finalmente la última bohemia, la bohemia proletarizada de la que Vallès fue el portavoz. (Tdt.)». Una historia que, intuimos, sería de orden filológico y, una vez más, descriptivo, que se construiría repertoriando los deslizamientos de significado del término y describiendo toda la suerte de humanidad del margen que la sociedad debe secretar. Y este margen aquí descrito muy raramente ocupa el primer plano de la escena. Aunque ciertamente configura un teatro –tiene características intrínsecamente teatrales–, pues vocifera, grita y gesticula, su lugar es fantasmal y nunca accede a la Historia, restando confinado al espacio efímero de la anécdota. No son sino los cuerpos, los cuerpos anónimos, infames, del pueblo, los que encierra el Paris nocturno de Farge y de Foucault: «la canalla –leemos en la edición de 1982 de Désordre des familles firmada por ambos–, que al mismo tiempo atemoriza y fascina: la que siempre parece añadir el desenfreno a sus malas acciones, aquella a la que ciertamente se puede llamar criminal y que conoce los mil y un refugios de la capital para esconder complicidades, botines y proyectos de aventuras, aquella a la que los burgueses identifican totalmente con el pueblo. (Tdt.)» (p. 13-14, Le désordre des familles). «Lienzo de las proyecciones y de las inquietudes burguesas desde siempre, esta marejada de malandrines y desgraciados, esta ola inmensa que rompe y se expande, que se hincha y se oculta, o bien se desvanece muy lentamente para reaparecer de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. (Tdt.)» (p. 13, Le désordre des familles), es el pueblo menudo en su masa hormigueante, en su solidaridad de barrio, en su mezcla inextricable de clases laboriosas y peligrosas que debería poder ser dividida de una vez por todas para garantizar a la burguesía un sueño tranquilo. En un texto de 1995 titulado Qu’est-ce qu’un peuple? Giorgio Agamben se preguntaba en torno a la intrínseca ambigüedad del término «pueblo» que reencontramos invariablemente en todas las lenguas europeas modernas. «Pueblo» designa siempre a los excluidos, a los pobres, a los desheredados, y al mismo tiempo es el nombre del sujeto constitutivo de lo político. Es, a la vez, el conjunto de los ciudadanos como cuerpo político unitario y la multiplicidad

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fragmentaria de cuerpos necesitados, «allí una inclusión que se pretende sin resquicios, aquí una exclusión que se sabe sin esperanza; en un extremo, el estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, en el otro, la reserva –cour de miracles3 o campamento– de los miserables, de los oprimidos, de los vencidos. (Tdt.)» (p. 41, Moyens sans fin) Agamben vislumbra en este concepto bipolar de «pueblo» la sombra de una línea que estructura la fractura biopolítica, la huella de una partición que asigna una vida a la esfera de la bios, de la existencia, con acceso al lenguaje, al sentido, y, por ende a la política, y otra a la esfera de la zoé, objeto de dominación, productora de discurso, percibida solo como ruido. El desarrollo de estas reflexiones constituye la trilogía de la que Homo Sacer es el primer volumen; este trabajo se presenta ni más ni menos que como la continuación de un impensado de Foucault, de un recorrido que quedó solo apuntado a causa de su repentina muerte. Según Agamben, de no haber sido por esta brusca interrupción, se habría podido producir la confluencia entre los análisis de Hanna Arendt en The Human Condition, que revelan la aparición del homo laborans en la escena de la modernidad como un hecho que pone en primer plano la vida biológica en tanto que tal, con los obradores foucaultianos de la biopolítica. Puesto que la cuestión principal cada vez más presente en nuestros días es aquella que interroga la relación entre la vida nuda y la política, o si se quiere, el punto de indistinción entre el paradigma jurídico institucional del poder y su modelo biopolítico. Aristóteles distingue en la Política, la phoné, la voz que quiere expresar el dolor y el placer y que se comparte con el resto de vivientes, del logos, atributo humano que estructura la polis en la medida que expresa lo justo, lo injusto, lo conveniente y su contrario. En la pregunta «¿de qué modo lo vivo tiene el lenguaje?» se esconde otra que quiere saber «¿de qué modo la vida nuda habita el espacio de la polis, de lo político, ella que tiene una voz pero no así la palabra?». «Hay política –escribe Agamben– puesto que el hombre es el viviente que, en el lenguaje, separa y opone a si mismo su propia voz nuda y, al mismo tiempo, mantiene con ella una relación de exclusión inclusiva. (Tdt.)». En estas líneas reencontramos una problemática que Foucault y Rancière trazan en la conversación para Révoltes Logiques que data del mismo invierno de 1977 en que La vida de los hombres infames y el llamamiento a los untorelli italianos vieron la luz. En ese texto, aparecido con el título de Poderes y Estrategias, Foucault habla de la plebe como del blanco constante y constantemente mudo de los dispositivos de poder. La plebe no es en ningún caso una designación sociológica, sino algo de naturaleza distributiva: hay plebe en todas las clases a modo de disolvente a activar por reacción química, potencia que asemeja un sueño agitado. No debe concebirse como la fuente ni el sujeto de las revueltas; lejos de ser el resultado de una hipóstasis, es una definición negativa de lo que siempre escapa o intenta escapar al poder; movimiento centrífugo, energía in-

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versa, fuga en los cuerpos, en las almas, límite, contragolpe a todo avance puntual del poder. La plebe como concepto se incorpora a la caja de herramientas como exactamente lo contrario de un sujeto a describir; estructura una máquina de visión. Lo que cuenta no son sus derechos primitivos invocados por el neoliberalismo ni su substancialización neopopulista, sino el punto de vista de la plebe, puesto que este punto de vista revela los dispositivos y permite la construcción de estrategias de resistencia. La revista Révoltes Logiques nace al mismo tiempo que las grandes monografías de los terroirs villageois,4 las biografías que toman como tipo al aldeano orgulloso, las evocaciones de los carnavales populares o de las rudas costumbres plebeyas: «En lugar del estricto proletario de la ciencia marxista –escribe Rancière– se dibujaba un pueblo ruidoso y colorista (…) pero también un pueblo conforme en gran medida a su esencia, bien arraigado a su lugar y a su tiempo, dispuesto a pasar de la leyenda del pueblo bajo a la positividad de las mayorías silenciosas. (Tdt.)» (p. 8, Les Scènes du Peuple ). La reacción al mito del pueblo revolucionario marxista asociado directamente al masivo crimen del Goulag conllevaba, pues, el surgimiento de la imagen de esa plebe inmaculada y espontáneamente insurgente, donde se conjugaban la inmediata positividad del cuerpo popular y la pura negatividad de la resistencia al poder. A propósito de la triada problemática que reunió a lo largo de la década de los setenta a proletariado, pueblo y plebe, allí donde la plebe recubría en el diagnóstico de Rancière la proyección del nuevo sujeto revolucionario, en Foucault designaba exactamente lo contrario: un espacio posible de desubjetivación. En el marco de la interrogación foucaultiana sobre la crítica como respuesta a la gubernamentalización, la plebe es el artista anónimo en el arte de saber cómo obstaculizar su gobierno, el autor del ready-made transhistórico que supone el conjunto de las estrategias de resistencia al poder. Escapa a las estadísticas y a los seguimientos, es el reverso de la población. Sus modalidades de inclusión en el espacio de lo político son siempre aporéticas puesto que la plebe se encuentra, por su naturaleza distributiva, en el límite del logos y de la phoné, del lenguaje y del ruido. Su existencia es aquello que impugna en acto el espacio de lo político como espacio de lenguaje, tanto por la oposición al poder, hecha con el cuerpo, en el momento de la sublevación, como por la resistencia cotidiana a la gubernamentalidad,. El punto de vista de la plebe es aquel que nos muestra que las relaciones de poder pasan a través de los cuerpos, que el espacio político es en la actualidad el espacio mudo de la biopolítica, donde la excepción apenas se distingue de la regla. El modo como el poder intenta orientar la fractura biopolítica encarnada por la plebe, a través del sistema carcelario y por el dispositivo jurídico, fue abordado por Foucault en el dialogo sobre la justicia popular de 1972 con Benny Lévy y André Glucksman. El tribunal con su arquitectura, la mesa que separa a los

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jueces de los juzgados y que es la representación espacial de la neutralidad incluso en su forma popular y revolucionaria, no sirve ni servirá jamás para resolver las contradicciones entre proletarios y burgueses, puesto que su función principal es conservadora y antisediciosa. Esa mesa con las sillas a ambos lados ha producido históricamente la línea de partición que quiebra las insurrecciones, que separa la plebe de los proletarios. Este dispositivo ha extraído siempre de la masa confusa del pueblo, encarcelándolo, mandándolo al hospital, a galeras o a las colonias, esa hampa marginal, peligrosa, amenazadora. Y nada hay de sorprendente en el empeño por pintar el retrato inmoral de la plebe, puesto que en la distinción aristotélica, la phoné de sus vociferaciones así como el estruendo de todo espacio de reclusión, aunque puedan expresar el gozo o la pena, no pueden sin embargo alcanzar lo justo y lo injusto. 1977, el año en que Foucault más intensamente trabajaba en torno a estos problemas, fue el año de la plebe en Italia. Hay razones para creer que siguió atentamente esos acontecimientos, que no se dio por satisfecho con la versión oficial: la de los años de plomo –del terrorismo de Estado–, la de una lucha puramente reactiva para restablecer una democracia amenazada por un pasado fascista, ya que se encuentra entre los firmantes del llamamiento lanzado por Guattari contra la criminalización del movimiento. Setenta y siete en Italia es el año que no se conmemora porque supone el momento donde las particiones que estructuran nuestra vida actual fueron más severamente cuestionadas: aquella entre el tiempo libre y el tiempo del trabajo, entre producción y consumo, entre paz y guerra, entre locos y cuerdos, entre hombres y mujeres. Se describe como una oleada de politización de masas que sacudió la sociedad civil hasta sus cimientos, esos dispositivos mayores de la formación de la identidad de los jóvenes que eran la escuela y la familia. La necesidad de comunismo, la orgullosa afirmación de la propia extrañeidad, la autonomía obrera concebida como rechazo del trabajo alienado dentro y fuera de la fábrica, conllevaron el cuestionamiento de las estructuras militantes clásicas y la auto-disolución de la mayoría de grupos. Ya en 1973 el Grupo Gramsci escribía en su propuesta por un modo diferente de hacer política: «ya no es posible hablar de vanguardia a vanguardia con un lenguaje de parroquia de «expertos» de la política (…) y acto seguido ser incapaces de hablar de nosotros y de nuestras experiencias. Porque la conciencia de las cosas y las explicaciones deben hacerse evidentes a través de una experiencia de sus propias condiciones, problemas y necesidades, y no sólo a través de las teorías que describen mecanismos. (Tdt.)» (p. 508, L’orda d’oro). El logos propuesto por la política tradicional parecía totalmente inadecuado, los componentes de los grupos se sentían «hablados», atravesados por una palabra que no los transformaba, y de la que contaban poder deshacerse preservando su subjetividad militante, mezclándose con el levantamiento general. Un protagonista de los hechos cuenta con innegables acentos foucaultianos su posición de cabecilla en la dinámica grupuscular, y su malestar

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en relación con el uso del lenguaje en ese contexto: «El cabecilla es aquél que está convencido de haber sido siempre un revolucionario y un comunista, y que no se pregunta por la transformación de uno mismo y de los demás (…) el cabecilla es aquel que cuando las asambleas no van como deberían, ya sea porque hay demasiados silencios o porque otras posiciones políticas distintas a la suya son expresadas, siente el deber de intervenir para llenar el vacío o para afirmar su propia línea frente al resto. (Tdt.)». Se atribuye al movimiento feminista de los años setenta un papel muy importante en la propagación del deseo de de subjetivación y de búsqueda de un lenguaje distinto, así como de una presencia más anónima y menos jerárquicamente definida en las relaciones. La rama más avanzada del movimiento feminista –con una aguda conciencia de la naturaleza biopolítica del poder–, preconizaba la no regulación. Esas mujeres, en medio de las luchas por la legalización del aborto, la penalización de la violación y la aplicación de la política de cuotas, reclamaban el silencio de la ley sobre sus destinos y sus cuerpos; cuerpos y destinos que desde siempre habían sido ubicados del lado de la phoné, lengua inmoral de las emociones. Una de sus consignas era «no creas tener derechos», que significa no creas estar incluida en el dispositivo que hasta ayer te expulsó sin que la fractura biopolítica te atraviese de par en par. Un cuadernillo feminista italiano de 1976 publicaba una carta firmada con el nombre de Lía: «El retorno de lo inhibido amenaza todos mis proyectos de trabajo, de investigación, de política. ¿Lo amenaza o más bien es lo realmente político que hay en mí; aquello a lo que convendría dar alivio, dar espacio? (…) El mutismo –continúa– ponía en jaque, negaba esta parte de mí que deseaba hacer política aunque, a la vez, afirmaba algo nuevo. Se ha producido un cambio, he tomado la palabra, pero también en estos días he comprendido que la parte afirmativa de mí estaba ocupando de nuevo todo el espacio. Me he convencido del hecho de que la mujer muda es la objeción más fecunda a nuestra política. Lo «no-político» cruza túneles que no vamos a rellenar de tierra. (Tdt.)» Cuando se disocia el cuerpo supuestamente positivo de las mujeres, que sólo parece estar hecho para ser descrito –como el de la bohemia y el de la muchedumbre–, para darle un «cuerpo político», el silencio de los vencidos lo pone en jaque, o la lengua extranjera que se le impone rellena los túneles de las contradicciones verdaderas. En 1976, una participante en la reunión de Pinarella relata una experiencia menos frustrante: «pasada la primera jornada y media, me ha sucedido una cosa extraña: más allá de las cabezas que hablaban, escuchaban, reían, había cuerpos; si yo hablaba (…) en mis palabras, de un modo u otro, estaba mi cuerpo que encontraba un extraño modo de hacerse palabra. (Tdt.)». Este modo de hacerse palabra del cuerpo es considerado extraño puesto que trastorna las geometrías tranquilizadoras de la subjetividad. En esto consiste el frágil equilibrio de la exclusividad inclusiva de la vida nuda, la palabra momentáneamente reencontrada de la plebe.

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Es bueno recordar que ese extraordinario laboratorio de formas de vida fue clausurado por la fuerza mediante un encarcelamiento masivo, cuarenta mil personas acusadas, quince mil detenidos, cuatro mil condenados a miles de años de prisión, y centenares de muertos y heridos. Algunos intelectuales de la izquierda institucional suministraron argumentos a esta operación policial. Alberto Asor Rosa, ex obrerista, escribe en 1977 «Las dos sociedades», cuya tesis principal puede resumirse en lo que sigue: la crisis determina el paro, los más afectados son los jóvenes, el paro significa marginalidad en relación con el sistema de trabajo productivo que es aquél que se efectúa en la fábrica, la marginalidad produce aislamiento y desesperación que terminan por traducirse en explosiones de violencia irracional. Estos sujetos marginales –que deberían ser obreros cuando no lo son–, suponen la segunda sociedad que ha crecido al lado de la primera, quizá a su costa, pero sin encontrar jamás su lugar y sin poder arraigar en el medio obrero. La criminalización generalizada de una enorme multiplicidad de experiencias, metidas en el saco de la lucha armada, se prolonga todavía hoy en el innoble comercio de los ministerios de interior francés e italiano para repatriar a los exiliados, protagonistas de hechos acaecidos hace casi treinta años, acusados en procedimientos sumarios, presos del estado de excepción tanto en la cárcel como en el exilio. Cuando ya no cabe hablar de multitudes pintorescas y multicolores que animen la grisalla del espacio público, la plebe prolonga su sombra silenciosa sobre el cuerpo, y la partición se impone. Los criterios que la estructuran son muy cercanos a los reflejos que mueven todo racismo: la incomprensión, la amalgama y el hecho de no entender la lengua de esa política, de esa demanda que ya no se dirige al aparato jurídico que recoge las reivindicaciones y las olvida, sino al rostro biopolítico que solo entiende el idioma de la presencia de los cuerpos. En 2001, en Génova, una contra-cumbre reunió algunos miles de personas venidas de toda Europa. Lo que importa en la historia de este pequeño levantamiento es que el rastro que dejó es un recuerdo de violencia muda. Algunos de los sublevados, llamados el «black block» porque vestían de negro, atravesaron los barrios todavía accesibles de una ciudad completamente tomada, destruyendo algunos objetos a su paso. Una partición se estableció en esa ocasión entre manifestantes violentos y no violentos, y se hace difícil creer que se recuerde la violencia de ese pequeño destrozo cuando, en el mismo momento, la policía y la gendarmería, en exorbitante número, hacían múltiples disparos a quemarropa, matando un manifestante, y apaleaban a miles por las calles, torturando a otros tantos en la oscuridad de las casernas. Tan extraño como escuchar, en las versiones dadas por ciertos participantes o por los medias, que esos manifestantes «violentos» no eran italianos, que venían, como toda plaga, de una frontera que hubiese sido mejor saber guardar, o incluso, que se trataba de policías infiltrados, lo que explicaría su rostro tapado. En la actual sociedad del control deleuziana, puede que la creciente angustia en relación con el anonimato empuje

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a querer reducir, traducir o desenmascarar, a la plebe, cuando no a asociarla –en la confusión fruto del miedo– al rostro sin rostro de los guardianes del orden público. En el tercer volumen de Homo Sacer, Agamben ha mostrado que una de las características del estado de excepción es la aplicación de medidas policiales, en el interior del territorio de un Estado, que, normalmente, sólo se utilizarían en caso de invasión extranjera. Pero no es desde frontera alguna, o desde ninguna clase peligrosa, que ese sujeto inquietante, al que tanto se querría poder dar el rostro del otro, del bárbaro, del desconocido, viene a visitarnos. En cada uno de nosotros la plebe sutura, día tras día, la fractura biopolítica, para transformarla en cicatriz finalmente decible. Puesto que la plebe es nuestro propio extranjero interior. Traducción de Ramon Vilatovà

1. Cartas cerradas, selladas con sello real, empleadas bajo el Ancien Régime para convocar a los grandes cuerpos o para dar una orden de arresto (Ndt). 2. Quienes se encargaban, remuneradamente, de escribir para los iletrados. Memorialistas (Ndt). 3. Antiguo barrio de mala reputación de Paris, descrito en Notre Dame de Paris, de Victor Hugo. Se ha asociado al barrio parisino de Réaumur-Sébastopol (Ndt). 4. Monografías de temática antropológica, más o menos folclóricas, más o menos fantasiosas, que dan cuenta de la idiosincrasia del medio rural francés (Ndt).

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Sociedades anónimas

Manuel Delgado

Sociedades anónimas1 Las trampas de la negociación 1. Relaciones situadas, contextos urbanos Hay algo que llama la atención al contemplar a lo lejos lo que fue la Escuela de Chicago, aquel puñado de sociólogos que, en las primeras décadas del siglo xx, decidió aplicar a los mundos urbanos los métodos cualitativos que la antropología, de la mano de Franz Boas, había experimentado en sociedades exóticas. Se trata de la sensación de rechazo y fascinación que destilan las apreciaciones morales que los chicaguianos no dejan en ningún momento de formular a propósito de la singularidad de la experiencia urbana. Esa mezcla de repudio y atracción tenía mucho que ver con lo que distinguía el estilo de vida propio de las pequeñas comunidades –aquéllas hacia las que el método etnográfico se había dirigido hasta entonces– y el que se podía registrar dominando en las grandes ciudades norteamericanas que habían asumido como objetivo de sus investigaciones.2 Esa visión ambivalente de la vida urbana es concomitante con que la Escuela de Chicago asumiera como propia la oposición teórica entre dos tipos de sociedad, una de ella constituida a partir de vínculos que se presentaban como simples, verdaderos y naturales, y otra del todo artificial, compleja, insolidaria, definida por la incapacidad de sus miembros en orden a guiarse por algo que no fuera el interés personal. Seguramente como un elemento indesligable del moralismo religioso de buena parte de sus componentes –tan vínculados a la tradición reformista del protestantismo liberal norteamericano–, los chicaguianos actualizaban la distinción clásica, formalizada el siglo anterior por Ferdinand Tönnies, entre Gemeinschaft y Gesellschaft, que trasladan al contraste, planteado por Robert Redfield, entre sociedad folk y sociedad urbana. La Gemeinschaft o sociedad folk sería esa sociedad imaginada como natural, que se caracteriza por el papel central que en ella juega el parentesco y la vecindad, cuyos miembros se conocen y confían mutuamente entre sí, comparten vida cotidiana y trabajo y desarrollan su actividad teniendo como fondo un paisaje al que aman. Esa convivialidad contrasta frontalmente con la propia de la Gesellschaft o sociedad urbana, un tipo de sociedad fundada en relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos independientes, relaciones contractuales, sistema de sanciones seculares, etc. En efecto, al perder la organicidad que se suponía propia de la comunidad premoderna, la sociedad urbana no podía ser mucho más que una proliferación infinita de centralidades muchas veces invisibles, una trama de trenzamientos socia-

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les esporádicos, aunque a veces intensos, y un conglomerado escasamente cohesionado de componentes grupales e individuales. Para los teóricos de la Escuela de Chicago, la ciudad era un dominio de la dispersión y la heterogeneidad sobre el que cualquier forma de control directo era difícil o imposible y donde multitud de formas sociales se superponían o secaban. No podía ser de otro modo, puesto que, como Louis Wirth hacía notar, la ciudad se caracteriza por «la relativa ausencia de conocimiento personal, y la segmentación de las relaciones humanas, que son en gran medida anónimas, superficiales y transitorias. La densidad implica diversificación y especialización, un complejo patrón de segregación, el predominio del control social formal y una fricción acentuada. La heterogeneidad tiende a romper las estructuras sociales rígidas e incrementar la movilidad, la inestabilidad y la inseguridad». Por ello la ciudad viene a ser algo así como una «sociedad anónima», y sus ventajas, como sus inconvenientes, se deben precisamente a que, por definición, una sociedad anónima «no tiene alma».3 En ese contexto, los chicaguianos –Thomas, Park, Burgess, Wirth, Mac Kenzie– constataron que la vida urbana requería una versatilidad identitaria constante en los individuos, que debían adaptarse a escenarios sociales que se multiplicaban y que les obligaban a contextualizar sus actitudes procurando no equivocarse de tiempo ni de espacio. Eso exigía desarrollar una extraordinaria agilidad a la hora de comunicarse y sentar vínculos con desconocidos, en adaptarse a un universo de interacciones frágiles y precarias y en practicar un contrabandismo constante entre áreas morales no pocas veces incompatibles entre sí. Toda rigidez identitaria en la presentación personal iba a ser sin duda un obstáculo para esa actividad social en zigzag, que dependería, a partir de entonces, de signos externos convencionales y fácilmente mudables, adaptados a la fuerte inclinación a orientarse a partir de indicios visuales que dominaba en los encuentros públicos en la ciudad. De ahí el sentimiento contradictorio que este tipo de vida suscitaba entre las primeras ciencias sociales de la ciudad. Por un lado, se certificaban los desmanes de una inestabilidad estructural que condenaba a sus protagonistas a vivir entre segmentaciones mal ensambladas y cambiantes. El contraste entre distancia social y proximidad física se traducía entonces en sentimientos de aislamiento, soledad e incomprensión. Como resultado de la falta de garantías para un desarrollo coherente de la personalidad, y por decirlo en las palabras del propio Wirth, era presumible que abundasen «el desequilibrio personal, las crisis mentales, el suicidio, la delincuencia, los crímenes, la corrupción, etc.».4 Pero, al tiempo, se percibían las cualidades positivas del distanciamiento y la dispersión en orden a constituir las bases de una existencia más libre y más creativa, en la medida en que era posible romper o aflojar «las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de los contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial propios de los pequeños pueblos, y pasar al anonimato de las relaciones electivas, donde se segmentan los roles».5

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La preponderancia de lo que los chicaguianos llamaban «relaciones de tránsito» –relaciones efímeras con desconocidos totales o relativos– concuerda con lo que Georg Simmel –entre los clásicos, uno de los referentes fundamentales de la Escuela de Chicago– aludía como la nerviosidad de las ciudades.6 Según tal premisa, el espacio público urbano vendría a ser una comarca en la que cada cual está con extraños que, de pronto y casi siempre provisionalmente, han devenido sus semejantes. Se habla entonces de un supuesto escenario comunicacional en el que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del entorno. Lo que se distingue ahí se supone que no es un conjunto homogéneo de componentes humanos sino más bien una conformación basada en la dispersión, un conglomerado de operaciones en que se autogestionan acontecimientos, agentes y contextos. El soporte de ese paisaje son las personas que concurren, que no funcionan como miembros de comunidades identificables e identificadoras, sino como ejecutores de una praxis operacional fundada en el saber conducirse de manera adecuada. Ese supuesto en que se fundamenta la relación social en público es el que hace del anonimato una auténtica institución social, de la que dependen formas de interrelación de base no identitaria. Es porque los interactuantes han aceptado definirse aparte que se pueden ejecutar de manera correcta unas formalidades que hacen abstracción de cualquier cosa que no sea la competencia del copresente para comportarse adecuadamente, es decir, para asumir las normas y los procedimientos que hacen a cada cual acreedor de su reconocimiento como concertante en cuadros sociales casi siempre únicos. Cabe insistir en que esa es la clave del papel central que se espera que asuma, en ese tipo singular de vida social entre extraños, la capacidad que éstos tienen y el derecho que les asiste de ejercer el anonimato como estrategia de ocultación de todo aquello que no resulte procedente en el plano de la interacción en tiempo presente. Permanecer en el anonimato quiere decir reclamar no ser evaluado por nada que no sea la habilidad para reconocer cuál es el lenguaje de cada situación y adaptarse a él. Se supone que cada momento social concreto implica una tarea inmediata de socialización de los copartícipes, que aprenden rápidamente cuál es la conducta adecuada, cómo manejar las impresiones ajenas y cuáles son las expectativas suscitadas en el encuentro. De ahí que resulte indispensable reclamar para tal actividad aquel principio de reserva al que Simmel dedicara el mencionado ensayo sobre la vida urbana y que consistía en la necesidad que los habitantes de las ciudades tenían de distanciarse ante la proliferación extraordinaria de acontecimientos con los que debían toparse en su vida cotidiana y de mantener con sus protagonistas algo parecido al distanciamiento, a la indiferencia e incluso a la mutua aversión.7 Ese orden social fundamentado en el extrañamiento mutuo, ésto es la capacidad y la posibilidad de permanecer ajenos unos a otros en un marco tempo-

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espacial restringido y común, no sólo no obliga a que el otro se presente y salga de su anonimato, sino que puede requerirlo, puesto que toda relación en contextos de pública concurrencia se establece, como ha señalado Isaac Joseph al reconocer las fuentes de nuestra idea contemporánea de espacio público,8 a partir únicamente de lo que se hace y de lo que se debe hacer, es decir a partir de las codificaciones que afectan a las maneras de hacer y a los ritos de interacción. Ese principio de reserva es el que exige reclamar y obtener el derecho a resistirse a una inteligibilidad absoluta, reducir toda afirmación de sociabilidad a un régimen de comunicación fundamentado en una vinculación indeterminada, cuyos componentes renuncian, aunque sólo sea provisionalmente, a lo que consideran su verdad personal, a partir de la difuminación de su identidad social y de cualquier otro código preexistente, el privilegiamiento de la máscara, el ocultamiento y el sacrificio de toda información sobre uno mismo que pudiera ser considerada improcedente. Llegamos, desde esa preocupación nodal por los vínculos provisionales entre extraños que proliferan en la vida de las ciudades modernas, a las diferentes teorías situacionales, todas ellas atentas a las relaciones humanas basadas en la inmediatez y en cierta indeterminación identitaria de sus protagonistas. Sus puntos de partida serían la sociología de Simmel en general o un texto clásico publicado por el fundador de la Escuela de Chicago, William H. Thomas, en 1923,9 sin olvidar la precoz intuición de Gabriel Tarde acerca de la importancia sociológica de la conversación.10 Desde tal arranque se han venido desarrollando un conjunto de estrategías metodológicas y teóricas cuya premisa compartida sostendría que la interacción, en tanto que determinación recíproca de acciones o de actores, no sólo puede ser considerada como un fenómeno en sí mismo y por tanto observada, registrada y analizada, sino que merece que se le atribuya centralidad en la consideración de la conducta social humana. Estas perspectivas entienden la situación como orden social elemental que puede y debe ser reconocido como ejemplo de organización social dotada de cualidades formales específicas, a la que es viable viviseccionar, aislar a afectos analíticos, tratarla como un orden de hechos como otro cualquiera, un sistema en sí, es decir como una entidad positiva que justifica un trabajo científico. Ahora bien, no todas las corrientes de esta variable situacional de las ciencias sociales perciben de manera coincidente la naturaleza de la situación como objeto de conocimiento. Son construccionistas, es decir coinciden en que la realidad es una producción social, pero algunas, como el interaccionismo simbólico y la etnometodología, han trabajado tomando como dato central la manera como quienes conforman unidades sociales aparentemente espontáneas y más bien azarosas las conciben, interpretan y definen, haciéndolo siempre a partir de una actitud que se supone creativa, reflexiva y activa, en condiciones de superar o arrinconar, ni que sea momentáneamente, los condicionantes externos a la situación que les afectan. La interacción se entiende a la manera como pro-

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pondría Erving Goffman, es decir, identificándola con el concepto de encuentro y definiéndola «como la influencia recíproca de un individuo sobre las acciones del otro cuando se encuentran ambos en presencia física inmediata. Una interacción puede ser definida como la interacción total que tiene lugar en cualquier ocasión en que un conjunto dado de individuos se ecuentra en presencia mutua continua».11 Pero, a diferencia de Goffman –cuya postura al respecto veremos más adelante–, para los interaccionistas –Blumer, Strauss, Glaser, Sacks…– y los etnometodológos –Garfinkel, Ciccourel…– la interacción es estudiada como articulación de subjetividades con iniciativas, potencialidades y objetivos propios, que acuerdan generar realidades específicas a partir de elementos cognitivos y discursivos que se trenzan para la oportunidad y que pueden prescindir total o parcialmente de estructuras sociales preexistentes. Lo que cuenta para estas tendencias interpretacionistas es la significación que los interactuantes dan a su acción recíproca, el trabajo mental que les permite crear y sostener las características de escenarios socialmente organizados. Esto supone que las condiciones consideradas racionales de la conducta práctica no son fijadas o reconocidas como consecuencia de una regla o método obtenido independientemente de la situación en que tales propiedades son usadas, sino realizaciones contingentes de prácticas comunes organizadas socialmente. Cada situación social ha de entenderse, por tanto y desde esa perspectiva, como autoorganizada, autogestionada en cuanto al carácter inteligible de sus propias apariencias. Toda situación se organiza endógenamente y lo hace a partir de parámetros irrepetibles que hacen posible definir sus contenidos como realmente reales, tal y como proponía William I. Thomas en su famoso principio: «Si los individuos definen una situacion como real, esa situacion es real en sus consecuencias». Planteado de otro modo, no existe un orden social que tenga existencia por sí mismo, independientemente de ser conocido y articulado por los individuos en el plano tanto mental como práctico. El orden social, en efecto, no es un reglamento declarado, sino un orden realizado, cumplido, sobre la marcha, y cumplido por interactuantes que se conducen en cada coyuntura como sociólogos o antropólogos naïfs que levantan su teoría –es decir evalúan índices–, y orientan su práctica –esto es consensúan procedimientos–, obteniendo como resultado las autoevidencias, lo «dado por sentado», las premisas mudables para cada oportunidad particular que permiten vencer la indeterminación y producir sociedad. Todo ello calculando sus acciones en función de las condiciones de cada una de las secuencias en que se hallaban comprometidos y de los objetivos prácticos a cubrir.12 Eso no quiere decir que la situación no padezca determinaciones procedentes de las estructuras sociales, políticas, económicas, culturales, jurídicas o de cualquier otro tipo preexistentes. Aunque se coincida en entenderla como una actuación humana basada en la autodeterminación recíproca, cada autor o tendencia situacional aporta visiones propias acerca de cuál es el peso de los orga-

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nigramas económicos o político-institucionales, por ejemplo, y sólo en sus expresiones más banalizadas se le otorga al individuo una independencia absoluta a la hora de negociar la realidad que vive.13 En lo que todas estas corrientes coinciden es en atribuir a los protagonistas de la interacción potencialidad poco menos que ilimitada para generar cooperativamente y gestionar luego una determinada realidad, por momentánea y provisional que ésta sea, y hacerlo como seres autónomos y competentes a la hora de pactar formas diferenciadas de ser el mundo y de estar en él. Es decir, se subraya la tendencia que la interacción experimenta a escapar de las regulaciones sociales y de las condiciones estructurales y de los interacutuantes a comportarse como seres que han podido acceder a un grado cero de identidad, desde el que se hacen presentes en cada circunstancia como recién nacidos a ella. El «ponerse en situación» consiste precisamente en hacer como si cada cual se hubiera zafado de cualquier imposición estructural, como si fuera reconocido como ser que pertenece al lenguaje y se mueve sólo en su seno, es decir como alguien que obtiene su reconocimiento como concertante a partir de su competencia comunicacional. 2. Anonimato, ciudadanía y movimientos sociales La cuestión no es baladí, ni se limita al campo de la teoría social. Ese personaje abstracto que se despliega en el universo de la interacción más o menos pura que imaginan las teorías hermeneúticas de la situación, que ejerce una capacidad de modelar a voluntad la división entre público y privado –es decir entre lo que se decide someter a la mirada y el juicio ajeno y lo que no, o, lo que es lo mismo, que puede graduar sus dinteles de anonimato–, es el mismo que supone que centra en torno suyo el orden político basado en la llamada democracia participativa. El protagonista de la interacción como concreción de la hipotética sociedad anónima urbana, entendida como entidad hecha toda ella de lenguaje, es en el fondo idéntico al que se proyecta en esa otra ecúmene igualitaria que funda la posibilidad misma de un sistema político basado en el individuo autónomo, responsable y racional, calificado para manejar adecuadamente recursos y oportunidades presupuestas como iguales para todos. Ese agente libre y consciente de sus potencialidades para propiciar todo tipo de cambios es idéntico a esa especie de rey de la creación del sistema político liberal que se identifica con la figura no menos abstracta del ciudadano. La racionalidad política se basa entonces en la actividad concertante y deliberativa de seres para los que cualquier identificación que no sea la genérica de ciudadanos resulta improcedente. Nos encontramos con el núcleo duro de lo que autores como Habermas entienden como el concepto republicano de política, para el que ésta sería el artefacto mediador que permite y regula la autodeterminación de agregaciones solidarias y autónomas, formadas por individuos libres e iguales conscientes de su recíproca dependencia, que, al margen del Estado y del mercado, alcanzan el entendimiento convivencial mediante el intercambio horizontal y permanentemente renovado de ar-

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gumentos. Como se sabe, ésa está siendo la doctrina de elección de la socialdemocracia, pero también de las distintas tendencias de lo que se da en llamar en la actualidad ciudadanismo, la ideología que han hecho suya los restos de la izquierda sindical y política que un día se pretendió revolucionaria.14 Iluminado por las perspectivas situacionales, ese democraticismo radical trasciende la filosofía política para ir a beber de una sociología de las relaciones urbanas, teorizadas como fundándose en una coordinación dialogada y dialogante de estrategias de cooperación, de afinidad o de conflicto, que se articulan en el transcurso mismo de su devenir. Ahora la deliberación se lleva a cabo en el campo de la acción y se traduce no sólo en circulación y consenso de opiniones, sino en una determinada idea de orden público, pero no en el sentido de orden jurídico del Estado, ni de orden de las relaciones en público, es decir recíprocamente expuestas y observadas. Orden público se entiende ahora a la manera como se propone sobre todo desde el pragmatismo, en especial de la mano de John Dewey a principios del siglo xx. Por una parte, orden del público, esa nueva categoría social conformada por individuos privados, conscientes y responsables que ejercitan de forma racional su capacidad y su derecho a pronunciarse y actuar en relación a asuntos que conciernen a todos, una figura que surge en oposición a la mucho más inquietante de las masas populares –sistemáticamente imaginadas como turba, chusma, populacho–, a la que se ve una y otra vez agitarse en todo tipo de revueltas y estallidos revolucionarios. Ese concepto de orden público aparece perfilándose como el resultado de la coincidencia eventual y socialmente organizada de líneas de conducta individuales y que generan dinámicas cooperativas de interpretación y actuación en pos de objetivos comunes que pueden ser consistentes y duraderos o provisionales, pero que sólo puede concebirse en relación a acciones prácticas en situación. A su vez, orden público puede identificarse también con el propio de una arena real, empíricamente fundada, asociada a la noción de espacio público, pero no sólo como espacio de mutua visibilidad y mutua accesibilidad, en el que los individuos se someten a las miradas y las iniciativas ajenas, sino como algo mucho más trascendente: el proscenio para las prácticas cívicas concretas, escenario en que la pluralidad se somete normas de actuación pertinentes, racionales y justificables, cuya generación y mantenimiento no dependen de normas jurídicas, sino de una autoorganización sensible de operaciones y operadores concretos, en que se realiza una coexistencia fundada en competencias no discursivas, sino en disposiciones y dispositivos prácticos, emanados de un cierto sentido común, con frecuencia provisto ad hoc. La teoría política del espacio público –esto es el espacio público no como lugar, sino como discurso– trabaja a partir de su consideración como ámbito en que cobra dimensión ecológica una organización social basada precisamente en la indeterminación y en la ignorancia de la identidad ajena, puesto que lo que cuenta en ese escenario no son las pertenencias, sino las pertinencias.

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En ambos casos, el individuo alcanza aquí no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su nivel superior de eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser un personaje teórico y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin rostro, ni identidad concreta, puesto que le basta con ser una masa corpórea con rostro humano para ser reconocido como con derechos y obligaciones. El ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que le corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en la figura del desconocido urbano, al que le corresponde una consideración en tanto que libre e igual al margen de cual sea su idiosincrasia. Es a ese personaje incógnito –el mítico «hombre de la calle» del imaginario político democrático– al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas, compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia masiva de desafiliación que es la esfera pública democrática.15 La vida social se convierte entonces en vida civil, es decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política se convierte en civismo o civilidad como conjunto de prácticas apropiadas en aras del bien colectivo. La convivencia cívica es, de este modo, concebida como un grandioso mecanismo de interacción generalizada, «una conversación de todos con todos», por decirlo como hubiera propuesto Shotter,16 una polifonía gigantesca en la que las distintas voces argumentan y deliberan con el objetivo de conformar un cosmos compartible, bastante en la línea de lo que Habermas define como «acción comunicativa» o «situación discursiva ideal»,17 pero que no se conforman con hablar, sino que se acuerdan obedecer un conglomerado de «buenas prácticas», un «saber estar» y «saber hacer» que igualan y que se producen desconsiderando toda génesis histórica o cualquier constreñimiento socioestructural. Se instaura así una especie de limbo de coincidencia basada en el consenso y la comunicación, cuyos habitantes llegan a acuerdos acerca de qué creer y qué hacer en cada situación. Esa tierra de nadie en que reina el civismo –el conjunto de las llamadas no en vano «normas de convivencia»– existe y funciona como si las instituciones y las autoridades administrativas se hubieran convertido en realmente neutrales, los dispositivos de producción, intercambio o distribución hubieran quedado al margen y los segmentos sociales que mantienen entre sí antagonismos crónicos e insuperables hubieran decido firmar una tregua en sus conflictos en aras a pactar dilatados paréntesis hechos de acuerdo y negociación. Tenemos entonces «una dinámica de producción de actores individuales y colectivos, cuya identidad no está nunca establecida plenamente de entrada, sino que se modula en el transcurso de sus intervenciones y de sus interacciones».18 Es interesante constatar cómo ese principio de producción de cultura

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pública de que se nutre la definición de la civilidad como práctica intersubjetivamente acordada en situación es el que encontramos en la base misma de la forma que está adoptando en la actualidad lo que se da en llamar postpolítica, una de cuyas expresiones la encontraríamos en algunos de los llamados nuevos movimientos sociales. Éstos no dejan de revitalizar el viejo humanismo subjetivista, pero aportan como relativa novedad su predilección un particularismo o circunstancialismo militante, ejercido por individuos o colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas hiperconcretas, en momentos puntuales y en escenarios específicos, renunciando a toda organicidad o estructuración duraderas, a toda adscripción doctrinal clara y a cualquier cosa que se parezca a un proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso. Estos movimientos llevan hasta las últimas consecuencias la lógica de las sociedades anónimas que el pragmatismo había supuesto constituyendo el eje no sólo de la vida urbana, sino del ciudadanismo como acuerdo de heterogeneidades inconmensurables que, no obstante, asumen articulaciones cooperativas momentáneas en aras a la consecución de objetivos compartidos. Se pasa así de la situacionalidad como forma de vida característica del urbanismo como forma de vida –por volver a la imagen propuesta por Wirth– al situacionismo, no como ideología ni como adscripción organizativa, sino como criterio de y para la acción social colectiva. Esas formas crecientemente dominantes de movilización prefieren modalidades no convencionales y espontáneas de activismo, que expresan una forma enérgica de lo que hemos visto que era el concepto fenomenológico de intersubjetividad con el que los construccionismos hermeneúticos elaboraron su teoría social. Individuos conscientes y motivados, sin raíces estructurales, desvinculados de las instituciones, que renuncian o reniegan de cualquier cosa que se parezca a un encuadramiento organizativo o doctrinal, que proceden y regresan luego a una especie de nada aestructuda, se prestan como elementos primarios de uniones volátiles, pero potentes, basadas en una mezcla efervescente de emoción, impaciencia y convicción, sin banderas, sin himnos, sin líderes, sin centro, movilizaciones alternativas sin alternativas que se fundan en principios abstractos de índole esencialmente moral y para las que la conceptualización de lo colectivo es complicada, cuando no imposible. Una de las figuras predilectas para ese individualismo comunitarista o de ese comunitarismo individualista, basado en la sintonía sobrevenida entre sujetos, es la de la red, lo que no es casual, pensando que la sociabilidad que propicia internet, paradigma de relación reticular, paraíso dónde se ha podido hacer palpable por fin la utopía de una sociedad de individuos desanclados y sin cuerpo, en un universo de instantaneidades. También la de la muta o manada, opuesta por definición al rebaño, y que se constituye en metáfora perfecta del pequeño grupo hiperactivo que se reúne para actuar. Se puede recurrir igualmente a figuras míticas como las de la tribu o el nomadismo, formas de evocar e invocar

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un nuevo primitivismo igualitario, que no es sino una forma nueva de la gemeinschaft o colectividad indiferenciada, basada en una solidaridad empática basada en el diálogo y el acuerdo sincrónico entre personas individuales con un alto nivel de exigencia ética consigo mismas y con el mundo. Entre otros efectos, este tipo de concepciones de la acción política al margen de la política se traduce en la institucionalización de la asamblea como instrumento por antonomasia de y para los acuerdos entre individuos que no aceptan ser representados por nada ni por nadie. Esta forma radical de parlamentarismo se conforma como órgano inorgánico cuyos componentes se pasan el tiempo negociando y discutiendo entre sí, pero que tienen graves dificultades con negociar o discutir con cualquier instancia exterior, porque en realidad, como señala Offe,19 no tienen nada que ofrecer que no sea su autenticidad comunitaria y que es más intralocutora que interlocutora. El activismo de este tipo de movimientos se expresa de modo análogo: generación de pequeñas o grandes burbujas de lucidez e impaciencia colectivas, que operan como espasmos en relación y contra determinadas circunstancias consideradas inaceptables, iniciativas de apropiación no pocas veces inamistosa del espacio público que pueden ser especialmente espectaculares, que ponen el acento en la creatividad y que toman prestados elementos procedentes de la fiesta popular o de la performance artística. Se trata, por tanto, de movilizaciones derivadas de campañas específicas, para las que puede establecerse mecanismos e instancias de coordinación provisionales que se desactivan después…, hasta la próxima oportunidad en la que nuevas coordenadas y asuntos las vuelvan a generar poco menos que de la nada. Cada oportunidad movilizadora instaura así una verdad comunicacional intensamente vivida, una exaltación en la que las relaciones de producción, las dependencias familiares o las instituciones oficiales del Estado se han desvanecido. Se produce una traslación a la actividad política de las virtudes de la situación cuya manipulación creativa permite encontrar un refugio otra verdad, percibida como inapelable, que es la de la estructura, una emancipación en última instancia ilusoria de la gravitación de las clases y los enclasamientos, victoria momentánea de la realidad como construcción interpersonal sobre lo real como experiencia objetiva del mundo.20 Estos movimientos políticos fuera de la política se pretenden antidoctrinarios, pero la continua referencia a un número restringido de modelos teóricos acaba estableciendo un especie de ortodoxia para heterodoxos cuyos mimbres suelen ser fácilmente reconocibles. En cambio, aparece menos explícita la deuda que estos movimientos y movilizaciones tienen contraída con la sociología situacional interpretacionista, cuya génesis hemos situado en una cierta manera de leer a Tarde, Simmel, los pragmáticos y a algunos de los teóricos de la Escuela de Chicago. Lo nuevos movimientos han sido descritos como «redes flexibles y móviles de actores individuales o colectivos se ligan por preocupaciones convergentes y actividades conjuntas, en universos de respuestas recíprocas y

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regularizadas, a través de procesos de interacción más o menos estabilizados, en un juego de acomodamientos, de concesiones y de compromisos de todo género por los que se configuran territorios, colectivos, organizaciones e instituciones. Las arenas sociales abren transversalmente esos mundos sociales unos a otros. Los ponen en contacto, los fecundan y los impulsan, contribuyendo a los procesos de transformación, de desintegración y de recomposición, de segmentación e de intersección, de denegación y de legitimación que las animan.»21 Pero ésas son las características que habían postulado etnometodólogos e interaccionistas para la sociedad urbana en su conjunto, entendida por ellos no como sustancia, sino ante todo como acaecer, como generación de grupalidades en proceso permanente de estructuración, basadas en una conexión flotante, hecha de códigos abiertos, intensidades emocionales, flujos y haces de interactividad recíproca entre individuos; la vida social como actividad situada, es decir como concatenación y encadenamiento de coaliciones momentáneas entre individuos que definen lo que ocurre a medida que ocurre y enfrentan emergencias problemáticas administrándolas desde una racionalidad cooperativa elaborada desde dentro de cada circunstancia particular. 3. El orden social en el plano de la interacción Ahora bien, esa presunción relativa a la autonomía de los acontecimientos que se producen en el transcurso del flujo de los encuentros, es decir a la consideración en tanto que realidad exenta de la situación comunicacional, se desvela un espejismo cuando se pone de manifesto que el espacio de los entrecruzamientos sociales por excelencia, esto es el espacio público urbano, no es tanto el proscenio de la puesta en escena de las diferencias, como el de la puesta en escena de las desigualdades.22 En efecto, en cada cuadro dramático que se desarrolla en contextos públicos los intervinientes pueden perder la protección que les concede hipotéticamente el anonimato al verse delatados por indicios que denotan en ellos un origen socioestructural o una desviación de la norma susceptibles de provocar desazón o embarazo en sus interlocutores. Quien notó y colocó en primer término esa problemática –la de la manera como la situación no se produce en ningún caso de espaldas o al margen del orden social en cuyo marco se produce– fue Erving Goffman, que se instalaba de ese modo fuera del campo del interaccionismo simbólico para proponer una línea microsociológica más afín a la tradición estructural-funcionalista en la que se formara. Para Goffman, la atención por la versatilidad y dinamismo de los microprocesos sociales era del todo compatible con la puesta en evidencia de que la interacción está gobernada por regulaciones sociales ajenas y anteriores a la situación. Es más, es a él a quien cabe el mérito no sólo de contemplar cómo la acción situada encarna el orden social establecido, sino la manera cómo los intervinientes en cada interacción están contribuyendo de forma activa a su mantenimiento, aviniéndose en todo momento a colaborar y luchando por mantener a raya cualquier factor que lo amenace.

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La perspectiva interaccionista –como ocurre con la etnometodológica, las teorías de la conversación y otras variables de construccionismo cognitivista– trabaja a partir de un supuesto troncal que otorga a los intervinientes en cada encuentro la capacidad de determinar o intentar determinar en el curso mismo de la acción lo que en ella va a suceder. Esa perspectiva no niega que ciertos determinantes estructurales –por ejemplo los derivados de una estraficación clasista, étnica o de género o cualquier otra forma de jerarquización social– tengan un papel importante en la coproducción de consenso y en las transacciones comunicacionales, pero éstas no son una mera reverberación de esas relaciones asimétricas, sino «otra cosa», y otra cosa para la que libertad de decisión y acción de los individuos es decisiva. Ese supuesto que los interaccionistas asumen permite distinguir, como propone Anselm Strauss, entre contexto estructural y contexto de negociación. El contexto estructural pesa sobre el de la negociación, pero éste remite a condiciones y propiedades que son específicas de la propia interacción y que intervienen decisivamente en su desarrollo.23 Es tal distinción la que Goffman no reconocería como pertinente, puesto que la autonomía de la interacción respecto de la estructura social en que se produce es una pura ficción, en tanto presume una improbable capacidad de los seres humanos para superar o incluso vencer las constricciones ambientales de las que proceden, desde las que han ingresado en la interacción y la han definido, y que pueden ocultar o disimular, pero que en ningún momento abandonan. En efecto, para Goffman, en cada negociación los individuos trasladan y encarnan los discursos y los esquemas de actuación propios del lugar del organigrama social desde el que y al servicio del cual gestionan a cada momento su presentación ante los demás. Siempre ha resultado comprometido encasillar a Goffman en una corriente determinada. La génesis y la composición de un pensamiento como el suyo es un tema controvertido y al propio sociólogo o antropólogo canadiense –su propia adhesión disciplinar ya es incierta– le disgustaba profundamente que se le aplicaran etiquetas. Goffman asume las preocupaciones de la Escuela de Chicago; aprende de sus representantes –sobre todo de Thomas, Park, Warner y Hugues– y centra su atención en asuntos que ya habían sido axiales para los pragmáticos; recoge el protagonismo que Simmel le asigna desde la sociología clásica al trenzamiento infinito de pequeñas formas de socialidad; dialoga intensamente con G.H. Mead y adopta de él como central la idea de self y es adoptado como alumno por quien inventa el interaccionismo simbólico como corriente sociológica, Harold Blumer… La perspectiva de Goffman es sin duda situacional, pero su apuesta por el microanálisis aparece atravesada por un énfasis preferente en el orden social, por cómo éste busca preservarse a toda costa y hacer reversible cualquier dinámica que pudiera afectarle; por la complicidad activa que los individuos aplican a la hora de que reprimir o suprimir los factores que alterarían la disposición del mundo social; por la manera como los miembros del grupo sacralizan aquello de lo que de algún modo dependen…

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Lo que parece preocupar a Goffman no es cómo los individuos pueden cambiar el orden de sus relaciones y la estructura en que se mueven, sino, al contrario: cómo, conscientes de esa virtualidad, la neutralizan y se obligan a sí mismos a ofrecer permanentemente muestras de que no piensan ejercerla, puesto que conocen y temen el precio en forma de desaprobación o castigo que habrán de pagar por ello. Son esos elementos nodales en su análisis los que convierten al autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana, por muy sintética o ecléctica que se quiera ver su aportación teórica, no tanto un interaccionista sino más bien como alguien marcado por la sociología de Durkheim –de ahí el protagonismo otorgado a las ritualizaciones– y cercano al estructural-funcionalismo de Radcliffe-Brown, a quien Goffman reconoce con orgullo que estuvo a punto de conocer un día, tal y como reza la dedicatoria a él dirigida con que se abre su Relaciones en público.24 En cuanto a su relación con el interaccionismo simbólico, con el que un cierto lugar común tiende a emparentarlo, fue el propio Goffman quien se encargó de desmarcarse de esa corriente.25 Compartía con ella el mismo acento en la importancia de contingencias situacionales, pero no podía compartir el presupuesto que concedía a los individuos capacidad de pactar su realidad más allá de marcos de referencia –ese concepto de resonancias cinematográficas y tomado de Gregory Bateson, que tan esencial resulta para entender la madurez teórica de Goffman– que siguen lógicas y mecanismos impersonales, ajenos a la voluntad de quienes participan de y en ellos y que éstos no pueden sino acatar, dando permanentemente señales inequívocas de que piensan hacerlo. Recuérdese que, para Goffman, los marcos de referencia primarios son los principios de organización que gobiernan objetivamente y dan sentido subjetivo a los acontecimientos. La voluntad, la inteligencia, la astucia o el esfuerzo de los agentes que participan pueden manipularlos, transformarlos, moverse en ellos, incluso vulnerarlos, de igual modo que los intereses de cada cual pueden motivar interpretaciones y respuestas distintas relativas a su significado, pero todo ello de forma parcial y relativa, puesto estos marcos funcionan a la manera de una pauta natural que guía y controla correctoramente en todo momento la experiencia y la acción sociales.26 Como se ha puesto de relieve, el microanálisis goffmaniano es situacional. Para Goffman la situación es un orden social en sí mismo, una entidad que puede y debe ser percibida –tal y como quería Durkheim para cualquier forma de colectividad– como una realidad sui géneris, dotada de sus propias leyes y de sus correspondientes transgresores, de sus principios de organización, de sus jerarquías, de sus propias funciones y estructuras. Pero poco que ver con la pretensión de interaccionistas y etnometodólogos de que la situación es un orden surgido a instancias de la propia iniciativa de los concurrentes. Es decir, y por emplear las palabras del propio Goffman en su discurso de investidura en American Sociological Association, «el orden de la interacción es el orden social en

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al plano de la interacción». En ello Goffman, repitámoslo, no se aparta de la tradición sociológica clásica –Parsons, por ejemplo–, para el que las actuaciones y las percepciones recíprocas están orientadas por modelos normativos preestablecidos. Las propiedades situacionales son las propiedades de la situación, pero no las que aporta la tarea interpretativa e intencional de los sujetos, vistas desde su propio punto de vista, sino aquellas otras en las que encontramos la huella de las reglamentaciones que estructuran los momentos desde fuera y que los actuantes asumen la tarea actualizar. Todo ello escrutado desde una óptica casi naturalista –émic, diríamos los antropólogos–, para la que lo importante no son los actores, sino las acciones, y acciones en las que, para Goffman, no hay actores, sino más bien personajes. En cada encuentro lo que se trenza no son sólo subjetividades autónomas y creativas que negocian qué está pasando, sino sobre todo objetivizaciones estructurales, puntos y roles en el organigrama social, que encuentran en cada coyuntura la oportunidad de ponerse a prueba y salir finalmente victoriosos. El grueso de la actividad de quienes construyen la sociedad de los encuentros públicos no es producir mundos inéditos e irrepetibles, sino justamente evitar que los avatares de la vida, la ambivalencia y la incertidumbre que no dejan de suscitar, desgasten, desmientan o desacaten la presunción que todos comparten de que el orden social que encarnan es más consistente e imperturbable de lo que realmente es. Y eso es así en tanto esa sociedad en miniatura hacia la que Goffman conduce nuestra atención –la situación– no es un simple reflejo mecánico y fiel de los marcos macrosociales en que se desarrolla. Al contrario, en lugar de ver confirmada la estabilidad y la predictibilidad de que en principio debería proveer el trasfondo estructural de la situación, lo que nos encontramos es algo que Talcott Parsons ya había notado como semioculto en el orden social: un universo de inestabilidades, turbulencias e incongruencias, que no hacen sino advertir de hasta qué punto el orden social nunca está del todo ordenado, nunca tiene garantizada su solidez e irrevocabilidad e insinúa en todo momento, más cuanto más de cerca lo contemplamos, su fondo incierto y su temblor continuo. Es entonces que descubrimos lo que a los concurrentes en cada situación les cuesta contribuir a que esa miniatura de orden social en el que participan no estalle, no se derrumbe o se hunda, y lo hacen restituyéndolo una y otra vez, en una labor casi sisífica, por medio de numerosos y constantes rituales minimalistas que van corrigiendo, reparando, reestructurando los constantes desperfectos que sus propias acciones y omisiones y las de los otros no pueden dejar de provocar. Es en esa obra fundamental para las ciencias sociales de la desviación que es Estigma, donde Goffman más enfatiza el peso que sobre la situación ejercen estructuras sociales inigualitarias.27 Ese mundo de extraños en que se podía ver desplegarse lo que Lyn H. Lofland habría definido, subtitulando uno de sus libros, como «la quintaesencia del territorio social»,28 se sostenía a partir de la radical actualidad de la situación y de la competencia –y el derecho– de los par-

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ticipantes en ella para no definirse y permanecer en el anonimato. En cambio, a la mínima oportunidad, una serie de tabulaciones clasificatorias que hasta aquel momento podrían haberse limitado a distinguir entre la pertinencia o no de las actitudes percibidas inmediatamente y de su resultado inminente, pueden, en cuanto se desencadena la focalización, dejarse determinar por una identidad social reconocida o sospechada en aquel o aquellos con quienes se interactúa. El identificado como portador de un rasgo minusvalorizante –pertenencia a un segmento social considerado bajo o peligroso, adhesión cultural inaceptable, discapacidad física o mental– pierde automáticamente los beneficios del derecho al anonimato y deja de resultar un desconocido que no provoca ningún interés, para pasar a ser detectado y localizado como alguien cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida– acaba suscitando malestar, inquietud o ansiedad. Un relación anodina puede convertirse entonces, y a la mínima, en una nueva oportunidad para la humillación del preinferiorizado, para un rebajamiento que puede adoptar diferentes formas, que van de la agresión o la ofensa a una actitud compasiva, tolerante e incluso «solidaria», no menos certificadoras de cuán ficticia era la tendencia ecualizadora de la comunicación entre desconocidos en contextos públicos urbanos. 4. Nadie es indescrifrable A muchísimas personas de nuestro entorno no les es dado conocer la suerte del pintor de la vida moderna al que Baudelaire consagrara uno de sus más conocidos textos, ese merodeador urbano,observador abandonado a la pura diletancia ambulatoria, el flânneur. Él es ese «príncipe que disfruta en todos sitios de su incógnito».29 Un número importante de individuos pueden modular sus niveles de discreción y en ciertos casos pueden incluso desactivar su capacidad para el camuflaje asumiendo fachadas –manteniéndonos siempre en el lenguaje goffmaniano– que indican de forma inequívoca una determinada adscripción ideológica, estética, sexual, religiosa, profesional, etc. Desde una pequeña insignia en la solapa a un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos –fenotípicos, fisiológicos, aspectuales en general, aunque sean circunstanciales– que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad y les fuerza a permanecer a toda costa en ella. Siempre o con frecuencia, el inmigrante, el negro, la mujer, el ciego, el pobre, la persona con alguna discapacidad, el homosexual, el joven y tantísimos seres humanos que no ha podido camuflar quienes son más allá de la interacción situada, son automáticamente colocados en un estado de excepción que los negativiza, los inhabilita total o parcialmente para una buena parte de intercambios

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comunicacionales. A estos individuos se les ha encapsulado en una cuadrícula clasificatoria que ha hecho de ellos lo que se supone que son y sólo lo que se supone que son y que les obliga a pasar buena parte de su tiempo brindando explicaciones sobre la desviación, el exceso o la carencia que se les atribuye. Otros, quienes tienen el privilegio de dominar los modales y el aspecto de clase media, tienen más posibilidades de ejercer esa indefinición mínima de partida que permite escoger cuál de un repertorio limitado de roles disponibles va a desarrollarse en presencia de los otros. De los «normales» –como los designa el propio Goffman– se espera que escojan el rol dramático más adecuado en orden a resultar procedentes, es decir aceptables en relación con lo que determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberán confirmar. En eso consiste precisamente lo que se ya se ha reconocido como mundanidad, que se basa en esa deseada abstracción de la identidad, esa grado cero de sociabilidad que es el anonimato, del que se sale sólo para autodefinirse y actuar en tanto que ser de relaciones, como mundano. Se trata, en ese caso, de practicar una cierta promiscuidad entre mundos sociales contiguos o interseccionados, trasvestizarse para cada ocasión, mudar de piel en función de los requerimientos de cada encuentro. Si nuestro aspecto no delata de forma inmediata y flagrante ningún motivo de desacreditación, si podemos negociar nuestras sucesivas copresencias sin que nuestra identidad social real aparezca como un motivo de alerta o simple incomodidad en nuestros interlocutores, entonces se entiende que seremos dignos de sentarnos a la mesa imaginaria en que de igual a igual se juega a la sociedad. Tal privilegio sólo es merecible si los jugadores en cada partida –cada encuentro; cada ocasión social– sabe manejar el lenguaje de ese momento, es decir las reglas del juego, el código que lo rige, lo que exige en todos los casos un apagamiento o apaciguamiento del locutor que no siempre éste es capaz de ejercer. Es esa labor de mundanidad –a la que, como ha quedado subrayado, no todo el mundo tiene pleno acceso– la que requiere el ocultamiento o al menos el desdibujamiento de toda identidad que no sea la estrictamente adecuada para la situación. En eso consiste ser ese desconocido que vimos que se suponía conformando la materia primera de la experiencia urbana moderna y que, a su vez, se situaba también en el subsuelo fundador de la noción política de ciudadano, que no es sino eso: una masa corpórea con rostro humano cuya simple presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo que hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir, en el de espacio en el que se hacen carne entre nosotros, cobran tiempo y espacio reales, los principios esenciales de la igualdad democrática.

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Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como concertante en situaciones mundanas, en las que el encuentro se produce con gente que también ha conseguido estar «a la altura de las circunstancias», es decir resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma, brindar garantías de conducta adecuada. Eso es fundamental, puesto que, como Richard Sennett nos ha enseñado, la urbanidad moderna se funda en cambios conductuales por lo que hace a los encuentros no programados entre extraños que, en un cierto momento de la historia de la construcción del mundo moderno, dejaron de confiar las unas en las otras y optaron por no dirigirse la palabra y no prestarse mutua atención, dejando a su aspecto la labor fundamental de ofrecer una información suficiente para establecer relaciones fiables. «Cuando la ciudad cayó en el silencio, el ojo se convirtió en el principal órgano a través del cual las personas adquirían la mayoría de sus informaciones directas acerca de los desconocidos. ¿A qué tipo de información accede un ojo mirando su alrededor? En tales condiciones, el ojo puede estar tentado a organizar su información acerca de los desconocidos de manera represiva… Examinando una escena compleja y no familiar, el ojo procura ordenar rápidamente lo que ve usando imágenes que corresponden categorías simples y generales, extraídas de estereotipos sociales»30 En efecto, los desconocidos que traban entre ellos una relación aparentemente azarosa en un tren o en la barra de un bar se han etiquetado mutuamente, se han ubicado en una cuadrícula de ese orden clasificatorio a partir de cualidades sensibles inmediatamente percibidas, que la conversación irá confirmando, matizando o descartando, recomendando afianzar el vínculo o desactivarlo. Incluso ese personaje anónimo por antonomasia que es el transeúnte urbano, el viandante con el que se mantiene una relación de mutua indiferencia, clasifica y es clasificado a partir de las cualidades objetivas que, por discretas que se pretendan, no puede dejar de ostentar o de reconocer en los demás, aunque sea de reojo.31 Es por ello que resulta tan imperdonable la impostura de cualquier tipo, puesto que ésta implica defraudar esa fe que debe merecer, en el código pequeñoburgués de conducta, la manera como cada cual se pone en escena a sí mismo y su capacidad para manejar su propia imagen ante los demás. Porque al fin y al cabo se trata, tal y como G.H. Mead nos enseñara, de un juego, pero un juego de y entre apariencias; apariencias a cargo de aparecidos que no sólo –como antes se ha hecho notar– aparecen sino que sobre todo parecen o quiere parecer. De ahí que reclamen ese punto muerto de la mundanidad que hemos establecido que es el anonimato y que lo hagan para poder administrar su propia complejidad, primando un aspecto –el procedente– en detrimento de todos los otros. Georg Simmel escribió un texto magnífico advirtiendo cómo era del todo imposible que cada cual se presentara ante los demás desplegando de for-

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ma simultánea toda su complejidad, en tantos sentidos hecha de no sólo de diversidad de formas de ser, sino también de contradicciones, paradojas y fragmentaciones.32 Los otros con quienes nos encontramos nos exigen lo mismo que les exigimos a ellos: esa mínima inteligibilidad que requiere una simplificación del interlocutor, una reducción a la unidad que, a diferencia de la que se le impone al estigmatizado inmediato, se supone es la consecuencia de una determinación soberana del individuo en situación. Es esa tematización elegida la que demanda que seamos reconocidos de entrada como personajes, por evocar el título de la famosa novela de Musil, «sin atributos», en condiciones de asumir, desde ese nivel cero, un número determinado de personalidades sociales adecuadas a cada coyuntura. Tal presunción es, en el fondo, ingenua. Ser anónimo es básicamente ser secreto o ser de secretos, y de secretos que esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para conocer, adivinar o intuir los secretos del otro. ¿Y qué es lo que ocultamos o se oculta? Lo que se oculta es precisamente aquello que no nos haría aceptables o pertinentes, lo que haría manifiesta la presencia, también en cada uno de nosotros, de motivos para la descalificación. Lo que se oculta es lo imperdonable, o, como escribiera Georges Bataille, lo que no es servil, es decir lo inconfesable.33 Ésa es la labor fundamental del anonimato como factor estructurante de la relación en público, permitir una indefinición de partida que permita ganar tiempo antes de interpretar correctamente qué es lo que el orden de la interacción –recuérdese: el orden social en el plano de la interacción– nos está urgiendo a que entendamos, acatemos y reproduzcamos. Se supone que mientras que al estigmatizable en primera instancia –aquel que no puede disimular los motivos de su inhabilitación– se le niega el derecho a la complejidad, el resto, los «normales» –en tanto ganamos la posibilidad y por tanto el derecho a la mentira, a los dobles lenguajes y al disimulo–, sí que podemos asumir aquel de nuestros aspectos que está siendo literalmente llamado a escena. Ahora bien, tanto la pretensión que nos hacemos de que los demás nos tomen por quienes queremos parecer –y que suele deber ser lo que ellos esperan que parezcamos–, como nuestra convicción de que queremos mantener en reserva lo que de desprestigiable hay en nosotros, son igualmente ficticias. Ese «mundo de extraños» del que hablan teóricos del espacio público como Lofland es bastante menos de extraños de lo que presuponemos.34 En realidad, el anonimato no deja de ser una ilusión, un efecto óptico. Es más, cada personaje de cada cuadro escénico social sabe bien que el mínimo desliz, la menor salida de tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda identidad representada implica, aunque esa identidad sea la de individuo inindentificable, a la manera como la arrogante figura del cosmopolita o ciudadano del mundo aspira a llevar hasta su máximo nivel de pretenciosidad. Lo que oculta o cree ocultar en su puesta en situación no es sólo su verdadera identidad so-

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cial, sino cualquier otra información susceptible de generar desconfianza o malestar en el interlocutor. Es eso lo que convierte a todo ser mundano, señala Isaac Joseph, en un ser apegado a su línea de fuga, un traidor, un agente doble, alguien que sufre un terror de la identificación, un impostor crónico y generalizado, ser sociable en tanto que es capaz de simular constantemente, exiliado de sí mismo, siempre en situación crítica –a punto de ser descubierto–, adicto a una moral situacional, en todo momento indeterminada, basada en la puesta entre paréntesis de todo lo que uno es más allá del contexto local en que se da el encuentro.35 Pasamos de la negociación como trama a la negociación como trampa.36 Ninguno de los participantes en cada situación esporádica pierde de vista esos elementos apenas perceptibles que permiten detectar lo que los otros pretenden camuflar acerca de quiénes son en realidad, es decir, cuál es lugar que ocupan en una estructura social que nunca deja de estar ahí, a pesar de que se juegue a olvidarse o a prescindir de ella. Eso ocurre incluso en los casos en que el interactuarte está bien entrenado y ha desarrollado una cierta habilidad a la hora de «dar el pego» social.37 Esa labor de rastreo de rasgos identificadores estratégicos se pone en marcha no sólo cuando las relaciones en contextos urbanos pasan de no focalizadas a focalizadas, es decir, cuando la interacción obliga al otro a salir de su anonimato, sino incluso cuando ese otro cree estar en segundo plano o incluso al fondo del escenario. Hemos visto que el rabillo del ojo se ha ocupado de clasificar a ese ser anónimo justamente para hacer del enigma que pretende encarnar algo más bien relativo, puesto que ya lo ha tipificado, como mínimo, en tanto que digno de confianza o motivo de alarma. Esa capacidad para captar indicativos desacreditadores o incluso amenazantes puede demostrar una extraordinaria agudeza, sobre todo cuando los eventuales signos externos no son suficientemente esclarecedores sobre la identidad social de un interlocutor o cuando éste ha conseguido imitar formas de conducta consideradas adecuadas desde la cultura pública dominante. Es entonces cuando podemos comprobar hasta qué punto puede ser hábil esa máquina de hacer inferencias en que los microscopia social ha demostrado que nos convertimos en nuestras relaciones con desconocidos.38 La lingüística interaccional ha advertido cómo la igualdad comunicacional –y con ella la esfera política en la que se institucionaliza– es, en el fondo, una quimera. Claro que individuos pertenecientes a subgrupos sociales distintos –y desiguales– pueden pactar encuentros supuestamente improvisados en los que demuestran su capacidad para conmutar sus códigos, por emplear una figura teórica tomada de la gramática generativa. Pero esa convergencia conversacional no puede ocultar, incluso en el seno de su propia historia natural, la divergencia social que hace por enmascarar. La ideología está ahí, como lo están todo tipo de disparidades estructurales, impregnando una situación discursiva cara a cara que nunca deja de estar guiada –incluso de la manera inconsciente–

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por pautas de interpretación e inferencia, si se nos permite expresión, con «denominación de origen». Hasta cuando los aspectos más descarados de una identidad social inferiorizada han podido ser «perdonados» e incluso en el caso de que los interactuantes reproduzcan una estructura gramatical común, sus sociololectos no podrán evitar colocarlos en desventaja a la hora de dominar unas maneras de hacer y de hablar estandarizadas, que están estipuladas siguiendo cánones de conducta propios del estilo cultural dominante.39 A la hora de la verdad, el conversador más ordinario deberá demostrar la sofisticación retórica y el conocimiento de postulados con frecuencia no formulados que hagan de él un verdadero personaje anónimo, todo y sólo comunicación, en la medida que ha sabido superar, aunque sea por un momento y en situación, la fragilidad de su ser social real. Ha sido Pierre Bourdieu quien ha puesto de manifiesto cómo los gestos más automáticos e insignificantes pueden brindar pistas sobre la identidad de quien los realiza y el lugar que ocupa en un espacio social estructurado. Bourdieu descalifica «la ilusión subjetivista que reduce el espacio social al espacio coyuntural de las interacciones, es decir a un sucesión discontinua de situaciones abstractas».40 En efecto, el error de interaccionistas y etnometodólogos consiste en definir la situación no como un episodio en el que se encuentran ubicaciones reales en lugares reales de una estructura objetiva, sino como avatares irrepetibles en que seres singulares generan oportunidades no menos singulares. Pero esa virtud poco menos que portentosa del encuentro casual, que es en lo que consiste ese rasgo especial de la vida en las ciudades que es la serendipia,41 es una superstición. Los cruces en apariencia espontáneos nunca dejan de estar orientados por la percepción de indicadores objetivos, por tenues que resulten, que se desprenden de una inspección que, ya a primera vista, procura pistas indicativas de una desventaja social preexistente. Pueden ser éstas pequeños rasgos relativos al cuidado personal o vestimentario, por supuesto, pero también conductas que advierten de una falta de autocontrol que predomina en los sectores sociales más débiles, como fumar o padecer sobrepeso.42 Bourdieu llama la atención acerca de cómo esa función identificadora indirecta puede venir dada por los gustos personales que se detentan o proclaman, a partir de los cuales los interactuantes podían ser localizados en un esquema clasificatorio capaz de distinguir adhesiones ideológicas, inclinaciones culturales, pero sobre todo emplazamientos estratégicos del organigrama social en vigor. No vale llamarse a engaño. No existen sociedades anónimas, es decir formas de vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros. Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes –permítase evocar a Heidegger– anónimos, es decir individuos que desarrollen en esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos corresponde el derecho a ser reconocidos como no reconocibles. Puede ser que existan territorios sin identidad, pero no cuerpos sin identificar,

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es decir sin enclasar. Ni los espacios públicos o semipúblicos urbanos –la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el transporte público, el café, la discoteca…–, ni los supuestos no-lugares –aeropuerto, hotel, centro comercial…– son excepciones de ese mismo principio que Durkheim y Mauss, en un artículo ya clásico e indispensable,43 advirtieron vigente en las sociedades más remotas: pensar es pensar socialmente y pensar socialmente es clasificar socialmente, es decir, aplicar sobre la realidad circundante una trama o parrilla taxonómica que no tolera la ambigüedad y la exorciza. Nadie es un desconocido total. Hay quienes ni siquiera pueden intentar serlo. Otros consiguen prolongar un poco más su intriga, aunque no se tarde en desenmascararlos demasiado y, como suele decirse, «ponerlos en su lugar». Es a quienes somos capaces de mantener por más tiempo una apariencia de clase media que nos es dado gozar de comarcas en las que reina sólo la comunicación, en algunos casos hasta exaltada por todo tipo de emociones compartidas. La ecúmene del lenguaje nos ha rescatado de lo real, nos ha deparado la ilusión de que era posible ser nadie, ser cualquiera, ser todos; perder nombre y domicilio; no haber nacido antes de ese momento. Habíamos creído que nos era dado esconder nuestra vida, pero no hemos podido; nunca podemos del todo. Siempre brindamos más información sobre nosotros de la que nos imaginamos y de la que desearíamos. Seguramente tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo injustificada: «somos transparentes los unos a los otros».44 Benjamin llegó a una conclusión parecida cuando, en su famoso ensayo sobre Baudelaire, reconocía que «nadie es del todo indescifrable». Por eso es inútil resistirse a la identificación, porque nos pasamos el tiempo aplicando sobre los demás lo que los demás aplican sobre nosotros: un entramado preexistente de categorías, algunas de las cuales excluyentes e incapacitadoras. Porque los participantes en cualquier encuentro aplican esquemas perceptuales y reproducen principios normativos que determinan la definición y el transcurso de cada secuencia de acción, no podemos evitar que los pequeños detalles nos delaten. Podemos sacrificar nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda. No existen, salvo en el campo de lo virtual o de la fantasía, sociedades desencarnadas, relaciones inmateriales entre seres sin un cuerpo. Más tarde o más temprano aquellos con quienes estamos reconocerán las marcas visibles o invisibles que detentamos sin querer y en las que está inscrito quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y a dónde queremos ir a parar.

1. Este texto forma parte del marco teórico de partida para un proyecto sobre apropiaciones transeúntes del espacio público: Análisis operacional sobre flujos peatonales en centros

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históricos de Portugal y España, Ministerio de Educación y Ciencia. Referència SEJ 200612049. 2. Un ejemplo idóneo para resumir esa paradójica percepción de la vida urbana lo tenemos en los trabajos de los cineastas de la American Documentary Film, en los que la nostalgía por la vieja comunidad perdida contrasta con representación altamente peyorativa de la deshumanización que rige la vida en las grandes urbes. Curiosamente, pero, en las secuencias a las que se encarga de dar constancia del infierno urbano hay mucha más belleza y tensión estética que en las destinadas a hacer el elogio de la autenticidad atribuida a la vida rural. Las películas de directores como Willard Van Dyke o Raph Steiner son accesibles a través de la página web www.archive.org. De todas ellas, acaso la más significativa de lo que aqui se apunta sea The City (1939). 3. Louis Wirth, «El urbanismo como forma de vida», en M. Fernández-Martorell, ed., Leer la ciudad, Icaria, Barcelona, 1988 [1938], p. 45. 4. Ibídem, p. 51. 5. Néstor García Canclini, «Las culturas urbanas fin de siglo. La mirada antropológica», Revista Internacional de Ciencias Sociales, 153 (1996). 6. Georg Simmel, 1986 [1903], «Las grandes urbes y la vida del espíritu», en El individuo y la libertad, Península, Barcelona, 1986 [1903], pp. 246-262. 7. Ese principio de conducta es el que más adelante Goffman designará como desatención cortés o principio de no interferencia, no intervención, ni siquiera prospectiva en los dominios que se entiende que pertenecen a la privacidad de los desconocidos o conocidos relativos con los que se interactúa constantemente. Esa desatención cortés –también indiferencia de urbanidad– permite en teoría superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la identidad real o imaginada del copresente en el espacio público. Véase E. Goffman, Relaciones en público. Microestudios de orden público, Alianza, Madrid, 1974, pp. 25-41. 8. Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano, Gedisa, Barcelona, 1988. 9. Algunos de estos referentes estratégicos en la génesis de la perspectiva situacional serían: William Isaac Thomas, «The Definition of Situation», en The Unadjusted Girl with cases and standpoint for behavior analysis., Little, Brown and Co., Boston, 1923, pp. 41-50. Una parte del texto se encuentra traducida: «La definición de la situación», Cuadernos de Información y comunicación, 12 (2002). 10. Gabriel Tarde, «La conversación», en La opinión y la multitud, Taurus, Madrid, 1986 [1904], pp. 92-140. 11. Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, p. 27. 12. En esta síntesis de las perspectivas situacionales interpretativas estoy siguiendo el manual de Mauro Wolf, Sociologías de la vida cotidiana, Cátedra, Madrid, 1982. 13. Ese tipo de trivialización lo encontramos en textos en los que las premisas construccionistas se adaptan a libros de autoayuda para la comunicación eficaz entre negociantes políticos o comerciales, a la manera del libr de Joan Mulholand, El lenguaje de la negociación. Manual de estragegias prácticas para mejorar la comunicación (Gedisa, Barcelona, 2003). 14. La descripción y la crítica de la ideología ciudadanista están perfectamente constatadas en el panfleto «El impasse ciudadanista», de Alain C. La versión en español del texto circula libremente por la red. Por ejemplo, en http://www.klinamen.org/textos/impase.pdf. En ese texto ya se tipifican como ciudadanista buen parte de movimientos antiglobalización

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y otros análogos. «A la extrema izquierda del ciudadanismo, podemos incluir a la Fédération Anarchiste, la CNT y los anarquistas antifascistas, que en la mayoría de los casos van a remolque de los movimientos ciudadanistas para añadir su grano de arena libertario, pero que se hallan de hecho en el mismo terreno.» En esa misma dirección, véase Mario Domínguez, «Comunidades emocionales y postpolítica. Los movimientos sociales en la red», IX Congreso español de sociología, Barcelona, 2007. Grupo de Trabajo de Sociología Política. Ponencia mimeografiada. 15. La sociedad democrática sería así, de hecho, una amplificación universal de la idea matriz de sociedad anónima mercantil, cuyos individuos participan en función no de su identidad, sino en tanto comparten –en un sentido ahora empresarial– intereses, acciones y valores. 16. John Shotter, Realidades conversacionales. La construcción de la vida a través del lenguaje, Amorrortu, Buenos Aires, 2001, pp. 241-265 17. Interesantes las consideraciones que, a la hora de desplegar su propuesta filosófica, hace Jürgen Habermas tanto de la microsociología de Goffman como de la etnometodología de Garfinkel (Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid, 1992, vol I, pp. 122-196). 18. Daniel Cefaï, «Qu’est-ce qu’une arène publique? Quelques pistes pour una approche pragmatiste», en Daniel Cefaï y Isaac Joseph, eds., L’heritage du pragmatisme. Conflits d’urbanité et épreuves de civisme. L’Aubé, París, 2002, p. 54. 19. Carl Offe, Partidos políticos y nuevos movientos sociales, Sistema, Madrid, 1992, p. 179. 20. Nos hallaríamos, como se ve, ante un auténtica communitas, en el sentido que la antropología simbólica ha aplicado ese término a formas liminales de asociación, agrupaciones humanas sin estructurar, generadas en el transcurso de los momentos de umbral en los ritos de paso, y que se homologarían con las tipologías que los primeros grandes teóricos de las ciencias sociales aplicaron a formas de convivialidad desjerarquizadas, desestratificadas y fraternales, a la manera de la comunidad afectual en Weber o la solidaridad mecánica en Durkheim. Cf. Victor Turner, El proceso ritual, Siglo XXI, Madrid, 2004. 21. Cefaï, op. cit., p. 57. 22. Estoy parafraseando el título de un artículo de Michel Bozon: «La mise en scène des différences. Ethnologie d’une petite ville de province», L’homme, XXII/4 (1982), pp. 63-76. 23. Cf. Anselm Strauss, Negotiacions, Varities, processes, contexts, and social order, Jossey Bass., San Francisco, 1978, pp. 97-103. 24. Esa influencia de la antropología británica sobre Goffman nace en sus primeros pasos en la Universidad de Toronto con Charles William Norton Hart, sigue a través de Ray L. Birdwhistell –como el anterior, discípulo de Radcliffe-Brown– y se confirmará en el periodo en que elabora su tesis doctoral como antropólogo en una universidad como la de Edimburgo, cerca de Tom Burns. Para una bien sintetizada biografía intelectual de Goffman, sugiero Yves Winkin, «Erving Goffman: Retrato de sociólogo joven», en Erving Goffman, Los momentos y sus hombres, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 11-94. Cabe recordar que la herencia de la sociología positiva de Durkheim en antropología no tuvo que esperar a Goffman para ocuparse de las dimensiones procesuales de la vida social, contempladas siempre en permanente agitación, ni a sus aspectos más aparentemente prosaicos. Los primeros autores que constituyen con las premisas de la escuela de l’Année Sociologique la antropología social europea ya son conscientes de que su objeto de estudio

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debe ser entendido como localizado y circunscrito, lo que lo emparenta metodológicamente la microsociología y la etnografía clásica, pero además en permanente movimiento, siempre en construcción. Es en desde sus inicios que la antropología social europea, cuyo ascendente habrá de recibir Goffman, que se supera la oposición estructura-proceso: todo proceso está estructurado, de igual modo que es imposible concebir y observar una estructura que no esté total o parcialmente en proceso de estructuración y reestructuración constante, aunque sea para preservarse del desgaste que sufre como consecuencia del tiempo o de las acciones humanas. En las conclusiones de una de sus obras clásicas, Marcel Mauss escribe: «Hemos analizado estas sociedades en estado dinámico o fisiológico, no como si estuviesen fijas, estáticas o cadavéricas, sin descomponerlas, ni desacarlas en normas de derecho, en mitos, en valores y en precio. Sólo al examinar el conjunto, hemos podido descubrir lo esencial, el movimiento del todo, su aspecto vivo, el instante veloz en que la sociedad y los hombres toman conciencia sentimental de sí mismos y de su situación vis a vis de los demás» («Ensayo sobre los dones», en Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1992 [1924], p. 260). Y a la hora de hacer la declaración de principios de su enfoque teórico, Radcliffe-Brown proclama que «la realidad concreta a la que el antropólogo está dedicado mediante la observación, descripción, comparación y clasificación, no es ningún tipo de entidad sino un proceso, el proceso de la vida social… El proceso consiste en una inmensa multitud de acciones e interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones de grupos» («Introducción», en Estructura y función en la sociedad primitiva, Península, Barcelona, 1996 [1952], p. 12). 25. Cuanto menos explícitamente en una de las poquísimas entrevistas que Goffman llegó a conceder: J.C. Verhoveven, «An Interview with Erving Goffman», en G.A. Fine y G.W.H. Smith, eds., Erving Goffman, Sage Pu., Londres, 2000 [1980], vol. I, pp. 231236. En concreto, los comentarios críticos que Goffman formula en esas entrevistas sobre las limitaciones del interaccionismo aparecen recogidos en Jean Nizet y Natalie Rigaux, La sociología de Erving Goffman, Melusina, Barcelona, 2006, pp. 87-88. 26. Goffman propone, como ejemplo de marcos de referencia primarios, las reglas del juego de damas o las normas de tráfico. Cf. Erving Goffman: Frame Analysis. Los marcos de la experiencia, Centro de Investigaciones Sociales, Madrid, 2006 [1975]), pp. 40-41. 27. Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada, Amorrortu, Buenos Aires, 1998 [1963]. 28. Lyn H, Lofland, The Public Realm: Exploring the City’s Quintessential Social Territory, Aldine De Gruyter, Nueva York, 1998. 29. Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Murcia, 1995 [1863], p. 87. 30. Richard Sennett, «Espaces pacifiants», en Isaac Joseph, ed., Prendre place. Espace publique et culture dramatique, Recherches-Plan Urbaine, París, 1995, p. 132. En general, cf. Richard Sennet, La conciencia del ojo, Versal, Madrid, 1991. 31. Se trata de percepciones periféricas, «de un vistazo», capaces de establecer la normalidad o anormalidad de las situaciones, incluso de las más banales y esporádicas, hasta las furtivas, infiriendo de ellas la aceptabilidad o no del copresente. Importante al respecto el artículo de Louis Quéré y Dietrich Brezger, «L’étrangeté mutuelle des passants. La mode de coéxistence du public urbain, Les Annales de la Recherche Urbaine, 57-58 (1989), pp. 88-99.

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32. Georg Simmel, «El secreto y la sociedad secreta», en Sociología 1. Estudio sobre las formas de socialización. Madrid: Alianza, 1988 [1908], pàg. 357-423. 33. Georges Bataille, La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1980 [1943], p. 29. 34. Hago alusión al clásico de Lyn H. Lofland, A world of strangers: order and action in urban public space, University of California Press, San Francisco, 1971. 35. Cf. IsaacJoseph, Erving Goffman y la microsociogía, Gedisa, Barcelona, 1999. 36. Me permito la referencia al título de una compilación francesa de textos de Anselm Strauss: La trame de la négociation. Sociologie qualitative et interaccionismme, L’Harmattan, París, 1992. 37. Una buena cantidad de ejemplos literarios o cinematográficos podría ilustrar esa preparación a que debe someterse quien quiera devenir impostor social y como inevitables «meteduras de pata» hacen a la corta o a la larga inútil su esfuerzo. El ejemplo más elocuente acaso sea el de la pieza teatral Pigmalión, de Georg Bernard Shaw, cuyo protagonista, como se recordará, se consagra a demostrar que es posible, siguiendo un entrenamiento adecuado, hacer pasar una humilde vendedora de flores en una sofisticada y mundana señorita de clase alta. Las situaciones más cómicas de la obra son aquellas en las que la muchacha no puede evitar que «se le escapen» detalles que advierten de su auténtica condición de clase. 38. Cf. Harvey Sacks, «La máquina de hacer inferencias», en Féliz Díaz, ed., Sociologías de la situación, La Piqueta, Madrid, 2000, pp. 61-84. Una ilustración literaria de cómo funciona ese artefacto de sacar conclusiones que es cualquier observador nos la depara el protagonista del relato de Edgar Allan Poe «El hombre de la multitud». Sentado en la mesa de un café londinense, lleva a cabo una verdadera taxonomía de la identidad de los transeúntes anónimos cuya actividad contemplaba, justo para advertir de lo relativo de ese anonimato. De la traducción que debemos a Julio Cortázar, podemos escoger algún momento de esa labor de etnografía de las calles que el personaje del cuento llevaba a cabo: «La tribu de los empleados era inconfundible, y yo en este punto distinguía dos grupos muy marcados. Por un lado, los jóvenes empleados de casas florecientes, jóvenes de chaquetas ajustadas, botines brillantes, cabello engomado y labios desdeñosos. Dejando aparte un cierto empaque que yo me atrevía a llamar de mesa de despacho, a falta de otra palabra, las maneras de esta clase de personas me parecían un exacto facsímil de las que se habían considerado como la perfección del buen tono cerca de doce o dieciocho meses antes. Usaban la gracia de desecho de la aristocracia, y ésta, pienso, puede ser la mejor definición de los mismos. Los altos empleados de firmas sólidas resultaban inconfundibles. Se les conocía por sus chaquetas y pantalones blancos o marrones, diseñados para sentarse cómodamente, con corbatas negras y chalecos del mismo color, zapatos anchos y de sólida apariencia. Todos eran algo calvos y sus erguidas orejas, a causa de sostener los palilleros, habían adquirido el hábito de separarse en sus extremidades superiores. Me di cuenta de que al quitarse o ponerse el sombrero, siempre utilizaban las dos manos y que usaban relojes de cortas cadenas de oro de un modelo sólido y anticuado. Tenían la afectación de la respetabilidad, si es que realmente puede existir una afectación tan honorable» (en Cuentos I, Alianza, Madrid, 1985 [1840], p. 248). 39. Cf. John Gumperz y Jenny Cook Gumperz, «Langange et communication de l’identité sociale», en Engager la conversation. Introduction à la sociolinguistique interactionnelle, Minuit, París, 1989, pp. 7-26.

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40. Pierre Bourdieu, La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 1991, p. 241. La crítica de Bourdieu a la noción interaccionista de situación y a los postulados de la etnometodología se hallan en la páginas 238-241y 492-494. 41. Como se sabe, se llama serendipia a la virtud de encontrar cosas valiosas que no se buscaban, por casualidad. Su origen es el título de un cuento persa titulado «Las tres princesas de Serendip». El término fue divulgado en Europa por Horace Warlope a mediados del siglo xviii. En su famoso manual de antropología urbana, Ulf Hannerz señala la serendipia o proliferación de experiencias inesperadas como una de las cualidades inherentes a la vida en las grandes ciudades (Exploración de la ciudad, FCE, México DF., 1993, pp. 135-136). Bourdieu se refiere a ese tipo de relaciones experimentadas como singulares del todo, derivadas del azar, que llevan «a vivir la elección mútua como portentosa casualidad…, aumentando así el sentimiento de lo milagroso» (La distinción, p. 240). 42. Sobre el desciframiento de los rasgos externos que denotan un origen social «bajo», me remito a Claude Grigon, «Racismo y etnocentrismo de clase», Archipiélago, 12 (1993), pp. 23-29 43. Émile Durkheim y Marcel Mauss, «Sobre algunas formas primitivas de clasificación», en Émile Durkheim, Clasificaciones primitivas y otros ensayos de sociología positiva, Ariel, Barcelona, 1999 [1902]. 44. J. Ortega y Gasset, «El silencio, gran brahman» (en El espectador. Tomos VII y VIII, Espasa-Calpe, Madrid, 1966 [1929], pp. 81-90.

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El dispositivo de la persona

Roberto Esposito

El dispositivo de la persona 1. Si la tarea de la reflexión filosófica es el desmontaje crítico de las opiniones corrientes, la interrogación radical de lo que se presenta como inmediatamente evidente, pocos conceptos como el de «persona» reclaman una intervención de su parte. Antes que su significado, o sus significados, lo que sorprende es su éxito arrollador, testimoniado por una serie creciente de publicaciones, congresos y fascículos dedicados a él. La impresión que deriva es la de un exceso de sentido que parece hacer de éste, antes que una categoría conceptual, una consigna destinada a aglutinar un consenso tan extendido como irreflexivo. Si se exceptúa el de democracia, diría que ningún término de nuestra tradición goza hoy de una fortuna tan generalizada y transversal. Y esto no sólo en relación a los ámbitos que involucra, de la filosofía al derecho y la antropología, hasta la teología, sino también a posicionamientos ideológicos en principio contrapuestos. Este hecho, esta convergencia, declarada o tácita, salta a la vista en un terreno aparentemente conflictual como el de la bioética. Porque el choque, a menudo brusco, que se registra en él entre laicos y católicos se centra en el momento preciso en el que un ser vivo puede ser considerado una persona –en la fase de la concepción para algunos, más tarde para otros– pero no en la valencia atribuida a esta calificación. Ya sea que nos volvamos personas por decreto divino o por vía natural, es éste el pasaje crucial a través del cual una materia biológica exenta de significado se vuelve algo intangible: puede ser considerada sagrada, o cualitativamente apreciable, sólo una vida preventivamente pasada por aquella puerta simbólica, capaz de proveer las credenciales de la persona. Una fortuna tan extraordinaria, que parece forzar incluso el habitual panel divisor entre filosofía analítica y filosofía continental, tiene más de un motivo. Para empezar, hay que reconocer que pocos conceptos, como el de persona, exhiben, desde su aparición, una riqueza léxica, ductilidad semántica y fuerza evocativa similar. Constituida en el punto de cruce y de tensión productiva entre lenguaje teatral, prestación jurídica y dogmática teológica, la idea de persona parece incorporar un potencial de sentido tan denso y variado que resulta inexcusable, no obstante todas sus, incluso conspicuas, transformaciones internas. A esta razón, que podríamos definir estructural, se suma una segunda, no menos significativa, de carácter histórico, que explica el singular incremento que ha experimentado a partir de la mitad del siglo pasado. Se trata de la evidente

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necesidad, después del final de la segunda guerra mundial, de reconstruir el nexo entre razón y cuerpo que el nazismo había tratado de romper en un tentativo catastrófico de reducción de la vida humana a su desnudo componente biológico. La intención positiva, y el empeño meritorio, de los redactores de la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, y de todas las que le sucedieron y desarrollaron en términos cada vez más explícitamente personalistas, están naturalmente fuera de discusión. Así como la fecundidad general de una tradición de estudios, concentrada en el valor y la dignidad de la persona humana, que ha marcado todo el escenario filosófico contemporáneo, desde el trascendentalismo postkantiano a la fenomenología no sólo husserliana, hasta el existencialismo (no hiedeggeriano), para no hablar de la línea accidentada que, desde Maritain y Mounier, hasta Ricoeur, se enlaza a ésta última. Lo que resulta más difícil de descifrar es el efecto de la oleada personalista, bajo diversos títulos, que crece todavía a nuestro alrededor. ¿Ha sido capaz, la categoría de persona, de reconstituir aquella conexión, interrumpida por los totalitarismos del siglo xx, entre derecho y vida en una forma que haga posible, es decir finalmente efectivo, algo como los «derechos humanos»? Es difícil rehuir a la tentación de dar una respuesta tajantemente negativa a este interrogante. El simple dato estadístico, en términos absolutos y relativos, de las muertes por hambre, enfermedad, guerra, que marcan cada día del calendario contemporáneo, parece refutar por sí solo la enunciabilidad misma de un derecho a la vida. Se puede reconducir esta impracticabilidad de los derechos humanos a dificultades de orden contingente, a la falta de un poder coactivo capaz de imponerlos. O bien a la presencia agresiva de civilizaciones históricamente refractarias a la aceptación de modelos jurídicos universales. El problema nacería, en este caso, de la difusión aún parcial, o contrastada, del paradigma de persona. Pero por esto mismo estaría destinado a resolverse de manera directamente proporcional a su expansión, paralela a la del modelo democrático que constituiría a la vez su presupuesto y su resultado. Sobre esta interpretación, que podríamos definir reconfortante, de la cuestión yo creo que sea útil abrir una discusión que ponga en juego una perspectiva diferentemente problemática. En su base no hay una subvaloración de la relevancia de la idea de persona. Al contrario, está la convicción de su rol estratégico en la configuración de los ordenamientos no sólo socio-culturales, sino también políticos, del escenario contemporáneo. Lo que cambia es el signo que debe ser dado a tal rol. La tesis argumentada en una reciente investigación de mi autoría (R. Esposito, 2007) es que la noción de persona no es capaz de subsanar el hiato crucial entre vida y derecho, nomos y bios, porque ha sido ella misma quien lo ha producido. Bajo la retórica auto-celebradora de nuestros rituales políticos, lo que sale a relucir es que justamente a esta producción está conectada la prestación originaria del paradigma de persona. Sin abrir de nuevo la cuestión, compleja y problemática, de la etimología del término en cuestión, es evidente, para apre-

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ciar su núcleo constitutivo, la necesidad de regresar al derecho romano, también para quien no sea un especialista o estudioso habitual de éste último. Se trata de un paso obligado, dado el espesor de la raíz jurídica del concepto, que no está separada, sino, al contrario, intensamente ligada a aquélla específicamente cristiana. Pero quisiera agregar que en este encuentro cada vez más frecuente entre la filosofía contemporánea y el derecho romano hay algo más que una mera exigencia específica. Hay algo que atañe a la constitución misma de la que ha sido llamada civilización cristiano-burguesa de una forma que parece escapársele tanto al análisis histórico como al antropológico: una especie de resto escondido que se substrae a la perspectiva dominante, pero que, justo por esto, sigue «trabajando» de forma subterránea en el subsuelo de nuestro tiempo. Probablemente también a éste, a este residuo subterráneo, o soterrado, aluden los relatos de fundación que ligan el origen de la civilización a un conflicto, o a un delito, entre consanguíneos. En donde a «delito» ha de atribuirse el significado literal de «delinquere», de una falta, o de un corte, que separa violentamente la historia del hombre de su potencial capacidad expansiva. 2. Una consideración preliminar, antes de entrar en el núcleo del discurso. En el momento en que aludimos al efecto, a largo o larguísimo plazo, de un concepto, nos situamos más allá de su definición estrechamente categorial. No todos los conceptos producen determinadas consecuencias; y sólo en pocos casos tales consecuencias tienen una magnitud comparable a la que es posible atribuir a la noción de persona. Esto significa que ésta es algo distinto, algo más que una simple categoría conceptual. En el texto al que me refería he asignado a esta especificidad el nombre de «dispositivo». Como bien es sabido, se trata a su vez de un concepto, en sí mismo productor de efectos, empleado ya en los años setenta por Michel Foucault y sobre el cual han vuelto a interrogarse, sucesivamente, por un lado Gilles Deleuze (G. Deleuze, 2007), y por el otro, Giorgio Agamben (G. Agamben, 2006) en dos ensayos que llevan curiosamente el mismo título, ¿Qué es un dispositivo?. Éste último, en particular, ha creído reconocer la raíz en la idea cristiana de oikonomia –traducida por los padres latinos con dispositio, del cual deriva nuestro «dispositivo»– entendida como la administración y el gobierno de los hombres ejercido por Dios a través de la segunda persona de la Trinidad, Cristo. Ya aquí, aunque Agamben no lo nota, al empujar su discurso en otra dirección, es posible notar un primer parentesco entre el funcionamiento del dispositivo y el desdoblamiento implícito en la idea de Persona, en este caso divina. No sólo el dispositivo es lo que separa, en Dios, ser y praxis, ontología y acción de gobierno, sino que también es lo que permite articular en la unidad divina una pluralidad, específicamente de carácter trinitario. La otra figura clave junto a la de la Trinidad en la dogmática cristiana, el misterio de la Encarnación, presenta la misma estructura, la misma lógica. También en

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este caso el dispositivo que permite su formulación es el de la persona, aunque con una inversión de rol: si en Dios las tres personas están constituidas por una única sustancia, Cristo es una única persona que une en sí, sin confundirlos, dos estados, o naturalezas, sustancialmente distintos. Sin embargo, no menos importante, respecto a los sucesivos desarrollos del paradigma, es el hecho de que estos dos estados, o naturalezas, que conviven, en su distinción, en una única persona, no son cualitativamente equivalentes, siendo uno divino y el otro humano. Esta diferencia cualitativa, en la figura de la Encarnación, es de alguna manera ignorada frente al milagro de la unificación entre los dos elementos, aunque no hay que olvidar que la asunción de un cuerpo humano por parte de Cristo testimonia el grado extremo de humillación al que, por amor a los hombres, se ha sometido el hijo de Dios. Pero cuando se pasa de la doble naturaleza de Cristo a la que, en cada hombre, lo caracteriza como conjunto combinado de alma y cuerpo, la diferencia cualitativa entre los dos elementos asume de nuevo un papel central: éstos, jamás en el mismo plano, se relacionan en una disposición, o precisamente en un dispositivo, que sobrepone, y así subpone, uno al otro. Este efecto jerárquico, ya evidente en San Agustín, surca toda la doctrina cristiana con una recurrencia que no deja espacio a dudas: pese a que no sea en sí algo malo, siendo a su vez una creación divina, el cuerpo constituye la parte animal del hombre, a diferencia del alma inmortal o de la mente, que se presenta como fuente de conocimiento, amor, voluntad: el hombre «secundum solam mentem imago Dei dicitur, una persona est» (S. Ag., De trinitate, XV, 7, 11). Ya aquí, con una formulación de insuperable claridad dogmática, la idea cristiana de persona está fijada a una unidad no sólo hecha de duplicidad, sino de modo que subordina uno de los elementos al otro hasta excluirlo de su relación con Dios. Pero la lejanía de Dios significa también disminución, o degradación, de aquella humanidad cuya verdad extrema desciende sólo de su relación con el Creador. Es por esto que la exigencia, en el hombre, de satisfacer sus necesidades corporales puede ser definida por San Agustín como una «enfermedad» (De trinitate, XI, 1, 1): lo que del hombre no es propiamente humano, en el sentido específico que es la parte impersonal de su persona. Es aquí, en este nudo indisoluble de humanización y deshumanización, donde entra en juego el papel central atribuido por Foucault al término «dispositivo», o sea el de su capacidad de subjetivación. Es bien sabido que Foucault no separó nunca el significado de esta expresión de aquél, simétrico y contrario, de sujeción: sólo estando sujetos, a otros o a nosotros mismos, nos volvemos sujetos. Por lo demás, sabemos cómo durante una larga fase, concluida sólo a comienzos del siglo xviii (con Leibniz), por «sujeto» se entendiese lo que nosotros llamamos «objeto». Justamente en la sustancial indistinción entre estas dos figuras, de sujeto y objeto, de subjetivación y sujeción, se sitúa la prestación específica del dispositivo de la persona. La Persona es precisamente aquello que, dividiendo un ser vivo en dos naturalezas de cualidades distintas –una sometida

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al dominio de la otra– crea subjetividades a través de un procedimiento de sujeción u objetivación. Es aquello que sujeta una parte de un cuerpo a la otra en la medida en que hace de ésta el sujeto de la primera. Aquello que sujeta el ser vivo a sí mismo. Como dirá el filósofo católico personalista Jacques Maritain, la persona humana es «un todo señor de sí mismo y de sus actos» (J. Maritain, 1960, p. 60), agregando enseguida que «si una sana concepción política depende ante todo de la consideración de la persona humana, debe tener en cuenta al mismo tiempo el hecho de que la persona es un animal dotado de razón, y de que, en esta medida, es inmensa la parte de animalidad» (ivi, p. 52). El hombre es persona si, y sólo si, es amo de su propia parte animal y es también animal sólo para poder estar sujeto a aquella parte de sí dotada del carisma de la persona. Naturalmente no todos tienen esta tendencia o esta disposición a su propia desanimalización. De su mayor, o menor, intensidad derivará el grado de humanidad presente en cada hombre y por lo tanto la diferencia de principio entre quien puede ser definido a pleno título persona y quien puede serlo sólo bajo ciertas condiciones. 3. Indagar cuánto esté implicada la concepción cristiana de la persona con la metafísica platónica de la subordinación del cuerpo a un principio espiritual superior a él, aunque prisionero de éste último, así como con la definición aristotélica del hombre como «animal racional», adoptada por Maritain (a través de la mediación tomística), merecería una investigación a parte. Por lo demás, ya Heidegger, si bien con otra intención, había sostenido que «se piensa siempre en el homo animalis, también cuando el anima es dada como animus sive mens, y ésta última más tarde como sujeto, como persona, como espíritu» (M. Heidegger, 1995, pp. 45-6). Es un hecho que la más potente sistematización de esta metafísica de la persona está constituida por la codificación jurídica romana. Sin poder definir aquí con precisión las deudas recíprocas respecto a la concepción cristiana, ésta retoma, llevándolo a perfecto cumplimiento formal, el nexo constitutivo de unidad y separación. Las célebres palabras de Gaio, citadas cuatro siglos más tarde en las Istitutiones justinianas, sobre la summa divisio de iure personarum constituyen su más clásico testimonio. Porque, cualquiera que fuese la intención específica del autor y el nivel de tecnicidad asignado por él al término «persona», lo que de ellas resulta es su conexión original con un procedimiento de separación, no sólo entre servi y liberi, sino también, dentro de éstos últimos, entre ingenui y liberti, y así sucesivamente, en una cadena ininterrumpida de desdoblamientos consecutivos. Persona es, por un lado, la categoría más general, capaz de comprender dentro de sí a toda la especie humana, y por el otro, el prisma perspectivo en cuyo interior esta especie se desglosa en la subdivisión jerárquica entre tipos de hombres definidos precisamente por su diferencia constitutiva. El hecho de que esta caracterización no tenga relevancia externa al ius –es decir, que sólo de iure los homines asuman el título de personae y por lo tanto estén si-

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tuados en categorías distintas– es una prueba ulterior de la potencia performativa del derecho en general y de la noción de persona en particular. Sólo con base en ella los seres vivos son unificados en la forma de su separación. Las dos cosas, unidad y separación, se estrechan en un lazo absolutamente obligado que caracteriza a todas las otras figuras jurídicas que descienden de él. Ya aquí es posible encontrar un elemento destinado a marcar toda la historia, se podría hablar también de lógica del derecho, más allá, o a través, de sus innumerables transformaciones: se trata del procedimiento de inclusión mediante la exclusión de lo que no está incluido. Por más que pueda ser amplia, una categoría definida en términos jurídicos asume relevancia sólo a través de la comparación, y aún más del contraste, con aquella de quienes resultan excluidos. La inclusión, independientemente de su amplitud, tiene sentido sólo en la medida en que marca un límite más allá del cual se halla siempre alguien o algo. Fuera de esta lógica diferencial, un derecho no sería ya tal. Constituiría un dato jurídicamente irrelevante y, es más, ni siquiera enunciable en cuanto tal, como lo demuestra la antinomia insuperable de los que han sido llamados derechos naturales: es decir, la aporía de definir natural un artificio o artificial un hecho natural. Precisamente la auto-contradictoriedad de una definición de este tipo expresa e contrario no sólo la implicación histórica, sino el carácter de necesidad lógica, que liga todo el edificio jurídico a aquella primera «invención» gaiana: el derecho, en su lógica estructural, es decir, independientemente de sus diferentes e incluso opuestas formulaciones, permanece ligado de modo inevitable a la forma más abstracta, pero productora de efectos formidablemente concretos, de la summa divisio. No porque no tienda históricamente a la unificación de sus contenidos, así como a la progresiva universalización de sus enunciados, sino porque unificación y universalización presuponen lógicamente la separación. La fuerza insuperable del derecho romano, asumido aquí en su conjunto, y por lo tanto independientemente de sus múltiples transformaciones internas, reside precisamente en el hecho de haber fundado con inimitable capacidad sistemática esta dialéctica. En su centro se halla la noción de persona, dilatada en sus polos extremos, hasta comprender incluso lo que de otra manera es declarado res, como el esclavo, precisamente para poder subdividir el género humano en una serie infinita de tipologías dotadas de diferentes estatutos, como los de los filii in potestate, las uxores in matrimonio, las mulieres in manu y así sucesivamente, en un recorrido que procede dando vida cada vez a nuevas divisiones. Pero el encadenamiento, por decirlo así inexorable, del dispositivo romano de la persona no reside sólo en la producción de umbrales diferenciales en el interior de un único género, sino también en su continuo desplazamiento en función de objetivos siempre distintos. A esta exigencia, históricamente ligada a la evolución de la sociedad romana de su fase arcaica a la republicana, hasta la larga y variada época imperial, se debe en primer lugar la presencia constante de la excepción, no fuera, sino en el interior de la norma: la norma, podríamos de-

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cir, constituye en Roma el ámbito natural de despliegue de la excepción, así como la excepción expresa no tanto el exceso, o la ruptura, como el mecanismo de recarga de la norma. Por ejemplo, si el poder de muerte del pater respecto al filius, típico de la fase arcaica pero no desaparecido del todo en las sucesivas, estaba entredicho en relación a los hijos varones inferiores a los tres años de edad y a la primogénita, esta excepción se hallaba a su vez excedida, o exceptuada, cuando se trataba de hijos deformes o de hijas adúlteras. En este caso la segunda excepción devolvía a la norma lo que había perdido con la primera, en un circuito que hacía derivar la excepción de la norma y la norma de la excepción. A este primer mecanismo, hoy llevado a pleno cumplimiento por los estatutos jurídicos modernos no sólo en el ámbito del derecho privado, sino también del derecho público e incluso internacional, se suma un segundo, por cierto estrechamente conectado al primero. Me refiero al movimiento de tránsito, implícito también en el dispositivo de la persona, entre los varios status, no sólo los contiguos, de carácter familiar, sino los más lejanos, como el estado servil y el de hombre libre, en sus variadas y múltiples gradaciones. Las dos figuras, no simétricas, pero en algunos aspectos complementarias, de la manumissio y de la mancipatio aparecen desde este punto de vista insuperables en su capacidad coactiva y fantasía creativa. Lo que éstas últimas regulan, a menudo con rituales de carácter performativo, o sea con declaraciones no sólo expresivas, sino productivas, de determinados regímenes, es la mutación de la relación de dependencia y de dominio de algunos individuos respecto a otros. Es decir, el grado, siempre móvil, de despersonalización, establecido de la manera más explícita en la diferente intensidad –minima, media y máxima– de la diminutio capitis. Nadie en Roma era plenamente persona desde el comienzo y para siempre –algunos se volvían personas, como los filii hechos patres, mientras que otros eran excluidos, como los prisioneros de guerra o los deudores. Otros en cambio oscilaban por toda la vida entre las dos situaciones, como los hijos vendidos, sujetos al comprador, pero también al padre original, al menos hasta la tercera venta, después de la cual podían ser definitivamente adoptados cayendo in manu al nuevo pater. Lo que asombra, más allá de la precisión cristalina de las distinciones, son las zonas de indistinción o de transición a las que dan lugar las primeras en su continuo desplazamiento. Si también la res servil –homines reducidos a strumentum vocale– estaba de algún modo en el interior de la forma más general de la persona, esto quería decir que ésta última comprendía todas las estaciones intermedias de la persona temporal, la persona potencial, la semi-persona y hasta la no-persona; que la persona no sólo incluía su propio negativo, sino que lo reproducía incesantemente. Desde este punto de vista, el mecanismo de personalización no era sino el revés del de despersonalización y viceversa. No era posible personalizar a unos sino despersonalizando o cosificando a otros, empujando a alguien en el espacio indefinido situado bajo la persona. En el fondo móvil de la persona se delineaba siempre el perfil inerte de la cosa.

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4. Es difícil resistir la tentación de vincular esta dialéctica a aquel proceso moderno de subjetivación y desubjetivación que Foucault conectaba a la función del dispositivo. Naturalmente entre las dos experiencias corre el surco profundísimo constituido por la noción misma de sujeto, externa e irreducible a la concepción jurídica romana. Y sin embargo, la distancia conceptual y lexical no debe borrar una continuidad paradigmática más honda que, como hemos dicho, atañe a la estructura lógica impresa desde su origen en el lenguaje jurídico. El elemento decisivo es la diferencia que, ya en su formulación cristiana, y aún más en la del derecho romano, separa la categoría de persona del ser vivo en el que no obstante se halla insertada. La persona no coincide con el cuerpo al que es inherente, así como la máscara no forma nunca un todo con el rostro del actor al cual se adhiere. También en este caso el elemento más intensamente caracterizador de la máquina de la persona debe ser rastreado en la delgadísima franja que, independientemente de la cualidad del actor, lo diferencia siempre del personaje que interpreta. Es cierto que tal distancia entre persona y hombre, implícita en el ius personarum, es teorizada de forma explícita sólo por los juristas que, en el siglo xvi, reactualizan el formulario romano con finalidades distintas y en un diferente horizonte categorial. Sin embargo, precisamente su utilización, que lleva a Donello (o quizás Vultejus) a sostener que «homo naturae, persona juris vocabulum est», indica cómo el lazo con la raíz romana no sólo no dejó nunca de existir, sino que fue decisivo para legitimar las nuevas construcciones dogmáticas. Así, la definitiva disyunción moderna de la persona frente al ser humano, que le permite representar a otro u otros hombres, como en la concepción hobbesiana de la soberanía, o indicar entidades no humanas de carácter individual o colectivo en una modalidad ya externa al derecho romano, revela, con todo, más de un punto de tangencia con éste último. El derecho subjetivo mismo, inasimilable al objetivismo jurídico romano, lleva en su interior una raíz reconducible justamente al dispositivo de la persona, ahora transferido a las categorías que le corresponden, a partir de aquélla de «sujeto». De hecho, es cierto que ya a finales del siglo xviii, al menos por principio, todos los hombres son declarados iguales –precisamente sujetos de derecho–. Pero la separación formal entre tipologías diferentes de individuos, expulsada del ámbito de la especie, es, por decirlo así, trasladada al interior de cada individuo, desdoblándolo en dos esferas distintas y sobrepuestas, una dotada de razón y voluntad y por lo tanto plenamente humana, y la otra apisonada sobre la simple materia biológica, comparable a la naturaleza animal. Mientras la primera, a la que corresponde exclusivamente la calificación de persona, es considerada el centro de la imputación jurídica, la segunda, que coincide con el cuerpo, constituye por un lado su substrato necesario y por otro un objeto de propiedad similar a un esclavo interior. Si ya la distinción cartesiana entre res cogitans y res extensa fija una línea de separación inquebrantable entre el sujeto y su propio cuerpo, la tradición li-

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beral, desde Locke hasta Mill, queriendo garantizar el dominio del cuerpo a su legítimo propietario, es decir a quien lo habita, lo empuja inevitablemente al horizonte de la cosa: el hombre no es, sino que tiene, posee su propio cuerpo, del que puede, evidentemente, hacer lo que quiera. Pero lo que asombra aún más es el efecto, jerárquico y excluyente que, dentro de esta misma concepción liberal, es determinado por la reintroducción de la semántica de la persona. Hablo de autores que se definen liberales como Peter Singer y Hugo Engelhardt. Éstos, enlazándose expresamente al derecho romano, y en particular a la formulación de Gaio, parten de la distinción entre dos categorías de hombres, los primeros adscrivibles plenamente a la categoría de persona, a diferencia de los segundos, definibles sólo como «miembros de la especie homo sapiens» (P. Singer, 2004, p. 149). Entre los dos extremos, precisamente como en el ius personarum, hay una serie de grados diferentes, caracterizados por un nivel de personalidad –creciente, o decreciente, según el punto de observación– que van del adulto sano, al que corresponde únicamente el título de persona como tal, al infante, considerado persona potencial, al viejo definitivamente inválido, reducido ya a semi-persona, al enfermo terminal, al que se asigna el estatus de no-persona, al loco, al que corresponde el rol de anti-persona. La consecuencia de una clasificación de este tipo es el sometimiento de las personas «defectivas» a las personas integrales, libres de disponer de ellas con base en consideraciones de carácter médico, pero también económico. Así como, sostiene Engelhardt citando a Gaio, «si capturamos a un animal salvaje, a un pájaro o un pez, lo que de este modo capturamos se torna inmediatamente nuestro, y debe permanecer nuestro hasta que sea mantenido bajo nuestro control» (H.T. Engelhardt, 1991, p. 153), del mismo modo, si se trata de niños deformes o de enfermos irrecuperables, las personas a cuya potestad están sometidos podrán decidir libremente si mantenerlos en vida o empujarlos a la muerte. 5. Sin querer disponer en un mismo eje semántico eventos y conceptos lejanos en su génesis y destinación como los del mundo romano y los de épocas próximas o incluso contemporáneas a nosotros, es difícil eludir la impresión de estar frente a algo que va más allá de una simple analogía y que evoca una especie de recurrencia, algo como un resto no disponible a la transformación histórica que se reproduce periódicamente, así sea en un marco contextual completamente distinto. Pero ¿de qué se trata, más precisamente? ¿Qué es lo que regresa bajo la forma de una aparente coacción a la repetición? Y ¿puede constituir lo que he llamado el dispositivo de la persona una expresión significativa de este hecho? Antes de responder a estas preguntas, es necesario poner en claro un punto preliminar que atañe la metodología de la investigación histórico-conceptual y, en últimas, la noción misma de historia. Es sabido a cuáles obnubilaciones interpretativas pueda llevar la transposición arbitraria de formulaciones lexicales, términos y conceptos, fuera del contexto histórico-semántico que los ha gene-

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rado. Si esta advertencia –y la cautela hermenéutica que desciende de ella– es válida en cualquier caso, debe tenerse aún más en cuenta en el paralelo entre el sistema jurídico romano, a su vez dividido en fases irreducibles a un único bloque temporal, y los modernos. Conocemos ya los graves infortunios críticos que nacen de los tentativos, repetidos periódicamente, de tirar de hilos de continuidad demasiado desenvueltos entre estos dos universos o modernizando el derecho romano o, peor aún, romanizando el moderno. Las mismas divergencias que rasgan nuestra concepción jurídica, a partir de aquella, primordial, entre civil law e common law, pero también entre jusnaturalismo y juspositivismo, con todas sus infinitas ramificaciones y especificaciones, no son más que la resultante horizontal de una más marcada discontinuidad vertical que parte la historia del derecho en al menos dos grandes vectores separados por la cesura epocal de la caída del imperio romano de Occidente. Y sin embargo con esto no se ha dicho todo y tal vez no se ha dicho la cosa más importante, que atañe justamente al «resto» antes mencionado. De entrada, como es incluso obvio, discontinuidad no significa incomparabilidad. Sin un esfuerzo de comparación, por lo demás, la misma discontinuidad permanecería ciega frente a sí misma. Pero el nudo de la cuestión no está tampoco en esta consideración de simple sentido común. Reside más bien en una excedencia, en un saliente, respecto a cualquier modelo clásico de periodización cronológica. Quiero decir que si la perspectiva que traté de presentar no es inscribible en una hermenéutica por decirlo así continuista con todas las consecuencias historicísticas que descienden de ésta última, no es reconducible tampoco a una actitud simplemente discontinuista. Y esto porque se sitúa precisamente en su punto de cruce y de tensión, que vuelca una a la vez, o contemporáneamente, la una en la otra. En el sentido que las sobrepone haciendo brotar algo distinto de la una y de la otra, como en una dislocación lateral parecida al movimiento del caballo en el ajedrez. Se trata de la hipótesis, implícita en lo que se ha dicho hasta ahora, de que el pasado, o por lo menos algunas de sus figuras decisivas, como la de «persona», regresan en tiempos posteriores justamente a causa de su inactualidad, de su carácter anacrónico. Naturalmente, para aferrar este trazo no histórico, o hiper-histórico, que atraviesa y desestabiliza lo que estamos habituados a llamar historia, hay que activar una mirada oblicua, transversal, que exceda tanto el historicismo lineal de la historia de las ideas como el anti-historicismo programático de cierto heideggerismo parmenidiano. Más cercana a esta mirada resulta la concepción, avanzada por Reinhardt Koselleck, de la compresencia de tiempos distintos en un mismo tiempo (R. Koselleck, 1986). Pero sus antecedentes más íntimos deben ser rastreados en la genealogía de Nietzsche, en la arqueología de Foucault y en el proyecto de Benjamin, cuando, sobre todo en los Passages, buscaba los fragmentos de lo originario sepultados en el corazón de la modernidad. En todos estos paradigmas

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–el mismo concepto de paradigma debería ser pensado en una dirección no externa a lo que voy diciendo– emerge, si bien de manera distinta, el mismo rechazo de la alternativa seca entre continuidad y discontinuidad, entre pertenencia y sentimiento de alteridad. Lo otro, lo ajeno también en el plano temporal es, como es sabido, el núcleo escondido de lo familiar; así como lo arcaico está a menudo tan indisolublemente conectado a lo contemporáneo, que constituye su punta más aguda. Pero, como antes se ha dicho, no hay que perder de vista el hecho de que lo que podemos definir el resurgimiento de lo arcaico en lo actual no pasa por la proximidad de segmentos temporales consecutivos, sino, al contrario, a través de su distancia. Dicho de otro modo, es justamente la distancia, la ruptura de la continuidad cronológica, provocada por la que ha sido llamada futurización de la historia, la que ha abierto, en el flujo del tiempo, aquellos vacíos, aquellas fracturas, aquellas grietas en las que lo arcaico puede volver a emerger. Pero, naturalmente, no como cuerpo vivo de la historia, sino como espectro, o fantasma, que se despierta o que es despertado por los brujos de turno. Despertado se entiende también, y a menudo precisamente, a partir de su negación absoluta. Como Freud ha explicado de modo definitivo, es justamente el rechazo, la remoción, el abandono de algo, lo que provoca su regreso fantasmal. De aquí también su efecto potencialmente mortífero. Es posible proporcionar más de un ejemplo de este regreso mortífero de algo que parecía acabado, incluso sepultado. Para empezar, el del poder soberano, entendido también y sobre todo en su letal dimensión militar, dentro del actual régimen bio-político que de algún modo parecía haberlo disuelto y substituido. En donde el elemento espectral, o si se quiere, místico, está precisamente en el hecho de que regresa con características simétricas pero opuestas a su configuración original. Si la soberanía clásica consistía esencialmente en el poder de «hacer» la ley, la actual, de tipo bio-político, parece encontrar su especificidad exactamente en lo contrario: desactivándola, transformando continuamente la excepción en la norma y la norma en la excepción, igual que como acontecía en el antiguo dispositivo romano. Otro ejemplo, igualmente espectral, de re-emergencia de lo arcaico se puede encontrar hoy en el regreso de lo local, y de lo étnico, dentro del mundo globalizado. Y esto, como ha sido observado, no en contraste, sino en función, como causa y efecto, de la misma globalización; que, en cuanto más actúa como contaminación generalizada entre ambientes, experiencias y lenguajes distintos, más determina fenómenos de rechazo inmunitario mediante la reivindicación defensiva y ofensiva de la propia identidad particular. Y ¿no se presenta también el avivamiento, a menudo sanguinario y ensangrentado, de la religión en nuestro mundo secularizado y justo por esto como un resurgimiento de lo originario dentro de la hiper-modernización? También en este caso revirtiendo la intención inicialmente emancipadora y, en algunos casos, universalista de las religiones más maduras.

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6. Se ha hecho referencia a Nietzsche, Benjamin, Foucault. Pero el autor que con más fuerza y originalidad ha buscado lo arcaico en lo actual, o lo actual en lo arcaico, ha sido sin duda Simone Weil. Si se leen sus ensayos sobre los orígenes del hitlerismo, centrados en el paralelo con la antigua Roma, se halla la evidencia más impresionante de este hecho. Se puede subrayar, como se ha hecho, su falta de sentido histórico, o inclusive un prejuicio anti-romano que, en su caso, se puede sumar al anti-hebraico. Pero estas consideraciones tienen sentido sólo si se mantienen dentro de un cuadro reconstructivo que deja por fuera precisamente aquel saliente hermenéutico del que se ha hablado, el elemento no histórico que tiende y corta transversalmente el estrato más exterior de la historia. Basta con salir de este horizonte habitual para cruzarse con otro tipo de mirada, la que antes definíamos oblicua o transversal, capaz de desdoblarse, o redoblarse, en dos planos que se intersecan recíprocamente. De este modo, lo que a primera vista aparece como un inaceptable anacronismo, resulta el único modo de aferrar el fenómeno recurrente de la re-emergencia de lo originario en el tiempo que pretende alejarse definitivamente de él. En su centro se sitúa una relación no opositiva, sino constitutiva, entre transformación y permanencia, que hace de la primera el revés antinómico de la segunda, como la autora advierte desde el comienzo. Es a partir de esta relación que se disuelve la retórica de la continuidad racial, construida adrede por el nazismo mismo, a favor de una relación transversal que descompone y sobrepone, tiempos y espacios distintos: «El prejuicio racista, por lo demás inconfesado, hace cerrar los ojos frente a una verdad muy clara: lo que hace dos mil años se parecía a la Alemania hitleriana no eran los Germanos, sino Roma» (S. Weil, 1990, p. 210). Aunque, más que de un parecido, habría que hablar de una repentina erupción de algo que parecía muerto y que en cambio dormía, esperando a que se creara una desgarradura en el tejido del tiempo histórico desde la cual poder brotar con una violencia incontenible. Sus caracteres peculiares, el terror provocado a las víctimas, su engaño sistemático, la construcción metódica de un dominio ilimitado, son reconstruidos por la autora con una precisión, y casi una pertinacia, que deja entrever una decisión interpretativa no negociable porque se halla radicada en una convicción absoluta. Pero lo que resulta aún más sorprendente es que estos trazos mortíferos no se hallan contrapuestos, sino que son intrínsecos a la que ha sido bien definida «la invención del derecho» en Occidente. Es justo esta invención el objeto más directo de la genealogía crítica de Weil: «Loar la antigua Roma por habernos transmitido la noción de derecho es particularmente escandaloso. Porque si se quiere examinar lo que era en su origen esta noción, para determinar su género, se puede ver que la propiedad estaba definida por el derecho de usar y abusar. Y de hecho, la mayor parte de las cosas que cada propietario tenía el derecho de usar y abusar eran seres humanos» (S. Weil, 1996, p. 76). Si la mirada retrocede al origen más remoto del que sin embargo es considerado el

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momento originario de nuestra civilización, lo que sale a la superficie es la desnuda factualidad de la apropiación. De hecho, según la autora, el puente entre el derecho romano y la violencia está constituido por la propiedad sobre las cosas y los hombres, transformados en cosas por el instituto de la esclavitud, que constituye no sólo el escenario contextual, o un contenido histórico, sino la forma constitutiva de ese orden jurídico. Es ésta última que se debe atribuir, bajo el perfil conceptual, el paso al imperio, entendido, detrás y dentro de su relato universalístico, como el lugar de máxima generalización de la condición servil: «De Augusto en adelante, el emperador fue considerado como un propietario de esclavos, el patrón de todos los habitantes del imperio (…) los romanos, considerando la esclavitud como el instituto fundamental de la sociedad, no concebían nada que pudiera oponerse a quien afirmase que tenía sobre ellos los derechos de un propietario y que hubiese sostenido victoriosamente esta afirmación con las armas» (S. Weil, 1980, pp. 235-6). Vuelve a emerger, en el corazón de un análisis dirigido intencionalmente al fenómeno nazi, el efecto cosificador de aquel dispositivo lógico-jurídico que, habiendo dividido a los seres humanos en libres y esclavos, interpone entre ellos una zona de indistinción que acaba por sobreponerlos, haciendo de cada hombre libre el equivalente de un esclavo. Pero el elemento que se inscribe aún con mayor pertinencia dentro de nuestro discurso es la circunstancia de que también Weil conecta la prestación de este dispositivo excluyente precisamente a la categoría de persona: «La noción de derecho arrastra naturalmente tras sí, a causa de su mediocridad, a la de persona, porque el derecho se refiere a las cosas personales. Está situado a este nivel» (S. Weil, 1996, p. 78). El ataque dirigido por Weil, en especial disonancia con el avivamiento general del movimiento personalista y en explícita polémica con Maritain, se dirige no sólo a la primacía de los derechos sobre los deberes, es decir a una concepción subjetivista y particularista de la justicia, sino a la escisión que esta categoría presupone, o produce, en el interior de la unidad del ser vivo. La misma idea, hoy divulgada a los cuatro vientos, de la sacralidad de la persona humana funciona precisamente dejando, o expulsando, fuera de sí lo que, en el hombre, no es considerado personal y por lo tanto puede ser tranquilamente violado: «Hay un transeúnte por la calle que tiene brazos largos, ojos azules, una mente en donde se agitan pensamientos que ignoro pero que tal vez son mediocres (…). Si la persona humana correspondiese a lo que para mí es sagrado, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez ciego, será una persona humana exactamente como lo era antes. En él, no habré atacado en absoluto a la persona humana. Habré destruido sólo sus ojos» (ivi, p. 65). Quizás no ha sido expuesto nunca con tanta claridad el funcionamiento deshumanizante de la máscara de la persona, salvaguardada la cual no importa ya tanto qué suceda al rostro sobre el que se apoya. Y aún menos a los rostros que no la poseen, que no son todavía, no son más, o no han sido declarados nunca personas. Es la absoluta lucidez de este punto de vista, ignorado por todos los personalismos de

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ayer y de hoy porque rompe, como un seco golpe de ganzúa, la evidencia ciega de un lugar común, la que empuja a Weil hacia un pensamiento de lo impersonal. Cuando, algunas líneas más abajo, puede escribir que «lo que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que, en un ser humano, es impersonal. Todo aquello que es impersonal en el hombre es sagrado, y sólo aquello» (68), inaugura un recorrido, ciertamente arduo y complejo, del que sólo ahora se comienza a advertir la relevancia. Es más: la posibilidad, hasta ahora ampliamente ignorada, de modificar, en su mismo fondo, el léxico filosófico, jurídico y político de nuestra tradición. Traducción de Valentina Ariza Textos citados: – G. Agamben, (2006), Che cos’è un dispositivo, Roma: Nottetempo. – G. Deleuze, (2007), Che cos’è un dispositivo (1989), Napoli, Cronopio (trad. esp. en Michel Foucault, filósofo, Gedisa, 1990). – H. T. Engelhardt, (1991), Manuale di bioetica, Milano: il Saggiatore. – R. Esposito, (2007), Terza persona. Politica della vita e filosofia dell’impersonale, Torino: Einaudi. – M. Heidegger, (1995), Lettera sull’ «Umanismo» (1947), Milano: Adelphi (trad. esp. Alianza Editorial, 2000). – R. Koselleck, (1986), Futuro passato, Genova, Marietti (trad. esp. Paidós Ibérica, 1993). – J. Maritain, I diritti dell’uomo e la legge naturale (1942), Milano: Vita e pensiero (trad. esp. Ediciones Palabra, 2001). – P. Singer, (2004), Scritti su una vita etica, Milano: il Saggiatore (trad. esp. Taurus, 2002). – S. Weil, (1980), La prima radice (1949), Milano: Comunità (trad. esp. Trotta, 1996). – S. Weil, (1996), La persona e il sacro (1950), in Oltre la politica, a cura di R. Esposito, Milano: B. Mondatori (trad. esp. Archipiélago, n.º 43, 2000, pp. 79103). – S. Weil, (1990) Riflessioni sulle origini dell’hitlerismo (1939), in Id., Sulla Germania totalitaria, Milano: Adelphi.

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PRÁCTICAS DEL ANONIMATO

Kid A de Radiohead

Érik Bordeleau

Kid A de Radiohead: el anonimato como pasaje Permanece ineluctable la inquietud, que creemos poder calmar exigiendo a unos y a otros una rigurosa ausencia respecto de sí mismo, la ignorancia de esta potencia común que se ha vuelto ya incalificable porque es ANÓNIMA. El Bloom es el nombre de este anonimato. Tiqqun, Théorie du Bloom Coge esta oportunidad, que el suelo donde te mantienes no puede ser más grande que el espacio cubierto por tus pies. Kafka

1. Kid A el bloom En la era de la movilización global, todos estamos obligados al servicio identitario: tenemos que SER alguien. Tal es la verdad secreta que se esconde en la célebre formula-eslogan de Reebok: I am what I am. Una asignación al ser que se convierte en una intoxicación cultural por vía de sobreexposición. No hay que asombrarse si en estas condiciones, la mayor parte de la gente adopta espontáneamente una política de la desaparición. Esto es un aspecto esencial de la cuestión del anonimato: anonimato entendido aquí como refugio, exilio y ausencia respecto al mundo. Tal es la condición esencial del bloom. Tiqqun llama así a los nuevos sujetos anónimos, las singularidades cualquiera y vacías que pueblan el espacio abstracto del capitalismo global. Para Tiqqun, «la condición de exilio de los hombres y de su mundo común en lo irrepresentable coincide con la situación de clandestinidad existencial que les es reservada en el Espectáculo.»1 Para López Petit también, una de las cuestiones políticas primordiales de nuestra época tiene que ver con el problema de la presencialización del hombre anónimo: «Reducido a un yo narcisista, confinado en el interior de las fronteras del individualismo más tosco… el hombre anónimo sólo puede presencializarse cuando se atestigua que es un derrotado, y eso es, precisamente, lo que el discurso reaccionario quiere mantener velado».2 La proximidad entre estas dos descripciones del bloom o del hombre anónimo es indiscutible. Ambas nos llevan a preguntarnos: ¿cómo sacar a la luz el

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bloom? ¿Cómo transformarlo? O mejor: ¿cómo asegurar las condiciones a fin de que pueda operar un salto fuera de sí mismo? Hay que precisar que, de algún modo y en diversos grados, todos somos bloom u hombres anónimos. El objetivo principal de este laboratorio de ecologia mental3 es el de coger en acto el vivo deseo de desaparecer, mediante un análisis de algunos pasajes del álbum Kid A de Radiohead. Se trata de intentar convertir un malestar difuso y privatizado en una afirmación del querer vivir. Para hacerlo, nos proponemos mostrar que Kid A puede ser leído como un itinerario capaz de engendrar un sentimiento claustrofóbico con el objetivo de UNILATERALIZAR el malestar bloomesco, de modo que pueda recuperar así su potencia propia. A fin de cuentas, la hipótesis de base de este laboratorio es bastante simple: Kid A es un bloom, un bloom a la vez ambivalente y paradigmático, cargado de una fuerza particular, la fuerza del anonimato. Nuestro desafío es llegar a constituir este anonimato como pasaje, es decir, un pasaje fuera del bloom, hacia nuevas formas de subjetivaciones políticas. 2. El album Kid A: algunos comentarios preliminares En el corazón de la obra de Radiohead, encontramos la dificultad creciente de hacer la experiencia de un nosotros. Es un tema recurrente desde el inicio de su obra. Por ejemplo, han hecho una película que se llama irónicamente: «Making friends is easy». La música de Radiohead, y especialmente el álbum Kid A, trata del sentimiento de aislamiento y de soledad, de los sentimientos de presión y de alienación sufridos en nuestra época. Como dicen en la canción «Idiotheque», «Ice age is coming, Ice age is coming». El álbum Kid A (2000) salió 3 años después de OK Computer (1997), un álbum que ha contribuido a hacer de Radiohead uno de los grupos más conocidos del planeta. OK Computer describe, desde el exterior por así decirlo, un mundo cada vez más condicionado por el dispositivo técnico global y su efecto anestesiante. Kid A, por su parte, representa más bien una inmersión en apnea en el sentimiento claustrofóbico propio de la vida en los dispositivos y que determina, en última análisis, la stimmung o atmosfera general de nuestra época. A la crítica de la sociedad capitalista esbozada en Ok Computer, se añade entonces una dimensión más sutil que hace de Kid A un álbum sin duda más potente que su predecesor. Pero ¿cómo pensar esta potencia política de Kid A? Lo que significa en primer lugar: ¿Cuál es el sentido de este anonimato que insiste de desde el principio hasta el final de todo el disco y que se constituye como pasaje? En una entrevista ofrecida poco después de la salida de Kid A, Thom Yorke (el cantante del grupo) insiste en el hecho –haciendo referencia a los álbumes precedentes y a OK Computer en particular– de que no quiere ya más escribir canciones directamente políticas. Según nuestra hipótesis, el rechazo de la afirmación política directa o no, no tiene tanto por objetivo la voluntad de huir de la crítica que caracteriza Kid A, como de plantear una nueva dimensión política

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que se efectúa como itinerario de des-subjetivación. Kid A como paso al anonimato. Kid A es un álbum-concepto, es decir, posee una gran coherencia en todas sus canciones. Hay un hilo rojo que atraviesa este álbum y que se revela ya en la primera canción: una disyunción esquizofrénica que se encuentra en la intimidad psíquica de este protagonista anónimo y que irá extendiéndose progresivamente hasta el mundo. En pocas palabras, podríamos decir que Kid A es la historia de una disyunción esencial que se vuelve tan insoportable, que acaba por conducir al deseo de desaparecer completamente. Por otra parte, es un álbum que se constituye como un recorrido perfectamente hermético, sin ninguna vía de salida o expresión de esperanza. El álbum Kid A se presenta, pues, como la ocasión de una experiencia directa y concentrada de esta disyunción. La idea es experimentar este vacío, devenir este vacío tal como es expresado en Kid A. De tal manera que, quizás lleguemos a transformarlo en un «espai en blanc» (espacio en blanco) donde hacer de nuestro malestar una expresión del querer vivir. En otras palabras. Por el malestar y la angustia que suscita, Kid A actúa como una práctica de no-lugar que unilateraliza el malestar existencial y obliga a tomar acta de la situación. Se trata por tanto en último término, de mostrar como Kid A se concibe como una práctica de clautrofobia espiritual. Asumiendo y conjurando el sentimiento de encierro, Kid A se presenta como el pasaje obligado para la renovación de los modos de estar juntos en la era global. Nuestro análisis se limitará a las cinco primeras canciones del álbum, que forma una especie de recorrido personal del que consideraremos ser el protagonista, kid A. 3. Comentarios sobre «Everything in its right place» El toque electrónico de la primera canción del album da una impresión de impersonalidad. Parece que el protagonista se ve desde afuera, objetivamente. Hay un hueco entre él y él-mismo. El mismo hueco que va a experimentar en su relación con el mundo hace ya la experiencia de él en su relación con sí-mismo. Disyunción mental: «Hay dos colores en mi cabeza». Todo está en su lugar, donde debe estar, dice. Pero se despierta en la situación más extraña, chupando un limón. Al final, ¡quizás no todo esté donde debe estar…! En el plano musical, esta primera canción tiene algo de muy particular. Las primeras notas (do la si sol do) forman un movimiento melódico descendente e indican una escritura modal. La principal característica de este modo de escritura musical es el de no crear planos de tensión formales, porque no resuelve todas las disonancias. Eso tiene el efecto de crear un ambiente complejo y estático, no unificado alrededor de un único punto focal de tensión armónico. Para decirlo de otra manera, el universo modal permite establecer relaciones múltiples de tensión-distensión sin afirmar ninguna. Así, pues, estas notas nos dicen algo muy importante y tienen un valor programático: nos dicen que Kid A es

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una inmersión, una inmersión distendida en lo estático, o mejor: una inmersión extática. 4. Canciones 2-5: desesperación creciente Podemos interpretar las 4 canciones que siguen como una progresiva extensión del fallo inicial en sí mismo hacia el resto del mundo. Desde el espacio mental hasta el espacio público. Los títulos de las canciones son muy elocuentes: Kid A, con sus ritmos juguetones y su aire de canción para niños, hace referencia a la niñez. Tiene algo de subliminal, y también un poco espantoso, con su voz tratada por ordenador que parece que se perfila en el umbral del sueño y del estado de vigilia. La canción siguiente es The national anthem, el himno nacional, un título absolutamente irónico dado que la canción habla solo de soledad y de miedo en medio de la gente. Al final de la canción, la disyunción parece haber llegado a su máxima intensidad, y se vuelve insoportable. Parece que se hunde en la locura. La cuarta canción se llama: How to disappear completely?, es decir, cómo desaparecer completamente. La cuestión toma la forma de una fórmula de supervivencia. Muchas veces dice: «This isn’t happening». No puede soportar esta realidad. Tiene que negarla, tiene que desaparecer. Solo. En la quinta canción, la muy etérea Treefingers, ya no hay voz, es sólo instrumental. Parece que, finalmente, consigue desaparecer bajo tierra como la raíz de un árbol o como una rama, un dedo de árbol. 5. Canciones 6-10: «Ice age is coming» Las canciones 6 a 10 del album pueden ser leídas como otros tantos aspectos de la sociedad contemporánea que, después del momento de la desaparición, pueden ser directamente confrontados. Esta vez no se trata ni de huir ni de negar la realidad. «This is really happening» dirá. La pieza Optimistic presenta el espacio cruel del capitalismo salvaje. Es un lugar definido por la lucha en la que sobrevive el más adaptado. La ironía cruel del título refleja el refrán: «you can try the best you can / the best you can is good enough». En la canción siguiente In Limbo, nos encontramos un espacio difuso de espara, en el que los intentos de comunicación abortan. En este espacio «there is nowhere to hide». En la tradicón católica, los limbos son el lugar en el que se hallan los bébés muertos antes del bautizo. El título de la pieza sugiere un sentimiento de inconfortable suspensión. En Idiotheque la violencia impersonal que trabajaba el interior del album desde el inicio alcanza su apogeo. La libertad absoluta, que en la canción se expresa en el doblete «Here I’m allowed, everything all of the time» se encuentra yuxtapuesta a un clima de miedo, de violencia y de guerra. El choque con lo real es frontal: «This is really happening» se oye repetidamente. Todo esto

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contrasta fuertemente con el sentimiento de irrealidad que dominaba en la pieza precedente. Morning bell retorna a un plano más personal que parece describir el proceso de divorcio de una pareja. En ella encontramos una de las frases más duras del álbum: «Cut the kids in half». En la última pieza Motionless picture soundtrack lo que parece ser un final tranquilo de este album tan sombrío consiste en realidad en una vuelta a la mediocridad y a una existencia anestesiada. 4. La cuestión de la identidad privada en la era del capitalismo global En la primera parte del álbum, vemos cómo la disyunción con el mundo crece y se transforma en un sentimiento de desesperación. Parece que la única manera de abolir esta disyunción es desaparecer completamente. Si no queremos reducir esta situación a una simple expresión de malestar personal o de depresión que se puede curar con antidepresivos, hay que clarificar la naturaleza de la disyunción en juego. Sólo si nos resistimos a hacer una interpretación psicologizante del álbum podemos abrirnos a la posibilidad de devenir nosotros mismos este espacio vacío y hacer nuestra la fuerza del anonimato. En el centro del álbum Kid A hay una tentativa de problematización muy sutil de la relación entre capitalismo e identidad. Sabemos, por ejemplo, que en un momento del proceso de creación, Radiohead quiso llamar el álbum «No logo», según el libro de Melanie Klein que algunos miembros del grupo estaban leyendo en este momento. En el título Kid A queda algo del anonimato sugerido en el título «No logo». Parece que hay una íntima relación entre la experiencia de disyunción en el mundo contemporáneo y el anonimato en el álbum Kid A. ¿Pero que es exactamente? La mejor manera de entenderlo es quizás empezar por lo que se opone al anonimato. Tomemos la ultima campaña publicitaria de Reebok: «I am what I am». En esta fórmula tautológica, que podría también ser el título de un libro de auto-ayuda, parece que no hay disyunción de ningún tipo. Sólo plena y total identidad consigo mismo. Una posesión de sí mismo perfecta, sin resto y nada más. Entre yo y yo, estoy yo. Sólo Yo. «I am what I am» podría ser el cógito de nuestra época. Para la mayoría, «I am what I am» (Soy lo que soy) suena como expresión de una absoluta libertad. Representa una afirmación sin compromiso de la individualidad, y al mismo tiempo, una celebración de la diversidad. Parece decir implícitamente: «nadie debería tener el derecho de decirnos como comportarnos», «deberías tener el derecho de poder expresarte como te parece». En esta perspectiva, la promoción corporativa de la libertad no parece ser algo malo en absoluto. Pero el sentido verdadero de esta orden está en otras partes. De un modo muy sutil e insidiosa, lo que realmente dice es: ¡exponte cada día! Durante todo

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el tiempo. Como todos los otros. En la era del capitalismo global, si no te expones, no existes. De hecho, «I am what I am» tendría que ser reformulado como «Soy sólo yo». En esta nueva formulación se empieza a sentir la gran impotencia contenida en lo que parece ser una expresión del poder del individuo. «Soy lo que soy» expresa entonces la miseria del individuo privado, del que está desprovisto de cualquiera vínculo social significativo. En esta perspectiva, mi libertad literalmente termina donde comienza la de los otros, como dice la famosa expresión liberal. Desde esta perspectiva se vuelve muy difícil pensar la dimensión transindividual de la existencia. Desde esta perspectiva la libertad máxima es la de volverse una marca. Y así brillar… como una estrella solitaria. A fin de cuentas, lo que está en juego en el álbum Kid A es el espacio vacío dejado entre cada uno de los individuos sistemáticamente privatizados y «marcados por sí mismo», el vacío entre cada radical afirmación del «I am what I am». Son los espacios de disyunciones potenciales, los espacios de proximidad sin reciprocidad, los no-lugares que produce nuestra época y en los cuales –como ha escrito Marc Augé– se «prueba solitariamente la comunidad de los destinos humanos».4 5. chai – el T-shirt Para el laboratorio realizado en Shangai llevaba un T-shirt en el que estaba pintado un ideograma que, en el contexto chino actual, está extremadamente cargado de significación: (chai). Chai significa «demolir»; en China este carácter es omnipresente. Se pinta sobre las paredes y los edificios que serán destruidos con el fin de construir allí rascacielos y otras torres hipermodernas, que redefinen radicalmente el espacio urbano chino. En una China en profunda mutación, chai simboliza el paso de lo antiguo a lo nuevo de una manera absolutamente inequívoca. No es de extrañar que se encuentre en el corazón de obras chinas contemporáneas. Entre las más significativas, por ejemplo, la obra de Huang Rui «Chai-na/China» de título sumamente explícito,5 o el último film de Jia Zhangke Still Life que se articula totalmente alrededor del tema de la destrucción, en este caso de una ciudad que debe ser reducida a ruinas antes de ser engullida por las aguas del pantano de las Tres gargantas. Pero en el caso del laboratorio ¿Qué es exactamente lo que debe ser destruido? Brevemente: todo lo que, de un modo u otro, impide el acceso directo al bloom y a su incalificable potencia; todo lo que, de un modo u otro, nos impide entrar en el propio anonimato y nos retiene en las angustias hiperreflexivas de lo performativo identitario y del «como si». En el marco del laboratorio, chai es el símbolo de una interrupción radical de una cierta relación consigo mismo; es el signo de un nihilismo terapéutico que dirige la ejecución del laboratorio. Todo un trabajo de desobturación es el que subyace a la posibilidad del

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pasaje al anonimato, del querer desaparecer al devenir imperceptible. Tenemos, por tanto, dos planos distintos: un primer plano, el eje bloom/devenir imperceptible. Este primer plano coincide integralmente con la propuesta del laboratorio. En segundo plano, un nihilismo terapéutico que permanece siempre más o menos implícito, y del cual depende la estanqueidad del itinerario de dessubjetivación, es decir, la condición de su efectividad. Este segundo plano de grado implícito variable corresponde al gesto que anima este laboratorio. Gesto que, en relación a un afuera, configura una política del vacío. Es la articulación de estos dos planos lo que, en definitiva, se trata de pensar. 6. Horror vacui: el laboratorio de ecología mental como nihilismo terapéutico Partiendo de un deseo de desaparecer concebido como cifra existencial invertida de la movilización global, la puesta en juego del laboratorio consiste en convertir un malestar difuso y privatizado en afirmación de un querer vivir común. Para hacerlo, hace falta unilateralizar el malestar bloomesco de modo que pueda recuperar su potencia propia. Hay que engendrar un sentimiento claustrofóbico que active la búsqueda de un nuevo acceso al fuera. [E]scape. Se puede concebir el laboratorio como una forma de nihilismo terapéutico. Lo llamamos «nihilista» en la medida en que se constituye como pasaje forzado sobre la línea de un no man’s land, de un afuera irrespirable; es una practica del vacío que se inscribe en el horizonte de lo que Deleuze llama una «línea de oriente».6 Lo llamamos también terapéutico porque esta operación es puntual y apunta a activar unas fuerzas capaces de romper con la privatización anestesiante de la existencia. Esta práctica nihilista encuentra en el trabajo de López Petit un desarrollo filosófico de gran vigor. En el centro de su obra, encontramos el intento de pensar la relación entre nihilismo y querer vivir. Para convertir el malestar existencial en una expresión del querer vivir, López Petit preconiza la imposición de una tierra de nadie que permita reconfigurar nuestra relación con el nihilismo. Esta imposición de una tierra de nadie comporta el uso del «no-futuro» como palanca, lo que tiene el efecto de interrumpir nuestra relación con nosotros mismos y de perturbar nuestro régimen de auto-narración habitual. En el contexto de un laboratorio de ecología mental, imponer una tierra de nadie quiere decir predisponer a la gente a una experiencia del vacío, con la zozobra que eso supone. Es un pasaje que puede ser peligroso pero que, al mismo tiempo es absolutamente vivificante. López Petit lo dice muy bien: «En la tierra de nadie, cuando la línea del nihilismo traza los contornos de mi existencia, vivir ya no es sobrevivir.»7 En este pasaje se abre la posibilidad de hacer una experiencia de des-subjectivación a partir de la cual se puede elaborar una intento de hacer propia la fuerza del anonimato. Es decir, en este pasaje se abre la posibilidad de un acceso a un nosotros irreductible a cualquiera asignación

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identitaria. «Sólo un nos-otros puede constituirse en su des-identificación continua».8 El gesto del laboratorio, tanto en su dimensión nihilista como terapéutica, se corresponde igualmente con la forma negativa de la práctica filosófica de Wittgenstein. En un esfuerzo por limitar la esfera de lo que se puede decir, en su modo imperativo de contractar el espacio existencial con el fin de modificar la configuración, Wittgenstein opera claustrofobias intensificantes cuyo objetivo reconocido es el de provocar modificaciones radicales en el seno de un estilo de ser-en-el-mundo. Claustrofobia autopoiética, pues. La comunicación indirecta que impregna la filosofía wittgensteniana se funda en la idea fuerte de la forma de vida, o más bien, de la forma de vivir: «Que la vida sea problemática, quiere decir que tu vida no se corresponde con la forma de vivir. Tienes por tanto que cambiar tu vida, y si ella se corresponde con una tal forma, lo que es un problema desaparecerá.»9 La inmensa mayoría de los comentaristas de Wittgenstein insisten, para eludir su nihilismo terapéutico, en los límites de una práctica de sí y en el carácter relativamente conservador de su obra. No es necesariamente falso, aunque es insuficiente para comprender verdaderamente el aspecto propiamente nihilista de su filosofía y la relación extremadamente cercana con la acción que comporta. Sin entrar en detalles, digamos que aquí se juega la relación muy rica y compleja entre la obra de Wittgenstein y su vida. Su potencia sugeridora está profundamente enraizada en la unidad insoluble de su forma de vida, es decir, su «política». Esta política la vemos concentrada en un aforismo absolutamente lapidario, y cuya importancia ha sido totalmente ignorada: «Si lucho, lucho. Si espero, espero». Con la biopolítica como fondo, la cuestión central del combate que se libra, son las formas de vida. La interiorización patológica de la línea de conflictividad política primordial, su privatización según los códigos de gestión imperiales, es lo propio de la condición bloomesca. Devolver al bloom su potencia sólo puede hacerse siguiendo la traza íntima de lo que le escinde y le neutraliza. Entrar en el combate. Mantenerse en él. «Los que rechazan el combate son más gravemente heridos que los que toman parte en él» (Wilde). Tomar parte en el combate significa, en primer lugar y siguiendo el aforismo de Wittgenstein: desocupar la estructura de la espera, suspender todas las posibilidades de huída hacia la esperanza. ¿Por qué? Porque en el plano de la estricta existencia política, la esperanza alimenta nuestra ausencia del mundo. Nos deja en el estado de disyunción sin hacerla problemática. Recubre la negatividad ardiente de nuestra relación con el mundo. Si queremos que algo nos pase, si queremos estar a la altura de nuestro tiempo, tenemos que alejar la esperanza de nuestro cuerpo, de nuestro querer vivir. Para poder hacer de él una fuerza actuante.

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En relación con el laboratorio tal como se ha desarrollado en Shangai, podemos afirmar que ha sido la cuestión que más ha estado en el centro. Durante los periodos de escucha del álbum, varias personas aprovecharon la ocasión para acercarse a mí y preguntarme: ¿pero hay esperanza? Sistemáticamente, yo me contentaba en redirigirlos a su malestar. Había que mantener la estanqueidad del laboratorio, su condición apnéica. Es el nihilismo del chai, su potencia de vaciamiento lo que justifica esta postura «terapéutica». «No poner obstáculos a la energía de lo negativo» (Heidegger). Política del vacío aplicada. El gesto de unilateralización del malestar comporta, como se puede intuir, una cierta dosis de violencia teórica. El malestar es orientado en función del alcance de un vacío de representación, un punto de incorporación o punta ethopoiética donde ya no hay ningún sujeto al que mirar o decidir hacer «como si». Por otra parte, su tensión constitutiva no lleva a ningún exterior transcendental, ni hacia una interioridad terapéutica. El desafío del laboratorio es justamente el de conseguir un grado de intimidad extrema que, sin embargo, no se reabsorbe en una interioridad privada porque mantiene contacto con la línea de un afuera político. Pasaje al anonimato y extrema ambivalencia del Bloom: se trata, a fin de cuentas, de preservar y de extraer las frágiles posibilidades de pasaje a la impersonalidad, al mismo tiempo que se procura derritir la «mala impersonalidad» a la cual estamos a menudo confinados y que no es, en definitiva, otra cosa que una ausencia al mundo. 7. Conclusion: Radiohead y el «dead air space» El uso de los conceptos de claustrofobia y de inmersión en la óptica de una unilateralización del malestar existencial tiene fuertes resonancias con la recurrencia de este tema en el conjunto de la obra de Radiohead. En uno de sus primeros videoclips, Stop Whispering (Pablo Honey, 1993), Thom Yorke canta vestido con una escafandra. En el videoclip de No Surprises (OK Computer, 1997), el efecto claustrofóbico está redoblado: vemos a Thom Yorke en un plano fijo, la cabeza en una escafandra que se llena lentamente de agua, hasta que no queda aire. Se quedará así durante largos segundos, en tiempo real, hasta que no puede resistir más. La idea de una concentración del malestar, de una inmersión en lo irrespirable está expresada aquí con gran fuerza dramática. El mismo tema es abordado en Pyramid Song (Amnesiac), donde un hombre en una escafandra encuentra en el fondo del mar una ciudad sumergida. En un cierto momento, decide cortar el largo tubo de alimentación de aire que lo une a la superficie. Podemos también subrayar que el sitio oficial del grupo se llama Dead Air Space. Durante mucho tiempo, su logo mostraba un niño con una cabeza enorme, la boca abierta gritando, o quizás, más precisamente, «aspirando aire», (appel d’air). Notemos también que la expresión «dead air» es muy sugerente: designa tanto el aire estancado o contaminado por monóxido carbónico de una mina, como el blanco o el silencio que

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resulta de una interrupción involuntaria de la programación de ondas de radio o televisión. Se puede leer esta expresión, tanto en una óptica claustrofóbica como en la perspectiva de una interrupción mesiánica de los flujos mediáticos. 10 En conclusión: todo el desafío del laboratorio es el de mantener y subrayar la presión ejercida en el álbum, proponiendo un punto de apoyo a partir del cual unas fuerzas vivas pueden reconfigurarse. El laboratorio describe un itinerario que pasa sobre la línea del afuera: ésto asegura su «impermeabilidad» o su carácter hermético. Porque no queremos palabras vacías, sino palabras que efectivamente vacían.

1. Tiqqun, Teoria del Bloom, Bollatti Bolinghieri, Torino, 2000, 2004, p. 38. (Traduction libre. El original está en françés) 2. Santiago López Petit, El infinito y la nada, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2003, p. 114. Precisemos que la derrota a la que remite esta cita es la de los grandes ciclos de luchas sociales del siglo xx. Las posiciones de Tiqqun y de López Petit son en muchos sentidos únicas en la escena del pensamiento filosófico-político contemporáneo. Su proximidad las hace más interesantes. Por esta razón, a pesar de que somos conscientes perfectamente de ciertas diferencias teóricas (en particular sobre la cuestión etopoiética), nos contentaremos aquí en resaltar el fondo común que las une. 3. En el origen, este análisis del album Kid A fue concebido como una intervención interactiva que comportaba la escucha de algunas canciones del albúm, de ahí el nombre de «laboratorio de ecología mental» (mind lab). El laboratorio ha sido presentado por primera vez el 1 de julio de 2006 en el museo de arte contemporáneo DUOLUN de Shangai, y una segunda vez en el CCCB de Barcelona el 3 de diciembre del 2008 en el marco de las Jornadas sobre «La fuerza del anonimato» organizadas por Espai en blanc. Este texto toma en lo esencial la versión presentada en dichas jornadas. 4. Marc Augé, Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la surmodernité, Éditions du Seuil, Paris, 1992, p. 150. 5. Para más detalles ver Erik Bordeleau, «Huang Rui: la voie de la soustraction», in Esse art+opinion, N. 61, «Peur», septembre 2007. 6. La expresión «línea de oriente» se halla en el libro Le pli. Leibniz et le baroque. En Deleuze, al menos en dos lugares en sus últimos escritos, Oriente está directamente asociado al vacío. En Le pli primero, la línea de Oriente se opone directamente al lleno del pliegue barroco. «Qu’est-ce qui fait que la ligne baroque est seulement une possibilité d’Hantaï? C’est qu’il ne cesse d’affronter une autre possibilité, qui est la ligne d’Orient. C’est ainsi que Hantaï laisse vide l’œil du pli, et ne peint que les côtés (ligne d’Orient); mais il arrive aussi qu’il fasse dans la même région des plis successifs qui ne laissent plus subsister de vides (ligne pleine baroque). Peut-être appartient-il profondément au Baroque de se confronter à l’Orient. (…) Leibniz reconnaît le plein et le vide à la manière chinoise; mais Leibniz baroque ne croit pas au vide, qui lui semble toujours rempli d’une matière repliée. Les plis sont toujours pleins dans le Baroque et chez Leibniz.» Gilles Deleuze, Le pli. Leibniz et le baroque, Les éditions de minuit, Paris, 1988, p. 51

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7. Santiago López Petit, Amar y pensar. El odio del querer vivir, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2005, p. 116. 8. Santiago López Petit, El infinito y la nada. El querer vivir como desafío, Edicions Bellaterra, Barcelone, 2003, p. 191. Este «nosotros» irreductible a cualquier asignación jurídicoidentitaria posee un estatuto político-filosófico particular, que Agamben desarrolla de modo consecuente bajo un horizonte mesiánico. Me contentaré aquí en remitir a este pasaje de Il regno e la gloria Vicenza, 2007, p. 196 «“Noi” è il termino attraverso cui Paolo si riferisce in senso tecnico alla comunità messianica, spesso in contraddizione a laos. Il pronome noi si precisa subito in “i chiamati”. La comunità messianica come tale è, in Paolo, anonima e sembra situarsi in una soglia di indifferenza fra pubblico e privato.» (subrayado E.B.) 9. Ludwig Wittgenstein, Remarques mêlées, GF-Flammarion, Paris, 2002, p. 84. 10. Todo indica que existe un fuerte componente mesiánico en la práctica calutrofóbica de Radiohead. Se pueden hacer numerosos paralelismos con el análisis del tiempo mesiánico, el «tiempo ahora» por excelencia tal como es comprendido por Agamben en Le temps qui reste, y también con el pensamiento del katargein, del desobramiento, palabra que Jerôme traducía como vaciar. De un modo u otro, se trata de pensar una forma que detenga y nos dé tiempo, fórmulas de exhaustividad para que el bloom pueda resistirse en plena inmanencia.

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Espectros de Müntzer al amanecer

Wu Ming

Espectros de Müntzer al amanecer / Bienvenida al siglo XXI «Unos meses antes de la Cumbre empezamos a escribir textos épicos como De las multitudes de Europa… (y muchos otros), ya sabes, era como un edicto, y empezaba: «Somos los campesinos de la Jacquerie… Somos los treintaycuatromil que respondieron a la llamada de Hans, El Flautista… Somos los siervos, los trabajadores, los mineros, los fugitivos y los desertores que se unieron a los cosacos de Pugachov para derribar a la autocracia de Rusia…» Luego llevamos a cabo maniobras mediáticas con el propósito de crear expectativas para Génova. Un ejemplo: una tranquila noche de primavera colgamos del cuello de las estatuas más visibles de Bolonia (tipos como Garibaldi y otros héroes nacionales del siglo xix) carteles con mensajes que animaban a todos los ciudadanos a ir a Génova. […] Queríamos persuadir a toda la gente que pudiésemos de ir a Génova y acabamos convenciendo a toda la gente que pudimos de caer en una emboscada policial a gran escala. Los manifestantes fueron atacados, sanguinariamente golpeados, arrestados e incluso torturados. No esperábamos tanta violencia. Nadie la esperaba. Lamento que fuésemos tan ingenuos y que nos cogiesen con la guardia baja, aunque pienso que fue un momento crucial para la última generación de activistas. De alguna manera fue importante estar allí. Esta experiencia ha creado vínculos entre una multitud transnacional de seres humanos. Veremos que las consecuencias de haber «estado allí» traerán cola por mucho tiempo, a una escala más amplia, en las bases populares». Wu Ming entrevistado por Robert P. Baird. Chicago Review # 52:2/3/4, octubre de 2006.

0. Un regalo de los monos Sucedió una fría noche de marzo de 2001. Sucedió en Nurio, estado de Michoacán, México, donde todas las tribus indígenas del país se reunieron para reclamar una Ley de Derechos de los Indios.

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Era la tercera reunión del Congreso Nacional Indígena, creado en gran medida por los zapatistas, aquellos guerrilleros poéticos conocedores de las dinámicas de los medios, que siete años antes parecieron surgir de ninguna parte, si no es de las profundidades del tiempo. U2 se equivocaban, a veces algo cambia el día de Año Nuevo. A veces un ejército de campesinos mayas con pasamontañas ocupa una ciudad y se hace oír por millones de personas. Eso pasó en San Cristóbal de las Casas, estado Chiapas, México el 1 de enero de 1994. Y allí estábamos siete años después, en la oscuridad de la frontera de Nurio, y allí estaban los zapatistas, y el subcomandante Marcos también, ya que el encuentro indígena tuvo lugar durante la famosa e internacionalmente conocida Marcha por la Dignidad. La Marcha: multitudes desplazándose en autobuses maltrechos, recorriendo miles de millas desde las regiones apartadas de Chiapas hasta el espectacularmente concurrido Zócalo, la mayor plaza de Ciudad de México. Siete días de viaje. Siete días de poesía entregada por Marcos en siete discursos alegóricos llamados las «Siete Llaves». Nurio fue una parada en este viaje, y el colectivo Wu Ming estaba allí también, al menos algunos de nosotros. Marcos y los zapatistas iban acompañados por gentes de todas las partes del mundo, un cortejo variadísimo de periodistas, activistas, intelectuales, artistas y parásitos. Nosotros hicimos todo el camino desde Italia como miembros de una extraña delegación a la que allí llamaban los «monos blancos».* Se trataba de un juego de palabras, puesto que «mono» es también la palabra española de argot para nombrar los trajes de faena que cubren todo el cuerpo. En casa solían llamarnos «tute bianche». Mediante un extraño giro semántico, una prenda de trabajo se había convertido eventualmente en un símbolo de la desobediencia civil, y mucha gente solía llevarla en las manifestaciones. Mantuvimos los monos puestos durante toda la marcha, aunque habían dejado de ser blancos mucho antes de que llegásemos a Ciudad de México. No tuvimos ocasión de darnos una ducha, así que íbamos inmundos. A veces se nos llamaba «monos» con intención despectiva y xenofóbica, especialmente en la prensa reaccionaria, pero nosotros adoptamos el nombre y más tarde escribimos una historieta alegórica, La Fábula de la mona blanca, que empezaba así: «Después de muchos años, el escarabajo negro llamado Don Durito decidió salir de la selva, por lo que reunió a todos los animales, tanto los que estaban de este lado del mar como los que estaban del otro lado, para que lo acompañaran hasta la ciudad. Muchos animales bajaron desde las montañas y otros llegaron desde el mar. * En español en el original [N. del T.]

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El más extraño de todos era un mono blanco que venía de muy lejos. Su color contrastaba tanto con el color de la tierra, que parecía fuera de lugar. Los demás animales miraban sorprendidos aquel extraño ejemplar, que caminaba con dificultad en un territorio desconocido, debajo de un sol que su piel no conocía. Torpe y despistado, el mono blanco hacía cada cosa con el fin de ser útil y demostrar que su lugar estaba ahí. Llegó muchas veces tarde a la parada prevista, pero llegó siempre». Parecíamos pordioseros y, a pesar de todo –como sucede a veces con los pordioseros–, debía haber algo noble (o cuando menos interesante) en nuestros modales, ya que los dirigentes del Ejército Zapatista nos nombraron guardaespaldas suyos. Bromas aparte, durante la marcha, los monos blancos italianos nos convertimos hasta cierto punto en el servicio de seguridad de los mandos ¡con las pintas que llevábamos! Era mayormente una performance, con más apariencia que sustancia. Quién sabe lo que Marcos y los demás tenían en mente al elegirnos. Quizá sólo pretendían bromear. Afortunadamente, no nos volvimos arrogantes. (Bueno, al menos no todo el rato). Y de habérsenos visto, el flujo constante de insultos de los medios reaccionarios –e incluso del propio presidente Vicente Fox– nos habría recordado que éramos unos monos sucios, andrajosos, torpes y fuera de lugar. – Después se dirigió a la cola de la caravana y dijo al animal más extraño: –«No conoces el río, pero tienes las manos grandes y fuertes, construye un puente para llegar a la otra orilla» Fue así que el mono blanco, agradecido por esta responsabilidad, de buena gana se puso a trabajar. Trabajaba bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, mientras el zorro, a escondidas, lo calumniaba con los otros animales, y los loros pasaban la voz. –«El mono blanco no es como nosotros, no vive aquí, es de otro color. No deben de confiar en él, el puente que está construyendo se derrumbará y se ahogaran todos». El oso, el coyote, el mono negro del color de la tierra, observaban el trabajo del mono blanco y discutían entre ellos: –«Viene de lejos, pero es nuestro amigo. Está trabajando para hacernos llegar a la ciudad» –«No es su río, no sabemos quién es, no podemos confìar en él». Pero el viejo Don Fèlix, el águila que desde las alturas veía todo, decía que Don Durito le había dado la tarea al mono blanco porque era diferente y venía de muy lejos. Justamente por ese motivo su trabajo debería de tener un significado más importante».

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Al final llegamos a Ciudad de México y nos dimos un baño de luz en el reflejo de los zapatistas. Un corresponsal del diario izquierdista La Jornada escribió: «El sábado 11 de marzo, durante la marcha desde Xomichilco hasta el Zócalo, los monos blancos italianos que escoltaban la caravana zapatista vislumbraron un cartel, uno de los muchos que la multitud utiliza para comunicarse con el mando general del ejército zapatista. El cartel decía: «LOS MONOS BLANCOS TIENEN MUCHOS HUEVOS». Ello suponía una compensación por todos los insultos y calumnias que, en los días previos, habían convertido a estos europeos en objetivo de una campaña xenofóbica.» Pero volvamos a la fría noche de Nurio. ¿Qué sucedió en este vivaque sobre el altiplano central de México? ¿Por qué fue tan especial? Bueno, por nada. Simplemente por un gesto minúsculo. Mientras algunos de los acampados encendían la hoguera, uno de nosotros se acercó al Subcomandante y le entregó una copia de nuestra novela Q, que habíamos escrito bajo el nombre «Luther Blissett». Era una copia de la edición española. Sobre la cubierta había una dedicatoria: «El Sub» con el calor de la lucha en una noche fría, un mono blanco (ahora de todos los colores de la tierra), casualmente autor de este libro» Marcos leyó estas líneas y miró pasmado: – ¿Tu eres el autor? ¿Un mono blanco? – Sí. La escribí con otros tres tipos que también son monos blancos. Dio las gracias a nuestro compañero, cogió el libro y se largó. «Cuando se había construido la mitad del puente, Don Durito juntó a todos los animales en la orilla del rio. Luego acompañó al mono blanco a la ventana de manera que todos pudieran verlo y dirigiéndose a los otro animales dijo: –“Está construyendo un buen puente, pero no puede terminarlo solo. Ninguno puede hacerlo solo. El mono blanco, ingenuo, preguntó: –Entonces, ¿por qué hasta ahora me has hecho hacerlo a mí solo?” Don Durito cerró la ventana y dejó que el mono blanco se viera reflejado en el vidrio. Él se miró y no se reconoció. Su pelo ya no era tan blanco, ahora era del Color de la Tierra». 1. Marcos, Müntzer y Q (1994-99) «[…] Luché […] al lado de hombres que creían realmente que podían acabar con la injusticia y la maldad sobre la tierra. Éramos miles, éramos un ejército. Nuestra esperanza se hizo añicos de plano en Frankenhausen, el 15 de

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mayo de 1525. Ese día yo abandoné a un hombre a su destino, a las armas de los lansquenets. Me llevé su bolsa llena de cartas, nombres y esperanzas. Y la sospecha de haber sido traicionado, vendido a las fuerzas de los príncipes como un rebaño en el mercado». Todavía me cuesta pronunciar su nombre. «Ese hombre era Thomas Müntzer.» No puedo verlo, pero siento su asombro, quizás la incredulidad de alguien que cree estar hablando con un fantasma. Su voz es prácticamente un susurro. «¿Has luchado realmente con Thomas Müntzer?» Luther Blissett, Q Hasta hoy, no sabemos si Marcos habrá tenido siquiera ocasión de leer el libro. Estuvo sobrenaturalmente ocupado en los años que siguieron. Sin embargo, darle una copia tuvo un sentido preciso. Para nosotros, este presente simbolizaba la realización de un ciclo, desde la guerra de los campesinos del siglo xvi (asunto de la novela) hasta el Levantamiento* zapatista. La guerra de los campesinos fue la mayor revuelta popular de su tiempo. Estalló en el corazón del Sagrado Imperio Romano y fue salvajemente reprimida en 1525, un año antes de que los Conquistadores* iniciasen la sangrienta invasión del sur de México y destruyesen la civilización maya. El Levantamiento zapatista ha sido la rebelión campesina más inspiradora de nuestro tiempo. Tuvo lugar en el sur de México, partiendo de la iniciativa de activistas mayas y ha influído en las luchas de todo el imperio impío de hoy. Llámalo quiasmo si quieres. La Guerra de los Campesinos fue un evento prefigurador, igual que su principal agitador, Thomas Müntzer, fue un carácter prefigurador. Fue literalmente una pre-figuración, porque el orden social que Müntzer y los campesinos revolucionarios imaginaron estaba muy por delante de su época, de hecho está aún por delante de nuestro tiempo y no es todavía más que una alucinación colectiva seguida por explosiones de violencia de masas. Ésta es la interpretación conservadora iniciada por Martin Lutero y refinada por Norman Cohn, quien describió a Müntzer como un precursor del totalitarismo moderno y la locura nazi. Y una mierda. Los campesinos estaban lejos de estar locos: tenían programas sociales (aunque toscos) y pretendían alcanzar objetivos concretos. Tenían necesidades reales y su práctica estaba enraizada en la realidad social de su tiempo. Sus logros parciales fueron tangibles: conquistaron ciudades, establecieron consejos revolucionarios y sacudieron la estructura del poder desde los fundamentos hasta los dientes podridos de los príncipes. En un territorio feudal fragmentado en incontables ciudades-estado, la guerra de los campesinos fue una rebelión * En español en el original [N. del T.]

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ilimitada, nacional, pangermánica mucho antes de que Alemania llegase a existir como nación. Los errores de los campesinos –tanto ideológicos como estratégicos– eran inmanentes a este contexto sociohistórico, pero sus políticas habían empezado a trascenderlo. Fueron derrotados y masacrados, pero su legado está todavía con nosotros, enterrado en el mismo suelo que pisamos, y puede volver a la superficie cada vez que el orden social sea amenazado desde abajo. Igual que la retórica de los líderes campesinos, resuena todavía a través de los siglos [1]. Müntzer nos habla todavía de muchas formas y con muchas voces. Desde luego habló a cuatro activistas contraculturales a finales de 1995, dos años después de que las noticias del Levantamiento hubiesen cruzado el Atlántico, inspirando un nuevo fenómeno llamado Luther Blissett Project. «En la primera mitad de los noventa se creó la identidad colectiva «Luther Blissett» y fue adoptada por una red informal de personas (artistas, hackers y activistas) interesadas en utilizar el poder de los mitos y en promover la «contrainformación» agit-prop. En Italia, mi círculo de amigos compartía una obsesión por el eterno retorno de figuras arquetípicas, como los héroes populares y los estafadores. Pasábamos el día explorando la cultura pop, estudiando el lenguaje de los zapatistas mexicanos, recopilando historias de burlas en los medios y del arte de la guerrilla de la comunicación desde los años 20 (material del Dada berlinés, veladas futuristas, etc.), revisando obsesivamente una película en particular, Slapshot, de George Roy Hill, con Paul Newman en el papel del jugador de hockey Reggie Dunlop. Nos gustaba mucho Reggie Dunlop, era el perfecto estafador, el Anansi de las leyendas africanas, el Coyote de las leyendas de los nativos americanos, Ulises manipulando la mente del cíclope. ¿Y si nosotros pudiésemos construir nuestro propio «Reggie Dunlop», un golem fabricado con la arcilla de tres ríos –la tradición agit-prop, la mitología popular y la cultura pop–? ¿Y si emprendíamos un juego de rol completamente nuevo, utilizando todas las plataformas mediáticas disponibles actualmente para extender la leyenda de un nuevo héroe popular, un héroe propulsado por la inteligencia colectiva?» Henry Jenkins III: «Cómo Slapshot inspiró una revolución cultural. Una entrevista con Wu Ming Foundation», web Confessions of an Aca/Fan, octubre de 2006. Las estrategias de comunicación de los zapatistas influyeron mucho en el LBP. Ya en los primeros textos producidos por Luther Blissett pueden encontrarse referencias al Sub y al EZLN. Lo que nos fascinaba era el modo en que los zapatistas eludían encuadrar su lucha en ninguno de los desesperadamente manidos modos de pensamiento del siglo xx, y rechazaban las viejas dicotomías como reformistas vs. revolucionarios, vanguardia vs. masas, violencia vs. no-

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violencia, etc. Los zapatistas eran evidentemente de izquierdas, pero parecían rechazar cualquier pensamiento lineal en la escala tradicional de izquierda y derecha, y de una manera que no tenía nada que ver con la forma en que algunos fascistas europeos argumentan que ellos no son «ni de derechas ni de izquierdas». El lenguaje zapatista se apartaba del «tercermundismo» estereotípico. Conectaba la reapropiación creativa y el uso de viejos mitos, cuentos populares, leyendas y profecías con una visión que abarcaba un nuevo transnacionalismo (Huey P. Newton lo hubiese llamado «Intercomunalismo»). La «comunidad» de la que hablaban los zapatistas era abierta, iba más allá de las fronteras de los grupos étnicos en cuyo nombre hablaban. «Todos somos indígenas del mundo», decían. Venían del rincón más miserable del mundo conocido, y aún así pronto entraron en contacto con rebeldes de todo el orbe. La estrategia de comunicación de los zapatistas estaba basada en el rechazo de los tradicionales líderes que chupan cámara. En los primeros días del Levantamiento, Marcos declaró: «Yo no existo. No soy más que el marco de la ventana»; luego explicó que «Marcos» era solo un alias, y que él era sólo un «subcomandante», un portavoz para los indígenas. Afirmó que todos podían ser Marcos, y que ese era el sentido del pasamontañas. La revolución no tiene rostro, porque tiene todos los rostros. «Quien quiera ver el rostro bajo el pasamontañas, que coja un espejo y se mire», decía Marcos. De aquí parte Luther Blissett. Los comentaristas siempre han especulado con los supuestos «orígenes situacionistas» del proyecto (una vía sin salida, de haber allí una vía), mientras que la verdad estaba ante los ojos de cualquiera. El ejemplo establecido por los zapatistas ayudó al LBP a refinar su propósito: arrancar el uso de los mitos de las manos de los reaccionarios. El Luther Blissett Project fue un plan concebido para cinco años más o menos, y duró desde 1994 hasta 1999. Cientos de personas de toda Italia y otros países adoptaron ese nombre e hicieron contribuciones en términos de burlas mediáticas, programas de radio, fanzines, vídeos, teatro callejero, performances artísticas, política radical y escritos teóricos. Hubo al menos cincuenta agitadores activos en Bolonia de principio a fin. En 1995 algunos de ellos concibieron la idea de escribir una novela histórica. Esta novela acabaría siendo Q. Como estábamos imbuidos de las sugerencias frescas de los zapatistas, casi inmediatamente pensamos en volver a contar una insurrección campesina, mejor dicho, la madre de todas las insurrecciones modernas, campesinas o no. Ya conocíamos a Müntzer: en sus años adolescentes, uno de nosotros había pertenecido brevemente a un grupo marxista para el que la lectura de La guerra de los campesinos en Alemania de Friedrich Engels era poco menos que obligatoria. Y puede sonar extraño para un país católico, pero Italia tiene una interesante tradición de estudios sobre Müntzer y las alas radicales de la Reforma. Los sermones de Müntzer se publicaron por primera vez en Italia en 1970. En los setenta, una década fuertemente politizada, la figura de Müntzer se investigó y

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se discutió intensamente. En un año tan crucial como el de 1989, vinieron a Ferrara –a unas veinte millas de Bolonia– estudiantes de diversas partes de Europa (incluyendo la Alemania del Este cercana al colapso), y tomaron parte en una conferencia llamada «Thomas Müntzer y la revolución del hombre corriente». Pero, ¿por qué contar otra vez esta historia? ¿Por qué escribir una novela histórica sobre un tema tan anacrónico? ¿Qué sentido podía tener Thomas Müntzer y la guerra de los campesinos en los «rugientes noventa»? El «comunismo» había fracasado, la «democracia» había ganado, la creencia en el libre mercado era indiscutible para lo que los franceses llamaban la pensée unique [2], «el pensamiento único [= el único permitido]». La ideología «neoliberal» centrada en el mercado había triunfado. ¿Y queríamos escribir una novela sobre holgazanes proto-comunistas hace tiempo olvidados? Si, queríamos. En un tiempo de hybris contrarevolucionaria, en medio de «la década más codiciosa de la historia» (como la llamó Joseph Stiglitz), pensamos que un libro así era más necesario que nunca. Pronto topamos con un trabajo del dramaturgo alemán Dieter Forte, un drama de 1970 titulado Luther, Müntzer y los contables de la Reforma. Era una alegoría explícita sobre el movimiento de 1968 en Alemania Occidental. Este texto tuvo un poderoso efecto sobre nosotros. Fue el pedal de arranque del proceso de escritura. A decir verdad, la guerra de los campesinos y la predicación de Müntzer eran sólo el principio de la historia que íbamos a contar. Q cubre más de treinta años de historia de Europa, desde 1517 (cuando Luther clavó sus 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg) hasta 1555 (año de la paz de Augsburgo). Aquellos tumultuosos años aportan historiadores y narradores pioneros con muchos elementos prefiguradores, y los radicales de esta época parecían haber probado prácticamente todas las estrategias y tácticas revolucionarias. Si escuchamos atentamente lo que el siglo xvi tiene que decirnos, encontraremos anarquistas, proto-hippies, socialistas utópicos, leninistas duros, maoístas místicos, estalinistas locos, a las Brigadas Rojas, la Angry Brigade, los Weathermen, Emmett Grogan, Friar Tuck, el punk rock, a Pol Pot y al Camarada Gonzalo (del movimiento guerrillero Sendero Luminoso de Perú). Todo un ejército de espectros y metáforas. Encontramos también todo tipo de activistas contraculturales, bodiartistas, panfletistas y editores de fanzines. Nuestro personaje principal, el héroe sin nombre, se involucró en todos y cada uno de los proyectos subversivos con los que se topó, desde la guerra de los campesinos a la toma anabaptista de la ciudad de Münster, desde la secta terrorista de Jan Van Batenburg, los Zwaardgeesten, hasta la comunidad lealista de Amberes, desde el contrabando de libros en Suiza y el norte de Italia hasta la huída final de Europa al Imperio Otomano. La tercera parte de la novela se hace eco de prácticas propias de Luther Blissett, como la difusión de noticias falsas y la creación de un personaje virtual (Tiziano el anabaptista), con el propósito de desconcertar a los poderes fácticos.

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No obstante, hay poca duda de que Müntzer es una de las figuras clave de la novela. Es el personaje que más se imprime en la memoria de los lectores. Queríamos escribir un libro feroz y apasionado, un libro consciente de sí mismo como artefacto cultural (mejor dicho, como arma cultural), pero sin el escudo habitual del desapego postmoderno y la ironía que supuestamente todo lo explica. Una novela que anunciase el retorno de la ficción narrativa popular/radical. El mundo necesita novelas de aventuras escritas por gente que tome su escritura en serio, que se pringue sin eludir su responsabilidad –que se pringue sin dejar de rendir cuentas. En marzo de 1999, la publicación de Q fue nuestra contribución final al Luther Blissett Project, que acabó al finalizar el año. Cuando se publicó en Reino Unido, el novelista británico Stewart Home la describió como un ejemplo de «postmodernismo proletario», poniendo más énfasis en el adjetivo que en el nombre. Tales clasificaciones provisionales siempre indican que está teniendo lugar un cambio. Más tarde, la tendencia literaria que floreció en la estela de Q se llamó «nueva épica italiana». [3] 2. Müntzer Mojo Rising o El castillo sitiado (1999-2001) «Ellos se presentan como algo nuevo, se bautizan con acrónimos: G8, FMI, BM, OMC, NAFTA, FTAA… Pero no pueden embaucarnos, son los mismos que vinieron antes que ellos, los écorcheurs que saquearon nuestros pueblos, los oligarcas que reconquistaron Florencia, la corte del emperador Segismundo que engañó a Juan Hus, la Dieta que obedeció a Ulderico y se negó a admitir al pobre Conrado, los príncipes que enviaron a los lansquenets a Frankenhausen, los impíos que asaron vivo a Dozsa, los terratenientes que atormentaron a los Digger, los autócratas que derrotaron a Pugachov, el gobierno que Byron maldijo, el viejo mundo que detuvo todos nuestros asaltos y destruyó todas las escaleras al cielo. En nuestros días tienen un nuevo imperio, imponen nuevas servidumbres por todo el globo, fingen ser todavía dueños y señores de la tierra y del mar. Una vez más, las multitudes nos alzamos contra ellos». De las multitudes de Europa alzándose contra el Imperio, primavera 2001. A la publicación de Q siguió una extensa gira de presentación por toda Italia (y Ticino, el cantón italoparlante de Suiza). Nos reunimos con cientos de lectores en todo tipo de lugares de encuentro (okupas, bibliotecas, librerías, festivales, etc.), que planteaban sus dudas y discutían la recepción del libro en la escena literaria. Durante esta gira anunciamos que, tras el final del LBP, comenzaríamos un nuevo proyecto, trabajando más estrechamente, enfocado a contar historias y sin una fecha límite por delante. Wu Ming ya estaba a la vuelta de la esquina. Estábamos todavía de viaje cuando estalló la Batalla de Seattle.

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Fue el 30 de noviembre de 1999. Esa tarde llegamos a Lodi, una pequeña ciudad de Lombardía, y tuvimos un encuentro con los lectores en la biblioteca municipal. En lugar de hablar del libro, estuvimos desvariando con lo que acababa de ocurrir en la cumbre de la OMC. Teníamos la impresión de que era el principio de algo grande. Y se hizo grande, en efecto. Muy pronto, el nuevo movimiento hizo erupción como un desafío mundial a las instituciones globales que regulaban de arriba a abajo los «mercados libres»: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y demás chupasangres. El 2000 fue un año de intensa organización, de protestas e interrupciones de importantes cumbres. Las manifestaciones más relevantes tuvieron lugar en Praga a finales de septiembre, cuando miles de manifestantes ridiculizaron una reunión del FMI y el BM juntos. Estuvimos allí también. En cierto momento, el movimiento determinó que el enfrentamiento decisivo, su prueba de fuego, tendría lugar la tercera semana de junio de 2001 en Génova, al norte de Italia, donde se había programado una cumbre del G8. Sería la primera cumbre del G8 desde la elección de George S. Bush como presidente de los Estados Unidos, y la primera también con el payaso derechista Silvio Berlusconi como primer ministro italiano y anfitrión cachondo del evento. En abril de 2001 se juntó en Quebec gente de todas partes de Norteamérica para protestar contra el tratado de FTAA. Las marchas fueron coloristas y radicales; la protesta, imaginativa y muy diversa. Muchos hilos radicales diferentes se trenzaron para formar cuerdas, no sólo en sentido metafórico, sino también literal, con los brazos enganchados como garfios para derribar el «Muro de la Vergüenza» (la cerca que rodeaba el área de la cumbre). ¿Sabes? Estuvimos allí, y creímos que fue una experiencia interesante, así como un buen presagio de Génova. Mientras tanto sucedían cosas curiosas en Italia y otras partes. En las manifestaciones veías gente que parecía Bibendum, el Hombre de Michelín: llevaban cascos, monos blancos y, debajo de los monos, algún tipo de protección corporal: hombreras, tobilleras, chalecos salvavidas, cojines, incluso planchas de espuma de empaquetar. Veías cientos de aquellas divertidas figuras portando grandes escudos de plástico o barricadas móviles hechas de neumáticos marchando hacia los maderos en formación de falange. No tenían armas ofensivas, sólo formas inventivas de impedir que las porras les partiesen los huesos. Se llamaba «desobediencia civil acolchada» o «desobediencia civil all’italiana«. Había algo inconfundiblemente «a lo Blissett» en esta práctica enigmática, y pronto empezamos a cooperar con aquella gente, huérfanos en su mayoría de los huérfanos del viejo movimiento autónomo. «Los monos blancos no son un uniforme y no deben evocar nunca imágenes de tipo militarista. Eso sería un grave error político.

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Los monos blancos no establecen una identidad, ni tienen nada que ver con pertenecer a un grupo o una tropa. Los monos blancos son herramientas. No se debe decir: “Pertenezco a los monos blancos”, sino: “Llevo un mono blanco”. Los monos blancos son torpes y desgarbados, muchas veces se les ha comparado con los Hombres de Michelín. Reírse unos de otros no sirve de nada, y cuando carga la policía no pueden correr, son objetivos fáciles, es como golpear a una vaca en un pasillo. […] Las actuaciones con monos blancos se proponen hacer cosquillas a la gente enrollada. […] Sus eslóganes son irónicos de un modo cálido: las palabras “Paz y Amor” se asocian con imágenes de revueltas, y cantan “¡Aquí venimos! / ¡eh, bastardos, aquí venimos!”, con el coro de Guantanamera, al marchar con ambas manos levantadas, totalmente conscientes de que van a ser aporreados y ninguno de ellos devolverá el ataque. Las narraciones que los monos blancos producen acerca de sí mismos son autosarcásticas, p. e. la Fábula de la mona blanca. […] Los monos blancos son conscientemente ridículos, ésta ha sido con mucho su ventaja. Cuando dejen de ser ridículos, tendrán que encontrar otra herramienta». Wu Ming 1: «Carta abierta a la revista Limes» (no publicada), junio de 2001. No fue el único fenómeno extraño que detectamos aquellos días, ya que el fantasma de Thomas Müntzer (¡y no otro!) estaba reapareciendo en lugares inesperados. Había algún tipo de cortocircuito entre Q y el movimiento. Gracias al boca a boca y a internet, la novela se había convertido en un superventas internacional. Comenzamos a ver la frase de Müntzer «Omnia sunt communia» [Todo es común] en pancartas y carteles. Empezamos a ver que los activistas utilizaban citas de Q como firmas de correo electrónico. En los foros dedicados al movimiento, la gente adoptaba seudónimos como «Magister Thomas» o «Gert-delPozo». Fue sólo el principio de una relación extraña, controvertida y problemática entre nuestro trabajo literario y la lucha en curso. En los meses anteriores al momento decisivo de Génova, los nombres «Wu Ming» y «Wu Ming Foundation» se asociaban más con actividades de «agit-prop» que con nuestra producción literaria. Fue culpa nuestra principalmente, ya que estábamos tan inmersos en la lucha que se hizo difícil evitar la confusión de roles. Por ejemplo, aunque no se mencionase el autor, todo el mundo sabía que éramos los responsables de la llamada épica conocida como De las multitudes de Europa…, que en primavera y principios de verano de 2001 se reenvió constantemente, se fotocopió, se imprimió en panfletos y periódicos, se emitió por radio, fue recitada por actores, se garabateó en las paredes, etcétera. Obviamente, Müntzer era uno de los ancestros reivindicados por el «nosotros narrador» del edicto: «Somos el ejército de campesinos y mineros que siguieron a Thomas Müntzer. […] Los lansquenets nos exterminaron en Turin-

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gia, Müntzer fue despedazado por el verdugo, y aún así nadie podía negarlo: todo lo que pertenecía a la tierra, a la tierra volvería.» «El texto es una declaración de guerra. Una guerra política e histórica, pero también transhistórica y transpolítica. Los poderosos de la tierra reunidos en Génova para la cumbre del G8, así como sus consejeros y colaboradores instruídos y biempagados, no van a enfrentarse a la «gente de Seattle», estudiantes, gamberros de los centros sociales y algunos pobres diablos y freaks rasgando guitarras o rompiendo ventanas. Es decir, toda esa gente estará allí, pero junto a ellos, tras ellos, dentro de ellos irá marchando un inmenso Ejército de Muertos. Y el texto llama a los que han caído, hace una lista de todas esas tropas cubiertas por el polvo de los siglos y dispersadas por los vientos de la historia, con la épica puntillosa del “Catálogo de buques” de Homero». El historiador Franco Cardini, revista semanal de L’Espresso, 22 de junio de 2001. También escribimos o co-escribimos una buena cantidad de textos (incluyendo, ya lo creo, La fábula de la mona blanca), así como guiones para performances callejeras y maniobras en los medios. Al volver la vista atrás, creemos que el fantasma de Müntzer, Q y –en consecuencia– los autores de la novela se encontraron en el centro de la movilización porque estaba tomando forma en este medio una metáfora general: cada vez con más frecuencia, el imperio se describía como un castillo asediado por un ejército heterogéneo de campesinos. Esta metáfora se repite en textos y discursos. A veces de forma explícita, a menudo sólo de forma implícita, pero está ahí. Su emergencia estuvo influída por diversos factores. 1. Las cumbres se encerraban invariablemente en áreas cercadas, fuertemente militarizadas (llamadas a veces «zonas rojas»), lo cual evocaba imágenes de un régimen bajo el asedio de los manifestantes. Las manifestaciones tomaron la forma de «bloqueos»: cuanto más quería el poder mantener a la gente fuera y lejos de allí, más obligaba la gente a los poderosos a reunirse en guarniciones ridículamente sobre-fortificadas. Metafóricamente hablando, se encerraban en castillos. 2. El movimiento había adoptado firmemente (y afirmado en voz alta) una postura ecológica, y se había difundido la lucha contra los Organismos Genéticamente Modificados, especialmente en Europa. En Francia, la Confederation Paysanne [Confederación Campesina] de José Bové se hallaba muy activa destruyendo semillas de OGM y destrozando restaurantes de McDonald. 3. La popularidad de los zapatistas estaba alcanzando cimas cada vez mas altas entre los activistas de Europa y Norteamérica. 4. El Foro Mundial del movimiento tenía lugar repetidamente en Porto Alegre, Brasil, un país donde había un movimiento campesino radical –el Movimento Sem Terra– activo y extendido.

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Aunque inspiradora y eficaz, la metáfora era una falsa representación. No había ningún asedio real en curso, ya que no puedes sitiar a un poder que está en todas partes y cuya principal manifestación es un flujo constante de electrones de bolsa a bolsa. Esta falsa representación se mostraría fatal en Génova. Estábamos malinterpretando las ceremonias formales del poder hacia sí mismo. Estábamos cometiendo el mismo error que Müntzer y los campesinos alemanes. Habíamos escogido un campo de batalla y un supuesto día D. Nos estábamos dirigiendo a Frankenhausen. 3. Frankenstein en Frankenhausen (2001-2008) «¿Cuánto tiempo has estado en camino? […] Te lo dije, desde que sacerdotes y profetas reclamaron un sentido a mi vida. Luché con Müntzer y los campesinos contra los príncipes. Anabaptista en la locura que fue Münster. Proveedor de la justicia divina con Jan Batenburg. Compañero de Eloi Pruystinck entre los espíritus libres de Amberes. Una fe diferente cada vez, siempre los mismos enemigos, una derrota.» Luther Blissett, Q. Thomas Müntzer nos habló, pero no entendimos sus palabras. No eran de bendición, sino de advertencia. Es imposible negar la responsabilidad que tuvo el colectivo Wu Ming. Estuvimos entre los más entusiastas animando a la gente a ir a Génova y condujimos el movimiento a la emboscada. Tras el baño de sangre, nos llevó cierto tiempo –y mucha reflexión por nuestra parte– entender nuestros propios errores (específicos) dentro del contexto de los errores (generales) cometidos por el movimiento. Claramente, algo iba mal con la práctica de la «mitopoiesis» o «los mitos construídos desde abajo», lo cual estaba –y está– en el centro de nuestra filosofía. Por «mito», nosotros nunca entendimos una falsa historia, o sea el uso más banal y superficial del término. Nosotros siempre utilizábamos la palabra en relación con una narración de alto valor simbólico, cuyo significado entiende y comparte una comunidad (p. e. un movimiento social), cuyos miembros se la cuentan unos a otros. Siempre nos interesaron las historias que crean vínculos entre los seres humanos. Las comunidades siguen compartiendo esas historias, y cuando las comparten las mantienen (con ilusión) vivas e inspiradoras, la narración en curso las hace evolucionar, porque lo que sucede en el presente cambia el modo en que recordamos el pasado. Como resultado, esas historias se modifican de acuerdo con el contexto y adquieren nuevos significados simbóli-

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co/metafóricos. Los mitos nos proporcionan ejemplos a seguir o rechazar, nos aportan un sentido de continuidad o discontinuidad con el pasado y nos permiten imaginar un futuro. No podríamos vivir sin ellos, son el modo como funciona nuestra mente. Nuestro cerebro está «formateado» para pensar a través de narraciones, metáforas y alegorías. [3] Llega un momento en que las metáforas sufren esclerosis y se hacen cada vez menos útiles, hasta que se vacían de sentido, se convierten en clichés repugnantes, en obstáculos para el surgimiento de historias inspiradoras. Cuando esto sucede, la gente tiene que abandonarlas, buscar nuevas palabras e imágenes. Los movimientos revolucionarios y progresistas siempre han hallado sus propias metáforas y narrado sus propios mitos. La mayoría de las veces estos mitos sobrevivían más allá de su vida útil y se hacían alienantes. Cuando el rigor mortis comenzaba, el lenguaje se acartonaba, las metáforas acababan esclavizando a la gente en vez de liberarla. La generación siguiente reaccionaba a menudo rechazando el pasado y desarrollando actitudes iconoclastas. La vanguardia de cada generación de radicales describía los mitos que heredaba nada más que como falsas historias. Algunos reclamaban que el discurso radical fuese «desmitologizado», ya fuese en nombre de la Razón, de la «corrección política», del nihilismo o de la simple estupidez (como cuando se utiliza el argumento de que «los mitos son intrínsecamente fascistas»). Nadie puede borrar el pensamiento mitológico de la comunicación humana, porque está incrustado en el circuito de nuestras neuronas. Es un hecho que toda iconoclastia genera al final una nueva iconofilia, contra la que se enfurecerán los nuevos iconoclastas. El ciclo no se acabará nunca si no entendemos cómo funcionan estas narraciones. El problema con los mitos no es su falsedad, su verdad… o su verosimilitud intrínsecas. El problema es que se esclerotizan fácilmente si los damos por hechos. El flujo de historias debe mantenerse fresco y vivo, tenemos que contarlas cambiando también los medios, los ángulos y los puntos de vista, obligándolas a un ejercicio constante para que no endurezcan, oscurezcan u obstruyan nuestros cerebros. Esto es una tarea extremadamente ardua, por supuesto, por varias razones. En primer lugar, es muy fácil subestimar los peligros que supone trabajar con mitos. Uno corre siempre el riesgo de emular al Dr. Frankenstein, o peor aún, a Henry Ford. No podemos crear un mito a voluntad, como en una cadena de montaje, ni invocarlo artificialmente en condiciones de laboratorio. Para ser más exactos: podríamos, pero tendría malas consecuencias. Ampliando algunas observaciones de Karoly Kerenyi, el mitólogo italiano Furio Jesi trazó una clara distinción entre una aproximación «genuina» a lo mitos (aunque después criticaba el uso del adjetivo que hace Kerenyi) y una invocación forzada de éstos con un propósito específico (generalmente político). Pensemos en Mussolini cuando describía la invasión de Abisinia como «la rea-

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parición del Imperio sobre las colinas fatales de Roma». Kerenyi y Jesi llaman a esta última estrategia «tecnificación de los mitos». El mito tecnificado se dirige siempre a los que Kerenyi llama «durmientes», es decir, aquellos cuya actitud crítica está inactiva, porque las poderosas imágenes transmitidas por los tecnificadores han inundado su conciencia e invadido su subconsciente. Por ejemplo, podemos «quedarnos dormidos» durante la increíblemente hermosa primera hora y media de Olympia (1938) de Leni Riefenstahl. Por el contrario, una aproximación «genuina» a los mitos exige estar atentos y en actitud de escucha. Tenemos que plantear interrogantes y escuchar lo que los mitos tienen que decirnos, tenemos que estudiarlos, buscarlos en su terreno, con humildad y respeto, sin tratar de capturarlos y llevarlos por la fuerza a nuestro mundo y a nuestro presente. Se trata de una peregrinación, no de un safari. El mito tecnificado es siempre «falsa conciencia», incluso cuando creemos usarlo con un buen propósito. En un ensayo titulado Literatura y mito, Jesi se preguntaba: «¿es posible inducir a la gente a actuar de una forma determinada –gracias al poder ejercido por evocaciones idóneas de mitos– y luego inducirla a criticar los motivos míticos de su conducta?». Él se respondía: «parece prácticamente imposible». En el apogeo del movimiento global (desde otoño de 1999 a verano de 2001) tratamos de operar en el espacio entre el adverbio («prácticamente») y el adjetivo («imposible»). Tratamos de usar el adverbio para hacer saltar el adjetivo. Juzgábamos la respuesta de Jesi demasiado pesimista. Pensábamos que «abrir el laboratorio» y mostrar a la gente cómo procesábamos «mitologemas» –es decir, unidades conceptuales básicas, el «grano» metafórico de las mitológicas– bastaba para proporcionarles las herramientas de la crítica. Nuestra quimera era la «distancia correcta» con respecto al mito: ni tan cerca como para caer en el estupor, ni tan lejos que no sintamos su poder. Era un equilibrio difícil de mantener, y de hecho no lo mantuvimos. Porque el problema es también: ¿quién es el artífice, el invocador, el obstétrico de la mitopoiesis? Debería ser todo un movimiento, una comunidad o una clase social la que manejase los mitos y los mantuviese en movimiento. Ningún grupo particular puede arrogarse este cargo. Al final de la jornada acabamos siendo «oficiales» asignados para manipular metáforas e invocar mitos. Nuestro rol llegó a ser casi el de especialistas. Una célula agit-prop. Un combo de doctores de la revolución. Seguramente De las multitudes de Europa… puede ponerte los pelos de punta, hacerte sentir que vas directo a Génova, pero eso no no es todo. Nunca buscamos caminos para «criticar los motivos míticos de nuestra conducta». «Prácticamente» nunca hizo saltar a «imposible». Actualmente no hay otra alternativa que continuar el trabajo: hemos de seguir explorando, aguzar nuestros oídos y aproximarnos a los mitos de una forma que no sea instrumental. Tenemos que entender la naturaleza de los mitos

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sin querer reducir su complejidad y probar sus propiedades aerodinámicas en el túnel de viento de la política. Lo que ocurrió en Génova no fue una derrota «militar», sino una catástrofe cultural. 20 de julio de 2001. Aquel viernes por la tarde, en esa larga calle llamada Via Tolemaide, nadie llevaba monos blancos. Unos días antes decidimos extender la práctica de la «desobediencia civil acolchada» tanto como fuese posible. Incluso un símbolo tan abierto como los monos podía llegar a estorbar. Así, sólo se hizo referencia a una práctica compartida al calificarse como «desobedientes» los marchadores que salían en tropel del Estadio Carlini. Entonces los carabinieri asesinaron a Carlo Giuliani, y todas las manifestaciones se disolvieron debido a la represión. Miles de personas tuvieron que abrirse paso para volver al estadio, como la banda de los Warriors regresando a Coney Island. Esa noche nos sentimos como blancos del tiro de pichón. Todo el mundo estaba asustado, y todavía teníamos que responder y tomar las calles de nuevo. En este punto, nuestra única esperanza era que viniese a Génova tanta gente como fuese posible para manifestar su solidaridad. Al día siguiente, aparecieron 300.000 personas para salvar nuestros pobres culos. No eran militantes duros: los militantes duros estaban ya en la ciudad. Eran gente corriente con sentimientos progresistas, escandalizada por la carnicería que habían visto en televisión. Siempre estaremos agradecidos a esa multitud, siempre, toda nuestra vida. Ese sábado por la tarde nos prometimos no traicionar nunca a aquella gente. La salvación residía en ser abierto de mente, honesto y comprensible. La salvación residía en mantenerse lejos del sectarismo. Fue entonces cuando, instintivamente, comenzamos a trabajar sobre un nuevo mitologema que contuviese la crítica de los anteriores: Génova como Frankenhausen. Un tipo que escuchaba nuestra conversación de reojo preguntó: –¿Quién cojones es ese Frank Enhausen del que estáis hablando? Menos de dos meses después de Génova vino el 11S. La situación en el país y en el mundo se puso mucho más difícil, y la metáfora del «asedio» se volvió en contra. En 2003 el movimiento italiano atravesaba ya una profunda crisis. Ni siquiera la movilización de masas contra la guerra de Irak pudo infundirle nueva energía. Al final, se retrajo a una presencia marginal, una presencia que ocupa el espacio semántico del discurso ultraizquierdista tradicional. El aburrido rol usual dirigido por aburridas reglas. Un puñado de «revolucionarios profesionales» tomó el relevo de la izquierda, cometieron todo tipo de fallos y demostraron ser inmensamente inadecuados. Resurgieron las fosilizadas tácticas y estrategias sub-leninistas. Se disipó un montón de tiempo y energía en guerras intragrupales de identidad. Las asambleas se convirtieron en patéticas peleas de gallos. La mayoría de los activistas sensitivos, «no regimentados» (especialmente las mujeres) se aburrieron y se fueron. Nosotros nos fuimos con ellos.

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Una autoproclamada vanguardia de ex-tute bianche se embarcó en nuevos proyectos que nosotros consideramos grotescos y cuya descripción está claramente más allá del alcance de este texto. Nuestra colaboración con esta red terminó poco después de un año, así que paz y después gloria. Desde entonces, hemos dedicado nuestro tiempo y nuestro esfuerzo en apretar las tuercas de nuestro proyecto literario, escribiendo nuevas novelas y ensayos y ampliando nuestra presencia en la cultura y en la industria cultural. No hemos renunciado a la lucha, ni mucho menos, pero nunca más reproduciremos a Frankenstein con los mitos tecnificados. Y seguimos adelante, y el ejército de animales de Don Durito sigue adelante, y ninguna derrota es definitiva, y los corazones laten todavía. 4. Epílogo (2008-?) Sí, sí, Tom, lo sabemos. Nos pediste una introducción a los sermones de Thomas Müntzer, y te hemos entregado este estrafalario rodeo por una década. Es lo único que pudimos escribir. Lo que Müntzer significa para nosotros. Su fantasma nunca dejó de aparecer en las calles que una vez tomamos. Una visión oblicua del tema, lo admitimos, y definitivamente no académica, pero… …Lo leímos en voz alta al fantasma, y él parecía feliz. Ahora es cosa tuya. Haz lo que quieras con ello. Julio-agosto 2008

1. No debe sorprendernos: Thomas Müntzer fue un ancestro colateral –pero no menos relevante– de los baptistas de hoy, y a muchos de nosotros nos resulta familiar la retórica baptista a través del activismo de la iglesia Negra, los discursos de Martin Luther King Jr. y la influencia de esta retórica en la cultura afroamericana. Pensemos en las charlas altamente imaginativas de otro orador radical, Malcolm X, que en su vida adulta escogió otra religión, pero se crió en la iglesia baptista. Malcolm se explicaba mediante parábolas (por ejemplo, el «negro de la casa» que se niega a escapar de la plantación, George Washington cambiando a un esclavo por un barril de melaza, etc.) y hacía uso de referencias bíblicas, tanto directas como oblicuas, material que su audiencia podía reconocer fácilmente. Su condena del falso clérigo nos recuerda las palabras que Müntzer utilizó cuatro siglos antes y escribió en textos como el Manifiesto de Praga. 2. «Estuve en París hace unos dos meses. […] Si piensas ir allí déjame que te advierta, esto es un ejemplo: “chapeau” significa “sombrero”… “Oeuf” significa “huevo”… ¡Esos franceses tienen una palabra diferente para todo!», Steve Martin, A Wild And Crazy Guy, 1978.

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3. Sin embargo, hay postmodernismo burgués en el ojo del observador, particularmente si éste pierde el contexto. Aunque la esencia de la novela fue bien comprendida en Europa, la mayoría de los americanos no la entendieron. En Estados Unidos –un país cuyo medio académico y cuya escena literaria están fuertemente intoxicados con metadiscursos de todo tipo– Q fue completamente malinterpretada. Algunos críticos describían la experiencia de su lectura de forma opuesta a lo que los lectores europeos habían sentido. Al reseñar el libro para el Washington Post, David Liss decía que era «una anti-novela, más que una novela». De acuerdo con él, «Q da al lector la clara impresión de exponer resueltamente las convenciones de la novela histórica y luego se las tira a la cara». Al final, todo ello ascendía a “tufillo” postmoderno». Por supuesto, para describir Q de esta forma, has tenido que hacer una clara elección y eliminar conscientemente de la novela su aspecto más relevante, es decir el conflicto social. Los americanos, sin embargo, han crecido tan poco acostumbrados a encontrar conflictos sociales en una novela que no tienen elección. Simplemente no pueden verlos, y llenan los agujeros con metadiscurso.

Traducción de Luis Navarro Monedero © 2008 by Wu Ming. Published by arrangement with Roberto Santachiara Literary Agency.

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Mikuerpo y otros Virus

Luis Navarro

Mikuerpo y otros Virus industrias mikuerpo no era un grupo, sino un entramado de participación. No había detrás una estructura, sino un dispositivo de generación fractal de «consecuencias inesperadas», un ensayo de producción de errores en el sistema. No tenía un programa, sino que participaba, sin ánimo de constituirse como nada, en una búsqueda a ciegas en medio de la oscuridad de los tiempos. Los primeros noventa eran años de indefinición. Se nos había machacado ya lo suficiente con la muerte de los Grandes Relatos, con el fin de las ideologías, y entre ellas la utopía estética, el arte y los ciclos gloriosos de sus vanguardias, para que nuestro horizonte se fuese estrechando a medida que el mundo se globalizaba y nuestros referentes se disolvían en su propia leyenda negra. El «no future» parecía haber llegado. Los jóvenes del baby boom habían alcanzado la madurez, pero no habían accedido al poder ni se habían adueñado de su destino. Las revueltas nihilistas de los ochenta no parecían haber dejado nada tras de sí, sino desencanto, agotamiento, nulidad de toda acción. La generación bautizada por el marketing con una X mayúscula, de la que al menos nos quedará su rechazo autista a participar del montaje, su anticonsumismo ofendido, era denunciada por su conformismo, su indefinición y su falta de compromiso en el desierto de la política, pero no era cómoda la inacción y nadie podrá decir que estuvieron «conformes». Si Guy Debord se levantaba la cabeza, Kurt Cobain hacía lo propio sin esperar a ser un residuo. No tiene sentido hablar de Generación X (todo estaba ya roto o podrido) si no se especifica que las generaciones no se mueven según sus propios impulsos internos, sino contra ciertas tendencias. Y hoy, la Tendencia X señala abrumadoramente a la disolución entrópica del individuo en inmensas masas líquidas llamadas «corrientes» y a su liquidación burocrática. [industrias mikuerpo: «esto no es un manifiesto», en Amano # 0, octubre 1994 Es preciso constatar cómo, antes de revelar su fuerza como promotora de eventos, la anonimia fue primero una condición impuesta por el flujo de los tiempos como pura y simple anomia. Pero esa incógnita abierta, ese papel de enigma en la ecuación era lo que podía ser portador de profundas rupturas en el orden cultural. Nuestra intención era propiciar esto interviniendo críticamente sobre cada una de las instancias que rigen la comunicación, abrir espacios de interven-

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ción social desde la cultura ensayando nuevas formas de producción, recepción y gestión simbólica, categorizadas como «modos de acción estética». «Modos de intervención estética» son estrategias de interacción con la estructura del sistema de significados producidas por el individuo o pequeño colectivo para provocar interferencias, distorsiones y accidentes en los circuitos de comunicación socialmente establecidos con el ánimo de extraer consecuencias inesperadas. Los objetivos últimos de un proceso de intervención pueden exceder su carácter lúdico y formal (aunque no tienen por qué): pueden señalar una contradicción estructural del sistema, denunciar los actos fallidos del lenguaje público, promover la agitación psíquica, crear líneas de resistencia y herramientas de crítica, demarcar el espacio privado o marcar el espacio conquistado, etc. (industrias mikuerpo: «Modos de intervención», Amano # 1, noviembre 1994) Este objetivo se plantea desde la clara conciencia de que la maquinaria industrial capitalista, centrada en su fase post en la producción de mercancías culturales como mercancías ideales capaces de desarrollar un consumo excedente, no podía servir para desarrollar una cultura crítica, una comunicación planteada sobre otras bases, un tipo de relación no mediada políticamente ni regida por el interés. De ahí que el modelo social se distanciase cada vez más de los intereses de las personas en beneficio de la lógica mercantil. La crítica de la cultura entendida como espectáculo es un paso necesario para el reconocimiento de la alienación presente, pero debe ir pareja con la experimentación de nuevas formas de relación e intercambio simbólico que permitan enfrentarla. «Las estructuras mercantiles que sostienen la industria cultural imponen a la obra una servidumbre al gusto objetivo de la masa consumista más preocupada en satisfacer sus impulsos instintivos que en realizar una verdadera labor de autoconciencia; por su lado, el proteccionismo estatal y el mecenazgo implican la servidumbre al sistema de dominación constituido. Ahora bien, todo cuanto es masivamente transferible en el ámbito del arte y la cultura lo hace a través de uno de estos dos mecanismos. Se sigue que el arte y la cultura no están, nunca estuvieron, del lado de la liberación. Si se pretende estudiar el proceso de disolución cultural en el que nos hallamos inmersos y encontrar desarrollos consecuentes con los programas irresueltos de las vanguardias hay que buscar formulaciones comunicativas y expresivas que escapen a las servidumbres del mercado y del dominio político.» [industrias mikuerpo, panfleto de 1995]. Tales formulaciones no se obtienen desde una óptica contenidista, ampliando simplemente los límites de lo expresable, ni desde la cultura formal en la que

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se desenvuelve normalmente nuestra actividad. La modernidad supuso en un primer momento para el arte la capacidad de innovar y desarrollar críticamente el plano semántico de la obra, ampliando el universo de lo representable y elevando el mundo profano, incluso sus expresiones más degradadas, a la categoría de objeto estético. Más tarde, con el surgimiento de las vanguardias, los artistas se dedicaron a innovar y desarrollar críticamente los códigos, es decir, intervinieron sobre el plano sintáctico de las obras, con la idea implícita de que lo que es expresable y representable lo es en virtud de un lenguaje y una forma determinada. Nuestra propuesta, como algunas antes y muchas otras después, se aplicaba a innovar y desarrollar críticamente las formas de gestionar y difundir el capital simbólico, es decir, a intervenir en el plano pragmático de la comunicación en la sociedad de las mediaciones. «No cabe interpretar el fracaso de las vanguardias más que en el marco del fracaso y perversión de la movilización social en la que se reconocen, ni la pervivencia y periódica reaparición de grupos de acción emparentados con las mismas de otra manera que como prolongación y puesta en crisis de las contradicciones del sistema que apuntan a disolver. Lo que las vanguardias marcan en la historia del arte es el punto de inflexión a partir del cual resulta imposible imaginar una transformación en los códigos de producción de sentido que no vaya acompañada de una transformación en las estructuras de producción de bienes materiales. No sirve liberar el arte del museo si en la calle reina el mismo estupor que en las iglesias». [industrias mikuerpo: «Fogonazos», en Salamandra 8/9, 1997]. No existía la pretensión de producir formas nuevas ni planteamientos originales para la palestra artística. La inversión del flujo de producción simbólica era ya una causa recurrente de las vanguardias históricas y se trataba tan sólo de tomarla al pie de la letra en un momento en el que, pensábamos, se daban las condiciones para ello: el uso ampliado de las nuevas tecnologías en el ámbito doméstico y la existencia de un inmenso capital humano y creativo que no encontraba aplicación ni proyección social. Se trataba, ante todo, de crear conciencia de movimiento mediante la teorización y puesta en contacto de diversas iniciativas ya existentes. En cuanto a los modos de acción, existía ya una amplia tradición paradigmática cuyo potencial había que liberar poniéndolo al servicio de las masas y los movimientos sociales repuntantes (okupas, insumisos, feministas y gays, antiglobas, etc.). Uno de los aspectos que más valor dio a la iniciativa fue el de servir de puente entre los desarrollos revolucionarios de las vanguardias y la contracultura juvenil. La fanedición, la acción callejera, la contrapublicidad, el decollage, el graffiti y el arte postal fueron nuestro primeros caballos de batalla desde una óptica más centrada en su aplicación política que en su dimensión estética, ya suficientemente trabajada en los prolegóme-

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nos. Tomábamos las reflexiones estéticas de Walter Benjamin como referente teórico, a la Internacional Situacionista como referente práctico, contemplando su legado como el punto crítico de la superación del arte, de su destrucción y de su posibilidad de reapropiación, y la actividad de Preiswert en España como referente inmediato. «Preiswert Arbeitskollegen (Sociedad de Trabajo no Alienado). Movimiento de masas nacido en Madrid en 1990 con el propósito de recuperar el control de los canales de comunicación que constituyen el verdadero ecosistema contemporáneo. Tal es el objetivo que Preiswert se ha propuesto para el año 2000. Precisamente porque el horizonte es la recuperación de TODO el sistema comunicativo, lo que se propugna desde Preiswert son fórmulas mínimas, fáciles, baratas, de intervención que posibiliten el contagio a toda la sociedad de una actividad de reapropiación de los canales y de los lenguajes. La imagen fotocopiada, el texto aplantillado, la sutil –menos medios, mayores resultados– distorsión de la valla publicitaria, la recalificación, en fin, de cualquier canal de comunicación, género artístico u objeto de uso o de consumo, son así, hoy por hoy, el ámbito de la actividad Preiswert.» [Pepi Osborne Camarasa: «Preiswert Arbeitskollegen», en la revista Aullido # 2, otoño 1995]. Preiswert fue nuestro héroe de los orígenes, el meme que infectó mikuerpo e inspiró la diseminación de industrias. Nos interesaba su objetivo humorísticamente desmesurado de reapropiar para la colectividad la totalidad de los canales y los lenguajes antes de disolver la actividad Preiswert en la acción de las masas; su énfasis en la acción anónima y colectiva, que rehuía «el trazo, el rastro, la firma aurática»; la economía de medios con que trabajaban «haciendo de necesidad virtud», procurando la máxima comunicación para el mayor número de personas con la mínima concentración de medios y de esfuerzo; su uso con este fin de la estrategia situacionista del desvío, el reciclaje de mensajes previos en un nuevo contexto; y nos interesaba su concepción de la acción paradigmática, «contagiosa», «la idea de ejemplificar con qué poco se pueden reocupar los espacios que le han sido usurpados a la comunidad por los medios de comunicación». Otro de los referentes inmediatos de aquellos años en Madrid era la actividad subterránea del Grupo Surrealista, con quienes iniciamos un vivo debate y una colaboración estrecha, y su concepción de la acción callejera. «En efecto llevamos a cabo una serie de acciones que nosotros consideramos de naturaleza poética y con vocación política o subversiva, pero no se trata de accionismo estético, sino de acción subversiva y, por emplear un término vuestro, vírica, es decir, nosotros pretendemos que estas acciones sean anónimas, no las firmamos, ni siquiera con el nombre del grupo, por una razón

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muy sencilla: para evitar que sean inmediatamente manipuladas y consensuadas o llevadas a un terreno puramente artístico. Ya sabemos que cualquier acción que se haga en la calle y lleve una firma queda totalmente invalidada por su traslado a la galería, y si no ahí tenemos a los graffiteros. Lo que nosotros pretendemos es conciliar lo que es una forma de placer mental desarrollado en la vida cotidiana, una diversión propia y no estandarizada ni dirigida con la capacidad de convulsionar, por lo menos en un plano instantáneo, un comportamiento del público que va por la calle.» [Grupo Surrealista de Madrid entrevistado por industrias mikuerpo, «Genealogía de la prensa marginal española», en Amano # 7, junio 1997]. El proyecto atravesó varias fases. En un primer momento se intentó constituir una red autogestionaria de creación e intercambio simbólico sin fuertes directrices ideológicas. Se investigaron nuevos formatos de producción de signos (electrografía, pintadas, decollage) y se abrió un espacio para canalizar un cierto flujo invertido con la intención de producir un torrente de ideas. Su dinámica era completamente abierta, se invitaba a todos a participar. Se programaban «intervenciones en el espacio» en locales alternativos de Madrid y otras ciudades que procuraban ser materializaciones de la revista. En realidad, la revista impresa era un mero soporte de lo que sucedía en este encuentro incongruente. Los creadores concurrían con sus propuestas. El modelo eran las redes de mail-art, sobre las que fundamos también un nodo muy activo, pero se intentaba también dar cuerpo a estas redes mediante los encuentros y la generación de vínculos afectivos. Suponíamos que de este caldo de cultivo, fertilizado por la ruptura de fronteras entre creador y receptor, entre obra y vida, podían surgir las nuevas propuestas. «En el origen, los años cincuenta, la estructura de la red era pequeña, centrada en un grupo de artistas de EE.UU. Que intercambiaban sus trabajos artísticos, pero cada uno de ellos, o al menos varios de ellos, fueron extendiendo el circuito a nuevos componentes y estos mismos a otros tantos. En poco años se extendió como una mancha de aceite a nivel universal, el virus fue creciendo y engendró un cuerpo que tenía vida por sí sólo, no tenía ninguna cabeza, ni forma organizativa alguna, no existía ningún tipo de coordinación entre sus miembros. Entrar o salir de la Eternal Network es un acto voluntario. La red está ahí omnipresente a pesar de todos. Pero no existe tampoco «la red», cada uno de sus miembros es un nodo de la misma, y tiene su propia red que se entrecruza con la de otros. Nadie puede, aunque lo intente, acaparar, centralizar, coordinar, etc. la estructura de la misma en un ámbito geográfico. Las convocatorias abiertas, en las que no se rechaza nada, se exponen todas las obras recibidas, no hay censura, no hay premios, no hay jurados, son un elemento participativo absolutamente democrático /…/.»

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[Merz Mail entrevistado por industrias mikuerpo, «Genealogía de la prensa marginal española», en Amano # 8, verano de 1997]. En nuestro esfuerzo por movilizar una conciencia alternativa construida desde la base en el contexto de un movimiento anticapitalista en reformulación, establecimos contacto con multitud de sensibilidades y proyectos convergentes en cuanto a sus fines y a sus métodos que estaban surgiendo al mismo tiempo: la plataforma para la difusión del mail-art inaugurada por la factoría Merz Mail a través del fanzine P.O.Box, una interesante vía de penetración para las ideas circulantes en el underground europeo, el plagiarismo incontinente del Laboratorio Excéntrico, los juegos postales anónimos de Stidna!!, el activismo callejero de La Fiambrera Obrera, etc.; o fuera de España, el «terrorismo poético» de Hakim Bey, las campañas neoístas de identidades múltiples o el Luther Blissett Project. Comprobamos que ya existía una corriente de producción simbólica activa de la que formábamos parte, con dos expresiones muy distintas entre las que intentábamos actuar como puente: una red de producción e intercambio simbólico que utiliza el correo como medio de comunicación personal, que arranca de las vanguardias y se transmite a través de Fluxus y los movimientos post-dadaístas, que se dinamiza a partir de unos determinados principios compartidos por todos sus practicantes y que utiliza multitud de soportes (videos, música, objetos). Se trata de la red de arte postal, convertida en género por sus especiales características (autoría colectiva, obra procesual, diversidad de soportes, eclecticismo por tanto), que ha incorporado nuevos géneros al arte, pero que ante todo ha desarrollado el sentido de la vanguardia hacia derivas pragmáticas; y una escena juvenil underground que ha desarrollado su propia literatura, sus comics, su música, a través de pequeñas productoras y distribuidoras que utilizan circuitos específicos. Aquí arraiga el movimiento de fanzines de los noventa, con una tecnología que apunta ya a las redes y una conciencia muy politizada, aunque en general bastante nihilista. «Formalmente, el arte postal presenta un problema insuperable a la hora de su recepción –la única forma de «presenciarlo» es participar activamente en el proceso de correspondencia. /…/ La calidad formal en el arte postal no está en la pieza individual, sino en la cualidad específica del diálogo establecido entre uno o varios artistas/nodos en una red de correspondencia distribuida. /…/ Por otra parte, su inevitable marginalidad institucional obligaría a la red de arte postal a adoptar una serie de características y lenguajes propios. Por un lado, su marcado rechazo al mercado y a las instituciones culturales tradicionales lo acercó a la contra-cultura de finales de los 60, y a ámbitos culturales como la escena de fanzines de la época. Sus propias características de red de producción distribuida le impulsarían, a su vez, a experimentar con una serie de dispositivos y tácticas de trabajo que se revelarían

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como fundamentales en el campo de la producción cultural no-afirmativa de tres décadas más tarde. El propio proceso de correspondencia llevaría a la adopción de técnicas como el reciclaje, el collage, la re-apropiación y el plagio, algo que daría lugar a una cultura de circulación libre de conocimientos y contenidos violentamente opuesta a cualquier noción de propiedad intelectual. /…/ El marcado tono irónico de buena parte de la producción del arte postal conllevaría, por otro lado, el uso de elementos de reproducción en serie, así como la sarcástica adopción de sellos, insignias, y nombres de instituciones aparentemente importantes. Finalmente, a principios de los setenta, la creciente consciencia de sus propio modo de producción había llevado a un serio cuestionamiento del autor-individuo como fuente de producción. Al ya usual uso de seudónimos se añadió una creciente experimentación con formas de autoría distribuida.» [Kamen Nedev: «Chocar, dispersarse, converger. Producción cultural distribuida en la época del capitalismo cognitivo», en industrias mikuerpo, próxima publicación]. El salto de ser básicamente una publicación impresa a colonizar la web supuso un replanteamiento total no sólo de nuestra práctica, sino de nuestra propia existencia, y preparó la disolución del concepto en una serie de prácticas difusas y de juegos de identidad. Industrias mikuerpo se había planteado desde un primer momento como una abstracción, un colectivo del que cualquiera podía formar parte simplemente con decidir participar de sus estructuras. La enunciación del signo te convertía en el emisor, era una marca en busca de un productor y una buena campaña. En la práctica, era un pretexto para integrar en nuestro nodo la actividad de artistas y colectivos simpáticos, y de integrarnos colectivamente en otros nodos bajo el único signo de una promiscuidad a la vez electiva y necesaria. Lo más importante era la conciencia de interacción, de avance colectivo. Por otro lado, siempre se había mostrado partidario y abierto a la mutación, es decir, a la asimilación de errores. El mundo virtual, a la vez que había multiplicado de forma exponencial nuestra presencia en el campo cultural hasta el punto de suscitar la atención de ámbitos institucionales, nos había abierto también la posibilidad de multiplicar nuestras identidades, de lanzar mitos, de ser fieles portavoces de leyendas en proceso. El escrito «Resistencia vírica», lanzado a través de otras publicaciones, establece los cinco puntos aplicables a un movimiento más amplio en el que mikuerpo estaría encantado de disolver sus estructuras, y que constituyen de hecho algo así como el código genético de las nuevas formas de movilización: un tipo de acción molecular difusa, de alcance local y paradigmático, opuesta a la concentración creciente de poder, capital e información en el espectáculo; una búsqueda de proyección mediática que asegure su replicación y subsistencia como especie; un modo de organización en red abierta, que no resulte opresivamente vinculante y asegure el apoyo mutuo; un uso consciente del plagio y la subversión como forma de apropiación

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de los discursos; y un cultivo del carácter anónimo de la acción, más con el ánimo de facilitar la identificación que con el de preservar la identidad. El fantasma del Subcomandante Cero se apostaba detrás de estos «principios» igual que lo hacía detrás de otros movimientos similares por todo el mundo. «El enemigo está dentro: el individuo autosuficiente contemporáneo tiene un pasajero dentro de su cuerpo. Un giro en la percepción de lo trascendente nos ha llevado de lo infinitamente grande y separado a lo inconcebiblemente pequeño y adquirido. Nuestro concepto de individuo separado está en crisis no sólo por razones políticas, sociales, culturales o psicológicas. Tampoco en sentido biológico podemos hablar de un sistema orgánico autosostenido mediante interacción con un entorno inanimado; tal sistema sería estable y se limitaría a consumar su destino. /…/ Estos pocos retazos no pretenden definir una teoría de la acción vírica ni dar demasiadas pistas acerca de las emergencias a las que pudiera dar lugar. Tal intento de definición sería, por otro lado, contradictorio con su diámica abierta e imprevisible. Se trataba sólo de dejar constancia de cómo las estrategias víricas de contaminación han sustituído eficazmente a las viejas dinámicas represivas, y de cómo los movimientos sociales comienzan a apropiarse de esas dinámicas. En cualquier caso, todas ellas expresan una nueva actitud frente a la construcción de lo real y su complejidad presente: ante la infección espectacular, y contra las viejas ilusiones, defección en toda regla, proyección del descontento, producción sistemática de errores. Las pocas verdades que sobreviven se han convertido en completamente inútiles u hostiles. El lenguaje se ha convertido en disfraz de la economía: disfrázate con ropa vieja. Utiliza los medios de modo fraudulento, multiplica las identidades y los eventos, deja que discurran libremente sin copyright. Desenmascara el lenguaje de la economía anteponiendo tus intereses reproductivos a los de «esa cosa abstracta». Estudia las dinámicas de posesión y ponlas en práctica. Todos somos pasajeros poseídos, pero el análisis minucioso de esas dinámicas de posesión en el propio disfrute alienado nos permite disponer de una perspectiva. Okupa o resiste.» [industrias mikuerpo: «Resistencia vírica», en Acción directa en el arte y la cultura, radikales livres, 1998. El texto circuló por internet con anterioridad]. El pretexto para poner a funcionar los principios de la resistencia vírica y preparar la disolución de las estructuras de mikuerpo en una actividad difusa, desarrollada a partir del uso de múltiples identidades y de identidades múltiples, fue nuestra adhesión y promoción de la Huelga de Arte del año 2.000-1. La iniciativa partía de Luther Blissett y había prendido en Barcelona como protesta a la candidatura de esta ciudad como capital cultural para ese año. Con su asimilación desde Madrid y otras ciudades se convertía en una huelga total que invocaba también a otros fantasmas históricos: Monty Cantsin (primera estre-

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lla pop de código abierto) y Karen Eliot (convocante de la anterior huelga de arte en el mundo anglosajón). Preiswert había previsto diez años antes su disolución para el año 2000 en un «movimiento de masas» con propósitos similares. Por otra parte, los Luther Blissett italianos, instigadores iniciales del proyecto y ciertamente los más dinámicos, habían anunciado también para esa fecha el suicidio ritual de Blissett. Varias leyendas del activismo estético de los últimos años se encontraban bajo el signo del cambio de milenio, y la huelga bien podía reactivar el contexto. Este tipo de convocatoria abierta, difusa, procesual, desjerarquizada y virtual, al estilo de las convocatorias de mail-art, constituía para nosotros un modelo de acción vírica capaz de integrar en su corriente manifestaciones muy diversas, no limitadas al campo artístico y capaces de incidir socialmente. «Hoy, 1 de enero del año 2000, cada uno de l*s componentes del Comité de artistas contra el Arte de Madrid abandona toda actividad artística hasta el 31 de diciembre del año 2001 y se dispone a intensificar sus acciones de sabotaje cultural vírico y anónimo que se extenderán a lo largo de estos dos años. /…/ El propósito de la huelga no deja de ser claro para nosotr*s: la destrucción de la dinámica espectacular y la instauración de un poder cultural paralelo que la contradiga, creando la base para la apropiación civil de los instrumentos (materiales y conceptuales) de producción de sentido. Nos consideramos solidari*s de cualquier interpretación de la huelga que tenga este ideal como horizonte, sean cuales sean sus modos de aplicación, y nos consideramos abiert*s a mantener la mayor relación posible con quienes las ejecuten.» [Comunicado del Comité de artistas contra el Arte, 1 de enero de 2000].

PRÁCTICAS DEL ANONIMATO | Mikuerpo y otros Virus | Luis Navarro

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Cine sin autor

Gerardo Tudurí

Cine sin autor: realismo social extremo en el siglo XXI. Hacia una práctica subversiva del anonimato autoral a propósito de la publicación de: Gerardo Tudurí, Manifiesto del cine sin autor, Contratiempos n.º 15, Centro de documentación crítica, Madrid, 2008 Ecos «Utilizamos el cine documental, la crónica, no como una información pasiva, sino como una intervención activa y crítica en el esclarecimiento de las causas del mal trabajo, las averías, los atrasos, los errores. (…). Cada film era como una bomba: siempre era exigente, lleno de ejemplos extraídos de la vida real, y se dirigía a los obreros y a los jefes en forma tal que no quedaba otra alternativa que tomar medidas inmediatas». Alexander Medvedkin (Sobre el Cine Tren que puso en marcha en los años 30) «Sin embargo, conocer no es suficiente. Los artistas tienen que mirar la realidad a través de la convivencia. La necesidad de convivencia puede nacer de experiencias de tipo ancestral; pero nosotros –argumentistas, guionistas, directores– nos interesa instaurar relaciones profundas con los demás hombres y con la realidad; hasta conseguir una nueva relación de producción artística que no sólo transforme nuestro arte, sino que produzca resultados en la vida, de forma que se produzca una mayor convivencia entre los hombres…» César Zavatini (comentando el neorrealismo italiano) «Crear no es deformar o inventar personas y cosas. Es establecer entre personas y cosas que existen, y tal como existen, relaciones nuevas» Robert Bresson (en Notas sobre el Cinematógrafo) Suicidio autoral y muerte del espectador El estado Anónimo tiene una fuerte tensión ya que posee en sí mismo la carencia de lo conocido y la potencialidad de lo desconocido. Habitar un territorio anónimo es una condición social a veces elegida, a veces padecida. Quien está oculto, quien no es visto por casi nadie (es bastante difícil no ser reconocido por nadie), tiene la potencialidad de emerger estratégicamente con cualquier iden-

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tidad, hacerse visible bajo cualquier apariencia. El anonimato puede ser, también, el territorio de lo clandestino que conspira. Cabe preguntarnos: ¿de qué tipo de anonimato estamos hablando? ¿Qué tipo de «ser desconocido» estamos delimitando? ¿No conocido para quién? ¿De qué grado de desconocimiento hablamos? A la hora, entonces, de entrar en conexiones con este asunto de «la fuerza del anonimato», desde el Cine sin Autor (CsA), que es nuestra práctica, nos hemos planteado las cosas como procesos de desaparición y aparición en medio de un dispositivo cinematográfico. Un anonimato individual buscado con declarada intención de reaparición como anonimato colectivo. Somos cineastas porque conocemos los procedimientos con que se hacen las películas y hemos elegido este oficio como nuestra forma de estar activos en la sociedad. Y como tales nos planteamos la construcción de un film como la relación creativa entre un «dispositivo-autor» y unas personas que no conocen este oficio y que no aparecen y son excluidas sistemáticamente del mundo de las producciones cinematográficas y audiovisuales en general, a las que llamamos «personas del film». Desde este punto de partida nos pusimos a pensar seriamente en qué significa generar una representación cinematográfica hoy día con este tipo de personas (no cineastas) a las que queremos hacer protagonistas y gestoras de su film, de qué manera podíamos dar el paso, en la propia realización, de des-apropiarnos del proceso en beneficio de la apropiación de esas «personas cualquiera», «personas ¿anónimas?». El Centro de Documentación Crítica de Madrid nos ha publicado un Manifiesto del Cine sin Autor en su Versión 1.0, donde resumimos muy sintéticamente las ideas claves de nuestro hacer y que son fundamentalmente un ejercicio previo de reflexión que hicimos para desintoxicarnos de los cánones convencionales de hacer cine con y desde la realidad. Decimos en el Manifiesto que «por diversas circunstancias, cineastas o videorealizadores en general llegamos a tener el poder de tomar las decisiones sobre el Capital y el Sistema Fílmico en sus diferentes momentos: producción, distribución, circulación, exhibición y conservación de una película y sobre sus beneficios.» Toda película se hace con un Capital Fílmico: el conjunto de materiales y materias humanas, sociales, técnicas, monetarias, naturales, tecnológicas, espaciales, temporales, etc. con la que se produce un film. En el dispositivo convencional eso es lo que posee en propiedad el Dispositivo-Autor. Decimos, en propiedad, porque se comporta generalmente como el ejecutor de todas o la mayoría de las decisiones sobre ese capital, donde las personas de la realidad documentada suelen estar a su merced y como mucho, pueden llegar a participar en algunas cuestiones de rodaje y, como mucho, en algún visionado posterior del montaje acabado.

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Este es el Poder Autoral que por razones culturales, económicas, históricas parece habernos sido concedido a cineastas y personas dedicadas a la videoproducción para crearnos un status social diferente. Así es que solemos trabajar como propietarios del hacer y el saber, haciendo «nuestra obra», dándonos a conocer como autores de ese objeto cultural y de sus beneficios (económicos, profesionales, culturales, formativos, de reputación social, etc.) Cuando se habla de Cine con mayúsculas, la historiografía convencional nos remite a la historia de cierto conjunto de películas que conforman el canon oficial cinematográfico. Para hablar de Cine, desde el CsA hablamos de Sistema fílmico, de un complejo sistema de producción, circulación y exhibición de películas y obras audiovisuales, retomando la idea de una actividad sometida a las condiciones de producción de la sociedad que lo produce. Por extensión e inercia, cuando ejercemos nuestro poder autoral, pasamos de la posesión del saber hacer películas, a la apropiación de este «sistema fílmico» en su complejidad. Solemos tomar todo tipo de decisiones que van desde la concepción del film, las negociaciones, el dinero, la gestión del sujeto social, opciones estéticas, decisiones de rodaje (aunque sean algo participadas), decisiones del montaje que generará el film circulante (nada menos) y obviamente, solemos beneficiarnos de todo lo que pase con dicha película en su deriva social La práctica del CsA supone una ruptura frontal con este tipo de Autoría al que contraponemos otra práctica: la Sinautoría. Partimos de la dicotomía práctica entre dos ejercicios específicos: Autoría y Sinautoría. El Sinautor es, justamente, un Dispositivo-Autor que decide conscientemente su desaparición en función de la aparición creativo-colectiva, mediante las operaciones de sinautoría que proponemos en el Manifiesto, adaptadas a cada sujeto representado. Buscamos la destrucción de ese tipo de identidad propietaria con prácticas de realización concretas. Nos predisponemos como un «dispositivo-autor» que se de-subjetiviza, se des-interesa por lo propio, de-construye sus gustos e intereses individuales y privados mediante una práctica cinematográfica que lo sumerge en los gustos e intereses de las personas del film. Vacío de poder propietario, poder estético, poder de saberes para que sea llenado progresivamente, apropiado paulatinamente por un poder emergente grupal. Anonimato creativo. Buscamos subvertir el modo de producción al otorgar el derecho de apropiación, cocreación y cogestión a unos y unas protagonistas que habitualmente no lo tienen. Las prácticas sinautorales que nos exigimos deben producir, decimos: circulación y colectivización del capital fílmico que en principio posee; devolución

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del poder de generar representación al sujeto colectivo a representar; desarrollo de la conciencia crítica grupal por medios cinematográficos; desubjetivización de lo individual por inmersión en lo colectivo para dejar aflorar su discurso; colectivización de los beneficios del proceso del Sistema Fílmico. No se trata de pensar ingenuamente que cualquier persona puede convertirse en profesional del cine o la videoproducción. Todas aportamos diferentes cualidades que benefician el hacer colectivo. Pero es bueno diferenciarlas, no por una jerarquía heredada, sino por sus cualidades específicas. Practicamos un doble acto de violencia: el primero sobre nosotros y nosotras mismas como Dispositivo-Autor, «nuestro suicidio sinautoral» y el segundo sobre el documentado, al plantear su «muerte como espectador» en el entorno real de la creación de un film. Categoría ésta (el espectador muerto) vinculada a una actividad de receptor pasivo, o a lo sumo, en la actualidad, como consumidor parcialmente activo cuando realiza operaciones de interacción o inmersión como usuario en una realidad virtual. Tenemos claro que no se trata de crear un fantasma maligno sobre este poder autoral que produce, ni sobre sus autores. Estamos a favor de la diversidad cultural. Pero tenemos igualmente claro que es un modo de producción que lleva en crisis desde no poco tiempo y que estas prácticas de concentración de poder sirven a los modos de producción capitalista. Las obras de autor producen beneficios diversos: agilizan la creación de discursos que no suponen esperas ni acuerdos largamente participados o colectivos ya que todo lo decide el dispositivo-autor; evidencian y clarifican ideas y mecanismos de vida con las que otras personas pueden identificarse para reaccionar o adquirir conciencia crítica sobre asuntos y circunstancias en las que viven inmersas; aceleran procesos imaginativos al ofrecer ficciones que el resto de la sociedad puede incorporar y debatir. Pero al mismo tiempo vemos que esas obras de autor: se apropian, retienen y entorpecen esa posibilidad de producción colectiva, haciendo creer, muchas veces, que la identificación y aceptación del discurso autoral es reflejo de una creación colectiva cuando, en realidad, no lo es; fijan e inscriben ideas subjetivas en una realidad colectiva ajena al momento de la producción cinematográfica (muchas decisiones de montaje, postproducción, exhibición y comercialización de la película se dan en sitios y momentos alejados del sujeto social que le dio origen dejándole sin posibilidad de participar); someten y reducen los procesos colectivos al ámbito de la subjetividad autoral a la hora de transformar el Capital Fílmico en representación (film); posibilitan beneficios privado a los autores y autoras a costa de un trabajo colectivo. ¿En qué se traduce toda esta teorización? Buscamos incluir a las «personas del film» desde el principio en todo el proceso de decisiones. No podemos explayarnos en este artículo en pormenores,pero podemos comentar que comenzamos grabando a las personas desde los

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primeros contactos y en todos los momentos posibles. Una vez reunido cierto material audiovisual primario, elaboramos un primer «Documento Fílmico» (documentales transitorios que son piezas claves para el funcionamiento del CsA) que devolvemos y sometemos a debate, crítica y reformulación. Esta es una de las operaciones sinautorales más importante que se va a repetir a lo largo de todo el proceso de producción del film: la devolución de la representación en construcción, los momentos en que los sujetos protagonistas van a «intervenir» dicha representación modificándola, encontrando sentidos, quitando y proponiendo temáticas, escenarios, protagonistas, acciones de su propio interés y necesidad que los y las cineastas de Csa como meros técnicos tendremos que incorporar y resolver cinematográficamente. Todas las sugerencias de las «personas del film», las anotamos como exigencias de guión y dirección temática. El dispositivo-autor sólo escucha y anota para comenzar la reconstrucción del Documento Fílmico sometido a debate que, intervenido por las personas del film, derivará inevitablemente en otro. Este ejercicio es el que constituye los ciclos de montaje. El Dispositivo-Autor sólo actúa como equipo técnico al servicio de ideas que no le son propias. Ejerce su poder autoral y su saber autoral al construir el Documento Fílmico y practica la Sinautoría al permitir su destrucción para un nuevo Documento. Por eso en el CsA no hablamos solo de una película sino de «filmografías progresivas» que llevan a una película final. La subversión terapéutica de lo audiovisual La experiencia sobre la que edificamos nuestro cine es la autoreferencialidad audiovisual meditada y debatida, que va apareciendo en los Documentos fílmicos que exponemos cíclicamente. Estos «momentos cualquiera» expuestos en los montajes abren en las personas protagonistas un territorio de experiencia inédita: el de la apropiación y responsabilidad sobre la elaboración de su propia representación, la ruptura con su estado de anonimato pasivo para transformarlo en un anonimato activo, crítico. En el CsA solemos hablar de vivencia y persona fílmica como distanciamiento de los conceptos de interpretación y personaje cinematográfico. La vivencia fílmica es el acto aceptado voluntariamente de vivir delante de la cámara o dejarse registrar en momentos elegidos de sus vidas, para luego poder evocarlo en las imágenes y trabajar con ello. No pedimos dramatización o impostación teatral alguna porque la interpretación es un oficio específico que no compone la vida de las personas en general. Así que lo que buscamos es la familiaridad con la cámara hasta el punto de que se la olvide. Hablamos de personas fílmicas porque tampoco creamos personajes. Decimos en el Manifiesto que «el personaje cinematográfico es una creación parcial cuyo trabajo e intencionalidad son creados para un momento preciso: el tiempo de rodaje. Su vida «real» como personaje, dura lo que intermitentemente

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duren los planos que se ha tenido que hacer de él o ella encarnando al personaje. Luego, lo que perdura en el film es la suma de algunas de esas actuaciones. El personaje, para la vida real, es siempre un muerto porque no sufre ninguna variación en el registro fílmico». Cada vez que se exhibe una película, volvemos a desempolvar aquellos y aquellas muertas que son los personajes para exhibirlos frente a nuevos espectadores. Son los espectadores los que lo harán o no persistir en la memoria y podrán darle continuidad simbólica o encarnaciones emocionales sucesivas. Decimos, por esto, que en la práctica del CsA el muerto suele ser el cine, ya que solo capta instantes elegidos del acontecer de las personas cuyas vidas trascienden y superan permanentemente nuestra actividad. De esta manera, la experiencia cinematográfica sólo la podemos concebir como herramienta social más que como construcción de un film único para la exhibición. Esta concepción nos ha abierto la posibilidad de una construcción y reconstrucción constante de la representación fílmica, conectada a personas que van adquiriendo en el hábito de verse y trabajar el propio material que generan, la responsabilidad de modificarlo de acuerdo a sus intereses y necesidades. El propio mecanismo del CsA no avanza si en las devoluciones no hay intervención. Entonces se hace imposible la película. ¿Por qué hablamos de subversión terapéutica? Porque, justamente, todos estos ciclos de intervención de la imagen fílmica en los documentos devueltos, provocan «vibraciones de identidad» que comunican directamente la representación con su ser privado de cara a construir su representación para la circulación pública. La subversión es, antes que nada, privada porque las personas del film deben romper su inercia de espectadoras pasivas y hacerse activamente responsables de esas imágenes que denotan los rasgos de su vida. Verlas, discutirlas, componerlas y reconstruirlas. El abandono de su anonimato pasivo no es un asunto de devaneo teórico sino de responsabilidad práctica frente a imágenes concretas. Hablamos de subversión terapéutica por las posibilidades de «reparar» permanentemente la vida que se origina en las imágenes y las imágenes de la vida. Por la posibilidad de ensayar, prevenir, simular, ficcionar, situaciones de su «estar habitual». Poder exclamar ¡cómo somos! para preguntarse ¿cómo quisiéramos mostrarnos que somos?, poder reconocer ¡qué visión del mundo damos! para plantearse ¿qué visión del mundo queremos dar?… El gesto interruptor. La crisis social del rodaje y el rodaje como crisis. Provocación de lo anónimo «“Puesta en escena” expresa a la vez la puesta en duda del mundo, su puesta en abismo como escena». Jean Louis Comolli

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Filmar, rodar, supone un corte en la vida de lo filmado. El rodaje en el cine siempre implica una distorsión de la situación allí donde se instala y por el tiempo que dura en la vida de quienes lo producen y en el escenario donde se desarrolla. Interrupción en el tiempo y el espacio. La sola introducción de una cámara en un escenario real no solo lo transforma en una puesta en escena, sino que lo hace entrar en crisis. La realidad capturada adquiere de inmediato el status del que habla Noel Burch en El tragaluz infinito: «la recreación de la vida, el triunfo simbólico sobre la muerte». Porque este acto de filmar, viene a dividir en dos lo existente: lo que solo quedará en la memoria vivida y lo que quedará en la memoria de las representaciones audiovisuales y podremos volver a ver como si estuviera vivo. Lo real ante la cámara adquiere el status de «realidad documentándose» proclive de ser evocada en cualquier momento. Hoy día nos parece una banalidad la captura audiovisual porque, desde aquellas primeras imágenes captadas por el cinematógrafo de los Lumière a hoy, el mundo se ha poblado vertiginosamente de objetos y obras audiovisuales hasta dejarnos «inmersos» en una red audiovisual indiscernible. Lo que en aquellos primeros años, alrededor de 1895, era una «atracción» de feria, un fenómeno ajeno al espectador de cine que recién había nacido como categoría social y cultural, hoy es un monumental útero virtual donde nacemos, tan inabordable como inevitable. Cuando hemos pensado en hacer cine desde y con la realidad, partimos justamente de ese estado de crisis que provoca la cámara para desplazarlo hacia el componente social que participa. Cuando comenzamos una película de Cine sin Autor nos valemos de esa «crisis de rodaje» para convertirla en una crisis social donde buscamos la destrucción de roles, la ruptura de las jerarquías de producción y el vacío político que genera un espacio en blanco dispuesto para la creación y la recreación. Retomamos el hilo histórico del cine tren de Medvedkin, del cine familiarmente independiente de Cassavettes, de las prácticas cooperativas del 68 francés, de las últimas dos décadas de cine indígena latinoamericano y de tantas otras experiencias de disolución de la jerarquía piramidal como modo de producción fílmica. La crisis del rodaje en el CsA es también una crisis de lo sabido, una disolución del hecho cinematográfico que ya conocemos que debería suceder: unas cámaras, un director, un guión, unos técnicos que saben el oficio, la gente al servicio de sus ideas, etc. etc. El desplazamiento que practicamos, deriva en una crisis de las identidades aprendidas para plantearnos en el gesto interruptor: «y ahora que hemos puesto en duda lo que sabemos, ahora que ya no somos como deberíamos ser, ¿qué y cómo haremos una película?, ¿qué podemos ser como film?». Un microanonimato colectivo de rodaje que deberá reorganizarse en busca del film colectivo para hacer público ciertos rasgos de identidad grupal.

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Aprovechamos la crisis del rodaje para diseminarlo en su materia social. No se trata sólo de la libre circulación de saberes, sino de la convergencia de personas con su circunstancia social haciendo un film. Tampoco se trata de plantear una crisis, sino de filmarla y devolverla como documento de debate. No debatimos ideas, sino los documentos audiovisuales que muestran a las propias personas que entran en ese estado de crisis, que comienzan a preguntarse qué temas tratar en la película, que van decidiendo cuándo y cómo ser filmados, qué escenarios elegir, qué escenas construir. Ese es el aprovechamiento social y político que hacemos del gesto de interrupción cinematográfico. Las cámaras no se encienden sólo para la grabación de una escena, sino también en la preparación y en la post-vivencia de la misma, ya que creemos que una película incluye potencialmente todo lo que se hace para producirla y todo lo que pase socialmente en su existencia pública como representación. Los tres tiempos que planteamos que dura un film: el previo de producción, el de la película montada y el de su deriva social. La rehumanización de los estudios visuales Se nos ha hecho habitual la pantalla del ordenador y su inabordable hipertexto, los juegos virtuales donde usuarios y usuarias, a la vez e incluso en diferentes partes del mundo, pueden intervenir un programa diseñado y expuesto en la pantalla de un monitor; los videojuegos domésticos donde una o varias personas se desplazan y operan sobre paisajes y personajes para llevar a cabo diferentes aventuras y competiciones, los paseos virtuales, simuladores y cines de inmersión en salas especiales y una serie de géneros que nos avasallan vertiginosamente desde el mundo virtual. Muchos y muchas vivimos cada vez más tiempo en entornos virtuales. Pero todas estas posibilidades de espectáculo y entretenimiento (basadas en dinámicas que no han cambiado demasiado desde las fantasmagorías y dioramas de la época pre-cine) no están exactamente diseñadas para producir a la vez realidad social e interactividad humana crítica con las circunstancias en que viven quienes hacen uso de ellas. Tienden siempre a la sorpresa de las sensaciones, al entretenimiento o al ejercicio de determinadas capacidades y destrezas concretas. Más aún, si nos ubicamos en sectores sociales que no están inmersos o no pueden hacer uso de estos nuevos géneros en los que solo genera curiosidad y deseo de conocerlos. Aún, incluso, quienes hacemos uso habitual de ello sabemos que estas experiencias nos sumergen en una conectividad permanente con máquinas que, al mismo tiempo, nos llevan a experiencias de aislamiento social con nuestros semejantes, los próximos, quienes conforman nuestro entorno real. Llamamos lo real, en nuestra práctica, a ese hábitat inmediato, el campo vivencial con el que estamos conectados perceptiva y corporalmente. Éste es el entorno real que muchas veces se aleja más y más mientras el nuevo y avasallante entorno virtual se convierte en un cercano refugio que habitar.

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Dijimos, entonces, que partimos del rodaje como crisis. A partir de ese momento el CsA instaura una situación que funcionará, hablando en los términos de la cultura digital, como «Interfaz y circunstancia socio-virtual». Esto quiere decir que rompemos la dinámica personas/máquinas para extender la interactividad, o devolverla, mejor, a su status de intercomunicación entre personas. Éstas, juntas y en estado crítico-creativo frente a un material audiovisual que se les propone (surgido de ellas mismas), podrán realizar los mismos procedimientos que usuarios con mandos en sus manos: modificar la representación, intervenirla. Quitamos la pantalla del ordenador para sustituirla por documentos fílmicos salidos de la propia realidad, ofrecemos un dispositivo-autor que a modo de comandos y controles recibirá órdenes de personas concretas para intervenir y cambiar dichos documentos hasta formar una película. Buscamos una práctica del cine en el siglo xxi como un entorno real activo, crítico y de producción social en función de la creación de una realidad virtual: la producción de sus propias imágenes fílmicas. Lo real como estallido de la narratividad dominante «El objetivo vivo del film realista es “el mundo” no la historia ni la narración. Carece de tesis pre-constituidas porque surgen por si mismas». Roberto Rosellini «Las historias solo existen en las historias y mientras, la vida continúa sin la necesidad de volver a ellas». Wim Wenders en el film El estado de las cosas (1982) En estos últimos meses tuvimos la oportunidad de hacer un Documento fílmico de hora y media sobre la okupación de una casa por un grupo de jóvenes de Madrid. Pegamos la cámara a lo simple, al sistema de gestos, al microacontecer, para luego montar las secuencias. Cine familiar para uso de sus protagonistas. Luego nos encontramos con una especie de resistencia a encontrarle a aquella pequeña película su validez. Prejuicios a la hora de verlo pensando en exhibirlo. Posiblemente se trata de una validez comparativa, búsqueda del valor a secuencias ¿sin historia?, ¿sin mensaje?, ¿sin ideología? Los y las jóvenes de la okupa, discutieron en los visionados su valor social de uso y dudaban de la utilidad de una película sin ese «discurso político evidente». Nos preguntamos, entonces, si la vida cotidiana tiene historia. ¿La contemplación de la vida en tiempo real viene con sentido narrativo y discurso ideológico incorporado? ¿No será que le exigimos al acontecer una concordancia con los discursos, relatos, ideologías aprendidas, sentimentalidades asumidas y que vienen como espectros despóticos y fantasmas malolientes a exigirnos el sentido de las cosas, su lógica esperada?

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Partimos de un cine de «momentos cualquiera». Hemos encontrado en varias ocasiones cierta resistencia a la hora de construir el material fílmico desde momentos anónimos cuando se exponen como posible material cinematográfico. La práctica que estamos realizando se fija obsesivamente a lo real de las personas y a las personas creando en su realidad. No vamos a renunciar a ello. Nos pegamos al entorno real, dijimos. ¿Será que estamos entrenados para ver, a veces, lo cotidiano como si fuera una historia, una exposición ideológica, una narración coherente, un melodrama, un relato que cierra, un género aprendido? El peso de la narratividad dominante condiciona la visión e incluso la sentimentalidad con que vivimos nuestra vida. Es el conflicto que encontramos, a veces, entre lo anónimo habitual como material potencial cinematográfico y lo espectacular esperado. El mismo conflicto que hace abundar un tipo de espectáculo avasallante y perturbador como la cinematografía industrial y la escasa difusión de otras formas cinematográficas más minoritarias. No es lo mismo amar como aman los personajes de Cassavettes en Faces, que amar como lo hacen los personajes de Misión Imposible II de John Wood. A veces parece que no hemos podido salir del año 1915, cuando Griffith consolida ese modo dominante y eficazmente conquistador que ofrece el Nacimiento de una Nación, reduciendo la complejidad de las historias políticas y sociales a simple paisaje de un relato de amor infantilmente burgués. Tampoco podemos extendernos aquí sobre la melodramaticidad en el cine y sus mecanismos eficaces de conquista de los afectos y demarcación de las relaciones humanas, que lejos de ser nuevo está presente desde sus orígenes. La práctica del CsA nos ubica en un terreno desde donde reelaborar esa distorsión con que la narrativa corporativa ha fabricado ese cierto desprecio, por lo que efectivamente acontece y sentimos en nuestras vidas. La crisis inicial del rodaje y la instauración de una circunstancia socio-virtual de creación crítica basada en material audiovisual extraído de la vida, abre ciertos márgenes de huida y reelaboración de esa distorsión perceptiva. Pensar que el asunto de la destrucción de los cuentos del imperialismo audiovisual está en escribirlos diferentes, como si la batalla estuviera dada entre autores geniales y narraciones hegemónicas del poder, nos resulta, por lo menos, ingenuo. El problema no reside, creemos, en poner a prueba nuestra inteligencia de cineastas para fabricar formas diferentes del narrar, sino en hacer estallar el modelo de producción que los origina. Preferimos oficiar de kamikazes culturales, destruirnos como contenedores y herederos de estéticas que nos ha dado el oficio y hacer efectivo nuestro suicidio autoral. Y en eso estamos embarcados. Como salidos de la caverna platónica, vamos con las manos hacia delante por la ceguera parcial que produce dejar atrás las seguras y encandilantes luces del espectáculo audiovisual capitalista. Preferimos la lentitud de la contemplación que conspira, al exigente vértigo del no ver, ni oír, capitalista. Algo nos habrá enseñado el cine desde Ozú.

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Honestamente Dejamos en el tintero muchos temas y problemas que estamos trabajando. Queremos terminar insistiendo en que el Cine sin Autor nos lo hemos propuesto fundamentalmente como una práctica de realización y que la teorización solo está en función de ésta. Los textos que originamos son clarificaciones de trabajo, ajustes de sentido para intervenir la realidad y el cine a la vez. Para dialogar con la historia del cine de una manera seria pero también descarada y sin complejos. El campo de batalla de lo simbólico no proviene más que de la permanente y compleja lucha de las formas de producción social con sus complicidades económicas, políticas y militares. En los orígenes era el gangsterismo que ejercía Edison con su sistema de patentes, pero hoy seguimos asistiendo a una mafia imperial de las grandes corporaciones del espectáculo que buscan barrer toda vida que circula fuera de sus cárceles estéticas. Para más información: cinesinautor.blogspot.com

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Repúblicas forestales

Carles Guerra

Repúblicas forestales Reconocer el anonimato plantea un problema empírico, que sólo puede ser remediado mediante un acercamiento a sus formas más caracterísiticas de territorialización. Gilles Deleuze respondía a Claire Parnet que los perros son un modelo de territorialización fácilmente confundible con una forma de producción estética. Él decía, fíjate cómo levantan las patas traseras para orinar y marcar un lugar, cómo huelen las esquinas, cómo se mueven. Esa danza es una forma de arte que demarca un espacio, aseguraba frente a la cámara. Sin embargo, éste es un espacio que no se deja reconocer ni comprobar empíricamente. Sería una especie de territorio como aquél que definía Bruce Chatwin en su novela sobre Australia, The Songlines. Los mapas de las tierras que han pertenecido a los aborígenes no encierran el territorio dentro de un perímetro, sino que lo cruzan con canciones y relatos que convierten el lugar en un plato de espaguetis, tal como decía Chatwin. Cada lugar representa un espacio atravesado por diferentes historias, que ni siquiera pertenecen a un solo individuo. Se trata de canciones heredadas desde tiempos ancestrales, nada parecido a las escrituras de propiedad. Pero esta forma de territorialización no se corresponde únicamente con seres primitivos, animales o culturas en riesgo de extinción. Felix Guattari aseguraba en Las tres ecologías que el rock and roll ejerce una forma de territorialización parecida, mediante la música y unos estilos de vida definidos por poses, estéticas y formas de hacer. Se trata de un territorio existencial, decía Guattari, donde se erigen espacios vitales que guardan una relación antagónica con las formas de vida dominantes en el capitalismo, y que pueden llegar a constituir mundos virtuales desarrollados en el seno de otros estilos de vida hegemónicos. Esa tendencia constante hacia la desviación podríamos encontrarla de nuevo en los textos de Michel de Certeau. Resulta especialmente elocuente su ascenso al ya desaparecido rascacielos del World Trade Center, justo después de terminada su construcción. Desde el piso 110 Michel de Certeau miró hacia abajo y comprendió lo extraordinario de una creatividad espontánea que ante sus ojos se encarnaba mediante el movimiento de los peatones. A pesar de desplazarse por los entresijos de la cuadrícula urbana, aquellos individuos conseguían inventar sus caminos. Pero inmersos en una bruma, escribía de Certeau, desconocen e ignoran que su escritura involuntaria está siendo leída desde un punto de vista privilegiado por la concentración de capital económico y tecnológico que, a fin de cuentas redunda en un punto de vista privilegiado escópicamente también.

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Entonces, la cuestión es, ¿existe un anonimato que no despierte el hambre de un aparato de interpretación y vigilancia ávido de dar forma permanente a esas experiencias que no la tienen? El fuerte carácter transicional del anonimato hace que sólo pueda ser abordado mediante una historia natural que recrea todo aquello que le rodea, pero en ningún caso puede uno imaginarse cuáles son sus objetivos, intenciones o planes, si es que los tiene. Darle ese tipo de identidad organizada equivaldría a traicionar su verdadero potencial, un potencial que no siempre se anuncia como una forma de vida deseable, atractiva o conciliadora. Al contrario, puede que sólo revele la crudeza de su transicionalidad. Por eso los ejemplos tampoco pueden describir el anonimato. Uno sólo puede abrir el periódico y sorprenderse de que el anonimato existe. Puede que sus motivos no lleguen a ser transparentes o susceptibles de una reconstrucción racional, pero su capacidad de interpelación está fuera duda. Tal como ocurrió en la primavera del año 2006, cuando los asaltos a viviendas desataron la alarma social entre los medios de comunicación. El sigilo con el que se producían creó una verdadera psicosis. Las noticias daban cuenta del miedo en aumento. Un fuerte sentimiento de indefensión se apoderó de aquellos que vivían en urbanizaciones. Los robos no sólo comportaban una intromisión en las viviendas sino que, en palabras de algunos afectados, llegaron a constituir una violación difícil de explicar. Después de un asalto el hogar se percibía menos propio. Algunos propietarios sentían que aquella residencia ya no era su casa. Una mujer entrevistada por el diario La Vanguardia confesaba su malestar tras haber tirado toda la comida de la nevera al descubrir que los atracadores habían comido de ella: «Del asco que me dio, tiré toda la comida que tenía a la basura, incluso la que estaba envasada» (27-05-06). En este caso, la detención de cinco hombres de origen rumano alivió la tensión. Se sabe que los medios de comunicación suelen rubricar los acontecimientos como si estos fueran objeto de un relato. Pero lo más inquietante fue que se les hallara en medio del bosque. En las cercanías de Maspujols «vivían como auténticos guerrilleros» (27-05-06) y allí mismo guardaban los objetos que robaban. Camuflados entre la vegetación se encontraron hasta diez coches, aparatos electrónicos y equipos informáticos. Tal como informó la prensa, estos individuos abandonaban el escondite por la noche y andaban largas distancias para llegar a los vehículos que utilizaban en sus desplazamientos. El hecho de que los ladrones viviesen en el bosque –declaró la policía– había dificultado extremadamente las investigaciones. El origen de aquella «percepción subjetiva de inseguridad» –como dijera el director de la Guardia Civil, Joan Mesquida– había sido localizado entre matorrales. Sucesos como este conceden al bosque un lugar en el catálogo de nuestros miedos modernos. Su imagen irrumpe como una pesadilla. Por un lado, se confirma su tradicional caracterización opaca y sombría; por el otro, despierta connotaciones ambiguas y amenazadoras. De repente, una masa de vegetación na-

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tural se ha convertido en la casa del otro: el inmigrante, ilegal, extranjero, desconocido e invisible. Las zonas boscosas adquieren en este punto del relato un potencial táctico para los más vigilados y estigmatizados. Un lugar oscuro y seguro a salvo de la mirada panóptica que en nuestra sociedad rastrea hasta el último rincón. De modo que el bosque se acopla a la imagen siempre incompleta del extranjero. Si, como diría Giorgio Agamben, nuestras leyes lo privan de humanidad, la definición de esta figura compleja que es el inmigrante se compensa con un perfil que lo identifica como un objeto natural, confundido, mezclado e hibridado con un espacio forestal. Este imaginario que priva de visibilidad a los extranjeros toma cuerpo en puntos neurálgicos de las rutas migratorias. Al sur de Europa, cerca del enclave de Ceuta, y al norte, en el paso de Calais que permite cruzar al Reino Unido, hay bosques que sirven de refugio a los inmigrantes. Acceder a ellos es prácticamente imposible. Charles Heller, que llegó a Bel Younech realizando un documental sobre el tránsito de subsaharianos a través de Marruecos, estuvo a punto de conseguirlo. Un número de móvil de otro inmigrante fuera del campo le sirvió de contraseña. Pero a punto de franquear el estricto control que imponen los ocupantes del bosque, la policía marroquí inició una redada. Muchos mueren al caer perseguidos con armas de fuego. Sus precarias construcciones son quemadas y arrasadas. Sin embargo, esta «organización forestal» funciona como un espacio autónomo que permite esperar el momento en el que se cruzará al otro lado de la frontera. En la improvisada sala de espera que es Bel Younech se calcula que puede haber, en función de los diferentes periodos del año, cerca de 800 moradores. Muchos se quedan durante meses. En la región de Calais también ha aparecido un campo informal tras los acuerdos de Schengen y el cierre del centro de Sangate. Durante el día se les ve avanzando por las vías del tren. Los habitantes de la zona se quejan del «perjuicio económico» mientras los activistas organizan la ayuda para los que se atreven a dejar «la jungla». Mientras tanto la policía francesa se adentra y persigue a los que malviven allí. Entre 200 y 400. Si alguno de estos consigue infiltrarse de polizón en el Eurotunel, el trayecto hasta Londres durará 38 minutos. Otros invierten, empleando otros medios, un mínimo de tres semanas. La paradoja se hace más dramática si consideramos que estos campos, por no llamarlos centros de internamiento consentidos, suelen estar ubicados junto a infraestructuras que mueven mercancías y personas con un alto grado de eficiencia. Cerca de Bel Younech se está construyendo el megapuerto Tanger-Med, uno de los mayores centros de logística previstos en el Mediterráneo.

PRÁCTICAS DEL ANONIMATO | Repúblicas forestales | Carles Guerra

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HABITAR EL ANONIMATO

Grecia 2008:

carta a Alexandro y respuesta de los trabajadores

Carta leída por los compañeros de Alexandro en el funeral Queremos un mundo mejor. Ayudadnos No somos «terroristas», ni «encapuchados», ni los «conocidos-desconocidos» Somos vuestros hijos. Esos conocidos, desconocidos… Tenemos ilusión, no matéis nuestra ilusión. Tenemos ímpetu, no detengáis nuestro ímpetu. Recordad, una vez fuisteis jóvenes vosotros también. Ahora perseguís el dinero, sólo os importa vuestra «vitrina», engordastéis, os habéis vuelto calvos, OLVIDÁSTEIS. Esperábamos que nos defendiérais, esperábamos que os interasárais, que nos hiciérais sentir orgullosos por una vez. EN VANO. Vivís falsas vidas, habéis bajado la cabeza, os habéis bajado los pantalones y esperáis la muerte. No tenéis imaginación. No os enamoráis. No sois creativos. Solo compráis y vendéis. Materia por todo. Amor en ninguna parte. Verdad en ninguna parte. ¿Dónde están los padres? ¿Dónde están los artistas? ¿POR QUÉ NO SALEN A LA CALLE? Ayudadnos, a los niños. p.d.: No nos tiréis más gases lacrimógenos. Lloramos por nosotros mismos. (Traducción al castellano: Alicia R.)

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Carta a los estudiantes escrita por trabajadores atenienses Mie, 17/12/2008 – 18:57 – Lembas http://www.alasbarricadas.org/noticias/?q=user/7 La mayoría de nosotros aún no nos hemos quedado calvos ni nos ha salido barriga. Somos parte del movimiento de 1990-91. Habéis tenido que oir hablar de aquello. En aquel entonces, cuando habíamos ocupado nuestras escuelas durante 30-35 días, los fascistas mataron a un profesor porque fue más allá de su rol natural (el de ser nuestro guardián) y cruzó la línea hacia el lado opuesto: vino con nosotros, a nuestra lucha. Entonces, hasta el más duro de nosotros fue a la calle a los disturbios. Sin embargo, nosotros ni siquiera pensamos en hacer lo que tan fácilmente hacéis vosotros hoy: atacar comisarías (aunque cantábamos aquello de «quemar comisarías…»). Así pues, habéis ido más allá que nosotros, como ocurre siempre en la historia. Las condiciones son diferentes, por supuesto. En los 90 nos compraron con la excusa del éxito personal y algunos de nosotros nos lo tragamos. Ahora la gente no se cree este cuento de hadas. Vuestros hermanos mayores nos lo demostraron durante el movimiento estudiantil de 2006-07; vosotros ahora les escupís su cuento de hadas a la cara. Todo bien hasta el momento Ahora comienzan las buenas y difíciles cuestiones: Para empezar, os decimos que lo que hemos aprendido de vuestras luchas y de nuestras derrotas (porque mientras el mundo no sea nuestro siempre seremos perdedores) y podéis emplear lo que hemos aprendido como queráis: * No os quedéis solos. Llamadnos; llamad a tanta gente como sea posible. No sabemos cómo podéis hacerlo, encontraréis la manera. Ya habéis ocupado vuestras escuelas y nos decís que la razón más importante es que no os gustan. Bien. Ya que las habéis ocupado, invertid su rol. Intercambiad vuestras ocupaciones con otra gente. Dejad que vuestras escuelas sean el primer hogar para nuestras nuevas relaciones. Su arma más potente es nuestra división. Tal y como vosotros no teméis atacar las comisarías porque estáis unidos, no temáis llamarnos para cambiar nuestras vidas todos juntos.

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* No escuchéis a ninguna organización política (ni anarquista ni ninguna). Haced lo que necesitéis. Confiad en la gente, no en esquemas e ideas abstractas. Confiad en vuestras relaciones directas con la gente. Confiad en vuestros amigos: haced vuestra lucha de cuanta más gente posible, vuestra gente. No les escuchéis cuando os digan que vuestra lucha no tiene contenido político y que debería obtenerlo. Vuestra lucha es el contenido. Tan solo tenéis vuestra lucha y está en vuestras manos asegurar su avance. Tan solo ella puede cambiar vuestra vida, a vosotros y las relaciones reales con vuestros compañeros. * No temáis actuar cuando os enfrentéis a cosas nuevas. Cada uno de nosotros, ahora que nos hacemos mayores, tiene algo sembrado en su cerebro. Vosotros también, aunque seáis jóvenes. No olvidéis la importancia de este hecho. En 1991, nos enfrentamos al olor de un nuevo mundo y, creednos, lo encontramos difícil. Habíamos aprendido que siempre debe haber límites. No temáis la destrucción de mercancías. No os asustéis ante los saqueos de tiendas. Lo hacemos porque es nuestro. Vosotros (como nosotros en el pasado) habéis sido criados para levantaros todas las mañanas con el fin de hacer cosas que más tarde no serán vuestras. Recuperémoslas y compartámoslas. Tal y como hacemos con nuestros amigos y el amor. Os pedimos disculpas por escribir esta carta tan rápidamente, pero lo hacemos al ritmo del trabajo, en secreto para evitar que se entere el jefe. Somos prisioneros en el trabajo, como vosotros en la escuela. Ahora mentiremos a nuestro jefe y dejaremos el trabajo: nos reuniremos con vosotros en Syntagma con piedras en las manos. *Proletarios* Traducido por Klinamen.org Versión en inglés extraída de libcom.org

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Para una crítica del conflicto vasco

Ekhi Lopetegi de la Granja

Para una crítica del conflicto vasco El anonimato como fuerza política en el contexto del Conflicto Vasco El siguiente artículo se redactó en la primavera del 2007. Creo que su valor teórico sigue vigente en sus líneas principales. Lo que sí quedaría por determinar es el problema de cómo se podría organizar una fuerza política que subvierta el Orden político que se describe en él. La pertinencia de la cuestión del anonimato se hace entonces inevitable. El artículo describe la constitución de un aparato social coherente y eficaz; claro, nítido y perfectamente estructurado, establece un Orden que atraviesa todas las dimensiones de lo social. Que atraviesa todas las dimensiones de lo social significa que invade los discursos, tanto como los afectos o las conductas; pero no como un agente externo que vendría a prescribir qué se ha de sentir, decir o hacer. Se trata más bien de un Orden político que desde el interior y de antemano establece las condiciones de lo decible, lo sentible, de cómo podemos regir nuestra conducta. Éste régimen de pre-visibilidad no puede sino asegurar la repetición y redundancia de lo ya dicho, sentido o hecho, jugándose en ello su supervivencia. Lo obvio se convierte así en el principal medio y en la finalidad política última, y su subversión deviene índice y medida de toda práctica política. En este contexto, la fuerza del anonimato reside precisamente en su capacidad de hacer entrar en escena lo inédito. Lo inédito, lo no fijable, lo no reconocible: esa bruma que por no ser reducible a la red de relaciones afectivas, discursivas o conductuales que pre-escribe el propio Conflicto, posibilita la irrupción de un espacio político otro liberador. Ahora bien, ¿cuál es el fondo en el cual el anonimato halla su fuerza? En otras palabras, ¿cómo está constituido lo anónimo en el contexto del Conflicto vasco? No tanto el dolor, sino el hastío constituye esa interioridad común y anónima. El hastío, esa resistencia pasiva a la perpetuación de lo Mismo, señala la posibilidad y la necesidad de otros discursos, otras relaciones afectivas, otras modalidades de acción que disuelvan o escapen al juego de poder dominante. Porque lo que subyace al hastío no es sino la negación del propio Conflicto, su deslegitimación como centro de sentido y como principio rector del Orden político-social. El hastío manifiesta el deseo y la urgencia de una realidad otra. Una política del anonimato, una política que halla en el anonimato su principal fuerza y hace de él su principal arma, ha de profundizar en ese hastío, lo

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ha de llevar al límite o a sus últimas consecuencias. Llevar el hastío al extremo significa hacer una experiencia radical del mismo. La radicalización de la experiencia del hastío lleva consigo un cambio radical de perspectiva y una negación del Conflicto que operan una triple inversión: abre, primero, un espacio de discurso inédito donde otras cosas pueden ser dichas; abre, además, un espacio práctico inédito donde otras conductas pueden tomar lugar. Pero, sobre todo, abre un nuevo espacio afectivo donde una relación inédita con el dolor puede establecerse. Esa nueva relación con el dolor no lo disuelve, no lo cura, sino que posibilita su reapropiación transformadora. Pues frente al hastío, es en la expropiación y gestión de una experiencia codificada del dolor donde el Conflicto se apoya en último término. Ahora bien, la reapropiación del dolor que procura la negación del Conflicto presupone también el descubrimiento de su absoluta desfundamentación. Desocultar la ausencia de sentido del Conflicto lleva consigo la revelación de un dolor igualmente carente de sentido. Es, por eso, que en el espacio que abre el hastío haya de acontecer, quizá, un proceso de desmoralización. Y, sin embargo, ¿no es esa forma de auto-exposición el grado cero de toda lucha política hoy? ¿no constituye, acaso, el suelo afectivo en que se traban política y existencia? ¿cómo se traduce en términos de práctica política establecer esa relación inédita con el dolor y hacer la experiencia radical del hastío. *

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Los juegos de poder «La vida es quemar preguntas» Artaud Generalmente (todavía) se plantea de forma frecuente el problema del poder según categorías caducas e inútiles: quién lo ostenta, cuál es su localización exacta, cómo tomarlo o destruirlo. Las respuestas a la cuestión de poder dan lugar a las principales y más ciegas corrientes críticas y se formulan con frases tipo «el poder lo ostenta la clase política x», «el poder lo ostenta la clase política y», «el poder lo ostenta la potencia mundial z» o «el poder lo ostenta los mass media»… Es así que el poder deviene Poder y prolifera como infinitas respuestas-máscara que pretenden señalar como si de una simple definición ostensiva se tratara el poder, «el de verdad», el esencial y no el otro. Se esfuerzan en señalar el objeto al que la palabra «Poder» hace referencia (pobre dualidad semántica), y en su absurda batalla de referentes se les escurre (provocan su escurrimiento) el poder ocultándose. Poder enmascarado, por tanto. Desde Foucault, podemos entender que el poder no está, sin más, en algún sitio; que no se refiere a un objeto particular, que no esencia en él sino que pone en relación los objetos que se entrelazan de forma reticular en un campo estra-

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tégico dado. Que el Poder no existe, que hay relaciones de poder. Por tanto, que no sirve, si no es para ocultarlo, preguntar por el «qué» del poder. Y que si sólo hay relaciones de poder, sólo es útil desviar la pregunta del qué por la del cómo, intentar comprender cómo funcionan las relaciones de poder (trabajo descriptivo). Y este desplazamiento implica un nominalismo (no existe «el» poder) que coincide con un perspectiva relacional y funcionalista que es, ha de serlo, no esencialista. No en vano hace Foucault alusión a la filosofía del lenguaje corriente para tomar prestada la noción de «juego» en vistas a una posible filosofía analítico política: del mismo modo en que el lenguaje se juega (relaciones de significación) se juega también el poder (relaciones de poder). Y su descripción (respuesta al cómo) desenmascara el poder. Lo cual no implica que no podamos hablar de núcleos en los que el poder se condensa más o menos (centros de poder), o de estancamiento y persistencia de ciertos juegos de poder a lo largo del tiempo (estados de dominación). Aunque si es cierto que la disolución de no importa qué juegos de poder implicaría la redistribución de las relaciones de poder y no la disolución de poder mismo. Con todo, podemos siempre interrogarnos cómo se juega el poder en x campo social, qué efectos tiene, qué posibilidades de apertura coyuntural ofrece. En Euskadi hace tiempo que se lleva jugando un juego de poder que hay que destruir. Principal dispositivo de (re)producción de orden y neutralización de lo político que perpetúa una realidad fosilizada, satisfecha y miserable. El «Conflicto vasco»: espacio colmado de densidad infinita que en ello pierde la profundidad propia de lo espacial. Probablemente no haya otro lugar en el que el mundo se haya miniaturizado hasta extremos tan repugnantes. Y va siendo hora de tomarlo por lo que hoy es: una farsa, un engaño tan trágico como despreciable. Pero no para resolverlo de una vez, como si resolviéramos un problema o contestáramos a una pregunta. Más bien, para abandonarlo y vaciarlo (desocuparlo) haciéndolo desaparecer como problema y como centro de lo problemático mismo, como pregunta en cuya respuesta los maltratados jugadores pretenderían hallar la supuesta verdad farsante de la que penden. Ante todo hay que dejar algo claro. El «Conflicto vasco» no desaparecerá porque haya sido resuelto, sino porque se estará llevando a cabo una transición de un régimen de poder determinado a otro (transición que estamos probablemente viviendo hoy);1 o bien porque haya sido políticamente vaciado. El juego de poder sobredeterminante «Gaur dirudi demokraziak utzi haula pott egina, ipurdi hartzeari gustoa hartua dioala» Hertzainak.2 La historia del conflicto vasco es la historia de la progresiva disolución de los lazos que originariamente lo vinculaban, en mayor o menor grado, a la vida co-

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tidiana de las personas: historia de una despolitización y de la constitución de un juego de poder sobredeterminante o régimen de poder, cuyos efectos principales son la reducción de la ambivalencia propia de lo social3 y la neutralización de lo político. Tal como funciona hoy, el Conflicto es una serie de relaciones que tejen un juego de poder que se sobrepone en y a lo social, al que corresponden unas relaciones de sentido que lo cohesionan y legitiman (que habría que analizar), y fuera de las cuales no queda nada. El Conflicto deviene así el principal dispositivo de (re)producción de orden. El «Conflicto vasco» es sobre todo el espectáculo de un conflicto que se concreta en tanto que realidad espectacular. Espectacular por separado de la vida cotidiana, como lucha privada ETA-Estado; y espectacular porque la oposición separada de perspectivas políticas divergentes no hace sino ocultar la «unidad de miseria» subyacente para asegurar su persistencia. Las diferentes posiciones contrapuestas y las posibilidades de actuación en el juego político que determina el «Conflicto» no hacen sino confirmar de forma ininterrumpida una realidad idéntica (obvia/tautológica) sin posibilidad de apertura coyuntural alguna. Todas las luchas en el interior del juego político sobredeterminante contribuyen a la reproducción de una misma realidad que deviene simple reiteración ininterrumpida de lo Mismo. Jugar al juego del «Conflicto» implica contribuir a su retroalimentación, reconocer sus reglas y legitimar su existencia. En tanto que espectáculo de lo político el «Conflicto vasco» sería el aparato de su neutralización: exposición de una incesante y agitada actividad política verdaderamente ausente. La realización concreta del juego político espectacular tiene como efecto los «daños colaterales» que conocemos y que lo convierten en algo doblemente triste: primero, por la tragedia concreta de cada uno de los afectados; y segundo, por la ausencia absoluta de fundamento o sentido de esas afecciones trágicas. De hecho, esta dimensión trágica adyacente es totalmente funcional al conflicto. El no-sentido (muerte) y el desorden juegan un papel fundamental en la reproducción de orden y sentido. El Conflicto, en tanto que dispositivo sobredeterminante, efectúa una utilización funcional del desorden y el no-sentido: los desordenes parciales (kale borroka, agitación social, incertidumbre, preocupación, miedo…) y el no-sentido (la tragedia) funcionan como elementos necesarios de su retroalimentación.4 Las actividades que dan lugar a los desordenes parciales son siempre altamente rituales (ir a una manifestación, lanzar piedras, quemar cajeros y ver un concierto) y juegan un papel absolutamente supeditado al Orden. El asesinato es su forma mas grave y reproduce también el Orden. En todos los casos, no se trata de la efervescencia espontánea de enfrentamientos incontrolables, sino de su rutinaria administración en dosis. La vacuidad política de tales desordenes es evidente, no así su funcionalidad, su servidumbre total al dispositivo de poder Conflicto. Es así que se puede hablar de cierta participación del desorden en la reproducción del orden. El desocultamiento de esta coparticipación es la única for-

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ma que pueda dar lugar a la deslegitimación de esas actividades miserables, y no la crítica interna que contase como una «jugada» más (del juego de poder). La muerte en tanto que inasible debe, puede hacerlo, poner en suspenso las relaciones habituales de sentido. Si la muerte llega como acontecimiento trágico, el sentido sucumbe y la decimos que la vida se sacude. Sacudir y poner en suspenso abren un espacio que es, tiene que serlo, un contra-espacio: es otro espacio fuera y contra el Espacio (conocido) que lo precedía. Por ejemplo: «¿Qué nos pasó el 11-M? Por decirlo muy brevemente, lo que nos pasó fue que el acto terrorista abrió un agujero negro».5 Que abre un agujero negro significa que el no-sentido que funda ese nuevo espacio toma la forma de la interrupción del curso habitual de las cosas, de la presencialización del Otro. Pues bien, en el contexto que el Conflicto confligura la muerte llega siempre bajo la forma de un déjà vu, de un «ya visto» que se «pre-veía»: de la pura repetición en y de lo Mismo. La tragedia de una muerte ha devenido pura redundancia. El muerto ya no es ni «uno» que muere (único), ni el dolor pertenece a quien padece («mi dolor»). Ello es extensible a la tragedia por aprisionamiento o dispersión. Expropiación, de antemano, de la experiencia única y privada que pueda hacerse del dolor causado, codificación y reconducción del dolor al seno de las relaciones de sentido imperturbadas que se fortalecen (ETA-Estado y la gama de grises entre uno y otro), y en fin, neutralización de la fuerza política del propio dolor. He ahí la diferencia entre la politización por afección del 11M y Euskadi: víctimas o afectados.6 Utilización funcional del no-sentido que impide realizar un desplazamiento de perspectiva que al descubrir la ausencia de fundamento del Conflicto pudiera ponerlo en tela de juicio.7 Tal reconducción del no-sentido tiene como efecto diferentes perspectivas por todos conocidas y correspondientes a las diferentes unidades de poder en juego: 1) ETA ha asesinado a x y es culpable, hay que acabar con ETA; 2) y ha sido encarcelado o asesinado por el Estado, hay que acabar con el Estado represor español; 3) el menos corriente pero igualmente funcional: hay que tender puentes de diálogo. El caso 1 constituye la unidad que representa el Estado. El repliegue de los últimos años de la AVT, por ejemplo, viene a formar la base popular de defensa del Estado. Ésta procede por identificación de la defensa de la dignidad de las víctimas y la del Estado de Derecho. Sólo así se entiende que se rechace toda negociación (que relativizaría el Estado) y que se plantee el conflicto en términos de eliminación del oponente, incluso a costa de algunos sacrificios futuros más: «hay que derrotar al enemigo, aunque mi compañero de partido pueda caer en el camino».8 La víctima deviene así un sacrificado. El caso 2 constituye la amenaza al Estado español. Ésta se vuelca contra el Estado español en favor de un simple reajuste administrativo-jurídico que hiciera sitio a un Estado vasco. En este caso también, la defensa de lo valores nacionalistas pasa por su total identificación con un posible Estado vasco que los

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realizaría. El problema reside en que ello significa que el Estado actual dejaría de ser Absoluto, devendría relativo a condiciones o contingencias. Por otro lado, sólo si son totalizadas las reivindicaciones nacionalistas tomando la forma de otro Estado se realizarían de forma no enajenada. El esquema es simple: el Estado español enajena a los vascos que superarían su condición de alienados sólo mediante la constitución de un Estado vasco, pero eso es incompatible con el Estado actual porque lo relativiza.9 El entrelazamiento y la articulación constante de esas dos unidades en espectacular oposición pone en marcha el mecanismo de retroalimentación que (re)produce el orden y constituye un régimen de poder sobredeterminante. El conflicto como fundamento de sentido y elemento movilizador «Cualquier lucha parcial resulta retenida a ese tipo de objeto tercero trascendente; todo debe encontrar significación a partir de él, incluso cuando la historia real lo hace aparecer por lo que es, a saber, un engaño.» Felix Guattari, Micropolítica del deseo10 El Conflicto resulta ser altamente movilizador. Los mayores índices de participación electoral se dan en Euskadi hacen de ella una democracia saludable. Siempre la misma llamada a la masiva participación, electoral o en las manifestaciones, y la realidad persiste en su redundancia. Siempre la sucesión de «momentos históricos», momentos cruciales, decisivos, pero nada nuevo acontece. Siempre la reivindicación del derecho de autodeterminación y lo único que se autodetermina es el propio orden. En fin: redundancia de lo real, ausencia de novedad y autodeterminación del orden. El proceso de retroalimentación del Conflicto sólo es eficiente a condición de alcanzar niveles altos de participación. Por tanto, se puede decir que el «Conflicto» también toma la forma de una movilización total: movilización total por lo obvio en la medida en que su principal efecto es la persistencia de una realidad tautológica que se conoce y repite. El Conflicto vasco funciona como un supuesto núcleo de verdad o de sentido de las sociedad vasca. Es posible, en ese sentido, que sea análogo a la categoría de «sexo» tal como funciona en el seno del dispositivo de sexualidad que Foucault describe en «La voluntad de saber». Eso significaría que se presupone: a) un vínculo entre la totalidad social y ese núcleo de verdad sustantivo. b) la derivación de todas las relaciones de sentido de ese centro, en tanto que sus subproductos. c) la reconducción de todas las prácticas de lo social a dicho núcleo de verdad. Totalización de lo social por presuposición de un núcleo fundamental problemático (el Problema-Conflicto) que lo constituye; presuposición de dicho Problema como verdad inherente a lo social y en relación a lo cual este se jue-

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ga su razón de ser; derivación de todos los discursos posibles de este núcleo que funciona como su condición de posibilidad; y finalmente, reconducción de todas las prácticas al núcleo Conflicto que opera como referente y medida de su validez. Por tanto, el Problema-Conflicto se muestra como aquel elemento en relación a cual se juega la posibilidad de ser de los discursos y las prácticas sociales. Es el elemento según el cual aplica el código excluyente Mismo/Otro (dentro/fuera, ser/no ser), reduciendo la ambivalencia de lo social a figuras tipo que puedan corresponder al régimen de poder Conflicto, como sus partes constituyentes: abanico de formas admisibles de ser en sociedad del cual se podría hacer el inventario (la victima, el abertzale, el bienintencionado…). Es sólo así que se determina el Conflicto como «el» Conflicto y no uno entre otros (inmigración, precariedad u otros). Y es así que se hace ver que su resolución será la Resolución de lo conflictivo en sí mismo: la Paz. La puesta en juego de estas categorías altamente especulativas y trascendentes (Conflicto, Resolución y Paz), hace presuponer un supuesto proceso central/fundamental, proyecta un horizonte de espera(nza) y consecuentemente, permite alcanzar una masiva adhesión a ese Proyecto. Articulando estas categorías se desarrolla e impone una metanarrativa de legitimación del Conflicto mismo cuyo efecto es el siguiente: embarcamos todos en ese Proyecto pseudopolítico («tenemos que alcanzar la paz») en el que supuestamente nos va la vida, cuando en realidad, probablemente es la vida la que se nos va en ello. Todas las prácticas y movimientos sociales son, por tanto, sobredeterminados (feministas, okupas, gay, anticapitalistas, ecologistas) ya sea por parte de las bases juveniles de la izquierda abertzale o no. Lo que sí es cierto es que en todos los casos, o bien se ha de ser lo suficientemente discreto para no contrariar abiertamente las relaciones de sentido dominantes, o se han de hacer ciertas concesiones adecuando cada propuesta. En el caso de la izquierda abertzale, se trataría de hablar de globalización, sí, pero a condición de adecuarlo a ciertas categorías como la identidad, pueblo, proyecto de emancipación que han de quedar inalterables, porque en ello se juega la condición de ser de lo político (y en ello muere). En el extremo contrario se trata de someterse a lo otro de ETA, defender principios sustantivos de Libertad, Democracia, Estado de Derecho… (en el caso del PNV y los partidos entre los dos polos, se combinarían ambos extremos). No hay espacio a todo aquello que no se preste a este marco de sentido correspondiente al juego político sobredeterminante.11 La posibilidad de una crítica radical muere en cada uno de los casos. Pero sobre esta oposición hay un principio unificador aún mayor. Pues «este sistema de bipolarización de todos los problemas gira siempre entorno aun tercer objeto…» (Félix Guattari, MPD), a saber, el propio Conflicto como objeto trascendente, que pone en juego diferentes categorías que le corresponden, y desarrolla una metanarrativa de sí que lo legitima en tanto que régimen de Poder. Llegados aquí, no se trataría de someter a crítica una u otro elemento de la opo-

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sición, sino de someter a crítica el propio juego opositivo, esto es, someter a crítica y rechazar el propio Conflicto y la realidad que configura. El rechazo del Conflicto «Es por eso que tenemos que distinguir entre lo mayoritario como sistema homogéneo y constante, las minoridades como subsistemas, y lo minoritario como devenir potencial y creado, creativo.» G. Deleuze, Philosophie et minorité12 (cursiva mía). Llevar a cabo la crítica del Conflicto pasa por el rechazo del mismo en los términos en los que se ha definido hasta aquí. Rechazo que no significa negación sino desvelamiento de su funcionamiento y su desocupación. Y esta crítica ya está siendo realizada cada vez que se dice «no me interesa», «no quiero opinar al respecto», «me quiero ir de aquí, estoy harto». Estos enunciados no significan indiferencia, ausencia de interés y compromiso respecto a un tema tan relevante. Significan, antes que nada, la deslegitimación del Conflicto como centro de sentido y de orden, y por tanto, desapego y reapropiación de una existencia singular, irreductible a ese centro que por definición rebasa y por el que había sido expropiada. Esos enunciados menores de «anónimos», señalan la única vía para una apertura coyuntural. Son la intuición de un deslizamiento, una fuga, un devenir respecto a las formas de ser tipo, mayores y constantes, funcionales al dispositivo de poder, formación histórica o estrato sobredeterminante. Deleuze explica13 que mayor y menor14 no se oponen según una diferencia cuantitativa, o no únicamente. Lo mayor (mayoridad, mayoritario) opera siempre identificaciones, define formas acabadas (definitivas), redunda: extrae sin cesar constantes de un campo menor de variabilidad y contingencia. El Conflicto mismo es una formación mayor (se ha establecido como tal), así como las figuras (formas tipo) y las categorías que pone en juego: victima, preso, vasco o español; pero también, nación, estado, paz o libertad. Resumiendo, todos esos términos que comienzan con mayúscula independientemente de si prosiguen un punto o no (y a los que acompaña un articulo determinante). Es mayor lo que retiene y reduce. Retiene y reduce procesos menores y creativos, el fondo de inestabilidad a lo que lo mayor se sobrepone por definición.15 Y es menor lo que fuga, lo que escapa y rehuye las capturas que opera de forma incesante lo mayor. En fin, se trata de, o bien, poner las variables en un estado de variación constante (menoridad, devenires), o bien, extraer constantes de variables (mayoridad, capturas). Pues bien, en cada enunciado que se asemeje a los citados se insinúa un devenir menor, y por tanto, la posibilidad de una apertura coyuntural y de otro espacio. Desocupar el Conflicto pasa por deslizarse bajo el mismo, provocar los devenires que deslizan. Por tanto, que hay que dejar de ser. Esto significa que

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hay que dejar de ser las figuras tipo que en tanto que participes del Conflicto realizamos y en las que nos determinamos. Pero, sobre todo, que hay que pensar de otra forma el dolor y por eso, hay que ponerlo en el centro. Si bien dar un paso atrás permite describir un juego de poder determinado y comprender a qué juego se juega, muy a pesar de que los jugadores mismos lo desconozcan, no se puede, no se debe, menospreciar el dolor y la experiencia singular que de él se haga. Pero es que es precisamente asumir la verdad del juego descrito, a saber, la ausencia de fundamento del Conflicto y por extensión del propio dolor, lo que permite, lo único que puede permitir, poder pensar de otra forma ese dolor. La negación del Conflicto no se ha de confundir con la correlativa negación del dolor, sino con la apertura a un dolor que sólo puede ser otro dolor. Lo que significa que hay que elaborar otra forma de pensar la condición de víctima o la condición de preso; que hay que reapropiarse del dolor que esas figuras reconducen al juego de poder como un elemento funcional entre otros. Y eso pasa por aceptar que en realidad «no había razón alguna que diera sentido a la muerte de x» o «que no había razón alguna que diera sentido a la encarcelación de y». Que después de todo, «esto no ha servido de nada», que «hace tiempo que dejo de tener nada que le diera sentido». Hacer la experiencia de esa ausencia de fundamento puede parecerse a soportar lo insoportable. Y he aquí el punto en el que la cuestión adquiere toda su gravedad, lo decisivo de la cuestión o su momento crucial.16

1. (Nota añadida en la primera revisión del texto) Desde el 11-S todos los Estados-nación se han visto obligados a tomar posición en relación a una nueva figura según la cual la dialéctica Estado-Terrorismo se va a resolver: el Terrorista islámico. Ésto es una exigencia del Mundo global a cuya unificación relativa sirve esa figura del Otro. Ante ésto los conflictos y terrorismos nacionales ya desgastados no pueden sino ser desplazados a la posición de conflictos adyacentes y residuales cuya centralidad política es cada vez menor. En efecto, 2 soluciones se plantean: o desplazar a la periferia política las figuras nacionales del Otro; o intentar elevar ese Otro regional a la categoría de Otro global. La segunda posibilidad no es sino la que se intentó llevar a cabo cuando se vincularon ETA y el Terrorismo islámico. 2. «Parece que la democracia te ha dejado decaído, que le has pillado gusto a que te den por culo» 3. «Ambivalencia de lo social» vendría a significar la irreductibilidad de lo social a un elemento esencial del cual derivaría en tanto totalidad dotada de sentido. Lo social es excesivo, una “pluralidad ambigua de determinaciones” (Santiago López Petit) o la situación de entrecruzamiento de perspectivas diseminadas, en ausencia de un punto de vista privilegiado (en ausencia de un proceso central). 4. Por cierto que por utilidad funcional no se entiende nada que puede remitir a un sujeto concreto, pues la perspectiva desde la que se describe el juego de poder pone en suspenso categorías subjetivadotas (no hay un quién que se valga de dicha utilidad).

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5. Las luchas del vacío, Margarita Padilla y Amador Fernández-Savater. Texto ampliación de la charla ofrecida bajo el titulo «Desafectos» en el marco de las conferencias de Espai en Blanc Vida y Política. 6. Es interesante estudiar las diferencias entre dos comunidades de afectados bien dispares y que no llegan a conciliar su postura (hay que preguntarse el por qué): las víctimas del 11M y la AVT. En Vida y Política (revista de Espai en Blanc) se ha analizado el 11-M bastante a fondo, y en este sentido. 7. Algún comentarista ha escrito, ha intuido que el 11M acabaría con ETA. En ese sentido, el 11M puede entenderse como un acontecimiento mayor en intensidad que desocultó (por unos instantes) la carencia de fundamento del Conflicto. 8. El propio Mayor Oreja declaro en su día: hay que acabar con ETA, aún sabiendo que harán falta más sacrificios. 9. Es más probable que la desmembración del estado nacional español venga dada por fenómenos como la radicalización del movimiento de descentralización del capitalismo actual, más que por la simple amenaza terrorista. De hecho, las condiciones que pudieran dar paso ese “desmembramiento” son ajenas al conflicto (tratan más bien de necesidades objetivas y de readecuaciones internas de los regimenes de poder). 10. Felix Guattari, Micropolítica del Deseo en Cartografías del Deseo, La Marca, 1995. 11. La critica de la Identidad, la crítica del Estado-nación o la crítica del Sujeto moderno son simplemente desconocidos, se desconoce la mera existencia de estos discursos críticos. 12. Revista Critique N° 379, Febrero 1978. Es artículo fue luego introducido como unos parágrafos más en Mille Plateaux (Postulats de Linguistique) 13. Ibid. 14. Tomo estos términos de forma un tanto libre pero en total consonancia con los términos que Deleuze utiliza. 15. Desde Deleuze se entiende que todo argot es un devenir menor de una lengua mayor (con su gramática). Todo argot traiciona la gramática de una lengua mayor, que coexiste siempre con un Estado. Por ejemplo, está el euskera, idioma bastardo, que ha prescindido de una gramática hasta que se ha constituido un aparato burocrático o estatal que requería de un idioma mayor (euskera batua), y que sin embargo, no deja de ser rebasado por la liquidez propia del euskera con sus infinitos dialectos, conjugaciones siempre variables etc. Esta diferencia mayor/menor, clara en el campo del lenguaje, es extensible a otros campos. 16. Cómo puede diseñarse un programa concreto de subversión del Conflicto y la realidad que trama y en la que se trama. Llámense «tierras de nadie», «espai en blanc», «éxodo», «periferiak» o «liberación de espacios por desocupación», en ellos emergería fuerza política que podría hacer una crítica efectiva del propio Conflicto. De momento, su sola elaboración teórica es importante.

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Tiqqun: una aventura política

Jordi Carmona Hurtado

Tiqqun: una aventura política (sobre «Teoría del Bloom» e «Introducción a la guerra civil») «Vivir juntos en el corazón del desierto, con la misma resolución de no reconciliarse con él, esa es la prueba, esa es la luz.» Teoría del Bloom, p. 126

Con Tiqqun, si tenemos el coraje de leer seriamente, necesitamos para empezar reaprender a ser filósofos, al menos en el antiguo sentido socrático que significa poner toda nuestra atención en el arte de las preguntas. Pues ¿quién es Tiqqun?, ya es una mala pregunta, un planteamiento inadecuado del problema. Tiqqun no se presenta como un autor o un colectivo de autores, y en este sentido hay ya una fuerte carga de anonimato en el gesto: Tiqqun no es el nombre de un quién, sino de un qué, que puede en principio ser adoptado por cualquiera. Entonces, Tiqqun es en primer lugar el nombre no de un autor sino de una posición subjetiva o de una posición de enunciación. He aquí una manera paradójica de entender el anonimato: no es anónimo el que no tiene nombre, sino precisamente el que decide un nombre, el que vive desplegando la idea que contiene un nombre. Asumir este nombre comporta una serie de exigencias que vienen no ya de la responsabilidad individual del autor sino de lo que el nombre Tiqqun lleva o porta consigo, lo que revela, lo que hace. Pues Tiqqun es el nombre que se da en la tradición mesiánica hebraica a la redención, a la justicia final o radical, la Justicia mayúscula en todo caso, la que atraviesa la historia de principio a fin cumpliendo la redención: ésta es la altura a la que se encuentra llamado a situarse quien adopta esta posición. Entonces, bajo un segundo aspecto más profundo, Tiqqun es un medio (que habría que entender como medio vital, no sólo simbólico) lanzado para propiciar las palabras y actos de intelectualidades emparentadas que deciden incorporar esa tradición mesiánica: no ya un qué por tanto sino un cómo, una cierta tonalidad de exposición tanto existencial como política que busca una comunidad por venir agitando las ya constituidas y tratando de recoger las voces de las luchas que no tiene cabida en ellas. Tiqqun se inscribe en el espacio de articulación de los discursos, las formas y las luchas que dejaron vacío las vanguardias del siglo xx. Desde este espacio trata de responder de un modo nuevo a la vieja exigencia filosófica de coherencia entre el pensamiento y las prácticas: en este punto no se tratará de realizar la filosofía como ciencia, sino más bien de hacer comunidad con el pensamiento, en lo que éste tiene de elemento en devenir, inasignable, no institucionalizable. Ha-

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cer del pensamiento literalmente una práctica política, ese es tal vez el reto que se ha comenzado a lanzar con Tiqqun. Este planteamiento encontró lugar en una bella revista publicada en francés de idéntico nombre y breve existencia, sólo dos números: Tiqqun1 en 1999, Tiqqun2 en 2001. Pero la revista Tiqqun no se extinguió sino para hacer nacer una rica descendencia en la que algunos de los conflictos de interpretación de esta práctica política se han revelado con otros nombres al modo de trayectorias existenciales dispares, que recientemente empiezan a conocerse de la manera más o menos confusa a la que nos tiene acostumbrados el espacio público. Con estos primeros dos libros traducidos al castellano, el lector de este país tiene la oportunidad de comenzar a formarse su idea. Teoría del Bloom es un artículo de Tiqqun1 ampliamente revisado para la publicación en libro. Se trata un estudio de un solo tipo: el hombre anónimo contemporáneo, tomado en una inmediatez fenomenológica, que Tiqqun pasea por los restos que encuentra accesibles en la literatura y filosofía occidentales recientes. El texto es fragmentario, plagado de citas declaradas o veladas, como apuntes de lectura balizados por hallazgos poéticos y fórmulas sintéticas. En el fondo la pregunta que recorre el libro es existencial, y se quiere radical: ¿qué significa ser hombre hoy, aquí? La respuesta no es original: significa ser el último hombre, el hombre del nihilismo consumado, la existencia inauténtica y desarraigada por excelencia. El Bloom es un ser atrapado entre las tenazas de la apariencia del Espectáculo y las de la «nuda vida» del Biopoder. Tiqqun recoge los diagnósticos intelectuales más apocalípticos, para tratar de llevarlos todavía un paso más allá: el panorama es desolador, pero al menos no hay consuelo en él, ni siquiera el consuelo de la lucidez crítica. La única opción: politizar activamente el Bloom, aquello que la figura con nombre Bloom trata de detectar como una sonda en la existencia y la cultura contemporáneas. Los modos de politización indicados por el texto son dispares: desde la posibilidad de una potencia política del «acto loco» a la invocación de la figura del Trickster, el Bloom que se asume y juega su condición. Pero lo que pide, ante todo, el estudio del Bloom es una decisión, un gesto que corte; si el Bloom es «ese Se que es un Yo, ese Yo que es un Se», toda política del Bloom parece plantearse desde una voluntad existencial de soberanía, de heroísmo, que implica también declarar la guerra al Bloom, como indica el epílogo a la edición italiana que se incluye en la edición. Y tal vez sea éste uno de los rasgos más definitorios de la aventura política de Tiqqun: introducir el elemento ético diferencial en el seno de la lucha política. Lo irreductible que tiene este elemento ético sería su fundamento, la condición de existencia de una política en estos tiempos conformes, conformes también a menudo con la infamia. El problema, y también lo más esperanzador de la tentativa, es que este elemento ético no se confunde con el ethos de origen que asigna y encadena a cada individuo o comunidad a su situación social. Se trataría

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más bien de un ethos por encontrar, por crear. La cercanía con algunas de las tesis de Agamben se vuelve en este punto evidente, si bien el pathos guerrero nietzscheano en este planteamiento del problema ético nos impide clausurar las posiciones. En Introducción a la guerra civil Tiqqun cartografía –también mediante un análisis fuerte de las secuencias históricas de la dominación– algunas grandes líneas del espacio de esta lucha ético-política que no es más que «una cierta intensidad en la elaboración de las formas-de-vida». Para Tiqqun lo más político es la guerra civil, la stásis, previa a todo Estado. En este texto, extraído de Tiqqun2, hay una mayor voluntad sistemática, una dirección más clara articulada mediante una sucesión de tesis y glosas; en algunos puntos también, especialmente en el último apartado, una verdadera felicidad en la expresión. Lo que Tiqqun llama política extática, política existencial en el sentido de que comienza con un gesto de apertura, de salida de sí, de exposición del individuo impersonal a lo común de una finitud que lo delimita y le da un lugar, se contextualiza en este punto. Pues si bien las relaciones de poder contemporáneas se dan en el seno de un espacio imperial, el Imperio no es el enemigo, sino un ambiente hostil, y el poder que ejerce consistiría sobre todo en atenuar con formas pretendidamente neutrales (democracia parlamentaria, Estado de derecho) la intensidad de las formas-de-vida, con la única función de contener la guerra civil. La política sería entonces la revelación práctica de la guerra en curso, en primer lugar en lo que toca al partido que en realidad ejerce su soberanía constantemente sobre los otros bajo la aparente pluralidad que posibilitarían según la publicidad los mecanismos de gobierno: el partido imperante que toma la formade-vida del empresario u hombre de negocios. Es la política, que en la tradición schmittiana comienza con la demarcación entre amigos y enemigos. Se trataría entonces de elaborar en el seno de la hostilidad imperial generalizada un espacio político de amigos y enemigos, en un elemento de verdad, de articulación comunitaria entre el pensamiento y las prácticas. Habría, entonces, una especie de división del trabajo político de Tiqqun: entre lo que nombraría el Partido Imaginario, la comunidad de los que no tienen comunidad, y lo que nombraría el Comité Invisible, la fracción más directamente revolucionaria de este Partido. Este despliegue de nombres políticos dibuja un espacio complejo, difícil de situar de modo preciso. Pero no dejamos de aprender que los nombres políticos precisos son también los menos vivibles. Hay mucho de llamada en este espacio indefinido, muchos huecos en él que podrían ser promesa de comunidad: sobre responder o no, y de qué manera, ya depende de quién lea. Pero la cuestión de qué hacer con lo que se lee no podrá ser eludida tan fácilmente en este caso.

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¿Cómo hacer?

Tiqqun

¿Cómo hacer?* Don’t know what I want, but I know how to get it. Sex Pistols, Anarchy in the UK I Veinte años. Veinte años de contra-revolución. De contra-revolución preventiva. En Italia. Y fuera de Italia. Veinte años de un sueño de alambre de espino, poblado de vigías. De un sueño de los cuerpos, impuesto por el toque de queda. Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga. En una articulación mundial de dispositivos locales. En un calibrado inédito de las subjetividades. En una nueva paz de superficie. Una paz armada bien hecha para cubrir el desarrollo de una imperceptible guerra civil. Hace veinte años, era el punk, el movimiento del 77, el área de la Autonomía, los Indios metropolitanos y la guerrilla difusa. De un golpe surgía, como salido de alguna región subterránea de la civilización, todo un contra-mundo de subjetividades que ya no querían consumir, que ya no querían producir, que ya no querían ni siquiera ser subjetividades. La revolución era molecular, la contra-revolución no lo fue menos. Se dispuso ofensivamente,

* Texto escrito con vistas a una publicación italiana, en la primavera de 2001. (Nota de la versión francesa del texto en Tiqqun2)

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después duraderamente, toda una compleja máquina para neutralizar lo que era portador de intensidad. Una máquina para desactivar todo lo que podría explotar. Todos los (in)dividuos de riesgo, los cuerpos indóciles, las agregaciones humanas autónomas. Luego fueron veinte años de estupidez, de vulgaridad, de aislamiento y de desolación. ¿Cómo hacer? Alzarse. Alzar la cabeza. Por elección o por necesidad. Poco importa, en verdad, desde ahora. Mirarse a los ojos y decir que volvemos a comenzar. Que todo el mundo lo sepa, lo más rápido posible. Volvemos a comenzar. Se acabó la resistencia pasiva, el exilio interior, el conflicto por sustracción, la supervivencia. Volvemos a comenzar. En veinte años, hemos tenido tiempo para ver. Hemos comprendido. La demokracia para todos, la lucha «antiterrorista», las masacres de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social, por selección, por precarización, por normalización, por «modernización». Hemos visto, hemos comprendido. Los métodos y los objetivos. El destino que SE nos reserva. El que SE nos niega. El estado de excepción. Las leyes que ponen a la policía, a la administración, a la magistratura por encima de las leyes. La judicialización, la psiquiatrización, la medicalización de todo lo que se sale del cuadro. De todo lo que huye. Hemos visto. Hemos comprendido. Los métodos y los objetivos. Cuando el poder establece en tiempo real su propia legitimidad, cuando su violencia se vuelve preventiva y su derecho es un «derecho de injerencia», entonces ya no sirve de nada tener razón. Tener razón contra él. Hay que ser más fuerte, o más astuto. Es por esto también por lo que volvemos a comenzar. Volver a comenzar no es nunca volver a comenzar algo. Ni retomar un asunto justo donde lo habíamos dejado. Lo que vuelve a comenzar siempre es otra cosa. Siempre es inaudito. Porque no es el pasado lo que nos empuja, sino

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precisamente lo que en él no ha advenido. Y porque somos también nosotros mismos, entonces, quienes volvemos a comenzar. Volver a comenzar quiere decir: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre nuestros devenires. Partir, de nuevo, desde donde estamos, ahora. Por ejemplo, hay golpes que ya no SE nos darán. El golpe de la «sociedad». Por transformar. Por destruir. Por volver mejor. El golpe del pacto social. Que algunos quebrarían mientras que otros pueden fingir «restaurarlo». Estos golpes, no SE nos darán más. Hay que ser un elemento militante de la pequeño-burguesía planetaria, un ciudadano verdaderamente para no ver que ya no existe, la sociedad. Que ha implosionado. Que ya no es más que un argumento para el terror de los que dicen re/presentarla. A ella que se ha ausentado. Todo lo que es social se nos ha vuelto extranjero. Nosotros nos consideramos absolutamente desligados de toda obligación, de toda prerrogativa, de toda pertenencia social. «La sociedad», es el nombre que ha recibido a menudo lo Irreparable, entre aquéllos que querían que también fuera lo Inasumible. Quien rechaza este cebo deberá dar un paso de distancia. Operar un ligero desplazamiento respecto de la lógica común del Imperio y de su contestación, la de la movilización,

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respecto de su común temporalidad, la de la urgencia. Volver a comenzar quiere decir: habitar esta distancia. Asumir la esquizofrenia capitalista en el sentido de una facultad creciente de desubjetivación. Desertar pero guardando las armas. Huir, imperceptiblemente. Volver a comenzar quiere decir: sumarse a la secesión social, a la opacidad, entrar en desmovilización, sustrayendo hoy a tal o tal red imperial de producción-consumo los medios de vivir y de luchar para, en el momento elegido, barrenarla. Nosotros hablamos de una nueva guerra, de una nueva guerra de partisanos. Sin frente ni uniforme, sin ejército ni batalla decisiva. Una guerra cuyos focos se despliegan a distancia de los flujos mercantiles aunque conectados a ellos. Hablamos de una guerra totalmente en latencia. Que tiene el tiempo. De una guerra de posición. Que se libra ahí donde estamos. En el nombre de nadie. En el nombre de la existencia misma, que no tiene nombre. Operar ese ligero desplazamiento. Ya no temer a su tiempo. «No temer a su tiempo es una cuestión de espacio». En la okupa. En la orgía. En la revuelta. En el tren o el pueblo ocupado. En la búsqueda, en medio de desconocidos, de una free party inencontrable. Hago la experiencia de ese ligero desplazamiento. La experiencia de mi desubjetivación. Yo devengo, me vuelvo una singularidad cualquiera. Un juego se insinúa entre mi presencia y todo el aparato de cualidades que me están ordinariamente vinculadas. En los ojos de un ser que, presente, quiere estimarme por lo que yo soy, saboreo la decepción, su decepción al ver que he devenido tan común, tan perfectamente accesible. En los gestos de otro, una inesperada complicidad. Todo lo que me aísla como sujeto, como cuerpo dotado de una configuración pública de atributos, siento que se derrite. Los cuerpos se deshilachan en su límite. En su límite, se indistinguen. Barrio tras barrio, lo cualquiera arruina la equivalencia. Y yo alcanzo una desnudez nueva,

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una desnudez impropia, como vestida de amor. ¿Se evade uno alguna vez solo de la prisión del Yo? En la okupa. En la orgía. En la revuelta. En el tren o el pueblo ocupado. Nos volvemos a encontrar. Nos volvemos a encontrar como singularidades cualquiera. Esto es, no sobre la base de una común pertenencia, sino de una común presencia. Esta es nuestra necesidad de comunismo. La necesidad de espacios de noche, donde podamos reencontrarnos más allá de nuestros predicados. Más allá de la tiranía del reconocimiento. Que impone el re/conocimiento como distancia final entre los cuerpos. Como ineluctable separación. Todo lo que SE –el novio, la familia, el entorno, la empresa, el Estado, la opinión– me reconoce, es por ahí por donde uno cree que SE me tiene. Por el recuerdo constante de lo que soy, de mis cualidades, SE querría abstraerme de cada situación. SE me querría exigir en toda circunstancia una fidelidad a mí mismo que es una fidelidad a mis predicados. SE espera de mí que me comporte como hombre, empleado, parado, madre, militante o filósofo. SE quiere contener entre los bordes de una identidad el curso imprevisible de mis devenires. SE me quiere convertir a la religión de una coherencia que SE ha escogido para mí. Cuanto más soy reconocida, más mis gestos se encuentran trabados, interiormente trabados. Heme aquí capturada por la malla ultra-ajustada del nuevo poder. En las redes impalpables de la nueva policía: LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES. Hay toda una red de dispositivos en los que me hundo para «integrarme», y que me incorporan esas cualidades. Todo un pequeño sistema de fichaje, de identificación y de «policiaje» mutuos. Toda una prescripción difusa de la ausencia. Todo un aparato de control comporta/mental, que apunta al panoptismo, a la privatización transparencial, a la atomización. Y en el cual yo forcejeo. Necesito devenir anónima. Para estar presente. Cuanto más anónima soy, más estoy presente.

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Necesito zonas de indistinción para acceder a lo Común. Para no reconocerme ya en mi nombre. Para no escuchar en mi nombre sino la voz que lo llama. Para hacer consistir el cómo de los seres, no lo que son, sino cómo son lo que son. Su forma-de-vida. Necesito zonas de opacidad en donde los atributos, incluso criminales, incluso geniales, ya no se separen de los cuerpos. Devenir cualquiera. Devenir una singularidad cualquiera, no está dado. Siempre posible, pero nunca dado. Hay una política de la singularidad cualquiera. Que consiste en arrancar al Imperio las condiciones y los medios, incluso intersticiales, de experimentarse como tal. Es una política, porque supone una capacidad de enfrentamiento, y porque una nueva agregación humana le corresponde. Política de la singularidad cualquiera: liberar esos espacios en los que ningún acto es ya asignable a ningún cuerpo dado. Donde los cuerpos reencuentran la aptitud al gesto que la sabia disposición de los dispositivos metropolitanos –ordenadores, automóviles, escuelas, cámaras, portátiles, gimnasios, hospitales, televisiones, cines, etc.– les había disimulado. Reconociéndolos. Inmovilizándolos. Haciendo que giren en el vacío. Haciendo existir la cabeza separadamente del cuerpo. Política de la singularidad cualquiera. Un devenir-cualquiera es más revolucionario que todo ser-cualquiera. Liberar los espacios nos libera cien veces más que todo «espacio liberado». Más que de poner en acto un poder, gozo de la puesta en circulación de mi potencia. La política de la singularidad cualquiera reside en la ofensiva. En las circunstancias, los momentos y los lugares en los que serán arrancados las circunstancias, los momentos y los lugares de un anonimato tal, de una parada momentánea en un estado de simplicidad, de un anonimato tal,

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la ocasión de extraer de todas nuestras formas la pura adecuación a la presencia, la ocasión de estar y ser, al fin, ahí. II ¿CÓMO HACER? No ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? La cuestión de los medios. No la de los fines, la de los objetivos, de lo que hay qué hacer, estratégicamente, en abstracto. La cuestión de lo que podemos hacer, tácticamente, en situación, y de la adquisición de esta potencia. ¿Cómo hacer? ¿Cómo desertar? ¿Cómo funciona? ¿Cómo conjugar mis heridas y el comunismo? ¿Cómo permanecer en guerra sin perder la ternura? La cuestión es técnica. No un problema. Los problemas son rentables. Alimentan a los expertos. Una cuestión. Técnica. Que se redobla en cuestión de las técnicas de transmisión de esas técnicas. ¿Cómo hacer? El resultado contradice siempre al fin. Porque plantear un fin es todavía un medio, otro medio. ¿Qué hacer? Babeuf, Tchernychevski, Lenin. La virilidad clásica reclama un analgésico, un espejismo, cualquier cosa. Un medio para ignorarse un poco. En tanto que presencia. En tanto que forma-de-vida. En tanto que ser en situación, dotado de inclinaciones. De inclinaciones determinadas. ¿Qué hacer? El voluntarismo como último nihilismo. Como nihilismo propio a la virilidad clásica. ¿Qué hacer? La respuesta es simple: someterse una vez más a la lógica de la movilización, a la temporalidad de la urgencia. Bajo pretexto de rebelión. Plantear fines, palabras. Tender hacia su cumplimiento. Hacia el cumplimiento de las palabras. Mientras tanto, dejar la existencia para más tarde. Ponerse entre paréntesis. Alojarse en la excepción de sí. A distancia del tiempo. Que pase. Que no pase. Que se pare. Hasta… Hasta el próximo. Fin. ¿Qué hacer? Dicho de otra manera: vivir es inútil. Todo lo que no habéis vivido, la Historia os lo devolverá. ¿Qué hacer? Es el olvido de sí que se proyecta sobre el mundo. Como olvido del mundo. ¿Cómo hacer? La cuestión del cómo. No de eso que un ser, un gesto o una cosa

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es, sino de cómo es eso que es. De cómo sus predicados se relacionan con él. Y él con ellos. Dejar ser. Dejar ser la abertura entre el sujeto y sus predicados. El abismo de la presencia. Un hombre no es «un hombre». «Caballo blanco» no es «caballo». La cuestión del cómo. La atención al cómo. La atención a la manera en que una mujer es, y no es, una mujer –hacen falta dispositivos para hacer de un ser de sexo femenino «una mujer», o de un hombre con la piel negra «un negro». La atención a la diferencia ética. Al elemento ético. A las irreductibilidades que lo atraviesan. Lo que pasa entre los cuerpos en una ocupación es más interesante que la ocupación misma. ¿Cómo hacer? quiere decir que el enfrentamiento militar con el Imperio debe ser subordinado a la intensificación de las relaciones en el interior de nuestro partido. Que lo político no es más que cierto grado de intensidad en el seno del elemento ético. Que la guerra revolucionaria no debe ser ya confundida con su representación: el movimiento bruto del combate. La cuestión del cómo. Volverse atento al tener-lugar de las cosas, de los seres. A su acontecimiento. A la obstinada y silenciosa prominencia de su temporalidad propia bajo el aplastamiento planetario de todas las temporalidades por la de la urgencia. El ¿Qué hacer? como ignorancia programática de esto. Como fórmula inaugural del desamor atareado. El ¿Qué hacer? vuelve. Desde hace varios años. Desde mitad de los años 90, más que desde Seattle. Un revival de la crítica hace como si se enfrentara al Imperio con slogans, con las recetas de los años 60. Salvo que esta vez se simula. Se simula la inocencia, la indignación, la buena conciencia y la necesidad de sociedad. Se vuelve a poner en circulación toda la vieja gama de los afectos social-demócratas. De los afectos cristianos. Y de nuevo, las manifestaciones. Las manifestaciones mata-deseos. Donde no pasa nada. Y que ya no manifiestan sino la ausencia colectiva. Hasta el fin. Para los que tienen nostalgia de Woodstock, de la ganja, de mayo del 68 y del militantismo, están las contracumbres. SE ha reconstruido el decorado, falta lo posible. He aquí lo que ordena el ¿Qué hacer? hoy: ir a la otra parte del mundo a contestar

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la mercancía global para volver, tras un baño de unanimidad y de separación mediatizada, a someterse a la mercancía local. A la vuelta, está la foto en el periódico… ¡Todos solos juntos!… Érase una vez… ¡Qué juventud!… Lástima para esos cuantos cuerpos vivos perdidos allí, buscando en vano un espacio para su deseo. Vuelven un poco más fastidiados. Un poco más vaciados. Reducidos. De contracumbre en contracumbre, acabarán por fin comprendiendo. O no. No se contesta al Imperio por su gestión. No criticamos al Imperio. Nos oponemos a sus fuerzas. Ahí donde estamos. Decir lo que a uno le parece tal o tal alternativa, ir allí donde SE nos llama, todo esto ya no tiene sentido. No hay proyecto global alternativo al proyecto global del Imperio. Pues no hay proyecto global del Imperio. Hay una gestión imperial. Toda gestión es mala. Los que reclaman otra sociedad harían mejor comenzando por ver que ya no hay. Y tal vez cesarían entonces de ser aprendices de gestores. Ciudadanos. Ciudadanos indignados. El orden global no puede ser tomado por enemigo. Directamente. Pues el orden global no tiene lugar. Al contrario. Es más bien del orden de los no-lugares. Su perfección no es la de ser global, sino la de ser globalmente local. El orden global es la conjuración de todo acontecimiento porque es la ocupación acabada, autoritaria, de lo local. Uno no se opone al orden global sino localmente. Por la extensión de las zonas de sombra sobre los mapas del Imperio. Por su puesta en contacto progresiva. Subterránea. La política que viene. Política de la insurrección local contra la gestión global. De la presencia recobrada sobre la ausencia de sí. Sobre la extrañeza ciudadana, imperial. Recobrada por el robo, el fraude, el crimen, la amistad, la enemistad, la conspiración. Por la elaboración de modos de vida que sean también modos de lucha. Política del tener-lugar. El Imperio no tiene lugar. Administra la ausencia haciendo planear por todas partes la amenaza palpable de la intervención policial. Quien busca en el

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Imperio un adversario al que medirse encontrará el aniquilamiento preventivo. Ser percibido, de aquí en adelante, es ser vencido. Aprender a devenir indiscernibles. A confundirnos. Volver a degustar el anonimato, la promiscuidad. Renunciar a la distinción, Para desarticular la represión: componer en el enfrentamiento las condiciones más favorables. Volverse astutos. Devenir despiadados. Y para esto devenir cualquieras. ¿Cómo hacer? es la cuestión de los niños perdidos. Aquéllos a los que no se ha dicho. Los que no son seguros en sus gestos. A los que nada ha sido dado. Cuya criaturalidad, cuya errancia, no deja de traicionarles. La revuelta que viene es la revuelta de los niños perdidos. El hilo de la transmisión histórica ha sido roto. Incluso la tradición revolucionaria nos deja huérfanos. El movimiento obrero sobre todo. El movimiento obrero que se ha vuelto instrumento de una integración superior al Proceso. Al nuevo Proceso, cibernético, de valorización social. En 1978, el PCI, el «partido de manos limpias», lanzó en su nombre la caza a la Autonomía. En nombre de su concepción clasista del proletariado, de su mística de la sociedad, del respeto del trabajo, de lo útil y de la decencia. En nombre de la defensa de los «avances democráticos» y del Estado de derecho. El movimiento obrero que se habrá sobrevivido en el operaísmo. Única crítica existente del capitalismo desde el punto de vista de la Movilización Total. Doctrina temible y paradójica, que habrá salvado el objetivismo marxista no hablando más que de «subjetividad». Que habrá llevado a un refinamiento inédito la denegación del cómo. La reabsorción del gesto en su producto. La urticaria del futuro anterior. De eso que toda cosa habrá sido. La crítica se ha vuelto vana. La crítica se ha vuelto vana porque equivale a una ausencia. En cuanto al orden dominante, todo el mundo sabe a qué atenerse.

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Nosotros no tenemos ya necesidad de teoría crítica. No tenemos necesidad de profesores. La crítica gira a favor de la dominación, desde ahora. Incluso la crítica de la dominación. Ella reproduce la ausencia. Nos habla desde donde no estamos. Nos propulsa a otra parte. Nos consume. Es cobarde. Y permanece al abrigo cuando nos envía a una carnicería. Secretamente enamorada de su objeto, no cesa de mentirnos. De ahí los idilios tan cortos entre proletarios e intelectuales comprometidos. Esos matrimonios de razón donde no se tiene la misma idea ni del placer ni de la libertad. Más que nuevas críticas, son nuevas cartografías las que necesitamos. Cartografías no del Imperio, sino de las líneas de fuga hacia fuera de él. ¿Cómo hacer? Necesitamos mapas. No mapas de lo que está fuera del mapa. Sino mapas de navegación. Mapas marítimos. Herramientas de orientación. Que no tratan de decir, de representar lo que hay en el interior de los diferentes archipiélagos de la deserción, sino que nos indican cómo llegar, cómo unirnos a ellos. Portulanos. III Es martes 17 de Septiembre de 1996, poco antes del alba. El ROS (Reagrupamiento Operacional eSpecial) coordina en toda la península el arresto de 70 anarquistas italianos. Se trata de poner término a 15 años de investigaciones infructuosas que tenían por objeto a anarquistas insurreccionalistas. La técnica es conocida: fabricar un «arrepentido», hacerle denunciar la existencia de una vasta organización subversiva jerarquizada. Después acusar sobre la base de esta creación quimérica a todos aquéllos a los que se quiere neutralizar de formar parte. Una vez más, secar el mar para coger a los peces. Incluso cuando no se trata más que de un estanque minúsculo. Y de algunos gobios. Una «nota informativa de servicio» escapó al ROS en relación a este asunto. Se expone su estrategia. Fundada sobre los principios del general Dalla Chiesa, el ROS es el servicio imperial tipo de contra-insurrección. Trabaja sobre la población. Allí donde una intensidad se produce, allí donde algo ha pasado, él es el french doctor de la situación. El que pone,

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con el pretexto de profilaxis, los cordones sanitarios cuyo objeto es aislar el contagio. Lo que teme, lo dice. En este documento, lo escribe. Lo que teme, es «el pantano del anonimato político». El Imperio tiene miedo. El Imperio tiene miedo de que nos volvamos cualquieras. Un medio delimitado, una organización combatiente. No los teme. Pero una constelación expansiva de okupas, de granjas autogestionadas, de viviendas colectivas, de reuniones fine a se stesso, de radios, de técnicas y de ideas. El conjunto ligado por una intensa circulación de los cuerpos y de los afectos entre los cuerpos. Ese es otro asunto. La conspiración de los cuerpos. No de los espíritus críticos, sino de las corporeidades críticas. He ahí lo que el Imperio teme. He ahí lo que lentamente adviene, con el incremento de los flujos, de la defección social. Hay una opacidad inherente al contacto de los cuerpos. Y que no es compatible con el reino imperial de una luz que ya no ilumina las cosas sino para desintegrarlas. Las Zonas de Opacidad Ofensiva no están por crear. Están ya ahí, en todas las relaciones en las que sobreviene una verdadera puesta en juego de los cuerpos. Lo que hace falta es asumir que tomamos parte en esta opacidad. Y dotarse de los medios de extenderla, de defenderla. Por todas partes donde se llega a desarticular los dispositivos imperiales, a arruinar todo el trabajo cotidiano del Biopoder y del Espectáculo para exceptuar de la población una fracción de ciudadanos. Para aislar nuevos untorelli. En esta indistinción reconquistada se forma espontáneamente un tejido ético autónomo, un plan de consistencia secesionista. Los cuerpos se agregan. Recuperan el aliento. Conspiran. Que tales zonas estén condenadas al aplastamiento militar importa poco. Lo que importa, es cada vez arreglar una vía de retirada bastante segura. Para volverse a agregar en otra parte.

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Más tarde. Lo que sustentaba el problema de ¿Qué hacer? era el mito de la huelga general. Lo que responde a la pregunta ¿Cómo hacer? es la práctica de la HUELGA HUMANA. La huelga general permitía interpretar que había una explotación limitada en el tiempo y en el espacio, una alienación parcelaria, debida a un enemigo reconocible, por tanto derrotable. La huelga humana responde a una época en la que los límites entre el trabajo y la vida acaban por difuminarse. Donde consumir y sobrevivir, producir «textos subversivos» y precaverse de los efectos más nocivos de la civilización industrial, hacer deporte, el amor, ser padre o estar con el Prozac. Todo es trabajo. El Imperio gestiona, digiere, absorbe y reintegra todo lo que vive. Incluso «lo que yo soy», la subjetivación que no desmiento hic et nunc, todo es productivo. El Imperio ha puesto todo a trabajar. Idealmente, mi perfil profesional coincidirá con mi propio rostro. Incluso si no sonríe. Las muecas del rebelde venden muy bien, después de todo. Imperio, es decir que los medios de producción se han convertido en medios de control al mismo tiempo que lo contrario se verificaba. Imperio significa que de ahora en adelante el momento político domina el momento económico. Y contra esto, la huelga general no puede ya nada. Lo que hay que oponer al Imperio es la huelga humana. Que nunca ataca las relaciones de producción sin atacar al mismo tiempo las relaciones afectivas que las sostienen. Que socava la economía libidinal inadmisible, restituye el elemento ético –el cómo– reprimido en cada contacto entre los cuerpos neutralizados. La huelga humana es la huelga que, allí donde SE esperaba tal o cual reacción previsible, tal o cual tono apenado o indignado, PREFIERE NO. Se disimula al dispositivo. Lo satura, o lo estalla. Se recobra, prefiriendo

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otra cosa. Otra cosa que no está circunscrita en los posibles autorizados por el dispositivo. En la ventanilla de tal o tal servicio social, en las cajas de tal o tal supermercado, en una conversación cortés, en una intervención de la poli, según la relación de fuerzas, la huelga humana hace consistir el espacio entre los cuerpos, pulveriza el double bind en el que están capturados, los conduce a la presencia. Hay todo un luddismo por inventar, un luddismo de los engranajes humanos que hacen girar el Capital. En Italia, el feminismo radical ha sido una forma embrionaria de la huelga humana. «¡Basta de madres, de mujeres y de hijas, destruyamos las familias!» era una invitación al gesto de romper los encadenamientos previstos, de liberar los posibles comprimidos. Era un atentado a los comercios afectivos fracasados, a la prostitución ordinaria. Era una llamada a sobrepasar la pareja, como unidad elemental de gestión de la alienación. Llamada a una complicidad, pues. Práctica insostenible sin circulación, sin contagio. La huelga de las mujeres llamaba implícitamente a la de los hombres y los niños, llamaba a vaciar las fábricas, las escuelas, los despachos y las prisiones, a reinventar para cada situación otra manera de ser, otro cómo. La Italia de los años 70 era una gigantesca zona de huelga humana. Las auto-reducciones, los atracos, los barrios okupados, las manifestaciones armadas, las radios libres, los innumerables casos de «Síndrome de Estocolmo», incluso las famosas cartas de Moro detenido, hacia el final, eran prácticas de huelga humana. Los estalinistas hablaban entonces de «irracionalidad difusa», y ya es decir. Hay autores también en los que se está todo el tiempo en huelga humana. En Kafka, en Walser, o en Michaux, por ejemplo. Adquirir colectivamente esa facultad de sacudir las familiaridades. Ese arte de frecuentar en sí-mismo al huésped más inquietante.

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En la guerra presente, en la que el reformismo de urgencia del Capital debe tomar los hábitos del revolucionario para hacerse entender, en la que los combates más demókratas, los de las contracumbres, recurren a la acción directa, un papel nos está reservado. El papel de mártires del orden demokrático, que golpea preventivamente todo cuerpo que podría golpear. Yo debería dejarme inmovilizar ante un ordenador mientras las centrales nucleares explotan, debería dejar que SE juegue con mis hormonas o a envenenarme. Debería entonar la retórica de la víctima. Porque, está claro, todo el mundo es víctima, también los opresores mismos. Y saborear que una discreta circulación del masoquismo vuelva a dar encanto a la situación. La huelga humana, hoy, es rechazar jugar el rol de la víctima. Atacar ese rol. Reapropiarse de la violencia. Arrogarse la impunidad. Hacer comprender a los ciudadanos pasmados que aunque no entren en la guerra están de todos modos. Que allí donde SE nos dice que es tal cosa o morir, es siempre en realidad tal cosa y morir. Así, de huelga humana en huelga humana, propagar la insurrección, donde ya no hay sino, donde somos todos singularidades cualquiera. Traducido en la Fundación Straubinger En castellano, Tiqqun ha publicado Teoría del Bloom e Introducción a la guerra civil, ambas en la editorial Melusina. Acuarela Libros prepara una antología de textos de los dos números de la revista Tiqqun.

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Un tejido horizontal íntimo y anónimo

Juan Gutiérrez

Un tejido horizontal íntimo y anónimo A propósito de la publicación de: ¡Pásalo! Relatos y análisis sobre el 11-M y los días que le siguieron, VV.AA., Traficantes de sueños (Madrid, 2004). Red Ciudadana tras el 11-M. Cuando el sufrimiento no impide pensar ni actuar, Desdedentro (Acuarela Libros & A. Machado, Madrid, 2008). El 11-M ha sido un evento que, como el 11-S, contribuyó a cambiar las cosas que componen el mundo. Pero de manera muy diferente. El efecto inmediato de las masacres en las Torres de Nueva York y en el Pentágono en Washington fue devastador y desastroso: afianzó decisivamente el protagonismo del presidente Bush en su política unilateral como señor de las guerras pretendidamente preventivas de los inicios del siglo xxi, que han costado la vida a más de medio millón de seres humanos y mermado en buena medida la potencia del gran vencedor de las guerras calientes y frías del siglo xx. Ahora, 6 años más tarde, con todas esas experiencias de por medio, soplan otros vientos y el pueblo norteamericano ha subido a la presidencia a Barack Obama, que se autoproclama como presidente del cambio. Por el contrario, sólo un día después del atentado del 11 de marzo, ejecutado por un círculo inspirado por Al-Qaeda, el Partido Popular encabezado por Aznar, el gran amigo de Bush, ya estaba perdiendo la calle y tres días más tarde perdía el gobierno en cuya cabeza puso la ciudadanía a nuestro Barack Obama-Zapatero. Muchas miradas a eventos parecidos –y a lo que desencadenan– se han dirigido más bien a la superficie mediática de la realidad, marcada por protagonistas que figuran como hacedores en la historia y por instituciones con peso político. Por el contrario, en los testimonios que se recogen en ¡Pásalo! –desde correos electrónicos privados intercambiados entre el día 11 y el 14 hasta reflexiones publicadas entonces en internet– se puede escuchar cómo la reacción de la gente común a la masacre del 11-M, exigiendo la verdad y la seguridad del «nunca más», fue también una acción rompedora frente al malestar medio sordo que ejercía la dominación política del Partido Popular. Red Ciudadana tras el 11-M parte también de ese terrible evento y sus consecuencias, pero su enfoque se centra en algo más cercano y subyacente: la red horizontal, íntima y liberadora que tejieron afectados de todo tipo y condición,

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sin seguir pautas marcadas desde arriba y cada cual a su manera, buscándose entre sí llanamente y superando barreras antes infranqueables, con el fin de consolarse, cuidarse y acompañarse; una red que les ayudó a encontrar un nuevo sentido a sus vidas, rehacer sobre otras bases las seguridades rotas en que nos sostenemos y confiar en el brote de una nueva esperanza alentadora. El libro no trata de ir tan lejos como para medir el cambio que pueda haber producido el 11-M en la política o en la sociedad, sino que se detiene atento ya desde el principio a lo que se rompe y a lo que se empieza a remover en los afectados del atentado, mostrando paso a paso –y también abrazo a abrazo– cómo estos se buscan, se engarzan entre sí y sanan juntos, qué cambio se da en ellos y qué dirección y dimensión pública toma su acción. La Red es anónima, así como el autor del libro, que es ella misma, una red en la Red. Aunque apenas ya existe, durante el tiempo de elaboración del libro enredó en su interior a unos y otros para entrevistarse, escribir, leerse y reescribirse una y otra vez y de ese modo presentarse a sí misma, entenderse mejor y editar con mucho esmero esta obra. Una anonimidad llena de colores, estilos, contrastes, movimientos. Una anonimidad con muchos nombres de hacedores, que es sin embargo anonimidad porque ninguno de ellos resalta con un perfil protagonista. La Red está formada por gente a quienes el 11-M arrebató un ser querido: como Caridad, la «superabuela» que perdió a Carlos, su nieto cariñoso, que hace taichi, preciosas manualidades y se alegra al ver a su hija Maribel animada al acudir a un encuentro de la Red; o Rita, ecuatoriana, amiga del alma de Maribel y que también perdió a su hijo, por el que habían venido a España para que estudiase arte dramático; u Oscar, joven ideador de tantas empresas, que perdió a su mujer Miryam. Hay también testimonios de heridos como Rebeca, que acompañaba a Miryam en aquel «tren de los sueños rotos». A ellos se suman varios de los que acudieron ese mismo día a ayudar y acompañar a los más afectados, como Eva, que es psicóloga y se dio cuenta enseguida de que su vida cambiaba ese día. Y otros que se sumaron más tarde, como Marga y Amador, ya expertos en el oficio de recoger, ensamblar y plantear ideas, relatores no aislados, sino bien enredados, de la primera y de la última reflexión en el libro, editadas ambas en hojas blancas en suave contraste con la hojas verde-tenue en que aparecen las entrevistas. Son narraciones íntimas, desenfadadas, sorprendentes y reflexiones poco cerradas, bien sugerentes. Así, la obra nos transmite cómo la Red Ciudadana se engendró en el tejido horizontal íntimo y anónimo que fueron formando los afectados al buscarse y encontrarse entre sí. Al calor de ello, curiosamente, empezaron a sentirse liberados, a encontrarse a sí mismos y a expresarse por sí mismos, a tener presencia pública y ser así voz de los afectados. Pero como ocurre con todo en la vida, lo horizontal, con su frescor, calor, color, franqueza e intimidad, se cruzó con lo vertical. La Red se defendió desde el

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principio contra la apropiación de los sentimientos confiados que se compartían en ella por parte de intereses políticos partidistas y/o mediáticos. Cuando debido a su presencia en la calle –en la Puerta del Sol y frente al Congreso– pasó a ser una voz pública, optó sin embargo por seguir en el calor y la anonimidad, sin protagonismos establecidos, de lo horizontal. No se registró oficialmente con sus estatutos y una dirección. Como narra Miriam en su entrevista, lo hizo bifurcándose amistosamente y en buen entendimiento de la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo, una entidad oficial que agrupa a más de 900 afectados muy directos –muchos de ellos gente de la Red– y que precisamente se hizo famosa ante la opinión pública al leer su portavoz y actual presidenta, Pilar Manjón, el escrito redactado colectiva y conjuntamente por miembros de la Asociación y gente de la Red en la Comisión de Investigación del Parlamento. Al decidirse por lo horizontal, el principio del deseo dejó tras de sí al principio de la realidad y, muy de acuerdo con el sentir de su gente, la Red pasó a elevar reclamaciones y expresar una desconfianza y dudas ante cuanto venía de arriba que rezuman en las entrevistas recogidas en el libro. Esto lo traslucen las entrevistas que sitúan el sentimiento de liberación, no tanto en las manifestaciones de millones del 12-M con pancartas preguntando «¿Quién y por qué? Queremos saberlo», como en las acciones de decenas de miles el 13-M gritando «Mañana votamos, mañana os echamos». Esa transformación de mayoría en minoría horizontal no alcanzó el futuro mejor y más humano hacia el que se movía precariamente, pero se aventuró en él sin someter su humanidad a ninguna realidad marcada por jerarquías y ha generado así esperanza en el futuro que no llegó a plasmar.

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Biografías de los autores MARC AUGÉ (Paris, 1935) Como docente ha impartido clases de antropología y etnología en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, en la que ocupó el cargo de director entre los años 1985 y 1995. También ha sido responsable y director de diferentes investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Dedicado a la antropología de los mundos contemporáneos, es autor de libros como Los no lugares. Espacios del anonimato (1992), El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (1986) o Fictions fin de siècle (2000). SANTIAGO LÓPEZ PETIT (Barcelona 1950). Militante de la autonomía obrera en los años setenta, ha trabajado durante años como químico en una empresa de vidrio que fue recuperada por sus trabajadores. Ha participado en muchos de los movimientos de resistencia posteriores a la crisis del movimiento obrero. Actualmente es profesor de filosofía en la Universidad de Barcelona. Participa en Espai en Blanc desde su inicio». Ha publicado entre otros los siguientes libros: Entre el Ser y el Poder. Una apuesta por el querer vivir (Ed. Siglo XXI, Madrid 1994); Horror Vacui. La Travesía de la Noche del Siglo (Ed. Siglo XXI, Madrid 1996), El infinito y la nada. El querer vivir como desafío (Ed. Bellaterra, Barcelona 2003), Amar y pensar. El odio del querer vivir (Ed. Bellaterra, Barcelona 2005). Asimismo ha colaborado en diferentes libros colectivos, y también en revistas como El Viejo Topo, Archipiélago, Riff Raff, Futur Antérieur, Posse… Su campo de estudio es la interrelación entre vida, política y arte desde una perspectiva crítica y militante. AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER (Madrid, 1974) va y viene entre el pensamiento crítico y la acción política. Participa en la editorial Acuarela Libros desde su fundación en 1998. En 1999 publicó un librito de ensayos (Filosofía y acción, editorial Límite, Santander). Ha co-dirigido los últimos años de la revista Archipiélago. Colabora actualmente en el nuevo diario Público. Se ha visto envuelto en diferentes movimientos (estudiantil, antiglobalización, «no a la guerra», V de Vivienda…). Participó en la Red Ciudadana tras el 11-M y es co-autor de un libro sobre esa experiencia: Red Ciudadana tras el 11-M; cuando el sufrimiento no impide pensar ni actuar (Acuarela Libros, Madrid, 2008). LEÓNIDAS MARTÍN SAURA. Doctor en Bellas Artes, profesor de vídeo, nuevas tecnologías y arte contemporáneo en la facultad de Bellas Artes de Barcelona. Imparte, también, clases y seminarios en distintas universidades internacionales. Igualmente, participa activamente como conferenciante en congresos, encuentros y festivales en varios museos y espacios artísticos de diferentes países. Los procesos artísticos y políticos de los que ha formado parte en los últimos

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años han dado bastante que hablar tanto en las instituciones culturales como en las redes activistas, entre ellos cabe destacar: Yomango, Las Agencias, Prêt a Revolter, Forumatón, Vdevivienda… Toda su producción artística se sitúa desde hace años en un terreno híbrido donde se mezclan las redes sociales, las nuevas tecnologías y la estética, siempre interesado en procesos cooperativos donde la autoría personal se vea desbordada. Es miembro de la asociación de agitación cultural «Enmedio» (www.enmedio.info). Como realizador, combina su labor profesional basada principalmente en la realización de anuncios, publireportajes y trailers cinemátográficos, con una producción autónoma dedicada a la realización de documentales y películas de autor, así como vídeos y clips de corta duración dotados siempre de un gran contenido social y político. En estos momentos se encuentra escribiendo su primer guión cinematográfico. Su nickname en la red es Leodecerca y siempre que la muerte le mira de frente… ¡se pone de lao! www.leodecerca.net MARINA GARCÉS nació en Barcelona en 1973, donde reside actualmente. Está en Espai en Blanc desde sus inicios y ha participado de otras apuestas colectivas como Dinero Gratis, la Oficina 2004 o la escritura colectiva de Mar Traful. Es profesora titular de filosofía en la Universidad de Zaragoza y enseña ocasionalmente en másteres interdisciplinarios como el Máster Oficial sobre Sociedad de la Información de la UOC o el Máster en Artes Prácticas y Diseminación de la Universidad de Girona. Es autora del libro En las prisiones de lo posible (Ed. Bellaterra, 2002) y de numerosos artículos en revistas como Archipiélago, EIPCP, Daimon, etc. FULVIA CARNEVALE es una artista que vive y trabaja en París. Se ha formado en París VIII donde ha estudiado filosofía. Ha hecho una maestría y un DEA sobre el último Foucault. Ha publicado Prolégomènes pour une evasión, y otros textos en Maquetas sin cualidad de Alejandra Riera, Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 2005. Ha publicado también: La parrhésia. Le courage de la révolte et de la vérité /dans/ Foucault dans tous les éclats, L’Harmattan, París 2005. Notes en marge sur le retard de la pensée en Crisis? What crisis? A. Birnbaum. Desde 2005 trabaja en el colectivo de nombre Claire Fontaine. Sus últimas exposiciones personales son: Détruire Rajeunit,/ Galeria Regina, Moscou, /Feux de détresse/, Galerie Chantal Crousel, Paris, /They Hate Us For Our Freedom/, Contemporary Art Museum, St.Louis, Missouri, /Arbeit Macht Kapital/, Kubus, Städtische Galerie im Lenbachhaus und Kunstbau, München, /Asleep/, Dvir Gallery, Tel Aviv, /Closed for Prayers/, Schinkel Pavillon, Berlin. MANUEL DELGADO (Barcelona, 1956), profesor titular de antropología religiosa en la Universitat de Barcelona, ámbito en el que ha trabajado especialmente el campo de la violencia ritual. También ha investigado en dinámicas de cons-

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trucción de la identidad y procesos de exclusión social, sobre todo en el terreno de la inmigración. En paralelo, se ha interesado por el espacio público como escenario para formas singulares de sociabilidad, desde los enfoques de la microsociología y la etnografía de la comunicación. En el momento actual está trabajando en el análisis de las formas de apropiación social del espacio público, especialmente en contextos de transformación urbana. Dirige el Grup de Recerca en Exclusió i Control Social de la Universitat de Barcelona y el Grup de Treball en Etnografia dels Espais Públics del Institut Català d’Antropologia. Es autor, entre otros, de los libros La ira sagrada (1991), Las palabras de otro hombre (1992), El animal público (1999), Luces iconoclastas (2001), Sociedades movedizas (2007) y La ciudad mentirosa (2007). ROBERTO ESPOSITO (Nápoles, Italia, 1950). Es profesor de historia de las doctrinas políticas en el Istituto Italiano di Scienze Umane, en Nápoles y Florencia. Es codirector de la revista «Filosofia Politica», y fue cofundador del Centro para la Investigación sobre el Léxico Político Europeo, con sede en Bolonia. Es también miembro del Collège International de Philosophie. Actualmente sus trabajos han tomado una doble dirección: por una parte, la reflexión sobre el tema del origen de la política; por otra, la redefinición conceptual de la idea de comunidad. Es autor, entre otros, de Inmunitas: protección y negación de la vida (Buenos Aires, 2004), Communitas: origen y destino de la comunidad (Buenos Aires, 2002), El origen de la política: ¿Hannah Arendt o Simone Weil? (Barcelona, 1999). ERIK BORDELEAU (Québec, 1978) es candidato al doctorado de literatura comparada de la Universidad de Montreal. Sus investigaciones actuales giran en torno a la relación entre anonimato y resistencia política y el cine chino contemporáneo. En el verano del 2006 ha presentado un laboratorio de ecología mental basado en el álbum Kid A de Radiohead titulado «How to disappear completely?» en el museo de arte contemporáneo DUOLUN de Shangai. Ha traducido al francés dos libros de Santiago López Petit: Horror Vacui y Amar y pensar que serán publicado en la editorial L’Harmattan. Forma parte del comité de redacción de dos revistas OVNI et INFLEXIONS. Colabora regularmente con las revistas Esse art+opinión y /Hors-champ. Entre sus últimas publicaciones se cuentan algunos escritos sobre la obra de Peter Sloterdijk y sobre el cine de Jia Zhangke y Wong Kar-Wai. ¿QUIÉN ES? WU MING 1 (Roberto Bui) es miembro del colectivo italiano de activistas Wu Ming («sin nombre», en chino mandarín). ¿De dónde viene? Con cuatro de sus compañeros, formó parte del Luther Blissett Project, una iniciativa en la que centenares de activistas europeos compartían una identidad para sus acciones (Luther Blissett). En 1999, cuatro miembros de la columna

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boloñesa del proyecto publicaron la novela Q (edición española en Mondadori). A partir de ahí, y con la llegada de un quinto, fueron Wu Ming. En 2004 salió en Italia otra novela escrita en grupo: 54 (edición española en Mondadori). Acuarela Libros acaba de publicar su primera novela solista, New Thing. ¿Adónde va? Pronto editarán en España Manituana, el inicio de una trilogía sobre la revolución americana. El grupo trabaja ya en la segunda parte. GERARDO TUDURÍ (Montevideo, Uruguay, 1964). Cineasta. Sus últimas dos décadas las dedicó en partes iguales primero a la intervención social y luego a la creación artística en varias disciplinas, tanto en Montevideo, en Centro América, como en España donde reside desde hace 10 años. Desde esa doble faceta desarrolla desde el 2005 las tesis del Cine sin Autor con las que trabaja actualmente en la creación de películas sinautorales. CARLES GUERRA es artista, crítico de arte y comisario independiente. Es profesor asociado a la Universitat Pompeu Fabra y Profesor invitado al Center for Curatorial Studies del Bard College (NY). También es miembro del consejo asesor del suplemento Cultura/s publicado por La Vanguardia. TIQQUN, órgano de enlace en el seno del Partido Imaginario, zona de opacidad ofensiva. Tiqqun no es un grupo, en absoluto. Tiqqun es un medio para constituir enérgicamente una posición. Esta posición se concreta en una doble secesión: secesión del proceso de explotación social que puede denimarse también «imperio»; secesión de toda la esterilidad que se deriva de una simple oposición al imperio (secesión, pues, de la izquierda). Entre 1999 y 2001 publica dos números voluminosos de una revista homónima. En castellano la editorial Melusina ha publicado Teoría del Bloom e Introducción a la guerra civil. Acuarela Libros anuncia una antología de textos de Tiqqun 1 y 2. EKHI LOPETEGI DE LA GRANJA, nacido en Donostia en 1983. Ha cursado la licenciatura de Filosofía en Barcelona, acabándola en París. Acaba de iniciar sus estudios de doctorado en la UB. Colabora habitualmente con la revista Apartamento, en la que ha publicado ya dos artículos sobre arquitectura. Trabaja, además, como miembro del grupo de música Delorean, con el que ha publicado desde el año 2001 varios álbumes, y tocado en más de 200 conciertos por Europa y América. JORDI CARMONA HURTADO (Elx, 1979) está doctorándose en filosofía en la Université Paris-VIII, aunque en la actualidad vive y trabaja en Madrid. Desde la filosofía, trata de que el rigor en el trabajo y la invención del concepto no se desconecten de las prácticas de emancipación. En el espacio del arte contemporáneo, donde también circula, busca lugares y formas en los que el pensamien-

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to cuente para el mundo de otro modo que sometiéndolo, en excepción respecto de la división social del trabajo y de las distribuciones estratégicas de lo sensible. LUIS NAVARRO MONEDERO es filósofo. En los noventa promovió el colectivo underground de acción estética «Industrias Mikuerpo» y el fanzine Amano. Posteriormente coordinó la editorial independiente Literatura Gris, especializada en la actualización del legado de los situacionistas, y tradujo los textos íntegros de sus revistas Internationale Situationniste y Potlacht. En esta línea, formó parte también del colectivo de crítica Maldeojo y desarrolló varios recursos web, como el Archivo Situacionista Hispano. Ha participado en numerosas publicaciones culturales, catálogos y libros colectivos. Próximamente se editará una recopilación crítica de los materiales generados en su día por Industrias Mikuerpo en la editorial asociativa Traficantes de Sueños. JUAN GUTIÉRREZ (Madrid, 1932), ingeniero de caminos, doctor en filosofía por la Universidad de Hamburgo. Participó en los movimientos estudiantiles en torno al 68 en Alemania. Trabajó ocho años de obrero-asistente social en un astillero. Militó malamente en un partido maoísta. Dirigió un centro de ecología en Madrid, fundó y estuvo al cargo de un centro de paz y conflictos en Gernika. Actualmente, trabaja como colaborador y asesor de asociaciones de afectados por la violencia política. Miembro de la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo y de la Red Ciudadana tras el 11-M.

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